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Degradación Ambiental, Endeudamiento Externo y Comercio Internacional
Degradación Ambiental, Endeudamiento Externo y Comercio Internacional
y comercio internacional
Diego Azqueta
Gonzalo Delacámara
Daniel Sotelsek
Departamento de Fundamentos de Economía e Historia
Universidad de Alcalá
Resumen
Abstract
Balance of payment problems, together with increasing external debt levels, are to blame, to a great
extent, for the process of environmental degradation experienced in many developing countries. Developed
countries protectionism, on the other hand, make it very difficult to obtain much needed foreign exchange
through the exploitation of conventional comparative advantage, thus making it necessary the search for new
sources of foreign exchange. This paper analyses, in the framework of international trade relationship
between developed and underdeveloped countries, different posibilities of adressing both problems,
economic development and environmental sustainability, simultaneously. First, the dismantling of
agricultural protectiona in developed areas; fair trade and environmental labelling; environmental services;
and Clean Development Mechanism. Second, establishing a link between external and ecological debt.
Keywords: external debt, agricultural protection, ecological labelling, Fair Trade, ecological footprint,
ecological debt, Clean Development Mechanism.
JEL classification: F18, F34, Q45, Q57.
1. Introducción
este desfase, mayor es el costo para el país del pago de la deuda, y mayor el benefi-
cio asociado a cada nueva divisa que entra en la economía.
Ahora bien, el problema del pago de una deuda acumulada por la imprevisión
tanto de prestatarios como de prestamistas, viene agravado por la dificultad de ac-
ceso a los mercados de los países desarrollados para multitud de productos, prima-
rios y manufacturados, en los que estos países tendrían una ventaja comparativa, de-
bido a la presencia de una serie de barreras proteccionistas tanto arancelarias como
no arancelarias (Coyler, 2003).
Esta dificultad en la obtención de moneda extranjera a través de la vía conven-
cional de las ventajas comparativas, ha llevado, como no podía ser de otra manera,
a la búsqueda de nuevos yacimientos de divisas. Una posibilidad obvia, en este
campo, la constituyen los recursos naturales: bien explotando nuevos yacimientos
(minerales, forestales, pesqueros), bien sobreexplotando los ya existentes. De ahí la
degradación ambiental consiguiente: las divisas que ello proporciona son tremenda-
mente necesarias, en el muy corto plazo, mientras que la degradación ambiental es
una externalidad negativa que se comparte con el resto del mundo y con las genera-
ciones futuras. Desde el punto de vista de la racionalidad estrictamente económica,
este proceder puede incluso considerarse justificado, una vez que se toman en con-
sideración, conjuntamente, dos parámetros clave para el planificador social: el alto
precio de cuenta de la divisa, ya mencionado, por un lado, y la elevada tasa de des-
cuento social, por el otro. Desgraciadamente, este proceder, si bien explicable en el
corto plazo, incluso desde una perspectiva social, tiene dos inconvenientes graves.
En primer lugar, no garantiza una utilización eficiente de los servicios de la biosfe-
ra desde el punto de vista del bienestar económico global. En segundo lugar, cons-
pira contra el desarrollo y el propio bienestar social, en el largo plazo.
A continuación se analizan algunas posibilidades distintas de solución de ambos
problemas simultáneamente: alternativas que, generando divisas para los países sub-
desarrollados, y ayudando a resolver el problema de la pobreza, no tengan como
consecuencia el deterioro y la degradación ambiental.
que la expansión de las tierras de cultivo y pastos a costa de los bosques tropicales ya
ha alcanzado su límite al roturarse todas las tierras aptas para ello (Loening y Mar-
kussen, 2003), en otros existe en la actualidad un importante potencial de expansión
de los territorios agrícolas; sería el caso de Brasil, por ejemplo, que contiene en su te-
rritorio gran parte (55 por 100) de la extensión total de la selva Amazónica. De esta
forma, se establece una potencial diferenciación de los efectos de la apertura comer-
cial a los productos agrícolas: mientras que, en algunos países, la deforestación direc-
tamente relacionada con la agricultura y la ganadería se presume ya inexistente (aun-
que pueden existir otros efectos sobre la diversidad biológica si se procede a la
intensificación de la actividad agraria), existen amplios territorios en los que se da un
elevado potencial de expansión de la frontera agrícola y, por ello, de destrucción de los
bosques tropicales que dan cobijo a gran parte de la diversidad biológica del planeta.
Por otra parte, unos precios internacionales atractivos para algunos de los pro-
ductos procedentes de los países subdesarrollados podrían estimular la sustitución
de cultivos tradicionales por el cultivo de estos nuevos productos más demandados
y mejor pagados, imponiendo nuevas presiones sobre los ecosistemas agrarios tra-
dicionales, desplazando a este tipo de cultivos y técnicas de manejo de la tierra más
respetuosas con el medio ambiente.
El reciente desarrollo de los modelos de equilibrio general computable permite
disponer de una potente herramienta de proyección de los cambios productivos deri-
vados de esta liberalización comercial, campo en el que han resultado realmente úti-
les para el estudio de políticas públicas concretas. Muchos han sido aplicados a la
hora de diseñar políticas agrarias para ver los posibles cambios que la introducción
de una medida (por ejemplo, la modificación de la estructura de subsidios), podría
tener sobre otros sectores y, sobre todo, sobre los países menos desarrollados (Hertel
et al., 2003). La literatura, por otro lado, ofrece numerosos ejemplos de estos mode-
los aplicados a las relaciones entre comercio internacional y medio ambiente para di-
ferentes países. Algunos de estos ejercicios son los realizados en Chile, China, Costa
Rica, Indonesia, México, Marruecos o Vietnam, recogidos en Beghin et al. (2002).
Los resultados obtenidos son difícilmente generalizables, dadas las especificidades
de cada caso. Sin embargo, sí tienden a mostrar la necesidad de adoptar una serie de
medidas de acompañamiento (protección, ordenación del territorio) en las economí-
as subdesarrolladas afectadas por este impulso comercial, que traten de paliar las
eventuales consecuencias negativas de la apertura de los nuevos mercados tanto en
términos de sostenibilidad ambiental (expansión de la frontera agrícola) como de po-
breza (revalorización de tierras y desplazamiento de la población marginal).
Por otra parte, conviene no olvidar que el café posee una serie de características
que facilitan en gran medida su inserción en los esquemas de Comercio Justo, pero
que no son compartidas por la gran mayoría de los productos de exportación de los
países subdesarrollados. En primer lugar, se produce exclusivamente en ellos, y por
campesinos mayoritariamente pobres. En segundo lugar, es un producto sencillo y
con muy pocos componentes (prácticamente sólo uno): otros bienes han seguido un
proceso de producción mucho más complejo en el que han participado multitud de
productores de diferentes partes del mundo. En tercer lugar, su consumo no sólo es
«social» en muchas ocasiones, sino que se ha convertido en un producto «de dise-
ño», lo que permite la identificación del demandante. Finalmente, el gasto del con-
sumidor en este producto no es muy elevado, lo que indudablemente facilita la apa-
rición de una demanda diferencial dispuesta a pagar un precio superior. En cualquier
caso, tampoco hay que perder de vista el hecho de que el café de Comercio Justo
apenas representa un 15,4 por 100 del café certificado, mientras que el café «orgá-
nico» alcanza el 61,4 por 100; el que combina los dos sellos (Orgánico y Comercio
Justo) el 12,7 por 100; el sello Rainforest Alliance el 7,7 por 100; y otros menores
(Bird Friendly) por separado, o en conjunción con los anteriores, el resto.
En el campo de la Certificación Ambiental de productos con presencia en el co-
mercio internacional, el caso más paradigmático es, sin duda, el del Forest Ste-
wardship Council (FSC: www.fsc.org/en). El FSC nace en 1993 para garantizar que
la madera certificada por la institución se ha producido y extraído en condiciones
sostenibles. El énfasis aparece, pues, en la gestión forestal ambiental, aunque tam-
bién se contemplan en sus diez «principios globales», aspectos de desarrollo social
y local: por ejemplo, el respeto de los derechos ancestrales de las comunidades lo-
cales, o la necesaria participación de la población local en los beneficios de la ex-
plotación maderera, a través del empleo, la provisión de servicios y la capacitación.
Es de señalar, en cualquier caso, que la certificación del FSO va algo más allá de las
dos medidas convencionalmente utilizadas para destacar el comportamiento am-
bientalmente más favorable de un producto (ecoetiqueta), o de un proceso producti-
vo (ISO 14.000). Con respecto al ecoetiquetado, puesto que garantiza un determi-
nado desempeño ambiental, y no simplemente que el producto en cuestión se halla
entre los menos ambientalmente agresivos de su grupo. Con respecto a la ISO
14.000 o los sistemas de gestión ambiental, en general, puesto que no sólo garanti-
za el cumplimiento de las normas y la autoimposición de unos determinados objeti-
vos ambientales, sino que, como se ha apuntado, certifica el cumplimiento de unos
estándares estrictos y prefijados (aunque susceptibles de variación en función de las
condiciones locales) en el proceso de producción maderera. El desarrollo de esta
certificación ha sido notable: se estima que la madera certificada (243 millones de
metros cúbicos anuales) representa el 5 por 100 del mercado europeo, y el 1 por 100
del norteamericano. De nuevo, la participación de algunas grandes multinacionales
interesadas en una determinada imagen de marca, o en evitar posibles acusaciones
de destrucción de recursos forestales (IKEA, Home Depot, B&Q) ha sido determi-
nante en este proceso. A diferencia del Comercio Justo, sin embargo, la certificación
no sólo no supone un precio mayor para el productor, sino que es éste quien corre
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con los gastos de la misma. La razón es sencilla: las grandes empresas comerciali-
zadoras de productos de madera sostienen que no existe una demanda para la ma-
dera certificada como tal, no existe por tanto disposición a pagar un sobreprecio,
pero que sería demoledor para ellas que se las asociara con los problemas de la de-
forestación en el mundo. Sea como fuere, el hecho es que esta práctica, junto con
los requerimientos por parte de estas empresas de calidad, volumen, estandariza-
ción, periodicidad de las entregas, etcétera, representa una barrera de entrada poco
menos que insalvable para los productores de los países subdesarrollados. No es de
extrañar por tanto que, a pesar del crecimiento del mercado de madera certificada,
éste haya tenido lugar casi exclusivamente para la de los bosques templados y bo-
reales de los países desarrollados. Si en 1996 el 70 por 100 de los bosques certifi-
cados se encontraban en los países subdesarrollados, que era para los que estaba di-
señado el esquema, en 2002 este porcentaje había caído al 12 por 100. En 2005 más
del 80 por 100 de los bosques certificados por el FSC se encontraban en Europa y
Norteamérica, a pesar de que estas dos áreas del mundo ya cuentan con sus propios
mecanismos de certificación que cubren el grueso de su madera certificada. Ahora
bien, en los bosques tropicales de los países subdesarrollados habitan más de 60 mi-
llones de personas, en su mayoría indígenas, y de ellos viven directa o indirecta-
mente otros 500 millones de personas. No es de extrañar, por tanto, que dentro del
FSC hayan aparecido iniciativas como la de Bosques Pequeños y de Manejo de Baja
Intensidad (SLIMFS), que tratan de ayudar a estas comunidades a superar las barre-
ras de entrada a los mercados de madera certificada.
En definitiva, si bien ambos esquemas están diseñados para abordar conjunta-
mente los dos problemas interrelacionados de la pobreza y la degradación ambien-
tal en países subdesarrollados, dirigiéndose prioritariamente a tratar de resolver uno
de ellos, pero sin olvidar el otro, las posibilidades que ofrecen en ambos casos son
más bien limitadas. A ello podría añadirse que, como han demostrado Ferraro et al.
(2005), si lo que se pretende es salvaguardar determinados ecosistemas (por ejem-
plo, el bosque tropical), es más eficiente otorgar un subsidio directo a la población
local por la preservación pura y dura, que un premio a la explotación sostenible de
determinados productos del mismo bosque (miel, café de sombra, ecoturismo, plan-
tas medicinales) a través de un sobre precio «verde» para los mismos1.
1 Es importante anotar, en cualquier caso, que el trabajo de FERRARO et al. (2005) se refiere a la solu-
ción óptima, antes de iniciar cualquier tipo de explotación, no cuando ésta ya está funcionando. En el mismo
se compara también la opción del pago directo por conservar con la de subsidiar los costes de capital nece-
sarios para la producción «ecológica», con el mismo resultado (son preferibles los pagos directos), ilustran-
do sus conclusiones con el caso del Parque Nacional Ranomafana, en Madagascar.
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decir que, en ausencia de los pagos por los CER emitidos, el proyecto no sería
financieramente rentable, no se hubiera llevado a cabo. El MDL, en definiti-
va, no va a financiar proyectos que, por las razones que sea (rentabilidad fi-
nanciera o social), en cualquier caso se hubieran implementado. Al ser esta
última la interpretación que ha prevalecido, algunos proyectos muy emblemá-
ticos, sobre todo en el sector del transporte colectivo (como el Transmilenio
de Bogotá o el Transantiago), no han podido entrar en este esquema. Ello, qué
duda cabe, introduce incentivos perversos para la Administración , ya que
lleva a eliminar o posponer cualquier tipo de iniciativa pública ambiental-
mente beneficiosa, o a dejar que las cosas empeoren, paran luego tratar de ob-
tener CER arreglando el problema.
• En segundo lugar, la exigencia por parte de la Unión Europea, que no del Pro-
tocolo de Kioto, de que únicamente la mitad de la reducción de emisiones a
que cada país está obligado, pueda adquirirse acudiendo a estos mecanismos.
Esto, como bien argumentan los responsables de los países subdesarrollados,
deprime artificialmente la demanda de sus certificados, presionando en conse-
cuencia los precios a la baja.
• En tercer lugar, la no aceptación dentro del sistema europeo de intercambio de
CER, de los créditos conseguidos mediante proyectos de reforestación. Los
denominados proyectos LULUCF (land use, land use change and forestry)
permiten capturar carbono mediante, por ejemplo, la reforestación de tierras.
El Protocolo de Kyoto lo permite, desde la Conferencia de las Partes de Bonn,
siempre y cuando las tierras en cuestión carecieran de cubierta boscosa antes
de 1999. La Unión Europea, sin embargo, rechaza la validez de estos certifi-
cados para el cumplimiento de las obligaciones de sus países miembros, por lo
que sólo pueden ser realizados en el «mercado voluntario» (Bolsa de Chica-
go), y a un precio sensiblemente inferior. A este mercado acuden empresas e
instituciones (ayuntamientos o distintos estados de Estados Unidos) que, si
bien no están obligadas por el Protocolo, quieren cumplirlo voluntariamente,
o mejorar su imagen corporativa. El motivo alegado por la UE es el de la po-
tencial no permanencia de esta captura de carbono: el bosque plantado se
puede quemar, o el gobierno permitir dentro de unos años su tala. Dado el pro-
blema que esta negativa supone, no sólo para la obtención de divisas, sino para
la propia conservación del bosque, se han propuesto distintas medidas para in-
tentar paliar esta inseguridad, desde pólizas de seguros hasta CER con una va-
lidez temporal menor, pero, hoy por hoy, todavía no aceptadas.
• Finalmente cabe mencionar, más que un problema, la necesidad de planificar
cuidadosamente la participación en el MDL por parte de los distintos países
subdesarrollados, para obtener todos los beneficios sociales que el esquema
posibilita. En efecto, en ausencia de una intervención correctora, los proyec-
tos-MDL girarán alrededor de una lógica de mercado que buscará, simple-
mente, aquella opción que ofrezca el precio más bajo por la mercancía inter-
cambiada: una tonelada de carbono. Esta lógica es la que llevará a seleccionar
unos proyectos y no otros. Sin embargo, los proyectos involucrados, en gene-
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ral y por sus propias características, suelen venir acompañados de toda una
serie de externalidades de todo tipo. No es lo mismo, en este sentido, conse-
guir un certificado de reducción de emisiones capturando metano en una gran-
ja porcina alejada de los núcleos urbanos, que sustituyendo una central térmi-
ca de carbono por una de ciclo combinado de gas natural, dentro de una ciudad
densamente poblada. Los impactos positivos sobre la salud de la población, en
el segundo caso, es muy probable que superen sustancialmente los efectos po-
sitivos adicionales del primero. Sin embargo, nada de esto será tenido en cuen-
ta en los mercados de carbono, en ausencia de una intervención pública que
seleccione adecuadamente la cartera de proyectos socialmente más rentables.
El peso de la deuda externa, sobre todo para los países pobres altamente endeu-
dados, ha dado lugar a una presión recurrente para su condonación. No es éste el
lugar ni el momento de abrir una discusión al respecto. Tal vez valga la pena recor-
dar, en cualquier caso, que condonaciones totales o parciales de la deuda externa ya
se han producido en distintas ocasiones, sin aparentes resultados. Es más, de acuer-
do a los provocativos argumentos de Easterly, el perdón de la deuda a los países po-
bres sólo sirve para que éstos acentúen la presión sobre la explotación de sus recur-
sos naturales, alejándose más si cabe de la sostenibilidad (Easterly, 2001, cap. 4).
Vale la pena, sin embargo, analizar una alternativa que ha alcanzado cierta no-
toriedad en determinados círculos académicos recientemente: canjear la actual
deuda económica de los países subdesarrollados, por la deuda ecológica acumulada
en el tiempo por los países desarrollados.
La capacidad del planeta para proporcionar una serie de recursos naturales, re-
novables y no renovables, así como para absorber los desechos de todo tipo que ge-
neran las actividades del ser humano, es limitada. La segunda ley de la termodiná-
mica (conocida como ley de la entropía) limita el nivel de producción sostenible al
flujo de energía solar recibido. Esta idea elemental ha propiciado la búsqueda de
unos posibles límites a la capacidad de crecimiento o, para ser más precisos, el re-
conocimiento de los mismos. Quizá la forma más reciente que han adoptado estos
intentos sea la que se conoce como huella ecológica (ecological footprint). La hue-
lla ecológica correspondiente a una población determinada se define como «la su-
perficie de tierra productiva y ecosistemas acuáticos necesaria para producir los re-
cursos que la sociedad consume, y asimilar los residuos que produce, dondequiera
que se encuentren dicha tierra y agua» (Rees, 2000, p. 371).
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Como tal indicador, formalizado por Wackernagel y Rees (1996), la huella eco-
lógica no es sino un intento de traducir a una unidad común, que permita las com-
paraciones, la capacidad del planeta de proporcionar recursos y de absorber resi-
duos, por un lado, y el consumo de recursos y emisión de desechos de los patrones
de consumo de los distintos grupos sociales contemplados, por otro. Esta unidad
común de medida no es otra que una hectárea de superficie agrícola de productivi-
dad media (biocapacidad), tanto como proveedora de recursos naturales, como en su
papel de sumidero de las emisiones contaminantes (fijación del carbono atmosféri-
co a través de la función fotosintética). Comparando los requisitos con las posibili-
dades, se llega a la conclusión fundamental de estos trabajos: el habitante promedio
del planeta tiene una huella ecológica (unos patrones de consumo) que supera la ca-
pacidad de carga de la biosfera.
Siguiendo en la línea anterior, se ha desarrollado el concepto de distribución
ecológica espacial, para analizar cómo se distribuye entre distintos países el daño
ambiental generado por las distintas actividades económicas. En la esfera de las re-
laciones internacionales, esta distribución espacial del daño ambiental da lugar, se
dice, a un intercambio (ecológico) desigual mediante el que los países menos desa-
rrollados tratan de mantener su competitividad. Este comportamiento, por el que
estos países degradan su medio ambiente para poder vender sus mercancías en los
mercados internacionales, da lugar a una deuda ecológica (Muradian y Martínez-
Alier, 2001) en la que estarían incurriendo los países más desarrollados debido a la
importación de estos productos, a unos precios «ecológicamente» incorrectos.
Algunos autores han sugerido que esta deuda ecológica podría constituir la base
de un mecanismo de transferencia de recursos a favor de los países subdesarrollados
fuertemente endeudados, que les permitiera subsanar el problema de la deuda
(Torras, 2003).
El procedimiento al respecto sería el siguiente. En primer lugar, se hace necesa-
rio computar la cuantía de la deuda ecológica, en términos físicos, y pasar, en se-
gundo lugar, a determinar su equivalente monetario. Y aquí es donde juega un papel
relevante el concepto de la huella ecológica anteriormente mencionado. En efecto,
se recomienda que la deuda se calcule a partir, precisamente, de la comparación
entre el valor de dicho indicador para diferentes países y su biocapacidad. Una vez
calculados los déficit y superávit correspondientes, en hectáreas normalizadas, se
traducen a un valor monetario utilizando para ello los valores propuestos por
Costanza et al. (1997), para una hectárea representativa de los distintos ecosistemas.
Aplicando esta metodología sencilla, los principales países desarrollados acu-
mularían una deuda ecológica equivalente a 3.733 millones de ha. que, traducidos,
supondrían algo más de 800 mil millones de dólares, una cantidad nada desdeñable.
Transferir esta cantidad a los países endeudados en función de su superávit ecológi-
co (huella ecológica inferior a su biocapacidad) convertiría en acreedores netos a va-
rios de ellos (Indonesia, Miammar, Congo, Tanzania), y reduciría sustancialmente el
problema de la deuda a otros (Argentina, Brasil, Malasia, Venezuela). El problema
lo plantean aquellos países que, como China, India, Bangla Desh o Egipto, no sólo
tienen una elevada deuda económica, sino que también están endeudados «ecológi-
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camente»: tienen una huella ecológica muy pequeña (sus niveles de consumo son
muy bajos), pero una biocapacidad más baja todavía (territorios pobres y densa-
mente poblados). De acuerdo a este criterio, estos países tendrían que pagar ambas
deudas, mientras que otros como Canadá, Australia, Suecia o Finlandia, que tienen
un superávit ecológico, serían también candidatos a recibir los pagos.
La propuesta, por tanto, tiene el buen sentido (económico) de obviar cualquier
consideración de justicia distributiva. Torras no contempla, en efecto, la denomina-
da deuda ecológica, como un debe de los países desarrollados, culpables de la de-
gradación ambiental global, en favor de unos países subdesarrollados, que serían to-
talmente inocentes del deterioro ambiental que padecen (aunque no lo descarta). Su
enfoque es mucho más pragmático: trata de encontrar un esquema que permita re-
solver el problema de la deuda externa: que justifique, calcule y al mismo tiempo
asigne, unos fondos que alivien o resuelvan el problema. Por ello, no tiene ningún
reparo en eliminar del grupo de los deudores a los países subdesarrollados con una
huella ecológica superior a su capacidad biológica. El resultado final de la propues-
ta, sin embargo, y aun habiendo resuelto este primer problema, probablemente no
pueda ser considerado satisfactorio, ni desde el punto de vista de la equidad, ni
desde el punto de vista de la eficiencia: no son precisamente los países más pobres
los que recibirían las mayores transferencias, sino los que podrían considerarse de
desarrollo intermedio y muy ricos en recursos naturales (Brasil, Argentina, Colom-
bia, Indonesia, etcétera). Desde el punto de vista de la equidad, supone aceptar una
discriminación de partida claramente rechazable: las personas tendrían derecho al
disfrute de los dones de la naturaleza, les correspondería una determinada huella
ecológica, en función de algo tan arbitrario como el lugar de nacimiento. Un ele-
mental sentido de justicia debería llevar a rechazar este tipo de planteamiento. Por
otro lado, el punto de vista de la eficiencia en la conservación de la naturaleza y la
garantía de la sostenibilidad, rechazar este tipo de comercio, que involucra el inter-
cambio de naturaleza, es abiertamente contraproducente. La autarquía o, en el mejor
de los casos, el intercambio de equivalentes, en términos de naturaleza, al que obli-
garía cualquier intento de acabar con esta pretendida explotación, impediría resol-
ver adecuadamente el problema del deterioro ambiental y la sostenibilidad de las
pautas de producción y consumo. En efecto, para resolver de forma eficiente el reto
de la satisfacción de las necesidades humanas, debería buscarse la asignación espa-
cial de las distintas actividades económicas (producción, distribución y consumo),
allí donde su impacto ambiental fuera menor, algo que esta búsqueda de un preten-
dido equilibrio entre la huella ecológica y la dotación de recursos de cada país im-
pediría.
Efectivamente, existe una deuda ecológica, pero probablemente sea más acerta-
do plantearla en términos de la huella ecológica acumulada por determinados patro-
nes de consumo, que por razones de operatividad identificaríamos con los de las so-
ciedades más desarrolladas, con el planeta como un todo, y no con determinados
países. Esta deuda, una vez calculada, tal y como lo hace por ejemplo Torras (op.
cit.), pero en relación a la capacidad biológica promedio del planeta, debería cance-
larse a favor de los organismos multilaterales de ayuda al desarrollo para que la asig-
130 CUADERNOS ECONÓMICOS DE ICE N.º 71
7. Conclusiones
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