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Sentados en el café, Magdalena pidió una infusión de jazmín y menta.

Su mirada clara

se perdía a través de los arbustos, en la avenida. Parecía que contaba los autos al pasar,

uno, dos, tres, cuatro. Sus labios lo decían muy claro. Prefería no mirarlo a él.

Llegó la infusión en una taza anaranjada. El mozo la depositó sobre la mesa con mucho

oficio, y al lado dejó un sobrecito de azúcar.

—¿Todo correcto, señorita?

—Sí, gracias —contestó Magdalena y esbozó una sonrisa, como aceptando que

el mozo existía y que la amabilidad en su voz merecía bien un gesto suyo, aunque fuera

en aquella mañana decisiva.

—Y un café para el señor —añadió el mozo. Dejó la taza sobre la mesa con un

sonido limpio, aunque el señor no respondió ni gracias. Miraba fijamente a Magdalena,

Magdalena, Magdalena. Le daba vueltas a su nombre, como tratando de descifrar la

salida de aquel laberinto de melena negra, de atractivo rostro de jovencita astuta pero

tierna.

—Magda —dijo él—, mírame, por favor.

—Te miro, Octavio —dijo ella, pero siguió contando los autos con una

tranquilidad inmensa. Prosiguió:

—Caray, cuando no estás, te miro; cuando te extraño en la universidad y cuando

estoy con mis amigas. Cuando estudio sola en mi habitación, te miro. Así que te miro

muchísimo, todo el tiempo, ¿sabes? Y perdóname si ahora que te tengo en frente no me

dan muchas ganas de mirarte.

—Entiendo —contestó él, sin entender nada—. Habrás intuido, por nuestra

conversación telefónica, que esto es serio e importante. Escúchame, tengo que hablar

contigo, debo serte sincero. Hay algo que yo… ya no siento, y no puedo seguir

ocultándotelo, ¿me entiendes?


Veinticinco autos, tres motocicletas y una bici montada por una mujer vestida de negro,

en minifalda, muy seria. Mientras pedaleaba, por momentos, se le veían las piernas y la

ropa interior roja. Magdalena extendió los labios en una sonrisa.

—Te escucho —dijo.

—Debemos terminar. Perdóname, Magda, pero es así. Ya no siento nada por ti,

es decir, siento mucho afecto, te quiero un cielo, pero no estoy enamorado de ti. Lo

siento muchísimo, ojalá pudiera seguir amándote, Magda. No sabes cuánto lo he

querido, desde que empecé a comprenderlo. Lo he deseado tanto, volver a amarte, pero

ya va a ser un año y no he conseguido nada. Es más, lo último que me quedaba de amor

se ha ido desvaneciendo con los días. Talvez tú ya lo hayas notado… perdóname,

Magda. Pero no puedo seguir contigo.

La infusión de jazmín y menta humeaba relajadamente. Magdalena tomó los dos sobres

de azúcar y los vació sobre su cuchara. Un morrito de azúcar blanca.

La cuchara, manejada por su pulso impasible, poco a poco se fue dejando caer sobre la

taza, hasta el fondo. Algunos terroncitos se derritieron con rapidez, fundiéndose con la

bebida caliente, otros en cambio soportaron toda la caída hasta el fondo de la taza,

donde ardieron, por así decirlo, ardieron en agua y se consumieron en agua. Luego, la

cuchara revolvió la infusión un par de veces, se sacudió en el borde de la taza y fue a

reposar en el platito.

Magdalena se acercó la bebida a los labios. Sopló tres veces haciendo una o con la boca.

Bebió y el líquido descendió por su garganta hasta calentarle las entrañas.

Era un buen día. El sol no quemaba demasiado y los grandes ficus que escoltaban toda

la avenida hacían correr el fresco bajo sus copas.


La muchacha miró a Octavio con otros ojos. Parecía haber experimentado un cambio.

—¿Decías, mi amor? Lo siento, es que estoy un poco ida.

El hombre frunció el ceño con la boca ligeramente abierta. No había tocado su café.

Casi no había tocado nada en esa terraza donde se habían dado cita. A penas había

tocado a Magdalena con el poco ímpetu de sus palabras, en un esfuerzo enorme por

decir una vez y tan solo una, lo que había ido a decir.

—Magda. ¿Cómo puedes hacerme repetirlo? ¿Crees que esto es un chiste?, ¿que

hoy me levanté con ganas de bromear?

—Octavio, —esclareció ella— para mí, tú casi no has dicho nada desde que

llegaste.

Mierda, pensó él. ¿Es éste el precio de la separación? ¿Y cuánto le puede divertir a ella?

¿Acaso no le duele tanto como a mí? Una vez más, se dijo. Un esfuerzo más, ahora no

podrá hacerse la desentendida. Y lo soltó todo, otra vez:

—Estoy rompiendo contigo, mujer. Mírame, ya no siento nada por ti. Desde

hace tiempo que verte no es lo mismo. Ya no tengo esa emoción de estar al lado tuyo.

Magda, mis días van lentamente. Reunirme contigo se ha vuelto en los últimos meses

una obligación, un ejercicio inútil que ya no me reconforta, ¿me oyes? No me divierte

hacer esto, dejarte. Pero es lo que siento… es lo que hay.

Y la miró desesperado, cansado de hablar, con un nudo en la garganta.

Como respuesta, Magdalena bebió otro sorbo de té y miró hacia la avenida. Volvió a

contar autos.
Sus ojos entrecerrados parecían estar pensando algún tipo de respuesta a la vez que con

la boca mascullaba números consecutivos. Bebió otro sorbo de su bebida caliente.

Siguió pensando con esa carita, ahora seria, impávida. Frunció los labios. Dejó la taza

sobre la meza y llamó al mozo. Pidió otro tesito.

—Amor —soltó divertida— Este té está muy bueno. No sé cómo puedes estar

bebiendo ese café tan amargo en un día tan espléndido. Mira a tu alrededor: es una

mañana para reír y charlar en el parque, para jugar con niños o leer bajo la sombra de un

árbol. Observa, ¿acaso hay algo en el día que te sugiera beber ese café tan horrendo y

áspero?

Octavio quedó paralizado. No, peor aún. Antes ya había quedado un poco paralizado.

La perspectiva de tener que vivir aquella escena era, además de desalentadora y triste,

un martirio que lo desarmaba. No había estado preparado para aquel tipo de reacción.

Aquella mañana, al levantarse, había alejado de su mente cualquier otro tipo de

reflexión, de forma que solo pudiera meditar en la ruptura, y en saber elegir las palabras

correctas cuando llegara el momento. Sin embargo, el ignoro forzado de aquella mujer

lo había dejado sin respuesta.

—Magda…

—Octavio —lo interrumpió ella— ya sé lo que vas a decirme: “¿Acaso no me

has escuchado?” Y te lo repetiré una vez más: Para mí, Octavio, tú no has dicho nada

desde hace diez largos minutos…

—Magdalena, pero…

—Octavio —gritó la muchacha—, escúchame: para mí tú no estás rompiendo

conmigo. Para mí, tu boca —hizo una boca con los dedos— sólo se ha movido

silenciosamente sin que ninguna maldita palabra haya salido de ella. ¿Y sabes por qué?
Porque un universo así, uno donde tú me dejas, es inconcebible. ¡Pum! No existe, no

hay, es absolutamente imposible. No soy capaz de imaginarlo y mucho menos de traerlo

a mi realidad. Soy como un perro, Octavio, al que tratas de enseñarle tus estúpidas leyes

físicas. No entiendo una mierda. ¿De acuerdo?

—Señorita, su infusión de jazmín y menta—. El mozo llegó con una tetera sobre

la charola de metal. Magdalena estaba ruborizada por la fuerza de su respuesta. Se tomó

unos segundos para calmarse y dejó que el mozo le sirviera.

Con una mano enfundada en un guante blanco, el tipo tomó la pequeña tetera, parecía

de plata. La inclinó cuarenta grados y, desde una altura de quince centímetros, llenó la

taza vacía de Magdalena—. Servida, señorita. ¿Algo más?

—No, gracias. Márchese.

Octavio recuperó el aliento, pero no pudo reponerse de la conmoción que le había dado.

Si al llegar a aquel café solo había tenido un único tema en la cabeza, ahora que éste no

le servía, una extraña brecha se le había abierto en el firme entramado mental. Todo un

golpe hipnótico.

Su cabeza seguía atascada con palabras y frases de ruptura que se generaban

aleatoriamente. No era capaz de hilvanar otra cosa. No había planeado otra cosa, así que

se quedó como una estatua mirando a Magdalena. La contempló sin pensar, sin decir,

casi sin mirar, mientras ella se bebía la segunda taza de infusión.

—Ya vámonos, Octavio. Amor, es un día precioso como para quedarse bebiendo

ese horrendo café. ¡Oh!, veo que ni siquiera lo has tocado. Bien por ti. Ahora vamos al

parque, ven.
Ella se puso de pie y Octavio la imitó.

—Leamos ese diario que has traído —continuó Magdalena—. Sentémonos sobre

la grama a conversar de lo que sea, mi amor. Me contarás sobre tus clases, sobre tus

alumnos en la universidad, y yo te hablaré de mi proyecto de tesis: Letargo inducido en

chimpancés. Hace un día hermoso para pasear. Camina, Octavio, y luego vayamos a tu

departamento. Hagamos el amor hasta la noche.

Octavio asintió con la cabeza repetidas veces.

Estaba imposibilitado para la articulación de pensamientos que no tuvieran que ver con

la ruptura. Y como la ruptura era un tema que simplemente no existía con aquella

muchacha, ya podría decirse que para el resto del día, Octavio prácticamente sería un

enorme monigote, torpe y sin alma.

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