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LA GRAN COLOMBIA

Y LA GRAN HOLANDA
1815-1830

una relación entre


sueño y realidad
Sytze van der Veen
Traducción de Diego J. Puls
LA GRAN COLOMBIA
Y LA GRAN HOLANDA
1815-1830
LA GRAN COLOMBIA
Y LA GRAN HOLANDA
1815-1830

una relación entre


sueño y realidad
Sytze van der Veen

Traducción de Diego J. Puls


Para Tine
La Gran Colombia y la Gran Holanda, 1815-1830.
Una relación entre sueño y realidad
Edición original en neerlandés:
Groot Nederland & Groot Colombia 1815-1830.
De droom van Willem I. Hilversum, Ed. Verloren, 2015.

© Sytze van der Veen Gerente General Traducción


Juan José Echavarría Soto Diego J. Puls
De esta edición y de la traducción:
© Banco de la República Gerente Ejecutiva Corrección de textos
-Subgerencia Cultural Marcela Ocampo Duque Gustavo Patiño Díaz
Calle 11 n.° 4-14 Diseño
Subgerente Cultural
www.banrepcultural.org Kilka Diseño Gráfico SAS
Ángela María Pérez Mejía
Bogotá D. C.
Impresión
Director Red de Bibliotecas
Contacto Gráfico S.A.
Alberto Abello Vives
ISBN 978-958-664-394-8 (impreso)
Coordinación editorial ISBN 978-958-664-404-4 (digital)
Unidad Administrativa
Bogotá, Colombia
Subgerencia Cultural 2018

Sijtze, van deer Ven


Gran Holanda y Gran Colombia, 1815-1830 : una relación entre
sueño y realidad / Sijtze van deer Ven ; traducción Diego Puls ; prólogo Weildler Guerra. -- Bogotá :
Banco de la República, 2018.
348 páginas ; 16x24 cm.
Incluye índice onomástico.
Título original : Groot Nederland & Groot Colombia 1815-1830.
De Droom van Willem I.
1. Holandeses en Colombia - Historia 2. Colombia - Historia - Guerra de independencia, 1810-
1819 3. Holanda - Historia 4. Holanda - Colonias - Caribe (Región, Colombia) I. Puls, Diego, traduc-
tor II. Guerra, Weildler, prologuista III. Tít.
986.03 cd 21 ed.
A1617248

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Cubierta: Vicente Suárez Ordóñez, «Alegoría de América»,


Museo de Bellas Artes Gravina, Alicante (España), ca. 1820.
Contracubierta: Guillermo I, por Joseph Palinck, 1818 (detalle). Ámsterdam, Museo del Estado.
Bolívar, por el pintor estadounidense Francis Martin Drexel, ca. 1827. El retrato, desconocido
hasta 2018, se encuentra en la Stirling Smith Art Gallery and Museum, en Stirling, Escocia.
Este libro fue publicado con el apoyo de la Fundación Neerlandesa de Letras
y de la Embajada del Reino de los Países Bajos en Colombia.
Contenido

Presentación 9
Dos grandezas y una pequeñez 16
La Gran Holanda: nacimiento de un reino 26
Preludio de la guerra de los Quince Años 44
La Gran Colombia: nacimiento de una república 58
Empresas rastreras 76
Isla poco pacífica 88
El Viejo y el Nuevo Mundo 108
El sueño del rey 134
Obra en construcción 154
Noticias de Colombia 174
Duelo en Bogotá 192
El grado superlativo de un canal 216
La dictadura de la impotencia 232
El principio del fin 254
El ocaso de la Gran Colombia 276
El ocaso de la Gran Holanda 290
Cabos sueltos 306
Bibliografía 328
Índice onomástico 340
Presentación

EN ABRIL DE 2016 se celebró en Bogotá la vigesimonovena versión de su


reconocida Feria del Libro, en la cual Holanda fue el país invitado. Entre
las razones presentadas para justificar esa invitación se dieron varias de
carácter económico, pero casi ninguna de tipo histórico. Así, los visitantes
pudieron enterarse de que Holanda era el mayor comprador de uchuvas
de Colombia y el principal destino de las confecciones nacionales en la
Unión Europea. El boletín oficial de la feria señalaba también que «cerca
de 50 años de historia unen a los dos países», aunque la verdad es, como
lo muestra el presente libro, que nuestra larga relación con el hoy llamado
Reino de los Países Bajos comprende varios siglos de interacciones políti-
cas, demográficas y económicas.
En ese mismo evento viví la enriquecedora experiencia de dialogar
ante un concurrido auditorio con Sytze van der Veen, autor de Groot Ne-
derland & Groot Colombia 1815-1830. De droom van Willem I1, publicado a

1 Los términos Gran Colombia y Gran Holanda no están tomados por el autor en un estricto
sentido jurídico o administrativo respecto del nombre que adoptaron dichos Estados en
ese periodo histórico, sino en el marco de una connotación metafórica muy extendida.

Sytze van der Veen 9


finales de 2015 por una reconocida editorial holandesa. Sytze es un apa-
sionado historiador holandés interesado por el mundo hispánico. Groot
Nederland & Groot Colombia trata de dos proyectos políticos que nacieron
en ese período y que fracasaron casi simultáneamente. Según él, colom-
bianos y holandeses tenemos un origen común, dado que surgimos como
resultado de nuestras respectivas guerras de independencia contra España.
En los siglos xvi y xvii, la República de los Países Bajos dio el primer golpe
contra el imperio español, y en el siglo xix, la República de Colombia le
dio el golpe de gracia.
Dos figuras centrales de esta obra son Guillermo I, llamado también
«el rey comerciante», y el Libertador Simón Bolívar, como creadores de
proyectos políticos ambiciosos e imaginativos. Ambos se vieron a sí mis-
mos como liberales, aunque sus adversarios políticos hicieron lo propio,
considerándolos conservadores. El trazo que nos hace el autor del carácter
del monarca holandés es el de «un hombre cerrado y retraído, incapaz de
delegar o consultar», una figura vacilante en sus decisiones, pero obstinado
una vez tomaba partido por una de las ideas en consideración. Su inteli-
gencia —afirma Van der Veen— «se atascaba en su manía organizativa.
Tenía un espíritu contable y leía de preferencia textos con muchos núme-
ros». Bolívar, en contraste, es visto a través de la descripción de algunos
que pudieron tratarlo directamente, como el cónsul holandés De Stuers,
quien «desconfiaba de la “fuerza de imaginación” bolivariana, que hacía
que se dejara llevar con demasiada facilidad por ideas exaltadas». El di-
plomático reconocía en Bolívar a un idealista manifiesto que irradiaba una
sólida confianza en sí mismo y un carisma del que era difícil escapar. No
obstante, De Stuers, citado por el autor de esta obra, también afirma que
al Libertador «le gusta debatir y puede ser muy sarcástico. Es temido por
su lengua mordaz, que deja a menudo atónitos a sus oyentes».
La edición en español de esta novedosa obra publicada bajo el título
La Gran Colombia y la Gran Holanda, 1815-1830. Una relación entre sueño y
realidad no solo aporta información valiosa sobre las relaciones de larga
duración entre los actuales Estados de Holanda y Colombia, sino que tam-
bién ilumina eventos poco conocidos de la historia de nuestros países. Una
de las contribuciones más significativas es mostrar con detalle cómo las
guerras de independencia en Sudamérica repercutieron en las relaciones

10 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


políticas entre las grandes potencias de Europa y cómo fue percibida la
potencialidad de las nuevas repúblicas hispanoamericanas en un escenario
político mas complejo en el que confluían el Viejo y el Nuevo Mundo.
El Reino de los Países Bajos se formó en 1815 como efecto imprevisto
de la derrota que sufrió Napoleón en Waterloo. El primer monarca fue
Guillermo I, antepasado del actual rey Guillermo Alejandro. La Gran Ho-
landa comprendía diecisiete provincias, lo que implicaba la unión de los
territorios que actualmente ocupan los Estados de Holanda, Bélgica y Lu-
xemburgo. La isla de Curazao, que había tenido un papel importante en la
independencia de las posesiones españolas en el norte del Caribe, por me-
dio de figuras como Piar y Luis Brión, sería el puente entre ambos Estados.
Dada su condición de colonia holandesa en el Caribe, Curazao conformaba
un nexo natural entre el recentísimo reino y la recién creada república. Una
pequeñez situada entre dos grandezas, como el mismo autor la define en
el primer capítulo del libro.
En palabras del propio Van der Veen, una representación exagerada de
los tesoros del Nuevo Mundo hizo que la codicia de algunas monarquías
europeas estuviera reñida con el apego a la ortodoxia ideológica. Colombia
adquirió, en países como Inglaterra, las proporciones de «una pompa de
jabón política y comercial». La relación holandesa con nuestro país tomó
forma, por consiguiente, en un campo de tensiones entre corrección po-
lítica y oportunismo económico. El mercado que se abría en América con
la independencia de Colombia se tornó apetecible para el reino holandés.
En 1822, el rey Guillermo abrió los puertos de las colonias holandesas en
el Caribe a los barcos colombianos. Esto fue, según el historiador holan-
dés, un reconocimiento de hecho de la República de Colombia, un paso
temprano y arriesgado en el contexto europeo. El monarca holandés, que
actuaba en serio, envió cónsules a las nuevas repúblicas: dos a México,
dos a Centroamérica, uno a Perú, uno a Chile y cuatro a Colombia, el país
más favorecido de su proyecto. En 1825, el representante de Holanda en
Colombia comparó por su sabiduría a Bolívar con el rey Salomón, y sus
palabras fueron reproducidas por los principales periódicos europeos.
La unidad de la Gran Colombia empezó a resquebrajarse inevitable-
mente. La Gran Holanda también empezó a mostrar fisuras debido al se-
paratismo de los belgas. En septiembre de 1830, más de trescientos belgas

Sytze van der Veen 11


murieron en una manifestación a manos del ejército real. Mientras Bolívar
era enterrado en Santa Marta, en diciembre de ese mismo año, una confe-
rencia internacional en Londres aceptó la independencia de Bélgica y con
ello comenzó el fin de la Gran Holanda. El autor concluye que el fracaso
de la Gran Colombia y de la Gran Holanda terminó el acercamiento que
se puso en marcha en los años anteriores.
La obra de Sytze van der Veen debería estimular nuevas indagaciones
históricas acerca de nuestra prolongada y compleja relación con Holanda
durante el periodo colonial y también durante la república. Esto implica
dirigir la mirada hacia lo que el historiador Ernesto Bassi2 llama los “puer-
tos menores” y también a los llamados “puertos ocultos” —a través de
los cuales se realizaba el intercambio con las posesiones holandesas en el
Caribe—, que no ocupan un lugar visible en la historiografía disponible
sobre el último periodo de la dominación colonial.
La presencia holandesa en los dominios americanos es temprana. Dos
hechos inciden en esa incursión: la creación en 1602 de la llamada Com-
pañía de las Indias Orientales y la caída de Curazao, en 1634. Como lo ha
dicho Celestino Araúz Monfante en su clásica obra El contrabando holandés
en el Caribe durante la primera mitad del siglo xviii (1984), para romper el
monopolio español en este continente, los holandeses recurrieron a la co-
lonización, el pillaje y el contrabando a gran escala. Gracias al avanzado
desarrollo de sus medios navales, desde sus áridas posesiones en el Caribe
insular recorrieron las costas de América y penetraron a través de sus ríos
hasta el continente, llegando a comerciar tanto en el Orinoco como en el
Atrato. Durante el siglo xviii los comerciantes judíos de Curazao vendie-
ron sus productos en la Nueva Granada mediante el llamado «Camino de
Jerusalén», que partía de los puertos guajiros, cruzaba la región del valle
de Upar y seguía rumbo al puerto fluvial de Mompox, desde donde sus
mercaderías se distribuían hasta el corazón mismo de la Nueva Granada.
Quizás el antecedente primigenio de nuestras relaciones diplomáticas
con Holanda se encuentre en un suceso singular: la visita del jefe gua-
jiro Caporinche a la isla de Curazao en 1752, registrada por destacados

2 Bassi, E. An Aqueous Territory: Sailor Geographies and New Granada’s Transimperial Greater
Caribbean World. Duke University Press, 2016.

12 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


investigadores, como Eduardo Barrera3 y José Polo Acuña.4 Este jefe in-
dígena fue recibido por las autoridades locales con los honores debidos
a un jefe de Estado. Los habitantes de la isla lo vistieron a él y a sus
acompañantes con casacas y pelucas, haciéndoles muchas fiestas y hon-
rándolos a su entrada y a su salida de la isla con una salva de quince
cañonazos. Los holandeses realizaron formal convenio con los represen-
tantes guajiros para apoyarlos con armas y municiones en su lucha contra
la Corona española y resguardar el comercio entre las dos naciones. En
esos tiempos los funcionarios hispanos se quejaban amargamente en sus
comunicaciones de la desvergüenza con que los guajiros protegían con
todas sus fuerzas el comercio holandés.
Otra de las aportaciones del libro es llamar la atención sobre cómo en
el convulsionado e impredecible escenario de las guerras de independencia
hispanoamericanas se concibieron empresas aventureras que, según Van
der Veen, partían de una singular mezcla de idealismo político y opor-
tunismo económico. Dos muestras representativas de dichas aventuras
fueron la llamada República Boricua y el Principado de Poyais. La pri-
mera, cuyo objetivo era la independencia de Puerto Rico, estuvo a cargo
de un alemán afrancesado: Louis Ducoudray-Holstein, quien, al mando
de setenta aventureros, se hacía llamar «presidente y comandante en jefe
de la República Boricua». Este proyecto delirante fue abortado gracias a
la oportuna intervención de las autoridades de Curazao, que detuvieron
a sus instigadores. El llamado Principado de Poyais fue concebido por el
escocés Gregor MacGregor, un antiguo oficial del ejército británico que ya
había hecho presencia con sus tropas en Portobelo, Riohacha y San Andrés.
Más que un proyecto utópico multirracial, en el que convivían de forma
armoniosa europeos y nativos, Poyais fue una gigantesca estafa a cándidos
súbditos del viejo continente sobre una tierra de Jauja en América Central,
que era en realidad un infierno tropical en la selvática costa de Mosquitos.
Después de este estruendoso fracaso, el autor nos cuenta que MacGregor
murió en circunstancias penosas en Caracas en 1845.

3 Barrera Monroy, E. Mestizaje, comercio y resistencia: La Guajira durante la segunda mitad del
siglo xviii. Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia (icanh), 2000.
4 Polo Acuña, J. Etnicidad. Poder y negociación en la frontera guajira. 1750-1820. Bogotá, Ins-
tituto Colombiano de Antropología e Historia (icanh), 2005.

Sytze van der Veen 13


La relación entre Colombia y Holanda no tuvo el mismo dinamismo en
el centro del país que en las regiones costeras y fluviales. Durante finales
del siglo xix, muchas familias de origen sefardita asentadas en Curazao
migraron a centros urbanos del Caribe colombiano, como Riohacha, Cié-
naga y Barranquilla. Su actividad en este país conllevó cambios signifi-
cativos en la modernización de las actividades mercantiles, como lo ha
evidenciado la historiadora Adelaida Sourdis5 en diversas publicaciones.
De hecho, muchos ciudadanos colombianos ignoran la intensidad y arraigo
en el tiempo de nuestras interacciones históricas; de allí la oportuna rele-
vancia que adquiere el esfuerzo del Banco de la República, la Embajada de
los Países Bajos en Colombia y la Fundación Neerlandesa de Letras para
hacer posible la publicación de La Gran Colombia y la Gran Holanda, 1815-
1830. Una relación entre sueño y realidad, una obra deleitable en su lectura y
minuciosamente documentada.
Esta investigación nos recuerda cómo en ambos países se concibie-
ron creativos futuros potenciales de carácter global, en los que Holanda y
Colombia, y no solo las viejas potencias europeas, eran los protagonistas
en su condición de principales aliados. Las fuentes históricas muestran
cómo, antes del surgimiento de Colombia y a principios de la república,
los sujetos históricos que actuaron durante esos periodos se localizaron a sí
mismos en un mundo más amplio y otorgaron importancia al mar que une
a los países, moviendo de manera incesante personas, artefactos e ideas.
También nos recuerda un epílogo triste, contra el que tenemos el deber de
rebelarnos, pues después de 1830, Colombia y Holanda, ambas disminui-
das, se encerraron en sí mismas y en sus propios problemas.

Weildler Guerra Curvelo

5 Sourdis Nájera, A. «Los judíos en el Caribe Colombiano, 1813-1938». Los judíos en Colom-
bia. Madrid-Bogotá, Casa Sefarad-Israel, 2011.

14 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Mapa de la Gran Holanda. Cornelis van Baarsel, Haarlem, 1816.
Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.
CAPÍTULO 1

Dos grandezas
y una pequeñez

COLOMBIA Y HOLANDA tienen en común el haber alcanzado la independen-


cia a expensas de España. Con una diferencia de dos siglos, en ambas se
establecieron repúblicas, y cada una de ellas determinó una fase del ocaso
del poderío español a escala mundial. La República de los Países Bajos
Unidos marcó el inicio de dicho proceso en el siglo xvii ; la República de
Colombia el final, entre 1810 y 1825. Unos años antes de que en Colombia
se proclamara la república, Holanda se convertía en un reino.
Las relaciones entre ese Reino de los Países Bajos incipiente y la recen-
tísima República de Colombia conforman el tema de este libro. A fin de
distinguir a estos Estados de sus sucesores más pequeños, se les antepone
el adjetivo «gran». La Gran Colombia existió de 1819 a 1830 y abarcaba los
territorios de las actuales repúblicas de Venezuela, Colombia, Panamá y
Ecuador. La Gran Holanda existió de 1815 a 1830 como la unión de Ho-
landa, Bélgica y Luxemburgo. Estos dos grandes Estados se disolvieron

Sytze van der Veen 17


en 1830, una coincidencia que no fue producto de sus relaciones mutuas,
aunque sí les puso fin. En la historiografía latinoamericana, «Gran Colom-
bia» es el término habitual para distinguir a esta extensa república de su
sucesora menguada. Por analogía, podemos usar «Gran Holanda» para
distinguir al histórico Reino Unido de los Países Bajos de su continuación,
reducida a la mitad después de 1830: el Reino de los Países Bajos actual o,
simplificando, Holanda.1

Años de fechorías liberales


A ojos de los contemporáneos, la insurrección de las colonias españolas
en América supuso una revolución «liberal». Ese término no tenía por
aquel entonces un significado bien definido, por lo que debe manejarse
con cierta prudencia. La proyección indiscriminada al pasado de premisas
liberales del presente conduce a una distorsión anacrónica. El liberal de
principios del siglo xix es un ser ambiguo, que se debate entre el ansia
de renovación y el conservadurismo. Un día se hace pasar por un conser-
vador de mente amplia, y otro día por un revolucionario empedernido. A
falta de univocidad, el término se presta a mucha confusión. El rey Guiller-
mo I y Simón Bolívar, los protagonistas de esta historia, se consideraban

1 Este libro se basa en documentos que se conservan en el Archivo Nacional de los


Países Bajos, en La Haya, indicado en las notas como anpb . Se han consultado, en primer
lugar, el archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores (anpb /rree ) 1813-1870, acce-
so 2.05.01; el archivo de la Secretaría General del Estado (anpb /sge ) 1813-1840, acceso
2.02.01; el archivo del Ministerio de Colonias (anpb /col ) 1814-1849, acceso 2.10.01, y
los archivos de Curazao, Bonaire y Aruba hasta 1828, acceso 1.05.12.01, y después de
1828, acceso 1.05.12.02 (anpb /cba hasta 1828 y cba después de 1828, respectivamente).
De modo incidental, se han consultado en el anpb el archivo de la Legación de los Países
Bajos en Gran Bretaña 1813-1850, acceso 2.05.44; el archivo del Consulado de los Países
Bajos en Trujillo 1826-1834, acceso 2.05.15.16; la Colección Paulus Roelof Cantz’laar, acce-
so 2.21.183.15; la Colección Johannes van den Bosch, acceso 2.21.028; la Colección Anton
Reinhard Falck, acceso 2.21.006.48; y la Colección Van Lansberge, acceso 2.21.103. Para
los capítulos que describen los acontecimientos internos de Colombia, se han consultado,
asimismo, documentos del Archivo General de la Nación (agnc ) en Bogotá, provenientes
del Ministerio de Relaciones Exteriores (mre ). Los títulos completos de los libros o artícu-
los mencionados de forma abreviada en las notas pueden consultarse en la bibliografía;
en caso de tratarse de referencias únicas, dichos títulos se presentan completos en las
notas, con lugar y fecha de publicación. Respecto al término «Gran Holanda» como
analogía de «Gran Colombia»: los historiadores Pieter Geyl y Carel Gerretson utilizaron
en los años 1930 la noción de «Gran Holanda» para subrayar la unión cultural entre Ho-
landa y Bélgica. Lo mismo hicieron más recientemente Ernst Kossmann y Niek van Sas.

18 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


a sí mismos liberales. Sus adversarios políticos hacían lo propio, conside-
rándolos a ellos conservadores.
Hacia 1820, el término «liberalismo» se puso en boga para referirse a
un amplio espectro de ideas más o menos progresistas. A la derecha del
espectro liberal se encontraban los ciudadanos que no habían olvidado
los excesos de la Revolución francesa y se espantaban ante nuevos expe-
rimentos democráticos. Su liberalismo se restringía al constitucionalismo:
podían conformarse con el orden posrevolucionario, suponiendo que una
constitución los protegería contra la arbitrariedad del monarca y que en
el plano económico podrían seguir haciendo de las suyas. Estos ciuda-
danos liberales moderados tenían en poca estima a los radicales que se
manifestaban a su izquierda y seguían insistiendo en ideales de libertad
e igualdad. Los liberales de izquierda aspiraban a reformas que a ojos de
los de derecha socavaban el Estado y la sociedad. Entre esos dos extremos,
cualquier graduación de liberalismo resultaba posible.
El liberalismo tenía en esos años de fechorías una potencia revolu-
cionaria, aunque no todos los liberales fueran revolucionarios, ni mucho
menos. Este matiz escapaba a los estadistas conservadores que llevaban la
batuta después de 1815. Tendían a meter en el mismo saco a liberales de
variado plumaje, considerándolos un peligro para el orden «legítimo». Du-
rante quince años, la legitimidad sirvió de pauta ideológica de la política
europea. El dogma pretendía tener un origen metafísico, pero no iba mu-
cho más allá de la defensa del statu quo. Los pragmáticos jefes de gobierno
de la Restauración aspiraban más a evitar una recaída revolucionaria que
a restablecer una situación prerrevolucionaria. Esto último tampoco tenía
mucho sentido, pues después de 1815 el mundo ya nunca sería lo que
había sido antes de 1789.
Por temor a un caos renovado, los poderes dominantes se esforzaron
por contener las manifestaciones liberales. Considerada con más deteni-
miento, la calma aparente de la Restauración resulta ser más bien una
tensión contenida. Nunca el mundo fue testigo de tantos intentos de re-
volución como en los años que van de 1815 a 1830. No solo en Latinoa-
mérica tuvieron lugar revoluciones «liberales», también en España, Por-
tugal, Italia, Grecia, Bélgica y Polonia. Los responsables de mantener el
orden legítimo intentaron por todos los medios contener la creciente marea

Sytze van der Veen 19


democrática. Supieron sofocar temporalmente las revoluciones en el Viejo
Mundo, pero no lograron controlar las desatadas en el Nuevo.
A la larga, también en Europa la represión sirvió de poco, pues el li-
beralismo se expandía pese a todo. Gracias a la Revolución de Julio de
1830, en Francia el liberalismo llegó al poder en su forma moderada. En el
transcurso del siglo xix perdió su aspecto revolucionario, a medida que fue
evolucionando más y más hasta convertirse en el ideario de la ciudadanía
acomodada. Después de 1848, el liberalismo se transformó en la ideología
del orden establecido, mientras el socialismo se hacía cargo de la antorcha
de la revolución.

República y reino
Las colonias españolas en América se declararon repúblicas de signatura
liberal. Para los conservadores contemporáneos, se trataba de un pleonas-
mo. A su entender, la legitimidad era sinónimo de monarquía, mientras
que una república era producto de una falta de legitimidad. Después de
1815, las repúblicas olían a revolución, por más que Napoleón le hubiera
dado a la Revolución francesa un giro monárquico y hasta imperial.
Precisamente debido a la forma de gobierno republicana, la indepen-
dencia del Nuevo Mundo representaba un obstáculo insalvable para el
Viejo. Las repúblicas sudamericanas eran consideradas un estallido de
la revolución que en Europa acababa de reprimirse. Este inconveniente
ideológico no se aplicaba a Brasil, que se independizó en 1822 en forma
de imperio bajo un príncipe de la casa real portuguesa (y como tal exis-
tiría hasta 1889, cuando acabó convirtiéndose en república). Gracias a su
aspecto monárquico, Brasil podía ser reconocido sin problemas por las
potencias europeas.
En cambio, el reconocimiento de las repúblicas de habla hispana equi-
valía a una blasfemia legitimista. Debido a su fama revolucionaria, Hispa-
noamérica era un tabú ideológico, si bien desde el siglo xvi estaba catalo-
gada al mismo tiempo como un símbolo de riqueza legendaria. El ocaso
del Imperio español activó en el imaginario europeo el mito de El Dorado.
Una representación exagerada de los tesoros del Nuevo Mundo hizo que
la codicia estuviera reñida con la ortodoxia ideológica. La creciente tensión

20 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Mapa de la Gran Colombia. Robert Madie, «tomado de Humboldt y de varias otras autoridades recientes»,
Londres, 1823. Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.

entre corrección política y afán de lucro comercial se convertiría en un


punto de ruptura para la Alianza que conducía la política europea después
de 1815. La misma tensión tiñó las relaciones entre la Gran Colombia y la
Gran Holanda.
Tanto los liberales como los conservadores veían en el Nuevo Mundo
el polo opuesto del Viejo, aunque con una valoración contraria. Ambas
perspectivas europeas llevaron a la sobrestimación de las nuevas repúbli-
cas por parte del liberalismo. En efecto, los insurgentes se remitían en parte
a la Revolución francesa, si bien la guerra de liberación estadounidense su-
ponía un precedente por lo menos igual de importante. La independencia
de Latinoamérica es impensable sin esas dos revoluciones, mientras que,
por otro lado, también se remite a menudo a la influencia emancipadora de
la Ilustración. Esa relación es teóricamente plausible, si bien la repercusión

Sytze van der Veen 21


de las ideas ilustradas en la realidad latinoamericana es difícil de medir.
Los intelectuales que tomaron la iniciativa abrigaban ideas europeas, pero
los mulatos o indios iletrados que integraban el ejército de liberación de
Bolívar tenían poca afinidad con la Ilustración.
Los nuevos Estados honraban principios democráticos y enarbolaban
estandartes de libertad e igualdad, aunque a menudo se quedaban cortos
al llevar a la práctica sus ideales. Del mismo modo que la República de
los Países Bajos no se convirtió en el siglo xvii en la teocracia que algunos
calvinistas ortodoxos habían imaginado, las repúblicas de Sudamérica no
llegaron a ser las utopías liberales con las que algunos radicales europeos
soñaban. Con todo, su forma de gobierno se basaba en ideas como sobera-
nía popular y representatividad del gobierno. La abolición de la esclavitud
fue otra conquista liberal: una medida que tanto Estados Unidos como
Holanda no adoptarían hasta entrada la década de 1860.2

Nada de engendros utópicos


Los holandeses que se presentaron en Bogotá a partir de 1825 gustaban
de referir a la lucha común contra España. ¿No se habían liberado sus
ancestros de la tiranía española igual que los colombianos? La compara-
ción resultaba simpática como introducción, pero desde el punto de vista
histórico cojeaba. Los señores que buscaban acercarse a Bolívar no repre-
sentaban a la República de los Países Bajos, sino al reino homónimo surgido
en 1815, cuatro años antes de que se proclamara la República de Colombia.
También dicho Reino de los Países Bajos era el resultado de una guerra de
liberación, aunque de proporciones menos épicas que la de su predecesor
republicano o de la Colombia republicana. Como veremos, su nacimiento
se debía más bien al hundimiento del imperio napoleónico.
Visto el ocaso simultáneo de la Gran Colombia y la Gran Holanda en
1830, resulta tentador pensar que tanto este reino como aquella república
estaban condenados al fracaso. Esa suposición resulta infundada: en la

2 Ya en 1822 se publicó una traducción holandesa de la constitución colombiana, incluido


el decreto del Congreso anexo relativo a la abolición de la esclavitud: De Constitutie der
Republiek Colombia, Ámsterdam, Spin, 1822. La constitución preveía una abolición gra-
dual mediante la introducción del nacimiento libre. Los esclavos también podían acceder
a la libertad prestando servicio en el ejército republicano.

22 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


década de 1820, ambas podían presentarse como Estados viables. Y en
ambos casos era impensable hacia 1825 que dentro de unos años irían a
parar al estercolero de la historia. Al contrario, en ese momento su situa-
ción respectiva generaba esperanzas absolutamente alentadoras para su
posterior desarrollo.
Ese auge del optimismo duró poco, pues más o menos al mismo tiem-
po aparecieron en el horizonte a ambos lados del océano sendos grupos de
revoltosos separatistas. Las fuerzas centrífugas se impusieron en ambos Es-
tados y causaron en poco tiempo su desintegración. La cómoda sabiduría a
posteriori extrae de ese fracaso la conclusión de inevitabilidad, con base en
una lógica que explica la causa partiendo de la consecuencia. Volviendo la
vista atrás, la Gran Colombia y la Gran Holanda parecen engendros utó-
picos sin posibilidades de supervivencia, pero en ambos casos el desenlace
podría haber sido distinto si la coyuntura política en momentos decisivos
hubiera sido diferente y los protagonistas hubieran dado cuenta de una
mayor buena voluntad o sentido común.

Curazao como conexión


Los primeros capítulos de este libro describen el advenimiento de la Re-
pública de Colombia y del Reino de los Países Bajos, poco antes de que
entraran en contacto. La interacción entre dos Estados puede describirse
en términos de fuerzas impersonales, pero en este caso esa aproximación
mecánica está fuera de lugar. La Gran Colombia estuvo dominada por Si-
món Bolívar, primer y único presidente de esa república; la Gran Holanda,
por Guillermo I, primer y único rey de ese reino. Ambos se identificaban
en tal grado con sus respectivos Estados, que sin ellos ni la Gran Colombia
ni la Gran Holanda habrían existido. En ambos casos, la personificación es
más que una figura retórica.
Las relaciones entre ambos países tuvieron su origen en el hecho de
que Guillermo I buscó acercarse a Bolívar. La carga ideológica de la inde-
pendencia hispanoamericana obligó al rey a operar de forma prudente,
con un margen de maniobra determinado por la posición dependiente
de su reino en Europa. La política holandesa hacia Colombia estaba ín-
timamente ligada a las reacciones europeas ante la independencia de las

Sytze van der Veen 23


24
La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830
Mapa de la isla de Curazao. Cornelis y Willem van Baarsel, Haarlem, 1818. Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.
colonias españolas. Por eso, es necesario hacer una excursión a la política
internacional previa al momento en que los primeros cónsules holandeses
puedan partir para Colombia. Sobre la base de sus informes se describen
los acontecimientos internos de la República.
Se pide al lector cierta flexibilidad, pues el relato va saltando una y
otra vez entre Colombia y Holanda. El paso intermedio en la rayuela trans-
atlántica lo constituye la isla de Curazao, situada por aquel entonces fren-
te a la costa de Gran Colombia y desde 1830, tras la división de la madre
república, frente a la de Venezuela. En cuanto colonia holandesa, Curazao
conformaba un nexo natural entre el recentísimo reino y la recién creada re-
pública. Los contactos entre Colombia y Holanda se desarrollaban a través
de Curazao, que en la visión de Guillermo I debía convertirse en el centro
comercial holandés para Latinoamérica. Además, ofrecía la posibilidad de
evitar las sensibilidades que suscitaba el reconocimiento de Colombia: a
través de Curazao, Guillermo I podía ejercer política exterior en un disfraz
colonial. La isla era esa pequeñez que unía a las dos grandezas.

Sytze van der Veen 25


Desembarco del príncipe Guillermo de Orange en Scheveningen, 30 de noviembre de 1813.
Grabado de Reinier Vinkeles, 1814. Ámsterdam, Museo del Estado.
CAPÍTULO 2

La Gran Holanda:
nacimiento de un reino

DESPUÉS DE LA DERROTA de Napoleón en la «batalla de las Naciones»


cerca de Leipzig en octubre de 1813, quedó claro que su imperio estaba
en las últimas. Cuando en Holanda tomaron conciencia de ello, se impuso
al mismo tiempo la pregunta de cuál debía ser el futuro político del país.
¿Cómo seguir? La antigua República de los Países Bajos Unidos se había
venido abajo en 1795 sin pena ni gloria, cuando la habían invadido los
ejércitos de la Francia revolucionaria. Guillermo V, príncipe de Orange
y «estatúder» (gobernante hereditario), se había refugiado en Inglaterra
con su familia. Los «patriotas», partidarios de la Revolución francesa, to-
maron el poder de los orangistas. Proclamaron la República Bátava, que,
tras un enérgico comienzo, perdió muy pronto su brío revolucionario. En
una serie de metamorfosis perdió, además, su autonomía. En 1806, Napo-
león trocó la República Bátava en el Reino de Holanda, del que nombró
rey a su hermano Luis. En 1810 decidió liquidar de nuevo ese reino y

Sytze van der Veen 27


anexionar Holanda al Imperio francés. Desde entonces también desapare-
ció toda apariencia de autonomía.
Cuando a fines de 1813 el orden napoleónico estaba a punto de colapsar,
nadie en Holanda tenía una idea del futuro político, aparte de Gijsbert Karel
van Hogendorp, orangista hasta la médula. En la soledad de su estudio,
había diseñado en los años anteriores un esbozo de Estado unitario monár-
quico, bajo la conducción del príncipe de Orange. Desde un punto de vista
histórico, se trataba de un pensamiento revolucionario, pues en la Repú-
blica de los Países Bajos Unidos los miembros de la casa de Orange nunca
habían ostentado la categoría de soberano: el estatúder era el «sirviente»
del parlamento, los Estados Generales. Lo que imaginaba Van Hogendorp
era una forma de gobierno constitucional en la que los Estados Generales
conformaran el contrapeso parlamentario del poder del monarca.

Insurrección
Tras la victoria cerca de Leipzig, las tropas rusas y prusianas se encamina-
ron a Holanda para ahuyentar a los franceses.1 Mientras los aliados avanza-
ban por el este, los funcionarios y soldados franceses huían en masa hacia
el sur. Simultáneamente con la entrada de los libertadores y la salida de
los usurpadores, se produjo la «Insurrección» (como da en llamarse en la
antigua historiografía holandesa a los acontecimientos de noviembre de
1813). Despojada del heroísmo que le adscribe la tradición, se trata de una
descripción eufemística de un golpe orangista dirigido por Van Hogendorp.
Inicialmente, Van Hogendorp quería convocar a los Estados Generales
en su composición orangista de 1795 para elevar al príncipe de Orange a la
categoría de rey. Sin embargo, los pocos regentes añosos que hicieron caso
de su llamamiento se arredraron ante ese paso inusitado.2 Acto seguido,
Van Hogendorp decidió instaurar por su cuenta, junto con dos correligio-
narios, un gobierno provisional sin ningún tipo de mandato. El 20 de no-
viembre de 1813, ese triunvirato formó un Gobierno General, que declaró
querer gobernar «hasta la llegada de Su Alteza». El príncipe anunciado
tardó nada menos que diez días en llegar. Durante esa semana y media, el

1 Para una descripción reciente del origen del Reino Unido de los Países Bajos, véase Koch,
Koning Willem I, pp. 215-283.
2 Falck, Gedenkschriften, p. 99.

28 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Gijsbert Karel van Hogendorp (1762-1834). Grabado de Willem van Senus, ca. 1815. Ámsterdam, Museo
del Estado.

poder del Gobierno General, pese a su pretensión, no se extendió mucho


más allá de La Haya.
Esa falta de autoridad se vio compensada por una erupción orangista
entre la población. El estirado Van Hogendorp desconfiaba del «popula-
cho» y no había previsto la espontánea ola de amor por la casa de Orange.
Su asalto al poder no solo pretendía instalar al príncipe, sino también re-
primir al pueblo. De rebote, la eufórica voluntad popular se convirtió en
una legitimación del Gobierno General provisional. Los no tan agradables
recuerdos del orangismo del pasado se evaporaron en medio de la exultan-
te concordia que se adueñó de la población. La aversión acumulada contra
Francia se tradujo en un amor exacerbado por la casa de Orange.
Fue, asimismo, sorprendente que muchos de los llamados patriotas —
en origen acérrimos antiorangistas— abrazaran la idea de una monarquía

Sytze van der Veen 29


dirigida por Orange. Con el tiempo, los partidarios de la República Bátava
habían perdido su ardor revolucionario, acomodándose a realidades cada
vez más alejadas de sus ideales. El carácter constitucional de la nueva
forma de gobierno respondía a sus sentimientos democráticos y hacía que
la vuelta de Orange resultara digerible. Todo era mejor que la «plaga» de
los franceses. Van Hogendorp presentó una fórmula transaccional que era
aceptable tanto para los orangistas como para los patriotas: el poder del
príncipe se incrementaba, pero al mismo tiempo quedaba recortado por
una constitución. Se esperaba que la monarquía neutralizaría el «partidis-
mo» al que había sucumbido la vieja República. Los patriotas perdedores
se unían a los orangistas vencedores y todos parecían salir beneficiados con
el cambio. La reconciliación resultaba tanto más fácil por cuanto la vieja
enemistad había perdido sus aristas más afiladas.

Principado de los Países Bajos Unidos


El príncipe que puso pie en tierra firme en la playa de Scheveningen el 30
de noviembre de 1813 se llamaba Guillermo Federico. Según la nomencla-
tura de la vieja República, era Guillermo VI, el hijo mayor del estatúder
Guillermo V, fallecido en 1806. Había abandonado el país en enero de 1795,
a la edad de veintiún años, y ahora, a su regreso, tenía cuarenta. No ha-
bía imaginado jamás que en algún momento regresaría a su tierra natal.
En 1802 había firmado un acuerdo con Napoleón por el que renunciaba
a todos sus derechos en Holanda y recibía a cambio un pequeño princi-
pado alemán. Después de haber hecho de jefe de ese miniestado de cien
mil habitantes durante cuatro años, fue depuesto: a Napoleón le cayó mal
que Guillermo Federico apoyara a su cuñado prusiano Federico Guillermo
contra los franceses. El envío de un par de cartas serviles no logró ablandar
al furioso emperador. El príncipe tuvo que exiliarse en Berlín, alternando
con su hacienda en Silesia.
Su esperanza de volver revivió cuando, en 1813, el imperio francés
comenzaba a tambalearse. En la primavera viajó a Londres para asegurarse
del apoyo del gobierno británico. A fines de noviembre, Van Hogendorp
le comunicó que Holanda estaba revuelta y que su presencia allí resul-
taba en alto grado conveniente. A su llegada a la localidad pesquera de

30 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Entrada del príncipe Guillermo en La Haya, 30 de noviembre de 1813. Grabado anónimo, 1813-14.
Ámsterdam, Museo del Estado.

Scheveningen, próxima a La Haya, Guillermo Federico ignoraba si en Ho-


landa encontraría apoyo. El barco de guerra británico que lo depositó en
tierra permaneció fondeado frente a la costa, por si fuera necesaria una
retirada precipitada. Para su sorpresa, Guillermo fue recibido como un
hijo pródigo, y toda La Haya estaba vestida de naranja, el color de la casa
de Orange. El pueblo lo aclamó, si bien muchos apenas sabían a quién
aclamaban. En una proclamación, el príncipe dio a conocer que para su
«indecible» satisfacción había sido llamado y que «con asistencia divina»
esperaba restablecer la independencia y prosperidad de la patria, abste-
niéndose con prudencia de cualquier manifestación sobre la forma de go-
bierno y su propia posición.3

3 Un resumen caleidoscópico de los acontecimientos acaecidos a finales de 1813 en W.


Uitterhoeve, 1813, Haagse bluf. De korte chaos van de vrijwording.

Sytze van der Veen 31


Aunque La Haya resultó estar a favor del príncipe, este dudaba si
debía hacerse proclamar soberano. La piedra de toque de su nueva condi-
ción era Ámsterdam, la metrópoli de los Países Bajos y desde siempre un
bastión republicano. El 1 de diciembre, un día después del desembarco, sus
seguidores anunciaron su inminente llegada a la ciudad: no como el esta-
túder Guillermo VI, sino como el «monarca soberano» Guillermo I. Al día
siguiente, acompañado de gritos de júbilo, el príncipe hizo su entrada en
Ámsterdam. En tales ocasiones, el pueblo lanzaba invariablemente gritos
de júbilo: dos años antes había recibido con idéntico fervor a Napoleón,
que poco antes había incorporado Holanda a su reino. Por lo visto, la al-
garabía fue lo suficientemente convincente para justificar su elevación a la
categoría de monarca. Guillermo I se olvidó de sus «reparos» y aceptó «lo
que Holanda me ofrece, bajo la garantía de una sabia constitución».
Así, por proclamación y aclamación, nació el Principado de los Países
Bajos Unidos, que no debe confundirse con el Reino Unido de los Países
Bajos, que vio la luz un año y medio después. Van Hogendorp habría que-
rido proclamar enseguida rey al príncipe, pero este consideró que por el
momento era suficiente el vago título de «monarca soberano». Para la re-
dacción de la constitución prometida, se nombró una comisión compuesta
tanto de orangistas como de antiguos patriotas. Las autoridades patriotas
de la República Bátava y el imperio francés acudieron en gran número a
ofrecer sus servicios al flamante monarca. Fueron recibidos por Guillermo
I con los brazos abiertos, para subrayar la reconciliación nacional. La ex-
periencia de estos funcionarios en el aparato administrativo napoleónico
se dejaba encajar sin esfuerzo en el nuevo régimen. Algunos orangistas
hasta se quejaron de que el príncipe se había vuelto «patriota», lo que no
era cierto más que en parte: Guillermo I tenía afinidad con las conquistas
administrativas de la Revolución francesa, no con sus premisas democrá-
ticas. Los funcionarios fieles al régimen le venían como anillo al dedo, los
ciudadanos emancipados no.4
La constitución se aprobó el 29 de marzo de 1814 de manera unánime
por una asamblea de seiscientos notables. Si bien el poder del monarca se
presentó como un mandato del pueblo, la constitución le imponía pocas

4 Lok, Windvanen. Napoleontische bestuurders in de Nederlandse en Franse restauratie, 1813-1820.

32 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


La renacida amistad entre Holanda y Gran Bretaña. Grabado anónimo, 1813. Ámsterdam, Museo del Estado.

restricciones. Un día después, Guillermo I era investido como monarca


soberano en la Iglesia Nueva de Ámsterdam. Los Estados Generales, com-
puestos de 55 miembros designados, se reunieron por primera vez en La
Haya a principios de mayo. Aparte de un limitado derecho presupuestario,
los diputados apenas tenían posibilidades de llamar a capítulo al monarca.
La organización política estaba basada en un modelo de armonía color de
rosa y equivalía a la legitimación de la autocracia de Guillermo I.

El Reino Unido de los Países Bajos


Así pues, de forma prodigiosa, de un día para otro Holanda se había con-
vertido en una monarquía. Sin embargo, el reino que Guillermo I imagina-
ba era mucho más grande que el principado que le había caído del cielo.
El ocaso del imperio francés trajo consigo la necesidad de trazar nuevas

Sytze van der Veen 33


fronteras europeas. La reparcelación inminente ofrecía la ocasión de unir
los Países Bajos septentrionales ―que se correspondían con la antigua Re-
pública― con los meridionales ―la actual Bélgica, que hasta 1795 había
pertenecido a Austria―. Durante su estadía en Londres en 1813, el príncipe
había expuesto el alcance de su reino soñado de los Países Bajos septen-
trionales y meridionales a Robert Stewart Castlereagh, el ministro de Rela-
ciones Exteriores británico. Este, aunque no era contrario a tal estructura,
no quiso comprometerse; antes, los aliados debían derrotar a Napoleón y
luego ya se pronunciarían sobre el futuro de Holanda. Guillermo I cayó
en la cuenta de que su reino dependía de la autorización de las grandes
potencias, motivo por el cual no se atrevió a adoptar enseguida el título
de rey durante la exaltación orangista en Holanda. No tenía intención de
tirar piedras a su propio tejado.
Poco después de la creación del principado, Guillermo I empezó a
guardar ases en la manga para la unión de los Países Bajos septentrionales
y meridionales. A su entender, la ampliación del territorio era la condición
existencial de un reino que pudiera ofrecer a su dinastía suficiente capaci-
dad de carga. Frente a los aliados utilizó el argumento estratégico de que
un Estado fuerte en el flanco septentrional de Francia constituía un bastión
contra cualquier nueva agresión. El lobby se desarrolló en secreto, sin el co-
nocimiento de los Estados Generales. Aparte de Guillermo I, solo estaban
al corriente un par de ministros. Anton Reinhard Falck, que posteriormente
sería la fuerza propulsora del acercamiento a Colombia, desempeñó un
papel importante en el tejemaneje diplomático.
El futuro de Bélgica permaneció incierto por un tiempo, aun tras la
capitulación de Francia y el destierro de Napoleón a la isla italiana de Elba.
El tratado de París (30 de mayo de 1814) daba cuenta de la «ampliación del
territorio y una frontera apropiada» para Holanda y dejaba la elaboración
en manos del Congreso de Paz de Viena, que comenzaría en septiembre.
El 13 de febrero de 1815, el Congreso de Viena estipuló que los Países Bajos
septentrionales y meridionales se unirían para formar un solo reino bajo
la casa de Orange-Nassau. El gran ducado de Luxemburgo se añadiría al
nuevo Estado.
Estas disposiciones entraron en vigor tras la ratificación del acta final
del congreso, pero el rey en ciernes no tenía intención de esperar. Como la

34 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


aceptación de la corona de manos extranjeras representaba un espectáculo
humillante, se la ciñó por su propia mano. El 10 de marzo de 1815 llegó a
La Haya la noticia de que Napoleón se había evadido de Elba y que toda
Francia corría nuevamente detrás de él. Guillermo I aprovechó el regreso
del emperador para elevarse a sí mismo a la categoría de rey.5 Precipita-
damente, el 16 de marzo de 1815 se proclamó en los Estados Generales el
Reino de los Países Bajos Unidos. Para justificar su ascenso al trono, el rey
se remitió a la voluntad de los aliados, las circunstancias apremiantes y la
«indudable inclinación de los habitantes belgas».
Esto último no podía controlarse, pues a la ceremonia en La Haya
no asistió ningún representante del sur. Van Hogendorp hizo las veces
de maestro de ceremonias: «Terminé pronunciando las palabras “¡Viva
el rey!” y quedé muy sorprendido de que nadie las repitiera, mientras
que había esperado animados gritos de júbilo».6 Cuenta la leyenda que un
carpintero de La Haya fabricó apresuradamente una corona de madera al
no haber ningún ejemplar de oro disponible. Con ayuda de una capa de
purpurina, el objeto de utilería quedó bien preparado para la representa-
ción teatral.
Una semana después, los aliados aprobaron el hecho consumado, con
el pragmático razonamiento de que el título real facilitaba el reclutamien-
to de tropas contra Napoleón.7 Así pues, el recentísimo reino adhirió al
tratado, del 25 de abril de 1815, por el que se juntaban por última vez
los recursos militares de Europa; ya iban por la séptima coalición contra
Francia. Cumpliendo con sus obligaciones aliadas, Guillermo I proveyó
treinta mil hombres para la batalla de Waterloo. La derrota de Napoleón
y los actos heroicos del príncipe heredero redundaron en beneficio de la
imagen del reino. Varios poetas afinaron la lira, asociándola a la oportuna
grandilocuencia, y varios pintores inmortalizaron la final militar creando
paneles históricos de gran formato.

5 Falck, Gedenkschriften, p. 161: «Por decirlo así, él mismo se ciñó la corona»; Van Hogen-
dorp, Brieven en Gedenkschriften, tomo v , pp. 514-517.
6 Staatsblad van het Koningrijk der Nederlanden, 18-3-1815; Van Hogendorp, Brieven en Ge-
denkschriften, tomo V, p. 127.
7 anpb /sge 6205, Protocolo del Congreso de Viena, 23-3-1815; congratulaciones de varios
monarcas europeos en anpb /rree 1827.

Sytze van der Veen 35


Guillermo II, hijo mayor del rey, resultó herido en la batalla de Waterloo y aparece aquí como heroico mártir
de la patria. Grabado de Willem Grebner, 1815. Ámsterdam, Museo del Estado.

Fusión
Así, producto de una singular coincidencia, vino al mundo el Reino de
Gran Holanda. El principado inicial no era la continuación de la república
en forma de monarquía, como lo había imaginado Van Hogendorp, sino
que constituyó la plataforma de lanzamiento del Reino Unido de los Países
Bajos. Tampoco este reino era una consecuencia natural del principado,
pues la asociación del norte y el sur solo se comprende como resultado de
la toma de decisiones aliada, en parte gracias al insistente lobby de Gui-
llermo I. Si el principado todavía podía presentarse como un producto
de factura holandesa, el reino era indiscutiblemente una creación de las
grandes potencias.

36 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Van Hogendorp consideraba la unión del norte y el sur como una am-
pliación de territorio en beneficio del norte. Esta opinión «holandista» y
autosuficiente era compartida por la mayoría de los norholandeses. La
mayoría de los surholandeses compartían el mismo sentimiento, pero con
una valoración contraria. En el sur no recibieron el reino con ovaciones,
sino con silencio. El vocabulario oficial daba cuenta de una «amalgama»
en la que las dos partes equivalentes del reino se fusionaban, creando un
todo indivisible. Según la formulación aportada por Falck, la unión debía
ser «íntima y completa».8 Ello se correspondía con la opinión del rey, pues
sin la fusión del norte y el sur, su reino no tenía razón de ser. Sus ambicio-
nes dinásticas no dejaban margen para una estructura federativa dentro
de la cual los Países Bajos meridionales continuaran existiendo como una
unidad separada.
La amalgama del norte y el sur se convirtió en la obra de vida de Gui-
llermo I. El sur era católico, y el norte, mayoritariamente protestante. Solo
en Flandes había una lengua común con el norte; Valonia era francófona.
La élite, incluso en Flandes, se servía del francés y despreciaba el neer-
landés. A los sureños la cultura burguesa del norte se les antojaba rígida
y calvinista, mientras que a su vez los norteños desconfiaban de los usos
y costumbres del sur católico. Las diferencias sociales y económicas entre
el norte y el sur eran considerables. En la amalgama debía inventarse un
nuevo holandés que no fuera norteño ni sureño.
Todos los empeños de Guillermo I iban dirigidos a la alquimia de la
fusión. Después de la estructuración forzada del Estado, intentó poner
en marcha la gestación de una nación que debía convertir su reino en un
conjunto duradero. Inventar una tradición de comunidad era una tarea
difícil, aunque no imposible. La viabilidad era tanto mayor por cuanto
los sentimientos nacionalistas carecían de la virulencia que adquirirían
posteriormente, más avanzado el siglo xix . Era posible que la planta de
invernadero de la unificación prendiera en todos los Países Bajos, entabli-
llada por la fe monárquica en la moldeabilidad de la sociedad.

8 Así en el primero de los Ocho Artículos para la unión, redactados por Falck en mayo de
1814. La formulación fue adoptada en el Protocolo de Londres del 21 de junio de 1814,
mediante el cual los Aliados aprobaron provisionalmente la unión.

Sytze van der Veen 37


Esbozo de retrato de Guillermo I. Charles Howard Hodges, 1815-1816. Ámsterdam, Museo del Estado.

Esmero infatigable
Para promover la fusión, Guillermo I residía alternativamente seis meses
en La Haya y otro tanto en Bruselas. Mandó construir caminos y canales
para mejorar las comunicaciones entre ambas partes del reino. Estimuló el
comercio y la industria para promover el intercambio entre el norte y
el sur. La creación de intereses comunes era, a su entender, el mejor reme-
dio contra la división de su reino. También con independencia de ello, el
desarrollo económico beneficiaba a la Gran Holanda, pues después de la
dominación francesa, tanto el norte como el sur se habían quedado em-
pantanados. Como se verá, por medio de la Gran Colombia Guillermo
I también esperaba desencadenar una sinergia que resultara provechosa
para la amalgama.

38 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


En el norte, por el momento el rey no tenía que temer mucha opo-
sición, pero en el sur se enfrentaba con un obstruccionismo católico. De
rebote, en los Países Bajos meridionales buscó conexión con los liberales,
de tendencia anticlerical. Así como en el norte se entendía mejor con los
antiguos patriotas, en el sur tenía mayor afinidad con los predominantes
liberales francófonos. Estos ciudadanos progresistas se sentían a gusto en
el reino, si bien esto cambiaría en la década de 1820. El rey hasta brindó su
protección a los exrevolucionarios franceses, que tras el restablecimiento
de los Borbones se habían refugiado en Bruselas. Su actitud complaciente
hacia sus escritos subversivos suscitó el disgusto de los aliados, que insis-
tían en la mordaza.
Toda aproximación al Reino Unido de los Países Bajos se topa con la
presencia dominante de Guillermo I. Sin duda, el rey tenía las mejores
intenciones con todo el mundo y aspiraba a procurar la mayor dicha para
el mayor número de holandeses. Abogaba con total entrega por la amal-
gama, con la esperanza de arrastrar a sus súbditos consigo en la fusión. Se
consideraba un monarca liberal, pues su poder estaba «atenuado» por la
constitución. Su pose liberal estaba reñida con su temperamento autocrá-
tico, que a la larga fue imponiéndose cada vez más. El rey era liberal en
la medida en que los ciudadanos se conformaran con el papel de súbdi-
tos. Fue convirtiéndose en un déspota ilustrado que hacía caso omiso del
parlamento y gobernaba de preferencia recurriendo a reales decretos. No
apreciaba las críticas, como pudo comprobar en carne propia Van Hogen-
dorp. El hombre que había recibido al príncipe fue rápidamente apartado
por su actitud crítica. Guillermo I se rodeaba de preferencia de personas
que le endulzaban el oído y no competían con él.
Era quien mandaba en la Gran Holanda y dirigía su reino como una
empresa. Sus intereses comerciales no podían desligarse del interés nacio-
nal, y sus finanzas personales estaban precariamente entrelazadas con las
públicas. De la mañana a la noche digería enormes pilas de documentos,
estudiando los pormenores de incontables asuntos. Cualquier investiga-
dor de los archivos del Reino Unido holandés se queda perplejo ante la
escalofriante cantidad de papeles que pasaba por sus manos. Guillermo I
trabajaba con tesón, su cargo y su reino eran para él un deber sagrado. Al

Sytze van der Veen 39


mismo tiempo, su laboriosidad y afán de dominación eran expresiones de
inseguridad respecto de su propia posición.9
El rey era un hombre cerrado y retraído, incapaz de delegar o con-
sultar. Era muy dado a la vacilación, pero se aferraba obstinadamente a
cualquier decisión ya adoptada o a cualquier idea que se le hubiera metido
en la cabeza. La grandeza del proyecto del que se había hecho cargo se be-
neficiaba de su perseverancia, pero no de su mezquindad. Su inteligencia
se atascaba en su manía organizativa. Tenía un espíritu contable y leía de
preferencia textos con muchos números.
Su fijación en la amalgama se debía a que era consciente del dudoso
origen de su corona. Surgida de la nada, la casa de Orange había escalado
posiciones hasta alcanzar alturas monárquicas. El éxito de la unión debía
justificar con efecto retroactivo la creación del reino. Si bien es cierto que
la bendición aliada le confería cierta legitimidad exterior, para uso interior
no resultaba suficiente. A los ojos de la mayoría de los habitantes ―los
belgas―, el reino había llegado al mundo como hijo ilegítimo de las cir-
cunstancias. Los incansables empeños de Guillermo I estaban orientados a
disimular esa falta de legitimidad congénita, del mismo modo que en los re-
tratos del rey se retocaba el angioma que desagraciaba su mejilla izquierda.

Tutela aliada
La amalgama obligaba a Guillermo I a aspirar al reconocimiento interior,
lo que a la larga coincidía cada vez más con la imposición de su autoridad.
La otra cara de la moneda era aspirar al reconocimiento exterior, pero en
las relaciones internacionales no podía hacer valer ninguna autoridad. Si
bien conforme al encabezamiento de sus reales decretos gobernaba por la
gracia de Dios, era perfectamente consciente de que el Supremo era una
metáfora que representaba a la Alianza que había derrotado a Napoleón.
Los vencedores consideraban el reino como una estructura estatal que ha-
bían aparejado en aras del equilibrio de poder. El canciller austríaco Kle-
mens von Metternich, que al final había optado por el lado correcto en el
momento justo, recalcó ante su enviado en La Haya que el nuevo Estado

9 «Yo sé que el cuerpo diplomático […] ni los gabinetes europeos tienen buena opinión de
mí», Colenbrander, «Gesprekken met Koning Willem I», p. 262.

40 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Robert Stewart, lord Castlereagh (1769-1822). Grabado de Charles Turner, 1814. Londres, Galería Nacional
de Retratos.

holandés era un producto de fabricación europea. En otra parte describió el


reino como «hijo de las grandes potencias criado con amor, con verdadero
amor simiesco». En la política internacional se suponía que Guillermo I
tenía que plegarse a las órdenes de la Alianza.10
Este paternalismo foráneo no se correspondía con el papel que el rey
tenía pensado para sí. Deseaba considerar su reino como una gran potencia
que participaba plenamente en el concierto de las naciones. A su entender,
la contribución holandesa a la batalla de Waterloo justificaba esa aspira-
ción de pertenecer a la primera categoría, pero los líderes aliados no se

10 Metternich a Mier, 29-6-1820, Gedenkstukken, tomo viii .1 (1815-1825), p. 547; N. Cramer,


«De kroon op het werk», en: Tamse, De monarchie in Nederland, p. 11.

Sytze van der Veen 41


mostraban dispuestos a ascenderlo al nivel en que se encontraban ellos.
Como administrador nombrado por la Alianza, el flamante rey debía con-
formarse con su posición subordinada. De rebote, la política exterior de
Guillermo I se orientó a poner énfasis en su independencia o, dicho de otro
modo, a negar su dependencia. Esa aspiración se manifestaba, en particu-
lar, en su acercamiento a Colombia, que para la Alianza representaba un
obstáculo ideológico. El reconocimiento de la independencia colombiana
permitía a Guillermo I demostrar la independencia de su propio reino.
Después de 1815, la Alianza formada por Inglaterra, Austria, Prusia y
Rusia determinaba a su antojo la política europea. En los años que siguie-
ron al Congreso de Viena, la Alianza celebraba reuniones con regularidad
para resolver los problemas internacionales. La unión parecía más estrecha
de lo que era en realidad: a las otras potencias les inquietaba el hecho de
que Rusia, en calidad de vencedora como ellas, hubiera adquirido poder
de decisión sobre Europa. Castlereagh y Metternich veían también a la
Alianza como una manera de contener la influencia rusa. Hasta mediados
de la década de 1820, su fuerza propulsora fue la cooperación británi-
co-austríaca. Gracias a su contribución a la derrota de Napoleón, Prusia
había adquirido la categoría de gran potencia, pero dentro de la Alianza
no tenía voz ni voto. Francia, bajo el aspecto restaurado de la monarquía
borbónica, participaba en las conversaciones aliadas a partir de 1818.
Al margen de la Alianza propiamente dicha, y a modo de su pancarta
moral, se creó la llamada Santa Alianza. Este fenómeno colateral era un
invento del zar Alejandro I, convertido en 1816 en cuñado del nuevo prín-
cipe heredero holandés. El zar, embebido de sentimientos exaltados por
influjo de una amiga pietista, quiso dar a la Alianza en septiembre de 1815
un nuevo fundamento enmarcado en las «sublimes verdades enseñadas
por la eterna devoción de nuestro Divino Salvador».11
Metternich lo interpretó como «una estruendosa nada»; Castlereagh
habló de «puras tonterías místicas». Ambos sospechaban que se trataba
de una taimada política de poder rusa so pretexto de religiosidad. Apro-
baron la creación de la Santa Alianza para complacer al zar, aunque no
tenían intención de conferir auténtico poder a este apéndice indefinido. Las

11 Lagemans, Recueil des traités I, pp. 149-150.

42 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


potencias de segunda categoría podían acceder a la Santa Alianza, pero no
a la Alianza propiamente dicha. Por eso, Guillermo I debió contentarse con
el sublime sucedáneo, prometiendo sin muchas ganas que haría de «sus
sagradas premisas» la línea directriz de su política.12
De momento el rey tenía las manos llenas fundiendo el norte y el sur.
Su campo visual se amplió después de 1820, justo en el momento en que
aparecía en el horizonte la Gran Colombia. Vista su dependencia de la
Alianza, Guillermo I disponía de un margen de maniobra limitado para
sus ambiciones en materia de política exterior. Los márgenes dentro de
los cuales podía operar venían determinados por la actitud británica en el
seno de la Alianza. Gracias al apoyo prestado para la fundación del reino,
Inglaterra pasaba por ser el aliado más «natural» de Holanda.13 Cuando
en la década de 1820 el gobierno británico comenzó a distanciarse poco a
poco de las potencias continentales, el rey adquirió una mayor libertad de
acción para llevar adelante su política exterior.
A largo plazo, el aventurero coqueteo de Guillermo con la Gran Colom-
bia contribuiría al ocaso de la Gran Holanda. El dificultoso reconocimiento
de las repúblicas hispanoamericanas supuso un punto de quiebre de la
concordia aliada que dominaba las relaciones europeas después de 1815.
En 1830, Guillermo recurrió en vano a la Alianza para salvar el reino que
había engendrado quince años antes.

12 Ibidem, p. 172.
13 Van Sas, Onze natuurlijkste bondgenoot. Nederland, Engeland en Europa, 1813-31.

Sytze van der Veen 43


Toussaint Louverture proclama en 1801 la constitución de la República de Haití. Litografía, ca. 1820.
Washington, Biblioteca del Congreso.
CAPÍTULO 3

Preludio de la guerra
de los Quince Años

ANTES DE LA INDEPENDENCIA, la Gran Colombia era conocida por el


nombre de Virreinato de Nueva Granada, que comprendía a las actuales
repúblicas de Colombia, Ecuador y Panamá. En sentido estricto, «Nueva
Granada» era la denominación de la actual Colombia. Venezuela, que hasta
1830 formaba parte de Gran Colombia, constituía en las postrimerías del
régimen español una unidad administrativa separada con categoría de
capitanía general.
La sociedad colonial tenía una estructura jerárquica racial cuya clase
superior la conformaban los españoles de origen europeo o americano.
Esta pequeña élite de blancos gobernaba a la masa de indios, mestizos,
esclavos, negros libres y mulatos. La represión racial era la esencia del
sistema colonial, lo que conllevaba el peligro permanente de disturbios
por motivos de raza.

Sytze van der Veen 45


Resistencia incipiente
El gran fantasma de los blancos era la rebelión de los esclavos en la colonia
francesa de Santo Domingo, que en 1801 desembocaría en la proclamación
de la república de Haití. En Venezuela, con su extensa economía basada
en plantaciones y una población de esclavos acorde, existía una amenaza
de imitación del ejemplo haitiano. Ya en 1795 estalló en el norte de ese
país una rebelión de negros y mulatos que fue reprimida con violencia.
El movimiento en tierra firme fue impulsado desde la vecina Curazao,
donde en agosto de ese año se desató una rebelión de los esclavos. Las
autoridades holandesas tardaron más de un mes en someter a los alzados.
Los tres cabecillas de la insurrección, entre ellos el legendario Tula, fueron
ajusticiados de manera aterradora.
Dos años después se hizo, de nuevo en Venezuela, un primer intento
de romper los lazos con España y fundar una república independiente. Las
fuerzas propulsoras de la insurrección eran el hacendado José España y el
oficial Manuel Gual. Los dos venezolanos se inspiraron en el catalán exilia-
do Juan Bautista Picornell, un acérrimo partidario de la Revolución fran-
cesa que había sido desterrado a las colonias tras un malogrado intento de
abolir la monarquía española. Su programa revolucionario preveía libertad,
igualdad y fraternidad racial, sin esclavitud ni tributación india. Para poner
de manifiesto la armonía entre las razas, la bandera de la nueva república
tendría cuatro colores: el blanco como representación de los blancos; el azul,
de los negros; el amarillo, de los mulatos, y el rojo, de los indios.
La conspiración de Gual y España fue sofocada en su origen, en 1797.
Las autoridades coloniales, alarmadas por un peluquero parlanchín, arres-
taron a veinticuatro personas. Los cabecillas atinaron a poner pies en pol-
vorosa justo a tiempo. Picornell se exilió en Curazao y más tarde fue a
parar a Cuba, donde falleció en 1825. España se refugió en Guadalupe y
regresó a Venezuela disfrazado, pero fue detenido antes de que pudiera
declarar otra vez la revolución. Atado a la cola de un burro, lo arrastraron
al patíbulo para decapitarlo y descuartizarlo. Gual murió poco tiempo
después en la isla de Trinidad en circunstancias sospechosas, presumible-
mente envenenado por un cómplice de las autoridades españolas.

46 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Francisco de Miranda. Dibujo anónimo, ca. 1800. Tomado de W. S. Robertson, The life of Miranda (1969).
Biblioteca de la Universidad de Ámsterdam.

Paladín
A los insurgentes de 1797 se los conoce como precursores de la indepen-
dencia. Otro precursor con una agenda revolucionaria prematura fue Fran-
cisco de Miranda, nacido en Caracas en 1750 e hijo de un comerciante de
lienzos.1 Era, pues, un criollo venezolano, el primero de su familia. Su
padre había emigrado a la colonia procedente de las Islas Canarias. En
sus años mozos, Miranda partió a España, donde se formó militarmente
como oficial. Sirvió en las plazas fuertes españolas del Norte de África y
en 1780 fue destinado a Cuba. Como España apoyaba a las colonias britá-
nicas rebeldes en su lucha contra Inglaterra, participó desde aquella isla
en la guerra de independencia librada en América del Norte. Una estadía

1 Robertson, Life of Miranda; Racine, Francisco de Miranda; Maher (ed.), Francisco de Miranda.
Exile and Enlightenment; De Miranda, Diario de viajes y escritos políticos. Los documentos
de Miranda se publicaron en el Archivo del General Miranda (ed. V. Dávila; Caracas 1929-
1950, 24 vols.).

Sytze van der Veen 47


A principios de 1793 la ciudad de Maastricht, en el sur de Holanda, fue sitiada por un ejército francés
comandado por Miranda. Pese a un intenso cañoneo, la ciudad no se rindió. Grabado de Cornelis Bogerts,
1793-1795. Ámsterdam, Museo del Estado.

en la joven república de Estados Unidos lo llevó al convencimiento de que


América del Sur debía seguir el ejemplo del norte. El resto de su vida se
mantuvo fiel a ese ideal.
Miranda cruzó de Estados Unidos a Europa y peregrinó durante años
de un país a otro. Visitó Holanda en dos ocasiones: en 1785 y en 1788. El
insigne turista visitó correccionales, reformatorios, orfanatos, hospitales
de apestados, manicomios y otras curiosidades, expresándose laudato-
riamente sobre la manera en que los holandeses habían organizado su
sociedad, aunque grosso modo los consideraba un pueblo rudo e inaccesible.
Conversó con banqueros, catedráticos y filósofos y ofrendó varias veces
a las «ninfas bátavas» (como describió sus visitas a los lupanares). En la
ciudad de Amersfoort se escandalizó ante la visión de una mujer que hacía
sus necesidades en la calle sin ningún miramiento, una escena que no se
correspondía con su idea de pulcritud holandesa.2 Las peregrinaciones de

2 Miranda visitó Holanda en 1785 (Archivo del General Miranda, tomo i , pp. 354-362) y 1788
(tomo iii , pp. 259-321). Véase Wim Klooster, «De reis van Francisco Miranda door de
Republiek in 1788».

48 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Miranda lo llevaron hasta Turquía y Rusia, donde permaneció un año en
la corte de Catalina la Grande. Si bien la zarina trataba con muchas con-
templaciones a su protegido venezolano y hasta le concedió un título no-
biliario, Miranda rechazó su ofrecimiento de quedarse en Rusia. Chismes
solapados hacían de él el amante latino de Catalina, hecho del que cabe
dudar en razón de su diferencia de edad.
Miranda era una presencia valorada en los salones de las capitales eu-
ropeas, donde cultivaba su origen exótico. El buen salvaje de elegante aura
agradaba a Europa, del mismo modo que la cultura europea le agradaba a
él. El cosmopolita expatriado encontró una patria espiritual en el ideario
de la Ilustración. Su admiración por Voltaire y Rousseau iba de la mano de
su ideal de liberación de Hispanoamérica. Reunía en una misma persona
al Nuevo y al Viejo Mundo, y abogaba por una causa que por el momento
no encontraba eco en ninguno de los dos.
Al estallar la Revolución francesa Miranda residía en Londres, pero
muy pronto partió a París para vivir de cerca los históricos acontecimien-
tos. En 1792 lo nombraron general en el ejército de Charles-François Du-
mouriez, que debía propagar la revolución en el norte. Sin duda, Miranda
abrigaba la esperanza de que a largo plazo también podría propagar la
revolución al otro lado del océano. Nunca llegó a eso, pues un año des-
pués fue arrestado bajo sospecha de traición.3 Era el chivo expiatorio de
Dumouriez, que perdió su fe en la revolución y, tras sufrir una derrota en
los Países Bajos meridionales, escurrió el bulto.
Los cargos que se le imputaban nunca pudieron probarse, pero para
los radicales que daban el tono en París, el revolucionario moderado era
sospechoso por definición. Lo encerraron en una cárcel relativamente con-
fortable, de la que fue liberado dos años después en función de las mo-
dificadas relaciones políticas. Su nombre fue depurado y está grabado en
el Arco del Triunfo de París, en medio de los generales que procuraron a
Francia su gloria revolucionaria.

3 Miranda fue el comandante de la toma de Amberes y del malogrado asedio de Maas-


tricht, en el sur de Holanda. Para refutar las acusaciones contra él, publicó su Correspon-
dance du général Miranda, avec le général Dumourier [sic] (París, 1793), que fue traducida
al holandés (La Haya, 1793). Una descripción detallada de sus hazañas en las guerras
revolucionarias francesas en C. Parra-Pérez, Miranda et la Révolution Française.

Sytze van der Veen 49


Tras su liberación, Miranda se entregó por entero al debate político, lo
que tuvo como consecuencia que se metió nuevamente en apuros. Cuando
en 1797 amenazaba con ser deportado a la Guayana francesa, le pareció
mejor exiliarse en Londres. Habiendo perdido la confianza en Francia,
en adelante intentó hacer realidad su ideal de libertad hispanoamericana
con ayuda de Inglaterra. Mientras tanto, España se había sometido a una
alianza con la Francia revolucionaria, lo que dio a Miranda la ocasión de
solicitar apoyo británico para la liberación de las colonias españolas.
Influyó en la opinión pública británica, envió un aluvión de notas al
gobierno e ideó una organización política para la zona liberada. Todas las
colonias en Hispanoamérica formarían parte de una «Colombia» continen-
tal, como tributo al descubridor de América. Este gran reino estaría gober-
nado por un emperador hereditario con el título de «inca», asistido por un
parlamento. Por lo visto, Miranda pensaba en una monarquía constitucio-
nal que combinara un corte británico con un atavío folklórico. Sonaba todo
relativamente mitológico y rebuscado. En una versión posterior, adaptó su
proyecto en sentido republicano, sustituyendo al inca hereditario por dos
incas electos que permanecerían en funciones durante cinco años.

La expedición de 1806
Con vagas promesas, el gobierno británico dio largas al paladín de la in-
dependencia hispanoamericana, pero finalmente puso a su disposición
6.000 libras esterlinas para sufragar una rebelión en Venezuela. Miranda
partió a Estados Unidos para preparar la expedición; en Nueva York re-
clutó doscientos hombres, alquiló tres barcos y compró una prensa para
imprimir las proclamaciones necesarias. Así, a comienzos de 1806 puso
rumbo a Venezuela, con la esperanza de ser recibido como libertador. En
el camino enarboló por primera vez la tricolor colombiana por él diseñada,
con franjas en amarillo, azul y rojo.
Antes de invadir Venezuela, efectuó un desembarco en la isla holande-
sa de Aruba, para que tras el largo viaje por mar sus tropas pudieran estirar
las piernas. No se trataba de pasearse sin más: el comandante obligó a sus
soldados a hacer maniobras en la playa, pues la mayoría no tenía experien-
cia militar. Después de cuatro días de adiestramiento, la expedición partió

50 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Sytze van der Veen
La costa caribeña de la Gran Colombia, incluidas las Antillas Neerlandesas: Aruba en frente de la península de Paraguaná y, un poco más hacia el este, Curazao y Bonaire.
Detalle del mapa de la Gran Colombia de José Manuel Restrepo, 1827. David Rumsey Historical Map Collection, Universidad de Stanford (Estados Unidos).

51
Ahorcamiento de diez oficiales de Miranda en Ocumare, 1806. Grabado diletante en History of the adventu-
res and sufferings of Moses Smith (1814). Smith fue uno de los participantes en la expedición mirandina.
Biblioteca Beinecke, Universidad de Yale (Estados Unidos).

hacia el continente, aunque desgraciadamente los periódicos norteameri-


canos habían anunciado la empresa y las autoridades coloniales estaban
alertas. A su llegada a la rada de Ocumare, esperaba a los revolucionarios
la guardia costera española, que se incautó de uno de los barcos y tomó
prisioneros a sesenta soldados. Miranda se batió en retirada y, previo paso
por Bonaire, puso rumbo a la colonia británica de Trinidad, donde hizo
preparativos para un segundo intento de desembarco.
A principios de agosto de 1806 supo tomar por sorpresa el puerto de
Coro, pero la revolución se estancó en esta cabeza de puente situada en
la costa venezolana. Los habitantes de la pequeña ciudad habían huido
y los únicos que entraban en consideración para ser liberados eran los
presos de la mazmorra. Por lo demás, no pasó nada, pues los venezolanos
mostraron poco interés en la libertad que les anunciaba un hijo pródigo.
Para colmo de males, las autoridades españolas amenazaron con enviar
un ejército para combatirlo. En el plazo de dos semanas, Miranda partió
de Coro, llamado a engaño en cuanto a su esperanza de encontrar un pol-
vorín colonial en el que solo hacía falta encender la mecha. La revolución

52 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


que había predicado en los salones europeos resultó no haber cuajado en
la costa del Caribe. El curazoleño Manuel Piar, que más tarde sería uno de
los principales generales del ejército de liberación colombiano, participó
en la invasión malograda.
Tras su retirada, Miranda volvió a Aruba, a la espera de tiempos me-
jores. La prensa se utilizó para imprimir un resonante anuncio de que
tomaba posesión de la isla como base de lanzamiento para la liberación de
Venezuela, «un pueblo que ha suspirado bajo el látigo de la tiranía». Decla-
raba, asimismo, que quería hacer en Sudamérica una revolución idéntica a
la que había hecho George Washington en Norteamérica. Estaba dispuesto
a dar su última gota de sangre para la gran tarea que se había impuesto.
Comparaba su lucha contra la tiranía española con la de Guillermo de
Orange, que había luchado por la libertad holandesa contra el rey español
Felipe II en el siglo xvi . Cabe temer que sus alusiones históricas escaparan
a los iletrados arubeños, aunque fueran nominalmente holandeses.
Las huestes libertadoras acamparon en la playa y recobraron fuerzas
gracias a las cabras que se encontraban en grandes cantidades en la isla.
Miranda esperaba recibir refuerzos británicos, que nunca llegaron. No sin
orgullo, en su proclamación anunció que las autoridades españolas habían
puesto un precio a su cabeza de 30.000 pesos. Tal vez no fuera tan buena
idea, pues dos cazadores de recompensas hicieron intentos de matarlo.
Miranda mandó peinar la isla, pero los alevosos asesinos no aparecieron.
Tras permanecer seis semanas en Aruba, desistió de un tercer intento de
desembarco en tierra firme y, decepcionado, partió con el rabo entre las
piernas hacia Trinidad, donde permaneció casi un año.4

El movimiento de 1810
Una vez que se hubo lamido las heridas, Miranda regresó a Londres, pero
no se desanimó. En 1808, la coyuntura política ofreció nuevas posibilidades
al perseverante revolucionario. En España, Carlos IV había abdicado el tro-
no en favor de su hijo Fernando VII, pero mientras tanto Napoleón había

4 J. Briggs, The history of Don Francisco de Miranda’s attempt to effect a revolution in South
America, Boston, 1811. Sus peripecias en Aruba en Bosch, Reizen in West-Indië, tomo ii ,
pp. 163-165; Hartog, Piar, pp. 29-31. La estadía de Miranda en Trinidad fue descrita por
V. S. Naipaul, The loss of Eldorado, Londres, 1969.

Sytze van der Veen 53


Retrato de Fernando VII. Francisco de Goya, 1814. Madrid, Museo del Prado.

decidido poner en el trono español a su propio hermano José. A tal fin, el


recién coronado Fernando fue depuesto, la familia real sometida a arresto
domiciliario y España ocupada por un ejército francés. En el horizonte
emergía el peligro de que Napoleón se adueñara del imperio español. El
gobierno británico quería evitarlo, y el plan de Miranda de una rebelión
colonial se ofrecía como una estrategia lógica.
Prepararon una flota para transportar un ejército británico a Hispa-
noamérica, pero, para decepción de Miranda, la impresionante operación
se canceló a último momento. En España los nacionalistas habían formado
un gobierno que se resistía a la dominación francesa y al pseudorrey José.
Hasta entonces, España había sido la enemiga de Inglaterra, pero gracias

54 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


a esta junta se volvió su aliada. El gobierno británico decidió no enviar el
ejército de expedición para la liberación de Hispanoamérica, sino para la
de España.
Si bien los acontecimientos en España desbarataban el plan de Miran-
da, propiciaban la independencia de las colonias. La junta española, que
gobernaba en nombre de Fernando, no fue reconocida en los territorios
ultramarinos. Al contrario, en todas partes de Hispanoamérica ―Buenos
Aires, Montevideo, La Paz, Quito, Caracas y México―, grupos de notables
criollos formaron en 1808 sus propias juntas. Estos gobiernos locales se
justificaban con el vacío de poder en la metrópoli. Al igual que la junta
española que rechazaban, operaban en nombre del depuesto Fernando.
Su objetivo no era la independencia, sino una mayor autonomía dentro de
una mancomunidad con España.
Estos arrebatos de autonomía iban más allá de lo que los detentores del
poder colonial podían tolerar, con lo que fueron rápidamente reprimidos.
El fuego de la revolución pareció apagarse, pero una serie de nuevos acon-
tecimientos acaecidos en la metrópoli lo reavivó. La junta española, que
sufría una derrota tras otra, se retiró en Cádiz, el último bastión contra el
avance de los franceses. A comienzos de 1810 se disolvió, y cedió el lugar
a una regencia que gobernaba España (o al menos Cádiz) y el Imperio
ultramarino en nombre del no gobernante Fernando. Esperaban que las
colonias reconocieran este nuevo gobierno español, mientras todo indicaba
que en breve España iba a ser borrada del mapa.
Si bien es cierto que la regencia prometió convocar un parlamento con
una representación colonial, ese ofrecimiento no resultó convincente. El re-
ducido número de delegados no reflejaría a la población de Hispanoaméri-
ca, dos veces mayor que la de la propia España. Tampoco estaba dispuesto
el gobierno de Cádiz a someter a discusión la condición subordinada de
las colonias o concederles mayor autonomía.5 Ello trajo como consecuencia
que en el transcurso de 1810 surgieran en todas partes de Hispanoamérica
nuevas juntas, que se negaban a reconocer la regencia de Cádiz, haciéndolo
en nombre del propio Fernando.

5 Anna, Spain and the loss of America, pp. 65-114.

Sytze van der Veen 55


Esas nuevas juntas acabaron convirtiéndose en focos de la indepen-
dencia. La crisis en la metrópoli y el trono vacante coadyuvaron a su ra-
dicalización. El vínculo nominal con España creaba visos de continuidad
que facilitaban la ruptura de hecho. Además, la aparente lealtad constituía
un práctico argumento para ganar adeptos y desarmar a los opositores.
Caracas fue la primera ciudad donde, el 19 abril de 1810, se estableció
una de esas juntas. En Santafé de Bogotá, capital de Nueva Granada, la
junta local depuso al virrey en julio (a medida que adquiría forma la inde-
pendencia, la ciudad cambió de nombre, adoptando la denominación más
vernácula de «Bogotá»). También en Buenos Aires una junta se hizo con el
poder. En México estalló una rebelión popular dirigida por el cura Miguel
Hidalgo y Costilla. El año de 1810 es considerado el verdadero comienzo
de la guerra de independencia en Hispanoamérica, hecho que en 2010 se
conmemoró con el nombre de «Bicentenario de la Independencia».

56 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


El joven Bolívar como héroe romántico. Grabado de Martin Nowland Bate, ca. 1819. Providencia (Estados
Unidos), Biblioteca de la Universidad John Carter Brown.
CAPÍTULO 4

La Gran Colombia:
nacimiento de una
república

EN CARACAS, el golpe de 1810 encontró poca resistencia. Los defensores


del orden colonial se desalentaron por las trágicas noticias que llegaban
desde España y se dejaron engañar por el aparente monarquismo de la jun-
ta. Incluso el capitán general de Venezuela no se sintió llamado a oponer
resistencia y se dejó apartar de buen grado.
Simón Bolívar, nacido en 1783 como retoño de una familia criolla de
solera, presenció de cerca los cambios políticos. Su árbol genealógico se
remontaba a un ancestro que se había establecido en la colonia Venezuela
hacia el final del siglo xvi . En el transcurso de dos siglos, la familia Bolívar
había adquirido extensas superficies de tierra, manadas de ganado y hor-
das de esclavos. Con el tiempo hasta había obtenido un título de marqués,
si bien esa categoría nobiliaria algo vaga había caído en desuso. El futuro

Sytze van der Veen 59


Libertador llegó al mundo en una ilustre cuna. En otros aspectos, su in-
fancia y juventud fueron menos felices: tras perder a ambos padres, fue
educado por unos familiares.
A la edad de quince años partió hacia España, donde permaneció tres
años. En 1802 regresó recién casado, aunque su flamante esposa falleció
medio año después. Quebrantado, el joven viudo juró no volver a casarse
jamás. Mantuvo su juramento, sin que ello impidiera tener relaciones más
o menos sueltas. Poco después de la muerte de su mujer, el joven Bolívar
viajó por segunda vez a Europa, nuevamente por tres años. Residió un
tiempo prolongado en París, donde fue testigo de la coronación de Na-
poleón: un espectáculo miserable, según él, ya que la autoelevación del
emperador demostraba la degradación de la revolución. El joven seguía de
cerca los acontecimientos de su tiempo y era un ávido lector, tanto de los
clásicos como de los filósofos franceses. En 1805 hizo un viaje a Roma, don-
de prometió solemnemente frente a su mentor, Simón Rodríguez, «romper
las cadenas de España». Esta promesa teatral en medio de un decorado clá-
sico también la cumplió. Finalizó su grand tour con una estadía en Estados
Unidos y en 1807 regresó a Venezuela.

La primera República
El ideal independentista estremeció a Bolívar. En abril de 1810 no integró
la junta, si bien participó intensamente en la conmoción política. En junio
de ese año viajó nuevamente a Europa, esta vez a Inglaterra, para pedir
apoyo a la causa venezolana. El gobierno británico no quiso tomar partido
en el conflicto con España, aunque se comprometió a ofrecer su apoyo en
caso de que Francia atacara Venezuela. En Londres, Bolívar conoció a Mi-
randa, que lo acompañó a Venezuela a instancias suyas. El paladín de la
libertad sudamericana había cumplido ya sesenta años, estaba casado con
una mujer joven y era padre de dos hijos pequeños. Había encontrado en
la felicidad del hogar una compensación para sus numerosas decepciones
políticas, pero no pudo resistir la llamada de la revolución.
En Caracas, una aceleración de los acontecimientos políticos llevó en
julio de 1811 a la declaración de la República de Venezuela. La Sociedad Pa-
triótica, de la que formaban parte tanto Miranda como Bolívar, desempeñó

60 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Miranda, languideciendo en la cárcel de Cádiz. Arturo Michelena, 1896. Caracas, Galería de Arte Nacional.

un papel importante en la radicalización. La declaración de independencia


trajo consigo una división entre la población, en Caracas y en otras partes.
Varias ciudades venezolanas se declararon fieles a España y debieron ser
llamadas al nuevo orden a mano armada. A fin de quebrar la resistencia
interior, Miranda fue nombrado comandante de las tropas republicanas,
en las que Bolívar servía con el rango de coronel.
A comienzos de 1812 desembarcaron en la costa septentrional unas
fuerzas españolas que venían a someter a la colonia rebelde. Si bien la inci-
piente república se tambaleaba, los españoles no fueron quienes la derriba-
ron. Su derrumbamiento se produjo a consecuencia de un grave terremoto
acaecido el 26 de marzo de 1812, que costó la vida a diez mil personas. La
catástrofe tuvo lugar el Jueves Santo, con fuertes réplicas durante los días
de Pascua. No solo los opositores de la república, sino también muchos
partidarios interpretaron la violencia de la naturaleza como un juicio de
Dios sobre el experimento de independencia.

Sytze van der Veen 61


Debilitado por la deserción y la traición, el ejército republicano siguió
combatiendo bajo la vacilante conducción de Miranda. Bolívar defendió la
ciudad de Puerto Cabello contra los españoles, pero no pudo conservarla.
Miranda llegó a la conclusión de que no tenía sentido continuar la lucha y
en julio de 1812 se entregó al comandante español Domingo de Montever-
de, exigiendo amnistía para los insurgentes y la libre retirada para quienes
desearan abandonar el país.
El ocaso de la república tuvo una secuela poco enaltecedora. Tras la
capitulación, deseoso de partir a Curazao, Miranda comenzó a hacer los
preparativos necesarios. Su equipaje ya se había llevado a bordo de un
barco en el puerto de La Guaira, al norte de Caracas. En el último mo-
mento, el general fue arrestado por un pequeño grupo de oficiales, entre
ellos Bolívar. Consideraban que Miranda, al entregarse, había traicionado
a la república, y su precipitada partida suponía el abandono de sus tro-
pas. Lo encerraron en La Guaira y cayó en manos de los españoles, que,
pensándolo bien, no lo consideraron digno de una libre retirada. Tuvo un
final trágico: lo trasladaron a Cádiz, donde falleció en la cárcel en 1816, a
la edad de 66 años.

Entreacto en Curazao
Así pues, se hundió la primera República. Bolívar salvó el pellejo, según las
malas lenguas porque las autoridades españolas lo dejaron partir por haber
contribuido a la detención de Miranda. Con algunos otros refugiados repu-
blicanos se exilió en Curazao, de la que se habían apoderado los ingleses
(como Estado vasallo de Francia, Holanda era considerada por Inglaterra
una potencia enemiga). También sus dos hermanas buscaron refugio en
Curazao con sus hijos. Bolívar permaneció dos meses en la isla, sin dinero
y sin perspectivas. Sus posesiones en Venezuela habían sido confiscadas
por las autoridades españolas, mientras que el gobernador británico de
Curazao consideró necesario incautarse de su equipaje.
En Willemstad, Bolívar se codeó con el abogado Mordejái Ricardo, un
amsterdamés de nacimiento que era primo del economista británico David
Ricardo y tío del poeta holandés Isaac da Costa, ejemplo extraordinario de

62 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


un judío convertido a un calvinismo ultraortodoxo.1 En su célebre Bezwaren
tegen den geest der eeuw (Objeciones contra el espíritu del siglo, 1823), Da Costa
dio a conocer su aversión contra los rebeldes latinoamericanos, a los que
consideraba exponentes del espíritu liberal de la época, que aborrecía. Por
lo visto, su tío Mordejái no compartía ese sentimiento.2
Durante su exilio, es probable que Bolívar conociera asimismo al co-
merciante curazoleño Luis Brión, que acabó siendo almirante de la Gran
Colombia. También pueden haberse encontrado antes, pues Brión se des-
plazaba con regularidad a Venezuela. Manuel Piar, el otro líder insurgente
de origen curazoleño, había conocido a Bolívar el año anterior en el ejército
venezolano. Tras la caída de la república, Piar no se refugió en Curazao,
sino en Trinidad. Unos meses después, en enero de 1813, inició con cua-
renta patriotas una guerrilla en el este de Venezuela.

La Segunda República
También en Nueva Granada, la parte colombiana del Virreinato, se ha-
bía puesto en marcha un movimiento independentista. Despojado de sus
bienes, Bolívar pidió prestado algo de dinero en Curazao ―a Ricardo,
por supuesto― y, en noviembre de 1812, partió rumbo al continente para
continuar la lucha. Poco después de llegar publicó su «Manifiesto de Car-
tagena», elaborado durante su estadía en Curazao. En esa profética pano-
rámica, exhortaba a todas las colonias sudamericanas a unirse en la lucha
contra España.
Bolívar consiguió apoyo para la causa venezolana en Nueva Granada,
y a comienzos de 1813 emprendió una campaña memorable con un peque-
ño ejército de unos cientos de hombres. El viaje abarcó alrededor de mil
kilómetros por territorio inaccesible y lo llevó a Caracas tras una serie de
resonantes victorias. El 7 de agosto de 1813 el Libertador, como era llamado
ahora, hizo su entrada en su ciudad natal. Se proclamó la Segunda Repú-
blica, aunque su existencia resultó tan efímera como la de su predecesora.
Amplias capas de la población, sobre todo mulatos, desconfiaban de
la signatura criolla de la independencia. Las tropas españolas reagrupadas

1 De Pool, Bolívar en Curazao; Lovera De-Sola, Curazao, escala en el primer destierro del Liber-
tador; Emmanuel, History of the Jews of the Netherlands Antilles, tomo i , pp. 296-298.
2 Isaäc da Costa, Bezwaren tegen den geest der eeuw (Leiden, 1823), p. 56.

Sytze van der Veen 63


controlaban varias ciudades. El caudillo monárquico José Boves inició
una guerrilla que ejercía un auténtico terror. Su promesa de recompensa
con posesiones criollas movilizó a incontables mulatos. En una guerra de
exterminación mutua, las crueldades se sucedían. Los saqueos estaban a
la orden del día, y los prisioneros de guerra o ciudadanos sospechosos
eran fusilados sin clemencia. Bolívar, que había anunciado una guerra «a
muerte», mandó ajusticiar en febrero de 1814 a ochocientos prisioneros de
guerra españoles. En espíritu sanguinario, los monárquicos no iban a la
zaga de sus adversarios.
En esta sangrienta batalla de desgaste, las tropas de la república eran
minoría. Bolívar obtuvo refuerzos por parte de los defensores de la libertad
en el este de Venezuela, pero su contribución no sirvió de nada. Pese a un
par de victorias, los patriotas llevaban las de perder. En el verano de 1814,
Caracas cayó en manos de los realistas, después de que miles de habitantes
se dieran a la fuga por temor a las tropas de Boves. Bolívar se retiró en el
noreste, pero ya no fue capaz de ofrecer resistencia. En el otoño de 1814
partió por segunda vez de Venezuela a Nueva Granada, probablemente
con otra parada intermedia en Curazao. También la Segunda República
había caído.
Los acontecimientos en España repercutían nuevamente en Hispa-
noamérica. Gracias a la derrota de Napoleón, en 1814 Fernando VII había
podido volver a subir al trono español. Uno de sus primeros actos de go-
bierno fue anular todas las decisiones que había tomado en su nombre la
regencia en Cádiz. El poco ilustrado monarca impuso una restauración en
el sentido más absolutista de la palabra y estaba firmemente decidido a
restablecer el antiguo régimen también en las colonias rebeldes. Con ese
objetivo aparejaron una flota de cincuenta barcos para el transporte de
diez mil soldados: más hombres y poderío de lo que España había enviado
jamás a los territorios ultramarinos.
La expedición estaba al mando del general Pablo Morillo, un espadón
que se había fogueado en las guerras contra Napoleón. La armada espa-
ñola partió de Cádiz en febrero de 1815 y llegó a Venezuela a principios
de abril. Gracias a la derrota republicana del año anterior, Morillo tuvo
poco que hacer, aparte de sofocar la guerrilla en el este. El general dejó una
parte de su ejército en Venezuela y siguió navegando con el resto a Nueva

64 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Alexandre Sabés Pétion (1770-1818), presidente de la República de Haití. Grabado de artista anónimo, ca.
1820. París, Biblioteca Nacional de Francia.

Granada. Sus veteranos españoles eran de otro calibre que los soldados que
habían combatido hasta entonces a los insurgentes; las milicias coloniales,
igual que las republicanas, se componían en gran parte de personas sin
adiestrar. En menos de un año, el general español sometió la zona rebel-
de. La operación fue ejecutada bajo el denominador de «la Pacificación»,
pero en realidad fue una sucesión de actos de terror. Los partidarios de la
república fueron abatidos o ahorcados a gran escala. La contrarrevolución
triunfó y la causa de la independencia pareció definitivamente perdida.

Expediciones desde Haití


Bolívar se exilió en Jamaica en mayo de 1815. La adversidad no hacía más
que inducirlo a una mayor determinación, y con un fervor tendente a lo
quijotesco continuó la lucha. Desde su destierro caribeño escribió su «Car-
ta de Jamaica», en la que otra vez exhortaba a las colonias rebeldes a la

Sytze van der Veen 65


concordia y mencionaba por primera vez la hipotética República de Co-
lombia, que debía comprender a Nueva Granada y Venezuela (y no a toda
Hispanoamérica, como había soñado Miranda). Lo que sí preveía tras el
final de la guerra de liberación era una liga de todas las repúblicas que
surgieran de los escombros del imperio colonial español.
Hacia el final de 1815, Bolívar viajó a la independiente Haití, donde
el presidente, Alexandre Pétion, le prometió apoyo para una invasión en
Venezuela. Por otra parte, la lucha pudo continuarse gracias al comerciante
curazoleño Luis Brión, que en sus años mozos había sido partidario de la
Revolución Bátava. A los diecisiete años había luchado contra la invasión
británica en el norte de Holanda, ocasión en la que fue hecho prisionero de
guerra. Tras su liberación, permaneció tres años en Estados Unidos y pos-
teriormente amasó fortuna en Curazao comerciando y contrabandeando.
El cosmopolita Brión hablaba español, neerlandés, francés e inglés flui-
dos y se movía con gran facilidad por todo el Caribe. Desde hacía unos
años había empeñado su corazón y su patrimonio a la revolución en Vene-
zuela y Nueva Granada. En 1815 adquirió en Inglaterra un barco de guerra
con 24 cañones para la causa independentista, así como una gran cantidad
de fusiles y municiones. En la asediada Cartagena rescató a un número de
líderes de la insurrección y los llevó a Haití en su barco. Otros llegaron a
la isla por sus propios medios en los primeros meses de 1816.
Los gerifaltes se disputaron la conducción de la expedición, pero gra-
cias al apoyo del prestamista Brión fue elegido comandante Bolívar. El
pequeño ejército de patriotas navegó en siete barcos a Venezuela, donde
Piar retomó en la provincia oriental de Guayana la guerrilla que un año
antes había tenido que dejar. Bolívar, que quería atacar en el corazón del
país, desembarcó con seiscientos hombres en la costa septentrional en julio
de 1816, pero su empresa acabó en un fiasco desordenado. La invasión
malograda tuvo lugar cerca de Ocumare, donde diez años antes Miranda
había hecho un intento de invasión igualmente frustrado.
Previo paso por Bonaire, Bolívar regresó a Haití, donde Pétion puso de
nuevo a su disposición un contingente de soldados. Hacia el final de 1816,
hizo un segundo intento y esta vez tuvo más suerte. El éxito se debió sobre
todo a los dos líderes de origen curazoleño. Desde el verano, Piar había
conquistado gran parte de Guayana, infligiendo graves derrotas al ejército

66 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


español; con sus barcos, Brión se encargó de la logística en el Orinoco, la vía
de entrada a la zona, y obtuvo tres victorias sobre los escuadrones españoles.
Angostura, la capital de Guayana, se entregó tras un prolongado asedio en
julio de 1817. El propio Bolívar había desembarcado en la costa septentrional
y quiso avanzar hasta las puertas de Caracas, pero el plan resultó nuevamen-
te demasiado ambicioso. Se dio cuenta de que Guayana constituía una mejor
cabeza de puente y se unió a los insurgentes en el este. El rodeo por la selva
acabó siendo una ruta más estratégica hacia la independencia.
Aunque Bolívar contaba con el reconocimiento de los otros caudillos
como líder, su autoridad no era indiscutible. Uno de los que se negaban
a conformarse con la situación era Piar, el mulato de más alto rango de
las huestes independientes. La conquista de Guayana era mérito suyo y
no podía soportar que Bolívar se llevara los aplausos. Dimitió y empezó
a combatir al generalísimo junto con otros generales. Bolívar escribió un
alegato de tres mil palabras en el que acusaba a Piar de rebelión, crímenes
de guerra e incitación al odio racial. Piar fue condenado por un consejo de
guerra bajo presidencia de Brión y ejecutado con la aprobación de Bolívar:
un episodio que constituye una mancha en la reputación de ambos. Al
condenar a Piar, Bolívar se deshizo de un importante rival, subrayando
la conducción criolla del movimiento. El mulato de Curazao fue el chivo
expiatorio del odio y resentimiento mutuos de los líderes independientes.
La revolución deglutía a uno de sus propios hijos.3
Angostura, una pequeña ciudad de seis mil habitantes a orillas del Ori-
noco, se convirtió en el cuartel general del ejército de liberación y capital
de la república en ciernes.4 Dispersos por toda Venezuela, varios caudillos
habían continuado por su cuenta la guerrilla contra los españoles. Bolívar
se puso en comunicación con estos caudillos que operaban de forma inde-
pendiente y supo convencerlos de que aceptaran su autoridad suprema.
La principal adquisición fue José Antonio Páez, que actuaba en el oeste de
Venezuela. Con su pequeño ejército de llaneros a caballo, Páez se unió a
Bolívar. Su caballería móvil de lanceros constituía un arma formidable en
la lucha contra los españoles.

3 Hartog, Piar, pp. 104-136; Brada, Piar, pp. 77-109; Thibaud, Repúblicas en armas, pp. 231-
233, 303-308, 317-319.
4 Angostura fue rebautizada Ciudad Bolívar en 1846.

Sytze van der Veen 67


Lanceros desnudos de los llanos de Apure atacando a soldados españoles. Grabado anónimo en J. P. Ha-
milton, Travels through the interior provinces of Columbia (1827). Providencia (Estados Unidos), Biblioteca
de la Universidad John Carter Brown.

Legión extranjera
Otro refuerzo de las huestes rebeldes fueron los voluntarios europeos que
empezaron a llegar en grandes cantidades a Angostura en 1817. En Europa
había trascendido la noticia sobre la guerra de liberación, y los liberales
que se lamentaban del desmoronamiento de la Revolución francesa vieron
en el Nuevo Mundo una alternativa esperanzadora del Viejo. En Europa,
Bolívar se convirtió en el ícono de la resistencia contra el orden establecido,
como lo fue el Che Guevara un siglo y medio después. Los estudiantes
ansiosos de agitación manifestaban sus sentimientos liberales ataviándose
con el sombrero de Bolívar, un sombrero de copa alta con un ala más ancha
de lo habitual. La prenda de cabeza a la moda tuvo aceptación en círculos
intelectuales europeos ―el joven poeta alemán Heinrich Heine fue visto
con uno en 1822―, pero resultaba totalmente inútil en las condiciones de
vida nómadas de quien le había dado nombre. Para los individuos conser-
vadores, la moda prescribía un sombrero que debía su nombre a Morillo,
el comandante español de Nueva Granada.5

5 En dos textos de 1822 incluidos en su Reisebilder (1826), Heine se refiere al «sombrero a

68 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Caricatura «Les Bolivars et les Morillos». Los partidarios de la revolución en Colombia llevaban un sombrero
de ala ancha llamado «bolívar» (derecha); sus oponentes, otro con el nombre del general español Pablo
Morillo. Grabado anónimo, 1819. París, Biblioteca Nacional de Francia.

El fervor liberal se orientó igualmente hacia Grecia, que en 1821 se


rebeló contra la dominación turca. A ojos de los simpatizantes europeos,
en el monte Athos en Grecia y en las cimas de los Andes ondeaba la misma
bandera, según caracterizó el poeta británico George Gordon Byron este
entrelazamiento ideológico. En 1822, Lord Byron estuvo a punto de partir
a Colombia, pero decidió que en Grecia podía servir mejor a la causa de
la libertad. En su yate Bolívar puso rumbo al Peloponeso, donde dos años
después tuvo un trágico final. Cabe destacar que el héroe romántico de la
rebelión griega no pereció en el campo de batalla, sino que fue víctima de
la fiebre amarilla.

la Bolívar». Según su amigo Carl Wesermann, el poeta se atavió con un sombrero así en
1822 (H. H. Houben y M. Werner, Begegnungen mit Heine: Berichte der Zeitgenossen, Ham-
burgo [1973], I, p. 59, nota 51). El novelista francés Victor Hugo describe en el capítulo
xii de Les Misérables (1862) la guerra de los sombreros como un episodio de su juventud.
En 1819 se representó en París una opereta cómica llamada Les Bolivars et les Morillos.

Sytze van der Veen 69


Si bien algunos voluntarios que se embarcaron con destino a Angos-
tura se guiaban por motivos idealistas, la mayoría no podía permitirse
ese lujo. Tras la derrota de Napoleón, Europa tenía un gran excedente de
soldados sin empleo, que se dejaron seducir por la promesa de una soldada
generosa. El reclutamiento revestía en parte el carácter de un programa
que buscaba atraer colonos con la promesa de tierras una vez terminada
la guerra de independencia. Esa fórmula tuvo éxito entre los trabajadores
agrícolas y proletarios urbanos, lo que tuvo como consecuencia que una
parte considerable de los voluntarios extranjeros estuviera compuesta de
colonos en ciernes sin experiencia militar. Anticipándose a un futuro pací-
fico, algunos emigrantes viajaron ya en compañía de sus mujeres e hijos.
Entre 1817 y 1820 partieron en total desde Europa hacia Venezuela y
Nueva Granada casi siete mil voluntarios. La legión extranjera de Bolí-
var se componía en tres cuartas partes de irlandeses, ingleses y escoce-
ses, mientras que el resto procedía de todas partes: alemanes, franceses,
estadounidenses, italianos, polacos y escandinavos. Se cree que también
participaron en la guerra unas decenas de holandeses, además un puñado
de curazoleños. Una parte de los voluntarios extranjeros no se sobrepuso
al choque cultural y desertó a poco de llegar. Los restantes hicieron una
importante contribución a la independencia, si bien el precio fue elevado:
casi la mitad pereció en combate o sucumbió a distintas enfermedades.6

República en ciernes
En Angostura, Bolívar organizó un gobierno provisional que debía redactar
una constitución. El Libertador no esperó el resultado, pues quedaba mucho
territorio por liberar. Invirtiendo su campaña relámpago de 1813, condujo a
su ejército desde las llanuras tropicales a orillas del Orinoco hasta Bogotá,
en Nueva Granada, cruzando los Andes: una marcha forzada de mil qui-
nientos kilómetros que expuso a sus soldados a severos escollos y grandes
carencias. Los aires épicos de esta campaña en la tradición son un pálido
reflejo de la crudeza que la caracterizó en la realidad. El 7 de agosto de 1819,

6 Brown, Adventuring through Spanish Colonies; idem, con Alonso Roa, Militares extranjeros
en la Independencia de Colombia. Brown compiló un banco de datos con los apellidos de
3.000 voluntarios extranjeros, algo menos de la mitad del número total (www.bris.ac.uk/
hispanic/latin/research/htm).

70 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Edición especial del Correo del Orinoco, del 25 de julio de 1821, a raíz de la victoria alcanzada en la batalla
de Carabobo. La noticia se publicó en español, inglés y francés. Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango.

el ejército republicano obtuvo una gran victoria sobre los españoles en la


batalla de Boyacá, cerca de Tunja. Tres días después, Bolívar hizo su entrada
en Bogotá, abandonada precipitadamente por las autoridades coloniales.
Instaló un gobierno provisional conducido por Francisco de Paula Santan-
der, un jurista de origen granadino que se había destacado en la guerra.
Bolívar volvió precipitadamente a Angostura, donde el 17 de diciem-
bre de 1819 el Congreso declaró la República de Colombia y lo nombró
presidente. La declaración de independencia no supuso el final de la gue-
rra. La parte meridional de la república, que se correspondía con el actual
Ecuador, aún debía ser liberado. Además, el general español Morillo domi-
naba con un fuerte ejército la parte central de Venezuela, incluida Caracas,
y las ciudades situadas en la costa del Caribe seguían estando casi todas
en manos españolas.
Una serie de nuevos acontecimientos acaecidos en España influyó fa-
vorablemente en la lucha. El rey Fernando había reunido por segunda vez
un ejército con el objetivo de reprimir la rebelión colonial. Esta vez no fue
más allá de la intención, pues el día de Año Nuevo de 1820, un grupo de
oficiales liberales perpetró un golpe de Estado contra su régimen absolutis-
ta. El golpe tuvo éxito gracias al apoyo de las tropas en Cádiz, que estaban
a punto de partir hacia las colonias rebeldes, pero que se resistían a librar

Sytze van der Veen 71


una guerra ultramarina. El ejército de expedición se quedó en España, y
Fernando se enfrentó a una rebelión más cerca de casa. Se vio obligado a
rehabilitar la constitución de 1812 y en adelante debió plegarse a una ristra
de restricciones constitucionales. Para horror de la conservadora Europa,
los españoles habían puesto a su rey bajo tutela.7
El nuevo gobierno español puede que fuera liberal, pero no tenía in-
tención de reconocer la independencia de las colonias. Esperaba seducir a
los insurgentes con la autonomía en el seno de una mancomunidad bajo
conducción española. Encomendaron a Morillo plantear esa opción ante
Bolívar, pero este le comunicó que la independencia no podía someterse
a discusión. No obstante, en noviembre de 1820 sus conversaciones con-
dujeron a un armisticio de seis meses.8 La guerra se reanudó a comienzos
del siguiente año, aun antes de que expirara la tregua, pero España ya no
envió nuevos militares. Cerca de Carabobo, en el norte de Venezuela, Bo-
lívar obtuvo una nueva victoria decisiva el 24 de junio de 1821. Cinco días
después entró triunfante en Caracas.
Así nació la República de Colombia, aunque el nacimiento postrero del
sur todavía se hizo esperar. Hacia el final de 1821, Bolívar partió hacia el
sur para liberar la última parte de Nueva Granada. Su ayudante Antonio
José de Sucre derrotó a los españoles el 24 de mayo de 1822 en las laderas
del volcán Pichincha, cerca de Quito. En ese momento Bolívar se encontra-
ba a varios cientos de kilómetros hacia el norte, donde acababa de obtener
una dificultosa victoria sobre las tropas realistas. El 16 de junio entró en
Quito, aclamado por la población. En medio del regocijo general sobre la li-
beración, se produjo en silencio la anexión de Ecuador a la Gran Colombia.
Como al mismo tiempo Argentina, Chile, México y América Central
habían conquistado su independencia, tras doce años de guerra el Imperio
español quedó reducido al Virreinato del Perú. José de San Martín, homó-
logo argentino de Bolívar, había marchado al Perú pasando por Chile, pero
no consiguió someter el bastión monárquico. En julio de 1822, ambos li-
bertadores celebraron consultas en el puerto de Guayaquil, junto al océano

7 Anna, Spain and the loss of America, pp. 214-220.


8 Para alivio de Morillo, cuyo ejército resultó diezmado por enfermedad y deserción. Tras
el armisticio, regresó a España (Earle, Spain and the independence of Colombia, pp. 154-165).

72 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Retrato de Bolívar. José Gil de Castro, ca. 1825. Lima, Museo de Arte.

Pacífico, cediendo San Martín la plaza a su compañero.9 Los últimos tres


años de la guerra contra España, Bolívar luchó por la independencia de
Hispanoamérica fuera de Colombia.10

El más grande colombiano


La Gran Colombia era la creación de Bolívar. Era la encarnación de la gue-
rra y de la república nacida de ella. La unidad que forjó en el ejército de
liberación la trasladó a la organización política. Estaba convencido de la
necesidad de un Estado unitario con un fuerte gobierno central, también

9 «En el Perú ya no hay campo para mí y Bolívar»; citado por Lynch, San Martín, p. 197.
10 En el norte de Venezuela, los españoles ocuparon durante otros dos años las ciudades
de Maracaibo y Puerto Cabello.

Sytze van der Veen 73


porque era consciente de las grandes diferencias existentes en el país. La
geografía de las partes constituyentes era tan divergente como sus eco-
nomías y poblaciones. Un habitante del interior venezolano sentía poca
afinidad con sus compatriotas en los Andes o en la costa del Pacífico, que
a su vez no tenían idea de los colombianos fuera del propio campo visual.
Altas montañas, densas selvas y grandes distancias obstaculizaban la co-
municación.
La igualdad de todos los ciudadanos ante la ley encubría unas diferen-
cias sociales y raciales que la desaparición del orden colonial agudizaba
más de lo que disimulaba. La unidad instaurada por Bolívar escondía una
enorme diversidad. Todavía debía demostrarse si esa unidad, nacida en la
guerra, era resistente a la paz. Igual que la Gran Holanda, la Gran Colom-
bia había adoptado la forma de un Estado unitario, e igual que Guillermo
I, Bolívar se vio ante la tarea de fundir los componentes heterogéneos de su
creación para forjar un todo. Hasta 1830, el presidente y el rey estuvieron
muy ocupados haciéndose cargo de sus respectivas amalgamas.
Alrededor de Bolívar surgió un culto que lo honra como padre de la
patria.11 Cabe preguntarse de cuál patria: en 1830, cuando la Gran Colom-
bia todavía estaba inventándose a sí misma como tal, se fragmentó en
varias patrias que a su vez debían inventarse a sí mismas. La bibliografía
sobre Bolívar llena una biblioteca y abarca un espectro que va desde la
exaltación rimbombante hasta la amarga denostación. Si un biógrafo le
atribuye cualidades sobrehumanas, otro subraya sus lados inhumanos. El
romántico y heroico defensor de la libertad se opone al tirano sanguinario
y ávido de poder. Salvando esos extremos, Bolívar sigue siendo una figura
destacada que da cien vueltas a sus coetáneos. Él mismo no dudaba de
esa superioridad y supo trasladar ese convencimiento a otros. Se sabía
predestinado a realizar grandes obras y se veía a sí mismo como el gran
hombre de Colombia. La vanidad no le era ajena, y tampoco la ambición.
Su personalidad adquirió forma en interacción con la guerra. Era el
jefe que emergía en circunstancias extraordinarias y cuya autoridad otros
reconocían. El ferviente idealista coincidía con la causa por la que luchaba
y poseía una integridad que para muchos de sus partidarios apuntaba de-

11 Carrera Damas, El culto a Bolívar.

74 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


masiado alto. Sus viajes y sus lecturas le conferían un horizonte intelectual
más amplio que los de otros caudillos. Su cualidad que más saltaba a la
vista era una inteligencia inquieta, acompañada de una gran perseveran-
cia. El camino hacia la independencia pasaba por valles profundos, pero
Bolívar no se daba por vencido. Era un estratega, tanto en el campo de ba-
talla como en la política. Siendo uno de los pocos intelectuales, tenía ideas
sobre el futuro de Colombia y Latinoamérica que supo expresar de manera
excelente. Su destreza verbal marcaba el tono en el discurso político de la
república. Además de sus cualidades militares, sobre todo su elocuencia
lo convertía en un líder carismático.
La Gran Colombia era impensable sin Bolívar. Tal vez esa era la mayor
debilidad de la nueva república.

Sytze van der Veen 75


El gran ausente después de 1815: Napoleón, derrotado y desterrado a la isla de Santa Elena.
Grabado anónimo, siglo xix. Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.
CAPÍTULO 5

Empresas rastreras

POCO DESPUÉS DE SU GESTACIÓN, la Gran Holanda se vio confrontada


con la guerra de independencia en Hispanoamérica. Tras estallar la paz
en 1815, las fábricas de fusiles de los Países Bajos meridionales tuvieron
que hacer frente a una disminución de las ventas. Los fabricantes de ar-
mas intentaron compensar la caída de la demanda europea penetrando
en mercados ultramarinos. En el otoño de 1816, el encargado de negocios
español José María de Pando se quejó por primera vez del envío furtivo de
armas desde Amberes a las colonias rebeldes. Unos meses después reiteró
su petición de poner coto a estas prácticas, que según él se contradecían
con las relaciones amistosas entre España y Holanda.1

1 anpb /rree 131, De Pando a Van Nagell, 24-1-1817. José María de Pando (1787-1840)
fue un español de origen peruano que en su función diplomática disimuló su simpatía
por la independencia de Latinoamérica. En 1824 volvió a Perú y fue nombrado —por
Bolívar— ministro de Hacienda y, más tarde, de Relaciones Exteriores. En 1826 fue uno
de los diputados peruanos en el Congreso de Panamá (véase el capítulo «Noticias de
Colombia»).

Sytze van der Veen 77


Cornelis Felix van Maanen (1769-1846), ministro de Justicia de la Gran Holanda. Litografía de Leendert
Springer, ca. 1830. Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.

Comercio de armas
Anne Willem van Nagell, el ministro de Relaciones Exteriores holandés
ya entrado en años, no veía en las quejas españolas ningún motivo para
prohibir la exportación de armas. Le comunicó al rey que una prohibición
tenía poco sentido, pues siempre podía eludirse declarando un destino fal-
so. Otras medidas tampoco servirían de mucho. Exigir fianzas en caso de
cargas sospechosas era poco práctico y contrario al interés de esta indus-
tria, tan importante para la economía nacional. Le pareció mejor adaptar
la línea de actuación a la disposición de que toda exportación de armas
debía ser aprobada por el gobierno. Consideraba suficiente denegar dicha
autorización a los suministros que, según se desprendiera de la documen-
tación de los barcos, estuvieran dirigidos explícitamente a los insurgentes

78 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


en Hispanoamérica. En señal de aprobación del pragmático razonamiento
de su ministro, en febrero de 1817 Guillermo I promulgó un real decreto
de ese tenor. Visto que incitaba a declarar un destino falso, la orden no era
mucho más que una prueba gratuita de buena voluntad hacia España.2
En cambio, el ministro de Justicia Cornelis Felix van Maanen consi-
deraba que no podía tolerarse ninguna transacción con los rebeldes. Así,
por ejemplo, en 1822 se cargaron en Amberes dos barcos con bienes de
guerra que, al parecer, iban destinados a Colombia. El antiguo patriota
Van Maanen, jurista de profesión y legalista por naturaleza, quiso prohibir
la carga, ya que sería utilizada con objetivos «criminales». Además, temía
que la ayuda a los insurgentes diera pie a renovados «alegatos españoles».
Anton Reinhard Falck, ministro de Instrucción Pública, Industria Nacio-
nal y Colonias, añadió un comentario incisivo al informe de su homólo-
go. Según su parecer, los disturbios que se producían en otras partes del
mundo justamente debían aprovecharse para promover las ventas de la
industria de armamentos. Prohibir la exportación tan solo beneficiaba a
la competencia extranjera. Vistos los «indudables» intereses que estaban
en entredicho, Falck aconsejó a su colega Van Maanen que adoptara una
actitud menos estricta.3
Resulta imposible averiguar si el transporte de armas de marras se
llevó a efecto, pero en todo caso la posición de Falck se correspondía con la
del rey y, por lo tanto, con la del gobierno. Haciendo la vista gorda, el envío
de bienes de guerra con destino a Sudamérica estaba permitido, lo que
trajo como consecuencia que el enviado español presentara quejas airadas
con regularidad y que Van Maanen, preocupado, las mandara investigar.
Según Samuel Wiselius, un antiguo patriota radical convertido en jefe de la
policía amsterdamesa ―fiel al régimen―, no resultaba factible intervenir
en tales asuntos. Muy a su pesar, debía comunicar al ministro de Justicia
―un viejo amigo suyo― que poco podía hacer contra la exportación ilegal
de armas. El comercio transitaba por caminos oscuros, le escribió, y nadie

2 anpb /rree 299, Van Nagell a Guillermo I, 10-2-1817; rree 132, Real Decreto del 12 de
febrero 1817, relativo a la exportación de armas.
3 anpb /sge5676.A, Falck a Guillermo I, 28-1-1823; Falck, Ambtsbrieven, pp. 177-179. Ante-
riormente, ya un negocio parecido había llevado a un enfrentamiento entre Falck y Van
Maanen (sge 5674, Falck a Guillermo I, 2-9-1822).

Sytze van der Veen 79


con conocimiento de causa dudaba de que los insurgentes conseguían to-
das las armas que deseaban.4
Poco después de la proclamación de la República, la firma Mees, Boer
& Moens, de Róterdam, desarrolló una relación propia con Colombia. Ma-
nuel Torres, representante colombiano oficioso en Estados Unidos, había
intentado comprar armas con apoyo del gobierno de ese país. Escudándose
en el argumento de que su posición neutral en el conflicto con España ex-
cluía cualquier injerencia activa, este le negó su colaboración. A comienzos
de 1820, Torres entró en contacto en Filadelfia con Jacob Idler, agente de
Mees & Co.
Acordaron que la firma de Róterdam suministraría armas y que Co-
lombia pagaría por ellas en especie, con tabaco. Como consecuencia de ese
contrato, en 1820 y 1821 se entregaron a la república alrededor de veinte
mil fusiles, una cantidad que aumentó considerablemente la capacidad
del ejército. Las armas eran enviadas por barco a Colombia desde Estados
Unidos, o bien desde Holanda a través de Estados Unidos. El último de
los cuatro transportes de armas partió de Ámsterdam directamente con
destino a Angostura. De acuerdo con las sospechas de Wiselius, para ello
se aplicó sin duda el método probado del conocimiento de embarque fal-
sificado.
Mees & Co. tenía grandes expectativas respecto de su conexión co-
lombiana, y en la primavera de 1821 nombró a un tal Hendrik Gerard
van Baalen como su representante en Angostura. Como prolongación del
exitoso comercio de armas, se firmó un empréstito del Estado colombiano
por entre seis y ocho millones de florines, que sería emitido en Holanda
por mediación de la firma. Los intereses y las anualidades de amortiza-
ción del préstamo se abonarían nuevamente en tabaco. Pensándolo mejor,
Mees & Co. se echó atrás ante un proyecto de tal magnitud, posiblemente
desaconsejado por el banco emparentado Mees, también de Róterdam. El
gobierno español se enteró de las relaciones de Róterdam con Colombia,
dando lugar a nuevas protestas en La Haya. Aparte de las quejas españolas,

4 anpb /sge 5663.B, Wiselius a Van Maanen, 2-10-1820, anexo de un informe detallado de
Van Maanen sobre los suministros de armas; De Jong, «Nederland en Latijns-Ameri-
ka», p. 31.

80 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


el plan tropezó con la prohibición holandesa de conceder préstamos al
extranjero, que se mantuvo en vigor hasta 1824.5

Reclutamiento
Si el gobierno permitía el comercio de armas haciéndose el desentendido,
con el reclutamiento de voluntarios en territorio holandés se mostró menos
complaciente. En marzo de 1819 se manifestó al respecto en Gante un tal
Pierre Jean Claude Granier, barón de Beauregard. El expatriado francés se
jactaba de que dominaba el arte de la fabricación de los llamados «cohetes
Congreve» (bombas voladoras con una carga de pólvora, desarrolladas
por el inglés William Congreve). Granier se había familiarizado con esta
técnica ejerciendo su antiguo cargo de director de la Fundición de Artillería
Imperial en Turín. Van Maanen consideró que el «fabricante de fuegos de
artificio» era sospechoso y ordenó vigilarlo minuciosamente.6
La desconfianza del ministro resultó justificada, pues en junio de ese
año Granier publicó en el periódico liberal Journal de Gand un artículo lau-
datorio sobre los éxitos de Bolívar. El barón, que se presentaba como un
«guerrero cubierto de honrosas cicatrices», tras este clarinazo periodístico
comenzó con la compra de fusiles y el reclutamiento de soldados. Para
demostrar su fiabilidad, al desplegar sus actividades enseñaba un acta
sellada de nombramiento de «coronel e inspector general» del ejército co-
lombiano.7
Las credenciales de Granier llevaban la firma de Francesco Macirone
(o Maceroni), antiguo ayudante de Joachim Murat, que a su vez era el an-
tiguo rey de Nápoles. Murat, un cuñado de Napoleón, había adquirido su
categoría real en el marco de la estrategia imperial de tripular los tronos
de Europa con familiares. El rey de Nápoles había sido depuesto en 1814,
después de la primera derrota de Napoleón, aunque al año siguiente hizo
un intento por reconquistar su trono. El golpe napolitano fracasó, Murat

5 Para la conexión colombiana de la empresa Mees, véase C. Irazábal y R. Palacios en la


introducción de Hartog, Piar, pp. v - xvi ; Rivas, Historia diplomática de Colombia 1810-1934,
pp. 82-83; anpb /rree 555, el cónsul Van Lansberge al ministro Verstolk, 23-2-1829. Hen-
drik van Baalen residió luego en Puerto Cabello, donde se dedicó al comercio.
6 anpb /sge 5657, Van Maanen a Guillermo I, 13-3-1819.
7 anpb /sge 5661.A, Van Maanen a Guillermo I, 12-1-1820.

Sytze van der Veen 81


Coronel Francesco Macirone (1788-1846). En la década de 1830 adquirió fama como inventor de coches
de vapor. Litografía de Charles Picart, 1822. Londres, Museo de Ciencias.

fue fusilado y Macirone se refugió en Inglaterra.8 Allí entró en contacto con


el oficial escocés Gregor MacGregor, que reclutaba soldados para Colombia
y financiaba sus actividades con un préstamo a nombre de la república en
ciernes.
Macirone, que propagaba la causa de la libertad colombiana en publi-
caciones británicas, ayudó a MacGregor a estructurar su legión extranjera.
A comienzos de 1819, MacGregor partió a Colombia con seiscientos solda-
dos, mientras Macirone seguía reclutando; en el transcurso del año le man-
dó otros trescientos hombres. En esa época, las prácticas de reclutamiento
en Gran Bretaña tomaron vuelo, de modo que el gobierno británico se vio

8 F. Maceroni (o Macirone), Memoirs of the life and adventures of Colonel Maceroni, 2 vols.,
Londres, 1838. En los años 1830 Maceroni (1788-1846) se dedicó a desarrollar un vehículo
a vapor.

82 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


en la necesidad de prohibirlas. Simultáneamente, la desmovilización del
ejército de ocupación aliado en Francia produjo en 1819 una nueva ola de
militares desempleados.
Tampoco la prohibición de reclutamiento británica era mucho más que
un gesto vano hacia España, pero al parecer Macirone consideró oportuno
trasladar su campo de acción al continente europeo. Por aquellos días el
activista italiano estuvo implicado asimismo en un complot bonapartista
que pretendía hacer posible la evasión de Napoleón de Santa Elena. El ob-
jetivo final consistía en trasladar al antiguo emperador a Hispanoamérica,
donde se pondría al frente de la revolución. Una vez que el Nuevo Mundo
estuviera liberado, podría servir de trampolín para reconquistar el Viejo.
Según dicen, algunos agentes secretos partieron a Santa Elena para con-
vencer a Napoleón de que colaborara. Su muerte en 1821 supuso el final
del descabellado proyecto.9
Macirone tenía viejos conocidos entre los franceses que se habían exilia-
do en los Países Bajos meridionales y se lamentaban del desmoronamiento
de la revolución. Presumiblemente, conocía a Granier de Beauregard de la
época en que este era jefe de la fábrica de cañones de Napoleón en Turín.
En junio de 1819, Granier tuvo en Bruselas un encuentro con Macirone,
que lo contrató como agente de reclutamiento. El recentísimo «inspector
general» del ejército colombiano, pensando que no estaba haciendo nada
malo, no ocultó sus intenciones. Naturalmente, las actividades del bulli-
cioso barón llegaron a oídos de Van Maanen, que se tomó la cuestión muy
a pecho y ordenó una investigación a fondo. A los ojos del sobresaltado
ministro, se trataba de «acciones susceptibles de exponer al reino a una
declaración de guerra».
Lejos de limitarse al sur, el reclutamiento se extendió hacia el norte. El
fiscal general de la provincia norteña de Güeldres informó sobre personas
sospechosas merodeando por el cuartel de las tropas coloniales en la loca-
lidad de Harderwijk e intentando tentar a varios hombres con una carrera
militar en Colombia. Muchos militares con un pasado napoleónico se pre-
sentaban por esos días en «la cloaca de Europa», como llamaban popular-

9 Sobre esta curiosa intriga véase la obra de E. Ocampo, The emperor’s last campaign. A
napoleonic empire in America, Tuscaloosa, 2009.

Sytze van der Veen 83


mente al depósito para el ejército de las Indias Orientales en Harderwijk.
Al parecer, a algunos les atraía más la idea de derribar la autoridad españo-
la en las Indias Occidentales que la de construir la autoridad holandesa en
las del Oriente. La creciente inquietud entre los reclutas coloniales obligó
al comandante a mandar flagelar a tres de ellos. Uno de los soldados fue
ejecutado sumariamente para restablecer el orden.10
Granier pretendía partir rumbo a Colombia con tres barcos, cientos de
soldados y miles de fusiles, pero ese plan megalómano nunca se concretó.
Por orden de Van Maanen, él y algunos de sus cómplices fueron deteni-
dos a fines de agosto de 1819. Uno de ellos, el brujense Charles Donny,
se arrepintió en la cárcel y abrazó la religión. El pecador arrepentido se
dirigió al rey pidiendo clemencia. Van Maanen no se fiaba de la conversión
del librepensador Donny, que dos años antes había sido condenado por
escribir una sátira titulada Les habitants de la lune11, en el que los súbditos
belgas del reino fieles al régimen eran representados como lunáticos que
se dejaban engañar por los holandeses.
La luna era también el lugar adonde Van Maanen deseaba mandar a los
agitadores como Granier. En sus ansias de alejamiento, los otros miembros
del gobierno no iban tan lejos, de modo que a comienzos de 1820 se decidió
expulsarlo simplemente del país.12 Es posible que Granier todavía partiera
rumbo a Colombia, aunque no dejó rastro en los anales de la guerra de in-
dependencia. En los Países Bajos no puede haber reclutado mucho más de
unos veinte voluntarios, lo cual resultó tanto mejor, vistas las dramáticas
peripecias del regimiento de MacGregor y Macirone. De los novecientos
soldados reclutados por estos ―en su mayoría escoceses, irlandeses e in-
gleses―, un tercio desertó poco después de llegar a Colombia. Del resto,
ciento cincuenta hombres fueron ajusticiados por los españoles, y otros
cien fueron hechos prisioneros de guerra. Las condiciones de los prisione-
ros de guerra eran tan deplorables que la mayoría de ellos también pereció.

10 anpb /sge 5659, Van Maanen a Guillermo I, 1-5, 30-6, 1-7, 3-7, 4-8 y 9-8-1819.
11 anpb /sge 5661.B, Van Maanen a Guillermo I, 31-5-1820, con la petición de Donny de
10-11-1819.
12 Granier viajó a Londres, aunque en marzo de 1820 solicitó su readmisión en Holanda
(anpb /sge 5661.A, Van Maanen a Guillermo I, 25-3-1820 y Van Nagell a Guillermo I,
27-3-1820). Su ruego fue denegado (sge 5661.B, 18-4-1820). Para Granier, véase De Jong,
«Nederland en Latijns-Amerika», pp. 28-31.

84 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Asesinato de Carlos Fernando de Borbón, duque de Berry y sucesor al trono francés. Grabado de Jean
Baptiste Morret, 1820. París, Biblioteca Nacional de Francia.

En menos de un año, la legión de MacGregor había sido diezmada hasta


quedar reducida a un tercio de su tamaño original.13

Fermentación revolucionaria
La conmoción en torno al proceder de Granier no fue un hecho aislado,
pues en 1819 y 1820 Europa fermentaba por todas partes. Los poderes
dominantes estaban muy atareados reprimiendo manifestaciones liberales
y complots subversivos. Las actividades de Granier se desarrollaron en el
intervalo entre dos sensacionales asesinatos, uno en Alemania y el otro
en Francia. En marzo de 1819, la creciente represión en las universidades
alemanas llevó a un exaltado estudiante de teología a quitar la vida al
escritor reaccionario August von Kotzebue. En enero de 1820, al retirarse
de la ópera, el sucesor al trono francés, el duque de Berry, fue apuñalado

13 Brown, Adventuring through Spanish Colonies, pp. 40-41.

Sytze van der Veen 85


«Manchester Heroes», dibujo satírico de la «masacre de Peterloo» perpetrada por la milicia de Manchester.
Grabado de Robert Cruikshank, 1819. Washington, Biblioteca del Congreso.

por un elemento antimonárquico. En el mismo mes estallaba en España la


revolución liberal mencionada en el capítulo anterior. En agosto de 1819
se dispersó con gran violencia cerca de Mánchester una manifestación a
favor de una reforma parlamentaria, que pasó a la historia con el nombre
de la «masacre de Peterloo». En febrero de 1820 se descubrió en Londres
una conspiración orientada a liquidar al gobierno británico y proclamar
la república.
Los detentores del poder de Europa temían que sus diques restaura-
dos sucumbieran a la marea viva revolucionaria. También en los Países
Bajos había alboroto, a juzgar por el continuo aluvión de informes de
Van Maanen sobre rumores aciagos y acontecimientos siniestros. Napo-
león se habría evadido de Santa Elena y ya estaría en camino hacia Europa
para hacerse nuevamente con el poder. Unos soldados en la ciudad de
Haarlem habían celebrado el cumpleaños del emperador y tocado desca-
radamente la diana francesa durante un desfile. La cónyuge de Jerónimo
Bonaparte había sido vista en los Países Bajos meridionales y debía ser vi-

86 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


gilada de cerca. El espíritu de la época se mostraba tenso y Van Maanen, en
su calidad de Guardia Nacional de los Países Bajos, estaba muy ocupado
con el mantenimiento del orden.
La conmoción en torno a Granier resulta tanto más notable por cuan-
to un reclutamiento anterior no había dado lugar a ningún sobrecalenta-
miento del gobierno de los Países Bajos. En 1817, el oficial austríaco Anton
von Streeruwitz organizó bienintencionadamente en Bruselas un cuerpo
de húsares que partió para Colombia desde Amberes. Aunque él también
obraba abiertamente, Van Maanen no consideró necesario ponerle ninguna
traba. El hecho de que tuviera unos antecedentes más decentes que Gra-
nier marcaba una diferencia: durante la batalla de Waterloo, Streeruwitz
había formado parte del Estado Mayor de Wellington. Además, en 1817
la cuestión sudamericana no se había agudizado todavía tanto como dos
años después.
La empresa de Streeruwitz tenía un aire de galantería castrense y era
vista como una solución elegante al desempleo militar. Desde el punto de
vista ideológico, el austríaco luchaba en Colombia por la misma causa que
había combatido en Europa, si bien esa contradicción no parecía importarle
ni a él ni a nadie. Ahuyentar al tirano español y adquirir laureles militares
pasaban por ser motivos honorables para participar en la guerra de libe-
ración. El oficial británico James Rooke, ayudante del príncipe de Orange
durante la batalla de Waterloo, partió para Colombia en 1817 por motivos
similares, conquistando un lugar destacado en el martirologio de la inde-
pendencia. Dos años después, la acción de Granier fue interpretada por
Van Maanen como una amenaza revolucionaria. La paranoia del ministro
reflejaba la creciente tensión internacional.

Sytze van der Veen 87


Vista del puerto de Willemstad, Curazao. Detalle de una litografía de Jacob Eduard van Heemskerck van
Beest, ca. 1860. Ámsterdam, Museo del Estado.
CAPÍTULO 6

Isla poco pacífica

DADA SU SITUACIÓN GEOGRÁFICA, Curazao se vio confrontada antes que


la metrópoli con la insurrección de las colonias españolas. En 1812, Bolívar
y otros republicanos se refugiaron en la isla, después de que los españo-
les restablecieran su autoridad sobre Venezuela. Un año después, muchos
realistas buscaron refugio allí, cuando los insurgentes tomaron Caracas y
proclamaron la Segunda República. La reconquista de Caracas por parte
del caudillo Boves tuvo como consecuencia que en 1814 un nuevo grupo
de republicanos se refugiara en Curazao. Los cambios de poder en tierra
firme iban invariablemente de la mano de sendos éxodos de perdedores
rumbo a la isla, tras lo cual los perdedores anteriores podían embarcarse
con destino al continente.
Curazao había sido ocupada por Inglaterra en 1807, pero durante un
tiempo la devolución a Holanda de la isla estuvo rodeada de incertidumbre.
En 1814 el gobierno británico consideró la posibilidad de quedarse con ella
u obsequiarla a Suecia, en recompensa por la contribución de ese país a la
conquista de los Países Bajos meridionales. Ni lo uno ni lo otro se hicieron

Sytze van der Veen 89


realidad, lo que posibilitó que el 4 de marzo de 1816 el vicealmirante Al-
bert Kikkert asumiera la autoridad sobre Curazao y sus dependencias en
nombre de Guillermo I. Kikkert había hecho carrera en la marina en la era
francesa y había desempeñado un papel en la insurrección de noviembre
de 1813, al convencer al indeciso gobierno municipal de Róterdam de reco-
nocer el gobierno provisional de Van Hogendorp.1

Entre dos partes


Curazao ya no era lo que había sido antes. La isla había experimentado
un gran auge en el siglo xviii , sobre todo gracias al contrabando con el
continente. También desde el punto de vista económico había entre ambos
una relación simbiótica. El cacao de Venezuela, enviado ilegalmente por
barco a Curazao, constituía la materia prima y también la base de la in-
dustria holandesa del chocolate, floreciente hasta el día de hoy. El tabaco,
el azúcar, el café y el añil llegaban a Holanda a través de la misma ruta
secreta. También la insurrección de las colonias norteamericanas trajo más
prosperidad a la isla. Al igual que San Eustaquio, Curazao hacía las veces
de puerto de transbordo de los bienes destinados a Norteamérica. Los
corsarios norteamericanos vendían en Willemstad los barcos británicos de
los que se adueñaban. La paz pactada en 1784 entre Inglaterra y Estados
Unidos puso fin a esta ventajosa coyuntura.2
Hacia el final del siglo xviii , Curazao andaba de capa caída. El último
barco de esclavos se descargó en 1775 y la otrora floreciente trata de escla-
vos se detuvo. Las plantaciones de la isla eran granjas poco rentables que
solo proveían de alimentos al mercado local. No obstante, casi la mitad de
la población ―en total 14.000 almas― se componía de esclavos.3 En los
años napoleónicos se habían interrumpido las comunicaciones con la me-
trópoli. Comerciantes estadounidenses penetraron en la región del Caribe,
dando preferencia a la isla danesa de Santo Tomás por encima de Curazao,
ocupada por los ingleses. La guerra en las colonias españolas paralizó el
contrabando, fuente vital de la economía local. Como Curazao parasitaba

1 W. E. Renkema, «A. Kikkert», en: G. Oostindië (ed.), De gouverneurs van de Nederlandse


Antillen, pp. 26-31.
2 W. Klooster, Illicit Riches. Dutch trade in the Caribbean, 1648-1795, Leiden, 1998.
3 Renkema, Het Curaçaose plantagebedrijf, pp. 11-70, 112-143.

90 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Albert Kikkert (1762-1819), contralmirante y gobernador general de Curazao, Aruba y Bonaire. Dibujo al
pastel de Johan Anspach, ca. 1815. Ámsterdam, Museo del Estado.

desde siempre el Imperio español, muchos comerciantes de Willemstad


eran proespañoles. Los insurgentes fueron ganando más crédito en la isla
a medida que ganaban más terreno en tierra firme.
El título grandilocuente de gobernador general ostentado por Kikkert
se remitía a glorias pasadas y se contradecía con la situación menesterosa
de la colonia.4 Poco después de su llegada, se vio enfrentado a la guerra de
liberación. El año anterior, el ejército de expedición español de Morillo ha-
bía puesto orden de manera violenta en Venezuela y Nueva Granada. Esto
tuvo como consecuencia que de nuevo muchos republicanos se refugiaran
en Curazao, donde el gobernador británico de turno toleró su presencia.
Las autoridades españolas quisieron poner a prueba a su sucesor holandés,

4 anpb /cba hasta 1828, 234-235, diario Kikkert 1816-1819 (asimismo, en col 3610-3624);
cba hasta 1828, 352-354, informes Kikkert al Gobierno holandés (asimismo, en col 3739-
3749); De Hullu, «Curazao in 1817», pp. 563-609.

Sytze van der Veen 91


solicitando la extradición de una decena de refugiados políticos. Kikkert
apenas había tenido tiempo de profundizar en los aspectos espinosos de
su cargo, y su instrucción le ofrecía poco asidero. Al parecer no consideró
necesario mantenerse firme y accedió sin rechistar a la petición española.5
Unos meses después, en julio de 1816, el gobernador se vio sometido
a una segunda prueba de fuego. Luis Brión, el almirante curazoleño de
la flota republicana, se presentó de improviso con un escuadrón de seis
barcos frente a la costa de su isla de nacimiento. Una semana antes había
desembarcado a Bolívar con un ejército de seiscientos hombres en Ocuma-
re, en el norte de Venezuela. Esa primera expedición desde Haití tendría
que haber presagiado la conquista de Caracas, pero, como ya se ha dicho,
acabó siendo un fracaso total. Cuando Brión hizo su aparición en la rada de
Willemstad, todavía no tenía la menor noticia de la precipitada partida
de Bolívar de Ocumare.
Temiendo que los insurgentes pretendieran perpetrar un ataque,
Kikkert mandó preparar la artillería del Fuerte Nassau, que protegía el
puerto de la ciudad. La medida resultó innecesaria, pues Brión venía con
intenciones pacíficas. A través de un mensajero, solicitó a Kikkert poder
tocar puerto en su calidad de almirante de la flota republicana. Kikkert
denegó la petición, «puesto que el Reino de los Países Bajos desconoce a
la República de Venezuela».
Sí autorizó a Brión a bajar a tierra y visitar a su familia como persona
privada. Brión estuvo de acuerdo y, por cortesía, cambió la bandera repu-
blicana por la holandesa. Kikkert consignó en su borrador de libro diario
este detalle ligeramente escandaloso, aunque lo omitió en su informe a La
Haya. También ocultó el dato sensible de que la población de color mani-
festó gran júbilo ante la venida de Brión. Los esclavos y negros libres de
Curazao abrigaban más simpatía por la causa republicana que los blancos.6

5 anpb /cba hasta 1828, 338.I, el intendente español Salvador de Moxó a Kikkert, 26-3-1816;
cba hasta 1828, 375, Kikkert a De Moxó, 9-4-1816; col 3610, diario Kikkert, 1-4-1816.
Corporaal, Internationaal-rechtelijke betrekkingen tusschen Nederland en Venezuela, p. 9.
6 anpb /cba hasta 1828, 338.I, Brión a Kikkert, 13-7-1816, a bordo de la goleta Bolívar; cba
hasta 1828, 234, diario Kikkert, 14/17-7-1816 (asimismo, en col 3611); cba hasta 1828,
255, borrador del diario de Kikkert, 14/17-7-1816; cba hasta 1828, 352, Kikkert a Johannes
Goldberg, director general del ministerio de Colonias, 25-7-1816 (asimismo, en col 3740).

92 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Brión intentó convencer a Kikkert de que fuera más condescendiente
con los insurgentes. Le entregó dos cartas de Bolívar, que se remitía a las
«relaciones armónicas y amistosas que siempre han existido entre el con-
tinente y Curazao».7 A cambio de la admisión de sus barcos, los líderes
independientes ofrecían ventajas comerciales en la república en ciernes. Te-
nían gran interés en disponer de una base situada estratégicamente para su
flota, donde poder reparar sus barcos, abastecerse de provisiones y vender
los botines de corsario. Los rebeldes aspiraban a que Curazao cumpliera
para ellos la misma función que había cumplido en su momento para la
rebelión estadounidense.
Posiblemente, el papel de punto de apoyo republicano habría benefi-
ciado a la economía local, pero la posición oficial del gobierno de los Países
Bajos era proespañola. Por eso, Kikkert rechazó la propuesta de Brión. Su
rechazo resultaba por demás comprensible a la luz de las perspectivas poco
gloriosas de los insurgentes.8 Guillermo I aprobó el modo de actuar del go-
bernador y le encomendó que, llegado el caso, «se abstuviera cortésmente
de reconocer su república y admitir sus barcos, so pretexto de que carecía
de órdenes de su gobierno al respecto».9
Conforme a esa instrucción, Kikkert declinó los renovados intentos de
seducción de Brión, que incluso jugaba con la idea de radicar el congreso
de la república en su isla de nacimiento. Bolívar fue lo suficientemente
juicioso para rechazar ese plan, pues era de prever que las autoridades
holandesas no lo aprobarían. Curazao solo podía convertirse en el cuartel
general republicano si era ocupada por los insurgentes. Esa sería una ma-
niobra poco práctica, pues en ese caso a la guerra contra España se sumaría
una guerra contra Holanda.10

7 anpb /cba hasta 1828, 338.I, Bolívar a Kikkert, «Quartel General de Ocumare», 8/9-7-
1816. Con un optimismo injustificado, Bolívar anunció la próxima conquista de Caracas,
La Guaira y Puerto Cabello.
8 anpb /cba hasta 1828, 375, Kikkert a Brión, 14-7-1816; ibidem, Kikkert a Bolívar, 14-7-1816.
Bolívar partió de Ocumare una semana después de llegar, y el 16 de julio Brión se extrañó
de encontrárselo en Bonaire. Los españoles se quejaron de la presencia del «rebelde Bolí-
var» y el «pérfido Brión» en esa isla (cba hasta 1828, 338.I, De Moxó a Kikkert, 3-8-1816).
9 anpb /col 3785, Goldberg a Kikkert, 13-8 y 4-11-1816; rree 88, Real Decreto del 29 de
octubre de 1816.
10 anpb /cba hasta 1828, 338.I, Brión a Kikkert, 13-1/14-2-1817. El plan de Brión se mencio-
na en Ducoudray-Holstein, Memoirs of Bolívar, Londres, 1830, tomo ii , p. 210; el pasaje
respectivo falta en la edición francesa.

Sytze van der Veen 93


Del mismo modo que el gobierno de la metrópoli, Kikkert se vio con-
frontado con un reclutador para el ejército republicano. Durante su estadía
en Curazao, Bolívar había entablado relaciones con miembros de la comu-
nidad judía, la más antigua del hemisferio occidental. Hacia mediados del
siglo xvii , una vez liquidados los asentamientos en Brasil de la Compañía
de las Indias Occidentales, se habían instalado en la isla los primeros ju-
díos. La clase superior blanca de la colonia estaba formada por unas tres
mil personas, un tercio de las cuales era de origen sefardí. Al menos dos
judíos curazoleños hicieron furor en el ejército de liberación: Juan (o Isaac)
de Sola y Benjamín Henríquez. En el otoño de 1816, Bolívar envió a este
último a Curazao con el fin de reclutar soldados. Kikkert, que no tenía
intenciones de permitir el reclutamiento, desterró a Henríquez de la isla.
Pese a esa intervención, varios curazoleños se enrolaron en la flota y el
ejército de los insurgentes.11
Los informes de Kikkert a La Haya eran poco alentadores. Las recau-
daciones de la aduana y los derechos de consumo ―únicas fuentes de
ingreso― eran insuficientes para cubrir los gastos de gobierno. La caja
colonial registraba déficits crónicos, de modo que La Haya debía echar una
mano continuamente. El comercio con los territorios rebeldes suscitaba
quejas españolas e incautaciones de barcos curazoleños, mientras que el
realizado con territorios realistas se veía obstaculizado por los corsarios de
los insurgentes. No se trataba exclusivamente de barcos provistos de pa-
tentes de corso por Brión, pues bajo el disfraz de la bandera independiente
hacían su agosto toda clase de piratas. Kikkert pidió reiteradamente más
barcos de la marina de guerra, pero la flota en la metrópoli se encontraba
en una situación lamentable. Finalmente se envió a Curazao un par de em-
barcaciones remendadas, una de las cuales resultó estar podrida al llegar.

Entre dos fuegos


Kikkert falleció de forma repentina en diciembre de 1819. Un año después
lo sucedió el contralmirante Paulus Roelof Cantz’laar, el antiguo regidor de

11 Lovera De-Sola, Curazao, pp. 62, 65; Emmanuel, Jews of the Netherlands Antilles, tomo i ,
pp. 298-301.

94 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Paulus Roeloff Cantz’laar (1771-1831), contralmirante y gobernador de Curazao y sus dependencias. Retrato
de Charles Howard Hodges, 1820. Haarlem, Museo Frans Hals.

las islas de Barlovento Saba y San Martín.12 A diferencia de su predecesor,


no fue nombrado gobernador general, sino que obtuvo el rango inferior
de gobernador y también un sueldo más bajo. Falck, que en aquel enton-
ces estaba a cargo de la cartera de Colonias, consideró que a la vista de la
situación financiera de las Antillas era innecesario prolongar el ampuloso
título y los emolumentos correspondientes. En su memoria explicativa del
presupuesto de 1821, el ministro estimaba que los déficits generados en las
Indias Occidentales ascendían a más de cuatrocientos mil florines (ade-
más de las Antillas y Surinam, las Indias Occidentales comprendían a San
Jorge de la Mina, el fuerte en la costa africana de Guinea que permaneció

12 W. E. Renkema, «P. R. Cantz’laar», en G. Oostindië (red.), De gouverneurs van de Neder-


landse Antillen, pp. 32-37.

Sytze van der Veen 95


en manos holandesas hasta 1871). Esto no le preocupaba particularmente,
partiendo de la suposición esperanzadora de que las ganancias obtenidas
en las Indias Orientales cubrirían los déficits de las Occidentales.13
También después de la proclamación de la República de Colombia, en
diciembre de 1819, la guerra continuó. En noviembre de 1820, Bolívar acor-
dó con Morillo un armisticio de seis meses, pero aun antes del vencimiento
de ese plazo se reanudaron las hostilidades. En el norte de Sudamérica, el
año 1821 marcó el final de la guerra de independencia. Cantz’laar estaba a
la cabeza de una colonia que se encontraba en plena línea de fuego.
Los españoles iban perdiendo y tendían cada vez más a recurrir a Cu-
razao como punto de apoyo de sus operaciones. Barcos españoles tocaban
con regularidad el puerto de Willemstad para aprovisionarse o someterse
a trabajos de reparación. Los soldados españoles heridos eran atendidos
en la isla. Cuando en junio de 1821 los republicanos tomaron Caracas, se
refugiaron en Curazao no menos de dos mil realistas. Entre ellos se encon-
traba el general español Francisco Morales, que en agosto había dado lustre
con su presencia a la celebración local del cumpleaños de Guillermo I. El
militar prófugo intentó juntar dinero para la causa española en Curazao,
pero la población se mostró poco generosa. Por otra parte, la presencia de
tantos refugiados actuaba de estimulante para la achacosa economía isleña.
Otro tanto sucedía con el tránsito de mercancías norteamericanas hacia el
continente, con ayuda de barcos curazoleños.
Igual que su predecesor, Cantz’laar había recibido la orden de abste-
nerse de cualquier injerencia con los insurgentes. La actitud oficial de la
gobernación seguía siendo proespañola, pero cada día quedaba más claro
que la derrota española era inevitable. El vuelco en las relaciones de po-
der se notaba en la terminología de los informes de Cantz’laar a La Haya.
En el transcurso de 1821, los «amotinados» o «insurgentes» pasaron a ser
«partidarios del partido disidente». El apelativo modificado expresaba al
mismo tiempo una simpatía menguante por la causa española.14
El gobernador debía contemporizar entre las partes beligerantes, tanto
más por cuanto los comerciantes curazoleños comerciaban con ambas. Los

13 anpb /sge 5659, Falck a Guillermo I, 16-8-1819; Falck, Ambtsbrieven, pp. 128-130; idem,
Gedenkschriften, pp. 262-263.
14 anpb /col 3750, Cantz’laar a Falck, 7-7-1821.

96 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Membrete de Luis Brión. Carta del almirante al gobernador Cantz’laar de Curazao desde Santa Marta, 4
de diciembre de 1820. La Haya, Archivo Nacional de los Países Bajos.

españoles se quejaron ante él sobre el apoyo a los republicanos, que a su


vez exigieron que finalizara el apoyo a los españoles. A Cantz’laar le resul-
taba cada vez más difícil nadar entre dos aguas. Ambas partes imponían
bloqueos para impedir la navegación del enemigo. A fin de incrementar su
capacidad de combate marítima, también los españoles resolvieron expe-
dir patentes de corso a candidatos particulares. Las costas del continente
estaban plagadas de corsarios de ambas partes, de modo que el número
de barcos curazoleños saqueados aumentaba visiblemente. Las quejas de
Cantz’laar sobre saqueos indebidos no sirvieron de mucho en ninguna
de las partes.15

La muerte del almirante


Luis Brión, responsable de la conducción de guerra republicana en el mar,
contribuyó de un modo importante a la de tierra. Intentaba no meterse con
los barcos de sus compatriotas, pero no siempre podía forzar a sus subor-
dinados a contemplar la misma amabilidad. En la primera mitad de 1821,
el almirante aún fue testigo de las victorias en tierra firme, pero no mucho
después le llegó su fin. Sufría achaques y estaba agobiado por el peso de
cuantiosas deudas. El comerciante había sacrificado toda su fortuna a la
independencia de Colombia y consumido también todo su crédito. Las

15 anpb /cba hasta 1828, 237-238, diario Cantz’laar 1821 (asimismo, en col 3629-3632); sus
informes a Falck en col 3749-3750.

Sytze van der Veen 97


deudas que había contraído a título personal para la República se habían
acumulado hasta alcanzar cotas fabulosas.
Tras quemar su último cartucho en el verano de 1821, hacia fines de
agosto llegó a Curazao enfermo y sin un centavo. Había vuelto a casa para
morir y Cantz’laar no se sintió llamado a echarlo. El gobernador pudo
ceder a sus consideraciones humanitarias sin cargos de conciencia: el al-
mirante de Colombia se presentó en una goleta que, si bien llevaba el nom-
bre de Independencia, enarbolaba pabellón danés: para evitarse problemas,
también en su última visita a Curazao Brión había adaptado su bandera.
Había tocado fondo hasta tal punto que tuvo que pedir dinero prestado al
barquero que lo transportó a Willemstad. Brión falleció un mes después de
tuberculosis y fue enterrado en la isla donde había nacido. Con su dinero
y sus barcos había posibilitado la liberación de Colombia, como reconoció
abiertamente Bolívar.16
Cantz’laar no solo admitió al moribundo Brión, sino que también tole-
ró la presencia de los barcos colombianos. Un percance ocurrido en enero
de 1822 pone en claro que abrió la mano respecto a la prohibición de ad-
mitir embarcaciones del partido republicano. Perseguidos por un corsario
colombiano, dos barcos españoles buscaron refugio en Caracasbaai, una
bahía a escasos kilómetros al sur de Willemstad. Por la noche, los botes del
corsario consiguieron remolcar los barcos españoles, una proeza que hizo
que los marineros, asustados, saltaran por la borda en estampida. Como
represalia por esta violación del territorio holandés, Cantz’laar mandó em-
bargar un barco que se encontraba en la grada de Willemstad: una medida
que solo tenía sentido en la medida en que la embarcación confiscada era de
origen colombiano. Más aún, resultó ser un corsario republicano en vías
de ser remendado en Curazao. El gobernador se negó a liberar el barco,
dando lugar a quejas colombianas hasta 1828. A su vez, el gobierno espa-
ñol exigió durante una eternidad una indemnización por los dos barcos
secuestrados.17

16 anpb /cba hasta 1828, 238, diario Cantz’laar, 28-9-1821 (asimismo, en col 3631); Bosch,
Reizen in West-Indië, tomo ii , pp. 402-404; Ducoudray-Holstein, Histoire de Bolívar, tomo ii ,
p. 260; Hartog, Luis Brión, pp. 140-154; Cartas del Libertador, ed. V. Lecuna, 2.a ed.,
La Habana 1950, tomo i (1799-1824), nº. 548, Bolívar a W. Parker en Curazao, 12-12-1821.
17 anpb /cba hasta 1828, 239, diario Cantz’laar, enero 1822 (también en col 3633);
cba hasta 1828, 339.I, el capitán de navío Ángel Laborde a Cantz’laar, 26-1 y 3-2-1822;

98 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


El saqueo delante de las narices de las autoridades coloniales fue para
Cantz’laar la gota que colmó el vaso. Unos días después de ocurrido el su-
ceso de Caracasbaai, envió una extensa memoria a Falck en la que insistía
en que se entablaran relaciones con la nueva república. El grito de auxilio
del gobernador marcaría el comienzo del acercamiento entre la Gran Co-
lombia y la Gran Holanda.

La República Boricua
También varios participantes europeos en la guerra se instalaban por cierto
tiempo en Curazao. Así, por ejemplo, el capitán británico Cowley perma-
neció en la isla en 1821, después de haber abandonado el servicio en la ma-
rina republicana. Con posterioridad, tras su regreso a Inglaterra, redactó
sus memorias de «tres años de servicio en la guerra más destructiva y más
mortífera en Colombia», como reza el título de su libro. La narración de sus
aventuras se lee mejor de lo que el rimbombante título hace pensar. Varios
voluntarios trasladaron sus experiencias a sendos libros, provocando una
pequeña onda colombiana en la literatura. En Holanda el género suscitó
cierto interés, a juzgar por la traducción de un número de esas obras.18
Otro veterano que buscó refugio en Curazao fue el alemán afrancesado
Henri Louis Villaume Ducoudray-Holstein. Su verdadero apellido era Vi-
llaume, pero lo adornó con el añadido pseudonoble de «Ducoudray-Hols-
tein». Había nacido en 1772 en la pequeña localidad alemana oriental de
Schwedt an der Oder. Su padre era un pastor protestante que a edad avan-
zada entró a trabajar al servicio de un conde de Holstein, lo que explica en
parte el alias noble del hijo.
El joven Ducoudray quería ser pastor, como su padre, pero en la dé-
cada de 1790, inspirado por la Revolución francesa, se mudó a Francia y
llegó a ser oficial del ejército de Napoleón. Durante la guerra en España fue
hecho prisionero. Tras su evasión de Cádiz partió a México, donde ofreció
sus servicios a los insurgentes. Atraído por los éxitos de Bolívar, desplazó

cba hasta 1828, 376, Cantz’laar a Bolívar, 21-1-1822; rree 404, Juan de Navia, enviado de
España, al ministro Van Reede, 20-12-1824; rree 412, De Navia a Van Reede, 8-3-1825;
rree 559, Van Lansberge al ministro Verstolk, 16-9-1828.

18 Anónimo, Recollections of a service of three years during the war of extermination in the Repu-
blics of Venezuela and Columbia, Londres, 1828; edición holandesa Gorcum, 1829 [algunas
fuentes indican que el autor fue un Captain Cowley].

Sytze van der Veen 99


sus actividades a Nueva Granada. Se casó con una quinceañera de Bogotá
y conoció a Brión, que en 1815 se hospedó unos meses en su casa en la
asediada Cartagena.
Cuando Morillo reprimió con gran violencia la insurrección en Nueva
Granada, Ducoudray y su joven cónyuge se refugiaron en Haití. En febrero
de 1816 participó con Piar, Brión y otros gerifaltes en las deliberaciones de
guerra en las que Bolívar fue elegido comandante y se preparó la invasión
de Venezuela. Ducoudray quiso crear una legión extranjera con él mismo
como general, pero Bolívar no se fiaba de su pericia militar. Dolido en su
amor propio, Ducoudray intentó sembrar la discordia entre los jefes de la
insurrección. Participó en la expedición desde Haití, pero a medio camino
Bolívar lo mandó a pasear. Tras su despido, volvió a Puerto Príncipe, don-
de se había quedado su mujer María.
En 1819 Ducoudray se radicó con su familia en Curazao, donde se ganó
el sustento enseñando música y francés a la prole de los notables. En esa
honorable ocupación no encontró, al parecer, suficiente satisfacción, pues
unos años después decidió operar como libertador por su cuenta. En 1822,
el cincuentón alemán resultó ser el cerebro detrás de un plan orientado a
fundar en Puerto Rico una república llamada «Boricua», conforme a la
denominación vernácula de la isla. Junto con Cuba, Puerto Rico constituía
el último eslabón del imperio español en la región del Caribe.
Según el procedimiento probado de Miranda y Bolívar, Ducoudray
quería invadir la isla y desencadenar una rebelión contra la autoridad es-
pañola. Sus socios eran el estadounidense John Baptist Irvine y el alemán
Charles Traugott Vogel. Irvine, un periodista oriundo de Baltimore, había
aparecido unos años antes en Venezuela como agente oficioso de Esta-
dos Unidos y había tenido acceso a los líderes republicanos por medio
de Brión. Con posterioridad se había instalado en la isla danesa de Santo
Tomás, donde también residía el comerciante Vogel.
En marzo de 1822, Ducoudray viajó de Curazao a Santo Tomás con el
objeto de discutir la empresa con sus socios. Los tres caballeros partieron
conjuntamente a Estados Unidos, donde tuvieron la suerte de encontrar
un prestamista. Reclutaron un manojo de militares desempleados y alqui-
laron dos barcos: el Mary, bajo pabellón estadounidense, y el Concordia,
bajo pabellón holandés. Pusieron rumbo a Venezuela, con la intención de

100 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


reclutar allí más soldados. En el camino, el Concordia sufrió una avería, de
modo que la expedición tuvo que desviarse a Curazao. El 19 de septiembre
de 1822, el Mary arribó al puerto de Willemstad, seguido un día después
por el Concordia. El primero partió a los pocos días, pero el segundo había
despertado el recelo de las autoridades curazoleñas.
Como la documentación del barco tenía aspecto sospechoso, Cantz’laar
ordenó registrar la embarcación. Aparte de un cargamento de pólvora,
seiscientos fusiles, dos piezas de artillería de campo, diversas pistolas y
sables, la policía curazoleña encontró varios paquetes de proclamaciones
impresas: un arma publicitaria que no podía faltar en una empresa de este
tipo. El llamamiento a la revolución estaba firmado por «Louis Ducou-
dray-Holstein, Presidente y Comandante en Jefe de la República Boricua».
Irvine venía mencionado como ministro de Relaciones Exteriores de ese
Estado virtual.
El ejército de liberación se componía de setenta hombres de todos los
rincones del planeta. El descubrimiento prematuro les ahorró una decep-
ción en Puerto Rico. También para esta invasión se incurrió en el error con-
ceptual de que bastaba con meter una mecha en el polvorín colonial. Cabe
dudar si los boricuas estaban preparados para su liberación. Por lo demás,
Ducoudray había omitido solicitar la opinión de sus futuros ciudadanos.
Aun los hombres de su expedición no tenían la menor idea del motivo por
el que se los había reclutado.

Severos castigos
Cantz’laar mandó encarcelar a los tres instigadores, al considerar que sus
ideas eran «perniciosas para todas las colonias pertenecientes a las poten-
cias legítimas». El gobernador temía un efecto dominó de alzamientos de
esclavos en la región del Caribe. A los revolucionarios en ciernes se los
acusó de piratería, o al menos de la infame intención de cometerla. El pro-
cedimiento judicial se desarrolló de manera desordenada, pues no obstante
la vaguedad de la acusación, el 11 de febrero de 1823 Ducoudray e Irvine
fueron condenados por alta traición. Al primero le impusieron una pena
de prisión vitalicia; al segundo, treinta años de cárcel: unos castigos por
demás severos para sancionar una rebelión abortada.

Sytze van der Veen 101


Proclamación de Henri Ducoudray-Holstein, «general en jefe del ejército de la República de Boricua», 1822.
La Haya, Archivo Nacional de los Países Bajos.

En el plano jurídico, la «intención de piratería» caía por tierra, de modo


que con el tiempo los cargos se modificaron y agravaron. En una carta
dirigida a Falck, Cantz’laar admitió que había manipulado el proceso y
presionado al tribunal para que impusiera penas duras. Según narraba el
gobernador, Ducoudray era «de mente animada y extraordinariamente
dicharachero». Lo describía como un «anciano de 66 años», engañado por
la falsa edad que el sospechoso cincuentón había declarado durante su
interrogatorio (igual que el lugar ficticio de nacimiento, «Holsteinburg»).
Ducoudray se habría dejado llevar por sus «ideas exaltadas», circunstancia
fomentada en parte por sus condiciones de vida humildes. Según Cantz’laar,
Irvine era un revolucionario acérrimo y un hipocondríaco que quería pro-
clamar repúblicas y abolir reinos en todas partes del mundo.19
Vogel fue absuelto por motivos poco claros, si bien fue puesto bajo
«custodia política» por motivos asimismo confusos y con la prohibición
de abandonar la isla. En marzo de 1823 Irvine logró escapar de la cárcel,
aunque tras una batida lograron apresarlo nuevamente. Mordejái Ricardo,
el antes mencionado abogado y amigo de Bolívar, defendió al estadouni-
dense durante su proceso y le dio una mano para fugarse. La complicidad
le equivalió dos semanas de arresto domiciliario y una suspensión como

19 anpb /Colección Cantz’laar 2, Cantz’laar a Falck, 1823, sin fecha.

102 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


intérprete de la gobernación. Además, fue expulsado de la milicia ciuda-
dana local.20
Ducoudray e Irvine apelaron la sentencia, lo que implicaba que debían
ser enviados por barco a Holanda. Cantz’laar prefería deshacerse de los
revolucionarios fracasados, pero la metrópoli por lo menos no los estaba
esperando. Después de muchas idas y vueltas epistolares, el 22 de octubre
de 1823 Guillermo I anuló por real decreto las sentencias curazoleñas. Los
revoltosos fueron desterrados de la isla, con la prohibición de jamás volver
a pisar el suelo del reino o sus colonias: el destierro resultaba más econó-
mico que la encarcelación. A fines de febrero de 1824, tras un año y medio
de encierro, Ducoudray e Irvine fueron expulsados. Vogel ya había sido
desterrado de la isla antes y exigió desde Colombia una indemnización de
nada menos que 150.000 florines holandeses por el sufrimiento que «noso-
tros, los plebeyos» habían padecido en Willemstad. De no desembolsarse
ese dinero, pondría públicamente en la picota a Cantz’laar por violación
de la Ley. El gobernador no cedió al chantaje.21
Tras su liberación, Ducoudray partió hacia Nueva York, donde en abril
de 1824 redactó una carta furiosa dirigida a Guillermo I, en la que hacía
notar al rey que Cantz’laar era una mala persona y un funcionario de poco
fiar. En su amargura, el frustrado presidente de Boricua pasaba por alto que
hasta cierto punto el gobernador de Curazao le había guardado las espaldas
a él y a sus compañeros: habría acabado mucho peor si Cantz’laar hubiera
dado curso a la petición de extradición de su homólogo español en Puerto
Rico. Más tarde Ducoudray se radicó en la pequeña localidad de Albany, en
el Estado de Nueva York, donde enseñó francés y editó una revista literaria.
En sus postrimerías, el antiguo revolucionario estaba igual de resen-
tido con Bolívar que con Cantz’laar. En 1829 publicó sus ponzoñosos re-
cuerdos del Libertador, una fuente inagotable para los autores deseosos

20 anpb /col 3635-3637, diario Cantz’laar 1822-1823 (también en cba hasta 1828, 239-241);
sus informes detallados en col 3752-3754; la reacción de Falck en col 3793, 9-5 y 17-
6-1823. Véase Ducoudray-Holstein, Memoirs of Bolívar, tomo ii , pp. 191-199 (falta en la
edición francesa); Bosch, «De mislukte expeditie tegen Porto-Rico»; De Gaay Fortman,
«Een wonderlijke onderneming tegen Puerto Rico»; Cedó Alzamora, Mayagüez, capital
de la República Boricua, que da muestra de que Cantz’laar mantenía al corriente a su
homólogo, el gobernador español de Puerto Rico.
21 anpb /cba hasta 1828, 339.ii , Vogel a Cantz’laar, 27-12-1823 y 12-2-1824; J. B. Irvine, Traits
of colonial jurisprudence, or, a peep at the trading inquisition of Curazao, Baltimore, 1824.

Sytze van der Veen 103


de desacreditarlo. A esa categoría pertenece también Karl Marx, de quien
cabría esperar que viese en Bolívar a un correligionario. Sucedía lo con-
trario, pues tras la lectura del libro de Ducoudray, Marx rechazó comple-
tamente al líder de la revolución hispanoamericana. En 1858 lo describió
como un sanguinario jefe de bandoleros que no había entendido ni jota
del comunismo.22

El principado de Poyais
Otro fundador de Estados fue el escocés Gregor MacGregor, mencionado
ya en el capítulo anterior como reclutador para la legión extranjera de Bo-
lívar. Como tantos contemporáneos suyos, MacGregor había acumulado
experiencia militar durante la era napoleónica. Luchó en el ejército británi-
co en la península Ibérica contra las tropas francesas, a las que pertenecía
Ducoudray, entre otros. Según afirmaba el escocés, sus méritos le habían
valido la concesión de un título nobiliario portugués, motivo por el cual se
hacía llamar «Sir Gregor». Incentivado por la proclamación de independen-
cia venezolana, en 1811 se mudó a Caracas, donde se casó con una sobrina
de Bolívar. Tras la caída de la primera República, huyó de Venezuela y en
el otoño de 1812 permaneció presumiblemente en Curazao junto a Bolívar.
En los años siguientes, MacGregor hizo carrera en el ejército de libe-
ración tras las huellas del Libertador. En 1816 presenció las deliberaciones
de guerra en Haití y participó en la malograda invasión cerca de Ocumare,
comentada antes. El mayor hecho de armas de MacGregor fue un derivado
de ese fiasco: supo conducir a los seiscientos participantes con seguridad
hacia el este de Venezuela, donde se sumaron a la guerrilla de Piar. A con-
tinuación, MacGregor tuvo un enfrentamiento con este general de origen
curazoleño, pues se negaba a servir bajo las órdenes de un comandante no
blanco. Poco después, por motivos no esclarecidos, discutió con Bolívar.
Las disputas eran un fenómeno habitual en los escalones superiores del
ejército independiente. El escocés abandonó las huestes patriotas y en ade-
lante operó como proveedor independiente de independencias.

22 Ducoudray-Holstein, Memoirs of Bolivar (Boston, 1829; Londres, 1830); Bolivars Denkwür-


digkeiten (Hamburgo, 1830); Histoire de Bolívar, continuée jusqu’à sa mort par Alphonse Viollet
(París, 1831). La opinión negativa de Marx sobre Bolívar en Karl Marx, Collected Works
xviii , Moscú, 1982, pp. 219-233.

104 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Gregor MacGregor (1786-1845), rey o cacique de Poyais. Grabado de Samuel William Reynolds, tomado
de Th. Strangeways, Sketch of the Mosquito shore (1822). Providencia (Estados Unidos), Biblioteca de la
Universidad John Carter Brown.

Tras su partida de Venezuela, en 1817 apareció en la Florida, que por


aquel entonces aún formaba parte del Imperio español. La revuelta que
se había apoderado de las otras colonias no había trascendido hasta esta
península escasamente habitada. Los contados habitantes se dedicaban a
la pesca, no a la política. Con el apoyo tácito de Estados Unidos, que hizo
la vista gorda, MacGregor proclamó en ese rincón la República de Florida,
aunque abandonó su proyecto cuando se topó con demasiada resistencia
española. Regresó a Inglaterra y empezó a reclutar voluntarios junto con
Macirone, una acción que gracias al bullicioso Granier se extendió al Reino
de los Países Bajos.
En 1819 MacGregor hizo dos vanos intentos de conquistar con su le-
gión sendas ciudades colombianas: Portobello, en Panamá, y Río Hacha, en
la costa septentrional. A continuación, navegó hasta la isla de San Andrés,
frente a la costa nicaragüense, donde, saltándose a Bolívar, declaró la in-

Sytze van der Veen 105


William Heath, dibujo satírico del rey de Poyais en la cárcel. Grabado, 1827. Londres, Galería Nacional de
Retratos.

dependencia de Nueva Granada. En un tributo a Miranda, se proclamó a


sí mismo «inca» de ese Estado, que, a falta de fundamento y base, no era
mucho más que un castillo en el aire. También este proyecto granadino
tuvo escasa duración, pues un año después fundó en la costa caribeña de
Honduras el principado de Poyais. Por lo visto, MacGregor estaba harto
de repúblicas. En adelante, el empresario escocés se hizo llamar «cacique»
o monarca de Poyais, un territorio situado en la costa de los Mosquitos,
con una superficie ligeramente mayor que la de Gales.
Poyais estaba pensado como una utopía multirracial donde los blan-
cos y los indios cooperarían en armonía. Escoceses necesitados obtendrían
tierras de cultivo fértiles y los nativos primitivos participarían de las bon-
dades de la civilización: así pues, el plan filantrópico presentaba una doble
ventaja. Se esperaba que los indios trabajaran la tierra para los escoceses

106 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


a cambio de su civilización; como trabajadores libres, naturalmente, pues
en Poyais estaba prohibida la esclavitud.
En el otoño de 1821 MacGregor partió a su tierra natal con el objetivo de
reclutar colonos. Cientos de escoceses se dejaron seducir por las hermosas
perspectivas caribeñas que les prometía «Su Alteza Gregor». No había país
más fértil que Poyais, gracias a una combinación de clima y condición del
suelo que no se daba en ninguna otra parte del mundo. Los ríos abundaban
en granos de oro y en esos parajes paradisíacos no había animales feroces.
Los indios trabajaban por cuatro cuartos: según el folleto de reclutamiento,
se contentaban con cuentas, espejitos y otros «artículos de escaso valor».23
En Londres el monarca en ciernes supo sonsacar a los crédulos prestamis-
tas nada menos que 200.000 libras esterlinas para su exótico proyecto de
colonización. Sir Gregor era capaz de presentar su causa con gran entusias-
mo. Al igual que la República Boricua, el principado de Poyais presentaba
una singular mezcla de idealismo y oportunismo.
Los campesinos escoceses no tuvieron un final feliz en Poyais; su pre-
destinado rey, tampoco. Cuando en 1823 se supo que de los 270 colonos no
quedaban con vida más que cincuenta, MacGregor desplazó sus activida-
des de reclutamiento a Francia, donde fue a parar a la cárcel bajo sospecha
de estafa, si bien fue absuelto de ese cargo. El mismo guion se repitió en
Londres, donde había vuelto a instalarse en 1826. Su Alteza Gregor jamás
regresó a su reino en la bahía de Honduras. Sí lo hizo a Venezuela, en
1838, con la esperanza de obtener una pensión por su contribución a la
independencia. También ese plan fracasó. Gregor MacGregor falleció en
circunstancias penosas en Caracas en 1845, a la edad de 59 años. A modo
de triste consuelo, su nombre aparece en el monumento erigido en 1950 en
la capital venezolana en honor de los héroes de la guerra de liberación.24

23 Strangeways, Sketch of the Mosquito Shore, including the Territory of Poyais, Edimburgo/
Londres, 1822, pp. 59, 63, 236, 349.
24 Rafter, Memoirs of Gregor McGregor, comprising a sketch of the revolution in New Granada and
Venezuela, Londres, 1820; Hasbrouck, «Gregor McGregor and the Colonization of Poyais,
1820-1824», Hispanic American Historical Review 7 (1927), pp. 438-459; Sinclair, The land
that never was: Sir Gregor MacGregor and the most audacious fraud in history;. Brown, «Inca,
sailor, soldier, king. Gregor MacGregor in the early nineteenth century Caribbean», Bri-
tish Latin American Review 24 (2005), pp. 44-71; anónimo, «The king of con-men», The
Economist, 22 de diciembre 2012, pp. 97-99.

Sytze van der Veen 107


Lord Castlereagh (1769-1822). Grabado de Richard Dighton, 1821. Londres, Galería Nacional de Retratos.
CAPÍTULO 7

El Viejo y
el Nuevo Mundo

LA GUERRA DE INDEPENDENCIA en Sudamérica repercutió en las relaciones


políticas en Europa. Como superestructura de poder del Viejo Mundo, des-
pués de 1815 la Alianza debía determinar su posición ante la insurrección
en el Nuevo. El fondo de la cuestión era si la Alianza (Santa o no) estaba
dispuesta a apoyar a España en la reconquista de sus colonias. La posición
aliada ante las nuevas repúblicas determinó al mismo tiempo el margen
de maniobra que Guillermo I podía permitirse en su política exterior. Di-
cho margen era mínimo, como no tardó mucho en apreciar. El Reino de
los Países Bajos no fue invitado a participar en los congresos en los que la
Alianza determinaba a su antojo los asuntos europeos. Para su disgusto,
en la Alianza el rey no tenía ni voz ni voto.
Su homólogo español Fernando VII se encontraba en la misma posi-
ción. También España era considerada una potencia de segunda magnitud,
que solo había reconquistado su independencia gracias a los aliados. Espa-

Sytze van der Veen 109


ña no fue admitida a la Alianza propiamente dicha; al igual que Holanda,
debía conformarse con ser miembro de la Santa Alianza, la fachada vana
erigida a instancias del zar Alejandro. A partir de 1815, Fernando intentó
conseguir apoyo aliado para el restablecimiento de su autoridad sobre His-
panoamérica. Como en España la espada y la cruz iban desde siempre de
la mano, intentó usar al papa para sus propósitos. Con la bendición de la
Santa Sede esperaba poder lanzar una cruzada de la Santa Alianza. Pío VII
prestó gustoso su colaboración, instando en una encíclica a los creyentes
coloniales a no dejarse llevar por perniciosas ideas revolucionarias.1

Mediador
Castlereagh, el ministro británico de Relaciones Exteriores, era poco afecto a
una cruzada tal, tanto menos por cuanto en las últimas décadas los intereses
británicos en Hispanoamérica habían tomado vuelo. No se dejó tentar por la
perspectiva de grandes ventajas comerciales que pintaba Fernando, pues el
comercio británico medraba de manera excelente sin autorización española.
La exitosa penetración del Imperio español constituía en Inglaterra una
prueba empírica de lo acertado de las ideas económicas liberales. El libre
comercio resultaba ser un negocio rentable. La actitud de rechazo británica
bloqueó una posible intervención en nombre de la Alianza, pues sin la parti-
cipación de la flota británica una acción así era irrealizable. El pragmatismo
del gobierno británico aportó una importante contribución a la independen-
cia colombiana, hecho del que Bolívar fue plenamente consciente.
Castlereagh se erigió en mediador y se arrogó una actitud de neutrali-
dad complaciente. Anunció su disposición a mediar entre la metrópoli y las
colonias, dejando claro que no podía haber apoyo armado. Cuando en 1817
Fernando solicitó nuevamente ayuda militar, el ministro fijó su posición
en un extenso memorándum. El apoyo británico para una intervención
aliada quedaba excluido. La mediación solo era posible a condición de
que el comercio con las colonias se abriera a todas las potencias, y de que
los sudamericanos obtuvieran la misma condición que los habitantes de
España. Ni lo uno ni lo otro resultaba aceptable para Fernando.2

1 Anna, Spain and the loss of America, pp. 148-149.


2 Webster, Britain and the independence of Latin America, tomo ii , pp. 352-358; idem, Castle-
reagh, p. 413.

110 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Alejandro I, zar de Rusia (1777-1825). Miniatura en marfil del artista italiano Doménico Bossi, ca. 1815.
Ámsterdam, Museo del Estado.

Con la esperanza de una mayor comprensión, el rey español se dirigió


a los aliados continentales. Quien se mostró receptivo fue el zar Alejandro,
al considerar que la Alianza sí debía ocuparse del asunto y que una inter-
vención ultramarina era su deber sagrado.3 En cambio, en Viena Fernando
no pudo contar con mucha simpatía, pues Metternich apoyaba sin reserva
la posición de Castlereagh. Las colonias españolas caían fuera de su campo
visual y él no tenía ninguna intención de poner en juego la amistad bri-
tánico-austríaca para complacer a España. El canciller llamó la atención a
su embajador en París por aprobar la propuesta rusa para convocar una

3 Bartley, Imperial Russia and the struggle for Latin American independence, pp. 118-130; Kos-
sok, Im Schatten der Heiligen Allianz, p. 55.

Sytze van der Veen 111


conferencia especial sobre la cuestión: el diplomático debía mantenerse
alejado de los asuntos coloniales, que solo incumbían a Inglaterra. Prusia
se conformó con la posición austríaca.4
Solo Rusia se tomó a pecho la causa española; los otros aliados se con-
formaron con la actitud pasiva de Inglaterra. Cuando en 1818 la Alianza
celebró en Aquisgrán uno de sus periódicos congresos, Alejandro abogó
por un mandato irrestricto para las intervenciones armadas. El plan, que
reflejaba una falta escalofriante de sentido de la realidad, fue despachado
por Metternich y Castlereagh de común acuerdo. Su resistencia al insistente
idealismo de Rusia se vio dificultada por el hecho de que Francia participa-
ba por primera vez en las conversaciones aliadas. Por recomendación del
zar, el antiguo enemigo fue admitido al círculo de grandes potencias, si bien
la rehabilitación completa se hizo esperar unos años más. De ahí en adelan-
te, dentro del campo de fuerzas aliado se puso de manifiesto una entente
ruso-francesa diametralmente opuesta a la cooperación británico-austríaca.
El congreso de Aquisgrán brindó a Fernando la oportunidad de atraer
nuevamente la atención sobre sus problemas ultramarinos. Además, invo-
cando los lazos familiares existentes entre las casas reales borbónicas, supo
asegurarse del apoyo francés. En el congreso, Rusia y Francia abogaron
por una actitud más activa frente a las colonias rebeldes y propusieron al
mismo tiempo que en adelante se permitiera a España participar en las
conversaciones aliadas. Con ese doble objetivo se presentó en el congreso
una nota ruso-francesa que pintaba en vivos colores la amenaza a la que
Hispanoamérica exponía a Occidente:
Todo un continente lleno de jóvenes y vitales repúblicas [...] cons-
tituye una amenaza sustancial para la vieja y monárquica Europa,
extenuada por las sacudidas revolucionarias que la han asolado
durante treinta años.5
Castlereagh no se dejó impresionar por este escenario apocalíptico y,
de común acuerdo con Metternich, desbarató el plan ruso-francés. El zar
abandonó a regañadientes la idea de una invasión aliada y se plegó ante

4 Kossok, Im Schatten der Heiligen Allianz, pp. 63-72; Anna, Spain and the loss of America, pp.
198-199.
5 Webster, Britain and the independence of Latin America, tomo ii , p. 62.

112 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


la propuesta de mediación británica.6 Como esa mediación resultaba in-
admisible para España, cabía predecir que por el momento nada ocurriría:
justamente lo que pretendía Castlereagh.
Como líder de la nación marítima más importante, el ministro británi-
co ocupaba una posición clave. Su actitud no venía dictada por simpatía
hacia la insurrección, sino por los intereses británicos en Hispanoamérica.
Consideraba a la Alianza como una manera de mantener el control sobre
Europa y, expresamente, no como una instancia europea supranacional que
tuviera el control sobre Inglaterra. Además, debía tener en cuenta la opi-
nión pública británica, que estaba a favor de los insurgentes. Demasiada
simpatía para España o la Alianza podía desencadenar en Inglaterra una
ola de protestas. El orden más o menos democrático de su país lo obligaba
a adoptar una actitud moderada. También para el conservador Castlereagh,
un Nuevo Mundo republicano era un fantasma, pero esperaba poder dar
un giro monárquico al movimiento independentista.

Estallidos de democracia
A comienzos de 1820, Fernando VII se vio confrontado con una revolución
liberal en suelo propio. El ejército que partiría de Cádiz para aplastar la
insurrección en Sudamérica, dio en lugar de ello la señal para una rebelión
en España: un acontecimiento que redundaba en beneficio del bienestar
de las jóvenes repúblicas. El rey español no fue depuesto, sino puesto bajo
tutela de un gobierno constitucional. Desde una óptica conservadora, un
régimen democrático en España constituía una inversión del orden legíti-
mo. Por una cuestión de principios, Rusia y Francia se sintieron obligadas
a sofocar la revolución española mediante una intervención aliada. Pero
Castlereagh también se resistió a esa intervención, esgrimiendo el argumen-
to de que la Alianza nunca había sido pensada «para gobernar el mundo
y dirigir los asuntos interiores de los Estados».7 Metternich lo apoyaba en

6 Bertier de Sauvigny, Sainte-Alliance, pp. 273-274; Bartley, Imperial Russia, pp. 129-130.
En 1819, España invocó otra vez en vano la solidaridad de Austria y Prusia (Kossok, Im
Schatten der Heiligen Allianz, pp. 85-86).
7 Webster, Castlereagh, pp. 238-240. A pesar del rechazo del principio de intervención,
Castlereagh reservaba en su «State Paper» del 5 de mayo de 1820 para Gran Bretaña el
derecho de intervenir en Holanda en caso de urgencia; Van Sas, Natuurlijkste bondgenoot,
pp. 166, 185-189.

Sytze van der Veen 113


Clemens Wenzel Lothar von Metternich (1773–1859). Grabado anónimo, ca. 1820. Colecciones Especiales
de la Universidad de Ámsterdam.

ese rechazo, puesto que, a su entender, la península Ibérica pertenecía a la


órbita británica.
Por el momento, una invasión en España quedó descartada, en vista
de que otros acontecimientos reclamaban la atención aliada. También en
Nápoles había estallado una revolución liberal, seguida poco después de
un estallido similar en Piamonte. Como Metternich consideraba que Ita-
lia pertenecía a la órbita austríaca, en este caso le pareció necesaria una
intervención militar. Castlereagh no tuvo inconveniente en que Austria
pusiera orden en Italia, a condición de que la intervención no tuviera lugar
en nombre de la Alianza. Metternich estuvo de acuerdo, aunque no pudo
o no quiso sustraerse al apoyo ruso que le endilgaron.8

8 Schroeder, Metternich’s diplomacy at its zenith, pp. 60-103; Kissinger, A world restored, pp.
247-285.

114 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Gracias a la injerencia rusa, la intervención austríaca en Italia todavía
adquirió visos de una acción aliada. Inglaterra se distanció de la declaración
en la que se apoderaba a Austria para devolver Nápoles y Piamonte «al
seno de la Alianza».9 Por obstinación o irreflexión, Guillermo I tuvo el des-
caro de reconocer el régimen liberal en Nápoles, si bien tenía poca afinidad
con su fundamento político. Su protesta contra la intervención estaba orien-
tada en parte a subrayar su independencia de la Alianza. Por su testarudez,
el rey de los Países Bajos se hizo merecedor del disgusto de Metternich.10
En 1820, Europa parecía afectada por una fiebre liberal, pues también
en Portugal asaltó el poder un gobierno constitucional. Además, los grie-
gos se rebelaron contra los turcos, una manifestación de nacionalismo que
fue interpretada por los contemporáneos como una manifestación de libe-
ralismo. También en Grecia quiso intervenir el zar, movido esta vez por
solidaridad religiosa: se sentía obligado a apoyar a los correligionarios
griegos en su lucha contra la tiranía islámica. Aparte, una injerencia en
Grecia lo capacitaba para ampliar su influencia en dirección del mar Me-
diterráneo. Precisamente por ese motivo, Castlereagh y Metternich tenían
serias objeciones contra una intervención rusa. Intentaron por todos los
medios hacer ver a Alejandro que apoyar a los rebeldes griegos promovía
la revolución internacional y se oponía diametralmente a los objetivos de la
Alianza. Mientras el zar ya estaba reuniendo los fondos necesarios entre
banqueros amsterdameses, supieron evitar a última hora que declarara la
guerra a Turquía.11

La misión de Zea
Una vez proclamada ―en diciembre de 1819― la República de Colombia,
el nuevo país emprendió en Europa una ofensiva diplomática con el objeto
de adquirir reconocimiento internacional y fondos extranjeros, ambos de
vital interés para el incipiente Estado. El congreso colombiano encomendó
a Francisco Antonio Zea, recién elegido vicepresidente, que entablara rela-
ciones con un número de países europeos, entre ellos Holanda.

9 Webster, Castlereagh, pp. 295-296.


10 Gedenkstukken, tomo ix .2 (1825-1830), p. 497; Webster, Castlereagh, p. 320; Van Sas, Natuur-
lijkste bondgenoot, pp. 189-192.
11 Schroeder, Metternich’s diplomacy, pp. 174-194; Kissinger, A world restored, pp. 286-311.

Sytze van der Veen 115


En sus años mozos, Zea había sido desterrado por las autoridades colo-
niales por desarrollar actividades subversivas y había vivido mucho tiem-
po en Francia y España. En virtud de sus méritos en botánica, consiguió
un puesto como director del Jardín Botánico de Madrid.12 En 1808 resultó
ser seguidor de José Bonaparte, rey de España en nombre de su hermano
Napoleón. Bajo el régimen bonapartista, el botánico llegó a ser prefecto de
Málaga. Tuvo que abandonar el país en 1814, cuando cambió la dirección
del viento y volvió a subir al trono español Fernando. Zea regresó a Nueva
Granada y participó en la guerra de independencia. Permaneció en Haití
junto a Bolívar y fue a parar con él a Angostura. En la cabeza de puente
republicana actuó como redactor del Correo del Orinoco, el órgano oficioso
de la insurrección, y como presidente del congreso que desde 1818 funcio-
naba como gobierno provisional.
El primer destino de Zea fue Londres, ciudad a la que arribó en el
verano de 1820. Si bien Castlereagh se negó a recibirlo como diplomá-
tico, estaba dispuesto a celebrar conversaciones con él a título personal.
Escuchó amablemente a Zea, pero le hizo saber que la forma de gobierno
republicana de Colombia constituía un obstáculo insalvable. En cambio,
el gobierno de Su Majestad Británica reconocería gustoso al nuevo Estado
si este se tomaba la molestia de convertirse en un reino. El ministro expre-
saba pensamientos que eran compartidos dentro de la Alianza, como una
alternativa política a la intervención armada. La idea era combatir el peli-
gro republicano en el Nuevo Mundo mediante la erección de tronos para
el excedente de príncipes de sangre borbónica. A fines de 1818 se había
hecho un intento malogrado de hacer rey en Buenos Aires a un primo de
Fernando. El Times londinense había sacado recientemente a la publicidad
esa historia, desencadenando una tormenta de indignación liberal.
La revolución democrática en España parecía ofrecer a Zea nuevas
perspectivas. En 1820 Bolívar firmó un armisticio con el general español
Morillo y, como prolongación de ello, cabía pensar en un tratado de paz
entre la república y la antigua metrópoli. Zea planteó esa posibilidad ante
el embajador español en Londres, pero el gobierno de Madrid rechazó la
propuesta.

12 F. A. Zea, Discurso acerca del mérito y utilidad de la botánica, Madrid, 1805.

116 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


El colombiano no solo quería instaurar la paz, sino también afirmarla
a través de un vínculo duradero entre la metrópoli y las antiguas colonias.
El gobierno español tomó en consideración la idea y en junio de 1821 le dio
autorización para viajar a Madrid. Durante las negociaciones, la «Manco-
munidad de los Pueblos de Habla Hispana» naufragó debido a diferencias
irreconciliables. Por un lado, Zea quería una alianza entre Estados equi-
valentes, pero por otro también la España liberal se negaba a reconocer la
independencia de las colonias. En Madrid, una estructura de esta natura-
leza era concebible únicamente en forma de reinos filiales gobernados por
príncipes borbónicos y bajo conducción española.
La mancomunidad acabó siendo un castillo en el aire y en septiembre
de 1821 Zea fue expulsado de España. El plan idealista era una invención
suya, que en Colombia contaba con poca aceptación. Una alianza así, ten-
dente a garantizar la independencia, estaba lastrada por la contradicción
de que la Eva española tentaba a Adán con la manzana colombiana. Bolívar
se enojó con Zea, quien se estaba extralimitando con sus inventos. Además,
la paz con la metrópoli era agua pasada: en abril de 1821 se había desa-
tado en Colombia una nueva guerra, aun antes de que hubiera caducado
el armisticio. Zea tenía problemas de salud y, tras su debacle española, se
entregó a una cura de descanso en el sur de Francia. A comienzos de 1822,
reemprendió su ofensiva diplomática en París.13

Toda la razón
La independencia de las colonias españolas constituía para los liberales
europeos un vector ideal para formular críticas a las testas coronadas y las
Alianzas, Santas o no. En el ámbito de tensión ideológica entre partidarios
y opositores del orden restaurador, la cuestión acabó fuertemente politi-
zada. En París, Zea fue recibido con los brazos abiertos por la vanguardia
liberal, mientras que el gobierno francés hizo oídos sordos. El prelado Do-
minique de Pradt, arzobispo de Malinas bajo Napoleón y limosnero del

13 Una opinión favorable sobre el proyecto de Zea en Navas Sierra, Utopía y atopía de la
Hispanidad. Véase también: Rivas, Historia diplomática de Colombia, pp. 66-81, y Giménez
Silva, La independencia de Venezuela ante las cancillerías europeas, pp. 114-121. Simultá-
neamente con Zea, pero con independencia de él, Bolívar mandó otros dos enviados a
España (Giménez Silva, pp. 347-349).

Sytze van der Veen 117


Francisco Antonio Zea (1766-1822). Grabado de William Thomas Fry, en: Colombia, being a geographical, statis-
tical […] and political account of that country (1822). Los Ángeles, Bibliotecas de la Universidad de California.

emperador, se erigió en portavoz del Nuevo Mundo. En una serie intermi-


nable de escritos, el clérigo combativo glorificó la revolución en Sudamé-
rica y criticó la represión de la Alianza.14
El anciano marqués de La Fayette, que en sus años mozos había com-
batido en la guerra de liberación estadounidense, expresó ahora su sim-
patía por la libertad de América del Sur. También el escritor Benjamin
Constant le había entregado su corazón a Bolívar. El 8 de marzo de 1822,
el líder liberal Louis de Bignon pronunció en la Cámara de Diputados un
ferviente alegato a favor del reconocimiento de las nuevas repúblicas.15 Al
día siguiente se celebró un banquete en honor de Zea, en el que participa-

14 Aguirre Eloriaga, El abate De Pradt.


15 Robertson, France and Latin-American independence, p. 205. En su testamento (1821), Na-
poleón designó a Bignon historiador de su imperio (Biographie nouvelle des contemporains,
París, 1823, tomo ii , pp. 11-14).

118 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


ron todas las fuerzas vivas liberales. Los paladines de la independencia se
regodeaban con la idea de encontrarse del lado bueno de la historia. Sus
adversarios eran unos individuos que no habían visto la luz de la nueva
era y que, por lo tanto, eran «oscurantistas». Ellos mismos pertenecían a
una Santa Alianza alternativa, que bregaba por la libertad y la democracia
a escala planetaria.
El presidente de Estados Unidos, James Monroe, confirmó cuánta ra-
zón tenían. El 8 de marzo de 1822, simultáneamente con el alegato de
Bignon, anunció que su gobierno había decidido reconocer las repúblicas
hispanoamericanas. Un nuevo actor metía baza en el asunto, haciendo así
su entrada en la escena mundial. Estados Unidos aprovechó la indepen-
dencia de las colonias españolas para manifestarse por primera vez en la
política internacional.
Hasta entonces se había mantenido alejada de los asuntos que no le
incumbían, de acuerdo con las advertencias contenidas en el «Farewell Ad-
dress» [Mensaje de despedida] de George Washington. Latinoamérica esta-
ba comprendida en esa categoría y los líderes de la república del norte se
limitaron a una neutralidad complaciente y una simpatía sin compromiso.
Su actitud expectante se debía en parte a las negociaciones que llevaban
adelante con España sobre la adquisición de la Florida. Poco después de
concluir esa transacción ―los tratados ratificados se intercambiaron el 22
de febrero de 1822―, Monroe anunció el reconocimiento de las repúblicas
hispanoamericanas. Aunque Estados Unidos tomó la iniciativa, este acto
de solidaridad republicana se había hecho esperar.16

El Dorado liberal
En términos de poder, Estados Unidos no representaba gran cosa por aquel
entonces, pero su apoyo moral supuso un espaldarazo para los liberales
europeos. Tan pronto como trascendió la noticia de Washington, Zea em-
prendió un ataque frontal: en abril de 1822 publicó un ardiente manifiesto
en el que exigía el reconocimiento de la «libre, soberana e independiente»
Colombia. Las potencias que hicieran caso omiso de esa exhortación serían
excluidas de las inconmensurables riquezas que su país tenía que ofrecer

16 Whitaker, The United States and the independence of Latin America, pp. 344-395.

Sytze van der Veen 119


al mundo. Si bien ninguna potencia se dignó a reaccionar, en círculos gu-
bernamentales el grito del corazón de Zea sí que fue advertido. El enviado
colombiano entregó un ejemplar a Robert Fagel, el embajador holandés
en París, que a su vez envió el «singular» documento a La Haya, donde
Guillermo I empezaba a preguntarse si debía seguir teniendo en cuenta
los escrúpulos aliados.17
Zea fue y volvió entre París y Londres, donde se desarrollaron escenas
similares. En julio de 1822 fue el centro de atención de una recepción en
la capital británica, en la que empresarios e intelectuales brindaron con
entusiasmo por la independencia colombiana. El duque de Somerset dio a
la reunión un toque de nobleza y William Wilberforce, el añoso luchador
contra la esclavitud, se encargó del caché ético. Para disgusto de Cas-
tlereagh, también la oposición británica gustaba de montar el caballo de
batalla hispanoamericano. Llovieron peticiones procedentes de Liverpool y
Mánchester, en las que se indicaba al gobierno el interés que tenía el Nue-
vo Mundo para la industria y el comercio. La oposición en el parlamento
insistió reiteradamente en el reconocimiento de las nuevas repúblicas. La
propuesta liberal presentaba una doble ventaja: además de satisfacer mo-
ralmente la razón progresista, Hispanoamérica ofrecía atractivas posibili-
dades de obtener ganancias pecuniarias.
Gracias a esta combinación poco habitual, Colombia adquirió en Ingla-
terra las proporciones de una pompa de jabón política y comercial. Triun-
faba el mito de El Dorado, causando un auge especulativo que recuerda
a la «burbuja del mar del Sur» de un siglo antes. Las minas de oro y plata
atraían de manera irresistible a los inversores, del mismo modo que la
extracción de diamantes y la pesca de perlas junto a la isla Margarita. A
ojos británicos, el Nuevo Mundo actuaba como una colosal golosina. Una
eufórica sobreexcitación se adueñó del mercado, lo que en 1822 permitió a
Gregor MacGregor interesar sin mayor esfuerzo a posibles colonizadores
de Poyais. Zea aprovechó esta coyuntura para emitir un empréstito del Es-
tado colombiano por la astronómica suma de 2.000.000 de libras esterlinas.

17 «Manifeste du Ministre Plénipotentaire de la République Colombie aux Cabinets de l’Europe»,


anpb /rree 256, anexo de R. Fagel a Van Nagell, 14-4-1822.

120 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


El préstamo se suscribió en un abrir y cerrar de ojos, aunque supondría
una carga eterna para las finanzas públicas colombianas.18
Hispanoamérica era un avispero, según confió por esos días Castlereagh
a Hendrik Fagel, embajador holandés en Londres y hermano mayor de
su cofrade en París.19 El ministro estaba aprisionado entre la presión de la
opinión pública y sus compromisos ante la Alianza. En el otoño de 1822
la Alianza convocaría un congreso en la ciudad de Verona, en el norte de
Italia, donde se trataría la cuestión batallona de España y sus colonias. A
modo de preparación de dicha reunión, Castlereagh fijó su posición. Había
perdido la esperanza de transformar las repúblicas en reinos y estimaba
que su reconocimiento era «más bien una cuestión de tiempo y no tanto
de principios». En un gesto de solidaridad aliada, excluyó que su gobierno
fuera a reconocer de jure a los nuevos Estados, reservándose en cambio
para Inglaterra el derecho de reconocer a las repúblicas ultramarinas de fac-
to, de tal modo que el comercio británico pudiera seguir su curso sin trabas.
En Verona, Castlereagh ya no defendería esa posición en cierta medida
contradictoria, pues dos meses antes del congreso se suicidó. Cabe temer
que la independencia hispanoamericana contribuyera a la extenuación y
sobreexcitación que motivaron ese acto.20

Canning y Chateaubriand
A Castlereagh lo sucedió en el cargo de ministro de Relaciones Exteriores
George Canning, un tory igual que él, aunque también su rival. Cuando en
1809 Canning hizo un intento de desbancar a Castlereagh, ambos señores
se batieron en un sensacional duelo a pistola.21 Canning gustaba de procla-
mar que el filósofo conservador Edmund Burke era su maestro, pero sus
opositores ―entre ellos, muchos tories― sospechaban que tenía simpatías
liberales. Como conservador de tendencia progresista, pertenece a la cate-
goría de híbridos ideológicos bastante comunes en los albores del siglo xix .

18 Soto Arango, Francisco Antonio Zea, pp. 219-244. Zea publicó, junto con A. Walker, Colombia,
being a geographical, statistical, agricultural and political account of that country, Londres, 1822.
19 anpb /rree 258, H. Fagel a Van Nagell, 8-5-1822. Fagel recibió la instrucción de La Haya
de vigilar la actitud británica relativa a Latinoamérica (rree 333, Van Nagell a H. Fagel,
19-4-1822).
20 Webster, Castlereagh, pp. 405-436, 467-490; Hinde, Castlereagh, pp. 276-281.
21 Hinde, Castlereagh, pp. 164-170.

Sytze van der Veen 121


George Canning (1770-1827). Grabado de William Holl, década de 1820. Londres, Galería Nacional de
Retratos.

Canning, temido y admirado por su lengua afilada, conformaba el


centro de una agrupación conocida por el nombre de «Philosophical To-
ries». Él y sus correligionarios rompieron la división tradicional entre tories
y whigs y sentaron las bases del ulterior partido liberal inglés. El nuevo
ministro era proclive a lo teatral y, a diferencia de su predecesor, sabía
manipular la opinión pública. Como arquitecto de la Alianza, Castlereagh
tenía una orientación más europea que Canning, que no veía necesario que
Inglaterra llevara el paso del continente. Si Latinoamérica plantó a Cas-
tlereagh ante un dilema difícil de resolver, Canning aprovechó la cuestión
para desligar a Inglaterra de la Alianza.22
Su antagonista francés era el escritor François-René de Chateaubriand,
que desde 1815 desfogaba sus ambiciones literarias en la política. Debía

22 Temperley, Foreign policy of Canning, pp. 42-49, 447-461; Lee, Canning and liberal toryism,
pp. 135-180.

122 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


su fama al best seller titulado Atala (1801), una historia que se desarrolla
en tierras de indios en América. La bella Atala, furtivamente convertida
al cristianismo, defiende contra viento y marea su fe y su virginidad hasta
que, de pura virtud, se quita la vida. La buena india parece una parodia
del buen salvaje de Rousseau, aunque no fuera la intención de su creador.
En su Génie du Christianisme (1802), Chateaubriand insultó a los im-
píos filósofos de la Ilustración, revelándose como profeta de un catolicis-
mo esotérico. Convencido de su propia genialidad, se inspiraba en una
vanidad monumental. En su obra literaria, Chateaubriand solía adaptar
la realidad a su imaginación, un hábito que en sus actividades políticas
resultó ser un hándicap.23
Al igual que Byron, Chateaubriand formaba parte de los marcapasos
literarios del romanticismo. Ambos sufrían del mal du siècle, si bien saca-
ban conclusiones opuestas de su tensa relación con el espíritu de la épo-
ca. Mientras Byron participaba en la rebelión griega bajo la bandera del
liberalismo, Chateaubriand daba muestras de ser un conservador de pura
sangre. Tras un breve coqueteo con Napoleón, se había comprometido de
cuerpo y alma con los Borbones. Se erigió en portavoz de los ultrarrealis-
tas, que se presentaban como aliados incómodos del moderado presidente
del gobierno Jean-Baptiste de Villèle.
La creciente polarización hizo que el jefe de gobierno francés se sintiera
cada vez más acosado por estos ultras. A fin de librarse de Chateaubriand,
en 1822 lo nombró embajador en Londres, aunque su destierro a las islas
británicas no duró mucho tiempo. En el otoño del mismo año, en contra
de la voluntad de Villèle, fue nombrado segundo plenipotenciario en el
congreso aliado de Verona, junto al ministro de Relaciones Exteriores Ma-
thieu de Montmorency.

La liberación de España
A Chateaubriand lo embelesaba la grandeza de Francia, que a su entender
estaba estrechamente entrelazada con la de él. Verona le ofrecía un au-
ditorio donde desempeñar en el escenario un glorioso doble papel. A su
entender, la restauración de los Borbones debía completarse con el regreso

23 De Diesbach, Chateaubriand, passim.

Sytze van der Veen 123


de Francia al círculo de las grandes potencias. Como miembro de pleno
derecho de la Alianza, debía participar en la toma de decisiones sobre el
destino de Europa y el mundo. El recurso que se presentaba al efecto fue
una intervención militar en España, donde los parientes Borbones habían
sido puestos bajo tutela liberal. Con gran entusiasmo, Chateaubriand plan-
teó en el congreso que una intervención armada en España suponía para
Francia una cuestión de honor y un deber sagrado. Fernando, rey por la
gracia de Dios, debía ser liberado de su secuestro por una panda de bus-
cabroncas liberales.
Si bien es cierto que el presidente del gobierno, Villèle, tenía una opi-
nión más modesta del honor francés, París quedaba lejos de Verona. El
ministro Montmorency abandonó el congreso prematuramente, igual
que el duque de Wellington, que hacía los honores británicos. En cambio,
el zar Alejandro estaba presente en persona y las fervientes palabras de
Chateaubriand le llegaron al corazón. Metternich se esforzó por limitar el
daño, pero sin Castlereagh no podía hacer suficiente contrapeso al empu-
je ruso-francés. El golpe de Chateaubriand tuvo éxito: obtuvo un poder
aliado para destituir a mano armada el régimen constitucional en España.
Poco después de su regreso a París, fue nombrado ministro de Relaciones
Exteriores. El cabildeo de los ultrarrealistas se había vuelto tan fuerte que
Villèle se vio obligado a incluirlo en su gobierno.24
Canning contempló con impotencia las maniobras de Chateaubriand.
No era una opción realista declarar la guerra a Francia, con lo que se limitó
a formular palabras amenazadoras. Las amenazas británicas obligaron al
ministro francés a solicitar una garantía de apoyo rusa, que el zar le envió
a vuelta de correo.25 Cuando Chateaubriand estuvo seguro de que no te-
nía nada que temer de Inglaterra, se puso en marcha la operación militar.
En la primavera de 1823, un ejército francés de cien mil hombres invadió
España. El régimen constitucional no pudo hacer mucho contra la supre-
macía extranjera y fue arrollado. A fines de septiembre, el ejército francés

24 De Chateaubriand, Congrès de Vérone, tomo i , pp. 44-162; De Diesbach, Chateaubriand,


pp. 360-368; Robertson, France and Latin American independence, pp. 226-252. Los debates
sobre los asuntos españoles y latinoamericanos en el congreso en Nichols, The European
pentarchy and the Congress of Verona, pp. 84-160.
25 De Chateaubriand, Congrès de Vérone, tomo i , pp. 301-353; Temperley, Canning, pp. 75-99.

124 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Los cabecillas de la revolución liberal española fueron ejecutados en la playa de Málaga en 1823. Pintura
de Antonio Gisbert, 1888. Madrid, Museo del Prado.

conquistó Cádiz, el último bastión democrático, donde liberó a Fernando


de las garras de los liberales.
Su segunda restauración fue el punto de partida de una ola de terror. El
rey, gobernando nuevamente por la gracia de Dios, anunció en uno de sus
primeros decretos la pena de muerte para todos los enemigos de la corona.
Mandó encarcelar a cuarenta mil súbditos, y veinte mil españoles se vieron
obligados a abandonar su país.26 En otras partes de Europa reaccionaron
con incomodidad a la brutal actuación de Fernando. Luis xviii advirtió a
su pariente español que con su despotismo ponía en peligro su posición
reconquistada. Metternich se sintió obligado a elaborar un catecismo para
inculcar a Fernando las sutilezas del reinado.27
Descontando la sangrienta represión, la expedición francesa podía con-
siderarse un éxito. Chateaubriand se vanaglorió de su victoria sobre el mal
liberal. Sus ambiciones llegaban más allá de la península Ibérica, pues a con-
tinuación de la revolución en España tenía intención de abordar la de Hispa-

26 Anna, Spain and the loss of America, pp. 283-286; H. Kamen, The disinherited. Exile and the
making of Spanish culture, 1492-1975, Nueva York, 2007, pp. 189-211.
27 Temperley, Canning, pp. 96-98; Schroeder, Metternich’s Diplomacy, pp. 248-249.

Sytze van der Veen 125


noamérica. Francia debía hacer entrar de nuevo a las colonias rebeldes en la
vereda española, naturalmente con miras a hacerse con una parte del pastel
colonial.28 Abrigaba el ideal de fundar reinos borbónicos filiales en Hispa-
noamérica, un pensamiento que el difunto Castlereagh había abandonado
ya un año antes. Chateaubriand soñaba con un «imperio borbónico» trans-
atlántico en el que Francia y él mismo desempeñaran un papel destacado.29
Terminada la tarea en España, quiso avanzar enseguida a Hispanoamé-
rica, pero Canning dejó traslucir que el gobierno británico no consentiría
una intervención ultramarina. Acto seguido, Chateaubriand pensó que
un congreso aliado sería una estrategia muy útil para poner fuera de jue-
go a Inglaterra. En una repetición de su truco ejecutado en Verona, quiso
asegurarse de un poder para intervenir en Hispanoamérica. Según creían
los periódicos liberales, no sería difícil obtener dicha carta blanca. La gran
indignación sobre la actuación francesa en España dio lugar al rumor de
que en Verona los aliados habían firmado un tratado secreto en el que se
había tramado esa intervención.30

La «doctrina» Monroe
Aunque dicho tratado fuera ficticio, el peligro de una intervención en His-
panoamérica era real o, al menos, parecía serlo. Mientras una gran excita-
ción se adueñaba de Europa, se hizo escuchar de nuevo la voz sonora del
presidente Monroe.
El 3 de diciembre de 1823 pronunció un discurso de gran resonancia,
con la aparente intención de que sus palabras se oyeran al otro lado del
océano. Monroe declaró que Estados Unidos se oponía por principio a que
hubiera colonias «en el continente americano». Según él, el Viejo Mundo
estaba anquilosado en formas de gobierno monárquicas, mientras que el
Nuevo abrazaba los principios republicanos. El Nuevo Mundo debía a
este fundamento una superioridad moral que en el Viejo estaba aún muy
lejos. Finalmente, el presidente declaró que Estados Unidos interpretaría

28 De Chateaubriand, Congrès de Vérone, tomo i , pp. 110-111; Temperley, «French designs


on Spanish America», p. 40.
29 De Chateaubriand, Congrès de Vérone, tomo ii , pp. 184-186, 197-198, 338.
30 Schellenberg, «The secret treaty of Verona, a newspaper forgery», pp. 280-291.

126 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


James Monroe (1758-1831), quinto presidente de los Estados Unidos. Grabado de Stuart Gilbert, 1828.
Washington, Biblioteca del Congreso.

cualquier intento europeo de «extender su sistema a cualquier parte de este


hemisferio» como una amenaza para su paz y su seguridad.31
A nadie podía escapar que Monroe reprobaba una intervención aliada
en Hispanoamérica, aunque no decía nada concreto sobre hasta dónde
llegaba el apoyo de Estados Unidos. ¿Estaban dispuestos los republicanos
del norte a echar efectivamente una mano a sus correligionarios del sur?
El que no dispusieran de los medios militares necesarios para hacer valer
las palabras de Monroe no contribuía a su credibilidad. El coautor del
discurso era el ministro de Relaciones Exteriores John Quincy Adams, que
con justa razón estimaba que la Alianza poco podía hacer. Inglaterra nunca

31 Whitaker, The United States and the independence of Latin America, pp. 429-521; Perkins, A
history of the Monroe doctrine, pp. 42-43, 395-396; Bemis, John Quincy Adams and the foun-
dations of American foreign policy, pp. 363-408.

Sytze van der Veen 127


consentiría una intervención en Hispanoamérica y, en el peor de los casos,
la flota británica ofrecía una protección probada.
Desde esa óptica, Estados Unidos podía erigirse sin compromiso en de-
fensora del Nuevo Mundo Feliz. La pose de principios de Monroe era poco
más que un gesto gratuito de solidaridad con los hermanos del sur. Con
el correr del siglo xix , la declaración del presidente se endurecería hasta
convertirse en un dogma de la política estadounidense. Sobre la base de la
llamada doctrina Monroe, Estados Unidos pretendía considerar todo el he-
misferio occidental como su órbita exclusiva. La ulterior doctrina pervirtió
el tenor antiimperialista del discurso de Monroe, pues sirvió de carta blan-
ca para incontables intervenciones en la parte meridional del continente.
La injerencia de Monroe incrementó la tensión europea en torno a
Sudamérica. Metternich se enojó a raíz de la «declaración indecente» del
presidente, que se metía en asuntos que no le incumbían. Con motivo de
la noticia llegada de Washington, su consejero Friedrich von Gentz escribió
una nota política que daba cuenta de su visión de futuro. No exento de
patetismo, este pensador conservador planteó que había tenido lugar una
separación definitiva entre el Viejo y el Nuevo Mundo. En lo sucesivo, Eu-
ropa se encontraría cara a cara con un «coloso transatlántico» de signatura
republicana. No esperaba que en los próximos cien años ese monstruo
ultramarino representara un peligro militar, aunque sí consideraba al Le-
viatán democrático «una amenaza moral» para Europa.32
A Canning le pareció innecesario reaccionar ante el discurso de Mon-
roe. Aunque había barajado inicialmente la idea de elaborar junto con Es-
tados Unidos una declaración contra una intervención aliada, abandonó
ese plan. Acto seguido, se le adelantaron Monroe y Adams, que vieron la
oportunidad de presentar una muestra de retórica republicana sin compro-
miso. Canning se encogió de hombros ante las maniobras estadounidenses,
que, a su entender, no eran más que un acto intrascendental ultramarino.
Se concentró en Chateaubriand, que estaba preparando el congreso donde
pretendía triunfar sobre la Alianza.

32 «Mémoire sur le discours du Président des États Unis de l’Amérique», en: Sweet, Friedrich von
Gentz, defender of the old order, pp. 236-241; Kossok, Im Schatten der Heiligen Allianz, pp.
117-124.

128 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


El ministro francés tuvo la impresión de que su homólogo británico
le hacía el juego, pues había adoptado una actitud sorprendentemente
cooperativa. Chateaubriand se dejó seducir a poner sus propias cartas so-
bre la mesa, de lo que Canning infirió que no tenía de qué preocuparse.33 El
que los británicos se mantuvieran firmes bastó para parar este golpe fran-
cés. Aunque Canning aún no estaba dispuesto a reconocer las repúblicas,
envió observadores oficiosos para reconocer el terreno. Guillermo I siguió
su ejemplo al pie de la letra y envió un precursor holandés a Colombia, a
cuyas peripecias se pasará revista en un próximo capítulo.

Caído al pozo
A fines de 1823, Chateaubriand se creía dueño del Viejo y el Nuevo Mundo,
pero en el transcurso de unas semanas perdió el control sobre ambos. Es-
paña resultó ser una ciénaga en la que se hundían él mismo y sus grandes
planes. La acción relámpago para derribar el régimen liberal degeneró en
una prolongada ocupación, pues sin el apoyo del ejército francés, el trono
restaurado era demasiado inestable. Los costos de la operación se dispa-
raron, y Fernando se negó a aportar una contribución financiera para su
resurrección. Tampoco quiso saber nada de los empeños de Chateaubriand
de introducir en España una variante de la constitución francesa, ni le en-
tusiasmaba su bonita idea de un imperio borbón con reinos filiales, pues
tanta autonomía colonial se le hacía muy violenta. En lugar de ello, pro-
mulgó decretos en los que proclamaba sus derechos inalienables sobre las
colonias. La Gaceta de Madrid se plagó de heroicos planes de reconquista.
El congreso aliado en el que Chateaubriand quería festejar sus triunfos
tampoco cuajó. La petición de celebrar esa reunión debía emanar de Es-
paña, pero para disgusto del francés, Fernando lanzó un militante llama-
miento a la intervención en Hispanoamérica. La amenaza de una retirada
del ejército galo obligó al rey a redactar un texto más moderado, en el que
exhortaba a sus «queridos e íntimos aliados» a discutir con él «los asuntos
de las comarcas rebeldes de América».34

33 De Chateaubriand, Congrès de Vérone, tomo ii , pp. 136-137, 231-232; Webster, Britain and
the independence of Latin America, tomo ii , pp. 115-120; Temperley, Canning, pp. 103-130;
Robertson, France and Latin American independence, pp. 253-343.
34 anpb /rree 373, R. Fagel a Van Nagell, 9-2-1824, copia de la invitación.

Sytze van der Veen 129


François-René de Chateaubriand (1768-1848), posando como novelista romántico. Retrato de Anne-Louis
Girodet-Trioson, 1808. St. Malo (Fr.), Museo de Historia.

Chateaubriand desistió de convocar un pomposo congreso con jefes


de gobierno y de Estado, y se conformó con una conferencia más modesta
a nivel de embajadores. Le entraban cada vez más dudas sobre Canning,
que se presentaba como la benevolencia encarnada.35 El ministro francés
empezó a percatarse de que, sin la colaboración británica, toda acción
aliada estaba abocada al fracaso. Canning simuló colaborar, pero eludió
todo compromiso de participación y de consulta. A fines de enero de 1824,
Chateaubriand ya no aguantó más y, sin morderse la lengua, exigió por
escrito que Inglaterra cumpliera con sus obligaciones aliadas. Canning le
dio largas durante unos días y, acto seguido, le comunicó que finalmente

35 De Chateaubriand, Congrès de Vérone, tomo ii , p. 256: «La amabilidad de Canning y la


variación de sus sentimientos hacia nosotros me resultan sospechosos».

130 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


el gobierno de Su Majestad Británica había decidido no hacer uso de la
invitación española.36
Chateaubriand, que sintió que le faltaba la tierra bajo los pies, hizo
malabarismos para hacer que Canning se sentara a la mesa de negociación.
El ministro británico se mantuvo firme y no se ablandó ni siquiera cuando
le obsequiaron 40 libras esterlinas para el fondo británico de ayuda a los
literatos necesitados.37 La negativa de Canning tuvo como consecuencia
que la discusión dejó de restringirse a Hispanoamérica y que puso en en-
tredicho a la propia Alianza.
Metternich, que se dio cuenta del peligro, declaró preocupado que «la
vida o muerte de Europa» dependían de la participación británica en la
conferencia.38 Maldijo a Chateaubriand, que campaba a sus anchas como
un elefante en la cristalería de la Alianza. También el canciller austríaco
hizo un gran esfuerzo para incitar al ministro británico a que participara,
recalcando que el principio de concordia aliada dejaba un amplio margen
para los intereses británicos. Canning no cedió, lo que le valió una serie
de calificativos poco halagüeños de parte de Metternich, como «azote del
mundo» y «meteoro maligno».39
El sueño de Chateaubriand de forjar un imperio borbón de alcance
planetario se convirtió en una pesadilla. Haciendo un esfuerzo desespera-
do por adelantarse a Canning, hasta intentó torpedear la conferencia que
debía ser el escenario de sus triunfos. Sin Inglaterra no podía manipular
la Alianza y, lo que era peor, sin Inglaterra ahora dependía de Rusia. Karl
von Nesselrode, el ministro de Relaciones Exteriores ruso, dejó caer que
la Alianza ya no necesitaba postergar más la invasión a Sudamérica. El
obstruccionismo británico no venía a cuento: ¿qué podía emprender In-
glaterra sola contra las flotas y ejércitos combinados de las otras poten-
cias?40 Chateaubriand había contado con que podría someter a Inglaterra

36 anpb /rree 375, R. Fagel a Van Nagell, 26-2-1824, copia de la negativa de Canning; Tem-
perley, Canning, pp. 131-142, 543-548; Kaufmann, British Policy and the independence of
Latin America, 1804-1828, pp. 166-170.
37 De Chateaubriand, Congrès de Vérone, tomo ii , p. 289.
38 Webster, Britain and the independence of Latin America, tomo ii , pp. 22-23, 27.
39 Von Srbik, Metternich, tomo i , pp. 623, 633.
40 Robertson, «Russia and the Emancipation of Spanish America, 1816-1826», p. 217; Völkl,
Russland und Latein-Amerika, pp. 216-217.

Sytze van der Veen 131


a su voluntad por medio de la Alianza, pero en lugar de ello vio surgir
el peligro de una confrontación armada entre la Alianza e Inglaterra, con
Francia en la línea de fuego continental. Su arte de magia diplomática
había desencadenado fuerzas que se volvían contra él.
Estaba claro que la estrella del ministro francés venía cayendo. Vil-
lèle ya lo consideraba un pesado que le habían impuesto los ultras y,
no sin razón, sospechaba que tenía echado el ojo a la presidencia del
gobierno. España, escenario de la gloria de Chateaubriand, trocó en el
plazo de unos meses en «un cadáver que arrastramos», como describió
plásticamente Villèle la relación.41 Las meteduras de pata en torno a la
conferencia hispanoamericana sellaron la suerte de Chateaubriand: el 6
de junio de 1824 se le comunicó mediante una carta sucinta que había
sido despojado de su cartera.42
Para salvar la cara de la Alianza, todavía se montó en París una con-
sulta a nivel de embajadores, sin participación británica, naturalmente. La
conferencia se arrastró durante un año en forma de una penosa letanía de
impotencia. Una intervención en Sudamérica era tan imposible como el
reconocimiento de las repúblicas. Presa de una involuntaria solidaridad
con España, los participantes tan solo podían esperar que Fernando de-
sarrollara unos pensamientos más constructivos. Los señores se quejaban
de la apostasía británica e insistían en unos principios elevados, pero eran
incapaces de pasar a la acción.43 El reconocimiento de las repúblicas his-
panoamericanas era más una cuestión de tiempo que de principios, como
ya había constatado Castlereagh dos años antes.
De mala gana, Chateaubriand había contribuido a obtener este re-
sultado. En las postrimerías de la década de 1820 todavía llegó a ser
embajador pasajero en el Vaticano, pero tras la Revolución de Julio de
1830 se retiró de la política con la intención de escribir sus Memorias de
ultratumba, pensadas como mausoleo literario para el personaje que ha-
bía forjado de sí mismo. Volviendo la vista atrás, ofreció una descripción

41 Robertson, France and Latin American independence, p. 294.


42 De Chateaubriand, Congrès de Vérone, tomo ii , pp. 307-311; De Diesbach, Chateaubriand,
pp. 386-389.
43 «Protocols of the conferences of representatives of the Allied Powers respecting Spanish
America (1824-1825)», American Historical Review 22 (1916-1917), pp. 595-616.

132 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


acertada de su ministerio: «Como el filósofo de la Antigüedad, tenía la
mirada puesta en el cielo y me caí en un pozo. Inglaterra se regocijó con
mi caída […]. Fue el último sueño de mis años maduros; me creía en
América y desperté en Europa».44

44 De Chateaubriand, Œuvres Complètes de M. le Vicomte de Chateaubriand, París, 1847, tomo


iv , p.436.

Sytze van der Veen 133


«La gran glotona». Dibujo satírico, refiriendo a la Sociedad de Comercio de los Países Bajos.
Litografía anónima, 1824. Ámsterdam, Museo del Estado.
CAPÍTULO 8

El sueño del rey

AL IGUAL QUE CHATEAUBRIAND, Guillermo I soñaba con Hispanoamérica, e


igual que el escritor francés, el rey holandés al final despertó bruscamente
en Europa. Su sueño transatlántico era producto de su espíritu mercanti-
lista y tenía un tinte comercial. Quería apropiarse de una parte del pastel
colonial de España y, en lo posible, del pastel entero. A diferencia de Cha-
teaubriand, tenía pocos escrúpulos ideológicos frente a los nuevos Estados.
Abrazaba de corazón los principios monárquicos, pero no tenía nada en
contra de las repúblicas que ofrecían perspectivas de relaciones provecho-
sas. La excitación política y el alza especulativa en Europa conformaban
el telón de fondo de sus planes. El tabú de la Alianza hacía que los frutos
prohibidos de Sudamérica resultaran por demás tentadores. Las seduc-
ciones del Nuevo Mundo ponían a prueba los principios del Viejo, con
el resultado predecible de que estos con el tiempo llevaban las de perder.

Sytze van der Veen 135


Nudo colombiano
La relación holandesa con Colombia tomó forma en este campo de ten-
siones entre corrección política y oportunismo económico. La prohibición
aliada de acercamiento incentivó aún más a Guillermo I a seguir su propio
derrotero. La carga ideológica reforzó la pose de autonomía que podía
permitirse sobre la base de su actitud. Su aspiración a influir en el Nuevo
Mundo era la contracara de la falta de reconocimiento en el Viejo. El rey
vislumbraba allende el océano una posibilidad de escapar a la tutela de la
Alianza. Reconociendo la independencia de las repúblicas en Hispanoamé-
rica, podía demostrar la independencia de su reino en Europa. Su aventura
ultramarina era el aspecto más intrépido de su política exterior, que por lo
demás se quedaba atascada en declaraciones sin compromiso a la Alianza.
Si al Reino Unido de los Países Bajos no se le permitía ser una gran poten-
cia en Europa, al menos podía arrogarse esa condición en Hispanoamérica.
Además, la apertura estaba sujeta a consideraciones en el plano inte-
rior. El régimen de Guillermo I estaba signado por la fusión de los Países
Bajos septentrionales y meridionales. La amalgama debía fundir las dos
partes de su reino, creando una unidad sólida y un fundamento durade-
ro de su trono. La industria del sur se encontraba en la fase inicial de la
Revolución Industrial, mientras el norte era desde siempre una nación
comerciante. En la óptica de Guillermo I, la industria incipiente del sur y
el comercio reanimado del norte debían fecundarse mutuamente. Gracias
al aporte belga, los holandeses pasarían a ser algo más que simples «male-
teros» de otros países, mientras que, gracias al aporte holandés, los «bienes
de fábrica» belgas obtendrían acceso al mercado mundial.1 Latinoamérica
se presentaba como el instrumento perfecto para que tuviera lugar esa
polinización cruzada interior. Los Países Bajos meridionales y septentrio-
nales participarían en las ganancias, y la sinergia de esta coproducción
redundaría en beneficio de la fusión.
En tercer lugar, la apertura estaba embebida en la política colonial.
Curazao se situaba frente a la costa de Colombia y constituía una base ideal
para cruzar al continente. Según el plan maestro monárquico, la isla debía
hacer las veces de «plaza de depósito» para los bienes transportados desde

1 Van Hogendorp, Brieven en Gedenkschriften, tomo V, p. 146.

136 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


la metrópoli. Curazao debía convertirse en el centro comercial holandés
para Hispanoamérica, lo que, visto su emplazamiento, significaba que la
ofensiva comercial iba dirigida en primer lugar a Colombia. También aquí
el asunto tenía una doble ventaja, pues el esperado auge económico pon-
dría fin al malestar crónico de la colonia. En lugar de los déficits de los que
informaba año tras año el gobernador Cantz’laar, la isla por fin cumpliría
el principal reclamo de la política colonial: un saldo acreedor. Junto con la
Gran Holanda, y gracias a la Gran Colombia, Curazao sería puesto en el
mapa. La grandiosa visión del rey, que englobaba a medio mundo, traería
prosperidad a los súbditos a ambos lados del océano. Todos se congratu-
larían por las bondades del reino.
Los tres aspectos de política exterior, interior y colonial convergían
en un ambicioso programa que tomó forma entre 1822 y 1824. En esos
años Guillermo I todavía se sentía demasiado dependiente de la Alianza
para reconocer la independencia de Colombia y las otras repúblicas his-
panoamericanas. Sus márgenes se ampliaron cuando Inglaterra, debido
al obstruccionismo de Canning, empezó a distanciarse de la Alianza. La
actitud del ministro británico le procuró el margen de maniobra en el que
se atrevía a hacer frente a los aliados continentales. A la zaga de Inglaterra,
el rey se desligó de la Alianza y puso rumbo al Nuevo Mundo.

Preludio
En la primavera de 1822, con su «Manifiesto a los gabinetes europeos»,
Zea inició la ofensiva colombiana en pos del reconocimiento. El gobierno
español, a la sazón todavía liberal, reaccionó con otro manifiesto en el que
Fernando exhortaba por enésima vez a sus aliados a asistirlo en su debacle
colonial. En La Haya hicieron oídos sordos a ese llamamiento; en cambio,
el de Zea puso la independencia colombiana en el orden del día del gobier-
no.2 Esto último, en contra de la voluntad de Van Nagell, pues el maduro
ministro de Relaciones Exteriores no quería saber nada de Colombia ni de
Zea. El enviado oficioso de la nueva república no tuvo empacho en hacer
un cuantioso pedido de fusiles en Lieja. Van Nagell no tenía objeciones

2 anpb /rree 256, R. Fagel a Van Nagell, 14-4-1822, con el manifiesto de Zea; rree 259, De
Navia a Van Nagell, 26-5-1822, con la declaración del gobierno español; Anna, Spain and
the loss of America, pp. 266-267.

Sytze van der Veen 137


Carta de Francisco Antonio Zea al embajador holandés Robert Fagel, adjunta al «Manifiesto» que exhorta-
ba al rey Guillermo I a reconocer la República de Colombia, París, 14 de abril de 1822. La Haya, Archivo
Nacional de los Países Bajos.

138 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


contra los suministros de armas, pero consideró fuera de lugar que un
representante diplomático se ocupara de asuntos tan pedestres.3
Según el ministro, el escrito de Zea daba cuenta de un «singular rapto
espiritual», y su tono arrogante era contrario a los usos y costumbres di-
plomáticos. En cuanto pseudoenviado de un Estado no reconocido, este
señor tenía demasiadas ínfulas. Van Nagell presentó el documento como
curiosidad a Guillermo I, que lo tomó en serio en la medida en que quiso
conocer la opinión de Hendrik Fagel, el embajador holandés en Londres.
El rey consideraba que, ahora que Estados Unidos había decidido recien-
temente reconocerla, Colombia pasaba a situarse en otra luz. Se le enco-
mendó a Fagel que tanteara el sentir británico.4
Como ministro de Colonias, Falck estaba más al corriente de los
acontecimientos en Colombia que su homólogo de Relaciones Exteriores.
Cantz’laar lo informaba con regularidad sobre la difícil posición de Cu-
razao entre las partes beligerantes. Después del secuestro de dos barcos
españoles en Curazao (descrito antes), el gobernador consideraba que ya
había nadado lo suficiente entre dos aguas. Concluyó que los españoles
habían perdido la batalla y que la República de Colombia era un hecho. A
comienzos de 1822 pidió autorización a Falck para admitir en el puerto de
Curazao los barcos que navegaran bajo pabellón colombiano, una medida
que, haciendo la vista gorda, legalizaría una práctica ya establecida.5
A raíz de ello, Falck escribió una extensa opinión ―que llegó a ojos
de Guillermo I unos días después del llamamiento de Zea― en la que
señalaba que el comercio con Colombia era de vital interés para Curazao
y que sin ese cordón umbilical con el continente la colonia seguiría siendo
una carga para la metrópoli. Hasta entonces, el gobierno colonial había
adoptado de manera ejemplar una actitud proespañola, pero estimaba que
su continuación suponía «un sacrificio inútil de nuestro bienestar». Falck
todavía quería esperar un poco antes de pasar al reconocimiento, aunque

3 anpb /sge 5674, Van Maanen a Guillermo I, 30-7-1822. En 1822 tuvieron lugar varios
suministros furtivos de armas a Colombia y un reclutamiento malogrado (De Jong, «Ne-
derland en Latijns-Amerika», pp. 51-58).
4 anpb /rree 333, Van Nagell a H. Fagel, 19-4-1822.
5 anpb /col 3751, Cantz’laar a Falck, 25-1-1822. A modo de anexos, envió varias pruebas
de su trabajosa correspondencia con las autoridades españolas y colombianas (asimismo,
en col 1814-1849, 315).

Sytze van der Veen 139


le pareció razonable intentar acercarse ya a «aquellos a los que hoy aún lla-
mamos insurgentes». Aprobó la propuesta de Cantz’laar de admitir en Cu-
razao los barcos que navegaran con bandera colombiana. Además, llegado
el caso, el gobernador podría dar muestras de que Holanda era propensa
a mantener relaciones amistosas con la república «y aun a ampliarlas».6
Por intermedio del rey, el alegato fue a parar a la mesa de Van Nagell,
que debió ocuparse otra vez de Colombia a regañadientes. Hendrik Fagel
comunicó desde Londres que el gobierno británico acababa de decidir la
apertura de sus puertos a los barcos colombianos. Van Nagell lo conside-
ró una medida precipitada y un ultraje a España, por lo que desaconse-
jó seguir el ejemplo británico.7 Guillermo I desechó las objeciones de su
ministro de Relaciones Exteriores y se atuvo a la recomendación del de
Colonias. De conformidad con un real decreto del 9 de julio de 1822, en lo
sucesivo los barcos que navegaran bajo pabellón colombiano tenían acceso
a los puertos holandeses situados en las Indias Occidentales. Igual que la
decisión británica, esta apertura limitada implicaba un reconocimiento de
facto de Colombia.8
Con el objeto de evitar las iras española y aliada, no se dio publicidad
a la medida; tampoco se anunció en el Staatsblad, la gaceta oficial. Solo fue
informado Cantz’laar, que a su vez informó a las autoridades colombianas
que en adelante los barcos de la república eran bienvenidos en Willemstad.
Pedro Gual, el ministro de Relaciones Exteriores colombiano, expresó su
agradecimiento ante la generosidad holandesa, comunicando que su go-
bierno ya había nombrado un enviado y que partiría para Holanda una
vez formalizado el reconocimiento. Expresó asimismo la esperanza de que
Guillermo I —por quien, según decía, se abrigaban en Colombia «fervien-
tes sentimientos de amistad»— procediera próximamente a la adopción
de esa medida.9

6 anpb /col 3792, Falck a Guillermo I, 22-4-1822; asimismo, en rree 258 y de forma impresa
en Falck, Ambtsbrieven, pp. 169-177.
7 anpb /rree 334, Van Nagell a Guillermo I, 30-5-1822.
8 anpb /sge 1456, Real Decreto del 9 de julio 1822.
9 anpb /cba hasta 1828, 339.ii , Gual a Cantz’laar, 7-1-1823; copia en rree 290, Falck a Van
Nagell, 13-9-1823.

140 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Retraso español
La medida de marras todavía se haría esperar un tiempo. El ritmo de acer-
camiento se retrasó a causa de las piruetas de Chateaubriand en España,
que suscitaban la amenaza de una intervención aliada en Hispanoamérica.
Por un momento ya no se habló de Colombia, aunque Holanda sí tuvo un
choque con la Alianza por motivo de España. Había llegado a oídos de
Chateaubriand que en Amberes equipaban barcos con armas y municiones
destinados a los liberales españoles, lo que suponía una falta de solidari-
dad aliada inadmisible, según él.
Como consecuencia del desagrado de Chateaubriand, el enviado fran-
cés Joseph Durant de Mareuil, exigió en La Haya una prohibición de dichos
transportes. Van Nagell no vio motivo para ello, ya que en el conflicto entre
Francia y España Holanda mantenía una posición neutral. Pero según Du-
rant no podía haber neutralidad, pues era incompatible con la pertenencia
a la Santa Alianza. A lo que el estirado de Van Nagell respondió que Ho-
landa no precisaba conformarse con una decisión adoptada por las grandes
potencias «sin ningún tipo de consulta». A lo que Durant observó que este
atrevido parecer no sería del agrado de la Alianza.
Guillermo I se asustó de esas palabras amenazadoras, pero Van Nagell
se mantuvo firme. La intervención francesa se había tramado en Verona sin
el conocimiento de Holanda, de modo que el gobierno no estaba obligado
a plegarse a los deseos de la Alianza.10 Tras renovada presión francesa, el
rey optó por curarse en salud: el 21 abril de 1823 promulgó un real decreto
por el que se prohibía el envío de armas a España y Francia. Al declarar la
medida también de aplicación a Francia, la postración podía interpretarse
como una declaración de neutralidad que subrayaba la independencia ho-
landesa.11 Canning era un opositor declarado de la intervención francesa,
de modo que también aquí la política holandesa coincidía con la británica.
No se trataba, pues, de simpatía por el régimen constitucional en España,
a juzgar por el hecho de que posteriormente Guillermo I se negó a expedir
pasaportes a españoles liberales exiliados.12

10 anpb /sge 5676.B, Van Nagell a Guillermo I, 26-2-1823; rree 338, Van Nagell a Guillermo
I, 28-2-1823.
11 anpb /sge 1643, Real Decreto del 21 de abril 1823.
12 anpb /sge 5681.B, Guillermo I a Falck, 7-11-1824.

Sytze van der Veen 141


Anton Reinhard Falck (1776-1843). Litografía de Charles Baugniet, 1843. Ámsterdam, Museo del Estado.

Movimientos exploratorios
Del lado colombiano, en agosto de 1823 José Rafael Revenga, que había
sucedido en Londres al fallecido Zea como representante de la república,
tanteó por segunda vez el terreno. Por intermedio del cónsul general ho-
landés Job May, envió a La Haya la publicación Colombian State Papers, que
contenía una antología de documentos del gobierno traducidos, y estaba
pensado para reclutar apoyo británico.13 Van Nagell leyó en ellos con sa-
tisfacción que su homólogo colombiano Gual condenaba la «inopinada»
actuación de Zea. Por lo tanto, su propia estimación de ese individuo había
acertado. En cambio, le sorprendió que Gual mencionara una carta del
gobernador Cantz’laar en la que este expresaba la esperanza, en nombre

13 anpb /rree 289, May a Van Nagell, 16-8-1823. Zea falleció en noviembre de 1822.

142 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


de Guillermo I, de que florecieran las relaciones mutuas. Molesto, el mi-
nistro no quiso hacerse cargo de esa esperanza y dijo refunfuñando que
venía dictada por su homólogo de Colonias. La disculpa de Falck de que
Cantz’laar tal vez «se había adelantado un poco al futuro deseado» no
logró disipar su irritación.14
Colombia quedaba fuera del campo visual del conservador Van Nagell,
mientras que Falck celebraba el inicio de las relaciones. La simpatía de
Falck se derivaba en parte de sus carteras de Industria y Colonias, aunque
también procedía de su tendencia liberal. Van Nagell era un noble oran-
gista de la vieja estampa, que todavía había servido bajo el estatúder Gui-
llermo V y ahora, bajo el rey Guillermo I, esperaba el final de su mandato.
Falck, de origen burgués, había abrazado en sus años mozos la Revolución
bátava, si bien tras una visita a París le entraron dudas sobre las bondades
de la Revolución francesa.
Como ocurrió con muchos de su generación, su idealismo bátavo se
evaporó a medida que Holanda se afrancesaba. Durante el reinado de Luis
Napoleón todavía fue un alto funcionario con perspectivas ministeriales,
pero tras la incorporación del país al imperio francés se retiró de la admi-
nistración. En la insurrección de noviembre de 1813 contra los franceses
desempeñó un papel de liderazgo en Ámsterdam, gracias a lo cual se con-
virtió en hombre de confianza de Guillermo I.15 Su humor irónico supone
un respiro en medio de la abrumadora rectitud que caracterizaba a la élite
administrativa del Reino de los Países Bajos. Falck no tenía en alta estima
a Van Nagell, cuyo campo visual se limitaba a su propio «pólder». Según
él, su homólogo ―mayor que él― había hecho de la superficialidad un
hábito y hasta una forma de cumplimiento del deber.16
En el otoño de 1823, Colombia suscitó una nueva diferencia de opinio-
nes entre ambos ministros. Canning había enviado observadores a Lati-
noamérica, y Guillermo I tenía intención de seguir ese ejemplo. Consideró
incluso ir un paso más allá y empezar ya a nombrar cónsules en las nuevas

14 anpb /rree 341, Van Nagell a Guillermo I, 19-8-1823; rree 290, Falck a Guillermo I, 13-9-
1823.
15 J. R. Thorbecke, Historische schetsen, La Haya, 1860, pp. 171-191; Van der Horst, Van
republiek tot koninkrijk: de vormende jaren van Anton Reinhard Falck.
16 Falck, Gedenkschriften, p. 282.

Sytze van der Veen 143


repúblicas. A Van Nagell los consulados le parecieron prematuros y arries-
gados, pero por comodidad adujo que eran demasiado caros. Según Falck,
no era para tanto, pues los cónsules podían costearse con las ganancias del
comercio. Aun después de que le hubieran rebatido el argumento financiero,
Van Nagell siguió resistiéndose a los consulados. Independientemente de
cómo se quisieran catalogar, a sus ojos los cónsules implicaban un grado
de reconocimiento que no sería del agrado de la Alianza. Además, luego las
repúblicas hispanoamericanas podrían reclamar la reciprocidad y enviar a
su vez cónsules a Holanda. En ese caso, realmente «se armaría la gorda».
A modo de fórmula transaccional, Falck propuso enviar un explorador
a Colombia para que sondeara qué pensaba el gobierno sobre los consula-
dos holandeses. Opinó que la misión sería una tarea adecuada para el oficial
de marina Hendrik Willem de Quartel, destinado en Curazao. Enfurruñado,
Van Nagell estuvo de acuerdo con enviar un precursor, puesto que este
mantendría bien dispuesto al gobierno colombiano y «ganaría tiempo».17
Un día después, el 22 de diciembre de 1823, el ministro se presentó en la
Cámara de Diputados, donde el liberal belga Antoine de Celles pronunció
un alegato a favor del reconocimiento de las repúblicas sudamericanas. Van
Nagell no se dignó a replicar al diputado.18 Fue uno de sus últimos actos de
gobierno, pues el día de Nochevieja se jubiló y se retiró a su castillo familiar
en el interior del país. Allí falleció en 1851, a la bendita edad de casi 98 años.
A instancias de Falck, se había enviado un explorador a Hispanoaméri-
ca aun antes de De Quartel. Cuando a fines de 1822 la corbeta Lynx partió
rumbo a las Indias Orientales, Falck consideró que también podía doblar
el cabo de Hornos y, de paso, enarbolar el pabellón holandés en Argenti-
na, Chile y Perú antes de cruzar el océano Pacífico rumbo a Oriente. Este
acto de presencia de la marina estaba pensado como compás de inicio de
las relaciones que se desarrollarían en un futuro próximo. Como el barco
estaba de paso, no sería motivo de escándalo. La partida se demoró, pues
debido a la invasión francesa en España, la Lynx se utilizaba para escoltar

17 anpb /rree 294, Guillermo I a Van Nagell y Falck, 13-11-1823; rree 343, Van Nagell a
Falck, 15-11-1823; rree 297, Falck a Van Nagel, 17-12-1823; rree 343, Van Nagell a Gui-
llermo I, 20-12-1823 (también sge 5679, 26-1-1824).
18 El enviado ruso Meyendorff a su ministro Nesselrode, 23-12-1823, Gedenkstukken, tomo
viii .1 (1815-1825), p. 685.

144 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


a los barcos mercantes. El capitán teniente de la marina de guerra Isaac Wi-
llinck solo pudo partir de Holanda en septiembre de 1823 y arribó a Buenos
Aires hacia finales de año. A comienzos de 1824 visitó Chile y Perú, para
seguir su travesía hacia Batavia en las Indias Orientales, previa parada en
las Filipinas.19

Enviado disfrazado
En el otoño de 1823 Falck se trasladó a Londres, donde sustituyó a Hendrik
Fagel como embajador. Las malas lenguas afirmaban que se lo habían qui-
tado de encima porque su humor sagaz crispaba los nervios del rey.20 Como
la actitud británica hacia Latinoamérica era determinante para la holandesa,
Falck siguió siendo desde Londres el principal consejero de La Haya.
Cualquier preocupación por las posibles malas reacciones a la misión de
De Quartel resultaba innecesaria, informó de buen ánimo en enero de 1824.
Holanda poco tenía que temer de la Alianza, siempre que siguiera transi-
tando por la misma senda que Inglaterra. A principios de febrero, comunicó
que Canning se negaba a presentarse en la conferencia escenificada por Cha-
teaubriand, con lo que el ministro británico daba el puntillazo a la concordia
aliada y a la carrera política de su antagonista francés. Por la misma época
se conoció en Europa la declaración en la que Monroe proclamaba el hemis-
ferio occidental zona prohibida para la Alianza.21 Guillermo I interpretó la
agitación internacional como una prueba de la oportunidad de su política.
Falck fue también quien organizó la misión de De Quartel y redactó
su instrucción. El exdiplomático Johan Reinhold, que durante unos meses
se hizo cargo del ministerio de Relaciones Exteriores, no consideró nece-
sario formular objeciones. Mediante real decreto del 26 de enero de 1824,
el capitán teniente de la marina de guerra De Quartel fue puesto, por un
período de dos años, a disposición del gobernador Cantz’laar de Curazao,

19 Oosterling, Het korvet ‘Lynx’ in Zuid-Amerika, de Filippijnen en Oost-Indië, 1823-1825.


20 H. van Appeltern [pseudónimo de A. W. Engelen], Uit de gedenkschriften van een voornaam
Nederlandsch beambte, p. 283; Jorissen, Historische Karakters, pp. 196-197, 218-221.
21 anpb /rree 372, Falck a Reinhold, 13-1-1824; rree 373, Falck a Reinhold, 12-2-1824; rree
375, copia litográfica de la negativa de Canning a participar en la conferencia, 31-1-1824.

Sytze van der Veen 145


que le encomendó tareas no especificadas. La instrucción del oficial de la
marina redactada en Londres se envió a Curazao a través de La Haya.22
De Quartel viajó expresamente a Colombia no como enviado del
gobierno de La Haya, sino como representante del gobierno colonial en
Willemstad, suponiendo que en esa calidad neutral no sería motivo de es-
cándalo, y menos por cuanto no se dio ninguna publicidad a su viaje. Pese
al secretismo, algunos diplomáticos acreditados en La Haya se enteraron
del asunto. El enviado francés Durant de Mareuil quiso conocer los porme-
nores, pero lo despacharon con un comentario general sobre la fidelidad
aliada de Guillermo I. Su homólogo ruso Meyendorff, habiendo reconocido
la mano de Falck, no se esperaba nada bueno de su envío a Londres, pues
el holandés compartía las ideas censurables de Canning.23
El capitán De Quartel, que estaba de licencia en Holanda, partió a Cu-
razao a principios de marzo de 1824 desde el puerto de Ostende. Falck cru-
zó especialmente de Londres para encarecerle sus últimas instrucciones.24
Tras una breve estadía en Curazao, De Quartel siguió su viaje en mayo a
Colombia, donde debía dar muestras de amistad y recabar información.
Antes de partir a Bogotá, debía nombrar una serie de «agentes comercia-
les» en sendas ciudades portuarias de la costa septentrional de Colombia,
que no podían llamarse cónsules. Se suponía que, al igual que De Quartel,
operaban «como en comisión de esta isla», según lo expresó Cantz’laar.25
En Bogotá ya se enteraría el precursor de cómo reaccionaba el gobierno
colombiano ante estos cónsules disfrazados.

La Sociedad de Comercio de los Países Bajos


A comienzos de 1824, Guillermo I empezó a ocuparse cada vez más de
Colombia y de Latinoamérica. Había encomendado a Falck que vigilara

22 anpb /rree 372, Falck a Reinhold, 20-1-1824; Reinhold a Guillermo I, 22-1-1824; sge 5679,
Real Decreto del 26 de enero 1824, relativo al nombramiento de De Quartel; ibidem, Gui-
llermo I a Cantz’laar, 28-1-1824; anpb /Colección Falck 98, Cantz’laar a Falck, 1-3-1824;
Falck, Gedenkschriften, pp. 575-578.
23 Meyendorff a Nesselrode, 9-3-1824, Gedenkstukken, tomo viii .1 (1815-1825), pp. 685-686.
24 anpb /Colección Falck B.98, Falck a Cantz’laar, 1-3-1824.
25 anpb /col 3757, instrucción De Quartel, anexo de Cantz’laar a Elout, 24-5-1824 (también
en rree 389 y de forma impresa en De Jong, «Nederland en Latijns-Amerika», pp. 127-135);
preparativos de la misión en cba hasta 1828, 284 y 376 y en cba después de 1828, 287.

146 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


de cerca en la corte británica lo que aconteciera en ese frente.26 Desde Lon-
dres, este mandó decir con optimismo que ya no podía faltar mucho hasta
que Inglaterra reconociera la independencia de las colonias españolas. Por
aquellos días, la especulación británica en empresas exóticas que operaban
en el Nuevo Mundo adquirió dimensiones hasta entonces desconocidas.
En La Haya la tensión entre escrúpulos y afán de lucro se hacía cada vez
mayor. De Quartel apenas había partido cuando Guillermo I ya comenzó
a convocar reuniones de gabinete sobre la ampliación de las relaciones con
las repúblicas ultramarinas.27
El proyecto latinoamericano quedó ahora entrelazado con otra empresa
real: la Sociedad de Comercio de los Países Bajos. Cuando en el verano de
1823 Guillermo I visitó Ámsterdam, le advirtieron de todos lados acerca
del estado languideciente del comercio. En contra de las expectativas, des-
pués de 1813 no se había reanimado, sino que estaba agobiado por «un
continuo retroceso» y «una apatía general».28 El rey mandó realizar una
investigación, cuyos resultados se le enviaron en febrero de 1824. El declive
se achacaba «al desalentado espíritu del público comerciante», mientras se
recomendaba como remedio incursionar en nuevos mercados, en particular
en Latinoamérica.29
Una y otra cosa llevaron a la adopción del real decreto del 29 de mar-
zo de 1824 por el que se establecía la Nederlandsche Handel-Maatschappij o
Sociedad de Comercio de los Países Bajos (scpb ), una empresa que pos-
teriormente obtuvo enormes beneficios con la explotación de las Indias
Orientales Neerlandesas. Sin embargo, esa orientación colonial no se pro-
dujo hasta después de la separación de Bélgica. Antes de 1830, en el pe-
ríodo granholandés, su radio de acción era mucho más amplio y abarca-
ba supuestamente todo el mundo. La scpb se fundó como pata comercial
norholandesa de la Sociedad General de Promoción de la Industria, alias
Société Générale, la impulsora de la industria en los Países Bajos meridio-

26 Falck, Gedenkschriften, p. 301; Falck, Brieven, pp. 272-273.


27 anpb /rree 375, Falck a Guillermo I, 13-2-1824 (asimismo en Falck, Gedenkschriften, p.
577); rree 373/375, Guillermo I a Reinhold, 10/28-2-1824; rree 375, Reinhold a Guillermo
I, 28-2-1824.
28 Westermann, Geschiedenis van de Kamer van Koophandel en Fabrieken in Amsterdam, tomo i ,
pp. 151-176.
29 anpb /sge 5679, informe sobre el comercio amsterdamés, 12-2-1824.

Sytze van der Veen 147


La orientación grancolombiana de la Sociedad de Comercio de los Países Bajos se desprende de la traduc-
ción española de sus estatutos, 1824. Colección del autor.

nales. La relación entre ambas empresas radicaba en la ya mencionada


polinización cruzada de la industria del sur y el comercio del norte, que
debía beneficiar la fusión interna del reino.
Gracias a una estructura de financiación harto dudosa, Guillermo I
era el mayor accionista de ambas compañías. Invocando la constitución y
saltándose el parlamento, en 1822 el rey había asumido la administración
de los dominios del Estado, utilizándolos como garantía para hipotecas o
vendiéndolos. Invirtió los fondos así liberados a título personal en la So-
ciété Générale y la Sociedad de Comercio.30 En la scpb adquirió cuatro mil
participaciones por valor de cuatro millones de florines. Su aporte equi-
valía al 12 % del paquete accionario total, mientras que él personalmente
garantizaba un dividendo anual del 4,5 % por acción. Su participación en
la Société incluso ascendía a alrededor del 30 % y garantizaba un dividendo
de 5 % a los otros accionistas. Las inversiones apuntaban al bien común,

30 Además, 60 millones de florines procedentes de las utilidades de los dominios naciona-


les fueron transferidos al Sindicato de Amortización, erigido en 1822 para amortizar la
deuda del Estado. Véase en este contexto Koch, Willem I, pp. 401-409.

148 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


si bien las finanzas del Estado y las del rey quedaban entrelazadas de un
modo preocupante. El estímulo del comercio y la industria tenía un efecto
benéfico no solo para la amalgama, sino también para el propio patrimonio
de Guillermo I.
En el otoño de 1824 el rey dedicó una extensa exposición a los propósi-
tos de la scpb . La compañía debía promocionar el comercio holandés «por
todo el globo», incluida Latinoamérica. Debía ocuparse de la exportación
de los productos holandeses, con el objeto de fomentar la industria nacio-
nal. También la importación debía canalizarse en la mayor medida posible
a través de la scpb , con la intención de que Holanda volviera a ser la «plaza
de depósito» del comercio mundial que había sido en el siglo xvii . Era la
«gran palanca» de la prosperidad nacional, que debía procurar a todo ho-
landés «una existencia decente».
Además, debía nombrar agentes en todo el mundo para promover
el comercio. El rey tenía intención de traspasar el servicio consular en su
totalidad a la scpb , de tal modo que todos los cónsules del reino pasaran
a ser agentes de la compañía. La idea se le había ocurrido a raíz de los
agentes comerciales pseudoconsulares que debían eludir las sensibilidades
políticas en Colombia. La aplicación global de este truco ahorraría muchos
problemas al gobierno y mucho dinero al tesoro. Para empezar, había que
crear en Latinoamérica una red de tales agentes comerciales.31
Guillermo I consideraba a la scpb como su creación personal y como
el vector indicado para sus planes latinoamericanos. La injerencia del real
accionista complicaba a la dirección en cuanto a mantener su independen-
cia estatutaria. Se mostró poco propicia a privatizar el servicio consular, al
considerar que de ese modo la scpb se parecería más aún a una empresa
pública encubierta. A su vez, Guillermo I estaba firmemente decidido a
imponer su voluntad. También estaba todo el tiempo encima del mayor-
domo real Willem Frederik van Reede, el recientemente nombrado mi-
nistro de Relaciones Exteriores, que en septiembre de 1824 elaboró junto
con Cornelis Theodorus Elout, el nuevo ministro de Colonias, una lista de
dieciocho posibles agentes para Latinoamérica.32

31 anpb /sge 5681.A, autógrafo de Guillermo I, 6-10-1824; Van Mansvelt, Nederlandsche Han-
del-Maatschappij, tomo i , pp. 47-107; De Graaf, Voor Handel en Maatschappij, pp. 37-45.
32 anpb /rree 386, Van Reede a Guillermo I, 12-6-1824; rree 395, Van Reede a Elout, 18-9-

Sytze van der Veen 149


«No obstante la reiterada insistencia del gobierno», la dirección de la
scpb rechazó la propuesta, con el argumento de que los demás accionistas

no se habían pronunciado sobre la cuestión. A lo que el rey perdió los estri-


bos y dio a conocer «su claro deseo» de nombrar a esos agentes comerciales
sin mayor dilación. La dirección viró en redondo y nombró a una decena
de agentes en varios puertos de Sudamérica. En diciembre de 1824, la scpb
organizó una primera expedición a Brasil y al año siguiente envió a His-
panoamérica algunos barcos con una selección de productos holandeses.33

Plaza de depósito
También Curazao adquiría ahora un lugar en el plan maestro. En ese sen-
tido, Guillermo I no necesitaba preocuparse por el parlamento, pues la
constitución le concedía «por exclusión» la administración suprema sobre
las colonias. Según se desprende del informe anual de Cantz’laar relativo
a 1824, el malestar en la isla no había hecho más que aumentar desde que
había terminado la guerra en tierra firme. Colombia estaba siendo inun-
dada con bienes británicos, contra los cuales los comerciantes curazoleños
no podían competir.34
El incrementado interés del rey por las colonias de las Indias Occiden-
tales no solo fue producto de noticias negativas: en el verano de 1824, un
joven indígena encontró en Aruba una pepita de oro de nada menos que
catorce onzas. En La Haya ese oro se interpretó como una prueba tangible
de las inconmensurables riquezas que podían encontrarse en las tierras
ultramarinas. El ingeniero de minas alemán Christian Stifft, un viejo co-
nocido del rey, fue enviado con tres mineros a Aruba. Los expertos debían
examinar las vetas de oro en la isla y comprobar si era posible una explo-
tación rentable.35
El esperanzador hallazgo de oro encajaba perfectamente en el plan del
rey de hacer de Curazao el centro de distribución del comercio con Hispa-
noamérica. Con su hermoso puerto natural, la isla debía convertirse en la

1824 (asimismo, sge 5681, 20-1824).


33 Van Mansvelt, Nederlandsche Handel-Maatschappij, tomo i , pp. 129-132.
34 anpb /col 3760, Cantz’laar a Elout, 20-6-1825 (informe anual 1824).
35 anpb /cbahasta 1828, 376, Cantz’laar a Elout, 26-7-1824 (también en col 3758); sge 5681,
Guillermo I a Stifft, 4-10-1824; sge 5696, Stifft a Guillermo I, 19-2-1826.

150 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Imagen idealizada de la política real: Guillermo I asegura al industrial John Cockerill que apoyará su empre-
sa. Litografía de Jean-Louis Van Hemelryck, 1829. Ámsterdam, Museo del Estado.

«plaza de depósito» holandesa en el Nuevo Mundo, por analogía con el pa-


pel que Guillermo I tenía reservado para la metrópoli en el Viejo. Desde di-
cho depósito frente a la costa podía inundarse el continente con bienes ho-
landeses, bajo la dirección de la Sociedad de Comercio de los Países Bajos.
El auge de la filial caribeña acarrearía «grandes ventajas comerciales» para
la metrópoli y eximiría al gobierno de la necesidad de compensar los dé-
ficits coloniales.36
El futuro papel de la isla implicaba que debía mejorarse la comunica-
ción con Holanda. En octubre de 1824, el rey decidió instaurar un servi-
cio de línea en Curazao, a la que describió como «el centro del centro de
América». En su ansia de renovación, le pareció apropiado mantener las
comunicaciones con el Nuevo Mundo mediante un barco de vapor, una

36 anpb /sge 5682, Guillermo I a Van Reede, 27-1-1825.

Sytze van der Veen 151


Cornelis Kraijenhoff (1758-1840). Dibujo al pastel de Herman Jacob Slothouwer, 1838. Ámsterdam, Museo
del Estado.

nave todavía futurista por aquel entonces. Consideró que la inversión va-
lía la pena, pues Curazao sería cada vez más importante a medida que la
situación en tierra firme se estabilizara.37
Además, el punto de apoyo holandés en las Indias Occidentales debía
ser provisto de robustas fortificaciones, a fin de que pudiera hacer las veces
de «una segunda Malta» en el Caribe. A comienzos de 1825, Guillermo I
se comunicó con el teniente general Cornelis Kraijenhoff, que desde hacía
diez años estaba al frente de la llamada «afirmación de la frontera meridio-
nal», la construcción de una serie impresionante de fuertes en la frontera
con Francia, con miras a una posible nueva agresión del sur. El costoso y
faraónico proyecto era una obligación derivada de la autorización aliada
para la asociación de los Países Bajos septentrionales y meridionales. Las
obras ligadas a ese inmenso cinturón de fuertes estaban por concluir, lo

37 anpb /sge 5681, 4-10-1824.

152 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


que, según el rey, permitiría al viejo señor Kraijenhoff liberarse para dise-
ñar las defensas apropiadas en Curazao.38

38 Los planes para Curazao, en De Jong, Krimpende horizon, pp. 154-175; Uitterhoeve,
Kraijenhoff, pp. 339-340.
Guillermo I luciendo sus galas reales. Retrato de Joseph Palinck, 1818. Ámsterdam, Museo del Estado.
CAPÍTULO 9

Obra en construcción

MIENTRAS EN EUROPA la Alianza entraba en un estado de paralización


generalizada, la guerra en Sudamérica pasaba a su fase final. Tras la libe-
ración de Ecuador en 1823, Bolívar había seguido camino rumbo al Perú,
haciendo que el ejército colombiano operara fuera del propio territorio. En
Perú, el Libertador argentino San Martín había cedido la plaza a su homó-
logo. Tras regresar a Argentina, no se sintió cómodo en el clima político de
su tierra natal y se marchó al exilio voluntariamente. Con la autorización
de Guillermo I, en el verano de 1824 se radicó en Bruselas; en Francia no
fue admitido y en Inglaterra no quería vivir.
El rey de los Países Bajos hizo un gesto generoso y liberal hacia San
Martín, sin tener que preocuparse de este refugiado: el Libertador eméri-
to prefería ocuparse de su jardín y no meterse en política.1 Además, San
Martín se conformaba con el sistema de gobierno holandés, pues había
perdido la confianza en las repúblicas. A posteriori consideraba que habría

1 Guzmán, San Martín, pp. 13-74.

Sytze van der Veen 155


sido mejor que las antiguas colonias fueran reinos. Su predilección mo-
nárquica desempeñó un papel en su diferencia de opiniones con Bolívar y
contribuyó a su partida de Argentina.

El final de la lucha
El sur y el este del Perú seguían firmemente en manos españolas, mientras
que el norte estaba más o menos controlado por los insurgentes. El congre-
so republicano celebrado en Lima otorgó poderes militares a Bolívar para
liberar el resto del país. La guerra culminó el 8 de diciembre de 1824 en
la batalla de Ayacucho, librada en los Andes a tres mil metros de altitud.
Sucre, la mano derecha de Bolívar, obtuvo allí una victoria que significó la
derrota definitiva de España. Desde Ayacucho, Sucre partió con el ejército
de liberación rumbo al Alto Perú, donde se fundó un Estado independiente
para contrarrestar las pretensiones territoriales tanto del Perú como de Ar-
gentina. En honor del Libertador colombiano, en agosto de 1825 se impuso
a la nueva república el nombre de «Bolivia».
Se completaba así la liberación de Hispanoamérica, si bien Sucre siguió
jugando un tiempo con la idea de emprender una campaña contra Brasil.
En 1822, en ese país se había proclamado un imperio independiente bajo
Pedro, hijo del rey portugués Juan. La monarquía y la esclavitud eran, a
ojos de los hacendados y latifundistas, dos lados de la misma moneda. En
cooperación con Argentina, Sucre consideró la posibilidad de exterminar
el engendro monárquico, para que también Brasil pudiera adaptarse al
patrón republicano del continente. Con justa razón, Bolívar previó un avis-
pero y se negó a enviar el ejército colombiano a la selva brasileña.2
Poco después de la batalla de Ayacucho, el simulacro de combate de
independencia se saldó también en Europa. En 1824, el reconocimiento
británico de las repúblicas se había vuelto una cuestión de tiempo, aunque
también Canning tenía predilección por los reinos. El discurso de Mon-
roe también hizo que él temiera una división entre un Nuevo Mundo re-
publicano y un Viejo Mundo monárquico.3 Para conjurar este peligro, se

2 Millington, Colombia’s military and Brazil’s monarchy. Undermining the republican founda-
tions of South American independence, pp. 135-179. El autor exagera la desavenencia entre
Bolívar y Sucre.
3 Kaufmann, British policy, p. 201; Temperley, Canning, pp. 211-225.

156 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


propuso reconocer al mismo tiempo el imperio brasileño y las repúblicas
sudamericanas. En el caso de Brasil, la forma de gobierno no era ningún
obstáculo, aunque la resistencia del rey portugués sí lo era. Canning debió
ejercer mucha presión antes de que, en el otoño de 1824, Juan VI aceptara la
independencia de su hijo y su colonia. La esclavitud en este nuevo imperio
trajo consigo otro inconveniente ideológico, pues mientras tanto la opinión
pública británica se había convertido al abolicionismo. Canning aplacó la
conciencia nacional ligando el reconocimiento de Brasil al reclamo de que
se prohibiera allí la trata de esclavos.
Además, necesitaba al monárquico Brasil para ganarse a los otros
miembros del gabinete para su causa. La mayoría del gobierno conser-
vador estaba en contra del reconocimiento de las repúblicas, igual que la
mayoría de sus correligionarios. El rey Jorge IV, que compartía el mismo
parecer, hizo un gran esfuerzo para deshacerse de su testarudo ministro,
una aspiración a la que Metternich prestó gustoso su colaboración desde la
línea de banda. Canning, apoyado solo por el primer ministro Liverpool,
decidió hacer del reconocimiento una cuestión de gobierno. Solo después
de que él y Liverpool hubieran hecho depender sus carteras de la cuestión,
el 15 de diciembre de 1824 el resto del gabinete viró en redondo a regaña-
dientes. Jorge IV siguió poniendo objeciones durante un par de semanas,
pero finalmente dio su aprobación a la decisión del gobierno.4
El día de Año Nuevo, Canning puso al tanto de la histórica decisión a
Falck.5 Gracias a la especial relación con Holanda, este fue merecedor de
un trato preferencial, pues los otros embajadores acreditados en Londres
fueron puestos al corriente diez días después. Se levantó una tormenta de
indignación cuando, a comienzos de 1825, la noticia se difundió por todo el
continente europeo; a Canning, que había roto el tabú del reconocimiento,
la concordia aliada lo traía sin cuidado. La decisión británica puso fin al sis-
tema que había dominado las relaciones europeas a lo largo de diez años.
La Alianza (Santa o no) había tropezado con la cuestión latinoamerica-
na y en adelante ya solo existía de nombre. En un famoso discurso pronun-
ciado en diciembre de 1826, Canning se jactaba de que «había dado vida

4 Temperley, Canning, pp. 145-156, 549-555; Hinde, Canning, pp. 357-374.


5 anpb /rree 406, Falck a Van Reede, 1-1-1825.

Sytze van der Veen 157


al Nuevo Mundo para restablecer el equilibrio en el Viejo». El exagerado
honor que se atribuía a sí mismo reflejaba la plusvalía política que Latinoa-
mérica había adquirido en Europa.6 En abril de 1827, Canning sustituyó a
Liverpool como primer ministro, aunque ejerció ese cargo tan solo cuatro
meses: en agosto de ese año falleció.

Mal paso de un explorador


La ira continental causada por la decisión británica estalló sobre la ca-
beza de Guillermo I, que hacía las veces de pararrayos para Canning.
El motivo de la ira ajena fue la actuación de De Quartel, el aposentador
holandés en Colombia. Después de instalar a dos agentes comerciales en
los puertos de La Guaira y Maracaibo en el verano de 1824, el marino em-
prendió el largo viaje tierra adentro a Bogotá a lomo de mula. A fines de
septiembre fue recibido amablemente en la capital por el vicepresidente
Francisco de Paula Santander y el ministro de Relaciones Exteriores Pedro
Gual. El amago colonial de Guillermo I fracasó: los colombianos no se de-
jaron engañar por los agentes comerciales que supuestamente habían sido
nombrados por el gobernador de Curazao. No obstante, como prueba de
buena voluntad, estaban dispuestos a aceptar temporalmente a los falsos
cónsules, a la espera del momento en el que Guillermo I les proveyera de
unas credenciales regulares, firmadas por él mismo.7
El recibimiento a De Quartel fue descrita en un artículo laudatorio
publicado en el Constitucional de Bogotá, del que varios periódicos europeos
se hicieron eco en enero de 1825. El precursor holandés se convirtió en
noticia mundial, gracias al hecho de que su actuación trascendió al mismo
tiempo que la decisión británica del reconocimiento. Según el Journal de
Bruxelles, De Quartel había dicho que quería disipar todas las dudas sobre
la disposición holandesa a entablar relaciones estrechas con Colombia. El
capitán ensalzó a Bolívar, cuyo heroísmo había roto las cadenas de sus
conciudadanos y cuya sabiduría no tenía nada que envidiar a la del rey

6 Temperley, Canning, pp. 380-381; Falck, Gedenkschriften, p. 299; idem, Brieven, pp. 270-271;
idem, Ambtsbrieven, p. 250.
7 anpb /col 3759, Cantz’laar a Elout, 17-2-1825, con los informes de De Quartel desde Co-
lombia; De Jong, «Nederland en Latijns-Amerika», pp. 86-97; agnc /mre 405 (Consulado
de los Países Bajos 1824-1831), fols. 4-27, documentos colombianos relativos a la misión
de De Quartel.

158 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Salomón. Tras leer la noticia, Falck opinó que habría convenido un poco
menos de retórica. Según él, las palabras altisonantes sobre el rey Salomón
hacían suponer que ese día el propio De Quartel había omitido ingerir la
sabiduría de la Sagrada Escritura.8
En La Haya, el ministro Van Reede fue objeto de un alud de protestas
de diplomáticos aliados. El enviado español dejó claro que Fernando jamás
renunciaría a sus colonias, que le habían sido confiadas por la Providencia
como una prenda inalienable. Su homólogo portugués consideró que el
artículo contenía principios subversivos y acusó a De Quartel de «adu-
laciones dirigidas a un líder insurgente». El enviado austríaco se refirió a
sus «alegatos ridículos» y también sus colegas ruso y francés intervinieron.
Van Reede intentó aplacar el asunto con el argumento de que De Quartel
no tenía categoría de diplomático y había sido enviado a Colombia por el
gobernador de Curazao para encargarse de cuestiones comerciales.9
El ministro envió una circular de ese tenor a los diplomáticos holan-
deses en el extranjero, pues ellos también se encontraban en la línea de
fuego.10 El enviado en Madrid consideró la posibilidad de abandonar su
plaza, pues la desmedida ira española amenazaba convertirse en un agra-
vio para la persona de Guillermo I. En Viena, la actuación de De Quartel
causó «sensación», y al desprevenido enviado holandés en San Petersbur-
go le cayó encima la corte imperial.

Ira del zar


La conferencia aliada sobre Hispanoamérica, que se arrastraba fatigosa-
mente en París, también se sintió llamada a dar muestras de indignación.
El delegado ruso presentó en este foro un escrito alarmado de Alejandro
I, en el que exhortaba a los aliados a evitar conjuntamente que Holanda se
acercara a Hispanoamérica. Según el zar, la Alianza no debía permitir que
Su Majestad Holandesa apostatara.11 El enviado ruso en La Haya transmi-

8 anpb /rree 406, Falck a Van Reede, 4-1-1825; Falck, Gedenkschriften, p. 611.
9 anpb /rree 406-407, quejas de varios diplomáticos; Webster, Britain and the independence
of Latin America, tomo ii , Bagot a Canning, 4-1-1825.
10 anpb /rree 411, circular de Van Reede, 22-2-1825.
11 anpb /rree 409-410, cartas de S. Dedel (Madrid), G.K. Spaen (Viena), J. van Heeckeren
(San Petersburgo) y R. Fagel (París); «Protocols of the Conferences [...] respecting Spanish
America», pp. 606-607.

Sytze van der Veen 159


El príncipe heredero Guillermo II y su cónyuge, Ana Pávlovna, hermana del zar Alejandro I. Grabado de
Philippus Velijn, ca. 1820. Ámsterdam, Museo del Estado.

tió este mensaje al castigado Van Reede, que juró nuevamente fidelidad a
la Alianza de todas las maneras posibles.12
También en su correspondencia privada con el príncipe heredero ho-
landés, Guillermo Federico, el zar trató de ejercer presión. Alejandro le
escribió a su cuñado que, según había sabido de buena fuente, «se» estaba
intentando seducir a su padre para que adoptara la misma medida teme-
raria que Inglaterra. Amenazadoramente, añadió que el rey debía contar
con serias consecuencias si, debido a tan censurable cuestión, se apartaba
de la línea de actuación aliada.

12 anpb /rree 412, resumen de Van Reede de su conversación con Gourieff, 4-3-1825 (tam-
bién sge 5683, 4-3-1825).

160 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


A Guillermo junior, que estaba a punto de realizar una visita familiar
a Rusia, le dieron una instrucción para poder hacer frente a preguntas
molestas. Cuando llegó a San Petersburgo a fines de marzo de 1825, la ira
imperial ya se había enfriado en gran parte. En efecto, Alejandro sacó a
colación a De Quartel y Sudamérica, a lo que el príncipe replicó con una
perorata sobre el gobernador de Curazao y la inconmovible lealtad a la
Alianza. El zar escuchó amablemente a su cuñado y dijo al cabo con una
sonrisa: «Muy bien, Guillermo, entonces ya no hace falta hablar más del
tema. El asunto está perdonado y olvidado».13
La ira de la Alianza ―una manifestación de impotencia― acabó en la
nada. Cuando las potencias continentales digirieron el hecho consuma-
do de Canning, también se calmó su irritación sobre De Quartel. Previo
estallido obligado de santa indignación, la conferencia aliada celebrada
en París quemó su último cartucho. Llegada la primavera, incluso a Met-
ternich ya no le sulfuraba la actitud holandesa, como se vio durante una
estadía suya en París. Para sorpresa del enviado austríaco en Holanda, su
jefe ni siquiera formuló el reclamo de que se disciplinara a Guillermo I.14
El halcón conservador había caído en la cuenta de que a raíz del golpe de
Canning había perdido el control sobre Europa. En el verano de ese año,
asumió ante su hombre de confianza Gentz «la triste realidad» de que
«Austria está muy sola en el mundo».15

Actuar con decisión


La ira de los aliados convenció a Guillermo I de que iba por buen camino.
A fines de enero de 1825, mientras la trifulca sobre De Quartel estaba en
plena marcha, propuso nombrar cónsules generales en Colombia y Brasil.
La elevación de su categoría reflejaba el mayor interés que, a su entender,

13 anpb /sge 5683, 11-3-1825, copia de la carta de Alejandro I a Guillermo II, con la «nota
informativa» para el último; rree 414, Van Heeckeren a Van Reede, 16/4-3-1825 y rree
415, 23/11-3-1825; Webster, Britain and the independence of Latin America, tomo ii , pp. 300-
302 (S. Canning a G. Canning, 23/11-3-1825).
14 Mier a Metternich, 2-6-1825, Gedenkstukken, tomo ix .1 (1825-1830), pp. 579-580.
15 Von Srbik, Metternich, tomo i , p. 620. El alboroto en torno a De Quartel asimismo en:
Corporaal, Internationaal-rechtelijke betrekkingen, pp. 56-64 y De Jong, «Nederland en
Latijns-Amerika», pp. 106-108. En 1825 y 1826 De Quartel viajó también a México y
Centroamérica (ibidem, 97-102).

Sytze van der Veen 161


había adquirido la ofensiva diplomática.16 En medio del revuelo, también
se amplió la política de admisión de los barcos colombianos. Sobre la base
del real decreto de 1822, estos solo podían tocar puertos de las Indias Oc-
cidentales, pero ahora, de repente, también eran bienvenidos en los de la
metrópoli. Al gobernador de Amberes, que inquirió en La Haya si podía
admitir barcos colombianos, se le contestó que no había ningún inconve-
niente al respecto.17
A principios de abril de 1825, el rey convocó una reunión con los minis-
tros de Relaciones Exteriores y de Colonias y el director de la Sociedad de
Comercio de los Países Bajos.18 Había que mandar hombres al Nuevo Mun-
do y él deseaba actuar con decisión. Además de los agentes comerciales
que había nombrado De Quartel en Colombia, quería abrir consulados en
México, América Central ―que el año anterior se había convertido en una
república separada―, Brasil, Argentina, Chile y Perú. Había que nombrar
un cónsul en la independiente Haití y también en Cuba, si bien esa isla
seguía siendo una colonia española. La red consular debía abarcar toda
América Central y del Sur, incluida la región del Caribe.
Aferrándose a su idea de disfrazar a los cónsules de agentes comercia-
les, Guillermo I hizo un nuevo intento de transferir los costos a la scpb . El
director Willem Gerrit van de Poll trató de eludir el compromiso, y en parte
lo logró. La scpb se hizo cargo de los consulados en Buenos Aires, Valpa-
raíso, Lima y el puerto mexicano de Veracruz, así como de los de Haití y
Cuba. Los consulados restantes pasaron a depender del Fondo para la In-
dustria Nacional y, por lo tanto, tampoco pesaban sobre el tesoro nacional.
Mediante real decreto se concedió a los cónsules en Sudamérica el
derecho a llevar uniforme de la marina cuando el ejercicio de sus fun-
ciones exigiera un atuendo formal.19 La dotación de personal tuvo lugar
en el transcurso de 1825 y en los primeros meses de 1826. Con miras a
la amalgama, los cargos se repartieron más o menos equitativamente en-
tre holandeses del norte y del sur. En Colombia se nombró a un cónsul

16 anpb /sge 5682, Van Reede a Guillermo I, 28-1-1825.


17 anpb /rree 409, Guillermo I a Van Reede, 1-2-1825.
18 anpb /rree 415, informe de la reunión, 5-4-1825 (asimismo, sge 5683, 15-4-1825).
19 anpb /rree 426, Real Decreto del 21 de julio 1825.

162 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


general: el hidalgo Joseph de Stuers, del que se hablará más adelante.20
Lo acompañaba como secretario un vicecónsul, de modo que la legación
holandesa en Colombia, incluidos los agentes comerciales de De Quartel,
pasó a componerse de cuatro personas.
Como centro de gravedad del proyecto latinoamericano, Colombia fue
objeto de la representación más numerosa. A México y América Central se
les asignó un cónsul general cada uno en la capital y un cónsul en el puerto
principal. Las otras repúblicas debieron contentarse con un solo cónsul,
mientras que Brasil, debido a su forma de gobierno monárquica, obtuvo
un representante de categoría superior. Y es que a los ojos de Guillermo I el
flamante imperio no dejaba de ser más chic que una república cualquiera.
Al partir hacia Río de Janeiro, el encargado de negocios Brender à Brandis
llevó consigo como obsequio para el emperador Pedro I la Gran Cruz del
León Holandés, un honor para el cual Bolívar por el momento no entraba
en consideración. Dos años después, Pedro pretendió la mano de la prince-
sa Mariana, la hija menor de Guillermo I. Al parecer, su padre no consideró
que el emperador brasileño fuera lo suficientemente bueno para su hija
predilecta, pues el noviazgo no prosperó.21 Mariana se casó en 1830 con su
primo Alberto de Prusia, aunque a la larga se decantó por su cochero Juan.

Política con bravura


En 1825 Guillermo I se encontraba en la cima de su poder. Tanto la política
interior como la exterior evolucionaban del modo que él imaginaba. La
fusión de los Países Bajos septentrionales y meridionales se desarrollaba a
pedir de boca y, al cabo de diez años, parecía un asunto sellado. Su actitud
frente a Latinoamérica y la respectiva desaprobación aliada le proporcio-
naban una nueva autoestima.
Visto que, a su entender, la Gran Holanda se había ganado un lugar al
sol, era hora de poner fin a la tutela aliada. En adelante, el rey quiso seguir
un derrotero independiente, lo que acarreaba la necesidad de formular

20 anpb /rree , 451, nombramiento de J. de Stuers, 1-4-1826; sge 5690, su instrucción, 30-4-
1826.
21 anpb /sge 5689, nombramiento de G. Brender à Brandis, 27-1-1826. La proposición ma-
trimonial de Pedro I en rree 1847, Falck a Verstolk, 12-6-1828; sge 5711, 19-6-1828; asi-
mismo, Falck, Gedenkschriften, pp. 303-304; 613-614.

Sytze van der Veen 163


Johan Gijsbert Verstolk van Soelen (1776-1845), ministro de Relaciones Exteriores de la Gran Holanda.
Dibujo de Lodewijk Anthony Vintcent, 1840. Leeuwarden, Tresoar / Centro Histórico y Literario de Frisia.

por primera vez una serie de premisas para la política exterior. Cuando
en junio de 1825 Guillermo I encargó al ministro de Relaciones Exteriores
que redactara una nota política al efecto, sus palabras daban cuenta de
confianza en el futuro. El reino estaba «suficientemente» afirmado y podía
reclamar más influencia, tanto dentro como fuera de Europa. En particular
«la actual situación del Nuevo Mundo» se ofrecía como vehículo de la
autoconciencia que debía caracterizar en lo sucesivo a la política exterior.22
Poco antes de que esa carta llegara al ministerio, Van Reede había
renunciado con alivio a su cargo. Lo sucedió el surholandés Patrice de
Coninck, que pasó de Interior a Relaciones Exteriores. Por motivos de sa-
lud, De Coninck dimitió ya medio año después, sin haber visto ninguna
posibilidad de ejecutar el encargo del rey. En cambio, su sucesor, Johan

22 Guillermo I a De Coninck, 19-6-1825, Gedenkstukken, tomo ix .2 (1825-1830), pp. 5-6.

164 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Gijsbert Verstolk van Soelen, resultó de más largo aliento: fue nombrado en
diciembre de 1825 ad interim y se quedó ad infinitum, o al menos hasta 1841.
Al igual que otros ministros de Guillermo I, había acumulado experiencia
administrativa en la era napoleónica. Después de ofrecer sus servicios al
nuevo régimen en 1814, fue nombrado enviado en San Petersburgo. Des-
de hacía tres años estaba de vuelta en La Haya, donde habitaba una casa
señorial con una hermosa colección de pinturas del siglo xvii . Verstolk era
erudito, gallardo, conservador y soltero.23 A raíz del encargo de Guillermo
I, escribió un voluminoso «Informe sobre la política exterior».
Como correspondía a un buen ministro, Verstolk expresaba las opinio-
nes del rey. Su nota reflejaba la visión de la política exterior que deseaba
tener Guillermo I. Planteaba que el Reino de los Países Bajos no tenía nada
que envidiar a la antigua República en su época de esplendor y que, de he-
cho, constituía su continuación ―una opinión que no se correspondía con
la doctrina oficial de la fusión y que para los compatriotas meridionales
resultaba difícil de digerir―. El nuevo Estado no estaba subordinado a la
Alianza por ningún concepto y debía eludir, en la mayor medida posible,
su dominancia. Sin ningún derecho, a partir de 1815 los aliados se habían
hecho con el poder en Europa, y ello en detrimento de otras potencias.
Holanda había desplegado inicialmente demasiado «pundonor» en
su política exterior, pero ahora ya no debía tolerar el paternalismo de la
Alianza. Ese enfoque resultaba tanto más sangrante por cuanto el reino
no podía ser miembro del autodenominado «Consejo Europeo de Anfic-
tiones». Sin embargo, Holanda era una potencia de temer y no tenía nada
que envidiarle a Prusia, que sí ocupaba un puesto de primera línea como
miembro de pleno derecho de la Alianza. Verstolk rememoraba que en
1806 la tricolor holandesa ondeaba orgullosa sobre la islita japonesa de
Deshima, en momentos en que Prusia mordía el polvo contra Napoleón. En
realidad, Holanda era más importante que Prusia, que ni siquiera disponía
de colonias donde poder desplegar su bandera.
El tema de la potencia no reconocida era una constante de la exposi-
ción de Verstolk. Su aversión no estaba orientada tanto contra la Alianza,
sino más bien contra su exclusividad. Cuando Holanda pudiera participar

23 Jurriaanse, De Nederlandse ministers van Buitenlandse Zaken, 1813-1900, pp. 25-38.

Sytze van der Veen 165


en pie de igualdad, el ministro se conformaría con la Alianza. También
Guillermo I padecía esa clase de ambiciones frustradas, a juzgar por un
curioso ensayo de su puño y letra de 1827. En una racha de euforia, tras la
firma de un concordato con Roma, concibió un plan para un nuevo y más
justo orden internacional. Soñaba con un Consejo europeo, un «Areópago»,
que tuviera su sede en una ciudad suiza y de la que podrían ser miembros
todos los Estados. Cuando los intereses de los miembros chocaran, el re-
presentante del papa debería actuar como mediador. El aporte del Vaticano
debía evitar que triunfara la ley de la potencia más fuerte. La Santa Alianza
alternativa del rey protestante despierta intriga, tanto más por cuanto rara
vez se deshacía en reflexiones teóricas.24
La resistencia de Verstolk a la Alianza carecía de firmeza y era pro-
ducto del resentimiento. La insistencia en la categoría de gran potencia
resultaba ambigua, pues se trataba más bien de un ideal esperanzador
que de una realidad reconocida. El deseo era el padre de la idea: la Gran
Holanda deseaba ser tomada en serio o, dicho de otro modo, deseaba olvi-
dar su dudosa procedencia. En la representación del reino como potencia,
el ministro parece regalarle el oído al rey. Su propia opinión de la política
exterior era más modesta: según él, Holanda debía «dar un paso lo más
adelante posible, sin excederse, empero, de los límites oportunos».
Verstolk dedicaba mucha atención a la relación especial con Inglaterra,
que brindaba protección a Holanda contra los otros aliados: «Solo Inglate-
rra es de fiar y juega un juego limpio». Sin embargo, la Gran Holanda no
era en absoluto un vasallo de la Gran Bretaña, y la amistad entre ambas
potencias marítimas se basaba en la equidad. También esa idea represen-
taba más bien una expresión de deseo y no tanto un análisis juicioso de la
realidad política. La independencia que Guillermo I se atrevía a permitirse
frente a los aliados continentales reflejaba su dependencia de Inglaterra.
El ministro ofrecía un panorama sólido de las relaciones holandesas
dentro de Europa, pero ―saltándose el encargo del rey― no dedicaba
mayor esfuerzo a Hispanoamérica. Verstolk no tenía en alta estima a las re-
públicas en un continente que le resultaba absolutamente ajeno. Colombia

24 Gedenkstukken, tomo ix .2 (1825-1830), pp. 319-324; Colenbrander, Willem I, tomo i , pp.


260-264; Schmitz, Willem I, pp. 188-189; Koch, Willem I, pp. 425-428.

166 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


obtuvo el beneficio de la duda, con la esperanza de que en algún momento
se convirtiera en un Estado decente. Entre líneas cabe leer que consideraba
la fascinación por Hispanoamérica de Guillermo I un exótico caballito de
batalla. El ministro daba al rey lo que era del rey, pero no se sentía llamado
a cabalgar hacia el Nuevo Mundo como acompañante en ese vehículo.25

Fuertes y barcos de vapor


Guillermo I montaba su caballito de batalla sin importarle nada de sus
indecisos ministros. Colombia era su tierra prometida, y Curazao su perla
en el Caribe. Kraijenhoff examinó en 1825 qué fortificaciones eran necesa-
rias para transformar la isla en la temible fortaleza que el rey imaginaba.
Durante su estadía, el experimentado cartógrafo trazó cartas geográficas
de Curazao, mientras que su ayudante Jan Verveer hizo lo propio descri-
biendo a fondo el aspecto social y el geográfico.26
En Bogotá se suscitó cierta sospecha en torno a si esas actividades po-
dían conciliarse con la amistad que había manifestado recientemente De
Quartel. ¿Acaso la reforzada Curazao iba a servir de base de lanzamiento
de una reconquista española? El ministro Pedro Gual ya se había quejado
un par de veces ante Cantz’laar de los militares españoles exiliados que
confabulaban contra la república en Willemstad. El gobierno colombiano
nombró a Rafael Mérida como su representante en la isla, remitiéndose a
la reciprocidad derivada del nombramiento de agentes comerciales ho-
landeses en tierra firme.27 Mérida intentó averiguar si detrás de la cons-
trucción de las fortificaciones se escondía una agenda secreta de la Alianza.
Kraijenhoff lo tranquilizó: las intenciones de Holanda con Curazao eran
exclusivamente pacíficas.

25 anpb /rree 642, 23-1-1829, manuscrito (300 páginas) del «Informe sobre la política ex-
terior» de Verstolk; el borrador en anpb /Colección Verstolk 41; de forma impresa en
Gedenkstukken, tomo ix .2 (1825-1830), pp. 442-513. Véase Van Sas, Natuurlijkste bondgenoot,
pp. 233-239, 248-249.
26 Tydeman (ed.), Levensbijzonderheden van den luitenant-generaal baron C.R.T. Krayenhoff,
pp. 284-314; anpb /Colección Van den Bosch 172, copia del informe estadístico sobre
Curazao en 1825, de J. Verveer; véase también Coomans-Eustatia (ed.), Breekbare banden,
pp. 193-224.
27 anpb /cba hasta 1828, 339, Gual a Cantz’laar, 7-11-1823 y 10-11-1824; col 3760, Santander
a Cantz’laar, 15-2-1825, introducción de R. D. Mérida como agente comercial de Co-
lombia en Curazao. Bolívar nombró a Mérida ministro de Justicia durante la Segunda
República de Venezuela en 1813-1814. Llevaba unos años viviendo en Curazao.

Sytze van der Veen 167


El puerto de Willemstad con una parte de sus obras de defensa. Pintura de Prosper Crébassol, 1858.
Ámsterdam, Museo del Estado.

Tras su regreso a Holanda, Kraijenhoff esbozó un plan detallado para


las fortificaciones necesarias. Calculó que los costos ascenderían a cinco
millones y medio de florines en caso de que su proyecto se ejecutara sin
recortes. Un cálculo más detenido, que incluía la adquisición de más de
cuatrocientos cañones y los costos de una guarnición seis veces mayor
que la existente, arrojó un total de siete millones de florines. Kraijenhoff
dio a entender con cautela que una inversión de esa magnitud para «una
roca pelada» como Curazao, «que no produce nada», parecía ligeramente
descabellada.
Guillermo I no se dejó amedrentar por los costos y empezó liberando
un millón de florines a través del llamado Consorcio de Amortización: una
intervención contable por demás creativa, pues ese fondo estaba destinado
a amortizar la deuda del Estado. El dinero no debía ser impedimento, pues
en Curazao iba a realizarse algo muy grande. Las obras comenzaron en el
mismo año 1826 y serían ejecutadas por cuarenta constructores holandeses
en cooperación con artesanos vernáculos. Como primer paso se constru-

168 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


yeron dos fuertes, uno a cada lado de la bahía de Santa Ana, la entrada al
puerto de Willemstad.28
En 1825 también se instauró el servicio de línea entre Curazao y
Holanda. Si bien Guillermo I se había empeñado en que se utilizara un
barco de vapor, inicialmente se recurrió a barcos de vela. Los astilleros
holandeses aún no estaban familiarizados con la nueva tecnología y la
construcción de un barco de vapor de propia factura llevaba más tiem-
po del previsto. Para evitar la postergación, compraron en Inglaterra un
vapor de ruedas que, con miras a su función, fue rebautizado Curazao. A
comienzos de 1827, después de cruzar el océano Atlántico como primer
barco del mundo empleando fuerza de vapor, la embarcación arribó a la
isla a la que debía su nombre.29 El geólogo alemán Stifft y sus tres mineros,
que debían examinar en Aruba las vetas de oro, fueron partícipes de ese
memorable viaje del Curazao.

Curazao, puerto libre


El siguiente paso en el plan maestro era la declaración de puerto libre de
Curazao. Guillermo I quería abolir todos los aranceles de importación
y de exportación, suponiendo que con ello los flujos comerciales en el
Caribe se desplazarían hacia su plaza de depósito. Sobre la base de los
informes de De Quartel, ya en octubre de 1825 había llegado a la conclu-
sión de que Curazao debía ser un puerto libre.30 Sus ministros dudaban
de que fuera una medida razonable, mientras que el gobernador Cantz’laar
temía que con la abolición de los aranceles de aduanas desapareciera su
principal fuente de ingresos. El rey no permitió que la mezquindad de sus
funcionarios lo detuviera, pues estaba convencido de que su futuro centro
comercial del Nuevo Mundo compensaría todos los costos. Atendiendo a

28 anpb /col 4187, informe Kraijenhoff, 15-11-1825, con notas de Elout y Guillermo I; tam-
bién sge 5691, 7-5-1826; sge 5694, Real Decreto del 10 de agosto 1826, relativo a la fortifi-
cación de Curazao; col 3836, partida de los trabajadores de la construcción holandeses,
29-8-1826; De Jong, Krimpende Horizon, pp. 159-163; Uitterhoeve, Kraijenhoff, pp. 341-343.
29 Van Nouhuys, De eerste Nederlandsche transatlantische stoomvaart van Z.M. Stoompakket
«Curaçao». La nave estadounidense de tres palos y máquina de vapor Savannah cruzó el
Atlántico en 1819, pero estuvo propulsada en su mayor parte por sus velas.
30 anpb /rree 434, Guillermo I a Elout, 20-10-1825.

Sytze van der Veen 169


El vapor Curaçao. Grabado de Willem Hendrik Hoogkamer, 1832. Ámsterdam, Museo del Estado.

«los intereses recíprocos de metrópoli y colonia», Curazao fue declarada


puerto libre mediante real decreto a partir del 1 de enero de 1827.31
En relación con ello, Guillermo I introdujo una reforma en el sistema
monetario de las Antillas. En adelante, el medio de pago de las Indias Oc-
cidentales sería el florín holandés, en sustitución de la gran cantidad de
monedas falsas que allí circulaban.32 Se instruyó a los cónsules destinados
en Colombia y en las otras repúblicas a que publicitaran el puerto libre
holandés. Además, el gobernador Cantz’laar de Curazao les encargó que lo
mantuvieran al corriente de los acontecimientos que fueran de interés para
el comercio. Como eje de la red consular, el Ministerio de Relaciones Exte-
riores puso a disposición de Cantz’laar una «cifra» para que en lo sucesivo
pudiera transmitir a La Haya los asuntos de peso de forma codificada.33

31 anpb /sge 5693, Real Decreto del 10 de julio de 1826; ibidem, varios informes sobre el
puerto franco de Curazao.
32 anpb /sge 5691, Real Decreto del 10 de mayo de 1826.
33 anpb /rree 631, circular de Verstolk a los cónsules en Sudamérica sobre el puerto franco

170 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


La Sociedad de Comercio de los Países Bajos (scpb ) fue informada a
tiempo de la declaración de puerto libre, con el encargo de instalar reser-
vas estratégicas de bienes en la isla. Para iniciar el depósito de mercancías,
en 1827 la empresa envió a Curazao dos bergantines nuevos cargados con
productos holandeses.34 Allí, en efecto, resultó que se habían abolido los
aranceles de importación, pero en lugar de ello Cantz’laar había inventado
un «impuesto a la seguridad», que superaba a los antiguos aranceles de
aduanas. La scpb presentó una queja en La Haya, en la cual indicaba que
de ese modo Curazao de ningún modo podía considerarse un puerto libre.35
Como consecuencia paradójica de la declaración de puerto franco, el
reverendo Gerardus Bosch, pastor de la Congregación Protestante Unida
de Willemstad, se vio obligado a despedir a su «negro de la iglesia», al que
pagaban con dinero procedente de los derechos de aduana. Las decisiones
adoptadas en La Haya o Bruselas podían producir en Curazao efectos im-
previstos. Por lo demás, también la creación de esa Congregación se debía
a Guillermo I. Como la iglesia luterana de Willemstad se había quemado
por caerle un rayo encima, en 1824 dispuso por real decreto que los lute-
ranos, que se habían quedado sin techo, se fusionaran con los reformados.
Habría querido imponer a las confesiones en la metrópoli un ecumenismo
pragmático similar, pero allí, desgraciadamente, la sociedad eclesiástica
resultaba menos moldeable.36

Hacedor del rey


También desde Norteamérica llegaron quejas sobre la defectuosa declara-
ción de puerto libre de Curazao, a juzgar por un artículo publicado en el
New York Enquirer a principios de marzo de 1827. Para imponer el orden, en
julio Guillermo I decidió enviar a las Indias Occidentales a un peso pesado:
al general de división Johannes van den Bosch, que, al igual que Jan Ver-
veer, había sido ayudante de Kraijenhoff y había desempeñado junto con
estos señores un papel destacado en los días de noviembre de 1813. Desde
entonces, Van den Bosch había adquirido fama a través de la Sociedad de

de Curazao, 31-7-1826; rree 416, cifra para Cantz’laar, 16-4-1825.


34 anpb /cba hasta 1828, 1622, Schimmelpenninck (scpb ) a Cantz’laar, 27-12-1826.
35 De Gaay Fortman, «Twee verzoeken omtrent den West-Indischen handel vóór 100 jaar».
36 Hartog, Geschiedenis van de Nederlandse Antillen, tomo iii .2, pp. 840-846.

Sytze van der Veen 171


Johannes van den Bosch, apoyado en un busto de Guillermo I. Retrato de Raden Sarief Bastaman Saleh,
1836. Ámsterdam, Museo del Estado.

Beneficencia, que desarrollaba proyectos de colonización para mendigos y


vagabundos. Como comisionado general para las posesiones de las Indias
Occidentales, se le asignaron facultades de un virrey. Tras haber dado a
entender que consideraba esta misión como un sacrificio, se le concedió,
además, un regio sueldo.37
Guillermo I le encargó introducir una reforma que reuniera en una sola
estructura administrativa a todas las colonias de las Indias Occidentales:
Surinam, las Antillas de Barlovento y las de Sotavento. Su instrucción le
encarecía hacer de Curazao «una plaza de depósito de un comercio libre

37 anpb /sge 5700, Van den Bosch a Guillermo I, 9-7-1827. Para la Sociedad de Beneficencia,
véase R. de Windt et al., Arbeid ter disciplinering en bestraffing, Zutphen, 1984.

172 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


general para todas las mercancías en un puerto realmente libre para todos
los barcos, sin distinción de naciones ni banderas».38 Más liberal, imposible.
El comisario general llegó a Curazao en diciembre de 1827, dando
muestras de un gran dinamismo. En el transcurso de unas pocas semanas,
supo neutralizar el déficit de la caja colonial del año anterior, cuya cuantía
era, por lo demás, menor que su propio sueldo anual. Pasó a dirigir un
banco curazoleño que debía conceder créditos a los comerciantes y fundó
una Cámara de Comercio en Willemstad. Promulgó una proclamación por
la que Curazao era declarada puerto libre por segunda vez. Fusionó las
Antillas y Surinam, creando un todo administrativo; introdujo nuevos re-
glamentos de gobierno para las partes integrantes y nombró a Cantz’laar
gobernador general de las posesiones de las Indias Occidentales. En reali-
dad, Guillermo I habría preferido que asumiera esa función el propio Van
den Bosch, pero este se sentía más a gusto en las Indias Orientales que en
las Occidentales.
En la primavera de 1828, Van den Bosch viajó a Surinam, donde intro-
dujo asimismo en un santiamén incontables reformas. Entre otras cosas,
dispuso formular una nueva definición de esclavitud, pues en las colonias
holandesas no cabía pensar por el momento en su abolición. Determinó
que en las Indias Occidentales los esclavos, en sentido jurídico, dejaran de
pertenecer a la categoría de bienes para pasar a la de personas. Ante la ley,
los esclavos seguían siendo personas no emancipadas e incapaces de obrar,
de modo que la adaptación fue de carácter cosmético. Como luego se vería,
lo mismo era aplicable para la mayoría de las reformas introducidas por
Van den Bosch en las Indias Occidentales. No obstante, Guillermo I estaba
encantado con la manera en que el resuelto oficial había llevado a cabo su
tarea y, tras su regreso a Holanda, lo ascendió a general. Poco tiempo des-
pués, Van den Bosch fue nombrado gobernador general de las posesiones
holandesas en las Indias Orientales.39

38 anpb /sge 5703.A, instrucción Van den Bosch, 16-10-1827; Van Aller, Van kolonie tot ko-
ninkrijksdeel, pp. 80-100.
39 anpb /Colección Van den Bosch 106-111 y col 3266-3286; De Gaay Fortman, «Brieven
van den commissaris-generaal voor de Nederlandsche West-Indische Bezittingen, J. van
den Bosch (1827-29)»; Westendorp Boerma, Johannes van den Bosch, pp. 52-60; De Jong,
Krimpende Horizon, pp. 211-215.

Sytze van der Veen 173


Simón Bolívar, «Libertador de Colombia y Perú, fundador de Bolivia». Grabado a media tinta de Charles
Turner (1827), basado en un retrato del artista peruano José Gil de Castro. Ámsterdam, Museo del Estado.
CAPÍTULO 10

Noticias de Colombia

IGUAL QUE GUILLERMO I, a mediados de la década de 1820 Bolívar se en-


contraba en la cima de su poder. En 1825 permanecía en Bolivia, país que
llevaba su nombre, donde proclamó reformas con idéntica resolución
que Van den Bosch. Después de tantas victorias, proclamar para él se había
convertido en rutina. A comienzos de 1826, desde Bolivia regresó al Perú,
dejando la conducción de la república que lo honraba con su nombre a
cargo de su mano derecha, Sucre. En Lima, el Libertador redactó por su
propia mano una constitución para Bolivia. Ahora que se había ganado la
guerra contra España, había que conquistar la paz.
Consciente de que la arduamente conquistada libertad podía degenerar
con facilidad en anarquía, en su constitución Bolívar se mostró partidario
de un fuerte poder ejecutivo. El poder legislativo de su Estado ideal tenía
un triple carácter y era ejercido por representantes del pueblo, senadores
y «censores». Estos últimos, que encarnaban la conciencia de la nación,
debían supervisar que se mantuvieran las libertades constitucionales y los
usos y costumbres republicanos. El presidente era elegido por las tres cáma-

Sytze van der Veen 175


ras del parlamento y nombrado de forma vitalicia. Además, se le confería el
derecho de señalar a su propio sucesor. Bolívar veía en la presidencia vita-
licia una garantía para la estabilidad del Estado y la libertad de los ciuda-
danos. Él mismo consideraba su carta magna como una panacea contra los
males republicanos. Opositores con una visión menos elevada veían en el
presidente permanente un pseudorrey susceptible de abusar de su poder.1
En la euforia de la liberación, tanto Perú como Bolivia abrazaron esa
constitución. En agosto de 1826, el congreso peruano nombró a Bolívar
presidente vitalicio, aunque este declinó el honor. Dos meses después,
el congreso boliviano quiso nombrar a Sucre en esa misma calidad, pero
también este declinó. A lo que sí estuvo dispuesto fue a asumir la presi-
dencia durante dos años, con la esperanza de que después de 1828 Bolivia
ya no lo necesitara.

Panamericanismo en Panamá
Por otra parte, Bolívar tenía otros planes. Ahora que la lucha había termi-
nado, volvió a la visión que había expresado diez años antes como exilia-
do en Jamaica. A su entender, los Estados nacionales eran un resultado
insatisfactorio de la guerra de independencia. Las repúblicas debían su-
perar sus particularismos, formando una liga supranacional que reflejara
la unión entre ellos. En toda su diversidad, los hispanoamericanos tenían
un patrimonio cultural común y una lengua compartida. Aunque sus di-
ferencias mutuas eran demasiado grandes para conformar un solo Estado
continental, una confederación de repúblicas independientes constituía un
ideal de proporciones realistas. Una Alianza hispanoamericana suponía
una alternativa ideológica de la europea y su contrapeso en los platillos
del equilibrio de poder internacional.
¿Soñaba Bolívar con los Estados Unidos de América del Sur como el
equivalente de los de América del Norte? Sus ideas sobre una liga de repú-
blicas hispanoamericanas eran igual de vagas que las de Guillermo I sobre
un «Areópago» de reinos europeos. Unas veces pensaba en una alianza en
términos de asistencia mutua y gestión de conflictos; otras, en una confe-
deración con una bandera propia, un ejército, un congreso y hasta un pre-

1 Proyecto de constitución para la República Boliviana, Lima, 1826.

176 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


sidente supranacional.2 Además, abrigaba la idea igualmente vaga de una
«Confederación de los Andes», más compacta, que abarcara a Colombia,
Perú y Bolivia. Sus reflexiones idealistas sobre la unidad eran mantenidas
bajo control por una pragmática conciencia de diversidad.
La federación republicana debía adquirir forma en un congreso ce-
lebrado en el istmo de Panamá, por aquel entonces parte de Colombia.
Según Bolívar, Panamá, situada entre el sur y el norte de América y entre
Europa y Asia, era el ombligo del mundo. A fines de 1824 envió invitacio-
nes desde Perú a los gobiernos republicanos, saltándose el monárquico
Brasil. En su calidad de protectora de la independencia, invitó a Inglaterra
para la celebración de la unidad sudamericana. Pese a ―o quizá más bien
debido a― la retórica panamericana de Monroe, Bolívar no apreciaba la
presencia de Estados Unidos. Gracias a la intervención del vicepresidente
Santander, tanto Estados Unidos como Brasil recibieron una invitación, si
bien ninguno de los dos asistió al congreso.
El propio Bolívar faltó a la cita en Panamá: tenía las manos llenas con
la política peruana y la vida social en Lima. El Libertador, que ya no tenía
más territorios que liberar, se regodeaba en los honores y adulaciones que
le dispensaban. El cónsul holandés Auguste Serruys, llegado a Lima en
febrero de 1826, compartió una cena en honor del mascarón de proa de la
independencia. Bolívar se mostró muy complacido con la presencia del
representante del «rey más liberal» de Europa, además de expresar su es-
peranza de que este continuara su acercamiento a las nuevas repúblicas.
Serruys, hijo de un diputado de Amberes, fue el primer holandés revestido
de una función oficial en estrecharle la mano al Libertador.
En el verano de 1826 Bolívar se dispuso a regresar a Bogotá, pues le
llegaban señales de que Venezuela quería separarse de Colombia. Una de-
legación de damas limeñas le imploró que se quedara, porque Perú y ellas
mismas no podían pasar sin él. Bolívar permitió que los encantos de Lima
lo retuvieran un par de semanas más, pero a principios de septiembre de
1826 emprendió el largo viaje a Bogotá.3

2 O’Leary, El Congreso internacional de Panamá en 1826, pp. 19-28, 79-86; O’Leary, Bolívar
and the Wars of Independence, pp. 312-314; Cavelier, Documentos para la historia diplomática
de Colombia I, pp. 178-202.
3 anpb /rree 457 y 476, Serruys a Verstolk, 11-2-1826 y 16-8-1826.

Sytze van der Veen 177


Abate Dominique Dufour de Pradt (1759-1837), «exarzobispo de Malinas y exlimosnero de Marte, dios de
la guerra». Grabado anónimo, ca. 1825. París, Biblioteca Nacional de Francia.

Congreso de los pueblos


El congreso de Panamá, que apelaba a la imaginación liberal, fue objeto de
mucha publicidad. Para la intelectualidad de izquierda en Europa consti-
tuía la coronación de la revolución en el Nuevo Mundo. El incansable abate
De Pradt dedicó un folleto a la reunión, que presentó con muchos signos
de exclamación como la alternativa liberal de los simposios represivos de
la Alianza: «¡Un congreso en América! ¡Un congreso de los pueblos! ¡El
mundo es un loquero! ¡Cielo santo, en qué tiempos vivimos! ¿Qué puede
enseñarnos la Historia, incluso la de la Antigüedad, a la luz de tales pas-
mosas novedades? Bendita América, os eleváis sobre el mundo cual estrella

178 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


benéfica […]. El congreso de Panamá pasará a la historia como un hito y
los resultados serán determinantes para el futuro».4
La fiebre panameña estremeció a Guillermo I, que consideró que el
congreso debía contar con la presencia de un delegado holandés. Panamá
ofrecía al rey acceso tanto a Sudamérica como a la política internacional.
Si en Europa no le permitían participar en congresos, aprovechó la opor-
tunidad de hacerlo del otro lado del océano. La ausencia de invitación no
supuso ningún inconveniente: seguro que su representante sería recibido
con los brazos abiertos. Por las dudas le planteó el asunto a Falck, que res-
pondió desde Londres que también el gobierno británico tenía intención
de enviar un observador al istmo. El rey corrió a seguir el ejemplo.5
Tenía en vista al candidato adecuado para la misión: el coronel Jan Ver-
veer, que había vuelto recientemente con Kraijenhoff de Curazao y estaba
dispuesto a cruzar nuevamente el océano. Mediante real decreto de 15 de
febrero de 1826, se le encomendó «emprender un viaje a las Indias Occi-
dentales en América», como describió Verstolk en términos velados la mi-
sión. A falta de invitación, Verveer no podía presentarse en el congreso en
función oficial, lo que en realidad le venía muy bien. Según su instrucción,
debía evitar causar esa impresión, si bien «bajo cuerda y en confianza» po-
día hacer notar que su presencia sí que revestía carácter oficial. Además, se
le encarecía abstenerse de pronunciar discursos: Verstolk no tenía ninguna
necesidad de repetir el escándalo suscitado en torno a De Quartel.6
En marzo de 1826 Verveer partió a Londres, donde Falck lo puso en
contacto con el nuevo enviado colombiano, Manuel José Hurtado. El coro-
nel hizo de cuenta que iba a emprender una expedición científica y obtuvo
una carta de recomendación de Hurtado. Partió de Falmouth en un barco
inglés rumbo a Curazao, donde Cantz’laar puso a su disposición una em-
barcación de la marina para continuar el viaje.7

4 De Pradt, Congrès de Panamá, pp. 1-8.


5 anpb /rree 629, Verstolk a Guillermo I, 2-2-1826; Verstolk a Falck, 3-2-1826; Falck a
Verstolk, 11-2-1826.
6 anpb /rree 629, Verstolk a Guillermo I, instrucción de Verveer y borrador del Real De-
creto, 13-2-1826. La instrucción del representante británico Dawkins está fechada el 18-
3-1826, un mes más tarde que la de Verveer (Temperley, Canning, pp. 177-182; Webster,
Britain and the independence of Latin America, tomo i , pp. 403-409).
7 anpb /rree 629, Verveer a Verstolk, 16-3-1826.

Sytze van der Veen 179


Cruzando el istmo
En el bergantín Merkuur, perteneciente al escuadrón de las Indias Occiden-
tales, Verveer viajó a la pequeña localidad de Chagres, situada en el lado
caribeño del istmo de Panamá. El 5 de julio de 1826, él y su compañero
Mattheus Simon desembarcaron, mientras el Merkuur siguió navegando
frente a la costa a la espera de su regreso. El coronel y su ayudante debían
cruzar el istmo de este a oeste: una distancia de poco más de ochenta ki-
lómetros, aunque un trayecto accidentado en la época en que todavía no
existía el canal de Panamá.
El tiempo no ayudaba, pues estaban en plena época de lluvias. Los dos
oficiales hicieron la primera parte del viaje a bordo de un barquito impul-
sado río arriba por indígenas con una pértiga sobre el crecido río Chagres.
La «embarcación deplorable más allá de toda descripción» era una canoa
con un techito de hojas de palma, que no ofrecía ninguna protección contra
la lluvia tropical. A mitad de camino del istmo, debieron cruzar a lomo de
mula un paso de montaña que ofrecía un amplio panorama sobre dos océa-
nos, al menos con tiempo despejado. Por desgracia, los viajeros no vieron
mucho más que el terrorífico abismo justo al lado del sendero, por el que
avanzaban a paso de tortuga. Apenas podía llamarse sendero y, según Ver-
veer, había sido construido por un espíritu perverso que pretendía hacerlo
lo más impracticable posible. Después de tres días de penurias, llegaron a
la ciudad de Panamá tarde por la noche.
A la mañana siguiente se presentó ante los delegados el enviado del
Reino de los Países Bajos. El número de repúblicas que había respondido al
llamamiento de Bolívar no era muy elevado. Solo México, América Central,
Perú y Colombia se habían tomado la molestia de enviar delegados.8 Ar-
gentina, Chile y Paraguay faltaron a la cita y hasta Bolivia había ignorado
la invitación de quien le había dado nombre. Colombia estaba representada
por Pedro Gual, antiguo ministro de Relaciones Exteriores, y Pedro Briceño
Méndez, jurista de origen venezolano y uno de los próceres de la indepen-

8 Uno de los diputados peruanos en Panamá fue José María de Pando, que previamente
fue el enviado español a los Países Bajos (véase el capítulo «Empresas rastreras», nota
1). Los otros dos fueron Manuel Lorenzo Vidaure y Manuel Pérez Videla.

180 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Navegación fluvial en sampán, una canoa con techo de hojas. Grabado anónimo en la revista Le tour du
monde 34 (1873). Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.

dencia.9 Completaba la compañía de delegados hispanoamericanos y sus


secretarios Edward Dawkins, el enviado del gobierno británico.10
Saltándose a Bolívar, el vicepresidente Francisco de Paula Santander
había cursado una invitación a Estados Unidos, lo que dio lugar en Was-
hington a interminables discusiones. John Quincy Adams, que en 1825
había sucedido a Monroe como presidente, era partidario de participar. En
Panamá se tratarían asuntos que incumbían a todo el hemisferio occiden-
tal y, por lo tanto, a todo el mundo republicano. Se topó con la oposición
del congreso, pues muchos representantes del pueblo temían demasiada
solidaridad con los americanos del sur. A su entender, la declaración de
Monroe de 1823 no entrañaba ningún compromiso y no debía ser motivo
de ningún vínculo estructural.
Tras prolongados dimes y diretes se nombró a dos enviados: John
Sergeant, de Filadelfia, y Richard Anderson, cónsul estadounidense en
Bogotá. Ninguno de los dos llegó a participar en el congreso: Anderson

9 Documentos colombianos relativos al Congreso de Panamá en agnc /mre 401, 402 y 403.
10 Rippy, Rivalry of the United States and Great Britain, pp. 240-246; Webster, Britain and the
independence of Latin America, tomo i , pp. 410-424.

Sytze van der Veen 181


falleció en el camino hacia Panamá y, debido a la lenta toma de decisiones,
Sergeant partió demasiado tarde de Estados Unidos. Su ausencia le vino
bien a Canning, que temía que Adams quisiera aprovechar el congreso
para situar a la república norteamericana a la cabeza de la Confederación
Panamericana. El temor del ministro británico era infundado, pues el de-
bate en Washington giraba principalmente en torno a la cuestión de cómo
evitar que se contrajeran compromisos frente a los «hermanos del sur».11

Liga hispanoamericana
Los delegados congregados en Panamá se alegraron de la inesperada pre-
sencia de Verveer, que daba algo más de prestigio internacional a la reu-
nión. No todos los presentes habían entendido bien su nombre, a juzgar
por curiosas variantes que circularon, como «Werbel de Beer».12 El coronel,
sintiéndose obligado a contener el entusiasmo de los presentes, declaró que
no había venido en una función oficial. «No puedo dejar de mencionar a Su
Excelencia ―escribió a Verstolk― que unos y otros diputados disimularon
con dificultad los rastros de decepción».
En el momento de su llegada, estaban negociando con frenesí un tra-
tado panamericano. En ese sentido llegó justo a tiempo, aunque no le per-
mitieron asistir a las negociaciones. El 15 de julio de 1826 los delegados
firmaron un tratado de Unión, Liga y Confederación perpetua entre Mé-
xico, Colombia, América Central y Perú.13 Verveer no logró hacerse con
una copia hasta unos meses después, pero por sus conversaciones con
los presentes estaba bastante al corriente de lo negociado. Informó que la
liga hispanoamericana no solo pretendía ser una alianza defensiva, sino
también ofensiva. Se había hablado de un ataque conjunto a Cuba y Puer-
to Rico, los últimos restos del imperio español. La creación de una flota y
un ejército colectivos le pareció a Verveer una opción realista. ¿Qué podía
emprender la débil España contra el poder combinado de las repúblicas?
Además, los distintos Estados podían economizar entonces fuertemen-
te sus gastos militares. Los ejércitos nacionales podían disolverse, para

11 Whitaker, The United States and the independence of Latin America, pp. 571-590.
12 Rivas, Historia diplomática de Colombia, p. 156.
13 Varios proyectos del tratado panamericano en agnc /mre 402 (Congreso Americano en
Panamá).

182 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Monasterio franciscano de Panamá, sede del Congreso Panamericano de 1826. Grabado anónimo en la
revista Le tour du monde 39 (1880). Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.

que «miles de manos» se liberaran para la agricultura y la industria. Una


ventaja adicional de un ejército supranacional, según él, era que podía
reducirse el «sinfín de comandantes militares». Demasiados generales con
una «ambición mal orientada» representaban un peligro para la estabilidad
de las nuevas repúblicas, como observó con justa razón el coronel. En su
opinión, el «ansia de ejecución» de un ataque a Cuba y Puerto Rico era
reducida, pues tanto Inglaterra como Estados Unidos se oponían. También
su estimación de esa falta de interés era acertada.14
Poco después de la firma del tratado, Gual comunicó a Verveer que
el congreso se aplazaba. El tratado debía ser ratificado por las distintas
repúblicas y luego la reunión se reanudaría en México. Si Panamá era el
ombligo simbólico del Nuevo Mundo, como sede de conferencias era in-
adecuada. La accesibilidad era mala; el alojamiento, deficiente; la comida,

14 Temperley, Canning, pp. 168-177; Webster, Britain and the independence of Latin America,
tomo i , pp. 410-424.

Sytze van der Veen 183


miserable, y el clima, insalubre. En la «atmósfera caliente y al mismo tiem-
po acuosa», los dos secretarios del enviado británico Dawkins sucumbie-
ron a una enfermedad, probablemente la fiebre amarilla. El mexicano José
Mariano Michelena, exmiembro del triunvirato que había gobernado su
país de 1822 a 1824, propuso continuar el congreso a los ocho meses en
Tacubaya, una agradable localidad en las afueras de Ciudad de México.
Gual y Michelena insistieron en que Verveer asistiera a la continuación en
Tacubaya. Apreciaban su presencia aún más por cuanto Dawkins, tras el
fallecimiento de sus colaboradores, dio la espalda al congreso. Verveer era
el único extranjero capaz de engalanar la reunión.
Tras un momento de vacilación, el coronel decidió que su instrucción
le daba margen para un traslado a México.15 Junto con el teniente Simon,
regresó a la parte oriental del istmo, donde el Merkuur acababa de tocar
puerto en Chagres. El barco los levantó y, previa parada en Jamaica, nave-
gó hasta Veracruz, en la costa este de México. Desde allí, Verveer y Simon
viajaron por tierra a Ciudad de México, acompañados por una escolta pro-
vista por las autoridades de Veracruz. El 17 de septiembre de 1826 llegaron
a la capital, donde los recibió el presidente Guadalupe Vitoria. Se trataba
ahora de esperar a los delegados para que pudiera continuar el congreso.
Pasaría cierto tiempo, pero en todo caso la Ciudad de México era un lugar
de residencia más agradable que la Ciudad de Panamá.16

Tensión en Colombia
Mientras el Congreso Panamericano deliberaba, en Venezuela se desató
una rebelión contra el gobierno de Bogotá. Verveer, que en su viaje de ida
había captado rumores sobre el movimiento separatista venezolano, pidió
detalles a Gual en el congreso. El colombiano no quiso comprometerse;
la discordia en su país no le convenía ante la aspiración de unidad con

15 agnc /mre 403 (Congreso Americano en Panamá), fol. 9, Gual a Verveer, 5-7-1826, sobre
el traslado del congreso a México; en mre 401, fol. 32, en un informe al gobierno colom-
biano de 19-7-1826, Gual menciona que «el caballero Vanveer [sic]» continuará su viaje
a México.
16 anpb /rree 631-633, informes de Verveer de junio a diciembre de 1826 desde Curazao,
Panamá, Jamaica, Veracruz y Ciudad de México; anpb /Legación Gran Bretaña 36,
Verveer a Falck, 21-7-1826; De Jong, Krimpende Horizon, pp. 102-104; J. Schoonhoven y
C. T. de Jong, «The Dutch observer at the Congress of Panamá in 1826», Hispanic Ameri-
can Historical Review 36 (1956), pp. 28-37.

184 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Francisco de Paula Santander (1792-1840). Retrato en miniatura de José María Espinosa, ca. 1840. Bo-
gotá, Colección de Arte del Banco de la República.

las otras repúblicas. La fuerza propulsora detrás del separatismo era un


grupo de ciudadanos e intelectuales descontentos de Caracas, que con-
sideraban que tenían muy poco que decir en Colombia y se resistían a
la manía organizativa del gobierno en la lejana Bogotá. Según ellos, Ve-
nezuela debía soportar las cargas de la república sin recibir demasiados
beneficios a cambio. A su entender, los granadinos no eran compatriotas,
sino déspotas foráneos.
José Antonio Páez, el militar de más alto rango en Venezuela gracias a
sus méritos en la guerra de liberación, tenía inicialmente en poca estima al
movimiento separatista. El general también tenía en poca estima a la ciu-
dadanía de Caracas, que lo denunció ante el gobierno de Bogotá por abuso
de poder. En abril de 1826, el vicepresidente Santander lo conminó a rendir
cuentas en Bogotá, pero el testarudo caudillo hizo caso omiso de la orden.

Sytze van der Veen 185


Se negaba a tener que justificarse ante un chupatintas como Santander, y
en su lugar se puso al frente de la insurrección.
Cuando Páez unió su prestigio a su causa, los habitantes de Caracas
olvidaron su resentimiento contra él. Gracias a su apoyo, el movimiento
tomó impulso, si bien algunos distritos permanecieron fieles al gobierno
de Bogotá. Varios comandantes de guarniciones eran viejos compañeros de
lucha de Bolívar y se declararon contra Páez. Un pronunciamiento siguió
al otro y Colombia pareció encaminarse directamente a una guerra civil.
En la historiografía grancolombiana, este primer movimiento separatista
de Venezuela es conocido como «La Cosiata». En el otoño de 1826, en-
contrándose Bolívar de camino entre Lima y Bogotá, la gran pregunta era
cómo reaccionaría él ante la amenaza de separación. A la espera de su
llegada, Santander dejó que el asunto siguiera su curso, dando de hecho
carta blanca al movimiento.
La agitación en Venezuela se manifestaba en los informes de los agen-
tes comerciales que habían sido nombrados recientemente por De Quartel.
Willem van Raders estaba destinado en La Guaira, el puerto justo al norte
de Caracas. Había sido capitán de puerto en Curazao, donde su hermano
Reinier era mayor en la guarnición local. Edward Brooke Penny, el agente
comercial en Maracaibo, era un comerciante británico que había vivido du-
rante años en Curazao y escribía un neerlandés impecable con propensión
poética. De conformidad con la naturaleza de sus cargos, los agentes co-
merciales informaban al gobernador de Curazao. Con posterioridad, cuan-
do obtuvieron la categoría de cónsules ordinarios, comenzaron a dirigir
sus cartas directamente al ministro de Relaciones Exteriores en La Haya.17
Según Van Raders, Páez, de extracción popular, se dejaba usar por «es-
píritus revoltosos» en Caracas. El objetivo de la insurrección no le quedaba
claro: algunos querían una separación; otros, una Colombia federal dentro
de la cual Venezuela tuviera la categoría de autonomía. La ciudad de La
Guaira se declaró a favor de Páez, que, sin embargo, perdió mucha popu-
laridad por los tributos que había impuesto a la población. Temiendo un

17 anpb /col 3764-3766 y rree 463, 471, 472, 473, 480, 481, informes de Van Raders y Penny
sobre la situación en Venezuela en 1826 y 1827. Una retrospección interesante de Andrés
Level de Goda, uno de los participantes en la Cosiata, en anpb /Consulado Trujillo 2
(Level de Goda a Travers, 31-5-1830).

186 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


derramamiento de sangre, Van Raders pidió tener preparado en Curazao
un barco de la marina para ir a buscarlo en caso de necesidad. Además, a
falta de movimiento, el agente comercial tenía poco que hacer. Solicitó
a Cantz’laar que mantuviera vacante su puesto de capitán de puerto en
Curazao, por si tuviera que salir precipitadamente.
Su homólogo Penny de Maracaibo se mostró menos nervioso. Rafael
Urdaneta, el comandante local, era un fiel seguidor de Bolívar y no muy
amigo de Páez. No obstante, también allí había partidarios de una Colombia
federal con autonomía para Venezuela, que querían promover ese cambio
por medio de una reforma constitucional, distanciándose del ruido de ar-
mas de Páez. La Constitución de 1821 preveía una asamblea nacional que a
los diez años evaluara su funcionamiento, pero los ciudadanos de Maracai-
bo propusieron celebrar esa convención a corto plazo. Según Penny, muchos
venezolanos compartían la predilección por un marco estatal más suelto y
por una solución pacífica a través de la adaptación de la constitución.

Regreso de Bolívar
Mientras tanto, Bolívar estaba de camino entre Lima y Bogotá, un viaje de
más de dos meses. En el sur de Colombia fue recibido con vítores, aunque
también con quejas sobre el gobierno. Las bondades de la independencia se
limitaban a un malestar económico, impuestos onerosos y una abundancia
de funcionarios. Tras una ausencia de cinco años, Bolívar se percató de que
la república no había sido de mucho provecho para sus ciudadanos. El
presidente, al que el congreso colombiano había conferido recientemente
un segundo mandato, cayó en la cuenta de que tenía que tomar él mismo
las riendas del gobierno. Llegó al convencimiento de que la constitución
que había diseñado para Bolivia era el medio indicado contra los males de
Colombia. Las fuerzas que socavaban el Estado debían ser conjuradas por
una fuerte autoridad monocéfala: la suya.
A mediados de noviembre de 1826 llegó a Bogotá, donde volvió a ha-
cerse cargo de la presidencia y, además, se ungió con los poderes extraordi-
narios de los que, según la constitución, podía disponer en situaciones de
emergencia. A simple vista, sus relaciones con Santander eran amistosas,
pero soterradamente la tensión entre el presidente y el vicepresidente iba

Sytze van der Veen 187


Procesión en Bogotá. Acuarela de Auguste Le Moyne, 1835. Bogotá, Museo Nacional de Colombia.

en aumento. En círculo privado, Bolívar ventilaba críticas a Santander,


que en su opinión era un teórico que no veía las necesidades políticas y
económicas de Colombia. Le recriminaba haber hecho muy poco contra el
separatismo en Venezuela y lo acusaba de mala política financiera.
Santander había aprobado en 1824 un segundo préstamo millonario en
Londres, pero las libras británicas habían desaparecido en varios bolsillos,
y la fuertemente incrementada deuda del Estado se llevaba un tercio del
presupuesto nacional. Tras el regreso de Bolívar, Santander, que en los años
anteriores había ejercido el poder de forma autónoma, ya no tenía voz ni
voto. El vicepresidente fue degradado a subordinado del presidente, que
se erigió en némesis. Su dificultosa relación sería en los años siguientes una
causa importante del ocaso de la Gran Colombia.
Tras una estadía de dos semanas en la capital, Bolívar partió a Vene-
zuela, acompañado únicamente por su guardaespaldas. El 16 de diciembre
llegó a Maracaibo, donde lo recibieron con salvas y fuegos de artificio. Ed-
ward Penny tuvo el gusto de entrevistarse con el Libertador, que confiaba

188 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


en que su venida ahuyentaría «todas las nieblas de discordia y disgusto».
Bolívar estaba convencido de que el pueblo se uniría a él.
Al pueblo más le valía hacerlo: la proclamación que promulgó en Ma-
racaibo no dejaba lugar a duda al respecto. Quien no quisiera acatar «el
deber y la razón», que contara con castigos nada agradables. Bolívar le
aseguró a Penny que no habría guerra civil y que llegaría a un arreglo con
Páez. Pese a esas palabras tranquilizadoras, consideró necesario encar-
gar munición en Curazao para dos mil soldados.18 Páez había movilizado
un ejército considerable y, sin suficiente intimidación, era poco factible
transigir con él. En su más reciente declaración, el líder venezolano había
afirmado que se resistiría a Bolívar en extremo. Los habitantes de Caracas
entendieron lo que venía y se dieron a la fuga en gran número.
A fines de 1826, Bolívar empezó a negociar con Páez desde Puerto
Cabello. Invocando su vieja amistad, rememoró su lucha conjunta contra
los españoles y propuso perdonar y olvidar lo sucedido. No se enjuiciaría
a Páez ni a sus seguidores por la rebelión, ni se confiscarían sus bienes.
Ofreció a Páez el cargo de jefe superior de Venezuela, una función que creó
in situ basándose en sus poderes extraordinarios. Páez sería una especie
de vicepresidente con un alto grado de autonomía. A su debido tiempo, la
constitución podría adaptarse a los deseos de los venezolanos.
Páez resultó sensible al tono de camaradería y al generoso ofrecimien-
to. Además, su número de seguidores se reducía considerablemente desde
que Bolívar había puesto pie en tierra firme en Venezuela. Curándose en
salud, el día de Año Nuevo de 1827 el insurgente se reconcilió con Bolívar.
El caudillo reconoció la autoridad del supercaudillo, siendo confirmado
así en su propia autoridad. Bolívar había acertado el tono. Se le daba
mejor tratar con un militar campechano como Páez que con un jurista
escurridizo como Santander.

Reconciliación
El 10 de enero de 1827, Bolívar y Páez hicieron su entrada conjunta en
Caracas, engalanada con arcos de triunfo, guirnaldas y banderas para la

18 anpb /cba hasta 1828, 1622, Urdaneta a Cantz’laar, 21-12-1826; cba hasta 1828, 284,
Cantz’laar a Urdaneta, 9-1-1827, rechazo de la solicitud.

Sytze van der Veen 189


Carnaval en Bogotá, con un simulacro de pelea entre personificaciones de médicos y enfermedades. Acua-
rela de François Désiré Roulin, ca. 1825. Londres, Colección Welcome.

ocasión. Para gran alivio de los habitantes, se había evitado una guerra
civil. Quince doncellas ataviadas de blanco dieron lustre a la ceremonia y
obsequiaron con coronas de laureles a los héroes de la nación. Mediante un
gesto teatral, Bolívar entregó su espada a Páez, que declaró que la utilizaría
exclusivamente para el bien de Colombia. Van Raders asistió a la ceremonia
y escribió que el entusiasmo con el que se había recibido a Bolívar superaba
todo entendimiento. Él mismo fue tratado con todos los honores, permitién-
dosele en una recepción apostarse al lado del Libertador. Bolívar vino, vio
y venció. El encantamiento de su prestigio restableció la paz en Venezuela;
al menos por el momento, como añadió con escepticismo Van Raders.
El siguiente medio año, Bolívar gobernó Venezuela por su propia
mano, sobre la base de su poder personal y sus poderes extraordinarios.
Van Raders veía su régimen como un primer paso hacia la introducción de
la constitución de Bolivia y la presidencia vitalicia. Esa era también la opi-
nión de Santander y sus seguidores, que iniciaron en Bogotá una campaña
contra el Libertador. El vicepresidente sacó a la publicidad su enemistad

190 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


con el presidente ausente y lanzó una campaña difamatoria en su contra en
periódicos y libelos. Mientras Bolívar imponía orden en Venezuela, crecía
en la capital la oposición contra él. En los años siguientes la controversia
se recrudecería cada vez más. Para mantener unida a Colombia, Bolívar se
vio obligado a comprometerse en persona, pues su prestigio y carisma eran
la única defensa contra las fuerzas centrípetas. De mala gana se convirtió
en la personificación de la república, con la consecuencia involuntaria de
que la resistencia contra él aumentaba.
A Bolívar le era imposible mantener las buenas relaciones con todo el
mundo. Sus seguidores en Venezuela, que el año anterior se habían resistido
a Páez, estaban descontentos con el trato generoso dispensado a los insur-
gentes. Ellos habían sacado las castañas del fuego, y ahora Páez y compañía
eran recompensados con bonitos empleos. Bolívar, que tenía que arreglár-
selas con los medios disponibles, utilizó a Páez como su lugarteniente para
mantener a Venezuela dentro de la república. El caudillo, que se negaba a
obedecer al gobierno de Bogotá y a Santander, aceptaba la autoridad de
Bolívar. Tales relaciones de vasallaje personal introdujeron un elemento
feudal en el sistema de gobierno, con los consiguientes problemas.

Sytze van der Veen 191


De Stuers y Van Lansberge remontaron el río Magdalena desde Cartagena hasta Honda, siguiendo luego
por tierra a Bogotá. Mapa en C. A. Gosselman, Reis naar Columbia (1832). Colecciones Especiales de la
Universidad de Ámsterdam.
CAPÍTULO 11

Duelo en Bogotá

JOSEPH DE STUERS, nacido en 1783 ―el mismo año que Bolívar―, jamás
se había imaginado que un día sería cónsul general en Bogotá. Hizo carrera
durante el régimen francés instaurado en Holanda, y llegó a ser subprefec-
to de uno de los departamentos en los que se había dividido por entonces
el territorio nacional. En virtud de sus méritos como regidor, hasta le fue
concedido un título nobiliario napoleónico que le daba derecho a hacerse
llamar «barón del Imperio».
También durante el hundimiento demostró ser un convencido partida-
rio del emperador y del Imperio. En noviembre de 1813 se negó a partici-
par en la insurrección contra los franceses y en su lugar se refugió con sus
patrones en Francia. Había sido y seguiría siendo un ferviente bonapartis-
ta, como lo prueba el hecho de que aun en 1814 impusiera a un hijo suyo
el nombre de Napoleón. La batalla de Waterloo echó definitivamente por
tierra sus planes de futuro: había apostado por el caballo equivocado.1 Al

1 Nieuw Nederlandsch Biographisch Woordenboek, tomo vii , Leiden 1927, 1187-1188, el artículo
«J.P.A.L. de Stuers».

Sytze van der Veen 193


cabo de un tiempo decidió cambiar de chaqueta, pero su conversión tardía
y su notorio apego a Napoleón obraron en su contra. A diferencia de otros
chaqueteros que reaccionaron con más tino, a la sazón no fue objeto de un
cómodo nombramiento.
En 1816 se quejó ante el rey Guillermo I por ese trato inmerecido, in-
tentando justificar su conducta en las postrimerías napoleónicas.2 Por lo
visto su apología causó poca impresión, pues De Stuers acabó residiendo
en Amberes como un ciudadano más, sin ejercer ningún cargo oficial. Tuvo
que esperar hasta 1824 para ser más o menos perdonado, a juzgar por su
admisión a la nobleza del nuevo reino. Poco después, cuando el gobierno
holandés inició la búsqueda de cónsules para enviar a Latinoamérica, de
alguna manera De Stuers fue a parar a la lista de candidatos. El ministro
de Relaciones Exteriores, Johan Gijsbert Verstolk, lo conocía de antes y,
por motivo de su carácter irascible, lo consideraba inepto para la función
diplomática. A pesar de las objeciones del ministro, el rey nombró a De
Stuers cónsul general en Bogotá.3 El nombramiento supuso para él el co-
mienzo de una nueva carrera, y estaba firmemente resuelto a hacer del
ejercicio de su cargo un éxito.

Viaje accidentado
Al no tener idea de lo que le esperaba en Colombia, De Stuers decidió
dejar a su mujer y sus hijos en casa. En el verano de 1826 arribó en paque-
bote a Curazao, donde conoció a su joven secretario Reinhart Frans Van
Lansberge, que lo acompañaría con el rango de vicecónsul. Van Lansberge
había ido a parar a la isla en 1823, a los diecinueve años de edad, después
de que el gobernador Paulus Roelof Cantz’laar le procurara un empleo
en la secretaría de la gobernación.4 Sus atribuciones provisionales como
«oficial supernumerario» se limitaban a la transcripción de documentos.
Reinhart, que había aprendido algo de español en el lugar, se interesó por
la aventura colombiana. Además, su sueldo de vicecónsul, aunque magro,

2 anpb /Colección Falck 75, De Stuers a Guillermo I, 25-9-1816.


3 anpb /sge ,Verstolk a Guillermo I, 19-3-1826. De Stuers fue nombrado por Real Decreto
del 29 de marzo 1826.
4 anpb /col 3793, solicitud de empleo en Curazao de R. F. van Lansberge y decisión favo-
rable al respecto, 26-3-1823.

194 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


representaba una mejora considerable con respecto a su salario de hambre
como aprendiz de funcionario.5
A principios de septiembre de 1826, un barco de la marina de guerra
holandesa transportó al dúo consular hasta Cartagena. Para el viaje de allí
a Bogotá querían hacer uso del vapor de ruedas que desde hacía un año
prestaba servicio en el río Magdalena.6 La embarcación había sufrido una
avería, lo que obligó a los viajeros a esperar en Cartagena.7 De Stuers, no
acostumbrado al trópico, enfermó durante la escala en el caliente puerto.
Aquejado de fiebre biliar, el cónsul general intentó hacerse una idea cabal
de la situación política en Colombia, lo que no resultó tarea fácil: «Las
cosas en esta mancomunidad son muy confusas», escribió a Verstolk. La
cuestión que ocupaba los ánimos de la gente era la insurrección en Vene-
zuela denominada «La Cosiata». Si bien dicho movimiento independen-
tista no afectaba directamente a Cartagena, los habitantes de esta ciudad
se pronunciaron a favor de Bolívar.
El encuentro con Colombia debió de ser para De Stuers un verdadero
choque cultural. Van Lansberge ya se había familiarizado en cierta medida
con una sociedad multicolor en Curazao, pero en ese sentido su jefe no
tenía ninguna experiencia. Cartagena era un puerto de la marina y el co-
mandante de la flota, José Prudencio Padilla, había sucedido al curazoleño
Luis Brión en el cargo de almirante. El orgullo de la marina colombiana
se componía de dos fragatas adquiridas recientemente en Suecia. Sin em-
bargo, a falta de marineros estaban imposibilitadas de zarpar, razón por la
cual Padilla y el general Mariano Montilla, comandante de la guarnición
local, pretendían tripular los barcos con marinos holandeses.
De Stuers planteó la propuesta de los oficiales colombianos a Verstolk,
que no se entusiasmó mucho con la idea. No obstante, el ministro solicitó
el juicio de Guillermo I, que tampoco consideró oportuno que marinos ho-
landeses se incorporaran al servicio de Colombia. El rey no ponía reparos

5 anpb /rree 454, 2-5-1826, nombramiento de R. F. van Lansberge como vicecónsul; anpb /
Colección Van Lansberge, 30-31.
6 R. L. Gilmore y J. Parker Hamilton, «Juan Bernardo Elbers and the introduction of steam
navigation on the Magdalena River», Hispanic American Historical Review 28 (1948), pp.
335-359.
7 agnc /mre 405 (Consulado de los Países Bajos), fol. 57, De Stuers a Restrepo, 10-9-1826,
mencionando su llegada a Cartagena.

Sytze van der Veen 195


El vapor Unión en su primer viaje por el Magdalena. Acuarela de Joseph Brown (1839) en M. Deas, Tipos
y costumbres de la Nueva Granada. Centro de Estudios y Documentación Latinoamericanos, Universidad
de Ámsterdam.

al suministro de armas, pero el de hombres le pareció que iba demasiado


lejos. Que De Stuers dijera que Holanda apenas disponía de suficientes
marineros para su propia marina.8
Hubo que esperar seis semanas hasta que el vapor y el cónsul general
estuvieran remendados. A mediados de noviembre, los viajeros partieron
de Cartagena rumbo al pueblo de Barranca Nueva, el embarcadero a orillas
del Magdalena. Cruzaron en velero la bahía de Cartagena y luego navega-
ron tierra adentro por el antiguo canal El Dique. Como un poco más arriba
esta vía acuática se había enarenado, tuvieron que salvar el resto del tra-
yecto a caballo.9 Cuatro días después llegaron a Barranca, donde debieron
esperar un par de semanas hasta que por fin apareció el vapor. Después de
embarcar les esperaba un viaje de unos seiscientos kilómetros, que resultó
ser todo lo contrario de un viaje de placer. Durante la navegación río arriba

8 anpb /rree 472, 476, 479, 485 y 488, informes De Stuers desde Curazao y Cartagena (agos-
to a noviembre de 1826). La decisión desfavorable en rree 493, Guillermo I a Verstolk,
30-5-1827.
9 Descripción de la primera parte del viaje en anpb /Colección Van Lansberge 46, «Souve-
nirs de la Colombie» (manuscrito).

196 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Entrada del mercado de Honda. Acuarela de François Désiré Roulin, 1823. Bogotá, Colección de Arte del
Banco de la República.

por el Magdalena el barco encalló varias veces, sufriendo averías en la proa


y en la tablazón. El día de Navidad se estrelló con mucha violencia contra
un peñasco y los pasajeros se vieron obligados a desembarcar.
Para la salud de los treinta y cinco pasajeros y tripulantes tal vez haya
sido lo mejor, pues la mitad había enfermado y hasta había habido algunas
muertes a bordo. Tras su naufragio, De Stuers, Van Lansberge y sus dos
sirvientes se instalaron en un pueblo a orillas del río. Dos semanas des-
pués, una canoa pasó a buscar a los viajeros naufragados y los transportó
hasta otra localidad río arriba. Allí tuvieron que esperar una semana otro
transporte que los llevara hasta Honda, desde donde pudieron continuar
el viaje por tierra. A De Stuers le había dado por segunda vez una fiebre
tropical, que intentó combatir con quinina. A Van Lansberge, que padecía
molestias intestinales, un curandero local le administró un vomitivo que
socavó más aún su debilitado organismo. También los sirvientes habían

Sytze van der Veen 197


La montaña del Sargento, entre Honda y Guaduas. Acuarela de François Désiré Roulin, 1823. Bogotá,
Colección de Arte del Banco de la República.

enfermado, de modo que toda la compañía se vio obligada a permanecer


dos semanas en la «insalubre y ardiente» Honda para recobrar fuerzas.
La última etapa de Honda a Bogotá, de más de cien kilómetros, solo
podía salvarse a lomo de mula. Desde el valle del río, los viajeros tuvieron
que trepar dos mil metros por la cordillera Oriental para llegar al altiplano
de Bogotá. Van Lansberge y los sirvientes sufrieron un colapso en el cami-
no, de modo que en Guaduas hubo que intercalar un nuevo descanso de
una semana. Tras reanudar el viaje, la fiebre de De Stuers empeoró y «para
colmo de males me sobrevino el flujo de sangre (disentería)». Fueron nece-
sarias veinte gotas de láudano para mantener al cónsul general en pie. Tres
días después, los exhaustos viajeros llegaron al pueblo de Facatativá, al
borde del altiplano y a una jornada de Bogotá. Después, en retrospección,
De Stuers no recordaba cómo había ido a parar allí, pues «la fiebre me hacía
delirar y el flujo de sangre me atormentaba de continuo».

198 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Desde Facatativá escribió una carta a su hombre de contacto en la ca-
pital, un tal Brush, rogándole que le enviara una carroza. Brush fue tan
amable de acercarse hasta el pueblo y dio a entender a los viajeros que las
carrozas en Bogotá eran un lujo desconocido. El inglés, que no consiguió
siquiera hacerse con una carretilla, consideró que lo más conveniente era
transportar al debilitado cónsul general en una hamaca. De Stuers puso
reparos, «porque me resultaba indignante hacer mi entrada en la capital
de esa manera». Después de atiborrarse de láudano, con mucho esfuerzo
se subió al caballo. Van Lansberge y Brush cabalgaron a ambos lados del
sedado jinete, manteniéndolo erguido. Al caer la tarde del 21 de febrero
de 1827, tras un viaje agotador de más de tres meses, De Stuers y los suyos
llegaron a Bogotá.10

Credenciales defectuosas
Los viajeros necesitaron un período prolongado para sobreponerse a los
padecimientos sufridos. Al considerar que el largo viaje le había hecho
perder demasiado tiempo, De Stuers no quiso esperar hasta que estuviera
restablecido. Afiebrado y todo, dos días después de su arribo fue a visitar
a José Manuel Restrepo, temporalmente a cargo de la cartera de Relacio-
nes Exteriores. El encuentro con las autoridades colombianas no estuvo
exento de dificultades. El ministro formuló la observación de que en las
credenciales se hacía mención de «Colombia» y no de la «República de
Colombia», como cabía esperar en un documento formal de esa naturaleza.
Restrepo tenía razón: el reconocimiento de Colombia seguía siendo una
cuestión delicada y la formulación cautelosa obedecía al temor de cometer
una impertinencia respecto de la Santa Alianza europea. De Stuers declaró
«con cierta animación» ante Restrepo que al redactar las credenciales su
soberano no estaba obligado por ninguna regla no escrita de la etiqueta
diplomática. «La fiebre que me sobrevino puso fin a nuestra conversación».
Más tarde tuvo que explicar también al vicepresidente Francisco de
Paula Santander que la formulación de marras no era producto de mala
intención. El gobierno colombiano respondió a la mezquindad holandesa

10 anpb /rree 500, De Stuers a Verstolk, 15-1 y 28-2-1827.

Sytze van der Veen 199


haciendo esperar a De Stuers por espacio de varias semanas.11 Finalmente,
el 18 de marzo de 1827 la Gaceta de Colombia anunciaba que «el Caballero
De Stuers», previa presentación de sus credenciales, había recibido el plá-
cet como cónsul general. El órgano de gobierno se congratulaba de que
mediante el envío de este representante «Su Majestad Guillermo, descen-
diente del Libertador de los Países Bajos» había reconocido a la República
de Colombia. Aunque sonaba muy bien, al redactor de turno por lo visto
se le escapaba que este Guillermo no era descendiente de Guillermo de
Orange (1533-1584), jefe de la insurrección contra España en el siglo xvi .
El rey procedía de una línea lateral de la estirpe y tenía muy poco material
genético en común con el «Libertador de los Países Bajos».

Noticias de Bogotá
De Stuers y Van Lansberge encontraron alojamiento en la Calle del Rosa-
rio, cerca del colegio homónimo precursor de la actual Universidad del
Rosario. El principal cometido del cónsul general era promover el comercio
holandés, aunque pudiera hacer poco a tal fin en Bogotá, pues dicho co-
mercio se desarrollaba en lejanas ciudades portuarias. Presentó un par de
quejas relativas a las arterías a las que estaban expuestos los habitantes
de Curazao, pero sus empeños de poco sirvieron.12 El efecto principal fue un
conflicto de competencias entre él y Cantz’laar, el gobernador de Curazao,
que solía ser quien planteaba tales asuntos ante las autoridades de la costa
septentrional. Guillermo I encauzaba su apertura sudamericana a través
de dos ministerios: el de Relaciones Exteriores y el de Colonias, lo que
derivaba en frecuentes choques entre los ejecutores.
Naturalmente, De Stuers promocionaba el puerto libre de Curazao,
que, según afirmaba, acarrearía ventajas sin precedentes al comercio y la
navegación colombianos. En Curazao podía comprarse de todo, la ciu-
dad poseía el puerto más hermoso del mar Caribe y ningún otro lugar
daba una mejor acogida a los barcos de la república. En opinión del cónsul
general, la parte colombiana bien podía corresponder a la generosidad de

11 agnc /mre 405 (Consulado de los Países Bajos), fols. 29-35 y 43-45, correspondencia entre
Restrepo y De Stuers sobre las credenciales del último.
12 Pruebas de los esfuerzos de De Stuers en favor del comercio holandés en agnc /mre 405
(Consulado de los Países Bajos), fols. 36, 41-42, 47-48, 51-55, 61-91.

200 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Sytze van der Veen
La Plaza Mayor de Bogotá. Acuarela de Edward Walhouse Mark, 1846. Bogotá, Colección de Arte del Banco de la República.

201
Guillermo I, por lo que solicitó la abolición del arancel adicional del 5 % a
la importación que el gobierno imponía a los bienes que entraban al país
a través de un puerto colonial.
Santander y Restrepo declararon que nada podían hacer para cambiar
el arancel anticolonialista a la importación, ya que se había establecido en
una ley adoptada por el Congreso el año anterior. A Bolívar, que permane-
cía en Venezuela tras la reconciliación con Páez, tampoco le impresionó lo
del puerto libre. Tras enterarse de la declaración de franquicia, encomendó
a los intendentes del norte del país vigilar más estrictamente el contraban-
do originado en Curazao, que según él no haría más que aumentar a raíz
de esa medida.13
En Bogotá, De Stuers estaba más atareado con la política que con el
comercio, intentando febrilmente asir una realidad igualmente febril.
Desde un principio se enfrentó con la enemistad entre los dos gerifaltes
de la república. Bolívar, que todavía permanecía en Venezuela, se sentía
difamado por las calumnias publicadas en la prensa bogotana, achacan-
do la campaña difamatoria a Santander. Tras presentar su dimisión desde
Caracas, exigió al Congreso que se pronunciara sobre su actuación como
presidente. Altanero, rompió todos los vínculos con Santander y se negó a
seguir manteniendo una correspondencia con él. Este no quiso ser menos
y dimitió a su vez como vicepresidente; así todo el poder ejecutivo pasó a
ser dimisionario. De Stuers, sorprendido por los usos y costumbres de la
política colombiana, por momentos no lograba atar cabos en sus informes
al ministro Verstolk: «En verdad, mi muy distinguido señor, uno se con-
funde con las noticias y con todo lo que se oye».
Las partes en disputa no parecían tener otro programa que el de estar a
favor o en contra de Bolívar. Todo se reducía a ataques personales. Los san-
tanderistas se autodenominaban el partido constitucional, insinuando que
Bolívar se saltaba la constitución. Ellos, que se consideraban los liberales
auténticos, acusaban a sus adversarios de malbaratar su ideario. Se resistían
sobre todo a conceder poderes extraordinarios a Bolívar, aunque según De
Stuers no habrían tenido problema en reclamarlos para sí. Su principal arma

13 anpb /rree 520, José Rafael Revenga, en nombre de Bolívar, al intendente Castillo, del
departamento de Zulia, 6-4-1827 (anexo de Castillo al cónsul holandés E. B. Penny en
Maracaibo, 11-9-1827).

202 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


contra Bolívar era la constitución de Bolivia, que, según opinaban, quería
endilgar a Colombia. Acusaban al Libertador de aspirar a la presidencia
vitalicia y predicaban que su tiranía iba a acabar con la patria.
Los bolivarianos, en cambio, estaban convencidos de que lo que empu-
jaba a la república al abismo era el régimen de Santander. No querían saber
nada de su liberalismo dogmático ni de la camarilla que llevaba la batuta
en su nombre. A su entender, era necesario que Bolívar volviera para salvar
el Estado, regular las finanzas y restablecer el orden. El segundo emprés-
tito del Estado, emitido en Londres en 1824 por valor de 4.750.000 libras
esterlinas, había ido a parar, según ellos, a los bolsillos de Santander y sus
amigos. La mayoría de los militares, los sectores moderados de la bur-
guesía y la mayor parte del pueblo estaban del lado de Bolívar. Además,
gracias a un recientemente firmado concordato con Roma, este contaba
con el apoyo del clero.

Gallos de riña
Las disputas en Bogotá se vieron exacerbadas por una serie de aconteci-
mientos acaecidos en el sur. Poco después de que Bolívar partiera del Perú,
el régimen político instaurado por él vino a quedar en la línea de fuego. La
resistencia estaba liderada por Manuel Lorenzo Vidaure, quien reciente-
mente había representado al Perú en el Congreso de Panamá. La oposición
peruana hacía causa común con un grupo de oficiales descontentos de la
Tercera División colombiana, que seguía estacionada en el Perú. El coronel
amotinado José Bustamante se dejó persuadir por Vidaure para ocupar
Guayaquil, en el sur del actual Ecuador (los peruanos consideraban que
ese territorio pertenecía a su país y que Bolívar lo había anexionado sin
derecho a Colombia). Por consiguiente, unas tropas amotinadas colombia-
nas habían ocupado una parte del territorio de Colombia en nombre de un
movimiento rebelde peruano.
Bustamante estaba en comunicación con Santander, que según De
Stuers toleraba la violación del territorio colombiano para infligir daño
a Bolívar. Al trascender en Bogotá la ocupación de Guayaquil, Santan-
der mandó echar al vuelo las campanas de las iglesias y encender fogatas
festivas. Su actuación indignó a Bolívar y sus seguidores. Cayendo en la

Sytze van der Veen 203


cuenta de que se había excedido, Santander se desmarcó de Bustamante y
Vidaure. De ahí en más, cualquier noticia que llegaba desde el sur estaba
envuelta en «un velo impermeable», para que nadie se enterara de los
pormenores y para que la implicación de Santander quedara difuminada.
Para los impresores bogotanos eran tiempos ajetreados, pues el ner-
viosismo político daba lugar a un aluvión de panfletos. De Stuers solía
adjuntar a sus informes libelos y periódicos, aun si Verstolk no entendía
suficiente español como para enterarse de su interesante contenido. La
enemistad entre los dos líderes colombianos y sus partidarios infectaba el
Congreso, que se perdía en eternos debates a favor y en contra de Bolívar.
En opinión de De Stuers, el decoro de la representación popular dejaba que
desear: «Todo es partidismo, todo se compone de intrigas». La mayoría de
los diputados no atinaba más que a agraviar a sus adversarios. Tras inter-
minables discusiones, el congreso decidió rechazar las dimisiones tanto de
Bolívar como de Santander.
Por lo demás, según De Stuers, los representantes del pueblo se entre-
tenían adoptando leyes que nunca llegarían a ejecutarse. Su decisión más
importante ilustraba la incapacidad latente de Colombia: a raíz de lo su-
cedido en Venezuela, el año entrante se celebraría una Asamblea Nacional
para reformar la constitución. De Stuers asistió a varias sesiones del Con-
greso y perdió su fe en el sistema parlamentario, llegando a la conclusión
de que la democracia no funcionaba en un país donde primaba el interés
personal y se echaba en falta la buena fe. En su opinión, la retórica era la
maldición de la república: «El colombiano piensa poco, habla mucho y no
duda de nada. Como posee el dudoso don de un rápido entendimiento,
no se toma la molestia de pensar».
Su juicio sobre Santander se correspondía con lo antedicho. Según De
Stuers, el vicepresidente no carecía de inteligencia, pero daba muestras de
muy poco criterio y de demasiado amor propio. En lugar de rebajarse al ni-
vel de los vicios de sus compatriotas, debería usar su superioridad intelec-
tual para elevarlos a la virtud. Santander alardeaba de honor y patriotismo,
pero en el plano moral su conducta suscitaba no pocos comentarios. Sus
asuntos de faldas eran la comidilla del día, era adicto a los juegos de naipes
y se sentaba a apostar en bares y cafés con individuos de dudosa ralea.

204 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Probablemente, a De Stuers le irritaban más los acompañantes de San-
tander que su afición por los naipes, pues él también era amante del juego.
Cuenta la historia que una noche el cónsul general estaba jugando a las
cartas en casa de Juan Illingworth, un oficial británico que había partici-
pado en la guerra de independencia. Un temblor de tierra, de los que eran
habituales en Bogotá, sacudió a los jugadores, que se precipitaron hacia
afuera sin preocuparse por el dinero que había quedado sobre la mesa.
Solo De Stuers tuvo la suficiente sangre fría o avaricia para llevarse su
ganancia antes de abandonar el inmueble.14
De los informes de De Stuers cabría concluir que la situación en Co-
lombia era relativamente desastrosa. La república estaba desgarrada por
las luchas internas, la ley había perdido toda autoridad, la Justicia ya no
se atrevía a pronunciar sentencias y en el ejército no se apreciaba ninguna
«disciplina militar». La realidad colombiana superaba al hidalgo holandés,
que pensaba que el barco del Estado estaba librado a «la tempestad de las
pasiones» y preveía que «debían cortarse los palos» para que la embarca-
ción pudiera arribar a buen puerto. Sonaba todo muy dramático, aunque
no quedaba del todo claro a qué se referían sus metáforas. Para rematar,
hubo un robo en la casa del cónsul general, que atribuyó a sus sentimientos
apocalípticos. A fines de abril, un ladrón se llevó toda la platería y el dinero
que había en casa, amén de la espada ornamental de su traje de gala.15
Aunque hasta entonces nunca se había entrevistado con Bolívar, lo con-
sideraba un idealista que vivía de su fama adquirida en la guerra. Pese a esa
reserva, tenía depositadas más esperanzas en Bolívar que en Santander, cuyo
«ultraliberalismo» llevaba a la república a la perdición. «Pero ¿podrá salvar
Bolívar a Colombia? ¿O se salvará el Estado si Bolívar cae?» Los encargados
de negocios británico y estadounidense destinados en Bogotá se inmiscuían
en la lucha partidista y se declaraban a favor de Bolívar. De Stuers consideró
fuera de lugar esa toma de posición y se abstuvo de emitir una opinión en
público. En sus cartas daba a Bolívar el beneficio de la duda, aunque con el
corazón en un puño: «Solo Dios sabe lo que será de Colombia».16

14 Boussingault, Memorias, tomo ii (1823-1832), p. 289.


15 agnc /mre 405 (Consulado de los Países Bajos), fol. 39, De Stuers a Restrepo, 23-4-1827.
16 anpb /rree 500-502, 504, 508, 517, 529 y 637, informes De Stuers, marzo a septiembre de
1827.

Sytze van der Veen 205


Escena callejera en la Plaza Mayor de Bogotá. Acuarela de François Désiré Roulin, 1824. Bogotá, Colección
de Arte del Banco de la República.

La magia de Bolívar
Aunque el Libertador seguía en Venezuela, la ocupación de Guayaquil y
la zozobra en Bogotá lo obligaron a partir. En junio de 1827 anunció desde
Caracas que iba a poner orden en otras partes de la república. Con ese
objetivo se desviaron algunos batallones de Venezuela a Bogotá, en parte
por tierra y en parte por mar. Bolívar partió de La Guaira a principios de
julio y llegó a Cartagena cinco días después.
Emile van Huele, un comerciante originario de Brujas que intentaba
vender un lote de fusiles en nombre de la Sociedad de Comercio de los
Países Bajos , presenció el arribo de Bolívar a ese puerto y asistió a la cena
celebrada en su honor. El discurso pronunciado por el presidente en dicha
ocasión le pareció bastante inquietante: arremetía contra los alborotadores
en Bogotá y declaraba que era su obligación contener la anarquía. Van
Huele pensó en Napoleón, cuyo asalto al poder el 18 de brumario de 1799

206 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


resultó ser el preludio de su coronación como emperador. ¿Acaso se esta-
ba representando allí una versión colombiana de aquella comedia y tenía
intención el Libertador de hacerse definitivamente con el poder?17
Bolívar esperó en Cartagena a que sus tropas se aproximaran a Bogotá,
aumentando con su tardanza la tensión en la capital. Los santanderistas
temían que el contingente se utilizara contra ellos y no contra los peruanos
en Guayaquil, como se había anunciado. A la espera de la llegada de Bolí-
var, Bogotá cayó en la anarquía. Circulaba el rumor de que Santander había
tramado un golpe de Estado, pero que, pensándolo bien, se había echado
para atrás. Si bien la prensa de oposición estaba abarrotada de retórica
belicosa contra Bolívar, muchos santanderistas temerosos decidieron huir.
A fines de agosto, De Stuers pretendía ofrecer una recepción con motivo
del cumpleaños de Guillermo I. Tras renunciar a su intención, se disculpó
por ello ante Verstolk: los ánimos estaban demasiado caldeados y quería
prevenir que algún invitado bebido se excediera en manifestaciones «que
pudieran resultar agraviantes para Su Majestad».18
En el transcurso de agosto, Bolívar remontó el Magdalena en el barco
de vapor. Librándose de naufragios y otras calamidades, el 10 de septiem-
bre de 1827 llegó a Bogotá. Con toda tranquilidad, acompañado de una
pequeña escolta, entró a caballo en la ciudad, apeándose a la altura de
la sala de reuniones del Congreso. La noticia de su llegada corrió como
un reguero de pólvora. De Stuers acudió justo a tiempo para escuchar su
emocionado discurso, en el que prometía luchar con todas sus fuerzas por
una república única e indivisa. Acto seguido, Bolívar se dirigió al palacio
presidencial, donde fue recibido por Santander y los ministros. El vicepre-
sidente le dio la bienvenida con tono enérgico, como queriendo recalcar
que no le tenía miedo a nadie. Guardando las formas, Bolívar le respondió
de manera apropiada. Después de ejecutar ese número obligado, evitó
todo contacto con Santander. Tres días después recibió a los miembros del

17 anpb /col 3769, Van Raders a Cantz’laar, 10-7-1827; anpb /sge 5702.B, Van Huele a la
Sociedad de Comercio de los Países Bajos, 11-7-1827; anpb /Curazao hasta 1828, 284,
Cantz’laar a Bolívar, 21-5-1827, introducción de Van Huele.
18 anpb /rree 637, De Stuers a Verstolk, 9-9-1827.

Sytze van der Veen 207


cuerpo diplomático, ocasión que De Stuers aprovechó para lanzarle un
cumplido formal «con voz clara» y en francés.19
Bolívar vino, vio y venció. El temor de los santanderistas de que los
colgaría del árbol más alto resultó infundado. El Libertador no precisaba
hacer uso de la violencia; la magia de su personalidad era un arma más
eficaz. Santander hizo un intento de reconciliación esperando ser perdona-
do, pero Bolívar ya no quería tener nada más que ver con él. «Furioso por
el despilfarro de medios pecuniarios», acusó a Santander de malversación.
Para demostrar su inocencia, el vicepresidente exigió que se investi-
gara su política financiera. Según De Stuers no fue una jugada muy inteli-
gente, pues las patrañas de Santander y sus amigos eran de conocimiento
general. Bolívar nombró enseguida una comisión del Senado para que
investigara a fondo la desaparición de dinero del gobierno. Santander dejó
de ejercer su cargo y de mostrarse en público. Bolívar ordenó convocar
elecciones para los delegados que debían reformar la constitución en la
próxima Asamblea Nacional. Empujados a la defensiva, los santanderistas
lanzaron una campaña para tripular la convención con el mayor número
posible de correligionarios.
De Stuers tuvo un par de encuentros con Bolívar. Para su gusto, el Li-
bertador se llenaba con demasiada facilidad la boca con «protestaciones»
de pureza republicana, aunque tal grandilocuencia era usual en el discurso
político colombiano. Desconfiaba de la «fuerza de imaginación» bolivariana,
que hacía que se dejara llevar con demasiada facilidad por ideas exaltadas.
Si bien lo consideraba un idealista manifiesto, De Stuers no podía sustraerse
a su carisma: «En sus actuaciones irradia una gran confianza en sí mismo,
una superioridad, una fe inquebrantable en su propio saber hacer. Suele ha-
blar solo y sigue su propio razonamiento, sin prestar atención a lo que dicen
los demás. Le gusta debatir y puede ser muy sarcástico. Es temido por su
lengua mordaz, que deja a menudo atónitos a sus oyentes». De Stuers lo veía
como el capitán capaz de salvar el barco del Estado, siempre y cuando no se
entrometiera demasiado en los asuntos de las otras repúblicas. Su paname-
ricanismo no lo convencía: «Quien demasiado emprende, consigue poco».20

19 anpb /rree 517, De Stuers a Verstolk, 16-9-1827.


20 anpb /rree 522/529, De Stuers a Verstolk, 9/23-10-1827.

208 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


«Dama de Bogotá en visita matinal en casa de una de sus amigas». Ambas fuman cigarros; en el lado
derecho del sofá se aprecia el sombrero de copa alta de la visitante. Acuarela de Auguste Le Moyne, ca.
1835. Bogotá, Museo Nacional de Colombia.

Perfume excitante
El 28 de octubre de 1827, día de san Simón, se celebraba el onomástico de
Bolívar. Las festividades correspondientes se prepararon con mucho esme-
ro, con la esperanza de que el culto al Libertador redundara en beneficio
de la estabilidad del país. Por la mañana el arzobispo de Bogotá ofició un
tedeum en la catedral y por la tarde el pueblo pudo regocijarse con corridas
de toros y riñas de gallos. Por la noche se celebró en el palacio presidencial
un baile al que también estaba invitado De Stuers.
La élite de Bogotá vistió sus mejores galas para asistir a este momento
culminante de la vida social. Bolívar y otros altos militares se presentaron
en uniformes de gala, con bandas y condecoraciones incluidas. El cónsul

Sytze van der Veen 209


general no quiso quedarse atrás y se vistió con el uniforme de etiqueta de
la marina holandesa, que le estaba permitido llevar en actos oficiales. Lo
había portado por el Magdalena y por los Andes. De Stuers no era marino,
y en el altiplano colombiano su atavío marítimo estaba un poco fuera de
lugar. Probablemente era la primera vez que lo desempolvaba. Faltaba la
espada ornamental, que le habían robado unos meses antes.
La estrella del baile era Manette, la bella cónyuge de François Désiré
Roulin, un científico y pintor francés que residía en Colombia desde 1823.
De Stuers, corpulento y de pelo ralo, sintiéndose un hombre de mundo al
vestir de etiqueta, sacó a bailar a la señora de Roulin. Esta aceptó la invita-
ción y al levantarse de su silla depositó su abanico y frasquito de perfume
en el asiento, a fin de tener las manos libres para su parejo.
Mientras el noble holandés y su dama daban vueltas a la pista de bai-
le, se presentó en escena el joven teniente Francisco de Miranda, hijo del
revolucionario homónimo, a cuyas peripecias ya se ha pasado revista al
comienzo del libro. El joven Francisco había nacido en Londres en 1806,
en momentos en que su padre declaraba por primera vez una revolución
fracasada en Venezuela. Junto con su hermano mayor, Leandro, hacía cua-
tro años se había mudado de Inglaterra a Colombia. Leandro era redactor
del Constitucional de Bogotá y autor del artículo sobre De Quartel, que tanto
revuelo había causado dos años antes en Europa.21
El teniente Miranda tenía mala vista, lo que no era muy recomendable
para su carrera militar. Cansado de bailar, se dejó caer en la silla de madame
Roulin y rompió el frasquito de perfume, siendo su miopía la causante del
aromático accidente. Cuando al finalizar el baile De Stuers acompañó a la
dama a su asiento, esta se conmocionó por la pérdida de su alhaja. Miran-
da se disculpó, pero aun así se produjo un altercado entre él y De Stuers.
Al colérico hidalgo le irritó la tosquedad del joven y consideró necesario
tildarlo de mequetrefe. A lo mejor estaba algo achispado y la bella Mane-
tte Roulin lo indujo a una caballerosidad exagerada. Unos circunstantes
aplacaron la disputa y Miranda se retiró ofendido.

21 Racine, Miranda, pp. 256-257; Bushnell, «The development of the press in Great Colom-
bia», Hispanic American Historical Review 30 (1950), p. 440.

210 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


A la mañana siguiente se presentó en casa de De Stuers un oficial exi-
giendo disculpas en nombre del teniente Miranda por el agravio sufrido.
Se esperaría que después de una noche de reposo el cónsul general hubiera
entrado en razón, pero sucedió todo lo contrario: se negó a ofrecer discul-
pas y retó al presunto agraviado a duelo. La rotura del frasquito de per-
fume adquirió visos de una cuestión de honor. Se determinaron momento
y lugar: al día siguiente a las cinco de la tarde, en un paraje denominado
El Aserrío, en las afueras de la ciudad. En Colombia los duelos estaban
prohibidos por la Ley, de modo que los duelistas y sus padrinos debían
proceder con sigilo.
Miranda, un tirador sin experiencia, ocupó el tiempo disponible ha-
ciendo ejercicios de tiro en el fondo de su casa. Cabe preguntarse si De
Stuers era más experto; en cualquier caso, consideró innecesarios tales
preparativos. El 30 de octubre, día del duelo, el cumplidor funcionario
terminó de redactar su misiva número 35 a Verstolk, en la que describía
los acontecimientos políticos recientes y mencionaba, entre otras cosas, la
fundación de una fábrica de naipes en Bogotá. En anexo incluía un informe
sobre la minería en Colombia, que había elaborado en las últimas sema-
nas.22 A continuación escribió otras dos cartas: una a José Rafael Revenga,
ministro de Relaciones Exteriores desde el regreso de Bolívar, y la otra a
su vicecónsul, Van Lansberge. Tras depositar las cartas selladas en su mesa
de escritorio, se encaminó a El Aserrío.
De padrino de De Stuers actuaba el «inspector de comercio» francés
Henri Buchet de Martigny. Francia, que no se atrevía a reconocer a Co-
lombia, hacía uso de «agentes comerciales» supuestamente nombrados
por el gobernador de Martinica, el mismo truco aplicado inicialmente por
Holanda. Miranda estaba asistido por el coronel británico John Johnston,
al que llamaban «Abelardo» por haber sido alcanzado por una bala en sus
genitales durante la guerra de independencia. También presenció el duelo
François Roulin, esposo de la pareja de baile de De Stuers. Formado en
medicina, llegado el caso podría suministrar asistencia médica.

22 anpb /rree 529, De Stuers a Verstolk, 30-10-1827, anexo «Eenige berigten omtrent de mijnen
in Colombia». Según se desprende de un manuscrito conservado en la Biblioteca Luis Án-
gel Arango en Bogotá, la información sobre las minas procedía del gobierno colombiano.

Sytze van der Veen 211


Los rivales se distanciaron quince pasos uno de otro y esperaron hasta
que Johnston contara en voz alta hasta tres. Se volvieron y dispararon casi
al mismo tiempo. De Stuers erró. El miope de Miranda no: con un golpe de
(mala) suerte, su bala impactó en plena frente de su adversario. De Stuers
murió en el acto.

Sangre holandesa
El hecho suscitó gran consternación. El cuerpo de De Stuers fue transpor-
tado a Bogotá y a Miranda se lo llevaron corriendo fuera de la ciudad a fin
de evitar una condena: los duelos se castigaban con la pena de muerte. Sus
superiores, presumiblemente en connivencia con Bolívar, hicieron que des-
apareciera rumbo a Venezuela, so pretexto de que había sido trasladado allí
una semana antes. Cuatro años después, la vida del joven acabaría antes de
tiempo en una escaramuza militar. Las autoridades ordenaron investigar
pro forma el desarrollo del duelo, sin que se llegara a detener ni sentenciar
a nadie. En un comentario tendente a difuminar el asunto, la oficial Gaceta
de Colombia escribió que el caballero De Stuers había sido hallado muerto
en un terreno fuera de la ciudad «empuñando una pistola y otra en su
proximidad, dando la impresión de que perdió la vida en un duelo».
Van Lansberge encontró las dos cartas dejadas encima de la mesa por
su jefe. La que estaba destinada a Revenga contenía el anuncio de que
el vicecónsul actuaría como su sustituto en caso de que algo le sobre-
viniera.23 La otra, dirigida a él, era una disposición de última voluntad,
mediante la cual De Stuers le endosaba la responsabilidad del consulado
y le solicitaba abogar ante Guillermo I por una pensión para su mujer y
sus seis hijos. Debía comunicarle al rey «que mi conducta ha sido dictada
por el honor de la nación en todos los aspectos». Por lo visto, consideraba
que ese honor había sido puesto en entredicho por el frasquito de perfume
roto. Jamás un representante del Reino de los Países Bajos perdió la vida
por un motivo más banal.
Cabe temer que el choque cultural sufrido por De Stuers contribuyera
a su susceptibilidad. El poco flexible hidalgo no conseguía asir la confusa

23 agnc /mre 405 (Consulado de los Países Bajos), fol. 60, De Stuers a Revenga, 30-10-1827;
fol. 93, Van Lansberge a Revenga, 31-10-1827.

212 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


«La prueba de los nervios». Grabado de un duelo con pistola de Daniel Thomas Egerton, 1824. Londres,
Colección Louise Allen.

realidad colombiana. Aferrado a sus prejuicios europeos, su incompren-


sión se vio reforzada por su testarudez. Cuando ―por motivos poco cla-
ros― el joven Miranda hizo rebosar su hiel, contra toda lógica se atuvo a
su razón. Poco antes del fatal tiroteo, su padrino Buchet intentó hacerlo
cambiar de parecer, pero fue en vano. Según informó Van Lansberge, su
jefe había dicho a menudo que en caso de necesidad demostraría que por
sus venas fluía «sangre holandesa», en alusión a los versos de un poema
que desde 1817 hacía las veces de himno nacional del nuevo reino. En
efecto, De Stuers ofreció una muestra de esa sangre, sin necesidad alguna.
Van Lansberge se hizo cargo del entierro, aunque ninguna iglesia es-
taba dispuesta a dar una última morada al fallecido. Algunos clérigos se
negaban porque presuponían que el muerto era protestante y, por lo tanto,
un hereje; otros porque, como católico, había muerto sin absolución. Final-
mente, el vicecónsul encontró dispuesto a dirigir el entierro al cura José
Joaquín Cardoso, de la capilla del Sagrario, aunque no pudiera hacerlo
en su iglesia, contigua a la catedral capitalina. Gracias a la intervención
de Bolívar, el arzobispo de Bogotá dio su autorización para que el cuer-
po fuera sepultado en un nuevo cementerio al borde de la ciudad. Dicho
camposanto acababa de inaugurarse a raíz del deseo de Bolívar de poner

Sytze van der Veen 213


fin a la antihigiénica tradición de enterrar a los muertos en las iglesias. La
tumba de De Stuers debe de haber sido una de las primeras allí cavadas.24
Pese al retraso, el entierro pudo llevarse a cabo el 1 de noviembre en
presencia de Van Lansberge, los pocos miembros del cuerpo diplomático y
un puñado de conocidos. Bolívar quiso que a la ceremonia también asistie-
ran uno o más ministros, pero la lluvia hizo que los representantes del go-
bierno faltaran a la cita. Cinco días después, a las nueve de la noche, el cura
Cardoso ofició una misa en su iglesia por el alma del difunto.25 El pueblo
de Bogotá recordaría al cónsul general en una canción burlesca en la que el
miope de Miranda supuestamente encargaba anteojos nuevos en Holanda.26

24 Gaceta de Colombia, 4-11-1827; Bushnell, Simón Bolívar, p. 179.


25 agnc /mre 405 (Consulado de los Países Bajos), fol. 94, Van Lansberge a Revenga, 4-11-
1827, invitación para la misa de difuntos en la capilla del Sagrario el 6 de noviembre.
26 anpb /rree 517/522, Van Lansberge a Verstolk, 7/9-11-1827; el comerciante curazoleño
D. Bing, residente temporal en Bogotá, a Cantz’laar, 9-11-1827; Boussingault, Memorias,
tomo ii , pp. 289-290; Cordovez Moure, Reminiscencias de Santafé y Bogotá, pp. 52-53; Parra
Pérez, «La muerte del Jonkheer Van [sic] Stuers», Páginas de historia y de polémica, pp. 272-
276.

214 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Ámsterdam, sector del puerto y un canal. Grabado de Evert Maaskamp, 1824-1825. Ámsterdam, Museo
del Estado.
CAPÍTULO 12

El grado superlativo
de un canal

JAN VERVEER ESPERABA desde el otoño de 1826 en Ciudad de México


la reanudación del Congreso Panamericano. Las repúblicas participantes
debían aprobar el tratado de la Confederación que sus delegados habían
firmado en Panamá en julio de 1826. Se había acordado para ello un plazo
de ocho meses, siendo entonces la intención que la asamblea prosiguiera
en marzo de 1827. El tiempo transcurría sin que aparecieran los delegados.
Cuando por fin se presentaron, no resultó ser motivo para reanudar la se-
sión. Además, Verveer notó que el parlamento mexicano no tenía ninguna
prisa por ratificar el tratado. Poco a poco se fue percatando de que podía
esperar eternamente. Si bien es cierto que sus empeños se vieron recom-
pensados ―el coronel fue ascendido a general de división―, en México
estaba, de hecho, sin hacer nada. Verveer no se encontraba para nada a
gusto, pues era un hombre de acción.

Sytze van der Veen 217


A fines de mayo de 1827 llegó a la conclusión de que tanto la Confe-
deración Panamericana como el congreso homónimo estaban condena-
dos al naufragio. El interés por ambos se había volatilizado. Se intentaba
mantener en pie la ilusión de lo contrario, pues por decencia no se podía
dejar pasar sin pena ni gloria una empresa «que en ambos continentes ha
causado tanto rumor y parecía tan promisoria».1
La estimación de Verveer resultó acertada: la dichosa asamblea se fue
al garete sin volver jamás a la vida. Las jóvenes repúblicas tenían las manos
llenas con sus problemas interiores y, además, empezaban a tener cada vez
más problemas entre ellas. Fue una decepción para Bolívar que su creación
continental llegara al mundo como un niño muerto. La gran idea de una
Unión Panamericana no echó raíz en la realidad y estaba condenada a no
pasar de un sueño sublime. A instancias de Bolívar, el parlamento colom-
biano ratificó el tratado de Panamá, mas ese ejemplo no fue seguido por
las otras repúblicas.2

Canal entre dos océanos


Verveer abandonó México en el otoño de 1827, pero su fracasada misión
dio frutos imprevistos. Jacob Haefkens, el cónsul general holandés en la
República Federal de Centroamérica, hizo mención en sus informes de un
plan estadounidense de construir un canal entre el océano Atlántico y el
Pacífico. Ya antes, un consorcio británico había desarrollado ideas simila-
res. También Verveer había captado rumores acerca de un proyecto de ca-
nal, y en ocasiones se hacía referencia a él en noticias de prensa. El trazado
más probable pasaba por Nicaragua a través del río San Juan y el extenso
lago Nicaragua, cuya margen occidental se encontraba cerca del océano
Pacífico. También se hablaba de atravesar América en su punto más estre-
cho, es decir, por el istmo de Panamá. El canal interoceánico encajaba en el
auge especulativo desencadenado por la independencia de Latinoamérica.
Tales párrafos sobre una nueva vía acuática despertaban la imagina-
ción de Guillermo I, que es conocido en la historiografía holandesa como
un ferviente excavador de canales. A ojos del rey, había una gran tarea

1 anpb /rree 634 y 635, Verveer a Verstolk, enero a septiembre de 1827.


2 anpb /rree 537, Van Lansberge a Verstolk, 16-3-1828.

218 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Este mapa norteamericano a vista de pájaro (ca. 1875) ofrece una impresión artística del canal interoceáni-
co a través de Nicaragua. Hasta el comienzo de las obras en Panamá, en la década de 1880, el trayecto ni-
caragüense siguió siendo una alternativa realista. Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.

esperando a la Gran Holanda allende el mar. Se encomendó a Verveer y a


Haefkens que recabaran la mayor cantidad de información posible sobre
la viabilidad de excavar un canal entre ambos océanos.3
Verveer examinó la variante centroamericana y llegó al convencimien-
to de que era ejecutable. A su regreso a Holanda emitió una opinión favo-
rable destinada a Guillermo I, que se vio así afirmado en su intención. El
canal encajaba perfectamente en el plan maestro del monarca para Lati-
noamérica. Unos años antes había concluido la excavación del Gran Canal
de Holanda Septentrional, que daba al puerto de Ámsterdam una nueva
comunicación con el mar del Norte, y recientemente se había comenzado a
excavar en el sur del reino un canal entre el Mosa y el Mosela, un portento
de ingeniería que contaría con nada menos que ciento cincuenta esclusas
y seis túneles.4 Sin duda sus ingenieros serían capaces asimismo de dise-
ñar un canal que comunicara ambos océanos. El proyecto incrementaría el
prestigio del reino y supondría la coronación de su política latinoamerica-
na, a su vez la culminación de su política exterior. Guillermo I se encastilló

3 anpb /rree 634, Guillermo I a Verstolk, 24-5-1827.


4 Filarski, Kanalen van de koopman-koning, pp. 59-60, 298, 305-306, 336-337.

Sytze van der Veen 219


en el proyecto del canal, que en su terrenalidad parecía la concreción de su
sueño sobre el Nuevo Mundo.
En enero de 1828 el rey confió sus pensamientos al papel, trazando
sus característicos garabatos. Para la excavación del canal quería crear
una «compañía curazoleña», una denominación en la que resonaba el mu-
tuo entrelazamiento de sus planes. Preveía mucha sinergia, pues el canal
interoceánico haría aumentar la navegación y reforzaría la posición de
Curazao como centro del comercio caribeño. El capital en acciones de la
empresa debía utilizarse en parte para un préstamo a la República Federal
de Centroamérica. El delegado de ese Estado en el Congreso Panamericano
había tanteado a Verveer sobre la posibilidad de un préstamo en Holanda.
En opinión del rey, la concesión de un préstamo tal debía ligarse a unas
condiciones ventajosas para la construcción y explotación del canal. Tam-
bién la excavación propiamente dicha debía financiarse con el capital en
acciones de la compañía curazoleña.5
Guillermo I planteó su plan a Verveer, Verstolk y su hombre de con-
fianza Jan Bondt, un abogado amsterdamés con conexiones en el Banco
Nacional de Holanda y varias casas de comercio capitalinas. Ninguno
de sus asesores se mostró partidario de conceder un préstamo a la poco
solvente América Central. En 1826 se había desatado en Londres una gran
crisis bursátil, debido a que las nuevas repúblicas ya no podían cum-
plir sus obligaciones de pago en relación con los préstamos corrientes.
El exaltado mercado de minas de oro, pesquerías de perlas y empréstitos
del Estado se había hundido abruptamente y los inversores británicos se
habían vuelto recelosos.6
Afortunadamente, los cautelosos especuladores holandeses no se ha-
bían visto perjudicados por esta flor financiera de un día, pero de todos
modos los consejeros del rey consideraban que un préstamo resultaba
demasiado arriesgado. En cambio, aprobaban de corazón el proyecto del
canal. Verstolk consideraba que una empresa tal «conferiría gran fama» al
reino y que estaba justificado destinar «unos cuantos miles de florines» a

5 anpb /sge 5706, apunte autógrafo de Guillermo I, 10-1-1828; rree , 637, Verveer a Verstolk,
12-1-1828.
6 Griffith Dawson, The first Latin American debt crisis, pp. 113-138.

220 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


la realización de mediciones por ingenieros hidráulicos holandeses.7 Cabe
temer que en La Haya se subestimara ligeramente la complejidad del pro-
yecto. Mientras tanto, en Holanda se habían construido por orden del rey
dos canales que llevaban su nombre: el Canal del Rey Guillermo Septen-
trional y el Canal del Rey Guillermo Meridional; por lo visto, se partía de
la base de que excavar un canal del rey Guillermo en América Central no
debía ser necesariamente más difícil que hacerlo en Holanda.
Previa opinión desfavorable de los expertos financieros, el préstamo fue
eliminado del programa y el rey dividió en dos su plan original. Por un lado
se aferró a la creación de una compañía especial; por otro, quería comenzar
lo antes posible la excavación del canal. Los dos proyectos se desacoplaron,
probablemente con la idea de que, llegado el caso, a la larga podrían volver
a acoplarse. Era inicialmente la intención que Verveer partiera con un grupo
de ingenieros hidráulicos, pero a raíz de las noticias poco favorables prove-
nientes de América Central, no se llevó a efecto. Según el cónsul Haefkens,
la república estaba fragmentándose, pues había una variedad de facciones
que ―por motivos poco claros― se llevaban a matar.
Se decidió que Verveer reconociera el terreno en solitario y que los
expertos en ingeniería hidráulica lo siguieran al cabo de un tiempo. La
caótica situación del país no constituía, a los ojos de Guillermo I, un impe-
dimento para el proyecto del canal. Más bien al contrario: partiendo de la
base de que «a río revuelto, ganancia de pescadores», el rey encargó a Ver-
veer que mediara entre las partes contendientes, a quienes debía hacer ver
que la construcción del canal y el interés holandés por la República Federal
de Centroamérica dependían de la estabilidad política. Guillermo I consi-
deró ese aporte «un medio infalible» para poner fin a las luchas intestinas.
El canal sería una bonita forma de ayuda al desarrollo, pues contribuiría
al establecimiento de «una administración regular» en América Central.8
También Verveer dio muestras de un gran optimismo. Frente a Charles
Bagot, el embajador británico en Holanda, declaró que el canal interoceáni-
co podría estar terminado dentro de tres años y resultaría más económico

7 anpb /sge 5706, Verstolk a Guillermo I, 12-1-1828.


8 anpb /sge 5709, Guillermo I a Verstolk, 13-4-1828; sge 5710, instrucción Verveer, 4-5-1828.
Más documentos relativos a la preparación de la misión en anpb /rree 524-526, 533, 637-
639 (secreto).

Sytze van der Veen 221


John Quincy Adams (1767-1848), sexto presidente de los Estados Unidos (1825-1829). Litografía anónima,
ca. 1830. Washington, Biblioteca del Congreso.

que el recientemente concluido Canal del Rey Guillermo Meridional.9 El


general de división partió a finales del verano de 1828, recalando primero
en Washington, donde fue recibido por el presidente John Quincy Adams
y el ministro de Relaciones Exteriores Henry Clay. Los estadistas nortea-
mericanos mostraron mucho interés por la empresa, lo que, según Verveer,
se derivaba de su temor de que, a través de la construcción del canal, Ho-
landa adquiriera una influencia permanente en su patio trasero. En Nueva
York encontró un barco estadounidense que partía para Curazao; desde
allí, otra nave de la marina lo llevó hasta la costa guatemalteca. A fines de
febrero de 1829, el aposentador y pacificador llegó a Ciudad de Guatemala,
capital de la República Federal de Centroamérica.10

9 Gedenkstukken, tomo ix .1 (1825-1830), pp. 27-28, Bagot a Aberdeen, 22-7-1828.


10 anpb /rree 547, Verveer a Verstolk, 30-10-1828; cba hasta 1828, 122, Verveer a Rammel-
man Elsevier en Curazao, 1-11-28; rree 643 y 573, informes Verveer enero y febrero de
1829; De Jong, Krimpende Horizon, pp. 197-200.

222 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Compañía de las Indias Occidentales
Cuando comenzaron los preparativos para la construcción del canal, Gui-
llermo I fundó una nueva compañía. Fundar empresas era una afición del
rey por lo menos tan grande como excavar canales. En abril de 1828 creó
la Compañía de las Indias Occidentales (cio ), una denominación que, tras
madura reflexión, le pareció mejor que «Compañía Curazoleña». Mientras
tanto, en el marco de su ofensiva comercial había decidido declarar puerto
libre también a San Eustaquio, hecho que amplió el ámbito geográfico de
la empresa.11 Por lo demás, la Compañía de las Indias Occidentales era
producto del disgusto del rey respecto de la Sociedad de Comercio de los
Países Bajos (scpb ). La primera debía hacer lo que segunda no hacía: desa-
rrollar un comercio provechoso con Latinoamérica.
La scpb había sido concebida para distribuir los productos holande-
ses por todo el globo, teniendo como programa subyacente la fusión de
los Países Bajos septentrionales y meridionales para conformar una sólida
unidad. Sin embargo, desde su creación, en 1824, la compañía no había
obtenido grandes resultados en cuanto a su cometido planetario. No ha-
bía cumplido las expectativas y en los últimos años no había registrado
ganancias; y lo que era aún peor: año tras año la dirección debía anunciar
que la empresa había sufrido grandes pérdidas. Para el rey esto resultaba
particularmente penoso, puesto que había garantizado a los accionistas a
título personal un dividendo del 4,5 %. Sobre la base de este compromiso,
se vio obligado a desembolsar de su propio bolsillo, o recurriendo a otros
medios, poco menos de dos millones de florines sobre el ejercicio de 1826.
Para el ejercicio de 1827 cabía esperar un revés del mismo orden.12
Los contratiempos trajeron consigo una serie de roces entre la direc-
ción y el rey, que le recriminaba su laxitud. En su opinión, la compañía
mostraba poco dinamismo, en particular en Latinoamérica. El reproche de
lentitud era comprensible, al menos a la luz de las pingües ganancias que
él mismo se prometía. El rey se aferraba a su idea fija y a su consolidado
optimismo. Según creía, la rentabilidad de su proyecto predilecto estaba

11 anpb /rree 536, declaración de puerto franco de San Eustaquio, 14-8-1828.


12 Mansvelt, Nederlandsche Handel-Maatschappij, tomo I, pp. 160-171 y los anexos ii y iii ; De
Clercq, Willem de Clercq, pp. 220-221, 231-233, 245-246.

Sytze van der Veen 223


fuera de toda duda. Aunque su firme optimismo era producto de su tes-
tarudez, también se veía propiciado por el hecho de que sus ministros y
consejeros no se atrevían a formular críticas. Embutido en la aureola de
su real omnipotencia, Guillermo I podía dedicarse a montar su caballo
de batalla con total tranquilidad. Los circunstantes tenían sus dudas res-
pecto de su exótico pasatiempo, pero no se sentían llamados a detenerlo.
En cambio, la actitud expectante de la scpb no estaba exenta de realis-
mo, pues todas sus expediciones a Sudamérica habían arrojado pérdidas.
El viaje de Emile van Huele, que había brindado con Bolívar en Cartagena
en julio de 1827, fue para la dirección una última prueba de buena volun-
tad. Van Huele no había conseguido vender a nadie su lote de fusiles y,
para colmo de males, se ahogó en un naufragio. La muerte del desafortu-
nado viajante de comercio puso un fin definitivo a las ambiciones suda-
mericanas de la scpb .
Tras ese fiasco, la dirección intentó zafarse de la obligación que le había
impuesto el rey. Los informes sobre sus actividades en Colombia y en otras
partes adquirieron visiblemente un tono más negativo.13 La scpb perdió
también su confianza en los efectos saludables del puerto franco de Cura-
zao, aunque no se atrevía a expresar abiertamente esa voz hereje. La per-
turbación del culto al rey equivalía a lesa majestad. La dirección no tenía
el coraje de desairar a Guillermo I, pero hacía malabarismos para librarse
de sus dictados. Gerrit Schimmelpenninck, que a comienzos de 1828 asu-
mió el cargo de director general, estaba firmemente decidido a deshacerse
de las actividades no rentables desarrolladas en las Indias Occidentales,
viéndole más sentido a desarrollarlas en las Orientales.
Irritado por este tácito obstruccionismo, Guillermo I decidió fundar
la cio , saltándose a la scpb . La marcha de las cosas era típica de su estilo
de gobierno: cuando alguna pieza de su aparato administrativo no fun-
cionaba, la remplazaba por otra. Para la dirección de la scpb , la creación
de la compañía hermana fue una sorpresa total, aunque no desagradable:
gracias a esto, ella tendría enseguida las manos libres en las Indias Orien-
tales. Al menos de nombre, la Compañía de las Indias Occidentales era la

13 anpb /sge 5701, 22-8-1827; 5702.B, 27-9-1827; 5706, 29-1-1828; 5703, 25-3-1828, scpb a
Guillermo I; Mansvelt, Nederlandsche Handel-Maatschappij, tomo I, pp. 172-174; De Jong,
Krimpende Horizon, pp. 176-190.

224 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


sucesora de la empresa homónima que en los tiempos de la República de
los Países Bajos parasitaba el Imperio español.14 De igual manera, la Socie-
dad de Comercio de los Países Bajos era en cierto modo la continuación de
la antigua Compañía de las Indias Orientales, tras la separación de la de las
Indias Occidentales, incluso más que antes.
Según se desprende de sus estatutos, la cio se orientaría al comercio
con Sudamérica y las islas de las Indias Occidentales. Basándose en el ya
familiar escenario, Curazao fue declarada puerto libre «por la gracia del rey»
y prestaba servicio como plaza de depósito y centro comercial del Nuevo
Mundo. La nueva compañía estaba establecida en Ámsterdam y se pre-
sentaba como una empresa amsterdamesa por excelencia (en 1824 había
suscitado resentimiento el que la sede de la scpb no se hubiera establecido
en Ámsterdam, sino en La Haya). El capital en acciones se fijó en cinco mi-
llones de florines, con un dividendo garantizado del 4 %. El rey, que había
escarmentado, no se hizo personalmente responsable de su desembolso,
como había hecho con la scpb . En lugar de ello, dejó que la garantía corrie-
ra por cuenta de la compañía, que, por consiguiente, en caso de pérdidas
debía reducir capital.15

Dificultosa salida a bolsa


El lanzamiento de la cio se acompañó de la necesaria propaganda. En abril
de 1828, Guillermo I se acercó en persona a Ámsterdam para dar lustre a su
nueva empresa y estimular la venta de acciones. La cio se publicitaba me-
diante un panfleto en el que se reproducía una tertulia un tanto sosa, cuya
estrella era el juicioso comerciante Frans de Vroede (Francisco el Sabio),
convencido de las buenas intenciones del rey. Sus interlocutores eran unos
tipos desagradables, como Jonas van der Wissel (Jonás de la Letra) y Frede-
rik Coupon (Federico Cupón), que osaban afirmar que la cio monopolizaba
el comercio con Sudamérica y que Guillermo I tenía demasiada influencia

14 Aunque de nombre se intentó evitar esa continuidad: en holandés se hablaba de la


«West-Indische Maatschappij» y no de la «West-Indische Compagnie», que existió de 1621
a 1792.
15 anpb /sge 5708, Bondt a Guillermo I, 12-3-1828, con los estatutos y prospecto de la cio ,
25-3-1828; Reinsma, «De West-Indische Maatschappij»; De Gaay Fortman, «De West-In-
dische Maatschappij»; Colenbrander, Willem I, tomo ii , pp. 218-219; De Jong, Krimpende
Horizon, pp. 213-216.

Sytze van der Veen 225


El Gran Canal de Holanda Septentrional, congelado en el invierno de 1830, con barcos inmovilizados y
patinadores. El canal, completado en 1825, daba al puerto de Ámsterdam una nueva comunicación con el
mar del Norte. Grabado de Willem Hendrik Hoogkamer, 1830. Ámsterdam, Archivo Municipal.

en la nueva compañía.16 Naturalmente, Frans de Vroede daba una réplica


inmediata a estos espíritus mezquinos. El recientemente fundado perió-
dico Algemeen Handelsblad se deshizo en elogios al rey y exhortaba a los
amsterdameses a demostrar su «tradicional espíritu comercial holandés».
El entusiasmo del redactor Jacob van den Biesen no era del todo gratuito,
pues venía impulsado por el subsidio que recibió de parte del gobierno.17
Pese a la campaña publicitaria, los inversores amsterdameses se mos-
traron poco propensos a aflojar sus bolsas. Se vendieron tan solo 1.299
acciones, un cuarto de las cinco mil pretendidas, que debían producir un
capital circulante de cinco millones de florines holandeses. La falta de in-
terés fue un contratiempo, sobre todo para Guillermo I. Esta vez no había
ofrecido garantías de dividendo, aunque sí se comprometió a hacerse cargo
de las acciones no vendidas. Esa promesa se había hecho en la optimista

16 Westerman, De West-Indische Maatschappij behandeld in een gesprek gehouden in het logement


De Munt, Ámsterdam, 1828.
17 Algemeen Handelsblad, 13-4/7-5-1828.

226 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


suposición de que la emisión desataría una tormenta de interés. Ahora que
este se reducía a una suave brisa, se vio obligado a comprar 3.701 acciones
a razón de mil florines cada una.
Por lo tanto, la salida a bolsa supuso para el rey un cuantioso revés
de 3.701.000 florines holandeses. Intentó deshacerse de una parte de sus
acciones entre sus familiares, pero no logró venderles más que trescien-
tas. Las tres cuartas partes del paquete accionario estaban en manos de
la familia real, siendo el propio rey, con una participación del 70 %, con
gran diferencia el mayor accionista. Financió su participación con sus ha-
bituales malabarismos contables, y la cio pudo incluir el predicado «real»
en su denominación ya desde un principio. A Jonás de la Letra y Federico
Cupón no les faltaba razón al sospechar que Guillermo I era el verdadero
jefe de esta firma.
En su informe anual sobre 1828, la dirección de la scpb se congratulaba
por la creación de la compañía hermana. La conclusión que sacaba era que
en adelante podía dedicarse con la conciencia tranquila al «extenso campo
de trabajo que ofrecen nuestras posesiones en las Indias Orientales».18 En
otras palabras, se consideró dispensada de la obligación de seguir asig-
nando esfuerzos y dinero a Curazao y Latinoamérica. El rey, molesto por
el obstruccionismo de la scpb , consideró necesario darle un llamado de
atención. Cuando se lanzó la cio , exigió que la scpb asumiera una partici-
pación de cincuenta acciones. La dirección pagó con gusto este rescate de
cincuenta mil florines.

Tratado con Colombia


El canal interoceánico y la Compañía de las Indias Occidentales infundie-
ron una nueva dinámica al entusiasmo por Latinoamérica; al menos, así
parecía. El impulso aparente se vio reforzado por un tercer proceso, que
se puso en marcha simultáneamente.
A principios de abril de 1828, José Fernández Madrid, el nuevo envia-
do colombiano en Londres, visitó al embajador holandés Falck. El jurista y
escritor Madrid, que había participado en la guerra de independencia con-

18 anpb /sge 5718, Schimmelpenninck a Guillermo I, 16-1-1829, informe anual scpb ; Mans-
velt, Nederlandsche Handel-maatschappij, tomo I, pp. 174-176.

Sytze van der Veen 227


Un canal municipal: vista del Herengracht de Ámsterdam. Grabado de Evert Maaskamp, 1824-1825.
Ámsterdam, Museo del Estado.

tra España desde sus inicios, dio a conocer que la República de Colombia
deseaba firmar un tratado con el Reino Unido de los Países Bajos. Holanda
ya había reconocido de facto a la república desde hacía algunos años y, a
ojos colombianos, era hora de conferir un carácter más formal a la rela-
ción. Además, un tratado sería beneficioso para las relaciones comerciales
entre ambos países. Falck, partidario desde siempre de un acercamiento,
comunicó con satisfacción la apertura colombiana a La Haya.19 Ya antes,
De Stuers había insistido en el interés de un tratado, con la esperanza de
que se le encomendara llevar a cabo las negociaciones. Debido a su desa-
fortunada muerte, todo quedó en la nada.20
La carga ideológica de Latinoamérica había mermado desde que la
Alianza perdió el control sobre la política europea por causa de la des-

19 anpb /rree 524, Falck a Verstolk, 11-4-1828, con una nota de Fernández Madrid.
20 anpb /rree 508, De Stuers a Verstolk, 23-7-1827.

228 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


lealtad británica. Desde 1825 la Alianza no atinaba más que a refunfuñar
sobre el carácter censurable de las repúblicas ultramarinas. La Santa (o
la no Santa) Alianza había quedado reducida a un perro guardián que,
si bien todavía ladraba, ya no mordía. La muerte del zar Alejandro I en
1825 había socavado aún más su vuelo ideológico. De parte de España ya
no había mucho que temer, más allá de las protestas de rigor. En 1828, un
tratado con Colombia ya no suscitaba reparos ni peligros, lo que permitía
a Guillermo I demostrar sin riesgo su independencia de la Alianza. Era el
resultado lógico y la confirmación formal de la política que venía aplicando
en los últimos años.
No obstante, la invitación colombiana movió muchas plumas, pues
al rey le pareció necesario recabar la opinión de varias instancias. Como
las relaciones con Colombia incumbían a los ministerios de Relaciones
Exteriores y de Colonias, ambos debían pronunciarse sobre la medida pre-
vista. Además, se pidió la opinión de la Secretaría de Industria Nacional,
una dependencia del Ministerio del Interior. La recientemente fundada cio
también debía meter baza.
Todas las autoridades consultadas estaban de acuerdo en cuanto a la
conveniencia de firmar un tratado con Colombia. Una vez que el coro fun-
cionarial manifestó su aprobación, a principios de mayo de 1828 Falck
obtuvo un poder para las negociaciones.21 Como fuerza propulsora del
acercamiento a las nuevas repúblicas, era el hombre indicado para la ta-
rea. Además, hablaba español, gracias a que en sus años mozos había sido
secretario de legación en España. El año anterior ya había establecido un
tratado comercial con México.
El enfoque de Falck consistía en que, por supuesto, debía promoverse
el comercio entre Curazao y Colombia. Por eso propuso que el gobierno
colombiano eliminara el principal obstáculo: el arancel adicional del 5 %
sobre los bienes ingresados a través de Curazao. Su antagonista Madrid
no se mostró dispuesto a debatir el arancel anticolonial a la importación.
Además, presentó el reclamo de que se prohibiera el comercio entre Cura-
zao y Colombia para los barcos por debajo de las sesenta toneladas. En la
práctica, ello implicaría la exclusión de casi todos los barcos curazoleños,

21 anpb /rree 526, Guillermo I a Verstolk, 3-5-1828, poder para Falck.

Sytze van der Veen 229


puesto que la mayoría quedaba comprendida en ese tonelaje. Esa era pre-
cisamente la intención del reclamo colombiano, inspirado en el deseo de
poner fin de una vez por todas al contrabando originado en Curazao.22 Por
el momento, los negociadores todavía no se ponían de acuerdo sobre las
cuestiones batallonas en las relaciones mutuas.
A continuación, Falck y Madrid discutieron en Londres sobre arance-
les de importación y tonelajes. La Compañía de las Indias Occidentales
alcanzó a iniciar sus actividades en 1828.23 El periódico Curaçaosche Courant
anunció con optimismo el 20 de diciembre que en adelante la multiplicidad
de bienes procedentes de Europa y las Indias Orientales «podrán adqui-
rirse aquí, sin ningún arancel, puesto que nuestro puerto está totalmente
abierto a la libre navegación de todas las naciones». En Willemstad estaban
construyendo con empeño las fortificaciones del puerto libre. En América
Central, Verveer bregaba por la construcción del canal interoceánico. Los
cónsules en Colombia y en otras partes se esforzaban por promover el
comercio holandés. El engranaje planetario estaba en pleno movimiento y
Guillermo I, residiendo alternativamente en La Haya y Bruselas, esperaba
con total confianza los resultados. Era impensable que su hermosa maqui-
naria dejara de funcionar.

22 anpb /rree 528, Falck a Verstolk, 16-5-1828.


23 El comerciante Christiaan Meier hizo en 1828-29 un viaje de reconocimiento para la cio
(«Journaal eener Reize naar Colombia, Curazao en St. Eustatius», Biblioteca Real, La Haya,
B ms. 134 C 79).

230 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Bebedores en una chichería de Bogotá. Detalle de una acuarela de Joseph Brown (1841), en M. Deas, Tipos
y costumbres de la Nueva Granada. Centro de Estudios y Documentación Latinoamericanos, Universidad
de Ámsterdam.
CAPÍTULO 13

La dictadura de la
impotencia

EN BOGOTÁ, la muerte de De Stuers tuvo una coletilla inesperada. Al cura


José Joaquín Cardoso, que le había dado cristiana sepultura, le salió cara
su filantropía: tuvo un enfrentamiento con el capellán Francisco Margallo,
afamado orador desde el púlpito y temido sermoneador, vinculado a la
capilla del Sagrario, igual que él. El cuadriculado Margallo consideraba
que el cura había invocado la ira de Dios sobre la iglesia. A su entender, el
entierro y la misa de difuntos para De Stuers equivalían a una blasfemia,
pues el cónsul general, por causa de su duelo, había muerto sin absolución.
Margallo instó a los fieles desde el púlpito a que rezaran pidiendo perdón,
pero por lo visto los rezos no fueron suficientes.
El 18 de noviembre de 1827, más de dos semanas después del entierro
de De Stuers, Bogotá fue objeto de un temblor que hizo colapsar la cúpula
del Sagrario. La catástrofe tuvo lugar durante la misa vespertina, aunque
por fortuna no hubo que lamentar víctimas. Advertidos por una leve sacu-

Sytze van der Veen 233


dida introductoria, los feligreses huyeron a tiempo hacia fuera. Margallo
tuvo más razón de la que se había atrevido a pensar. Los supersticiosos
bogotanos vieron en el suceso una señal de que con el Dios de Colombia
no se jugaba.1 La construcción derrumbada de la Iglesia despierta aso-
ciaciones con el tambaleante edificio del Estado, que durante un tiem-
po estuvo expuesto a fuertes sacudidas políticas, si bien el hundimiento
paulatino de la república se debió más a la impotencia humana que a la
omnipotencia divina.

La política y otras pasiones


A los veintitrés años, Reinhart van Lansberge, compungido por la muerte
de su «paternal amigo», se encontró de repente solo en Bogotá. El vice-
cónsul comenzó a enviar breves notas a Verstolk, pero con el tiempo sus
informes se hicieron más largos, reflejo de una creciente confianza en sí
mismo. Reinhart se esforzaba: propagaba el puerto libre de Curazao, pro-
testaba contra el mal trato a los comerciantes holandeses e intentaba anular
el arancel adicional del 5 % a las importaciones coloniales. Sus empeños
fueron tan infructuosos como los de su fallecido jefe. En Bogotá se tenía
otra imagen de la realidad que en La Haya. Curazao bien podía ser un
puerto libre, pero a los ojos de Bolívar y sus ministros era un santuario de
contrabandistas que parasitaban Colombia.2
Van Lansberge seguía las huellas de De Stuers también en sus prefe-
rencias políticas, pues se fiaba más de Bolívar que de Santander. A fines de
1827, la atención de todos estaba acaparaba por la inminente Gran Con-
vención, que debía decidir sobre la reforma de la constitución. A raíz del
separatismo venezolano, Bolívar había insistido en que se convocara dicha
convención, que había de celebrarse en el segundo trimestre de 1828 en
Ocaña, en la estribación septentrional de la cordillera oriental. La elección
de la lejana ciudad de provincias era producto del temor de que en Bogotá
una reunión de esas características diera lugar a disturbios.
La elección de más de cien delegados para la Gran Convención se en-
marcó en la controversia entre Bolívar y Santander. El presidente se situó

1 Groot, Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada, tomo V, pp. 300-301.


2 agnc /mre 405, fols. 97-195, cartas de Van Lansberge al gobierno colombiano, 1827-1830.
La mayoría se refiere a asuntos comerciales.

234 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


por encima de los partidos y dejó que la democracia siguiera su curso;
el vicepresidente llevó adelante una campaña populista que, según Van
Lansberge, daba cuenta de mal gusto. Santander vestía ropa pueblerina y
bebía en tabernas a la muerte del «tirano» Bolívar, al que arrastraba por el
lodo en los «libelos más indecentes jamás publicados en Bogotá». Bolívar
se encogía de hombros, pero sus seguidores eran menos propensos a igno-
rar los agravios: quemaron la tirada completa de una publicación santan-
derista y destruyeron la prensa en la que se había confeccionado. Bolívar
mandó detener a los bolivarianos responsables, que fueron condenados al
pago de una indemnización.
El presidente esperaba una mayoría a su favor, pero no fue tanto así.
La intensa campaña de sus adversarios, en Bogotá y en otras partes, dio
sus frutos. El resultado arrojó tres minorías más o menos equivalentes:
alrededor de un tercio de los delegados se componía de santanderistas, un
tercio de bolivarianos y otro tercio de apartidistas. A este último segmento
pertenecía un número de delegados venezolanos que querían aprovechar
la Gran Convención para plantear una reforma constitucional en sentido
federal. Si bien formalmente Santander seguía siendo el vicepresidente,
se presentó como candidato en Bogotá y fue elegido como delegado a la
convención. Tendía cada vez más al federalismo, con la esperanza de que
con su actitud pudiera usar a los venezolanos para sus propios propósitos.
Bolívar no quería cargar la reunión de Ocaña con su presencia. Ha-
bía caído en la cuenta de que era una ilusión introducir en Colombia la
constitución por él diseñada, aunque sí esperaba que la convención de-
cidiera reforzar la autoridad presidencial. A fines de febrero de 1828, en
una conversación con Van Lansberge, dejó caer que su permanencia en el
cargo de presidente dependía del resultado de la Gran Convención y que
poco tiempo después partiría para Venezuela, pues una flota española
asediaba las costas.
Ese combate de retaguardia marítimo por parte de España apenas po-
día tomarse en serio, aunque tampoco era beneficioso para las relaciones
entre Colombia y Holanda. A comienzos de 1828, el escuadrón español al
mando del almirante Ángel Laborde permaneció un tiempo en Curazao
con autorización de Cantz’laar y Van den Bosch, por esos días comisionado
general para las Indias Occidentales. Las autoridades holandesas no tenían

Sytze van der Veen 235


motivo para denegar la entrada a los españoles, pero este servicio al ene-
migo no fue del agrado del gobierno colombiano. Van Lansberge tuvo la
impresión de que Bolívar utilizaba la amenaza de un ataque español como
pretexto para abandonar Bogotá. No podía deshacerse de la idea de que el
Libertador tenía intención de viajar furtivamente a Ocaña para someter la
asamblea constituyente a su voluntad.3
Van Lansberge decidió esperar en Bogotá los resultados de la conven-
ción. Un año antes había experimentado en carne propia los padecimientos
de viajar por Colombia y se mostró poco propicio a repetir la experiencia.
Además, en la capital tenía las manos llenas, pues se había enamorado.
Reinhart había entregado su corazón a Victoria María Rodríguez y Escobar,
hija de un coronel retirado del ejército colombiano. A fines de febrero puso
al corriente a Verstolk de sus planes de boda, pidiéndole autorización para
todos los efectos. Con cierto patetismo declaró que, de hacer falta, renun-
ciaría a su dicha conyugal, en caso de que el servicio de Su Majestad así lo
exigiera. Afortunadamente, a Guillermo I no le pareció necesario pedirle
que hiciera ese sacrificio. En una impecable carta redactada por su hijo,
mamá Van Lansberge, que nunca había visto a su nuera, mandó decir que
aprobaba la boda de todo corazón.4
Van Lansberge estaba adaptándose a su nueva vida en Bogotá. Abri-
gaba ambiciones literarias, con lo que ―además de sus ocupaciones con-
sulares y amorosas― cada tanto se dedicaba a las letras. Entre los papeles
que dejó se encuentran unos manuscritos de novelas inéditas, escritas en
francés. Una describe la vida de Policarpa Salavarrieta alias «La Pola», la
heroína de la independencia colombiana que en 1817 fue fusilada por los
españoles. El escritor en ciernes llegó a explorar el mercado literario euro-
peo, a juzgar por el hecho de que en diciembre de 1828 la revista bruselense
l’Écho des Spectacles publicó un resumen de la novela. El romancero no
rehuyó los efectos dramáticos: mientras el pelotón de fusilamiento espera
la orden de hacer fuego, Policarpa todavía ve la oportunidad de exclamar
con entusiasmo «¡Viva la república!». Aunque la reseña del manuscrito

3 anpb /rree 522, 528, 530, 532, 537 y 540, Van Lansberge a Verstolk, noviembre de 1827 a
marzo de 1828.
4 anpb /rree 544, Van Lansberge a Verstolk, 29-2-1828, con carta anexa de su madre. Se
casó con Victoria Rodríguez y Escobar el 2 de marzo de 1828.

236 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Policarpa Salavarrieta es conducida al cadalso, 14 de noviembre de 1817. Pintura de artista desconocido,
ca. 1825. Bogotá, Museo Nacional de Colombia.

en el Écho fue elogiosa, en la medida en que resulta posible averiguarlo la


novela nunca se publicó.5

La Gran Convención
Al comisionado general Van den Bosch le preocupaba el asunto del escua-
drón español en Curazao, pues sabía que Guillermo I otorgaba un gran
valor a mantener buenas relaciones con Colombia. Le pareció indicado
limar las asperezas con los «jacobinos buscabroncas», como calificaba a

5 apnb /Colección Van Lansberge 24 («Indiscrétions d’un confesseur») y 47 («Pola Salava-


rrieta, épisode de la Guerre d’Indépendence de la Nouvelle-Grenade»); reseña en l’Écho
des spectacles, des nouvelles littéraires et des cours publics 1828/2, pp. 28-30, que remite a
una reseña en la revista Mercure de France.

Sytze van der Veen 237


Iglesia de Ocaña, sede de la Gran Convención de 1828. Acuarela de Carmelo Fernández, «Láminas de la
Comisión Corográfica», 1850-1859. Bogotá, Biblioteca Nacional de Colombia.

las autoridades republicanas.6 Decidió mandar un enviado a Bogotá para


borrar la impresión de hispanofilia y expresar la amistad holandesa.
Quiso la casualidad que Jacob Nicolaas Jan Elout, hijo del ministro de
Marina y Colonias, apareciera en Curazao a comienzos de 1828. Un año
antes, su padre lo había enviado a las Indias Occidentales para adquirir
experiencia en asuntos coloniales. Jacob había trabajado como secretario
de la gobernación de Surinam, pero en Paramaribo se había metido en
apuros. Van den Bosch, que quería sacarse de encima al testarudo hijo
de ministro, consideró que era el hombre indicado para una misión en
Bogotá. El joven Elout se regodeó con la esperanza de poder suceder allí
a De Stuers como cónsul general.7 Circulaba el rumor de que había debido
abandonar Surinam por motivos «sumamente indelicados»; por una cues-
tión acaecida unos años después, trascendió que era homosexual. Aunque
su naturaleza y orientación no se adaptaban muy bien a la vida en las

6 anpb /rree 554, Van den Bosch a Verstolk, 16-2-1829.


7 anpb /Colección Van den Bosch 106, Van den Bosch a Elout sr., 7-2-1828.

238 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


colonias de las Indias Occidentales o en Colombia, tampoco se sentía a
gusto en la Holanda de entonces.
En marzo de 1828 Elout viajó de Curazao a Cartagena, donde se en-
teró de la inminencia de la Gran Convención. Decidió asistir a la reunión,
arribando a Ocaña a principios de abril, justo al iniciarse las sesiones en
la iglesia local. Sin disponer de mayores conocimientos de los asuntos co-
lombianos, se dejó llevar por su romántica imaginación. Le impresionaron
el patriotismo de los delegados y sus fervientes deseos de diseñar una
nueva constitución. Jacob alardeó del «espíritu de la asamblea» y de los
«individuos honorables» que había conocido. Se le escapaba que bajo la
superficie se estaba librando una lucha por el poder entre bolivarianos
y santanderistas y que estaba en juego la supervivencia de la república.
Más de cuarenta delegados no se habían presentado, por temor a que la
convención fuera un desmadre.
Como bien había predicho Van Lansberge, Bolívar no viajó a Venezue-
la, aunque tampoco se presentó en Ocaña. En lugar de ello, a fines de mar-
zo llegó a la ciudad de Bucaramanga, situada un par de jornadas al sur del
lugar de la conferencia, donde, presa de un sombrío impasse, permaneció
más de dos meses. Su amor propio lo hizo desistir de cualquier injerencia
en la Gran Convención, aunque su instinto político tendiera a lo contrario.
Los bolivarianos reunidos en Ocaña propusieron invitar al presidente,
mas su moción fue rechazada. Santander tenía intención de cometer un
golpe legal en la convención para cerrar definitivamente el paso a su rival.
Se resistió con todas sus fuerzas a la presencia de Bolívar, pues preveía que
este sería capaz de someter sin esfuerzo la reunión a su voluntad. El Liber-
tador se vio obligado a esperar y aguantar estoicamente en Bucaramanga.
Se encontraba en la misma situación con respecto a la Gran Convención
que el Vesubio con respecto a Nápoles, según lo expresó gráficamente Ed-
ward Penny, el cónsul holandés destinado en Maracaibo. Aunque había
un temor generalizado de que entrara en erupción, Bolívar se limitó a una
proximidad intimidatoria y esperó.8
Elout permaneció cuatro semanas en Ocaña y seguidamente enfiló
para Bogotá, previo paso por Bucaramanga. Aprovechó la ocasión para

8 anpb /rree 537 y 554, informes de Van Lansberge, Elout y Penny sobre la Gran Convención.

Sytze van der Veen 239


Campesinos de Ocaña. Acuarela de Carmelo Fernández, «Láminas de la Comisión Corográfica», 1850-1859.
Bogotá, Biblioteca Nacional de Colombia.

hacer una visita a Bolívar, pero este no estaba de humor para recibir vi-
sitantes extranjeros. Por intermedio de un ayudante, le comunicó que no
tenía tiempo. Tiempo sí tenía, pero no ganas, según se desprende del diario
que escribió el oficial de origen francés Luis Perú de Lacroix durante la
estadía en Bucaramanga. El presidente, que estaba jugando a las cartas con
sus compañeros, no quiso interrumpir el juego y mandó decirle a Elout
que debía dirigirse al ministro de Relaciones Exteriores en Bogotá. Los

240 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


presentes estaban sorprendidos por el desaire, pero Bolívar, encogiéndose
de hombros, retomó el juego. Ofendido, Elout partió ipso facto a la capital.9

Choque en Bogotá
A fines de mayo de 1828, Elout se presentó en el domicilio de Van Lans-
berge, donde tampoco era bienvenido. El inesperado visitante venía a per-
turbar la dicha incipiente de Reinhart y Victoria. Van Lansberge esperaba
poder suceder a largo plazo a De Stuers, pero Elout puso fin de forma
abrupta a ese sueño de futuro. El novato esgrimió su «encargo especial»
en nombre de Van den Bosch e hizo valer su posición. Elout era unos cua-
tro años mayor que Van Lansberge, había gozado una mejor formación y,
encima, era hijo del ministro de Colonias. Como llevaba las de perder, el
vicecónsul le comunicó con pena en el corazón a Verstolk que «transfería
la correspondencia al señor Elout».
Sin embargo Van Lansberge, que no tenía intención de pasar por alto
la humillación, emprendió el contraataque en dos frentes. En primer lu-
gar se dirigió al gobierno colombiano, poniendo al corriente al nuevo
ministro de Relaciones Exteriores, Estanislao Vergara, de la llegada de
Elout, insinuando diplomáticamente que su compatriota no disponía
de credenciales del gobierno de los Países Bajos. Y es que Elout solo venía
equipado de una recomendación expedida por una autoridad colonial:
Van den Bosch, y su instrucción había sido elaborada por el gobernador
Cantz’laar de Curazao. El gobierno colombiano, que ya se había enfrenta-
do con casos similares en otras ocasiones, se negó en redondo a conceder
a Elout una categoría formal.10
En segundo lugar, Van Lansberge se comunicó con los burócratas en
La Haya, señalando a la atención de Verstolk que los asuntos consulares
dependían del Ministerio de Relaciones Exteriores y que Jacob Elout vio-
laba sus facultades.11 Verstolk se picó y produjo una extensa nota sobre la
injerencia del Ministerio de Colonias en el ámbito político de Relaciones
Exteriores. El asunto en La Haya resultaba tanto más delicado por cuanto

9 Perú de Lacroix, Diario de Bucaramanga, 18-5-1828.


10 agnc /mre 405, fols. 108-113, Van Lansberge a Vergara, 30-5, 2-6, 6-6-1828, sobre la cre-
dencial defectuosa de Elout.
11 anpb /rree 554, Van Lansberge a Verstolk, 30-5/19-6-1828.

Sytze van der Veen 241


Pobladores de Tunja. Acuarela de Carmelo Fernández, «Láminas de la Comisión Corográfica», 1850-1859.
Bogotá, Biblioteca Nacional de Colombia.

el ministerio competidor estaba en manos de Elout padre. La rivalidad


funcionarial degeneró en las necesarias idas y venidas epistolares, de las
que Van Lansberge resultó vencedor. Van den Bosch sintió a posteriori la
necesidad de justificar con muchos circunloquios que él había enviado a
Jacob Elout a Bogotá.12

12 anpb /rree 533, memoria de Verstolk sobre la disputa entre los ministerios, 19-7-1828
(también sge 5721, 3-8-1829); rree 644, 3/8-8-1829, Verstolk a Guillermo I; rree 554, Van
den Bosch a Verstolk, 16-2-1829; asimismo, en anpb /Colección Van den Bosch, 109.

242 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


En realidad, la lucha de plumas fue innecesaria, pues ya a fines de
marzo se había decidido encomendar el consulado a Van Lansberge.13 De-
bido a su corta edad, conservó por un tiempo el rango de vicecónsul, con
perspectivas de ascenso en el futuro. Además, Verstolk fue tan amable de
asignarle un aumento de sueldo debido a sus mayores responsabilidades.
Esta disposición llegó a Bogotá hacia mediados de agosto, a lo que Van
Lansberge comunicó contento a Verstolk que «el señor Elout ha vuelto a
transferirme la correspondencia». El bueno de Reinhart salió ganando y el
altanero de Jacob fue objeto de un llamado de atención.
Aunque tras la sentencia de La Haya, Elout ya no se ocupaba del con-
sulado, manifestó su voluntad de quedarse en Bogotá, aduciendo vaga-
mente que en el marco de su «particular misión» podía realizar muchas
tareas útiles.14 Recientemente había quedado vacante el consulado de La
Guaira, ya que Willem van Raders ―para su gran alivio― había sido
nombrado regidor de la isla de San Eustaquio. Resultaba lógico que Elout
cubriera la vacante en La Guaira, pero por lo visto no tenía muchas ganas
de hacerlo. Hasta comienzos de 1830 se quedó merodeando por la capital
colombiana, sin claras ocupaciones. A lo mejor se había topado con algún
joven bogotano de su agrado.

Autocracia
Mientras Van Lansberge y Elout libraban su batalla en Bogotá, la lucha
entre Bolívar y Santander se prolongaba de forma sostenida. En Bucara-
manga el presidente hacía de humeante volcán; en Ocaña los delegados se
perdían en infructuosos debates. La Gran Convención acabó teniendo un
espíritu demasiado estrecho para las reformas constitucionales. Los san-
tanderistas presentaron una propuesta tendente a aumentar la autonomía
departamental y restringir los poderes extraordinarios del presidente. Por
otro lado, los bolivarianos lanzaron una contrapropuesta que aspiraba a
reforzar el poder ejecutivo, conforme al deseo de Bolívar. Cuando la pro-
puesta de los santanderistas amenazó con ser aprobada, los bolivarianos
abandonaron la asamblea en señal de protesta.

13 anpb /rree
523, Van Lansberge nombrado interino, 1-4-1828; también en anpb /Colección
Van Lansberge, 31.
14 anpb /rree 559, Van Lansberge a Verstolk, 13/16-8-1828; Elout a Verstolk, 22-8-1828.

Sytze van der Veen 243


Proclamación del 27 de agosto de 1828, en la cual Bolívar anuncia su poder absoluto. La Haya, Archivo
Nacional de los Países Bajos.

244 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


A principios de junio, el éxodo de más de una veintena de delega-
dos puso fin a la letanía constitucional. Bolívar omitió someter la reunión
a su voluntad, aunque su conducción a distancia también evitó que se
impusiera Santander. Ninguno de los dos sacó nada en limpio con este
espectáculo poco edificante. El resultado «careció de todo valor», según
constató lacónico Van Lansberge desde Bogotá. Ese pobre balance todavía
resultaba demasiado color de rosa, pues en este viacrucis democrático la
Gran Colombia perdió toda credibilidad.
Bolívar veía en la Gran Convención la última oportunidad para la re-
pública. En efecto, su fracaso acabó siendo el principio del fin. La conven-
ción no había conseguido conciliar las diferencias políticas, sino que más
bien las había exacerbado. El presidente tenía motivos para estar preocu-
pado: en marzo de 1828 se había sublevado en Cartagena el almirante José
Prudencio Padilla, hasta entonces un fiel seguidor suyo. El rebelde se unió
a Santander y movilizó a los mulatos en el norte.15 El matiz racial subya-
cente apelaba al temor de Bolívar a la «pardocracia», es decir, su temor a
que la democracia degenerara en una dominación de los pardos, o sea, los
mulatos. Para enojo de Bolívar, en la Gran Convención los santanderistas
manifestaron su apoyo a Padilla.
La insurrección fue sofocada en su origen por Montilla, comandante mi-
litar del norte y bolivariano convencido. Padilla fue detenido y, custodiado
por dieciocho dragones, enviado a Bogotá para ser sentenciado. Para colmo
de males, a Bolívar le llegaban noticias aciagas del sur. Perú se había vuelto
ahora totalmente contra él y parecía apuntar a una guerra contra Bolivia y
contra Colombia. La realidad se alejaba de sus ideales a un ritmo vertigino-
so. No se había inmiscuido en la Gran Convención, pero se resistía a asistir
ocioso al derribo de la obra de su vida. Los dos años siguientes intentó
salvar lo que resultaba cada vez menos salvable. Trágicamente, sus intentos
de salvación contribuyeron a la pérdida irremediable de la Gran Colombia.
Bolívar partió de Bucaramanga unos días después de terminada la con-
vención. Casi simultáneamente, el 13 de junio de 1828, tuvo lugar en Bogotá
una revolución en su favor. Sus seguidores decidieron que se había llena-
do la copa. Una asamblea popular convocada por autoridades militares y

15 Helg, Liberty and equality in Caribbean Colombia, pp. 195-218.

Sytze van der Veen 245


civiles llegó a la conclusión de que el presidente debía asumir facultades
dictatoriales. La división había empujado a la patria al borde del abismo y
solo el Libertador la podía salvar. Once días después, Bolívar fue recibido
en la capital por una población que lanzaba gritos de júbilo. La Plaza Ma-
yor de Bogotá reverberaba de los discursos altisonantes y las aclamaciones
entusiastas. En una cena celebrada en el palacio presidencial de San Carlos,
Bolívar brindó por la Gran Convención, que había producido involuntaria-
mente este cambio tan saludable. Tenía un acre sentido del humor.
El apoyo de Bogotá representaba un magro consuelo tras lo acontecido
en Ocaña. La Convención se había resistido a reforzar el poder presidencial,
pero ahora la voluntad popular se presentaba como vehículo alternativo. A
los ojos de Bolívar, la situación de la república era lo suficientemente trágica
como para justificar un régimen dictatorial. Aunque aceptó gustoso la acla-
mación de la capital, quería un mandato con un fundamento más amplio.
En el verano de 1828 llegaron de todos los rincones de la república mani-
festaciones de adhesión al Libertador Presidente, como le decían ahora.
Los gobiernos locales y departamentales respaldaban a Bolívar y se
sintieron llamados a echarle una mano a la voluntad popular. Edward
Penny describió cómo procedieron las autoridades de Maracaibo. A los
ciudadanos vacilantes se les preguntaba si acaso se oponían al Libertador.
La respuesta solía ser negativa, lo que se interpretaba como aprobación.
Este enfoque facilitaba la recolección de firmas a favor de Bolívar. «Tras el
anuncio de la decisión tuvieron lugar algunos actos de júbilo y en la iglesia
principal se entonó el tedeum en presencia de los notables».16

Poder e impotencia
Bolívar nombró al margen de su gabinete un Consejo de Estado, integrado
por ministros, militares de alto rango y representantes del clero. El órgano
tenía exclusivamente carácter consultivo. La última manifestación de ad-
hesión llegó en el transcurso de agosto de Caracas, que por boca de Páez
se pronunciaba a favor de Bolívar. El 27 de agosto de 1828 se anunció la
«Ley orgánica», pensada como fundamento constitucional de la dictadu-
ra. Según la versión oficial, la constitución había perdido su efecto por el

16 Escenas similares se produjeron en Cartagena (Bushnell, «The last dictatorship», p. 67).

246 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Escena callejera en la Plaza de San Victorino de Bogotá. Acuarela de François Désiré Roulin, 1824. Bogotá,
Colección de Arte del Banco de la República.

fracaso de la Gran Convención. Así pues, el poder que el pueblo soberano


había delegado en la Convención regresaba a su origen. Como el pueblo
comprendió que sin constitución estaba expuesto al riesgo de anarquía,
había apoderado a Bolívar para gobernar con facultades dictatoriales. El
mismo razonamiento tortuoso se utilizó en la proclamación con la que el
presidente se presentó como autócrata. «Compadezcámonos mutuamente,
el pueblo que obedece y el hombre que manda solo». Sonó como una de
sus amargas bromas.
La ley establecía expresamente que la dictadura sería de carácter tem-
poral: caducaba el 2 de enero de 1830, fecha final del segundo mandato
de Bolívar como presidente electo democráticamente. De hecho, su poder
dictatorial suponía la institucionalización de los poderes extraordinarios
de los que había echado mano ampliamente en los años anteriores. La
diferencia radicaba en que, en la nueva situación, el Congreso quedaba
temporalmente fuera de juego, igualmente hasta 1830. Además, la ley dis-

Sytze van der Veen 247


ponía que Bolívar delegaba su poder en sus testaferros regionales: Páez en
el este, Flores en el sur y Montilla en el norte. Él era el comandante en jefe
del Estado y sus generales ejercían el mando sobre las partes territoriales.
La estructura de mando gubernamental era un reflejo de la castrense. De
pasada, la ley abolía la vicepresidencia. Como la estabilidad de Colombia
dependía en parte de la ausencia de Santander, le ofrecieron la legación en
Estados Unidos. Aceptó la oferta, pero por lo pronto no mostró ninguna
intención de partir a Washington.
Los enemigos de Bolívar pusieron el grito en el cielo, aunque también
muchos de sus seguidores estaban poco convencidos de este giro. ¿Rene-
gaba el presidente de sus principios democráticos? A sus propios ojos se
mantenía fiel a sí mismo. Siempre había sido partidario de una autoridad
monocéfala, como encarnación de la unidad del Estado. A su entender, su
poder no se contradecía con la libertad de los ciudadanos; al contrario,
aquel era una garantía de esta. El Libertador se jugaba el alma para salvar
Colombia, como había hecho también durante la guerra. Coincidía más
que nunca con el Estado que había creado. La dictadura era en mayor me-
dida la expresión de la impotencia de Colombia que del poder de Bolívar.
Para Edward Penny, el héroe se cayó de su pedestal. Tenía sus dudas
sobre la supuesta voluntad popular y temía que los «guerreros» que ro-
deaban a Bolívar fueran responsables de la absolutización de su poder. Lo
habían utilizado para salvaguardar sus intereses y él se había dejado usar
por ellos. Los codiciosos militares amenazaban con reprimir a este «pueblo
libre e independiente» igual que habían hecho otrora los españoles. ¿Era
capaz Bolívar de meter en cintura a sus epígonos? ¿Se atrevería a castigar
sus «faltas, yerros y fechorías»?
Penny veía el futuro negro. De Santander esperaba aún menos, de
modo que acabó dando la preferencia a Bolívar ―el menor de dos males
y, en su calidad dictatorial, probablemente un mal necesario―. Van Lans-
berge llegó a la misma conclusión, que presumiblemente coincidía con la
opinión generalizada en Colombia. La voluntad popular desempeñaba un
papel más pasivo que activo, resignándose a que la dictadura se le viniera

248 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


encima. En combinación con un dictador impuesto a la fuerza, se trataba
de una «evolución singular», como describió Penny los acontecimientos.17

Atentado
Bolívar conoció a Manuela Sáenz en Quito en 1822, el día en que entró
victorioso en esa ciudad. El amor fue recíproco: Manuela abandonó a su
cónyuge y siguió a su amante rumbo al Perú.18 Bolívar tuvo con ella una
relación notablemente duradera, pese a muchas peleas y numerosas his-
torias con otras mujeres. Siempre volvía a Manuela, a quien le resbalaban
las convenciones y que no mostraba talento para la subordinación. Era
también una de las pocas mujeres con las que podía hablar de política.
A comienzos de 1828 se instaló en Bogotá, donde fue honrada y denos-
tada a la vez como amante reconocida del Libertador. Manuela, acompaña-
da habitualmente de su criada negra, era una personalidad conocida en la
ciudad. Cuando salía a pasear montada a caballo, gustaba de ataviarse con
ropa de hombre. Las damas de Bogotá que se jactaban de serlo aborrecían
a la beldad liberada de Quito. Su informal salón, muy concurrido, consti-
tuía un punto de encuentro para los extranjeros. Aunque Van Lansberge
la conocía, no dejó traslucir si la frecuentaba: a su Victoria probablemente
no le haría mucha gracia saberlo.
El jueves 25 de septiembre de 1828, la ciudad despertó conmocionada
por un acontecimiento que, según Van Lansberge, «produjo consternación
en todos los corazones». A Bolívar le había llegado el rumor de que conspi-
raban contra él, si bien esto no lo preocupaba: estaba acostumbrado a las
conspiraciones, el palacio presidencial de San Carlos contaba con buena
custodia y, por las dudas, solía dormir con una pistola cargada encima
de la mesita de noche. La velada se desarrolló de manera muy hogareña:
Bolívar tomó un baño, Manuela le leyó un fragmento y a continuación se
fueron a dormir. Cuando hacia la medianoche un gran barullo los despertó,
se percataron de que había intrusos en el palacio. Bolívar se vistió rápida-
mente, tomó su pistola y quiso enfrentarlos. Temiendo que si se resistía

17 anpb /rree 540, 549, 551, 554, 558 y 559, Van Lansberge y Penny a Verstolk, junio a sep-
tiembre de 1828; Elout a Verstolk, junio a agosto de 1828. Elout también escribió cartas
a su padre, tratándole de «Su Excelencia» (col 2329).
18 Murray, For glory and Bolívar. The remarkable life of Manuela Sáenz.

Sytze van der Veen 249


Manuela Saénz. Retrato en miniatura de José María Espinosa Prieto, 1828. Medellín, Museo de Antioquia.

contra una supremacía desconocida estaría firmando su propia sentencia


de muerte, Manuela lo presionó para que saliera por la ventana, y él fue lo
suficientemente juicioso para seguir su consejo.
Mientras Bolívar, una vez en la calle, huía apresuradamente, unos
soldados echaron abajo la puerta del dormitorio, donde, empuñando la
espada de su amado, los esperaba Manuela. El jefe del grupo, el teniente
coronel Pedro Carujo, preguntó en tono amenazador dónde estaba Bolívar.
Manuela le dio a entender que se encontraba en otra parte del palacio,
a lo que Carujo la obligó a indicarle el camino. Resistiéndose como pudo,
dejó que la arrastraran de una estancia a otra, con la esperanza de ganar
tiempo. Carujo se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo y le propinó

250 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


varios puñetazos. En total perdieron la vida en el atentado tres centinelas
y dos oficiales, según informó Van Lansberge.
Bolívar, que había salido corriendo, se escondió debajo de un puente
cercano sobre el río San Agustín. Por un tiempo no logró atar cabos en
esta situación, pues oía gritos exultantes tanto a su favor como en su
contra. Cuando a eso de las tres de la madrugada los clamores en contra
enmudecieron, abandonó su escondite. Regresó al palacio de San Carlos,
se puso ropa limpia y se repuso de la excitación. Por la mañana se dirigió
a caballo a la Plaza Mayor de Bogotá, donde fue aclamado por citadi-
nos, campesinos y soldados. También Santander vino a felicitarlo por su
salvación. Sospechando que era cómplice del atentado, Bolívar le volvió
ostentosamente la espalda.
Resultó que los insurgentes habían tramado un golpe de Estado en
tres actos. Un grupo debía matar a Bolívar en el palacio de San Carlos,
otro atacaría el cuartel en el que estaba preso José Prudencio Padilla y
un tercer grupo intentaría apoderarse de otro cuartel. Afortunadamente,
todas las operaciones fracasaron. El atentado a Bolívar se malogró gracias
a Manuela Sáenz. En caso de Padilla, trece insurgentes se lanzaron sobre
el cuartel de artillería donde el rebelde permanecía preso desde finales
de mayo, mataron al guardia y quisieron liberar al almirante, pero este,
siendo hombre de honor, se resistió a sus libertadores y rehusó escapar o
participar en la rebellión. El ataque del otro cuartel fue repelido por mili-
tares fieles al gobierno.
Los instigadores del golpe eran santanderistas que querían sacar del
medio a Bolívar para que su líder pudiera subir al poder. Según Van Lans-
berge, contaban con el apoyo de agentes secretos de España, de quienes
sospechaba que aplicaban una táctica taimada: apostaban a que el régimen
de Santander degenerara en un caos total, para que España pudiera adue-
ñarse otra vez de Colombia sin esfuerzo.
En la madrugada del 26 de septiembre se produjeron varias detencio-
nes, pues los principales conspiradores eran conocidos. El general Urdane-
ta, más bolivariano que el propio Bolívar y encargado del asunto, mandó
detener a alrededor de sesenta personas, entre ellas a Santander. Carujo
y otros más habían salido en desbandada, pero unos campesinos de los

Sytze van der Veen 251


alrededores de Bogotá emprendieron una batida y supieron detenerlos
junto con otros prófugos.

Justicia vengativa
Carujo se quebró y confesó los hechos. Aparte de militares, resultó que
también formaban parte de la llamada «Conspiración Septembrina» va-
rios ciudadanos, entre ellos abogados, periodistas, un joven catedrático de
filosofía y un manojo de estudiantes ultraliberales. Catorce participantes
fueron ahorcados o fusilados. A otros diecisiete los desterraron, de los que
algunos se refugiaron en Curazao. Ocho sospechosos fueron liberados, dos
o tres se evadieron y el resto fue condenado a penas de prisión. Padilla
acabó en el paredón, si bien no había participado en el golpe de Estado y
había luchado contra los golpistas. Su rebeldía en Cartagena fue motivo
suficiente para que lo ajusticiaran, aunque el motivo tácito ―como en el
caso del curazoleño Manuel Piar― fue el temor a la «pardocracia» por
parte de los dirigentes de la República.
El papel de Santander en la conspiración no llegó a aclararse. La sos-
pecha de que era el verdadero instigador no pudo probarse, aunque sí se
comprobó que estaba al corriente de los planes. Dos de los golpistas eran
buenos amigos suyos: el periodista Florentino González y Luis Vargas,
que lo acompañaría a Washington como secretario de legación. El hecho
de que los conspiradores tramaran sus planes en la residencia de su amigo
Vargas hizo que a Santander le resultara difícil lavarse las manos. Urdaneta
opinaba que había suficientes pruebas para condenarlo a muerte, pero a
Bolívar le pareció suficiente que su rival fuera desterrado de Colombia.
Santander se exilió e inició una odisea que, entre otros destinos, lo llevaría
a los Países Bajos.
Van Lansberge estaba aliviado por el desenlace, «pues de lo contrario
habríamos sido presas de la más terrible criminalidad y rapacidad». Se
percató de que aún había habido suerte: en esa crisis, el ejército y el pue-
blo se habían unido a Bolívar y la oposición había perdido todo crédito.
Aun aquellos que aborrecían los poderes absolutos del presidente, estaban
ahora convencidos de que era el único que podía mantener unida a la re-
pública. El propio Bolívar no estaba tan convencido de ello; había escapado

252 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


del atentado, pero estaba acongojado. El golpe constituía una prueba de la
degradación de Colombia. Consideró la posibilidad de dimitir, pero deci-
dió continuar de mala gana. No le quedaba otra opción.19

Dudas liberales
Bolívar había tomado el poder que ya detentaba de hecho, de modo que
poco cambió. En Europa su medida dio pie a reacciones diversas, en
función del prisma político del observador. Los conservadores del Viejo
Mundo vieron confirmada su razón. La revolución hispanoamericana te-
nía lugar siguiendo el derrotero de la francesa y resultaba que Bolívar era
de la misma calaña que Napoleón. Su asalto al poder suponía una réplica
del 18 de brumario, el punto de partida de la dictadura napoleónica. Era
predecible que en breve el Libertador se coronara a sí mismo emperador.
Entre los compañeros de viaje liberales en Europa se produjo una di-
visión. En Francia, la noticia dio lugar a una acalorada polémica entre dos
gerifaltes liberales. Benjamin Constant perdió su confianza en Bolívar y lo
acusó de despotismo, mientras que el abate De Pradt recurrió a su pluma
para brindar protección a su ídolo. En su defensa, el clérigo no llegó a for-
mular mucho más que unos cuantos circunloquios justificativos: la falta de
ilustración de los colombianos habría obligado a Bolívar a acaparar el po-
der. Su adversario consideró que se intentaba justificar un hecho fundamen-
talmente injusto. Los conservadores rieron para sus adentros ante la lucha
entre hermanos liberales y formularon satíricos comentarios al respecto.
En Colombia, Bolívar se encogió de hombros ante tanta incomprensión
liberal, viniera de Constant o de De Pradt. Los intelectuales europeos no
tenían idea del caos que se les venía encima.20

19 anpb /rree 551, 555, 559 y 643, Van Lansberge a Verstolk, septiembre a noviembre de
1828; rree 549, Penny a Verstolk, 21-10-1828, con el panfleto Horrorosa conspiración anexo.
20 Filippi (ed.), Bolívar y Europa, tomo I, pp. 288-360; Aguirre Eloriaga, El abate De Pradt, pp.
273-278; Coen, «Constant et Bolivar».

Sytze van der Veen 253


Escena callejera en Ciudad de Guatemala. Detalle de un grabado anónimo en J. Haefkens, Centraal-Amerika
(1832). Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.
CAPÍTULO 14

El principio del fin

JAN VERVEER DEBÍA LIDIAR con una guerra civil antes de poder comenzar
a excavar el canal entre el Pacífico y Atlántico. Tampoco en la República
Federal de Centroamérica las condiciones eran favorables. La federación
había nacido en 1824 y comprendía Guatemala, El Salvador, Honduras,
Nicaragua y Costa Rica. Los liberales defendían la autonomía de los Esta-
dos federados, los conservadores aspiraban a un gobierno fuerte federal.
El presidente Manuel José Arce era el líder de los conservadores; Francisco
Morazán, el de los liberales.1
Las luchas entre ambos partidos estaban en plena marcha cuando
Verveer llegó a Ciudad de Guatemala a fines de febrero de 1829. Jacob
Haefkens, el cónsul holandés, le impartió un curso acelerado de política
local. Verveer comprendió que había llegado en el momento justo para

1 La República de Centroamérica se fundó en 1824 como federación de Guatemala, Hon-


duras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica. Durante el Imperio español, estas cinco pro-
vincias formaban la Capitanía General de Guatemala. Panamá pertenecía al Virreinato
de Nueva Granada y, después de la independencia, a Colombia.

Sytze van der Veen 255


«apaciguar a las partes enfrentadas en este país». Se ofreció como media-
dor, función que, a falta de categoría diplomática, solo podía basar en su
cara honrada y su rango militar. Al parecer, el general de división causó
impresión, pues ambas partes aceptaron su propuesta de mediación.
Las negociaciones tuvieron lugar en el cuartel general de Morazán,
en las afueras de Ciudad de Guatemala. Haefkens acompañó a Verveer
hasta el lugar acordado, al que llegaron cruzando el campo de batalla más
reciente. El combate había tenido lugar hacía doce días, pero nadie se había
molestado en enterrar a los muertos. «¡Qué espectáculo atroz!». El terreno
estaba sembrado de cadáveres medio podridos que hacían las delicias de
buitres y perros. Cuando las partes se sentaron a la mesa de negociación,
se palpaban «el odio y el desprecio mutuos». Verveer se esforzó, pero no
fue posible llegar a un armisticio.
La guerra se retomó y las tropas liberales atacaron Ciudad de Guate-
mala. Durante tres días tuvieron lugar peleas callejeras, que casi costaron
la vida a Verveer y a Haefkens. Estaban observando las hostilidades desde
una ventana, cuando un soldado empezó a dispararles. Las balas que les
estaban destinadas quedaron incrustadas en el marco. El 12 abril de 1829,
el ejército federal capituló. El derrotado presidente Arce y otros líderes
conservadores fueron encarcelados. Morazán asumió el poder y un año
después fue elegido presidente de la República Federal de Centroamérica.2
Morazán tenía un buen concepto de Verveer, circunstancia que este
aprovechó para despertar su interés por el canal interoceánico. El cambio
de relaciones políticas redundaba en beneficio del proyecto, según comu-
nicó a La Haya. El nuevo congreso federal aplaudió el plan holandés y
esperó la adopción de medidas concretas. Las palas, por así decirlo, esta-
ban listas para empezar a cavar. Verveer insistió ante su gobierno en que
enviara lo antes posible los ingenieros prometidos: «Ninguna celeridad
será suficiente». Toda demora iba en detrimento del crédito que se había
forjado ante los detentores liberales del poder.

2 anpb /rree 644, Verveer a Verstolk, 21-5-1829, sobre su intento de mediación; anpb /
Legación Gran Bretaña 36, Verveer a Falck, 21-5-1829; Haefkens, Centraal-Amerika, pp.
244-253; De Jong, Krimpende Horizon, pp. 338-343.

256 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Timidez
Verveer no encontró eco, pues en lo relativo al canal el gobierno de repente
se amedrentó y se echó atrás. El entusiasmo que el proyecto había desper-
tado un año antes se había volatilizado. En el embeleso inicial, incluso se
había pensado tomar posesión de la isla de Roatán, frente a la costa de Hon-
duras, como punto de apoyo militar para la nueva vía acuática.3 El plan, que
daba cuenta de temeridad imperialista, había naufragado en los cajones de
escritorio de La Haya. También Guillermo I, el inspirador del canal, des-
plegó un menor dinamismo. En un grado superlativo de vacilación, el go-
bierno no atinó más que a elaborar «los necesarios proyectos de decisiones
para la adopción de medidas preparatorias para el envío de la comisión de
ingenieros hidráulicos». Nada que sirviera de verdadero impulso.
Verveer no comprendió la actitud reservada de La Haya y siguió insis-
tiendo en la celeridad. Desgraciadamente, sus noticias eran poco propicias
para convencer al gobierno de que tomara medidas. A los ojos del ministro
Verstolk, en América Central se libraba una incomprensible guerra tribal.
Aun tras la victoria liberal, la situación no se calmó, pues los conservadores
se negaban a quedarse de brazos cruzados. Verstolk temía que la república
sucumbiera a las luchas intestinas, lo que según Verveer no debía ser impe-
dimento para el proyecto. Propuso firmar un tratado en el que se detallaran
las condiciones para la construcción del canal. En caso de que la República
Federal de Centroamérica se fragmentara, el acuerdo pasaría a Nicaragua,
el Estado federado en el que se excavaría.
Verveer sugirió asimismo reforzar el crédito de Holanda ante el gobier-
no centroamericano mediante el suministro de armas. En Curazao todavía
había un lote de fusiles que la Compañía Mercantil Neerlandesa no había
podido vender a Colombia. Por intermedio de la Compañía de las Indias
Occidentales, esas armas podían pasar perfectamente a América Central,
donde, en vista de la situación interna, serían muy bien recibidas.
Mientras tanto, Verstolk había llegado a la conclusión de que en Amé-
rica Central faltaban «principios morales y buena fe», con lo que perdió
su confianza en el proyecto del canal. A fines de octubre de 1829 tuvo la

3 B. de Gaay Fortman, «Koning Willem I en het eiland Ruatan», West-Indische Gids 11


(1930), pp. 29-33.

Sytze van der Veen 257


osadía de proponer a Guillermo I que «renunciara a la excavación pro-
yectada, al menos por el momento». El rey, poco proclive a renunciar a su
hermoso plan, ordenó convocar una reunión de gabinete sobre el asunto.
Los ministros no consiguieron salir del atolladero. En su fuero interno
consideraban que el canal era una empresa imposible, pero no se atrevían
a decirlo en voz alta. Después de una segunda reunión, a fines de noviem-
bre, recomendaron «no dar seguimiento por ahora al envío de ingenieros
hidráulicos». A modo de paliativo, debía otorgarse un poder a Verveer para
la negociación de un tratado. La propuesta de suministrar armas a América
Central les pareció una buena causa. Sin embargo, una inspección minu-
ciosa puso al descubierto que los fusiles almacenados en Curazao estaban
oxidados, de modo que la transacción quedó anulada.
Después de muchas idas y vueltas, en el otoño de 1829 se elaboró una
instrucción para las negociaciones que debía llevar adelante Verveer. A
comienzos de 1830, Verstolk le comunicó que la partida de los ingenieros
se había aplazado y que, vistas las «inestables» condiciones imperantes
en América Central, empezara firmando un tratado. El ministro esperaba
que ese acuerdo contribuyera a que Holanda, en lo concerniente al canal,
se mantuviera por delante de otras potencias. Las dificultosas comunica-
ciones hicieron que pasaran varios meses antes de que la misiva llegara a
manos del general de división.4

Mayor recato
En las negociaciones entre Falck y José Fernández Madrid, el enviado co-
lombiano en Londres, se percibieron reservas similares. El principal obs-
táculo para el tratado colombiano-holandés lo constituía el arancel de im-
portación adicional del 5 % sobre los bienes que entraran al país a través
de una colonia. En ese sentido, Fernández Madrid se negaba a hacer una
excepción para Curazao. El tonelaje máximo de los barcos curazoleños que
tocaban Colombia representaba otra cuestión controvertida. Además, el
colombiano quería incluir un artículo que, en sentido jurídico, equiparara

4 anpb /rree 577, 584-586 y 644-646, informes de Verveer y Haefkens; la dificultosa toma
de decisiones en rree 563, 569, 573, 585-587, 591, 592; 642, 645, 646 y sge 5724, 5725.A,
5725.B.

258 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Guillermo I hacia 1830. Litografía de artista desconocido. Ámsterdam, Museo del Estado.

a los tratantes de esclavos con piratas. Bolívar insistía en ello porque quería
reducir la trata de esclavos.
Falck consideró innecesario incluir un artículo de esa naturaleza, pues-
to que Holanda ya se había comprometido en 1818 a aplicar el tratado
internacional contra la trata de esclavos. Por su parte, abogó por la libertad
de culto para los protestantes en Colombia, aunque no hubiera allí muchos
holandeses que pudieran beneficiarse de esa provisión bienintencionada.
También intentó conseguir, a instancias de la Secretaría de Industria Na-
cional, una reducción del arancel de importación aplicado a la ginebra. En
opinión de Johannes Netscher, el más alto funcionario de ese órgano, Falck
debía llamar la atención de su interlocutor colombiano sobre la «influencia
benéfica y favorable para la salud» de la tradicional bebida holandesa. La
experiencia había demostrado que la ginebra era un excelente profiláctico
contra la fiebre amarilla.

Sytze van der Veen 259


Fernández Madrid dio un buen impulso al asunto y quiso concluirlo
lo más pronto posible. En el otoño de 1828, Falck anunció que no podía
estirar mucho más las negociaciones, pero al igual que Verveer se topó con
subterfugios originados en La Haya. Por esa época, Verstolk concluyó su
mencionado «Informe sobre la política exterior», en el que observaba con
parquedad «que hasta ahora Holanda no tiene motivo para estar satisfecha
por lo que respecta a Colombia».5 Le planteaba a Guillermo I la cuestión
de si «el momento actual» era realmente propicio para la firma de un tra-
tado. ¿No era mejor «dilatarse» hasta que quedara claro si la autocracia de
Bolívar llevaba «a una mayor estabilidad en el gobierno»? Haciéndose eco
de sus reparos, el rey solicitó la opinión de Falck.
Este le escribió que, en efecto, la situación en Colombia era «inestable
y delicada», pero que en cualquier caso el tratado debía firmarse. Las ne-
gociaciones estaban tan avanzadas que ya no podía echarse atrás. También
Bolívar insistía en contemplar celeridad, a juzgar por las cartas que le en-
señaba Fernández Madrid. Además, era mejor firmar ahora un tratado con
un solo Estado que posteriormente con tres, en caso de que Colombia se
fragmentara en el futuro. Falck aplicaba el mismo razonamiento que Ver-
veer: en tal caso, el acuerdo con el todo pasaría a las partes autonomizadas.
A eso se añadía que Fernández Madrid estaba aquejado de «expectoracio-
nes de sangre» y que su salud era «motivo de preocupación continua».6 En
síntesis, había que deshacer el nudo gordiano y La Haya tenía que dejarse
de lamentos.
Verstolk dejó de resistirse y, a fines de marzo de 1829, el texto del
proyecto de tratado quedó plasmado en papel. Madrid se negó a hacer
concesiones en cuanto al arancel de importación adicional del 5 %, pero
suprimió las restricciones de tonelaje aplicables a los barcos curazoleños.
Falck consiguió que en el tratado se incluyera la libertad de culto para
los protestantes, así como la garantía de que los ciudadanos holandeses
quedarían librados de cualquier arbitrariedad por parte de las autorida-

5 anpb /rree 642, 23-1-1829, Verstolk, «Rapport Buitenlandsche Staatkunde», fol. 264-267;
asimismo, en Gedenkstukken, tomo ix .2 (1825-1830), p. 507.
6 angc /mre 508 (Legación de Londres), Falck a Fernández Madrid, 16-1-1829, deseándole
que se mejore.

260 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


des colombianas. No logró reducir el arancel de importación aplicable a la
ginebra holandesa, por más saludable que fuera esa bebida.
Después de que Guillermo I dio su aprobación, el 1 de mayo de 1829
Falck y Fernández Madrid firmaron el tratado. Las negociaciones habían
durado exactamente un año. El diplomático colombiano partió con su
ejemplar, pero a la media hora se personó, consternado, de nuevo ante
Falck: había perdido el documento en el camino y no lo encontraba por
ningún lugar. Advirtieron a la policía, el pregonero municipal de Londres
difundió la pérdida y publicaron un anuncio en el Times. Después de tres
días se presentó una persona con el objeto perdido, que se hizo acreedor
de una libra esterlina en recompensa. No pudo saberse qué había pasado
en el ínterin con el tratado ni quiénes lo habían leído. Tenía un aspecto algo
«desastrado y mancillado», pero según Falck todavía estaba en condiciones
de ser enviado a Colombia para su ratificación.
Por lo visto, su alegato en favor de la abolición del arancel adicional a
la importación del 5 % había surtido efecto, pues en mayo de 1829 Bolívar
anunció que la medida de marras se anulaba. Todos los obstáculos al co-
mercio quedaban eliminados, de modo que el gran depósito de mercancías
en Curazao por fin podía comenzar. Al menos, así parecía.7

Reino atascado
Guillermo I y sus ministros dudaban si actuar con determinación. Verstolk
relacionaba los titubeos con «los tumultos intestinos» en América Central
y Colombia, pero pasaba por alto que Holanda padecía el mismo mal. El
canal interoceánico, la Compañía de las Indias Occidentales y el tratado con
Colombia eran iniciativas de 1828, cuando en el reino aún reinaban la paz y
la tranquilidad. Un año después, esa coyuntura dio un vuelco sorprenden-
temente rápido para convertirse en lo opuesto. La vacilación en la política
exterior se debía, sobre todo, a crecientes tensiones en el plano interior.

7 Las negociaciones en anpb /rree 533, 547, 556, 558, 565 y 640-643 (secreto); anpb /sge
5712, 5717, 5718, 5720; anpb /Legación Gran Bretaña 45; Falck, Ambtsbrieven, pp. 276-278,
281-284. Abolición del arancel de importación adicional en rree , 575, Van Lansberge a
Verstolk, 21-6-1829. Documentos parecidos del lado colombiano en agnc /mre 300 (Le-
gación Gran Bretaña), fols. 285-307, y mre 304, fols. 273-361; mre 405 (Consulado Países
Bajos), fols. 162-171, copia del tratado en ciernes.

Sytze van der Veen 261


La «Santa Alianza» de liberales y católicos en los Países Bajos meridionales: la relación antes, durante y
después. Dibujo satírico (1828), artista desconocido. Ámsterdam, Museo del Estado.

La política asertiva de Guillermo I frente a Latinoamérica coincidió con


el auge de la Gran Holanda. Entre 1825 y 1828, la fusión del norte y el sur
se desarrollaba con fluidez, aunque también había fricciones. Los intentos
de introducir el neerlandés como lengua oficial en Flandes se toparon con
la resistencia de la élite francófona, que también allí daban el tono. Ade-
más, el monarca protestante tenía una relación problemática con la iglesia
católica del sur. Intentó sustraer la educación a la influencia de la iglesia
y reguló la formación de los sacerdotes. Los católicos, remitiéndose a la
libertad de culto consagrada en la constitución, comenzaron a resistirse
contra esa injerencia del gobierno.
Hasta entonces, Guillermo I podía contar en el sur con el apoyo de los
ciudadanos liberales, pero también en ese sector surgió cierta oposición.
Los jóvenes liberales se sublevaron contra su régimen autocrático. En el
transcurso de 1828 se produjo un notable acercamiento entre católicos y
liberales ―dos corrientes que para los criterios de entonces se relacionaban
entre sí como el agua y el fuego―. Esa alianza monstruo católico-liberal
ventilaba en la prensa sus quejas sobre la política educativa, lingüística y

262 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


religiosa del rey. Los líderes eran jóvenes periodistas y juristas que hacían
su entrada en la arena pública. Los liberales que marcaban el paso arras-
traron a los católicos y exigieron la introducción de la responsabilidad
ministerial, a fin de que el parlamento pudiera ejercer control sobre la toma
de decisiones del gobierno.
La oposición abierta era un nuevo fenómeno en el reino, donde hasta
hacía poco nunca se habían escuchado palabras fuera de lugar. La resis-
tencia también se manifestó en forma de la presentación de peticiones, una
válvula de escape democrática consagrada en la constitución. Los Estados
Generales recibieron una marea de peticiones en las que se formulaban
todas las quejas posibles. Los periodistas liberales habían roto el impera-
tivo de la corrección política y, gracias a la cooperación con los católicos,
supieron movilizar a anchas capas de la población.8
También en el parlamento aumentó la oposición. En el otoño de 1828,
los representantes del sur exigieron la anulación de la mordaza. Varios
miembros del norte estaban de acuerdo, pero se distanciaron al votarse la
moción. El norte se alineaba con el rey a medida que el sur se le enfrentaba.
Paulatinamente se produjo una separación de los espíritus, coincidiendo
geográficamente más o menos con la antigua frontera nacional entre los
Países Bajos septentrionales y meridionales. En medio del desmoronamien-
to del consenso, Guillermo I fue incapaz de hacer frente a la resistencia.
Oscilaba entre la mano firme y la complacencia, con la esperanza de
escindir el frente católico-liberal. A fines de 1828, mientras los Estados Ge-
nerales discutían sobre la libertad de prensa, mandó condenar al periodista
liberal Louis de Potter a una pena de prisión de dieciocho meses. Ipso facto,
el preso fue proclamado mártir de la causa belga. La complacencia tam-
poco tuvo mucho efecto, pues las concesiones en materia de libertad de
prensa y enseñanza católica no lograron acallar a la oposición. Al contrario,
alentada por esos éxitos, solo se hizo más fuerte.
Al no entender el obstruccionismo, el rey se sintió incomprendido. ¿Qué
les pasaba por la cabeza a esos individuos que cuestionaban su autoridad
y socavaban su reino? Aunque se esforzara, a sus ojos él no hacía nada
bien. Además, no se limitaban a presentar quejas administrativas, sino que

8 Koch, Willem I, pp. 430-445.

Sytze van der Veen 263


El terror de Guillermo I: el periodista Louis de Potter (1786-1859). Grabado en acero de Ferdinand Bah-
mann, ca. 1830. Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.

cuestionaban con cada vez mayor insistencia su régimen. Exigían más de-
mocracia, poniendo el dedo en la llaga del sistema. La participación política
era incompatible con la fusión de los Países Bajos septentrionales y meri-
dionales, que tenía una base frágil en ambos. La amalgama venía impuesta
por Guillermo I, cuyo trono dependía del éxito de la asociación. Cualquier
forma de oposición ponía en entredicho la propia existencia del reino.
En el transcurso de 1829 aumentó el descontento. Las publicaciones li-
berales en el sur extendieron su cruzada contra el gobierno. El movimiento
peticionario adquirió proporciones monstruosas, cursando una petición
para la que se habían recolectado nada menos que 360.000 firmas. Para
disgusto del rey, la oposición en la Cámara de Diputados tuvo como con-
secuencia el rechazo del presupuesto decenal. Las críticas a su política

264 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


sonaban cada vez más alto, igual que el clamor por la responsabilidad mi-
nisterial. Los diputados del sur se negaban a seguir actuando como monos
amaestrados en la «casa de fieras del rey», como calificaban con sorna a los
Estados Generales, el parlamento del reino.
Guillermo I intentó conjurar los arrebatos democráticos en el sur, antes
de que pudieran extenderse hacia el norte. Su poder, según anunciaba en
una Real Comunicación a los Estados Generales en diciembre de 1829, no
derivaba de la constitución, sino que, al contrario, la constitución era una
concesión de su parte y, por lo tanto, una consecuencia de su poder. En
otras palabras, había sido tan liberal como para moderar su poder absoluto
mediante una constitución. Esta «monarquía atenuada» era, según él, la
única interpretación que admitía la constitución. Solo él era quien gober-
naba, y los ministros eran sus sirvientes. La responsabilidad ministerial era
anticonstitucional, pues en ese caso el parlamento cogobernaría. Los Esta-
dos Generales debían conocer su lugar subordinado. El reino no era una
pseudorrepública democrática, ni él un presidente ennoblecido. Todos los
funcionarios y autoridades en el sur debían suscribir la Real Comunicación
en un plazo de dos días, so pena de despido. Para enfatizar sus palabras,
Guillermo I despidió a seis diputados del sur que habían obstaculizado el
examen del presupuesto decenal.
Todo esto equivalía a un ultraje a Bélgica, y De Potter replicó inmedia-
tamente al rey. Según el periodista, constituía un sinsentido constitucional
afirmar que la «monarquía atenuada» estaba consagrada en la ley fun-
damental. El poder del rey derivaba de la constitución, y no al contrario.
Dicho de otro modo, la soberanía descansaba en el pueblo y no en el rey.
En sus publicaciones ulteriores, De Potter propagaba una separación ad-
ministrativa entre el norte y el sur. Aun para el portavoz más radical de la
oposición, por lo pronto una Bélgica independiente era impensable. Sus
manifestaciones sobre la liquidación del Estado unitario condujeron a una
segunda condena en abril de 1830. Junto con algunos correligionarios, De
Potter fue desterrado por un período de ocho años, lo que acabó benefi-
ciando su condición de mártir.

Sytze van der Veen 265


Bolívar en 1828. Dibujo anónimo, basado en un esbozo de François Désiré Roulin de 1828. Publicado en
C. Parra-Pérez, La monarquía en la Gran Colombia (1959). La Haya, Biblioteca Real.

República atascada
La Gran Holanda comenzaba a atascarse, y Guillermo I perdió la bravura
que había caracterizado su política exterior. Debía esforzarse al máximo
para mantener unido su reino, igual que del otro lado del océano Bolívar
tenía que hacer un gran esfuerzo por mantener unida su república. Ambos
se consideraban liberales, pero se enfrentaron con adversarios que profesa-
ban otra clase de liberalismo. Al igual que Bolívar, Guillermo I consideraba
su autocracia como la tabla de salvación del Estado. Sin embargo, a dife-
rencia del presidente, el rey no precisaba arrogarse facultades dictatoriales:
ya las tenía.
También en Colombia se cernían oscuros nubarrones sobre el hori-
zonte político. En el otoño de 1828, poco después del atentado a Bolívar,
se produjo una revuelta en el sudeste. Lideraba el movimiento el coronel

266 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


José María Obando, que estaba en comunicación con los santanderistas en
Bogotá. Hacia finales de año, Bolívar partió rumbo a la zona rebelde para
imponer el orden. No solo Obando reclamaba su atención, sino también
Perú, una república en la que desde hacía dos años detentaba el poder un
gobierno hostil a Colombia. Los peruanos habían mantenido ocupado
un tiempo el puerto sureño de Guayaquil, al considerar que pertenecía a su
país. En la primavera de 1828 también invadieron Bolivia, obligando a Sucre,
presidente en nombre de Bolívar, a dimitir.
La creciente tensión condujo a que Perú y Colombia se declararan la
guerra. Bolívar tenía intención de disciplinar a Obando y, a continuación,
hacer escarmentar a los peruanos.9 Seis años antes había hecho el mismo
viaje, a la sazón para liberar el sur de Nueva Granada y Perú de los espa-
ñoles. La actual campaña resultaba menos gloriosa, pues ahora debía com-
batir a unos compatriotas rebeldes y librar una guerra contra un pueblo
hermano. A Bolívar no le hacía ninguna falta llevar a cabo una dificultosa
campaña en territorio montañoso, y prefirió reconciliarse con Obando. A
comienzos de 1829 firmó un acuerdo con el rebelde ―que fue presidente
de Colombia entre 1853 y 1857―, con la esperanza de que se pasara para
su bando. Dos años antes había aplicado la misma táctica con Páez.
Entre tanto, un ejército peruano había invadido el sur de Colombia.
Los peruanos volvieron a adueñarse de Guayaquil y ocuparon un extenso
territorio en el sur. Tras sufrir una derrota contra un ejército colombiano
comandado por Sucre, estuvieron de acuerdo en firmar un armisticio. Con
ello la guerra no había llegado a su fin, pues se negaron a desalojar la zona
ocupada. Las tropas peruanas no abandonaron el territorio colombiano
hasta que se produjo un cambio de poder en Lima y Bolívar se presentó en
persona en el teatro de operaciones. El Libertador firmó el tratado de paz
con Perú en Guayaquil el 22 de septiembre de 1829. Doce días antes había
ratificado allí el tratado con Holanda, que había hecho un largo viaje desde
Londres. El ejemplar con la firma de Bolívar debía recorrer ahora el mismo
camino en sentido contrario, con La Haya como destino final.

9 Reacciones peruanas a la guerra con Colombia en las cartas de Auguste Serruys, el cónsul
holandés en Lima (anpb /rree 578, 582, 584 y 591).

Sytze van der Veen 267


Pese al feliz desenlace, eran tiempos difíciles para Bolívar. La guerra
contra Perú y las luchas intestinas en Colombia dieron la estocada a sus
ideales. Presa de pensamientos sombríos, consideró abandonar la política.
Quería soltar Colombia, pero Colombia no lo soltaba a él. Su dicotomía
interna reforzó su depresión. Para colmo de males, en Guayaquil cayó
enfermo. Los médicos pensaron que sufría del hígado, pero se trataba de
los primeros síntomas de la tuberculosis que lo derribaría un año después.

El reino de Colombia
La melancolía de Bolívar fue la causa de un espejismo político muy pecu-
liar. Mientras permanecía en el sur, en Bogotá los ministros se ocupaban
de los asuntos corrientes. Durante su año de ausencia, mantenía con ellos
una correspondencia epistolar, si bien la gran distancia obstaculizaba la
comunicación. Bolívar estaba apesadumbrado, tenía oscuros pensamientos
sobre el futuro de Colombia y las cartas que le enviaban desde Bogotá no
eran muy claras. Una y otra cosa motivó un malentendido que cobró vida
propia en el transcurso de 1829. Unas declaraciones algo vagas del presi-
dente hicieron suponer a los ministros que quería transformar la república
en un reino. Desarrollaron la idea y comenzaron a hacer preparativos para
introducir la monarquía en Colombia. Bolívar estaba lejos y no tenía idea
de lo que maquinaban sus epígonos.
El consejo de ministros estaba preocupado, pues el mandato del presi-
dente caducaba en enero de 1830. Un Congreso Nacional debía introducir
las reformas constitucionales que no había sido capaz de imponer la ante-
rior Gran Convención. Mientras los ministros se debatían sobre la cuestión
de qué hacer con la república, en Bogotá se presentaron de improviso dos
visitantes franceses. Van Lansberge anunció su venida y comunicó que el
17 abril de 1829 habían sido recibidos por el gobierno.
Charles-Joseph Bresson, treintañero y el mayor de los dos, era un di-
plomático al comienzo de su carrera, que había sido secretario de legación
en Washington. Su compañero, Napoleón Lannes, duque de Montebello,
lo acompañaba en calidad de turista, según sus propias declaraciones.
Montebello había heredado su nombre de pila y su distinguido título de
su padre, al que el emperador Napoleón había concedido el tratamiento

268 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Charles Joseph, conde de Bresson (1798-1847). Grabado anónimo. Publicado en C. Parra-Pérez, La mo-
narquía en la Gran Colombia (1959). La Haya, Biblioteca Real.

de duque. También él tenía cierta experiencia como diplomático, a saber,


como agregado de la embajada francesa en el Vaticano. Su jefe en Roma
había sido François-René de Chateaubriand, que previamente había sa-
lido perjudicado a causa de Latinoamérica en su calidad de ministro de
Relaciones Exteriores (en un capítulo anterior hemos pasado revista a las
piruetas diplomáticas del estadista-literato). No hubo margen para una
nueva oportunidad ministerial y Chateaubriand debió conformarse con
la embajada ante la Santa Sede.10
Con justa razón, Van Lansberge presuponía que la venida de ambos se-
ñores tenía que ver con un posible reconocimiento de Colombia por parte

10 De Diesbach, Chateaubriand, pp. 414-437, sobre el «automne romain» del escritor-estadista


en 1828-29; pp. 424-425, sobre Montebello.

Sytze van der Veen 269


de Francia. Debido a que en los años anteriores la Alianza había perdido
influencia, la relación con las nuevas repúblicas se había vuelto menos
espinosa. Siguiendo las huellas de la Gran Bretaña y la Gran Holanda,
Francia quería proceder al reconocimiento, pero no se atrevía a dar el paso.
El país acarreaba su pasado bélico y seguía estando bajo la tutela de las
potencias continentales. Ese recato motivó que en París se desempolvara la
idea de las monarquías hispanoamericanas (el anterior caballito de batalla
de Chateaubriand, que posiblemente desempeñó un papel subyacente a
través de Montebello). Bresson y Montebello debían propagar en Bogotá
la idea de un reino, con el argumento de que Francia reconocería gustosa
una Colombia monárquica.
No era para nada evidente que este plato recalentado pudiera presen-
tarse como algo apetitoso en Colombia. De haber estado en Bogotá el pro-
pio Bolívar, los dos franceses habrían podido dar media vuelta enseguida.
Milagrosamente, los ministros prestaron oídos a la propuesta francesa.
Bresson les pintó un futuro monárquico en el que Colombia disfrutaría de
una estabilidad duradera. Las elecciones que una y otra vez causaban gran
inquietud pertenecerían al pasado. Un reino superaba la división que aso-
laba una república por definición (si bien Holanda demostraba lo contrario
y también en Francia la paz interior dejaba que desear). Bresson respondió
a las preocupaciones de los ministros, que se creyeron lo que querían creer.
En sus deliberaciones, el reino imaginario empezó a adoptar pronto formas
concretas. En una carta enviada en junio a Bolívar, José Manuel Restrepo,
ministro del Interior, se refería al proyecto en términos velados. Los minis-
tros interpretaron su falta de reacción como una aprobación tácita.
A fin de cerciorarse de que iba por buen camino, el gobierno decidió
sondear la voluntad popular. Con una llamativa unanimidad, una asam-
blea de notables bogotanos se expresó a favor de la monarquía constitucio-
nal. De repente resultó que muchos colombianos compartían la opinión de
que un trono era el mejor remedio para sus males políticos. Los ministros
tantearon asimismo el sentir de los militares más destacados. Algunos vie-
jos compañeros de batalla de Bolívar aceptaron el plan, otros no quisieron
saber nada de él. Páez, que unos años antes había jugado él mismo con la
idea de una monarquía, dio muestras ahora de ser un ferviente opositor.

270 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Un factor del sainete real: la lentitud del correo en Colombia. Cartero con mula, acuarela de Joseph Brown,
ca. 1830. En: M. Deas, Tipos y costumbres de la Nueva Granada. Centro de Estudios y Documentación
Latinoamericanos, Universidad de Ámsterdam.

Publicó un manifiesto declarando que prefería «arrancarse el corazón» an-


tes que dar su aprobación a un reino.

Comedia real
El proyecto monárquico, que se hizo público en el verano de 1829, pasó a
ser objeto de tensas discusiones. Por toda la publicidad generada, el rumor
de que en el próximo Congreso Nacional Bolívar pretendía hacerse coronar
adquirió visos de un hecho. Ni Van Lansberge ni Penny dudaban de la
inminente venida del reino bolivariano. La oposición liberal, decapitada
por el destierro de Santander, se armó de valor. «El rey Simón I» sirvió de
acicate para los antibolivarianos: al final, el Libertador desenmascarado
resultó ser de la misma calaña que Napoleón. El ansia de poder se le había
subido claramente a la cabeza.
La versión popular simplificada no coincidía con el escenario que ha-
bían ideado los ministros y Bresson. En ese plan Bolívar no sería coronado
rey, sino elegido presidente vitalicio en el inminente Congreso Nacional. A
la vista de su delicada salud, dicha presidencia no podía durar mucho, y
entonces el reino se proclamaría tras su muerte. Era la intención que ciñera

Sytze van der Veen 271


la corona colombiana un monarca procedente de la casa de Orleans, que
en Francia no podía hacer valer ninguna pretensión dinástica. A cambio de
ello, Bresson prometió que el gobierno francés apoyaría a la nueva monar-
quía con un préstamo millonario. El rey predestinado de Gran Colombia
era Luis Felipe, que por un capricho imprevisto de la historia ―la Revolu-
ción de Julio de 1830― acabó convirtiéndose en rey de Francia.
Mientras Bogotá estaba conmocionada, Bolívar no daba señales de
vida. A través de las cartas del consejo de ministros había captado algo
del asunto, pero no era proclive a tomarlo en serio. Estaba agobiado por
sus propias preocupaciones y sufría achaques. En julio había decidido que
en el próximo Congreso Nacional se retiraría definitivamente de la política.
En agosto guardó cama en Guayaquil. En septiembre escribió una carta a
Daniel O’Leary, su hombre de confianza en Bogotá, en la que declinaba de
plano la forma de gobierno monárquica para Colombia. Hacia el final de
ese mes emprendió el viaje a Bogotá, adonde arribó a comienzos de 1830.
Mientras tanto, en la ilusión de que contaban con el apoyo del presi-
dente, los ministros continuaron elaborando su plan. A principios de sep-
tiembre de 1829 le comunicaron a Bresson que Colombia quería negociar
con Francia sobre el establecimiento de la monarquía. Montebello partió
poco después rumbo a París armado de esa feliz noticia. Fernández Ma-
drid, el enviado colombiano en Londres, recibió el encargo de sondear el
sentir del gobierno británico sobre el cambio proyectado. El esmero del
gabinete generaba cada vez más documentos, que en el otoño le fueron
enviados a Bolívar.
El presidente tomó conocimiento del contenido de esa pila de docu-
mentos en la ciudad de Popayán, camino de Bogotá. Consternado, com-
probó que el reino de Colombia ya era prácticamente un hecho. A fines de
noviembre de 1829 envió una carta apremiante al gobierno, exhortándolo a
poner fin de inmediato a este delirio. Los ministros reaccionaron sobresal-
tados, pues consideraban que actuaban de conformidad con sus deseos. Se
percataron de que se habían extralimitado y se metieron en sus conchas. A
Bresson se le comunicó que, pensándolo bien, finalmente se había decidido
renunciar a la monarquía.11

11 anpb /rree 554-555, 559-561, 566-569, 571, 573, 575, 579, 581, 582, 584, 585, 587, 590, 593,

272 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


José de San Martín (1778- 1850). El Libertador de Argentina y Chile se instaló en Bruselas en 1825.
Retrato de François Joseph Navez, 1828. Buenos Aires, Museo Histórico Nacional.

El otro Libertador
El asunto fue una tormenta en un vaso de agua, aunque produjo mucha
conmoción. Gracias a una casualidad, la intriga francesa pudo prender
en Bogotá, al menos hasta la intervención de Bolívar. La misma intriga no
prendió en Buenos Aires, a juzgar por una coincidencia que da lugar a una
hipótesis. Desde 1824, el Libertador argentino José de San Martín residía
en Bruselas, donde llevaba una vida tranquila. El general retirado no supo-
nía ninguna molestia para las autoridades holandesas. Descansaba en sus

594, 601, 603, 605, 642, 643, cartas de Van Lansberge y Penny, fines de 1828 a fines de
1829. Una descripción detallada de la «comedia real» en Parra-Pérez, La monarquía en la
Gran Colombia, en parte basada en documentos holandeses traducidos. Véase, asimismo,
Robertson, France and Latin American independence, pp. 491-506; Groot, Historia eclesiástica
y civil, tomo V, pp. 400-418.

Sytze van der Veen 273


laureles, se dedicaba a sus aficiones y compilaba una colección de máxi-
mas destinadas a su hija Mercedes. Por lo demás, era miembro de la logia
masónica Parfaite Amitié, que lo honró con una medalla por sus méritos.
Esa agradable rutina se vio interrumpida en mayo de 1828 por un tal
Louis Delpech, que le hizo una visita en nombre del ministerio francés de
Relaciones Exteriores. Delpech, que en el pasado había residido en Cara-
cas, asesoraba ahora al gobierno francés sobre asuntos hispanoamericanos.
Poco después de su visita a San Martín, se redactó en París la instrucción
para Bresson. Inicialmente se trataba de que llevara a cabo la misión en
Colombia el propio Delpech, pero este desistió. Acto seguido, Bresson par-
tió a Bogotá en su lugar.
Unos meses después de la visita de Delpech a Bruselas, San Mar-
tín, por motivos poco claros, emprendió un viaje a Buenos Aires. Cabe
recordar que el Libertador argentino, a diferencia del colombiano, era
partidario de la monarquía. San Martín arribó a la rada de Buenos Aires
a comienzos de 1829, pero de improviso decidió no desembarcar ―o las
autoridades argentinas no le dejaron poner pie en su patria―. En lugar
de ello, previa parada intermedia en Uruguay, regresó a Bruselas, donde
retomó su vida de pensionado, cuidando de su jardín y haciendo tertulia
con sus amigos belgas.
¿Viajaba San Martín a Argentina a instancias del gobierno francés para
propagar la monarquía y renunció a ese propósito a último momento?
La simultaneidad con la intriga francesa en Colombia ofrece una posible
explicación de su nunca esclarecido viaje a Buenos Aires.12

Separatismo venezolano
Bolívar había dejado que la comedia monárquica siguiera su curso dema-
siado tiempo; el rumor de que quería coronarse contribuyó considerable-
mente a desquiciar la república. El general José María Córdova, que recien-
temente había combatido al rebelde Obando, se volvió ahora contra Bolívar
por causa de sus ambiciones reales. En septiembre de 1829, mientras la

12 Guzmán, San Martín, pp. 51-67; Robertson, France and Latin American independence, pp.
488-490. Delpech, que tenía una imprenta en Caracas, emprendió en 1813 una misión
para los insurgentes venezolanos ante Napoleón (ibidem, pp. 99-102). Véase también
Parra-Pérez, La monarquía en la Gran Colombia, pp. 255-257 y 292-293.

274 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


máquina de los rumores funcionaba a pleno, se sublevó contra el gobierno.
Justificó su actuación remitiéndose a los presuntos planes monárquicos del
presidente. Una firme expedición de castigo, al mando de Daniel O’Leary,
puso fin a su insurrección y a su vida. Como consecuencia del tratado fir-
mado con Holanda, Córdova había sido nominado para ocupar la legación
colombiana en La Haya, pero su muerte impidió su nombramiento.
El reino imaginario fue también la señal de partida de un nuevo movi-
miento separatista en Venezuela, donde resurgieron los sentimientos sepa-
ratistas conjurados en 1827 por la reconciliación de Páez y Bolívar. Según
Edward Penny, lo que propulsó el nacionalismo venezolano fue el conven-
cimiento de que Bolívar «quería adornar su cabeza con una diadema». Un
factor decisivo lo constituyó la actitud de Páez: ¿seguiría fiel a Bolívar o se
uniría al movimiento separatista? Los adversarios de Bolívar en Venezuela
influyeron en el caudillo, que estimó que el separatismo contaba con una
base más amplia que tres años antes. Páez acabó sucumbiendo a la tenta-
ción de la independencia.
El 25 de noviembre de 1829 tuvo lugar en la iglesia caraqueña de San
Francisco una asamblea popular que se pronunció a favor de la separación
de Venezuela. El gobierno provisional le fue encomendado a Páez. La deci-
sión se fijó en una declaración solemne en la que se presentaban como jus-
tificación los planes monárquicos de Bolívar. Cabe señalar que a la reunión
en Caracas asistieron dos dignatarios ingleses, el almirante Charles Fleming
y el gobernador de Trinidad, Lewis Grant. Temiendo que el pretendido
reino de Colombia se convirtiera en un Estado vasallo francés, el gobierno
británico dio su bendición al movimiento separatista, con la esperanza de
que una Venezuela autónoma desbaratara las intrigas francesas en Bogotá.
Por lo visto, también habían prevenido a la gobernación de Curazao, pues
Reinier van Raders, comandante de la guarnición de la isla, asistió a la
asamblea popular. Otras ciudades venezolanas siguieron el ejemplo de Ca-
racas. Hacia finales del año 1829, Venezuela se había separado de hecho de
Colombia, partiendo de la falsa suposición de que Bolívar quería ser rey.13

13 El mayor R. F. van Raders escribió un informe sobre la asamblea popular en Caracas,


que se pronunció a favor de la separación de Venezuela y en la que participó (anpb /
rree 590, Van Raders a Verstolk, 25-11-1829 y 13-12-1829); y cba después de 1828, 123, el
almirante inglés Fleming al director Rammelman Elsevier de Curazao, 8-12-1829.

Sytze van der Veen 275


Campesina con niño, ambos de mirada adusta. Acuarela de Joseph Brown (ca. 1830), en M. Deas, Tipos
y costumbres de la Nueva Granada. Centro de Estudios y Documentación Latinoamericanos, Universidad
de Ámsterdam.
CAPÍTULO 15

El ocaso de
la Gran Colombia

EL 15 DE ENERO DE 1830, tras un viaje de más de tres meses, Bolívar llegó


a Bogotá. Aunque había pasado gran parte de su vida ensillado, el viaje de
Guayaquil a la capital le resultó penoso. Envejecido y adelgazado por la
enfermedad que incubaba, el Libertador no era ni la sombra de su antiguo
yo. Su entrada en Bogotá fue menos festiva que en ocasiones anteriores.
Las preocupaciones se leían en su cara, y eludió los arcos de triunfo erigi-
dos en su honor.
A los cinco días de su llegada inauguró el Congreso Nacional, que de-
bía proveer a la república de una nueva base constitucional. En su discurso
a los diputados, Bolívar esbozó los acontecimientos de los años anteriores
y extrajo una conclusión que subrayaba su pesimismo: «Me ruborizo al
decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido, a costa
de los demás». Sus ideales de unanimidad republicana y fraternización
continental se habían estrellado contra la realidad. A su entender, la inde-
Cárcel de Bogotá vista desde la Plaza Mayor y alguacil haciendo su ronda de inspección. Acuarela de
Auguste Le Moyne, ca. 1835. Bogotá, Museo Nacional de Colombia.

pendencia no era el objetivo de la guerra de liberación, sino una manera de


crear un mundo mejor. El magro resultado de la revolución era una prueba
de incapacidad; en primer lugar, de la suya.

Desencantamiento
Tal como se había propuesto, Bolívar presentó su dimisión y declaró que
declinaría cualquier nuevo mandato como presidente. Los santanderistas
estaban convencidos de que se trataba de un gesto vano. Según ellos,
Bolívar renunciaba al poder para posteriormente hacerse declarar sal-
vador de la patria con mayor fanfarria. ¿No había recurrido a ese truco
ya otras veces? El anuncio del presidente tomó por sorpresa al Congreso
Nacional, que quiso deliberar sobre el asunto, decidiendo por lo pronto
que Bolívar se hiciera cargo del poder ejecutivo hasta que se ultimara
la nueva constitución. Vista la situación explosiva en Venezuela, la re-
pública no podía darse el lujo de quedar sin presidente. Bolívar estuvo

278 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


de acuerdo con una prórroga temporal, pero reiteró que nada podría
moverlo a aceptar otra vez la presidencia.
La pifia monárquica se le había quedado atravesada e intentó limitar el
daño a su reputación emitiendo una proclamación. Su honor no le permitía
aceptar la mancha en su blasón republicano. Declaró que quienes habían
hecho circular el rumor de que quería ser rey eran sus adversarios, mien-
tras que en realidad debía achacar ese patinazo a sus partidarios. En una
conversación con Van Lansberge volvió sobre el asunto, admitiendo que
se había percatado demasiado tarde del alcance de las «gestiones» de los
ministros. Dejó caer que una monarquía en Colombia sería cosa de locos:
la vida de quien fuera lo suficiente necio para sentarse en el trono correría
peligro desde el primer día.
El Congreso Nacional ya no gastó saliva en balde en relación con el reino
funesto. Una mañana, Bresson encontró un cartel pegado en la puerta de su
casa recomendándole que saliera por pies si no quería ser expulsado de la
ciudad atado de pies y manos. A principios de febrero partió a París, y más
tarde, ese mismo año, apareció en Bruselas en el marco de otra misión.
Bolívar permanecía en su quinta de las afueras de Bogotá ―hoy con-
vertida en museo―, donde Van Lansberge lo visitaba con regularidad. El
presidente, que consideraba que el Congreso Nacional debía adoptar sus
decisiones en libertad, no se entrometía con el proceso constitucional. Si
bien en la asamblea los bolivarianos disfrutaban de una cómoda mayoría,
daban muestras de escaso dinamismo. Los delegados estaban desorienta-
dos por la actitud reservada del presidente y no sabían cómo reaccionar
ante la amenaza de separación de Venezuela.
Mientras los señores debatían sobre la nueva constitución, la república
se caía a pedazos. También desde el sur llegaban ahora sonidos separatis-
tas. Los sureños no querían saber nada de los costos de la guerra contra
el Perú, que ellos debían sufragar. Con el correr de los años se habían
ido acumulando las quejas. Además, a los ecuatorianos les importaban
bastante poco tanto los granadinos como los venezolanos. Las fuerzas
centrífugas en la República adquirían más fuerza a medida que Bolívar
se disipaba como centro.
En la capital circulaba el rumor de que se estaba movilizando un ejér-
cito para reprimir la insurrección en Venezuela. Bolívar, que abominaba la

Sytze van der Veen 279


violencia, prefería reconducir «con suavidad y argucias del Estado» a Ve-
nezuela al seno colombiano. A fines de enero le dijo a Van Lansberge que el
movimiento separatista era una conspiración de sus enemigos, que habían
seducido a Páez para que participara. Estaba convencido de que podría
llegar a un arreglo con su viejo camarada de lucha, igual que tres años an-
tes. Pidió autorización al Congreso Nacional para negociar con Páez, pero
a los delegados no les convenció la idea. No querían que el presidente se
alejara de la capital mientras ellos deliberaban sobre la nueva constitución.
Su proximidad era una garantía de su seguridad.
También cabía preguntarse si el encantamiento de su personalidad aún
surtía efecto. Lo trágico de la Gran Colombia era que la república dependía
de Bolívar, cuya aspiración a la concordia sembraba cada vez más discordia.
En el pasado su presencia había sido un remedio probado para restablecer
el orden, pero ahora tenía más bien el efecto contrario. Bolívar se acomodó
al deseo del Congreso y pareció resignarse en la autonomización de Vene-
zuela. Era suficientemente realista para aceptar una estructura confederati-
va, si ello significaba la salvación de la república. A mediados de febrero le
dijo a Van Lansberge que había revisado su opinión sobre el separatismo:
no se trataba de la pulsión de una pequeña facción, como había pensado
inicialmente, sino de la expresión de la voluntad popular venezolana.

La salida de Bolívar
En efecto, muchos venezolanos eran partidarios de autonomía, lo que no
necesariamente significaba que también aspiraran a la independencia. La
voluntad popular era un fenómeno escurridizo, sobre todo en un entorno
infestado de rumores. Según Edward Penny, la toma de decisiones se de-
sarrollaba de forma relativamente democrática, al menos en Maracaibo.
En enero de 1830, el gobierno municipal convocó a una asamblea popular
en la que tanto la élite como las clases bajas podían expresar sus opinio-
nes. Después de las «alocuciones y deliberaciones de rigor», se decidió por
mayoría de votos que Maracaibo se adhiriera al movimiento separatista.
Solo un par de seguidores acérrimos de Bolívar se declararon en contra
de la decisión. Penny informó «con agrado» estos sucesos, pues él mis-
mo se había contagiado del virus separatista. Para él y muchos otros en

280 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Un señor de Bogotá da limosna a una mendiga. Acuarela de Joseph Brown (ca. 1830) en: M. Deas, Tipos
y costumbres de la Nueva Granada. Centro de Estudios y Documentación Latinoamericanos, Universidad
de Ámsterdam.

Venezuela, Bolívar se había caído definitivamente de su pedestal por su


intento de «ser elevado a la dignidad de los monarcas». Nadie ponía en
duda esas aspiraciones reales.
Teniendo en cuenta la posibilidad de un ataque por parte de las tropas
colombianas, Páez envió ochocientos soldados a Maracaibo. La amenaza
de una guerra civil propició la separación. De hecho, esa amenaza no era
para tanto, si bien el Congreso Nacional dirigió un par de batallones a la
frontera con Venezuela. El movimiento de tropas se derivaba más de una
falta de decisión que de dinamismo, pero los separatistas la interpretaron
como presagio de una invasión. Páez sacó partido de la situación y emitió
un manifiesto rimbombante en el que declaraba la guerra a Colombia. La
exageración de la amenaza reforzó los sentimientos nacionalistas. Al mismo

Sytze van der Veen 281


tiempo se hicieron preparativos para celebrar un Congreso Nacional, que
se reuniría a fines de abril para deliberar sobre el futuro de Venezuela.
Mientras tanto, la instancia homónima en Bogotá se veía en graves
dificultades. El Congreso Nacional de Colombia no podía dejar que el mo-
vimiento separatista hiciera de las suyas, sin socavarse a sí mismo como
órgano constituyente de la república en su conjunto. Ante la disyuntiva de
enviar a Venezuela bien un ejército, bien una misión de negociación, pare-
cía razonable dar preferencia a esto último. Sucre, venezolano de origen,
se encargaría de llevar adelante las negociaciones.
Tan pronto como él y su conegociador pisaron territorio venezolano,
fueron expulsados en calidad de extranjeros indeseados. A su vez, Páez
envió una comisión para que negociara con su homólogo colombiano en
la ciudad fronteriza de Cúcuta. Las negociaciones no llevaron a nada. El
Congreso Nacional en Bogotá llegó paulatinamente a la conclusión de que
la separación era imparable. Conscientes de su propia impotencia, los de-
legados decidieron que su nueva constitución no podía imponerse por la
fuerza a todas las partes de la república. La constitución reformada era una
prueba de incapacidad.
En abril de 1830 ya nadie era capaz de «desenredar el embrollo», como
escribió Van Lansberge. ¿Podía Páez hacer lo que quería o tenía intención
el Congreso Nacional de transformar Colombia en una federación? Por lo
visto no se atrevió a adoptar esa decisión. ¿O acaso esa indecisión conte-
nía una intención oculta? ¿Querían generar caos a propósito para forzar
otra vez a Bolívar a hacerse cargo del gobierno? Unas veces parecía que el
asunto desembocaría en una guerra; otras, que la tormenta pasaría. Según
parecía, en Venezuela había nacido un movimiento contrario que se resis-
tía a la separación. ¿Era capaz ese partido procolombiano de contener la
marea separatista? Según otro rumor, Páez había sido invitado por Bolívar
a trasladarse a Bogotá y sucederlo como presidente de Colombia. ¿O acaso
sería presidente Sucre? Para colmo de males, en Bogotá se hablaba de una
conspiración de liberales y bolivarianos renegados. Las noticias contradic-
torias no permitían sacar nada en limpio.
Desde su regreso, Bolívar había contemplado con resignación cómo
Colombia se hundía a sí misma. Ya no le quedaban fuerzas para insuflar
nueva vida a la república languideciente. Padecía de Colombia y Colombia

282 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


padecía de él. El Libertador se percató de que nada más podía hacer en el
Estado que él mismo había creado. Su presencia no hacía más que volver
más penosa la situación, tanto para Colombia como para él.
Llegó a la única conclusión posible: era hora de abandonar el país y
buscar cobijo en otra parte, de preferencia en Francia o en Inglaterra. El
27 abril de 1830, puso en conocimiento al Congreso Nacional de su deci-
sión, aduciendo que quería dejar de ser un obstáculo para el bienestar de
Colombia. Para financiar su partida, vendió todo lo que poseía: un par
de caballos, unas joyas y un servicio de plata. Mucho rédito no le había sa-
cado a las dos décadas que había servido a la república. Había sacrificado
su riqueza y omitido enriquecerse.
Por fin la suerte estaba echada, escribió Van Lansberge, preguntándose
si, sin Bolívar, Colombia todavía tenía razón de ser. El Congreso Nacional
aceptó a regañadientes la dimisión del presidente. No sin sarcasmo, Bolívar
agradeció a los distinguidos delegados por librarlo de la carga que tanto
tiempo había pesado sobre él. A principios de mayo, el Congreso aprobó la
constitución que tanto esfuerzo había costado y que no servía para nada. A
continuación, fueron elegidos presidente el moderado Joaquín Mosquera y
vicepresidente el liberal Domingo Caycedo. Los santanderistas vieron una
oportunidad, ahora que su enemigo declarado desaparecía de la escena.
Con el necesario alboroto supieron salvaguardar la vicepresidencia para su
candidato Caycedo, que en la primera votación había obtenido muy pocos
votos. El 10 de mayo de 1830 el Congreso Nacional se disolvió a sí mismo,
tras contribuir de forma decisiva a la disolución de la Gran Colombia.
Para entonces, Bolívar ya había abandonado la capital. El 8 de mayo
había partido con un reducido séquito de viejos fieles, pero sin Manuela
Sáenz. Era la intención que ella lo siguiera cuando hubiera encontrado una
morada. Sucre, recién regresado de sus malogradas negociaciones con los
venezolanos, llegó demasiado tarde para despedirse de su amigo. Cuando
Bolívar salió de la ciudad, fue abucheado por un grupo de santanderistas
exultantes y jóvenes callejeros díscolos. Una multitud de seguidores y di-
plomáticos lo acompañó hasta un par de kilómetros fuera de Bogotá. Van
Lansberge asistió a la triste partida del Libertador, que tenía intención de
bajar por el Magdalena hasta la costa y allí buscar un barco que lo llevara
a Europa. Emprendía un viaje que resultaría ser el último. En el camino

Sytze van der Veen 283


Vista de la bahía de Trujillo. Este grabado inglés anónimo de 1785 muestra, a la vez, que en Europa poco
se sabía de esta ciudad. Es copia de un grabado holandés de ca. 1670. Providencia (EE.UU), Biblioteca
de la Universidad John Carter Brown.

le llegó la noticia de que el 6 de mayo Venezuela se había declarado in-


dependiente. Ecuador siguió ese ejemplo una semana después. La Gran
Colombia había dejado de existir.1

Venezuela y Holanda
En algún momento Trujillo, situado en la bahía de Honduras, había sido
un puerto próspero, a juzgar por el provechoso saqueo perpetrado por una
flota holandesa en 1633. Como este hecho de armas pervivía en la historia
patria, dos siglos después la ciudad entró en consideración para el envío de
un cónsul. Un vago recuerdo del pasado y un no menos vago conocimiento
del presente llevaron en 1826 al nombramiento de Theodorus Johannes

1 anpb /rree 593, 594, 601, 603-605, 610-612, Van Lansberge y Penny a Verstolk, enero a
junio de 1830. El 7 de mayo, un día antes de la partida de Bolívar, Van Lansberge se
presentó ante José Alejandro Osorio Uribe, el nuevo ministro de Relaciones Exteriores
(agnc /mre 405, fol. 184).

284 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Travers como cónsul en el lugar. Embebido de las mejores intenciones,
viajó a Honduras con mujer e hijos. A su llegada comprobó con estupor
que su lugar de destino era una localidad muerta. La ignorancia de La
Haya había hecho que fuera a parar a un villorrio donde nada podía hacer.
Sus contactos con la patria se limitaban a escuetas cartas semestrales de
Verstolk, que solía acusar recibo de sus informes en condiciones.
Travers languidecía sumido en tristeza tropical. Estaba achacoso y em-
pezó a sufrir depresiones. Uno de sus hijos murió víctima de una enferme-
dad tropical. Para colmo de males, Trujillo se vio envuelta en las guerras
civiles que asolaban la República Federal de Centroamérica. Temiendo por
la seguridad de su familia, en el verano de 1828 el cónsul se exilió en Cu-
razao, quebrado de cuerpo y alma.2 Recuperó la salud, pero el solo pensar
en el regreso a Trujillo le producía escalofríos.
A la espera del traslado, intentó ocupar provechosamente su tiempo
escribiendo concienzudos informes sobre el comercio curazoleño y la Com-
pañía de las Indias Occidentales, que disponía desde hacía poco de una
agencia en la isla. Su labor no fue del agrado de la empresa, que conside-
raba que se entrometía en asuntos que no le incumbían. Por otra parte,
hizo un intento vano de ser nombrado regidor de Curazao (que ya no tenía
gobernador desde la reforma administrativa de Johannes van den Bosch).
La élite local no supo apreciar las ambiciones del cónsul desempleado.3
Travers entró en contacto en Curazao con otro exiliado, el periodista
y abogado venezolano Andrés Level de Goda. Coincidiendo en su mu-
tua expatriación, entablaron amistad. Level era un intrigante sagaz, con
una historia de vida azarosa. Monárquico convencido, en 1810 se negó a
participar en la insurrección contra España. En 1815, tras la derrota de los
patriotas contra el general español Morillo, se le asignó un alto cargo en el
régimen colonial en Caracas. Cinco años después, al constituirse la Repú-
blica de Colombia, se refugió en España. Tras meterse en dificultades con

2 anpb /rree 482, 488, 530, 548, Travers a Verstolk; anpb /Consulado Trujillo 5, libro de
cartas de Travers. Un oficial de la marina holandesa que visitó a la familia en Trujillo,
describió su difícil situación (anpb /cba hasta 1828, 1622, el capitán Van Es a Cantz’laar,
5-2-1827).
3 anpb /rree 558, 560, 576, 584, Travers a Verstolk, Curazao, 1829. Su informe de 3-2-1829
asimismo en De Jong, Krimpende Horizon, pp. 336-337; rree 578, rechazo de la cio a la
intromisión de Travers, 16-10-1829.

Sytze van der Veen 285


las autoridades peninsulares, residió unos años en la isla danesa de Santo
Tomás. Finalmente se reconcilió con el orden republicano y en 1825 regresó
a Venezuela, donde fundó un periódico. Al año siguiente participó acti-
vamente en el primer movimiento separatista en Venezuela, que fracasó
debido a que Páez hizo las paces con Bolívar. Desde entonces, Level tenía
muy mal concepto de Páez, que a su entender había traicionado la causa
venezolana. Anunció sus reparos contra él a los cuatro vientos, lo que tuvo
como consecuencia que en el otoño de 1827 Páez lo desterrara a Curazao.4
Cuando a fines de 1829 se puso en marcha el segundo movimiento
separatista, Level se armó de valor. Se mantenía continuamente al tanto
de los acontecimientos y concibió nuevas esperanzas de ver una Venezuela
independiente. Naturalmente, supuso un contratiempo el que Páez se eri-
giera en líder del movimiento. Level no quería saber nada con los caudillos
que se entrometían en política. El ejemplo de Colombia demostraba que
una abundancia de generales tenía consecuencias nefastas para el bienestar
del Estado. En su opinión, Bolívar era de la misma calaña que Páez. Abri-
gaba el ideal de una Venezuela en la que llevaran la batuta intelectuales
como él mismo y donde los militares se estuvieran quietos en sus cuarteles.
Páez era un mal necesario en la fase de la separación, pero a continuación
debía abandonar el campo lo más pronto posible.
Travers se contagió de la excitación de Level. A una Venezuela inde-
pendiente le interesaba sin duda un rápido reconocimiento por parte de las
potencias europeas. A los señores les pareció razonable hipotecar el futuro e
ir forjando un vínculo entre Venezuela y Holanda. De ese modo, el reino ad-
quiriría una ventaja diplomática y comercial en la nueva república. También
para el propio Travers el plan ofrecía ventajas, pues una vez establecidas
las relaciones, sería necesario disponer de un cónsul holandés en Caracas.
En febrero de 1830 Travers envió una larga carta a Verstolk, en la que le
exponía que la independencia de Venezuela no era más que una cuestión
de tiempo. El país poseía las mayores riquezas naturales de la Colombia
en vías de fragmentación y ofrecía mejores posibilidades de beneficio que
la madre república. «¿Pueden los holandeses, como comerciantes por ex-

4 «Antapodosis. Memorias de Andrés Level de Goda», Boletín de la Academia Nacional de His-


toria de Venezuela, 16 (1933), nrs. 63-64, pp. 500-709. Sus cartas a Travers en anpb /Consulado
Trujillo 2; su estadía en Trinidad en V. S. Naipaul, The loss of Eldorado, Londres, 1969.

286 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


celencia que son, pasar por alto las ventajas que les ofrece Venezuela?»
También el puerto libre de Curazao se beneficiaría de unas relaciones en-
tabladas a tiempo. La isla se ofrecía como un «punto de enlace» natural
―Travers daba en la tecla con el término― en la relación entre ambos
países. En síntesis, Su Majestad no debía desaprovechar esta ocasión única.
Travers reiteró su mensaje cada tantas semanas, informando sobre la
evolución de la insurrección venezolana. Siguió insistiendo en que corría
prisa, pero Verstolk no tenía ningún interés en un Estado que ni siquiera
existía. Además, acababan de ultimarse las negociaciones en torno al tra-
tado con Colombia. Después de que en mayo de 1830 Venezuela proclamó
unilateralmente la independencia, Travers y Level elaboraron un «Tratado
de paz, amistad, comercio y navegación» entre el Reino Unido de los Países
Bajos y la República de Venezuela. El primer artículo trataba del reconoci-
miento del nuevo Estado por Holanda.
El proyecto estaba pensado como elemento principal de unas nego-
ciaciones que tenían intención de llevar adelante conjuntamente, o que en
realidad ya habían llevado adelante. Travers envió la versión holandesa a
La Haya, adonde llegó en medio del tumulto de la separación belga. Le-
vel cruzó con el texto español a Venezuela y consultó con Páez, a quien la
propuesta no le pareció mala idea. El exiliado regresado se olvidó de sus
reparos contra el caudillo y se metió de lleno en la política venezolana, a
la espera de noticias más detalladas de Holanda.5

Escándalo sudoroso
Mientras Travers y Level fraguaban su tratado venezolano-holandés, se pre-
sentó en Curazao inesperadamente Jacob Elout, tras holgazanear durante
dos años en Bogotá a expensas del ministerio de Relaciones Exteriores. A
comienzos de 1830 recibió un escrito de Verstolk en el cual le comunicaba
que lo habían nombrado cónsul en el puerto venezolano de La Guaira.
Elout se resistió: el sueldo le pareció demasiado bajo y La Guaira demasiado
caliente, «según Humboldt, el lugar más caluroso de la Tierra».6 Sin embar-
go, no se atrevió a desacatar la orden y preparó su partida a regañadientes.

5 anpb /rree602, 603, 605, 612, 616, 618-620, 854, 859, Travers a Verstolk, Curazao, 1830. El
proyecto del tratado con Venezuela en rree 619 y en anpb /Consulado Trujillo 2.
6 anpb/rree 575, Verstolk a Elout, 12-9-1829; rree 603, Elout a Verstolk, 16-1, 7-2 y 14-2-1830.

Sytze van der Veen 287


Escena callejera en La Guaira. Acuarela de François Désiré Roulin, 1823. Bogotá, Colección de Arte del
Banco de la República.

La amenazadora separación de Venezuela no solo aumentó su desgana,


sino que dejaba poco clara su condición. El gobierno de Bogotá se mostró
dispuesto a extenderle un diploma consular a raíz del nombramiento, y con
ese papel en la mano se desplazó a la costa septentrional.7 Van Lansberge
lo vio partir con alivio. Elout viajó primero en Curazao, donde se quedó un
mes matando el tiempo. Su venida supuso un contratiempo para Travers,
que lo consideró un moro en la costa venezolana.
Esa preocupación resultó innecesaria, pues Jacob Elout tenía una ten-
dencia irrefrenable a meterse en apuros. Se peleó con todo el mundo, desde
muleros hasta ministros. A mediados de julio, poco después de su llegada
a La Guaira, estimó necesario formular comentarios a la independencia de
Venezuela, manifestándose despectivamente sobre Maracaibo, que según
él había adherido injustamente a la separación. Los indignados ciudadanos

7 agnc /mre 405 (Consulado de los Países Bajos), fol. 182, Van Lansberge a Domingo Cay-
cedo, entonces ministro de Relaciones Exteriores, 13-2-1830, sobre la credencial consular
de Elout para La Guaira.

288 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


de esa ciudad no pasaron por alto esa difamación y presentaron una de-
nuncia contra él. Además, entró en disputa con las autoridades venezola-
nas, que se negaban a reconocerlo como cónsul por presentar documentos
a nombre de la República de Colombia. Elout anunció que «según todos
los principios de derecho público» deseaba considerar a Páez como funcio-
nario del gobierno en Bogotá y no como jefe de Estado de Venezuela. Esa
clase de declaraciones no resultaban beneficiosas para su posición.
En septiembre de 1830 la cosa empeoró. De pronto, presa de una cla-
ra confusión mental, empezó a referirse a «su desdichada situación en
el mundo». En una carta exaltada enviada a Isaac Rammelman Elsevier, el
nuevo regidor de Curazao, Elout declaró extensamente su inocencia, sin
indicar de qué era inocente. Exigía que la gobernación colonial iniciara
una investigación en torno a la impecabilidad de su conducta. Rammel-
man, que no entendía nada de nada, temía que el cónsul estuviera aque-
jado de locura tropical.
En otra carta, dirigida al ministro Verstolk, Elout hizo revelaciones en
términos velados: lo acusaban de haber dado dinero a «un joven» para
«cometer un acto por demás escandaloso». No fue difícil adivinar de qué
tipo de acto se trataba ni de quién era ese joven. Se le acusaba de man-
tener una relación homosexual con el curazoleño Marits Crisson, que lo
acompañaba como secretario. Tras habérsele insinuado su empleador, el
conmocionado joven había dado publicidad al asunto y había regresado
precipitadamente a Curazao.8
El escándalo clamaba al cielo y el desafortunado Elout ya no podía
presentarse en público. Ni la época ni el lugar se prestaban para el amor
griego. Los venezolanos de entonces no eran suficientemente librepensa-
dores como para mostrarse comprensivos con un cónsul homosexual. Lo
mismo valía para los holandeses de la época, incluidos el rey y sus minis-
tros. En noviembre de 1830 se vieron confrontados con la confidencia de
Elout, cuya epístola necesitó unos meses para hacer el viaje hasta la patria.
Abrumado por problemas internos, el gobierno se vio obligado asimismo
a echar tierra a un escándalo sexual ocurrido en la lejana Venezuela.

8 anpb /rree 616, 617, 620, 622, 626, 854, Elout a Verstolk, junio a septiembre de 1830; anpb /
Gobernador General de las posesiones en las Indias Occidentales, Rammelman Elsevier, direc-
tor interino de Curazao, a Cantz’laar, 18/22/30-9 y 10-11-1830, con las cartas de Elout anejas.

Sytze van der Veen 289


Teatro de la Moneda de Bruselas durante la representación de «La muda de Portici», 25 de agosto de 1830:
el puntapié inicial de la separación de Bélgica. Grabado ca. 1890, basado en un dibujo anterior de Louis
Titz. Gante, Biblioteca de la Universidad de Gante (Bélgica).
CAPÍTULO 16

El ocaso de
la Gran Holanda

EN EL VERANO DE 1830, en el Reino de los Países Bajos no se divisaba por


un tiempo ninguna nube en el horizonte. A simple vista, reinaban la paz y
la tranquilidad. La crisis en el sur parecía conjurada y Guillermo I empezó
a abrigar la esperanza de que se había adelantado a la oposición. A princi-
pios de agosto inauguró en Bruselas una exposición industrial que debía
hacer visible el éxito de su política económica. Los súbditos meridionales
daban muestras de un entusiasmo apropiado y el rey se regodeaba en la
ilusión de su reconquistada popularidad. Resultó ser la calma que precede
a la tormenta. Un par de semanas después se desató la insurrección que
conduciría a la separación de Bélgica.
La rebelión belga debía su dinámica a la revolución simultánea en
Francia. También el rey francés Carlos X se enfrentó a una oposición liberal,
que intentó reprimir con mano dura. Su táctica resultó contraproducente:
el 27 de julio los parisienses se subieron a las barricadas y tres días después

Sytze van der Veen 291


los Borbones habían sido despachados al estercolero de la historia. La Re-
volución de Julio de 1830 sacudió los cimientos del orden europeo de 1815.
Si bien la Alianza había perdido influencia, no podía tolerar una repetición
de la primera Revolución francesa. Guizot y Thiers, líderes de los liberales
moderados, temían que los acontecimientos de París condujeran a una
intervención militar de la Alianza.
Para evitarlo, la revolución debía mantenerse dentro de unos límites
aceptables para la Alianza. Además, los líderes liberales no tenían inten-
ción de dejar que el movimiento popular degenerara en un nuevo expe-
rimento con libertad, igualdad y fraternidad. Por los mismos motivos, no
querían instaurar la república, ideando una «monarquía popular» en su
lugar. Luis Felipe de Orleans, recientemente nominado para ser coronado
rey de Colombia, fue proclamado ―para su sorpresa― rey de Francia. Más
precisamente, se convirtió en «rey de los franceses», un título que debía
subrayar el carácter democrático de su reinado. La Alianza pudo confor-
marse con la fórmula transaccional que honraba el principio monárquico.
A la larga, los franceses se fueron hartando de su rey ciudadano, al que
destronaron dieciocho años después, en la próxima revolución.

Erupción musical
La Revolución francesa de julio de 1830 no fue la única mecha en el pol-
vorín belga. La otra, también de origen francés, fue la ópera La muda de
Portici, del compositor Daniel Auber. La popular pieza musical trataba de
una rebelión contra los españoles en la Nápoles del siglo xvii , un tema que
en Bruselas adquirió connotaciones de actualidad. ¿No sufrían los belgas la
misma cruel represión que otrora los napolitanos? Los jóvenes buscabron-
cas, que aborrecían a Guillermo I y a la Gran Holanda, adoraban la ópera.
Santander, desterrado de Colombia y a la deriva por Europa, perma-
neció un par de semanas en Bruselas a comienzos de 1830. El vicepresi-
dente depuesto sufrió un acceso de gripe, visitó al Libertador argentino
San Martín y asistió a una función de La muda. Quedó impresionado por
el espectáculo y sorprendido por el entusiasmo con que el público aplau-
día. Se le escapaba por qué los bruselenses se entregaban a tan fervientes

292 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


aplausos.1 Van Maanen, ministro de Justicia y guardián del orden público,
ya había prohibido la ópera un par de veces debido a los aspectos subver-
sivos que contenía.
No obstante, el 25 de agosto de 1830 La muda se representó en el tea-
tro Muntschouwburg, probablemente gracias a que Van Maanen se ha-
bía ausentado de Bruselas. Jóvenes liberales, enardecidos por la reciente
revolución desatada en París, cantaron a todo pulmón el aria fervorosa
«Amour sacré de la patrie». Al cabo de la representación, el centro de Bruse-
las continuó alborotado por mucho tiempo. Unos veinte revoltosos tiraron
piedras contra las ventanas de un periódico favorable al gobierno y pren-
dieron fuego a la casa del odiado Van Maanen. La trifulca se extendió has-
ta convertirse en un levantamiento popular, más por indignación por los
fuertes aumentos de precios de los alimentos que por odio a Guillermo I.
Un puñado de radicales liberales se apropió del movimiento popular,
aunque por el momento no tenían idea de a qué conduciría o de adónde
querían conducirlo.

La pena de Bélgica
Parecía una opereta que se había trasladado del teatro a la calle, pero muy
pronto la insurrección adquirió visos más violentos. Ya no había frenos de
ningún tipo, ya no se podía parar el descontento desencadenado. A fines
de agosto, unos días después de la memorable representación, el rey en-
vió a sus hijos Guillermo y Federico a Bruselas para restablecer el orden.
Guillermo, el príncipe heredero, opinaba que su aparición bastaría para
desarmar a los belgas. Lo recibieron a pedradas y salvó el pellejo saltando
precipitadamente una barricada con su caballo.
Guillermo junior volvió a La Haya con el mensaje de que el autogobier-
no del sur era el único remedio para salvar el reino. Mientras tanto, su padre
había convocado una sesión extraordinaria de los Estados Generales sobre
el problema belga. El 29 de septiembre el parlamento se pronunció a favor
de una separación administrativa del norte y el sur. El reino debía dividirse
en una federación compuesta por dos partes autónomas. También muchos

1 Martínez Briceño (ed.), Santander en Europa, diario de viaje, tomo I (1829-1830), p. 87. Antes
de Bruselas visitó Ámsterdam.

Sytze van der Veen 293


Luchas callejeras en Bruselas, 23 de septiembre de 1830. Grabado anónimo, 1830. Ámsterdam, Museo
del Estado.

diputados del norte consideraron que era mejor desmantelar el Estado uni-
tario. Era una idea razonable, pero ya superada por los acontecimientos.
Durante quince años Guillermo I se había cebado en la amalgama de
su reino y no tenía intención de renunciar sin más ni más a su proyecto
predilecto. No le seducía de ninguna manera la idea de una estructura fe-
derativa, que socavaba su poder y minaba su trono. Mientras los Estados
Generales seguían deliberando, encomendó a su hijo Federico que pusiera
orden a mano armada. El 23 de septiembre de 1830, el príncipe entró en
Bruselas al mando de unas fuerzas compuestas por 14.000 hombres. La
intención era celebrar un desfile militar intimidatorio, pero la acción des-
embocó en un sangriento drama.
Los bruselenses se atrincheraron detrás de sus barricadas y entablaron
la lucha contra las tropas del gobierno. Trescientos ciudadanos belgas y
cien soldados holandeses perecieron en encarnizados combates callejeros.
Después de cuatro días, el príncipe Federico asumió su derrota y, bajo el
manto protector de la oscuridad de la noche, se batió en retirada. Tras este
bautismo de fuego, la insurrección estaba bañada en sangre y trocó en una

294 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


revolución irreversible. Una separación administrativa, como querían los
Estados Generales, dejó de ser viable. Un par de semanas antes, esa solución
transaccional todavía habría podido cambiar favorablemente la situación,
pero tras los trágicos combates en Bruselas, ello era impensable. El 4 de oc-
tubre de 1830 el gobierno provisional de Bélgica declaró la independencia.
En la lucha por Bruselas, los insurgentes se habían armado con todo
el material del que lograron echar mano, pero carecían de experiencia y
conocimientos militares. Por eso se congratularon de la presencia en su
medio de un general versado como San Martín, a quien pidieron hacerse
cargo del mando sobre el nuevo ejército belga. Al Libertador argentino
no le atrajo la propuesta: era contrario a su honor tomar las armas contra
Guillermo I, que le había dispensado un buen trato.2
Bajo las órdenes de otro comandante se organizó aceleradamente una
milicia, que persiguió al ejército holandés en retirada. Como los soldados
belgas que servían en el ejército del gobierno desertaron masivamente,
este fue menguando visiblemente en su repliegue. Los desertores se unie-
ron a las fuerzas armadas rebeldes, que aumentaban proporcionalmente
y adquirían más confianza en sí mismas. En el transcurso de octubre, la
revolución se extendió a todos los Países Bajos meridionales. El ejército del
gobierno se retiró sobre Amberes, que el 27 de octubre fue atacado por el
batiburrillo militar de los insurgentes.
Para evitar derramamientos de sangre, el general holandés David Hen-
drik Chassé estaba dispuesto a mantener sus tropas en la ciudadela y entre-
gar la ciudad. El traspaso habría podido tener lugar sin hostilidades, si no
fuera porque el mayor belga Herman Kessels consideró necesario hacer sal-
tar por los aires el arsenal de la ciudad. El pelotón holandés que custodiaba
el edificio también voló. Chassé, agraviado por la violación de los acuerdos,
dio orden de disparar sobre Amberes desde la ciudadela y desde los barcos
de la marina fondeados en el Escalda. En el bombardeo perdieron la vida
setenta ciudadanos, un dato que en la propaganda belga fue ampliamente
comentado para recalcar el espíritu sanguinario de los holandeses. El mo-
tivo del drama, naturalmente, no mereció ninguna atención.

2 Guzmán, San Martín, p. 73. A finales de 1830, San Martín se mudó a la localidad francesa
de Boulogne-sur-Mer, donde falleció en 1850.

Sytze van der Veen 295


Esqueleto de la ballena de Herman Kessels, convertido en un carro de combate a vapor. Dibujo satírico
anónimo. Litografía, 1830-1831. Ámsterdam, Museo del Estado.

Kessels, el instigador, debía su rango de mayor a la experiencia militar


adquirida en Colombia. En 1819 fue uno de los voluntarios surholandeses
que tomaron servicio en el ejército de liberación de Bolívar. Tras su regreso
se le asignó un empleo en el puerto de Ostende, pero acabó siendo despe-
dido por sus críticas abiertas al rey. Quiso la casualidad que por esa época
quedara varada en la playa de Ostende una ballena. Una vez despojada
de su carne, Kessels se apropió de la osamenta para exponerla y ganarse
el sustento con ella. De viaje en el extranjero con su atracción de feria
desmontable, le llegó la noticia de la rebelión belga. Kessels regresó pre-
cipitadamente, se unió a la revolución e hizo volar por los aires el arsenal
de Amberes. Tras varios rodeos, el esqueleto de ballena abandonado fue a
parar a San Petersburgo.3

Deslealtad aliada
La mayor carencia de la Gran Holanda fue Guillermo I. Una adaptación a
tiempo de su absolutismo tal vez habría podido salvar el reino, en forma

3 Falter, 1830. De scheiding van Nederland, België en Luxemburg, pp. 177-178, 184.

296 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


de federación o no, pero no estaba programado para hacer concesiones de-
mocráticas. La manera dudosa en que había llegado al poder lo hacía por
demás testarudo. Su régimen era una negación del nacimiento ilegítimo
de su reino y su omnipotencia coincidió con la amalgama, que adquiría
cada vez más el carácter de una asociación obligatoria. El rey asfixió su
reino por su mezquindad. Fue lamentable que no pudiera hacer alarde
de la misma magnanimidad que Bolívar. Le habría honrado entender que
constituía un impedimento para el bienestar de los Países Bajos. Su tiempo
había acabado. Su reino ya no era de este mundo.
Unos días después de la debacle militar en Bruselas, Guillermo I soli-
citó ayuda a la Alianza. Esta había dado el visto bueno a su reino en 1815
y, según él, debía garantizar ahora su subsistencia. Las potencias aliadas
decidieron convocar en Londres una conferencia sobre la cuestión belga,
que dio comienzo a principios de noviembre de 1830. Para el rey fue una
amarga decepción, pues los intereses de la casa de Orange resultaron estar
subordinados a los de Europa. Falck se esforzó por defender la posición
del monarca, pero en la conferencia él no tenía voz ni voto. Ya en octubre
había llegado a la conclusión de que la asociación del norte y el sur era una
causa perdida. Guillermo I no apreció su realismo.4
Gracias a que la Alianza había aceptado el reinado de Luis Felipe, Fran-
cia también participaba en la conferencia de Londres. El poder mantener
a raya a su nuevo régimen representaba una ventaja adicional. Francia
no debía meterse con Bélgica ni podía hablarse de anexionar Valonia.
Consciente de lo vulnerable de su posición, el flamante rey ciudadano no
tenía intención de arriesgar ninguna guerra. Mantuvo quietas las manos y
se plegó a los deseos de Inglaterra. Su actitud cooperativa contribuyó a la
legitimación de su régimen. El cameleónico Talleyrand, pilar de todos los
regímenes franceses desde hacía cincuenta años, representaba a Luis Felipe
en Londres. Se dejó sobornar por Falck por una suma cuantiosa, aunque
no acabó ofreciendo mucho apoyo francés a cambio.5
Aunque Inglaterra pasaba por ser la aliada más «natural» de Holan-
da, en 1830 la confianza en esa relación especial se vio defraudada. La

4 anpb /rree 649, Falck a Verstolk, 23-10-1830; Falck, Gedenkschriften, pp. 304-316, 617-649;
Falck, Brieven, pp. 279-285.
5 anpb /Colección Falck 101; Colenbrander, De afscheiding van België, p. 84.

Sytze van der Veen 297


Gran Holanda había perdido su utilidad y la Gran Bretaña la dejó caer
sin reparos. A ojos del gobierno británico, Guillermo I había sido incapaz
de mantener la unidad de su reino y había dado muestras de impotencia
militar. Inglaterra no estaba dispuesta a restaurar a mano armada su reino
a punto de colapsar y honraba ―junto con Francia― el principio de no
intervención. Gracias a esa concordia británico-francesa, las potencias que
propiciaban el viejo principio de intervención poco pudieron hacer.
Por lo demás, el interés por una intervención armada era escaso. Fede-
rico Guillermo de Prusia tal vez fuera propenso a acudir en ayuda de su
cuñado Guillermo Federico, pero los disturbios liberales en Renania se lo
impedían. El espíritu rebelde de París y Bruselas se extendía por toda Eu-
ropa. El pragmático Metternich ya se había olvidado de la Gran Holanda
y solo quería evitar que Bélgica se uniera a Francia. Además, Austria debía
intervenir en Italia, donde también se producían estallidos liberales. De las
potencias continentales, solo Rusia tal vez estuviera dispuesta a proceder
a una intervención armada, si bien las palabras de solidaridad no dieron
lugar a acciones. En noviembre también estalló una rebelión liberal en Var-
sovia, viéndose obligado el zar a intervenir más cerca de casa. En 1830 la
Alianza ya no era lo que había sido en 1815. Guillermo I se llevó un chasco,
pues su coqueteo con las repúblicas sudamericanas había contribuido al
debilitamiento de la Alianza.

Agente secreto
Mientras los aliados conferenciaban, Bélgica se presentaba con cada vez
mayor insistencia como un Estado independiente. El 10 de noviembre se
instauró en Bruselas un Congreso Nacional, seis meses después de que
pasara lo mismo en Caracas. El gobierno provisional de los últimos meses
estaba dominado por liberales radicales, pero en el Congreso Nacional
prevalecían los católicos y los liberales moderados. Sobre la base de un
electorado limitado, la composición era un reflejo relativamente fiel del
campo de fuerzas político. Abogaba a favor de la democracia belga el que
conquistaran escaños en la asamblea incluso veinticinco orangistas. El Con-
greso ratificó la declaración de independencia del gobierno provisional,

298 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


«¡A las armas!». Dibujo satírico belga sobre la exhortación belicosa de Guillermo I. Litografía anónima,
1830-1831. Sobre la testa real cuelga la espada de Damocles. Ámsterdam, Museo del Estado.

aceptó el armisticio impuesto por la Alianza y examinó la cuestión de qué


debía ser de Bélgica.
En octubre de 1830 apareció en Bruselas un viejo conocido: Charles-Jo-
seph Bresson, recientemente regresado de una malograda misión monár-
quica a Bogotá. A poco de llegar, el agente secreto del gobierno francés
entabló una relación con la esposa de un diputado y, junto con un colega
británico, intentó conducir por cauces políticamente correctos los aconte-
cimientos belgas.6
Bresson encontró una nueva oportunidad de elogiar la monarquía,
cosa que en Bélgica le salió mejor que en Colombia. La mayoría de los bel-
gas, tanto liberales moderados como católicos, consideraban que el nuevo
Estado debía ser una monarquía constitucional. Para ambas agrupaciones,
el principio de la soberanía popular era indiscutible. Solo los liberales radi-
cales como De Potter eran partidarios de una república, pero sus ideas en-
contraron poco eco. El 22 de noviembre de 1830, por abrumadora mayoría,

6 anpb /rree 649, documentos relativos a las actividades de Bresson en Bélgica.

Sytze van der Veen 299


el Congreso Nacional decidió que Bélgica tuviera una forma de gobierno
monárquica. La decisión agradó a la conferencia en Londres, pues una
república seguía siendo intolerable para la Alianza.
Por lo pronto no estaba claro quién sería rey de Bélgica, lo que en teoría
dejaba abierta la puerta para un Orange: tal vez el príncipe heredero Gui-
llermo II todavía tuviera una posibilidad. Seis días después, el Congreso
Nacional aniquiló la última esperanza de Guillermo I, pues excluyó para
siempre del trono belga a la casa de Orange-Nassau. El rey tuvo que con-
templar impotente cómo su reino se le escurría de las manos. Por orden
de la Alianza había retirado sus tropas detrás de la vieja frontera nacio-
nal con los Países Bajos meridionales, si bien Chassé seguía manteniendo
ocupada la ciudadela de Amberes. Guillermo I se quedó con las manos
vacías y nada podía hacer. La estocada llegó el 20 de diciembre de 1830:
para espanto del rey, la conferencia aliada dio a conocer que aceptaba la
independencia de Bélgica. La Gran Holanda dejaba de existir.

Viaje al fin
Tras su partida de Bogotá, Bolívar había bajado por el Magdalena hasta la
costa septentrional, donde arribó a fines de mayo de 1830. Quería cruzar a
Europa, pero demoró en el puerto de Cartagena. Postergó su partida una
y otra vez, pese a que la marina británica le ofreció una fragata para la
travesía. Andaba mal de salud, no tenía dinero y quería arreglar primero
sus asuntos privados. El verdadero motivo era que no podía sustraerse al
ocaso de Colombia. Intentó soltar su creación, pero ella no lo soltaba a él.
Atravesaba las mismas circunstancias que Guillermo I, asistiendo impo-
tente al derribo de su obra de vida. Si el rey no tenía intención de renunciar
a la lucha, el expresidente se debatía entre la amargura y la resignación.
A principios de julio se enteró de que Sucre había sido asesinado por ene-
migos políticos. Estaba conmocionado, tanto por la pérdida de su amigo
como por la degradación de la que el crimen daba muestras.
Bogotá seguía alborotada. Los santanderistas estaban ansiosos por lle-
nar el vacío de poder creado por la partida de Bolívar. Cuando en la prime-
ra semana de junio la ciudad se engalanó en honor del Día del Sacramen-
to, aprovecharon la festividad religiosa para celebrar una manifestación

300 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


«La muerte de Sucre». Pintura de Pedro José Figueroa, 1835. Bogotá, Colección de Arte del Banco de la
República.

política. En la Plaza Mayor erigieron frente a la catedral una plataforma


con un fuerte de fantasía de madera para lanzar fuegos artificiales. En los
cuatro costados habían pegado groseras caricaturas del Libertador y sátiras
igualmente groseras. Manuela Sáenz no pasó por alto el agravio y acometió
a galope contra los calumniadores de su amado. Intentó prender fuego a
la escandalosa estructura, pero lograron detenerla.7
Van Lansberge veía el futuro «con aprensión», pues el nuevo presidente
Mosquera no era ningún bravucón y los «buscabroncas» liberales estaban
esperando el momento para desbancarlo. Con los ánimos nuevamente tan
caldeados, temía que el asunto desembocara en una guerra civil. Esperaba
que Bolívar regresara para restablecer el orden, pues la mayor parte de la
población seguía respaldándolo. En agosto se produjo un enfrentamiento
entre partidarios y opositores del expresidente. Bogotá fue asediada por un
regimiento de excombatientes de Bolívar y defendida por otro regimiento

7 Restrepo, Diario político y militar, tomo ii , p. 93.

Sytze van der Veen 301


que estaba del lado de los santanderistas. Por precaución, Van Lansberge
izó la bandera holandesa, esperando que le brindara cierta protección.
También en otras partes del país, los seguidores de Bolívar se rebela-
ron. En Venezuela la declaración de independencia no puso fin a la intran-
quilidad, pues muchos ―y no solo los bolivarianos― querían conservar
un vínculo federal con Colombia. En la costa venezolana se originó incluso
una rebelión contra el régimen de Páez. La fuerza propulsora del movi-
miento era José Rafael Revenga, antiguo ministro de Relaciones Exteriores.
Bolivariano acérrimo, se había exiliado en Curazao, eterno refugio de los
venezolanos reñidos con el poder dominante en Caracas. Abasteció de
fusiles y municiones a los insurgentes en tierra firme, aunque no había
podido comprar en la isla todo el armamento que hubiera querido. La
Compañía de las Indias Occidentales todavía no había avanzado mucho
en el establecimiento del depósito de mercancías.
En julio de 1830 Revenga envió un barco a Cartagena para pedirle a
Bolívar que cruzara a Curazao y se pusiera a la cabeza de la insurrección
contra Páez. El Libertador no se sintió llamado y no fue. Sí llegaron a
Willemstad dos de sus oficiales, seguidos de otros tres una semana des-
pués. Para entonces la insurrección en el norte de Venezuela ya se había
disipado, de modo que los bolivarianos poco más pudieron hacer.
No obstante, se quedaron matando el tiempo en la isla, para disgusto
de Travers, que temía que tramaran una conspiración contra la joven Re-
pública de Venezuela, para la cual acababa de diseñar un bonito tratado
de amistad. Estaba convencido de que Bolívar tenía intención de utilizar
Curazao como base de lanzamiento para la reconquista de su tierra na-
tal. En su opinión, los aposentadores ya estaban acondicionando una casa
para su líder. También la gobernación colonial desconfiaba de su presencia,
previendo que su objetivo fueran «armamentos o expediciones secretas».
Encomendaron al comisario de policía Jacob Gravenhorst «vigilar con si-
gilo a los individuos de que se trata».
En septiembre, el perspicaz policía descubrió que estos individuos
mandaban imprimir en Curazao «proclamaciones subversivas», que pre-
tendían transportar a Maracaibo a bordo de un barco de bandera holandesa.
También Penny, el cónsul holandés in situ, se había enterado del plan con-
sistente en «soplar chispazos de discordia a la otra orilla» desde Curazao.

302 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


En Maracaibo se habría movilizado un pequeño ejército compuesto por
unas centenas de hombres, con la intención de iniciar una rebelión con-
tra el nuevo gobierno venezolano. Los conspiradores pretendían utilizar
Curazao como «hervidero de amotinamiento y conmoción», pero Graven-
horst le dejó en claro que la gobernación colonial no toleraba esa clase de
desvaríos. Por lo visto la advertencia surtió efecto, pues la insurrección
acabó en nada. Los bolivarianos operaban en Curazao saltándose a Bo-
lívar, intentando crear una situación que lo obligara a asumir el mando.
Los seguidores necesitaban al jefe para mantenerse en pie ellos mismos.8

Arar en el mar
También sus epígonos en Bogotá hicieron un intento de poner entre la espa-
da y la pared al Gran Ausente. Los asediadores bolivarianos entraron en la
capital el 31 de agosto de 1830, evitando, según Van Lansberge, un golpe de
Estado santanderista y una enojosa masacre. Los bogotanos recibieron con
alivio a sus atacantes, y con idéntico alivio vieron partir a sus protectores.
A principios de septiembre, el general Urdaneta, fiel seguidor de Bolívar,
convocó una asamblea en la que el pueblo pudiera dar a conocer su volun-
tad. La toma de decisiones se desarrolló de manera predecible: el pueblo
expresó su confianza en el Libertador y le solicitó asumir de nuevo el poder.
El espadón Urdaneta se hizo cargo del poder ejecutivo hasta nueva orden,
declarando que acabaría con los ultraliberales que estaban hundiendo la
patria. Sin pena en el corazón, Joaquín Mosquera dimitió de la presidencia.
Una comisión especial viajó de Bogotá a Cartagena para solicitar al
presidente dimitido que regresara. También otras ciudades se manifesta-
ron a favor de su regreso. Haciendo pesar más su sentido del deber que
su amargura, el 18 de septiembre Bolívar anunció que «se pondría en ca-
mino hacia la capital para restablecer el orden». Van Lansberge se puso

8 anpb /rree 605, 612, 618-620, Travers a Verstolk, marzo a septiembre de 1830; anpb /Con-
sulado Trujillo 2, Level de Goda a Travers, 11-8-1830; anpb /rree 622, Penny a Verstolk,
9-8-1830; anpb /cba después de 1828, 624, 651, correspondencia de Rammelman Elsevier
y el comisario de policía Gravenhorst, agosto a noviembre de 1830; anpb /Gobernador
General de las posesiones en las Indias Occidentales 443, diario de Rammelman Elsevier,
agosto a noviembre de 1830, con anexos (asimismo, en anpb /col 3660-3661); anpb /cba
después de 1828, 317, Rammelman Elsevier a Cantz’laar, 30-11-1830; Lovera De-Sola,
Curazao, pp. 67-68; Roberto Palacios, «Sección neerlandesa» en Filippi, Bolívar y Europa,
tomo I, pp. 827-897, ibidem, pp. 885-888.

Sytze van der Veen 303


La quinta de San Pedro Alejandrino en Santa Marta, casa mortuoria de Bolívar. Acuarela de Joseph Brown,
1843. Bogotá, Colección de Arte del Banco de la República.

contento, pues a su entender Bolívar era «la única ancla de emergencia que
puede salvar del naufragio a la república». En cambio, Penny predijo que
el regreso del Libertador acarrearía «los más trágicos torrentes de sangre».
La esperanza de uno era tan infundada como la alarma del otro. Bolívar
no volvió a Bogotá, ni entonces ni nunca. Se sentía obligado a tomar las
riendas, pero ya no era capaz de hacerlo.
Bolívar estaba gravemente enfermo y el calor de Cartagena era inso-
portable. Acompañado por un par de fieles, emprendió una peregrinación
terminal a lo largo de la costa septentrional de Colombia, en busca de una
morada para su cuerpo enfermo. Gabriel García Márquez describió sus trá-
gicas postrimerías en la novela El general en su laberinto: Bolívar ya no tenía
escapatoria. Sentado en una butaca, el 1 de diciembre lo bajaron a tierra
en el puerto de Santa Marta. Cinco días después se trasladó a la quinta de
San Pedro Alejandrino, a un par de kilómetros de la ciudad. Consciente
de que estaba moribundo, dictó una conmovedora carta de despedida al

304 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


pueblo colombiano: «Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos
y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro».
Bolívar falleció el 17 de diciembre de 1830, a la edad de 47 años. Murió
de tuberculosis, aunque también de inanición, por haber «arado en el mar»,
como sintetizó poco antes de su muerte la obra de su vida. Van Lansberge
opinó que había fallecido en mala hora, pues dejaba atrás una república
desconcertada. Según él, habría sido mejor que falleciera en un momento
anterior o posterior. Pasaba por alto que cualquier momento habría sido
en mala hora, pues Colombia y Bolívar no podían prescindir una del otro.9
Cuando el 20 de diciembre de 1830 dieron sepultura a Bolívar en la
catedral de Santa Marta, la Gran Colombia fue enterrada con él. El mismo
día, la conferencia aliada en Londres aceptó la independencia de Bélgica,
pronunciando la sentencia de muerte de la Gran Holanda. La sincronía
ya no representaba más que una ondulación en el tiempo, pues los acon-
tecimientos a ambos lados del océano eran independientes entre sí. La
casualidad sincronizó el final de dos experimentos políticos que durante
quince años habían tenido puntos en común.

9 anpb /rree 613, 616, 622, 626, 627, 854, 857, 859, 864, Van Lansberge a Verstolk, junio de
1830 a enero de 1831; agnc /mre 405 (Consulado de los Países Bajos), fols. 198-200, Van
Lansberge a Juan García del Río, ministro de Relaciones Exteriores, 12-1-1831, sobre la
muerte de Bolívar; anpb /rree 620-622, 626, 854, 856, 859-861, Penny a Verstolk, junio de
1830 a enero de 1831.

Sytze van der Veen 305


Guillermo I en sus postrimerías. Litografía anónima, 1843. Ámsterdam, Museo del Estado.
CAPÍTULO 17

Cabos sueltos

CUANDO EN 1830 la Gran Colombia y la Gran Holanda se fragmentaron,


sus relaciones mutuas se disolvieron en la nada. Las preocupaciones inter-
nas acapararon totalmente la atención de Guillermo I, y Sudamérica ya no
le interesaba. En medio de los fragmentos de su reino, despertó con violen-
cia de su sueño transatlántico. A medida que avanzaba la rebelión belga, su
política exterior e interior convergían cada vez más. En ese estrechamiento
de visión, Colombia desapareció detrás del horizonte; tras la separación de
Bélgica, la Holanda menguada se metió en su concha.

Fiebre amarilla
El desengaño se traslució en la retirada de Verveer, que seguía intentando
materializar el canal entre el Atlántico y el Pacífico. Jacob Haefkens, el cón-
sul en América Central, se repatrió en 1830 e intentó impulsar al gobierno
a desplegar un mayor dinamismo en lo referente a la excavación del canal.
La involuntaria consecuencia de su intervención fue que Verveer recibió

Sytze van der Veen 307


la orden de «regresar de inmediato a la patria». De un plumazo, el rey
mandó al traste la joya de su política latinoamericana. La abrupta carta de
retirada estaba fechada el 6 de octubre de 1830. La víspera había llegado
a La Haya la noticia de que Bélgica había declarado su independencia.
Guillermo I reaccionó ese mismo día publicando un manifiesto en el que
exhortaba a sus súbditos del norte a tomar las armas. En medio de tales
dramáticos acontecimientos, el canal interoceánico fue a parar sin más ni
más a la papelera.1
Cuando Verveer llegó a Holanda en el verano de 1831, en La Haya el
tratado con la República Federal de Centroamérica que traía ya no des-
pertó ningún interés.2 En 1836 se encomendó al factótum real una misión
en África Central, donde debía inducir a Kwaku Dua, rey de los ashanti, a
proveer soldados negros para el ejército de las Indias Orientales. Verveer
logró su cometido, pero se contagió de la fiebre amarilla y falleció en el
viaje de regreso a Holanda. El general, que había servido al rey en tantos
encargos difíciles, halló una tumba marina en el océano Atlántico.

Pecado sin nombre


En noviembre de 1830 le tocó en suerte a Verstolk digerir una porción
diaria de desgracias. La conferencia aliada de Londres no estaba dispuesta
a salvar el reino, y Bélgica se comportaba cada vez más como un Estado
independiente. Para colmo de males, el 12 de noviembre recibió la carta
en la que Jacob Elout confesaba haber cometido un desliz en Venezuela. Si
bien los extenuantes acontecimientos en Holanda reclamaban su atención,
el ministro sacó tiempo para ocuparse del percance homosexual del cónsul.
Era una cuestión delicada, si bien en el ínterin Elout padre había di-
mitido como ministro de Colonias. Verstolk, que no se atrevió a poner por
escrito las particularidades del asunto, lo consultó con el rey oralmente ―
una tarea complicada, pues se trataba de una cuestión de la que por aquel
entonces no se podía hablar―. El resultado predecible fue que Jacob fue
despedido del servicio consular sin honores. Tras pensarlo bien, al rey le
pareció demasiada dureza, sopesando los méritos del padre contra los pe-

1 anpb /rree 649, Haefkens a Verstolk, 4-10-1830; Verstolk a Guillermo I, 4-10-1830; Gui-
llermo I a Verstolk, 6-10-1830.
2 Falck, Gedenkschriften, pp. 655-656; De Jong, Krimpende Horizon, pp. 200-204.

308 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


cados del hijo. En segunda instancia, el despido se trocó en «con honores»,
concediéndole a Jacob el derecho a percibir una indemnización temporal
por período de espera. Al mismo tiempo, se decidió clausurar el consulado
de La Guaira.
Elout, que recibió su carta de despido en marzo de 1831, se alegró
de que pudiera abandonar La Guaira. Huelga decir que el hijo pródigo
no fue recibido en Holanda con los brazos abiertos. Tras su arribo de las
Indias Occidentales lo despacharon enseguida a las Orientales, donde se
presentó ante el gobernador general Van den Bosch a comienzos de 1832.
Gracias a la recomendación de su padre, le ofrecieron un empleo en el
Consejo de Justicia de Padang, en la isla de Sumatra, donde falleció dos
años después. La genealogía menciona la poco sorprendente particulari-
dad de que seguía estando soltero.3

Letra muerta
El tratado entre la Gran Colombia y la Gran Holanda estaba condenado
a acabar en letra muerta. El ejemplar ratificado por Bolívar en Guayaquil
llegó en febrero de 1830 a Londres, donde se cambió por el firmado por
Guillermo I.4 A la usanza diplomática, el texto se imprimió en la gaceta
oficial del 5 de marzo de 1830. Sin embargo, la publicación análoga en el
órgano de gobierno colombiano se hizo esperar, lo que trajo como conse-
cuencia que en Colombia el tratado careciera de validez jurídica, como
señalaron Van Lansberge y Penny.
Bolívar todavía había llegado a nombrar a un nuevo enviado para Ho-
landa: un tal Carlos Eloy Demarquet, un coronel de origen francés. Sin em-
bargo, la muerte del Libertador y la fragmentación de Colombia impidie-
ron su partida para ese país. Falck constató con ironía que era el único que
había sacado rédito al tratado: una tabaquera de plata con incrustaciones

3 anpb /rree 623, 12-11-1830; 624, 27-11-1830; 854, 7-1-1831, documentos relativos al des-
pido de Elout; anpb /Colección Van den Bosch 218, Elout a Van den Bosch, 20-2-1832
(Batavia).
4 anpb /rree 592, memoria sobre el canje de las ratificaciones, 15-2-1830; la copia holandesa
con firma de Bolívar en rree , Ratificaciones 91 (1830); la copia colombiana con la firma
de Guillermo I se conserva en el agnc /mre ; Lagemans, Recueil des traités ii, pp. 219-228;
Cavelier, Historia diplomática de Colombia I, pp. 76-81; López Domínguez, Relaciones diplomá-
ticas de Colombia y la Nueva Granada, tratados y convenios 1811-1856, pp. 138-145. Un análisis
extenso del tratado en Corporaal, Internationaal-rechtelijke betrekkingen, pp. 101-125.

Sytze van der Veen 309


India afligida, rodeada de animales muertos y una cabeza humana degollada. En el fondo, una llama ano-
nadada. La extraña alegoría refleja la desilusión europea de que Latinoamérica no resultara ser la Tierra
Prometida. Grabado del artista italiano Gallo Gallina, ca. 1850. Providencia (Estados Unidos), Biblioteca
de la Universidad John Carter Brown.

de diamantes. Además, su interlocutor colombiano José Fernández Madrid


lo honró con una antología de poemas patrióticos de su autoría, publicada
en 1828.5 Fernández Madrid alcanzaría a ser testigo justo a tiempo de la
publicación del tratado colombiano-holandés: falleció el 28 de junio de
1830 en Londres, donde fue enterrado.
Otro engendro diplomático que nació muerto fue el tratado de amis-
tad venezolano-holandés, elaborado con mucho entusiasmo en Curazao
por Travers y Level de Goda. El proyecto llegó a La Haya en octubre de
1830, en pleno auge de la rebelión belga. Verstolk no reaccionó al tratado
propuesto hasta marzo de 1831. Habría preferido hacer caso omiso de él,
pero se sintió obligado a formular una reacción. El motivo fue que Travers
había donado mil florines a la patria en apuros, con la esperanza de que su
aporte contribuyera a obtener una evaluación favorable de su proposición.

5 Falck, Gedenkschriften, pp. 302-303; José Fernández Madrid, Poesías, segunda edición,
Londres, 1828. El ejemplar de la Biblioteca Real en La Haya contiene una dedicatoria del
autor para Falck.

310 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Su apuesta no prosperó. Verstolk le comunicó que agradecían su do-
nación, pero que no podían firmar un tratado con Venezuela: «Las cir-
cunstancias en las que se encuentra nuestra patria en este momento, no
son propicias para dar seguimiento a este asunto». Con este comentario de
carácter general despacharon el proyecto de Level y Travers.6 El primero
llegó a ser diputado y presidente del Tribunal Supremo de la República
de Venezuela, aunque en 1835 se vio nuevamente envuelto en problemas
políticos y tuvo que emigrar, primero a Curazao y luego a la Colombia
menguada. El segundo regresó a Holanda en 1832 y, tres años después, fue
nombrado cónsul general en Atenas, la capital del recientemente creado
reino de Grecia, donde falleció en 1846.

Páginas en blanco
Después de 1830, la red consular holandesa en Latinoamérica se vino abajo.
Auguste Serruys, el cónsul destinado en Lima, en 1831 optó por la naciona-
lidad belga y regresó a su nueva patria. Su consulado quedó vacante, igual
que el de Buenos Aires. En el sur del subcontinente permaneció únicamente
un vago cónsul en el puerto chileno de Valparaíso, dando señales de vida de
modo muy excepcional. El consulado en La Guaira decayó tras la partida
de Jacob Elout, mientras que el de Maracaibo siguió vacante tras el falle-
cimiento de Edward Brooke Penny en 1834. Desde entonces, en la antigua
Colombia hacía los honores tan solo Reinhart van Lansberge. En América
Central no se nombró a ningún cónsul nuevo. En México, el cónsul general
Grothe huyó en 1832, dejando cuantiosas deudas. Unos años después, tam-
bién el cónsul destinado en Veracruz abandonó el cargo. En la década de
1840 ya no se registraba en México ninguna actividad consular holandesa.
En proporción a ello, el número de cartas recibidas en La Haya proce-
dentes de Latinoamérica disminuyó. Al funcionario encargado de registrar
la correspondencia en el ministerio de Relaciones Exteriores le costó habi-
tuarse a la merma. Basándose en su antigua experiencia, en su registro de
cartas reservó durante años demasiadas páginas para «Hispanoamérica».
En el año culminante de 1828 había necesitado unas cien páginas para la

6 anpb /rree 862, Verstolk a Travers, 21-3-1831 (aceptación de su donación de mil florines)
y 31-3-1831 (rechazo del tratado propuesto con Venezuela); anpb /Consulado Trujillo 2,
Verstolk a Travers, 20-7-1831 (su retirada).

Sytze van der Veen 311


Reinhart Frans van Lansberge (1804-1873), vistiendo su traje de ceremonia como gobernador de Curazao.
Fotografía de un retrato de la década de 1850. La Haya, Colección Van Lansberge, Archivo Nacional de
los Países Bajos.

correspondencia originada en ese continente. En 1835 aún creyó necesitar


treinta y ocho páginas, pero las tres cuartas partes quedaron en blanco.
Diez años después, su estimación del espacio necesario se había reducido
a tan solo ocho páginas, pero incluso ese insignificante número permaneció
en blanco en gran parte. Las páginas vacías del registro ilustran el grado
en que Latinoamérica había desaparecido de la vista holandesa después
de 1830. Las relaciones con las distintas repúblicas no se entablaron hasta
alrededor de 1870, cuando el aparato consular volvió a tener la misma
envergadura que en la década de 1820.
Después de 1830, la parte central de la Gran Colombia se convirtió en
la República de Nueva Granada. Van Lansberge debía abarcar en solitario
los tres Estados surgidos de la separación de bienes. Fue cónsul, y poste-

312 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


riormente cónsul general, para las repúblicas de Nueva Granada, Venezue-
la y Ecuador, con residencia en Bogotá. Sus informes se leen como un largo
folletín sobre los acontecimientos acaecidos en la región. Él y su mujer
Victoria tuvieron tres hijos varones y tres mujeres, aparte de tres criaturas
fallecidas a corta edad. Estando de licencia en Holanda en 1840, se decidió
trasladar el consulado de Bogotá a Caracas: las relaciones comerciales entre
Holanda y Nueva Granada eran mínimas y no justificaban su presencia en
Bogotá. También eran mínimas las relaciones con Venezuela, pero al menos
se producía cierto intercambio a través de Curazao.7
Llevándose su consulado y a su familia a cuestas, en 1842 Van Lans-
berge se mudó a Caracas, donde permaneció hasta 1855. Para entonces,
llevaba casi treinta años en el servicio consular. En ese mismo año pasó
del Ministerio de Relaciones Exteriores al de Colonias, pues fue nombrado
gobernador de Curazao e islas dependientes (el título de «gobernador»,
abolido por Van den Bosch en 1828, había vuelto a instaurarse). Durante
cuatro años llevó la batuta en la colonia en la que en algún momento había
comenzado su carrera. En 1859 fue nombrado gobernador de Surinam,
cambiando Willemstad por Paramaribo. Bajo su mandato, en 1863 se abolió
la esclavitud en esa colonia. Cuatro años después regresó a Holanda y se
radicó en La Haya, donde falleció en 1873, a la edad de 69 años.8

Guerras civiles
Las carencias de la Gran Colombia se transmitieron por sucesión a las
repúblicas surgidas de ella. Nueva Granada, Venezuela y Ecuador debían
inventarse a sí mismos como Estados nacionales y padecían los mismos
hándicaps que la república madre. El desarrollo de una conciencia nacional
suponía un proceso de largo aliento, y hasta el más ferviente nacionalismo
siguió lastrado con el recuerdo de la Gran Colombia. Antes que diluirlos,
la división en tres partes comprimió los problemas políticos. La historia de

7 agnc /mre (Consulado de los Países Bajos) 405 (1831), fols. 198-231 y 406 (1832-1856),
fols. 1-204, cartas de Van Lansberge al Gobierno colombiano. A partir de su mudanza a
Caracas en 1842, sus contactos con Bogotá disminuyeron. Alrededor de 1850, nombró
vicecónsules en Riohacha, Santa Marta, Cartagena y Panamá.
8 Van Dijk, «Reinhart Frans van Lansberge»; Brada, Gouverneur Van Lansberge, 1856-1859;
Renkema, «R.F.C. van Lansberge», en G. Oostindië (red.), De gouverneurs van de Neder-
landse Antillen, pp. 64-70.

Sytze van der Veen 313


las tres repúblicas conforma una confusa seguidilla de conflictos interiores.
Pese ―o tal vez más bien gracias― a esa violenta dialéctica, evolucionaron
hasta convertirse en naciones viables.9
La lucha partidista entre liberales y conservadores constituyó la fuerza
propulsora de su historia. Los liberales aspiraban a una forma de gobierno
federal, mientras los conservadores se erigían en defensores de un fuerte
gobierno central. El dilema de la Gran Colombia se reprodujo en las pos-
teriores repúblicas. Bajo un régimen liberal, en 1863 Nueva Granada acep-
tó una constitución que cambió los departamentos en Estados federados
autonómicos. La república se denominaría en adelante «Estados Unidos
de Colombia». Después de dos décadas e igual número de guerras civiles,
el experimento liberal fue anulado por un gobierno conservador. En 1886,
el nombre de la república se cambió por el de «Colombia», que conserva
hasta el día de hoy.
También en Venezuela llegaron al poder en 1863 los liberales, tras ha-
ber salido victoriosos de una prolongada guerra civil. También ellos intro-
dujeron una organización política federal, si bien en Estados Unidos de
Venezuela resultó más centralista que en el país vecino. En su enemistad
institucionalizada, en ocasiones resultaba difícil distinguir a los liberales
de los conservadores. Uno de los hijos de Van Lansberge, Henry ―más
venezolano que holandés―, participó en la guerra civil del lado liberal y
perdió la vida.10

Segundo entierro
Tras su visita a Bruselas en 1830, Santander había reanudado su peregri-
nación por Europa. En Florencia se enteró de la muerte de Bolívar y, ha-
ciendo un rodeo por Norteamérica, en septiembre de 1832 regresó a Nueva
Granada, donde sus partidarios, que dominaban el congreso de la nueva
república, lo habían elegido presidente en su ausencia.11 Los seguidores

9 Carrera Damas, Una nación llamada Venezuela; Bushnell, Colombia, una nación a pesar de sí
misma.
10 Henry van Lansberge (1832-54) publicó una serie de dibujos de su autoría en Venezuela
pintoresca (Caracas, 1853), véase anpb /Colección Van Lansberge, 211. Su hijo mayor, Johan
Willem (1830-1905), fue gobernador general de las Indias Orientales de 1874 a 1881.
11 agnc /mre 406 (Consulado de los Países Bajos), fols. 28-29, discurso de Van Lansberge
dedicado a Santander al asumir este la presidencia, 11-10-1832.

314 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Francisco de Paula Santander (1792-1840) en su calidad de «hombre de las leyes». Retrato de José María
Espinosa Prieto, 1853. Bogotá, Museo Nacional de Colombia.

de Bolívar tramaron un golpe de Estado en 1833, pero la conspiración fue


descubierta prematuramente. Diecisiete cómplices fueron ajusticiados en la
plaza de Bogotá, bajo la supervisión de Santander, que también consideró
necesario desterrar a Manuela Sáenz, por temor a que se convirtiera en la
musa de la oposición bolivariana. Al término de su mandato, en 1837, no
resultó reelegido. Tres años después falleció.

Sytze van der Veen 315


Páez fue elegido presidente de Venezuela en 1831 y dominó durante
años la política del país. Su prestigio era una mayor garantía para la paz
interior que la débil autoridad del gobierno. El populista Páez era un brujo
conservador y liberal, que dirigía el gobierno con mano firme y contempo-
rización taimada. En 1842 se sintió obligado a saldar una deuda de honor
con Bolívar, que en su testamento había dado a conocer que quería ser en-
terrado en Caracas, su ciudad natal. Páez consiguió que los restos mortales
del Libertador fueran enviados por barco a Venezuela desde Santa Marta.
En diciembre de 1842, volvieron a enterrar a Bolívar con gran pompa
en la catedral de Caracas. Van Lansberge, que acababa de mudarse a la
capital venezolana, asistió al entierro de Estado. Se había apuntado un
tanto, pues a instancias suyas el Venus del escuadrón holandés de las Indias
Occidentales escoltó el traslado del cadáver. En Santa Marta los marineros
del Venus supieron salvar los restos mortales del Libertador de una inmer-
sión marina sin pena ni gloria: durante el traspaso al crucero venezolano
Constitución, el ataúd cayó al agua, por falta de destreza ―o ebriedad―
de los soldados acompañantes. Los marineros holandeses saltaron de sus
botes y evitaron que los restos de Bolívar fueran a parar al fondo del mar.12
En 1848, Páez entró en conflicto con su testaferro José Tadeo Monagas,
que se había tomado la libertad de proclamarse dictador. Llevando las
de perder, Páez se refugió en Curazao, donde ―al mejor uso venezola-
no― tramó una invasión. La empresa fracasó y Páez fue desterrado de
Venezuela. En 1858 regresó, pero cinco años después se vio nuevamente
obligado a abandonar el país; se radicó en Nueva York, donde redactó sus
memorias y falleció en 1873.13

Panteón
La catedral de Caracas no fue la última morada de Bolívar, ya que un cuar-
to de siglo después lo volvieron a enterrar. Por orden de Antonio Guzmán

12 anpb /rree 1288 y 1294, Van Lansberge al entonces ministro de Relaciones Exteriores
J. W. Huyssen van Kattendijke, 4-12-1842 y 3-1-1843. Bolívar fue enterrado en Caracas
en otro ataúd y la tripulación del Venus recibió una placa de plomo del original, con una
inscripción en homenaje a su gallarda conducta. La placa se exhibió integrando una co-
lección de objetos bolivarianos en la Exposición Nacional de 1883 en Caracas (A. Ernst,
La Exposición Nacional de Venezuela en 1883, Caracas, 1884, p. 691).
13 J. A. Páez, Autobiografía, Nueva York, 1867; segunda edición Nueva York, 1945.

316 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


José Antonio Páez (1790-1873). Fotografía, ca. 1865. Washington, Biblioteca del Congreso.

Blanco, el autócrata que gobernó Venezuela durante veinte años, en 1876


se erigió un Panteón Nacional para honrar a los héroes de la guerra de
liberación. En esta galería de honor reservaron el lugar más destacado a
los restos mortales de Bolívar. Producto de ello, se originó un culto en el
que Venezuela se identificaba en gran medida con Bolívar. El culto se in-
corporó a la enseñanza, haciendo que los venezolanos fueran desde niños
objeto de un alud de sus actos heroicos. Casi todos los pueblos y ciudades
de la República se proveyeron de una estatua del Libertador. Gracias a
esta exaltación dirigida, Bolívar se convirtió en el mascarón de proa de la
conciencia nacional.14
Esta «tradición inventada» pasaba por alto que el origen de Venezuela
se basó en el rechazo a Bolívar. En Colombia tuvo lugar una canonización

14 Carrera Damas, El culto a Bolívar, pp. 316-326.

Sytze van der Veen 317


comparable, que tampoco estaba exenta de ambigüedad. El santo Bolívar
fue utilizado como justificación de detentores del poder e ideas que en
vida habría combatido. No solo fue presa de una hagiografía que lo pone
por los cielos, sino también de una demonografía que lo denuesta como
instigador de todas las miserias hispanoamericanas.
Hugo Chávez, presidente de Venezuela de 1999 hasta su fallecimiento
en 2013, era un ferviente seguidor de Bolívar. Para poner de manifiesto su
admiración, en julio de 2010 mandó exhumar en el Panteón los restos mor-
tales del Libertador. Sus huesos fueron sometidos a una investigación fo-
rense por orden del presidente, que ponía en duda la opinión usual de que
Bolívar había muerto de tuberculosis y creía que había sido envenenado por
sus enemigos políticos.15 Un año después se anunció que los investigadores
no habían podido comprobar la causa de su muerte. El 18 de diciembre de
2011, con motivo del 181º aniversario de la desaparición de Bolívar, sus hue-
sos volvieron a enterrarse por tercera vez en un nuevo y lujoso sarcófago.
También Luis Brión, el almirante curazoleño de Bolívar, fue objeto de un
segundo entierro. Cuando en 1883 se celebró el centenario del nacimiento
del Libertador, Guzmán Blanco ordenó que el héroe marino fuera inhuma-
do en el Panteón. Brión había fallecido en 1821 en su isla de nacimiento y
lo habían enterrado en la plantación de Rozentak, en las afueras de Willem-
stad, por aquel entonces propiedad de su cuñado. Según un testimonio de
1833, en ese huerto se encontraba un sepulcro anónimo «pavimentado con
ladrillos amarillos» y conocido como la última morada de Brión.16
Cuando Guzmán Blanco solicitó a las autoridades de Curazao la en-
trega de los restos mortales de Brión, las relaciones diplomáticas entre
Venezuela y Holanda estaban suspendidas. En una vida anterior como
refugiado político, el presidente había sido desterrado de la isla, y desde
entonces le guardaba rencor a la colonia holandesa. Su disgusto aumentó
cuando un grupo de opositores de su propio régimen se exilió a su vez en
Curazao y desde allí conspiró contra él. Esperando poder restablecer la
relación interrumpida, la gobernación colonial prestó gustosa su colabo-
ración a la petición de entrega de los restos de Brión.

15 Véase A. P. Reverend, La última enfermedad, los últimos momentos y los funerales del Liber-
tador Simón Bolívar, París, 1866; facsímile Bogotá, 1998.
16 Teenstra, De Nederlandsche West-Indische Eilanden I, p. 89.

318 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


La figura de Brión se había disipado ligeramente en el subconsciente
curazoleño. A sesenta años vista, tampoco se sabía ya a ciencia cierta dón-
de lo habían sepultado. Tras realizar las búsquedas pertinentes, la tumba
se localizó gracias a las indicaciones de un anciano que creía recordar el
entierro ocurrido en sus años mozos. Los restos del almirante se desente-
rraron y embarcaron con charanga y salvas rumbo al continente, donde se
inhumaron en el Panteón en abril de 1882. Las malas lenguas en Curazao
afirmaban que los huesos exhumados no pertenecían a Brión, sino a otro
individuo enterrado en algún momento en la plantación.17
Guzmán Blanco quería que el gobernador de Curazao viniera a dar
lustre al centenario de Bolívar, a lo que este inquirió en La Haya si su pre-
sencia en esa ceremonia resultaba oportuna. El rey Guillermo III, nieto de
Guillermo I, dio su consentimiento, siempre y cuando las diferencias con
Venezuela se hubieran eliminado antes del 24 de julio ―la fecha de naci-
miento de Bolívar―.18 La reconciliación esperada no se produjo, de modo
que a la ceremonia asistió una delegación curazoleña sin el gobernador.
Las relaciones entre Venezuela y Holanda se restablecieron en 1894,
aunque en 1908 volvieron a romperse. Esta vez la disputa diplomática
duró más de doce años. En 1921 pudo ratificarse la reconciliación me-
diante una celebración conjunta del centenario de la muerte de Brión,
que nuevamente aportó una contribución póstuma a la amistad. La re-
lación entre ambos países consistía en una acumulación de incidentes,
que un par de veces llevaron a un despliegue amenazador de la flota de
la marina holandesa. La causa era cada vez la misma: tras un cambio
de gobierno en Venezuela, el partido derrotado se exiliaba en Curazao y
tramaba allí un contragolpe. Por otra parte, las quejas sobre el comercio
de armas y las prácticas de contrabando formaban parte del repertorio
fijo de reclamos venezolanos.19

17 anpb /Colección Van Lansberge 230, programa de la partida de los restos de Brión en
1882; Hartog, Brión, pp. 155-161, 179-181; De Pool, Zo was Curaçao, pp. 363-365.
18 anpb /rree , legajos A 263.
19 Las dificultades en Corporaal, Internationaal-rechtelijke betrekkingen tusschen Nederland
en Venezuela, passim; véase también Goslinga, Curaçao and Guzmán Blanco; Van Soest, De
betrekkingen tussen Curaçao en Venezuela; Van den Blink, Olie op de golven. De betrekkingen
tussen Nederland, Curaçao en Venezuela gedurende de eerste helft van de twintigste eeuw.

Sytze van der Veen 319


En 1908 se produjo una amenaza de guerra entre Holanda y Venezuela. No obstante el hostigamiento del
periodismo patriota, el león holandés no tenía muchas ganas de luchar. Dibujo satírico de Albert Hahn jr.,
en De Notenkraker, 1 de agosto 1908. Colecciones Especiales de la Universidad de Ámsterdam.

Colonia empantanada
Curazao, que debía convertirse en el centro boyante del comercio latinoa-
mericano, después de 1830 se fue hundiendo en un creciente malestar.
La Compañía de las Indias Occidentales no registraba grandes logros en
relación con el depósito de mercancías para el cual había sido creada. La
declaración de puerto libre no tuvo el efecto de imán en los flujos comer-
ciales imaginado por Guillermo I. El comisionado general Johannes van
den Bosch había puesto orden únicamente a simple vista. Sobre el papel,
sus medidas habían enjugado los déficits de la caja colonial, aunque en
realidad estos no hacían más que aumentar.
De la serie de fuertes que el general Kraijenhoff proyectó para la isla,
no se construyó más que un puñado. La «Malta del Caribe» ideada por
Guillermo I jamás llegó a concretarse. El ambicioso plan se había elabora-
do en 1825, en pleno auge de las esperanzas alentadoras. Según Van den
Bosch, en 1828 la circulación monetaria en la isla dependía en un 50 % de
las inyecciones de capital destinado a la construcción de fuertes. Después de
la rebelión belga, el proyecto se detuvo: el sueño del rey había terminado.

320 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


El puerto de Curazao hacia 1860: lo opuesto al esperado centro comercial del Nuevo Mundo. Litografía de
Jacob Eduard van Heemskerck van Beest, ca. 1860. Ámsterdam, Museo del Estado.

La interrupción del flujo de dinero supuso un sensible revés para la eco-


nomía isleña.20
El espectacular hallazgo de oro en Aruba no produjo las montañas de
azúcar y ríos de miel esperados. La consecuencia inmediata fue una fiebre
del oro en la que participó toda la población isleña, mujeres y niños inclui-
dos. Seiscientos arubeños revolvieron el tajo donde se había encontrado la
pepita de oro. Para cuando la gobernación se hizo cargo de la explotación,
la mayor parte del oro ya había ido a parar a bolsillos privados. Treinta
mineros al servicio del gobierno arañaron los restos, que en el transcurso
de tres años produjeron unos beneficios por valor de cien mil florines.
Cuando el geólogo alemán Stifft llevó a cabo una investigación en tor-
no a las vetas de oro, no tardó en llegar a la conclusión de que estaban
agotadas. Por recomendación suya se interrumpió la excavación de oro por
parte del gobierno y se liberó para los particulares. El reverendo Bosch de
Curazao, pastor asimismo de Aruba, constató durante una visita en 1834

20 En 1829 se invirtieron otros cien mil florines en la construcción de fortalezas: anpb /sge
5721, Real Decreto del 21 de julio 1829; De Gaay Fortman, «Brieven van den Commissa-
ris-Generaal», p. 214.

Sytze van der Veen 321


que tan solo un par de isleños se tomaban todavía la molestia de buscar
oro. Con un poco de suerte encontraban oro en polvo en cantidad suficien-
te para ganar un mísero jornal.21
El comercio curazoleño se estancó: en la década de 1830, el número de
barcos despachados se redujo a la mitad de los despachados en la década
anterior. Los informes anuales de la gobernación se componían de una
letanía de calamidades, y en 1831 también los comerciantes locales envia-
ron una jeremiada a La Haya. Según ellos, en Curazao las cosas se habían
torcido tras el surgimiento de las repúblicas en tierra firme. La isla había
sido un puerto libre y una plaza de depósito de manera informal mientras
pudo parasitar el Imperio español. Después de la independencia, al comer-
cio ya no le hacía falta ningún eslabón insular. Los barcos procedentes de
Europa y Norteamérica se dirigían directamente a Colombia y Venezuela,
obviando a Curazao. En otras palabras, la plaza de depósito de Guillermo I
se convirtió en un concepto trasnochado.
El comercio de Curazao se redujo paulatinamente hasta convertirse
en una insignificante navegación de cabotaje. La industria incipiente de
sombreros de paja no pudo salvar la economía. El desempleo aumentó y
muchos habitantes buscaron suerte en otras partes. Al disminuir la pobla-
ción, los precios de las propiedades bajaron de forma dramática. Debido
a la emigración masiva, la comunidad judía de Willemstad se enfrentó a
una falta de hombres, por lo que varias jóvenes se vieron condenadas
a un celibato involuntario.22 Tras el anticlímax de 1830, Curazao se llevó
la peor parte. En lugar del foco comercial del Nuevo Mundo, pasó a ser
una aletargada isla al sol. En adelante, el gobierno de los Países Bajos
dejaría de preocuparse por las Indias Occidentales, pues las Orientales
resultaban mucho más provechosas.

21 anpb /sge 5709, informe del geólogo Christian Stifft sobre el oro de Aruba, 30-4-1828;
asimismo, anpb /cba hasta 1828, 344, 345 y cba después de 1828, 361; Bosch, Reizen in
West-Indië, tomo ii , pp. 223-253; De Jong, Krimpende Horizon, pp. 164-165.
22 Emmanuel, Jews of the Netherlands Antilles, tomo I, pp. 346-347. El malestar de la isla en
Renkema, Het Curaçaose plantagebedrijf, pp. 72-74, 363; Van Soest, Trustee of the Netherlands
Antilles, pp. 51-100.

322 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


El capitán Jan van Speijk hace saltar por el aire su cañonero, mientras unos belgas aterradores entran en el
camarote. Litografía de Dominique-François du Bois, basada en una pintura propia, ca. 1831. Ámsterdam,
Museo del Estado.

La Pequeña Holanda
También en la Gran Holanda las carencias que afectaban al conjunto fueron
heredadas por las partes autonomizadas. La amalgama inconclusa se tras-
pasó a Bélgica y se agudizó en la escisión interna entre Flandria y Valonia.
En cambio, en el norte la separación llevó a una unidad imperiosa: furiosa
con la «carcoma amotinadora» de los belgas, la Pequeña Holanda estrechó
las filas detrás del rey. Bien mirado, la ruptura tendría que haber sometido
la monarquía a discusión, puesto que esa forma de gobierno estaba basa-
da en la asociación del norte y el sur. En Ámsterdam se produjo un vago
arrebato republicano, que no hizo peligrar realmente la monarquía. De un
modo casi natural, el Reino Unido de los Países Bajos trocó en el Reino de
los Países Bajos partido por la mitad.
En 1831 Guillermo I emprendió un malogrado intento de reconquistar
la parte meridional de su reino, obcecándose luego en un obstruccionismo

Sytze van der Veen 323


que duraba siete años. En la historiografía holandesa su negativa a acep-
tar la pérdida de Bélgica se conoce como la «política de perseverancia».
Siguió resistiéndose a la separación, manteniendo en pie durante años en
la frontera meridional un ejército cuya única función era estar presente de
modo amenazante. No cabía pensar en una nueva invasión de Bélgica, ni
tenían intención los belgas de invadir Holanda. La tozudez del rey costó
al Estado grandes cantidades de dinero.23
A la larga, su perseverancia causó una prolongada apatía en la política.
Guillermo I se negaba a reconocer la independencia de Bélgica, y también a
admitir la amenazadora bancarrota de su régimen. Una negación reforzaba
la otra, pues la persistencia de la amenaza de guerra justificaba la conti-
nuación de su autocracia. Tampoco quería saber nada de hacer concesiones
democráticas en el norte, por temor a poner en peligro su trono. De forma
concentrada, la asfixia política a la que la Gran Holanda había sucumbido
se hacía patente en la Pequeña.
La desaparición de Latinoamérica de la vista trajo aparejado un vuel-
co en la perspectiva colonial. Según sus estatutos de 1824, la Sociedad de
Comercio de los Países Bajos (scpb ) debía orientar sus actividades tanto a
las Indias Orientales como a las Occidentales, esto último en relación con
la apertura latinoamericana. Cuando la scpb incumplió su objetivo en ese
sentido, Guillermo I fundó la Compañía de las Indias Occidentales. La
visión granholandesa de la década de 1820 era planetaria y comprendía a
las Indias Orientales y las Occidentales. Después de 1830, esa visión amplia
dio paso a una fijación pequeñoholandesa solo en Oriente.
Johannes van den Bosch, comisionado general para las Indias Occi-
dentales en 1828, era el hombre detrás de esta orientación modificada.
Poco después de su regreso de las Indias Occidentales fue nombrado go-
bernador general de las Orientales, para las cuales proyectó un sistema de
cultivo obligatorio. Desde entonces la gobernación colonial podía ordenar
a la población javanesa cultivar plantas para la exportación a la metrópoli.
Las plantaciones se impusieron con ayuda de caudillos locales. Se denomi-
naba trabajo voluntario, pero en definitiva se trataba de trabajo forzado.
Cornelis Elout, ministro de Colonias y padre de Jacob, no pudo conciliar

23 Gerretson, «Gesprekken met den koning», pp. 205-226.

324 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


la explotación con su conciencia y dimitió. Guillermo I no sufría de esa
clase de escrúpulos.24
En 1830 Van den Bosch introdujo el sistema de cultivo obligatorio,
cuyos beneficios se utilizaban para financiar la política de perseverancia.
Desde el punto de vista comercial, la explotación intensiva fue un éxito.
La scpb , que hasta entonces apenas había arrojado beneficios, obtuvo el
monopolio del comercio de cultivos de las Indias. El plan resultó aún más
lucrativo por el aporte de la emergente industria algodonera en Holanda.
Los barcos de la scpb transportaban tejidos de algodón a las Indias Orien-
tales y volvían con café y otros productos tropicales. Tanto en los viajes
de ida como en los de vuelta se obtenían buenas ganancias. En cambio,
después de 1830 la Compañía de las Indias Occidentales perdió su fun-
ción, arrojando grandes pérdidas año tras año. En 1838, la languideciente
empresa fue absorbida por la scpb .25

El final del rey


Los beneficios obtenidos en las Indias Orientales resultaban insuficien-
tes para la dispendiosa política de perseverancia, de modo que la deuda
del Estado continuó en aumento. Los nuevos empréstitos del Estado se
registraban en el presupuesto colonial, sustrayendo a la vista las transac-
ciones entre la scpb y el gobierno. A la larga, ya nadie podía atar cabos en
las finanzas públicas. En la segunda mitad de la década de 1830 fueron
aumentando de forma progresiva las críticas, quejas y protestas. Para lo
acostumbrado en Holanda, seguía siendo indecente exigirle cuentas al
rey. Finalmente, en 1839 el parlamento supo romper su apatía y le exigió
claridad contable. Van den Bosch, ministro de Colonias desde hacía cin-
co años, se vio obligado a dimitir. También Holanda estaba volviendo a
inventarse a sí misma.

24 anpb /sge 5721, Van den Bosch a Guillermo I, 21-6-1829; sge 5723, Elout a Guillermo I,
3-9-1829; Westendorp Boerma, Johannes van den Bosch, pp. 64-74; H. T. Colenbrander, Ko-
loniale geschiedenis iii , La Haya, 1926, pp. 31-36; W. A. Knibbe, De vestiging der monarchie.
Het conflict Elout-Van den Bosch, Utrecht, 1935.
25 Mansvelt, Nederlandsche Handel-Maatschappij I, pp. 260-443; Reinsma, «West-Indische
Maatschappij», pp. 65-72. El capital de la cio fue transferido a la scpb en 1838. La cio
extendería su existencia vegetativa hasta 1863.

Sytze van der Veen 325


Curioso mejunje histórico: un Bolívar ennegrecido, mandolina en mano, da nombre a un extracto de carne
holandés. Folleto publicitario de una empresa holandesa de productos alimentarios, ca. 1900. Ámsterdam,
Instituto Internacional de Historia Social.

Para entonces, Guillermo I ya había renunciado a su perseverancia.


En marzo de 1838 anunció inesperadamente que estaba dispuesto a acep-
tar la independencia de Bélgica. El viraje se debió más a un cambio en
sus circunstancias personales que a las crecientes críticas a su política.
Tras la muerte de su esposa Guillermina en 1837, el rey había entablado
una relación con Henriette d’Oultremont, una noble de origen belga. Esta
amalgama en la esfera privada le permitió aceptar la pérdida de la Gran
Holanda. En abril de 1839 firmó el tratado por el cual reconocía a Bélgica
como Estado independiente.

326 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


La separación definitiva hizo necesaria una adaptación de la consti-
tución, pues esta seguía partiendo del marco granholandés. Guillermo I
pensó que bastaría con una adaptación textual, pero se llevó un chasco.
Las crecientes críticas a su política trajeron aparejado el clamor por una
reforma constitucional. El parlamento ya no se dejó manipular y exigió la
introducción de la responsabilidad ministerial para poder exigirle cuentas
al gobierno. El pueblo calvinista se escandalizó porque el rey, a su vejez,
quería casarse en segundas nupcias con una belga católica.
En el país reinaba un ambiente de amargura. Guillermo I había per-
dido su crédito y cayó en la cuenta de ello: «¿Ya no quieren saber nada de
mí? No tienen más que decírmelo, que yo también estoy harto de ellos».26
No pudo detener las modernidades democráticas y tuvo que aceptar por
fuerza la responsabilidad ministerial. El 7 de octubre de 1840, un par de
semanas antes de que entrara en vigor la nueva constitución, abdicó el
trono. Guillermo I no quería seguir siendo rey de un país del que no podía
ser soberano absoluto. Incluso no quiso quedarse a vivir. A fines de 1840
se radicó en Berlín, donde unos meses después se casó con su Henriette.
Guillermo I falleció en Berlín el 12 de diciembre de 1843, a la edad de 71
años. Sus restos mortales fueron transportados en tren a Hamburgo y desde
allí por barco a Róterdam. El exrey fue inhumado en la cripta de los Orange
en la Iglesia Nueva de Delft, en cierto sentido también un panteón nacional.
Fue escoltado en su último viaje por el vapor Curazao, otrora el símbolo ma-
terial de su sueño latinoamericano. El Curazao prestó durante algunos años
un servicio de línea con la isla a la que debía su nombre, siendo el primer
barco del mundo que cruzó el océano Atlántico empleando fuerza de vapor.
El sueño volatilizado de Guillermo I se reflejaba en la función modificada
del Curazao: después de 1830, el barco se utilizó para combatir a los rebeldes
belgas. Y por último escoltó los restos reales, una muestra de las olvidadas
aspiraciones grancolombianas del único rey granholandés.

26 Colenbrander, «Gesprekken met koning Willem I», p. 292 (abril de 1840). El príncipe he-
redero Guillermo II inició una campaña difamatoria contra su padre, que posiblemente
contribuyó a su abdicación (Van Zanten, Koning Willem II, pp. 361-365).

Sytze van der Veen 327


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Sytze van der Veen 339


Índice onomástico1

Adams, John Quincy, 127, 127n, 128, Bonaparte, José, 116.


181, 182, 222f, 222. Bonaparte, Luis, 27, 143.
Alejandro I, zar de Rusia, 42, 111f, Bonaparte, Napoleón, 11, 20, 27, 30,
159, 160f, 161n, 229. 32, 34, 35, 40, 42, 54, 60, 64,
Anderson, Richard, 181. 70, 76, 81, 83, 86, 99, 116, 117,
Arce, Manuel José, 255, 256. 118n, 123, 165, 193, 194, 206,
Auber, Daniel, 292. 253, 268, 271, 274.
Bagot, Charles, 159n, 221, 222n. Bondt, Jan, 220, 225n.
Berry, duque de (Charles-Ferdinand Bosch, Gerardus Balthazar, 53, 98,
d’Artois), 103, 171.
Bignon, Louis Pierre Edouard, 118, Boves, José, 64, 89.
118n, 119. Brender à Brandis, Gerrit, 163, 163n.
Bonaparte, Jerónimo, 86.

1 La letra f indica que el nombre aparece en el pie de ilustración; la n indica que el nombre
aparece en una nota a pie de página.

340 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Bresson, Charles-Joseph, 268, 269f, Catalina la Grande, zarina de Rusia,
270-272, 274, 279, 299, 299n. 49.
Brión, Luis, 11, 63, 66, 67, 92, 92n, Caycedo, Domingo, 283, 288n.
93, 93n, 94, 97f, 97, 98, 98n, Chassé, David Hendrik, 295, 300.
100, 195, 318, 319, 319n. Chávez, Hugo, 318.
Brush, James, 199. Clay, Henry, 222.
Buchet de Martigny, Henri, 211, 213. Cockerill, John, 151f.
Bustamante, Juan, 203, 204. Congreve, William, 81.
Byron, George Gordon, 69, 123. Constant, Benjamin, 118, 253, 253n.
Canning, George, 121, 122f, 122, Córdova, José María, 274, 275.
124, 124n, 125n, 126, 128, 129, Crisson, Marits, 289.
129n, 130, 130n, 131, 131p, D’Oultremont, Henriette, 326.
137, 141, 143, 145, 145p, 146, Da Costa, Isaäc, 62, 63, 63n.
156, 156n, 157, 157, 157n, 158, Dawkins, Edward, 179n, 181, 184.
158n, 159n, 161, 161n, 179n, De Celles, Antoine, 144.
182, 183n. De Chateaubriand, François-Re-
Cantz’laar, Paulus Roelof, 18, 94, né, 122-124, 124n, 126n, 129,
95f, 95n, 96, 96n, 97f, 97, 97n, 129n, 130f, 130n, 131, 131n,
98, 98n, 99, 99n, 101, 102, 132, 133n, 135, 141, 269, 270.
102n, 103, 103n, 137, 139, De Coninck, Patrice, 164, 164n.
139n, 140, 140n, 142, 143, De Mareuil, Joseph Alexandre Jac-
145, 146, 146n, 150, 150n, ques Durant, 141, 146.
158n, 167, 167n, 169, 170, 171, De Montmorency, Mathieu, 123.
171n, 173, 179, 187, 189n, 194, De Potter, Louis, 263, 264f, 265, 299.
200, 207n, 214, 235, 241, 285n, De Pradt, Dominique Georges Fré-
289n, 303n. déric Dufour, 117, 118, 178f,
Cardoso, José Joaquín, 213, 214, 233. 178, 179n, 253, 253n.
Carlos IV, rey de España, 54. De Quartel, Hendrik Willem, 144-
Carlos X, rey de Francia, 291. 146, 146n, 147, 158, 158n, 159,
Carujo, Pedro, 250-252. 161, 161n, 162, 163, 167, 169,
Castlereagh, Henry Robert Stewart, 179, 186, 210.
lord, 34, 41f, 42, 108f, 110, De San Martín, José, 72, 273f, 273.
110n, 111-113, 113n, 114, 115, De Sola, Juan (o Isaäc), 94.
115n, 116, 120, 121, 121n, 122, De Stuers, Joseph Pierre Adrien
124, 126, 132. Louis, 10, 163, 163n, 192f, 193,

Sytze van der Veen 341


193n, 194, 194n, 195, 195n, 146n, 147n, 157, 157n, 158n,
196, 196n, 197-199, 199n, 159, 159n, 163n, 179, 179n,
200, 200n, 202-205, 205n, 207, 184n, 194n, 227, 228, 228n,
207n, 208, 208n, 209, 210, 211, 229, 229n, 230, 230n, 256n,
211n, 212, 212n, 213, 214, 228, 258, 259, 260, 260n, 261, 261n,
228n, 233, 234, 238, 241. 297, 297n, 308n, 309, 310n.
De Sucre, Antonio José, 72, 301f. Fayette, Gilbert du Motier, marqués
De Talleyrand, Charles-Maurice, de la, 118.
297. Federico Guillermo, rey de Prusia,
De Villèle, Jean Baptiste, 123. 30-32, 160, 298.
Delpech, Louis, 274, 274n. Federico, príncipe de Orange-Nas-
Demarquet, Carlos Eloy, 309. sau, 34, 300.
Donny, Charles, 84, 84n. Fernández Madrid, José, 227, 228p,
Ducoudray-Holstein, Henri Louis 258, 260, 260n, 261, 272, 310,
Villaume, 13, 93n, 98n, 99, 310n.
101, 102f, 103n, 104n. Fernando VII, rey de España, 54f,
Dumouriez, Charles-François, 49. 54, 64, 109, 113.
Elout, Cornelis Theodorus, 149, Fleming, Charles Elphinstone, 275,
149n, 150n, 158n, 169n, 238n, 275n.
239, 239n, 240, 241, 241n, 242, Flores, Juan José, 248.
243, 243n, 249n, 287, 287n, García Márquez, Gabriel, 304.
288, 289, 289n, 308, 309, 309n, Gentz, Friedrich von, 128, 128n, 161.
324, 325n. González, Florentino, 252.
Elout, Jacob Nicolaas Jan, 238, 308, Granier de Beauregard, Pierre Jean
311. Claude, 81, 83, 84, 84n, 85, 87,
España, José, 46. 105.
Fagel, Hendrik, 121, 121n, 139, 139n, Grant, Lewis, 275.
140, 145. Gravenhorst, Jacob Bennebroek,
Fagel, Robert, 120, 121, 129n, 131n, 302, 303, 303n.
137n, 138f, 159n. Grothe, Egbert Theodorus, 311.
Falck, Anton Reinhard, 28n, 34, 35n, Gual, Manuel, 46,
37, 37n, 79, 79n, 95, 96n, 97n, Gual, Pedro, 140, 140n, 142, 158,
99, 102, 102n, 103n, 139, 139n, 167, 167n, 180, 183, 184, 184n.
140n, 141n, 142f, 143, 143n, Guevara, Che, 68.
144, 144n, 145, 145n, 146,

342 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Guillermo II, príncipe heredero, 36f, MacGregor, Gregor, 13, 82, 84, 85,
160, 161n, 300, 327n. 104, 105f, 105-107, 107n, 120.
Guizot, François, 292. Macirone, Francesco, 81, 82f, 82,
Gúzman Blanco, Antonio, 316, 318, 82n, 83, 84, 105.
319, 319n. Margallo, Francisco, 233, 234.
Haefkens, Jacob, 218, 219, 221, 254f, Mariana, princesa de Orange-Nas-
255, 256, 256n, 258n, 307, sau, 163.
308n. Marx, Carlos, 104, 104n.
Heine, Heinrich, 68, 68n, 69n. May, Job, 142, 142n.
Henríquez, Benjamín, 94. Mees, Boer & Moens, empresa, 80,
Hurtado, José Manuel, 179. 81n.
Idler, Jacob, 80. Mérida, Rafael, 167, 167n.
Illingworth, Juan, 205. Michelena, José Mariano de, 184.
Irvine, John Baptist, 100-103, 103n. Miranda, Francisco de (jr.), 210,
Johnston, John, 211, 212. 210n, 211-214.
Jorge IV, rey de Gran Bretaña, 157. Miranda, Francisco de (sr.), 47f, 47,
Kessels, Herman, 295, 296f, 296. 47n, 48f, 48, 48n, 49, 49n, 50,
Kikkert, Albert, 90, 90n, 91f, 91, 91n, 52f, 52, 53, 53n, 54, 55, 60, 61f,
92, 92n, 93, 93n, 94. 61, 62, 66, 100, 106.
Kraijenhoff, Cornelis Rudolphus Miranda, Leandro de, 210.
Theodorus, 152f, 152, 153, Monroe, James, 119, 126, 127f, 127,
153n, 167, 168, 169n, 171, 179, 128, 145, 156, 177, 181.
320. Montebello, véase: Lannes, Napo-
Kwaku Dua, rey de los Ashanti, 308. león, 268, 269n, 270, 272.
Laborde, Ángel, 98p, 235. Monteverde, Domingo, 62.
Lannes, Napoleón, duque de Mon- Montilla, Mariano, 195, 245, 248.
tebello, 268. Morales, Francisco, 96.
Level de Goda, Andrés, 186n, 285, Morazán, Francisco, 256.
286n, 303n, 310. Morillo, Pablo, 64, 68, 69f, 71, 72,
Liverpool, Robert Jenkinson, lord, 72f, 91, 96, 100, 116, 285.
157, 158. Mosquera, Joaquín, 283, 301, 303.
Louverture, Toussaint, 44f. Murat, Joachim, 81.
Luis Felipe, rey de Francia, 272, 297. Netscher, Johannes Theodorus, 259.
Luis XVIII, rey de Francia, 125. O’Leary, Daniel Florencio, 272, 275,
177n.

Sytze van der Veen 343


Obando, José María, 267, 274. Rooke, James, 87.
Padilla, José Prudencio, 195, 245, Roulin, François Désiré, 190f, 197f,
251. 198f, 206, 210, 211, 247f, 266f,
Páez, José Antonio, 67, 185-187, 189- 288f,
191, 202, 246, 248, 267, 270, Roulin, Manette, 210.
275, 280-282, 286, 287, 289, Sáenz, Manuela, 249, 249n, 250f,
302, 316, 316n, 317f. 251, 283, 301, 315.
Pávlovna, Ana, esposa de Guiller- Salavarrieta, Policarpa, 236, 237f,
mo II, 160f. 237n.
Pedro I, emperador de Brasil, 163, Santander, Francisco de Paula, 71,
163n. 158, 167p, 177, 181, 185f, 185-
Penny, Edward Brooke, 186, 186n, 191, 199, 202-205, 207, 208,
187-189, 202n, 239, 239n, 246, 234, 235, 239, 243, 245, 248,
248, 249, 249n, 253n, 271, 251, 252, 271, 292, 293n, 314,
273n, 275, 280, 284n, 302, 314n, 315f, 315.
303n, 304, 305n, 309, 311. Schimmelpenninck, Gerrit, 171, 224,
Pétion, Alexandre, 65f, 66. 227n.
Piar, Manuel, 11, 53, 53n, 63, 66, 67, Sergeant, John, 181, 182.
67n, 81n, 100, 104, 252. Serruys, Auguste, 177, 177n, 267n,
Picornell, Juan Bautista, 46. 311.
Rammelman Elsevier, Isaac Johan- Simon, Mattheus, 180, 184.
nes, 222n, 275n, 289, 289n, Stifft, Christian Ernst, 150, 150n,
303n. 169, 321, 322n.
Reinhold, Johann Gotthard, 145, Thiers, Adolphe, 292.
145n, 146n, 147, 147n. Torres, Manuel, 80.
Restrepo, José Manuel, 51, 195n, Travers, Theodorus Johannes, 186p,
199, 200n, 202, 205n, 270, 285, 285n, 286, 286n, 287,
301n. 287n, 288, 302, 303n, 310, 311,
Revenga, José Rafael, 142, 202n, 211, 311n.
212, 212n, 214n, 302. Tula, 46.
Ricardo, David, 62, 63. Urdaneta, Rafael, 187, 189n, 251,
Ricardo, Mordechai, 62, 102. 252, 303.
Rodríguez y Escobar, Victoria Ma- Van Baalen, Hendrik Gerard, 80,
ría, 236, 236n. 81n.
Rodríguez, Simón, 60. Van de Poll, Willem Gerrit, 162.

344 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


Van den Biesen, Jacob Willem, 226. Vargas, Luis, 252.
Van den Bosch, Johannes, 18p, 167n, Vergara, Estanislao, 241, 241n.
171, 172f, 172n, 173, 173n, Verstolk van Soelen, Johan Gijsbert,
175, 235, 237, 238, 238n, 241, 81n, 99n, 163n, 164f, 165,
242, 242n, 285, 309, 309n, 313, 166, 167n, 170n, 177n, 179,
320, 324, 325, 325n. 179n, 182, 194, 194n, 195,
Van Hogendorp, Gijsbert Karel, 28, 196n, 199n, 202, 204, 207,
29f, 29, 30, 32, 35, 35n, 36, 37, 207n, 208n, 211, 211n, 214n,
39, 90, 136n. 218n, 219n, 220, 220n-222n,
Van Huele, Emile van, 206, 207n, 228n-230n, 234, 236, 236n,
224. 238p, 241, 241n, 242n, 243,
Van Lansberge, Henri, 314, 314n. 243n, 249n, 253n, 256n, 257,
Van Lansberge, Reinhart Frans, 18n, 258, 260, 260n, 261, 261n,
81n, 99n, 192f, 193-200, 211- 275n, 284n, 285, 285n, 286,
214, 218n, 234-237, 239, 241- 287, 287n, 289, 289n, 297n,
245, 248-249, 251-252, 253n, 303n, 305n, 308, 308n, 310,
261n, 268-269, 271, 273n, 279- 311, 311n.
280, 282-283, 284n, 288, 301- Verveer, Jan, 167, 167n, 171, 179,
305, 309, 311-313, 316, 319n. 179n, 180, 182-184, 184n, 217,
Van Maanen, Cornelis Felix, 78, 79, 218, 218n, 219, 220, 220n, 221,
79n, 80n, 81, 81n, 83, 84, 84n, 221n, 222, 222n, 230, 255, 256,
86, 87, 139n, 293. 256n, 257, 258, 258n, 260, 307,
Van Nagell, Anne Willem, 77n, 78, 308.
79n, 84n, 120n-121n, 129n, Vidaure, Manuel Lorenzo, 180p,
131n, 137, 137n, 139, 139n, 203, 204.
140, 140n, 141, 141n, 142, Vogel, Charles Traugott, 100, 102,
142n, 143, 143n, 144, 144n. 103, 103n.
Van Raders, Reinier Frederik, 275, Von Kotzebue, August, 85.
275n. Von Metternich, Klemens Wenzel
Van Raders, Willem, 186, 186n, 187, Lothar, 40, 114f.
190, 207n, 243, 275, 275n. Von Meyendorff, Peter, 144, 146,
Van Reede, Willem Frederik, 99n, 146n.
149, 149n, 151n, 157n, 159, Von Nesselrode, Karl Robert, 131.
159n, 160, 160n-162n, 164. Von Streeruwitz, Anton, 87.

Sytze van der Veen 345


Washington, George, 44f, 53, 86f,
119, 127f, 128, 181, 182, 222f,
222, 248, 252, 268, 317f.
Wellington, Arthur Wellesley, du-
que de, 87, 124.
Wilberforce, William, 120.
Willinck, Isaac Petrus Marie, 145.
Wiselius, Samuel Iperuszn, 79, 80,
80n.
Zea, Francisco Antonio, 115, 116,
116n, 117, 117n, 118f, 118-120,
121n, 137, 137n, 138f, 139,
142, 142n.

346 La Gran Colombia y la Gran Holanda 1815-1830


LA GRAN HOLANDA fue la unión de Holanda y Bélgica y solo
existió durante quince años: se originó en 1815 y desapareció en
1830, cuando los belgas se separaron. Fue, pues, un fenómeno
contemporáneo con la Gran Colombia, que se constituyó en 1819
y desapareció asimismo en 1830, poco antes de la muerte de
Bolívar, a causa de la separación de Venezuela y Ecuador. La Gran
Holanda nació como una monarquía; la Gran Colombia, como una
república. Guillermo I, el rey del Estado transitorio, aparece en
esta historia como el polo opuesto de Bolívar, el presidente de la
república original. Entre Guillermo I y Guillermo Alejandro, el actual
rey de los Países Bajos, hay una distancia de siete generaciones.
Este libro describe el poco conocido acercamiento entre la
Gran Colombia y la Gran Holanda, que en 1830 se vio bruscamen-
te interrumpido por los problemas internos de ambos países. Los
primeros contactos surgieron durante la guerra de Independencia,
cuando agentes colombianos compraron armas en Holanda. Un
nexo evidente fue la isla holandesa de Curazao, situada frente a la
costa grancolombiana; Guillermo I abrigaba el sueño de convertirla
en el puerto central del comercio holandés con Latinoamérica, es-
pecialmente con la Gran Colombia. Esa misma idea fue el motivo
subyacente para el reconocimiento de la nueva república.
Los documentos que se conservan en el Archivo Nacional de los Países Bajos, en La
Haya, contienen numerosos detalles sobre los acontecimientos colombianos de la
época. La relación entre la Gran Colombia y la Gran Holanda es una historia inaca-
bada, debido al hundimiento simultáneo de ambos «superestados» en 1830. Pero,
como escribió el poeta holandés Jan Hendrik Leopold (1865-1925), lo inacabado
alberga una riqueza.

El historiador Sytze van der Veen (1952) es un apasionado del mundo hispánico y de
Colombia. Es editor de Boekenwereld (El mundo de los libros), una revista de varias
bibliotecas científicas en los Países Bajos. La edición neerlandesa de esto libro se
publicó a finales de 2015.

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