Está en la página 1de 156

LITERATURA HISPANOAMERICANA II

ANTOLOGÍA DE CUENTOS
DE LECTURA OBLIGATORIA PARA EL PROGRAMA

1
Índice

Perú

“El profesor suplente”, Julio Ramón Ribeyro……………………………………………………… 04


“Al pie del acantilado”, Julio Ramón Ribeyro………………………………………………………07
“El breve retorno de Florence este otoño”, Alfredo Bryce Echenique…………………………..18

Chile

“El árbol”, María Luisa Bombal………………………………………………………………………24


“Sueños de mala muerte”, José Donoso…………………………………………………..……….28
“Tragedia”, Vicente Huidobro……………………………………………………………………..…30
“Peripecias del soldado”, Alfonso Alcalde Ferrer…………………………………………………31

Venezuela

“La lluvia”, Arturo Uslar Pietri………………………………………………………………………...32


“El fuego fatuo”, Arturo Uslar Pietri………………………………………………………………….39
“Tan desnuda como una piedra”, Salvador Garmendia…………………………………………..43

Colombia

“Los funerales de Mamá Grande”, Gabriel García Márquez……………………………………..48


“Un señor muy viejo con unas alas enormes”, Gabriel García Márquez……………………….55
“La santa”, Gabriel García Márquez………………………………………………………………...59
“El último rostro”, Álvaro Mutis……………………………………………………………………….65
“Cocora”, Álvaro Mutis………………………………………………………………………………..72
“Reencuentro”, Luis Fayad…………………………………………………………………………..74

Uruguay

“Péndulo”, Mario Benedetti…………………………………………………………………………..75


“Para objetos solamente”, Mario Benedetti………………………………………………………..78
“Los fuegos”, Eduardo Galeano……………………………………………………………………..81

Cuba

“Viaje a la semilla”, Alejo Carpentier………………………………………………………………..82


“De las hermanas”, Eliseo Diego……………………………………………………………………89
“Del espejo 2”, Eliseo Diego…………………………………………………………………………90
“El infierno”, Virgilio Piñera…………………………………………………………………………...91

México

“Luvina”, Juan Rulfo…………………………………………………………………………………..92


“No oyes ladrar los perros”, Juan Rulfo…………………………………………………………….96
“Parque de diversiones”, José Emilio Pacheco……………………………………………………99
“La luna decapitada”, José Emilio Pacheco………………………………………………………100
“El guardagujas”, Juan José Arreola………………………………………………………………103
“La marioneta”, Edmundo Valadés………………………………………………………………...107
“Literatura”, Julio Torri………………………………………………………………………………108
“Circe”, Julio Torri……………………………………………………………………………………109
“Sobre las olas”, José Emilio Pachecho…………………………………………………………..110
“Los talmundistas”, Sergio Golzwarz………………………………………………………………111
“La culpa es de los Tlaxcaltecas”, Elena Garro…………………………………………………..112

2
Guatemala

“Míster Taylor”, Augusto Monterroso………………………………………………………………120


“El eclipse”, Augusto Monterroso…………………………………………………………………..123
“El dinosaurio”, Augusto Monterroso………………………………………………………………124

República Dominicana

“La mujer”, Juan Bosch……………………………………………………………………………..125


“Otra vez, Otra vida”, Junot Díaz…………………………………………………………………..127

El Salvador

“Con la congoja de la pasada tormenta”, Horacio Castellano Moya………………………….


“El argumento”, Álvaro Menén Desleal…………………………………………………………....136

Venezuela

“Los descubridores”, Humberto Mata……………………………………………………………137


“Los juguetes”, Luis Britto García………………………………………………………………...138

Nicaragua

“Palimpsesto”, Rubén Darío………………………………………………………………………140

Argentina

“El sabor de una medialuna a las nueve de la mañana en un viejo café de barrio donde a los
97 años Rodolfo Monfolfo todavía se reúne con sus amigos los miércoles a la tarde”, Luisa
Valenzuela………………………………………………………………………………………………..142
“La trama”, Jorge Luis Borges……………………………………………………………………..143
“Notas para un cuento fantástico”, Jorge Luis Borges………………………………………….144
“Amor 77”, Julio Cortázar…………………………………………………………………………...145
“La bella durmiente del bosque y el príncipe”, Marco Denevi………………………………….146
“Las hormigas”, Marco Denevi……………………………………………………………………..147
“Helena y Menelao”, Marco Denevi………………………………………………………………..148
“El emperador de la China”, Marco Denevi……………………………………………………….149

Brasil

“Restos del Carnaval”, Clarice Lispector………………………………………………………….150


“El coquito y la Rosa”, Mario de Andrade…………………………………………………………152

3
El profesor suplente
Julio Ramón Ribeyro

Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de


la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de
los transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los
matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron
irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.
-¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No
me digas que no… ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido
dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no
son grandiosos pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo
podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si
podrás llegar a la Universidad… eso depende de ti. Yo siempre te he tenido una gran confianza.
Es injusto que un hombre de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios
superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador… No señor, eso no está bien, soy el
primero en reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio… No lo pienses dos veces. En el acto
llamo al director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un
taxi me espera en la puerta… ¡Y abrázame, Matías, dime que soy tu amigo!
Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia había llamado al
colegio, había hablado con el director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido
como un celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.
Durante unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía las
delicias de los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que su
mujer intercala un comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto
reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.
-Todo esto no me sorprende -dijo al fin-. Un hombre de mi calidad no podía quedar sepultado en
el olvido.
 
Después de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolvó sus
viejos textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y
Luciano, sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a
las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.
A las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural bien
aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por
el corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.
-No te olvides de poner la tarjeta en la puerta -recomendó Matías antes de partir-. Que se lea
bien: Matías Palomino, profesor de historia.
En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante la noche
anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había
descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en
desuso pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su
inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años,
cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a
hojear un solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de
su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa
especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en
evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al título de abogado, había elegido la
prosa y el corbatín del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre
dentro de los límites de la profesión.
Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco perplejo. El
gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le
pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar
delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las
manos cruzadas a la espalda.
En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de
calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor
4
trató en vano de identificar. Se disponía a regresar -el reloj del Municipio acababa de dar las
once- cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo
espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo.
Observándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega
que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos
de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía
tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto
de absoluto vencimiento.
Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de
mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del
colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento
no podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de
ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes para demoler sus enemigos del
Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el
portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó
en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo,
prosiguió su marcha hasta la esquina opuesta.
Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado
otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un
ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un
artificio de su imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo
Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una
pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba.
Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio residencial
sólo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la
tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó:
alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo
que no podía ser otro que el círculo del terror.
Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le
cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando,
Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las
ramas de un árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje.
Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la
hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la
terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo
perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el
aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar
la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo
espiaban, inquietos. Esta inesperada composición -que le recordó a los jurados de su infancia-
fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se
escapó hacia la avenida.
A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era
el portero.
-Por favor -decía- ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos
lo están esperando. Matías se volvió, rojo de ira.
-¡Yo soy cobrador! -contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa
confusión.
El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció al
parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a
punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si
tuviera un queso por cerebro.
Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su
letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se
incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se
distraía. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún
día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio que su mujer
lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó
5
conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a
recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.
-¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?
-¡Magnífico!… ¡Todo ha sido magnífico! -Balbuceó Matías-. ¡Me aplaudieron! -pero al sentir los
brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama
de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.

6
Al Pie del Acantilado
Julio Ramón Ribeyro

Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los
lugares más amargos y escarpados. Véanla como crece en el arenal, sobre el canto rodado, en
las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los muladares. Ella no pide favores a nadie,
pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la sal de los
vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la higuerilla sigue creciendo,
propagándose, alimentándose de piedras y de basura. Por eso digo que somos como la
higuerilla, nosotros, la gente del pueblo. Allí donde el hombre de la costa encuentra una
higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir.
Nosotros la encontramos al fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena. Veníamos
huyendo de la ciudad como bandidos porque los escribanos y los policías nos habían echado de
quinta en quinta y de corralón en corralón. Vimos la planta allí, creciendo humildemente entre
tanta ruina, entre tanto patillo muerto y tanto derrumbe de piedras, y decidimos levantar nuestra
morada.
La gente decía que esos baños fueron famosos en otra época, cuando los hombres usaban
escarpines y las mujeres se metían al agua en camisón. En ese tiempo no existían las playas de
Agua Dulce y La Herradura. Dicen también que los últimos concesionarios del establecimiento
no pudieron soportar la competencia de las otras playas ni la soledad de los derrumbes y que
por eso se fueron llevándose todo lo que pudieron: se llevaron las puertas, las ventanas, todas
las barandas y las tuberías. El tiempo hizo todo lo demás. Por eso, cuando nosotros llegamos,
sólo encontramos ruinas por todas partes, ruinas y, en medio de todo, la higuerilla.
Al principio no supimos qué comer y vagamos por la playa buscando conchas y caracoles.
Después recogimos esos bichos que se llaman muy-muy, los hervimos y preparamos un caldo
lleno de fuerza, que nos emborrachó. Más tarde, no recuerdo cuándo, descubrimos a un
kilómetro de allí una caleta de pescadores donde mi hijo Pepe y yo trabajamos durante un buen
tiempo, mientras Toribio, el menor, hacía la cocina. De este modo aprendimos el oficio,
compramos cordeles, anzuelos y comenzamos a trabajar por nuestra propia cuenta, pescando
toyos, robalos, bonitos, que vendíamos en la paradita de Santa Cruz.
Así fue como empezamos, yo y mis dos hijos, los tres solos. Nadie nos ayudó. Nadie nos dio
jamás un mendrugo ni se lo pedimos tampoco a nadie. Pero al año ya teníamos nuestra casa en
el fondo del barranco y ya no nos importaba que allá arriba la ciudad fuera creciendo y se llenara
de palacios y de policías. Nosotros habíamos echado raíces sobre la sal.

Nuestra vida fue dura, hay que decirlo. A veces pienso que San Pedro, el santo de la gente del
mar, nos ayudó. Otras veces pienso que se rió de nosotros y nos mostró, a todo lo ancho, sus
espaldas.
Esa mañana que Pepe vino corriendo al terraplén de la casa, con los pelos parados, como su
hubiera visto al diablo, me asusté. Él venía de las filtraciones de agua dulce que caen por las
paredes del barranco. Cogiéndome del brazo me arrastró hasta el talud al pie del cual estaba
nuestra casa y me mostró una enorme grieta que llegaba hasta el nivel de la playa. No supimos
cómo se había hecho, ni cuándo, pero lo cierto es que estaba allí. Con un palo exploré su
profundidad y luego me senté a cavilar sobre el pedregullo.
-¡Somos unos imbéciles! -maldije- ¿Cómo se nos ha ocurrido construir nuestra casa en este
lugar? Ahora me explico por qué la gente no ha querido nunca utilizar este terraplén. El barranco
se va derrumbando cada cierto tiempo. No será ni hoy ni mañana pero cualquier día de estos se
vendrá abajo y nos enterrará como a cucarachas. ¡Tenemos que irnos de aquí!
Esa misma mañana recorrimos toda la playa, buscando un nuevo refugio. La playa, digo, pero
hay que conocer esta playa: es apenas una pestaña entre el acantilado y el mar. Cuando hay
mar brava, las olas trepan por la ribera y se estrellan contra la base del barranco. Luego subimos
por la quebrada que lleva a la ciudad y buscamos en vano una explanada. Es una quebrada
estrecha como un desfiladero, está llena de basura y los camioneros la van cegando cuando la
remueven para llevarse el hormigón.
La verdad es que yo empezaba a desesperar. Pero fue mi hijo Pepe quien me dio la idea.
-¡Eso es! -dijo- Debemos construir un contrafuerte para contener el derrumbe. Pondremos unos
cuartones de madera, luego unos puntales para sostenerlos y así el paredón quedará en pie.
7
El trabajo duró varias semanas. La madera la arrancamos de las antiguas cabinas de baño que
estaban ocultas bajo las piedras. Pero cuando tuvimos la madera nos dimos cuenta que nos
faltaría fierro para apuntalar esa madera. En la ciudad nos quisieron sacar un ojo de la cara por
cada pedazo de riel. Allí estaba el mar, sin embargo. Uno nunca sabe todo lo que contiene el
mar. Así como el mar nos daba la sal, el pescado, las conchas, las piedras pulidas, el yodo que
quemaba nuestra piel, también nos dio fierros el mar.
Ya nosotros habíamos notado, desde que llegamos a la playa, esos fierros negros que la mar
baja mostraba, a cincuenta metros de la orilla. Nos decíamos: «Algún barco encalló aquí hace
mucho tiempo». Pero no era así: fueron tres remolcadores que fondearon, los que construyeron
los baños, para formar un espigón. Veinte años de oleaje habían volteado, hundido, removido,
cambiado de lugar esas embarcaciones. Toda la madera fue podrida y desclavada (aún ahora
varan algunas astillas), pero el fierro quedó allí, escondido bajo el agua, como un arrecife.
-Sacaremos ese fierro -le dije a Pepe. Muy de mañana nos metíamos desnudos al mar y
nadábamos cerca de las barcazas. Era peligroso porque las olas venían de siete en siete y se
formaban remolinos y se espumaban al chocar contra los fierros. Pero fuimos tercos y nos
desollamos las manos durante semanas tirando a pulso o remolcando con sogas, desde la
playa, unas cuantas vigas oxidadas. Después las raspamos, las pintamos; después construimos,
con la madera, una pared contra el talud; después apuntalamos la pared con las vigas de fierro.
De esta manera el contrafuerte quedó listo y nuestra casa protegida contra los derrumbes.
Cuando vimos toda la mole apoyada en nuestra barrera, dijimos:
-¡Que San Pedro nos proteja! Ni un terremoto podrá contra nosotros.
Mientras tanto, nuestra casa se había ido llenando de animales. Al comienzo fueron los perros,
esos perros vagabundos y pobres que la ciudad rechaza cada vez más lejos, como a la gente
que no paga alquiler. No sé por qué vinieron hasta aquí: quizás porque olfatearon el olor a
cocina o simplemente porque los perros, como muchas personas, necesitan de un amo para
poder vivir.
El primero llegó caminando por la playa, desde la caleta de pescadores. Mi hijo Toribio, que es
huraño y de poco hablar, le dio de comer y el perro se convirtió en su lamemanos. Más tarde
descendió por la quebrada un perro lobo que se volvió bravo y que nosotros amarrábamos a una
estaca cada vez que gente extraña bajaba a la playa. Luego llegaron juntos dos perritos
escuálidos, sin raza, sin oficio, que parecían dispuestos a cualquier nobleza por el más
miserable pedazo de hueso. También se instalaron tres gatos atigrados que corrían por los
barrancos comiendo ratas y culebrillas.
A todos estos animales, al principio, los rechazamos a pedradas y palazos. Bastante trabajo nos
daba ya mantener sano nuestro pellejo. Pero los animales siempre regresaban, a pesar de todos
los peligros, había que ver las gracias que hacían con sus tristes hocicos. Por más duro que uno
sea, siempre se ablanda ante la humildad. Fue así como terminamos por aceptarlos.
Pero alguien más llegó en esos días: el hombre que llevaba su tienda en un costal.

Llegó en un atardecer, sin hacer ruido, como si ningún desfiladero tuviera secretos para él. Al
principio creíamos que era sordo o que se trataba de un imbécil porque no habló ni respondió ni
hizo otra cosa que vagar por la playa, recogiendo erizos o reventando malaguas. Sólo al cabo de
una semana abrió la boca. Nosotros freíamos el pescado en la terraza y había un buen olor a
cocina mañanera. El extraño asomó desde la playa y quedó mirando mis zapatos.
-Se los compongo -dijo.
Sin saber por qué se los entregué y en unos pocos minutos, con un arte que nos dejó con la
boca abierta, cambió sus dos suelas agujereadas.
Por toda respuesta, le alcancé la sartén. El hombre cogió una troncha con la mano, luego otra,
luego una tercera y así se tragó todo el pescado con tal violencia que una espina se le atravesó
en el pescuezo y tuvimos que darle miga de pan y palmadas en el cogote para desatorarlo.
Desde esa vez, sin que yo ni mis hijos le dijéramos nada, comenzó a trabajar para nuestra finca.
Primero compuso las cerraduras de las puertas, después afiló los anzuelos, después construyó,
con unas hojas de palmera, un viaducto que traía hasta mi casa el agua de las filtraciones. Su
costal parecía no tener fondo porque de él sacaba las herramientas más raras y las que no tenía
las fabricaba con las porquerías del muladar. Todo lo que estuvo malogrado lo compuso y de
todo objeto roto inventó un objeto nuevo. Nuestra morada se fue enriqueciendo, se fue llenando
de pequeñas y grandes cosas, de cosas que servían o de cosas que eran bonitas, gracias a este
8
hombre que tenía la manía de cambiarlo todo. Y por este trabajo nunca pidió nada: se
contentaba con una troncha de pescado y con que lo dejáramos en paz.
Cuando llegó el verano, sólo sabíamos una cosa: que se llamaba Samuel.
En los días del verano, el desfiladero cobraba cierta animación. La gente pobre que no podía
frecuentar las grandes playas de arena, bajaba por allí para tomar baños de mar. Yo la veía
cruzar el terraplén, repartirse por la orilla pedregosa y revolcarse cerca de los erizos, entre las
plumas de pelícano, como en el mejor de los vergeles. Eran en su mayoría hijos de obreros,
muchachos de colegio fiscal en vacaciones o artesanos de los suburbios. Todos se soleaban
hasta la puesta del sol. Al retirarse pasaban delante de mi casa y me decían:
-Su playa está un poco sucia. Debía hacerla limpiar.
A mí no me gustan los reproches pero en cambio me gustó que me dijeran «su playa». Por eso
me empeñé en poner un poco de limpieza. Con Toribio pasé algunas mañanas recogiendo todos
los papeles, las cáscaras y los patillos que, enfermos, venían a enterrar el pico entre las piedras.
-Muy bien -decían los bañistas-. Así las cosas van mejor.
Después de limpiar la playa, levanté un cobertizo para que los bañistas pudieran tener un poco
de sombra. Después Samuel construyó una poza de agua filtrada y cuatro gradas de piedra en la
parte más empinada del desfiladero. Los bañistas fueron aumentando. Se pasaban la voz. Se
decían: «Es una playa limpia en donde nos dan hasta la sombra gratis». A mediados del verano
eran más de un centenar. Fue entonces cuando se me ocurrió cobrarles un derecho de paso. En
realidad, esto no lo había planeado: se me vino así, de repente, sin que lo pensara.
-Es justo -les decía-. Les he hecho una escalera, he puesto un cobertizo, les doy agua de beber
y además tienen que atravesar mi casa para llegar a la playa.
-Pagaríamos si hubiera un lugar donde desvestirse -respondieron.
Allí estaban las antiguas cabinas de baño. Quitamos el hormigón que las cubría y dejamos libres
una docena de casetas.
-Está todo listo -dije-. Cobro solamente diez centavos por la entrada a la playa.
Los bañistas se rieron.
-Falta una cosa. Debe quitar esos fierros que hay en el mar. ¿No se da cuenta que aquí no se
puede nadar? Uno tiene que contentarse con bañarse en la orilla. Así no vale la pena.
-Sea. Los sacaremos -respondí.
Y a pesar de que había terminado el verano y que los bañistas iban disminuyendo, me esforcé,
con mi hijo Pepe, en arrancar los fierros del mar. El trabajo ya lo conocíamos desde que
sacamos las vigas para el talud. Pero ahora teníamos que sacar todos los fierros, hasta aquellos
que habían echado raíces entre las algas. Usando garfios y picotas, los atacamos desde todo
sitio, como si fueran tiburones. Llevábamos una vida submarina y extraña para los forasteros
que, durante el otoño, bajaban a veces por allí para ver de más cerca la caída del crepúsculo.
-¡Qué hacen esos hombres! -se decían- Pasan horas sumergiéndose para traer a la orilla un
poco de chatarra.
En la lucha contra los fierros, Pepe parecía haber empeñado su palabra de hombre. Toribio, en
cambio, como los forasteros, lo veía trabajar sin ninguna pasión. El mar no le interesaba. Sólo
tenía ojos para la gente que venía de la ciudad. Siempre me preocupó la manera como los
miraba, como los seguía y como regresaba tarde, con los bolsillos llenos de chapas de botellas,
de bombillas quemadas y de otros adefesios en los cuales creía reconocer la pista de una vida
superior.

Cuando llegó el invierno, Pepe seguía luchando contra los fierros del mar. Eran días de blanca
bruma que llegaba de madrugada, trepaba por el barranco y ocupaba la ciudad. De noche, los
faroles de la Costanera formaban halos y desde la playa se veía una mancha lechosa que iba
desde La Punta hasta el Morro Solar. Samuel respiraba mal en esa época y decía que la
humedad lo estaba matando.
-En cambio a mí me gusta la neblina -le decía yo-. De noche hay buen temperamento y se goza
tirando del cordel.
Pero Samuel tosía y una tarde anunció que se trasladaría a la parte alta del barranco, a esa
explanada que los camioneros, a fuerza de llevarse el hormigón, habían cavado en pleno
promontorio. A ese lugar comenzó a trasladar las piedras de su nueva habitación. Las escogía
en la playa, amorosamente, por su forma y su color, las colocaba en su costal y se iba cuesta
arriba, canturreando, parándose cada diez pasos para resollar. Yo y mis hijos contemplábamos,
9
asombrados, ese trabajo. Nos decíamos: Samuel es capaz de limpiar de piedras toda la orilla del
mar.
La primera migración de aves guaneras pasó graznando por el horizonte: Samuel levantaba ya
las paredes de su casa. Pepe, por su parte, había casi terminado su trabajo. Tan sólo a ochenta
metros de la orilla quedaba el armazón de una barcaza imposible de remover.
-Con esa no te metas -le decía-. Una grúa sería necesario para sacarla.
Sin embargo, Pepe, después de la pesca y del negocio, nadaba hasta allí, hacía equilibrio sobre
los fierros y buceaba buscando un punto donde golpear. Al anochecer, regresaba cansado y
decía:
-Cuando no quede un solo fierro vendrán cientos de bañistas. Entonces sí que lloverá plata
sobre nosotros.

Es raro: yo no había notado nada, ni siquiera había tenido malos sueños. Tan tranquilo estaba
que, al volver de la ciudad, me quedé en la parte alta del desfiladero, conversando con Samuel,
que ponía el techo de su casa.
-¡Ya vendrán! -me dijo Samuel, señalando unas piedras que había tiradas por el suelo-. Hoy día
he visto gente rondando por aquí. Han dejado esas piedras como señal. Mi casa es la primera
pero pronto me imitarán.
-Mejor -le respondí-. Así no tendré que ir hasta la ciudad a vender el pescado.
Al oscurecer, bajé a mi casa. Toribio daba vueltas por el terraplén y miraba hacia el mar. El sol
se había puesto hacía rato y sólo quedaba un línea naranja, allí muy lejos, una línea que pasaba
por detrás de la isla San Lorenzo e iba hacia los mares del norte. Quizás esa era la advertencia,
la que yo en vano había esperado.
-No veo a Pepe -me dijo Toribio-. Hace rato que entró pero no lo veo. Fue nadando con la sierra
y la picota.
En ese momento sentí miedo. Fue una cosa violenta que me apretó la garganta, pero me
dominé.
-Quizás esté buceando -dije.
-No podría aguantar tanto rato bajo el agua -respondió Toribio. Volví a sentir miedo. En vano
miraba hacia el mar, buscando el esqueleto de la barcaza. Tampoco vi la línea naranja. Grandes
tumbos venían y se enroscaban y chocaban contra la base del terraplén.
Para darme tiempo, dije:
-A lo mejor se ha ido nadando hacia la caleta.
-No -respondió Toribio-. Lo vi ir hacia la barcaza. Varias veces sacó la cabeza para respirar.
Después se puso el sol y ya no vi nada.
En ese momento me comencé a desvestir, cada vez más rápido, más rápido, arrancando los
botones de mi camisa, los pasadores de mis zapatos.
-¡Anda a buscar a Samuel! -grité, mientras me zambullía en el agua. Cuando comencé a nadar
ya todo estaba negro: negro el mar, negro el cielo, negra la tierra. Yo iba a ciegas, estrellándome
contra las olas, sin saber lo que quería. Apenas podía respirar. Corrientes de agua fría me
golpeaban las piernas y yo creía que eran los toyos buscando la carnaza. Me di cuenta de que
no podía seguir porque no podía ver nada y porque en cualquier momento me tropezaría con los
fierros. Me di la vuelta, entonces, casi con vergüenza. Mientras regresaba, las luces de la
Costanera se encendieron, todo un collar de luces que parecía envolverme y supe en ese
momento lo que tenía que hacer. Al llegar a la orilla ya estaba Samuel esperándome.
-¡A la caleta! -le grité- ¡Vamos a la caleta!
Ambos empezamos a correr por la playa oscura. Sentí que mis pies se cortaban contra las
piedras. Samuel se paró para darme sus zapatos pero yo no quería saber nada y lo insulté. Yo
sólo miraba hacia delante, buscando las luces de los pescadores. Al fin me caí de cansancio y
me quedé tirado en la orilla. No podía levantarme. Comencé a llorar de rabia. Samuel me
arrastró hasta el mar y me hundió varias veces en el agua fría.
-¡Falta poco, papá Leandro! -decía- Mira, allí se ven las luces. No sé cómo llegamos. Algunos
pescadores se habían hecho ya a la mar. Otros estaban listos para zarpar.
-¡De rodillas se lo pido! -grité- ¡Nunca les he pedido un favor, pero esta vez se lo pido! Pepe, el
mayor, hace una hora que no sale del mar. ¡Tenemos que ir a buscarlo!
Tal vez hay una manera de hablarle a los hombres, una manera de llegar hasta su corazón. Me
di cuenta, esta vez, que todos estaban conmigo. Me rodearon para preguntarme, me dieron
10
pisco de beber. Luego dejaron en la playa sus redes y sus cordeles. Los que acababan de entrar
regresaron cuando escucharon los gritos. En once barcas entramos. Íbamos en fila hacia
Magdalena, con las antorchas encendidas, alumbrando la mar.
Cuando llegamos a la barcaza, la rodeamos formando un círculo. Mientras unos sostenían las
antorchas, otros se lanzaron al agua. Estuvimos buceando hasta media noche. La luz no llegaba
al fondo del mar. Chocábamos bajo el agua, nos rasguñamos contra los fierros pero no
encontramos nada, ni la picota ni su gorra de marinero. Ya no sentía cansancio, quería seguir
buscando hasta la madrugada. Pero ellos tenían razón.
-La resaca lo debe haber jalado -decían-. Hay que buscarlo mas allá de los bancos.
Primero entramos, luego salimos. Samuel tenía una pértiga que hundía en el mar cada vez que
creía ver algo. Seguimos dando vueltas en fila. Me sentía mareado y como idiota, tal vez por el
pisco que bebí. Cuando miraba hacia los barrancos, veía allá arriba, tras la baranda del malecón,
faros de automóviles y cabezas de gente que miraban. Entonces me decía: «¡Malditos los
curiosos! Creen que celebramos una fiesta, que encendemos antorchas para divertirnos». Claro,
ellos no sabían que yo estaba hecho pedazos y que hubiera sido capaz de tragarme toda el
agua del mar para encontrar el cadáver de mi hijo.
-¡Antes que lo muerdan los toyos! -me repetía, muy despacito- ¡Antes que lo muerdan!
Para qué llorar, si las lágrimas ni matan ni alimentan. Como dije delante de los pescadores:
-El mar da, el mar también quita.
Yo no quise verlo. Alguien lo descubrió, flotando vientre arriba, sobre el mar soleado. Ya era el
día siguiente y nosotros vagábamos por la orilla. Yo había dormido un rato sobre las piedras
hasta que el sol del mediodía me despertó. Después fuimos caminando hacia La Perla y cuando
regresábamos, una voz gritó: «¡Allá está!». Algo se veía, algo que las olas empujaban hacia la
orilla.
-Ese es -dijo Toribio-. Allí está su pantalón.
Entraron varios hombres al mar. Yo los vi que iban cortando las olas bravas y los vi casi sin
pena. En verdad estaba agotado y no podía siquiera conmoverme. Lo fueron jalando entre
varios, lo traían así, hinchado, hacia mí. Después me dijeron que estaba azul y que lo habían
mordido los toyos. Pero yo no lo vi. Cuando estaba cerca, me fui sin voltear la cabeza. Sólo dije,
antes de partir:
-Que lo entierren en la playa, al pie de las campanillas. (Él siempre quiso estas flores del
barranco que son, como el geranio, como el mastuerzo, las flores pobres, las que nadie quiere ni
para su entierro.)
Pero no me hicieron caso. Se le enterró al día siguiente, en el cementerio de Surquillo.
Perder un hijo que trabaja es como perder una pierna o como perder un ala para un pájaro. Yo
quedé como lisiado durante varios días. Pero la vida me reclamaba, porque había muchísimo
que hacer. Era época de mala pesca y el mar se había vuelto avaro. Sólo los que tenían barca
salían al mar y regresaban ojerosos de mañana, cuatro bonitos en su red, apenas de qué hacer
un caldo.
Yo había roto a pedradas la estatua de San Pedro pero Samuel la compuso y la colocó a la
entrada de mi casa. Debajo de la estatua puso una alcancía. Así, la gente que usaba mi
quebrada, veía la estatua y, como eran pescadores, dejaban allí cinco centavos, diez centavos.
De eso vivimos hasta que llegó el verano.
Digo verano porque a las cosas hay que ponerles un nombre. En esta tierra todos los meses son
iguales: quizás en una época hay más neblina y en otra calienta más el sol. Pero, en el fondo,
todo es lo mismo. Dicen que vivimos en una eterna primavera. Para mí, las estaciones no están
en el sol ni en la lluvia sino en las aves que pasan o en los peces que se van o que vuelven. Hay
épocas en las cuales es más difícil vivir, eso es todo.
Este verano fue difícil porque fue triste, sin calor y los bañistas apenas venían. Yo había puesto
un letrero a la entrada que decía: «Caballeros 20 centavos. Damas 10 centavos». Pagaron, es
verdad, pero eran muy pocos. Se zambullían un momento, tiritaban y después se iban cuesta
arriba, maldiciendo, como si yo tuviera la culpa de que el sol no calentara.
-¡Ya no hay fierros! -les gritaba.
-Sí -me respondían-. Pero el agua está fría.
Sin embargo, en este verano pasó algo importante: en la parte alta del barranco comenzaron a
levantar casas.

11
Samuel no se había equivocado. Los que dejaron piedras y muchos más vinieron. Llegaban
solos o en grupos, miraban la explanada, bajaban por el desfiladero, husmeaban por mi casa,
respiraban el aire del mar, volvían a subir, siempre mirando arriba y abajo, señalando, cavilando,
hasta que, de pronto, se ponían desesperadamente a construir una casa con lo que tenían al
alcance de la mano. Sus casas eran de cartón, de latas chancadas, de piedras, de cañas, de
costales, de esteras, de todo aquello que podía encerrar un espacio y separarlo del mundo. Yo
no sé de qué vivía esa gente, porque de pesca no entendía nada. Los hombres se iban
temprano a la ciudad o se quedaban tirados en las puertas de sus cabañas, viendo volar los
gallinazos. Las mujeres, en cambio, bajaban a la orilla, en la tarde, para lavar la ropa.
-Usted ha tenido suerte -me decían-. Usted sí que ha sabido escoger un lugar para su casa.
-Hace tres años que vivo aquí -les respondía-. He perdido un hijo en el mar. Tengo otro que no
trabaja. Necesito una mujer que me caliente por las noches.
Todas eran casadas o amancebadas. Al comienzo no me hacían caso. Después se reían
conmigo. Yo puse un puesto de bebidas y de butifarras, para ayudarme.
Y así pasó un año más.

Agosto es el mes de los vientos y los palomillas corren por los potreros volando las cometas.
Algunos se trepan a las huacas para que sus cometas vuelen más alto. Yo siempre he mirado
este juego con un poco de pena porque en cualquier momento el hilo puede romperse y la
cometa, la linda cometa de colores y de larga cola, se enreda en los alambres de la luz o se
pierde en las azoteas. Toribio era así: yo lo tenía sujeto apenas por un hilo y sentía que se
alejaba de mí, que se perdía.
Cada vez hablábamos menos. Yo me decía: «No es mi culpa que viva en un barranco. Aquí por
lo menos hay un techo, una cocina. Hay gente que ni siquiera tiene un árbol donde recostarse».
Pero él no comprendía eso: sólo tenía los ojos para la ciudad. Jamás quiso pescar. Varias veces
me dijo: «No quiero morir ahogado». Por eso prefería irse con Samuel a la ciudad. Lo
acompañaba por los balnearios, ayudándolo a poner vidrios, a componer caños. Con los reales
que ganaba se iba al cine o se compraba revistas de aventuras. Samuel le enseñó a leer.
Yo no quería verlo vagar y le dije:
-Si tanto te gusta la ciudad, aprende un oficio y vete a trabajar. Ya tienes dieciocho años. No
quiero mantener zánganos.
Esto era mentira: yo lo hubiera mantenido toda mi vida, no sólo porque era mi hijo sino porque
tenía miedo de quedarme solo. Por la tarde no tenía con quién conversar y mis ojos, cuando
había luna, iban hacia los tumbos y buscaban la barcaza, como si una voz me llamara desde
adentro.
Una vez Toribio me dijo:
-Si me hubieras mandado al colegio ahora sabría qué hacer y podría ganarme la vida.
Esa vez le pegué porque sus palabras me hirieron. Estuvo varios días ausente. Después vino,
sin decirme nada, y pasó algún tiempo comiendo mi pan y durmiendo bajo el cobertizo. Desde
entonces, siempre se iba a la ciudad pero también siempre volvía. Yo no quise preguntarle nada.
Algo debía pasar, cuando regresaba. Samuel me lo hizo notar: venía por Delia, la hija del sastre.
A la Delia varias veces la había invitado a sentarse en el terraplén, para tomar una limonada. Yo
la había distinguido entre las mujeres que bajaban porque era redonda, zumbona y alegre como
una abeja. Pero ella no me miraba a mí, miraba a Toribio. Es verdad que yo podía pasar por su
padre, que estaba reseco como metido en salmuera y que me había arrugado todo de tanto
parpadear en la resolana.
Se veían a escondidas en los tantos recovecos del lugar, detrás de las enredaderas, en las
grutas de agua filtrada, porque lo que tenía que suceder sucedió. Un día Toribio se fue, como de
costumbre, pero la Delia se fue con él. El sastre bajó rabioso, me amenazó con la policía, pero
terminó por echarse a llorar. Era un pobre viejo, sin vista ya, que hacía remiendos para la gente
de la barriada.
-A mi hijo lo he crecido sano -le dije, para consolarlo-. Ahora no sabe nada pero la vida le
enseñará a trabajar. Además, se casarán, si se entienden, como lo manda Dios.
El sastre quedó tranquilo. Me di cuenta que la Delia era un peso para él y que toda su gritería
había sido puro detalle. Desde ese día me mandaba con las lavanderas una latita para que le
diera un poco de sopa.

12
Verdad que es triste quedarse sólo, así, mirando a sus animales. Dicen que hablaba con ellos y
con mi casa y que hasta con el mar hablaba. Pero quizás sea mentira de la gente o envidia. Lo
único cierto es que  cuando venía de la ciudad y bajaba hacia la playa, gritaba fuerte, porque me
gustaba escuchar mi voz por el desfiladero.
Yo mismo me hacía todo: pescaba, cocinaba, lavaba mi ropa, vendía el pescado, barría el
terraplén. Tal vez fue por eso que la soledad me fue enseñando muchas cosas como, por
ejemplo, a conocer mis manos, cada una de sus arrugas, de sus cicatrices, o a mirar las formas
del crepúsculo. Esos crepúsculos del verano, sobre todo, eran para mí una fiesta. A fuerza de
mirarlos pude adivinar su suerte. Pude saber que color seguiría a otro o en que punto del cielo
terminaría por ennegrecerse una nube.
A pesar de mi mucho trabajo, me sobraba el tiempo, el tiempo de la conversación. Fue entonces
cuando me dije que era necesario construir una barca. Por eso hice bajar a Samuel, para que
me ayudara. Juntos íbamos hasta la caleta y mirábamos los barcos de los otros. Él hacía
dibujos. Después me dijo qué madera necesitábamos. Hablamos mucho en aquella época. Él me
preguntaba por Toribio y me decía: «Buen chico, pero ha hecho mal en meterse con una mujer.
Las mujeres, ¿para qué sirven? Ellas nos hacen maldecir y nos meten el odio en los ojos».
La barca iba avanzando: construimos la quilla. Era gustoso estarse en la orilla, fumando,
contando historias y haciendo lo que me haría señor del mar. Cuando las mujeres bajaban a
lavar la ropa -¡cada vez eran más!- me decían:
-Don Leandro, buen trabajo hace usted. Nosotras necesitamos que se haga a la mar y nos traiga
algo barato de qué comer.
Samuel decía: -¡Ya la explanada está llena! No entra una persona más y siguen llegando. Pronto
harán sus casas en el mismo desfiladero y llegarán hasta donde revientan las olas.
Esto era verdad: como torrente descendía la barriada.

Si la barca quedó a medio hacer fue porque en ese verano pasaron algunas cosas extrañas.
Fue un buen verano, es cierto, lleno de gente que bajó, se puso roja, se despellejó con el sol y
luego se puso negra. Todos pagaron su entrada y yo vi por primera vez que la plata llovía, como
dijera mi hijo Pepe, el finado. Yo la guardaba en dos canastas, bajo mi cama, y cerraba la puerta
con doble candado.
Digo que en ese verano pasaron algunas cosas extrañas. Una mañana, cuando Samuel y yo
trabajábamos en la barca, vimos tres hombres, con sombrero, que bajaban por el barranco con
los brazos abiertos, haciendo equilibrio para no caerse. Estaban afeitados y usaban zapatos tan
brillantes que el polvo resbalaba y les huía. Eran gentes de la ciudad.
Cuando Samuel los vio, noté que su mirada se acobardaba. Bajando la cabeza, quedó
observando fijamente un pedazo de madera, no sé para qué, porque allí no había nada que
mirar. Los hombres cruzaron por mi casa y bajaron a la playa. Dos de ellos estaban cogidos del
brazo y el otro les hablaba señalando los barrancos. Así estuvieron paseándose varios minutos,
de un extremo a otro, como si estuvieran en el pasillo de una oficina. Al fin uno de ellos se
acercó a mí y me hizo varias preguntas. Luego se fueron por donde habían venido, en fila,
ayudándose unos a otros a salvar los parajes difíciles.
-Esa gente no me gusta -dije-. Tal vez vienen a cobrarme algún impuesto.
-A mí tampoco -dijo Samuel-. Usan tongo. Mala señal.
Desde ese día Samuel quedó muy intranquilo. Cada vez que alguien bajaba por el desfiladero,
miraba hacia arriba y si era algún extraño sus manos temblaban y comenzaba a sudar.
-Me va a dar la terciana -decía, secándose el sudor.
Falso: era de miedo que temblaba. Y con razón, porque algún tiempo después se lo llevaron.
Yo no lo vi. Dicen que fueron tres policías y un patrullero que aguardaba arriba, en la Pera del
Amor. Me contaron que bajó corriendo hacia mi casa y que a mitad del desfiladero, él, que nunca
daba un paso en falso, resbaló sobre el canto rodado. Los cachacos le cayeron encima y se lo
llevaron, torciéndole el brazo y dándole de varillazos.
Esto fue un gran escándalo porque nadie sabía qué había pasado.
Unos decían que Samuel era un ladrón. Otros, que hacía muchos años había puesto una bomba
en casa de un personaje. Como nosotros no comprábamos periódicos no supimos nada hasta
varios días después, cuando, de casualidad, cayó uno en nuestras manos: Samuel, hacía cinco
años, había matado a una mujer con un formón de carpintero. Ocho huecos le hizo a esa mujer
que lo engañó. No sé si sería verdad o si sería mentira pero lo cierto es que si no se hubiera
13
resbalado, si hubiera llegado corriendo hasta mi casa, a mordiscos hubiera abierto una cueva en
el acantilado para esconderlo o lo habría escondido bajo las piedras. Samuel era bueno
conmigo. No me importa qué hizo con los demás.

El perro alemán, que siempre había vivido a su lado, bajó a mi casa y anduvo aullando por la
playa. Yo acariciaba su lomo espeso y comprendía su pena y le añadía la mía. Porque todo se
iba de mí, todo, hasta la barca, que vendí, porque no sabía como terminarla. Viejo loco era yo,
viejo loco y cansado, pero para qué, me gustaba mi casa y mi pedazo de mar. Miraba la barrera,
miraba el cobertizo de estera, miraba todo lo que habían hecho mis manos o las manos de mi
gente y me decía: «Esto es mío. Aquí he sufrido. Aquí debo morir».
Sólo me faltaba Toribio. Pensaba que algún día habría de venir, no importa cuándo, porque los
hijos siempre terminan por venir aunque sea para ver si ya estamos lo bastante viejos y si nos
falta poco para morirnos. Toribio vino justamente cuando yo había empezado a construir un
cuarto grande para él, un lindo cuarto con ventana hacia el mar.
Estaba huesudo y pálido, con esa cara madura que tienen los muchachos que comen mal y no
saben qué hacer de su vida.
-Dame quinientos soles -me dijo-. He perdido un hijo y no quiero que me pase lo mismo con el
que ha de venir.
Luego se fue. Yo no quise retenerlo pero seguí construyendo su cuarto. Lo fui pintando con mis
propias manos. Cuando me cansaba, subía a la barriada y conversaba con la gente. Trataba de
hacer amigos pero todos me recelaban. Es difícil hacer amigos cuando se es viejo y se vive solo.
La gente dice: «Algo malo tendrá ese hombre cuando esta solo». Los pobres chicos, que no
saben nada del mundo, me seguían a veces para tirarme piedras. Es verdad: un hombre solo es
como un cadáver, como un fantasma que camina entre los vivos.

Esos señores del sombrero y de los zapatos de charol vinieron varias veces más y se pasearon
por la playa. Yo no los quería porque los hacía responsables de la suerte de Samuel. Un día les
dije:
-El que me ayudaba a hacer la barca era un buen cristiano. Hicieron mal ustedes en delatarlo.
Razones tendría para matar a su mujer. Ellos se echaron a reír.
-Se confunde usted. Nosotros no somos policías. Nosotros somos de la municipalidad.
Debían serlo porque poco después llegó la notificación. De la barriada bajó una comisión para
mostrármela. Estaban muy alborotados. Ahora sí me trataban bien y me llamaban «Papá
Leandro». Claro, yo era el más viejo del lugar y el más ducho y sabían que los sacaría del apuro.
En el papel decía que todos los habitantes del desfiladero debían salir de allí en el plazo de tres
meses.
-¡Arréglenselas ustedes! -dije- Lo que es a mí, nadie me saca de aquí. Yo tengo siete años en el
lugar.
Tanto me rogaron que terminé por hacerles caso.
-Buscaremos un abogado -dije-. Esta tierra no es de nadie. No pueden sacarnos.
Cuando el abogado vino, nos reunimos en mi casa. Era un señor bajito, que usaba lentes,
sombrero y un maletín gastado, lleno de papeles.
-La municipalidad quiere construir un nuevo establecimiento de baños -dijo-. Necesitan, por eso,
que despejen todo el barranco, para hacer una nueva bajada. Pero esta tierra es del Estado.
Nadie los sacara de aquí.
En seguida nos hizo dar cincuenta soles a cada jefe de familia y se fue con unos papeles que
firmamos. Todos me felicitaban. Me decían:
-¡No sabemos qué nos haríamos sin usted!
En verdad, el abogado nos dio coraje y nosotros estábamos felices.
-Nadie -decíamos-. Nadie nos sacará de aquí. Esta tierra es del Estado.
Así pasaron varias semanas. Los hombres de la municipalidad no regresaron. Yo había acabado
el cuarto de Toribio y le había puesto vidrios en la ventana. El abogado siempre venía para
arengarnos y hacernos firmar papeles. Yo me pavoneaba entre la gente de la barriada, y les
decía:
-¿Ven? ¡No hay que despreciar nunca a los viejos! Si no fuera por mí ya estarían ustedes
clavando sus esteras en el desierto.

14
Sin embargo, en la primera mañana del invierno, un grupo bajó corriendo por la quebrada y entró
gritando en mi casa.
-¡Ya están allí! ¡Ya están allí! -decían, señalando hacia arriba.
-¿Quiénes? -pregunté.
-¡La cuadrilla! ¡Han comenzado a abrirse camino!

Yo subí en el acto y llegué cuando los obreros habían echado abajo la primera vivienda. Traían
muchas máquinas. Se veían policías junto a un hombre alto y junto a otro más bajo, que escribía
en un grueso cuaderno. A este último lo reconocí: hasta nuestras cabañas también llegaban los
escribanos.
-Son órdenes -decían los obreros, mientras destruían las paredes con sus herramientas-.
Nosotros no podemos hacer nada.
Es verdad, se les veía trabajar con pena, entre una nube de polvo.
-¿Órdenes de quién? -pregunté.
-Del juez -respondieron, señalando al hombre alto. Yo me acerqué a él. Los policías quisieron
contenerme pero el juez les indicó que me dejaran pasar.
-Aquí hay una equivocación -dije-. Nosotros vivimos en tierras del Estado. Nuestro abogado dice
que de aquí nadie puede sacamos.
-Justamente -dijo el juez-. Los sacamos porque viven en tierras del Estado.
La gente comenzó a gritar. Los policías formaron un cordón alrededor del juez mientras el
escribano, como si nada pasara, miraba con calma el cielo, el paisaje, y seguía escribiendo en
su cuaderno.
-Ustedes deben tener parientes -decía el juez-. Los que se quedan hoy sin casa, métanse donde
sus parientes. Esto después se arreglará. Lo siento mucho, créanme. Yo haré algo por ustedes.
-¡Por lo menos, déjenos llamar a nuestro abogado! -dije yo- Que no hagan nada los obreros
hasta que no llegue nuestro abogado.
-Pueden llamarlo -contestó el juez-. Pero los trabajos deben continuar.
-¿Quién viene conmigo a la ciudad? -pregunté.
Varios quisieron venir pero yo elegí a los que tenían camisa. Fuimos en un taxi hasta el centro
de la ciudad y subimos las escaleras en comisión. El abogado estaba allí. Primero no nos
reconoció pero después se puso a gritar.
-¡Los juicios se ganan o se pierden! Yo no tengo ya nada que ver. Esto no es una tienda donde
se devuelve la plata si el producto está malo. Esta es la oficina de un abogado.
Discutimos largo rato pero al final tuvimos que regresar. En el camino no hablábamos, no
sabíamos qué decir. Cuando llegamos al barranco, ya el juez se había ido pero seguían allí los
policías. La gente de la barriada nos recibió furiosa. Algunos decían que yo tenía la culpa de
todo, que tenía mis entendimientos con el abogado. Yo no les hice caso. Había visto que la casa
de Samuel, la primera que hubo en el lugar, había caído abajo y que sus piedras estaban tiradas
por el suelo. Reconocí una piedra blanca, una que estuvo mucho tiempo en la orilla, cerca de mi
casa. Cuando la recogí, noté que estaba rajada. Era extraño: esa piedra que durante años el mar
había pulido, había redondeado, estaba ahora rajada. Sus pedazos se separaron de mis manos
y me fui bajando hacia mi casa, mirando un pedazo y luego el otro, mientras la gente me
insultaba y yo sentía unas ganas terribles de llorar.

-¡Allá ellos! -me dije en los días siguientes- ¡Que los aplasten, que los revienten! Lo que es a mi
casa no llegarán fácilmente las máquinas. ¡Hay mucho barranco que rebanar!
Era verdad: la cuadrilla trabajaba sin prisa. Cuando no había vigilancia, dejaban sus
herramientas y se ponían a fumar, a conversar.
-Es una pena -decían-. Pero son órdenes.
A pesar de los insultos, a mí también me daba pena. Fue por eso que no subí, para no ver la
destrucción. Para ir a la ciudad usaba el desfiladero de La Pampilla. Allí me encontraba con los
pescadores y les decía:
-Están echando la barriada contra el mar.
Ellos se contentaban con responder:
-Es un abuso.
Nosotros lo sabíamos, claro, pero ¿qué podíamos hacer? Estábamos divididos, peleados, no
teníamos un plan, cada cual quería hacer lo suyo. Unos querían irse, otros protestar. Algunos,
15
los más miserables, los que no tenían trabajo, se enrolaron en la cuadrilla y destruyeron sus
propias viviendas.
Pero la mayoría fue bajando por el barranco. Levantaban su casa a veinte metros de los
tractores para, al día siguiente, recoger lo que quedaba de ella y volverla a levantar diez metros
más allá. De esta manera la barriada se venía sobre mí, caía todos los días un trecho más abajo,
de modo que me parecía que tendría pronto que llevarla sobre mis hombros. A las cuatro
semanas que empezaron los trabajos, la barriada estaba a las puertas de mi casa, deshecha,
derrotada, llena de mujeres y de hombres polvorientos que me decían, por encima del barandal:
-¡Don Leandro, tenemos que pasar al terraplén! Nos quedaremos allí hasta que encontremos
otra cosa.
-¡No hay sitio -les respondía- Ese cuarto grande que ven allí es para mi hijo Toribio, que vendrá
con la Delia. Además, ustedes nunca me han dado la mano. ¡Reviéntense ahora! ¡Al desierto, a
pudrirse!
Pero esto era injusto. Yo sabía muy bien que las cabinas de baños para mujeres, que eran de
madera, y las cabinas de estera para los hombres, podrían albergar a los que huían. Esta idea
me daba vueltas por la cabeza. Como era invierno, las casetas estaban abandonadas. Pero yo
no quería decir nada, quizás para que conocieran a fondo el sufrimiento. Al fin no pude más.
-Que pasen las mujeres que están encinta (casi todas lo estaban, pues en las barriadas secas,
entre tanta cosa marchita, lo único que siempre florece y está siempre a punto de madurar son
los vientres de nuestras mujeres). ¡Que se metan en los nichos de madera y que aguanten allí!
Las mujeres pasaron. Pero al día siguiente tuve que dejar pasar a los niños y después a los
hombres porque la cuadrilla seguía avanzando, con paciencia, es verdad, pero con un ruido
terrible de máquinas y de farallones que caían. Mi casa se llenó de voces y de disputas. Los que
no tenían sitio se fueron a la playa. Todo parecía un campamento de gente sin esperanza, de
personas que van a ser fusiladas.
Allí estuvimos una semana, no sé para qué, puesto que sabíamos que habrían de llegar. Una
mañana la cuadrilla apareció detrás de la baranda, con toda su maquinaria. Cuando nos vieron,
quedaron inmóviles, sin saber qué hacer. Nadie se decidía a dar el primer golpe de barreta.
-¿Quieren echarnos al mar? -dije- De aquí no pasarán. Todos saben muy bien que esta es mi
casa, que esta  es mi playa, que este es mi mar, que yo y mis hijos lo hemos limpiado todo. Aquí
vivo desde hace siete años y los que están conmigo, todos, son como mis invitados.
El capataz quiso convencerme. Después vino el ingeniero. Nosotros nos mantuvimos firmes.
Éramos más de cincuenta y estábamos armados con todas las piedras del mar.
-No pasarán -decíamos, mirándonos con orgullo.
Durante todo el día las máquinas estuvieron paradas. A veces bajaba el capataz, a veces
subíamos nosotros para parlamentar. Al fin, el ingeniero dijo que llamaría al juez. Nosotros
pensamos que ocurriría un milagro.
El juez vino al día siguiente, acompañado de los policías y otros señores. Apoyado en la
baranda, nos habló.
-Yo voy a arreglar esto -dijo-. Créanme, lo siento mucho. No pueden echarlos al mar, es
evidente. Vamos a conseguirles un lugar donde vivir
-Miente -dije más tarde a los míos-. Nos engañarán. Terminarán por tirarnos a una zanja.
Esa noche deliberamos hasta tarde. Algunos comenzaban a flaquear.
-Tal vez nos consigan un buen terreno -decían los que tenían miedo-. Además los policías están
con sus varas, con sus fusiles y nos pueden abalear.
-¡No hay que ceder! -insistía yo- Si nos mantenemos unidos, no nos sacarán de aquí.
El juez regresó.
-¡Los que quieran irse a la Pampa de Comas que levanten la mano! -dijo- He conseguido que les
cedan veinte lotes de terreno. Vendrán dos camiones para recogerlos. Es un favor que les hace
la municipalidad.
En ese momento me sentí perdido. Supe que todos me iban a traicionar. Quise protestar pero no
me salía la voz. En medio del silencio vi que se levantaba una mano, luego otra, luego otra y
pronto todo no fue más que un pelotón de manos en alto que parecían pedir limosna.
-¡Adonde van no hay agua! -grité- ¡No hay trabajo! ¡Tendrán que comer arena! ¡Tendrán que
dejarse matar por el sol!
Pero nadie me hizo caso. Ya habían comenzado a enrollar sus colchones, rápidamente,
afanosos, como si temieran perder esa última oportunidad. Toda la tarde estuvieron desfilando
16
cuesta arriba, por la quebrada. Cuando el último hombre desapareció, me paré en medio del
terraplén y me volví hacia la cuadrilla, que descansaba detrás de la baranda. La miré largo rato,
sin saber qué decirle, porque me daba cuenta que me tenían lástima.
-Pueden comenzar -dije al fin, pero nadie me hizo caso. Cogiendo una barreta, añadí:
-Miren, les voy a dar el ejemplo.
Algunos se rieron. Otros se levantaron.
-Ya es tarde -dijeron-. Ha terminado la jornada. Vendremos mañana.
Y se fueron, ellos también, dejándome humillado, señor aún de mis pobres pertenencias.

Esa fue la última noche que pasé en mi casa. Me fui de madrugada para no ver lo que pasaba.
Me fui cargando todo lo que pude, hacia Miraflores, seguido por mis perros, siempre por la playa,
porque yo no quería separarme del mar. Andaba a la deriva, mirando un rato las olas, otro rato el
barranco, cansado de la vida, en verdad, cansado de todo, mientras iba amaneciendo.
Cuando llegué al gran colector que trae las aguas negras de la ciudad, sentí que me llamaban.
Al voltear la cabeza divisé a una persona que venía corriendo por la orilla. Era Toribio.
-¡Sé que los han botado! -dijo- He leído los periódicos. Quise venir ayer pero no pude. La
Delia espera en el terraplén con nuestros bultos.
-Anda vete -respondí-. No te necesito. No me sirves para nada.
Toribio me cogió del brazo. Yo miré su mano y vi que era una mano gastada, que era ya una
verdadera mano de hombre.
-Tal vez no sirva para nada pero tú me enseñarás.
Yo continuaba mirando su mano.
-No tengo nada que enseñarte -dije-. Te espero. Ve por la Delia. Había bastante luz cuando los
tres caminábamos por la playa. Buen aire se respiraba pero andábamos despacio porque la
Delia estaba encinta. Yo buscaba, buscaba siempre, por uno y otro lado, el único lugar. Todo me
parecía tan seco, tan abandonado. No crecía ni la campanilla ni el mastuerzo. De pronto, Toribio,
que se había adelantado, dio un grito:
-¡Mira! ¡Una higuerilla! Yo me acerqué corriendo; contra el acantilado, entre las conchas blancas,
crecía una higuerilla. Estuve mirando largo rato sus hojas ásperas, su tallo tosco, sus pepas
preñadas de púas que hieren la mano de quien intenta acariciarlas. Mis ojos estaban llenos de
nubes.
-¡Aquí! -le dije a Toribio- ¡Alcánzame la barreta! Y escarbando entre las piedras, hundimos el
primer cuartón de nuestra nueva vivienda. 

17
El breve retorno de Florence este otoño
Alfredo Bryce Echenique

A Lizbeth Schaudin y Hermann Braun

No podía creerlo. No podía creerlo y me preguntaba si en el fondo no había esperado siempre


que algo así me ocurriera con Florence. El recuerdo que había guardado de ella era el de horas
de ésas felices, pero felices a mi modo, como a mí me gustan. Y tal vez el trozo de soñador que
aún queda en mí había creído firmemente, intermitentemente, puede ser, qué importa, que de
todos modos algún día la volvería a encontrar. Reconozco haber pasado largas temporadas sin
recordarla conscientemente, sin pensar en aquello como algo realmente necesario, pero también
recuerdo decenas de caminatas por aquella calle, deteniéndome largo rato ante su casa, ante
aquel palacio que fuera residencia de madame de Sevigné, y que por los años del destartalado
colegito en que conocí a Florence, era ya el museo Carnavelet, pero también, en un sector, la
residencia de Florence y de su familia. En 1967, cuando mi madre vino a verme a París, la llevé
a visitar ese museo, y juntos nos detuvimos ante una escalera que llevaba al sector habitado,
mientras yo le hablaba un poco de Florence, de los años en que fui su profesor, de cómo
jugábamos en la nieve, y como mi madre iba entendiendo, le hablé también de todas esas cosas
que en el fondo no eran nada más que cosas mías.
Pero de ahí no pasó el asunto, principalmente porque yo ya estaba bastante grandecito para
subir a tocarle la puerta a una muchacha que se había quedado detenida casi como una niña, en
mis recuerdos de adulto. Y sin embargo... Y sin embargo no sé qué, no sé qué pero yo seguí
creyendo muchos años más en un nuevo encuentro con Florence. Y ahora que lo pienso, tal vez
por eso escribí sobre ella guardando muchos datos, el lugar, mi nacionalidad, nuestros juegos
preferidos, y hasta nombres de personas que ella podría reconocer muy fácilmente. Sí, a lo
mejor escribí aquel cuento llevado por la vaga esperanza de que algún día lo leyera y me
buscara por todo lo que sobre ella decía en él, a lo mejor lo escribí, en efecto, como una manera
vaga, improbable, pero sutil, de llamarla, de buscarla, en el caso de que siguiera siendo la
misma Florence de entonces, la bromista, la alegre, la pianista, la hipersensible. No puedo
afirmarlo categóricamente pero la idea me encanta: Un hombre no se atreve a buscar a una
persona que recuerda con pasión. Han pasado demasiados años desde que dejaron de verse y
teme que haya cambiado. En realidad le teme más a eso que a las diferencias de edad, fortuna,
etc. Escribe un cuento, lo publica en un libro, lo lanza al mar con una botella que contiene otra
botella que contiene otra botella que... Si Florence ve el libro y se detiene ante él, es porque
reconoce el nombre de su autor. Si Florence compra el libro es porque recuerda al autor y le da
curiosidad. Si Florence lee el cuento y me llama es porque se ha dado el trabajo de buscar mi
nombre y mi dirección, porque me recuerda mucho, y porque el cuento puede seguir, pero aquí
en mi casa, esta vez. La idea es genial, posee su gota de maquiavelismo, ma contenutissimo,
pas d’ofense, Florence, aunque tiene también su lado andante ma non troppo, ten paciencia,
Hortensia. La idea es, en todo caso, literaria, y está profundamente de acuerdo con el trozo de
soñador que queda en mí, me encanta. Salud, James Bond. Pero a James Bond no le habría
conmovido, chaleco antibalas, tecnócrata, etc. Cambio de intención, y brindo por el inspector
Philip Marlowe. Y como él, me siento a morirme de aburrimiento en el destartalado chesterfield
de mi oficina, pensando en los años que llevo sin ver a Florence, porque ello me ayuda a llevar
la cuenta de los años que llevo sin ver alegría mayor alguna entrar por mi puerta. No más James
Bond, no más Philip Marlowe, El viejo y el mar es el hombre.
Un día sucedió todo. Y de todo. Qué sé yo. No podía creerlo y tardé un instante en comprender,
en captar, en reconocer la fingida voz ronca con que me estaba resondrando por ser yo tan
estúpido, por no haberla reconocido desde el primer instante. Finalmente Florence me gritó que
su casa estaba llena de botellas. Le grité ¡Escritora!, ¡premio Nobel!, y terminamos convertidos,
telefónicamente, en los personajes de esta historia.
Después, claro, a la vida le dio por joder otra vez, aunque yo le anduve haciendo quite tras quite.
Ella también, es la verdad. Por eso seguirá siendo siempre Florence W. y Florence. En voz baja,
y con tono desencantado, debo decir ahora que Florence se había casado. Y debo añadir,
aunque ya no sé en qué tono, que la boda fue hace un mes, tras un brevísimo romance a
primera vista, o sea que hace unos tres meses, digamos... No, no digamos nada. La boda fue
hace un mes y punto. El afortunado esposo (podría llamarlo simplemente «el suertudo», pero la
18
cursilería esa de afortunado esposo es la que mejor le cae a esta raza de energúmenos cuya
única justificación es la de saber llegar a tiempo) es un hombre mucho más joven que yo,
médico, deportista y sumamente inteligente. La verdad, le tomé cariño y respeto, y con más
tiempo pudimos llegar a ser amigos, pero no hubo mucho más tiempo porque yo me fui antes de
que la historia empezara a perder ángel o duende o como sea que se le llame a eso que le quita
todo encanto a las historias. En el amor como en la guerra... En fin, me fui como quien se
desangra. No había sido nunca mi intención ese cariño que sentí brotar por Florence, aquella
noche en su casa; ni siquiera cuando me llamó por teléfono, creo. Si deseé tantos años un
nuevo encuentro fue porque me gusta apostar que hay gente que no cambia nunca. Gané, claro,
pero acabé yéndome así, como dijo el gaucho.
Bueno, pero démosle marcha atrás a la historia, que eso sí se puede hacer en los cuentos. Aquí
estoy todavía, dando de saltos en el departamento, y sin importarme un pepino que Florence se
acaba de casar hace un mes. Su ronquera me hacía reír a carcajadas. ¡Ah!, Florence no
cambiaría nunca. Como no entendía de parte de qué Florence era, fingió esa ronquera para
darme de gritos por teléfono y acusarme de todo, de falta de optimismo, de falta de fantasía, de
todo. ¡Florence no había cambiado! Me esperaba mañana, no, mañana no, ¡esta misma noche te
espero porque estoy temblando de ganas de verte! ¡Hasta mañana no aguanto! ¡No puede ser
verdad! ¡Pero es verdad y yo también he soñado con volver a verte! ¿Te acuerdas del colegio?
¿Te acuerdas cuando se suicidó mi hermana? ¡Creo que gracias a ti se nos fue quitando la pena
en casa! ¡Diario llegaba yo y les contaba todo lo que tú contabas! ¡En casa empezaron a reír de
nuevo...! ¡Otro día..., mañana, mañana mismo, así nos vemos hoy y mañana te llevo a ver a mis
padres! ¡Siempre quisieron conocerte! ¡Van a estar felices cuando sepan que todavía andas por
acá! ¡Ya vas a ver! ¡Te van a invitar mil veces! ¡Pero más todavía te vamos a invitar Pierre y yo!
¡He tratado de traducirle el cuento a Pierre! ¡Lo inquieta, no logra entender, es imposible que
logre entender! ¡Es como si fuera algo sólo nuestro! ¡Me has hecho vivir de nuevo esos años y
estoy feliz! ¡Es muy explicable que Pierre no entienda! ¡Fueron cosa nostra esos años! ¡Pero no
te preocupes por lo de Pierre! ¡Yo lo adoro y tú vas a quererlo también! ¡Le voy a decir a Pierre
que no me reconociste en el teléfono! ¡Sí, pero tardaste! ¡Te mato la próxima vez! ¡Bueno, yo
siempre soy tan debilucha pero Pierre te mata la próxima vez!
Yo seguía saltando horas después. Claro, lo de Pierre no era como para tanto salto, pero al
mismo tiempo qué me hacía con Pierre si paraba de saltar. Además, Florence era la misma, sólo
a ella se le hubiese ocurrido fingir esa ronquera para darme de gritos por no haberla reconocido
en el acto. Y ahora que recuerdo mejor, fue por eso que dejé de dar brincos como un imbécil. ¿Y
yo? ¿Seguía siendo el mismo? Eran diez años sin verla. Diez años también sin que ella me viera
a mí. Y en el cuento me había descrito visto por ella, como ella me vio entonces. Un tipo
destartalado, con un abrigo destartalado, que vivía en un mundo destartalado. ¿Y cómo la vi yo a
ella? A pesar de los contactos, que fueron tan breves como tiernos, Florence era una
adolescente inaccesible, casi una niña aún, un ser inaccesible que regresaba cada día al palacio
de madame de Sevigné. Había llegado, pues, el momento para una gran fantasía. Yo deseaba
ser feliz, y ya por entonces había aprendido a conformarme con que esas cosas no duran
mucho. Me vestí para un palacio.
Total que el que aterrizó esa noche ante el departamento de Florence era una especie de todo
esto, encorbatado al máximo, y oculto el rostro tras un sorprendente ramo de flores, a ver qué
pasaba cuando le abrieran y sacara la carota de ahí atrás. Estaba viviendo una situación
exagerada, pero yo ya sé que de eso moriré algún día. Lúcido, eso sí, como esa noche ante el
departamento de Florence y notando ciertos desperfectos. El barrio no tenía nada que ver con el
barrio en que vivía antes. La calle tampoco, el edificio mucho menos, y ni qué decir de la
escalera... Por esa escalera jamás había subido un tipo tan elegante como yo, y yo no era más
que una visión corregida, al máximo eso sí, pero corregida, del individuo de mi cuento anterior.
¿Qué demonios estaba ocurriendo? ¿Qué había fallado? No podía saberlo sin tocar antes. Pero
en todo caso yo seguía temblando oculto tras las flores como si no pasara nada. Es lo que se
llama tener fe.
Y así hasta que ya fue demasiado tarde para todo. Si las flores que traía eran precisamente las
que Florence detestaba, ya las tenía en una mano y la otra en el timbre. Si el nudo de la corbata
se me había caído al suelo, ya tenía una mano ocupada con las flores y la otra en el timbre. Si
Florence me iba a encontrar absolutamente ridículo, ya tenía las flores en la derecha y la
izquierda en el timbre. Lo mismo si Florence se había casado con Pierre: la derecha en las
19
flores, la izquierda en el timbre. Abrió. Estuvo no sé cuánto rato no pasando nada cuando me
abrió. Yo había puesto la cara a un lado de las flores para que me viera de una vez por todas, y
al verla me pregunté qué habría sido del elegantísimo mayordomo árabe de mi cuento anterior.
Increíble, seguía notando desperfectos y seguía también lleno de fe, aunque Florence no se
sacaba el cigarrillo barato de la comisura de los labios por nada de este mundo y ni por asombro
era Florence. Hasta que me equivoqué. Y todo, realmente todo empezó a funcionar cuando
apareció su sonrisa y me preguntó si había hecho un pacto con el diablo o qué. Soltamos la risa
al comprender juntos que ella ya no era la chica de quince años sino una mujer de veinticinco y
que yo ya no era el viejo profesor de veinticinco años sino un hombre metido hasta el enredo en
una situación exagerada. Por ahí, por el fondo, por donde tenía que aparecer, empezó a
aparecer Pierre. No sé si Florence, pero yo sí comprendí que nos quedaban sólo segundos.
—Carga esto que pesa mucho —le dije, entregándole el ramo.
Y ahora era Florence la que estaba oculta tras las flores.
—Entra —me dijo—, no te vas a quedar ahí parado el resto de la vida.
Quise abrazar a Pierre, pero claro, todavía no lo conocía, y los franceses son más bien parcos
en estas situaciones. No quise pues pecar de sentimental, y me limité a darle la mano,
mostrando eso sí un enorme interés por todas las ramas de la medicina que practicaba. Aún no
practicaba ninguna, se acababa de graduar de médico y ni siquiera tenía consultorio todavía.
Pero practicarás, le dije, practicarás, y ya verás como todo en adelante, como todo en adelante...
Cambié a deportes. Florence me había dicho que Pierre era muy deportista, o sea que cambié a
deportes y me interesé profundamente por todas las ramas del deporte que practicaba. Me dijo
que sólo tenis, y últimamente muy de vez en cuando, era muy difícil en París, no había tiempo
para nada, y además con la tesis de medicina. Practicarás, le dije, practicarás, y ya verás como
todo en adelante, como todo en adelante...
—¡Tiene una raqueta de tenis y una tesis de medicina! —gritó Florence, en un esfuerzo
desesperado por aliviarme tanto sufrimiento.
Quedó agotada, y el cigarrillo barato empezó a notársele más que nunca en la comisura de los
labios. Además, la ronquera que fingió en el teléfono resultó ser su voz a los veinticinco años. El
grito me convenció, era algo que yo no había querido aceptar. Y sin embargo, ahora... ¡Ah!, si
tuviera que seguir escribiendo toda la vida sobre Florence... Ya no podría ser más que con la voz
con que te quedaste agotada tras el grito, Florence. Bueno, le tocaba a Pierre.
—¿Por qué no se sientan? —nos dijo—, descansen un poco mientras les traigo algo de beber.
Casi lo abrazo, pero preferí obedecerlo como a un médico, y sentarme como en un consultorio.
Florence cayó en el mismo sofá, fumando como una loca. Pierre se fue a buscar vasos, hielo, y
una jarra de sangría a la cocina, porque todo esto ya no tenía nada que ver con el palacio de
madame de Sevigné. No sé si Florence, pero yo sí comprendí que nos quedaban sólo segundos.
—¡Grita de nuevo! —le grité.
—¡Cállate! —me gritó.
—Niños, esténse quietos —dijo Pierre, desde la cocina.
—¡Cállate! —le gritó Florence.
—¿No pueden estarse quietos un momento?
Eso fue el hijo de puta de Pierre, otra vez. Florence se agarró toda la cabellera larga, rubia,
rizada, y se la trajo a la cara, para desaparecer. Me preocupaba mucho pensar que el cigarrillo
seguía ardiendo ahí abajo, y empecé a obrar en ese sentido, acercándome bomberamente, y
alejándome no bien me di cuenta de que me estaba acercando a Florence. Opté por la palabra.
—Regresa —le dije, con voz que no se oyera hasta la cocina—. Tengo miedo de que te quemes
el pelo.
—Aquí se ha apagado todo con mis lágrimas —dijo Florence, riéndose con una risa nerviosa que
no se oyera hasta la cocina.
—¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? —pregunté, puesto que había optado por la palabra.
Confieso que ésta es la frase más estúpida que he pronunciado en mi vida. No supe qué hacer
con ella, hasta ahora no sé qué hacer con ella, pero la incluyo porque me la tengo merecida.
Optar por la palabra. Mira a lo que lleva. ¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? Me la tengo
merecida. Tremendo manganzón. ¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? Pensar que sólo con
tres palabras, de las cuales una, Florence, se puede decir una estupidez semejante. Pues eso
hice yo, y cuando nos quedaban sólo segundos.

20
Lo que sigue se lo dejo al psicoanálisis. ¿De dónde se me ocurrió una cosa así? ¿A quién se le
ocurre? Hasta me había olvidado del asunto cuando Pierre nos dijo que nos sentáramos, que
nos iba a traer un trago, pero no bien empecé a sentir algo frío en la nalga izquierda, recordé con
horror que me había traído la petaca llena, mi petaquita finísima de Gucci, que hace juego con
mi portadocumentos y mi billetera, la botellita forrada en cuero y que contiene trago sólo para
dos. Para la interpretación de los sueños, el asunto. Sólo a mí se me ocurre. Y sólo a mí me
ocurre que se empiece a vaciar en el bolsillo. La tapé mal, me dije, moviendo ligeramente el culo,
lo cual sólo sirvió para que me mojara un poquito más. Total que cuando Pierre regresó de la
cocina ya no debía quedar más que un trago en la petaquita.
—Mira, Pierre —le dije—: Tenía en casa un poco de whisky sensacional. Esto sólo se consigue
en Escocia —y saqué como pude la petaca chorreada del bolsillo.
—¡A beberlo! —gritó Florence.
—Es que sólo me quedaba para uno —dije—. Y lo he traído con la intención de que lo pruebe
Pierre.
—¿Y no se te ocurrió que a mí también me podría interesar? —gruñó Florence, resentidísima.
Me hubiera gustado que nos quedaran sólo segundos, para explicarle lo inexplicable, pero ahí
estaba Pierre, y ya se había apropiado de la petaca. Me lo agradeció mucho, el muy imbécil, y
empezó a servirse.
—Aquí hay más de una dosis. Aquí hay dosis y media.
—Bébetela toda —dijo Florence—. Nosotros tomaremos la sangría. Tenemos lo suficiente para
emborracharnos mientras el muy egoísta de Pierre se toma tu whisky.
Esto último lo dijo mirándome fijamente, y agarrándose de nuevo la cabellera, ya bastante
desgreñada, para traérsela a la cara. Pero sólo un poco, esta vez, para desaparecer un poco
solamente. Pierre le dio un beso donde pudo, Florence dio un beso donde pudo, porque Pierre
ya se estaba sentando en el sillón de enfrente, y yo alcé mi copa y dije: ¡Salud!, pensando
palomos, tórtolos de mierda.
—¡Salud! —dijo Florence, alzando demasiado su copa.
—Salud —repetí yo, alzando demasiado mi copa.
—Salud —dijo Pierre, alzando mi whisky, y añadiendo—. Paren ya de temblar, relájense, se les
va a derramar todo.
—En mi caso —dije, dejando establecido—, se trata de la enfermedad de Parkingson. Nací con
la enfermedad de Parkinson.
Florence emitió un gemido y salió disparada a la cocina. Yo dije que se le estaba quemando
algo, Pierre me sonrió afirmativamente, y yo repetí que a Florence se le estaba quemando algo,
a ver si me volvía a sonreír afirmativamente. Me dijo que mi whisky estaba excelente.
Pierre tenía, por lo menos, diez años menos que yo. Eso lo capté de pronto, y de pronto también
empecé a sentir la necesidad de confesarle algo, necesitaba decirle que en la petaca había
habido whisky para dos, whisky para los dos, no para ti, Pierre. Me sentí indefenso, no
encontraba odio por ninguna parte, y lo peor de todo era que Florence me estaba llamando
desde la cocina. Opté por no escucharla, puse cara de no estar escuchando nada, empecé a
beber más y más sangría, le serví sangría a Pierre para cuando acabara su whisky, seguí
poniendo cara de no estar escuchando nada, y casi digo que si me estaba llamando era porque
se le estaba quemando algo, a ver si Pierre me volvía a sonreír afirmativamente. Porque
Florence realmente me estaba llamando a gritos desde la cocina.
—Llévale su vaso —me dijo, sonriendo afirmativamente.
Estuve a punto de decirle ¿y qué va a ser de ti, mientras tanto?, pero el aventurero que hay en
mí optó por el silencio. Desgarrado, y con la petaca vacía nuevamente en el bolsillo mojado, me
dirigí a la cocina con dos vasos llenos de sangría. Entré como soy, por eso no podré saber
nunca qué cara tenía cuando entré a la cocina con dos tragos tembleques. Sólo sé que conmigo
venían también el soñador y el observador que hay en mí, aunque recordaré siempre que este
último le cedió definitivamente el paso a aquél, al llegar a la puerta y encontrar a Florence con un
cucharón en la mano. Llevaba siglos esperándome, y esta vez sí es verdad que tenía lágrimas
en los ojos.
—¿Qué es lo que se ha quemado? —le pregunté, con voz que se oyera hasta donde estaba
Pierre.
—Nada, no se ha quemado nada, y todo está requetelisto.
—Hay que avisarle a Pierre que no se ha quemado nada.
21
Florence me pidió que le entregara los dos vasos, los puso sobre la mesa, y se acercó para
abrazarme. No, no hubo besos ni nada de eso. Yo lo único que sentía eran sus brazos, con
fuerza, y sus mejillas húmedas, y me imagino que ella también eso era lo único que sentía.
Tampoco sé cuánto duró pero perdimos el equilibrio varias veces y sólo una vez logramos decir
algo cuando tratamos de decir algo.
—Mira —me dijo—, quiero que sepas que pase lo que pase, que por más tonterías que diga, que
por más que meta la pata, que por más que parezca que esta noche se derrumba...
Apreté fuertísimo.
—Aquí lo único que se derrumba soy yo, Florence. Pierre es un santo.
Florence apretó lo más fuerte que pudo al oírme hablar tan bien de Pierre.
Y, por supuesto, ahora le tocaba a Pierre. Nos llegó su voz desde el otro lado.
—A ver si comemos algo, Florence. Me muero de hambre.
—Florence, ¿por qué no le dices al Papa que pare ya de bendecir? Se pasa la vida
bendiciéndonos el tipo.
Soltamos.
Durante la comida me fui enterando de que Florence me había preparado sus platos especiales,
y de que a Pierre le gustaba tanto el vino como a mí. De otra manera no podría explicarse que
comiéramos y bebiéramos tanto, esa noche. Me enteré también de que la ronquera de Florence
se perdía en los años en que había empezado a fumar dos paquetes diarios de tabaco barato,
negro, y sin filtro, y que lo del piano se había ido quedando relegado a muy de tarde en tarde.
Florence ya no era una pianista como en el cuento que yo había escrito sobre ella. En realidad,
no sé qué quedaba ya de Florence, ni ella misma hubiera podido decir qué quedaba ya de
Florence. Y sin embargo seguí comiendo y bebiendo como un burro y con la absoluta seguridad
de haberle ganado mi apuesta a la realidad. Y es que no hubo un solo instante en que Florence
hubiese cambiado, ni siquiera sentada en esa mesa y en ese departamento medio destartalados.
Pero ¿qué había sido del palacio?, ¿qué demonios hacía viviendo con Pierre en un
departamento así? No sé en qué momento logré hacer esas preguntas que tanta risa le dieron a
Florence, pero lo cierto es que Pierre, que era el encargado de la lógica esa noche, y que hasta
permitió que ella y yo nos declaráramos la guerra a servilletazos, imitando nuestras peleas en el
colegio de mi cuento, Pierre, que también permitió que Florence me tocara música de Erik Satie
y de Fafa Lemos sobre el mantel, mientras que yo le corregía la posición de las manos, porque
así no tocaba una buena pianista, y ella las volvía a poner mal para que yo se las volviera a
corregir, Pierre, Pierre, no hay otra cosa que decir sobre Pierre, Pierre se encargó de aclararlo
todo.
—No vamos a seguir viviendo a costa de sus padres, ¿no? Yo acabo de graduarme y no gano
casi nada, por el momento. Hemos alquilado este departamento hasta que encuentre un trabajo
estable. Mi idea es encontrar con el tiempo un departamento mucho más grande, donde pueda
también abrir mi consultorio.
—Ya ves, no quiere perderme de vista un solo instante.
—Hace bien, Florence.
Pierre bendijo ese par de idioteces, pero ya Florence y yo habíamos quedado en que la noche
no se derrumbaba por nada de este mundo. Hasta habíamos comentado mi frase inmortal:
¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? Florence me dijo que sí, que en efecto se había muerto
de vergüenza ajena al oírmela decir, y aprovechó la oportunidad para soltar la carcajada que se
había tragado entonces. Peleamos a muerte, pero Pierre nos hizo amistar. Al pobre Pierre lo
estábamos metiendo de cabeza en mi cuento anterior, lo estábamos metiendo en asuntos que
no le concernían en lo más mínimo. Yo había llegado al punto de confesar lo de mi petaquita,
tratando, eso sí, de aclarar que había sido sin segunda intención, que había sido psicoanalítico
en todo caso, y narrando con lujo de detalles lo mal que la pasé mientras se me iba derramando
en el bolsillo. ¡Felizmente!, gritó Florence, mirándome y soltando la carcajada, confesando que
ella también las había pasado pésimo al ver la mancha en el sofá, había creído que se trataba
de otra cosa. ¡Felizmente!, volvió a gritar, sin poder contener la risa. Por fin, hacia el postre,
confesé que me había vestido para cenar con madame de Sevigné, y Pierre a su vez confesó
que ellos se habían vestido para comer con el profesor de mi cuento, algo más destartalado sin
duda ahora por diez años más de penurias en París.
—La idea fue de Florence —siguió confesando Pierre—. A mí me dijo que me pusiera la ropa
que uso cuando arreglo mi motocicleta.
22
Se ganó un manotazo de Florence. Yo, en cambio, me gané las dos manos de Florence
apretando fuertísimo el antebrazo de terciopelo negro de mi saco, mientras me clavaba los ojos
de cuando nos quedaban sólo segundos.
Y cuando terminamos de comer, Florence decidió que había llegado el momento de que le
leyera el cuento, quería escuchar el cuento leído por mí. Fue a traerlo, mientras yo volvía a
sentarme sobre mi mancha en el sofá, y Pierre en el sillón de enfrente, cada uno con su copa de
vino en la mano. Había algo extraño en el ambiente cuando Florence regresó apretando con
ambas manos el libro contra su pecho. Yo, en todo caso, empecé a sentirme bastante mal y tuve
la impresión de que la mirada siempre sonriente de Pierre no bastaba esta vez para que todo
pareciera normal. Florence estaba temblando, pero de pronto como que decidió que ahí no
pasaba nada y me entregó el cuento. Empieza a leer, me dijo, tirándose sobre la alfombra, de tal
manera que su cabeza y sus brazos llegaban hasta mis rodillas, mientras que con los pies podía
darle siempre pataditas a Pierre para que se quedara tranquilo. Pero ahí nadie se quedaba
tranquilo.
Leer fue como si nos quedaran nuevamente sólo segundos. Pero por última vez, ahora. Sí, fue la
última vez, y los dos estuvimos muy conscientes de eso. Leer fue escuchar a Florence y reír y
juguetear como en ese cuento, como en éste, también, ahora que lo escribo. Fue escuchar sus
aplausos y recibir las caricias que me hacía en las rodillas, cada vez que en mi lectura me refería
a ella como a un ser inolvidable. Fue recibir sus golpes y castigos cada vez que me refería a ella
como a un ser insoportable. A Pierre le seguían lloviendo pataditas, y eso me tranquilizaba, pero
hacia el final, al acercarme al desenlace, Florence estuvo escuchando unos instantes inmóvil.
Apoyó la cabeza sobre mis rodillas, cogió mi mano derecha entre las suyas, y permaneció
inmóvil hasta que terminé de leer.
—Ahora dedícamelo —dijo. Seguía sin moverse—. Dedícamelo, por favor.
—Bueno, pero vas a tener que soltarle la mano porque no creo que sea zurdo —dijo Pierre.
Me soltó la mano, mirándome con demasiada tristeza, con algo de agotamiento, como si
estuviera regresando, como si le costara trabajo regresar de algún lugar lejano y cómodo.
Entonces yo le cogí las manos, pero solté, y ella también me las volvió a coger un instante y
también soltó de nuevo. Todo pésimamente mal hecho, con la habitación dándome vueltas por
todas partes, y de pronto con Pierre más que nunca en el sillón de enfrente. Florence sacudió la
cabeza con toda el alma, y se fue gateando a buscarlo. Le tocaba a Pierre que, por supuesto, ya
tenía listo el bolígrafo con que yo iba a dedicarle el cuento a Florence. Terminó
emborrachándome el desgraciado con su sangre fría. Y cuando me arrojó suave, bombeadito, el
bolígrafo, desde el sillón de enfrente, donde Florence le abrazaba las piernas, a mí llegó un
bolígrafo que, eso sí, mi honor emparó perfecto, desde un sillón a mi derecha y otro sillón a mi
izquierda y un montón de sillones más donde Florence también le abrazaba las piernas.
Seguía dedicándole el libro a Florence cuando me desperté el día siguiente, tardísimo, y
recordando que estuve horas y horas dedicando y dedicando por todos los espacios en blanco
que tenía el libro, hasta en la cubierta del libro dediqué algo. Creo, no, no creo, estoy seguro de
que cada una de las mil frases que escribí estuvo a la altura de mi frase inmortal.
¿Emocionada?, ¿emocionada... Florence? Y tenía un dolor de cabeza exagerado hasta para
quien le ha tocado vivir una situación exagerada, aunque aquello no impidió que me diera
desesperados cabezazos contra la almohada. ¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? Pasé a
la historia, sentía que había pasado a la historia, estaba sintiendo que había pasado a la historia,
cuando sonó el teléfono. Florence, por supuesto, para decirme que no había pasado nada, y
para quedarse callada luego un rato largo. Casi le aseguro que en todo caso yo no me acordaba
de nada, pero ella no había cambiado y ahora era ya una mujer y también maravillosa.
—¿Quieres que cuelgue primero? —le dije, y colgué. París, 1979

23
El árbol
María Luisa Bombal

A Nina Anguita, gran artista, mágica amiga que supo dar vida y realidad a mi árbol imaginado;
dedico el cuento que, sin saber, escribí para ella mucho antes de conocerla. El pianista se
sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala
declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una
frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente
caprichosa. «Mozart, tal vez» —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el
programa. «Mozart, tal vez, o Scarlatti...» ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese
oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas,
como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban
a primera vista, en tanto que ella... Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La
razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido
aprender la llave de Fa, jamás. «No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la
llave de Sol». ¡La indignación de su padre! «¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo
con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es re-
tardada esta
Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin
a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse
el día declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que
no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gus- tan
las muñecas a los dieciséis años, que juegue». Y Brígida había conserva- do sus muñecas y
permanecido totalmente ignorante. ¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente
quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica!
Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora. Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva
por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella
está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto
sobre el hombro. —Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu ex
marido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco. Pero ella no contesta, no se detiene, sigue
cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles. Altos
surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus tren- zas castañas que desatadas
le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes.
Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del
mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. «Es tan tonta como linda»
decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni «planchar» (1) en los bailes. Una a una iban
pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie. ¡Mozart! Ahora le brinda una
escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le
abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el
amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él
la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos
y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso
(¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. «Eres un collar —le decía Luis.
Eres como un collar de pájaros». Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel
hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y
perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis
por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de
pronto... Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo
segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el
puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la
falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la
deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la
llama de las luces artificiales.
De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor. Y ahora Beethoven empieza a remover
el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida
se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el
mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va
24
empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un
hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis. —No tienes corazón, no tienes
corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino
rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en
la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te
has casado conmigo? —Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y
ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese
pelo plateado y brillante de Luis! —Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu
pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te
empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso
o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis,
cuéntame. . . —Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.
Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche
entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento,
como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio. Por
las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había
levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en
retenerlo fuertemente por los hombros. «Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no
va a des- aparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis». Sus despertares. ¡Ah,
qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su
tristeza se disipaba como por encanto. Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar
de hojas. ¿Es Beethoven? No. Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba
entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía
siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de
vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que
desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el
follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un
mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del
barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que,
desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río. —Estoy ocupado. No puedo
acompañarte... Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, sí estoy en
el club. Un compromiso. Come y acuéstate... No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.
—¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser
un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente
hay que empezar desde chica, ¿no es verdad? A sus hermanas, sin embargo, los maridos las
llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se
avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le
había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud
fuera en ellos una tara secreta? Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la
escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La
colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para
continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre. Tal
vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si
alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los
hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de
las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto,
consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido
antes! Su padre tenía razón al declararla retardada. —Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis. —
Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar. —Ya sé que es
invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignoran- te no soy! A veces, como para
despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos,
llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis... —¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres? —Nada. —¿Por
qué me llamas de ese modo, entonces? —Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte. Y él
sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego. Llegó el verano, su primer verano de
casada. Nuevas ocupaciones impi- dieron a Luis ofrecerle el viaje prometido. —Brígida, el calor
va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Porqué no te vas a la estancia con tu padre?
—¿Sola?
25
—Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes. Ella se había sentado en la cama,
dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni
siquiera insultar. —¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida? Por primera vez Luis había vuelto
sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su
despacho. —Tengo sueño... —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en
las almohadas. Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero
ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había
encontrado sin pensarlo: el silencio. Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la
vista, contraídos todos sus nervios. —¿Todavía está enojada, Brígida? Pero ella no quebró el
silencio. —Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora.
Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos. . . . —
¿Quieres que salgamos esta noche?... . . . —¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto
desde Montevideo? —¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo? . . . —¿Es nuevo, Brígida? Contesta,
contéstame... Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio. Y en seguida lo inesperado, lo
asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la
mesa y se va de la casa dando portazos. Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de
indignación por tanta injusticia. «Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que durante casi un
año... cuando por primera vez me permito un reproche... ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche!
No volveré a pisar nunca más esta casa...» Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir,
tiraba desatinadamente la ropa al suelo. Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los
cristales de la ventana. Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la venta-
na. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que
golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera
retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de
verano. Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante
toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los
canales de mil goteras fantasiosas. Duran- te toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del
gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta,
entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis. Puñados de perlas que llueven a chorros
sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin. ¿Durante cuántas semanas se
despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él
obstinadamente callado, se había escurrido del lecho? El cuarto de vestir: la ventana abierta de
par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por
un halo de neblina. Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada
secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entre- mezclan en su agitada
nostalgia. ¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto
fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había
sentado muy tieso. Hubo un silencio. —Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres? Ella
se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: «No, no; te quiero, Luis,
te quiero», si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma
habitual: —En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo
mucho.
En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse
inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con
justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio
glacial, Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y
regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía
detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así,
mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y
subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: «Siempre».
«Nunca»... Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida! Al
recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto. ¡Siempre! ¡Nunca!... Y la
lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.
El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como
espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían
páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el «clavel
del aire» y lo cuelga del inmenso gomero. Algunos niños solían jugar al escondite entre las
26
enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas
y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se
dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el
juego. Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —
siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era
como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía
pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar. Apenas el
cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la
primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de
precipitar la noche. Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero
cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo
demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas
hacia el cuarto de vestir y abría la venta- na. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos
ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegeta-
les, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas
de una calurosa noche estival. Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban
helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.
Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra,
imperturbable. Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el
césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y
caían... La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se
ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora
sumido en una copa de oro triste. Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de
la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin
entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de
ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede
que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la
felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de
gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables. Un estruendo feroz, luego
una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa. ¿Es el entreacto? No. Es el
gomero, ella lo sabe. Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que
empezaron muy de mañana.
«Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de
vecinos...» Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora
y mira a su alrededor. ¿Qué mira? ¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se
dispersa? No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de
vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran
arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la
quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que
surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones. Despavorida ha corrido
hacia la ventana. La ventana abre ahora directa- mente sobre una calle estrecha, tan estrecha
que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta
baja, vidrie- ras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de
automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en
mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada. Y toda aquella fealdad había
entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos
colgados y jaulas con canarios. Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba
desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para
dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener
hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No
comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa
risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determina-
das ocasiones. ¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y
viajes y locuras, y amor, amor. . . —Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —
había preguntado Luis. Ahora habría sabido contestarle: —¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado
el gomero.

27
Sueños de mala muerte
José Donoso

Rodríguez Robles: aquí figuraban, en la calle Vergara, Fabio y José Luis. ¿Por qué no le decía
algo más sobre ellos esta guía maldita? ¿Cuántos años tenían? ¿Cómo eran sus caras?
¿Compartían algún rasgo con él o con su madre? ¿Eran simpáticos o antipáticos? ¿Estaban
dispuestos a reconocerlo como parte de su arraigo, convidarle un mendrugo de origen con que
trascender el aislamiento del presente, anónimo y ciudadano, que su padre le propuso como
única opción? Anotó los nombres, la dirección el teléfono, tan precariamente unidos a él que si
no los anotaba se desvanecerían al instante, y el frágil vínculo volvería a esfumarse. Una vez
anotadas estas escuetas informaciones lanzó la guía a los pies de su cama y se quedó dormido
con el papelito apretado en un puño.
..... Debe haber sido tarde esa noche cuando una mano suave, tocándole la frente, lo despertó:
esa mano lo había rescatado de un sueño muy profundo que no recordaba, para hacerlo acceder
a un círculo más próximo a la superficie luminosa del sueño, donde las cosas eran más
definidas. Osvaldo estiró la otra mano, no la que aferraba la cifra de sus vínculos sobre su
corazón: una pierna de carne, de seda deslizándose familiar entre su mano y la piel que
acariciaba. La pierna que al comienzo creyó brindada, se retiró bruscamente:
..... - Por favor, respéteme, Osvaldo -susurró la Olga Riquelme-. Me atreví a venir a su pieza
contando con que usted es un caballero y que sabe portarse como tal. Vengo porque le ofrecí a
Aliaga hablar con usted para que tenga más cuidado.
..... - ¿Prendo la luz? -le pregunto él.
..... - Mejor. Para evitar malentendidos.
..... Ella, en bata, acercó una silla a la cama donde había dormido el padre de Osvaldo, en la que
él fue a sentarse, su escaso pelo revuelto y su traje arrugado. Entonces la Olga continuó:
..... - Conviene que lo piense bien, porque se esta jugando un futuro que no es malo. No se
puede pedir que sea como para volverse loco, pero en fin. La señora Panchita tiene en el fondo
de la casa unas piezas chicas. No hay razón, ahora que se murió su papá y usted le compró la
sepultura, ya está, qué le vamos a hacer, pero ahora no hay razón para que siga viviendo en la
pieza más grande y más cara de la pensión. La señora Panchita me dijo que esas piezas del
fondo son muy baratas. Y con su sueldo..., bueno...
..... - ¿Volver a comenzar otra vez?
..... La Olguita bajó los ojos:
..... - ¿Por qué no?
..... Osvaldo la besó ligeramente en los labios. Sentados uno frente al otro, rodillas con rodilla, él
dejó caer la mano en que tenía empuñado el papel del vínculo sobre su propia rodilla, mientras
su otra mano indagaba bajo la seda de la bata en el otro muslo.
..... - ¿Qué es eso? -le preguntó la Olga tomándole el puño, y agregó, sonriéndole- ¿Secretos
con su Olguita?
..... Osvaldo retiró su puño violento ahora, y la mano que le acariciaba el muslo, de pronto tirana
y poderosa, se adueñó sin transición de su mayor intimidad. Violada, la Olga se puso de pie.
..... -¡Asqueroso! -le silbó-. ¡Lo único que les importa a los hombres! Usted es un roto, oiga. Me
voy.
..... - No, no se vaya, Olguita -imploró Osvaldo, poniéndose de pie y estirando hacia ella sus
brazos, una mano abierta y la otra empuñada.
..... La Olga agarró el puño siniestro con las dos manos hundiéndole sus uñas de barniz saltado
en la muñeca, arañándole el dorso de los dedos, haciéndolos sangrar, torciéndoselos, luchando
contra él para que le mostrara ese emblema terrible que escondía su esencia misma hasta que
ambos cayeron jadeantes sobre la cama, separados por la mano ensangrentada de Osvaldo, por
fin abierta, el papelito arrugado en su palma. Ella lo tomó, leyendo:
..... - "Fabio y José Luis Rodríguez Robles, Vergara 334, teléfono 88966". Lo que me figuraba.
¿Quiénes son?
..... - Unos parientes míos.
..... - ¿Quién le dijo que eran parientes suyos?
..... - Una adivina.
..... Durante un segundo la Olga Riquelme lo miró incrédula, e inmediatamente después lanzó
una carcajada. Si ella misma no se hubiera tapado la boca con las dos manos habría despertado
28
a toda la pensión, pero quedaron sus lágrimas de risa, y los estremecimeintos de su cuerpo, que
fueron amainando. ¿Una adivina? ¡Entonces era verdad lo que Aliaga temía, que estuviera un
poco tocado! ¿Una adivina? ¿Y él, que era un hombre grande, le creía a una adivina? ¿Por qué
ahora que se abrían de nuevo ciertas posibilidades le había dado esta locura que estaba
poniendo en peligro su reputación en el cementerio antes de integrarse a su personal y poniendo
en peligro..., bueno, quería decírselo de nuevo..., poniendo en peligro la posibilidad de que
ambos llegaran a unirse y ser propietarios?
..... - Pero... ¿cuál es mi locura?
..... - Todo este asunto del mausoleo de los Robles.
..... - ¿Entoces, sacrificarlo todo para ser propietaria, como usted, no es locura?
..... - Claro que no.
..... En ese momento Osvaldo se rebeló. ¡Qué lo dejara tranquilo! ¡Que locura o no, él iba a ser
quien quería ser! Ya había muerto su padre que le imponía una conducta y un mundo que no
eran los suyos. ¿Y si él, Osvaldo, tuviera otras aspiraciones, otras inquietudes, que ni Aliaga ni
ella comprendían? ¿Por qué iba a tener que ser siempre asible, usable, disponible, rentable,
dócil? No. Él ni sabía qué era lo que quería. Que lo dejaran tranquilo para ser loco. ¿Qué más
loco que ella que creía que la salvación consistía en llegar a ser propietaria?

29
Tragedia
Vicente Huidobro

María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.
Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas,
reglamentadas como árboles de paseo.
Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera
y tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel.
¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María
cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.
¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer
consigo?
Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de
asombro, por no poder comprender un gesto tan absurdo.
Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la
otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz,
sintiendo sólo que es un poco zurda.

30
Peripecias del soldado
Alfonso Alcalde Ferrer

Yo le dije al mariscal de campo con todo respeto: -Usted me envía al matadero. Está previsto
que en este ataque nadie escapará con vida. Ahora bien, usted me obliga a disparar con este
torpe fusil que tiene un corcho en la punta, mi general. Usted me dice que esperamos la hora
cero para asaltar al enemigo que nos espera con las ametralladoras camufladas en las
casamatas. Mi capitán, no es que yo sea cobarde. Saludo a la bandera antes de partir, soy
joven, difícil sostener que tengo derecho a la vida y la guerra es la guerra, eso está claro, mi
cabo, pero el hecho de que yo me haya enredado con su mujer, después de todo, se puede
arreglar con un trato de caballeros. En todo caso cuando se acueste con ella dígale que mis
últimas palabras fueron: ¡Viva la patria, viva el amor!, pero no le dé mayores detalles cuando se
ponga a llorar y salga a buscarme en medio de la noche, mi sargento cornudo.

31
La lluvia
Arturo Uslar Pietri

LA LUZ de la luna entraba por todas las rendijas del rancho y el ruido del viento en el maizal,
compacto y menudo como de lluvia. En la sombra, acuchillada de láminas claras, oscilaba el
chinchorro lento del viejo zambo; acompasadamente chirriaba la atadura de la cuerda sobre la
madera y se oía la respiración corta y silbosa de la mujer que estaba echada sobre el catre del
rincón.
La patinadura del aire sobre las hojas secas del maíz y de los árboles sonaba cada vez más a
lluvia, poniendo un eco húmedo en el ambiente terroso y sólido.
Se oía en el hondo, como bajo piedra, el latido de la sangre girando ansiosamente.
La mujer sudorosa e insomne prestó oído, entreabrió los ojos, trató de adivinar por las rayas
luminosas, atisbó un momento, miró el chinchorro quieto y pesado, y llamó con voz agria.
-¡Jesuso!
Calmó la voz esperando respuesta y entre tanto, comentó alzadamente:
-Duerme como un palo. Para nada sirve. Si vive como si estuviera muerto…
El dormido salió a la vida con la llamada, desperezóse y preguntó con voz cansina:
-¿Qué pasa, Usebia? ¿Qué escándalo es ése? ¡Ni de noche puedes dejar en paz a la gente!
-Cállate, Jesuso, y oye.
-¿Qué?
-¡Está lloviendo, lloviendo, Jesuso!, y ni lo oyes. ¡Hasta sordo te has puesto!
Con un esfuerzo, malhumorado, el viejo se incorporó, corrió a la puerta, la abrió violentamente y
recibió en la cara y en el cuerpo medio desnudo la plateadura de la luna llena y el soplo ardiente
que subía por la ladera del conuco agitando las sombras. Lucían todas las estrellas. Alargó hacia
la intemperie la mano abierta, sin sentir una gota. Dejó caer la mano, aflojó los músculos y
recostóse en el marco de la puerta.
-¿Ves, vieja loca, tu aguacero? Ganas de trabajar la paciencia. La mujer quedóse con los ojos
fijos mirando la gran claridad que entraba por la puerta. Una rápida gota de sudor le cosquilleó
en la mejilla. El vaho cálido inundaba el recinto.
Jesuso tornó a cerrar, caminó suavemente hasta el chinchorro, estiróse y se volvió a oír el
crujido de la madera en la mecida. Una mano colgaba hasta el suelo, resbalando sobre la tierra
del piso.
La tierra estaba seca como una piel áspera, seca hasta en el extremo de las raíces, ya como
huesos; se sentía flotar sobre ella una fiebre de sed, un jadeo, que torturaba los hombres.
Las nubes, oscuras como sombra de árbol, se habían unido, se habían perdido tras de los
últimos cerros más altos; se habían ido como el sueño, como el reposo. El día era ardiente. La
noche era ardiente, encendida de luces fijas y metálicas.
En los cerros y los valles pelados, llenos de grietas como bocas, los hombres se consumían
torpes, obsesionados por el fantasma pulido del agua, mirando señales, escudriñando anuncios.
Sobre los valles y los cerros, en cada rancho, pasaban y repasaban las mismas palabras:
-Cantó el carrao. Va a llover…
-¡No lloverá!
Se la daban como santo y seña de la angustia:
-Venteó del abra. Va a llover…
-¡No lloverá!
Se lo repetían como para fortalecerse en la espera infinita:
-Se callaron las chicharras. Va a llover…
-¡No lloverá!
La luz y el aire eran de cal cegadora y asfixiante.
-¿Si no llueve, Jesuso, qué va a pasar?
Miró la sombra que se agitaba fatigosa sobre el catre, comprendió su intención de multiplicar el
sufrimiento con las palabras, quiso hablar, pero la somnolencia le tenía tomado el cuerpo, cerró
los ojos y se sintió entrando en el sueño.
Con la primera luz de la mañana, Jesuso salió al conuco y comenzó a recorrerlo a paso lento.
Bajo sus pies descalzos crujían las hojas vidriosas. Miraba a ambos lados las largas hileras del
maizal, amarillas y tostadas, los escasos árboles, desnudos y en lo alto de la colina, verde

32
profundo, un cactus vertical. A ratos deteníase, tomaba en la mano una vaina de frijol reseca y
triturábala con lentitud, haciendo saltar por entre los dedos los granos rugosos y malogrados.
A medida que subía el sol, la sensación y el color de aridez eran mayores. No se veía nube en el
cielo de un azul de llama. Jesuso, como todos los días, iba sin objeto, porque la siembra estaba
ya perdida, recorriendo las veredas del conuco, en parte por inconsciente costumbre, en parte
por descansar de la hostil murmuración de Usebia.
Todo lo que se dominaba del paisaje, desde la colina, era una sola variedad de amarillo sediento
sobre los valles estrechos y cerros calvos, en cuyo flanco una mancha de polvo calcáreo
señalaba el camino. No se observaba ningún movimiento de vida; el viento quieto, la luz
fulgurante. Apenas si la sombra se iba empequeñeciendo. Parecía aguardarse un incendio.
Jesuso marchaba despacio, deteniéndose a ratos, como un animal amaestrado, la vista sobre el
suelo, y a ratos conversando consigo mismo:
-Bendito y alabado! Qué va a ser de la pobre gente con esta sequía. Este año ni una gota de
agua, y el pasado fue un inviernazo que se pasó de aguado, llovió más de la cuenta, creció el
río, acabó con las vegas, se llevó el puente… Está visto que no hay manera… Si llueve, porque
llueve… Si no llueve, porque no llueve…
Pasaba del monólogo a un silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por tierra, cuando
sin ver sintió algo inusitado en el fondo de la vereda y alzó los ojos.
Era el cuerpo de un niño. Delgado, menudo, de espaldas, en cuclillas, fijo y abstraído, mirando el
suelo.
Jesuso avanzó sin ruido y, sin que el muchacho lo adviertiera, vino a colocársele por detrás,
dominando con su estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando un delgado hilo de orina,
achatado y turbio de polvo en el extremo, que arrastraba algunas pajas mínimas. En ese
instante, de entre sus dedos mugrientos el niño dejaba caer una hormiga.
-Y se rompió la represa… y ha venido la creciente… bruuum… bruuuum… bruuuuuum… y la
gente corriendo… y se llevó la hacienda de su tío sapo… y después el hato de tu tía tara… y
todos los palos grandes… zaas… bruuum… y ahora tía hormiga metida en esa aguazón.
Sintió la mirada, volvióse bruscamente, miró con susto la cara rugosa del viejo y se alzó entre
colérico y vergonzoso.
Era fino, elástico; las extremidades, largas y perfectas; el pecho, angosto; por entre el dril pardo,
la piel dorada y sucia; la cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz vibrante y aguda, la boca
femenina. Lo cubría un viejo sombrero de fieltro, ya humano de uso, plegado sobre las orejas
como bicornio, que contribuía a darle expresión de roedor, de pequeño animal inquieto y ágil.
Jesuso terminó de examinarlo en silencio y sonrió.
-¿De dónde sales, muchacho?
-De por ahí…
-¿De dónde?
-De por ahí…
Y extendió con vaguedad la mano sobre los campos que se alcanzaban.
-¿Y qué vienes haciendo?
-Caminando.
La impresión de la respuesta dábale cierto tono autoritario y alto, que extrañó al hombre.
-¿Cómo te llamas?
-Como me puso el cura.
Jesuso arrugó el gesto, desagradado por la actitud terca y huraña.
El niño pareció advertido y compensó las palabras con una expresión confiada y familiar.
-No seas malcriado- comentó el viejo, pero desarmado por la gracia bajó a un tono más íntimo-.
¿Por qué no contestas?
-¿Para qué pregunta? –replicó con candor extraordinario.
-Tú escondes algo. O te has ido de casa de tu taita.
-No, señor.
Preguntaba casi sin curiosidad, monótonamente, como jugando un juego.
-O has echado alguna lavativa.
-No, señor.
-O te han botado por maluco.
-No, señor.
Jesuso se rascó la cabeza y agregó con sorna:
33
-O te empezaron a comer las patas y te fuistes, ¿ah, vagabundito?
El muchacho no respondió; se puso a mecerse sobre los pies, los brazos y la espalda,
chasqueando la lengua contra el paladar.
-¿Y para dónde vas ahora?
-Para ninguna parte.
-¿Y qué estás haciendo?
-Lo que usted ve.
-¡Buena cochinada!
El viejo Jesuso no halló más que decir; quedaron callados frente a frente, sin que ninguno de los
dos se atreviese a mirarse a los ojos. Al rato, molesto por aquel silencio y aquella quietud que no
hallaba cómo romper, empezó a caminar lentamente como un animal enorme y torpe, casi como
si quisiera imitar el paso de un animal fantástico; advirtió que lo estaba haciendo y le ruborizó
pensar que pudiera hacerlo para divertir al niño.
-¿Vienes? –le preguntó simplemente. Calladamente, el muchacho se vino siguiéndolo.
En llegando a la puerta del rancho halló a Usebia atareada encendiendo el fuego. Soplaba con
fuerza sobre un montoncito de maderas de cajón y papeles amarillos.
-Usebia, mira –llamó con timidez-. Mira lo que ha llegado.
-Umjú –gruñó sin tornarse, y continuó soplando.
El viejo tomó al niño y lo colocó ante sí, como presentándolo, las dos manos oscuras y gruesas
sobre los hombros finos:
-¡Mira, pues!
Giró agria y brusca quedó frente al grupo, viendo con esfuerzo por los ojos llorosos de humo.
-¿Ah?
Una vaga dulzura le suavizó lentamente la expresión.
-Ajá. ¿Quién es?
Ya respondía con sonrisa a la sonrisa del niño.
-¿Quién eres?
Pierdes tu tiempo en preguntarle porque este sinvergüenza no contesta.
Quedó un rato viéndolo, respirando su aire, sonriéndole, pareciendo comprender algo que
escapaba a Jesuso. Luego, muy despacio, se fue a un rincón, hurgó en el fondo de una bolsa de
tela roja y sacó una galleta amarilla, pálida como metal, de dura y vieja. La dio al niño, y mientras
éste mascaba con dificultad la tiesa pasta, continuó contemplándolos, a él y al viejo,
alternativamente, con aire de asombro, casi de angustia. Parecía buscar dificultosamente un fino
y perdido hilo de recuerdo.
-¿Te acuerdas, Jesuso, de Cacique? El pobre.
La imagen del viejo perro fiel desfiló por sus memorias. Una compungida emoción los acercaba.
-Ca-ci-que… -dijo el viejo, como aprendiendo a deletrear. El niño volvió la cabeza y lo miró con
su mirada entera y pura. Miró a su mujer y sonrieron ambos, tímidos y sorprendidos.
A medida que el día se hacía grande y profundo, la luz situaba la imagen del muchacho dentro
del cuadro familiar y pequeño del rancho. El color de la piel enriquecía el tono moreno de la tierra
pisada y en los ojos la sombra fresca estaba viva y ardiente.
Poco a poco las cosas iban dejando sitio y organizándose para su presencia. Ya la mano corría
fácil sobre la lustrosa madera de la mesa, el pie hallaba el desnivel del umbral, el cuerpo se
amoldaba exacto al butaque de cuero y los movimientos cabían con gracia en el espacio que los
esperaba.
Jesuso, entre alegre y nervioso, había salido de nuevo al campo y Usebia se atareaba,
procurando evadirse de la soledad frente al ser nuevo.
Removía la olla sobre el fuego, iba y venía buscando ingredientes para la comida, y a ratos,
mientras le volvía la espalda, miraba de reojo al niño. Desde donde lo vislumbraba quieto, con
las manos entre las piernas, la cabeza doblada mirando los pies, golpear el suelo, comenzó a
llegarle un silbido menudo y libre, que no recordaba música.
Al rato preguntó casi sin dirigirse a él:
-¿Quién es el grillo que chilla?
Creyó haber hablado muy suave, porque no recibió respuesta, sino el silbido, ahora más alegre y
parecido a la brusca exaltación del canto de los pájaros.
-¡Cacique! –insinuó casi con vergüenza-. ¡Cacique!
Mucho gozo le produjo oír el ¡ah! Del niño.
34
-¿Cómo que te está gustando el nombre?
Una pausa y añadió:
-Yo me llamo Usebia.
Oyó como un eco apagado:
-Velita de sebo.
Sonrió entre sorprendida y disgustada.
-¿Cómo que te gusta poner nombres?
-Usted fue quien me lo puso a mí.
-Verdad es.
Iba a preguntarle si estaba contento, pero la dura costra que la vida solitaria había acumulado
sobre sus sentimientos le hacía difícil, casi dolorosa, la expresión.
Tornó a callar y a moverse mecánicamente en una imaginaria tarea, eludiendo los impulsos que
la hacían comunicativa y abierta. El niño recomenzó el silbido.
La luz crecía, haciendo más pesado el silencio. Hubiera querido comenzar a hablar
disparatadamente de todo cuanto le pasaba por la cabeza, o huir a la soledad para hallarse de
nuevo consigo misma. Soportó callada aquel vértigo interior hasta el límite de la tortura, y
cuando se sorprendió hablando ya no se sentía ella, sino algo que fluía como la sangre de una
vena rota:
-Tú vas a ver cómo cambiará ahora, Cacique. Ya yo no podía aguantar más a Jesuso…
La visión del viejo oscuro, callado, seco, pasó entre las palabras. Le pareció que el muchacho
había dicho “lechuzo” y sonrió con torpeza, no sabiendo si era la resonancia de sus propias
palabras.
-…no sé cómo lo he aguantado toda la vida. Siempre ha sido malo y mentiroso. Sin ocuparse de
mí…
El sabor de la vida amarga y dura se concentraba en el recuerdo de su hombre, cargándolo con
las culpas que no podía aceptar.
-…ni el trabajo del campo lo sabe con tantos años. Otros hubieran salido de abajo, y nosotros
para atrás y para atrás. Y ahora este año, Cacique…
Se interrumpió suspirando y continuó con firmeza la voz alzada, como si quisiera que la oyese
alguien más lejos.
-…no ha venido el agua. El verano se ha quedado viejo, quemándolo todo. ¡No ha caído ni una
gota!
La voz cálida en el aire tórrido trajo un ansia de frescura imperiosa, una angustia de sed. El
resplandor de la colina tostada, de las hojas secas, de la tierra agrietada, se hizo presente como
otro cuerpo y alejó las demás preocupaciones.
Guardó silencio algún tiempo y luego concluyó con voz dolorosa:
-Cacique, coge esa lata y baja a la quebrada a buscar agua.
Miraba a Usebia atarearse en los preparativos del almuerzo y sentía un contento íntimo, como si
se preparara una ceremonia extraordinaria, como si acaso acabara de descubrir el carácter
religioso del alimento. Todas las cosas usuales se habían endomingado, se veían más
hermosas, parecían vivir por primera vez.
-¿Está buena la comida, Usebia?
La respuesta fue tan extraordinaria como la pregunta:
-Está buena, viejo.
El niño estaba fuera, pero su presencia llegaba hasta ellos de un modo imperceptible y eficaz.
La imagen del pequeño rostro, agudo y huroneante, les provocaba asociaciones de ideas
nuevas. Pensaban con ternura en objetos que antes nunca habían tenido importancia.
Alpargaticas menudas, pequeños caballos de madera, carritos hechos con ruedas de limón,
metras de vidrio irisado.
El gozo mutuo y callado los unía y hermoseaba. También ambos parecían acabar de conocerse
y tener sueños para la vida venidera. Estaban hermosos hasta sus nombres y se complacían en
decirlos solamente:
-Jesuso…
-Usebia…
Ya el tiempo no era un desesperado aguardar, sino cosa ligera, como fuente, que brotaba.
Cuando estuvo lista la mesa el viejo se levantó, atravesó la puerta y fue a llamar al niño, que
jugaba afuera, echado por tierra, con una cerbatana:
35
-¡Cacique, vente a comer!
El niño no lo oía, abstraído en la contemplación del insecto verde y fino como el nervio de una
hoja. Con los ojos pegados a la tierra, la veía crecida como si fuese de su mismo tamaño, como
un gran animal terrible y monstruoso. La cerbatana se movía apenas, girando sobre sus patas,
entre la voz del muchacho que canturreaba interminablemente.

Cerbatana, cerbatanita,
¿de qué tamaño es tu conuquito?

El insecto abría acompasadamente las dos patas delanteras, como mensurando vagamente. La
cantinela continuaba acompañando el movimiento de la cerbatana y el niño iba viendo cada vez
más diferente e inesperado el aspecto de la bestezuela, hasta hacerla irreconocible en su
imaginación.
-Cacique, vente a comer.
Volvió la cara y se alzó con fatiga, como si regresase de un largo viaje. Penetró tras el viejo en el
rancho, lleno de humo. Usebia servía el almuerzo en platos de peltre desportillados. En el centro
de la mesa se destacaba blanco el pan de maíz, frío y rugoso.
Contra su costumbre, que era de estarse lo más del día vagando por las siembras y laderas,
Jesuso regresó al rancho poco después del almuerzo. Cuando volvía a las horas habituales le
era fácil repetir los gestos consuetudinarios, decir las frases acostumbradas y hallar el sitio
exacto en que su presencia aparecía como un fruto natural de la hora; pero aquel regreso
inusitado representaba una tan formidable alteración del curso de su vida, que entró como
avergonzado y comprendió que Usebia debía estar llena de sorpresa.
Sin mirarla de frente, se fue al chinchorro y echóse a lo largo. Oyó sin extrañeza cómo lo
interpelaba:
-¡Ajá! Como que arreció la flojera –buscó una excusa-: ¿Y qué voy a hacer en ese cerro
achicharrado?
Al rato volvió la voz de Usebia, ya dócil y con más simpatía:
-¡Tanta falta que hace el agua! Si acabara de venir un buen aguacero, largo y bueno. ¡Santo
Dios!
-La calor es mucho y el cielo purito. No se mira venir agua de ningún lado.
-Pero si lloviera se podría hacer otra siembra.
-Sí, se podría.
-Y daría más plata, porque se ha secado mucho conuco.
-Sí, daría.
-Con un solo aguacero se pondría verdecita toda esta falda.
-Y con la plata podríamos comprarnos unos burros, que nos hace mucha falta. Y unos
camisones para ti, Usebia.
La corriente de ternura brotó inesperadamente y con su milagro hizo sonreír a los viejos.
-Y para ti, Jesuso, una buena cobija que no se pase.
Y casi en coro los dos:
-¿Y para Cacique?
-Lo llevaremos al pueblo para que coja lo que le guste.
La luz que entraba por la puerta del rancho se iba haciendo tenue, difusa, oscura, como si la
hora avanzase, y sin embargo no parecía haber pasado tanto tiempo desde el almuerzo. Llegaba
la brisa teñida de humedad, que hacía más grato el encierro de la habitación.
Todo el mediodía lo habían pasado casi en silencio, diciendo sólo, muy de tiempo en tiempo,
algunas palabras vagas y banales por las que secretamente y de modo vasto asomaba un
estado de alma nuevo, una especie de calma, de paz, de cansancio feliz.
-Ahorita está oscuro –dijo Usebia mirando el color ceniciento que llegaba a la puerta.
-Ahorita –asintió distraídamente el viejo.
E inesperadamente agregó:
-¿Y qué se ha hecho Cacique en toda la tarde?... Se habrá quedado por el conuco jugando con
los animales que se encuentra. Con cuanto bichito mira se pone a conversar como si fuera
gente.
Y más luego añadió, después de haber dejado desfilar lentamente por su cabeza todas las
imágenes que suscitaban sus palabras dichas:
36
-…y lo voy a buscar, pues.
Alzóse del chinchorro con pereza y llegó a la puerta. Todo el amarillo de la colina seca se había
tornado en violeta bajo la luz de gruesos nubarrones negros que cubrían el cielo. Una brisa
aguda agitaba todas las hojas tostadas y chirriantes.
-Mira, Usebia –llamó.
Vino la vieja al umbral preguntando:
-¿Cacique está ahí?
-¡No! Mira el cielo negrito, negrito.
-Ya así se ha puesto otras veces y no ha sido agua.
Ella quedó enmarcada en la puerta y él salió al raso, hizo hueco con las manos y lanzó un grito
lento y espacioso.
-¡Cacique! ¡¡¡¡Caciiiique!!!!
La voz se fue con la brisa, mezclada al ruido de las hojas, al hervor de mil ruidos menudos que
como burbujas rodeaban la colina.
Jesuso comenzó a andar por la vereda más ancha del conuco.
En la primera vuelta vio de reojo a Usebia, inmóvil, incrustada en las cuatro líneas del umbral, y
la perdió siguiendo las sinuosidades.
Cruzaba un ruido de bestezuelas veloces por la hojarasca caída y se oía el escalofriante vuelo
de las palomitas pardas sobre el ancho fondo del viento inmenso que pasaba pesadamente. Por
la luz y el aire penetraba una frialdad de agua.
Sin sentirlo, estaba como ausente y metido por otras veredas más torcidas y complicadas que
las del conuco, más oscuras y misteriosas. Caminaba mecánicamente, cambiando de velocidad,
deteniéndose y hallándose de pronto parado en otro sitio.
Suavemente las cosas iban desdibujándose y haciéndose grises y mudables, como de sustancia
de agua.
A ratos parecía a Jesuso ver el cuerpecito del niño en cuclillas entre los tallos del maíz, y
llamaba rápido: “Cacique”; pero pronto la brisa y la sombra deshacían el dibujo y formaban otra
figura irreconocible.
Las nubes, mucho más hondas y bajas, aumentaban por segundos la oscuridad. Iba a media
falda de la colina y ya los árboles altos parecían columnas de humo deshaciéndose en la
atmósfera oscura. Ya no se fiaba de los ojos, porque todas las formas eran sombras indistintas,
sino que a ratos se paraba y prestaba oído a los rumores que pasaban.
-¡¡Cacique!!
Llamaba con voz todavía tímida y se paraba a oír. Parecía que le había sonado algo como su
pisada, pero no, era una rama seca que crujía.
-¡¡Cacique!!
Hervía una sustancia de murmullos, de ecos, de crujidos resonante y vasta.
Había distinguido clara su voz entre la zarabanda de ruidos menudos y dispersos que arrastraba
el viento.
-Cerbatana, cerbatanita…
Entre el humo vago que le llenaba la cabeza, una angustia fría y aguda lo hostigaba, acelerando
sus pasos y precipitándolo locamente. Entró en cuclillas, a ratos a cuatro patas, hurgando febril
entre los tallos del maíz, y parándose continuadamente al no oír sino su propia respiración, que
resonaba grande.
Buscaba con rapidez, que crecía vertiginosamente, con ansia incontenible, casi sintiéndose él
mismo perdido y llamado.
-¡¡¡Cacique!!! ¡¡¡¡Caciiiique!!!!
Había ido dando vueltas entre gritos y jadeos, extraviado, y sólo ahora advertía que iba de nuevo
subiendo la colina. Con la sombra, la velocidad de la sangre y la angustia de la búsqueda inútil,
ya no reconocía en sí mismo al manso viejo habitual, sino a un animal extraño presa de un
impulso de la naturaleza. No veía en la colina los familiares contornos, sino como un crecimiento
y una deformación inopinados que se la hacían lejana y poblada de ruidos y movimientos
desconocidos.
El aire estaba espeso e irrespirable, el sudor le corría copioso y él giraba y corría siempre,
aguijoneado por la angustia:
-¡¡Cacique!!

37
Ya era una cosa de vida o muerte hallar. Hallar algo desmedido que saldría de aquella áspera
soledad torturadora. Su propio grito ronco parecía llamarlo hacia mil rumbos distintos, donde
algo de la noche aplastante lo esperaba.
Era agonía. Era sed. Un olor de surco recién removido flotaba ahora a ras de tierra, olor de hoja
tierna triturada.
Ya irreconocible, como las demás formas, el rostro del niño se deshacía en la tiniebla gruesa; ya
no le miraba aspecto humano; a ratos no le recordaba la fisonomía, ni el timbre, no recordaba su
silueta.
-¡¡¡Cacique!!!
Una gruesa gota fresca estalló sobre su frente sudorosa. Alzó la cara y otra le cayó sobre los
labios partidos, y otra en la manos terrosas.
-¡¡¡Cacique!!!
Y otras frías en el pecho, grasiento de sudor, y otras en los ojos turbios, que se empañaron.
-¡¡Cacique!! ¡¡¡Cacique!!! Cacique…
Ya el contacto fresco le acariciaba toda la piel, le adhería las ropas, le corría por los miembros
lasos.
Un gran ruido compacto se alzaba de toda la hojarasca y ahogaba su voz.
Olía profundamente a raíz, a lombriz de tierra, a semilla germinada, a ese olor ensordecedor de
la lluvia.
Ya no reconocía su propia voz, vuelta en el eco redondo de las gotas.
Su boca callaba como saciada y parecía dormir marchando lentamente, apretado en la lluvia,
calado en ella, acunado por su resonar profundo y vasto.
Ya no sabía si regresaba. Miraba como entre lágrimas al través de los claros flecos del agua la
imagen oscura de Usebia, quieta entre la luz del umbral.

38
El fuego fatuo
Uslar Pietri Arturo

VIVA DE GRILLOS, la noche hace delirar el campo. Late el agua. Dos o tres estrellas
parpadean. Los ladridos huyen de los perros. La vereda viene como vena, culebreando, pasa
junto al rancho y continúa desovillándose en la noche. Por la puerta, humo y luz de cocina salen
a hacer fantasmas.
La más vieja, removiendo la olla:
-¡Bigotudo, melenudo, barbudo, ojos de zorro jabudo!
La menos vieja, encogida sobre una topia:
-¿Y qué cosas llevaba?
-Un espadón de hierro, ancho como una teja, espuelas de cresta de gallo y una capa grande y
encendida que le tapaba las ancas del potro, como pájaro cardenal.
-¿Y un puñal?
-Sí, un puñal como un cacho de un diablo.
-¿Y un trabuco?
-Sí, un trabuco que echaba truenos, grandes y bocón como negro que se ríe.
-¡Ave María, guárdanos del Tirano Aguirre!
-¡Ave María, guárdanos del Tirano Aguirre!

Cuando la gritería del saqueo se iba extinguiendo, la señora gobernadora, desde el cuarto
oscuro, asomó la cabeza por el postigo que daba al patio y llamó con la voz y los ojos a su
hombre.
-¡Señor marido! ¡Señor marido! ¿Qué pasa que nada se oye? ¿Han muerto los asaltantes?
No le respondió la voz del gobernador, pero sí la sangre que con mil dedos se arrastraba sobre
el embaldosado para ir a anunciarle la desgracia.
Siguiendo la sangre, llegó hasta el cuerpo. La panza había crecido y la cabeza estaba negra del
fogonazo de la pólvora, las piernas abiertas y las manos como de sapo que va a saltar.
Más allá, siguiendo el hilo de las miradas, unas botas sucias y fuertes, unas delgadas
pantorrillas, una espada fina y larga, perdido el puño entre una capa revuelta, y más arriba, sin
sombrero, una cabeza descarnada donde sonreían los ojos, los dientes y las puntas del bigote.
-Si no está su marido, estoy yo, don Lope de Aguirre, hijo de mis hazañas.
Sin querer oír la mujer, se desató a gritar:
-¡Han muerto a mi marido! ¡Socorro! ¡Lo han muerto los asaltantes! ¡Socorro! ¡Socorro!
Don Lope se aproximó al postigo:
-Yo soy los asaltantes.
-Mi marido. ¡Socorro! ¡Socorro!
Don Lope abrió la puerta y la hizo salir al patio.
-¿Dónde está su marido?
-¡Socorro! ¡Socorro!
-¿Quién es su hombre?
La mujer gorda y estremecida vio el cadáver y lo señaló con la mano temblorosa:
-¡Es él! ¡Es él!
Don Lope pensó a grandes gritos:
-Mujer de gobernador de España parirá gobernadores de España, que seguirán haciendo mal
gobierno en la colonia. Sobre esto he de escribir al rey. Pero por ahora…
Y como si fuese a desatarle el traje, sacó la daga y le abrió el vientre en ocho direcciones.
Despeñáronse las tripas y cayeron antes que el cuerpo sobre los tentáculos de la otra sangre,
ya fría.

Humo espeso de cocina de brujería hace y destruye columnas monstruosas.


La más vieja y arrugada, que por cada arruga tiene una boca que habla:
-Matando gente seguía su camino a resbalones sobre las cabezas de los muertos.
La menos vieja, con una voz que apenas hace eco:
-A resbalones también bajó los ríos en un barco pintado de sangre.
-Lo de los ríos fue antes, también lo de las islas. Ahora la historia pasa en tierra.
-En tierra, ¿con quiénes andaba?
39
-Traía gentes de todas partes que lo seguían con miedo, porque los puñales se le desviaban del
cuerpo y los tiros se paraban en el aire para no tocarlo.
-Ahora la historia pasa en tierra. ¿Qué pasa?
-¿Has visto pasar los entierros? Pasa él. ¿Has sentido llegar la peste? Pasa él. ¿Has adivinado
de noche la hora en que mueren los señalados? Pasa él.

La sierra no tenía fin. Se pasaba una cumbre y detrás se alzaba otra, y detrás otra, y otra y otra,
como olas.
Adelante don Lope solo, a caballo; más luego sus capitanes, a caballo; más luego la tropa de a
pie, sonando hierros; más luego una vieja a cuatro patas, y la Torralba y la hija de don Lope
rezando en una mula.
La muchedumbre lo veía a la cabeza, lejos, entrando en el cielo frío sobre zancos de sombra. En
llegando a la primera cumbre cayó la bestia, pero el Tirano le hundió las espuelas hasta que
salió sangre azul de riñón, y el animal se incorporó y subió, siguiendo como gusano.
A media cuesta de la otra subida, entre las piernas se le deshizo la cabalgadura, y él vino a
quedar de pie sobre el pellejo, tendido como una alfombra.
Don Lope se volvió al primero que lo seguía.
-Dame el caballo y coge tú el del otro.
Como fila de naipes que caen fueron pasándose los animales hasta llegar al último, que hubo de
seguir a pie.
Empinado sobre la fila de hombres, unida y rellena de tiniebla, era ya testa de serpiente inmensa
que deshacíase por anillos. A la otra media cuesta tornóse a deshacer la bestia de don Lope.
Cambió de nuevo. A la otra media cuesta nueva caída y nuevo cambio.
En la noven cumbre el Tirano iba ya sobre el lomo del primer capitán. Sombra pavorosa, a contra
luz, llena de brazos jadeando con dos bocas.
-¿Te peso mucho, hijo?
-Es liviano como pluma, don Lope.
Cayó el primer capitán y vino a tomar la carga el segundo. Andando trecho, tornó a preguntar:
-¿Peso mucho?
Respondióle el golpe en tierra.
Sucedíanse los empinados montes y la tropa zaguera iba reduciéndose.
Cuando la tarde se dormía, inventando más cerros, don Lope dominaba una cima a horcajadas
sobre la vieja, ya cruz de trapo desmadejada sobre títere sin sangre.

Catorce pueblos habían atravesado sin encontrar un alma. El camino se hacía calle, pasaba por
entre los ranchos vacíos, junto a una capilla silenciosa, y tornaba a ser camino sobre el campo
raso. La población los había abandonado en masa.
Al comienzo, en llegando al pueblo, don Lope hacía sonar el tambor con la esperanza de que
regresaran los habitantes. Sonaba la piel tendida a golpes secos, como ritmo de arteria, pero
nadie venía. Entretanto, la tropa, escasa, echábase al suelo con hambre, despiojábanse los unos
a los otros y maldecían.
-Me estoy quedando solo.
En las vueltas de las montañas se rezagaban los destacamentos y se deshacían entre los
árboles. Don Lope volvía la cabeza y veía mermar la fila de hombres.
-Me estoy quedando solo.
Destacaba espías para sorprender la fuga de los poblados. Aparecían como pordioseros en
medio de la muchedumbre que empezaba a marchar. En la pisada, en el movimiento de los
brazos, en el modo de mirar los conocían.
-Gente del Tirano.
Negaba el hombre, cercábanlo los fugitivos y terminaba por declarar y apresurar la fuga.
Cuando llegaba don Lope encontraba la soledad. El destacado, a su vez se había ido con los
otros.
-¡Recio, toquen el tambor!
Latía el ritmo lento, haciendo eco de las casas solas.
Aleteaba en el aire el compás fatigoso.
-Me estoy quedando solo.
Era ya tiempo de danza para atraer las legiones del miedo.
40
Santiguábase la niña y escupía la Torralba.
Resonaba el parche como panza de muerto.
-Me estoy quedando solo.

-¿Y pasando de pueblo en pueblo, adónde vino a dar?


La vieja, encendida por el fogón, retardó la respuesta.
-Pasando de pueblo en pueblo, vino a dar en el señalado para la última hora.
-¿Lo sabía él?
-No. Pero lo sentían los otros. Se lo sintieron en los ojos, donde se prendió una luz de aviso.
-¿Luz de aviso como estrella?
-No, luz de aviso como fuego de cementerio.

En redondo, por detrás de todas las colinas, ya asomaban las picas.


Las noticias iban llegando hasta el rancho del Tirano.
Entró un hombre.
-¿Está aún abierto tu camino, don Hereje?
-Ya está tomado y por él no podremos salir.
Veíanse avanzar los piqueros cerrados y resueltos. El cerco se estrechaba y algunas
explosiones de trabuco venían a rotar a los caballos.
Como candela cercando alacrán, todas las salidas fueron cubiertas por tropa española.
El último capitán vino sudoroso y pálido:
-Ya el último camino está ocupado. No podremos irnos.
Temblaba diciéndolo y en el silencio la vibración le tintineaba las espuelas.
-¡No nos iremos, don Gallina!
Los cinco capitanes, mudos, lo rodeaban. Don Lope cargó hasta la boca las pistolas con pólvora
gruesa y oscura, como café. Salió a la puerta y vio próximo el círculo apretado de picas y la
algazara de los soldados españoles.
Tornó adentro y vio a la hija, que lloraba sobre el hombro indiferente de la Torralba.
-¿Por qué lloro, padre?
El tirano se volvió hacia el más próximo:
-Saca el puñal, don Gallina, que no sabes sino temblar. Y tú, don Yatagán, y tú, don Perico, y tú,
don Hereje, y tú.
Las cinco puntas se mancharon de reflejos en la penumbra de la estancia cerrada.
-Porque somos asesinos hemos de morir y no ha de quedar nadie para que los otros puedan
cobrarse. Porque somos traidores, no hemos de pagar traición.
Sobre el cuello de la hija, ya sin llanto, borbotea sangre la herida abierta. Los cinco capitanes se
estremecen. Se siente profundamente el vacío que dejó el ruido del llanto al detenerse.
Los arcabuces atruenan desflecando la puerta.
Vocifera el Tirano, con los ojos transparentes de una viva luz.
-Mata tu hija, don Perico.
-No tengo don Lope.
-¡Mata tu hija, don Lisiado!
-No tengo, don Lope.
La tirería abre grandes claros en el techo.
-¡Matadlas entonces en vosotros mismos!
Como rueda de muñecos se desploman los capitanes, apagados los puñales en la carne
sudorosa.
Asoma el cielo por los huecos del techo.
-¡Matadlas en nosotros mismos!
Una mano del Tirano ha caído al suelo como un guante; al eco de otro disparo le queda tallada
una oreja como cresta de gallo. Mas luego una bocanada de plomo le envenena la sangre de
pólvora. Gira el Tirano. Aún grita como un cerdo. Aún se arrastra como una culebra. Aún se
estremece como carne de res recién muerta.

La voz de la más vieja pierde significación y se hace de la sustancia de la noche. El humo


empaña las luces y borra las paredes. Todo se sostiene sobre la agitación de las llamas.
La otra, queriendo ver en la humareda:
41
-No oigo. ¿Pasó la historia? ¿Ya ha muerto?
La fogata deja escapar hilos de llama que revolotean.
-¡No oigo!
Salta del fuego, como lámpara, como luz que navega sobre aceite, una llama quieta que recorre
la noche.
-¡Ah! Se fue por el camino de la candela.
Candela es, que viaja por la sombra cerrando los caminos.
El resplandor regresa dando tumbos, desnudando los árboles.
Perdidas las figuras, las dos voces viven en la tiniebla.
-Ave María, guárdanos del alma del Tirano Aguirre, que pasa de noche en la candela.

42
Tan desnuda como una piedra
Salvador Garmendia

CUANDO ELLA ABRIÓ LOS OJOS, sin comprender cómo había podido quedarse dormida tan
pronto, creyó que estaba viendo a un caballo parado de manos en la puerta. Pero ni siquiera
llegó a asombrarse de veras. Contempló esa visión un segundo y le pareció divertida; casi la
hizo reír, aunque tampoco tuvo tiempo para eso. Lo que allí estaba no era completamente un
caballo: podía ser más bien el esqueleto de un caballo pequeño, vestido como un hombre: o era
más bien un hombre extraordinariamente alto, con una cara grande y descendente que se
proyectaba hacia adelante. Tan alto era, que seguramente se veía obligado a caminar un poco
encorvado y ahora más todavía, mientras venía hacia ella sombrero en mano, después de haber
tenido que inclinarse bastante para cruzar la puerta. Como ella no acostumbraba cerrar por las
noches, éste no tuvo necesidad de llamar. Aquí estaba.
Le pareció también que era un hombre demasiado vestido, tal como fue quedando a medida que
entraba en el círculo de luz de una lamparita de tela plisada que se había quedado encendida en
el suelo, junto a la cama; y ella se incorporó rápidamente, con un sobresalto que en realidad no
sentía, y quedó sentada en mitad de la cama cubriéndose hasta el cuello con la sábana; en una
actitud que no era voluntaria ni natural en ella; pero también el hombre era un extraño y su
manera de vestir era la de una persona de fuera.
Había mucho que ver en la vitola del recién llegado; desde los zapatos de puntera blanca con
calados, hasta el sombrero que él había vuelto a colocarse en la cabeza, un poco inclinado del
lado derecho. Sombrero nuevo de fieltro con el ala baja, gardeliano; así lo pensó ella; sabiendo
que en la pared que tenía detrás había una fotografía de zorzal, que hace tiempo había
recortado de una revista y había pegado en medio de otras caras.
Él se quedó parado en el centro del cuarto, a sólo dos pasos de la cama, sin enderezarse
completamente todavía, y estuvo mirando con curiosidad a la mujercita, como si hubiera
tropezado con algo curioso y aniñado, que no esperaba encontrar allí.
Era un día jueves, y ella había despedido hacía rato a Gualterio, así que no tenía por qué
esperar ninguna otra ocupación por esa noche; ¡pero ésta no era una visita corriente! Por poco
se mira a sí misma levantando los brazos y esponjando sus cabellos por detrás, dándose
toquecitos a los lados con las palmas de las dos manos, en un ademán que le pertenecía, pero
que no había vuelto a emplear sino una que otra vez en mucho tiempo, y eso estando sola; pero
este impulso se durmió en sus brazos tal como había llegado; y mientras tanto seguía mirando al
recién venido, cuya presencia ocupaba más y más el tamaño del cuarto. También sintió
necesidad de reír (no lo hizo), porque, en medio de todo, le estaba resultando risible la idea de
que este hombre podía ser el propio Gualterio que había regresado de la oscuridad (sintió el
cosquilleo de la risa moviéndose alrededor de la boca; pero la carne supo mantenerse por allí
firme y dura) después que había tomado, quién sabe cómo, ese aspecto extranjero.
El Gualterio era campanero de la Iglesia. Lo había visto salir hacía rato, porque le tocaba venir a
montarla cada jueves, con su carne pesada y su color de ladrillo viejo que cubría por igual ropas
y piel.
Había un callo redondo como el ojo de un pez debajo de cada uno de los dedos de sus manos,
marcas que había dejado allí el cabestro de tocar la campana, y esos salientes ásperos
raspaban los granos de sus tetas como si los estregara con tierra, pero con su pase de dulce por
debajo; y ella no se lo había contado a nadie, y ni siquiera le complacía repetirlo a sí misma,
sobre todo tratándose de aquel Gualterio que era un zote; pero el gusto que le producían esos
frotes de escamas en las puntas de sus mamilas, raspándolas con pequeñas crestas y extremos
romos y arenosos, era un interno cosquilleo que se le presentaba en cualquier momento del día
engruesándole el busto, y esto sin siquiera tener que haber pensado expresamente en ello.
Pero a esas horas ya Gualterio debía estar entrando en la casa del Padre, así que nadie más
tenía que venir esa noche; y sin embargo, no sabía decir por qué, pero tras haberse puesto la
dormilona para acostarse, sacó debajo de la cama el espejo de mano redondo donde guardaba
en una caja de zapatos junto con sus pinturas y se estuvo mirando la cara por partes. Primero
hacia un extremo, donde quedó asomado un ojo que era de color pardo, indiferente, con el globo
redondo y saliente donde el paso del tiempo no se reflejaba, ya que ellos parecían seguir siendo
los mismos desde que era una niña. Después, detuvo su observación en la nariz, gruesa y
regada hacia los lados hasta llegar a confundirse con los pómulos, y por último resbaló para
43
enmarcar los labios esponjados, sombreados por un ligero bozo y unidos por una línea
amoratada donde se secaba la saliva.
No pensó en nada, como de costumbre, tras aquella inspección; sin embargo, acabó poniéndose
un poco de colorete en la cara. ¿Había sido esto una corazonada? El caso es que ése había
aparecido en la puerta cuando ella ya empezaba a quedarse dormida, y allí seguía. Ese carajo.
La puerta había quedado abierta, y la oscuridad del campo se desteñía un poco detrás de él, y
dejaba ver unos palmos de tierra y unas sombras de monte manchadas por el resplandor de la
luz roja que quedaba encendida ahí afuera. Se oyó exclamar, “hijo ‘e puta”, en medio de una
risotada que sólo ella pudo escuchar, mientras el extraño parece que quiso decir hola, o algo
semejante; pero únicamente se aclaró la garganta y miró hacia los lados.
Ella ya había salido de la cama. “¡A que otra no se ha echado uno de este tamaño, voy!”, cantó
sin interrumpir el silencio, pero escuchándose con satisfacción a sí misma.
El hombre no vio otra cosa que unas paredes encaladas que ya no eran blancas. Las cañas
reventadas del baharenque asomaban en algunos sitios. Un camino de hormigas trazaba una
línea quebrada que subía hacia el techo. Un camisón de andar, de tela verde, colgaba en un
clavo contra la pared. La cama era de hierro y sus copetes elevados soltaban la cáscara. Había
una repisa clavada encima de la cabecera, donde se amontonaban imágenes y cromos de
santos, entre unos restos de flores de trapo y pegotes de espera amoratada. En la pared de al
lado negreaban los recortes de clisés de revistas, y en el medio, Carlos Gardel sonreía a todos.
La mujer no podía saber que el recién llegado era un viajante de comercio, que había llegado al
pueblo esa misma mañana.
Durante el día, anduvo recorriendo los establecimientos de la calle central, donde debió haber
cerrado algunas operaciones sencillas, y al principiar la tarde estuvo de regreso en la posada.
Allí volvió a encontrarse con las cuatro personas que le habían recibido esa mañana, sentados
en el mismo lugar en torno a una pequeña mesa.
Aquella vez, tampoco ninguno de ellos pronunció palabra ni levantó la frente de la hilera de
fichas de dominó que tenía delante. Sólo después de un rato, el más viejo de todos ladeó un
poco la cabeza y miró al recién llegado por encima de unas antiparras. Era el propietario del
establecimiento, un asturiano con la cabeza de haba fósil, desenterrada.
“¿Quiere cuarto, me dice? Métase usted mismo, caballero. Allí tiene las llaves colgadas. Tome la
que le guste. Gracias”.
Sus compañeros usaban sombreros de fieltro resecos y vestían fluxes de antiguo casimir que ya
no pretendían esconder sus roturas. Podía creerse, sin exagerar, que la partida que les
mantenía insomnes alrededor de aquella mesa, con las cabezas bajas y los ojos clavados en las
fichas, podía haber comenzado por lo menos un siglo antes.
El viajante dio comienzo a la conversación. (Viéndole allí no simulaba ser tan alto como le iba a
parecer después a la mujer, en la choza; pero ella tenía la estatura casi de una niña, y así mismo
el tamaño de su vivienda parecía haber sido calculado a su medida.)
-¿Quién de ustedes quiere decirme adónde debe ir un cristiano que quiera divertirse un rato en
este pueblo? –preguntó, con su mejor sonrisa.
El asturiano respondió, sin alzar la cabeza:
-Pues… me parece que ya es un poco tarde para eso, señor.
-No son siquiera las nueve.
-Es verdad.
-Bueno… –A esta entrada siguió un silencio lento, que habló a continuación con el pistoletazo de
una ficha al ser aplastada contra la mesa.
-¡Jeremías es un profeta! –gagueó uno de los cuatro, comentando su propia jugada con una
risita chocante.
A esto, siguió un breve comentario irritado que provocó algunos manoteos entre los jugadores,
pero ninguno llegó a despegarse de su silla.
-Me pregunto si no queda por aquí un mabil, por lo menos.
-Mire usted.- Esta vez el asturiano levantó la frente, manchada de amarillo-. Si lo que quiere
usted es dar servicio al cuerpo, entonces tendrá que ser Segunda. No hay otra por aquí.
Al viajero este nombre no le ayudó a pensar en mujer.
-Segunda. Esa es su gracia. Ella es la única que puede atenderlo. Si es que todavía no se ha
acostado a dormir; digo yo.
-Pero si no son siquiera las…
44
-Ya lo sé. Pero hoy es jueves, como ve.
-Si fuera viernes, sería otra cosa –cooperó un tercero, que hacía girar despaciosamente una
ficha sobre la mesa.
-Tal vez tenga usted suerte. –El asturiano arrimó una doble sena al diagramado de las fichas-.
De todas maneras tendrá que darse prisa, ¿sabe usted? Siga por esta misma calle hasta el final.
A pesar de que la luna está clara, será mejor que deje por allí cerca su camioneta y siga
andando. De allí en adelante ya es el monte y no se sabe dónde puede uno ir a caer.
-Siga siempre derecho por una vereda que le va a salir más adelante, así hasta que vea que le
aparece un claro. En el medio, verá una mediagüita de zinc, que tiene un bombillito rojo prendido
encima de la puerta.
-De seguro encontrará esa puerta abierta.
-Entre no más, sin tocar. Allí verá a Segunda.

Al encontrarse frente a aquella persona, el extraño no tuvo necesidad de abrir la boca para
manifestar sus intenciones. Sonrió: enseñó la dentadura orificada; dirigió la mirada a la cama y
empinó la cabeza, con un ademán que a ella le pareció el de un caballo que se quita una mosca.
Esta indicación fue suficiente para que ella se sacara la dormilona por encima de la cabeza. En
ese momento, quedó tan desnuda como una piedra.
Se dio vuelta para meterse otra vez en la cama, y a él le pareció que le estaba devolviendo la
mirada a dos caras de piedra sin relieves, escrupulosamente unidas una con la otra, que se
fundían casi a plomada con la espalda.
Segunda se colocó en medio de la cama, en posición de recibir.
Volvió la cara a un lado y vio cuando el hombre se quitó el sombrero gardeliano y lo dejó con
cuidado en mitad de una silla. Esta, además de la cama y un aguamanil, era todo el mobiliario
que había en la pieza.
Segunda ya no volvió a cambiar la mirada. El aroma que venía hacia ella era una esencia
masculina, sin duda, aunque nada corriente.
El caballero desabrochó el primero de los seis botones de su saco cruzado, cortado en casimir
azul marino; y cuando terminó con los demás, colgó la prenda en el espaldar de la silla. Segunda
se distrajo un poco, pensando que asistía al comienzo de una misa extraña. El oficio prometía
ser minucioso y paciente. Cuando recuperó la atención, el hombre conducía en una mano una
pequeña prenda mutilada, tomándola por el cuello con dos dedos. No le costó trabajo
reconocerla. Era un chaleco. Y en ese momento creyó estar viendo en el aire la figura de un
maromero que se balancea y hace equilibrios en una cuerda floja. Audazmente, el hombrecito se
despoja de la levita y la arroja a la pista. Ella no deja de admirar, desde abajo, el brillo de un
chaleco muy ceñido al cuerpo que envuelve el torso delicado del funámbulo, casi desprovisto de
carnes. Pero ésta era una imagen antigua y casi transparente. Algo que tuvo que haber pasado
para ella hace mucho tiempo.
En este momento, el hombre se había despojado de una corbata casi triangular que parecía un
enorme pez de colores e iba adornada por un sujetador de plata del que sobresalía una perla.
Terció esa pieza encima de la chaqueta y se ocupó luego de los puños de su camisa, de donde
salieron las gotas de oro de unas yuntas. Tras ellas, fueron saliendo de los dedos seis anillos
que mostraban grosores y brillos diferentes, y todos formaron hilera encima del ala del sombrero,
en mitad de la silla.
Allí mismo, un reloj de pulsera, montado en una cadena dorada extensible, puso a brillar su ojo
mecánico junto a las otras prendas. Y por último, un juego de pluma fuente y lapicero niquelado,
con brillantes en el sujetador, apareció asomado al bolsillo de la camisa blanca, cuando ésta hizo
unos pases en el aire hasta quedar colgada de una punta del espaldar.
La franelilla de algodón fue a hacerle compañía, y así la primera parte de la operación quedó
concluida, aunque ella pudo ver brillar el oro una vez más, en medio de una masa de vellos
cobrizos: el oro de una cadena que él llevaba al cuello y sostenía un pequeño crucifijo de nácar.
Cuando los pantalones cayeron en el espaldar de la silla, se oyó el pequeño grito metálico de un
llavero, seguramente muy cargado.
Moviéndose con sus largas piernas desnudas, el hombre se inclinó para buscar en el bolsillo
interior de su chaqueta una pitillera de plata y un encendedor del mismo material, que colocó en
un ángulo de la silla, donde pudiera tenerlos a la mano más tarde por si le fuera necesario.
Durante esa última operación, un objeto metálico saltó como una araña del bolsillo y golpeó
45
secamente en el piso. Desde allí parecía sonreír como la boca de una calvera. El hombre llevaba
una manopla.
Sentado ahora al borde de la silla, ella le vio quitarse los zapatos. Los calcetines blancos se
desprendieron inmediatamente del cuero y de las venas como si se arrancara el hollejo de una
quemadura de sol; y luego desapareció la última prenda y dejó en su mitad el negro más
profundo.
Ella no se entretuvo demasiado mirando el badajo, que en ese momento apenas había
principiado a engordar; pero no por eso dejó de caerle en gracia que la caperuza fuera
retrocediendo por sí sola y desnudando el cuello acordonado tras una lenta contracción, como si
de esa manera esa ceremoniosa cabeza se estuviera dirigiendo especialmente a ella y le
dedicara un pensamiento.
Más bien, se distrajo mirando con admiración la montaña llena de brillo y fantasía en que había
quedado convertida su vieja silla. Era como si allí estuviera amontonado el contenido de la vitrina
de una tienda. Pero esta última visión desapareció pronto de sus ojos, a medida que una torre de
huesos se fue inclinando sobre ella, y finalmente descendió completamente entre sus piernas.
El señor se estaba aproximando a su casa, y ella sentía que interiormente los corredores se
ensanchaban; se llenaban de prisas y carreras, mientras el amo anunciaba su presencia en alta
voz desde la puerta.
El comenzó a ajetrearse, bombeándola con su toche sano y larguirucho. Ella volvió la cara a la
pared, como tenía costumbre. Pero esta vez sólo fue por un momento. Pensó en los vellos del
pecho del hombre; y como él se incorporaba un poco sobre los codos, porque seguramente tenía
por costumbre hacerlo de esa manera, pudo distinguir bien de cerca las puntas oxidadas de esos
pelos, que parecían haber sido acercados al fuego. Había vetas rojizas en esa pelambre y otras
descoloridas, casi blancas. Estando en eso, Segunda vio que bajaban más y más hacia ella (¿es
que iba besarla, carajo?) dos hileras separadas de dientes parejos y gruesos, protegidos por
filetes de oro.
Ahora, el hombre volvió a estar de pie delante de la cama. Había principiado a vestirse; pero
esta vez parecía que iba a ser únicamente un resume breve y apresurado de la ceremonia
anterior, que ya carecía de importancia.
Bueno, tampoco había sido más largo ni más corto esta vez. Como era su costumbre, había
dejado que su mitad de abajo trabajara por su propia cuenta, sin ella tener que esforzarse ni
pensar. Cada movimiento de cadera remataba arriba en una contracción, como si hiciera girar la
muñeca con el puño cerrado. Hacer esto a solas le parecía divertido: “todo no es más que así”,
se decía; y observaba el movimiento giratorio del puño que resbalaba en la articulación, con
fuertes pulsaciones.
Bueno; no se las había arreglado tan mal en la vida, después de todo. Era como si hubiera
estado engañando a todo el mundo, sin quererlo; y al pensar en esto no dejaba de reír, viendo
cómo su vida entera parecía balancearse graciosamente en ese puño. Podía parar y volver a
verlo funcionar en seguida, si así se lo ordenaba. Los señores entraban y salían. No necesitaba
otra cosa.
Es verdad que allá abajo, toda su carne era dura y redonda; pero sus huesos eran diligentes y
sabían manifestarse con empeño, y sin tener que arrearlos, como si el impulso lo trajeran de
naturaleza. Ella, mientras tanto, permitía que el tiempo se le fuera manteniendo la cara vuelta a
la pared; los ojos fijos en un punto, donde las cáscaras desprendidas del encalado hacían
aparecer diferentes clases de figuras. Unas, que siempre habían estado donde mismo; otras,
creía que se dibujaban por primera vez, y alguna era como si estuviera de regreso en su punto
después de mucho tiempo.
Esta vez no fue así, sin embargo. Al menos, no del todo. Mientras él la cubría, ella mantuvo la
cabeza derecha casi todo el tiempo, y los huesos grandes de la cara que se movía encima
respirando grueso, la habían tropezado varias veces.
También había dejado encendida la lámpara, ya que él no prestó atención a este detalle (otros
pedían expresamente que la apagara); pero ella lo prefería de esa manera. Se sabía más dueña
y más confiada si podía distinguir bien la cara del hombre, cuando alguna vez se le antojara
volver la cabeza un momento.
Y la verdad es que ahora una rara debilidad, que podía ser llamada languidez, se extendía por
sus piernas; una corriente dulce; y su vientre había estado latiendo hace un momento con

46
fuerza, y ahora mismo seguía palpitando aunque calladamente, en medio del olor a entrañas que
manaba de toda ella como si escapara por cada uno de sus poros.
Sus ideas se movían pesadamente como si durmieran a medias. No deseaba tener que
levantarse ni tampoco quería dejar de mirar al hombre, con la mejilla apoyada en la almohada.
¿Tú terminas? Le había preguntado una vez una mujer, a quien le parecía estar viendo desde el
larguero de la cama, sentada en la silla y chupándose un dedo manchado de grasa. Era una
catira de pelo chamuscado, que una vez había llegado al pueblo, no se sabía cómo, y de la
misma manera desapareció, después de algunos meses. Ella no supo qué responder a eso. No
sabía muy bien de qué se trataba; pero una corriente de vergüenza la había atravesado de arriba
abajo. Sin duda que en este momento tampoco hubiera sabido responder a esa pregunta; pero
el caso es que su cuerpo no era el mismo. Le hubiera agradado poder quedarse allí dormida, sin
tener que moverse.
El caballero había terminado de vestirse. El sombrero lo llevaba cogido por el filo. Sin dirigirle la
mirada, dejó caer unas monedas encima de la silla. La mano hizo ademán de retirarse. Se
contuvo a mitad de camino; regresó al lugar y soltó algunas otras que le habían quedado entre
los dedos.
Ella observó ese gesto desde la cama, donde se hallaba cubierta hasta el cuello con la sábana.
Parecía un ánima enteriza, oscura, pesadamente real.
El extraño se colocó despaciosamente el sombrero. Volvió la espalda y se dirigió a la puerta que
abrió hasta la mitad. Un poco del resplandor rojizo del bombillo de afuera, entró en el cuarto.
Ella tiene la mirada fija en el sombrero de fieltro gris y reluciente, que le cae de lado encima de
una oreja, y en eso siente venir un leve cosquilleo que se recoge alrededor de sus labios; sólo
que esta vez no piensa en reír a carcajadas como le sucedió al principio. El grosor de la boca se
fue haciendo patente, como si la carne principiara a hincharse, pero sin duda sólo era el
comienzo de una sonrisa.
Una mano, por lo menos la mitad más grande que la suya, se agarró a la hoja de la puerta. Esta
seguramente iba a cerrarse, sin que él tuviera que volver la cabeza.
Ella dijo; no es más que uno de paso. Sin embargo, lo había oído gemir encima por lo menos
dos o tres veces; y también la había rodeado por la espalda con sus brazos largos y la apretó
con fuerza entre ellos.
Uno de paso, como todos: un golpe de aire nocturno, endurecido entra a la habitación; y luego
parece que un cuerpo masculino fuera haciéndose, modelándose delante de ella, a medida que
el recién llegado se mueve, gruñe o canturrea junto a la cama. Pero ella no se queda acostada
un momento más ni tampoco piensa en taparse con la sábana como lo está haciendo esta
noche. Ella simplemente lo deja solo mientras se viste. Entra sin decir nada en el cuartico donde
está el retrete y una tina para lavarse, y allí se queda el tiempo suficiente, hasta que escucha el
sonido de la puerta al cerrarse. Se ha ido.
Durante las horas del día, cuando está sola en casa, ella se olvida de las noches. Sale a caminar
por la sabana, y allí sus pensamientos flotan sin contenido. Durante mucho rato su cuerpo está
lleno de vibraciones. Es una forma hueca envuelta por el tejido de los nervios; ella dice: “ soy
como un antojo; me dan ganas de nada”, y ya es casi de la misma naturaleza que el monte y la
tierra rajada; porque de alguna manera parece que todas las cosas a su alrededor, los bubones
de tierra caliza, los cardones y los mogotes espinosos que le salen al paso, tuvieran también una
especie de cara que se mueve para mirarla, y en el interior de cada una de esas visiones deben
escucharse murmullos y sonidos diversos. El cielo es blanco y uniforme. Encima de los cerros
distantes, los puntos negros de las auras se mueven en círculos.
Ahora sólo consigue distinguir, en la franja de la puerta que aún queda abierta, la curva del ala
del sombrero que va pasando a la sombra rojiza de afuera; y antes de que esa mancha
desaparezca de sus ojos, dice, tan fuerte como puede, pues tiene la garganta enronquecida, y
no sabe si todavía el extraño puedo oírla:
-Perdone lo malo, señor.

47
Los funerales de la Mamá Grande
Gabriel García Márquez

Ésta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana
absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor
de santidad un martes del setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice. Ahora
que la nación sacudida en sus entrañas ha recobrado el equilibrio; ahora que los gaiteros de San
Jacinto, los contrabandistas de la Guajira, los arroceros del Sinú, las prostitutas de Guacamayal,
los hechiceros de la Sierpe y los bananeros de Aracataca han colgado sus toldos para
restablecerse de la extenuante vigilia, y que han recuperado la serenidad y vuelto a tomar
posesión de sus estados el presidente de la república y sus ministros y todos aquellos que
representaron al poder público y a las potencias sobrenaturales en la más espléndida ocasión
funeraria que registren los anales históricos; ahora que el Sumo Pontífice ha subido a los Cielos
en cuerpo y alma, y que es imposible transitar en Macondo a causa de las botellas vacías, las
colillas de cigarrillos, los huesos roídos, las latas y trapos y excrementos que dejó la
muchedumbre que vino al entierro, ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la
calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes
de que tengan tiempo de llegar los historiadores. Hace catorce semanas, después de
interminables noches de cataplasmas, sinapismos y ventosas, demolida por la delirante agonía,
la Mamá Grande ordenó que la sentaran en su viejo mecedor de bejuco para expresar su última
voluntad. Era el único requisito que le hacía falta para morir. Aquella mañana, por intermedio del
padre Antonio Isabel, había arreglado los negocios de su alma, y sólo le faltaba arreglar los de
sus arcas con los nueve sobrinos, sus herederos universales, que velaban en torno al lecho. El
párroco, hablando solo y a punto de cumplir cien años, permanecía en el cuarto. Se habían
necesitado diez hombres para subirlo hasta la alcoba de la Mamá Grande, y se había decidido
que allí permaneciera para no tener que bajarlo y volverlo a subir en el minuto final. Nicanor, el
sobrino mayor, titánico y montaraz, vestido de caqui, botas con espuelas y un revólver calibre 38,
cañón largo, ajustado bajo la camisa, fue en busca del notario. La enorme mansión de dos
plantas, olorosa a melaza y a orégano, con sus oscuros aposentos atiborrados de arcones y
cachivaches de cuatro generaciones convertidas en polvo, se había paralizado desde la semana
anterior a la expectativa de aquel momento. En el profundo corredor central, con garfios en las
paredes donde en otro tiempo se colgaron cerdos desollados y se desangraban venados en los
soñolientos domingos de agosto, los peones dormían amontonados sobre sacos de sal y útiles
de labranza, esperando la orden de ensillar las bestias para divulgar la mala noticia en el ámbito
de la hacienda desmedida. El resto de la familia estaba en la sala. Las mujeres lívidas,
desangradas por la herencia y la vigilia, guardaban un luto cerrado que era una suma de
incontables lutos superpuestos. La rigidez matriarcal de la Mamá Grande había cercado su
fortuna y su apellido con una alambrada sacramental, dentro de la cual los tíos se casaban con
las hijas de las sobrinas, y los primos con las tías, y los hermanos con las cuñadas, hasta formar
una intrincada maraña de consanguinidad que convirtió la procreación en un círculo vicioso. Sólo
Magdalena, la menor de las sobrinas, logró escapar al cerco; aterrorizada por las alucinaciones
se hizo exorcizar por el padre Antonio Isabel, se rapó la cabeza y renunció a las glorias y
vanidades del mundo en el noviciado de la Prefectura Apostólica. Al margen de la familia oficial y
en ejercicio del derecho de pernada, los varones habían fecundado hatos, veredas y caseríos
con toda una descendencia bastarda, que circulaba entre la servidumbre sin apellidos a título de
ahijados, dependientes, favoritos y protegidos de la Mamá Grande. La inminencia de la muerte
removió la extenuante expectativa. La voz de la moribunda, acostumbrada al homenaje y a la
obediencia, no fue más sonora que un bajo de órgano en la pieza cerrada, pero resonó en los
más apartados rincones de la hacienda. Nadie era indiferente a esa muerte. Durante el presente
siglo, la Mamá Grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus
padres y los padres de sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos
siglos. La aldea se fundó alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los límites ni el
valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había acostumbrado a creer que la Mamá
Grande era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos
vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía además un derecho
heredado sobre vida y haciendas. Cuando se sentaba a tomar el fresco de la tarde en el balcón
de su casa, con todo el peso de sus vísceras y su autoridad aplastado en su viejo mecedor de
48
bejuco, parecía en verdad infinitamente rica y poderosa, la matrona más rica y poderosa del
mundo. A nadie se le había ocurrido pensar que la Mamá Grande fuera mortal, salvo a los
miembros de su tribu, y a ella misma, aguijoneada por las premoniciones seniles del padre
Antonio Isabel. Pero ella confiaba en que viviría más de 100 años, como su abuela materna, que
en la guerra de 1875 se enfrentó a una patrulla del coronel Aureliano Buendía, atrincherada en la
cocina de la hacienda. Sólo en abril de este año comprendió la Mamá Grande que Dios no le
concedería el privilegio de liquidar personalmente, en franca refriega, a una horda de masones
federalistas. En la primera semana de dolores el médico de la familia la entretuvo con
cataplasmas de mostaza y calcetines de lana. Era un médico hereditario, laureado en
Montpellier, contrario por convicción filosófica a los progresos de su ciencia, a quien la Mamá
Grande había concedido la prebenda de que se impidiera en Macondo el establecimiento de
otros médicos. En un tiempo recorría el pueblo a caballo, visitando a los lúgubres enfermos del
atardecer, y la naturaleza le concedió el privilegio de ser padre de numerosos hijos ajenos. Pero
la artritis le anquilosó en un chinchorro, y terminó por atender a sus pacientes sin visitarlos, por
medio de suposiciones, correveidiles y recados. Requerido por la Mamá Grande atravesó la
plaza en pijama, apoyado en dos bastones, y se instaló en la alcoba de la enferma. Sólo cuando
comprendió que la Mamá Grande agonizaba, hizo llevar un arca con pomos de porcelana
marcados en latín y durante tres semanas embadurnó a la moribunda por dentro y por fuera con
toda suerte de emplastos académicos, julepes magníficos y supositorios magistrales. Después le
aplicó sapos ahumados en el sitio del dolor y sanguijuelas en los riñones, hasta la madrugada de
ese día en que tuvo que enfrentarse a la disyuntiva de hacerla sangrar por el barbero o exorcizar
por el padre Antonio Isabel. Nicanor mandó a buscar al párroco. Sus diez hombres mejores lo
llevaron desde la casa cural hasta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente
mecedor de mimbre bajo el mohoso palio de las grandes ocasiones. La campanilla del Viático en
el tibio amanecer de setiembre fue la primera notificación a los habitantes de Macondo. Cuando
salió el sol, la placita frente a la casa de la Mamá Grande parecía una feria rural. Era como el
recuerdo de otra época. Hasta cuando cumplió los 70, la Mamá Grande celebró su cumpleaños
con las ferias más prolongadas y tumultuosas de que se tenga memoria. Se ponían damajuanas
de aguardiente a disposición del pueblo, se sacrificaban reses en la plaza pública, y una banda
de músicos instalada sobre una mesa tocaba sin tregua durante tres días. Bajo los almendros
polvorientos donde la primera semana del siglo acamparon las legiones del coronel Aureliano
Buendía, se ponían ventas de masato, bollos, morcillas, chicharrones, empanadas, butifarras,
caribañolas, pandeyuca, almojábanas, buñuelos, arepuelas, hojaldres, longanizas, mondongos,
cocadas, guarapo, entre todo género de menudencias, chucherías, baratijas y cacharros, y
peleas de gallos y juegos de lotería. En medio de la confusión de la muchedumbre alborotada,
se vendían estampas y escapularios con la imagen de la Mamá Grande. Las festividades
comenzaban la antevíspera y terminaban el día del cumpleaños, con un estruendo de fuegos
artificiales y un baile familiar en la casa de la Mamá Grande. Los selectos invitados y los
miembros legítimos de la familia, generosamente servidos por la bastardía, bailaban al compás
de la vieja pianola equipada con rollos de moda. La Mamá Grande presidía la fiesta desde el
fondo del salón, en una poltrona con almohadas de lino, impartiendo discretas instrucciones con
su diestra adornada de anillos en todos los dedos. A veces en complicidad con los enamorados
pero casi siempre aconsejada por su propia inspiración, aquella noche concertaba los
matrimonios del año entrante. Para clausurar el jubileo, la Mamá Grande salía al balcón
adornado con diademas y faroles de papel, y arrojaba monedas a la muchedumbre. Aquella
tradición se había interrumpido, en parte por los duelos sucesivos de la familia, y en parte por la
incertidumbre política de los últimos tiempos. Las nuevas generaciones no asistieron sino de
oídas a aquellas manifestaciones de esplendor. No alcanzaron a ver a la Mamá Grande en la
misa mayor, abanicada por algún miembro de la autoridad civil, disfrutando del privilegio de no
arrodillarse ni en el instante de la elevación para no estropear su saya de volantes holandeses y
sus almidonados pollerines de olán. Los ancianos recordaban como una alucinación de la
juventud los doscientos metros de esteras que se tendieron desde la casa solariega hasta el
altar mayor, la tarde en que María del Rosario Castañeda y Montero asistió a los funerales de su
padre, y regresó por la calle esterada investida de su nueva e irradiante dignidad, a los 22 años,
convertida en la Mamá Grande. Aquella visión medieval pertenecía entonces no sólo al pasado
de la familia, sino al pasado de la nación. Cada vez más imprecisa y remota, visible apenas en
su balcón sofocado entonces por los geranios en las tardes de calor, la Mamá Grande se
49
esfumaba en su propia leyenda. Su autoridad se ejercía a través de Nicanor. Existía la promesa
tácita, formulada por la tradición, de que el día en que la Mamá Grande lacrara su testamento,
los herederos decretarían tres noches de jolgorios públicos. Pero se sabía asimismo que ella
había decidido no expresar su voluntad última hasta pocas horas antes de morir, y nadie
pensaba seriamente en la posibilidad de que la Mamá Grande fuera mortal. Sólo esa
madrugada, despertados por los cencerros del Viático, los habitantes de Macondo se
convencieron de que la Mamá Grande no sólo era mortal, sino que se estaba muriendo. Su hora
era llegada. En su cama de lienzo, embadurnada de áloes hasta las orejas, bajo la marquesina
de polvorienta espumilla, apenas se adivinaba la vida en la tenue respiración de sus tetas
matriarcales. La Mamá Grande, que hasta los cincuenta años rechazó a los más apasionados
pretendientes, y que fue dotada por la naturaleza para amamantar ella sola a toda su especie,
agonizaba virgen y sin hijos. En el momento de la extremaunción, el padre Antonio Isabel tuvo
que pedir ayuda para aplicarle los óleos en la palma de las manos, pues desde el principio de su
agonía la Mamá Grande tenía los puños cerrados. De nada valió el concurso de las sobrinas. En
el forcejeo, por primera vez en una semana, la moribunda apretó contra su pecho la mano
constelada de piedras preciosas, y fijó en las sobrinas su mirada sin color, diciendo:
“Salteadoras.” Luego vio al padre Antonio Isabel en indumentaria litúrgica y al monaguillo con los
instrumentos sacramentales, y murmuró con una convicción apacible: “Me estoy muriendo.”
Entonces se quitó el anillo con el Diamante Mayor y se lo dio a Magdalena, la novicia, a quien
correspondía por ser la heredera menor. Aquél era el final de una tradición: Magdalena había
renunciado a su herencia en favor de la Iglesia. Al amanecer, la Mamá Grande pidió que la
dejaran a solas con Nicanor para impartir sus últimas instrucciones. Durante media hora, con
perfecto dominio de sus facultades, se informó de la marcha de los negocios. Hizo formulaciones
especiales sobre el destino de su cadáver, y se ocupó por último de las velaciones. “Tienes que
estar con los ojos abiertos”, dijo. “Guarda bajo llave todas las cosas de valor, pues mucha gente
no viene a los velorios sino a robar.” Un momento después, a solas con el párroco, hizo una
confesión dispendiosa, sincera y detallada, y comulgó más tarde en presencia de los sobrinos.
Entonces fue cuando pidió que la sentaran en el mecedor de bejuco para expresar su última
voluntad. Nicanor había preparado, en veinticuatro folios escritos con letra muy clara, una
escrupulosa relación de sus bienes. Respirando apaciblemente, con el médico y el padre Antonio
Isabel por testigos, la Mamá Grande dictó al notario la lista de sus propiedades, fuente suprema
y única de su grandeza y autoridad. Reducido a sus proporciones reales, el patrimonio físico se
reducía a tres encomiendas adjudicadas por Cédula Real durante la Colonia, y que con el
transcurso del tiempo, en virtud de intrincados matrimonios de conveniencia, se habían
acumulado bajo el dominio de la Mamá Grande. En ese territorio ocioso, sin límites definidos,
que abarcaba cinco municipios y en el cual no se sembró Gabriel nunca un solo grano por
cuenta de los propietarios, vivían a título de arrendatarias 352 familias. Todos los años, en
vísperas de su onomástico, la Mamá Grande ejercía el único acto de dominio que había
impedido el regreso de las tierras al estado: el cobro de los arrendamientos. Sentada en el
corredor interior de su casa, ella recibía personalmente el pago del derecho de habitar en sus
tierras, como durante más de un siglo lo recibieron sus antepasados de los antepasados de los
arrendatarios. Pasados los tres días de la recolección, el patio estaba atiborrado de cerdos,
pavos y gallinas, y de los diezmos y primicias sobre los frutos de la tierra que se depositaban allí
en calidad de regalo. En realidad, ésa era la única cosecha que jamás recogió la familia de un
territorio muerto desde sus orígenes, calculado a primera vista en 100.000 hectáreas. Pero las
circunstancias históricas habían dispuesto que dentro de esos límites crecieran y prosperaran las
seis poblaciones del distrito de Macondo, incluso la cabecera del municipio, de manera que todo
el que habitara una casa no tenía más derecho de propiedad del que le correspondía sobre los
materiales, pues la tierra pertenecía a la Mamá Grande y a ella se pagaba el alquiler, como tenía
que pagarlo el gobierno por el uso que los ciudadanos hacían en las calles. En los alrededores
de los caseríos, merodeaba un número nunca contado y menos atendido de animales herrados
en los cuartos traseros con la forma de un candado. Ese hierro hereditario, que más por el
desorden que por la cantidad se había hecho familiar en remotos departamentos donde llegaban
en verano, muertas de sed, las reses desperdigadas, era uno de los más sólidos soportes de la
leyenda. Por razones que nadie se había detenido a explicar, las extensas caballerizas de la
casa se habían vaciado progresivamente desde la última guerra civil, y en los últimos tiempos se
habían instalado en ellas trapiches de caña, corrales de ordeño, y una piladora de arroz. Aparte
50
de lo enumerado, se hacía constar en el testamento la existencia de tres vasijas de morrocotas
enterradas en algún lugar de la casa durante la guerra de Independencia, que no habían sido
halladas en periódicas y laboriosas excavaciones. Con el derecho de continuar la explotación de
la tierra arrendada y de percibir los diezmos y primicias y toda clase de dádivas extraordinarias,
los herederos recibían un plano levantado de generación en generación, y por cada generación
perfeccionado, que facilitaba el hallazgo del tesoro enterrado. La Mamá Grande necesitó tres
horas para enumerar sus asuntos terrenales. En la sofocación de la alcoba, la voz de la
moribunda parecía dignificar en su sitio cada cosa enumerada. Cuando estampó su firma,
balbuciente, y debajo estamparon la suya los testigos, un temblor secreto sacudió el corazón de
las muchedumbres que empezaban a concentrarse frente a la casa, a la sombra de los
almendros polvorientos. Sólo faltaba entonces la enumeración minuciosa de los bienes morales.
Haciendo un esfuerzo supremo
—el mismo que hicieron sus antepasados antes de morir para asegurar el predominio de su
especie— la Mamá Grande se irguió sobre sus nalgas monumentales, y con voz dominante y
sincera, abandonada a su memoria, dictó al notario la lista de su patrimonio invisible: La riqueza
del subsuelo, las aguas territoriales, los colores de la bandera, la soberanía nacional, los partidos
tradicionales, los derechos del hombre, las libertades ciudadanas, el primer magistrado, la
segunda instancia, el tercer debate, las cartas de recomendación, las constancias históricas, las
elecciones libres, las reinas de la belleza, los discursos trascendentales, las grandiosas
manifestaciones, las distinguidas señoritas, los correctos caballeros, los pundonorosos militares,
su señoría ilustrísima, la corte suprema de justicia, los artículos de prohibida importación, las
damas liberales, el problema de la carne, la pureza del lenguaje, los ejemplos para el mundo, el
orden jurídico, la prensa libre pero responsable, la Atenas sudamericana, la opinión pública, las
lecciones democráticas, la moral cristiana, la escasez de divisas, el derecho de asilo, el peligro
comunista, la nave del estado, la carestía de la vida, las tradiciones republicanas, las clases
desfavorecidas, los mensajes de adhesión. No alcanzó a terminar. La laboriosa enumeración
tronchó su último viaje. Ahogándose en el maremagnum de fórmulas abstractas que durante dos
siglos constituyeron la justificación moral del poderío de la familia, la Mamá Grande emitió un
sonoro eructo, y expiró. Los habitantes de la capital remota y sombría vieron esa tarde el retrato
de una mujer de veinte años en la primera página de las ediciones extraordinarias, y pensaron
que era una nueva reina de la belleza. La Mamá Grande vivía otra vez la momentánea juventud
de su fotografía, ampliada a cuatro columnas y con retoques urgentes, su abundante cabellera
recogida a lo alto del cráneo con un peine de marfil, y una diadema sobre la gola de encajes.
Aquella imagen, captada por un fotógrafo ambulante que pasó por Macondo a principios de siglo
y archivada por los periódicos durante muchos años en la división de personajes desconocidos,
estaba destinada a perdurar en la memoria de las generaciones futuras. En los autobuses
decrépitos, en los ascensores de los ministerios, en los lúgubres salones de té forrados de
pálidas colgaduras, se susurró con veneración y respeto de la autoridad muerta en su distrito de
calor y malaria, cuyo nombre se ignoraba en el resto del país hacía pocas horas, antes de ser
consagrado por la palabra impresa. Una llovizna menuda cubría de recelo y de verdín a los
transeúntes. Las campanas de todas las iglesias tocaban a muerto. El presidente de la república,
sorprendido por la noticia cuando se dirigía al acto de graduación de los nuevos cadetes, sugirió
al ministro de la guerra, en una nota escrita de su puño y letra en el revés del telegrama, que
concluyera su discurso con un minuto de silencio en homenaje a la Mamá Grande. El orden
social había sido rozado por la muerte. El propio presidente de la república, a quien los
sentimientos urbanos llegaban como a través de un filtro de purificación, alcanzó a percibir
desde su automóvil en una visión instantánea pero hasta un cierto punto brutal, la silenciosa
consternación de la ciudad. Sólo permanecían abiertos algunos cafetines de mala muerte, y la
Catedral Metropolitana, dispuesta para nueve días de honras fúnebres. En el Capitolio Nacional,
donde los mendigos envueltos en papeles dormían al amparo de columnas dóricas y taciturnas
estatuas de presidentes muertos, las luces del Congreso estaban encendidas. Cuando el primer
mandatario entró a su despacho, conmovido por la visión de la capital enlutada, sus ministros lo
esperaban vestidos de tafetán funerario, de pie, más solemnes y pálidos que de costumbre. Los
acontecimientos de aquella noche y las siguientes serían más tarde definidos como una lección
histórica. No sólo por el espíritu cristiano que inspiró a los más elevados personeros del poder
público, sino por la abnegación con que se conciliaron intereses disímiles y criterios
contrapuestos, en el propósito común de enterrar un cadáver ilustre. Durante muchos años la
51
Mamá Grande había garantizado la paz social y la concordia política de su imperio, en virtud de
los tres baúles de cédulas electorales falsas que formaban parte de su patrimonio secreto. Los
varones de la servidumbre, sus protegidos y arrendatarios, mayores y menores de edad,
ejercitaban no sólo su propio derecho de sufragio, sino también el de los electores muertos en un
siglo. Ella era la prioridad del poder tradicional sobre la autoridad transitoria, el predominio de la
clase sobre la plebe, la trascendencia de la sabiduría divina sobre la improvisación mortal. En
tiempos pacíficos, su voluntad hegemónica acordaba y desacordaba canonjías, prebendas y
sinecuras, y velaba por el bienestar de los asociados así tuviera para lograrlo que recurrir a la
trapisonda o al fraude electoral. En tiempos tormentosos, la Mamá Grande contribuyó en secreto
para armar a sus partidarios, y socorrió en público a sus víctimas. Aquel celo patriótico la
acreditaba para los más altos honores. El presidente de la república no había tenido necesidad
de recurrir a sus consejeros para medir el peso de su responsabilidad. Entre la sala de
audiencias de Palacio y el patiecito adoquinado que sirvió de cochera a los virreyes, mediaba un
jardín interior de cipreses oscuros donde un fraile portugués se ahorcó por amor en las
postrimerías de la Colonia. A pesar de su ruidoso aparato de oficiales condecorados, el
presidente no podía reprimir un ligero temblor de incertidumbre cuando pasaba por ese lugar
después del crepúsculo. Pero aquella noche, el estremecimiento tuvo la fuerza de una
premonición. Entonces adquirió plena conciencia de su destino histórico, y decretó nueve días
de duelo nacional, y honores póstumos a la Mamá Gran-de en la categoría de heroína muerta
por la patria en el campo de batalla. Como lo expresó en la dramática alocución que aquella
madrugada dirigió a sus compatriotas a través de la cadena nacional de radio y televisión, el
primer magistrado de la nación confiaba en que los funerales de la Mamá Grande constituyeran
un nuevo ejemplo para el mundo. Tan altos propósitos debían tropezar sin embargo con graves
inconvenientes. La estructura jurídica del país, construida por remotos ascendientes de la Mamá
Grande, no estaba preparada para acontecimientos como los que empezaban a producirse.
Sabios doctores de la ley, probados alquimistas del derecho ahondaron en hermenéuticas y
silogismos, en busca de la fórmula que permitiera al presidente de la república asistir a los
funerales. Se vivieron días de sobresalto en las altas esferas de la política, el clero y las
finanzas. En el vasto hemiciclo del Congreso, enrarecido por un siglo de legislación abstracta,
entre óleos de próceres nacionales y bustos de pensadores griegos, la evocación de la Mamá
Grande alcanzó proporciones insospechables, mientras su cadáver se llenaba de burbujas en el
duro setiembre de Macondo. Por primera vez se habló de ella y se la concibió sin su mecedor de
bejuco, sus sopores a las dos de la tarde y sus cataplasmas de mostaza, y se la vio pura y sin
edad, destilada por la leyenda. Horas interminables se llenaron de palabras, palabras, palabras
que repercutían en el ámbito de la república, aprestigiadas por los altavoces de la letra impresa.
Hasta que alguien dotado de sentido de la realidad en aquella asamblea de jurisconsultos
asépticos, interrumpió el blablablá histórico para recordar que el cadáver de la Mamá Grande
esperaba la decisión a 40 grados a la sombra. Nadie se inmutó frente a aquella irrupción del
sentido común en la atmósfera pura de la ley escrita. Se impartieron órdenes para que fuera
embalsamado el cadáver, mientras se encontraban fórmulas, se conciliaban pareceres o se
hacían enmiendas constitucionales que permitieran al presidente de la república asistir al
entierro. Tanto se había parlado, que los parloteos transpusieron las fronteras, transpasaron el
océano y atravesaron como un presentimiento las habitaciones pontificias de Castelgandolfo.
Repuesto de la modorra del ferragosto reciente, el Sumo Pontífice estaba en la ventana, viendo
en el lago sumergirse los buzos que buscaban la cabeza de la doncella decapitada. En las
últimas semanas los periódicos de la tarde no se habían ocupado de otra cosa, y el Sumo
Pontífice no podía ser indiferente a un enigma planteado a tan corta distancia de su residencia
de verano. Pero aquella tarde, en una sustitución imprevista, los periódicos cambiaron las
fotografías de las posibles víctimas, por la de una sola mujer de veinte años, señalada con una
blonda de luto. “La Mamá Grande”, exclamó el Sumo Pontífice, reconociendo al instante el
borroso daguerrotipo que muchos años antes le había sido ofrendado con ocasión de su
ascenso a la Silla de San Pedro. “La Mamá Grande”, exclamaron a coro en sus habitaciones
privadas los miembros del Colegio Cardenalicio, y por tercera vez en veinte siglos hubo una hora
de desconciertos, sofoquines y correndillas en el imperio sin límites de la cristiandad, hasta que
el Sumo Pontífice estuvo instalado en su larga góndola negra, rumbo a los fantásticos y remotos
funerales de la Mamá Grande. Detrás quedaron los luminosos sembrados de melocotones, la
Via Apia Antica con tibias actrices de cine dorándose en las terrazas sin todavía tener noticias de
52
la conmoción, y después el sombrío promontorio del Castelsantangelo en el horizonte del Tíber.
Al crepúsculo los profundos dobles de la Basílica de San Pedro se entreveraron con los bronces
cuarteados de Macondo. Desde su toldo sofocante, a través de los caños intrincados y las
ciénagas sigilosas que marcaban el límite del Imperio Romano y los hatos de la Mamá Grande,
el Sumo Pontífice oyó toda la noche la bullaranga de los monos alborotados por el paso de las
muchedumbres. En su itinerario nocturno la canoa pontificia se había ido llenando de costales de
yuca, racimos de plátanos verdes y huacales de gallina, y de hombres y mujeres que
abandonaban sus ocupaciones habituales para tentar fortuna con cosas de vender en los
funerales de la Mamá Grande. Su Santidad padeció esa noche, por primera vez en la historia de
la Iglesia, la fiebre de la vigilia y el tormento de los zancudos. Pero el prodigioso amanecer sobre
los dominios de la Gran Vieja, la visión primigenia del reino de la balsamina y de la iguana,
borraron de su memoria los padecimientos del viaje y lo compensaron del sacrificio. Nicanor
había sido despertado por tres golpes en la puerta que anunciaban el arribo inminente de Su
Santidad. La muerte había tomado posesión de la casa. Inspirados por sucesivas y apremiantes
alocuciones presidenciales, por las febriles controversias de los parlamentarios que habían
perdido la voz y continuaban entendiéndose por medio de signos convencionales, hombres y
congregaciones de todo el mundo se desentendieron de sus asuntos y colmaron con su
presencia los oscuros corredores, los atiborrados pasadizos, las asfixiantes buhardas, y quienes
llegaron con retardo se treparon y acomodaron del mejor modo en barbacanas, palenques,
atalayas, maderámenes y matacanes. En el salón central, momificándose en espera de las
grandes decisiones, yacía el cadáver de la Mamá Grande, bajo un estremecido promontorio de
telegramas. Extenuados por las lágrimas, los nueve sobrinos velaban el cuerpo en un éxtasis de
vigilancia recíproca. Aún debió el universo prolongar el acecho durante muchos días. En el salón
del consejo municipal, acondicionado con cuatro taburetes de cuero, una tinaja de agua filtrada y
una hamaca de lampazo, el Sumo Pontífice padeció un insomnio sudoroso, entreteniéndose con
la lectura de memoriales y disposiciones administrativas en las dilatadas noches sofocantes.
Durante el día, repartía caramelos italianos a los niños que se acercaban a verlo por la ventana,
y almorzaba bajo la pérgola de astromelias con el padre Antonio Isabel, y ocasionalmente con
Nicanor. Así vivió semanas interminables y meses alargados por la expectativa y el calor, hasta
que Pastor Pastrana se plantó con su redoblante en el centro de la plaza y leyó el bando de la
decisión. Se declaraba turbado el orden público, tarrataplán, y el presidente de la república,
tarrataplán, disponía de las facultades extraordinarias, tarrataplán, que le permitían asistir a los
funerales de la Mamá Grande, tarrataplán, rataplán, plan, plan. El gran día era venido. En las
calles congestionadas de ruletas, fritangas y mesas de lotería, y hombres con culebras
enrolladas en el cuello que pregonaban el bálsamo definitivo para curar la erisipela y asegurar la
vida eterna; en la placita abigarrada donde las muchedumbres habían colgado sus toldos y
desenrollado sus petates, apuestos ballesteros despejaron el paso a la autoridad. Allí estaban,
en espera del momento supremo, las lavanderas del San Jorge, los pescadores de perla del
Cabo de Vela, los atarrayeros de Ciénega, los camaroneros de Tasajera, los brujos de la
Mojana, los salineros de Manaure, los acordeoneros de Valledupar, los chalanes de Ayapel, los
papayeros de San Pelayo, los mamadores de gallo de La Cueva, los improvisadores de las
Sabanas de Bolívar, los camajanes de Rebolo, los bogas del Magdalena, los tinterillos de
Mompox, además de los que se enumeran al principio de esta crónica, y muchos otros. Hasta los
veteranos del coronel Aureliano Buendía —el duque de Marlborough a la cabeza, con su
atuendo de pieles y uñas y dientes de tigre— se sobrepusieron a su rencor centenario por la
Mamá Grande y los de su especie, y vinieron a los funerales, para solicitar del presidente de la
república el pago de las pensiones de guerra que esperaban desde hacía sesenta años. Poco
antes de las once, la muchedumbre delirante que se asfixiaba al sol, contenida por una élite
imperturbable de guerreros uniformados de dormanes guarnecidos y espumosos morriones,
lanzó un poderoso rugido de júbilo. Dignos, solemnes en sus sacolevas y chisteras, el presidente
de la república y sus ministros, las comisiones del parlamento, la corte suprema de justicia, el
consejo de estado, los partidos tradicionales y el clero, y los representantes de la banca, el
comercio y la industria, hicieron su aparición por la esquina de la telegrafía. Calvo y rechoncho,
el ancia-no y enfermo presidente de la república desfiló frente a los ojos atónitos de las
muchedumbres que lo habían investido sin conocerlo y que sólo ahora podían dar un testimonio
verídico de su existencia. Entre los arzobispos extenuados por la gravedad de su ministerio y los
militares de robusto tórax acorazado de insignias, el primer magistrado de la nación transpiraba
53
el hálito inconfundible del poder. En segundo término, en un sereno transcurso de crespones
luctuosos, desfilaban las reinas nacionales de todas las cosas habidas y por haber. Por primera
vez desprovistas del esplendor terrenal, allí pasaron, precedidas de la reina universal, la reina
del mango de hilacha, la reina de la ahuyama verde, la reina del guineo manzano, la reina de la
yuca harinosa, la reina de la guayaba perulera, la reina del coco de agua, la reina del frijol de
cabecita negra, la reina de 426 kilómetros de sartales de huevos de iguana, y todas las que se
omiten por no hacer interminables estas crónicas. En su féretro con vueltas de púrpura,
separada de la realidad por ocho torniquetes de cobre, la Mamá Grande estaba entonces
demasiado embebida en su eternidad de formaldehído para darse cuenta de la magnitud de su
grandeza. Todo el esplendor con que ella había soñado en el balcón de su casa durante las
vigilias del calor, se cumplió con aquellas cuarenta y ocho gloriosas en que todos los símbolos
de la época rindieron homenaje a su memoria. El propio Sumo Pontífice, a quien ella imaginó en
sus delirios suspendido en una carroza resplandeciente sobre los jardines del Vaticano, se
sobrepuso al calor con un abanico de palma trenzada y honró con su dignidad suprema los
funerales más grandes del mundo. Obnubilado por el espectáculo del poder, el populacho no
determinó el ávido aleteo que ocurrió en el caballete de la casa cuando se impuso el acuerdo en
la disputa de los ilustres, y se sacó el catafalco a la calle en hombros de los más ilustres. Nadie
vio la vigilante sombra de gallinazos que siguió al cortejo por las ardientes callecitas de
Macondo, ni reparó que al paso de los ilustres éstas se iban cubriendo de un pestilente rastro de
desperdicios. Nadie advirtió que los sobrinos, ahijados, sirvientes y protegidos de la Mamá
Grande cerraron las puertas tan pronto como sacaron el cadáver, y desmontaron las puertas,
desenclavaron las tablas y desenterraron los cimientos para repartirse la casa. Lo único que para
nadie pasó inadvertido en el fragor de aquel entierro, fue el estruendoso suspiro de descanso
que exhalaron las muchedumbres cuando se cumplieron los catorce días de plegarias,
exaltaciones y ditirambos, y la tumba fue sellada con una plataforma de plomo. Algunos de los
allí presentes dispusieron de la suficiente clarividencia para comprender que estaban asistiendo
al nacimiento de una nueva época. Ahora podía el Sumo Pontífice subir al Cielo en cuerpo y
alma, cumplida su misión en la tierra, y podía el presidente de la república sentarse a gobernar
según su buen criterio, y podían las reinas de todo lo habido y por haber casarse y ser felices y
engendrar y parir muchos hijos, y podían las muchedumbres colgar sus toldos según su leal
modo de saber y entender en los desmesurados dominios de la Mamá Grande, porque la única
que podía oponerse a ello y tenía suficiente poder para hacerlo había empezado a pudrirse bajo
una plataforma de plomo. Sólo faltaba entonces que alguien recostara un taburete en la puerta
para contar esta historia, lección y escarmiento de las generaciones futuras, y que ninguno de
los incrédulos del mundo se quedara sin conocer la noticia de la Mamá Grande, que mañana
miércoles vendrán los barrenderos y barrerán la basura de sus funerales, por todos los siglos de
los siglos.

54
Un señor muy viejo con unas alas enormes
Gabriel García Márquez

         AL TERCER DÍA de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo
que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la
noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste
desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que
en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y
mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa
después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba
en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que
estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía
levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
         Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el
cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas
unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa
condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo
grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo
observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del
asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó
en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por
alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario
de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a
una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada
para sacarlos del error.
         — Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo
ha tumbado la lluvia.
         Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de
carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos
eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para
matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote
de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el
gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían
matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces
se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones
para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las
primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la
menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no
fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
         El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A
esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda
clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería
nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a
general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que
fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y
sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido
leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que
le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una
enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al
sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían
tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de
anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio
los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no
entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca
resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas
sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada
55
de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces
abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la
ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de
carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial
para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para
reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste
escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más
altos.
         Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta
rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que
llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa.
Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de
tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
         Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador,
que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso
porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los
enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los
latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir
porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a
deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En
medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban
felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y
todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del
horizonte.
         El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba
buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de
aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que
comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el
alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los
almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo
que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía
ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca
de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas
para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que
se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le
abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar
inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con
los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de
gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos
creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de
no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de
buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
         El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de
inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo.
Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar
si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber
muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas
cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento
providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
         Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del
Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por
desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver
al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y
examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era
una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo
más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los
pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres
56
para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin
permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago
de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las
almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad
humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel
despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se
le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la
visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a
punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos
milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado
ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así
como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar
tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los
dormitorios.
         Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado
construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos
para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para
que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del
pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas
zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las
señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no
mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su
interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya
andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio,
cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero
luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño
mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se
caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero
soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos
contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de
auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no
le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus
alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía
entender por qué no las tenían también los otros hombres.
         Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían
desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo
sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en
la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se
desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera
de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer,
sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y
ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una
manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que
pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las
pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina
sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
         Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los
primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie
lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y
duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud.
Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los
notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las
estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo,
cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la
ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió
con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con
aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero
57
logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar
por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de
buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta
cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida,
sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

58
La santa
Gabriel García Márquez

Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las
callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a primera vista por su
castellano difícil y su buen talante de romano antiguo. Tenía el cabello blanco y escaso, y no le
quedaban rastros de la conducta lúgubre y las ropas funerarias de letrado andino con que había
venido a Roma por primera vez, pero en el curso de la conversación fui rescatándolo poco a
poco de las perfidias de sus años y volvía a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una
tenacidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de café en uno de nuestros bares de otros
tiempos, me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía por dentro.
-¿Qué pasó con la santa?
-Ahí está la santa -me contestó-. Esperando.
Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de su
respuesta. Conocíamos tanto su drama, que durante años pensé que Margarito Duarte era el
personaje en busca de autor que los novelistas esperamos durante toda una vida, y si nunca
dejé que me encontrara fue porque el final de su historia me parecía inimaginable.
Había venido a Roma en aquella primavera radiante en que Pío XII padecía una crisis de hipo
que ni las buenas ni las malas artes de médicos y hechiceros habían logrado remediar. Salía por
primera vez de su escarpada aldea de Tolima, en los Andes colombianos, y se le notaba hasta
en el modo de dormir. Se presentó una mañana en nuestro consulado con la maleta de pino
lustrado que por la forma y el tamaño parecía el estuche de un violonchelo, y le planteó al cónsul
el motivo sorprendente de su viaje. El cónsul llamó entonces por teléfono al tenor Rafael Ribero
Silva, su compatriota, para que le consiguiera un cuarto en la pensión donde ambos vivíamos.
Así lo conocí.
Margarito Duarte no había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras
le había permitido una formación más amplia con la lectura apasionada de cuanto material
impreso encontraba a su alcance. A los dieciocho años, siendo el escribano del municipio, se
casó con una bella muchacha que murió poco después en el parto de la primera hija. Ésta, más
bella aún que la madre, murió de fiebre esencial a los siete años. Pero la verdadera historia de
Margarito Duarte había empezado seis meses antes de su llegada a Roma, cuando hubo de
mudar el cementerio de su pueblo para construir una represa. Como todos los habitantes de la
región, Margarito desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. La
esposa era polvo. En la tumba contigua, por el contrario, la niña seguía intacta después de once
años. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el vaho de las rosas frescas con que la
habían enterrado. Lo más asombroso, sin embargo, era que el cuerpo carecía de peso.
Centenares de curiosos atraídos por el clamor del milagro desbordaron la aldea. No había duda.
La incorruptibilidad del cuerpo era un síntoma inequívoco de la santidad, y hasta el obispo de la
diócesis estuvo de acuerdo en que semejante prodigio debía someterse al veredicto del
Vaticano. De modo que se hizo una colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma, a
batallar por una causa que ya no era sólo suya ni del ámbito estrecho de su aldea, sino un
asunto de la nación.
Mientras nos contaba su historia en la pensión del apacible barrio de Parioli, Margarito Duarte
quitó el candado y abrió la tapa del baúl primoroso. Fue así como el tenor Ribero Silva y yo
participamos del milagro. No parecía una momia marchita como las que se ven en tantos
museos del mundo, sino una niña vestida de novia que siguiera dormida al cabo de una larga
estancia bajo la tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos abiertos eran diáfanos, y causaban la
impresión insoportable de que nos veían desde la muerte. El raso y los azahares falsos de la
corona no habían resistido al rigor del tiempo con tan buena salud como la piel, pero las rosas
que le habían puesto en las manos permanecían vivas. El peso del estuche de pino, en efecto,
siguió siendo igual cuando sacamos el cuerpo.
Margarito Duarte empezó sus gestiones al día siguiente de la llegada. Al principio con una ayuda
diplomática más compasiva que eficaz, y luego con cuantas artimañas se le ocurrieron para
sortear los incontables obstáculos del Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus
diligencias, pero se sabía que eran numerosas e inútiles. Hacía contacto con cuantas
congregaciones religiosas y fundaciones humanitarias encontraba a su paso, donde lo
escuchaban con atención pero sin asombro, y le prometían gestiones inmediatas que nunca
59
culminaron. La verdad es que la época no era la más propicia. Todo lo que tuviera que ver con la
Santa Sede había sido postergado hasta que el Papa superara la crisis de hipo, resistente no
sólo a los más refinados recursos de la medicina académica, sino a toda clase de remedios
mágicos que le mandaban del mundo entero.
Por fin, en el mes de julio, Pío XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano en
Castelgandolfo. Margarito llevó la santa a la primera audiencia semanal con la esperanza de
mostrársela. El Papa apareció en el patio interior, en un balcón tan bajo que Margarito pudo ver
sus uñas bien pulidas y alcanzó a percibir su hálito de lavanda. Pero no circuló por entre los
turistas que llegaban de todo el mundo para verlo, como Margarito esperaba, sino que pronunció
el mismo discurso en seis idiomas y terminó con la bendición general.
Al cabo de tantos aplazamientos, Margarito decidió afrontar las cosas en persona, y llevó a la
Secretaría de Estado una carta manuscrita de casi sesenta folios, de la cual no obtuvo
respuesta. Él lo había previsto, pues el funcionario que la recibió con los formalismos de rigor
apenas si se dignó darle una mirada oficial a la niña muerta, y los empleados que pasaban cerca
la miraban sin ningún interés. Uno de ellos le contó que el año anterior había recibido más de
ochocientas cartas que solicitaban la santificación de cadáveres intactos en distintos lugares del
mundo. Margarito pidió por último que se comprobara la ingravidez del cuerpo. El funcionario la
comprobó, pero se negó a admitirla.
-Debe ser un caso de sugestión colectiva -dijo.
En sus escasas horas libres y en los áridos domingos de verano, Margarito permanecía en su
cuarto, encarnizado en la lectura de cualquier libro que le pareciera de interés para su causa. A
fines de cada mes, por iniciativa propia, escribía en un cuaderno escolar una relación minuciosa
de sus gastos con su caligrafía preciosista de amanuense mayor, para rendir cuentas estrictas y
oportunas a los contribuyentes de su pueblo. Antes de terminar el año conocía los dédalos de
Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano fácil y de tan pocas palabras como su
castellano andino, y sabía tanto como el que más sobre procesos de canonización. Pero pasó
mucho más tiempo antes de que cambiara su vestido fúnebre, y el chaleco y el sombrero de
magistrado que en la Roma de la época eran propios de algunas sociedades secretas con fines
inconfesables. Salía desde muy temprano con el estuche de la santa, y a veces regresaba tarde
en la noche, exhausto y triste, pero siempre con un rescoldo de luz que le infundía alientos
nuevos para el día siguiente.
-Los santos viven en su tiempo propio -decía.
Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viví su
calvario con una intensidad inolvidable. La pensión donde dormíamos era en realidad un
apartamento moderno a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y
alquilaba cuartos a estudiantes extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y
temperamental en la plenitud de su otoño, y siempre fiel a la norma sagrada de que cada quien
es rey absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el peso de la vida cotidiana era
su hermana mayor, la tía Antonieta, un ángel sin alas que le trabajaba por horas durante el día, y
andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lustrando más allá de lo posible los
mármoles del piso. Fue ella quien nos enseñó a comer los pajaritos cantores que cazaba
Bartolino, su esposo, por el mal hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por llevarse
a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de María
Bella.
Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora
nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos despertaba el rugido pavoroso
del león en el zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Silva se había ganado el privilegio
de que los romanos no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se
daba su baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y
sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su
agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par
en par la ventana del cuarto, aún con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz
con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz. La
expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la villa Borghese
con un rugido de temblor de tierra.
-Eres San Marcos reencarnado, figlio mio -exclamaba la tía Antonieta asombrada de veras-. Sólo
él podía hablar con los leones.
60
Una mañana no fue el león el que dio la réplica. El tenor inició el dueto de amor del Otello: Già
nella notte densa s’estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos llegó la
respuesta en una hermosa voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo
completo, para solaz del vecindario que abrió las ventanas para santificar sus casas con el
torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de desmayarse cuando supo que su
Desdémona invisible era nada menos que la gran María Caniglia.
Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito Duarte
para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la mesa común y
no en la cocina, como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso
maestro de pajaritos cantores. María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para
acostumbrarnos a la fonética italiana, y completaba las noticias con una arbitrariedad y una
gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días contó, a propósito de la santa, que en la
ciudad de Palermo había un enorme museo con los cadáveres incorruptos de hombres, mujeres
y niños, e inclusive varios obispos, desenterrados de un mismo cementerio de padres
capuchinos. La noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que
fuimos a Palermo. Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de momias
sin gloria para formularse un juicio de consolación.
-No son el mismo caso -dijo-. A estos se les nota enseguida que están muertos.
Después del almuerzo Roma sucumbía en el sopor de agosto. El sol de medio día se quedaba
inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua,
que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe
para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba
a las calles sin ningún propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las
motocicletas, los gritos de los vendedores de sandía y las canciones de amor entre las flores de
las terrazas.
El tenor y yo no hacíamos la siesta. Íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les
llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban bajo los laureles
centenarios de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas,
pobres, cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organiza azul,
de popelina rosada, de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las
lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque saltaban por encima
de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar
un café bien conservado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los
senderos del parque, o a dolernos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que
cabalgaban al atardecer en el galoppatorio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con
algún gringo descarriado.
No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que conociera el
león. Vivía en libertad en un islote desértico circundado por un foso profundo, y tan pronto como
nos divisó en la otra orilla empezó a rugir con un desasosiego que sorprendió a su guardián. Los
visitantes del parque acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho
matinal, pero el león no le prestó atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin distinción, pero
el vigilante se dio cuenta al instante de que sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se
moviera se movía el león, y tan pronto como se escondía dejaba de rugir. El vigilante, que era
doctor en letras clásicas de la universidad de Siena, pensó que Margarito debió estar ese día
con otros leones que lo habían contaminado de su olor. Aparte de esa explicación, que era
inválida, no se le ocurrió otra.
-En todo caso -dijo- no son rugidos de guerra sino de compasión.
Sin embargo, lo que impresionó al tenor Ribera Silva no fue aquel episodio sobrenatural, sino la
conmoción de Margarito cuando se detuvieron a conversar con las muchachas del parque. Lo
comentó en la mesa, y unos por picardía, y otros por comprensión, estuvimos de acuerdo en que
sería una buena obra ayudar a Margarito a resolver su soledad. Conmovida por la debilidad de
nuestros corazones, María Bella se apretó la pechuga de madraza bíblica con sus manos
empedradas de anillos de fantasía.
-Yo lo haría por caridad -dijo-, si no fuera porque nunca he podido con los hombres que usan
chaleco.
Fue así como el tenor pasó por la Villa Borghese a las dos de la tarde, y se llevó en ancas de su
vespa a la mariposita que le pareció más propicia para darle una hora de buena compañía a
61
Margarito Duarte. La hizo desnudarse en su alcoba, la bañó con jabón de olor, la secó, la
perfumó con su agua de colonia personal, y la empolvó de cuerpo entero con su talco
alcanforado para después de afeitarse. Por último le pagó el tiempo que ya llevaban y una hora
más, y le indicó letra por letra lo que debía hacer.
La bella desnuda atravesó en puntillas la casa en penumbras, como un sueño de la siesta, y dio
dos golpecitos tiernos en la alcoba del fondo. Margarito Duarte, descalzo y sin camisa, abrió la
puerta.
-Buona sera giovanotto -le dijo ella, con voz y modos de colegiala-. Mi manda il tenore.
Margarito asimiló el golpe con una gran dignidad. Acabó de abrir la puerta para darle paso, y ella
se tendió en la cama mientras él se ponía a toda prisa la camisa y los zapatos para atenderla
con el debido respeto. Luego se sentó a su lado en una silla, e inició la conversación.
Sorprendida, la muchacha le dijo que se diera prisa, pues sólo disponían de una hora. Él no se
dio por enterado.
La muchacha dijo después que de todos modos habría estado el tiempo que él hubiera querido
sin cobrarle ni un céntimo, porque no podía haber en el mundo un hombre mejor comportado.
Sin saber qué hacer mientras tanto, escudriñó el cuarto con la mirada, y descubrió el estuche de
madera sobre la chimenea. Preguntó si era un saxofón. Margarito no le contestó, sino que
entreabrió la persiana para que entrara un poco de luz, llevó el estuche a la cama y levantó la
tapa. La muchacha trató de decir algo, pero se le desencajó la mandíbula. O como nos dijo
después: Mi si gelò il culo. Escapó despavorida, pero se equivocó de sentido en el corredor, y se
encontró con la tía Antonieta que iba a poner una bombilla nueva en la lámpara de mi cuarto.
Fue tal el susto de ambas, que la muchacha no se atrevió a salir del cuarto del tenor hasta muy
entrada la noche.
La tía Antonieta no supo nunca qué pasó. Entró en mi cuarto tan asustada, que no conseguía
atornillar la bombilla en la lámpara por el temblor de las manos. Le pregunté qué le sucedía. "Es
que en esta casa espantan", me dijo. "Y ahora a pleno día". Me contó con una gran convicción
que, durante la guerra, un oficial alemán degolló a su amante en el cuarto que ocupaba el tenor.
Muchas veces, mientras andaba en sus oficios, la tía Antonieta había visto la aparición de la
bella asesinada recogiendo sus pasos por los corredores.
-Acabo de verla caminando en pelota por el corredor -dijo-. Era idéntica.
La ciudad recobró su rutina de otoño. Las terrazas floridas del verano se cerraron con los
primeros vientos, y el tenor y yo volvimos a la tractoría del Trastévere donde solíamos cenar con
los alumnos de canto del conde Carlo Calcagni, y algunos compañeros míos de la escuela de
cine. Entre estos últimos, el más asiduo era Lakis, un griego inteligente y simpático, cuyo único
tropiezo eran sus discursos adormecedores sobre la injusticia social. Por fortuna, los tenores y
las sopranos lograban casi siempre derrotarlo con trozos de ópera cantados a toda voz, que sin
embargo no molestaban a nadie aun después de la media noche. Al contrario, algunos
trasnochadores de paso se sumaban al coro, y en el vecindario se abrían ventanas para
aplaudir.
Una noche, mientras cantábamos, Margarito entró en puntillas para no interrumpirnos. Llevaba el
estuche de pino que no había tenido tiempo de dejar en la pensión después de mostrarle la
santa al párroco de San Juan de Letrán, cuya influencia ante la Sagrada Congregación del Rito
era de dominio público. Alcancé a ver de soslayo que lo puso debajo de una mesa apartada, y se
sentó mientras terminábamos de cantar. Como siempre ocurría al filo de la media noche,
reunimos varias mesas cuando la tractoría empezó a desocuparse, y quedamos juntos los que
cantaban, los que hablábamos de cine, y los amigos de todos. Y entre ellos, Margarito Duarte,
que ya era conocido allí como el colombiano silencioso y triste del cual nadie sabía nada. Lakis,
intrigado, le preguntó si tocaba el violonchelo. Yo me sobrecogí con lo que me pareció una
indiscreción difícil de sortear. El tenor, tan incómodo como yo, no logró remendar la situación.
Margarito fue el único que tomó la pregunta con toda naturalidad.
-No es un violonchelo -dijo-. Es la santa.
Puso la caja sobre la mesa, abrió el candado y levantó la tapa. Una ráfaga de estupor
estremeció el restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por último la gente de la cocina con
sus delantales ensangrentados, se congregaron atónitos a contemplar el prodigio. Algunos se
persignaron. Una de las cocineras se arrodilló con las manos juntas, presa de un temblor de
fiebre, y rezó en silencio.

62
Sin embargo, pasada la conmoción inicial, nos enredamos en una discusión sobre la
insuficiencia de la santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto, fue el más radical. Lo
único que quedó claro al final fue su idea de hacer una película crítica con el tema de la santa.
-Estoy seguro -dijo- que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema.
Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guión, uno de los grandes de la
historia del cine y el único que mantenía con nosotros una relación personal al margen de la
escuela. Trataba de enseñarnos no sólo el oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era
una máquina de pensar argumentos. Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con
tanta prisa, que siempre le hacía falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos
al vuelo. Sólo que al terminarlos se le caían los ánimos. "Lástima que haya que filmarlo", decía.
Pues pensaba que en la pantalla perdería mucho de su magia original. Conservaba las ideas en
tarjetas ordenadas por temas y prendidas con alfileres en los muros, y tenía tantas que
ocupaban una alcoba de su casa.
El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo
encontramos en la puerta de su casa de la calle Angela Merici, ardiendo de ansiedad por la idea
que le habíamos anunciado por teléfono. Ni siquiera nos saludó con la amabilidad de costumbre,
sino que llevó a Margarito a una mesa preparada, y él mismo abrió el estuche. Entonces ocurrió
lo que menos imaginábamos. En vez de enloquecerse, como era previsible, sufrió una especie
de parálisis mental.
-Ammazza! -murmuró espantado.
Miró a la santa en silencio por dos o tres minutos, cerró la caja él mismo, y sin decir nada
condujo a Margarito hacia la puerta, como a un niño que diera sus primeros pasos. Lo despidió
con unas palmaditas en la espalda. "Gracias, hijo, muchas gracias", le dijo. "Y que Dios te
acompañe en tu lucha". Cuando cerró la puerta se volvió hacia nosotros, y nos dio su veredicto.
-No sirve para el cine -dijo-. Nadie lo creería.
Esa lección sorprendente nos acompañó en el tranvía de regreso. Si él lo decía, no había ni que
pensarlo: la historia no servía. Sin embargo, María Bella nos recibió con el recado urgente de
que Zavattini nos esperaba esa misma noche, pero sin Margarito.
Lo encontramos en uno de sus momentos estelares. Lakis había llevado a dos o tres
condiscípulos, pero él ni siquiera pareció verlos cuando abrió la puerta.
-Ya lo tengo -gritó-. La película será un cañonazo si Margarito hace el milagro de resucitar a la
niña.
-¿En la película o en la vida? -le pregunté.
Él reprimió la contrariedad. "No seas tonto", me dijo. Pero enseguida le vimos en los ojos el
destello de una idea irresistible. "A no ser que sea capaz de resucitarla en la vida real", dijo, y
reflexionó en serio:
-Debería probar.
Fue sólo una tentación instantánea, antes de retomar el hilo. Empezó a pasearse por la casa,
como un loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la película a grandes voces. Lo
escuchábamos deslumbrados, con la impresión de estar viendo las imágenes como pájaros
fosforescentes que se le escapaban en tropel y volaban enloquecidos por toda la casa.
-Una noche -dijo- cuando ya han muerto como veinte Papas que no lo recibieron, Margarito entra
en su casa, cansado y viejo, abre la caja, le acaricia la cara a la muertecita, y le dice con toda la
ternura del mundo: "Por el amor de tu padre, hijita: levántate y anda".
Nos miró a todos, y remató con un gesto triunfal:
-¡Y la niña se levanta!
Algo esperaba de nosotros. Pero estábamos tan perplejos, que no encontrábamos qué decir.
Salvo Lakis, el griego, que levantó el dedo, como en la escuela, para pedir la palabra.
-Mi problema es que no lo creo -dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigió directo a Zavattini-:
Perdóneme, maestro, pero no lo creo.
Entonces fue Zavattini el que se quedó atónito.
-¿Y por qué no?
-Qué sé yo -dijo Lakis, angustiado-. Es que no puede ser.
-Ammazza! -gritó entonces el maestro, con un estruendo que debió oírse en el barrio entero-.
Eso es lo que más me jode de los estalinistas: que no creen en la realidad.
En los quince años siguientes, según él mismo me contó, Margarito llevó la santa a
Castelgandolfo por si se daba la ocasión de mostrarla. En una audiencia de unos doscientos
63
peregrinos de América Latina alcanzó a contar la historia, entre empujones y codazos, al
benévolo Juan XXIII. Pero no pudo mostrarle la niña porque debió dejarla a la entrada, junto con
los morrales de otros peregrinos, en previsión de un atentado. El Papa lo escuchó con tanta
atención como le fue posible entre la muchedumbre, y le dio en la mejilla una palmadita de
aliento.
-Bravo, figlio mio -le dijo-. Dios premiará tu perseverancia.
Sin embargo, cuando de veras se sintió en vísperas de realizar su sueño fue durante el reinado
fugaz del sonriente Albino Luciani. Un pariente de éste, impresionado por la historia de
Margarito, le prometió su mediación. Nadie le hizo caso. Pero dos días después, mientras
almorzaban, alguien llamó a la pensión con un mensaje rápido y simple para Margarito: no debía
moverse de Roma, pues antes del jueves sería llamado del Vaticano para una audiencia privada.
Nunca se supo si fue una broma. Margarito creía que no, y se mantuvo alerta. Nadie salió de la
casa. Si tenía que ir al baño lo anunciaba en voz alta: "Voy al baño". María Bella, siempre
graciosa en los primeros albores de la vejez, soltaba su carcajada de mujer libre.
-Ya lo sabemos, Margarito -gritaba-, por si te llama el Papa.
La semana siguiente, dos días antes del telefonema anunciado, Margarito se derrumbó ante el
titular del periódico que deslizaron por debajo de la puerta: Morto il Papa. Por un instante lo
sostuvo en vilo la ilusión de que era un periódico atrasado que habían llevado por equivocación,
pues no era fácil creer que muriera un Papa cada mes. Pero así fue: el sonriente Albino Luciani,
elegido treinta y tres días antes, había amanecido muerto en su cama.
Volví a Roma veintidós años después de conocer a Margarito Duarte, y tal vez no hubiera
pensado en él si no lo hubiera encontrado por casualidad. Yo estaba demasiado oprimido por los
estragos del tiempo para pensar en nadie. Caía sin cesar una llovizna boba como el caldo tibio,
la luz de diamante de otros tiempos se había vuelto turbia, y los lugares que habían sido míos y
sustentaban mis nostalgias eran otros y ajenos. La casa donde estuvo la pensión seguía siendo
la misma, pero nadie dio razón de María Bella. Nadie contestaba en seis números de teléfono
que el tenor Ribero Silva me había mandado a través de los años. En un almuerzo con la nueva
gente de cine evoqué la memoria de mi maestro, y un silencio súbito aleteó sobre la mesa por un
instante, hasta que alguien se atrevió a decir:
-Zavattini? Mai sentito.
Así era: nadie había oído hablar de él. Los árboles de la Villa Borghese estaban desgreñados
bajo la lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes había sido devorado por una maleza sin
flores, y las bellas de antaño habían sido sustituidas por atletas andróginos travestidos de
manolas. El único sobreviviente de una fauna extinguida era el viejo león, sarnoso y acatarrado,
en su isla de aguas marchitas. Nadie cantaba ni se moría de amor en las tractorías plastificadas
de la Plaza de España. Pues la Roma de nuestras nostalgias era ya otra Roma antigua dentro
de la antigua Roma de los Césares. De pronto, una voz que podía venir del más allá me paró en
seco en una callecita del Trastévere:
-Hola, poeta.
Era él, viejo y cansado. Habían muerto cinco Papas, la Roma eterna mostraba los primeros
síntomas de la decrepitud, y él seguía esperando. "He esperado tanto que ya no puede faltar
mucho más", me dijo al despedirse, después de casi cuatro horas de añoranzas. "Puede ser
cosa de meses". Se fue arrastrando los pies por el medio de la calle, con sus botas de guerra y
su gorra descolorida de romano viejo, sin preocuparse de los charcos de lluvia donde la luz
empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la tuve, de que el
santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós
años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización.

64
El último rostro
Álvaro Mutis

El último rostro es el rostro con el que te recibe la muerte. 

-De un manuscrito anónimo de la Biblioteca 


del Monasterio del Monte Athos, siglo XI. 

Las páginas que van a leerse pertenecen a un legajo de manuscritos vendidos en la subasta de
un librero de Londres pocos años después de terminada la segunda guerra mundial. Formaron
parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el último de cuyos miembros
murió en Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski
llegaron a Inglaterra meses antes de la caída de Francia y llevaron consigo algunos de los más
preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rubíes y zafiros, obsequio
del mariscal José Poniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su
heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix
comprados al artista por el príncipe de Nimbourg-Boulac, la colección de monedas antiguas del
abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos días después de emigrar y los
manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados.
Por un azar llegaron a nuestras manos los papeles del coronel Napierski y al hojearlos en busca
de ciertos detalles sobre la batalla de Bailén, que allí se narra, nuestra vista cayó sobre una
palabra y una fecha: Santa Marta, diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el interés sobre la
derrota de Bailén se esfumó bien pronto a medida que nos internábamos en los apretados
renglones de letra amplia y clara del coronel de coraceros. Los folios no estaban ordenados y
hubo que buscar entre los ocho tomos de legajos aquellos que, por el color de la tinta y ciertos
nombres y fechas, indicaban pertenecer a una misma época.
Miecislaw Napierski había viajado a Colombia para ofrecer sus servicios en los ejércitos
libertadores. Su esposa, la condesa Adéhaume de Nimbourg-Boulac, había muerto al nacer su
segundo hijo y el coronel, como buen polonés, buscó en América tierras en donde la libertad y el
sacrificio alentaran sus sueños de aventura truncados con la caída del Imperio. Dejó sus dos
hijos al cuidado de la familia de su esposa y embarcó para Cartagena de Indias. En Cuba, en
donde tocó la fragata en que viajaba, fue detenido por una oscura delación y encerrado en el
fuerte de Santiago. Allí padeció varios años de prisión hasta cuando logró evadirse y escapar a
Jamaica. En Kingston embarcó en la fragata inglesa "Shanon" que se dirigía a Cartagena.
Por razones que se verán más adelante, se transcriben únicamente las páginas del Diario que
hacen referencia a ciertos hechos relacionados con un hombre y las circunstancias de su
muerte, y se omiten todos los comentarios y relatos de Napierski ajenos a este episodio de la
historia de Colombia que diluyen y, a menudo, confunden el desarrollo del dramático fin de una
vida.
Napierski escribió esta parte de su Diario en español, idioma que dominaba por haberlo
aprendido en su estada en España durante la ocupación de los ejércitos napoleónicos. En el
tono de ciertos párrafos se nota empero la influencia de los poetas poloneses exiliados en París
y de quienes fuera íntimo amigo, en especial de Adam Nickiewiez a quien alojó en su casa.
29 de junio. Hoy conocí al general Bolívar. Era tal mi interés por captar cada una de sus palabras
y hasta el menor de sus gestos y tal su poder de comunicación y la intensidad de su
pensamiento que, ahora que me siento a fijar en el papel los detalles de la entrevista, me parece
haber conocido al Libertador desde hace ya muchos años y servido desde siempre bajo sus
órdenes.
La fragata ancló esta mañana frente al fuerte de Pastelillo. Un edecán llegó por nosotros a eso
de las diez de la mañana. Desembarcamos el capitán, un agente consular británico de nombre
Page y yo. Al llegar a tierra fuimos a un lugar llamado Pie de la Popa por hallarse en las
estribaciones del cerro del mismo nombre, en cuya cima se halla una fortaleza que antaño fuera
convento de monjas. Bolívar se trasladó allí desde el pueblecito cercano de Turbaco, movido por
la ilusión de poder partir en breves días.
Entramos en una amplia casona con patios empedrados llenos de geranios un tanto mustios y
gruesos muros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en una pequeña sala de muebles
desiguales y destartalados con las paredes desnudas y manchadas de humedad. Al poco rato
65
entró el señor Ibarra, edecán del Libertador, para decirnos que Su Excelencia estaba terminando
de vestirse y nos recibiría en unos momentos. Poco después se entreabrió una puerta que yo
había creído clausurada y asomó la cabeza un negro que llevaba en la mano unas prendas de
vestir y una manta e hizo a Ibarra señas de que podíamos entrar.
Mi primera impresión fue de sorpresa al encontrarme en una amplia habitación vacía, con alto
techo artesonado, un catre de campaña al fondo, contra un rincón, y una mesa de noche llena de
libros y papeles. De nuevo las paredes vacías llenas de churretones causados por la humedad.
Una ausencia total de muebles y adornos. Únicamente una silla de alto respaldo, desfondada y
descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo suave aroma se
mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente. Pensé, por un instante,
que seguiríamos hacia otro cuarto y que esta sería la habitación provisional de algún ayudante
cuando una voz hueca pero bien timbrada, que denotaba una extrema debilidad física, se oyó
tras de la silla hablando en un francés impecable traicionado apenas por un leve «accent du
midi».
-Adelante, señores, ya traen algunas sillas. Perdonen lo escaso del mobiliario, pero estamos
todos aquí un poco de paso. No puedo levantarme, excúsenme ustedes.
Nos acercamos a saludar al héroe mientras unos soldados, todos con acentuado tipo mulato,
colocaban unas sillas frente a la que ocupaba el enfermo. Mientras éste hablaba con el capitán
del velero, tuve oportunidad de observar a Bolívar. Sorprende la desproporción entre su breve
talla y la enérgica vivacidad de las facciones. En especial los grandes ojos oscuros y húmedos
que se destacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez es de un intenso color moreno,
pero a través de la fina camisa de batista, se advierte un suave tono oliváceo que no ha sufrido
las inclemencias del sol y el viento de los trópicos. La frente, pronunciada y magnífica, está
surcada por multitud de finas arrugas que aparecen y desaparecen a cada instante y dan al
rostro una expresión de atónita amargura, confirmada por el diseño delgado y fino de la boca
cercada por hondas arrugas. Me recordó el rostro de César en el busto del museo Vaticano. El
mentón pronunciado y la nariz fina y aguda, borran un tanto la impresión de melancólica
amargura, poniendo un sello de densa energía orientada siempre en toda su intensidad hacia el
interlocutor del momento. Sorprenden las manos delgadas, ahusadas, largas, con uñas
almendradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos
sobrehumanos cumplidos en la inclemencia de un clima implacable.
Un gesto del Libertador -olvidaba decir que tal es el título con que honró a Bolívar el Congreso
de Colombia y con el cual se le conoce siempre más que por su nombre o sus títulos oficiales-
me impresionó sobremanera, como si lo hubiera acompañado toda su vida. Se golpea levemente
la frente con la palma de la mano y luego desliza ésta lentamente hasta sostenerse con ella el
mentón entre el pulgar y el índice; así permanece largo rato, mirando fijamente a quien le habla.
Estaba yo absorto observando todos sus ademanes cuando me hizo una pregunta,
interrumpiendo bruscamente una larga explicación del capitán sobre su itinerario hacia Europa.
-Coronel Napierski, me cuentan que usted sirvió bajo las órdenes del mariscal Poniatowski y que
combatió con él en el desastre de Leipzig.
-Sí, Excelencia -respondí conturbado al haberme dejado tomar de sorpresa-, tuve el honor de
combatir a sus órdenes en el cuerpo de lanceros de la guardia y tuve también el terrible dolor de
presenciar su heroica muerte en las aguas del Elster. Yo fui de los pocos que logramos llegar a
la otra orilla.
-Tengo una admiración muy grande por Polonia y por su pueblo -me contestó Bolívar-, son los
únicos verdaderos patriotas que quedan en Europa. Qué lástima que haya llegado usted tarde.
Me hubiera gustado tanto tenerlo en mi Estado Mayor -permaneció un instante en silencio, con la
mirada perdida en el quieto follaje de los naranjos-. Conocí al príncipe Poniatowski en el salón de
la condesa Potocka, en París. Era un joven arrogante y simpático, pero con ideas políticas un
tanto vagas. Tenía debilidad por las maneras y costumbres de los ingleses y a menudo lo ponía
en evidencia, olvidando que eran los más acerbos enemigos de la libertad de su patria. Lo
recuerdo como una mezcla de hombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hasta el candor.
Mezcla peligrosa en los vericuetos que llevan al poder. Murió como un gran soldado. Cuántas
veces al cruzar un río (he cruzado muchos en mi vida, coronel) he pensado en él, en su
envidiable sangre fría, en su espléndido arrojo. Así se debe morir y no en este peregrinaje
vergonzante y penoso por un país que ni me quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que
valga la pena.
66
Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresuró respetuosamente a interrumpir al
enfermo con voz un tanto quebrada por encontrados sentimientos:
-Un grupo de viles amargados no son toda Colombia, Excelencia. Usted sabe cuánto amor y
cuánta gratitud le guardamos los colombianos por lo que ha hecho por nosotros.
-Sí -contestó Bolívar con un aire todavía un tanto absorto-, tal vez tenga razón, Carreño, pero
ninguno de esos que menciona estaban a mi salida de Bogotá, ni cuando pasamos por
Mariquita.
Se me escapó el sentido de sus palabras, pero noté en los presentes una súbita expresión de
vergüenza y molestia casi física. Tornó Bolívar a dirigirse a mí con renovado interés:
-Y ahora que sabe que por acá todo ha terminado, ¿qué piensa usted hacer, coronel?
-Regresar a Europa -respondí- lo más pronto posible. Debo poner orden en los asuntos de mi
familia y ver de salvar, así sea en parte, mi escaso patrimonio.
-Tal vez viajemos juntos -me dijo, mirando también al capitán.
Éste explicó al enfermo que por ahora tendría que navegar hasta La Guaira y que, de allí,
regresaría a Santa Marta para partir hacia Europa. Indicó que sólo hasta su regreso podría
recibir nuevos pasajeros. Esto tomaría dos o tres meses a lo sumo porque en La Guaira
esperaba un cargamento que venía del interior de Venezuela. El capitán manifestó que, al volver
a Santa Marta, sería para él un honor contarlo como huésped en la "Shanon" y que, desde
ahora, iba a disponer lo necesario para proporcionarle las comodidades que exigía su estado de
salud.
El Libertador acogió la explicación del marino con un amable gesto de ironía y comentó:
-Ay, capitán, parece que estuviera escrito que yo deba morir entre quienes me arrojan de su
lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba.
Permaneció en silencio un largo rato; sólo se escuchaba el silbido trabajoso de su respiración y
algún tímido tintineo de un sable o el crujido de alguna de las sillas desvencijadas que
ocupábamos. Nadie se atrevió a interrumpir su hondo meditar, evidente en la mirada perdida en
el quieto aire del patio. Por fin, el agente consular de Su Majestad británica se puso en pie.
Nosotros le imitamos y nos acercamos al enfermo para despedirnos. Salió apenas de su amargo
cavilar sin fondo y nos miró como a sombras de un mundo del que se hallaba por completo
ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin embargo:
-Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacer compañía a este enfermo. Charlaremos un
poco de otros días y otras tierras. Creo que a ambos nos hará mucho bien.
Me conmovieron sus palabras. Le respondí:
-No dejaré de hacerlo, Excelencia. Para mí es un placer y una oportunidad muy honrosa y feliz el
poder venir a visitarle. El barco demora aquí algunas semanas. No dejaré de aprovechar su
invitación.
De repente me sentí envarado y un tanto ceremonioso en medio de este aposento más que
pobre y después de la llaneza de buen tono que había usado conmigo el héroe.
Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Subo al puente de la fragata en busca de aire
fresco. Cruza la sombra nocturna, allá en lo alto, una bandada de aves chillonas cuyo grito se
pierde sobre el agua estancada y añeja de la bahía. Allá al fondo, la silueta angulosa y vigilante
del fuerte de San Felipe. Hay algo intemporal en todo esto, una extraña atmósfera que me
recuerda algo ya conocido no sé dónde ni cuándo. Las murallas y fuertes son una reminiscencia
medieval surgiendo entre las ciénagas y lianas del trópico. Muros de Aleppo y San Juan de Acre,
kraks del Líbano. Esta solitaria lucha de un guerrero admirable con la muerte que lo cerca en
una ronda de amargura y desengaño. ¿Dónde y cuándo viví todo esto?
30 de junio. Ayer envié un grumete para que preguntara cómo seguía el Libertador y si podía
visitarle en caso de que se encontrara mejor. Regresó con la noticia de que el enfermo había
pasado pésima noche y le había aumentado la fiebre. Personalmente, Bolívar me enviaba decir
que, si al día siguiente se sentía mejor, me lo haría saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy
vinieron a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de la tarde, el general Montilla y un oficial
cuyo apellido no entendí claramente. «El Libertador se siente hoy un poco mejor y estaría
encantado de gozar un rato de su compañía», explicó Montilla repitiendo evidentemente
palabras textuales del enfermo. Siempre se advierte en Bolívar el hombre de mundo detrás del
militar y el político. Uno de los encantos de sus maneras es que la banalidad del brillante
frecuentador de los sajones del consulado ha cedido el paso a cierta llaneza castrense, casi
hogareña, que me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Tarento o al conde de Fernán
67
Núñez. A esto habría que agregar un personal acento criollo, mezcla de capricho y fogosidad,
que lo han hecho, según es bien conocido, hombre en extremo afortunado con las mujeres.
Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le habían colgado una hamaca. Dos noches de
fiebre marcaban su paso por un rostro que tenía algo de máscara frigia. Me acerco a saludarlo y
con la mano me hace señas de que tome asiento en una silla que me han traído en ese
momento. No puede hablar. El edecán Ibarra me explica en voz baja que acaba de sufrir un
acceso de tos muy violento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. Intento retirarme para no
importunar al enfermo y éste se incorpora un poco y me pide con una voz ronca, que me
conmueve por todo el sufrimiento que acusa:
-No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En un momento ya estaré bien y podremos
conversar un poco. Me hará mucho bien..., se lo ruego..., quédese.
Cerró los ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras. Una expresión de alivio borra las arrugas
de la frente. Suaviza las comisuras de los labios. Casi sonríe. Tomé asiento mientras Ibarra se
retiraba en silencio. Transcurrido un cuarto de hora pareció despertar de un largo sueño. Se
excusó por haberme hecho llamar creyendo que iba a estar en condiciones de conversar un rato.
«Hábleme un poco de usted -agregó-, cuál es su impresión de todo esto», y subrayó estas
palabras con un gesto de la mano. Le respondí que me era un poco difícil todavía formular un
juicio cierto sobre mis impresiones. Le comenté de mi sensación en la noche, frente a la ciudad
amurallada, ese intemporal y vago hundirme en algo vivido no sé dónde, ni cuándo. Empezó
entonces a hablarme de América, de estas repúblicas nacidas de su espada y de las cuales, sin
embargo, allá en su más íntimo ser, se siente a menudo por completo ajeno.
-Aquí se frustra toda empresa humana -comentó-. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos
inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la
voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas
razones nos impulsan todavía, pero en el camino nos perdemos en la hueca retórica y en la
sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no
hicimos y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos inconformes, astutos, frustrados,
ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas,
conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad estéril y retorcida.
¿Sabe usted que cuando yo pedí la libertad para los esclavos, las voces clandestinas que
conspiraron contra el proyecto e impidieron su cumplimiento fueron las de mis compañeros de
lucha, los mismos que se jugaron la vida cruzando a mi lado los Andes para vencer en el
Pantano de Vargas, en Boyacá y en Ayacucho; los mismos que habían padecido prisión y
miserias sin cuento en las cárceles de Cartagena el Callao y Cádiz de manos de los españoles?
¿Cómo se puede explicar esto si no es por una mezquindad, una pobreza de alma propias de
aquellos que no saben quiénes son, ni de dónde son, ni para qué están en la tierra? El que yo
haya descubierto en ellos esta condición, el que la haya conocido desde siempre y tratado de
modificarla y subsanarla, me ha convertido ahora en un profeta incómodo, en un extranjero
molesto. Por esto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un hado extraño dispone que yo
muera con un pie en el estribo, indicándome así que tampoco mi lugar, la tumba que me
corresponde, está allende el Atlántico.
Hablaba con febril excitación. Me atreví a sugerirle descanso y que tratara de olvidar lo
irremediable y propio de toda condición humana. Traje al caso algunos ejemplos harto patentes y
dolorosos de la reciente historia de Europa. Se quedó pensativo un momento. Su respiración se
regularizó, su mirada perdió la delirante intensidad que me había hecho temer una nueva crisis.
-Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay ya nada que hacer -comentó señalando hacia su
pecho-; no vamos a detener la labor de la muerte callando lo que nos duele. Más vale dejarlo
salir, menos daño ha de hacernos hablándolo con amigos como usted.
Era la primera vez que me trataba con tan amistosa confianza y esto me conmovió,
naturalmente. Seguimos conversando. Volví a comentarle de Europa, la desorientación de
quienes aún añoraban las glorias del Imperio, la necedad de los gobernantes que intentaban
detener con viejas mañas y rutinas de gabinete un proceso irreversible. Le hablé de la tiranía
rusa en mi patria, de nuestra frustración de los planes de alzamiento preparados en París. Me
escuchaba con interés mientras una vaga sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorría
el rostro.
-Ustedes saldrán de esas crisis, Napierski, siempre han superado esas épocas de oscuridad, ya
vendrán para Europa tiempos nuevos de prosperidad y grandeza para todos. Mientras tanto
68
nosotros, aquí en América, nos iremos hundiendo en un caos de estériles guerras civiles, de
conspiraciones sórdidas y en ellas se perderán toda la energía, toda la fe, toda la razón
necesarias para aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizo libres. No tenemos remedio,
coronel, así somos, así nacimos...
Nos interrumpió el edecán Ibarra que traía un sobre y lo entregó al enfermo. Reconoció al
instante la letra y me explicó sonriente: «Me va a perdonar que lea esta carta ahora, Napierski.
La escribe alguien a quien debo la vida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su alma». Me
retiré a un rincón para dejarlo en libertad y comenté algunos detalles de mis planes con Ibarra.
Cuando Bolívar terminó de leer los dos pliegos, escritos en una letra menuda con grandes
mayúsculas semejantes a arabescos, nos llamó a su lado. Estaba muy cambiado, casi dijera que
rejuvenecido.
Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba al cielo por entre los naranjos en flor. Suspiró
hondamente y me habló con cierto acento de ligereza y hasta de coquetería:
-Esto de morir con el corazón joven tiene sus ventajas, coronel. Contra eso sí no pueden ni la
mezquindad de los conspiradores ni el olvido de los próximos ni el capricho de los elementos... ni
la ruina del cuerpo. Necesito estar solo un rato. Venga por aquí más a menudo. Usted ya es de
los nuestros, coronel, y a pesar de su magnífico castellano a los dos nos sirve practicar un poco
el francés que se nos está empolvando.
Me despedí con la satisfacción de ver al enfermo con mejores ánimos. Antes de tornar a la
fragata, Ibarra me acompañó a comprar algunas cosas en el centro de la ciudad que tiene algo
de Cádiz y mucho de Túnez o Algeciras. Mientras recorríamos las blancas calles en sombra, con
casas llenas de balcones y amplios patios a los que invitaba la húmeda frescura de una
vegetación espléndida, me contó los amores de Bolívar con una dama ecuatoriana que le había
salvado la vida, gracias a su valor y serenidad, cuando se enfrentó, sola, a los conspiradores que
iban a asesinar al héroe en sus habitaciones del Palacio de San Carlos en Bogotá. Muchos de
ellos eran antiguos compañeros de armas, hechura suya casi todos. Ahora comprendo la
amargura de sus palabras esta tarde.
1º de julio. He decidido quedarme en Colombia, por lo menos hasta el regreso de la fragata.
Ciertas vagas razones, difíciles de precisar en el papel, me han decidido a permanecer al lado
de este hombre que, desde hoy, se encamina derecho hacia la muerte ante la indiferencia, si no
el rencor, de quienes todo le deben.
Si mi propósito era alistarme en el ejército de la Gran Colombia y circunstancias adversas me
han impedido hacerlo, es natural que preste al menos el simple servicio de mi compañía y
devoción a quien organizó y llevó a la victoria, a través de cinco naciones, esas mismas armas.
Si bien es cierto que quienes ahora le rodean, cinco o seis personas, le muestran un afecto y
lealtad sin límites, ninguno puede darle el consuelo y el alivio que nuestra afinidad de educación
y de recuerdos le proporciona. A pesar de la respetuosa distancia de nuestras relaciones, me
doy cuenta de que hay ciertos temas que sólo conmigo trata y cuando lo hace es con el placer
de quien renueva viejas relaciones de juventud. Lo noto hasta en ciertos giros del idioma francés
que le brotan en su charla conmigo y que son los mismos impuestos en los salones del
consulado por Barras, Talleyrand y los amigos de Josefina.
El Libertador ha tenido una recaída de la cual, al decir del médico que lo atiende -y sobre cuya
preparación tengo cada día mayores dudas-, no volverá a recobrarse. La causa ha sido una
noticia que recibió ayer mismo. Estaba en su cuarto, recostado en el catre de campaña en donde
descansaba un poco de la silla en donde pasa la mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y
agitado murmullo, tocaron a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó el enfermo incorporándose.
-Correo de Bogotá, Excelencia -contestó Ibarra. Bolívar trató de ponerse en pie pero volvió a
recostarse sacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcancé un vaso con agua, tomó de ella
algunos sorbos e hizo pasar a su edecán. Ibarra traía el rostro descompuesto a pesar del
esfuerzo que hacía por dominarse. Bolívar se le quedó mirando y le preguntó intrigado:
-¿Quién trae el correo?
-El capitán Arrázola, Excelencia -contestó el otro con voz pastosa y débil.
-¿Arrázola? ¿El que fue ayudante de Santander?... Ese viene más a espiar que a traer noticias.
En fin... que entre. ¿Pero qué le pasa a usted, Ibarra? -inquirió preocupado al ver que el edecán
no se movía.
-Mi general..., Excelencia..., prepárese a recibir una terrible noticia.
69
Y las lágrimas, a punto de brotarle de los ojos, le obligaron a dar media vuelta y salir. Afuera
volvió a hablar con alguien. Se oían carreras y ruidos de gente que se agrupaba alrededor del
recién llegado. Bolívar permaneció rígido, mirando hacia la puerta. Entró de nuevo Ibarra
seguido por un oficial en uniforme de servicio, con el rostro cruzado por una delgada cicatriz de
color oscuro. Su mirada inquieta recorrió la habitación hasta quedarse detenida en el lecho
donde le observaban fijamente. Se presentó poniéndose en posición de firmes.
-Capitán Vicente Arrázola, Excelencia.
-Siéntese Arrázola -le invitó Bolívar sin quitarle la vista de encima. Arrázola siguió en pie, rígido-.
¿Qué noticias nos trae de Bogotá? ¿Cómo están las cosas por allá?
-Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento
culpable de ser quien tenga que dárselas.
Los ojos inmensamente abiertos de Bolívar se fijaron en el vacío.
-Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrázola. Serénese y dígame de qué se trata.
El capitán dudó un instante, intentó hablar, se arrepintió y sacando una carta del portafolio con el
escudo de Colombia que traía bajo el brazo, se la alcanzó al Libertador. Éste rasgó el sobre y
comenzó a leer unos breves renglones que se veían escritos apresuradamente. En este
momento entró en punta de pie el general Mantilla, quien se acercó con los ojos irritados y el
rostro pálido. Un gemido de bestia herida partió del catre de campaña sobrecogiéndonos a
todos. Bolívar saltó del lecho como un felino y tomando por las solapas al oficial le gritó con voz
terrible:
-¡Miserables! ¿Quiénes fueron los miserables que hicieron esto? ¿Quiénes? ¡Dígamelo, se lo
ordeno, Arrázola! -y sacudía al oficial con una fuerza inusitada- ¿¡Quién pudo cometer tan
estúpido crimen!?
Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrázola, quien lo miraba espantado y dolorido. De un
manotón logró soltarse de los brazos que lo retenían y se fue tambaleando hacia la silla en
donde se derrumbó dándonos la espalda. Tras un momento en que no supimos qué hacer,
Montilla nos invitó con un gesto a salir del cuarto y dejar solo al Libertador. Al abandonar la
habitación me pareció ver que sus hombros bajaban y subían al impulso de un llanto secreto y
desolado.
Cuando salí al patio todos los presentes mostraban una profunda congoja. Me acerqué al
general Laurencio Silva, con quien he hecho amistad, y le pregunté lo que pasaba. Me informó
que habían asesinado en una emboscada al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio José de
Sucre.
-Es el amigo más estimado del Libertador, a quien quería como a un padre. Por su desinterés en
los honores y su modestia, tenía algo de santo y de niño que nos hizo respetarlo siempre y que
fuera adorado por la tropa- me explicó mientras pasaba su mano por el rostro en un gesto
desesperado. Permanecí toda la tarde en el pie de la Popa. Vagué por corredores y patios hasta
cuando, entrada ya la noche, me encontré con el general Montilla, quien en compañía de Silva y
del capitán Arrázola me buscaban para invitarme a cenar con ellos.
-No nos deje ahora, coronel -me pidió Montilla- ayúdenos a acompañar al Libertador a quien esta
noticia le hará más daño que todos los otros dolores de su vida juntos.
Accedí gustoso y nos sentamos en la mesa que habían servido en un comedor que daba al
castillo de San Felipe. La sobremesa se alargó sin que nadie se atreviera a importunar al
enfermo. Hacia las once, Ibarra entró en el cuarto con una palmatoria y una taza de té.
Permaneció allí un rato y cuando salió nos dijo que el Libertador quería que le hiciéramos un rato
de compañía. Lo encontramos tendido en el catre, envuelto completamente en una sábana
empapada en el sudor de la fiebre, que le había aumentado en forma alarmante. Su rostro tenía
de nuevo esa desencajada expresión de máscara funeraria helénica, los ojos abiertos y
hundidos desaparecían en las cuencas, y, a la luz de la vela, sólo se veían en su lugar dos
grandes huecos que daban a un vacío que se suponía amargo y sin sosiego según era la
expresión de la fina boca entreabierta.
Me acerqué y le manifesté mi pesar por la muerte del Gran Mariscal. Sin contestarme, retuvo un
instante mi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del catre sin saber qué decir ni cómo
alejar al enfermo del dolor que le consumía. Con voz honda y cavernosa, que llenó toda la
estancia en sombras, preguntó de pronto dirigiéndose a Silva:
-¿Cuántos años tenía Sucre? ¿Usted recuerda?
-Treinta y cinco, Excelencia. Los cumplió en febrero.
70
-Y su esposa, ¿está en Colombia?
-No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunirse con ella.
De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra trajo más té y le hizo tomar al enfermo unas
cucharadas que le habían recetado para bajar la temperatura. Bolívar se incorporó en el lecho y
le pusimos unos cojines para sostenerlo y que estuviera más cómodo. Iniciábamos una de esas
vagas conversaciones de quienes buscan alejarse de un determinado asunto, cuando de repente
empezó a hablar un poco para sí mismo y a veces dirigiéndose a mí concretamente:
-Es como si la muerte viniera a anunciarme con este golpe su propósito. Un primer golpe de
guadaña para probar el filo de la hoja. Le hubiera usted conocido, Napierski. El calor de su
mirada un tanto despistada, su avanzar con los hombros un poco caídos y el cuerpo
desgonzado, dando siempre la impresión de cruzar un salón tratando de no ser notado. Y ese
gesto suyo de frotar con el dedo cordial el mango de su sable. Su voz chillona y las eses
silbadas y huidizas que imitaba tan bien Manuelita haciéndole ruborizar. Sus silencios de tímido.
Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siempre claras y francas... Cómo debió tomarlo
por sorpresa la muerte. Cómo se preguntaría con el último aliento de vida, la razón, el porqué del
crimen... «Usted y yo moriremos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay quién nos mate
después de lo que hemos pasado»... Siempre iluso, siempre generoso, siempre crédulo, siempre
dispuesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes, las mismas que él sin notarlo ni
proponérselo, cultivaba en sí mismo tan hermosamente... Berruecos... Berruecos... Un paso
oscuro en la cordillera. Un monte sombrío con los chillidos de los monos siguiéndonos todo el
día. Mala gente esa... Siempre dieron qué hacer. Nunca se nos sumaron abiertamente. Los más
humillados quizá, los menos beneficiados por la Corona y por ello los más sumisos, los menos
fuertes. ¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para
terminar acosados por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de
peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha
entendido aquí nada. La muerte se llevó a los mejores, todo queda en manos de los más listos,
los más sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte...
Recostó la cabeza en la almohada. La fiebre le hacía temblar levemente. Volvió a mirar a Ibarra.
-No habrá tal viaje a Francia. Aquí nos quedamos aunque no nos quieran.
Una arcada de náuseas lo dobló sobre el catre. Vomitó entre punzadas que casi le hacían perder
el sentido. Una mancha de sangre comenzó a extenderse por las sábanas y a gotear
pausadamente en el piso. Con la mirada perdida murmuraba delirante: «Berruecos...
Berruecos... ¿Por qué a él?... ¿Por qué así?».
Y se desplomó sin sentido. Alguien fue por el médico quien, después de un examen detenido, se
limitó a explicarnos que el enfermo se hallaba al final de sus fuerzas y era aventurado predecir la
marcha del mal, cuya identidad no podía diagnosticar.
Me quedé hasta las primeras horas de la madrugada cuando regresé a la fragata. He meditado
largamente en mi camarote y acabo de comunicar al capitán mi decisión de quedarme en
Cartagena y esperar aquí su regresó de Venezuela, que calcula será dentro de dos meses.
Mañana hablaré con mi amigo el general Silva para que me ayude a buscar alojamiento en la
ciudad. El calor aumenta y de las murallas viene un olor de frutas en descomposición y de
húmeda carroña salobre.

71
Cócora
Álvaro mutis

Aquí me quedé, al cuidado de esta mina y ya he perdido la cuenta de los años que llevo en este
lugar. Deben ser muchos, por que el sendero que llevaba hasta los socavones y que corría a la
orilla del río, ha des aparecido ya entre rastrojos y matas de plátano. Varios árboles de guayaba
crecen en medio de la senda y han producido ya muchas cosechas. Todo esto debieron olvidarlo
sus dueños y explotadores y no es de extrañarse que así haya sido, porque nunca se encontró
mineral alguno, por hondo que se cavara y por muchas ramificaciones que se hicieran desde los
corredores principales. Y yo que soy hombre de mar, para quien los puertos apenas fueron
transitorio pretexto de amores efímeros y riñas de burdel, yo que siento todavía en mis huesos el
mecerse de la gavia a cuyo extremo más alto subía para mirar el horizonte y anunciar las
tormentas, las costas a la vista, las manadas de ballenas y los cardúmenes vertiginosos que se
acercaban como un pueblo ebrio; yo aquí me he que dado visitando la fresca oscuridad de estos
laberintos por donde transita un aire a me nudo tibio y húmedo que trae voces, lamentos,
interminables y tercos trabajos de insectos, aleteos de oscuras mariposas o el chillido de algún
pájaro extraviado en el fondo de los socavones. Duermo en el llamado socavón del Alférez, que
es el menos húmedo y da de lleno a un precipicio cortado a pico sobre las turbulentas aguas del
río. En las noches de lluvia el olfato me anuncia la creciente: un aroma lodoso, picante, de
vegetales lastimados y de animales que bajan destrozándose contra las piedras; un olor de
sangre desvaída, como el que despiden ciertas mujeres' trabajadas por el arduo clima de los
trópicos, un olor de mundo que se des líe precede a la ebriedad desordenada de las aguas que
crecen con ira descomunal y arrasadora. Quisiera dejar testimonio de algunas de las cosas que
he visto en mis largos días de ocio, durante los cuales mi familiaridad con estas profundidades
me ha convertido en alguien harto diferente de lo que fuera en mis años de errancia marinera y
fluvial.
Tal vez el ácido aliento de las galerías haya mudado o aguzado mis facultades para percibir la
vida secreta, impalpable, pero riquísima que habita estas cavidades de in fortunio. Comencemos
por la galería principal. Se penetra en ella por una avenida de cámbulos cuyas flores
anaranjadas y pertinaces crean una alfombra que se ex tiende a veces hasta las profundidades
del recinto. La luz va desapareciendo a medida que uno se interna, pero se demora con
intensidad inexplicable en las flores que el aire ha barrido hasta muy adentro. Allí viví mucho
tiempo hasta cuando tuve que abandonar el sitio por razones que en seguida explicaré. Hacia el
comienzo de las lluvias escuchaba voces, murmullos indescifrables como de mujeres rezando en
un velorio, pero algunas risas y ciertos forcejeos, que nada tenían de fúnebre, me hicieron
pensar más bien en un acto infame que se prolongaba sin término en la oquedad del recinto. Me
propuse descifrar las voces y, de tanto escucharlas con atención febril, días y noches, logré, al
fin, entender la palabra Viana. Por entonces caí enfermo al parecer de malaria y permanecía
tendido en el jergón de tablas que había improvisa do como lecho. Deliraba durante largos
períodos y, gracias a esa lúcida facultad que desarrolla la fiebre por debajo del desorden exterior
de sus síntomas, logré entablar un diálogo con las hembras. Su actitud meliflua, su evidente
falsía, me dejaban presa de un temor sordo y humillante. Una noche, no sé obedeciendo a qué
impulsos secretos avivados por el delirio, me incorporé gritando en altas voces que re verberaron
largo tiempo contra las pare des de la mina: "¡A callar, hijas de puta! ¡Yo fui amigo del Príncipe
de Viana, res peten la más alta miseria, la corona de los insalvables!" Un silencio, cuya densidad
se fue prolongando, acallados los ecos de mis gritos, me dejó a orillas de la fiebre. Espere la
noche entera, allí tendido y bañado en los sudores de la salud recuperada. El silencio
permanecía presente ahogando hasta los más leves ruidos de las humildes criaturas en sus
trabajos de hojas y salivas que tejen lo impalpable. Una claridad lechosa me anunció la llegada
del día y salí como pude de aquella galería que nunca más volví a visitar. Otro socavón es el que
los mineros llamaban del Venado. No es muy profundo, pero reina allí una oscuridad absoluta,
debida a no sé qué artificio en el trazado de los ingenieros. Sólo merced al tacto conseguí
familiarizarme con el lugar que estaba lleno de herramientas y cajones meticulosamente
clavados. De ellos salía un olor imposible de ser descrito. Era como el aroma de una gelatina
hecha con las más secretas substancias destiladas de un metal improbable. Pero lo que me
detuvo en esa galería durante días interminables, en los que estuve a punto de perder la razón,
es algo que allí se levanta, al fondo mismo, del socavón, recostado en la pared en don de aquél
72
termina. Algo que podría llamar una máquina si no fuera por la imposibilidad de mover ninguna
de las piezas de que parecía componerse. Partes metálicas de las más diversas formas y
tamaños, cilindros, esferas, ajustados en una rigidez inapelable, formaban la indecible
estructura. Nunca pude hallar los límites, ni medir las proporciones de esta construcción
desventurada, fija en la roca por todos sus costa dos y que levantaba su pulida y acerada
urdimbre, como si se propusiera ser en este mundo una representación absoluta de la nada.
Cuando mis manos se cansaron, tras semanas y semanas de recorrer las complejas conexiones,
los rígidos piñones, las he ladas esferas, huí un día, despavorido al sorprenderme implorándole
a la indefinible presencia que me develara su secreto, su razón última y cierta. Tampoco he
vuelto a visitar esa parte de la mina, pero durante ciertas noches de calor y humedad me visita
en sueños la muda presencia de esos metales y el terror me deja incorpora do en el lecho, con el
corazón desbocado y las manos temblorosas. Ningún terremoto, ningún derrumbe, por
gigantesco que sea; podrá desaparecer esta ineluctable mecánica adscrita a lo eterno. La
tercera galería es la que ya mencioné al comienzo, la llamada socavón del Alférez. En ella vivo
ahora. Hay una apacible penumbra que se extiende hasta lo más profundo del túnel y el chocar
de las aguas del río, allá abajo, contra las paredes de roca y las grandes piedras del cauce, da al
ámbito una cierta alegría que rompe, así sea precariamente, el hastío interminable de mis
funciones de velador de esta mina abandonada. Es cierto que, muy de vez en cuando, los
buscadores de oro llegan hasta esta altura del río para lavar las arenas de la orilla en las bateas
de madera. El humo agrio de tabaco ordinario me anuncia el arribo de los gambusinos.
Desciendo para verlos trabajar y cruzamos escasas palabras. Vienen de regiones distantes y
apenas entiendo su idioma. Me asombra su paciencia sin medida en este trabajo tan minucioso y
de tan pobres resultados. También vienen, una vez al año, las mujeres de los sembradores de
caña de la orilla opuesta. Lavan la ropa en la corriente y golpean las prendas contra las piedras.
Así me entero de su presencia. Con una que otra que ha subido con migo hasta la mina he
tenido relaciones. Han sido encuentros apresurados y anónimos en donde el placer ha estado
menos presente que la necesidad de sentir otro cuerpo contra mi piel y engañar, así sea con ese
fugaz contacto, la soledad que me desgasta. Un día saldré de aquí, bajaré por la orilla del río,
hasta encontrar la carretera que lleva hasta los páramos y espero entonces ... que el olvido me
ayude a borrar el miserable tiempo aquí vivido.

73
Reencuentro con una mujer
Luis Fayad

La mujer le dejó saber con la mirada que quería decirle algo. Leoncio accedió, y cuando ella se
apeó del bus él la siguió. Fue tras ella a corta pero discreta distancia, y luego de alejarse a un
lugar solitario la mujer se volvió. Sostenía con mano firme una pistola. Leoncio reconoció
entonces a la mujer ultrajada en un sueño y descubrió en sus ojos la venganza.

–Todo fue un sueño –le dijo–. En un sueño nada tiene importancia.

La mujer no bajó la pistola.

–Depende de quién sueñe.

74
Péndulo
Mario Benedetti

El primero de sus llantos fue poderoso y traspasó fácilmente las cuatro paredes, cubiertas de
pálidas guirnaldas. Después de todo, nacer siempre ha sido importante, aunque el nacido sólo
sea capaz de advertir esa importancia con mucho atraso. Por lo pronto, tampoco el médico
partero parecía advertirlo, ya que su profesionalísimo alarde de sostener con una sola mano
aquel cuerpecito de un remolacha tenue, no se correspondía con el significado metafísico del
momento. En el lecho, la madre se desprendía de los últimos gajos de sufrimiento para así poder
arrellanarse en su incipiente felicidad. Él le dedicó la segunda de sus miradas (la primera había
encontrado el blanco cielo raso), pero aún ignoraba que aquello era su madre, la oscura cueva
de donde había emergido. Lo metieron en el baño con infinitas precauciones, y sintió el agua en
las manos diminutas. Se hundía, se hundía, pero al fin dominó el calambre y salió a flote. La
costa estaba cerca, pero él no hacía pie y aquel torniquete podía volver en cualquier momento.
En consecuencia, empezó a bracear lentamente, sin dejarse dominar por los nervios y tratando
de respirar en el ritmo debido. Había tragado agua en abundancia, pero sobre todo había
tragado pánico. Su compás de brazadas era ahora parsimonioso y el corazón ya le golpeaba
menos. Cuando pasó junto a Beba, que hacía la plancha con el abandono de quien duerme la
siesta en un catre, tuvo incluso ánimo suficiente como para pellizcarla, aguantar sus gritados
reproches, y pensar que su mujer no estaba mal con el traje de baño de dos piezas, y que a la
noche, sin ellas, estaría aún mucho mejor. Cuando hizo definitivamente pie, sintió que las
piernas se le aflojaban, y hasta le pareció que se le iba la cabeza. En realidad, Sólo en ese
instante aquilató la tremenda injusticia que habría representado su muerte en plena luna de miel.
Entonces Agustín, desde la arena, le tiró violentamente la pelota y él tuvo que dar un salto para
alcanzarla. No sólo se le pasó el mareo sino que también tuvo fuerzas para tirar la pelota contra
el almanaque que estaba allí, a los pies de la camita. La pelota rebotó y volvió a él, que la golpeó
con repentino entusiasmo. La madre, fresca, rozagante, con una bata color crema, apareció en
la puerta del baño, y él se calmó. Dejó la pelota para tenderle los brazos y sonreír, entre otras
razones, por la perspectiva alimenticia que se abría. «¿Tenés hambre, tesoro?», preguntó ella, y
él exteriorizó violentamente su impaciencia. La madre lo sacó de la cama, se abrió la bata y le
dio el pecho. El pezón estaba dulce, todavía Con gusto a jabón de pino. Los primeros tragos
fueron rápidos, atolondrados. La pobre garganta no daba abasto. No obstante, pasada la primera
urgencia, la voracidad decreció y él tuvo tiempo para dedicarse aun disfrute adicional: el roce de
los labios contra la piel del pecho. Cerró los ojos por dos motivos: para concentrarse en goce tan
complejo, y para no seguir mirándo ciertos poros hipnotizantes. Cuando los abrió, el seno de
Celeste llenaba su mano. Examinó aquellas venitas azules que siempre le resultaban
turbadoras, pero de paso miró también el despertador. «Vestite», dijo, «tengo que irme». Celeste
se movió suavemente, como una gata, pero no se incorporó. «Yo, en cambio, puedo quedarme»,
dijo. Él pensó que ella lo estaba provocando. Sólo imaginarlo era un disparate, pero a él no le
gustaba irse y dejarla allí, desnuda, aunque quedase sola, aunque su desnudez fuera, a lo sumo,
para el espejo ovalado y eunuco. Quizá sólo quería retenerlo media hora más, pero no podía ser.
Beba lo esperaba en la puerta del cine. Ya en este momento lo estaría esperando, y él no quería
más incidentes, más celos, más llanto. «Quedate, si querés», dijo, «pero vestite». Levantó el
puño para acompañar la orden, pero aún lo tenía en alto cuando se dio cuenta de que el golpe
sobre el cristal del tocador sonaría a destiempo. Y así fue. Con un tono culpable, murmuró:
«Perdón, tío», pero el silencio del viejo fue bastante elocuente. Estaba claro que no perdonaría.
«Estos arranques te pueden costar caro. Ahora no importa demasiado que quiebres el cristal del
escritorio. Pero a lo mejor estás también quebrando tu futuro.» Qué comparación lamentable,
pensó él. «Ya dije perdón», insistió. «Pedir perdón es humillante y no arregla nada. La solución
no es pedir perdón, sino evitar los estallidos que hacen obligatorias las excusas.» Sintió que se
ponía colorado, no
sabía si de vergüenza de sí mismo o de la situación. Pensó en la mala suerte de ser huérfano,
pensó que su padre lo había traicionado con su muerte prematura, pensó que un tío no puede
ser jamás un segundo padre, pensó que sus propios pensamientos eran en definitiva mucho más
75
cursis que los del tío. «¿Puedo irme!», preguntó, tratando de que su voz quedara a medio
camino entre la modestia y el orgullo. «Sí, será mejor que te vayas.» «Sí, será mejor que te
vayas», repitió Beba entre lágrimas, y él sintió que otra vez empezaba el chantaje, porque el
llanto de su mujer, aunque esta vez fuera interrumpido por las nerviosas chupadas al cigarrillo,
despertaba en él inevitablemente la conmiseración y cubría los varios rebajamientos del amor,
verificados en nueve años de erosión matrimonial. Él sabía que dos horas después se
reencontraría con su propio disgusto, con sus ganas irrefrenables de largarlo todo, con su
creciente desconfianza hacia la rutina y la mecánica del sexo, con su recurrente sensación de
asfixia. Pero ahora tenía que aproximarse, y se aproximó. Puso la mano sobre el hombro de
Beba, y sintió cómo su mujer se estremecía ya la vez cómo ese estremecimiento significaba el
final del llanto. La sonrisa entre lágrimas, esa suerte de arcoiris facial, lo empalagó como nunca.
Pese a todo, la rodeó con sus brazos, la besó junto a la oreja, le hizo creer que el deseo
empezaba a invadirlo, cuando la verdad era que él se imponía a sí mismo el deseo. Ella dejó el
cigarrillo encendido en el borde de la mesa de noche, y se tendió en la cama. Él se quitó la
camisa, y antes de seguir desnudándose, se inclinó hacia ella. De pronto pegó un salto: el
cigarrillo le había quemado la espalda. Profirió un grito ronco y no pudo evitar que los ojos se le
humedecieran. «Bueno», dijo ,el hombre de marrón al hombre de gris, «por ahora no lo quemes
más». La voz sonó cansada, opaca, al costado del chicle. «Mirá que sos porfiado», dijo el de
gris, y él no hizo ningún comentario, entre otras cosas porque el dolor y la humillación le habían
quitado el aliento. «Fijate, botija, que no te estamos pidiendo nombres. No te estamos pidiendo
que traiciones a nadie. Te pedimos una fecha, sólo eso. Mirá qué buenos somos. La fecha de la
próxima bombita. Andá, ¿qué te cuesta? Así nos vamos todos a dormir, y mientras vos soñás
con Carlitos Marx, nosotros soñamos con los angelitos. ¿No tenés ganas de dormir un rato,
digamos, quince horas? A ver, Pepe, mostrale una almohada. ¿O estás desvelado? A ver, Pepe,
prendé la otra luz. No, ésa no, sólo tiene doscientas bujías. Prendé mejor el reflector.» El
reflector no importaba. Él podía aguantar sin dormirse. Estos tipos subestiman siempre la
resistencia física de los jóvenes. Un viejo puede ser que cante, porque está gastado, porque
siente pavor ante la mera posibilidad del sufrimiento físico, pero un muchacho sabe por qué y por
quién se sacrifica. «Bueno, Pepe», dijo el de marrón, «si el botija sigue callado no vas a tener
más remedio que encender otra vez el cigarrillo». Él escuchó, sin mirar, el ruido que hizo el
fósforo al ser frotado contra la suela del zapato. Todo su cuerpo se organizó para la resistencia,
pero seguramente descuidó alguna zona, porque de pronto su boca se abrió,
independientemente de su voluntad, como si fuera la boca de otro, y pronunció con claridad
pasmosa: «Dieciocho de agosto». La voz del tipo de marrón sonó secretamente decepcionada:
«Francamente, creí que eras más duro. Soltalo, Pepe, ponele una curita sobre la quemadura,
devolvele las cosas y que se largue». Él sintió una presión repentina en el estómago, pero esta
vez el sufrimiento no venía de afuera. Se inclinó un poco hacia adelante y al fin pudo vomitar.
Cuando cesaron las arcadas, vio el mar allá abajo, que golpeaba contra el costado del barco.
Después del esfuerzo, sus músculos se relajaron y se sintió mejor. Se apartó de la borda y sólo
entonces advirtió que José Luis lo había estado mirando. Trató de alejarse, pero el otro lo atajó:
«¿Te sentís mal?» «No, ya pasó», dijo él, sintiéndose irremediablemente ridículo y limpiándose
la boca con
el pañuelo. «No mirés hacia abajo», dijo José Luis. «Mejor vamos al bar y tomas algo fuerte.» Él
se dejó llevar y pidieron un whisky y un vodka. José Luis tenía razón: desde el primer trago, la
bebida le cayó bien, y terminó de acomodarle el estómago. «¿Estás contento de regresar?»,
preguntó José Luis. Él demoró unos segundos, tratando de reconocer en sí mismo si estaba o no
contento de su vuelta. «Creo que sí», dijo. «No sabés cuánto me tranquiliza», comentó José
Luis, «que hayas acabado por fin con aquellos escrúpulos idiotas». «Bueno, no tan idiotas.»
«Mirá, lo peor son las medias tintas. Vos y yo sabemos que esto no es limpio. Por algo nos da
tanta plata. Pero también hay una ley: una vez que uno se decide, ya no se puede seguir
jugando a la conciencia. Dejá la conciencia para los que no cobran, así se entretienen, pobres.»
Él apuró de un solo trago lo que quedaba en el vaso, y se puso de pie. «Me voya dormir.»
«Como quieras», dijo José Luis. Él salió al pasillo, que a esa hora estaba desierto. Desde el
salón de segunda clase llegaba un ritmo amortiguado, y de vez en cuando el alarido de un saxo.
Pensó que siempre se divertían más los de segunda que los de primera. Dobló por el pasillo de
la derecha. No había dado cinco pasos cuando se apagó la luz. Vaciló un momento, y luego
siguió caminando. Le pareció que detrás de él sonaban pasos. Trató de encender un fósforo
76
pero la mano le tembló. Los pasos se acercaban y él sintió ese miedo primario, elemental, para
el que nunca tuvo defensas. Caminó algo más rápido, y luego, pese a los vaivenes del barco,
terminó corriendo. Corrió, corrió, esquivando los árboles, y además saltando sobre las sombras
de los arboles. Alla adelante estaba el balneario con sus luces. Él no quería ni podía mirar hacia
atrás. Los pasos crujían ahora sobre la alfombra de hojas y ramitas secas. Si me salvo de ésta,
nunca más, pensó. La víspera había invocado sus doce años recién cumplidos para que lo
dejaran ir solo a la casa de Aníbal. El viaje de ida no importaba. Pero el de vuelta. Nunca más. A
veces sus pasos parecían coincidir exactamente con los del perseguidor, y entonces la
duplicación camuflaba a los de éste hasta casi borrarlos. Si viene al mismo ritmo que yo, pensó,
me alcanzará, porque ha de tener las piernas mucho más largas. Corrió con mayor
desesperación, tropezando con piedras y ramas caídas, pero sin derrumbarse. Ni siquiera se
tranquilizó cuando llegó ala carretera. Recorrió los pocos metros que lo separaban del chalet,
trepó la escalera de dos en dos, encendió la luz, pasó doble llave, y se tiró de espaldas en la
cama. El alocado ritmo de su respiración se fue calmando. Qué linda esta seguridad, qué suerte
esta bombilla eléctrica, qué cerrada esta puerta. De pronto sintió que la cama era arrastrada por
alguien. Es decir, la camilla. La sábana le llegaba hasta los labios. Sin saber por qué, recurrió
urgentemente a la imagen de Celeste. Cuántos años. Qué curioso que en este instante no
recordara ni sus senos ni sus muslos, sino sus ojos. Sin embargo, no pudo detenerse demasiado
en aquella lejana luz verde, casi gris. El dolor del vientre volvió con todos sus cuchillos, sus
dagas, sus serruchos. «Dele otra», dijo la túnica que estaba a su derecha. «Esperemos que sea
la última», dijo la túnica que estaba a su izquierda. Sintió que le quitaban la sábana; luego, vino
el pinchazo. Poco a poco los cuchillos regresaron a sus vainas. Cerró los ojos para encontrarse
a sí mismo, y luego los abrió para agradecer. La mirada permaneció largamente abierta. Se
produjo un blanquísimo silencio. Entonces el péndulo dejó de oscilar.

77
Para objetos solamente
Mario Benedetti

(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,


Uruguay, 14 de septiembre de 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)
Las cosas tienen un ser vital.
RUBÉN DARÍO

      POR EL MOMENTO nadie entra en la habitación, pero, si alguien entrara, o, mejor aún, si sólo
penetrara una mirada, sin tacto, sin gusto, sin olfato, sin oído, sólo una mirada, y decidiera
fríamente hacer un ordenado inventario visual de sus objetos, comenzando, digamos, por la
derecha, lo primero que habría de encontrar sería un amplio sofá, forrado de terciopelo verde
oscuro, ya bastante deteriorado y con dos quemaduras de cigarrillo en el borde del respaldo.
Sobre el sofá hay un montón de diarios y revistas, pero la hipotética mirada sólo estaría en
condiciones de ver la revista que está arriba de todo, es decir un ejemplar no demasiado nuevo
de Claudia, y a lo sumo conjeturar, gracias a las características especiales de su tipografía, que
el trozo de periódico que asoma por debajo de otros diarios, aunque no incluye ningún título ni
indicación directa, puede pertenecer a BP-Color. También sobre el sofá, a unos treinta
centímetros de los diarios y revistas, hay un libro boca abajo, con un cortapapeles metido entre
sus primeras hojas. En uno de los ángulos hay una mancha verdosa, con varios granitos más
oscuros, como de yerba. En la pared que está detrás del sofá hay un almanaque de la Panadería
La Nueva. La hoja que está a la vista es de noviembre 1965 y tiene dos anotaciones hechas con
bolígrafo azul, y una más con bolígrafo rojo. Las azules corresponden al día 4 («Beatriz, 15.30»)
y al día 13 («M. ¿O. K.? OK»); la roja está en la línea del día 19 («Ensayo gral.»). El sofá llega
hasta la segunda pared. Junto al tramo inicial de la misma hay una banqueta de madera con un
cenicero repleto de puchos, todos torcidos de la misma manera y sin manchas de carmín. Más
allá está un ropero de roble, modelo antiguo pero todavía en buenas condiciones, sin espejo
exterior, con una hoja cerrada y otra abierta. Por el espacio que deja la hoja abierta puede
distinguirse ropa de hombre, prolijamente colgada de sus perchas: un impermeable gris, un
gabán de cuello amplio, varios sacos que quizá sean trajes completos, ya que los pantalones o
chalecos pueden estar ocultos bajo los sacos. El ropero tiene tres cajones, todos cerrados,
aunque del tercero surge un pliegue blanco de ropa, que presumiblemente corresponde a una
camisa. En el suelo, junto a una de las patas del ropero, hay un papel irregularmente rasgado,
algo así como la mitad de una hoja de carta, color crema, que alguien hubiera partido en dos.
Está escrito con una letra menuda y muy pareja, de curvas suaves, con los puntos de las jotas y
las íes muy por encima de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, podría
comprobar que las palabras, y trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes:

78
      Después del ropero, casi sin espacio que los separe, hay una mesita de pino, sin cajones,
con una portátil negra, un despertador chico, de cobre, un block de notas en cuya primera página
hay sólo una palabra (chau), dos bolígrafos de la misma marca y un portarretrato con la
fotografía de una mujer joven que en el ángulo inferior derecho tiene una leyenda: «A Fernando,
con fe y esperanza, pero sin caridad. Beatriz». Junto a la mesita, una cama (tendida, una plaza,
de bronce) cuya cabecera se apoya en la segunda pared, el flanco derecho sigue la línea de la
pared tercera. La colcha blanca cubre también la almohada. Sobre la colcha blanca, tres objetos:
un encendedor, un cepillo de ropa, un programa de teatro doblado en dos. Sólo está a la vista la
mitad inferior, donde consta el reparto: Vera: Amanda Blasetti. Jacinto: Fernando Montes.
Octavio: Manuel Solano. Rita: María Goldman. Ernesto: Benjamín Espejo. Debajo de la cama, un
par de mocasines marrones. En el rincón que forman la tercera y la cuarta pared, hay un
tocadiscos. Sobre el plato, un disco de doce pulgadas, detenido no obstante, si la mirada
quisiera detalles, podría comprobar que se trata del volumen III del álbum de Bessie Smith.
Debajo del tocadiscos, un casillero con varios álbumes, pero en sus lomos sólo constan números
romanos, y además no están en orden. Junto al mueblecito hay una alfombra (medida
aproximada: un metro por setenta y cinco centímetros) de lana marrón con franja negra. Sobre
ella está depositado el sobre de cartón correspondiente al disco de Bessie Smith. A esta altura, a
la mirada le quedarían apenas tres objetos para completar el inventario.
      El primero es una cocinita a gas, de dos hornillas. No hay nada sobre ellas. Una de las
hornillas tiene la llave hacia la izquierda; la otra, hacia la derecha. El segundo objeto es un
cuerpo humano, totalmente inmóvil. Es un muchacho. Pelo oscuro, la nuca apoyada en un
almohadoncito. Tiene puestas sólo dos prendas. Un short azul claro, y, en el cuello (suelto, sin
anudar), un pañuelo rojo de seda. Los ojos están cerrados. No hay el menor movimiento, ni en

79
las fosas nasales ni en la boca. El tercer y último objeto es un trozo de papel color crema, algo
así como la mitad de una hoja de carta que alguien hubiera partido en dos, escrito con una letra
menuda y muy pareja, de curvas suaves y con los puntos de las jotas y las íes muy por encima
de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, comprobaría que las palabras, y
los trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes:

80
Un Mar de Fueguitos
Eduardo Galeano

Un hombre del pueblo de Negua, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.

A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que
somos un mar de fueguitos.

-El mundo es eso - reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay
fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que
ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos,
fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se
puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

81
Viaje a la semilla
Alejo Carpentier
I
-¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de
un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases
incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su
mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas
rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas
que iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto- cielos rasos ovales o
cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de
los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres
con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el
traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los
peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo
aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El
viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el
subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la
calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de
aves desagradables y pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras de
mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores,
blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para
la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya
caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba
los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de
escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto
descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica,
atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un
marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras
desorientadas.

II
Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado
sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras
con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se
encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus
hoyos, con rápida rotación.
En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus
fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del
techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La
Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias
olvidadas.
El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas.
Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió
por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las
galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.
Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de
medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida

III
Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la
monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de
visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los
ojos.
82
Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina,
las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja,
salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el
enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del
Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente,
penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse
en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un
peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se
desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después,
sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas
del asiento, había un sobre con monedas de oro.
Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio
congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y
escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias
se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le
dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan
y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando
compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras,
árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del
hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina
al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a
complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre
de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.

IV
Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al
principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a
poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que
llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa,
sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa
volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían
en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día,
dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes
bajas.
Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias
de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo
de la cama, que andaba por el patio murmurando: "¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo
verde que corre!" No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia
acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del
baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.
Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas
del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las
palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de
la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes
enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes
tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.

V
Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las
faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la
Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran
tren de calesas -relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la
sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que
se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en
aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas
sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho
del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban
83
lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que
tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados
de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su
vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia
para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de
bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a
María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller
del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las
rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron
casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los
velones.

VI
Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus
amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego
las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de
otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse
sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las
vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco
llevado, ahora, a la meditación.
Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba
alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y
escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales
dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de
achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de
nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas
y la Balada de los Lagos de Escocia.
Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros
encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba
requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en el teclado,
sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto,
recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas
de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de
corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la
Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues.
Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y
flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de
carnaval, levantó aplausos.
La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla,
que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los
amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.
Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor,
Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las
madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura,
recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el
reciente patrón de "El Jardín de las Modas". Las puertas se obscurecieron de fámulas,
cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes
para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite.
Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la
nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban
suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo,
hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la
Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin
perder nunca -así fuera de movida una guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba
en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la
pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y

84
sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi
deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.

VII
Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba
gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para
despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de
caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión
razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar
en el Real Seminario de San Carlos.
Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las
explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al
principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y
ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora
con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en
cualquier texto. "León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar", leíase sobre los grabados en cobre de la
Historia Natural. Del mismo modo, "Aristóteles", "Santo Tomás", Bacon", "Descartes",
encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del
universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas,
encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un
concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno
daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es
incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El
día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el
espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.
Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que
cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba
zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un
dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de
espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus
rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con
rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la
vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.
Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana,
Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de
cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran
vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la
cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las
mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.

VIII
Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del
comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los
moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran
mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que
doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.
Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los
soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina
del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado
exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los
granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los
artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales,
con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar
bolas de vidrio a más de un metro de distancia.
-¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...
Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el
negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.
85
Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las
ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo
de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario -como Don
Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo
desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay
bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a
altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía
temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para
construir aquella bóveda de calderones -órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.

IX
Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le
sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería
de la Alameda -cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa. Se entretuvo
mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le
hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con
agarraderas de bronce.
Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de
dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él,
era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor
debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del
crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se
sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los "Sí, padre" y los "No,
padre", se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del
ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera
acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía, en noches de baile,
con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de
oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y
pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una
de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto
detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del
castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para Marcial era
más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo,
porque fastidiaba menos.

X
Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de
las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera
de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las
procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes,
hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en
habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de
ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos
apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las
palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba,
de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia
civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.
En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese
querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda,
Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en
los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo
fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un
pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común
un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el "Urí, urí, urá", con entendidas
86
carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que
existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván
inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las
alas en caja de cristales rotos.

XI
Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los
perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo,
demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que
las camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales
del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás,
chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también,
vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del
hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y
el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la
Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o
desvelos en la guardia, nunca ocuparían.
Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en
su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de
cintarazos.
Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio,
pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos.
Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro", Marcial miraba a Canelo, riendo
con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos
comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y
perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente.
Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo
pelado; la lagartija que decía "urí, urá", sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo
nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día
señalaron el perro a Marcial.
-¡Guau, guau! -dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus
manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.

XII
Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades
esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo,
con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban
formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los
poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo
caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia
sustancia, resbaló hacia la vida.
Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a
glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.
Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una
nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo
en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que
le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los
guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los
armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en
la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.
Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó
presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las
llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de
metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a
la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.
87
XIII
Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo
acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario.
Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque
municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías,
ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al
relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los
relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.

88
De las hermanas
Por Eliseo Diego

Eran tres viejecitas dulcemente locas que vivían en una casita pintada de blanco, al extremo del
pueblo. Tenían en la sala un largo tapiz, que no era un tapiz, sino sus fibras esenciales, como si
dijésemos el esqueleto del tapiz. Y con sus pulcras tijeras plateadas cortaban de vez en cuando
alguno de los hilos, o a lo mejor agregaban uno, rojo o blanco, según les pareciese. El señor
Veranes, el médico del pueblo, las visitaba los viernes, tomaba una taza de café con ellas y les
recetaba esta loción o la otra. “¿Qué hace mi vieja?” -preguntaba el doctísimo señor Veranes,
sonriendo, cuando cualquiera de las tres se levantaba de pronto acercándose, pasito a pasito, al
tapiz con las tijeras. “Ay —contestaba una de las otras— , qué ha de hacer, sino que le llegó la
hora al pobre Obispo de Valencia”. Porque las tres viejitas tenían la ilusión de que ellas eran las
Tres Parcas. Con lo que el doctor Veranes reía gustosamente de tanta inocencia. 
Pero un viernes las viejecitas lo atendieron con solicitud extremada. El café era más oloroso que
nunca, y para la cabeza le dieron un cojincito bordado. Parecían preocupadas, y no hablaban
con la animación de costumbre. A las seis y media una de ellas hizo ademán de levantarse. “No
puedo —suspiró recostándose de nuevo. Y, señalando a la mayor, agregó —:Tendrás que ser
tú, Ana María. 
Y la mayor, mirando tristemente al perplejo señor Veranes, fue suave a la tela, y con las pulcras
tijeras cortó un hilo grueso, dorado, bonachón. La cabeza de Veranes cayó enseguida al pecho,
como un peso muerto. 
Después dijeron que las viejecitas, en su locura, habían envenenado el café. Pero se mudaron a
otro pueblo antes que empezasen las sospechas y no hubo modo de encontrarlas. 

89
Del espejo
Por Eliseo Diego
1
Había sufrido un cambio radical. Amaneció zurdo cuando siempre se valió de la derecha. Su
mano izquierda, tan apacible e incompetente, adquirió una habilidad siniestra. Sus amigos lo
miraban con el cubilete y comentaban perplejos: «Jamás vimos una siniestra más siniestra.»Era
republicano y amaneció monárquico. Le gustaban los niños y esa tarde compró a un globero
todos sus globos y con el fuego del cigarro —antes no fumaba—los fue reventando uno por uno
entre un coro de niños espantados. Era comedido, todo un caballero. Pues se apareció con una
risa grosera y descarada de villano. ¿La explicación? Un crimen horrendo.
2
Aquella noche, mientras se arreglaba la corbata de etiqueta, pensó por centésima vez si el gran
espejo de su escaparate no sería, en realidad, una puerta. Medio en broma alargó una pierna y
no encontró obstáculo. Entró en el espejo de costado, con el gesto inconsciente de quien se
desliza. La excesiva solicitud de su imagen debió prevenirlo, pero, ¿quién piensa en su imagen a
no ser como un sirviente, cuya fidelidad no se discute? Ni siquiera pensó en ello. Su etiqueta era
de invierno, pero en el corredor del espejo hacía un calor sofocante. «Iré hasta el recodo» —se
dijo, hasta el recodo que siempre imaginó que ocultaría las vistas distintas y asombrosas. (La
coincidencia se agotaría en los dos aposentos: el del espejo y el suyo. Más allá comenzaría el
asombro.) Llegó hasta el recodo y lo dobló, como era su propósito. Entonces vino lo horrible: su
imagen, que se había deslizado afuera y lo acechaba oculta detrás del escaparate, alzó la silla y
la arrojó contra el espejo. Mientras se astillaba y venía abajo pareció que la víctima agitaba sus
brazos con angustia, allá en el fondo. El asesino terminó de arreglarse la corbata y se alejó
sonriente.

90
El infierno
Virgilio Piñeira

Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de
nuestros padres. Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en
las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman:
¡las llamas de la imaginación! Más tarde, cuando ya no nos miramos en los espejos porque
nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un
temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo. Ya
en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y
hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus
llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos.
Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le
contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el
día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento,
pues, ¿quien renuncia a una querida costumbre?

91
Luvina
Juan Rulfo

De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa
piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún
provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la
Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por
allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque
esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se
cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.
…Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se
pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo
único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en
tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que
apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al
despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre
las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita.
Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de
un cuchillo sobre una piedra de afilar.
-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena
de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina
prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las
casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados.
Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso,
raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo
de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de
nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.
Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los
camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de
los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.
Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las
alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.
-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:
-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está
desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío
pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín
ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en
el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto…
Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre
se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan
jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas
tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del
tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro
dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se
quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan
sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.
“…Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada
como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que
no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al
caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”
Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:

92
-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará
cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si
a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora
que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí
hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada
contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
“…Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las
calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver,
cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre.
”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez
no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que
agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto
se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos
hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de
volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser
aún temprano, en la noche.
El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:
-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen
parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé,
tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida… Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y
volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá… Está bien. Me parece recordar el principio.
Me pongo en su lugar y pienso… Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina… ¿Pero
me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de
mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado… Bueno, le
contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar
siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
“-Yo me vuelvo -nos dijo.
“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.
“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se
alejara de algún lugar endemoniado.
“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con
todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el
viento…
“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
“Entonces yo le pregunté a mi mujer:
“-¿En qué país estamos, Agripina?
“Y ella se alzó de hombros.
“-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos
-le dije.
“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla.
Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada
mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
“-¿Qué haces aquí Agripina?
“-Entré a rezar -nos dijo.
“-¿Para qué? -le pregunté yo.
“Y ella se alzó de hombros.
“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones
abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.
“-¿Dónde está la fonda?
“-No hay ninguna fonda.
“-¿Y el mesón?
“-No hay ningún mesón
“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.

93
“-Sí, allí enfrente… unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo
brillar los ojos que nos miran… Han estado asomándose para acá… Míralas. Veo las bolas
brillantes de su ojos… Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que
en este pueblo no había de comer… Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
“-¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
“-Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
“-¿Qué país éste, Agripina?
“ Y ella volvió a alzarse de hombros.
“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar
desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo
pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los
huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis:
unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo
lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como
si fuera un rechinar de dientes.
“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a
todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.
“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en
esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra,
aplastando los ruidos con su peso… Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el
resuello de mi mujer ahí a mi lado:
“-¿Qué es? -me dijo.
“-¿Qué es qué? -le pregunté.
“-Eso, el ruido ese.
“-Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de
nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear
más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros
de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo
sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al
hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la
noche.
“-¿Qué quieren? -les pregunté- ¿Qué buscan a estas horas?
“ Una de ellas respondió:
“-Vamos por agua.
“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar
calle abajo con sus negros cántaros.
“ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
“…¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal
sabor del recuerdo.”
-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad…? La verdad es
que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió
haber sido una eternidad… Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las
horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se
acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para
ellos es una esperanza.
“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor… Estar
sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la
cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo,
como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.
“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien
dice… Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han
ido… Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho
de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios
sabe dónde… Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un
murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruñido cuando se van… Dejan el costal
94
de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a
saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca… Es la costumbre. Allí le dicen la ley,
pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron
para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley…
“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas,
con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo… Solos, en aquella
soledad de Luvina.
“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena.
‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos
ayudará.’
“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se
asomaba una lucecita allá muy adentro.
“-¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
“Les dije que sí.
“-También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la
madre de Gobierno.
“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única
vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no,
que el Gobierno no tenía madre.
“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los
muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo
matan. De ahí en más no saben si existe.
“-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar
hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros
muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y
tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas,
casi arrastrados por el viento.
“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
“-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de
hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca
agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.
“Ya no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
“…Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas.
Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan
Luvina.’
En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas… Usted sabe que a todos nosotros
nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en
Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo…
“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un
lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio;
pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay
en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para
allá comprenderá pronto lo que le digo..
“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza
se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye , Camilo, mándanos ahora
unos mezcales!
“Pues sí, como le estaba yo diciendo…”
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin
sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los
camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se
asomaban las estrellas.
El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.

95
No oyes ladrar a los perros
Juan Rulfo

 —TÚ QUE VAS allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en
alguna parte.
        —No se ve nada.
        —Ya debemos estar cerca.
        —Sí, pero no se oye nada.
        —Mira bien.
        —No se ve nada.
        —Pobre de ti, Ignacio.
        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a
las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola
sombra, tambaleante.
        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate
a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del
monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
        —Sí, pero no veo rastro de nada.
        —Me estoy cansando.
        —Bájame.
        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la
carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después
no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado
a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
        —¿Cómo te sientes?
        —Mal.
        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío.
Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y
porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía
trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los
dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
        —¿Te duele mucho?
        —Algo —contestaba él.
        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré
mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni
siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les
llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
        —No veo ya por dónde voy —decía él.
        Pero nadie le contestaba.
        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre,
reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
        Y el otro se quedaba callado.
        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a
tropezar de nuevo.
        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos
pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por
qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
        —Bájame, padre.
        —¿Te sientes mal?
        —Sí
        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un
96
doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí
para que acaben contigo quienes sean.
        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
        —Te llevaré a Tonaya.
        —Bájame.
        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
        —Quiero acostarme un rato.
        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se
llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza
agarrotada entre las manos de su hijo.
        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted
fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo
encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la
que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras
dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco,
volvía a sudar.
        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le
han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos.
Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal
de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí.
La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la
sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos,
viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino.
El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de
encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque
yo me siento sordo.
        —No veo nada.
        —Peor para ti, Ignacio.
        —Tengo sed.
        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de
haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
        —Dame agua.
        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría
a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
        —Tengo mucha sed y mucho sueño.
        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque
ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé
que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que
descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su
sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra
vez si ella estuviera viva a estas alturas.
        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y
comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá
arriba, se sacudía como si sollozara.
        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca
hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos
retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los
mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a
quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de
97
que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo.
Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo
hubieran descoyuntado.
        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y,
al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

98
Parque de diversiones
José Emilio Pacheco

A mí me encantan los domingos en el parque, puedo ver tantos animalitos que creo que estoy
soñando o que voy a volverme loco de tanto gusto y de la alegría de ver siempre cosas tan
distintas y fieras que juegan o se hacen el amor y cuidan a sus crías o están siempre a punto de
hacerse daño y me divierte ver cómo comen lástima que todos huelan tan mal o mejor dicho
hiedan, pues por más que hacen para tener el parque limpio, especialmente los domingos todos
los animales apestan a diablos, sin embargo, creo que ellos al vernos se divierten tanto como
nosotros por eso me da tanta lástima que estén allí siempre porque su vida debe ser muy
tediosa haciendo siempre las mismas cosas para que los otros serían o les haga daño y no sé
cómo hay quienes llegan hasta mi jaula y dicen mira que tigre, no te da miedo, porque aunque
no hubiese rejas yo no me movería de aquí ni les haría ningún daño. Pues todos saben que
siempre me han dado mucha lástima.

99
La luna decapitada
José Emilio Pacheco

Florencio Ortega se dispuso al combate. Repartió en dos columnas a sus hombres que
avanzaron despacio y en tinieblas por ambos lados de la cañada. Iban a encerrar en un
movimiento de pinzas a Aureliano Blanquet y los últimos restos de su tropa. La medialuna ardió
un momento en el cielo color de sangre.
Cuando en marzo de 1919 Blanquet desembarcó en Palma Sola a fin de unirse con Félix Díaz,
jefe supremo del ejército reorganizador nacional, Venustiano Carranza ordenó a Florencio
impedir la reunión de los vestigios del ejército porfiriano que, cinco años después de su derrota,
buscaban una imposible venganza.
Al escuchar el telegrama leído por su ayudante en el cuartel de Veracruz, Florencio sintió que
vencer a Blanquet era acabar de hundir a la casta que lo envió a consumirse en las tinajas de
San Juan de Ulúa, cuando los rangers cruzaron la frontera para reprimir la huelga en la Green
Consolidated Cooper, era terminar con el hombre que asesinó a Madero, mietras Florencio se
desangraba en Tlatelolco, único sobreviviente de los rurales que lanzaron una carga suicida
contra la Ciudadela.
Blanquet Blanquet. Dos soldaderas lo arrastraron entre hombres con el cuerpo deshecho por la
artillería de Mondragón y entre caballos que aún pataleaban débilmente. En el hospital Florencio
supo que la carga fue ordenada por Blanquet y por Huerta para eliminar a quienes pudieran
oponerse a la traición; por Blanquet de quien se decía que formó parte del pelotón que fusiló a
Maximiliano y que en la campaña de Quintana Roo desollaba a los mayas y lentamente los
dejaba morir en la tierra quemada.
Entre la maleza brillaba la hoguera de Blanquet. Las dos columnas se detuvieron y cortaron
cartucho. Florencio dio la orden de fuego. Mientras sus acompañantes se rendían Blanquet trató
de huir descolgándose por la barranca. Apenas iniciaba el descenso cuando la tierra cedió bajo
sus pies, y Blanquet fue a hundirse en el lodo cincuenta metros más abajo.
Voy a rendirle el parte pero antes le comunico que por el rumbo de Huatusco no queda un solo
felicista: acabamos con ellos en Chavaxtla. Todo salió bien y no tuvimos ningún muerto.
Descendieron en la estación de Veracruz entre familias que iban a conocer la capital con miedo
de que el tren fuera volado en algún puente. Florencio caminó por el andén con el bulto de yute
bajo el brazo. Llegó a la sala de espera y se cuadró ante el jefe de la zona. Los derrotados
dijeron no saber nada de Blanquet Según ellos corrió cuando empezamos a disparar. Por más
que lo buscamos no apareció. Como a las doce un soldado vino a avisarme que había visto algo
como un cadáver al fondo de la barranca. El lugar era tan hondo y tan estrecho que sólo podía
bajar un hombre. El general se atusó los bigotes, impaciente por el relato. La escolta alineó a los
vencidos. Bajo tres campanadas arrancó lentamente el Interoceánico. Pedí unas sogas y bajé
hasta tocar el agua. Caminé chapoteando, agarrado a las lianas de la orilla. Pude reconocer el
cuerpo; no había nadie tan viejo ni tan gordo como Blanquet. Ya estaba pudriéndose. Tuve que
taparme las narices. Ni modo de cargar con él para sacarlo todo entero. Agarré entonces el
machete y tomando al muerto de los pelos le corté la cabeza: aquí la tiene. El general retrocedió
violentamente. Florencio pensó que los restos de Blanquet se estarían corrompiendo en un
recodo del afluente, y entregó la cabeza al encargado de embalsamarla.
-¿Para qué todo esto? No había ninguna necesidad de llegar a los extremos.
-¿Y luego? Cómo iba usté a saber que Blanquet había muerto.
-Bastaba su palabra.
-Pero mejor es una prueba. Así no quedan dudas. Yo cumplo con lo que me ordenaron usté y
Don Venus ¿verdá, mi general?
Mientras cenaba en “La Parroquia”, antes de irse a dormir al hotel Diligencias, Florencio pidió a
su asistente que le compara los periódicos de México y se los leyera a ver si hablaban de él. No
hallaron nada: todos los diarios se dedicaban a celebrar la muerte de Zapata, asesinado en la
hacienda de San Juan Chinameca.

100
Al día siguiente se exhibió la cabeza de Blanquet. Florencio dejó que humeara un puto en los
labios borrados y pidió que le tomaran fotos junto a la prueba de su hazaña.
-¿Se convence Florencio? Le dije que era un acto salvaje, indigno de un soldado
constitucionalista. Nunca habían atacado en esa forma. A un coronel de los nuestros le cortaron
la cabeza en San Andrés Tuxtla. Hace dos horas nos trajeron el cuerpo. Está en la comandancia
por si usted quiere verlo.
-No me interesa. Lo que importa es pegarles de nuevo. Si tanto les impresionó lo que hice deben
tenerme mucho miedo.
-Pero dígame ¿qué perseguía al mutilar a Blanquet?
-Verá usté: cuando bajé al fondo de la barranca andaba un poco tomado y de repente me acordé
de lo que decían en mi pueblo: hay noches en que la luna no tiene cabeza. Su hermano se la
corta porque la luna quiere matar a su madre.
-Coyolxauhqui, el astro muerto, la luna decapitada por Huitzilpochtli. En la Preparatoria supe algo
de eso. Mejor dicho, lo leí después en un libro.
-Yo no sé nada de nada. Cuando quise aprender vino la huelga y a todos los mineros nos
refundieron allí enfrente, en San Juan de Ulúa.
Florencio y el jefe de la zona conversarán en el muelle hasta que un soldado llegue con el
telegrama de Carranza. Entonces volverán al cuartel a preparar la nueva ofensiva.
El general salió de la estación y enfocó sus binoculares. El polvo de la llanura se levantaba en
remolinos. Volvía la columna expedicionaria, al parecer sin demasiadas bajas. Florencio picó
espuelas y se agitando la mano.
-Les dimos nuevamente, mi general. Ora sí están perdidos. No pasa mucho tiempo sin que Félix
Díaz venga a pedir perdón. A propósito, mire: le traigo un regalito.
El general se apartó sobresaltado:
-Bájese del caballo para hablarme. Si vuelve a actuar en contra de mis órdenes notificaré a la
secretaría de Guerra.
-¿Qué? ¿Estuvo mal? Pensé que le iba a hacer gracia. Después de lo que conversamos el otro
día me pareció que… Bueno, le aseguro, no se volverá a repetir.
Florencio arrojó entre los rieles la cabeza que había mostrado al general, volvió a montar y se
alejó al trote corto. En el andén los soldados se aglomeraban para curar a sus heridos. El
general entró en la desmantelada oficina, sacó punta a su lápiz y empezó a escribir en un
cuaderno roto.
-Así que usted también anduvo en la campaña contra el felicismo: ¿No sabe qué se hizo de
Florencio?
-Luego se rebeló contra Carranza y atacó el tren en que el Primer Jefe trataba de llegar a
Veracruz. Alvaro Obregón le pagó el favor ascendiéndolo a divisionario con mando sobre la
guarnición del Valle de México.
Me acuerdo de su casa en la Reforma, una que acaban de tumbar para hacer otra agencia Ford
y dicen que fue de un hijo natural de don Porfirio. Yo nomás la veía por fuera. No entraba por
miedo de ensuciar las alfombras. A veces me ponían de guardia y me quedaba en la puerta
oyendo el escándalo que hacía Florencio emborrachándose con el champán (que nunca le
gustó) y persiguiendo a las coristas del Lírico o el Teatro Ideal.
Después le dieron ganas de ser ministro de la guerra –claro, para trepar de allí a la presidencia-
alegando que estuvo en la Revolución antes de que sonara el nombre de Madero –lo cual es
cierto y ni quién se lo quite. Pero Obregón se negó. Ya tenía sus planes con el general Calles y
no era hombre, usted sabe, de esos que tratan de quedar bien con todos. El Manco le dio a
entender al pobre Florencio que era muy bruto y muy inculto: el único general que con la paz no
había aprendido ni el abecedario.
Florencio salió bufando del Palacio Nacional. A la siguiente recepción en Chapultepec no lo
invitaron, y un lunes le llegó el aviso de que estaba en disponibilidad. Hecho una fiera fue a ver
al Presidente. En el Castillo le dijeron que acababa de salir; en Palacio no lo recibieron, y cuando
pudo verlo a la salida –abalanzándose sobre el coche como si fuera a pedirle limosna- el Manco
no lo invitó a subir y le habló enfrente de sus propios soldados. No le dijo “oye Florencio” como
siempre, sino “usted amigo Ortega”.
Sin embargo parece que Obregón recapacitó y vio que no le convenía echarse otro enemigo de
esa calaña, pues Florencio no iba a tardar en irse al monte. Ya casi todos sus antiguos
compañeros y subordinados estaban contra el presidente y no tenía muchos buenos generales
101
en quienes confiar. Porque eso si usted debe acordarse, a matón y aventado sólo Villa le ganaba
a Florencia. Y él también se pintaba solo para las cargas de caballería. Eso ni hablar, ni quien se
lo discuta. Entonces a mi general, que era una bala para todo, se le fueron las patas y nombró a
Florencio jefe de operaciones en Veracruz. ¡Hágame favor! No tardó ni tres meses en levantarse
en armas y ofrecer apoyo incondicional a Adolfo de la Huerta.
-Pero lo derrotaron.
-Claro: se le olvidó con quién se estaba metiendo. Obregón era un águila (y ahora que lo pienso
se me está ocurriendo que lo puso en Veracruz porque con gran colmillo se dio cuenta de que
Florencio ya no era pieza como antes); nomás acuérdese de que Obregón es el único general
mexicano que nunca en la vida perdió una batalla. Y mire cómo son las cosas: a manos de quién
vino a morir. Válgame Dios.
Bueno pero por ahí no va el negocio. Lo que pasa es que Florencio ya no sabía pelear. La capital
se lo comió. Estaba gordo y hasta el caballo lo hacía sentirse incómodo después de andar en
puro Citröen y Rolls Royce. No se diga ver sangre o jinetes y cuacos destripados.
No tardaron en hacerlo pedazos. En 1924 Florencio ya no era el mismo de 1919 ni tenía todo el
gobierno atrás para hacerlo fuerte. Era el rebelde, el delincuente. Y sus tropas, vencidas en
escaramuzas y emboscadas, nunca pudieron presentar combate a campo abierto, allí donde era
bueno Florencio con sus cargas. Acabaron por odiarlo y pasarse al otro bando en cuanto podían.
Era una lucha inútil, una revolución descabezada. Todos peleando por su lado mientras Adolfo de
la Huerta cantaba arias de ópera sufriendo porque los mejores hombres de la Revolución –
Diéguez, Buelna, Alvarado- murieron por su culpa. Murieron en tanto que Obregón volvía a la
guerra para aniquilarlos con la misma destreza que venció a Villa en 1916.
-Y a Florencio ¿qué le pasó? Sabe, me interesa muchísimo porque yo –Pedro Frías para servirle,
compañero- empecé como ayudante de Florencio. Sólo que me tocó el destierro por ser fiel a
Carranza y no regresé a México hasta ahora que me llamó Ávila Camacho.
-Pues no se supo nada. Dicen que lo han visto en este año de 1944 vendiendo agujetas en los
portales de Puebla. Otros cuentan que se les aparece en reuniones espiritistas. Yo por mi parte
creo que ya murió.
-Quizá es lo más probable. Si no estaría bien parado de nuevo. Ya ve, con este régimen todos
engancharon, a nadie se le guardó rencor por nada.
-Todos menos nosotros, compañero.
-Ya se nos hará, a ver si con el próximo sexenio… Bueno, le agradezco mucho sus datos,
general. Ya sabe, aquí a sus órdenes en el nuevo edificio de la Defensa.
Montado en un caballo agonizante Florencio advierte un muro que reverbera al sol de las cuatro
de la tarde. Se acerca, ve las paredes calcinadas que fueron de una hacienda tlachiquera.
Magueyes secos, hiedras muertas devoran las ruinas. Suelta al caballo que da unos pasos y se
desploma. Sube al primer piso por escaleras llenas y de cardos y lagartijas. En el corredor
ahuyenta a las ratas, se arroja al suelo y un minuto después queda dormido.
En la noche se oye el viento lúgubre y el grito de los búhos. Florencio se levanta, tiembla, baja
las escaleras y sale al páramo en que antes crecieron los magueyales. Cae, trata de
incorporarse, repta hasta un charco al que la medialuna pétrea y sin vida arranca un reflejo de
obsidiana. Se mira y ve sobre su cuerpo los ojos blancos, el pelo sucio, la boca abierta, la
cabeza amarilla de Aureliano Blanquet. Grita, intenta librarse; pero la cabeza se mantiene inmóvil
sin despegar los labios con los alaridos de Florencio.
Entonces oye el rumor de las caballerías en la tierra que se nutre de sangre. Siente que lo
persiguen mil esqueletos que disparan contra el aire de piedra. Se incorpora y comprende que
ha despertado en las nueve llanuras del Mictlán entre el viento cargado de navajas que hieren a
los muertos. Y sabe que en la noche sin tiempo, bajo la luna azteca decapitada por
Huitzilopochtli, ha de buscar la barranca donde su cuerpo se pudrió en el lodo, hasta caer en
aquel sitio del infierno en que los mil fantasmas tendrán que derrotarlo, descender al abismo y
arrancar su cabeza.

102
El guardagujas
Juan José Arreola

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le
había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los
rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en
que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se
halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero
tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar
alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien
parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo,
contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible
organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación
de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las
poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas.
Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen
efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan
las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles
existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el
suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de
pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en
mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente,
tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho
si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa
si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar,
¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con
personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por
regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien
ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola
persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto
ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido
aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

103
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos
con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo.
En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas
desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios
emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas
transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa,
que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio.
Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente
embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes
forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se
estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los
viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay
riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan
ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un
terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros
pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades
estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido
F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del
tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que
faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio.
Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en
nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo
una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar
un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y
obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren
fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía
reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue
tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente,
conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a
afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de
convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo
cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados
por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la
estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia.
En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden
para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación.
Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo
insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de
los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo
demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros
adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió
entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben
lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de
abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona
una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

104
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso
de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los
vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes.
Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre
de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño.
Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de
aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una
perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la
posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los
ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay
personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T.
Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin
tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras.
Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros.
Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías,
voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa.
A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de
todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente
saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería
aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender
en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad
posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara
conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el
camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo.
Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el
ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados
desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin
embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar
cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y
de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen
plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber
adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, solo soy guardagujas 1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco
aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas
de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas
poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los
tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de
los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar.
Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren
ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a
cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y
se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy
lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos,

105
de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos
días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía.
En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer
señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió
para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna
siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

106
La marioneta
Edmundo Valdés

El marionetista, ebrio, se tambalea mal sostenido por invisibles y precarios hilos. Sus ojos, en
agonía alucinada, no atinan la esperanza de un soporte. Empujado o atraído por un caos de
círculos y esguinces, trastabilla sobre el desorden de su camerino, eslabona angustias de
inestabilidad, oscila hacia el vértigo de una inevitable caída. Y en última y frustrada resistencia,
se despeña al fin como muñeco absurdo.
La marioneta –un payaso en cuyo rostro de madera asoma, tras el guiño sonriente, una nostalgia
infinita– ha observado el drama de quien le da transitoria y ajena locomoción. Sus ojos parecen
concebir lágrimas concretas, incapaz de ceder al marionetista la trama de los hilos con los
cuales él adquiere movimiento.

107
Literatura
Julio Torri

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la


numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a
pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a
empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora
cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de
albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje;
la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían
cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas
sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.

108
A Circe
Julio Torri

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil
cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar
silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.
¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme,
las sirenas no cantaron para mí.

109
Sobre las olas
José Emilio Pacheco

La anciana me encargó la compostura del reloj: pagaría el triple si yo lo entregaba en unas


horas. Era un mecanismo muy extraño, al parecer del siglo XVIII. En la parte superior un velero
de plata navegaba al ritmo de los segundos. No me costó trabajo repararlo. Por la noche toqué
en la dirección indicada. La misma anciana salió a abrirme. Tomé asiento en la sala. La mujer le
dio cuerda al reloj. Y ante mis ojos su cuerpo retrocedió en el tiempo y en el espacio. Recuperó
su belleza —la hermosura de la hechicera condenada siglos atrás por la Inquisición—, subió al
barco de plata que zarpó de la noche y se alejó del mundo.

110
Los Talmudistas
Sergio Golwarz

Por el año de 1421 llegó a Toledo un pequeño filósofo, cuya principal diversión consistía en decir
cosas tan inofensivas como, por ejemplo, que Dios, para tener un hijo, se había visto obligado a
recurrir a la ayuda del Espíritu Santo. También era muy dado a ciertos joviales razonamientos
que tenían un vago sabor talmúdico. Una de sus especulaciones favoritas era ésta: “No es
posible que Dios sea feliz existiendo el pecado. Si Dios no es feliz, no es perfecto. si Dios no es
perfecto, no es Dios; si Dios no es Dios, Dios no existe”.

Tanto insistió en mostrarse ingenioso, que el 20 de diciembre de 1491, como premio a su


agudeza, fue condenado a la hoguera, por otros que tenían tanto ingenio como él, pero no lo
prodigaban.

Antes de enviarlo a que sus huesos se calcinaran, para no darle tormento como aperitivo, lo
instaron a desdecirse de su comprometedora conclusión. No tuvo ningún inconveniente; al
contrario. Se prestó a ello de buen grado, y aseguró que creía a pie juntillas en el Hacedor. Pero
no estuvo de acuerdo con la sentencia que se le había impuesto. “Si Dios es omnisciente —
alegó—, conoce el porvenir; si conoce el porvenir, todo está previsto; si todo está previsto, el
pecado no depende del hombre; si el pecado no depende del hombre, no hay pecadores; si no
hay pecadores, todos somos justos; si todos somos justos, no merezco la hoguera”.

“Dices bien —le contestó un miembro del Santo Oficio, que modesta y previsoramente
encapuchaba su ciencia—, pero la última parte de tu razonamiento no es la correcta. Debe ser
así: si todos somos justos, todos iremos al cielo; y si todos iremos al cielo, ¿para qué
preocuparse?”

111
La culpa de los Tlaxcaltecas
Elena Garro

Nacha oyó que llamaban en la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron a insistir
abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura apareció con un dedo en los labios en señal de
silencio. Todavía llevaba el traje blanco quemado y sucio de tierra y sangre.
-¡Señora!... –suspiró Nacha.
La señora Laura entró de puntillas y miró con ojos interrogantes a la cocinera. Luego, confiada
se sentó junto a la estufa y miró su cocina como si no la hubiera visto nunca.
-Nachita, dame un cafecito… Tengo frío.
-Señora, el señor… el señor la va a matar. Nosotros ya la dábamos por muerta.
-¿Por muerta?
Laura miró con asombro los mosaicos blancos de la cocina, subió las piernas sobre la silla, se
abrazó las rodillas y se quedó pensativa. Nacha puso a hervir el agua para hacer café y miró de
reojo a su patrona; no se le ocurrió ni una palabra más. La señora recargó la cabeza sobre las
rodillas, parecía muy triste.
-¿Sabés, Nacha? La culpa es de los tlaxcaltecas.
Nacha no contestó, prefirió mirar el agua que no hervía.
Afuera la noche desdibujaba a las rosas del jardín y ensombrecía a las higueras. Muy atrás de
las ramas brillaban las ventanas iluminadas de las casas vecinas. La cocina estaba separada del
mundo por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera.
-¿No estás de acuerdo, Nacha?
-Sí, señora…
-Yo soy como ellos: traidora… -dijo Laura con melancolía.
La cocinera se cruzó de brazos en espera de que el agua soltara los hervores.
-¿Y tú, Nachita, eres traidora?
La miró con esperanzas. Si Nacha compartía su calidad traidora, la entendería, y Laura
necesitaba que alguien la entendiera esa noche.
Nacha reflexionó unos instantes, se volvió a mirar el agua que empezaba a hervir con estrépito,
la sirvió sobre el café y el aroma caliente la hizo sentirse a gusto cerca de su patrona.
-Sí, yo también soy traicionera, señorita Laurita.
Contenta, sirvió el café en una tacita blanca, le puso dos cuadritos de azúcar y lo colocó en la
mesa, frente a la señora. Ésta, ensimismada, dio unos sorbitos.
¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajato.
En Mil Cumbres se nos acabó la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo.
Un camionero nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente
blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes que le dan miedo
los caminos vacíos y los ojos de los indios. Cuando pasó un coche lleno de turistas, ella se fue al
pueblo a buscar un mecánico y yo me quedé en la mitad del puente blanco, que atraviesa el lago
seco con fondo de lajas blancas. La luz era muy blanca y el puente, las lajas y el automóvil
empezaron a flotar en ella. Luego la luz se partió en varios pedazos hasta convertirse en miles
de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la
vuelta completa, como cuando ves una tarjeta postal y luego la vuelves para ver lo que hay
escrito atrás. Así llegué en el lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas
catástrofes, cuando el sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los
pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese momento, miré el
tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No me asombré. Levanté los ojos y lo
vi venir. En ese instante, también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir.
Pero el tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del
asiento del automóvil. “Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en piedras
irrevocables como ésa”, me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no
112
recuerdo cuál era. Todo se olvida, ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo. En aquel
entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y
cristalina. La piedra se solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en
el tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores?
Nacha reflexionó unos instantes, luego asintió convencida.
-Así eran, señora Laurita.
-Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él,
avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los
hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos
me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima
del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la
portezuela del coche y me miró. Tenía una corbata en la mano izquierda, los cabellos llenos de
polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo
nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al
mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía.
“-La culpa es de los tlaxcaltecas –le dije.
“Él se volvió a mirar el cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos.
“-¿Qué te haces? –me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado,
porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.
“-¿Y los otros? –le pregunté.
“Los que salieron vivos andan en las mismas trazas que yo –vi que cada palabra le lastimaba la
lengua y me callé, pensando en la vergüenza de mi traición.
“-Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono…
“-Ya lo sé –me contestó y agachó la cabeza. Me conoce desde chica, Nacha. Su padre y el mío
eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creíamos todos.
En el puente yo tenía vergüenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito
de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita,
porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró.
“-Está muy desteñida, parece una mano de ellos –me dijo.
“-Hace ya tiempo que no me pega el sol –bajó los ojos y me dejó caer la mano. Estuvimos así,
en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo
que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía
guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Nachita, que el tiempo y el amor son uno solo.
“-¿Y mi casa? –le pregunté.
“-Vamos a verla –me agarró con su mano caliente como agarraba a su escudo y me di cuenta de
que no lo llevaba. ‘Lo perdió en la huida’, me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaron en la luz
de Cuitzeo iguales que en la otra luz; sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en
las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el
polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos.
“-Ya no camino… -le dije.
“-Ya llegamos –me contestó. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos acarició
mi vestido blanco…
“-Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas –me dijo quedito.
“Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me
hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre, y me abracé
a su cuello y lo besé en la boca.
“-Siempre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho –me dijo.
Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas
paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola.
“-Somos tú y yo –me dijo sin levantar la vista. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.
“-Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo… por eso te andaba buscando –
se me había olvidado, Nacha, que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el
uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso
lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te
dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que
sucedía a mi alrededor… soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes,
llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar
113
zumbando sobre mi cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi
cabeza para hacerme un tejadito.
“-Este es el final del hombre –dije.
“-Así es –contestó con su voz encima de la mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un
venado el que me llevaba hasta su ladera? ¿O una estrella que me lanzaba a escribir señales en
el cielo? Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado como
un tigre rojo y blanco.
“-A la noche vuelvo, espérame… -suspiró. Agarró su escudo y me miró desde muy arriba.
“-Nos falta poco para ser uno –agregó con su misma cortesía.
“Cuando se fue, volví a oír los gritos del combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras
y me perdí hasta el coche parado en el puente del Lago de Cuitzeo.
“-¿Qué pasa? ¿Estás herida? –me gritó Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de
mi vestido blanco y señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra que se había metido en
mis cabellos. Desde otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos muertos.
“-¡Estos indios salvajes!... ¡No se puede dejar sola a una señora! –dijo al saltar de su automóvil,
dizque para venir a auxiliarme.
“Al anochecer llegamos a la ciudad de México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no puedo
creerlo! A las doce del día todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso.
Tampoco quedaban escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no
quedaba ¡nada! Margarita me miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste tú. ¿Te acuerdas?”
Nacha asintió con la cabeza. Era muy cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora
Laurita y su suegra habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la
recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes de la señora, pero
Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se callaran. Parecía muy preocupada. Más
tarde Josefina le contó que en la mesa el señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y
le dijo:
-¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gusta recordar lo malo?
La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido y le hizo una seña como
diciéndole: “¡Cállate, tenle lástima!” La señora Laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió
ladina. Entonces el señor, volvió a hablar del presidente López Mateos.
“-Ya sabes que ese nombre no se le cae de la boca –había comentado Josefina
desdeñosamente.
En sus adentros ellas pensaban que la señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del
señor presidente y de las visitas oficiales.
-¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca había notado lo que me aburría con Pablo hasta esa
noche! –comentó la señora abrazándose con cariño las rodillas y dándoles súbitamente la razón
a Josefina y a Nachita.
La cocinera se cruzó de brazos y asintió con la cabeza.
-Desde que entré a la casa, los muebles, los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me
dejaron más triste de lo que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía
para que mi primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando
estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras. Y me puse a
contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De pronto se calló. Ya sabes que se
le olvida todo. Se quedó con los brazos caídos. “Este marido nuevo no tiene memoria y no sabe
más que las cosas de cada día.”
“-Tienes un marido turbio y confuso –me dijo él volviendo a mirar las manchas de mi vestido. La
pobre de mi suegra se turbó y como estábamos tomando el café se levantó a poner un twist.
“-Para que se animen –nos dijo, dizque sonriendo, porque veía venir el pleito.
“Nosotros nos quedamos callados. La casa se llenó de ruidos. Yo miré a Pablo. ‘Se parece a…’ y
no me atreví a decir su nombre, por miedo a que me leyeran el pensamiento. Es verdad que se
le parece, Nacha. A los dos les gusta el agua y las casas frescas. Los dos miran al cielo por las
tardes y tienen el pelo negro y los dientes blancos. Pero Pablo habla a saltitos, se enfurece por
nada y pregunta a cada instante: ‘¿En qué piensas?’ Mi primo marido no hace ni dice nada de
eso.”
-¡Muy cierto! ¡Muy cierto que el señor es fregón! –dijo Nacha con disgusto.
Laura suspiró y miro a su cocinera con alivio. Menos mal que la tenía de confidente.

114
-Por la noche, mientras Pablo me besaba, yo me repetía: “¿A qué horas vendrá a buscarme?” Y
casi lloraba al recordad la sangre de la herida que tenía en el hombro. Tampoco podía olvidar
sus brazos cruzados sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. Al mismo tiempo me tenía
miedo de que Pablo notara que mi primo me había besado en la mañana. Pero no notó nada y si
no hubiera sido por Josefina que me asustó en la mañana, Pablo nunca lo hubiera sabido.
Nachita estuvo de acuerdo. Esa Josefina con su gusto por el escándalo tenía la culpa de todo.
Ella, Nacha, bien se lo dijo: “¡Cállate! ¡Cállate por el amor de Dios, si no oyeron nuestros gritos
por algo sería!” Pero, qué esperanzas, Josefina apenas entró a la pieza de los patrones con la
bandeja del desayuno, soltó lo que debería haber callado.
-¡Señora, anoche un hombre estuvo espiando por la ventana de su cuarto! ¡Nacha y yo gritamos
y gritamos!
-No oímos nada… -dijo el señor asombrado.
-¿Es él…! –gritó la tonta de la señora.
-¿Quién es él? –preguntó el señor mirando a la señora como si la fuera a matar. Al menos eso
dijo Josefina después.
La señora asustadísima se tapó la boca con la mano y cuando el señor le volvió a hacer la
misma pregunta, cada vez con más enojo, ella contestó:
-El indio… el indio que me siguió desde Cuitzeo hasta la ciudad de México…
Así supo Josefina lo del indio y así se lo contó a Nachita.
-¡Hay que avisarle inmediatamente a la policía! –gritó el señor.
Josefina le enseñó la ventana por la que el desconocido había estado fisgando y Pablo la
examinó con atención: en el alféizar había huellas de sangre casi frescas.
-Está herido… -dijo el señor Pablo preocupado. Dio unos pasos por la recámara y se detuvo
frente a su mujer.
-Era un indio, señor –dijo Josefina corroborando las palabras de Laura.
Pablo vio el traje blanco tirado sobre una silla y lo cogió con violencia.
-¿Puedes explicarme el origen de estas manchas?
La señora se quedó sin habla, mirando las manchas de sangre sobre el pecho de su traje y el
señor golpeó la cómoda con el puño cerrado. Luego se acercó a la señora y le dio una santa
bofetada. Eso lo vio y lo oyó Josefina.
-Sus gestos son feroces y su conducta es tan incoherente como sus palabras. Yo no tengo la
culpa de que aceptara la derrota –dijo Laura con desdén.
-Muy cierto –afirmó Nachita.
Se produjo un largo silencio en la cocina. Laura metió la punta del dedo hasta el fondo de la
taza, para sacar el pozo negro del café que se había quedado asentado, y Nacha al ver esto
volvió a servirle un café calientito.
-Bébase su café, señora –dijo compadecida de la tristeza de su patrona. ¿Después de todo de
qué se quejaba el señor? A leguas se veía que la señora Laurita no era para él.
-Yo no me enamoré de Pablo en una carretera, durante un minuto en el cual me recordó a
alguien conocido, a quien yo no recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el
que parecía que iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era de verdad.
Inmediatamente volvía a ser absurdo, sin memoria, y sólo repetía los gestos de todos los
hombres de la ciudad de México. ¿Cómo querías que no me diera cuenta del engaño? Cuando
se enoja me prohíbe salir. ¡A ti te consta! ¿Cuántas veces arma pleitos en los cines y en los
restaurantes? Tú lo sabes, Nachita. En cambio mi primo marido, nunca, pero nunca, se enoja
con la mujer.
Nacha sabía que era cierto lo que ahora le decía la señora, por eso aquella mañana en que
Josefina entró a la cocina espantada y gritando: “¡Despierta a la señora Margarita, que el señor
está golpeando a la señora!”, ella, Nacha, corrió al cuarto de la señora grande.
La presencia de su madre calmó al señor Pablo. Margarita se quedó muy asombrada al oír lo del
indio, porque ella no lo había visto en el Lago de Cuitzeo, sólo había visto la sangre como la que
podíamos ver todos.
-Tal vez en el lago tuviste una insolación, Laura, y te salió sangre por las narices. Fíjate, hijo, que
llevábamos el coche descubierto –dijo casi sin saber qué decir.
La señora Laura se tendió boca abajo en la cama y se encerró en sus pensamientos, mientras
su marido y su suegra discutían.

115
-¿Sabes, Nachita, lo que yo estaba pensando esa mañana? ¿Y si me vio anoche cuando Pablo
me besaba? Y tenía ganas de llorar. En ese momento me acordé de que cuando un hombre y
una mujer se aman y no tienen hijos están condenados a convertirse en uno solo. Así me lo
decía mi otro padre, cuando yo le llevaba el agua y él miraba la puerta detrás de la que
dormíamos mi primo marido y yo. Todo lo que mi otro padre me había dicho ahora se estaba
haciendo verdad. Desde la almohada oí las palabras de Pablo y de Margarita y no eran sino
tonterías. “Lo voy a ir a buscar”, me dije. “Pero ¿a dónde” Más tarde cuando tú volviste a mi
cuarto a preguntarme qué hacíamos de comida, me vino un pensamiento a la cabeza: “¡Al café
de Tacuba!” Y ni siquiera conocía ese café, Nachita, sólo lo había oído mentar.
Nacha recordó a la señora como si la viera ahora, poniéndose su vestido blanco manchado de
sangre, el mismo que traía en ese momento en la cocina.
-¡Por Dios, Laura, no te pongas ese vestido! –le dijo su suegra. Pero ella no hizo caso. Para
esconder las manchas, se puso un suéter blanco encima, se lo abotonó hasta el cuello y se fue a
la calle sin decir adiós. Después vino lo peor. No, lo peor no. Lo peor iba a venir ahora en la
cocina, si la señora Margarita se llegaba a despertar.
-En el café de Tacuba no había nadie. Es muy triste ese lugar, Nachita. Se me acercó un
camarero. “¿Qué le sirvo?” Yo no quería nada, pero tuve que pedir algo. “Una cocada”. Mi primo
y yo comíamos cocos de chiquitos… En el café un reloj marcaba el tiempo. “En todas las
ciudades hay relojes que marcan el tiempo, se debe estar gastando a pasitos. Cuando ya no
quede sino una capa transparente, llegará él y las dos rayas dibujadas se volverán una sola y yo
habitaré la alcoba más preciosa de su pecho.” Así me decía mientras comía la cocada.
“-¿Qué hora son? –le pregunté al camarero.
“-Las doce, señorita.
“’A la una llega Pablo’, me dije: ‘si le digo a un taxi que me lleve por el periférico, puedo esperar
todavía un rato’. Pero no esperé y me salí a la calle. El sol estaba plateado, el pensamiento se
me hizo un polvo brillante y no hubo presente, pasado ni futuro. En la acera estaba mi primo, se
me puso delante, tenía los ojos tristes, me miró largo rato.
“-¿Qué haces? –me preguntó con su voz profunda.
“-Te estaba esperando.
“Se me quedó quieto como las panteras. Le vi el pelo negro y la herida roja en el hombro.
“-¿No tenías miedo de estar aquí solita?
“Las piedras y los gritos volvieron a zumbar alrededor nuestro y yo sentí que algo ardía a mis
espaldas.
“-No mires –me dijo.
“Puso una rodilla en tierra y con los dedos apagó mi vestido que empezaba a arder. Le vi los
ojos muy afligidos.
“-¡Sácame de aquí! –le grité con todas mis fuerzas, porque me acordé de que estaba frente a la
casa de mi papá, que la casa estaba ardiendo y que atrás de mí estaban mis padres y mis
hermanitos muertos. Todo lo veía retratado en sus ojos, mientras él estaba con la rodilla hincada
en tierra apagando mi vestido. Me dejé caer sobre él, que me recibió en sus brazos. Con su
mano caliente me tapó los ojos.
“-Este es el final del hombre –le dije con los ojos bajo su mano.
“-¡No lo veas!
“Me guardó contra su corazón. Yo lo oí sonar como rueda el trueno sobre las montañas.
¿Cuánto faltaría para que el tiempo se acabara y yo pudiera oírlo siempre? Mis lágrimas
refrescaron su mano que ardía en el incendio de la ciudad. Los alaridos y las piedras no
cercaban, pero yo estaba a salvo bajo su pecho.
“-Duerme conmigo… -me dijo en voz muy baja.
“-¿Me viste anoche? –le pregunté.
“-Te vi…
“Nos dormimos en la luz de la mañana, en el calor del incendio. Cuando recordamos, se levantó
y agarró su escudo.
“-Escóndete hasta el amanecer. Yo vendré por ti.
“Se fue corriendo ligero sobre sus piernas desnudas…
Y yo me escapé otra vez. Nachita, porque sola tuve miedo.
“-Señorita, ¿se siente mal?
“Una voz igual a la de Pablo se me acercó a media calle
116
“-¡Insolente! ¡Déjeme tranquila!
“Tomé un taxi que me trajo a la casa por el periférico y llegué…
Nacha recordó su llegada: ella misma le había abierto la puerta. Y ella fue la que le dio la noticia.
Josefina bajó después, desbarrancándose por las escaleras.
¡Señora, el señor y la señora Margarita están en la policía.
Laura se le quedó mirando asombrada, muda.
-¿Dónde anduvo, señora?
-Fui al café de Tacuba.
-Pero eso fue hace dos días.
Josefina traía el Últimas Noticias. Leyó en voz alta: “La señora Aldama continúa desaparecida.
Se cree que el siniestro individuo de aspecto indígena que la siguió desde Cuitzeo sea un
sádico. La policía investiga en los estados de Michoacán y Guanajuato.”
La señora Laurita arrebató el periódico de las manos de Josefina y lo desgarró con ira. Luego se
fue a su cuarto. Nacha y Josefina la siguieron, era mejor no dejarla sola. La vieron echarse en su
cama y soñar con los ojos muy abiertos. Las dos tuvieron el mismo pensamiento y así se lo
dijeron después en la cocina: “Para mí, la señora Laurita anda enamorada.” Cuando el señor
llegó ellas estaban todavía en el cuarto de su patrona.
-¡Laura! –gritó. Se precipitó a la cama y tomó a su mujer en sus brazos.
-¡Alma de mi alma! –sollozó el señor.
La señora Laurita pareció enternecida unos segundos.
-¡Señor! –gritó Josefina-. El vestido de la señora está bien chamuscado.
Nacha la miró desaprobándola. El señor revisó el vestido y las piernas de la señora.
-Es verdad… también las suelas de sus zapatos están ardidas. Mi amor, ¿qué pasó?, ¿dónde
estuviste?
En el café de Tacuba –contestó la señora muy tranquila.
La señora Margarita se torció las manos y se acercó a su nuera.
-Ya sabemos que anteayer estuviste allí y comiste una cocada. ¿Y luego?
-Luego tomé un taxi y me vine para acá por el periférico.
Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió
los labios. Pablo, en cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza.
-¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde estuviste dos días?... ¿Por qué traes el vestido quemado?
-¿Quemado? Si él lo apagó –dejó escapar la señora Laura.
-¿Él?... ¿El indio asqueroso? –Pablo la volvió a zarandear con ira.
-Me lo encontré a la salida del café de Tacuba –sollozó la señora muerta de miedo.
-¡Nunca pensé que fueras tan baja! –dijo el señor y la aventó sobre la cama.
-Dinos quién es –preguntó la suegra suavizando la voz.
-¿Verdad, Nachita, que no podía decirles que era mi marido? –preguntó Laura pidiendo la
aprobación de la cocinera.
Nacha aplaudió la discreción de su patrona y recordó que aquel mediodía, ella, apenada por la
situación de su ama, había opinado:
-Tal vez el indio de Cuitzeo es un brujo.
Pero la señora Margarita se había vuelto a ella con ojos fulgurantes para contestarle casi a
gritos:
-¿Un brujo? ¡Dirás un asesino!
Después, en muchos días no dejaron salir a la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran
las puertas y ventanas de la casa. Ella, las sirvientas, entraban continuamente al cuarto de la
señora para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre el caso o
a decir las anomalías que sorprendía. Pero, ¿quién podía callar a Josefina?
-Señor, al amanecer, el indio estaba otra vez junto a la ventana –anunció al llevar la bandeja con
el desayuno.
El señor se precipitó a la ventana y encontró otra vez la huella de sangre fresca. La señora se
puso a llorar.
-¡Pobrecito!... ¡pobrecito!... –dijo entre sollozos.
Fue esa tarde cuando el señor llegó con un médico. Después el doctor volvió todos los
atardeceres.
-Me preguntaba por mi infancia, por mi padre y por mi madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál
infancia, ni de cuál padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la conquista de
117
México. ¿Tú me entiendes, verdad? –preguntó Laura con los ojos puestos sobre las cacerolas
amarillas.
-Sí, señora… -y Nachita, nerviosa, escrutó el jardín a través de los vidrios de la ventana. La
noche apenas si dejaba ver entre sus sombras.
Recordó la cara desganada del señor frente a su cena y la mirada acongojada de su madre.
-Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia… de Bernal Díaz del Castillo. Dice que eso es lo único
que le interesa.
La señora Margarita había dejado caer el tenedor.
-¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca!
-No habla sino de la caída de la Gran Tenochtitlán –agregó el señor Pablo con aire sombrío.
Dos días después, el médico, la señora Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión
de Laura aumentaba con el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus
responsabilidades. Desde ese día, el señor mandaba el automóvil para que su mujer saliera a
dar paseítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía acompañada de su suegra y el
chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente. Sólo que el aire de los eucapiltos no la
mejoraba para leer la conquista de México de Bernal Díaz.
Una mañana la señora Margarita regresó del Bosque de Chapultepec sola y desamparada.
-¡Se escapó la loca! –gritó con vos estentórea al entrar a la casa.
-Fíjate. Nacha, me senté en la misma banquita de siempre y me dije: “No me lo perdona. Un
hombre puede perdonar una, dos, tres, cuatro traiciones, pero la traición permanente, no.” Este
pensamiento me dejó muy triste. Hacía calor y Margarita se compró un helado de vainilla; yo no
quise, entonces ella se metió al automóvil a comerlo. Me fijé que estaba tan aburrida de mí,
como yo de ella. A mí no me gusta que me vigilen y traté de ver otras cosas para no verla
comiendo su barquillo y mirándome. Vi el heno gris que colgaba de los ahuehuetes y no sé por
qué, la mañana se volvió tan triste como esos árboles. “Ellos y yo hemos visto las mismas
catástrofes”, me dije. Por la calzada vacía se paseaban las horas solas. Como las horas estaba
yo: sola en una calzada vacía. Mi marido había contemplado por la ventana mi traición
permanente y me había abandonado en esa calzada hecha de cosas que no existían. Recordé el
olor de las hojas de maíz y el rumor sosegado de sus pasos. “Así caminaba, con el ritmo de las
hojas secas cuando el viento de febrero las lleva sobre las piedras. Antes no necesitaba volver la
cabeza para saber que él estaba ahí mirándome las espaldas”… Andaba en esos tristes
pensamientos, cuando oí correr al sol y las hojas secas empezaron a cambiar de sitio. Su
respiración se acercó a mis espaldas, luego se puso frente a mí, vi sus pies desnudos delante de
los míos. Tenía un arañazo en la rodilla. Levanté los ojos y me hallé bajo los suyos. Nos
quedamos mucho rato sin hablar. Por respeto yo esperaba sus palabras.
“-¿Qué te haces? –me dijo.
“Vi que no se movía y que parecía más triste que antes.
“-Te estaba esperando –contesté.
“-Ya va a llegar el último día…
“Me pareció que su voz salía del fondo de los tiempos. Del hombro le seguía brotando sangre.
Me llené de vergüenza, bajé los ojos, abrí mi bolso y saqué un pañuelito para limpiarle el pecho.
Luego lo volví a guardar. Él siguió quieto, observándome.
“-Vamos a la salida de Tacuba… Hay muchas traiciones…
“Me agarró de la mano y nos fuimos caminando entre la gente, que gritaba y se quejaba. Había
muchos muertos que flotaban en el agua de los canales. Había mujeres sentadas en la hierba
mirándolos flotar. De todas partes surgía la pestilencia y los niños lloraban corriendo de un lado
para otro, perdidos de sus padres. Yo miraba todo sin querer verlo. Las canoas despedazadas
no llevaban a nadie, sólo daban tristeza. El marido me sentó debajo de un árbol roto. Puso una
rodilla en tierra y miró alerta lo que sucedía a nuestro alrededor. Él no tenía miedo. Después me
miró a mí.
“-Ya sé que eres traidora y que me tienes buena voluntad. Lo bueno crece junto con lo malo.
“Los gritos de los niños apenas me dejaban oírlo. Venían de lejos, pero eran tan fuertes que
rompían la luz del día. Parecía que era la última vez que iban a llorar.
“-Son las criaturas… -me dijo.
“-Este es el final del hombre –repetí, porque no se me ocurría otro pensamiento.
“Él me puso las manos sobre los oídos y luego me guardó contra su pecho.
“-Traidora te conocí y así te quise.
118
“-Naciste sin suerte –le dije. Me abracé a él. Mi primo marido cerró los ojos para no dejar correr
las lágrimas. Nos acosamos sobre las ramas rotas del pirú. Hasta allí nos llegaron los gritos de
los guerreros, las piedras y los llantos de los niños.
“-El tiempo se está acabando… -suspiró mi marido.
“Por una grieta se escapaban las mujeres que no querían morir junto con la fecha. Las filas de
hombres caían una después de la otra, en cadena como si estuvieran cogidos de la mano y el
mismo golpe los derribara a todos. Algunos daban un alarido tan fuerte, que quedaba resonando
mucho rato después de su muerte.
“Faltaba poco para que nos fuéramos para siempre en uno solo cuando mi primo se levantó, me
juntó ramas y me hizo una cuevita.
“-Aquí me esperas.
“Me miró y se fue a combatir con la esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No
quise ver a las gentes que huían, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los muertos
que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a contar los frutitos que colgaban de las ramas
cortadas: estaban secos y cuando los tocaba con los dedos, la cáscara roja se les caía. No sé
porqué me parecieron de mal agüero y preferí mirar el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero
se puso pardo, luego empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé
recordando los colores de otras tardes. Pero la tarde siguió amoratándose, hinchándose, como si
de pronto fuera a reventar y supe que se había acabado el tiempo. Si mi primo no volvía. ¿qué
sería de mí? Tal vez ya estaba muerto en el combate. No me importó su suerte y me salí de allí
a toda carrera perseguida por el miedo. ‘Cuando legue y me busque…’ No tuve tiempo de
acabar mi pensamiento porque me hallé en el anochecer de la ciudad de México. Margarita ya
se debe haber acabado su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado’… Un taxi me
trajo por el periférico. ¿Y sabes, Nachita?, los periféricos eran los canales infestados de
cadáveres… por eso llegué tan triste… Ahora, Nachita, no le cuentes al señor que me pasé la
tarde con mi marido.”
Nachita se acomodó los brazos sobre la falda lila.
-El señor Pablo hace ya diez días que se fue a Acapulco. Se quedó muy flaco con las semanas
que duró la investigación –explicó Nachita satisfecha.
Laura la miró con sorpresa y suspiró con alivio.
-La que está arriba es la señora Margarita –agregó Nacha volviendo los ojos hacia el techo de la
cocina.
Laura se abrazó las rodillas y miró por los cristales de la ventana a las rosas borradas por las
sombras nocturnas y a las ventanas vecinas que empezaban a apagarse.
Nachita se sirvió sal sobre el dorso de la mano y la comió golosa.
-¡Cuánto coyote! ¡Anda muy alborotada la coyotada! –dijo con la voz llena de sal.
Laura se quedó escuchando unos instantes.
-Malditos animales, los hubieras visto hoy en la tarde –dijo.
-Con tal de que no estorben el paso del señor, o que le equivoquen el camino –comentó Nacha
con miedo.
-Si nunca los temió, ¿por qué había de temerlos esta noche? –preguntó Laura molesta.
Nacha se aproximó a su patrona para estrechar la intimidad súbita que se había establecido
entre ellas.
-Son más canijos que los tlaxcaltecas –le dijo en voz muy baja.
Las dos mujeres se quedaron quietas. Nacha devorando poco a poco otro puñito de sal. Laura
escuchando preocupada los aullidos de los coyotes que llenaban la noche. Fue Nacha la que lo
vio llegar y le abrió la ventana.
-¡Señora!... Ya llegó por usted… -le susurró en una voz tan baja que sólo Laura pudo oírla.
Después, cuando ya Laura se había ido para siempre con él, Nachita limpió la sangre de la
ventana y espantó a los coyotes, que entraron en su siglo que acababa de gastarse en ese
instante. Nacha miró con sus ojos viejísimos, para ver si todo estaba en orden: lavó la taza de
café, tiró al bote de la basura las colillas manchadas de rojo de labios, guardó la cafetera en la
alacena y apagó la luz.
-Yo digo que la señora Laurita no era de este tiempo, ni era para el señor –dijo en la mañana
cuando le llevó el desayuno a la señora Margarita.
-Ya no me hallo en la casa de los Aldama. Voy a buscarme otro destino –le confió a Josefina. Y
en un descuido de la recamarera, Nacha se fue hasta sin cobrar su sueldo.
119
Míster Taylor
Augusto Monterroso

-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy
Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.
Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el
extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la
región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta
recordar.
Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como “el gringo pobre”, y los
niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su
barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor
porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se
siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.
En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como
tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones
Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.
Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para
alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por
pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente.
Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido,
arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.
De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:
–Buy head? Money, money.
A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el
indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la
mano.
Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó
no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la
regaló pidiéndole disculpas.
Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba
sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de
las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor
contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo
extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de
ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.
Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en
seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr.
Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte
inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.
Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su
importante salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al
capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo “tenía mucho agrado en
satisfacer sus deseos”. Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió
“halagadísimo de poder servirlo”. Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte,
Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento
de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una
inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las
cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.
De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir
cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor
que pudiera en su país.
120
Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor,
que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se
reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar,
sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó
convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico
enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos
aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de
cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.
Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se
dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un
decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.
Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad
que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la
democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron
adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.
Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los
coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser
considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los
verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si
presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes
prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al
Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para
impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos
hispanoamericanos.
Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor
del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la
Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios,
riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.
Pero, ¿qué quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó
la primera escasez de cabezas.
Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.
Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero,
y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por
no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel
grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya
vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.
Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se
estableció la pena de muerte en forma rigurosa.
Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca
o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.
Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una
conversación banal, alguien, por puro descuido, decía “Hace mucho calor”, y posteriormente
podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le
cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la
cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.
La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el
Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.
De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro
horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y
lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran
contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el
desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la
historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel)
que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo
en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.
Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término,
que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo
121
de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita
florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las
señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien,
cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el
sombrero.
Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso
estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento.
Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista
era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni
siquiera se notaba la diferencia.
¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente
Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles
por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras
completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.
Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la
prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las
autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr.
Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por
qué no? El progreso.
Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres
meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después
la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en
que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a
quienes hacer la guerra.
Fue el principio del fin.
Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a
alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se
apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas,
escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.
El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si
acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una
bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día
siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.
Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad,
por el temor a amanecer exportado.
En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían
nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas
hispanoamericanas.
Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que
las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de
que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.
Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas
de niño, de señoras, de diputados.
De repente cesaron del todo.
Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable
espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en
vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del
correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero
Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: “Perdón, perdón, no lo vuelvo a
hacer.”

122
El eclipse
Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva
poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia
topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna
esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el
convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia
para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se
disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que
descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó
algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de
su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de
sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y
salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que
se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre
la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los
indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que
se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían
previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

123
El dinosaurio
Augusto Monterroso

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

124
La mujer
Juan Bosch

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris
se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco.
Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban
y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello.
Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces
en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita,
detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel
polvo murió también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero
las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los
cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y
no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las
cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero,
como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga.
Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía
dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se
agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar
el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran
carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: “Un becerro, sin duda, estropeado por un auto”.
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina
sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la
tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado
acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió,
tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.
-¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la
mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de
gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las
lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la
verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre
tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara con su hijo:
-¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la
arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La
llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de
sangre. Chepe entró por el patio.
-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!
125
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de
seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya.
Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del
muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su
marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava,
rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe.
Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud
y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en
ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por
saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran
carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la
colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.

126
Otra vida, otra vez
Junot Díaz

Él se sienta en el colchón, sus nalgas desplegándose de tal manera que estira y saca la sábana
de las esquinas. La ropa que tiene puesta está tiesa del frío, y la pintura seca salpicada por los
pantalones se ha congelado y vuelto remaches. Huele a pan. Ha estado hablando de la casa que
quiere comprar, y lo difícil que es encontrar una cuando eres latino. Cuando le pido que se
levante para arreglar la cama, camina hacia la ventana. Tanta nieve, dice. Asiento pero quisiera
que se callara. Ana Iris está tratando de dormir en el otro extremo del cuarto. Se ha pasado
media noche rezando por sus hijos allá en Samaná y sé que por la mañana tiene que ir a
trabajar en la fábrica. Ella se mueve inquieta, sepultada bajo las mantas, tiene hasta la cabeza
debajo de la almohada. Aun aquí´, en Estados Unidos, coloca un mosquitero por encima de la
cama.
Hay un camión tratando de doblar la esquina, me dice. Me alegro de no ser ese chamaco.
Hay mucho tráfico en la calle, digo, y así es. Por las mañanas encuentro la sal y gravilla que
derramaran los camiones por el césped, como tesoros en la nieve. Acuéstate, le digo, y viene
hacia mí y se desliza debajo de las mantas. Su ropa es áspera y espero hasta que se ponga
calentito entre las sábanas para desabrocharle el pantalón. Tiritamos juntos y él no me toca
hasta que dejamos de hacerlo.
Yasmín, dice. Su bigote roza mi oreja, serruchando. Un hombre murió hoy en la fábrica de pan.
Por un momento, no dice más nada, como si el silencio fuera un elástico que le va a traer las
próximas palabras. Un tipo se cayó de las vigas del techo. Héctor lo encontró entre las
transportadoras.
¿Lo conocías?
Sí. Lo recluté en un bar. Le prometí que no lo iban a engañar.
Qué mala suerte, digo. Espero que no haya tenido familia.
Creo que sí.
¿Lo viste?
¿Cómo que si lo vi?
¿Qué si lo viste muerto?
No. Llamé al supervisor y me dijo que no dejara que nadie se acercara. Cruza los brazos. Y yo
que siempre trabajo en esas vigas.
Tú eres un hombre con suerte, Ramón.
Sí, pero ¿y si hubiera sido yo?
No hagas preguntas estúpidas.
¿Qué hubieras hecho tú?
Aprieto mi cara contra la suya; si espera, más entonces se ha equivocado de mujer. Quiero
decirle: Haría exactamente lo mismo que tu esposa en Santo Domingo. Ana Iris refunfuña desde
su esquina, pero no le pasa nada. Está tratando de evitar que me meta en problemas. Él se
queda callado porque no quiere despertarla. Después de un rato, va y se sienta al lado de la
ventana. Está nevando de nuevo. Radio WADO dice que este invierno va a ser peor que los
últimos cuatro, quizá peor que los últimos diez. Lo observo: fuma, sus dedos trazan los huesos
finos de la cuenca de sus ojos, la piel suelta alrededor de la boca. Me pregunto en quién estará
pensando. Su esposa, Virta, o quizá su hijo. Tiene una casa en Villa Juana; he visto las fotos que
Virta mandó. Ella se ve flaca y triste, el hijo difunto a su lado. Él guarda las fotos en un jarro muy
bien sellado debajo de su cama.
Nos quedamos dormidos sin besarnos. Más tarde yo me despierto y él también. Le pregunto que
si va a regresar a su apartamento y me dice que no. La próxima vez que abro los ojos, él sigue
dormido. En el frío y la oscuridad del cuarto podría ser cualquiera. Levanto su manota. Pesa,
tiene harina bajo las uñas. Algunas veces le beso los nudillos, arrugados como ciruelas. En los
tres años que hemos estado juntos, sus manos siempre han tenido sabor a galleta y pan.

No habla ni conmigo ni con Ana Iris mientras se viste. En el bolsillo de la chaqueta lleva una
rasuradora desechable azul cuyo filo ha empezado a oxidarse. Se enjabona los cachetes y el
mentón con el agua fría aún por las tuberías; se raspa la cara para dejarla limpia, cambiando
127
tocones de barba por postillas. Sigo mirándolo mientras mi pecho desnudo se eriza como piel de
gallina. Pisa fuerte cuando baja las escaleras y sale a la calle, todavía lleva un poquitico de pasta
dental pegada a los dientes. Tan pronto sale, oigo a mis compañeras de cuarto quejándose de
él. Cuando entre en la cocina, me preguntarán si no tiene su propia cama en que dormir. Y les
diré que sí, sonriendo. Por la ventana cubierta de escarcha lo veo cuando se sube la capucha y
se arregla la triple capa de camisa, suéter y abrigo.
Ana iris emerge de entre las mantas. ¿Qué haces?, me pregunta.
Nada, digo. Me observa desde la telaraña loca de su peo mientras me visto.
Tienes que aprender a confiar en tus hombres, me dice.
Confío.
Me besa la nariz, baja las escaleras. Me peino, limpio las migajas y los pelos púbicos del
cubrecama. Ana Iris no cree que él me vaya a dejar; cree que ya está muy bien instalado aquí,
que hemos estado juntos demasiado tiempo. Es el tipo de hombre que va al aeropuerto pero que
no se acaba de montar en el avión, me dice. Ana Iris dejó sus hijos en la isla y no ha visto a
aquellos tres muchachos en casi siete años. Ella entiende lo que se sacrifica para poder viajar.
En el baño, contemplo mis ojos. Los pelitos de su barba siguen atrapados en gotas de agua y
tiemblan como agujas de brújulas.
Trabajo a dos cuadras, en el hospital Saint Peter. Nunca llego tarde. Nunca salgo de la
lavandería del hospital. Nunca me escapo del calor. Lleno las lavadoras, lleno las secadoras,
despego la tela de pelusa de los filtros, mido tazas rebosantes del detergente cristalizado.
Superviso a otras cuatro trabajadoras y gano un sueldo americano, pero es trabajo de burro. Uso
guantes para separar las montañas de sábanas. Las sucias las traen las camilleras, casi todas
morenas. Nunca veo a los enfermos; me visitan a través de las manchas y las marcas que dejan
en las sábanas, un alfabeto de dolor y muerte. Muchas veces las manchas son muy intensas y
tengo que poner las sábanas en una canasta especial. Una de las muchachas de Baitoa me dijo
que se enteró de que todo lo que cae en esa canasta lo incineran. Por el sida, me susurra.
Algunas veces las manchas están oxidadas y son viejas y otras veces la sangre huele tan fresca
como lluvia. Con toda la sangre que vemos te imaginarías que hay una gran guerra mundial.
Pero es solo la guerra dentro de los propios cuerpos, dice la nueva empleada.
No es que se pueda contar mucho con las muchachas, pero disfruto trabajar con ellas. Ponen
música, discuten, y me hacen cuentos divertidos. Y como no les grito ni las presiono, les caigo
bien. Son jóvenes, y están en Estados Unidos porque sus padres las mandaron. Tienen la
misma edad que yo cuando llegué. Me ven ahora, a los veintiocho y con cinco años aquí, como
una veterana, una roca, pero en esos primeros días me sentía tan sola que cada día era como si
me comiera mi propio corazón.
Algunas de las muchachas tienen novios y esas son precisamente con las que no se puede
contar. Llegan tarde o se desaparecen por semanas enteras; se mudan a Nueva York o Union
City sin avisar. Entonces tengo que ir a la oficina del manager. Es un hombre bajito, flaquito,
parece un pájaro; no tiene un pelo en la cara, pero se le ve un puñado en el pecho y otro en el
cuello. Cuando le digo lo que ha pasado, saca la solicitud de trabajo de la muchacha que se ha
ido y la rompe en dos; es un sonido muy limpio. En menos de una hora ya una de las otras me
ha mandado una amiga para llenar una solicitud de trabajo.
La más nueva se llama Samantha y es problemática. Es trigueña, de mala cara y con una boca
que parece llena de vidrio; cuando menos te lo esperas, te corta. Empezó cuando una de las
otras se fugó a Delaware. Lleva solamente seis semanas en Estados Unidos y no puede creer
que haga tanto frío. Ya van dos veces que tumba los barriletes de detergente; tiene el mal hábito
de trabajar sin guantes y luego tocarse los ojos. Me cuenta que ha estado enferma, que se ha
tenido que mudar dos veces, y que sus compañeras de casa le han robado dinero. Tiene la
mirada asustada y atormentada del que tiene mala suerte. Trabajo es trabajo, le dijo, pero le
presto algo para el almuerzo y la dejo que use las máquinas para lavar su propia ropa. Creía que
me iba a dar las gracias, pero en vez me dice que hablo como un hombre.
Esto se pone mejor, ¿no?, la oigo cuando les pregunta a las otras. Peor, le dicen. Deja que
llegue la lluvia helada. Me mira con media sonrisa, insegura. Tiene quince años, quizá, y es
demasiado flaca para haber parido, pero ya me ha enseñado las fotos de su gordito, Manolo.
Está esperando que le conteste, le interesa mi opinión porque soy la veterana, pero volteo la
cara y lleno la próxima lavadora. He tratado de explicarle el truco del trabajo duro pero no le
importa. Mastica chicle y me sonríe como si yo fuera una vieja de setenta. Cuando abro la
128
próxima sábana tiene una mancha de sangre como una flor más o menos del tamaño de mi
mano. A la canasta, digo, y Samantha la destapa. Hago una bola con la sábana y la tiro. Cae
perfectamente, y el peso del centro se lleva las esquinas.

Después de nueve horas de alisar sábanas, llego a casa y me como una yuca fría con aceite
caliente mientras espero que Ramón venga por mí en un carro prestado. Me va a llevar a ver
otra casa. Ha sido su sueño desde que puso pie en Estados Unidos, y ahora, después de todos
los trabajos que ha tenido y el dinero que ha ahorrado, tiene la posibilidad. ¿Cuántos llegan a
este punto? Solo los que nunca se desvían, los que jamás cometen errores, los que jamás tienen
mala suerte. Así es Ramón, más o menos. Para él, la casa es algo serio, lo que quiere decir que
lo tiene que ser para mí también. Cada semana salimos al mundo a ver lo que hay. Para él, es
toda una ocasión y se viste como si estuviera entrevistándose para una visa. Manejamos por los
barrios más tranquilos de Paterson, donde los árboles les hacen fondo a los techos y los garajes.
Es muy importante tener cuidado, dice, y estoy de acuerdo. Me lleva cuando puede, pero me doy
cuenta que no ayudo mucho. No me gusta el cambio, le digo, y por lo tanto solo veo lo malo de
las casas que le gustan a él. Luego, de vuelta en el carro, me acusa de sabotaje, de ser dura.
Se supone que esta noche vamos a ver otra casa. Entra en la cocina aplaudiendo, las manos
resecas, pero no estoy de buen humor y se da cuenta. Se sienta a mi lado. Me toca la rodilla.
¿No vienes conmigo?
Me siento mal.
¿Tan mal?
Lo suficientemente mal.
Se pasa la mano por la barba. ¿Y qué pasa si encuentro la casa? ¿Quieres que decida solo?
No creo que eso vaya a pasar.
¿Y si sí?
Jamás me mudaré a esa casa, y tú lo sabes.
Hace una mueca. Mira el reloj. Se va.
Ana Iris está en su otro trabajo, así que estoy sola en casa esta noche, escuchando por la radio
cómo el país entero se está congelando. Trato de mantenerme en calma, pero para las nueve de
la noche ya tengo todo lo que Ramón guarda en el clóset desplegado ante mí, precisamente las
cosas que me ha advertido que jamás debo ni siquiera tocar. Sus libros y alguna ropa, unos
espejuelos viejos en un estuche de cartón, y un par de chancletas gastadas. También hay
cientos de billetes de lotería en rollos que se desbaratan cuando los toco. Y docenas de
postalitas de béisbol, todos jugadores dominicanos –Guzmán, Fernández, los Alou-bateando,
abanicando y atrapando un tremendo linietazo del otro lado de la raya. Me ha dejado ropa sucia
para lavar, peor no he tenido tiempo de hacerlo. Ahora la preparo y veo que todavía hay
levadura en los ruedos de los pantalones y en los puños de las camisas de trabajo.
Las cartas de Virta están en una caja en la repisa de arriba del clóset, amarradas con una liga
gruesa de color marrón. Son casi ocho años de cartas. Los sobres están desgastados y frágiles
y creo que se le ha olvidado que las escondió allí. Las encontré un mes después de que guardó
sus cosas, al principio de nuestra relación. No pude resistir la tentación, aunque después me
arrepentí.
Jura que dejó de escribirle el año antes de que comenzáramos, pero no es verdad. Todos los
meses paso por su apartamento a dejarle la ropa limpia y leo las cartas nuevas, las que esconde
debajo de la cama. Me sé el nombre completo de Virta, su dirección, sé que trabaja en una
fábrica de chocolates y también sé que Ramón no le ha dicho nada sobre mí.
Con los años las cartas se han vuelto más bellas y ahora la letra de su esposa también ha
cambiado; hace nudos, enlaza las letras alargándolas más allá de la línea siguiente, como un
timón. Por favor, háblame, dime qué pasa. ¿Cuánto tiempo tuvo que pasar para que tu esposa
dejara de importarte?
Me siento mejor después de leer las cartas. Pero no creo que eso diga nada bueno de mí.

No estamos aquí para divertirnos, me dijo Ana Iris el día que nos conocimos, y le contesté:
Tienes razón, aunque no quería admitirlo.
Hoy le repito lo mismo a Samantha y ella me mira con odio. Cuando llegué al trabajo esta
mañana, me la encontré llorando en el baño, y aunque quisiera dejarla descansar por una hora,
nuestros jefes jamás nos lo permitirían. La puse a doblar pero ahora le tiemblan las manos y está
129
a punto de ponerse a llorar de nuevo. La vigilo un rato y entonces le pregunto que qué pasa y
ella me dice: ¿Qué no me pasa?
Este país no es fácil, dice Ana Iris. Hay muchas muchachas que no duran ni un año.
Concéntrate en el trabajo, le aconsejo a Samantha. Eso ayuda.
Asiente, pero su cara de niña está vacía. Probablemente extraña a su hijo, o al padre del
pequeño. O a nuestro país entero, en el que nunca piensas hasta que ya no está al alcance, y al
que nunca quieres tanto hasta que estás lejos. Le aprieto el brazo y subo a la oficina a
reportarme. Cuando regreso se ha desaparecido. Las otras se hacen las que no se han dado
cuenta. Chequeo el baño y me encuentro una pila de toallas de papel estrujadas en el piso. Las
recojo y las abro y las pongo sobre el lavamanos.
Hasta después del almuerzo sigo esperando que regrese y diga: Aquí estoy. Salí a coger un
poco de aire.

La verdad es me siento muy dichosa de tener una amiga como Ana Iris. Es mi hermana. La
mayoría de la gente que conozco en Estados Unidos no tienen amigos; viven atestados en
pequeños apartamentos. Tienen frío, se sienten solos, cansados. He visto las filas en esos
lugares para hacer llamadas, y también a los tipos que venden números de tarjetas de crédito
robadas, y todos los cuartos que llevan en los bolsillos.
Era igual cuando llegué a Estados Unidos, andaba sola, vivía con nueve mujeres en un segundo
piso arriba de un bar. No se podía dormir de noche por la gritería, la bulla y las botellas
explotando en el bar. Mis compañeras de cuarto se la pasaban discutiendo sobre quién le debía
cuánto a quién le había robado a quién. Cuando tenía algún dinero iba al lugar de las llamadas y
llamaba a mi mamá, pero era solo para oír las voces de la gente del barrio cuando pasaban el
teléfono de mano en mano, como si mi voz les pudiera traer buena suerte. En ese entonces
Ramón era mi jefe. Todavía no estábamos juntos, eso tomaría dos años. Él tenía un guiso de
limpiar casas, allá en Piscataway. El día que nos conocimos me echó una mirada crítica. ¿Y de
qué pueblo eres?
Moca.
Mata dictador, dijo, y al rato me preguntó cuál era mi equipo favorito.
Águilas, le dije sin interés.
Licey, explotó. Es el único equipo en la isla que vale la pena.
Lo dijo en el mismo tono de voz que usaba para mandarme a limpiar un inodoro o fregar una
estufa. En esos días no me caía nada bien. Era demasiado arrogante y escandaloso y me ponía
a canturrear cuando lo oía discutiendo el pago con los dueños de las casas. Pero por lo menos
no trataba de violarte, como era la costumbre entre los otros jefes. Por lo menos. No miraba a
nadie, no tocaba a nadie. Tenía otros planes, planes importantes, nos decía, y con simplemente
observarlo se lo creías.
Mis primeros meses aquí me los pasé limpiando casas y oyendo a Ramón discutir. En aquellos
tiempos daba largas caminatas por la ciudad y esperaba los domingos para llamar a mi mamá.
Durante el día me contemplaba en los espejos de aquellas casas espléndidas y me decía que
me estaba yendo muy bien y al llegar a la casa me sentaba frente al pequeño televisor alrededor
del cual todas nos apretujábamos, y creía que lo que tenía era suficiente.
Conocí a Ana Iris después que fracasó el negocio de Ramón. No hay suficientes ricos por estas
partes, dijo sin desánimo. La conocí en una pescadería a través de unos amigos. Mientras
hablábamos Ana Iris partía y preparaba pescado. Pensé que era boricua, pero después me dijo
que era mitad boricua, mitad dominicana. Lo mejor y lo peor del Caribe, dijo. Era rápida y exacta
cuando cortaba y sus filetes no eran irregulares como muchos de los otros que reposaban sobre
el hielo granizado. Quería saber si yo no podría trabajar en un hospital.
Hago lo que sea, dije.
Habrá sangre.
Si tú puedes picar pescado, yo puedo trabajar en un hospital.
Fue quien me tomó las primeras fotos que mandé a Santo Domingo, fotos borrosas en las que
sonreía, bien vestida e insegura. En una estoy parada frente a un McDonald’s porque sabía que
a mi mamá le iba a gustar esa americanada. En otra estoy en una librería y hago como que
estoy leyendo, aunque el libro es en inglés. Tengo el pelo recogido y la piel alrededor de las
orejas se me nota pálida por falta de sol. Me veo tan flaca que parezco enfermo. En la foto que
quedo mejor estoy frente a un edificio de la universidad. No se ve ni un estudiante pero hay
130
cientos de sillas plegables que han arreglado para un evento. Estoy frente a las sillas y las sillas
frente a mí y bajo esa luz mis manos parecen deslumbrantes contra el azul de mi vestido.

Tres noches a la semana vamos a ver casas. Están en malísimas condiciones; son casas para
fantasmas y cucarachas para nosotros, los hispanos. Aun así, hay poca gente dispuesta a
vendérnoslas. En persona nos tratan bien pero al final nunca nos llaman, y la próxima vez que
Ramón pasa por cualquiera de las casas, ya hay otra gente viviendo allí, casi siempre
blanquitos, cuidando el césped que debía haber sido nuestro, y espantando cuervos de los que
debían haber sido nuestras moreras. Hoy un abuelo con rayitos rojos entre las canas nos dijo
que le caíamos bien. Fue soldado y estuvo en nuestro país durante la Guerra Civil. Buena gente,
dice. Gente linda. La casa no está completamente arruinada y los dos estamos nerviosos.
Ramón lo escudriña todo como una gata preñada buscando dónde parir. Entra en los clósets, da
golpecitos en las paredes y se pasa por lo menos cinco minutos chequeando con la yema de los
dedos los empalmes húmedos en las paredes del sótano. Huele el aire en busca de moho. En el
baño yo descargo el inodoro mientras él revisa la presión del agua con la mano bajo el chorro de
la ducha. Registramos los gabinetes de la cocina a ver si hay cucarachas. En la habitación de al
lado, el abuelo está en el teléfono chequeando nuestras referencias y se ríe por algo que le
dicen.
Cuando cuelga le comenta algo a Ramón que no entiendo. Con esta gente no me fío ni en el
tono de voz, te mientan la madre con el mismo tono con que te saludan. Espero, pero sin
esperanza, hasta que Ramón se me acerca y dice que todo parece estar en orden.
Maravilloso, digo, todavía convencida de que Ramón va a cambiar de parecer. Él no confía en
nada ni nadie, y cuando llegamos al carro empieza, seguro de que el viejo le está tratando de
hacer trampa.
Pero ¿qué pasa? ¿Viste algo sospechoso?
Es que hacen que todo parezca bien, es parte del truco. Tú verás, en dos semanas se nos cae el
techo encima.
¿No crees que lo arregle?
Dice que sí, pero ¿cómo vas a confiar en un viejo como ese? Si ese viejo debería estar en un
asilo.
No hablamos más. Baja la cabeza, sube los hombros, y los tendones del cuello se le
sobresaltan. Sé que si abro la boca, explota. Frena al llegar a casa y los neumáticos resbalan en
la nieve.
Pregunto: ¿Vas a trabajar esta noche?
Claro que voy a trabajar esta noche.
Está cansado y se acomoda en el Buick. El parabrisas está sucio y cubierto de hollín, y en los
márgenes del cristal donde no llegan los limpiavidrios hay como una corteza. Vemos a dos
carajitos bombardeando a un tercero con bolas de nieve y siento cuando Ramón se entristece;
sé que está pensando en su hijo, y en ese momento lo que quiero es abrazarlo y decirle que
todo va a salir bien.
¿Te veo después?
Depende de cómo vaya al trabajo.
OK, digo.
Cuando les cuento lo de la casa a mis compañeras de cuarto, sentadas alrededor de la mesa
cubierta por un mantel manchado de grasa, intercambian sonrisas falsas. Parece que vas a
estar bien cómoda, dice Marisol.
Sin preocupaciones para ti.
Cero preocupaciones. Debes estar muy orgullosa.
Sí, les digo.
Cuando me acuesto oigo los camiones rondando por las calles, llenos de sal y arena. Me
despierto a media noche y me doy cuenta que él no ha regresado, pero no me enojo sino hasta
por la mañana. La cama de Ana Iris está hecha, el mosquitero doblado con cuidado al pie del
cubrecama. La oigo haciendo gárgaras en el baño. Tengo las manos y los pies morados del frío
y no puedo ver por la ventana porque está cubierta de escarcha y carámbanos de hielo. Cuando
Ana Iris comienza a rezar, le ruego que no, que hoy no, por favor.
Ella baja las manos. Me visto.

131
Me habla de nuevo sobre el hombre que se cayó de las vigas. ¿Qué harías si hubiese sido yo?,
me pregunta de nuevo.
Me buscaría otro hombre, le digo.
Sonríe. ¿Ah, sí? ¿Y dónde lo buscarías?
Tienes amigos, ¿no?
¿Y qué tipo de hombre tocará la novia de un amigo muerto?
No sé, digo. No tendría por qué decírselo a nadie. Encontraría un hombre en la misma manera
que te encontré a ti.
Pero todo el mundo se daría cuenta. Hasta el más bruto vería la muerte en tus ojos.
No hay que pasarse la vida entera de luto.
Hay gente que sí. Me besa. Apuesto que tú sí. Soy un hombre difícil de remplazar. Eso me dicen
en el trabajo.
¿Cuánto tiempo estuviste de luto por tu hijo?
Deja de besarme. Enriquillo. Estuve de luto por mucho tiempo. Todavía lo exraño.
Pues no se te ve.
Es que no me miras con el suficiente cuidado.
No creo que se te vea.
Baja la mano. No eres una mujer sagaz.
Solo te digo que no se te ve.
Ahora veo, dice, que no eres una mujer sagaz.
Mientras se sienta al lado de la ventana y fuma, saco de mi cartera la última carta de su mujer y
la abro para que la vea. No sabe lo descarada que puedo ser. Es una sola hoja y huele a agua
de violeta. En el centro de la página Virta ha escrito con cuidadosa letra: Por favor. Eso es todo.
Le sonrío y vuelvo a meter la carta en el sobre.
Una vez Ana Iris me preguntó que si lo quería y le conté sobre las luces en mi antigua casa en la
capital, cómo parpadeaban y nunca sabías si se iban a ir. Tenías que dejar lo que estuvieras
haciendo y esperar porque la verdad es que no podías hacer nada hasta que las luces se
decidieran. Así, le dije, es como me siento.

Su mujer es así: pequeña, con enormes caderas y la grave seriedad que le toca a una mujer a
quien llamarán doña antes que cumpla los cuarenta. Sospecho que si viviéramos la misma vida
jamás seríamos amigas.

Levanto las sábanas azules del hospital frente a mí y cierro los ojos, pero las manchas de sangre
insisten en flotar en la oscuridad. ¿Y si usamos cloro?, me pregunta Samantha. Ha regresado
pero no sé cuánto tiempo se quedará. No entiendo por qué no acabo de despedirla. Quizá
porque quiero darle un chance. Quizá porque quiero ver si se queda o se va. ¿Y eso qué me
dirá? Sospecho que nada. En la funda que tengo a mis pies está la ropa de Ramón y la lavo
junto con las cosas del hospital. Por un día llevará el olor de mi trabajo, pero sé que el pan es
más fuerte que la sangre.
No he dejado de buscar evidencias de que la extraña. No debes pensar en eso, me dice Ana Iris.
Sácate eso de la cabeza. Te vas a volver loca.
Así es como Ana Iris sobrevive aquí, como puede mantener su equilibrio a pesar de la situación
con sus hijos. Así es como todos sobrevivimos aquí, en parte. He visto fotos de sus tres hijos,
tres varoncitos jugando en el Jardín Japonés, cerca de un pino, sonriendo, el más pequeño es
solo una mancha borrosa de azafrán que trata de evitar la cámara. Procuro seguir sus consejos
y de camino a casa y al trabajo me concentro en los otros sonámbulos que me rodean, los
hombres que barren las calles y los que se paran en la entrada trasera de los restaurantes con el
pelo sin cortar, fumando cigarrillos; la gente trajeada que sale de los trenes en tropel, muchos
harán una parada en casa de sus amantes y eso es en todo lo que pensarán mientras mastican
la cena fría en sus hogares, mientras están en la cama con sus parejas. Pienso en mi mamá,
que tuvo una relación con un hombre casado cuando yo tenía siente años, un hombre guapo con
barba y rostro curtido quien era tan negro que todo el mundo que lo conocía le decía Noche.
Trabajaba instalando cables de CODETEL en el campo, pero vivía en nuestro barrio y tenía dos
hijos con una mujer con quien se había casado en Pedernales. Su esposa era muy linda, y
cuando pienso en la mujer de Ramón la veo a ella, en tacones, exhibiendo esas largas piernas
morenas, una mujer más cálida que el aire que la rodeaba. Una mujer buena. No me imagino a
132
la esposa de Ramón como inculta ve las telenovelas solo para pasar el tiempo. En sus cartas
habla de un niño que cuida a quien quiere casi tanto como quiso a su hijo. Al principio, cuando
Ramón no hacía tanto tiempo que se había ido, ella creía que podían tener otro hijo, igualito que
este Víctor, su amorcito. Juega pelota igual que tú, Virta dice en la carta. Jamás menciona a
Enriquillo.

Aquí hay calamidades sin fin, pero a veces puedo vernos claramente en el futuro, y es bueno.
Viviremos en su casa y le cocinaré y cuando deje comida en la mesa le diré que es un zángano.
Puedo verme, contemplándolo mientras se afeita por las mañanas. Pero otras veces nos veo en
casa y veo cómo al levantarse un día soleado (o un día como hoy, cuando hace tanto frío que la
mente te da vueltas cada vez que sopla el viento), se dará cuenta de que todo ha sido una
equivocación. Se lavará la cara y se volverá hacia mí. Lo siento, dirá. Me tengo que ir.
Samantha llega al trabajo enferma, con el flu; me estoy muriendo, dice, y todo lo hace con gran
esfuerzo, se apoya contra la pared para descansar, no come nada, y al día siguiente estoy
enferma yo también y se lo pego a Ramón; dice que soy una comemierda por pasárselo. ¿Crees
que puedo perder un día de trabajo?, pregunta indignado.
No digo nada; sé que solo lo voy a fastidiar.
Sus encabronamientos no duran mucho. Tiene demasiadas otras cosas en la cabeza.
El viernes viene a actualizarme sobre la casa. Me dice que el viejo nos la quiere vender. Me
enseña un papeleo que no entiendo. Está contento pero también tiene miedo. Reconozco esa
sensación, también la he sentido.
¿Qué crees que debo hacer? No me mira a los ojos, mira por la ventana.
Creo que debes comprarte la casa. Te lo mereces.
Asiente. Pero necesito que el viejo baje el precio. Saca los cigarrillos. ¿Tienes alguna idea
cuánto he esperado por esto? Ser dueño de tu propia casa en este país es comenzar a vivir.
Trato de plantear el tema de Virta pero lo esquiva, como siempre.
Ya te dije que eso terminó, me dice bruscamente. ¿Qué más quieres? ¿Un maldito cadáver? Las
mujeres nunca saben cuándo dejar las cosas tranquilas. No sabes cómo dejar las cosas en paz.
Esa noche Ana Iris y yo vamos al cine. No entendemos nada porque la película es en inglés,
pero a las dos nos gustan las alfombras nuevas y limpias del teatro. Las rayitas azules y rosadas
de neón parecen relámpagos en las paredes. Compramos palomitas de maíz para compartir y
metemos de contrabando unas latas de jugo de tamarindo que compramos en la bodega. A
nuestro alrededor la gente habla y nosotras también.
Qué suerte que te vas a poder ir, me dice. Esos cueros me van a volver loca.
Me parece que me estoy adelantando pero le digo: Te voy a extrañar, y ella se ríe.
Estarás comenzando otra vida. No tendrás tiempo para extrañarme.
Claro que sí. Te voy a ir a ver casi todos los días.
No tendrás tiempo.
Verás que sí. ¿Te estás tratando de deshacer de mí?
Claro que no, Yasmín. No seas boba.
De todos modos falta mucho tiempo. Me acuerdo de lo que Ramón dice una y otra vez.
Cualquier cosa puede pasar.
Nos quedamos calladas por el resto de la película. No le he preguntado lo que piensa de mi
situación y ella no me ha dado su opinión. Respetamos nuestro silencio sobre ciertas cosas; por
ejemplo, jamás preguntó si algún día piensa traer a sus hijos. No tengo la menor idea de lo que
va a hacer. Ha tenido hombres que también han dormido en nuestro cuarto, pero ella no dura
mucho con nadie.
Regresamos del cine caminando junticas, con mucho cuidado por el hielo que brilla entre la
nieve. El barrio no es muy seguro. Los tígueres por aquí lo único que saben decir en español son
malas palabras, se pasan la vida en las esquinas haciéndole mala cara a todo el mundo. Cruzan
la calle sin mirar y cuando les pasamos por el lado un gordo nos dice: Mamo toto mejor que
nadie en el mundo. Cochino, dice Ana Iris entre dientes, y me agarra la mano. Pasamos frente al
apartamento donde vivía antes, el que está arriba del bar, y miro bien la fachada, tratando de
acordarme desde cuál ventana miraba al mundo. Vamos, dice Ana Iris, hace demasiado frío.

Ramón le debe haber dicho algo a Virta porque las cartas han parado. Parece que es verdad lo
que dicen: si esperas lo suficiente, todo puede cambiar.
133
Lo de la casa ha tomado más tiempo de lo que habíamos imaginado. Él casi deja la vaina un
montón de veces, tira teléfonos, lanza el trago contra la pared; yo creo que no se va a dar nada,
que nada va a pasar. Y entonces se hace el milagro.
Mira, dice, y me enseña los documentos, mira. Casi me está rogando que los mire.
De verdad que estoy contenta por él. Lo lograste, mi amor.
Lo logramos, dice en voz baja. Ahora podemos empezar.
Entonces pone la cabeza sobre la mesa y llora.
Nos mudamos a la casa en diciembre. Es casi una ruina y solo dos habitaciones son habitables.
Se parece al primer lugar en que viví cuando llegué a este país. No tenemos calefacción en todo
el invierno, y por un mes nos tenemos que bañar con un cubo. Casa de Campo, digo
bromeando, pero él no acepta ninguna crítica sobre su “niño”. No todo el mundo puede ser
dueño de su propia casa, me recuerda. Ahorré por ochos años. No para de trabajar en la casa, y
saca materiales de las propiedades abandonadas de la cuadra. Cada tabla del piso que se
vuelve a usar es dinero ahorrado, se jacta. A pesar de que hay muchos árboles, el barrio no es
fácil y tenemos que tenerlo todo bajo candado todo el tiempo.
Durante las primeras semanas varias personas tocan a la puerta y preguntan si la casa todavía
está en venta. Entre ellos hay parejas esperanzadas igual que nosotros. Pero Ramón les tira la
puerta como si tuviera miedo de que se lo fueran a llevar con ellos. Cuando soy yo la que
contesta, trato de ser más suave. Ya se vendió, digo. Buena suerte con su búsqueda.
Solo sé algo: la esperanza es eterna.
El hospital empieza a construir otra ala; a los tres días de las grúas rodear nuestro edificio como
en un rezo, Samantha pide hablar conmigo. El invierno la ha dejado reseca, con manos de reptil
y labios tan agrietados que parece que se le pueden partir en cualquier momento. Necesito un
préstamo, me dice al oído. Mi mamá está enferma.
Siempre es la madre. Doy la vuelta para irme.
Por favor, ruega. Somos del mismo país.
Verdad. Lo somos.
Alguien te tiene que haber ayudado alguna vez.
Verdad también.
Al día siguiente le doy ochocientos dólares. Es la mitad de mis ahorros. Acuérdate de esto.
Me acordaré, dice.
Está tan contenta. Más contenta de lo que estaba yo cuando nos mudamos a la casa. Cuánto
me gustaría ser tan libre, tan suelta. Se pasa el resto del turno cantando canciones de mi
juventud, Adamo y toda esa gente. Pero sigue siendo Samantha. Antes de terminarse el turno
me dice: No te debes pintar tanto los labios. Ya tienes la bemba demasiado grande.
Ana Iris se ríe. ¿Esa niña te dijo eso?
Así mismo.
Qué desgraciada, dice, no sin admiración.
Al final de la semana, Samantha no regresa al trabajo. Pregunto pero nadie sabe dónde vive. No
recuerdo que haya dicho nada especial su último día. Salió tan calladita como siempre,
caminando sin rumbo fijo hasta el centro donde cogería una guagua. Le pido a Dios por ella.
Recuerdo mi primer año y lo desesperadamente que quería regresar, y cuántas veces lloré.
Rezo para que se quede, igual que yo.
Una semana. Espero una semana y después la dejo ir. La muchacha que la remplaza es
calladita y gorda y trabaja sin parar y sin quejarse. De vez en cuando, cuando estoy de mal
humor, me imagino que Samantha ha regresado a casa y está rodada de su gente. Allá donde
hace calor. La oigo decir: No vuelvo nunca más. No por nada. Ni por nadie.
Hay noches cuando Ramón está trabajando en la plomería o dándole lija al piso que leo las
viejas cartas y bebo un poco del ron que guardamos abajo del fregadero y claro que pienso en
ella, la de la otra vida.

Cuando la próxima carta por fin llega, estoy embarazada. Fue enviada de la antigua casa de
Ramón directo a nuestro nuevo hogar. La saco de la pila del correo y la contemplo. Mi corazón
bombea como si estuviera solo, como si no hubiera nada más dentro de mí. Quiero abrirla pero
llama a Ana Iris; hace tiempo que no hablamos. Mientras el teléfono suena observo los pájaros
que cubren los setos.
Le digo que quiero salir a caminar.
134
Los brotes en las puntas de las ramas se están abriendo. Cuando entro en el viejo apartamento
me besa y me sienta en la mesa de la cocina. Solo quedan dos compañeras de cuarto que
conozco, las otras se han mudado o se han regresado. Las nuevas son recién llegadas de la
isla. Entran y salen de la cocina sin darme mucha importancia, están muertas de cansancio por
el peso de las promesas que han hecho. Quiero aconsejarlas: no hay promesa que sobreviva a
ese mar. Se me ve la barriga, y Ana Iris está flaca y gastada. No se ha cortado el pelo en meses;
las puntas astilladas forman como un halo alrededor de su cabeza. Todavía sonríe, y es una
sonrisa de tanto brillo que es un milagro que no le haya prendido fuego a algo. Una mujer canta
una bachata en el piso de arriba y la manera en que su voz flota en el aire me recuerda el
tamaño de la casa y lo alto que son los puntuales.
Vamos, dice Ana Iris, y me presta una bufanda. Vamos a caminar un poco.
Llevo la carta en las manos. El día tiene el mismo color que las palomas. Cada paso va
machacando lo que queda de la nieve, ahora con una capa de gravilla y polvo. Esperamos que
pase la fila de carros en el semáforo y entonces nos escabullimos hacia el parque. Los primeros
meses que estuvimos juntos Ramón y yo veníamos a este parque todos los días. Para relajarnos
un poco después del trabajo, decía, pero me pintaba las uñas de rojo para cada ocasión. Me
acuerdo del día antes que hiciéramos el amor por primera vez, cómo yo ya sabía que iba a
pasar. Me acababa de contar lo de su mujer y de su hijo. Yo estaba procesando la información,
sin decir nada, dejando que mis pies nos guiaran. Nos encontramos con unos carajitos jugando
pelota y les arrebató el bate, hizo un par de swings, y les indicó que cubrieran lejos, bien atrás.
Pensé que iba a hacer el ridículo y pasar tremenda vergüenza, así que me alejé un poco
pensando que le daría una palmadita en el brazo después que tropezara o cuando la pelota
cayera a sus pies. Pero conectó con un claro zumbido del bate de aluminio y mandó la pelota
muy por encima de donde se habían puesto los muchachos; todo con un movimiento fácil y
natural de su cuerpo. Los carajitos levantaron las manos en el aire y gritaron y él me sonrió por
encima de sus cabezas.
Caminamos todo lo largo del parque sin hablar y entonces cruzamos la carretera para coger
hacia downtown.
Digo: Volvió a escribir, pero Ana Iris me interrumpe.
He estado tratando de llamar a mis hijos, dice. Señala al hombre frente al edificio de la corte, el
que vende los números de tarjetas de llamadas robadas. Han crecido tanto, me dice, que es
difícil reconocerles la voz.
Después de un rato, tenemos que sentarnos para yo poder tomarle la mano y para que ella
pueda llorar. Siento que debo decirlo algo pero no tengo la menor idea de por dónde comenzar.
Traerá a sus hijos o se regresará. Tanto ha cambiado.
Baja la temperatura. Regresamos a casa. Nos abrazamos en la puerta como por una hora.
Esa noche le doy la carta a Ramón y no trato de sonreír mientras la lee.

135
El argumento
Álvaro Menén Desleal

Se había escapado de la escuela. Era la primera vez, y le pareció que la mejor manera de pasar
el tiempo sería viendo una película. Depositó su bolso escolar en un tenducho, llegó al cine y
compró una localidad barata, listo para sumergirse por noventa minutos en un mundo
apasionante. Ya estaban apagadas las luces de la sala, y a tientas buscó un sitio vacío. Los
mágicos letreros de la pantalla daban el título de la cinta, la que comenzó de inmediato.
En la película, un pequeño actor hacía el papel de un escolar que, por primera vez, se escapaba
de la escuela. Pareciéndole que la mejor manera de llenar el tiempo era en un cine, compra una
localidad barata y entra a la sala cuando en la pantalla un actor de pocos años hacía el papel de
un escolar que, por primera vez, se fuga de la escuela, y decide ir al cine para pasar el tiempo.
El actorcito tomaba asiento en el instante en que, en el film, un niño escolar, fugado de la
escuela, entra a un cine para pasar el tiempo. Al frente se proyectaba la imagen de un niño que,
por primera vez, faltaba a su escuela y llenaba su tiempo viendo una cinta, cuyo argumento
consistía en que un chico, por primera vez.

136
Los descubridores
Humberto Mata

Cierta vez —de eso hace ahora mucho tiempo— fuimos visitados por gruesos hombres que
desembarcaron en viejísimos barcos. Para aquella ocasión todo el pueblo se congregó en las
inmediaciones de la playa. Los grandes hombres traían abrigos y uno de ellos, el más grande de
todos, comía y bebía mientras los demás dirigían las pequeñas embarcaciones que los traerían
hasta la playa. Una vez en tierra —ya todo el pueblo había llegado— ,los grandes hombres
quedaron perplejos y no supieron qué hacer durante varios minutos. Luego, cuando el que comía
finalizó la presa, un hombre flaco, con grandes cachos en la cabeza, habló de esta manera a sus
compañeros: Amigos, nos hemos equivocado de ruta. Volvamos. Acto seguido todos los
hombres subieron a sus embarcaciones y desaparecieron para siempre.
Desde entonces se celebra en nuestro pueblo —todos los años en una fecha determinada— el
desembarco de los grandes hombres. Estas celebraciones tienen como objeto dar
reconocimiento a los descubridores.

137
Los juguetes
Luis Britto García

El tío saca a pasear a Micael.

Micael pasea en la noche de diciembre.

Micael y el tío ven las vitrinas.

Las vitrinas están llenas de juguetes.

Los juguetes huelen a latón y a pintura.

Los juguetes miran con sus ojos de vidrio.

Los juguetes se mueven con la cuerda.

Los juguetes caminan torpemente.

Los juguetes entran y salen de las cajas iluminadas.

Los juguetes se saludan con alegría.

Los juguetes se paran cuando se les acaba la cuerda.

Micael mira al tío.

El tío mira con sus ojos de vidrio.

El tío se mueve.

El tío camina torpemente.

El tio entra y sale de los edificios iluminados.

El tío saluda con alegría.

El tío se para con la mirada perdida en el vacío.

Micael mira al tío.

Micael aprieta la mano del tío.

Micael mira los transeúntes.

Los transeúntes miran con sus ojos de vidrio.

Los transeúntes se mueven.

Los transeúntes caminan torpemente.

Los transeúntes entran y salen de los edificios iluminados.

Los transeúntes saludan con alegría.

Los transeúntes se paran.


138
Todo se para.

Micael sabe que nadie ha oído su grito.

La mano del tío se mueve.

El tío lo mira con sus ojos de vidrio.

El tío y Micael se mueven.

El tío y Micael caminan torpemente.

El tío y Micael entran y salen de los edificios iluminados.

139
Palimpsesto
Rubén Darío

Escrita en viejo dialecto eolio


hallé esta página dentro un infolio
y entre los libros de un monasterio
del venerable San Agustín.
Un fraile acaso puso el escolio
que allí se encuentra; dómine serio
de flacas manos y buen latín.
Hay sus lagunas.

...Cuando los toros

de las campañas, bajo los oros


que vierte el hijo de Hiperión,
pasan mugiendo, y en las eternas
rocas salvajes de las cavernas
esperezándose ruge el león;

cuando en las vírgenes y verdes parras


sus secas notas dan las cigarras,
y en los panales de Himeto deja
su rubia carga la leve abeja
que en bocas rojas chupa la miel,
junto a los mirtos, bajo los lauros,
en grupo lírico van los centauros
con la harmonía de su tropel.

Uno las patas rítmicas mueve,


otro alza el cuello con gallardía
como en hermoso bajo-relieve
que a golpes mágicos Scopas haría;
otro alza al aire las manos blancas
mientras le dora las finas ancas
con baño cálido la luz del sol;
y otro saltando piedras y troncos
va dando alegres sus gritos roncos
como el ruido de un caracol.

Silencio. Señas hace ligero


el que en la tropa va delantero;
porque a un recodo de la campaña
llegan en donde Diana se baña.
Se oye el ruido de claras linfas
y la algazara que hacen las ninfas.
Risa de plata que el aire riega
hasta sus ávidos oídos llega;
golpes en la onda, palabras locas,
gritos joviales de frescas bocas,
y los ladridos de la traílla
que Diana tiene junto a la orilla
del fresco río, donde está ella
blanca y desnuda como una estrella.

Tanta blancura que al cisne injuria


140
abre los ojos de la lujuria:
sobre las márgenes y rocas áridas
vuela el enjambre de las cantáridas
con su bruñido verde metálico,
siempre propicias al culto fálico.
Amplias caderas, pie fino y breve,
las dos colinas de rosa y nieve...
¡Cuadro soberbio de tentación!
¡Ay del cuitado que a ver se atreve
lo que fue espanto para Acteón!
Cabellos rubios, mejillas tiernas,
marmóreos cuellos, rosadas piernas,
gracias ocultas del lindo coro,
en el herido cristal sonoro;
seno en que hiciérase sagrada copa;
tal ve en silencio la ardiente tropa.

¿Quién adelanta su firme busto?


¿Quirón experto? ¿Folo robusto?
Es el más joven y es el más bello;
su piel es blanca, crespo el cabello,
los cascos finos, y en la mirada
brilla del sátiro la llamarada.
En un instante, veloz y listo,
a una tan bella como Kalisto,
ninfa que a la lata diosa acompaña,
saca de la onda donde se baña:
la grupa vuelve, raudo galopa;
tal iba el toro raptor de Europa
con el orgullo de su conquista.

¿A do va Diana? Viva la vista,


la planta alada, la cabellera
mojada y suelta; terrible, fiera,
corre del monte por la extensión;
ladran sus perros enfurecidos;
entre sus dedos humedecidos
lleva una flecha para el ladrón.
Ya a los centauros a ver alcanza,
la cazadora; ya el dardo lanza,
y un grito se oye de hondo dolor:
la casta diva de la venganza
mató al raptor...
La tropa rápida se esparce huyendo,
forman los cascos sonoro estruendo.
Llegan las ninfas. Lloran. ¿Qué ven?
En la carrera la cazadora
con su saeta castigadora
a la robada mató también.

141
El sabor de una medialuna a las nueve de la mañana en un viejo café de barrio donde a los
97 años Rodolfo Mondolfo todavía se reúne con sus amigos los miércoles por la tarde
Luisa Valenzuela
..
—Que bueno.

142
La trama
Jorge Luis Borges

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por los impacientes puñales
de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su
hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el
patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en
el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer,
reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras
hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una
escena.

143
Nota para un cuento fantástico
Jorge Luis Borges

En Wisconsin o en Texas o en Alabama los chicos juegan a la guerra y los dos bandos son el
Norte y el Sur. Yo sé (todos lo saben) que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no
merece, pero también sé imaginar que ese juego, que abarca más de un siglo y un continente,
descubrirá algún día el arte divino de destejer el tiempo o, como dilo Pietro Damiano, de
modificar el pasado.
Si ello acontece, si en el decurso de los largos juegos el Sur humilla al Norte, el hoy gravitará
sobre el ayer y los hombres de Lee serán vencedores en Gettysburg en los primeros días de julio
de 1863 y la mano de Donne podrá dar fin a su poema sobre las transmigraciones de un alma y
el viejo hidalgo Alonso Quijano conocerá el amor de Dulcinea y los ocho mil sajones de Hastings
derrotarán a los normandos, como antes derrotaron a los noruegos, y Pitágoras no reconocerá
en un pórtico de Argos el escudo que usó cuando era Euforbo.

144
Amor 77
Julio Cortázar

Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se


peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

145
La bella durmiente del bosque y el príncipe

Marco Denevi

La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al príncipe. Y cuando lo oye
acercarse, simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho, pero ella lo sabe. Sabe
que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.

146
La hormiga
Marco Denevi

Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con
sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en
procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas.
Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un
tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se
expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la
dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y
canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran
Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez
una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos,
se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón
palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos,
hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos
despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se
da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a
sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: “Arriba… luz… jardín… hojas… verde…
flores…” Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante,
creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.
(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número
12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

147
Helena y Menelao
Marco Denevi

Denevi, Marco Helena jamás volverá junto Menelao. Un marido que para vengar su honor
complica a tanta gente y a tantos dioses demuestra que tiene más amor propio que amor. 

148
El emperador de la china
Marco Denevi

Cuando el emperador Wu Ti murió en su vasto lecho, en lo más profundo del palacio imperial,
nadie se dio cuenta. Todos estaban demasiado ocupados en obedecer sus órdenes. El único que
lo supo fue Wang Mang, el primer ministro, hombre ambicioso que aspiraba al trono. No dijo
nada y ocultó el cadáver. Transcurrió un año de increíble prosperidad para el imperio. Hasta que,
por fin, Wang Mang mostró al pueblo el esqueleto pelado del difunto emperador. “Veis —dijo—.
Durante un año un muerto se sentó en el trono. Y quien realmente gobernó fui yo. Merezco ser
gobernador.” El pueblo, complacido, lo sentó en el trono y luego lo mató, para que fuese tan
perfecto como su predecesor y la prosperidad del imperio continuase.

149
Restos del Carnaval
Clarice Lispector

No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los
miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti.
Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan
extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se
acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo,
de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife
explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la
capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.
En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me
habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la
puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando
ávidamente cómo se divertían los demás.  Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las
economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una
bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir.  Porque siento cómo se me va a
ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan
sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.
¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la
sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un
enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en
contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes
encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los
enmascarados era, pues, esencial para mí.
No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en
la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis
hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos
durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi
hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha -yo apenas podía con las ganas de salir
de una infancia vulnerable- y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el
colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.
Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me
fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga
mía había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era  Rosa. Por lo tanto,
había comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía
imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y
creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo
pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás.
Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y
mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia
desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí también un
disfraz de rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera
vez en la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra aunque no yo misma.
Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada:
minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo
de manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas
hasta cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros
pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de vergüenza; pero
no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi disfraz sólo existiera gracias a las
sobras de otro, tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté
humildemente lo que el destino me daba de limosna.
¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El
domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos
estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las
tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.

150
Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo
entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado.
Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin
pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un
alboroto repentino y me mandaron en seguida a comprar una medicina a la farmacia. Yo fui
corriendo vestida de rosa -pero el rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía
cubrir la expuesta vida infantil-, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas,
confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía.
Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero
algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban
y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había
vuelto a ser una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso
de labios encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre,
pero con remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.
Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que
necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy
guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió
el pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y
entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien
me había reconocido; era, sí, una rosa.

151
Rosa y el cascarudo
Mario de Andrade

Belazarte me contó:
No creo en bichos malignos, pero del cascarudo, no sé. Mire lo que sucedió con Rosa…
Dieciocho años. Yo no sabía que los tenía. Nadie había reparado en eso. Ni doña Carlotita ni
doña Ana, ya viejecitas y solteronas, ambas con cuarenta y muchos. Rosa había venido para
acompañarlas a los siete años cuando se le murió la madre. Murió o dio la hija, que es lo mismo
que morir. Rosa crecía. Su adorable tipo portugués se pulía poco a poco de las vaguedades
físicas de la infancia. Diez años, catorce años, quince… Al final dieciocho en mayo pasado. Pero
Rosa seguía con siete, por lo menos en lo que respecta a nuestra alma. Servía siempre a las
dos solteronas con la misma fantasía caprichosa de la antigua Rosita. A veces limpiaba bien la
casa, a veces mal. En ocasiones se olvidaba del palillero al poner la mesa para el almuerzo. Y
en el cuarto acariciaba con la misma ignorancia de madre a la misma muñeca que, ¡no sé cuánto
tiempo hace!, le había dado doña Carlotita con la intención de mostrarse simpática. Parece
increíble, ¿no?, pero nuestro mundo está hecho de esos increíbles: Rosa, toda una muchacha
ya, era infantil y de pureza infantil. Que las purezas como las morales son muchas y diferentes…
cambian con los tiempos y con la edad… no debería ser así, pero es así, y no hay nada que
discutir. Pero con dieciocho años en 1923, Rosa poseía la pureza de los niños de… allá por la
batalla del Riachuelo1 más o menos… Eso: de los niños de 1865. ¡Rosa… qué anacronismo!

En la casita en la que vivían las tres, camino de la Lapa2, su juventud se desarrolló sólo en el
cuerpo. También salía poco y la ciudad era para ella el viaje que uno hace una vez por año
cuando mucho, por algún finado. Entonces doña Ana y doña Carlotita se vestían de seda negra,
¡sí señor! Se ponían toda esa seda negra haciendo barullo que era una lástima. Rosa
acompañaba a las patronas con su ropa fina más nuevita, llevando los jarros de leche y las
plantas de la huerta. Iban a Aratá3 donde reposaba el recuerdo del capitán Fragoso Vale, padre
de las dos tías. Junto al mármol raso doña Carlotita y doña Ana lloraban. Rosa lloraba también
para hacer compañía. Notaba que las otras lloraban, se imaginaba que era necesario llorar
también, ¡enseguida!, llanto llanto… abría los pequeños grifos de los ojos negros negros, que
brillaban aun más. Después visitaban haciendo comentarios las tumbas endomingadas. Aquel
olor… Velas derretidas, familias descansando, agitación dificultosa para tomar el ómnibus… ¡qué
aturdimiento, Dios mío! ¡La impresión llena de miedos era desagradable!

Anualmente ese viaje grande de Rosa. No más: llegadas hasta la iglesia de la Lapa algún
domingo suelto y en Semana Santa. Rosa no soñaba ni maduraba. Siempre atendiendo la
huerta y a doña Carlotita. Atendiendo la cena y a doña Ana. Todo con la misma igualdad infantil
que no implica desamor, no. Ni era indiferencia, era no imaginar las diferencias, eso sí. Uno pone
diez dedos para hacer la comida, dos brazos para barrer la casa, un pedacito de amistad para
Fulano, tres pedacitos de amistad para Zutano que es más simpático, una mirada a la bonita
vista de al lado con el campanario de Nuestra Señora de O4 en un embobamiento allá lejos, y de
sopetón, ¡zás! se hace todo amor como en el truco5 para ver si toca una buena mano. Así es
como hacemos… Rosa no lo hacía. Era siempre el mismo pedazo de cuerpo que ponía en todas
las cosas: dedos, brazos, vista y boca. Lloraba con eso y con eso mismo atendía a doña
Carlotita.

Indistinta y bien barridita. Vacía. Una hermanita. El mundo no existía para… ¡qué hermana!,
santita de iglesia perdida en los alrededores de Évora.6 Hablo de la santita representativa que
está en el altar, hecha de argamasa pintada. La otra, la representada, usted bien sabe: está allá
en el cielo sin interceder por nosotros… Rosa, si se precisaba, intercedía. Pero sin saber por
qué. Intercedía con el mismo pedazo de cuerpo, dedos, brazos, vista y boca, sin nada más. La
pureza, la infantilidad, la pobreza de espíritu se empañaban en una redoma que la separaba de
la vida. ¿Vecindad? Sólo la casita de más allá, en la misma calle sin vereda, barrio oscuro, verde
de pasto libre. La callejuela era engullida en un arrebato por la confusión civilizada de la calle de
los tranvías. Pero ya en la esquina el almacencito de don Costa le impedía a Rosa entrar en la
calle de los tranvías. Y don Costa pasaba de los cincuenta, viudo sin hijos, pitando de su pipa
maloliente. Rosa se detenía allí. El almacén movía toda la dinámica alimenticia de la existencia
152
de doña Ana, de doña Carlotita y de ella. Y eso en las horas apuradas de la mañana, después de
hervir la leche que el lechero dejaba muy temprano en el portón.

Rosa saludaba a las vecinas de la otra casa. De tanto en tanto se paraba un minuto para
conversar con Ricardita. Pero no tenía tema, ¿qué tenía que hacer? partir enseguida. Con esas
despreocupaciones de vivir y de disfrutar de la vida, ¡cómo podía reparar en su propia juventud!,
no podía. El único que reparó en eso fue Juan. Primero él envolvía los dos panes en el papel
ceniciento y tiraba el paquete en la galería. Golpeaba para que supieran y se iba tlindliirim
dlimdlrim, en su triciclo.

Solamente cuando había lluvia y viento, esperaba con el paquete en la mano.


-Buenos días.
-Buenos días.
-¡Qué lluvia!
-Un espanto.
-Hasta mañana.
-Hasta mañana.
Pero una vez, cuando envolvía los panes en el triciclo, vio que Rosa volvía del almacén. Esperó
con toda naturalidad, no era ningún maleducado. El sol daba de lleno en el cuerpo que estaba
llegando. Fue entonces que Juan reparó en el cambio de Rosa, era otra. Enteramente mujer con
piernas bien delineadas y dos senos agudos conteniéndose en la lisura de la blusa, como el rubí
del anillo dentro del guante. Así es… Juan no vio nada de eso, estoy fantaseando la historia.
Después del siglo diecinueve los contadores parece que se sienten en la obligación de
desmenuzar con descaro esas cosas. Ni aquel color de manzana camesa7 amorenada limpia…
Ni aquellos ojos de esplendor solar… Juan reparó apenas en que tenía un malestar por dentro y
concluyó que el malestar provenía de Rosa. Era Rosa la que le estaba causando eso, no tenía
dudas. Derramó una risa perdida por la cara. Se fue atontado, sin decir bien ni siquiera “buenos
días”. Pero desde entonces no tiró más los panes desde la acera. Esperaba que Rosa viniera a
buscarlos de su mano.

-¡Buenos días!
-Buenos días. ¿Por qué no los tiró?
-Es que… se pueden ensuciar.
-Hasta mañana.
-¡Hasta mañana, Rosa!
Sentía ese tal malestar y se iba.

Juan era casi una Rosa también. Sólo que tenía padre y madre, eso le enseña a uno. Y tal vez a
causa de los veinte años… De verdad que había llegado a esa edad sin contacto con mujer, pero
los sueños lo atizaban, vivía mordido de impaciencias cortas. Pero hacía pan, entregaba pan y
se dormía temprano. Los domingos jugaba al fútbol en el Lapa Atlético. Cuando descubrió que
no podía más vivir sin Rosa, le confesó todo al padre.

-Pues cásate, hijo. Es una muchacha buena, ¿no es así?


-Sí, padre.
-¡Pues entonces cásate! La panadería es tuya… no tengo más hijos… Y si la muchacha es
buena…

Esa tarde doña Ana y doña Carlotita recibían la visita avergonzada de Juan. ¡Cómo costaba
hablar de eso! Al final, cuando ellas adivinaron que ese muchacho, corto de palabras pero
sereno de gestos, les llevaba a Rosa, se emocionaron mucho. Se emocionaron porque
encontraron el asunto muy bonito, muy conmovedor. Y en un instante se dieron cuenta de que la
criadota estaba hecha toda una muchacha ya. Precisaba casarse. ¡Qué maravilla, Rosa se
casaba! ¡Iba a tener hijos! Ellas serían las madrinas… Casi se desvirgaban del gozo de ser
madres de los hijos de Rosita. Se sentían abrazadas, apretadas y, ¡por la santa cruz!, cometían
cada pecadote en el inconsciente…

153
-¡Rosa!
-¿Señora?
-¡Ven acá!
-¡Ya voy, sí señora!

Aún no sabían si Juan era bueno, pero parecía. Y querían disfrutar la turbación de Rosa y del
joven, ¡qué maravilla! Apretados contra los batientes de la puerta relumbraron dieciocho años
fresquitos.

-Rosa, fíjate. El joven vino a pedirte en casamiento.


-¡Pedir qué!…
-El joven dice que quiere casarse contigo.
Rosa hizo de la boca una rueda roja. Los dientes regulares muy blancos. No se avergonzó. No
bajó los ojos. Rosa comenzó a llorar. Se escapó hacia adentro sollozando. Doña Carlotita la
encontró sentada en el banquito junto al fogón. Lloraba con grititos, sollozaba encogiendo los
hombros, desamparada.
-¡Rosa, qué es eso! ¿¡Entonces es así que se hace!? ¡Si tú no quieres, dilo!
-¡No! Doña Carlotita, ¡no! ¡Cómo puede ser! ¡Yo no quiero dejarla a usted!…
Doña Carlotita ponderó, disfrutó, aconsejó… Rosa no sabía para dónde ir, si se casaba; Rosa
sólo sabía atender a doña Carlotita… Rosa se puso a llorar fuerte. Fue preciso taparle la boca,
¡alabado sea!, ¡para que el joven no escuchara, pobre! Al fin vino doña Ana para saber lo que
sucedía, muerta de curiosidad.
Juan se quedó solo en la sala, no sabía lo que había pasado allá adentro, pero no obstante
adivinando que le parecía que Rosa no gustaba de él.
Ahora sí, estaba realmente aturdido. Se avergonzó de la sala, de estar solo, no sé, fue tomando
el sombrero y saliendo con paso de buey de carro. Abría los ojos espantado. Ahora se daba
cuenta de que verdaderamente gustaba de Rosa. ¡El rechazo le produjo un dolor, pobre!…
Fue una tarde de silencio en su casa. El padre condenó, ofendió a la chica. Después, dándose
cuenta que eso le hacía mal al hijo se calló.
Al día siguiente tiró el pan junto a la puerta y se fue. Le daba de repente un cosa extraña por
dentro, venía de allá de debajo del cuerpo apretando, casi sofocaba, y la imagen de Rosa le
salía por los ojos discutiendo con la vida indiferente de la calle y de la entrega del pan. ¡Gracias
a Dios que llegó a casa! Pero le faltaban letras y calle para cultivar la tristeza. Y Rosa no
aparecía para cultivar el deseo… Ese domingo él fue un zaguero estupendo. Gracias a él el
Lapa Atlético venció. Venció porque de repentemente8 ella aparecía en su cuerpo y le daba
aquella voluntad, es decir, dos voluntades: la… ya sabida, y la otra, de olvido y continuar
dominando la vida… Entonces él veía la pelota, adivinaba para qué lado iba, se tiraba, ¡qué le
importaba ahora recibir una patada en la cara!, ¡quebrarse la columna!, ¡qué reventara todo!,
¡que se muriese!, pero la pelota no tenía que entrar en el arco. Juan naturalmente pensaba que
era a causa de la pelota.

Rosa, cuando vio que de verdad no dejaba a doña Ana y a doña Carlotita, tuvo un alegrón.
Cantó. Ahora es que el cascarudo entra en escena… Rosa sintió una gran calma. Y no pensó
más en Juan.
-¡Te olvidaste del palillero otra vez!
-¡Discúlpeme, doña Ana!
Continuó limpiando la casa unas veces bien otras mal. Continuó arrullando a la muñeca de
porcelana. Continuó.
Esa noche de mucho calor, quiso dormir con la ventana abierta. Rodaba satisfecha el cuerpo
desnudo dentro del camisón, y después se durmió. Un cascarudo entró, zzz, zzz,
zzzuuuuuummmm, ¡paf! Rosa dormida se estremeció con la sensación de esas patas metálicas
en el pecho. Abrió los ojos en la oscuridad. El cascarudo se paseaba lentamente. Encontró el
orificio del camisón y avanzaba por el valle ardiente entre montes. Rosa imaginó una mordida
horrible en el pecho, se sentó de un salto, comprimiendo el pecho. Con el movimiento, el
cascarudo se despegó de la epidermis lisa y cayó en su barriga, zzz, tzzz… tic. Rosa lanzó un
grito agudísimo. Se tumbó en la cama retorciéndose. El bicho seguía descendiendo, tzz… Al final

154
se enmarañó tzz-tic, estaba preso. Rosa estiraba las piernas con endurecimientos de ataque.
Rodaba. Cayó.
Doña Ana y doña Carlotita la encontraron así, espasmódica, con la espuma escurriéndose de un
lado de la boca. Los ojos desorbitados relampagueando como brasa. ¡Pero cómo saber qué era!
Rosa no hablaba, retorciéndose. Pero doña Ana, orientada por el gesto que la pobre repetía,
descubrió el bicho. Lo arrancó con aspereza, aspereza para librar rápido a la joven. Y fue difícil
calmarla… Se iba tranquilizando… de repente volvía todo y era tal cual el ataque, tiraba las
cobijas, gruñía, retorciéndose, los ojos revirados, hum… Terror sin fundamento, bien se ve.
Nueva faena. La lavaron, doña Carlotita se tomó el trabajo de encender el fuego para tener agua
tibia que tranquiliza más, dicen. Le cambiaron el camisón, mucha agua con azúcar…
-También, dejaste la ventana abierta, Rosa…
Sólo dos horas después todo dormía en la casa otra vez. Todo no. Dos ojos fijos en la oscuridad,
atentos a cualquier resabio perdido de luz y a las imágenes silenciosas de la oscuridad. Rosa no
duerme en toda la noche. Finalmente escucha los ruidos de la casa despertando. Doña Ana
viene a ver. Rosa finge dormir, enojada sin razón. ¡Tiene un odio de esa vieja! Tiene asco de
doña Carlotita… Oye el estallido de la leña en el fuego. Escucha el ruido del pan arrojado contra
la puerta de calle. Rosa se frota los dedos fuertemente por el cuerpo. Se despereza. Al final se
levantó.

Ahora camina más pausada. Trae una seriedad aún nunca vista, en las comisuras de los labios.
¡Qué negruras en los párpados! Piensa que va a trabajar y trabaja. Limpia con deber toda la
casa., poniendo diez dedos para hacer la comida, poniendo dos brazos para barrer, poniendo los
ojos en la mesa para no olvidar el palillero. Doña Carlotita se resfrió. Entonces Rosa le da una
porción de amistad. Le prepara té. Se sienta en la cabecera de la cama, velando mucho, sin
hablar. Las dos viejas la miran desconfiadas. No la reconocen más y tienen miedo de la extraña.
En efecto, Rosa cambió, es otra Rosa. Es una rosa abierta. Imperativa, enérgica. Se impone.
Doña Carlotita tiene miedo de preguntarle si pasó bien la noche. Doña Ana tiene miedo de
aconsejarle que descanse más. Es sábado sin embargo y podría limpiar la casa el lunes… Rosa
limpia toda la casa como nunca la limpió. Hace una limpieza completa en su propio cuarto. La
muñeca… Rosa le despega los últimos rizos de la cabeza, con gesto frío. Le hunde un ojo,
portuguesamente, a lo Camões.9 Pero piensa que doña Carlotita se va a afligir. Uno nunca debe
dar disgustos inútiles a los demás, la vida está ya tan llena de ellos… piensa. Suspira. Esconde
la muñeca en el fondo de la canasta.
Cuando fue a dormir tuvo un miedo repentino: ¡dormir sola! ¡Y si se quedase soltera! No sé a qué
hora la cama se le tornó insoportablemente solitaria. Se levanta. Abre de par en par la ventana,
entra con el pecho en la noche, desesperadamente temeraria. Rosa espera al cascarudo. No
hay cascarudos esa noche. Terminó cansándose en esa posición, a la espera. No sabía lo que
estaba esperando. Nosotros sí que sabemos, ¿no? Pero el cascarudo no llegó. Era una noche
calurosa… La vida palpitaba en un ardor de estrellas estallantes inmóviles. ¡Un silencio!… El
sueño de todos los hombres, durmiendo indiferentes, sin amoldarse con ella… El olor de campo
requemado endurecía el aire que dejó de circular, ¡no entraba en el pecho! No había
absolutamente nada en la noche vacía. Rosa espera un poquito más… Desengañada, se
acuesta después. Se adormece agitada. Sueña mezclas imposibles. Sueña que se acabaron
todos los cascarudos de este mundo y que un grupo de muchachas se burla de ella zumbando:
¡Soltera!, a las carcajadas. Llora en sueños.
Al otro día doña Ana piensa que es necesario pasear a la joven. Van a misa. Rosa marcha
adelante y va a enamorar a todos los hombres que encuentra. Tiene que atrapar uno.
Cualquiera. Tiene que atrapar uno para no quedar soltera. En el almacén de don Costa, Pedro
Mulatón ya llegó a beber el primer aguardiente del día. Rosa tira una línea para él que más
parece de mujer de la vida. Pedro Mulatón siente un deseo fácil de ese cuerpo, y la sigue. Rosa
lo sabe. ¿Quién es ese hombre? Eso no lo sabe. Aunque supiera que es vagabundo y borracho,
es el primer hombre que encuentra, es preciso agarrarlo, si no, muere soltera. Ahora no
enamorará más a nadie. Se finge inocente y virgen, riquezas que ya no tiene… Pero es artista y
representa. De vez en cuando se da vuelta para mirar. Mira a doña Ana. Ríe para ella con esa
risa provocante que llena los cuerpos de voluntad.
Al salir de misa, otra mirada más canalla aún. Pedro Mulatón se detiene en el almacén. Bebe
más y trama cosas feas. Rosa imagina que falta azúcar, sólo para ir al almacén. Es Pedro quien
155
le trae el paquete, conversando. La invita para la noche. Ella se niega porque así no se casará.
Para él es indiferente: casarse o no casarse… Irá a pedirla.
Esta vez las dos tías ni llaman a Rosa, hombre repugnante ¿no? ¡Cómo iban a casarla con esos
treinta y cinco años!… Por lo menos de treinta y cinco a cuarenta. Y mulato, amarillo pálido ya
descolorido… por el aguardiente, ¡Virgen Santa!… Disculpe, pero Rosa no quería casarse.
Entonces ella aparece y dice que quiere casarse con Pedro Mulatón. Ellas no le pueden
aconsejar nada delante de él, despiden a Pedro. Van a recoger informaciones. Que vuelva el
jueves.
Las informaciones son las que nos imaginamos, pésimas.
Vagabundo, chupandín, de mal carácter, no sirve. Rosa llora. Se va casar con Pedro Mulatón y si
no la dejan, huye. Doña Ana y doña Carlotita ceden con la muerte en el alma.
Cuando Juan supo que Rosa se iba a casar, le vino una desesperación en la barriga. Salió
atontado, para distraerse. Se encontró con unos compañeros y se le dio por la bebida. Lo
dejaron por ahí, sentado en el cordón de la vereda, a la madrugada, totalmente borracho. El
vigilante hizo que se levantara.
-¡Muchacho, no puedes dormir en este lugar! ¡Ve para tu casa!
Se fue, llorando, diciendo que no tenía la culpa. Después se acostó en el césped de una calle
lateral y se durmió. El sol lo llamó. Dolor de cabeza, un gusto horrible en la boca… Y la
vergüenza. Ni sabe cómo entró en su casa. La rabia del padre es terrible. ¡Qué insultos! Su hijo
esto, su no sé qué más, palabras feas que dan escalofríos… Nadie se imaginaría que un hombre
tan bueno pudiese decir esas cosas. ¡Bien!, todo hombre sabe palabrotas, basta tener un dolor
desesperado para que salgan. Porque el padre de Juan sufre de veras. Tanto como la madre que
sólo llora. Llora mucho. Juan tiene repugnancia de sí mismo. De repente, cuando vuelve del
reparto, Carmela lo llama desde la cerca. Dice que Juan no debe beber así, porque la madre
lloró mucho. Carmela llora también. Juan se da cuenta que si vuelve a tomar se va a hacer más
daño. Jura que no va a caer otra vez en eso. Carmela y él suspiran mirándose. Quedándose allí.

Me estaba olvidando de Rosa… Cuento el resto de lo que sucedió con Juan otro día. Le
prepararon un ajuar apurado, en menos de un mes. Aún en víspera del casamiento, doña
Carlotita le insistió que dejase al novio. Pedro Mulatón era un infame, hasta un ratero, ¡Dios me
perdone! Rosa no escuchó nada. Pateó el piso. Se quiso casar y se casó. Me dio que sentía que
estaba equivocada, pero no quería pensar y no pensaba. Las dos solteronas lloraron mucho
cuando ella partió casada y victoriosa, sin una lágrima. Dura.
Rosa fue muy infeliz.

Falta:

“Con la congoja de la pasada tormenta” de Horacio Castellanos Moya

156

También podría gustarte