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La Lucha por la investidura: Una revolución medieval?

Muchos historiadores consideran la lucha por la investidura como un acontecimiento


revolucionario, pero no están de acuerdo en porqué fue tan importante su impacto.
Una escuela de pensamiento considera la lucha como una revuelta en contra de un sistema
profundamente encajado que manejaba las propiedades y cargos de la Iglesia. Bajo el
derecho romano la Iglesia se consideraba una entidad corporativa, capaz de tener sus
propiedades. Pero los alemanes trajeron consigo un concepto que sostenía que todo lo que
estaba relacionado con un pedazo de tierra pertenecía al propietario. Como consecuencia,
los propietarios consideraban que las iglesias construidas en sus propias tierras eran de su
propiedad. Por extensión, trataban a los funcionarios y rentas asociados con las iglesias
como parte de su posesión, de la cual podían disponer como les pareciera apropiado. La
lucha por la investidura fue, en esencia, un intento por liberar a las propiedades y cargos de
la Iglesia de la posesión privada y ponerlas en las manos de la corporación eclesiástica. El
consecuente desplazamiento de la vasta riqueza y su correspondiente poder de manos
seculares a clericales fue de revolucionaria importancia.
Otro punto de vista considera la lucha como la causa de una revolución en el sistema
político del Sacro Imperio romano. Argumentaban que entre el 962 y 1075, el Sacro
Imperio romano se estableció como la unidad política más fuerte y mejor organizada de
Europa occidental. Su constitución estaba basada en una unión mutuamente beneficiaria
entre la Iglesia y el Estado. El programa de Gregorio VII destruyó la unión, minado así el
sistema constitucional del Sacro Imperio romano y permitiéndoles a los nobles seculares
establecer su independencia del emperador. Esto produjo un caos político en Alemania e
Italia que les impidió a estas áreas el desarrollar Estados fuertes hasta el siglo XIX.
Otros historiadores argumentan que la lucha por la investidura marcó una revolución en la
ideología sociopolítica. Por siglos, los europeos occidentales habían aceptado la idea de que
el bienestar de la sociedad cristiana dependía de las acciones de gobernantes seculares
predestinados divinamente para conducir a la sociedad hacia la salvación. El cargo real
combinaba las funciones tanto del rey como del sacerdote para cumplir con la voluntad
divina. Las reformas gregorianas desafiaron este concepto del orden correcto insistiendo en
que los sacerdotes debían conducir a la sociedad hacia su fin fundamental. La verdadera
comunidad cristiana era la Iglesia. El clero, organizado bajo el control papal, tenía la
suprema autoridad de conducir a la sociedad laica, incluyendo los reyes, hacia los fines
ordenados por Dios.
Aun otros doctos perciben la lucha por la investidura como un punto de cambio decisivo en
la definición de cómo debe actuar un cristiano en el mundo. Durante la Alta Edad Media
predominó el ideal monástico del paso fugaz por el mundo. La lucha por la investidura hizo
resaltar otro punto de vista: la gente santa, ejemplificada por Gregorio VII, debía
trasladarse del claustro al perverso mundo para atacar al diablo y convencer a los pecadores
reyes, nobles, clérigos y gente común de que se “convirtieran” a la verdadera vida cristiana.
Como resultado de la lucha por la investidura el monje apartado del mundo fue
reemplazado por el monje involucrado en el mundo como el cristiano ideal.
Es cuestión de criterio el que estas cuestiones constituyeron la “substancia” de la
revolución; sin embargo, cuando un episodio particular en la historia ocasiona el control de
gran cantidad de propiedades, la constitución de un Estado principal, la naturaleza del
orden correcto en la sociedad y la forma como la gente actúan para cambiar la sociedad,
entonces, seguramente están en juego cosas importantes.
Una prueba del argumento de que la lucha por la investidura marcó una revolución podría
ser analizar hasta qué grado estas cuestiones fundamentales conformaron el desarrollo
histórico después de la lucha por la investidura.

Los Hohenstaufens
A pesar del destructivo impacto de la lucha por la investidura, el Sacro Imperio romano
sobrevivió. A mediados del siglo XII, una nueva dinastía, los Hohenstaufens, asumió la
labor de reconstruir el gobierno imperial. El primer Hohenstaufen destacado fue Federico I,
Barbarroja (1152-1190). Resueltamente empezó a establecer una base para el poder real
que se acomodara a las nuevas realidades políticas. En esencia, su política estaba
encaminada a dirigir el feudalismo hacia la ventaja real para establecer un sistema de
gobierno con base no en principios sino seculares, principios que Federico tomó del
derecho romano, de modo que Europa disfrutara después de un renacimiento.
La primera tarea de Federico fue la de poner orden en Alemania, pacificando las familias
nobles poderosas. Les otorgó amplias concesiones a unos pocos grandes nobles a cambio de
su aceptación del vasallaje y les permitió refrenar a sus fastidiosos vasallos, los nobles
inferiores. El principal beneficiario de esta política fue el líder de la tradicional Acción
Welf anti-Hohenstaufen, Enrique el León, quien con la aprobación real se convirtió en
duque tanto de Sajonia como de Bavaria. Pero Federico fue cauteloso en determinar
claramente sus derechos reales y para insistir en que sus grandes vasallos lo respetaran.
Para hacer valer estos derechos, le prestó especial atención a incrementar su dominio real,
parte considerable del cual estaba concentrado en Suabia (la tierra natal de los
Hohenstaufen) y el reino de Borgoña, el cual se convirtió en una parte del dominio real en
1156, como resultado del matrimonio de Federico con su heredera. Se desarrolló una
asociación de servidores civiles no feudales para administrar este dominio. Continuó la
antigua política de dirigir la Iglesia alemana hacia el apoyo real.
Desde el principio de su reinado, Federico dejó en claro que pretendía poseer el título
imperial y ejercer todos los poderes que se le sumaban. DE hecho, fue el primero que llamó
a su reino el “Sacro Imperio Romano”. En Italia, esta política lo llevó a enfrentarse con tres
fuerzas poderosas: el papado, las ciudades italianas y el reino normando. Inicialmente, las
relaciones de Federico con el papado fueron cordiales, y Federico fue coronado emperador
por el papa en 1155. Sin embargo, puso en claro que no tenía la intención de administrar la
supremacía papal o de permitirle al papado que restringiera lo que él consideraba como sus
derechos reales sobre la Iglesia. Al tomar esta posición, creó sospechas en la corte papal de
que pretendía desafiar la posición que ele papado había fijado para sí durante la lucha por la
investidura.
Aún más enfática fue su posición con respecto a las ciudades italianas, de las cuales
intentaba obtener apoyo material para su sistema de gobierno. Alrededor de 1158 proclamó
una nueva serie de reglas para controlar la relación entre el emperador y las ciudades
italianas. En adelante, el emperador reclamaría los derechos reales que argüía, le habían
usurpado las ciudades: estos eran pagar impuestos regularmente, aceptar funcionarios
imperiales como sus gobernantes y permitir que el emperador acuñara monedas y regulara
el comercio. De un sólo golpe, los privilegios que las ciudades italianas habían estado
labrándose durante el siglo anterior se veían severamente limitados.
Una vez que Federico puso en claro su política hacia el papado y las ciudades, estalló la
tormenta. Durante mayor parte de su reinado, se vio forzado a luchar contra un imponente
número de enemigos que llegaron a conocerse como la banda güelfa (la contraparte
imperial en Italia de la banda Welf en Alemania). La lucha güelfa, contra las fuerzas de los
Hohenstaufen (conocidas en Italia como los gibelinos) fue orientada por el papa Alejandro
III (1159-1181), un verdadero heredero de Gregorio VII. Federico trató de remplazar a
Alejandro por un papa favorable a los intereses imperiales, pero no tuvo éxito. Las ciudades
del norte de Italia fueron la columna vertebral de la fuerza de los güelfos, especialmente
después de que unieron sus fuerzas en 1167 con la bendición papal, para formar la Liga
Lombarda. En 1176 en la batalla de Legnano, esta liga derrotó al ejército de Federico, lo
que obstaculizó grandemente sus esfuerzos por afirmar su autoridad sobre las ciudades. Los
güelfos usualmente contaban con el apoyo del reino normando de Sicilia para resistir al
poder de los Hohenstaufen.
A largo plazo, Federico logró mantener esta poderosa coalición, comprometiendo
principalmente algunas de sus ambiciones. En 1177 abandonó su intento de establecer un
papa proimperial y reconoció a Alejandro III. En 1183, por la Paz de Constanza, las
ciudades italianas llegaron a acuerdos, que reconocían la supremacía de Federico a cambio
de derechos amplios específicos que aseguraran su independencia. En 1186 arregló el
matrimonio de su hijo Enrique, con la heredera del reino normando de Sicilia,
neutralizando a uno de sus más tenaces enemigos. Los sensatos compromisos de Federico
ni le otorgaron el completo control de Italia, ni sometieron al papado, pero en Italia su
autoridad todavía era extensa, y su posición como emperador estaba intacta. Su vieja
política de tratar de vivir con pocos grandes príncipes en Alemania no resultó un éxito
completo. Con el tiempo, tuvo que destruir al principal jefe Welf, Enrique el León, por su
infidelidad como vasallo. De ahí en adelante, decidió disolver los grandes principados y
conceder el territorio a diversos nobles inferiores que servirían de vasallos reales. Su
medida mitigó el peligro inmediato; pero a la larga, debido al posterior fomento de la
feudalización, resultó fatal para el poder real.
La ilustre carrera de Federico Barbarroja finalizó en 1190 cuando se ahogó mientras dirigía
la tercera cruzada. Dejó tras de sí la estructura para una monarquía fuerte; pero sus
sucesores tendrían mucho trabajo por delante para que el sistema fuese permanente. Su
hijo, Enrique VI (1190-1197), empezó como si continuara el trabajo de su padre, llevando a
cabo una exitosa guerra por dominar el reino de Sicilia, el cual reclamaba en virtud de su
matrimonio. Pero, después, en vez de mantener un efectivo control sobre la intranquila
nobleza alemana, se enredó en una serie de tretas para extender su poder desde el
Mediterráneo hasta la Tierra Santa, Francia y España. A medida que sus tretas se hacían
evidentes, los enemigos de un gobierno central fuerte empezaron a unir sus fuerzas. Sólo
una prematura muerte en 1197 lo salvó de pagar todo el precio por su desmedida ambición.
Durante las dos décadas siguientes, la suerte del Sacro Imperio Romano fue determinada
por el más poderosos de todos los papas medievales, Inocencio III (1198-1216). En 1198
asumió la tutela del heredero de tres años de Enrique VI, Federico, y en ese papel tomó
virtual control sobre el reino de Sicilia. Trató de impedir que el único Hohenstaufen
gobernara a Alemania y Sicilia, una política que le permitiría defender el poder del papa en
Italia central. En Alemania un partido de nobles siguieron siendo fieles a los Hohenstaufens
y eligieron como rey a Felipe de Suabia. Inmediatamente, Inocencio promovió las
exigencias por un candidato welf, Otto de Brunswick, el hijo de Enrique el León; en 1198
Otto fue elegido rey. Esta disputada sucesión llevó a una guerra civil que duró hasta 1212 y
le causó una gran daño a Alemania. Tanto Inglaterra como Francia se involucraron en esta
contienda, Inglaterra en apoyo de los welfs y Francia, al lado de los Hohenstaufens. La
diplomacia papal puso en pugna entre sí a los bandos en Alemania, y animó a las ciudades
del norte de Italia y a los nobles de Italia central a deshacerse del control imperial. El
trabajo de Federico Barbarroja parecía completamente arruinado; el Sacro Imperio romano
se había vuelto un instrumento del papado.
En 1212, con la ayuda del rey de Francia, Inocencio gestionó la elección de su pupilo al
reino de Alemania y a la larga al Sacro Imperio Romano. Federico II le pagó su apoyo al
papa haciendo extensas concesiones que le devolvieron al papado el control de la Iglesia
alemana y fortaleció la independencia papal en Italia.
Pero demostró no ser un dócil servidor del papa. Emprendió la batalla por construir un
sacro Imperio romano fuerte, con una habilidad política, una despiadada ambición y unas
cualidades personales que lo hicieron una de las figuras más fascinantes de toda la historia
medieval.
Con una muy buena educación, inteligente, cosmopolita en gustos y perspectivas, sus
intereses por la literatura, la ciencia y el aprendizaje impresionaron tanto a sus
contemporáneos que fue llamado stupor mundi -maravilla del mundo-. Sus enemigos, que
eran muchos lo tildaron de irreligioso inmoral, deshonesto, cruel y antiCristo; sus
admiradores lo consideraron como un nuevo hombre conducido por un espíritu secular
muy distinto a los valores seculares dominantes en esa época.
Federico II le dio un nuevo enfoque al manejo del Sacro Imperio romano. Tenía poco
interés por Alemania como la base del poder imperial; Italia era el centro de su interés
político. Después de convertirse en gobernante de Alemania, permaneció allá sólo hasta
1220. En estos años estuvo entregado al poder real. Fue tan generoso con los grandes
príncipes feudales como con el papado: convirtió en hereditarios sus feudos, les dio
completos derechos de gobernar sus feudos, e inclusive les traspasó la fuerte posición que
los primeros Hohenstaufens habían establecido en las ciudades. Estas concesiones le
aseguraban que recibiría poco apoyo de Alemania en su esfuerzo por dirigir al Sacro
Imperio romano.
A medida que se desprendía progresivamente de Alemania, Federico dirigió sus energías
hacia la creación en su tierra natal, el reino de Sicilia, de un Estado burocrático
centralizado, en el cual el poder real fuera absoluto. Federico explicó en forma clara el
programa para este régimen en un código legal, llamado las Constituciones de Melfi,
expedido en 1231. Este documento, fuertemente influido por conceptos extraídos del
derecho romano y por el modelo del imperio bizantino, le dio al rey suprema autoridad
como legislador y juez, estableció una burocracia para controlar asuntos locales, y
virtualmente abolió todos los privilegios de las ciudades y de los señores feudales. luego,
Federico intentó imponer un régimen similar en Italia. Este paso despertó a los antiguos
enemigos del poder de los Hohenstaufens: el papado y las comunas italianas. Bajo el
liderazgo de los extremadamente capaces y tenaces papas, Gregorio IX (1227-1241) e
Inocencio IV (1243-1254), ambos inflexibles defensores de la supremacía papal, el papado
y las ciudades lucharon contra Federico por casi 20 años. El emperador luchó hábilmente y
con gran estilo, pero carecía de los recursos para establecer dominio sobre Italia; el dinero
papal y los recursos de las ciudades italianas eran muy grandes. El prestigio papal en
Europa era muy grande como para que Federico formara una efectiva alianza antipapal; de
hecho, la mayoría de los gobernantes europeos mostraron poco interés en lo que parecía ser
una lucha italiana por el poder. El emperador no obtuvo casi ninguna ayuda de sus vasallos
alemanes, que estaban muy ocupados disfrutando de los privilegios que él les había
proporcionado. Federico II murió en 1250 lejos de llevar a cabo sus ambiciones; de hecho,
su política había estropeado irreparablemente cualquier base realista para una autoridad
imperial.
En medio de pequeñas disputas y de la intervención extranjera, los nobles alemanes no se
pusieron de acuerdo en la elección de un nuevo rey hasta 1273, cuando eligieron a Rodolfo
de Habsburgo, calificado principalmente por su falta de fuerza. En el intervalo de 1250 a
1273, conocido como el Interregno fue destruido el último vestigio de poder imperial. Al
cabo, Alemania se había hecho pedazos políticamente.
Entre tanto, un príncipe francés, Carlos de Anjou, aceptando una invitación papal, asumió
la corona del reino de Sicilia en 1266. En el resto de la península, cada ciudad, cada noble,
cada feligrés siguieron un camino independiente, sin respetar ninguna autoridad superior, y
sin sentir ningún vínculo con Italia. Los reinos eslavos que por tanto tiempo habían estado
bajo la fuerte influencia alemana, también estaban libres. Uno de los más preciados sueños
de la sociedad medieval -un imperio cristiano en el que la gente que profesaba una fe
disfrutara de un gobernante y una ley que los guiara en la lucha por la salvación- había
fracasado.

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