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com/people/view/3502992-jorge

David Stoll

RIGOBERTA MENCHÚ
Y LA HISTORIA DE TODOS LOS
GUATEMALTECOS POBRES

Extraído de http://www.nodulo.org/
Prólogo

En 1992, le fue otorgado el Premio Nobel de la Paz a una campesina guatemalteca. A excepción de
las personas interesadas en Latinoamérica o en los derechos indígenas, la reacción usual fue:
¿Rigoberta qué? Aun para aquéllos familiarizados con su nombre, Rigoberta Menchú era una Premio
Nobel de la Paz poco probable. Ni ella ni nadie habían podido poner fin a la guerra civil que
sufría Guatemala desde que Rigoberta era niña. Su carrera pública había iniciado una década atrás
cuando, en París, le contó a una antropóloga la historia de su vida hasta los veintitrés años.
Nacida en un pueblo maya-k'iche', Rigoberta nunca pasó por la escuela y sólo recientemente había
aprendido a hablar español. Ella narró su trabajo en las plantaciones durante su niñez, de los
desalojos efectuados por los terratenientes y de cómo adquirió conciencia de su situación. Luego,
habló de lo que soldados y policías hicieron a su familia, historias terribles de muerte por
tortura y fuego. Me llamo Rigoberta Menchú (1983), libro creado a partir de entrevistas grabadas,
la lanzó a una posición prominente asombrosa para una persona de su origen y la transformó en la
representante más conocida de los pueblos indígenas de las Américas; una figura que podría visitar
al Papa, a presidentes de países importantes y al Secretario General de las Naciones Unidas.
¿Qué tal si gran parte de la historia de Rigoberta no es verdadera? Esta es una pregunta
difícil, especialmente para alguien que, como yo, piensa que el Premio Nobel fue una buena idea.
No obstante, decidí que la pregunta debía ser planteada. Mientras entrevistaba a los
sobrevivientes de la violencia política a finales de los ochenta, empecé a encontrarme con
problemas considerables en la historia relatada por Rigoberta al comienzo de su carrera. No hay
duda respecto a los puntos más importantes: que una dictadura masacró a miles de campesinos
indígenas, que las víctimas incluían a la mitad de la familia inmediata de Rigoberta, que ella
misma huyó a México para ponerse a salvo, y que se unió a un movimiento revolucionario para
liberar su país. En estos puntos, el relato de Rigoberta es incuestionable y merece la atención
que recibe. Pero en otros aspectos, tales como la situación de su familia y su pueblo antes de la
guerra, otros sobrevivientes me describieron un cuadro diferente, el cual es confirmado por los
documentos disponibles.
¿Tendría alguna importancia si parte de la historia famosa de la Premio Nobel no fuera
verdadera? Quizás no. Rigoberta obtuvo el Premio Nobel de la Paz en el 500 aniversario de la
colonización europea de las Américas. Ella fue la primera en reconocer que no lo recibió por sus
propios logros, sino porque representa a un grupo más amplio de personas que merecen apoyo
internacional. Independientemente de los hechos de su vida particular, la intención del premio era
resaltar la deuda histórica que se tiene con las poblaciones nativas del Hemisferio Occidental, y
también alentar las conversaciones de paz en su patria, Guatemala. Aunque el origen social de
Rigoberta es una cuestión interesante, no es la principal.
No obstante los méritos de Rigoberta como Premio Nobel, decidí que los problemas relacionados
con su relato de 1982 debían ser expuestos ante una audiencia más amplia. El análisis crítico de
Me llamo Rigoberta Menchú no será bien recibido por algunos lectores porque sonará como ofrecer
municiones al enemigo, en este caso, al ejército que por décadas ha dominado la vida política de
Guatemala y que todavía tiene mucho por responder. Si Rigoberta está básicamente en lo cierto
respecto a lo que hizo el ejército, ¿por qué diseccionar un relato personal que inevitablemente es
selectivo, como toda memoria humana sobre cualquier cosa? Si su historia expresa una verdad mayor,
¿por qué un antropólogo comprensivo debería poner en duda su credibilidad? Un colega razonaba
conmigo: «Quizás sea culpa de la antropóloga francesa que editó su testimonio. Quizás la precisión
de su memoria fue afectada por el trauma. Quizás la tradición oral maya no se basa en la misma
definición de la verdad que la de un periodista occidental. No es como si mintió en los
tribunales. ¡Se pasó una semana hablando con alguien en París! Quizás estaba cansada, quizás había
problemas de comunicación, quizás sólo estaba haciendo lo que siempre hacen quienes defienden
alguna causa: exagerar un poco.»
Acepto que sería ingenuo cuestionar el relato de Rigoberta sólo porque no es un modelo de
exactitud. Obviamente, las historias pueden ser verdaderas aun si son selectivas en lo que
informan. Condenar por inexactitud a una persona que ha sido galardonada con el Premio Nobel no es
el propósito del presente libro. Aun cuando Rigoberta es una auténtica sobreviviente de las
violaciones a los derechos humanos y ello la convierte en un símbolo para las víctimas de las
mismas, es importante establecer por qué una catástrofe como ésta le ocurrió a su familia y a su
pueblo.
Esta pregunta merece un examen detenido, especialmente ahora que la guerra ha terminado y que
equipos de exhumación desentierran a las víctimas de las masacres, a la vez que comisiones de la
verdad publican sus conclusiones. Las contradicciones entre las versiones sobre los
acontecimientos ofrecidas por Rigoberta, sus vecinos y los registros documentales colocan su
historia en otra perspectiva, en la cual predomina el problema de por qué las masacres empezaron a
nivel local. La respuesta más evidente –la brutalidad demostrada de las fuerzas de seguridad
guatemaltecas– no es suficiente como respuesta única. Un tema subyacente aún está por resolverse.
¿El movimiento de la guerrilla derrotada a principios de los ochenta fue una lucha popular que
expresaba las aspiraciones más profundas del pueblo de Rigoberta? ¿Fue una reacción inevitable del
pueblo que consideraba carecer de otra alternativa ante la agobiante opresión?
En estas cuestiones, Me llamo Rigoberta Menchú tiene una autoridad mayor de la que merece.
Aunque las opiniones de la Premio Nobel han cambiado considerablemente a lo largo de los años, en
1982 ella se presentaba como testigo presencial de la movilización de su gente. No hay fuente que
confiera mayor autoridad que esta condición y, ante ello, la mayoría de lectores le ha tomado la
palabra de una manera que trasciende los confines de su propio país. Para algunos de mis colegas,
disectar el legado de la lucha guerrillera equivale a golpear un caballo muerto. Ciertamente, es
una estrategia que gran parte de la izquierda latinoamericana parecería haber rechazado. Pero se

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sigue idealizando, tal como lo ilustra el aura que rodea al Che Guevara, y difícilmente ha
desaparecido, tal como lo confirman las noticias sobre Colombia, Perú y México.
Lo que descubrí en el pueblo natal de Rigoberta no es muy sorprendente, si tomamos en cuenta
que las celebridades y los movimientos siempre se mitifican a sí mismos. Cuando la futura Premio
Nobel relató su historia en 1982, reinventó la experiencia de su pueblo previo a la guerra, con el
propósito de ajustarla a las necesidades de la organización revolucionaria a la cual se había
incorporado. Según su narración, la convergencia trágica de movimientos militares y vendettas
locales se transformó en un movimiento popular que, por lo menos en su área, probablemente jamás
haya existido. Rigoberta contó su historia lo suficientemente bien para que le fuera conferida
toda la autoridad que puede tener una historia de terrible sufrimiento. Partiendo de las
incuestionables atrocidades cometidas por el ejército guatemalteco, su credibilidad se extendió
más de la cuenta, abarcando el ámbito de las causas de la violencia, una cuestión de fondo más
nebulosa. El resultado fue mistificar las condiciones que enfrentaban los campesinos, lo que ellos
consideraban sus problemas, cómo dieron inicio las masacres y cómo ellos reaccionaron ante las
mismas.
El dilema que me obligó a escribir este libro es la posibilidad de que un símbolo valioso
también sea sumamente engañoso. El problema no radica simplemente en el nivel de lo que sucedió y
no sucedió en un rincón de Guatemala. Éste también se extiende al aparato internacional para
reportar las violaciones a los derechos humanos, las reacciones a las mismas y las
interpretaciones sobre sus implicaciones para el futuro: el mundo del activismo de los derechos
humanos, el periodismo y los estudios académicos. En un mundo dominado por los medios de
comunicación masiva, en donde las naciones y los pueblos viven o mueren por su capacidad de atraer
la atención internacional, ¿qué posición adoptan los profesionales de la comunicación ante la
mezcla de verdad y falsedad en la descripción que los movimientos hacen de sí mismos, incluyendo a
los que moralmente nos sentimos obligados a apoyar? ¿Debemos resignarnos a ser apologistas de uno
u otro lado?
En Guatemala aprendí que es imposible discutir la violencia política sin agredir a símbolos
poderosos que presuponen lo que es preciso discutir, encubriendo lo debatible con el manto de la
incuestionabilidad. Como cualquier símbolo de entrega sacrificada, la imagen de Rigoberta infunde
lealtad por amalgamar mucha experiencia, sentimiento y convicción. La destrucción de su familia
representa las muertes de otras miles de personas para quienes jamás se pudo hacer justicia. Ese
fue el propósito de Rigoberta cuando contó su historia de la manera que lo hizo: ello le permitió
concentrar la condena internacional en una institución que se lo merecía, el ejército
guatemalteco. Pero el poder de síntesis de un símbolo de este tipo también tiene su costo.
Cuando una persona se vuelve un símbolo para una causa, se oculta la complejidad de una vida
particular para convertirla en una vida representativa. Sin embargo, tarde o temprano, de una
forma u otra, lo que la leyenda encubre volverá a atraer nuestra atención. Las contradicciones
disimuladas por una figura heroica no desaparecerán por nuestro deseo de ignorarlas. En Guatemala,
muchos temas sobre los que se debe deliberar en relación con el último medio siglo de revolución y
contrarrevolución, derramamiento de sangre y reconciliación, continúan disfrazados de símbolos que
impiden su discusión franca. Lo que se dejó de decir en Me llamo Rigoberta Menchú y lo que
frecuentemente se deja de decir en las discusiones sobre Guatemala constituyen el tema de este
libro.
No está en tela de juicio la elección de Rigoberta como Premio Nobel o la verdad mayor que
contó acerca de la violencia. Desafortunadamente, hacer esa diferenciación no significa mucho ni
para Rigoberta ni para algunos de sus seguidores, quienes consideran que cuestionar su versión es
racismo. En 1997, Rigoberta produjo un nuevo libro sobre su vida, en especial sobre los quince
años que han pasado desde el último libro. Según se rumorea, La nieta de los Mayas pretendía
corregir errores anteriores. Este libro resultó ser revelador pero no una revelación porque
Rigoberta, aunque se aparta de su relato inicial de un modo interesante, no se retracta del mismo.
Hacia principios de 1997, le envié a la Premio Nobel un breve resumen de mis conclusiones, le
pedí una entrevista y ofrecí remitirle una copia del manuscrito de este libro. No obtuve
respuesta. A una segunda carta enviada por correo certificado, el director de la oficina de
Rigoberta en Nueva York respondió que ella estaba excesivamente ocupada para conceder una
entrevista. Sin embargo, solicitó una copia de mi manuscrito, el cual le fue enviado en junio del
mismo año, de nuevo por correo certificado. Seis meses más tarde, Rigoberta atacó a la editora de
Me llamo Rigoberta Menchú, la antropóloga Elisabeth Burgos. «Ese no es mi libro. Es un libro de la
señora Elisabeth Burgos. No es mi obra, es una obra que no me pertenece, ni moral ni política ni
económicamente.» Acusó a Elisabeth de excluirla del proceso editorial, privarla de las regalías y
despojarla de su testimonio. «Todos aquéllos que tengan dudas sobre la obra deben acudir a la
señora Burgos», dijo{1}. Afortunadamente, yo ya lo había hecho.
Lo que sigue no es una biografía de la Premio Nobel. Por el contrario, es una comparación entre
la historia de su vida, narrada en 1982, y fuentes locales, tanto testimoniales como documentales.
Luego argumentaré por qué su historia adoptó la forma que adoptó, y por qué atrajo a una audiencia
internacional antes de ser divulgada en su patria, en donde los guatemaltecos la han hecho parte
de un debate nacional sobre su identidad como pueblo. El primer capítulo describe cómo mis
entrevistas en el norte del Departamento de Quiché pusieron en duda el relato más leído sobre la
violencia en Guatemala. Publicado en 1983, Me llamo Rigoberta Menchú hizo uso de la historia
convincente de una familia para personificar los dualismos morales de una sociedad en guerra
consigo misma. Con sus nobles indígenas y sus malvados terratenientes, el odio étnico ancestral y
el martirio revolucionario, la historia de Rigoberta se volvió un retrato profundamente influyente
de la violencia en Guatemala.
Vicente Menchú y su Pueblo (capítulos 2 y 3)
Las tragedias ocurridas a familias como los Menchú son innegables. Pero cómo estas tragedias
fueron entendidas por el movimiento revolucionario, sus colaboradores extranjeros y los activistas

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de derechos humanos, es cosa diferente. Los estrategas de la guerrilla deseaban encontrar entre
los campesinos mayas a comunidades unidas, subyugadas por los terratenientes y ansiosas por tomar
las armas. Lo que encontraron fue diferente, como se puede observar en el caso de Vicente –el
padre de Rigoberta–, su lucha por la tierra, y contra quiénes tuvo que pelear para obtenerla. Los
Capítulos 2 y 3 colocan el supuesto imperativo de la lucha guerrillera en el contexto de una
localidad que en el relato de Rigoberta se volvería arquetípica. Me llamo Rigoberta Menchú animó a
la izquierda guatemalteca y a sus colaboradores extranjeros a seguir considerando el área rural
como una contienda entre clases sociales, bloques étnicos y fuerzas estructurales. Mientras tanto,
los dramas protagonizados en las aldeas parodiaban los grandes paradigmas.
Guerra Revolucionaria Popular (capítulos 4 a 10)
El tema central de esta parte del libro se refiere a la manera en que el padre de Rigoberta y
sus vecinos respondieron al Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), una organización dirigida
por un compañero y admirador del Che Guevara. El Capítulo 4 presenta el dominio del ejército en
Guatemala y la oposición armada, para luego describir cómo ambos descendieron sobre Uspantán,
cometiendo allí los primeros asesinatos políticos en agosto de 1979. Las discrepancias entre Me
llamo Rigoberta Menchú y los relatos locales plantean una serie de cuestiones, entre éstas: ¿Por
qué la guerrilla quería establecer contactos con hombres como Vicente Menchú? ¿Vicente Menchú y
otros campesinos uspantanos tenían idea de los sacrificios que el EGP esperaba de ellos? ¿Se
integraron al movimiento por una razón diferente a la de querer defenderse de las represalias del
ejército?
Una pregunta recurrente es: ¿A quién creer? ¿Cómo ponderar la fiabilidad del relato de
Rigoberta contra las versiones testimoniales recolectadas por mí y las de las fuentes
documentales? El Capítulo 5 compara diferentes relatos sobre el asesinato de Petrocinio, hermano
de Rigoberta, clímax emocional de Me llamo Rigoberta Menchú. Aunque la versión de la Premio Nobel
sobre lo que ocurrió es verdadera en muchos aspectos, yo demuestro que no puede ser el relato de
un testigo presencial como pretende ser. El Capítulo 6 describe la muerte del padre de Rigoberta
durante una protesta en la Embajada de España en la Ciudad de Guatemala, en una conflagración
misteriosa que cobró las vidas de treinta y seis personas. Un análisis detenido de cómo inició el
fuego sugerirá la habilidad del movimiento revolucionario de transformar una versión infundada de
los acontecimientos en un hecho aceptado internacionalmente.
Los siguientes dos capítulos exploran la relación de Vicente Menchú con dos organizaciones
revolucionarias, el Comité de Unidad Campesina (CUC) y el EGP, y establecen cómo la llegada de la
guerra profundizó las divisiones al interior de la comunidad. En el Capítulo 7, la pregunta clave
es, si el CUC fue una respuesta de base de un campesinado cada vez más oprimido, o si fue un
invento del EGP para atraer a los campesinos hacia una confrontación con el estado. El Capítulo 8
explora las implicaciones de la estrategia del EGP para los campesinos uspantanos, específicamente
la idea de que podían organizarse para derrotar a un ejército con una merecida reputación de
brutalidad. Los Capítulos 9 y 10 describen el clímax de la represión del ejército en Uspantán,
incluyendo la muerte de la madre de Rigoberta y la de su hermano Víctor. Aunque ninguna fuente
sobre una situación basada en el terror puede considerarse autorizada, espero convencer a los
lectores de que el EGP nunca desarrolló en Uspantán la fuerte base social que Rigoberta nos quiere
hacer creer.
La hija de Vicente y la reinvención de Chimel (capítulos 11 a 14)
Entonces, ¿de quién fue esta guerra? Hasta ahora, nuestro tema principal ha sido Vicente
Menchú, el patriarca campesino ensalzado en la historia de su hija, y las interpretaciones
contradictorias de su vida. Los Capítulos 11 y 12 vuelven a Rigoberta, su paradero cuando su
familia fue perseguida, y cómo encontró un nuevo hogar en el aparato político del Ejército
Guerrillero de los Pobres. Los Capítulos 13 y 14 exploran la cuestión de si Me llamo Rigoberta
Menchú realmente fue su historia. En cuanto apareció el libro, los escépticos se preguntaron cómo
una campesina no instruida, analfabeta y monolingüe hasta pocos años antes, podía tener tanto
dominio de conceptos como clase, etnicidad, cultura, identidad y revolución.
Se sospechó rápidamente de la antropóloga que grabó las declaraciones de Rigoberta en París y
que transformó sus historias en libro. Elisabeth Burgos era la esposa de Régis Debray, el marxista
francés que teorizó que, en su lucha revolucionaria, Latinoamérica podía seguir el camino
precursor de la guerrilla establecido por Fidel Castro y el Che Guevara en Cuba. La promoción del
libro de Rigoberta y Elisabeth en Cuba no disipó la sospecha de que éste hablaba más por la
guerrilla que por los campesinos. Las luchas intestinas que dividieron a los vecinos de Rigoberta
se marginaron de la historia, haciendo que la lucha armada sonara como una reacción inevitable a
la opresión, en un momento en que los mayas estaban desesperados por escapar a la violencia. Me
llamo Rigoberta Menchú se volvió un medio de movilizar apoyo externo para una insurgencia herida
que se batía en retirada.
La Premio Nobel vuelve a casa (capítulos 15 a 20)
Rigoberta no era muy conocida en Guatemala antes de la campaña para otorgarle el Premio Nobel
de la Paz en 1992. Para ese entonces, su historia había transformado el terror de derecha sufrido
por un pequeño y recóndito país en un simbolismo internacional que podría ser utilizado para
luchar contra el mismo. Aun cuando el ejército había vencido a nivel militar y político, la
guerrilla continuó peleando al margen para mantener su derecho a ser contraparte en las
negociaciones de los intereses nacionales. La guerra más importante se libró en el extranjero, a
través de imágenes, y es en la guerra de propaganda internacional donde la guerrilla venció con
ayuda de Me llamo Rigoberta Menchú, como eje testimonial de sus reivindicaciones.
Los Capítulos 15 y 16 recorren el camino de Rigoberta hacia el Premio Nobel y los desafíos que
enfrentó en el proceso de paz de Guatemala, el cual no detuvo la lucha sino hasta cuatro años
después, en 1996. Mientras los activistas extranjeros se centraban en los abusos del ejército, los
sobrevivientes campesinos se quejaban de estar «entre dos fuegos»: la guerrilla y los soldados.
Rigoberta tuvo que enfrentar el fuego cruzado metafórico desde cuatro direcciones: el ejército, el

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EGP, la comunidad internacional y su propia gente. Aunque los extranjeros asumían que ella era una
líder, pocos campesinos mayas apoyaron la organización armada de la cual ella formaba parte.
El Capítulo 17 aborda la cuestión de por qué tantos activistas y estudiosos extranjeros han
conferido tal autoridad a su historia. La Rigoberta que explicaré como ícono es un símbolo casi
sagrado que resuelve contradicciones a la gente que cree en él, de un modo que no puede ser
cuestionado. El Capítulo 18 nos regresa a Uspantán, para presenciar cómo los sobrevivientes de
Chimel superaron incontables obstáculos para repoblar su tierra y cómo los Menchú son recordados
en el lugar. El Capítulo 19 describe cómo los esfuerzos de Rigoberta por representar a su pueblo,
desde 1993, la han alejado del movimiento guerrillero que impulsó su carrera.
Para demostrar que el valor literal de la historia de Rigoberta podría inducir a
malinterpretaciones, tendré que distinguir entre lo corroborable y lo incorroborable, entre lo
probable y lo altamente improbable. Sin embargo, el identificar cuánto un relato se atiene a los
hechos es solamente un medio para alcanzar un fin. El problema subyacente no es cómo Rigoberta
contó su historia, sino cómo han decidido los extranjeros interpretarla. Especialmente ahora que
muchos académicos están ansiosos por deconstruir las verdades establecidas, la historia de
Rigoberta debería haber sido comparada con muchas otras. Si ella deseaba volcar toda la culpa de
la violencia en el ejército y apoyar a la guerrilla, tenía derecho a ser escuchada, al igual que
los mayas que también culparon de la violencia a la guerrilla y que no se sintieron representados
por ésta. Esas diferencias exigían una comparación. En cambio, la versión de Rigoberta fue tan
atractiva para tantos extranjeros que los mayas que repudiaban a la guerrilla fueron ignorados
frecuentemente. Esto reforzó la afirmación de que la guerrilla representaba a la masa de
campesinos mayas, cuando hacía mucho que había buenas razones para ponerlo en duda.
El aire de sacrilegio que implica cuestionar la fiabilidad de Me llamo Rigoberta Menchú nos da
por lo menos tres razones para hacerlo. La primera es lo que nos puede decir sobre la violencia en
Guatemala, sus raíces populares, y cómo éstas fueron mitificadas para satisfacer las necesidades
del movimiento revolucionario y las de sus adeptos. La segunda es cuestionar conjeturas románticas
subyacentes acerca del pueblo indígena y la lucha guerrillera, por las cuales los mayas no serán
los últimos en pagar caro. La tercera es plantear preguntas en relación con un nuevo marco teórico
en las humanidades y en las ciencias sociales.
La nueva ortodoxia parte de la premisa que las formas occidentales del conocimiento, como el
enfoque empírico adoptado aquí, están fatalmente influenciadas por el racismo y por otras formas
de dominación. Por lo tanto, como académicos responsables debemos identificarnos con los oprimidos
y tirar al basurero del colonialismo mucho de lo que creemos saber de ellos. La nueva base de
autoridad consiste en dejar que los subalternos hablen por sí mismos, repudiando cualquier indicio
de complicidad con el sistema que los oprime y alineándose en relación con los teóricos de moda.
De hecho, hay mucho que decir para ser escuchado, ¿pero a quién se supone que debemos escuchar? Lo
que demostraré en el caso de Me llamo Rigoberta Menchú es que la teoría crítica puede terminar
girando alrededor de concepciones románticas sobre los pueblos indígenas, mitologías que pueden
ser utilizadas para justificar el sacrificio de éstos en beneficio de causas mayores.
Agradecimientos
Ciñéndome a las normas éticas de la antropología, especialmente cuando las fuentes pueden ser
víctimas de represalias, he evitado identificarlas por su nombre. En aras de la coherencia, he
identificado a ciertas familias, en particular a las implicadas en pleitos por la tierra, pero por
lo general no menciono personas individuales si todavía están vivas. Una de las pocas excepciones
es el único hermano sobreviviente de Rigoberta, que tuvo un papel heroico en el proceso de
recuperación de las tierras de su padre y que no podía permanecer en el anonimato sin suprimir una
parte importante de la historia. He nombrado también a varios individuos, ninguno vive actualmente
en la región ni fue entrevistado por mi, que muchos uspantanos identificaron como asesinos del
ejército guatemalteco. Las citas no atribuidas proceden de mis entrevistas entre 1988 y 1997,
principalmente en el municipio de Uspantán.
Las entrevistas se hicieron más que todo en castellano, lengua hablada por muchos mayas
k'iche's. Entre 1994 y 1996, conté a menudo con la ayuda de Barbara Bocek, una arqueóloga de
Stanford University que trabajaba como voluntaria del Cuerpo de Paz. Una vez que empecé a trabajar
con Barbara, me costó entender cómo había logrado hacer algo sin ella. Puesto que ella habla
fluidamente el maya k'iche', se hizo cargo de docenas de entrevistas, especialmente con las viudas
que hablaban poco castellano. No todo lo que oí apoya mi argumento, y también he reportado lo que
era incongruente, a fin de que los lectores puedan llegar a conclusiones diferentes si así lo
desean. A pesar de las limitaciones de lo que sigue, espero que inspire a hablar de estos hechos a
más supervivientes, lo que podría llevar a una mejor interpretación en el futuro.
Este libro fue escrito como parte de una investigación más amplia sobre el impacto del
simbolismo de los derechos humanos en el norte de El Quiché. Estoy en deuda con la Harry Frank
Guggenheim Foundation por dos años de generosa ayuda; con el Woodrow Wilson International Center
for Scholars por una beca de un año; y con el Bellagio Center por un mes de residencia en el lago
Como. Durante el pasado año, mis colegas de Middlebury College me dieron ánimos siempre que fue
necesario. También me gustaría agradecer a mis colegas de otros lugares, muchos tenían dudas
acerca de la sensatez de este proyecto o me aconsejaron que procediera de otro modo. Agradezco sus
desacuerdos tanto como sus sugerencias. Entre ellos se incluyen Jeffrey Ehrenreich, Stener Ekern,
Henrik Hovland, Susan Burgerman, Abigail Adams, Antonella Fabri, Diane Nelson, Daniel H. Levine,
Mitchell Seligson, Paul Kobrak, Pascual Huwart, Pietro y Kate Venezia, Betty Adams, Lynn Roberts,
Jan Lundius, David Holiday, Tania Palencia, Jan Rus, Joseph Gaughan, Michael Brown, Mick y Tico
Taussig, Rachel Moore, Kamala Visweswaran, Elizabeth y Jacqueline Sutton, Sharon Stancliff, Robert
Carlsen, Duncan Earle, Erica Verillo, Richard Wilson, Manuela Canton Delgado, Daniel Rothenberg,
Victoria Sanford, Kathy Dill, Norman Stolzoff, Terri Shaw, Robert Packhenham, Dave Thomas, Steve
Tullberg, Elaine y Stephen Elliott, Mary Jo McConahay, Joel Simon, Colum Lynch, Victor Perera,
Michael Shawcross y Paul Goepfert.

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También estoy en deuda con Timothy Wickham-Crowley, Richard N. Adams, Ted Fischer y John
Watanabe por sus comentarios a Westview Press, con mis disculpas por no haber podido seguir más
sugerencias suyas. Sin Karl Yambert, de Westview Press, este libro todavía estaría inédito. De
todas las personas que entrevisté, sólo a dos puedo agradecerles por sus nombres: Elisabeth Burgos
y el Embajador Máximo Cajal y López. Les estoy profundamente agradecido, pero no más que con las
muchas personas de Uspantán que tuvieron la valentía de compartir sus experiencias con Barbara
Bocek y conmigo. Este libro está dedicado a la memoria de todos sus seres queridos.

Notas
{1} «Menchú reniega de 'Así me nació la conciencia'», El Periódico (Ciudad de Guatemala), 10 de
diciembre de 1997.

Cronología
1530
Los españoles conquistan el reino maya de Uspantán, en lo que ahora es el departamento de El
Quiché.
1821
Guatemala se independiza de España.
1920
Nacimiento de Vicente Menchú.
1944
Una revolución democrática depone al último de los dictadores Liberales, General Jorge Ubico.
Finales de los 40
Vicente Menchú se casa con Juana Tum Cotojá y comienza a trabajar las tierras del futuro sitio
de Chimel.
1954
La CIA destituye al Presidente Jacobo Arbenz.
1959
Rigoberta Menchú Tum nace en el caserío de Chimel, quince kilómetros al nordeste de la cabecera
de Uspantán.
1966-1967
El ejército de Guatemala derrota una guerrilla marxista en el oriente de Guatemala. En Uspantán
se agudiza un pleito por 151 hectáreas entre Vicente Menchú y sus parientes políticos, los Tum de
Laguna Danta.
1972
El futuro Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) comienza a organizarse en la selva de Ixcán,
al noroeste de Uspantán.
1978
El Comité de Unidad Campesina (CUC) hace su primera declaración pública.
1979
Las columnas del EGP dan un mitin en el pueblo de Uspantán (29 de abril), visitan Chimel por
primera vez (posiblemente, el 3 de mayo) y matan a dos vecinos ladinos, Honorio García y Eliu
Martínez (12 de agosto). El ejército secuestra al hermano menor de Rigoberta, Petrocinio Menchú (9
de setiembre). Vicente Menchú encabeza una protesta en el congreso de Guatemala (26 de
septiembre). El ejército mata a Petrocinio y otros seis prisioneros en el pueblo de Chajul (6 de
diciembre). El Instituto Nacional de Transformación Agraria concede a Chimel el título provisional
de 2.753 hectáreas de tierra (28 de diciembre).
1980
Vicente Menchú y 35 más mueren durante una protesta en la embajada de España en Ciudad de
Guatemala (31 de enero). El ejército secuestra a la madre de Rigoberta, Juana Tum Cotojá (19 de
abril). Chimel es atacado por primera vez (24 de diciembre).
1982
Desde el exilio en México, Rigoberta visita París y cuenta la historia de su vida a la
antropóloga Elisabeth Burgos-Debray. Cuatro organizaciones guerrilleras, incluido el Ejército
Guerrillero de los Pobres, forman la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG).
1983
Se publica en España Me llamo Rigoberta Menchú. Los hermanos de Rigoberta, Víctor y Nicolás, se
entregan al ejército; Víctor muere asesinado cuando trata de escapar.
1986
Nicolás Menchú comienza a solicitar la recuperación de Chimel.
1991
El gobierno guatemalteco y la URNG inician negociaciones de paz.
1992
Rigoberta recibe el premio Nobel de la Paz.
1996

6
Con el apoyo de Naciones Unidas, el gobierno de Guatemala y la URNG firman el acuerdo de paz.
1998
Rigoberta publica una nueva crónica de su vida, La nieta de los Mayas. Comisiones de la verdad
auspiciadas por Naciones Unidas y la Iglesia Católica preparan sus informes.

Mapas

El Departamento del Quiché

Uspantán y Chimel

7
Primera Parte

Capítulo 1
La historia de todos los guatemaltecos pobres

«Me llamo Rigoberta Menchú. Tengo veintitrés años. Quisiera dar este testimonio vivo que no he
aprendido en un libro y que tampoco he aprendido sola ya que todo esto lo he aprendido con mi
pueblo... No soy la única, pues ha vivido mucha gente y es la vida de todos. La vida de todos los
guatemaltecos pobres y trataré de dar un poco mi historia. Mi situación personal engloba toda la
realidad de un pueblo.» —Me llamo Rigoberta Menchú, página 1.
Cautelosamente, iba acercándome al pueblo maya ixil de Chajul, en el altiplano occidental de
Guatemala. Salvo en las fiestas patronales, se trata de un lugar tranquilo de casas de adobe
encalado y tejas rojas, donde los niños juegan ingeniosamente con restos recogidos en la basura y
los adultos son más correctos que amistosos. La mayoría habla un poco de español, pero su lengua
vernácula es el ixil, uno de los idiomas mayas hablados por los guatemaltecos descendientes de la
civilización precolombina. A principios de los 80, el ejército guatemalteco arrasó todas las
aldeas vecinas con el fin de derrotar a un movimiento guerrillero de ideología marxista.
Ocasionalmente, el ejército seguía trayendo de las montañas contiguas prisioneros que eran
arrastrados a un destino desconocido. O tiraba un cadáver en la plaza como advertencia de lo que
les pasaba a los subversivos. Bajo estas circunstancias, yo no tenía derecho a esperar que nadie
estuviera dispuesto a hablar de lo sucedido, no mientras la guerrilla siguiera luchando, ciertas
aldeas permanecieran bajo su control y el resto de la población estuviera bajo la mirada
sospechosa del ejército.
Afortunadamente, algunos chajules consintieron ayudarme. Entre ellos había un anciano llamado
Domingo. Cuando hubo narrado los sufrimientos del pueblo, le pregunté sobre otros incidentes de
los informes de derechos humanos para ver si podía corroborarlos. De repente Domingo me miraba
perplejo. Una de mis preguntas le había pillado desprevenido. ¿El ejército había quemado
prisioneros vivos en la plaza del pueblo? Aquí no, respondió. Sin embargo eso es lo que yo había
leído en Me llamo Rigoberta Menchú, la autobiografía de la joven maya k'iche' que ganaría pocos
años después el Premio Nobel de la Paz.{1}
Domingo y yo estábamos en la calle principal, mirando hacia la vieja iglesia colonial que se
eleva sobre la plaza. Según el libro que hizo famosa a Rigoberta fue en esta misma plaza donde los
soldados habían formado en fila a veintitrés prisioneros, incluyendo a su hermano menor,
Petrocinio. Los cautivos estaban desfigurados tras semanas de tortura, sus cuerpos estaban
hinchados como vejigas y el pus supuraba de sus heridas. Metódicamente, los soldados cortaron con
tijeras las ropas de los presos, para mostrar a sus familiares cómo había sido infligida cada
herida con un instrumento de tortura diferente. Luego de una arenga anticomunista, los soldados
empaparon a los capturados en gasolina y los quemaron. Con sus propios ojos, Rigoberta vio cómo su
hermano se retorcía hasta morir.{2} Este era el pasaje más dramático de su libro, publicado en
revistas y leído en voz alta en conferencias, en salones a oscuras excepto por una luz iluminando
al narrador. Sin embargo, Domingo decía que el ejército nunca había incinerado prisioneros vivos
en la plaza del pueblo, y él fue el primero de siete lugareños que me contaron lo mismo.
El departamento de El Quiché, donde nació Rigoberta y donde está situado Chajul, está habitado
por campesinos que comparten una inquebrantable dedicación al cultivo del maíz. Sus valles y
montañas tienen una cualidad épica y El Quiché impresiona a sus visitantes con su belleza. Pero
las altas laderas montañosas están marcadas por la deforestación y la erosión. Muchas de las
milpas están en lugares tan abruptos que resultan prácticamente inaccesibles. No merecería la pena
cultivarlas a menos que escasearan las tierras, siendo éste el caso de la mayor parte de la
población. El terreno es tan poco prometedor que los españoles, después de conquistarlo en el
siglo XVI, fueron hacia otros lugares en busca de riquezas. En vez de adjudicarse propiedades para
ellos, entregaron la región a los misioneros católicos. Apenas hace un siglo llegó a El Quiché un
capitalismo rudimentario encarnado por ladinos que utilizaron el alcohol para endeudar a los
indígenas y arrastrarlos a las fincas. Por los años 70 los descendientes de varias generaciones
profundamente explotadas estaban defendiendo sus derechos con más efectividad que antes. Si lo
peor había pasado, todavía quedaban muchas injusticias acumuladas.
Se podría aducir que ésta fue la razón por la que un grupo llamado Ejército Guerrillero de los
Pobres (EGP) se convirtió a finales de la década de los 70 en un movimiento popular. La breve
liberación resultante fue seguida por una aplastante ocupación militar. Al igual que otros
baluartes de la guerrilla en la década de los 80, tales como los departamentos de Chalatenango y
Morazán en El Salvador y la provincia de Ayacucho, en Perú, El Quiché se convirtió en un distrito
quemado. En 1981-1982 la guerra mató aquí y en otras partes del altiplano guatemalteco a unas
35.000 personas y desplazó a cientos de miles más. Posteriormente, algo que no habría de faltar
serían las memorias de horror. En Chajul, el ejército colgó a docenas de civiles del balcón de la
municipalidad para castigarlos por supuestos contactos con la guerrilla. A otros les cortaban la
garganta y los abandonaban para pasto de los perros. Otros más murieron en el interior de
viviendas que los soldados convirtieron en piras funerarias. Sin olvidar a las viudas (645) y a
los huérfanos (1.425). Con el fin de derrotar a un enemigo invisible, el ejército mató a miles de
civiles en Chajul y los otros dos municipios ixiles. A otros cientos les mató la guerrilla para
mantener a raya a su vacilante base de apoyo.{3}

8
La crónica más leída sobre la violencia en Guatemala procedió de una mujer de veintitrés años
que creció en el cercano municipio de Uspantán. Rigoberta Menchú nació en una aldea campesina en
la que el español era una lengua extranjera y casi todo el mundo era analfabeto. En 1982, en vez
de recitar masacres y recuentos de muertes hasta la saciedad, Rigoberta, durante una semana en
París, grabó en cintas la historia de su vida, en castellano y no en su lengua nativa maya
k'iche'. La entrevistadora, una antropóloga llamada Elizabeth Burgos-Debray, transcribió los
resultados, los puso en orden cronológico y los publicó en forma de testimonio o autobiografía
oral.
El relato de Rigoberta incluye cálidos recuerdos de su infancia en una aldea indígena que vivía
en armonía consigo misma y con la naturaleza. Aunque sus padres son tan pobres que se desplazan
cada año con sus hijos a la Costa Sur de Guatemala para trabajar a cambio de salarios miserables
en las cosechas del café y del algodón. Las condiciones en las fincas son tan espantosas que dos
de sus hermanos mueren en ellas. Entretanto, el padre de Rigoberta, Vicente Menchú, funda en el
altiplano un asentamiento llamado Chimel, en un margen del bosque del norte de Uspantán. Vicente,
el héroe de la narración de su hija, se enfrenta a dos enemigos en su lucha por la tierra. El
primero se trata de unos finqueros ladinos, vecinos no-indígenas que reclaman las tierras para
ellos. En dos ocasiones los desalmados finqueros expulsan a los Menchú y a sus vecinos de sus
hogares. Vicente también es encarcelado dos veces, y golpeado tan brutalmente que necesita casi un
año de hospitalización.{4}
El otro enemigo de Vicente es el gubernamental Instituto Nacional de Transformación Agraria
(INTA). En teoría el INTA ayuda a los campesinos a obtener el título de propiedad de tierras
nacionales, pero según Rigoberta lo que realmente hace es ayudar a los terratenientes a expandir
sus fincas. El resultado para Vicente es un purgatorio de amenazas por parte de los topógrafos, de
citaciones en la capital y de presiones para firmar documentos misteriosos. Con el fin de pagar
los abogados, secretarios y testigos necesarios para sacar a Vicente de la cárcel, toda la familia
se resigna a seguir sometida a la explotación. Rigoberta se traslada a la Ciudad de Guatemala para
trabajar con una familia rica que alimenta a su perro mejor que a ella.{5} Su padre empieza a
involucrarse en los sindicatos campesinos y a partir de 1977 está ausente la mayor parte del
tiempo, viviendo en la clandestinidad y organizando a otros campesinos que afrontan las mismas
amenazas. Tras años de persecución, ayuda a fundar el legendario Comité de Unidad Campesina (CUC),
una organización que se suma al movimiento guerrillero.
Durante el transcurso de los acontecimientos, la adolescente Rigoberta adquiere una profunda
conciencia revolucionaria. Al igual que su padre, se hace catequista de la Iglesia Católica.
Cuando el ejército ataca las aldeas, ella les enseña a defenderse cavando trampas, fabricando
cócteles Molotov e incluso capturando soldados rezagados. Pero la autodefensa no logra evitar que
su familia sea devorada por las atrocidades. Primero es el secuestro de su hermano menor,
Petrocinio, que tras semanas de torturas es quemado vivo en Chajul. Luego su padre va a la capital
liderando a un grupo de manifestantes que, en un intento desesperado por llamar la atención,
ocupan la embajada de España el 31 de enero de 1980.
En un crimen denunciado en todo el mundo, la policía antimotines asalta la embajada. Vicente
Menchú y treinta y cinco personas más mueren en el incendio resultante, que la opinión general
atribuye a un artefacto incendiario lanzado por la policía. La comunidad internacional está
indignada. Pero esto no protege a la familia de Rigoberta. Después el ejército secuestra a la
madre de Rigoberta, que es violada y torturada hasta que muere. En homenaje a sus padres mártires,
Rigoberta se convierte en organizadora del Comité de Unidad Campesina. No habiendo tenido nunca
oportunidad de ir a la escuela, aprende castellano con la ayuda de sacerdotes y monjas. Cuando ya
que se ha convertido en líder como su padre, las fuerzas de seguridad la persiguen y tiene que
escapar a México.
Diez años después de contarle su historia a Elizabeth Burgos, Rigoberta recibió el premio Nobel
de la Paz, como representante de los pueblos indígenas en el 500 aniversario de la colonización
europea de las Américas. El Comité Nobel también quiso dar un impulso a las interrumpidas
conversaciones de paz entre el gobierno guatemalteco y sus adversarios de la guerrilla, la Unión
Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). En teoría, la democracia había vuelto a la patria de
Rigoberta, pero el ejército seguía imponiendo parámetros estrechos sobre lo que se podía decir y
hacer. Quizás el reconocimiento internacional hacia una de sus víctimas empujaría al ejército a
hacer concesiones.
Un símbolo internacional de los derechos humanos
«Ganamos el Nobel de literatura en un país de analfabetos, y ahora ganamos el Nobel de la
paz por una guerra interminable.» —Anciano en la calle, 1993{6}
Cuando apareció Me llamo Rigoberta Menchú en 1983, nadie podía imaginarse que la narradora se
convertiría en premio Nobel. Pronto quedó claro que éste era uno de los testimonios más poderosos
producidos por América Latina en los últimos tiempos. El libro tuvo todo un impacto en los
lectores, incluyendo a muchos que conocen bien Guatemala. Puesto que fue eficazmente prohibido en
Guatemala durante la década de los 80, la mayoría de los lectores eran extranjeros, que podían
elegir el libro en cualquiera de las once lenguas a las que se tradujo el original en castellano.
Rigoberta se convirtió en una figura conocida en el circuito de los derechos humanos de Europa y
Estados Unidos, participó en comisiones de las Naciones Unidas y fue colmada de doctorados honoris
causa. Pocos meses antes del Nobel, tenía que elegir entre 260 invitaciones internacionales,
incluyendo una del primer ministro de Austria y otra de la reina de Inglaterra. Dos años después
decía que habían aumentado a más de siete mil.{7}
Una de las razones por las que el testimonio de Rigoberta tuvo tanta credibilidad es que todo
aquello sonaba muy familiar para cualquiera que estuviera al corriente de cómo habían sido
desposeídos por la colonización los pueblos nativos. Sus experiencias eran un asombroso micro
cosmos de los procesos más amplios con los que a lo largo de quinientos años habían despojado a
los pueblos indígenas de sus tierras y los habían explotado como mano de obra y reducido a

9
ciudadanos de segunda clase en sus propios países. En sustitución de los colonos europeos estaban
sus herederos contemporáneos, los blancos y los mestizos de habla hispana conocidos como ladinos.
Al ser la crónica de una mujer perteneciente a un grupo racial oprimido, Me llamo Rigoberta
Menchú abordaba aspectos más amplios de la vida intelectual. En las universidades de los Estados
Unidos se volvió parte de un canon nuevo y ardientemente discutido en la intersección del
feminismo, los estudios étnicos y la literatura conocida como multiculturalismo. Para los
conservadores, el libro ejemplificaba el reemplazo de los clásicos occidentales por las diatribas
marxistas.{8} A sus oídos, las referencias de Rigoberta a la resistencia cultural, la teología de
la liberación y la lucha armada sonaban como una imitación improbable de la jerga políticamente
correcta. Incluso los benévolos podían encontrarla mojigata, la fuente de una ideología difícil de
asumir cuyos campesinos virtuosos y terratenientes villanos se parecían demasiado a varios siglos
de imaginación literaria occidental. En el propio país de Rigoberta, las clases altas la
consideraban una marioneta de los comandantes, los líderes ladinos de la URNG exiliados en México.
Muchos guatemaltecos se sentían incómodos por sus vínculos con un movimiento guerrillero que, aun
después de que ella recibiera el Nobel de la Paz, rechazaba los llamados para un alto al fuego.
Pero para la izquierda guatemalteca, sus aliados en el resto de América Latina y sus
simpatizantes estadounidenses y europeos, Me llamo Rigoberta Menchú era un ejemplo conmovedor de
resistencia contra la opresión. Lo consideraron un texto autorizado sobre las raíces sociales de
la violencia política, de las actitudes indígenas frente al colonialismo y de los debates sobre
etnicidad, clase e identidad. No era una coincidencia que tuviera lugar en Guatemala, porque éste
es un país que desde hace mucho tiempo ha atraído a los extranjeros en una proporción desmesurada
para su tamaño. Encuentran ahí una cultura rica y una tragedia política, la segunda se remonta a
1954, el año en que Estados Unidos derrocó un gobierno electo y lo reemplazó con una dictadura
anticomunista. Cuando Rigoberta contó su historia, no había habido unas elecciones presidenciales
creíbles en treinta años. Sin embargo, a principios de 1982 parecía que una coalición de
organizaciones guerrilleras marxistas estaba a punto de cambiarlo todo. La victoria estaba próxima
ya que los oficiales del ejército que dirigían Guatemala habían perdido la cabeza, al extremo de
reprimir a sus propios aliados de la clase alta. Indignados por los secuestros y las masacres del
gobierno, un número creciente de guatemaltecos confiaban en la guerrilla para su liberación,
especialmente en el densamente poblado altiplano indígena al noroccidente de la capital.
Grabado en París, el testimonio de Rigoberta capturaba el terror y también la esperanza en el
apogeo revolucionario de Centro América. Al igual que los guerrilleros del vecino El Salvador, los
rebeldes guatemaltecos querían repetir la victoria sandinista de 1979 en Nicaragua. Querían
desmantelar un aparato militar represivo, distribuir las tierras agrarias y convertir una sociedad
capitalista en una socialista. Pero los rebeldes se expandieron demasiado rápido, más allá de su
capacidad de organizar a sus seguidores. Las armas que tenían que llegar de una Cuba
revolucionaria nunca llegaron, dejando a los campesinos a merced de un ejército desbocado. Justo
en el momento en que varias organizaciones guerrilleras se fundían en la Unión Revolucionaria
Nacional Guatemalteca, la corriente se volvió en su contra. Su infraestructura civil no pudo
mantenerse, acosada por las matanzas del ejército. A mediados de 1982 estaban en franca retirada.
Para todos, excepto sus partidarios más incondicionales, estaba claro que el ejército había ganado
la guerra.
Una década más tarde la guerrilla seguía siendo un problema para el ejército, pero nunca
recuperó el apoyo que había tenido a principios de los 80. Perdida la esperanzas de ocupar el
poder, la URNG dilató una guerra de guerrillas para obtener «Paz con justicia», concesiones
importantes de las negociaciones que se prolongaban desde hacía seis años. Guatemala recuperó un
gobierno civil en 1986, pero seguía estando dominada por el ejército, que no veía razón alguna
para ser generoso con un enemigo que sólo era la sombra de su fuerza anterior. Era éste el punto
muerto de uno de los conflictos internos más largos de América Latina. A medida que empezó a
acumularse la presión internacional sobre los beligerantes, los debates en torno a los derechos
humanos se convirtieron en una arena más decisiva que el campo de batalla.
Cuando Rigoberta contó su testimonio en 1982, habló abiertamente de su relación con la
guerrilla. A diferencia de sus dos hermanas menores, ella no era combatiente del Ejército
Guerrillero de los Pobres. Pero pertenecía a dos frentes organizativos, Cristianos Revolucionarios
Vicente Menchú y Comité de Unidad Campesina, que estaban públicamente comprometidos con el EGP.
Aunque los cuadros como ella por lo general no portaban armas, podían darse por muertos si caían
en manos de las fuerzas de seguridad. En aquel tiempo, la franqueza de Rigoberta acerca de sus
afiliaciones revolucionarias no era un riesgo puesto que el enemigo era una dictadura que había
perdido toda su legitimidad. La guerrilla parecía tener una buena probabilidad de ganar y contaba
con gran simpatía en el extranjero. No obstante, pocos años después estaba claro que la lucha
armada no llegaría a ninguna parte. La guerrilla perdió credibilidad entre la mayoría de los
guatemaltecos, el ejército transfirió el poder a los civiles en un supuesto retorno a la
democracia. Por esta época la relación de Rigoberta con la URNG y el EGP se volvió turbia. Se
convirtió en un tema delicado cuya sola mención levantaba acusaciones de caza de brujas.
Sin embargo, Rigoberta seguía siendo un activo obvio para la guerrilla porque ella achacaba
toda la responsabilidad de la violencia a las fuerzas del gobierno. Nunca criticó a sus viejos
camaradas. Su historia era tan convincente que ella se convirtió en el símbolo más atractivo del
movimiento revolucionario, recomponiendo las imágenes de resistencia de la década anterior. Era el
rostro humano de una oposición que aún tenía que operar en secreto. También era una indígena maya
que validaba la reivindicación del movimiento revolucionario en cuanto a representar al pueblo
indígena, el cual conforma aproximadamente la mitad de los diez millones de habitantes del país.
Si bien ellos no eran libres para expresar sus opiniones, ella sí lo era, y resultaba evidente que
apoyaba al movimiento revolucionario aunque éste estuviera dirigido por no-indígenas.
Rigoberta también se convirtió en la voz más ampliamente reconocida de otro movimiento que era
diferente al de los insurgentes. A principios de la década de los 90, el movimiento maya estaba
formando docenas de organizaciones nuevas para superar las barreras entre indígenas de diferentes

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grupos lingüísticos, defender su cultura y alcanzar la igualdad con los ladinos. A diferencia de
los compañeros mayas que militaban en organizaciones populares que seguían la línea de la URNG, la
nueva ola de activistas criticaba tanto a la guerrilla como al ejército. Tenían dudas con respecto
a Rigoberta debido a su aparente carrera en la URNG. Pero podían identificarse con su historia de
persecución, aunque no sabían quién era hasta que el movimiento revolucionario empezó a hacerle
publicidad como candidata al Nobel. Para esta gran audiencia, Rigoberta y su testimonio
representaban lo que ellos habían sufrido.
Luego del premio de la paz, uno de mis colegas se encontró a un hombre que le dijo: «Todas esas
cosas que le pasaron a Rigoberta, me pasaron a mí. Incluso lo escribí todo, igual que hizo ella. Y
después enterré lo que había escrito. Lo enterré en la tierra. Pero Rigoberta no enterró lo que
escribió. Lo publicó en un libro y ahora todo el mundo puede leer lo que pasó.»{9} «Está trabajando
para nuestra gente», me contó un pariente suyo. «Es nuestra representante para la gente indígena
que están algo atrasados, no para la gente pudiente. Qué milagro que alguien como nosotros que
come tortilla y chile llegue al premio Nobel, a saber cómo sucedió eso. Está hablando a favor de
toda nuestra gente, no solo de ella. Qué Dios la bendiga.»
Hasta que la nominación del Nobel permitió que Rigoberta visitara Guatemala, su principal
audiencia fue internacional. Ahí fue donde comenzó a contar su historia y donde confirmó el
planteamiento del movimiento revolucionario de que éste representaba a los indígenas
guatemaltecos. Una vez que la guerrilla fue derrotada en muchos aspectos, sus actividades
militares se redujeron al nivel necesario para mantener su participación como contraparte de la
negociación nacional. La guerra internacional, la relacionada con la imagen, se volvió la más
importante, y ésta es la que ganó la guerrilla con la ayuda de Me llamo Rigoberta Menchú. Al
contar la historia de su vida, Rigoberta tradujo crímenes fácilmente ignorados en poderosos
símbolos internacionales que podían ser utilizados en contra del ejército.
La mayor parte de las presiones que obligaron al ejército y al gobierno a negociar procedían
del exterior, y estaban generadas por el discurso de derechos humanos. Dentro de una cadena
recurrente de acontecimientos, el ejército guatemalteco fue acusado de atrocidades que los grupos
de derechos humanos divulgaron en el extranjero. Obligados a responder, los gobiernos extranjeros
y los grupos internacionales exigían al gobierno guatemalteco que rindiera cuentas, so pena de
detener el próximo certificado de derechos humanos o el próximo paquete comercial. Las élites del
país comprendieron que la única manera de normalizar las relaciones con el resto del mundo era
aceptar las conversaciones de paz propiciadas por las Naciones Unidas. Sin esta cadena de
transmisión, que a menudo ha convertido situaciones locales complicadas en símbolos
internacionales dramáticos, a finales de 1996 probablemente no se hubieran firmado los acuerdos de
paz entre un gobierno civil, el todavía poderoso ejército y los vestigios del movimiento
guerrillero.
Una perspectiva diferente de Me llamo Rigoberta Menchú
Cuando en 1987 inicié mis visitas a El Quiché para entrevistar a los campesinos acerca de la
violencia y la reconstrucción, no tenía motivos para dudar de la veracidad de Me llamo Rigoberta
Menchú. Que yo sepa, nadie más los tenía. Lo que Rigoberta contó acerca del ejército guatemalteco,
el punto más importante del libro para la mayoría de los lectores, coincidía con otros
testimonios. Recuerdo haberme sorprendido cuando en una revisión rutinaria de las atrocidades,
descrita al principio de este capítulo, no logré corroborar la inmolación de su hermano y otros
cautivos en la plaza de Chajul. Puesto que pude verificar que el hermano había muerto en Chajul,
aunque no exactamente en la forma descrita, no me sentí obligado a convocar una conferencia de
prensa. Mis entrevistas confirmaban tantas acusaciones contra el ejército guatemalteco que el
problema parecía mínimo.
Sólo después de haberme familiarizado con lo que los campesinos tenían que decir fui consciente
de que su testimonio no respaldaba al de Rigoberta en dos aspectos fundamentales. No se
cuestionaba la reputación del ejército guatemalteco, en ese sentido la imagen que Rigoberta da de
la violencia era bastante verídica. Ni tampoco los sentimientos de los campesinos hacia el
ejército. La mayoría parecía compartir con Rigoberta el mismo resentimiento hacia las fuerzas
armadas, aún si lo expresaban en voz baja puesto que seguían bajo la ocupación militar. En lo que
la mayor parte de los campesinos no coincidía con Rigoberta era, en primer lugar, en su definición
del enemigo. A diferencia de Me llamo Rigoberta Menchú, que describe a los guerrilleros como
liberadores, mis fuentes ixiles tendían a agrupar a soldados y guerrilleros como amenazas para sus
vidas. En lugar de ser héroes populares, los guerrilleros, al igual que los soldados, eran
personas armadas que les traían problemas.
«Ellos buscan la bulla, no las necesidades de la familia», me dijo un ex combatiente,
explicando por qué aceptaba una amnistía del gobierno. «A ambos, la guerrilla y el ejército, les
gusta la bulla. Pero nosotros somos población civil, sólo queremos cultivar nuestra milpa». Un
funcionario ixil dijo: «No es un problema entre el pueblo y la guerrilla, ni entre el ejército y
el pueblo, sino entre ellos. Nos están usando como un escudo porque, cuando hay enfrentamientos,
el ejército manda a los patrulleros a pelear. Y cuando los guerrilleros atacan, traen a los
civiles para pelear con los mismos civiles».
Obviamente, el contraste con el testimonio de Rigoberta podía tratarse de una cuestión de
tiempo. Ella contó su historia en 1982, en el momento álgido de la movilización revolucionaria,
cuando mayor era el número de campesinos que apoyaba a la guerrilla. En aquel entonces, es posible
que más campesinos secundaran sus declaraciones. Quizás, yo había llegado demasiado tarde para
percibir cómo se sentían y cómo proyectaban expresarse en el futuro. Sin embargo mis entrevistas
con los ixiles también sacaron a la luz un segundo contraste más perturbador con la versión de la
violencia según Rigoberta, que no se podía explicar como resultado del desencanto con la que fuera
una guerrilla popular.
Los campesinos de Me llamo Rigoberta Menchú han sido acorralados contra la pared por los
finqueros y sus guardianes militares que se dedican a acosar a los disidentes. Su aldea no tiene

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otra opción más que la de organizar la autodefensa y recurrir a la guerrilla en busca de apoyo.
Por lo tanto la insurgencia surge a partir de la necesidad más básica de los campesinos, sus
tierras. Esta es la explicación socioeconómica de la insurgencia, la teoría de la pobreza o tesis
del empobrecimiento, es así cómo las organizaciones guerrilleras y sus partidarios acostumbran
justificar el costo de la lucha armada. Cuando el pueblo se enfrenta a condiciones cada vez
peores, no le queda, pues, más alternativa que hacerle frente al sistema, y es ahí donde surge la
guerrilla para facilitar los líderes.
Estas no eran las condiciones pre bélicas de las que oí hablar en el curso de mis entrevistas
con los ixiles. Vivían, efectivamente, bajo una dictadura militar, algunos ladinos tenían pésima
reputación y al menos unos cuantos ixiles estuvieron dispuestos desde un principio a convertirse
en guerrilleros. Pero ésta no era una población que sólo pudiera defenderse por la fuerza. En vez
de ello, los ixiles estaban aprendiendo a hacer uso de las elecciones y los juzgados. Así como
para muchos campesinos guatemaltecos, los años 60 y 70 habían sido para ellos una época de logros
modestos. Por lo general, los primeros grupos armados que recordaban eran guerrilleros, que fueron
acusados por muchos campesinos de la subsecuente llegada de los soldados. Los secuestros del
ejército no comenzaron como reacción a los esfuerzos pacíficos de los ixiles para mejorar su vida
sino a la llegada de los cuadros guerrilleros. Si alguien prendió la llama de la violencia
política en la región ixil fue el Ejército Guerrillero de los Pobres. Sólo entonces las fuerzas de
seguridad militarizaron la región y la convirtieron en un campo de matanzas.
¿Fue diferente en el vecino Uspantán? ¿O Me llamo Rigoberta Menchú expresaba una razón de ser
para la insurgencia que no procedía realmente de los campesinos, que más bien procedía de alguien
que decía hablar en nombre de éstos? Nadie había entrevistado nunca a los antiguos vecinos de
Rigoberta para comparar sus historias con la suya. En junio de 1989 fui a Uspantán por primera
vez. Mi visita confirmó el perfil básico de Me llamo Rigoberta Menchú, que ella procedía de la
aldea de Chimel y que su padre, su madre y su hermano menor habían muerto al inicio de la
violencia. Sin embargo, un solo día en Uspantán suscitó otros problemas con el relato de
Rigoberta. En este punto hice lo que hace cualquier estudiante de post grado sensato ante un
descubrimiento controvertido. Abandoné el tema y me centré en mi tesis doctoral. No fue hasta más
tarde, ya de regreso en Estados Unidos, cuando supe que tendría que confrontar la autoridad del
testimonio de Rigoberta. Una discrepancia no muy importante sobre cómo muere su hermano en Chajul
fue el primer anuncio de algo más importante: la considerable brecha entre la voz del compromiso
revolucionario encarnado por Rigoberta y las voces de los campesinos que yo estaba escuchando.
Mis averiguaciones en la región ixil planteaban temas más amplios, debatidos dondequiera que
hombres armados reclaman el apoyo popular. ¿Comenzó la lucha armada como respuesta defensiva de un
pueblo oprimido? ¿O fue una estrategia proyectada por algún grupo externo? ¿Demuestra la rápida
propagación del movimiento guerrillero que tenía un respaldo masivo? ¿O podría asentarse en las
bases de una pequeña vanguardia, y la represión y la polarización obligaron a los habitantes a
elegir partido? ¿Cuándo los campesinos proporcionan alimentos, refugio y jóvenes a los rebeldes,
quieren lograr más o menos lo que los rebeldes quieren lograr? Por último, ¿consiguen los
estrategas de la guerrilla lo que dicen que quieren conseguir? ¿La lucha armada protege a los
campesinos de la represión y les da poder, o es una estrategia de alto riesgo que suele terminar
en derrota y desilusión, luego de sacrificar campesinos en pos de románticas imágenes de
resistencia?
Juzgando las historias ixiles sobre la violencia, decidí que los debates de las ciencias
políticas y sociológicas sobre qué motiva a los campesinos a unirse a las insurgencias no estaban
tomando en consideración los hechos elementales de vida en dichas situaciones. Según los ixiles,
una vez que el EGP se trasladó a la escena y comenzó a sostener reuniones en las aldeas, sus
habitantes se vieron expuestos a un dilema. Por una parte, si cooperaban con la guerrilla, el
ejército los mataría. Por otra parte, si cooperaban con el ejército, la guerrilla los mataría.
«Estamos entre dos fuegos», me decían. Puesto que los guerrilleros eran menos homicidas y más
atrayentes que los soldados, durante un tiempo muchos ixiles recurrieron a éstos en busca de
protección contra un ejército enfurecido. Pero la mayoría no se incorporó a la guerrilla como un
medio para satisfacer sus propias necesidades. En vez de ello, lo hicieron para sobrevivir a las
repercusiones de la propia estrategia del EGP. Lo que resultó no fue un movimiento popular
profundamente arraigado, lo que ayuda a explicar por qué la mayoría de los campesinos pronto se
sintieron defraudados por éste.{10}
En 1993, cuando mi tesis se convirtió en libro, el título sería Entre dos fuegos en los pueblos
ixiles de Guatemala. No fue bien recibido por muchos de mis colegas del traslapado movimiento de
solidaridad (que organiza el apoyo para la izquierda centroamericana), del movimiento de derechos
humanos (que supuestamente debe operar según los principios del derecho internacional y no del de
las lealtades políticas) y de la comunidad académica (muchos de cuyos miembros son activistas o
acatan los planteamientos de éstos).{11} El punto de vista dominante era que los ixiles, y por
añadidura el pueblo guatemalteco, no se encontraban «entre dos fuegos». Esto era crear una
ecuación falsa entre dos fuerzas con niveles muy diferentes de credibilidad, cuando la mayoría de
los guatemaltecos veía a una de ellas como los libertadores y a la otra como los opresores. Si
hasta el quince por ciento de la población había muerto en la región en la que yo estaba
entrevistando, ¿cómo podía saber que los sobrevivientes me estaban contando lo que realmente
sentían?
Otra objeción era «Esto no es lo que leímos en Me llamo Rigoberta Menchú». El testimonio de
Rigoberta de 1982, producido para el movimiento revolucionario mientras estaba de gira en Europa,
se había convertido en la perspectiva más aceptada sobre la relación entre la guerrilla y el
campesinado guatemaltecos. A finales de los 80 y principios de los 90, el aura en torno a la
versión de Rigoberta se extendió mucho más allá de su pueblo de origen, abarcando toda la guerra
en el altiplano occidental. Todo análisis que contradijera sus afirmaciones y las del movimiento
revolucionario que ella validaba tenía garantizada una acogida colérica. En el ámbito de la
solidaridad y de los derechos humanos, así como en buena parte de la comunidad académica, muchos

12
todavía sentían que Rigoberta merecía ser interpretada literalmente, como un monumento a las
raíces populares del movimiento revolucionario de su tierra del norte. O que si la historia tenía
que ser aceptada cum grano salis, cuestionarla no era asunto de ningún antropólogo estadounidense.
En el fondo, había dos argumentos en contra de refutar el testimonio de Rigoberta. Una era
pragmático. Puesto que su testimonio había contribuido a la presión internacional que obligaba por
fin al gobierno a negociar con la guerrilla, pudiera ser que no fuera el mejor momento para poner
en duda su credibilidad. Este era un argumento que no podía descartar. Fue uno de los motivos por
los que decidí no revelar mis averiguaciones, con la esperanza de que se firmara un acuerdo de
paz. El segundo argumento me impresionaba menos: que un antropólogo no tenía derecho a contradecir
la historia de Rigoberta porque ello violaría el derecho de una persona nativa a contar su
historia a su manera.
Desde hace muchos años los antropólogos han recopilado historias de vida de sus informantes.
Generalmente no profundizan en la veracidad de los resultados. La simple idea de refutar una
historia de vida suena periodística. Es más importante la perspectiva del narrador y lo que dice
acerca de su cultura. No obstante, además de ser un testimonio de vida, Me llamo Rigoberta Menchú
fue una versión de hechos con objetivos políticos específicos. Se trataba también del más
ampliamente aclamado ejemplo de testimonio, el género latinoamericano que ha llevado a los
círculos académicos las vidas de los pobres con sus propias palabras poderosas. Todo el mundo
acepta que los testimonios reflejan puntos de vista personales. Pero sus defensores también los
consideran como fuentes fiables de información y voces representativas de clases sociales enteras.
«Mi historia es la historia de todos los guatemaltecos pobres», dijo Rigoberta, y su afirmación ha
sido tomada muy en serio por todo el mundo, desde partidarios de los movimientos guerrilleros
hasta el Comité Nobel.{12}
Si bien la veracidad de la laureada es un asunto legítimo, la naturaleza de mis averiguaciones
resulta inoportuna para muchos académicos. A los antropólogos se nos clasifica como científicos
sociales, pero buena parte de nuestro trabajo pertenece al ámbito de las humanidades.
Recientemente nos ha afectado la teoría literaria y el escepticismo postmoderno acerca de la mera
posibilidad de conocer la verdad. Al igual que otros académicos influenciados por estas
tendencias, cada vez tenemos más dudas sobre nuestra autoridad para hacer declaraciones
definitivas con respecto a los grupos subordinados. Avergonzados por la contribución del
pensamiento occidental al colonialismo, preocupados por nuestro derecho a «representar» o retratar
a las víctimas de este proceso, deseamos legitimizarnos de nuevo abogando por la perspectiva de
los pueblos que estudiamos y retransmitiendo sus voces generalmente no escuchadas hasta ahora.
Eso era exactamente lo que yo mismo, como partidario de ese proyecto, estaba tratando de hacer:
complementar una voz indígena con otras que no estaban siendo escuchadas. Pero no todas estas
voces han sido creadas iguales. Algunas, como la de Rigoberta con su política militante, han sido
mejor recibidas que otras. Se tiende a despreciar por vendidos a los campesinos mayas que rechazan
la izquierda. O quizá han sido demasiado reprimidos como para decir lo que realmente piensan, por
lo tanto lo que dicen no refleja sus verdaderos sentimientos. En cualquier caso, la identificación
con ciertos tipos de voces marginalizadas se ha convertido en un nuevo y poderoso estándar de
legitimidad entre los académicos, y Rigoberta Menchú es un símbolo evidente de ello. En ocasiones
es invocada como si se tratara de un santo patronal, autorizando lo que de otro modo sería una
incursión ilegítima en los asuntos de su pueblo. Por lo tanto, para algunos académicos poner en
duda la veracidad de Me llamo Rigoberta Menchú es poco menos que monstruoso. Arroja dudas sobre
todo el proyecto de otorgar autoridad a las voces de los oprimidos, y a la autoridad que ellos
mismos derivan de esto.
En Europa y los Estados Unidos, Me llamo Rigoberta Menchú ha sido una de las piedras angulares
para definir los problemas de los campesinos de Guatemala. Si el retrato que hace Rigoberta acerca
de cómo empezó la violencia en Uspantán es cierto, entonces mi interpretación de los hechos en la
región ixil no se puede extender a las áreas vecinas. Podría implicar que yo me equivoqué acerca
de la región ixil. Pero si la versión de Rigoberta fuera errónea, entonces la acogida a su
testimonio de 1982 habrá fomentado malentendidos sobre los problemas que enfrentan los campesinos.
Asimismo pudiera suscitar en los observadores internacionales un dudoso paradigma de
responsabilidad: que es suficiente identificar a una persona o grupo como representante de los
oprimidos, y después abstenerse de contradecirlos.

Notas
{1} Siguiendo a la Academia de Lenguas Mayas de Guatemala, escribiré los nombres de los grupos
lingüísticos mayas como sigue: «Quiché» se vuelve «K'iche'»; «Uspanteco» se escribe «Uspanteko»;
«Kekchí» será «Q'eqchi'»; «Pocomchí» se convierte en «Poqomchi'»; «Aguacateco» es «Awakateko»;
«Cakchiquel» es «Kaqchikel»; «Kanjobal» se transforma en «Q'anjob'al» y «Tzutujil» en «Tz'utujil».
{2} Burgos-Debray 1984:174-179.
{3} Para un cálculo aproximado del costo de la violencia en la región ixil, véase Stoll
1993:227-233, 341.
{4} Burgos-Debray 1984:102-115.
{5} Burgos-Debray 1984:92.
{6} Oído por mi colega Stephen Elliot. El primer premio Nobel de Guatemala fue Miguel Angel
Asturias, que ganó el Nobel de Literatura en 1967 por Hombres de maíz, Señor Presidente, y otras
novelas. Su hijo Rodrigo sería el fundador de la Organización del Pueblo en Armas (ORPA).
{7} Blanck 1992 y «Una chica superpopular», Crónica (Ciudad de Guatemala), 7 de junio de 1994,
pág. 8.
{8} La crítica conservadora que introdujo a Rigoberta en este debate fue Dinesh D'Souza
(1991:59-93). Para una respuesta, véase Bell-Villada 1993.

13
{9} Duncan Earle, comunicación personal en noviembre de 1992.
{10} Stoll 1993.
{11} La necesidad de distinguir entre derechos humanos y solidaridad resulta aparente cuando
los activistas de derechos humanos demuestran tener poco interés en los abusos cometidos por el
movimiento o gobierno con el que se muestran solidarios. En la práctica puede ser muy difícil
diferenciar las dos esferas.
{12} Burgos-Debray 1984:1. Esta frase de la primera página de la edición inglesa se debe en
parte a la elocuencia de la traducción de Ann Wright. En el texto original en castellano (Burgos-
Debray n.d.:21), Rigoberta dice: «Quiero hacer un enfoque que no soy la única, pues ha vivido
mucha gente y (este testimonio) es la vida de todos. La vida de todos los guatemaltecos pobres y
trataré de dar un poco mi historia. Mi situación personal engloba toda la realidad de un pueblo».
Dos años más tarde, en el documental When the Mountains Tremble (Yates et al. 1985), Rigoberta
comenzó su narración con las palabras: «Les voy a contar mi historia, que es la historia de todo
el pueblo de Guatemala».

Capítulo 2
Uspantán como frontera agrícola

«Lo que pasa entre nosotros los indígenas es peor.»


—Miembro de la familia Menchú al autor, 1991
Desde el sur, la Sierra de los Cuchumatanes es una larga cordillera azul envuelta en nubes. Más
allá de la capital departamental, Santa Cruz del Quiché, la carretera serpentea entre valles
erosionados y sierras cubiertas de pinares. Poco hay excepto hierba y maleza, que están amarillas
la mayor parte del año, con ralas parcelas de maíz intercaladas y caseríos de aspecto triste que
extraen su sustento de la carretera y no de la tierra. Después de Sacapulas, un pulcro pueblo de
adobe encalado, la calzada sube zigzagueando la muralla, de kilómetro y medio de altura, de los
Cuchumatanes y se mantiene igual de pedregosa y abrupta la mayor parte del camino. Más tarde una
rara señal de fertilidad, el verde valle que rodea el pueblo de Cunén. La carretera gira hacia el
este; atraviesa una garganta rocosa, a continuación un valle largo y estrecho que ofrece ciertas
esperanzas agrícolas y, finalmente, llega al pueblo de Uspantán. Con unos 3.000 habitantes, este
es el centro urbano del municipio del mismo nombre que lo rodea.
A diferencia de las aldeas remotas en las que vive la mayor parte de la población, el pueblo de
Uspantán tiene comodidades básicas: mesas donde comer, colchones en los que dormir, electricidad,
instalaciones sanitarias y teléfonos. Pero nunca ha sido la Meca de los buscadores de indígenas,
ni siquiera ahora que tiene una premio Nobel. Pocos extranjeros se quedan algo más que la noche
necesaria para abordar la próxima camioneta que salga hacia occidente o hacia oriente. Los
forasteros que ha atraído Uspantán son más bien buscadores de tierra, principalmente
guatemaltecos. Al norte del pueblo se elevan las cumbres de los Cuchumatanes, en torno a ellas se
reúnen las nubes todas las tardes. En la subida, pinos y pasto ceden lugar al bosque húmedo
tropical, o lo que queda de éste. Sólo restos de este biotopo fragante, jugoso, se sigue
adhiriendo a las laderas más escarpadas, por encima de donde los campesinos han talado y quemado
para los pastos y la agricultura.
Más al norte, una segunda cordillera todavía está cubierta con un rico bosque húmedo que se
prolonga por kilómetros. El estrecho valle entre ambas cadenas montañosas, el primero deforestado
y el segundo exuberante aún, es la cuna de nuestra historia. Es aquí donde el padre de Rigoberta
inició en los años 50 un nuevo asentamiento llamado Chimel. Aquí es donde la frontera agrícola, de
hombres abriéndose paso entre troncos de árboles mucho mas grandes que ellos, fue interrumpida por
la violencia. Es donde aún abundan las lluvias, a diferencia de los alrededores del pueblo de
Uspantán, donde ya no llueve como antes y donde ha vuelto a comenzar ahora la tala del bosque.
El paisaje de Uspantán no es un paisaje sencillo; ni ecológica ni etnológicamente Rigoberta
estaba formulando una monografía académica cuando contó su historia en 1982, de modo que el medio
es más complicado que el que los lectores podrían deducir. Esto incluye su composición étnica, la
progresión de grupos indígenas y no-indígenas que a lo largo de los años han ido trasladándose a
la región. Me llamo Rigoberta Menchú presenta una lucha titánica entre dos grupos opuestos: su
propio pueblo indígena k'iche' y los ladinos (de ascendencia europea y mestiza) que les
subyugaban. Estos son los oprimidos y los opresores, claramente definidos por odios ancestrales
que los padres cuidadosamente inculcan a sus hijos. Rigoberta aprende eventualmente que no todos
los ladinos son malos, que muchos son campesinos pobres como ella y que algunos son compañeros en
el movimiento revolucionario. Pero lo que permanece es un modelo bipolar de relaciones étnicas, el
mismo que aparece virtualmente en toda descripción de Guatemala.
La distinción entre ladino e indígena no es errada. La mayoría de los guatemaltecos están
dispuestos a identificarse con uno u otro, algo que ellos entienden en términos de raza. Se puede
caminar entre la multitud e identificar individuos que parecen recién salidos de las estelas que
dejaron los antiguos mayas. También se puede ver la ascendencia europea en la mayoría de los
ladinos. Pero muchos ladinos reconocen que son mestizos –principalmente de origen europeo y maya–
y también lo son numerosos indígenas. No cuesta mucho encontrar ladinos que parecen indígenas e
indígenas que parecen ladinos, porque la distinción, en última instancia, es más cultural que
biológica. Los indígenas pueden volver a definirse a si mismos o a sus hijos como ladinos mediante
una combinación de alejarse de sus lugares de origen, conseguir una buena educación, renunciar a
la lengua vernácula, casarse en una familia ladina o adquirir riqueza.

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Otra limitación del modelo bipolar es que resta importancia a las diferencias entre indígenas.
No sólo hay en Guatemala veinte grupos lingüísticos mayas diferentes, si no que uno de ellos está
notablemente ausente en el retrato que Rigoberta hace de Uspantán. Me refiero a los mayas
uspantekos, que solían ser los principales habitantes del municipio. Que ya no lo sean se debe a
los k'iche's y ladinos que se han trasladado a la región. Sería engañoso comparar en todos los
aspectos las corrientes migratorias de k'iche's y ladinos, pero ambas fueron atraídas por lo
mismo: tierras baldías en lo que solía ser un municipio escasamente poblado. Ambos, ladinos y
k'iche's, son también, en grados diferentes, grupos étnicos dominantes. Los ladinos tienen el
monopolio del poder en el ámbito nacional, donde dirigen el estado, el ejército, la Iglesia
Católica y toda otra institución nacional. El castellano que dominan es el idioma del poder y el
estatus, y quien no lo posea no podrá llegar muy lejos.
No obstante, en el altiplano occidental los k'iche's tienen un cierto peso propio. Justo al sur
de las pequeñas tierras Uspantekas, los hablantes k'iche's gobernaron una vasta región antes de la
Conquista española; han seguido siendo el grueso de la población (de ahí el nombre del
Departamento del Quiché, escrito a la vieja usanza) y finalmente están haciendo un esfuerzo para
volver a su antigua posición. Esto es evidente en la economía regional, en la cual los k'iche's
destacan visiblemente en una nueva burguesía indígena; en los gobiernos municipales; y en el
Movimiento Maya, en el que los portavoces de los hablantes k'iche's juegan un papel importante.
Desde finales de los años 80, el Movimiento Maya ha reunido a los k'iche's y otros grupos
lingüísticos en maneras que podrían transformar la política guatemalteca. Pero el término «maya»
es tan nuevo en el discurso guatemalteco que Rigoberta apenas lo mencionó en su relato de 1982.
Hasta recientemente, era utilizado principalmente por los antropólogos para designar a cinco o
seis millones de hablantes de treinta lenguas correspondientes en el sureste de México, Guatemala
y Honduras. Incluso hoy no es necesariamente una forma común de identificación entre ellos mismos.
En su lugar, muchos siguen identificándose en términos de su aldea y municipio, como indígenas o
naturales («naturales» en oposición a «gente de razón»), o en términos de la lengua propia que
hablan.
A excepción de los más detallados, todos los mapas lingüísticos dan la impresión de que los
hablantes de cada lengua maya viven juntos en un territorio contiguo. Una inspección más minuciosa
muestra que éste no es el caso, especialmente en la Sierra de los Cuchumatanes. Kanjobales,
q'eqchi's y poqomchi's se han ido desplazando de un lugar a otro, al igual que los ladinos y la
etnia de Rigoberta: los k'iche's, cuyas aldeas puntean los montes delanteros, y que se han
convertido en un factor político en varios municipios. Aunque las poblaciones nativas de Sacapulas
y Cunén mantienen la mayoría demográfica y lingüística frente a la migración K'iche', no es éste
el caso de los uspantekos, que ahora son una pequeña minoría en el municipio que lleva su
nombre.{1}
En añadidura a su modelo bipolar de etnicidad, la tierra es un segundo aspecto por el que Me
Llamo Rigoberta Menchú requiere un comentario. Para los campesinos de Guatemala se ha convertido
en una escasez crónica, habiendo tenido que desplazar sus cultivos hacia laderas montañosas que
mejor hubieran seguido siendo bosque. Uno de los motivos para esta insuficiencia está detallado en
la historia de Rigoberta del 82, así como en la mayoría de los relatos de Guatemala: la tenencia
desigual de la tierra. La tierra más fértil está controlada por las fincas productoras de café,
azúcar, algodón y ganado para la exportación, especialmente en la costa del Pacífico, donde la
mayoría de los campesinos indígenas (y muchos campesinos ladinos) se han visto reducidos a
pequeñas propiedades de subsistencia en el altiplano. En los valles que rodean Uspantán, hay unas
cuantas fincas que podrían ser repartidas entre pequeños propietarios, aunque no se debe exagerar
su importancia. La mayoría de la tierra ya es propiedad de los campesinos. Es más, una gran parte
de las fincas ha sido alquilada ya a campesinos que viven en ella.
El otro motivo para la escasez de la tierra no aparece en Me llamo Rigoberta Menchú. A menudo
se le resta importancia en los relatos sobre Guatemala porque cualquier referencia que no sea
somera desencadena objeciones políticas, culturales y religiosas. No sería un problema insuperable
si la productividad agrícola pudiera seguirle el ritmo, ni sería tan urgente si la tierra
estuviera distribuida más equitativamente, pero nada puede reducir su importancia, que aumenta
cada año que pasa. Me refiero al rápido crecimiento de la población.
Se dice que los campesinos mayas están arraigados a su tierra, pero la metáfora primordial casi
niega cómo su relación con ella requiere desarraigos periódicos. Al igual que muchos otros
campesinos, los mayas han desgastado sus tierras regularmente y se han ido en busca de nuevas. Los
ciclos de asentamientos, crecimiento de población, sobre explotación y migración se remontan al
Maya Clásico y su espectacular colapso alrededor del año 800 A.C, al noreste, en lo que ahora es
el Departamento del Petén. Durante todo el siglo pasado, ha tenido lugar otro gran ciclo en el que
la población guatemalteca se ha quintuplicado.{2} En el departamento del Quiché los municipios
densamente poblados del sur han ido enviando remesas de campesinos sin tierra al norte, a las
montañas de Uspantán y a los municipios vecinos. Allí deforestan laderas escarpadas y roban la
fertilidad al suelo cultivando maíz año tras año según los métodos tradicionales. «Ya se cansó, se
fue toda la tierra buena», me dijo un poblador de Chimel acerca de su localidad anterior.
Procedentes de tierras que se han vuelto «cansadas», «secas», «flojas», los hombres buscan
terrenos nuevos, que todavía estén en el bosque, que puedan ser talados y quemados para sembrar
maíz. Eventualmente llevaran a sus familias a vivir al nuevo lugar, en un movimiento que se repite
cada unas pocas generaciones.
La búsqueda de productividad agrícola es evidente en Uspantán la mayoría de los días de la
semana, cuando hombres y mujeres recorren los cerros y el valle para cultivar las pequeñas
parcelas de tierra que han heredado o comprado, a menudo en diferentes altitudes y en ecozonas
distintas. Un amigo de Caracol, una aldea sobre el camino a Chimel, tenía un programa bastante
típico: el jueves caminaba dos horas al otro lado del cerro para cultivar una parcela de
zanahorias, después regresaba ese mismo día. El viernes bajaría caminando dos o tres horas en otra
dirección para cultivar una parcela de frijol, luego subiría penosamente de vuelta ese mismo día.

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El sábado sólo tenía que caminar una hora y media por la ladera del cerro para cultivar maíz y
frijoles. El domingo bajaba a pie tres horas hasta el mercado de Uspantán, luego recorría una
subida de cuatro horas para llegar a casa. Según el criterio local ninguno de los trayectos era
largo, pero después del cuarto día habría pasado veinte horas subiendo y bajando montes a pie,
cargando a menudo pesados bultos con el mecapal ya que, al igual que la mayoría de los campesinos,
era demasiado pobre para tener una bestia de carga.
Este capítulo ahonda en la ecología que hay detrás de esos esfuerzos extraordinarios: un
proceso degenerativo de crecimiento demográfico; una agricultura de tala y quema, y unas
corrientes migratorias que se complican con el conflicto ladino-indígena y la tenencia desigual de
la tierra, asuntos a los que Rigoberta concede tanta importancia, aunque no llegan a transformar
necesariamente los aspectos fundamentales de esta migración. La mitificación romántica de los
campesinos es una vieja tradición que tiene la virtud de dramatizar su derecho a la tierra. Pero
el romanticismo también puede ser utilizado para ignorar el daño que hacen los campesinos, cómo
compiten por tierras baldías y los pleitos que resultan –tal como lo ejemplifica la historia de un
pionero de la frontera agrícola de Guatemala, el padre de Rigoberta, Vicente Menchú.
El auge y la caída de la hegemonía ladina
Los restos de la fortaleza maya de Uspantán se asientan sobre una cresta situada a cuarenta
minutos de camino a pie desde el pueblo actual. No mucho es visible desde la distancia. Después
emergen entre las cañas de maíz unos cimientos bajos de piedra. También hay montículos con
vestigios de muros de piedra. A diferencia de la urbe fundada por los españoles en el siglo XVI,
en una llanura más baja, el Uspantán precolombino estaba situado para la defensa en caso de
ataque. En ambos lados el cerro cae en picado. Hacia el oeste la salida está bloqueada por una
abrupta pendiente de tierra, seguida de un escarpado foso del tamaño de un talud del ferrocarril.
Según las crónicas españolas, desde esta fortaleza se gobernaba un pequeño reino que resistió
después de que los conquistadores destruyeran el reino k'iche'en el sur. En 1529 los uspantekos
rechazaron una expedición española, sólo para sucumbir ante otra un año más tarde.
Puesto que la región no resultaba atractiva para los colonos españoles, la Corona dispuso que
los frailes dominicos se hicieran cargo de la población sobreviviente. Bajo la Pax Dominica, en
palabras de Jean Piel, los indígenas estaban obligados a vivir juntos en los nuevos pueblos.
Gradualmente, las haciendas de la iglesia se convirtieron en la puerta de entrada para el
asentamiento de los ladinos a través de los criados ladinos que las administraban.{3} Pero los
indígenas eludieron algunas de las formas más destructivas del colonialismo. Alrededor del pueblo
de Uspantán, la propiedad y la población siguió siendo casi prácticamente uspanteka. Las familias
ladinas más antiguas del pueblo sólo remontan sus antepasados locales a finales del siglo
diecinueve e inicios del veinte, cuando llegaron como ganaderos desde el sur del Quiché. Aunque la
mayoría de los ladinos se estableció en los peñascos más meridionales de los Cuchumatanes, los
k'iche's que comenzaron a llegar durante el mismo periodo se instalaron cerca del pueblo de
Uspantán, luego empezaron a abrir claros en el bosque húmedo de los cerros del norte.
Desde el este llegaron los emigrantes más exóticos de todos –los alemanes del Departamento de
Alta Verapaz. Hasta que fueron deportados durante las dos guerras mundiales por dictadores
presionados desde Washington, los empresarios alemanes marcaron el paso en la economía del café.
Dominaron Alta Verapaz y la convirtieron en uno de los rincones más prósperos del país. Se
desplazaron también hacia los valles tropicales de las tierras bajas al norte de Uspantán, la
mitificada Zona Reina que está aislada de la cabecera municipal por montañas amedrentadoras y
densos bosques. Pero el aislamiento de la Zona venció hasta a los alemanes. Los niños que
engendraron «se perdieron entre la gente», según un dicho popular. Sus descendientes no viven en
mejores condiciones que las del resto de la población, principalmente mayas q'eqchi's que también
llegaron procedentes de Alta Verapaz en busca de tierra.
Hacia la segunda mitad del siglo veinte, los k'iche's eran mayoría en los alrededores del
pueblo de Uspantán, pero no lo controlaban. En términos étnicos, el poder político había pasado de
una población uspanteka disminuida a un elemento ladino pequeño pero en expansión. A primera vista
Uspantán parece un pueblo ladino, pero en parte esto es el resultado del terremoto de 1985 que
destruyó la mayoría de las antiguas construcciones de adobe. Todavía en la década de 1950, había
pocos ladinos en el pueblo y, probablemente, incluso hoy día los indígenas siguen siendo más
numerosos. En qué número les superan es algo tan confuso como el total de la población. Según el
censo de 1981 (subreportado), el veintiséis por ciento de los 42.685 habitantes del municipio eran
ladinos. Hay, sin embargo, un patrón definido de cómo se asentaron los ladinos en la región. Fuera
de la cabecera municipal, tienden a vivir en un grupo de aldeas en el sur, donde hay pocos
indígenas. Al norte del pueblo, en los valles más altos y húmedos, los campesinos ladinos sólo
predominan en unas pocas aldeas, y una gran mayoría habla k'iche'como su primera lengua.
Contrariamente a lo que dice Me llamo Rigoberta Menchú, los ladinos de Uspantán no destacan
como una clase alta acomodada. Más bien, trabajan principalmente en ocupaciones comerciales y de
servicio, como trabajadores especializados, maestros y enfermeras. Muchos son más pobres que los
indígenas más prósperos y es difícil encontrar un ladino que posea más de una caballería de
tierra, la medida local equivalente a cuarenta y cinco hectáreas.{4} El propietario de la línea de
camionetas de transporte es un ladino y unos cuantos son dueños de comercios, pero hay otras
tiendas propiedad de indígenas, que también poseen parte de la flota local de vehículos y que son
propietarios de edificios cercanos a la plaza. Las cantinas que sirven licor a los vulnerables son
principalmente propiedad de indígenas. Solía haber algún que otro ladino contratista de trabajo,
pero han sido sustituidos por indígenas.
En efecto, los ladinos dominaron los asuntos del pueblo desde finales del siglo diecinueve
hasta la década de 1970 y siguen ejerciendo una autoridad que supera con creces su número. La
falta de una base económica de poder sugiere que sus ventajas políticas más bien han sido
culturales y sociales, basadas en su dominio del castellano y en sus conexiones superiores en el
sistema nacional. ¿Por qué no ha habido alcaldes indígenas hasta recientemente?, le pregunté a los

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ancianos. «Porque los ladinos dieron muchos consejos y nosotros decimos que sí», explicó uno. «A
los ladinos se les tiene mucha confianza» añadió otro, un viejo amigo de los Menchú que ayudó a
ganar una victoria legal importante contra una finca. «Saben expresarse cuando hay comisiones.
Entonces la gente estaba contenta».{5}
Como sucede a menudo cuando reina la cortesía hispana, bastantes habitantes, indígenas al igual
que ladinos, niegan que la tensión étnica sea un problema serio. Sin embargo, la pregunta correcta
consigue historias acerca de un tiempo más opresivo. «De discriminación había un sinnúmero», me
contó un k'iche' activista de derechos humanos. «Cuando la gente llegaba a la muni para sacar sus
asuntos, no los atendían. Les decían de esperar dos tres días, no le atendían a uno. Y también
hacían los servicios regalados. Los mayores hacían servicios de una semana sin recompensa. No
valorizan. Sólo el alcalde ladino estaba pagado.» «Para mí», declaró uno de los familiares de
Rigoberta, «mi abuelo lo tenían como esclavo, porque le mandó cargar 6 arrobas a Guatemala, más su
comida para él tenía que cargar. Los ladinos siempre mandaban en la gente porque el indígena se
deja mucho».
Los peores abusos fueron menos frecuentes bajo las reformas laborales de las décadas de 1930 y
1940. Durante los próximos treinta años, los k'iche's de Uspantán minaron gradualmente el control
ladino de la municipalidad, al igual que hicieran los indígenas de otros muchos pueblos durante
este periodo. En Uspantán la subordinación étnica comenzó a desmoronarse con una revuelta en
contra de la institución del alcalde indígena. Este era un sistema que se remontaba a la colonia
española, según el cual los pueblos indígenas conservaban jerarquías de deberes comunales
conocidas como cargos. Aunque algunos cargos suponían un servicio a la municipalidad, otros
giraban en torno al culto de los santos, era costumbre celebrar fiestas en su honor y en ellas la
población bebía hasta caer desmayada.
Cuando los ladinos sustituyeron a los indígenas en el puesto de alcalde, las obligaciones del
cargo quedaron bajo la autoridad de un segundo alcalde indígena. Era elegido por una asamblea de
ancianos, que también nombraba hombres más jóvenes que servían bajo su mando. El alcalde indígena
se encargaba de los problemas suscitados entre su gente y en su propia lengua. Lamentablemente,
una concesión a la soberanía indígena también se convirtió en un medio para que los ladinos
explotaran la mano de obra indígena. Los hombres que servían bajo la autoridad del alcalde
indígena estaban a disposición de las autoridades ladinas como mensajeros y cargadores y no eran
remunerados por su trabajo.
El sistema de Uspantán se desplomó a finales de la década de 1960 debido a la oposición de los
catequistas. Estos eran indígenas (incluyendo la familia de Rigoberta) organizados por una nueva
generación de clero español para divulgar la doctrina de la iglesia, frenar la embriaguez y
modernizar sus comunidades. Dado que los catequistas se negaron a asistir a la asamblea anual para
elegir los cargos del próximo año, los deberes recayeron con más fuerza en un número decreciente
de tradicionalistas. Luego de que algunas de las aldeas ya no participaran, otras también
rehusaron hacerlo, hasta que la alcaldía indígena y sus obligaciones laborales fueron abolidas.
Los catequistas fueron los actores claves en estos dramas de cambio y empoderamiento en muchos
pueblos.
En Uspantán, el movimiento catequista fue el responsable de la elección del primer alcalde
municipal indígena del que haya habido constancia. Ganó en 1978 como miembro de los demócratas
cristianos, un partido reformista asociado con la Iglesia Católica. Como secretario paralegal, el
nuevo alcalde estaba bien preparado para sus obligaciones y acabó su periodo de cuatro años sin
ser acusado de corrupción, lo cual es todo un honor en la vida pública guatemalteca. Pero su
administración no fue del agrado de los ladinos más conservadores, que sentían que un indígena en
el sillón municipal desvirtuaba la imagen de modernidad de su pueblo. El resultado fue la secesión
de Chicamán, el segundo centro de población más grande del municipio, como una jurisdicción
propia. Los ladinos son mayoría en el pueblo de Chicamán y también abundan en muchas de las aldeas
que se incorporaron al nuevo municipio. Hubo también otras quejas más, pero el nuevo municipio fue
una escisión ladina en contra del éxito político indígena.
Uspantekos, k'iche's y títulos de propiedad
Solamente una pequeña minoría de la población de Uspantán sigue hablando uspanteko. A
diferencia del sacapulteco y el cunense hablados en los municipios cercanos, el uspanteko no es
una versión local del maya k'iche'. En vez de ello, es una lengua separada aunque muy relacionada
cuya inteligibilidad con el k'iche' sólo es de un sesenta por ciento. Según el Instituto
Lingüístico de Verano, una misión evangélica especializada en la traducción de la Biblia, tres mil
personas siguen hablando uspanteko. Pero de éstos, sólo mil lo utilizan como forma principal de
comunicación, y se concentran en dos aldeas. En los lugares donde viven los otros uspantekos las
lenguas dominantes son el k'iche' y el castellano. El motivo más obvio para dicho declive es que
muchos uspantekos se han casado con gente de afuera, especialmente con k'iche's. La pérdida del
idioma es algo común cuando en estos grupos uno es demográficamente más fuerte que el otro. Puesto
que el k'iche's es el mayor grupo lingüístico maya del país, con cerca de un millón de hablantes,
se puede utilizar mucho más que el uspanteko, de modo que es lo que tienden a aprender los hijos
de parejas mixtas.
A medida que disminuyen los hablantes de uspanteko, muchos han ido perdiendo interés en
identificarse a si mismos como indígenas, especialmente en el centro del pueblo. «Casi la mayoría
ya no quieren hablar uspanteko, hablan k'iche' y español. Quieren ser ladinos, pero es imposible
por sus apellidos, y por el color de piel también», dijo un anciano. «Muchos hacen de menos
nuestro dialecto. Nos sentimos muy cerca de los ladinos, pero no somos ladinos», me dijo un
uspanteko que tenía esperanzas de revitalizar la lengua: «Muchos hablamos mucho español con
nuestros niños y por eso no aprenden uspanteko». Su disminución como grupo único ha sido rápida.
Dos ancianos recordaban que cuando ellos eran niños, en las décadas de 1920 y 1930, en el pueblo
había pocos ladinos y k'iche's. Otro afirmaba que hasta 1940 los uspantekos todavía ganaban en
número a los k'iche's. Ahora son un vestigio, superados también por los ladinos. Incluso

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visualmente, se ha vuelto difícil distinguir por su traje a las mujeres uspantekas de las
k'iche's.
Hasta una reciente ráfaga de organización étnica, cuya importancia está por ver, los uspantekos
opusieron poca resistencia a la transformación étnica de su tierra natal. En vez de ello, muchos
vendieron sus propiedades de los alrededores del pueblo y se retiraron a las montañas. Cuando
preguntaba a los ancianos por qué, sus respuestas siempre tenían que ver con la ecología.
Acompañando al flujo de ladinos y k'iche's hubo cambios perturbadores, incluyendo pérdida de
tierras baldías, deforestación y reducción de lluvias. Entre los uspantekos, los más tradicionales
se vieron obligados a levar anclas. «Casi cada uno tenía ganado, hasta los pobres tenían dos o
tres», me dijo un anciano. «Pero ahora el pueblo es más grande y no hay tierra vacía sin un
dueño». Otro anciano dijo: «Cuando yo era joven, había más lluvia y empezaba el 20 de abril. Ahora
a veces en mayo y a veces en junio. Tal vez porque abunda la gente, han botado mucho árbol y no
siembran otra vez. O porque así lo quiere Dios».
En este medio se ha vuelto muy difícil encontrar tierras baldías. El resultado puede ser
hostilidades graves, y no solamente entre indígenas y ladinos. Aunque por regla general los
uspantekos han logrado evitar verse enfangados en conflictos interminables, éste no es el caso de
los k'iche's. En el vecino municipio de Nebaj, los ixiles se refieren a los k'iche's como ulá –
personas de otro lugar–. El término otorga a la conducta personal un cariz competitivo, reñido con
los ideales de armonía comunal. En palabras de un detractor ixil: «Les gusta acaparar tierra.
Compran un pedazo y después agarran más». En justicia, algunos k'iche's logran vivir en armonía
con sus vecinos. Si tienen fama de peleoneros se debe a la forma en que llegaron muchos de ellos a
la región ixil, mediante el sistema nacional de titulación de la tierra que establecieron los
dictadores del Partido Liberal a finales del siglo diecinueve.
Los liberales querían desarrollar tierras de municipios indígenas. Los beneficiarios deseados
eran los ladinos, pero los k'iche's también lograron sacar provecho a las nuevas leyes. Algunos
eran miembros de milicias que habían luchado por los dictadores liberales. Otros, sencillamente,
sabían más acerca de la legislación nacional de registro de propiedades que los atrasados ixiles.
Desgraciadamente, ésta era una estrategia reñida con el concepto local de tenencia de la tierra,
el cual se remonta a la colonia española cuando los indígenas poseían su tierra mediante títulos
comunales. Aun hoy día, pocos campesinos ixiles han obtenido títulos de propiedad jurídicamente
válidos porque son demasiado caros. En vez de ello, solicitan al alcalde municipal un papel con la
descripción de los límites de su propiedad, lo cual normalmente es suficiente entre los vecinos
aunque tiene poca validez ante un tribunal.
De las concesiones de tierra otorgadas en los albores del siglo por presidentes liberales,
surgieron generaciones de conflictos sin desenlace a la vista. En teoría, los beneficiarios de
estas concesiones no podían sacar el título de una tierra que ya estuviera ocupada. En la
práctica, podían sobornar a topógrafos, secretarios del registro y jueces para que no hicieran
caso de los indígenas que ya estuvieran allí. Incluso cuando la tierra aún estaba baldía, tendía a
ser la periferia de un pueblo indígena, lo cual, según la ley colonial, se consideraba una reserva
territorial para su propia expansión demográfica. O terratenientes ausentes obtenían títulos en
las instancias nacionales sin manifestar sus derechos localmente, aun después de que los
parcelarios invirtieran décadas de esfuerzo bajo la impresión errónea de que las tierras no tenían
dueño.
La confusión era algo normal en los densos bosques al norte de Uspantán. Los mapas de registro
muestran que la mayoría de la tierra tenía título de propiedad durante la fiebre de tierra del
gobierno Liberal, pero algunos de los nuevos propietarios tardaron en ocupar su propiedad,
haciendo que pareciera tierra baldía para los colonos. Los límites eran tan vagos que no era
extraño instalarse por error en la propiedad de otro. Había títulos de registro confuso que se
remontaban al siglo diecinueve; derecho de ocupación para los colonos que mejoraran tierras
desocupadas; y el indolente legado de topógrafos, notarios y jueces que estampaban su sello en
cualquier cosa por la que les pagaran.
A cargo de la solución de todos los problemas está el Instituto Nacional de Transformación
Agraria (INTA), que se fundó para aliviar la presiones por la reforma agraria. En teoría, y a
veces en la práctica, el INTA puede aplicar un impuesto a las tierras ociosas que obliga a los
propietarios de las fincas a traspasarlas a los campesinos. La función más importante de la
agencia ha sido parcelar terrenos públicos. Ambos aspectos requieren una mediación entre
demandantes rivales que a menudo son indígenas. Sería difícil exagerar las dimensiones de esta
labor para una institución de recursos muy limitados. Año tras año, cientos de conflictos tienen
que ser manejados por un puñado de investigadores del INTA que normalmente carecen de medios
prácticos para resolverlos, con el resultado de que nunca se terminan.
No es de sorprender que el INTA haya sido objeto de duras críticas por virtualmente todos los
que han tenido que tratar con él. Exhaustos y en bancarrota por sus incontables viajes a las
oficinas, los solicitantes lo acusan de indiferencia, ineptitud y corrupción. No hay duda de que
el INTA ha puesto a prueba la resistencia de miles de campesinos. Pero cuando se toma un caso como
el que estamos a punto de examinar –más conflictivo que la mayoría, pero para nada extraño– surge
una posibilidad perturbadora. Los propios demandantes podrían estar volviendo imposible la
solución.
La lucha por la tierra de Vicente Menchú
Una pregunta que surge del testimonio de Rigoberta de 1982 es por qué ella y su familia pasaban
buena parte del año lejos de las nuevas tierras que estaban colonizando, para trabajar por un
pequeño salario en fincas remotas. Es cierto que convertir un bosque tropical en una milpa de maíz
lleva años, como lo menciona Rigoberta (hay que quemar los troncos; las raíces deben pudrirse y la
tierra debe secarse antes de que la cosecha llegue al máximo).
Sin embargo, el maíz crecerá desde el principio. Pasarse la mayor parte del año en una finca
suena algo exagerado para campesinos que están talando y quemando sus propias tierras nuevas.{6} A

18
juzgar por las fuentes de Uspantán, el motivo de esta incongruencia es que Rigoberta nunca trabajó
en las fincas. Algunos vecinos iban a la costa del Pacífico, pero principalmente entre octubre y
diciembre, mientras esperaban que madurase la cosecha.
En cuanto al padre de Rigoberta, Vicente, trabajó en las fincas a edad temprana pero lo dejó
mucho antes de que naciera ella en 1959. La razón es que él no era pobre según el criterio local.
Conforme con el relato de Rigoberta, sí creció en la pobreza, sin padre y por lo tanto sin tierra,
tras nacer en el pueblo de Santa Rosa Chucuyub, en el sur del Quiché, en 1920. Su padre murió
cuando él era niño, según Rigoberta, después de lo cual su madre se lo llevó a él y a sus dos
hermanos pequeños a Uspantán, donde se ganaban la vida como criados.{7} A decir de su nieta, Rosa
Menchú trabajó para un adinerado patrón ladino que abusaba de ella sexualmente y la obligó a
entregar a Vicente a otra familia. Cuando averigüé el paradero de la familia del patrón,
resultaron ser uspantekos en vez de ladinos, al igual que una familia para la que Rosa había
trabajado anteriormente.{8} «Todos vivíamos y trabajábamos juntos, con un azadón», afirmó un hijo
que creció con Vicente.
Social y étnicamente, Uspantán era una sociedad más fluida que la que da a entender el
testimonio de Rigoberta de 1982. Puesto que ella era de una aldea dedicada a la agricultura y
narraba una historia de opresión, da una imagen de su pueblo que es más conservadora que la que
resultaría de, digamos, una investigación sociológica. Durante su juventud, los ancianos hablaban
de experiencias atroces de principios de siglo. Aunque los indígenas seguían siendo ciudadanos de
segunda clase, los trabajos forzados eran cosa del pasado, a excepción del servicio militar
obligatorio, del cual Chimel estaba convenientemente distante. Entretanto, los indígenas estaban
aprendiendo mejores medios para ganarse la vida. Ya no trabajaban para las fincas tanto como
antes.{9} En su lugar, eran cada vez más los que iban a la escuela. Algunos prosperaban en los
negocios. Un síntoma de estos progresos es el vestigio del catolicismo animista del testimonio de
Rigoberta en 1982. Ella era de una aldea que lo había rechazado, junto con el consumo intenso de
alcohol en la fiesta, el cual contribuía a la pobreza.
Los indígenas también estaban empezando a emigrar a los Estados Unidos. Una prima hermana de la
madre de Rigoberta, tan indígena como ella, se trasladó a la ciudad de Quetzaltenango, se casó con
un ladino y desde hace décadas vive con sus dos hijos en Los Angeles, California. Sus nietos
(primos segundos de Rigoberta) son ciudadanos estadounidenses. El uspanteko con el que creció el
padre de Rigoberta es un agricultor indígena, pero tiene un hijo que vive en Maryland, una hija
viviendo en Suiza y dos nietas trabajando en Italia. «Nunca hemos sido discriminados por ser
indígenas», afirmaba una hija que conoció a Rigoberta cuando era niña. «Mi familia siempre ha
tenido buenas relaciones con los ladinos. La mayoría de nuestros vecinos son ladinos. Los
indígenas tienen un poco de culpa por la discriminación. A veces la discriminación es peor si uno
no se quiere a uno mismo, si no se siente igual. Si alguien dice: 'Como soy indio, no soy igual'
entonces se discrimina. Pero si uno se siente igual, no».
Vicente y sus dos hermanos menores se encuentran entre los muchos miembros de su generación que
ascendieron socialmente. Esto no sólo lo confirman sus propias vidas independientes, también las
de la mayoría de sus descendientes. Uno de los medios mediante los que se estableció Vicente fue
el servicio a los ladinos, primero en el ejército y después como auxiliar en la municipalidad.
También se hizo catequista católico. Otro medio más que mejoró la situación de Vicente fue su
unión con una mujer de un clan de campesinos acomodados. En Me llamo Rigoberta Menchú no se
menciona un matrimonio anterior y menos afortunado. Duró lo suficiente como para engendrar cuatro
hijos, dos de los cuales sobreviven todavía. La unión se deshizo luego de que Vicente regresara
del servicio militar hacia 1943, renovara su interés en la agricultura y se enamorara de una
muchacha aún adolescente. Su nombre era Juana Tum Cotojá. Dos de sus primeros hijos murieron
cuando todavía eran pequeños, pero sobrevivió uno, nacido en 1949, así como otros seis más.{10} El
cuarto de los siete que llegaron a adultos era la futura laureada, nacida en 9 de enero de 1959.
El primer suegro de Vicente le había dado tierras de cultivo, pero el segundo tenía muchas más.
Juana Tum Cotojá pertenecía a la próspera comunidad k'iche' de Xolá. Situada en una fértil cuenca
en las montañas, a pocos pasos de distancia hacia el noreste del pueblo, Xolá estaba colonizando
nuevas tierras en el norte. Según el testimonio de Rigoberta en 1982, la familia de su madre es
tan pobre como la de su padre, aunque ella misma corrigió este retrato una década más tarde.{11}
Según su segundo relato, la familia de la madre de Juana (los Cotojás) eran naturales de Lemoa,
una aldea próxima a la capital departamental, Santa Cruz del Quiché. La familia del padre de Juana
(los Tums) eran chiquimultecos –nativos de Santa María Chiquimula, en el Departamento de
Totonicapán– a los que se les conocía como los «gitanos» de Guatemala porque abandonaron su
superpoblado municipio para convertirse en comerciantes itinerantes.
Puede ser que los Tums y los Cotojás fueran pobres cuando llegaron a Uspantán. Pero ya en 1928
ambas familias formaban parte de un grupo que compró más de ochocientas hectáreas de bosque a un
día de camino hacia el norte, en un lugar llamado Laguna La Danta.{12} Con buenas tierras en Xolá,
más en Laguna Danta y aún más tierras despobladas que se extendían al norte de la nueva localidad,
los Tums y los Cotojás tenían los requisitos para asegurar una vida independiente a sus hijos y
sus nietos. Justo al norte de Laguna Danta se extiende un valle dramáticamente escarpado que corre
de este a oeste. La caída hacia el fondo es larga y abrupta –trescientos metros– y el muro
septentrional del valle se eleva más aún, por encima de los quinientos metros, a una altitud de
2.613 metros. Esta es la cadena montañosa de bosques ancestrales que atraviesa la parte meridional
del municipio, en torno al pueblo de Uspantán, extendiéndose desde el norte hasta la Zona Reina.
Eran también unos terrenos nacionales que nunca habían sido registrados con éxito durante la
fiebre de tierras del gobierno Liberal, lo que lo convertía en uno de los últimos reductos sin
dueño de la región.
Una porción de la montaña, de casi veintiocho kilómetros cuadrados, era la tierra que
reclamaban Vicente Menchú y su grupo de colonos. El único límite disputado se encontraba en la
esquina suroriental, donde una familia ladina reclamaba un pedazo estrecho de cuarenta y cinco
hectáreas que el INTA adjudicaría más tarde a Vicente. Podría haberse contentado con este pequeño

19
reino, hubiera obtenido el título una década antes de lo que tardó en conseguirlo.
Lamentablemente, ya había situado su casa y su colonia justo más allá de la esquina suroriental.
El nuevo caserío de Chimel se encontraba entre las 2.753 hectáreas reconocidas por el INTA y la
aldea ya establecida de Laguna Danta, donde había llegado Vicente en calidad de yerno. Los Tums de
Laguna Danta consideraban que las 151 hectáreas adicionales en las que él se había establecido
eran de ellos.{13}
De este desacuerdo aparentemente pequeño habría de brotar un río de tragedia. Allí había
empezado a desbrozar el bosque el suegro de Vicente a finales de la década de 1930, llegando su
yerno una década más tarde para cultivar junto a él. Parece que los problemas comenzaron poco
después de que apareciera Vicente, no con su suegro, Nicolás Tum Castro, sino con el hermano de
éste, Antonio, y sus hijos. Con un gesto de impotencia, una de las hijas mayores de Vicente
recordaba que cuando había ido a vivir con su padre en Chimel, entre 1949 y 1950, él y Antonio Tum
«ya estaban pleiteando por la santa tierra... por cuestiones de tierra, de mojones». Las 151
hectáreas de la discordia eran las tierras más accesibles de la reivindicación de Vicente. También
estaban bien irrigadas, con arroyos que bajaban por la misma ladera en la que Vicente construyó su
casa. Es más, como yerno de los Tum, ya había dedicado varios años de trabajo para desbrozarlo. En
comparación, las 2.753 hectáreas debían parecer un paraje salvaje.
La lucha de Vicente por el título de propiedad comenzó antes de que naciera Rigoberta. Hacia el
final del régimen del Coronel Carlos Castillo Armas (1954-1957), instalado por la CIA, otro colono
k'iche' recuerda haber acompañado a Vicente al registro nacional de la propiedad. Luego de que el
registro desoyera la solicitud, Vicente y su compañero fueron con un coronel retirado y abogado de
la cabecera departamental, Francisco López, que les dijo que «juntaran más gente». Para obtener el
título que querían, les aconsejó el coronel, tendrían que invitar a otros colonos que se
adhirieran a su causa. Desgraciadamente, el reclutamiento de gente de afuera aumentó la ira de los
parientes políticos de Vicente. «Como yerno», me contaba un anciano Tum cuatro décadas más tarde,
«Vicente era miembro de la comunidad de Laguna Danta, por pedir mujer de allí. Pero nunca nos
pidió permiso para traer gente de afuera, y nunca nos invitó... Nosotros ya teníamos nuestro
título y ya teníamos nuestra tierra. Tal vez nuestros hijos querían la tierra, pero todavía no...
Eran terrenos municipales: Vicente no tenía derecho para traer gente de otros lugares».

Notas
{1} Para un mapa que muestre la complejidad de la distribución lingüística, véase Diócesis del
Quiché 1994:25
{2} Arias de Blois 1987:8.
{3} Piel 1989:213, 253-261, 309, 320-322, 340-342..
{4} Las familias ladinas adineradas como los Brol (véase el capítulo 4) y los Botrán siguen
teniendo propiedades importantes cerca de Uspantán, pero ya antes de la violencia la mayoría de
sus herederos vivían en Ciudad de Guatemala, lo que les aleja del escenario social local. Puesto
que la mayor parte de las fincas del norte del Quiché son escasamente rentables, la violencia de
principios de los 80 aceleró la tendencia ya establecida a renunciar a ellas. Tradicionalmente,
las propiedades se subdividen entre los campesinos que ya vivan en ellas.
{5} Si los indígenas dieron la bienvenida a los ladinos que llegaron como comerciantes, pudo
ser consecuencia de que ellos ya estaban muy acostumbrados a que los párrocos actuaran como sus
mediadores, y durante el régimen anticlerical de los liberales los sacerdotes escasearon
paulatinamente.
{6} Burgos-Debray 1984: 4, 43, 109.
{7} Según otro miembro de la familia, el padre de Vicente se llamaba Pío Pérez y no reconoció a
su hijo. Lo cual explicaría por qué éste prefirió llevar el apellido de su madre y no el de su
padre. Vicente tendría que haber sido Vicente Pérez Menchú. En algunos documentos presentados en
el INTA, aparece en ocasiones como Vicente Menchú Pérez, tal vez porque algún funcionario le pidió
que proporcionara un segundo apellido.
{8} Burgos-Debray 1984: 2-3. Aunque la traducción inglesa de Me Llamo Rigoberta Menchú
identifica al patrón como ladino, el original en castellano se refiere a él como ladino y como «de
los uspantanos» (Burgos n.d.:23). En este libro utilizo el término uspantano para referirme a
cualquier persona nacida en Uspantán, incluyendo k'iche's y ladinos, y reservo el de uspanteko
para los hablantes de esta lengua.
{9} En base a las investigaciones de inicios de los 70, Carol Smith (1984:212-215) ha reportado
un descenso de la inmigración en gran parte del altiplano occidental.
{10} En su relato de 1982, Rigoberta menciona haber visto morir a sus dos hermanos mayores por
la escasez de comida en las fincas, pero más tarde afirma que nunca conoció a su hermano mayor que
murió y describe al otro que vio fallecer como al más joven de sus hermanos (Burgos-Debray 1984:
4, 38-41, 88). Según una fuente de la familia, ambos habían muerto mucho antes de que ella
naciera.
{11} Burgos-Debray 1984: 4. Menchú y Comité de Unidad Campesina 1992: primera sección sin
numerar.
{12} Documento del título de propiedad de la Finca Rústica 2.864, folio 244, libro 15, del
departamento del Quiché, «Segundo Registro de la Propiedad», 14 de noviembre de 1966 (Archivos del
INTA, paquete 3.650, págs. 51-54).
{13} La cifra de 151 hectáreas aparece en el borrador de una resolución sin fecha, basada
aparentemente en un estudio de 1972 (Archivos del INTA, nuevo paquete 139, págs. 37-38).

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Capítulo 3
La lucha por Chimel

«Mi padre luchó veintidós años defendiendo, librando su heroica lucha en contra de los
terratenientes que querían despojarnos de la tierra, a nosotros y a los vecinos. Cuando
nuestra pequeña tierra ya daba cosecha después de muchos años y que el pueblo tenía ya
grandes cultivos, aparecieron dos terratenientes: los Brol. Dicen allá, que fueron más
famosos por lo criminal de lo que fueron los Martínez y los García.» —Me llamo Rigoberta
Menchú, pág. 129.
Entre las descripciones de explotación de Rigoberta asoman recuerdos evocando su aldea como un
lugar bucólico. Esto también se lo oí decir a otras personas. «Aquí en Chimel hubo una capilla,
una escuela, clínicas, un equipo de fútbol que jugaba contra otras aldeas, me dijo uno de sus
familiares. Hubo tiendas. Casi ningunos se fueron a la costa. Tenían su maíz, nadie compraba maíz.
Y la gente tenían sus fiestecitas, se juntaban para matar una oveja, un marrano, y todos juntos
hacían un almuerzo. En sus fiestas no había kuxa, no quiere la gente. Todos eran de una religión –
la católica– pero no permitían estos fabricantes de kuxa. En Laguna Danta casi todos tenían su
kuxería, pero aquí ninguno. Si quedaba un azadón o hacha tirada, nadie lo quitaba. Casi todos
tenían respeto».
A los pies de una abrupta cadena de montañas que domina el horizonte por encima de Chimel se
resguardan sus viviendas entre cerritos y valles. La casa de Vicente se levantaba en un potrero
regado por un pequeño arroyo. Aun después de que el valle fuera despojado de árboles, los
exuberantes bosques de las alturas circundantes garantizaban lluvias a lo largo del año. La lluvia
era tan abundante que Chimel resultaba demasiado húmedo para secar ladrillos de adobe, el material
favorito de construcción, de modo que las casas estaban construidas con planchas de madera y
cubiertas con tejados de paja o de lámina. Todas las tardes ondean las nubes en el valle que se
abre hacia occidente. Era un bonito lugar, muy querido por sus habitantes antes de que
desapareciera.
Uno de los temas mas poderosos de Rigoberta es la defensa que su padre hace de Chimel frente a
los grandes terratenientes que quieren arrebatársela. La lucha de Vicente Menchú para defender su
tierra de los García, los Martínez y los Brol evoca imágenes populares de la resistencia indígena.
Me llamo Rigoberta Menchú dramatiza la lucha más básica de los pueblos nativos, su lucha por la
tierra, y además responsabiliza rotundamente a los colonizadores que tanto se adjudicaron. El
pueblo de Chimel no sólo es desalojado de sus propias casas por los finqueros en dos ocasiones;
además Vicente es encarcelado dos veces, la primera durante catorce meses y la segunda es
condenado a cadena perpetua. En medio de todo esto es tan brutalmente golpeado por los matones de
un finquero que nunca llega a recuperarse del todo, y todo ello antes de encontrar la muerte en la
embajada de España.{1} Las acusaciones de Rigoberta contra el Instituto Nacional de Transformación
Agraria, la oficina de tierras del gobierno, aúna siglos de explotación indígena con sistemas
legales impuestos. Aunque el INTA afirma ayudar a los campesinos a obtener los papeles de sus
tierras, Me llamo Rigoberta Menchú describe una institución de dos caras que en complicidad con
los finqueros les roba sus tierras. De ahí las repetidas ocasiones en las que los topógrafos del
INTA vuelven a medir Chimel a costa de la comunidad; por no nombrar otras en las que los
campesinos son amenazados por los guardaespaldas de los finqueros y las innumerables citaciones en
la capital por parte de las autoridades del INTA para que Vicente firme otro papel misterioso que
será utilizado en su contra. De hecho, a Vicente Menchú se le recuerda hoy en Uspantán por su
lucha por la tierra. Oí hablar de cómo en dos ocasiones desalojaron de sus casas a la gente de
Chimel; de cómo Vicente hizo innumerables viajes al INTA; de cómo fue encarcelado dos veces y
golpeado tan brutalmente que tuvo que ser hospitalizado. Pero lo que emergía de mis entrevistas
era algo muy distinto al testimonio de Rigoberta, tan diferente que arroja otra luz sobre toda la
historia. Cuando pregunté por los conflictos de Vicente por la tierra, la respuesta que obtuve se
puede resumir en un apellido que prácticamente no se menciona en Me llamo Rigoberta Menchú: los
Tum.{2} También se menciona un pleito pre-bélico por lindes territoriales con la familia Martínez,
así como otro con los hermanos García después de la muerte de Vicente, pero todo el mundo parece
convenir que su pelea más seria por la tierra no fue con finqueros ladinos. Sino con colonos
k'iche's como él: sus parientes políticos, los Tum de Laguna Danta. Una visita a un archivo en la
Ciudad de Guatemala permite llegar a la misma conclusión. Conforme al espíritu de Me llamo
Rigoberta Menchú, el edificio del INTA al que tantas veces recurrió Vicente está una cuadra más
abajo de la sórdida fortaleza del cuartel general de la policía nacional. Entre el laberinto de
oficinas repletas de funcionarios y reclamantes, hay una habitación pequeña atestada con fardos de
documentos desde el suelo hasta el techo. Incluyen dos gruesas carpetas de peticiones,
contrapeticiones, apelaciones y contra apelaciones presentadas por Vicente Menchú, sus adversarios
y sus herederos. Los documentos abarcan cuatro décadas, desde 1961 hasta la actualidad, un caso
que quizás nunca termine mientras haya un gobierno al que pueda apelar cualquiera de las partes en
conflicto.
Guerra de trámites en el INTA
El testimonio de Rigoberta teje al mismo tiempo muchos hilos de la experiencia indígena en
Guatemala, pero algo que le falta son los conflictos de tierra entre los campesinos. Dado lo
frecuentes que son, más aún que los que ocurren con los finqueros, se trata de una omisión
importante. Hay dos presunciones bien representadas en Me llamo Rigoberta Menchú, (1) que las
comunidades indígenas son más cohesivas que las no indígenas y (2) que los conflictos más
importantes de los campesinos son verticales, con opresores externos tales como finqueros y
autoridades estatales, lo cual explica su predisposición a rebelarse. Pero, ¿es éste el estado
habitual de las cosas? Y en general, ¿consideran los campesinos que los foráneos son el principal
problema que enfrentan? Lamentablemente, una perspectiva heroica de los campesinos nos ciega ante
la posibilidad de que éstos perciban que su problema principal es el prójimo. También nos cierra

21
los ojos ante la posibilidad de que, lejos de resistir al estado, los campesinos lo utilicen
contra otros miembros de su propia clase social.{3}
Existen las familias ladinas de finqueros maldecidas en Me llamo Rigoberta Menchú, pero sólo
son partícipes periféricos en las querellas presentadas por Vicente Menchú y los otros colonos. Un
repaso a quienes las presentaban sugiere el contexto del litigio. Entre 1961 y 1978 Vicente Menchú
presentó quince peticiones; sus compañeros de Chimel otras cuatro. En la mayoría de ellas
solicitaban al INTA que hiciera el favor de darse prisa, pero en cinco se presentaban quejas
contra otros colonos k'iche's, principalmente los Tum de Laguna Danta. Sólo una de las nueve
peticiones iba dirigida contra un ladino (véase el capítulo 4). Entretanto, los Tum estaban
igualmente activos. Desde 1966 hasta 1979, presentaron diecisiete reclamos, principalmente contra
Vicente Menchú y sus partidarios. Esto por no mencionar otras veinticinco peticiones de otros
cuatro grupos de colonos. Entre estos cuatro se incluyen dos facciones disidentes de Chimel que
presentaron una denuncia contra Vicente, más dos nuevos grupos de demandantes que reclamaron
contra los Tum, contra Vicente y uno contra el otro. Puesto que casi todas las personas
involucradas eran indígenas, casi todas las denuncias iban dirigidas contra ellos mismos más que
contra los ladinos.
La primera petición mencionada en los archivos es de Vicente y se remonta a 1961, le siguen sus
solicitudes a cada nueva administración.{4} Los documentos fueron mecanografiados por un abogado o
secretario, después sellados con la impresión del pulgar de Vicente y de los compañeros que
estuvieran en aquel momento con él. Pronto comprendió que esperar tranquilamente una repuesta
equivalía a ser ignorado; a una de sus primeras las autoridades no le dieron curso durante tres
años y medio. Sus peticiones siempre fueron corteses, pero solían perder el tono implorante del
campesino que apela a la autoridad cuando se refería al tiempo y los gastos por los que le habían
hecho pasar.
No es difícil entender por qué le irritaban tantos viajes a la capital, una experiencia
campesina clásica que es secundada por los hombres que le conocían. «Siempre la lucha de él era
por la tierra», me dijo un ladino. «El INTA les engañó muchas veces. Decía que perdieron su
expediente, que hay que medir sus tierras otra vez. Les decía que iba entregar sus títulos y no lo
hacía. Viaje tras viaje a la capital. Esta gente, ese hombre sufrieron penas. Aquí en la
municipalidad hicimos lo que pudimos.» «El INTA es muy ingrato», dijo otro simpatizante ladino,
refiriéndose a su propia lucha con la institución. «Deja a uno sin dinero. Y si resulta que hay un
terrateniente con más dinero, lo deja a uno con nada». Otro demandante recuerda que Vicente dijo:
«el gobierno es ladrón porque siempre nos quita dinero. La tierra es de nosotros, acaso es del
gobierno».
Sin embargo, el INTA no era el principal impedimento de su solicitud. Lo eran sus parientes
políticos k'iche's, lo que afligía a su esposa, Juana Tum Cotojá. Su tío Antonio y los hijos de
éste impugnaban cada solicitud de Vicente, daban problemas después de cada inspección del INTA y
llevaron sus protestas a la municipalidad, el gobernador departamental y los juzgados. Hasta la
década de los 60 el desacuerdo no había transcendido del valle a las instituciones nacionales.
Pero a medida que Vicente se volvió un demandante constante, los Tum reforzaron su posición a
través de la compra a un ladino llamado Angel Martínez de un título por 360 hectáreas de tierra
que incluían las 151 que se peleaban con Vicente.{5} Desgraciadamente, el documento nunca
impresionó al INTA porque no especificaba los límites. Los Tum se pusieron a la defensiva frente a
la institución, por lo tanto tenían más motivos que Vicente para el resentimiento.
Los Tum tuvieron más suerte con el sistema judicial. Fueron ellos, no los finqueros como
informa Me llamo Rigoberta Menchú, los responsables de desahuciar a los habitantes de Chimel en
dos ocasiones y de encarcelar a Vicente en dos ocasiones más. El primer desalojo fue por orden del
juzgado de la capital departamental el 18 de septiembre de 1967.{6} Según los testimonios locales,
se presentaron unos diez judiciales que ordenaron a la gente que saliera de sus casas, sacaron sus
posesiones y atrancaron las puertas con clavos. Vicente pasó un mes en el INTA persuadiéndoles
para que intervinieran. El resto de la aldea pasó el mes acampado delante de sus casas, mojado y
afligido. Finalmente el INTA envió una comisión que decidió a favor de Vicente y permitió que la
comunidad recuperara sus hogares, hasta que otra orden judicial de desalojo les obligó a repetir
el proceso.
En 1970 los Tum lograron meter preso al padre de Rigoberta. El 29 de setiembre fue arrestado
por hurto y llevado a Santa Cruz del Quiché.{7} Vicente fue acusado de desmantelar una vivienda de
Chimel que pertenecía a uno de los Tum y de haberse llevado los materiales para mejorar su propia
vivienda. Cuatro de mis fuentes creen que era culpable, su único defensor piensa que le habían
tendido una trampa. Fue condenado y sentenciado y pasó quince meses en la prisión departamental de
Santa Cruz del Quiché. Siete años más tarde, dos de los socios de Vicente que morirían durante la
violencia, Pedro Jax y Manuel Tiquiram Tum, fueron encarcelados porque los Tum de Laguna Danta les
acusaron de haber invadido su propiedad. Finalmente, el 7 de noviembre de 1978, cuando Chimel
estaba haciendo el pago inicial de su tierra al INTA, la policía nacional arrestó a Vicente debido
a otra denuncia de los Tum. Esta vez sólo pasó una semana o dos en la cárcel hasta que la
comunidad pagó la fianza y el caso nunca volvió a juicio.{8} Los Tum no fueron los únicos que
recurrieron a la policía nacional y a los juzgados. Vicente también lo hizo, como cuando consiguió
que dos hombres fueran encarcelados en Santa Cruz del Quiché, el 22 de febrero de 1974, por
asaltarle y golpearle. Los dos formaban parte de una facción disidente de su propia aldea, y éste
podría ser el incidente que le llevó a ser hospitalizado en Santa Cruz del Quiché.{9} Según un
familiar de Vicente, los Tum habían pagado a los dos para que lo atacaran. Pero otros tres
parientes dicen que la paliza que mandó a Vicente al hospital había sido directamente administrada
por los Tum, de modo que es posible que hubiera un segundo incidente. «Los Tum gastaron mucho
dinero y vendieron muchos animales para tratar con licenciados, pero no podían [desalojar a
Vicente]», me contó un familiar. «Entonces le esperaron en el camino y le golpearon con palos, y
él pasó seis semanas en hospital».

22
Mi evidencia sobre los asaltos y los pleitos es limitada. Una de las razones es que alguien
quemó el archivo judicial de Santa Cruz del Quiché (por razones ajenas a los Menchú) justo antes
de que yo llegara a consultarlo. Otra, es que muchos de los demandantes murieron durante la
violencia, mientras que otros tendían a ser reticentes. «¿Qué está buscando?» , preguntó un ex
litigante convertido en pastor evangélico cuando Barbara Bocek y yo aparecimos en su casa. «Es un
escritor, escribe libros sobre la historia y la gente», le explicó Barbara en k'iche'. «Sólo
quiero hablar de cosas del cielo», respondió el viejo adversario de Vicente. «Ya no hablo de cosas
de este mundo. ¿Escribe sobre la palabra de Dios?». «No, escribe sobre la historia, la tierra, la
gente», explicó mi compañera. «De lo último que quiero hablar es de asuntos políticos y de
tierra», concluyó el pastor.
Otra razón por la que también resulta difícil recuperar los detalles de estos incidentes es que
los espectadores confundían quién estaba haciendo qué a quién. En 1972-1973 Vicente no sólo se
enfrentaba a los hermanos de su suegro Tum, también peleaba con un grupo de oponentes de su propia
aldea. Había, además, dos nuevos grupos de demandantes y cada uno de ellos reclamaba las 210
hectáreas del título invalidado de Laguna Danta que Vicente no pedía. Los terrenos en cuestión
corrían a lo largo del fondo del valle entre Laguna Danta y Chimel, el llamado Chimel Chiquito en
contraste con el Chimel Grande de Vicente. El primer grupo estaba capitaneado por un ladino de la
aldea Los Canaques, pero estaba formado principalmente por k'iche's –entre ellos Víctor Menchú, el
hijo de Vicente– y presentó su solicitud con el apoyo de Vicente. El segundo grupo consistía en
k'iche's de otra aldea cercana, Macalajau. Pronto ambos grupos se sumaban a la triste historia de
enfrentamientos físicos y peticiones angustiosas al INTA. Lo que nunca surgió en los testimonios
que yo escuché fue algo que identificara a Vicente como prisionero político. En este aspecto, el
relato de su hija es único.
Una aldea dividida
«Fue un elemento importante para mí cuando aprendí a distinguir a los enemigos. Entonces, el
terrateniente era un gran enemigo, negro, para mi. El soldado, también era un enemigo
criminal, pues. Y los ricos, en general. Empezamos a emplear el término enemigos. Porque en
nuestra cultura no existe un enemigo como el punto a que han llegado esa gente con nosotros,
de explotarnos, de oprimirnos, de discriminarnos; sino que para nosotros, en la comunidad,
todos somos iguales. Todos tenemos que prestar servicios unos a otros. Todos tenemos que
intercambiar nuestras cosas pequeñas. No existe algo más grande y algo menos.» —Me llamo
Rigoberta Menchú, págs. 148-149 (ed. Arcoiris)
Cualquier hablante k'iche' puede confirmar que esta lengua tiene un término para enemigo,
k'ulel, que surge rápidamente en las hostilidades con otros k'iche's y que, sin duda, se utilizaba
en Chimel. Lejos de ser pacífica, la aldea de Rigoberta tenía fama de ser más conflictiva que la
mayoría. Los colonos de Chimel pertenecían a varios grupos étnicos y locales; por encima de todo,
tenían en común su afán de tierras. Fuera cual fuese el sentimiento comunitario que lograran
construir, se resquebrajaba una y otra por cuestión de mojones. Rigoberta no es la única persona
que recuerda Chimel como una comunidad cohesiva, pero también era el hogar transitorio de una
población cambiante, la mayoría de la cual se iba por culpa del pleito.
Toda comunidad de colonos tiende a ser inestable debido a las dificultades inherentes. «Siempre
se entra y se va», me dijo un veterano. Ciertamente, fue así en el caso de Chimel, tal como lo
sugiere la comparación de cinco listados de jefes de familia a lo largo de los años.{10} En 1978,
justo antes del inicio de la violencia, Vicente Menchú y cuatro jefes de familia más eran los
únicos hombres que quedaban del primer censo llevado a cabo dieciséis años antes. Los otros
ochenta y ocho habían desaparecido de la lista, con un saldo total de casi el noventa y cinco por
ciento.
En la década de los 60, Vicente amplió su comunidad con cobaneros, q'eqchíe's que trataban de
independizarse de las fincas. Muchos fueron intimidados por los Tum para que se fueran; en
particular después de ser desalojados de sus casas, aunque sólo fuera temporalmente, y de ver a
Vicente encarcelado en la capital departamental.
La segunda oleada de llegadas a Chimel fue de k'iche's como los propios Menchú. Algunos
procedían de aldeas cercanas a Uspantán, pero la mayoría, veinticuatro familias, venían de
Parraxtut, una colonia k'iche' en el municipio de Sacapulas, hacia occidente, en los Cuchumatanes.
Originalmente, los colonos de Parraxtut solicitaban tierras nacionales situadas más al norte, en
la región de Ixcán. Pero había tantos obstáculos que el INTA los envió a Chimel, con el fin de que
acrecentaran el número de familias necesarias para asentarse en veintiocho kilómetros cuadrados.
Los hombres de Parraxtut empezaron a acompañar a Vicente en sus visitas al INTA y a presentar
solicitudes en su ausencia. Pero en cuestión de pocos años, se rebelaron contra su liderazgo.
Según su primera denuncia, presentada por dos hombres de Parraxtut en 1972, Vicente les había dado
lotes de la mitad del tamaño de los que habían sido asignados a los demás. Después Vicente les
amenazó con quitárselos, afirmando hacerlo con la autoridad del INTA.{11} A finales de 1973, otros
veintitrés jefes de familia añadieron sus huellas digitales en una carta acusando a Vicente de
perseguir sus intereses a costa de ellos.{12} La carta pedía al INTA que reconociera a dos de los
líderes de Parraxtut como los representantes de Chimel. Entre los disidentes se encontraban ahora
k'iche's de Uspantán. En 1976, Vicente reconoció que la comunidad estaba dividida en dos
facciones. Aunque cuarenta y un jefes de familia estaban dispuestos a participar en los deberes
comunitarios, tales como pagar al INTA por sus títulos, decía que los otros quince se negaban a
hacerlo porque se habían rebelado contra los líderes del grupo.{13} Según los disidentes, Vicente
les amenazaba con expulsarlos de su tierras y ya no le reconocían como su representante.{14} El
resultado fue un segundo éxodo de familias. Puesto que el INTA seguía insistiendo en exigir más
personas para una denuncia tan grande, a finales de los 70 Vicente reclutó una tercera generación
de colonos que sirvieran de reemplazo, veinticuatro familias que, una vez, más eran k'iche's,
pero, ahora, de Uspantán. Los recién llegados llegaron justo a tiempo para la violencia.
Rehusando comprometerse

23
«He pasado un tiempo en el hospital, y he estado cazando alces para renovar mi espíritu, y
por supuesto peleando con mis vecinos por cuestión de tierras. El tiempo que dedicamos a
pelear vale más que la propia tierra. Pero para los granjeros de donde yo vivo, ceder una
pulgada de tierra en un litigio es como ceder todo aquello en lo que uno cree. La
obstinación en cuestión de pleitos por la tierra es también una manera espléndida de
vincularse con los antepasados, e instantáneamente te gana popularidad entre los parientes
más ancianos. Supongo que Noruega y Guatemala no están tan distantes una de la otra como se
pudiera pensar.» —Henrik Hovland, 1994.{15}
Resumiendo una situación complicada, cinco grupos de campesinos mayas competían por las tierras
de Chimel y sus alrededores. En primer lugar estaba Vicente Menchú y los colonos de Chimel;
después los Tum de Laguna Danta, que no habían dejado de defender la validez de las tierras que
habían comprado; luego una facción disidente del propio grupo de Vicente, liderada por 25 colonos
de Parraxtut; además de otros dos grupos de las aldeas de Los Canaques y Macalajau. Excepto unos
cuantos individuos de Los Canaques, todos los demandantes eran indígenas. Se disputaban un pedazo
de tierra de 360 hectáreas situado entre la aldea de Laguna Danta y las 2.753 hectáreas
incontestadas que el INTA estaba dispuesto a registrar a nombre de Vicente Menchú. En esas 360
hectáreas se encontraban los terrenos que Vicente había cultivado por primera vez a través de sus
parientes políticos, donde había construido su casa y donde había establecido el caserío de
Chimel. Pero de las 360 hectáreas, él sólo reclamaba 151, dejando el resto en un conflicto
tripartito entre los colonos de Los Canaques, a los que se unirían uno de sus hijos, los otros
colonos de Malacajau y los Tum de Laguna Danta.
Todas las partes apelaban regularmente a los funcionarios del INTA, pero éstos no tenían ni la
autoridad legal ni la fuerza para imponer una solución. Lo único que podían hacer era mediar,
repetidamente y sin éxito. Eventualmente los funcionarios del INTA trataron de poner término a la
controversia registrando a nombre de Vicente y de sus compañeros las 2.753 hectáreas que nadie más
reclamaba. Tal vez se les podría persuadir de que se trasladaran de las 151 hectáreas en litigio,
en las que se asentaba su caserío a las 2.753 en las que nadie les molestaría. Los colonos de
Parraxtut estaban dispuestos a hacerlo, pero Vicente no. Uno de sus primeros compañeros, que dejó
Chimel «porque no nos gusta pelear con los vecinos», me habló de una reunión del INTA a principios
de los 70 en la cual Vicente se negó a ceder un poco para llegar a un acuerdo. «¿Quién está
peleando por el terreno en litigio?», pregunta el funcionario. El líder del contingente de
Parraxtut en Chimel, Diego De León Imul, dice que él no quiere pleitear, pero Vicente alza la mano
y dice, «Soy yo el que está peleando.» «Ahora que fue medida, ¿vas a seguir peleando?», pregunta
el funcionario del INTA. «Si voy a seguir peleando,» responde Vicente. «Ustedes son
guatemaltecos», declara el oficial del INTA, «los dos, Antonio Tum y Vicente Menchú también. Si
uno fuera de otro país, bien, pero no es así, ambos son hijos del mismo padre, del mismo país.
Entonces, mejor que no sigan peleando.» Luego, le dice a Vicente: «'Ahora que la tierra [las 2.753
hectáreas] ha sido medida, pueden pasarse a vivir en ella'. Pero él no quiere», recuerda su
compañero. Según esta fuente, sólo Diego De León, de Parraxtut firmó la medición de tierras;
Vicente se negó.
Su negativa a abandonar la reclamación de las 151 hectáreas, retrasando así la concesión de la
titulación de las 2.753 hectáreas, sería la principal queja dentro de Chimel contra Vicente. De
ahí el recurso presentado en 1978 por cinco hombres que solicitaron (infructuosamente) sumarse a
los cuarenta y cinco jefes de familia que estaban a punto de obtener un título provisional. «El
motivo por el que dejaron Chime, según su petición, era haber llegado a la conclusión de que las
batallas legales de Vicente eran su capricho personal, y que a nosotros no nos convenía apoyar
esta actitud».{16} Ahora les habían sacado del censo final del INTA, y sólo porque se habían negado
a darle dinero para su pleito con los Tum. «No nos conviene porque siempre se cree el líder y
quiere mandar como si fuera un patrón de finca, que resulta lo mismo como que uno estuviera de
mozo colono».{17}
«Por eso que Vicente Menchú se volvió en contra de nosotros, porque no quisimos pelear por el
terreno en litigio», me dijo recientemente un hombre. «Por eso que demoró mucho [el título de] las
61 caballerías.» «Se fue a la cárcel por los Tum por... no querer soltar este cuchillito, que
todavía está en litigio.» Otro miembro de Chimel dijo: «Si uno quiere pelear por las 3 caballerías
(la medida local para las 151 hectáreas), entonces también tiene derecho a las 61 caballerías. El
que no quiere pelear por las 3, que se vaya a otro lado. Realmente la gente se cansó de las
contribuciones». La explicación menos halagadora para la conducta de Vicente, la que dan sus
oponentes, es que se estaba aprovechando de las colectas para gastos legales. Si los hogares de la
aldea no tenían dinero en efectivo como solía suceder, le pagaban con pavos, patos o pollos.
«Cuenta la gente que fue algo por interés, para pagar sus días, sus viáticos y algo para mantener
a su familia», aclaró un defensor que ponía en duda la veracidad del cargo.
¿Por qué no reclutó Vicente a los colonos extras que el INTA exigía a Laguna Danta, evitando
así que le acusaran de importar gente de afuera? Uno de sus antagonistas Tum me afirmó que él
nunca los había invitado, y que si los hubiera invitado le habrían dicho que no. Varios Tum se
mudaron a Chimel, de modo que quizás Vicente lo intentó. Pero es posible que necesitara más
colonos de los que las redes familiares de Laguna Danta podían proporcionar, teniendo en cuenta
que quienes tuvieran suficiente tierra no querrían pasar por todo el gasto y las molestias de
reclamar más. Probablemente, también, las dotes de mando de Vicente eran demasiado fuertes para la
deferencia que sus adversarios esperarían de un yerno que había contraído matrimonio en su clan.
En cualquier caso, sólo la animadversión más intensa, la cual aparece con demasiada frecuencia en
los litigios de campesinos por la tierra, puede explicar un pleito tan autodestructivo que costó a
los adversarios más de lo que nunca podrían esperar obtener de las hectáreas en cuestión. De
Nicolás Tum Castro, el oponente de Vicente, que también murió en la violencia, un anciano
recordaba que «tenía buenos bueyes, una máquina para moler caña y ganado, pero lo vendió todo para
pelear contra Vicente Menchú. El abogado se aprovechó de él».{18}

24
El Vicente Menchú que emerge de los recuerdos sobre el pleito con los Tum puede parecer difícil
de reconciliar con el personaje retratado por Rigoberta. Pero si ponemos en un platillo de la
balanza la nostalgia de una hija huérfana y en el otro el rencor de los oponentes, la distancia es
menor de lo que parece. Según Me llamo Rigoberta Menchú, Vicente era una figura patriarcal fuerte
en su comunidad.{19} «Nos aconsejó mucho», confirma un sobrino. «Hay que vivir con la gente, no hay
que robar, hay que ser buena gente. Hablaba mucho de Dios. A mí me aconsejó bien, tenemos que
estar bien con la gente, también hablaba del trabajo, de cuidar bien lo que se heredó del padre.
Fue un señor que habló lo correcto, tenía razón, nos ayudó cuando quisieron quitar un terreno, nos
ayudó a recuperarlo. Tenía muchas ideas, sabía reclamar sus derechos».
Este es el patriarca sabio y atento del libro de su hija. Contrario a las declaraciones
hostiles citadas anteriormente, no es difícil encontrar personas que hablan de Vicente en los
mejores términos. «Era humilde, tranquilo, pacífico», recordó un viejo amigo. «Era un poco listo,
pero no tenía instrucción». No obstante, la autoridad patriarcal siempre se puede percibir como
tiranía. «Es un poco autoritario y estricto, igual a un padre de familia,» me dijo un
sobreviviente de Chimel. «Si uno no le obedece, se puede marchar a otra comunidad». Según las
regulaciones del INTA, cada hogar de Chimel tenía los mismos derechos sobre la tierra registrada a
nombre de la comunidad. Pero hasta justo antes de la violencia, Chimel no fue reconocida como
aldea por la municipalidad, por lo tanto no elegían alcaldes auxiliares como hacían los demás.
Incluso después de elegir autoridades, resultaron ser los hijos y aliados de Vicente. En la
sociedad maya los padres tienen derecho a negar reconocimiento y propiedades a los hijos que les
desobedezcan. Como fundador de una nueva comunidad, Vicente aparentemente se veía como el padre de
la comunidad y se adjudicaba el derecho de castigar a los miembros que le desobedecieron. Esto les
daría derecho a juzgar si otros hombres cumplían o no sus deberes hacia la comunidad, entendiendo
por esto su disposición a apoyar su lucha por las 151 hectáreas fatales. Hay dos diferencias
notables entre el retrato que Rigoberta hace de su padre y el hombre que emerge de otros
testimonios. Una es su actitud hacia los ladinos, dramatizada por el considerable énfasis que pone
su hija en el odio étnico. En Me llamo Rigoberta Menchú, Vicente y su suegro llegan a odiar a los
ladinos y enseñan a los jóvenes a odiarlos también. Si los Menchú hubieron sufrido por los ladinos
tan seriamente como afirma Rigoberta, esto sería comprensible. Sin embargo no es la imagen que
surge de los testimonios locales. Cualquier injusticia que Vicente hubiera sufrido en su niñez
como sirviente habría sido con patrones uspantekos, no con ladinos; y su principal conflicto de
tierras era con sus parientes políticos k'iche's, a los que debía agradecer muchos de los viajes
realizados a la capital por asuntos legales, al menos una paliza, una temporada en el hospital y
dos temporadas en la cárcel. En vez de explorar los problemas de Vicente con sus parientes
políticos k'iche's, Me llamo Rigoberta Menchú exagera sus problemas con los finqueros. Siendo un
hombre capaz que tenía que soportar la subordinación étnica como todos los indígenas, Vicente
probablemente albergaba sentimientos hacia los ladinos que no les expresaba a ellos. Evidentemente
había desconfianza entre ambos grupos étnicos, pero también compostura, formas de comunicación a
través de las actividades cotidianas, y amistades. Una realidad que el testimonio de Rigoberta
prácticamente niega es que en la vecindad de Chimel ladinos y indígenas coexistían pacíficamente.
Ambos grupos estaban formados por campesinos pobres pero hábiles, que en muchos aspectos
compartían la misma forma de vida. En cuanto al padre de Rigoberta, era conocido por sus buenas
relaciones con los ladinos. Aunque su propio asentamiento de Chimel Grande no incluía a ninguna
persona no-indígena, invitó a un grupo mixto liderado por un ladino de Los Canaques a colonizar el
vecino Chimel Chiquito. Una segunda diferencia entre el retrato que Rigoberta hace de su padre y
el hombre que se puede reconstruir con base a los recuerdos locales es su relación con el estado.
Buena parte de la talla de Vicente como líder puede atribuirse a su éxito tratando con las
instituciones ladinas o controladas por ladinos o extranjeros, incluyendo el ejército, la Iglesia
Católica, el INTA y la izquierda urbana. Para sus compañeros k'iche's esto no era nada censurable.
Era una virtud, un requerimiento para el liderazgo exitoso de una aldea, como también lo era la
fluidez de Vicente en castellano. Lo que suscita comentarios, de críticas en unos y de asombro en
otros, es la incapacidad de Vicente para hacer las paces con sus parientes políticos. Habiendo
entrado en conflicto por las tierras, las dos partes se acostumbraron a apelar al estado una en
contra de la otra, lo cual es un patrón muy común entre los campesinos. En lugar de esta historia,
Rigoberta dotó a su padre con una larga genealogía personal de opresión por las dictaduras de
Guatemala. A los dieciocho años es reclutado a la fuerza para el servicio militar. Durante la
invasión de Guatemala en 1954 por un ejército de exiliados de derecha organizado por la CIA, es
tomado prisionero junto con muchos otros hombres y arrastrado a un destacamento militar del que
apenas logra escapar con vida. A principios de los 70, luego de repetidas traiciones por parte del
INTA, el Vicente de Me llamo Rigoberta Menchú es un campesino radicalizado que no espera nada del
sistema. Preso político en dos ocasiones, está listo para tomar las armas y vengar a su hijo.{20}
Es cierto que generaciones de muchachos indígenas han sido reclutadas a la fuerza para el servicio
militar. Pero según un miembro de la familia Menchú, el se incorporó al ejército voluntariamente.
Un anciano recordó que después de año y medio de servicio estaba lo suficientemente satisfecho
como para alistarse de nuevo. En cuanto a que fuera capturado durante la invasión de la CIA en
1954, uno de sus hijos negó tener constancia del episodio: «aquí estamos muy arrinconados, no hay
este clase de conflicto, aquí sólo de la tierra». A juzgar por los testimonios locales, hasta el
último año de su vida la política de Vicente fue muy diferentes a la que describe su hija. En las
relaciones con los ladinos y el estado, empleaba un estilo cauto, imbuido de las normas legales de
la burocracia hispana, la cual ha sido practicada durante siglos por los líderes de las
comunidades.{21} Todo lo que tuviera que ver con una autoridad exterior, a veces incluso la visita
de un antropólogo, lleva a la elaboración de un acta, aunque la mayoría de los habitantes no
puedan leerla. En efecto, desde hace muchos años los ladinos han temido la furia de la turba
indígena. Pero debido a la creciente superioridad del estado en término de comunicaciones y armas
de fuego, los indígenas de la generación de Vicente casi habían abandonado el enfrentamiento como
método de lucha contra el estado. Al igual que la mayoría de los líderes campesinos educados en la
implacable definición guatemalteca de lo permisible, recurrió en su lugar a las solicitudes
incesantes. Recurrió a la ley aun después de que el ejército secuestrara a su hijo y de su viaje

25
de protesta a la capital. El libro de Rigoberta reproduce fielmente la tendencia de los campesinos
de Uspantán de culpar a otro, sean los funcionarios del gobierno o sean los ladinos, por los
conflictos de tierra entre ellos. «Pero los causantes son los mismos españoles», insistió uno de
sus familiares, «por trazar las líneas mal, para sacar mordidas. Cuántos ingenieros han llegado
allá! Me costó mucho entender eso, pero allá comenzó [el pleito]» . Es cierto que un sistema
arcaico y corrupto de registro de tierras ha sembrado muchos conflictos. Pero esto no explica la
razón por la cual parientes políticos con abundancia de tierras eran incapaces de cooperar entre
sí. Como veremos en los próximos capítulos, éste no es el único caso en el que proclamar víctimas
a la ligera implica la aceptación de una versión muy parcial de los acontecimientos que tantas
víctimas causaron.

Notas
{1} Burgos-Debray 1984:105-114.
{2} La única referencia a los Tum aparece en la página 172, en otro contexto.
{3} Compárese con Kobrak 1997.
{4} Con fecha 22 de noviembre de 1961, se menciona la petición en el informe nº 35,
Departamento Legal y asesoría jurídica, 26 de mayo de 1978 (Archivo del INTA, paquete 3650, págs.
549-550).
{5} El nombre Martínez no aparece en el título de la finca nº 3305, la cual fue adquirida por
los Tum en 1965 (Archivo del INTA, paquete 3650, págs. 212-214), pero los herederos de los
Martínez afirman que Angel fue el vendedor, tal como lo corrobora una referencia en los documentos
del INTA (paquete 3650, pág. 138).
{6} Esta fecha aparece en una declaración jurada fechada el 3 de febrero de 1975 y firmada por
Edwyn Edmundo Domínguez, Juez de Primera Instancia, Santa Cruz del Quiché (archivo del INTA,
paquete 3650, pág. 504).
{7} Registro de Procesos, Primer Juez de Primera Instancia, Santa Cruz del Quiché, apunte nº
757 de 1970. Denuncia iniciada por Francisco Hernández contra Vicente Menchú Pérez el 21 de
setiembre de 1970.
{8} Testimonios locales, además del memo de Víctor A. Ortiz M., Encargado Control de Títulos,
al Señor Jefe de la Sección de Beneficiarios INTA, 13 de noviembre de 1978 (archivo del INTA,
paquete 3650, págs. 583-584).
{9} Según una petición presentada al presidente del INTA por veinte hombres de Chimel con fecha
20 de febrero de 1974 (archivo del INTA, paquete 3650, págs. 460-461), los dos hombres eran Juan
Us Imul, que se convertiría en el líder de los disidentes, y Juan Us Mejía. La fecha del arresto
es del Registro de Procesos, Primer Juez de Primera Instancia, Santa Cruz del Quiché, apunte nº
111 de 1974, por una denuncia iniciada por Vicente Menchú contra Juan Us Imul por lesiones.
{10} Cuadro 3.1. Reducción de hogares en Chimel, 1962-1991

Jefes de Jefes de familia


Reducción desde
Número total de familia desaparecidos
el censo
jefes de familia procedentes del desde el censo
anterior
censo anterior anterior

1962 30 – – –

1965 66 10 20 67%

1969 53 23 43 65%

1978 45 28 25 47%

1991 57 16 29 64%

Fuente: Archivo del INTA, paquete 3650, Lista los que están viviendo en el terreno baldío
Chimel, 29 de enero de 1962. Nómina de los peticionarios del baldío Chimel, todos con residencia
en el mismo terreno, junio de 1965, págs. 14-15. Censo del INTA, septiembre de 1969, pág. 65.
Censo del INTA, noviembre de 1978, pág. 584. Archivo del INTA, nuevo paquete 139, censo del INTA,
junio de 1991.
{11} Petición de Francisco Us Imul y de Juan Us Imul al director del INTA, 25 de enero de 1972
(archivo del INTA, paquete 3650, pág. 376).
{12} Petición de Juan Us Imul y colaboradores al presidente del INTA, 17 de diciembre de 1973
(archivo del INTA, paquete 3650, págs. 446-447).
{13} Petición de Vicente Menchú al presidente del INTA, 18 de octubre de 1973 (archivo del
INTA, paquete 3650, págs. 89-92).
{14} Petición de Francisco Tum Tiu y colaboradores al presidente del INTA, 20 de febrero de
1974 (archivo del INTA, paquete 3650, págs. 460-461). Los disidentes querían que el INTA
reconociera como su representante a Juan Us Imul, uno de los dos hombres encarcelados por asaltar
a Vicente en 1974.
{15} Henrik Hovland, comunicación personal, 22 de octubre de 1994.

26
{16} Petición al presidente del INTA, 18 de noviembre de 1978 (archivo INTA, paquete nuevo 139,
págs. 40-41).
{17} Petición al presidente del INTA, 8 de diciembre de 1978 (archivo INTA, paquete nuevo 139,
págs. 47-48).
{18} No se trata del suegro de Vicente, sino de un sobrino suyo que tenía el mismo nombre.
{19} Burgos-Debray 1984: 17, 106.
{20} Burgos-Debray 1984: 3, 26, 181-184.
{21} Compárese con Kobrak 1997: 206.

27
Segunda Parte. Lucha revolucionaria popular

Capítulo 4
La justicia revolucionaria llega a Uspantán

«La integración de los indígenas a la elaboración, la las tareas de ejecución y de dirección


de la guerra revolucionaria es el problema número uno de la revolución guatemalteca, pero
también el más difícil de resolver. ¿Cómo podrá llegar un día esta guerra a ser su guerra?
Tal es la pregunta que hoy se plantean todas las vanguardias serias.» –Régis Debray, con
Ricardo Ramírez, 1974.{1}
Meses de rumores anunciaron su llegada. Los campesinos se preguntaban si eran animales o
humanos. En Uspantán, ocuparon una finca en el extremo septentrional del municipio, después
tendieron una emboscada a un camión del ejército. El 29 de abril de 1979, se materializó de
repente el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), tras haberse infiltrado en el pueblo vestidos
de civil. Ya uniformados, sumaban más de un ciento, principalmente mayas ixiles y kíicheís, además
de unos cuantos ladinos. Puesto que ninguno se ocultaba detrás de una máscara y nadie fue
reconocido durante las horas que ocuparon Uspantán, da la impresión de que ninguno era del pueblo.
«Pasaron por todo el pueblo y lo pintaron todo de rojo», me contó una viuda kíicheí. «Entraron en
el mercado, agarraron el dinero de los impuestos y lo botaron en las calles para que la gente lo
tomara. Abrieron la cárcel y dejaron libres a todos los presos. Cuando llegaron al parque,
gritaron durante quince o veinte minutos, '¡Somos los defensores de los pobres!'»
«Fueron a cortar la comunicación, el telégrafo», añadió un funcionario kíicheí, «y fueron a
traer a la policía nacional y al ex alcalde, Don Salvador Figueroa, y al cobrador para que
asistieran a un mitin en el parque. Dijeron que eran de la guerrilla. Que tenían que ganar, que
estaban defendiendo a los pobres, porque el gobierno cometía muchas injusticias y había mucha
desigualdad. Que en los hospitales faltaban medicinas, que los ricos tenían las tierras buenas,
que pagaban mal a los trabajadores en las fincas de la costa sur y que el ejército agarraba a los
muchachos indígenas». No hubo disparos ni amenazas. Pero había una muchedumbre presente, ya que
era día de mercado.
Unos dicen que la multitud aplaudió a los oradores del EGP, otros que hubo algunos gestos de
aprobación. ¿Cómo se sentía la gente?, le pregunté a la viuda citada anteriormente, que en la
actualidad colabora en la dirección de una organización popular de izquierdas en Uspantán. «Nos
asustaron», contestó. «Todos nos asustamos porque llegaron muchos y estaban armados. Parece que
entre el grupo había mujeres, pero no se las mira bien porque todos iban uniformados. Hubo unos
que dijeron que no era bueno, porque puede ser que nos van a matar. Otros dicen que es bueno
porque van a ayudar a los pobres».
El sentir de los campesinos de Uspantán a la llegada del EGP –su conciencia política– es un
tema complejo que exploraremos a lo largo de los próximos siete capítulos. Empecemos con las
preguntas más simples: qué lugar ocupaban las guerrillas en la política guatemalteca, qué querían
conseguir y porqué buscaban aliados en Uspantán. Las respuestas aparecen en una segunda
institución, mucho más poderosa, el ejército guatemalteco, que dominó la vida nacional hasta la
década de los 90. Luego, este capítulo observa dos lugares que atrajeron a la guerrilla durante su
búsqueda de llamas revolucionarias. El primero es una gran finca de café al oeste de Chimel,
llamada San Francisco. El segundo es El Soch, un estrecho valle al este de Chimel ocupado por un
hilera de fincas de café mucho más pequeñas. En los años 70 ambos se ajustaban al espíritu del
testimonio de Rigoberta de 1982 mucho mejor que su propia aldea. Uno de ellos fue el escenario de
los primeros asesinatos políticos en Uspantán.
La democracia que colapsó
Cuando los campesinos del norte del Quiché analizan sus desgracias, se refieren en ocasiones a
soldados y guerrilleros como si ambos procedieran de la misma raíz. «Se dice que el mismo ejército
se enredó con la guerrilla, que jefes de ellos sembraron la semilla de la guerrilla», me contó un
Uspantano, «El ejército no quiere terminar la guerra, y la guerrilla tampoco quiere terminar la
lucha. Entre los dos hay como un equilibrio. La guerra nunca termina.» éste parece ser un resumen
acertado de la historia de Guatemala. Cuando Centro América se independizó de España a principios
del siglo XIX, el despotismo estable se desmoronó en guerra civil. Liberadas de la soberanía
central del imperio español, las élites locales fueron incapaces de moderar sus diferencias bajo
una forma republicana de gobierno. Sólo los caudillos militares lograron restaurar el orden.
No se cuestionaba la condición subordinada de las masas populares, el campesinado, que en
Guatemala seguía siendo mayoritariamente indígena. Luego de que en el siglo XVI los españoles
conquistaran una serie de pequeños reinos mayas, las enfermedades europeas redujeron a los
indígenas a una pequeña fracción de su número original. Para evitar la extinción de su fuerza de
trabajo, la monarquía española prohibió que los colonos y sus descendientes mestizos adquirieran
tierras en la vecindad de los asentamientos indígenas. Una falta de oportunidades para exportar
bienes a España redujo eventualmente la demanda de mano de obra indígena. Poco a poco, éstos
recuperaron parte de su número y basaron su economía en la agricultura, la artesanía y el pequeño
comercio que sobreviven hasta hoy día.
La situación de los indígenas se deteriora de nuevo en el siglo XIX, cuando Guatemala se
convierte en república. Tras medio siglo de guerra civil, los conservadores (que defendían la

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antigua legislación que protegía a los indígenas) fueron derrotados por los liberales (que creían
apasionadamente en el capitalismo moderno). A partir de 1870, los dictadores liberales acogieron
la inversión extranjera, especialmente la relacionada con la exportación del café. Los campesinos
mayas eran un obstáculo doble. En primer lugar, conservaban el control sobre algunas de las
mejores tierras para el cultivo del café. Por lo tanto, y para que los extranjeros pudieran
comprarlas, los liberales establecieron nuevas leyes de registro de tierras, con los resultados
que se han descrito en el capítulo 2. En segundo lugar, muchos campesinos eran autosuficientes y
no estaban muy dispuestos a trabajar en las fincas. Los liberales, entonces, impusieron el
reclutamiento forzoso de indígenas para trabajos agrícolas y obras públicas. Suavizaron también
las leyes del alcohol, facilitando así que los indígenas tendieran a contraer deudas de peonaje.
En consecuencia, la modernización de Guatemala supuso la reinstauración de condiciones
semifeudales para los indígenas.
¿Por qué no se rebelaron? El miedo a una rebelión indígena ha sido una constante en la historia
de Guatemala. Aunque nunca ha dejado de haber resistencia, ésta tiende a ser local y dirigida
hacia situaciones específicas de opresión, no en contra del sistema como un todo.{2} Cuando corre
la sangre, suele ser indígena en vez de ladina. Bajo la tiranía liberal, al aumento de demanda de
tierra y mano de obra mayas se sumaron nuevas líneas telegráficas y rifles de repetición que
simplificaban la represión de oposiciones. Desde el palacio nacional, un señor presidente presidía
sobre oligarcas regionales e inversores extranjeros, que administraban sus respectivos dominios
como si fueran feudos propios. Finalmente, la sublevación no se consolidó en el campo, sino en la
capital, mayoritariamente ladina, donde la tiranía agropastoral dejaba muy poco espacio a los
profesionales de la clase media, profesores, abogados, funcionarios civiles, que debían seguir el
ritmo que marcaba el resto del mundo en la carrera hacia la modernidad.
En 1944, los disidentes urbanos persuadieron a oficiales del ejército para que derrocaran al
último de los dictadores liberales, un general y finquero, de tendencias prusianas, llamado Jorge
Ubico. La siguiente década de gobiernos electos es recordada por la izquierda como la primavera
democrática del país, y por la derecha como la caída en espiral hacia el comunismo. Bajo los
presidentes Juan José Arévalo (1945-1951) y Jacobo Arbenz (1951-1954), se abolió el trabajo
forzado y se legalizaron los sindicatos. El paso más decisivo era una reforma agraria largamente
esperada. El propio presidente Arbenz era coronel y finquero, pero la predecible oposición de su
clase social le inclinó hacia la izquierda. Entre sus asesores predominaban los intelectuales del
partido comunista guatemalteco, algunos de sus líderes incitaban a los campesinos para que se
apropiaran de las fincas. Washington decidió actuar después de que Arbenz expropiara (previo pago)
las fincas de la United Fruit Company. Convencido de que Guatemala se había convertido en un
bastión estalinista, el gobierno estadounidense organizó una invasión de exiliados de derecha para
recuperarla.{3}
Mediante despliegues de fuerza aérea y otras formas de intimidación, la CIA paralizó al
ejército guatemalteco. Sus oficiales ya estaban divididos en dos opiniones acerca de las
implicaciones de la reforma agraria, especialmente en lo referente a sus propios sueños de
retirarse a una finca. Aunque apareció un gentío en defensa de la revolución, los rifles nunca
fueron repartidos. Arbenz fue obligado por la fuerza a renunciar. Los oficiales de su ejército se
tragaron su orgullo. En vez de defender la constitución que habían ayudado a establecer, aceptaron
al nuevo presidente impuesto por los estadounidenses, un coronel llamado Carlos Castillo Armas.
Las tierras que habían sido distribuidas entre los campesinos fueron devueltas a sus propietarios
anteriores.
Una década más tarde, incluso Washington pedía con insistencia una reforma agraria para evitar
otras revoluciones. Si se hubiera distribuido la tierra en Guatemala, habría contribuido a que más
campesinos se convirtieran en pequeños agricultores comerciales y se habría fomentado un reparto
más equitativo de los ingresos. Al aumentar el poder adquisitivo de las clases bajas, la reforma
agraria también habría convencido a las élites de Guatemala para que invirtieran su capital en el
país. Luego de una o dos elecciones, la oposición podría haber desplazado a la izquierda,
instaurándose el centro político en forma de democracia cristiana o social. El país podía haber
evolucionado en la misma dirección que Costa Rica, que está a la cabeza de América Latina en renta
per capita y estabilidad política. En vez de esto, la contrarrevolución de 1954 sacó del sistema
electoral a una izquierda respetuosa de la ley y permitió que la elite guatemalteca se creyera por
encima de la ley. Después de que Washington restauró su idea de democracia, el gobierno se volvió
más corrupto, las élites se negaron a pagar todo lo que no fueran impuestos nominales y el capital
huyó a los Estados Unidos, paralizando la capacidad de la economía para proporcionar trabajo a una
población creciente.
Un anticomunismo virulento se convirtió en la respuesta a cualquier desafío al status quo. Para
evitar la posibilidad de que el ex presidente Arévalo fuera elegido de nuevo en 1963, el ejército
ocupó el gobierno. Cuando otro reformista fue elegido presidente en 1966, el ejército sólo le
permitiría ocupar el cargo si aceptaba aplastar un movimiento guerrillero en el oriente del país.
El ejército lo logró, con un reinado de terror que costó miles de vidas. Uno de los cerebros, el
Coronel Carlos Arana Osorio, ganó las elecciones presidenciales en 1970. Cuatro años más tarde, el
régimen manipuló los resultados electorales para imponer como nuevo presidente a su ministro de
defensa. Cuatro años después, volvía a suceder lo mismo. El ministro de defensa se convertiría en
el nuevo presidente de lo que prometía ser una sucesión infinita de dirigentes militares.
Una generación revolucionaria
Si existe una sola razón de ser para el movimiento guerrillero y su premisa de que Guatemala
necesitaba la liberación armada, ésta sería la participación de la CIA en la destitución de un
gobierno elegido en 1954. Para la izquierda, éste era el acontecimiento que le obligaba a tomar
las armas. Pero cuando surgió la guerrilla ocho años después, sus primeros líderes no fueron
intelectuales marxistas, trabajadores con conciencia de clase o campesinos furiosos. Eran jóvenes
oficiales del ejército, patriotas guatemaltecos indignados por la subordinación de su país a los
Estados Unidos.{4} Durante un golpe militar en 1960, los soldados rebeldes fueron rodeados por

29
campesinos ladinos que les pedían armas para poder luchar también. Luego de que fracasara el
golpe, docenas de ellos se ocultaron, contactaron con comunistas guatemaltecos y, con su ayuda,
organizaron las primeras columnas guerrilleras.
Para la generación que optó por la insurgencia en los años 60 y la lideró hasta los 90, la
experiencia formativa fue el shock de la invasión de la CIA. El trauma fue mayor aún ya que se
trataban de hombres y mujeres jóvenes que habían crecido en una era de libertad de expresión,
reforma y posibilidades ilimitadas que se truncaban abruptamente en el momento en que ellos se
convertían en adultos. Sólo les quedaba un sentimiento poderoso de misión patriótica, que incluía
la convicción de que sus compatriotas esperaban que los líderes adecuados se alzara en contra de
la oligarquía guatemalteca y del imperialismo estadounidense.{5}
Uno de los miembros de esa generación era Ricardo Ramírez, el comandante en jefe del Ejército
Guerrillero de los Pobres. No provenía de una familia pobre: Su padre era militar cuando el
ejército se rebeló contra la dictadura de Ubico. El propio Ramírez estudió agronomía en la
renombrada escuela tecnológica de la United Fruit Company en Zamorano, Honduras. En el momento de
la caída de Arbenz, él era un líder estudiantil en la capital guatemalteca. Refugiado en una
embajada extranjera, hizo amistad con un joven argentino que había llegado a unirse a la
revolución y que tuvo que pedir asilo al igual que cientos de otros. Era el Che Guevara, que más
tarde invitaría a Ramírez a sumarse a su círculo de exiliados revolucionarios en Cuba.{6} Bajo el
nombre de guerra de Rolando Morán, Ramírez procedió a organizar el Ejército Guerrillero de los
Pobres, en cuya bandera ondea la famosa imagen del Che con la mirada perdida en el horizonte.
Otro miembro de la generación revolucionaria de Guatemala, fue Mario Payeras. Nacido en 1940 en
una familia adinerada, su despertar político también se remonta a 1954, cuando vio cañones
antiaéreos apostados detrás de su casa disparando a los aviones de combate pilotados por la CIA:
«Después vino la frustración, la vergüenza, la tremenda conciencia de que la revolución había sido
derrocada». Uniéndose a las filas de revolucionarios clandestinos, estudió filosofía en la
Universidad de San Carlos, continuó después su educación en México y allí conoció a
revolucionarios exiliados que le enviaron a estudiar a Alemania Oriental. Finalmente, se incorporó
al EGP, ascendió al rango de comandante y se dedicó a escribir testimonios conmovedores de la
guerra.{7}
Para aquellos guatemaltecos que querían resucitar la revolución democrática de los 50, el
ejemplo del Che Guevara, de Fidel Castro y de la guerra de guerrillas que se libraba en la Sierra
Maestra de Cuba parecían ser la única vía posible. Al igual que otros muchos latinoamericanos,
veían en la revolución cubana un modelo para liberar una región esclavizada. Condenadas a la
pobreza y la muerte prematura, las masas latinoamericanas anhelaban un cambio, que las oligarquías
nacionales y sus aliados de Washington habían frustrado. Al ser evidente que los Estados Unidos
aplastarían cualquier reforma democrática, las masas esperaban a sus libertadores.
Así como la revolución cubana fomentaba las esperanzas de la izquierda guatemalteca, también
despertaba los temores de las élites nacionales. Para la derecha guatemalteca, la tragedia de su
país no comenzó con la liberación del dominio comunista en 1954 sino con el inicio de la guerra de
guerrillas en 1962. En toda América Latina, los esfuerzos realizados para imitar el camino de
Fidel Castro hasta el poder obligaron a los ejércitos nacionales a dejar de defender las fronteras
nacionales para combatir la subversión interna. Para quienes planificaban la contrainsurgencia
desde Washington, las guerrillas apoyadas por Cuba justificaban la modernización de los
semimoribundos ejércitos latinoamericanos. Una de las instituciones que más apoyo necesitaba era
el ejército de Guatemala, cuyos oficiales se encontraban divididos y confusos desde los
acontecimientos de 1954.
Acaso porque oficiales militares y comandantes guerrilleros estaban igualmente hartos de los
procónsules norteamericanos, esta guerra entre ambos bandos comenzó como una contienda entre
caballeros, que anteponía los vínculos preestablecidos en la academia militar a la desagradable
tarea de matarse unos a otros. Cuando el teniente ascendido a comandante Luis Turcios Lima murió
en un accidente de automóvil, los cadetes militares se cuadraron ante su cortejo funerario. El
Coronel Enrique Peralta Azurdía, que tomó el poder en 1963, era lo suficientemente consciente de
los sentimientos de sus militares como para rechazar los consejos de los Estados Unidos respecto a
cómo combatir a los rebeldes. Aprovechando la desmotivación latente en el ejército, la guerrilla
se apuntó algunos tantos; organizó a los campesinos en diferentes regiones e inició negociaciones
con el presidente civil electo en 1966. Pero también bajó la guardia en un momento en que sus
logros convencieron al ejército de que era necesario trabajar con asesores estadounidenses. Muy
pronto el ejército los expulsaba de las áreas que habían organizado y exterminaba a sus
partidarios.
La guerrilla de los años 60 se sirvió principalmente de los ladinos del oriente de Guatemala.
Aunque algunos indígenas se unieron a ella, otros se apresuraron a informar a los puestos de
policía más cercanos. Para evitar futuros desastres, la guerrilla de los 60 no puso mucho empeño
en organizar a los indígenas, ya que pensaba que hasta que la revolución consiguiera situarlos en
el siglo veinte, serían reaccionarios y seguirían reacios y cerrados a la comunicación. El
saludable resultado fue que la mayoría de los indígenas escaparon a la represión que se cernió
sobre el oriente de Guatemala. En vez de ello, muchos empezaron a participar en organizaciones de
base respaldadas por la Iglesia Católica. Se unieron a cooperativas y ligas de campesinos, en vez
de a las filas guerrilleras. Pese a amenazas y arrestos ilegales ocasionales, muchos campesinos
recuerdan los años 60 y 70 como una época de paz y prosperidad.
Mientras tanto, los supervivientes de las primeras columnas guerrilleras buscaban una nueva
base social desde la que liberarían su país. Regresar a las regiones ya desgastadas por las luchas
anteriores era algo impensable. Sus seguidores más fervientes estaban sepultados, otros no querían
tener nada que ver con ellos y sus guaridas de antaño estaban infestadas de informantes. ¿Hacia
dónde dirigirse ahora?

30
Un lugar fue la capital. La guerrilla se infiltró en las organizaciones populares, asaltó
bancos y ametralló delegaciones de la policía. Secuestraron también a oligarcas y embajadores para
intercambiarlos por prisioneros políticos o exigir rescates. Esta última innovación resultó
desastrosa ya que la ultraderecha y el ejército respondieron del mismo modo, y con mayor eficacia,
mediante los escuadrones de la muerte.{8} Las células urbanas fueron reducidas a balazos. En lugar
de crear un momento político, su inferioridad bélica dio una excusa al ejército para militarizar
la sociedad. Para los militantes de izquierda de los sindicatos y las escuelas, los resultados de
esta guerrilla urbana fueron igualmente devastadores. Interpretando su misión con liberalidad, las
fuerzas de seguridad asesinaron a todo el que pudiera estar involucrado.
Otra posibilidad para la guerra de guerrillas era la bocacosta y la costa sur, cuyas fincas de
café, azúcar y algodón eran el motor agroexportador de la economía guatemalteca. Grandes
latifundistas poseían virtualmente toda la tierra, sus trabajadores permanentes no tenían
prácticamente nada y cada año cientos de miles de indígenas abandonaban sus hogares en el
altiplano para ir a trabajar por sueldos ignominiosamente bajos. Aquí abundaría la conciencia
proletaria que los marxistas consideraban una condición esencial para la revolución.
Es aquí donde se estableció la Organización del Pueblo en Armas (ORPA), entre volcanes y fincas
de café, y donde continuó operando hasta 1996. Sin embargo, la costa sur y la bocacosta no se
convirtieron en el nuevo escenario. Una de las razones podría ser que a través de la población
hispano hablante se hubiera difundido el conocimiento de lo que el ejército había hecho en el
oriente de Guatemala. Otra sería que los proletarios rurales dependían totalmente de la economía
de las fincas para su sustento, por lo tanto no lograrían sobrevivir a una estrategia que suprimía
sus sueldos.
En vez de ello, el próximo escenario sería el altiplano occidental, donde se concentraba la
población maya hablante del país. Citando las palabras de la periodista revolucionaria Marta
Harnecker: «El pequeño productor minifundista dispone ...de mucha mayor flexibilidad y puede ser
fuente de abastecimiento de un ejército».{9} En otras palabras, los campesinos del altiplano tenían
una economía de subsistencia que podía proporcionar alimentos y reclutas. Vivían en montañas en
las que se podían ocultar los guerrilleros. Y, a juzgar por mis propias entrevistas, ignoraban lo
que les podía hacer el ejército.
Pero, ¿cómo superar la desconfianza de los indígenas hacia la gente de fuera con armas y
agendas políticas? Una posibilidad sería apelando a las población maya relativamente sofisticada
que vivía cerca de la Carretera Panamericana, a lo largo de un corredor que se extendía desde
Chimaltenango y Sololá, pasando por el sur del Quiché, hasta Totonicapán y Quetzaltenango. Los
empresarios mayas habían construido aquí una economía regional controlada por indígenas. En la
década de los 90 ésta también fue la región en la que el movimiento maya y las nuevas
organizaciones populares de izquierda tendrían más fuerza, representando la conciencia política
más avanzada del altiplano. La guerrilla tuvo un éxito considerable en Chimaltenango y el sur del
Quiché, como veremos en el capítulo 7. No obstante, no fue aquí donde comenzó. Incluso después de
que una parte de la población se uniera a los insurgentes, no lograron concentrar suficientes
fuerzas para controlar el área, y nunca fueron muy fuertes en el corazón de la región, alrededor
de Totonicapán y Quetzaltenango, tal vez porque la conciencia étnica maya se impuso a sus
llamados.
La EGP decidió comenzar en el Ixcán, una región selvática de las tierras bajas, próxima a la
frontera mexicana y colonizada por campesinos del altiplano. La geografía del Ixcán resultaba
atractiva. La logística podía ser canalizada a través de México, la región era remota y los
organizadores de la guerrilla podían ocultarse en la selva durante años, conectando con la
población local pero corriendo menos riesgo de llamar la atención del ejército que en las áreas
más pobladas. La selva del Ixcán era también una frontera agrícola en la cual los campesinos se
habían alejado de las autoridades tradicionales de sus aldeas de origen, donde la lucha por la
supervivencia les obligaba a trabajar con forasteros de otros lugares y donde ya habían sido
organizados por la Iglesia Católica. Aquí, al noroeste de Uspantán, se establecieron en 1972 los
primeros quince guerrilleros de la EGP.
El terror de Lucas
Si Cuba inspiró a los insurgentes guatemaltecos de los 60, su modelo a finales de los 70 fue
Nicaragua. Jóvenes de barrios enteros se alzaron en contra de la dictadura de Anastasio Somoza.
Construyeron barricadas, resistieron a la guardia nacional con revólveres y bombas de gasolina, y
después se replegaron al campo para unirse a la guerrilla Sandinista y preparar la siguiente
insurrección. En julio de 1979 la guardia nacional se vino abajo y la familia Somoza huyó del
país. ¿Podrían hacer lo mismo los guatemaltecos? El momento parecía maduro ya que, bajo el mandato
del presidente militar Kjell Laugerud (1974-1978), el ejército recrudeció la represión. Después
del terremoto de febrero de 1976, que cobró un saldo de treinta mil vidas y dejó a un millón de
personas sin hogar, los programas de ayuda internacional propiciaron el desarrollo de las
organizaciones de base. La guerrilla restante no parecía muy activa y el régimen de Laugerud
hablaba de reforma. En un análisis retrospectivo, este fue el ojo del huracán. Aunque se
organizaron más sindicatos que en ningún otro momento desde 1944-1954, muchos patrones se negaron
a reconocerlos. Fueron asesinados un gran número de sindicalistas. Convencidos de que era
inevitable otra ola de violencia, las organizaciones revolucionarias establecieron redes
clandestinas para otra ronda de guerra de guerrillas.
La administración Lauregud perdió su última legitimidad a raíz de la masacre de Panzós, un
distrito fértil de Alta Verapaz, en el que los finqueros recurrieron al ejército para defenderse
de campesinos mayas qíeqchiís que peleaban los límites de sus propiedades. El 29 de mayo de 1978,
finqueros y soldados ametrallaron en la plaza del pueblo a una multitud de manifestantes. El
ejército había abierto la veda de los campesinos que reclamaban sus derechos, o así parecía. No
obstante, bajo Laugerud una nueva generación de oponentes había aprendido a expresar su enojo.

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Mientras que la juventud rebelde de Nicaragua demostraba el potencial de la guerrilla urbana, los
guatemaltecos escuchaban la radio y soñaban en liberar su país.
Así como la revolución sandinista fue una inspiración para la izquierda guatemalteca, también
fue una advertencia clara para la derecha, que estaba decidida a evitar que se repitiera. El
general que ocupaba en ese momento el palacio presidencial era Romeo Lucas García (1978-1982) .
«De aquí, del Palacio Nacional», declaró, «no me sacarán como sacaron a Anastasio Somoza».{10} A
juzgar por los actos desvariados del presidente, es posible que ya sufriera la enfermedad de
Alzheimer que habría de destruir su mente. Sus subordinados culparían del aumento de la ola de
secuestros y asesinatos políticos a la extrema derecha, la cual se demostró que estaba coordinada
por un centro de comunicaciones militares situado a la par del palacio presidencial.{11}
Acosada en la capital, la izquierda volvió los ojos hacia el campo en busca de su liberación,
tal como se suponía que había sucedido en Cuba y en Nicaragua. Finalmente, los indígenas empezaban
a alzarse –o eso decían el Ejército Guerrillero de los Pobres y el Comité de Unidad Campesina. Las
metáforas sobre el campo juegan a menudo un papel importante en los movimientos políticos urbanos
ya que reafirman la representatividad nacional. Si bien no fueron los únicos en idealizar a las
aldeas campesinas, la izquierda guatemalteca supuso que se trataban de comunidades cohesivas cuyas
luchas más importantes eran verticales (contra finqueros, contratistas o el estado) y no
horizontales (entre ellos o contra otros campesinos).{12} Dado que los indígenas enfrentaban una
explotación creciente, habrían de ser receptivos ante la idea de la lucha armada. Obviamente, se
tendrían que superar las barreras de comunicación. Pero los líderes guerrilleros creían que los
indígenas estaban a punto de abrazar un movimiento revolucionario y que podrían convertirse en un
bastión de apoyo indestructible.
Para los observadores, las noticias acerca de las ocupaciones guerrilleras, los secuestros de
los escuadrones de la muerte y las redadas del ejército en el departamento de El Quiché parecían
confirmar que los campesinos tomarían partido por la guerrilla. Ya en junio de 1978, la diócesis
católica reportó más de setenta y cinco secuestrados por el gobierno en la región ixil, así como
de docenas más en Ixcán.{13} Sin embargo, en otras áreas, entre ellas Uspantán, las cosas parecían
tranquilas.
Los finqueros de San Francisco y El Soch
«Antes de la bulla, era un pueblo tranquilo, así se veía. Siempre hubo discriminación, al
indígena, no se le tomaba en cuenta, pero no había enfrentamientos.» –Activista de derechos
humanos de Uspantán, 1994.
No es totalmente cierto que no hubiera confrontaciones étnicas en Uspantán antes de la
violencia. Pero si lo suficiente como para ser tomado en consideración por los lectores de Me
llamo Rigoberta Menchú que asuman que la insurgencia se desarrolló inexorablemente a partir de la
violencia estructural de todos los días del agro guatemalteco. A fin de reclutar cuadros rurales,
el EGP necesitaba llamar la atención sobre las injusticias cometidas por los opresores, dando por
supuesto que éstos eran los finqueros, contratistas laborales, comisionados militares y
extranjeros, en particular los estadounidenses, cuyos asesores militares habían tenido un rol
decisivo en la destrucción de la insurgencia de los 60. Chimel podría no parecer el lugar más
atractivo para comenzar a organizarse: Era una comunidad independiente, no estaba sometida a
ningún finquero. Sus conflictos más serios eran con otros colonos kíicheís. Y los colonos tienen
más libertad para organizarse que los campesinos que dependen de un patrón. Chimel estaba también
en el límite de dos distritos finqueros en los que era más evidente el tipo de injusticias que
buscaba el EGP.
La Finca San Francisco, la empresa cafetalera más grande y productiva del norte del Quiché, era
uno de los lugares donde comerciaban los Menchú y sus vecinos. Un italiano llamado Pedro Brol
comenzó a acumular la propiedad a principios de siglo, mediante la compra de títulos nacionales de
propiedad que legó a sus hijos. Eventualmente, llegaron a reclamar siete mil ochocientas hectáreas
y en temporada de cosecha empleaban alrededor de tres mil quinientos trabajadores, incluyendo
kíicheís. El edificio central de la finca está a medio día de camino hacia el oeste de Chimel, en
el municipio ixil de Cotzal, pero los Brol reclamaban terrenos más cercanos. Por ello, en Me llamo
Rigoberta Menchú, los Brol tienen los ojos puestos en Chimel para acapararlo.{14} Sin embargo, ni
una sola de las personas a las que entrevisté recordaba un conflicto entre ambos. En el voluminoso
archivo del INTA, la única referencia a los Brol es una medición de límites en 1971 que no
impugnaron. Sí se opusieron al cercano asentamiento de San Pedro La Esperanza, pero el desacuerdo
nunca degeneró en violencia. El terreno en cuestión todavía era un paraje salvaje. Cuando se
establecieron en ella los ladinos y los colonos kíicheís de San Pedro, los Brol retiraron su
reclamación.
Otros kíicheís tuvieron serios problemas con los Brol por unas tierras más atractivas, en un
lugar llamado Guacamayas. Algunos de los colonos de Guacamayas eran amigos de Vicente Menchú,
incluyendo al padrino de Rigoberta. En 1976, trece de ellos fueron encarcelados. Pero estaban lo
suficientemente bien conectados como para tener abogados que convocaron a la prensa. Un juez falló
en contra de la Finca San Francisco y los kíicheís fueron puestos en libertad. Los Brol aceptaron
ceder mil doscientas hectáreas, y después vendieron a los colonos otras seiscientas más o menos.
Cuando los kíicheís tuvieron que defender nuevamente su propiedad de las Guacamayas, a principios
de los 90, tenían buenas relaciones con los Brol. Ahora se enfrentaban a ixiles de Cotzal que
reclamaban las Guacamayas y gran parte de la Finca San Francisco.
Las reclamaciones municipales de los ixiles de Cotzal les convirtió en los oponentes más
tenaces de los Brol. Durante la fiebre de tierras de la época liberal, a principios del siglo,
perdieron el cuarenta y cinco por ciento de su pequeño municipio en manos de latifundistas. Con la
reforma agraria de Arbenz los cotzaleños obtuvieron decretos de expropiación, que pronto fueron
revertidos por la contrarrevolución respaldada por la CIA. En 1954 fueron encarcelados los líderes
agrarios de Cotzal. Luego uno de ellos cambió de bando, y mediante alianzas con la Finca San
Francisco, robó unas elecciones y llegó a ser el cacique del pueblo. Sus enemigos fueron los

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primeros ixiles en dar la bienvenida a la guerrilla. En 1969, Jorge Brol, uno de los herederos de
la finca, y su chófer cayeron asesinados en un asalto para robarles el dinero para las nóminas.
Varios cotzaleños y una columna guerrillera recién formada resultaron ser los responsables. Tres
años después, miembros de la misma facción anti-Brol contactaron a una nueva columna guerrillera
que se convertiría en el Ejército Guerrillero de los Pobres.{15}
Mientras tanto, debido a dificultades financieras, la Finca San Francisco estaba transformando
su sistema administrativo. Hasta ese momento, Jorge y sus hermanos habían mantenido buenas
relaciones con sus trabajadores permanentes mediante la política paternalista de su padre. Ahora
nuevos administradores seguían una línea más dura. Una de sus acciones fue eliminar un privilegio
concedido a los quinceneros, que trabajaban para la finca durante medio mes y cultivaban parcelas
propias el otro medio. Las parcelas estaban en terrenos de la finca, pero los quinceneros podían
sembrar y vender su café propio. El acuerdo no dejaba de dar pie a las tentaciones: los
quinceañeros podían suplementar su propia cosecha apropiándose una parte de la cosecha de la
finca. Ya antes de la muerte de Jorge Brol, en 1968, los nuevos administradores prohibieron que
los quinceañeros siguieran plantando sus matas de café. En 1972 obligaron a los quinceañeros a
renunciar a sus sembradíos y despidieron a los que se resistieron. El gobierno envió una comisión
para investigar los abusos. Trató de organizarse un sindicato, pero fue disuelto. Cientos de
trabajadores fueron despedidos.
El Ejército Guerrillero de los Pobres vio otra oportunidad de organización en las fincas mucho
más pequeñas de El Soch, a pocas horas de camino de Chimel en dirección contraria, hacia el este.
Extendidas a lo largo de un valle cálido y estrecho, esta cadena de propiedades pertenecía a
varios miembros de las familias García y Martínez. A diferencia de los Brol de la Finca San
Francisco, varios García tendrán un rol crucial en la destrucción de Chimel. Puesto que las
tierras de los García y de los Martínez eran confusas debido a herencias, matrimonios entre ellos
y feudos, la gente de fuera tendía a confundir individuos y propiedades. La familia Martínez llegó
a principios del siglo, incluso antes que los Tum, y por supuesto mucho primero que Vicente
Menchú, como administradores de un propietario ausente que decidió venderles las tierras. La casa
familiar era la Finca la Soledad, una propiedad cafetalera de 250 hectáreas al pie del valle de
Chimel. En el límite con Chimel, los Martínez también eran dueños de la Finca El Rosario, un lugar
menos desarrollado, de 450 hectáreas en las que criaban ganado y cultivaban maíz y caña de azúcar.
El fundador del otro clan, Carlos García Fetzer, llegó en los años 30. Hijo de un alemán,
cambió el orden de sus apellidos (de Fetzer García a García Fetzer) durante la Segunda Guerra
Mundial para hispanizar su progenitura y evitar ser recluido en los Estados Unidos al igual que el
resto de la comunidad alemana. Carlos también llegó como administrador de un patrón ausente, que
posteriormente le daría las mil trescientas o mil quinientas hectáreas (las estimaciones difieren)
de la Finca El Soch. Puesto que los kíicheís y los uspantekos del lugar eran demasiado
independientes y no le proporcionaban la mano de obra que requería, importó poqomchiís de Alta
Verapaz que le recuerdan con cariño aún hoy día, al igual que otros que recuerdan muchas buenas
obras. A su muerte, en 1965, dejó a sus peones setecientas hectáreas en la ladera sur del valle
del Soch, lo que permitió que organizaran su propia comunidad más autónoma.
La reputación de uno de los hijos de Carlos fue peor. Honorio García Samayoa había nacido en la
costa sur de una madre que también era medio alemana, pero que se separó de Carlos García antes de
que éste se trasladara al Soch. Honorio fue a vivir con su padre a El Soch cuando ya tenía algo
más de veinte años y su padre estaba criando una segunda familia. Las relaciones entre el padre y
el hijo no eran muy buenas. Cuando murió García padre, dejó la mayor parte de su propiedad a su
segunda esposa, que la perdió a manos del banco –un destino común en el fuertemente hipotecado
sector del café. A Honorio le quedaron poco más de cien hectáreas, que uno de sus hijos completó
más tarde con otras cien. Tal vez porque Honorio era mucho más pobre que su padre –sólo trabajaban
para él entre cuatro y diez pokomchiís, mientras que la fuerza de trabajo de su padre había
llegado a los 160– tenía fama de exigir sus derechos y de ser un resentido.
Me llamo Rigoberta Menchú da la errónea impresión de una solidaridad entre los ladinos de El
Soch, lo que demuestra que los indígenas pueden tener las mismas dificultades para apreciar los
conflictos entre ladinos que los ladinos entre indígenas. Ya en los 70, con sus patriarcas muertos
o con un pie en la tumba, los García y los Martínez no eran los finqueros prepotentes que describe
Rigoberta. En vez de ello, habían subdividido sus propiedades entre numerosos herederos, a algunos
de los cuales la violencia redujo a poco más que campesinos, la condición de la mayoría de los
ladinos rurales de Uspantán. Ambas familias gastaban más energía peleando entre sí que con sus
vecinos indígenas.
Pero Rigoberta da una imagen muy dura de los García y de los Martínez, acusándolos de haber
expulsado de sus casas a las familias de Chimel en 1967 (cuando en realidad los responsables
fueron los Tum de Laguna Danta). «Fue el momento en que más confirmé mi rechazo hacia esa gente.
Por eso decimos nosotros que los ladinos eran ladrones, eran criminales, eran mentirosos». Según
su testimonio, uno de los «más criminales» era Angel Martínez.{16} Sin embargo, según la familia de
Ángel, Vicente Menchú solía visitarlo y cambiaban hortalizas por fruta. A decir de un Menchú, la
esposa de Ángel solía pasar por Chimel para platicar con la esposa de Vicente.
El otro finquero malvado del testimonio de Rigoberta es Honorio García. Sin embargo, parece ser
que él y Vicente Menchú también tenían relaciones cordiales. «Honorio y mi papá eran buenos
amigos» me contó un familiar de Rigoberta. «El pasaba por allá para comprar café, guineos y
panela, y nosotros les vendíamos chilacayote y frijol de mata». A diferencia de Angel Martínez,
Honorio y sus hijos se convirtieron en figuras claves en la tragedia de Chimel, pero la razón está
notablemente ausente en Me llamo Rigoberta Menchú. En su lugar, Rigoberta narra una de sus
historias más espantosas, la del asesinato de Petrona Chona, una madre joven que trabajaba para
los García. Según dice Rigoberta, después de que despreciara las proposiciones de Carlos, el hijo
de Honorio, su amiga Petrona es descuartizada a machetazos por el guardaespalda de Honorio, que
también da muerte a uno de los dos hijos pequeños de Petrona y le corta un dedo al otro. Puesto

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que nadie más se atreve, recae en Rigoberta y su padre (que están trabajando para los García en
ese momento) la amarga tarea de recoger los restos.{17}
No hay nadie en torno a Soch o Chimel que recuerde a la Petrona Chona que nombra Rigoberta en
su relato. Pero sí recuerdan la muerte de una Pascuala Xoná Como, de diecinueve años, esposa de
uno de los trabajadores pokomchiís de Honorio.{18} El 29 de junio de 1973, el marido de Pascuala
llegó ebrio a la casa procedente del mercado, se enojó porque su almuerzo no estaba preparado y la
mató con su machete. Se dice que él había puesto en duda su fidelidad. Según uno de los hijos de
Honorio, los compañeros de cantina del esposo le habían estado gastando bromas sobre la buena
mujer que tenía, como si hubieran tenido relaciones sexuales con ella. Según otra fuente, Pascuala
era una de las amantes indígenas de Honorio García, el patrón de su esposo.
El testimonio de Rigoberta acerca de Petrona Chona (o Xoná) podría tener por lo tanto una pizca
de verdad. Pero también es posible que el rol de Honorio fuera inventado por el rumor que creció
en Soch para racionalizar una tragedia que de lo contrario resulta inexplicable. Incluso si
hubiera habido concubinato, Pascuala fue asesinada por su marido, no por el guardaespaldas de
Honorio. Contrariamente a la imagen que da Rigoberta sobre un asesinato que quedó impune, el
esposo de Pascuala cumplió una larga condena en la cárcel. También es importante señalar que ni
siquiera los más duros críticos de los García están de acuerdo con Rigoberta en que éstos
emplearan guardaespaldas.
Sin embargo, la muerte de Pascuala Xolá hace eco de la subordinación de la fuerza de trabajo de
El Soch. Se trataba principalmente de poqomchiís del cercano Alta Verapaz a los que se les
consideraba sometidos en comparación con kíicheís como los Menchú. «¡Mire sus mozos, los tratan
como a perros, ni pueden hablar!» exclamó un ladino, criticando a los García. Antes de la guerra,
los trabajadores vivían en las tierras del patrón y trabajaban para él durante medio mes, con un
sueldo inferior al de las fincas de la costa. (He oído decir que los promedios oscilaban entre Q
0,30 y Q 0,80 diarios.) Durante la otra mitad del mes, los trabajadores podían cultivar su propio
maíz en la tierra del patrón si no estaban trabajando para nadie más. Los Menchú no estaban
dispuestos aceptar estos términos, y nadie recuerda que trabajaran para los García o para otro
patrón. En vez de ello, Vicente tenía sus propias tierras y él también empleaba trabajadores,
incluyendo a algunos de los mismos hombres que trabajaban para los Martínez y los García.
Hubo disputas por la tierra en El Soch, pero no se trataba precisamente de la división
indígena-ladino que tanto se recalca en Me llamo Rigoberta Menchú. Un ejemplo de esto salta a la
vista en el archivo del INTA para San Pablo el Baldío, un asentamiento nuevo de indígenas y
ladinos que cuelga de un cerro por encima de El Soch. En 1964, el representante ladino de la
comunidad presentó una demanda doble contra un Martínez y Vicente Menchú. A juzgar por el texto,
los dos habían unido fuerzas para ocupar tierras de San Pablo.{19} Según un miembro de la familia
Martínez, uno de sus familiares pagó una medición del bosque y descubrió que Chimel y San Pablo ya
habían reclamado esas tierras, lo que le llevó a cambiar de lugar. En cuanto a Vicente, puede que
acabara involucrado en la denuncia debido simplemente a que algún miembro de su grupo se dejó
llevar por el entusiasmo y limpió bosques que rebasaban un límite invisible.
A juzgar por los archivos del INTA y los testimonios locales, no hubo confrontaciones físicas
entre Chimel y los ladinos de El Soch hasta que aparecieron los soldados y los guerrilleros. Hubo
desacuerdos, pero no de las dimensiones del conflicto Tum, y mucho menos la batalla épica que se
describe en Me llamo Rigoberta Menchú. El asunto principal era la situación del límite entre
Chimel al norte y la Finca El Rosario al sur. En 1971, un funcionario del INTA decidió a favor de
Chimel, contrariando a los Martínez, que creían que Chimel seguía ocupando una estrecha franja de
tierra a lo largo de la escarpada ladera de un cerro.{20} Cinco años después, Vicente se quejaba de
que los Martínez habían talado dieciocho pinos de su comunidad, pisoteado el maíz (¿ganado
suelto?) y ocupado un pedazo de tierra que traspasaba los límites correctos.{21} Esta fue la única
reclamación en contra de los Martínez que encontré en los archivos para Chimel. En cuanto a la
familia García, cuya propiedad llega hasta la esquina suroriental de Chimel, no puede encontrar ni
una sola referencia en su contra en los archivos del INTA.
Fueran cordiales o simplemente formales las relaciones de Vicente con sus vecinos ladinos, lo
importante es que ni los Martínez ni los García fueron culpables de expulsar a nadie de Chimel.
Tal y como hemos visto en el capítulo anterior, los testimonios locales y los archivos del INTA
confirman que los propios parientes políticos kíicheís de Vicente fueron los responsables. Dado el
retrato que Rigoberta describe de la amistad entre los indígenas y su perpetua enemistad con los
ladinos, es irónico que el INTA tuviera más éxito como mediador de las reclamaciones de límites
entre ladinos que mediando en las reclamaciones de límites entre indígenas.
El pleito con San Pablo el Baldío
«Estos señores, Miguel y Angel (Martínez) y Honorio (García) eran sólo medio finqueros. También
eran campesinos. No eran finqueros como en la costa sur. Estos sí son finqueros.» –Miembro de la
familia Menchú, 1995.
Honorio García tenía un problema serio con una aldea vecina, pero no se trataba de Chimel. El
problema era con San Pablo el Baldío, una aldea de colonos situada en el cerro que se recorta
sobre su propiedad. Al igual que los bosques de Chimel, los de San Pablo todavía eran baldíos en
los años 50 debido a la ausencia de corrientes de agua. Poco a poco, un grupo mixto de ladinos,
kíicheís y poqomchiís fue desbrozando la tierra, entre ellos algunas familias de las fincas de los
García y los Martínez que querían una vida más independiente. San Pablo no estaba tan bien
organizado como Chimel. Carecían de un líder fuerte como el padre de Rigoberta, y sus
reclamaciones de un título de propiedad nunca llegaron muy lejos en el INTA. Quizás debido a que
la mayoría de los sampableños se habían separado de sus patrones, los ladinos los consideraban más
problemáticos. «Cuando tomaban sus tragos», me contó un ladino de Soch, «peleaban con cualquiera.
La familia Tum de Chimel (Laguna Danta) no era la misma que la familia Tum de San Pablo. Los de
Chimel no se portaban así.»

34
Parte de estos sentimientos estaban dedicados a Honorio García. Cuando ya él y su cuñado Eliú
Martínez descansaban en sus sepulturas, el movimiento revolucionario los identificó como
comisionados militares que maltrataban a sus trabajadores y amenazaban a los sampableños con
pistolas.{22} Al igual que sucede en el testimonio de Rigoberta acerca de Petrona Chona, las
fuentes locales describen una situación más compleja. De hecho, tras la muerte de Honorio sus
hijos serían acusados de acciones turbias. Pero incluso a decir de sus detractores, antes de la
violencia ningún miembro de la familia tenía armas de fuego ya que Honorio se oponía a su uso, y
ni él ni la otra víctima, Eliú, eran comisionados militares.
El testimonio local confirma la versión izquierdista de los hechos en un sentido importante:
Honorio en verdad cerró un camino que los sampableños utilizaban para bajar al mercado en El Soch.
Esto les obligaba a tomar un desvío más largo que rodeaba la propiedad. A título significativo,
era tan impopular que hasta algunos de sus parientes le critican por haber sido demasiado brusco
con los sampableños. «Tenía problemas con toda la gente, trataba de humillar a todos», me contó un
pariente político. «Honorio quería que la gente trabajara según su modo, le faltaba paciencia y
calma. Murió porque trató mal a la gente», añadió otro familiar.
Mientras tanto, los tres sobrevivientes sampableños que pude entrevistar dijeron que Honorio
tenía motivos defendibles para cerrar el camino. Según ellos, el problema comenzó con miembros de
San Pablo, ladinos como Honorio, no indígenas como ellos. Teniendo una mentalidad más comercial
que la de sus vecinos mayas, los ladinos nunca se instalaron en San Pablo. En vez de ello, sólo
cultivaban allá y sacaban su cosecha a lomos de bestias de carga. Puesto que el camino era
escarpado, estrecho y enlodado, los animales resbalaban contra el maíz de Honorio con sus
voluminosas cargas, también se lo comían como forraje. Al principio, Honorio pidió al comité de
San Pablo que hiciera el favor de hablar con su gente y que se reservara el camino para el
tránsito a pie. «Yo sé que son gente de fuera los que están dando problemas», le citó un
sampableño. «No son ustedes que viven allá porque ustedes no tienen bestias». Pero la nueva ruta
que rodeaba su propiedad era más larga. Los ladinos siguieron llevando a sus animales por el
camino de siempre, obligando a Honorio a cerrarlo, lo que suscitó más antagonismo con San Pablo.
Los primeros secuestros y ejecuciones
«Los animales que pasaban hacían perjuicio, así que Honorio cerró el camino. La gente de San
Pablo el Baldío fue a ver al gobernador, y él dispuso que usaran otro camino más largo, pero
la gente no estaba de acuerdo. La guerrilla no supo hacer justicia. Sólo le quitaron la vida
al señor de la finca. No pasó mucho tiempo cuando llegó el ejército a la comunidad, para
disparar, secuestrar a la gente y quemar casi cuarenta casas.» –Activista de derechos
humanos en Uspantán, 1994.
Los García y los Martínez no fueron el primer blanco local del Ejército Guerrillero de los
Pobres. Ese honor recayó en una pareja de misioneros estadounidenses pertenecientes al Instituto
Lingüístico de Verano. Stan y Margot McMillen dirigían una pequeña clínica en la aldea uspanteka
de Las Pacayas, cerca de Soch. Es posible que alguien pidiera a los guerrilleros que les echaran,
su organización era objeto de polémica en otros países. No obstante, cuando unos veinticinco
guerrilleros sacaron de la cama a los Mc Millen y sus hijos la mañana del 26 de julio de 1979, no
hablaron de denuncias locales .
«Los gringos son unos mentirosos», dijo en castellano el comandante de la EGP a los campesinos,
«Ofrecen cosas, pero es sólo para quitarles otras cosas a la gente. Regalan medicinas que ya están
vencidas y en los Estados Unidos tratan a los guatemaltecos como a esclavos, les obligan a limpiar
sanitarios». Al mismo tiempo que denunciaban a los misioneros por imperialistas, la guerrilla
quemó su casa y su clínica. Advirtieron también a los Mc Millen de que los matarían si no
abandonaban la región y les enseñaron una lista de condenados a muerte. Una de las personas de la
lista era un estadounidense que dirigía proyectos agrícolas y de salud. Otra era Honorio García.
Tres semanas después, al amanecer del 12 de agosto, se presentó una columna de la EGP en la
casa de Eliú Martínez en la Finca El Rosario. Eran tres adultos y unos quince jóvenes, todos
uniformados y con las caras enmascaradas o manchadas con carbón. Eliú, de cuarenta y dos años, fue
sacado de su casa en ropa interior y escoltado hasta El Soch con las manos atadas. A decir de un
hermano suyo que sobrevivió, lo único que decían los guerrilleros era, «¿Dónde están los
muertos?», como si les hubieran dicho que estaban vengando muertes anteriores. Frente a la casa de
Honorio, la guerrilla mató a Eliú de un disparo en la cabeza. También le rompieron el cráneo a su
hermano y atacaron a dos hijos de Honorio que estaban a su alcance.
Honorio vivía en una casa de piedra con techo de lámina, más grande que las de sus
trabajadores, pero inconfundiblemente rústica. Fue tomado por sorpresa en su cama a las 5:30 a.m.
Su nieto de cuatro años, que también se llamaba Honorio García, dormía en la misma habitación.
Para defenderse, el Honorio grande puso al niño delante de él antes de que le mataran a balazos.
Los guerrilleros pegaron al niño para apaciguarlo y después lo encerraron en la habitación con el
cadáver de su abuelo. Dos días más tarde, dicen los familiares, el niño empezó a tener
convulsiones. Cuando yo lo conocí, quince años después, era un epiléptico con un severo retraso
mental. Ignoro si fue el trauma la causa de esta condición, pero su familia así lo cree.
Según dice la sabiduría popular de El Soch, Honorio fue el blanco de la guerrilla porque San
Pablo lo había denunciado por cerrar el camino. Pero el otro hombre que murió no tenía parte en
aquel pleito, y la razón por la que el EGP le mató es un misterio. Al igual que su cuñado Honorio,
Eliú Martínez dirigía una pequeña finca comercial, dedicada en su caso al maíz, la caña de azúcar
y la cría de diez vacas. Algunos de sus trabajadores vivían en el vecino Chimel. No tenía la
personalidad ruda de Horacio, ni tampoco tenía problemas con sus vecinos (a excepción de sus
propios parientes, como se relata más tarde), y se le apreciaba por su afición al fútbol, que
jugaban juntos indígenas y ladinos.
Tal vez el EGP perseguía dar muerte a un hombre de cada familia: Eliú fue uno de los tres
Martínez que los guerrilleros buscaron aquella mañana. Hay otra posibilidad, que surge de un
conflicto entre herederos de los Martínez lo suficientemente enrevesado como para ser digno de los

35
Menchú y de los Tum. Al igual que en el caso de la disputa de Vicente con sus parientes políticos
en el valle, la culpa del pleito que dividía a la familia Martínez podría recaer en unas
estructuras legales obsoletas. Dos de los primeros Martínez en el valle, los hermanos Ángel (que
murió a principios de los 70) y Miguel (que murió una década más tarde), comenzaron a reñir por la
propiedad intestada de sus padres. Fue su próxima generación la que llegaría a los puños,
particularmente por la Finca El Rosario, limítrofe de Chimel.
Según la rama familiar de Angel, un pariente irresponsable vendió veinte hectáreas de El
Rosario, primero a ellos y luego a la otra rama. Según la familia de Miguel, nunca se había
completado el pago de la primera venta, lo cual dejaba la parcela disponible para ser vendida a la
otra familia, en particular al hijo de Miguel, Eliú, que sería asesinado por el EGP. Los
contrariados demandantes de la rama familiar de Angel trataron de encarcelar a Eliú, después
perdieron el juicio legal y él quedó en posesión de veinte hectáreas. Hacia 1974, hubo allí un
enfrentamiento durante el cual Eliú mató a su primo Edgar Martínez.
La rama familiar de Eliú dice que él disparó a su primo en defensa propia, después de que Edgar
le atacara con un machete. Tanto él como los trabajadores que presenciaron el crimen fueron
arrestados y Eliú cumplió una condena de tres años, salió libre justo dos años antes de que la
guerrilla lo ejecutara. Volviendo a lo dicho, es posible que a Eliú lo mataran simplemente porque
para efecto simbólico el EGP quisiera tener en el punto de mira a un miembro de su familia. Pero
dado que una población localista trata de explicar tales muertes en términos de causas locales, y
no simplemente en los de un movimiento guerrillero que parecía salido de la nada, el asesinato de
Eliú Martínez ha sido atribuido también a la otra rama de la familia.
La respuesta al ataque del EGP no tardó en llegar. Una semana después, el 19 de agosto, el
ejército secuestró a dos principales de San Pablo un domingo de mercado en El Soch. Puesto que los
soldados iban uniformados, se podría suponer ingenuamente que «arresto» sea un término más
apropiado. Por desgracia, el ejército, como tenía por costumbre durante este período, nunca
reconoció haber detenido a los dos hombres, y jamás se les volvió a ver, al menos no sus familias.
Paulino Morán y Ambrosio Yujá Suc formaban parte del comité que administraba San Pablo. Tenían
cincuenta y sesenta años respectivamente y fueron los primeros de los nueve campesinos
secuestrados a lo largo del mes siguiente por soldados que solían ir acompañados de hombres de la
familia García o sus parientes políticos.
Luego de uno o dos días, fueron capturados también dos hermanos de San Pablo, Marcelo y Ramón
Tum Gómez. Les llevaron al destacamento militar de Xejul, justo a las afueras del pueblo de
Uspantán, en la carretera de Cobán. A diferencia de otros muchos prisioneros de Xejul, lograron
escapar. Informaron que habían sido encerrados en «grandes hoyos abiertos en la tierra, cubiertos
con tablas de madera»{23}. Una quinta víctima, Domingo Yujá Pacay, era hijo de Ambrosio Yujá Suc.
Había servido en el ejército hasta pocos meses antes, es posible que fuera a la base de Xejul para
buscar a su padre y que él también fuera detenido. Otros campesino joven, Gregorio Xoná regresaba
de una finca camino de su casa cuando fue capturado. Las séptima y octava víctimas de San Pablo
fueron Felipe Morán, hijo del anteriormente mencionado Paulino Morán, y Juan Yat López. Fueron
arrestados por la policía judicial cuando viajaban con su familia a través del sur del Quiché.
Eventualmente, la víctima mejor conocida de todas sería la única de Chimel, el hermano menor de
Rigoberta, Petrocinio. Los hijos de Honorio no sólo acusaban a San Pablo, también estaban acusando
a Chimel. Se decía que la guerrilla se habían reunido allá con la gente unos meses antes de su
incursión. Sorprendentemente, Me llamo Rigoberta Menchú nunca menciona la reunión de Chimel, el
pleito por el camino, o que el EGP diera muerte a dos ladinos. Si esos acontecimientos fueron los
que provocaron el secuestro del hermano de Rigoberta, su omisión es notable. En lugar de incluir
en escena al EGP, Rigoberta dice que los finqueros de El Soch mandaron al ejército contra Chimel
para quitarles su tierra.
Es posible que a algunos lectores les moleste mi enfoque puesto que no es el habitual en lo
referente a la violencia política en Guatemala. Dado que el ejército cometió la gran mayoría de
las matanzas, los activistas y los académicos tienden a cargarle con toda la culpa, desviando
escrupulosamente la mirada de lo que el otro bando podría haber hecho. En defensa de este enfoque,
los activistas de la solidaridad pueden afirmar que la guerrilla era una reacción inevitable a la
represión, o que no se les puede culpar a ellos puesto que la violencia originó de un orden social
injusto, o que los extranjeros no tienen derecho a criticar a los pobres cuando éstos recurren a
la violencia para defenderse. Con más fuerza aún se han negado a especificar cuántos de los
campesinos que murieron durante la violencia pudieron haber contribuido a su destino. No queriendo
culpar a las víctimas y atenuar la responsabilidad, los activistas de derechos humanos argumentan
que lo más importante es quién mató a quién y no qué fue lo que desencadenó ese resultado.
Es posible que para fines de solidaridad sea necesario exonerar a la guerrilla. Ignorándola
puede ser que las campañas de derechos humanos centren la atención en los abusos de poder del
estado. Pero ni el enfoque de la solidaridad ni el de los derechos humanos se deberían confundir
con el análisis sociohistórico. El motivo es que los dos primeros requieren la dicotomización de
los participantes en víctimas y verdugos. A un lado está el ejército y sus aliados locales, en el
otro las víctimas indefensas. Para beneficio de los guerrilleros, éstos se quedan al margen, al
igual que otros temas, por ejemplo: cómo trataban de reclutar a los campesinos, cómo responden
ante la guerrilla hombres como Vicente Menchú y cómo valoran los supervivientes la responsabilidad
de lo que sucedió. Al no hacer estas preguntas, se está evitando someter a juicio los preceptos de
la izquierda. Entre ellos su convicción, confirmada por Me llamo Rigoberta Menchú, de que si la
guerrilla fue activa, tuvo que ser debido a que muchos campesinos compartían sus objetivos.

Notas
{1} Debray 1974:307, citado en Le Bot 1995:279 (en español, pág. 288, Las Pruebas de Fuego,
México, D.F.: Siglo Veintiuno Editores 1975).

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{2} Smith 1992. Para un trabajo más académico sobre la evolución de la tenencia de tierra,
véase McCreery 1994 y Davis 1997.
{3} Gleijeses 1991; Schlesinger y Kinzer 1982.
{4} Los oficiales se molestaron con el Presidente Miguel Ydígoras porque éste había cedido a la
CIA una base de entrenamiento para la invasión a Cuba en 1961. Puesto que el ejército guatemalteco
tenía prohibida la entrada a las instalaciones de la CIA, los oficiales rebeldes sentían que se
había comprometido su honor como defensores de la soberanía nacional. Para testimonio de la
primera década de acciones y derrotas de la guerrilla, véase Debray 1974 y Jonas y Tobis 1974.
{5} Compárese Wickham-Crowley 1991:5.
{6} Perales 1990:61-66.
{7} Albertani y Molina 1994:19-20 y el ejemplar especial conmemorativo de la revista fundada
por Payeras, Jaguar-Venado 1995.
{8} Según Debray (1974:298), «Fue Guatemala el primer país de América Latina latinoamericano en
que los revolucionarios procedieron a un secuestro «económico» –para pedir rescate–. Por primera
vez asimismo los revolucionarios guatemaltecos hicieron entrar en la historia de latinoamericana –
mucho antes que los brasileños, los uruguayos o los argentinos– el secuestro político para fines
de intercambio.» (En español, pág. 278, Las pruebas de fuego, Régis Debray, Siglo Veintiuno
Editores, México, D.F., 1975).
{9} Harnecker 1984:295.
{10} Asociación de Investigación y Estudios Sociales 1995:649.
{11} Amnistía Internacional 1981:141 y Clerc 1980. Para un testimonio de la izquierda urbana
durante ese periodo, véase Levenson-Estrada 1994:148ff.
{12} Compárese Kobrak 1997.
{13} Diócesis del Quiché 1994:228.
{14} Burgos-Debray 1984:103, 105, 109.
{15} Payeras 1983:61-63 y Stoll 1993.35, 68-71.
{16} Burgos-Debray 1984:103-107. A excepción de la reclamación de tierras de Chimel, las cifras
de otros propietarios se basan en aproximaciones locales, por lo tanto no son exactas.
{17} Burgos-Debray 1984:150-152.
{18} Pude confirmar el nombre y la fecha de la muerte en la oficina del registro civil de
Uspantán.
{19} Petición de Juan Gamarro González al Señor Director general de Asuntos Agrarios, 21 de
septiembre de 1963 (archivos del INTA, paquete 1963, pág. 220).
{20} Petición de Miguel Martínez López al presidente del INTA, 22 de agosto de 1972 (Archivo
del INTA, paquete 3650, pág. 403).
{21} Carta del Juez de Paz de Uspantán, Salvador Figueroa Montúfar, al presidente del INTA,
acompañada del dibujo de un mapa de localización de los daños, 16 de noviembre de 1976 (archivo
del INTA, paquete 3650, págs. 94-95). Según uno de los Martínez, Vicente le estaba demandando por
haber cortado unos pinos de ambas propiedades para construir un puente público entre ellas. Según
esta fuente, cuando llegó el inspector forestal, multó al hermano de Vicente por haber cortado
muchos árboles. Para la denuncia que hace Rigoberta de las regulaciones forestales, véase Burgos-
Debray 1984:158-159.
{22} Por ejemplo, Rarihokwats 1982:42. No tengo el material original, pero se citan otras
fuentes referentes a este asunto en Paige 1983:732 y en la base de datos del Sistema de
Información de la Geo-Violencia de Paul Yamauchi, entradas del 14 y el 19 de agosto de 1979, bajo
«Uspantán». Las fuentes de la solidaridad también racionalizaron el asesinato de Honorio y Eliú
situándolo en una fecha posterior al secuestro de los nueve campesinos, como si les hubieran dado
muerte a ambos por colaborar en estos crímenes («Informe sobre la violencia en el norte del
Quiché, Guatemala, por un párroco, agosto de 1979 a enero de 1980» y Comité de Solidaridad con el
Pueblo de Guatemala 1980.) Sin embargo, la secuencia de los acontecimientos descritos por las
fuentes locales (el asesinato de los dos ladinos, seguido por los nueve secuestros) es repetida
por varias fuentes influidas por las tendencias de la solidaridad, incluyendo Paige 1983, la base
de datos de Yamauchi, Rarihokwats 1982 y Diócesis del Quiché 1994:282.
{23} Frente Democrático Contra la Represión, «Informe sobre la masacre en la Embajada Española
de Guatemala», Febrero de 1980, pág. 3. A juzgar por una entrevista distribuida por Amnistía
Internacional (1980), el soldado que les vigilaba se suicidó o fue asesinado a la mañana
siguiente.

Capítulo 5
La muerte de Petrocinio

«Mi madre estaba llorando. Miraba a su hijo.» –Me llamo Rigoberta Menchú, pág. 177.
En vista de los problemas que aparecen en el relato de Rigoberta, es posible que los lectores
se pregunten si mis fuentes son fiables. Tal vez muchas de las personas que entrevisté tienen
motivos para desacreditar a Rigoberta o a su padre. O quizás no les gustaba ser interrogados y me
engañaron. Las contradicciones entre mis fuentes de Uspantán serán evidentes en algunos de los

37
capítulos que siguen a continuación. ¿A quién tenemos que creer? Si hay discrepancias, ¿no podrían
ser los testimonios que yo reuní tan poco fiables como los de Rigoberta? Quizás lo sean aún menos:
Es de suponer que Rigoberta en París gozaba de entera libertad para contar su historia. En
Guatemala los campesinos todavía se las tenían que ver con el poder del ejército guatemalteco. Tal
vez sea imposible saber la verdad, puesto que el medio es demasiado ambiguo y tiene demasiada
carga represiva como para poder dar crédito a una versión en particular.
La pregunta más difícil de responder, y la que se plantea en los próximos cinco capítulos, es
en qué medida apoyaron a la guerrilla los campesinos como Vicente Menchú. Afortunadamente, muchos
sobrevivientes no enmudecen ante este tema y sus testimonios sugieren ciertas conclusiones, aunque
éstas sólo se puedan considerar hipótesis. Las razones que explicarían la colaboración de los
campesinos con los insurgentes se pueden resumir en tres: Tal vez los campesinos han sido
inspirados por la ideología revolucionaria, es decir, la idea de transformar la sociedad. O tal
vez, sin dar mucho crédito a estos sueños, piensan que tienen algo más inmediato que ganar. O tal
vez han sido presionados para colaborar con las guerrillas, luego de verse envueltos en un proceso
de provocación, represalias y polarización que les obliga a tomar partido.{1}
Los escépticos que dudan que la guerrilla tuviera un gran apoyo prefieren defender el modelo
presión-y-polarización. ésta se ha vuelto mi teoría preferida desde que me entrevisté con
campesinos en lo que tenía fama de haber sido un bastión de la guerrilla. Muchos ixiles me
contaron que se habían sentido atraídos por la visión revolucionaria de una sociedad en la que
serían iguales que los ladinos. Pero que sólo comenzaron a unirse a la guerrilla en grandes
números después de que las represalias del ejército les obligaran a defenderse.{2} Unos años antes,
el EGP había comenzado en secreto un proceso de inducción mediante el establecimiento de una red
de colaboradores que no se identificaron ante los vecinos hasta que llegaron las columnas
guerrilleras y celebraron un mitin. Poco después de esto, la reacción del ejército revela a la
comunidad un hecho consumado: ya estaban todos «quemados», es decir, identificados con la
guerrilla. Es cierto que algunos ixiles se unieron por motivos ideológicos o pragmáticos, pero al
mismo tiempo hubo fuerzas poderosas que forzaron la militancia de mayor número de campesinos.
Cuando el ejército empezó a secuestrar sospechosos, los campesinos sólo podían elegir entre
cooperar con uno de los dos bandos, arriesgándose a ser asesinados por el otro, o huir de sus
hogares.
Los académicos que se solidarizan con la guerrilla tienden a recalcar la explicación
ideológica: que los campesinos se sumaron a la insurgencia porque vieron en ella una vía para
combatir la explotación y construir una sociedad mejor. También el movimiento revolucionario se ve
así, en términos de la tesis del empobrecimiento. Los campesinos sufren una opresión que cada vez
empeora más, lo cual despierta su conciencia y les empuja a abrazar la lucha armada. En realidad,
empobrecimiento no es un buen término para describir las condiciones prevalecientes en el
altiplano antes de la guerra. Más bien, en comparación con las penurias que recordaban los
ancianos, los campesinos percibían ligeros progresos y esperaban que hubiera más en el futuro.{3}
No obstante, esto no impidió que hubiera círculos de ixiles, así como de jóvenes aventureros,
estudiantes y activistas políticos, que de entrada dieron la bienvenida a los guerrilleros, fuera
a causa de agravios específicos (como por ejemplo, el robo de las elecciones) o de frustraciones
más complejas, siendo ambas una constante bajo la dictadura militar.
Lo mismo podría aplicarse a Uspantán y Vicente Menchú. Aunque no haya sido el campesino radical
perseguido que cuenta la historia de su hija, incluso si fue un hombre relativamente adinerado
para su origen, esto no lo descalifica como un posible revolucionario. Al contrario, otros futuros
revolucionarios han tenido a menudo cierto éxito antes de chocar con la injusticia. Tal vez
Vicente apoyó a la guerrilla no porque él formara parte de los más oprimidos sino porque se
identificaba con ellos y pensaba que la lucha armada era la única manera de ayudarlos. Esta sería
una reinterpretación razonable de Me llamo Rigoberta Menchú, exceptuando parte del melodrama, que
conserva su premisa esencial de un campesinado revolucionario. ¿Pero es cierto? Alternativamente,
¿pudiera ser que Vicente pensara que tenía algo que ganar con los guerrilleros, sin dar mucho
crédito a su visión más amplia?¿ O siguiendo el modelo de presión-y-polarización que expuse en el
caso de la región ixil, podría haberse visto envuelto por fuerzas que no podía controlar?
En los tres capítulos anteriores, examinamos lo que se podía colegir sobre la situación de
Chimel antes de la violencia, sus relaciones con los vecinos ladinos y k'iche's y cómo ocurrieron
los primeros asesinatos políticos. Esta es una base esencial para entender cómo reaccionaron
Vicente y su gente ante el Ejército Guerrillero de los Pobres. A lo largo de los próximos cinco
capítulos, trataré otros episodios y temas claves que se refieren a esta difícil cuestión.
Incluyen el asesinato de uno de los hijos de Vicente por el ejército y cómo reaccionó aquel; la
muerte del propio Vicente, junto a treinta y cinco personas más, durante una protesta en la Ciudad
de Guatemala; su relación con el Comité de Unidad Campesina y con el Ejército Guerrillero de los
Pobres; y cómo la violencia destruyó Chimel.
La evidencia en torno a estos temas no escasea. Incluye otros relatos revolucionarios como el
de Rigoberta, informes de derechos humanos, artículos de prensa y transcripciones de entrevistas
con campesinos disconformes, Vicente incluido. Comprende también mis entrevistas con
supervivientes de estos acontecimientos. Puesto que no siempre coinciden, sería aconsejable que
estos testimonios no se tomaran ni como hechos establecidos ni como datos dudosos, sino como lo
que mi colega Paul Kobrak llama «reconstrucciones de la violencia», expresiones de cómo se ubican
las personas a si mismas en relación a un periodo traumático. Esta es una visión de la historia
desde la perspectiva de la aldea; a través de los ojos de los campesinos, sus muchas limitaciones
sugerirán cómo vivieron la guerra.{4} En cuanto a la objetividad de mis conclusiones, creo que
algunos aspectos podrán resolverse por comparación de fuentes, pero otros sólo llevan a escenarios
más o menos probables. Si el resultado es más creíble que el relato de Rigoberta, la razón se debe
a que abarca un abanico de versiones más amplio, se ocupa de contradicciones que ella no contempla
y admite más lo que no se puede establecer.

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Para mostrar las ventajas del método, comparemos las versiones contradictorias de cómo murió
Petrocinio, el hermano de Rigoberta, en el pueblo de Chajul. En el capítulo más emocionante de Me
llamo Rigoberta Menchú, es ahí dónde Rigoberta sitúa el calvario de su hermano menor. En 1979,
según su relato, Chimel ya está totalmente organizado y la mayor parte de su familia está
escondida. Su padre ha pasado a la clandestinidad en el Comité de Unidad Campesina, mientras que
por su parte Rigoberta está organizando en el departamento de Huehuetenango. En Chimel se ha
quedado Petrocinio, un muchacho de dieciséis años que presta servicios como secretario de la
comunidad. Está de viaje organizando otra aldea cuando le secuestran el 9 de septiembre, después
de que un miembro de su comunidad le delata al ejército a cambio de un poco de dinero. En ese
momento Petrocinio está acompañado de una joven y de la madre de ésta, ambas arriesgan sus vidas y
les siguen a él y a sus captores hasta el destacamento militar, donde otros veinte cautivos han
sido sometidos ya a horribles torturas.
La familia Menchú se reúne de inmediato. El ejército anuncia que los guerrilleros que ha
capturado serán castigados públicamente en Chajul, y ordena a la población que presencie el
espectáculo. Durante toda una noche Rigoberta y su familia se apuran por las montañas. Chajul
dista veinticinco kilómetros de Chimel, si el día está claro se divisa su enorme iglesia desde un
cerro cercano, pero queda más lejos por los abruptos senderos que serpentean entre un barranco y
otro. El más conservador de los tres pueblos ixiles, con pocos ladinos y uso escaso del español,
Chajul tiene connotaciones sagradas para los católicos tradicionales. Cada Cuaresma, desde lugares
tan distantes como México y El Salvador, miles de peregrinos convergen en su iglesia colonial de
muros encalados para venerar a una imagen ampliada de un Cristo que, vacilando bajo el peso de su
cruz, mira al cielo con ojos suplicantes.
Los Menchú se suman a la multitud de la plaza justo en el momento en que los soldados arrastran
a Petrocinio y los otros prisioneros fuera de un camión militar. Petrocinio tiene la cabeza rapada
y llena de cortes; no tiene uñas en los dedos de las manos, ni plantas en los pies, supuran sus
heridas infectadas. Un militar arenga a la multitud sobre los peligros del comunismo, luego ordena
a los soldados que corten con unas tijeras las ropas de los cautivos, para explicar cómo ha sido
infligida cada marca en los cuerpos torturados. Finalmente, el oficial ordena que cada prisionero
sea rociado con gasolina. Cuando empezaron a gritar pidiendo clemencia, les prendieron fuego. El
horror despierta la cólera del pueblo; muchos alzan sus machetes y avanzan sobre los soldados, que
retroceden gritando consignas al ejército y la Patria.{5}
La marcha de las flores blancas
En Ciudad de Guatemala, tratando de rescatar a su hijo, Vicente le describe como el secretario
de Chimel. «Él siempre lleva los apuntes de todos esos terrenos que estamos solicitando, tal vez
sólo por eso se lo llevaron. Y como él ya sabe leer y todo, a veces habla un poco sobre
injusticia»{6} Un encomio católico se refiere a él como un educador de alfabetización en la escuela
que su padre y él habían fundado en Chimel.{7} Pero en Uspantán la gente simplemente recuerda a
Petrocinio como un joven que acaso había recibido cierta instrucción escolar, no como catequista
de la aldea, ni como secretario, ni como organizador. Se presume que fue agarrado porque estaba a
mano en un momento en el que su familia acababa de ser culpada de la incursión del EGP a Soch. Su
padre le había pedido que fuera a comprar azúcar al mercado semanal, tal vez porque no temía
ningún peligro ya que hasta entonces no había sido secuestrado nadie en Chimel. Sucedió el 9 de
septiembre de 1979. Descubierto por informantes, había salido del parque y caminaba hacia la aldea
de su novia, delante de ésta y de su madre, cuando soldados y vigilantes se le fueron encima,
cerca de la capilla del Calvario. Como se oyeron unos disparos, algunos piensan que se resistió y
fue herido de bala.
«Sí, es mi hijo», le dijo Vicente a un periodista de la capital cuatro meses después, apenas
unos días antes de dirigirse a la embajada española. «Fue el 9 de noviembre, a las tres de la
tarde, allí en el pueblo de Uspantán, eso no fue hasta allá en la casa, sino que lo agarraron en
la calle... Es que cuando lo agarraron, no estaba yo é sino que otra persona estaba con él y como
ya está noviado, entonces iba su novia con él, y la señora también, la mamá de la muchacha.
Delante de ellas lo agarraron y lo llevaron al destacamento de Uspantán».{8}
La última vez que fue visto Petrocinio, era llevado a rastras en dirección a la base militar de
Xejul, justo al este del pueblo, en la carretera de Alta Verapaz. Cuando visité el lugar, mucho
después de que se hubiera ido el ejército, me impresionó lo indefenso que parecía en términos
militares. En vez de estar en un montículo, el emplazamiento habitual de un destacamento militar,
se encontraba en un bosque bajo, como si no tuvieran que preocuparse de su defensa en caso de
ataque. La localización sugiere que sólo se utilizaba como campamento de torturas. Así como las
historias acerca de los cadáveres mutilados que se sacaban en camiones para ser arrojados en otro
sitio. Se presume que aún quedan víctimas allí, en hoyos que han sido rellenados pero que todavía
son visibles entre los árboles. Catorce años después, algunos de los parientes de Petrocinio
sospechaban que él todavía estaba allí, en el fondo de uno de estos hoyos.
A pesar de que fueron hombres uniformados los que agarraron al hermano de Rigoberta y las otras
víctimas, los oficiales del ejército negaron saber su paradero. El comandante rehusó recibir a las
familias, al igual que el comandante de Santa Cruz del Quiché, el ministro del interior y el
Presidente Lucas García.{9} Un comunicado del ejército sugiere el grado de denegación que
afrontaban los familiares: «Indudablemente, las falsas acusaciones de las que se hace víctima al
Ejército de Guatemala, no han de ser más que el producto de las actividades delictivas de grupos
subversivos que frecuentemente asesina a sus propios compañeros o colaboradores a los que ya no
consideran útiles para sus aviesos propósitos, o bien tratarse de autosecuestro, con los cueles
obtienen el mismo fin o jugosas ganancias. El Ejército de Guatemala reitera que está al servicio
de la Patria y nunca al servicio de personas en particular... de tal manera que continuará
cumpliendo celosamente con su deber constitucional, a fin de no permitir que nuestro sistema
democrático sea socavado y menos permitir que el país caiga en manos del comunismo
internacional».{10}

39
Puesto que los comandantes del lugar adoptaban nombres de guerra, en general los uspantanos
desconocen su identidad. Pero en ocasiones algún oficial hacía amistades, o su rostro y su nombre
aparecieron años más tarde en los periódicos. Tal es el caso de Carlos Roberto Ochoa Ruiz, un
capitán que aparentemente era el segundo en jerarquía en Xejul cuando murió Petrocinio y que se
fue poco después del fuego en la Embajada de España. Trece años después era un teniente coronel
acusado de tráfico de media tonelada de cocaína a Florida.{11}
Hubo dos ocasiones en las que sin lugar a dudas la familia y los vecinos de Rigoberta
estuvieron a la altura de su retrato, cuando fueron a la capital, en septiembre de 1977 y en enero
de 1980, para protestar por los secuestros del ejército. En la primera ocasión, cincuenta
campesinos llegaron a la capital y pasaron la noche en la sede de la Federación de Trabajadores de
Guatemala (FTG). A la mañana siguiente, portando flores blancas en señal de sus intenciones
pacíficas, entraron en el congreso nacional en pequeños grupos y solicitaron derecho a hablar. Les
acompañaban aliados urbanos del FTG, el Frente Estudiantil Revolucionario Robin García (FERG) y el
Frente Democrático Contra la Represión, sumando un total de sesenta personas. Los guardias de
seguridad les impidieron el paso a la cámara legislativa; diputados hostiles les recriminaron.
Eventualmente, los manifestantes fueron conducidos a una sala de conferencias, donde les
permitieron hablar.
La delegación no había sido recibida cordialmente, pero al menos atrajo la atención de la
prensa. Después la situación se volvió amenazadora. Cientos de soldados y policías antimotines
rodearon el edificio. Luego de que los congresistas escoltaran a los manifestantes de vuelta a la
sede del FTG, las fuerzas de seguridad también rodearon ese edificio. Cinco estudiantes y
sindicalistas que se aventuraron a salir para comprar comida, fueron detenidos por hombres
vestidos de civil y fuertemente armados.{12} Una noche después, doscientos manifestantes rompieron
el disminuido cordón policial, subieron a los campesinos en camiones y los llevaron a la
Universidad de San Carlos, un bastión de la izquierda, desde donde regresaron a Uspantán
escoltados por periodistas y líderes estudiantiles.
Los Menchú y sus vecinos no fueron la primera delegación de campesinos que se manifestaba en
contra del ejército, pero la prensa estaba tan amordazada durante esos años que sólo gracias a sus
aliados urbanos y a la temeraria táctica de tomar el congreso, recibió ésta una atención especial.
El discurso que leyeron ante el congreso sugiere que fue escrita por los aliados urbanos de la
delegación y no por los propios campesinos, que eran en su mayoría analfabetos. Antes de enumerar
las víctimas y de exponer cómo habían sido desoídas sus súplicas de que los pusieran en libertad,
la declaración culpa de la represión a los tres hijos de Honorio García y a un pariente político
que quieren robarles las tierras. No hace referencia alguna a la presencia del EGP en Uspantán ni
al asesinato de Honorio y Eliu Martínez.{13}
En una conferencia de prensa celebrada justo antes de que los campesinos regresaran a Uspantán,
varios de ellos expresaron quejas en sus propias palabras. Hablaron de la serie de fuerzas de
seguridad que les acosaban, no sólo el ejército y la policía militar móvil sino también la guardia
de hacienda (que había pasado de perseguir noctámbulos a secuestrar presuntos guerrilleros) y
hasta la guardia forestal, que supuestamente protegía los bosques. Una vez más, no se hizo
referencia a los asesinatos de Honorio García y Eliu Martínez, ni al pleito por el camino a San
Pablo. Un campesino negó tener vínculos de organización con los estudiantes y también negó que
estuvieran en contra del ejército o del gobierno. Sólo deseaban vivir en paz, dijo, cosa que la
nunca mencionada guerrilla garantizaba que no habría de suceder. La naturaleza genérica de las
quejas sugiere que las particularidades de Uspantán ya habían sido absorbidas por el discurso
nacional de izquierdas contra el ejército.{14}
Cómo murió Petrocinio en Chajul
«Botaron los cadáveres desde un camión militar, uno por uno, uno por uno. Creo que habían
siete. Los soldados tocaron las campanas y citaron a la gente para decir que los muertos
eran guerrilleros. También dijeron que eran de San Miguel Uspantán. Era para darles miedo a
la gente, para dar ejemplo, pero la gente solo se puso más brava. Sí, quemaron un cadáver.
Pero ya estaba muerto, no estaba vivo.» –Testimonio de Chajul, 1994.
Cuando comencé a visitar Chajul regularmente en 1987, no era difícil escuchar historias sobre
la violencia. La gente me contó como el ejército solía colgar del balcón de la municipalidad a los
acusados de colaborar con la guerrilla. Generalmente, lo hacían de noche, lo que permitía que los
bomberos voluntarios del pueblo bajaran los cadáveres al amanecer, pero no siempre. Después de que
soldados y patrulleros civiles cayeran en una emboscada, una mujer fue arrestada por comerciar con
el enemigo. Fue sacada al balcón frente a una multitud; allí suplicó clemencia y después pidió una
última oportunidad para amamantar a su bebé. Luego de que le dio el pecho, se lo arrebataron de
los brazos y la colgaron, al igual que a docenas de otros.
Como indica Rigoberta en su testimonio, no era raro que el ejército humillara y torturara a los
cautivos antes de darles muerte, incluso delante de sus familias. Ni tampoco se ignoraba que el
ejército quemaba personas vivas, por lo general cuando estaban atrapadas en el interior de sus
casas. Pero cuando saqué a relucir el relato de Rigoberta sobre prisioneros quemados vivos en la
plaza de Chajul, sólo coseché miradas de asombro. Los lugareños confirmaron que presos de Uspantán
habían sido asesinados a principios de la violencia, pero lo que ellos evocaban era algo
diferente. Un hombre recordó haber visto cinco o seis cadáveres, vestidos con ropas militares y
dotados de escopetas viejas, a un kilómetro de distancia sobre el camino del destacamento militar.
Un helicóptero había traído a los hombres antes de que les mataran: el ejército dijo que eran
guerrilleros de Uspantán que iban a atacar Chajul.{15}
Para algunos lectores, una exégesis de cómo murió exactamente el hermano de Rigoberta podrá
parecerles inútil o ingenuo. Dada la vaguedad de los recuerdos y la traducción de los testimonios
de testigos oculares a versiones de segunda mano, no resulta sorprendente que haya
interpretaciones contradictorias. Tal vez mis fuentes de Chajul todavía estaban demasiado
atemorizadas del ejército guatemalteco como para admitir lo que habían presenciado. Entonces, ¿por

40
qué su versión de los hechos es más creíble que la de Rigoberta? La razón es que poco después una
delegación de campesinos, que incluía al padre de Rigoberta, comunicaba la misma versión que los
chajules en una segunda ronda de protestas en la capital en enero de 1980.
«El día 6 de diciembre», anunció la delegación, con el apoyo del Frente Democrático Contra la
Represión (FDCR), «el Ejército Nacional llevó a Chajul a siete campesinos que tenía secuestrados
en Chicamán,{16} los vistió a todos de verde olivo y los obligó a avanzar por el camino que lleva
al pueblo. Los soldados estaban escondidos a pocos metros de distancia y dispararon sobre los
siete campesinos hasta matarlos a todos. Después de esto, el Ejército Nacional tiró junto a los
cadáveres un par de escopetas viejas y sin tiros y empezó a decir que los muertos eran
guerrilleros que habían querido asaltar el destacamento de Chajul. Allí tuvieron tirados los
cadáveres por muchas horas, hasta que los metieron a todos en dos hoyos en el cementerio de
Chajul, después de haber quemado con gasolina uno de los cuerpos».{17}
La construcción de esta versión de los hechos se puede confirmar en una entrevista fascinante
que la delegación de Vicente dio en la capital, cinco días antes de la muerte de muchos de sus
miembros en la embajada española. Vicente todavía no había aceptado totalmente que su hijo estaba
muerto: «No se si están vivos o si ya lo mataron». Después un campesino de Chajul resumió la
versión de los hechos de la delegación, exceptuando que los habitantes del pueblo son obligados a
presenciar la ejecución de los siete frente a la iglesia. Otros miembros de la delegación
insistieron en que los siete hombres habían sido ultimados en la carretera que lleva al pueblo,
tal como lo describieron mis fuentes chajulenses una década más tarde, luego los botaron en la
plaza para dramatizar una de las arengas antiguerrilleras del ejército. Si la delegación creyó que
los siete eran de Uspantán fue porque así lo había dicho el ejército.{18} Los cadáveres nunca
fueron identificados con certeza, de ahí las dudas de Vicente con respecto a si su hijo estaba o
no entre ellos. Con variantes mínimas, esta es la misma versión de hechos que aparece en los
informes de derechos humanos, y a la que Mario Payeras, del EGP, añade que el ejército estaba
tomando represalias por una emboscada guerrillera.{19}
En conjunto, el contraste entre el testimonio de Rigoberta y el de todos los demás es
insignificante. Excepto por los detalles sensacionalistas, la versión de Rigoberta coincide con
las de los otros y se puede considerar real. Está en lo cierto cuando dice que el ejército llevó
prisioneros a Chajul, alegó que eran guerrilleros y les dio muerte para intimidar a la población.
Aparentemente, uno de ellos era su hermano menor.
El punto importante no es que lo sucedido realmente sea algo diferente a lo que Rigoberta dice
que sucedió. La cuestión es que su relato, en éste y en otros episodios críticos, no es el
testimonio ocular que ella da a entender. Aunque ella incluye a sus padres, hermanos y a sí misma
en la escena, Vicente confesaba ignorar el destino de su hijo poco antes de su propia muerte. Los
chajules solo presumían que las siete víctimas eran de Uspantán porque así lo había dicho el
ejército. En resumen, no había parientes cerca para identificarlos y Rigoberta tampoco estuvo
allí.{20}

Notas
{1} En la literatura académica, éstos se conocen como el modelo de economía moral (Scott 1976),
el modelo de campesino racional (Popkin 1979) y el modelo de «conquista por coerción» (Leites y
Wolf 1970).
{2} «Report on the Violence in Northern Quiché, Guatemala, by a Parish Priest, Agust 1979 to
January 1980» y Polémica 1982.
{3} Compárese con Kobrak 1997:76-77.
{4} Estoy en deuda con Kobrak (1997:9-10, 132) por ilustrar este enfoque en su estudio acerca
de la violencia en el municipio awakateko y k'iche' de Aguacatán, Huehuetenango.
{5} Burgos-Debray 1984:172-181.
{6} Transcripción sin título de una entrevista grabada con una delegación de campesinos, 13,
pág. 26, enero de 1980.
{7} Comité Pro Justicia y Paz 1980.
{8} Transcripción de una entrevista con una delegación de campesinos, 26 enero de 1980. En un
momento anterior de la misma entrevista, Vicente sitúa el secuestro de su hijo el 9 de setiembre,
tal como lo corroboran otras fuentes.
{9} «Copia Integral del Discurso Pronunciado en el Congreso de la República», transcripción, 1
pág. , setiembre 1979.
{10} «Dice el Ejército: Campesinos de Uspantán Están Siendo Utilizados», Impacto, 28 setiembre
1979, pág. 2.
{11} Poco después de que la corte constitucional de Guatemala aprobara la extradición de Ochoa
a los Estados Unidos, su presidente fue asesinado. El crimen se quiso hacer pasar por un robo de
carro, pero la corte revirtió la extradición once días después, con el resultado de que Ochoa sólo
podría ser arrestado si entraba en territorio de los Estados Unidos. En 1997 las autoridades
guatemaltecas lo arrestaron por otro negocio de cocaína, esta vez en un centro comercial..
{12} «Cien campesinos irrumpieron el Congreso»; Prensa Libre, 27 setiembre 1979, pág. 4, y
«Campesinos pidieron a diputados cese de la represión en Uspantán», Impacto, 27 setiembre 1979,
pág. 2.
{13} «Copia Integra del Discurso».
{14} «Campesinos de Quiché Procuran Liberación de Secuestrados», Noticias de Guatemala 27, 8 de
octubre 1879, págs. 388-391. En una entrevista concedida un día después de la ocupación del
congreso, la explicación del grupo –haciendo referencia a que los secuestros eran represalias por

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negarse a aceptar los abusos de los hijos y el yerno de Honorio– fue interrumpido por un niño de
trece años. A diferencia del resto de la delegación, el habló del asesinato de los dos ladinos el
día 12 de agosto y de que se le inculpaba a San Pablo. Después de esta declaración, otro orador
volvió al tema de que los finqueros se habían quejado al ejército porque los campesinos no
aceptaban sus exiguos salarios. En el curso de la misma entrevista, una mujer taciturna identifica
a Petrocinio Menchú como su hijo y dice que el ejército se lo llevó de la casa, al contrario que
otra persona de la delegación que dice que lo secuestraron del pueblo (Amnistía Internacional
1980)
{15} Víctor Perera (1993:106) cita mis entrevistas de Chajul como su fuente para una versión de
la masacre que nunca he oído a nadie. Ningún chajul me dijo jamás que las víctimas habían sido
ejecutadas en la plaza, ni que mostraban unas cuantas señales de tortura o que habían visto a
Vicente Menchú en la escena, o que no habían visto a Rigoberta. Lo que le dije a Víctor,
comentando un borrador de su libro, es que no debía interpretar literalmente la versión de
Rigoberta.
{16} Chicamán es un pueblo de mayoría ladina que solía formar parte del municipio de Uspantán.
Cuando comenzó la violencia, pasó a ser un municipio independiente que incluye los asentamientos
vecinos de Soch y San Pablo. Al parecer el nuevo municipio también incluye gran parte de Chimel,
pero los propietarios de este lugar consideran que tanto ellos como su propiedad forman parte de
Uspantán. Los k'iche's de San Pablo sientan lo mismo. El límite todavía está por definir.
{17} «Carta Abierta», fechada el 31 de enero de 1980, firmada por «Comunidades campesinas de
Chajul, Nebaj, Cotzal y San Miguel Uspantán del Departamento de El Quiché», distribuida por el
Frente Democrático contra la Represión el 1 de febrero de 1980.
{18} Transcripción de una entrevista con una delegación de campesinos, 26 de enero de 1980.
{19} La versión de los hechos que los chajules dieron en 1980 y que me reiteraron a finales de
los 80 también aparece en Davis y Hodson 1982: 48-49 y en Payeras 1987:49. Solamente Me llamo
Rigoberta Menchú sitúa el incidente el 24 de septiembre. Casi todas las otras fuentes lo sitúan el
6 de diciembre. Rigoberta también se presenta como testigo ocular en su testimonio para la Iglesia
Guatemalteca en el Exilio (1982:30-40), el Comité Guatemalteco de Unidad Patriótica (n.d.:27-31) y
el Tribunal Russell (Jonas et al. 1984:120-125).
{20} Hay otro rasgo del relato de Rigoberta que merece un comentario. Según su versión de los
hechos, luego de que el ejército asesina a sus prisioneros, los furiosos espectadores amenazan con
machetes a los soldados y les obligan a retirarse. Podría parecer el colmo de la improbabilidad
que una multitud logre enfrentarse a los soldados sin ser masacrada. Sin embargo, un incidente
parecido ocurrió un poco antes de la matanza de los siete Uspantanos y es posible que los
comentarios acerca de éste puedan haber contribuido al de Rigoberta. Dos meses antes de la muerte
de Petrocinio, el 18 de octubre de 1979, el Ejército Guerrillero de los Pobres ocupó Chajul y dio
un mitín en la plaza. Al día siguiente mataron a tres soldados y llevaron al pueblo sus armas
manchadas de sangre. Al igual que el ejército expondría siete cadáveres para dramatizar sus
advertencias en contra de la colaboración con la guerrilla, la guerrilla usó las armas
ensangrentadas para dramatizar el mensaje de que el pueblo debe organizarse para defenderse del
ejército.
Al tercer día, según un sacerdote católico: «una patrulla del ejército ocupó Chajul e inició un
registro sistemático, golpeando a la gente y abusando de ella. Cuando se oyó el grito tradicional
de los chajules, hombres, mujeres, jóvenes, niños y ancianos salieron de sus casas armados con
piedras, palos y machetes y todo el pueblo enfrentó al ejército en la plaza central. Entre los dos
grupos estaban los cadáveres de los tres soldados muertos por la guerrilla. Un helicóptero del
ejército comenzó a sobrevolar por encima de ambos grupos mientras negociaban. El pueblo exigía que
se fuera el ejército y si no lo hacían estaban dispuestos a atacarles. Decían que matarían más de
los que podría matar el ejército. Un ciudadano demostró que había sido golpeado por los soldados.
El teniente al mando pidió un palo y empezó a golpear al soldado responsable hasta dejarlo medio
muerto. La gente volvió a exigir que se fuera el ejército y empezó a empujar a los soldados hasta
que salieron del pueblo. Indignados por la situación que habían soportado, decidieron linchar a
Pedro Pacheco y Melchor Xinic por colaboradores e informantes del ejército» («Report on the
Violence in Northern Quiché, Guatemala, by a Parish Priest, Agust 1979 to January 1980»).

Capítulo 6
La masacre en la Embajada de España

«De entonces para hoy, los combatientes muertos han extendido en lo inmenso su metálica
forma y nuestra acción ha seguido nuevos derroteros.» –Mario Payeras, El Trueno en la
Ciudad, 1978{1}
Tomar rehenes en las embajadas y los ministerios del gobierno es una forma de protesta común en
Latino América. Capta la atención aun de los medios de difusión más reprimidos o indiferentes. En
1978, los sandinistas capturaron a todo el congreso de Nicaragua para dramatizar su lucha contra
la dictadura de Somoza. Un arzobispo aceptó mediar, Somoza puso presos políticos en libertad y los
guerrilleros salieron heroicamente del aeropuerto hacia el triunfo internacional. Pero la táctica
puede resultar terriblemente adversa. Cuando la guerrilla tomó la corte suprema de justicia
colombiana en 1985, el ejército respondió con tanques. Murieron los cuarentiuno militantes, junto
con doce jueces. Otra ocupación que acabó en desastre fue la del 31 de enero de 1980 en la Ciudad
de Guatemala. Manifestantes enmascarados ocuparon la embajada de España para denunciar la

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represión del gobierno, con lo cual la policía tomó el recinto por asalto. Treintiséis personas
murieron, todos a excepción de un ocupante y un rehén, en el curso de una conflagración
misteriosa.
Hasta la fecha, no hay acuerdo acerca de quién empezó el fuego en la embajada española. Pero el
holocausto no fue una derrota para el movimiento revolucionario. Puesto que la policía asaltó el
edificio a pesar de las protestas del embajador español, el gobierno de Guatemala fue declarado
responsable de violación de la inmunidad diplomática y de las muertes de las personas que estaban
en el interior. Mejor que ningún otro suceso, el incendio capturó la brutalidad de las fuerzas de
seguridad y la exhibió frente a las cámaras de televisión. La violación del derecho internacional
fue tan flagrante que convirtió al gobierno de Lucas García en paria internacional. Dentro de
Guatemala, la masacre se transformó en un símbolo poderoso para la coalición revolucionaria. Los
manifestantes muertos fueron recordados como campesinos que luchaban para proteger a sus familias
de los secuestradores del gobierno. Se convirtieron en víctimas ejemplares, mártires cuyas muertes
presagiaban victoria. Entre ellos había seis personas de la aldea de Rigoberta, incluyendo su
padre, Vicente Menchú. El tema de este capítulo es cómo murieron y porqué.
Chimel Recibe Su Título De Propiedad
«El helicóptero Alouette se posó en una nube de polvo en las afueras de la remota aldea
indígena de Chimel y de su interior salió un reducido comité de funcionarios del Instituto
de Reforma Agraria de la capital que haría la entrega de títulos de propiedad a 45 familias
indígenas. Pero los nuevos propietarios no aparecían por ninguna parte. El alcalde de la
aldea se acercó a los funcionarios y les tendió una nota laboriosamente escrita a mano.
Debido a la «represión del ejército del gobierno», decía, los indígenas tenían miedo de
llegar al pueblo para recibir los títulos.» –Washington Post, 3 febrero 1980.
Según Me llamo Rigoberta Menchú, el ventajista Instituto Nacional de Reforma Agraria convence a
los campesinos de Chimel para que firmen un documento que ninguno puede leer. Supuestamente es el
título de propiedad de su tierra. Dos años después, cuando los grandes latifundistas renuevan sus
ataques, el INTA revela que se trata de un acuerdo por el que aceptan irse. Luego de más
persecuciones, la agencia ofrece vender a Chimel sus propio terrenos por la imposible suma de
Q.19.000 (US$19.000, en aquel tiempo), lo cual equivalía a una orden de desalojo.{2} Sin embargo,
de los archivos del INTA emerge una historia muy diferente, que es corroborada por los
supervivientes de Chimel. Justo antes de que Vicente muriera en la embajada de España, había
recibido el título de propiedad solicitado durante tantos años.
Bajo el acuerdo número 26-79, con fecha 20 de diciembre de 1979, la institución concedía a
cuarenta y cinco hogares los títulos provisionales de 2.753 hectáreas por un precio total de
Q.19.270.{3} Hay dos detalles importantes. En primer lugar, los nuevos títulos correspondían a los
terrenos que INTA reconocía desde mucho antes. No incluían las 151 hectáreas en las que se
levantaban las casas de Chimel. Esto contrariaba a Vicente y sus hijos, que no estaban dispuestos
a irse. Además, las 2.753 hectáreas fueron concedidas a pesar de la inflexible oposición de los
Tum de Laguna Danta, que sentían que el INTA estaba consolidando el poder de Vicente en las 151
hectáreas que ellos reclamaban suyas.
En segundo lugar, el INTA no haría entrega de los títulos definitivos hasta que los colonos
hubieran terminado de pagar todo su precio, los términos acostumbrados en la adquisición de
terrenos nacionales. Puesto que Chimel ya había dado un adelanto de Q.1.980, el resto de la deuda
(Q. 17.290) podía ser pagado en 20 plazos anuales de Q.864,50. Estando aún el quetzal en paridad
con el dólar, esto significaba una carga anual de US$20 por hogar. Según un miembro de la familia
Menchú, la deuda era tan manejable que esperaban pagarla antes de tiempo.
Desgraciadamente, cuando llegaron los títulos, Chimel tenía tanto miedo del ejército que se
negaron a presentarse en la municipalidad para recogerlos. «Llegó un mensaje citando a Vicente
Menchú y sus compañeros para que recibieran al jefe del INTA que les haría entrega de sus
documentos», recordaba un funcionario municipal de entonces. «Pero ya había destacamento militar
aquí y la gente se sentía amenazada. Ya había comenzado la violencia y ellos no vinieron por miedo
al ejército. Temían que los iban a secuestrar». Rubén Castellanos, el vice-presidente del INTA,
que había volado en helicóptero desde la capital hasta la cabecera municipal, procedió a la
entrega de los títulos de la aldea en una ceremonia tensa y triste celebrada el 28 de diciembre de
1979. «La gente se reunió para recibir los papeles, pero con miedo». Según una versión, Vicente
dijo: «Sabemos que si llegamos a Uspantán el ejército va a secuestrarnos».
Sólo pocos días después, el 9 de enero, el ejército tuvo un enfrentamiento con San Pablo El
Baldío, la aldea que había sufrido la mayoría de los secuestros en venganza por la incursión del
EGP en agosto. A decir del ejército, una de sus patrullas fue atacada repentinamente por los
rebeldes. Los sampableños cuentan una historia diferente. Según un comunicado escrito con la
caligrafía y la gramática de un campesino y dirigido a la Federación de Trabajadores de Guatemala,
los soldados acusaron a la aldea de pertenecer a la guerrilla. Obligaron a las mujeres a darles de
comer, separaron a los hombres y empezaron a disparar. La gente agarró machetes, azadones, leña y
piedras para defenderse. En la confusión los soldados dispararon a varios de sus propios hombres y
uno de ellos resultó tan gravemente herido que el comandante puso fin a su sufrimiento.{4} Según
crónicas posteriores publicadas por la izquierda urbana, el número de soldados muertos aumentó a
tres, y el ejército hirió a dos sampableños y destruyó muchas casas.
Según decía un sampableño entrevistado recientemente, los disparos comenzaron con un altercado
entre un soldado que pedía comida y el indignado dueño de una casa que blandía su machete en el
aire. El soldado disparó una bala que sesgó un dedo del hombre. Esto asustó a los soldados, que
retrocedieron disparando sus fusiles e hiriendo mortalmente a uno de los suyos. No destruyeron
casa alguna, y ninguna habría de ser destruida hasta un año más tarde. Aun después del
enfrentamiento, el ejército regresó a San Pablo varias veces «sólo para platicar», me contó el
sampableño. «Primero el ejército llegó para decir a la gente que no se meta con la guerrilla.

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Llegaron tres o cuatro veces. La gente decía que no tenían nada que ver con la guerrilla, pero el
ejército no les creía... Quedaba la duda».
Vicente da la vida por su hijo
Días después del incidente de San Pablo, los campesinos de allá, los de Chimel y los de otras
aldeas se dieron cita en la iglesia católica de Uspantán. Luego se fueron a la Ciudad de
Guatemala, tal vez vía Alta Verapaz en un autobús de alquiler para evitar los controles del
ejército en el sur del Quiché. Luego de reunirse con delegaciones de las aldeas ixiles, los
campesinos de Uspantán se alojaron en aulas de la Universidad de San Carlos. A lo largo de las
próximas dos semanas, y guiados por estudiantes de la San Carlos, trataron a través de las
ocupaciones de que los medios de difusión dedicaran un espacio a sus denuncias. Pero la respuesta
de una prensa intimidada por el régimen de Lucas García se hacía esperar. Pocas horas después de
que un abogado laboralista llamado Abraham Ixcamparí recibiera a los campesinos, era secuestrado y
asesinado.
En la misma situación de peligro, los trabajadores en huelga habían conseguido ciertas
concesiones de sus patronos luego de haber ocupado embajadas extranjeras. Para los campesinos de
Quiché, la embajada de España era una opción atractiva ya que el Embajador Máximo Cajal y López
acababa de estar en su departamento. Además de visitar una excavación arqueológica, había hablado
con los sacerdotes españoles sobre las amenazas que enfrentaban. En la embajada los campesinos
podían tener la esperanza de que serían escuchados con comprensión, lo que levantaría la acusación
de que el propio embajador había aprobado el plan de ocupación.{5} Una coincidencia desafortunada
se añadía a esta interpretación conspiracionista. Cuando los manifestantes ocuparon la embajada,
entre las doce personas que atraparon en su interior se encontraba un ex vicepresidente de
Guatemala, Eduardo Cáceres Lenhoff, y un ex ministro de Asuntos Exteriores, Adolfo Molina Orantes.
Estaban allí para solicitar del gobierno español apoyo económico para una conferencia legal.
¿Habían sido invitados los manifestantes a hacer su aparición justo en el momento en que había
rehenes valiosos?{6}
La embajada de España era una residencia sin protección en una calle suburbana. Con los rostros
cubiertos, los ocupantes entraron por la puerta principal a las 11:00 a.m. Anunciaron que todos lo
que se encontraban en el edificio eran rehenes a partir de ese momento. También llamaron a los
medios de difusión para convocar una rueda de prensa a la 1:30. Antes de que la prensa pudiera
entrar en la embajada, ésta fue rodeada por cientos de policías antidisturbios así como por
judiciales vestidos de civil (policía secreta), que a menudo hacían horas extraordinarias en los
escuadrones de la muerte. En el interior, el embajador Cajal y el secretario de la embajada
trataban desesperadamente de evitar un enfrentamiento. Imploraron por teléfono al ministro
guatemalteco de Asuntos Exteriores, al Palacio Presidencial y a su propio ministro de Asuntos
Exteriores que ordenaran la retirada de la policía, hasta que la policía cortó la conexión. Las
súplicas de los diplomáticos españoles fueron reforzadas con los llamados de Molina Orantes y
Cáceres Lenhoff, los dos dignatarios guatemaltecos, pero también fueron ignorados, incluso cuando
salieron a las ventanas con un megáfono.
La policía empezó a tomar la embajada hacia las 2 de la tarde. Las imágenes de televisión
muestran la violencia del asalto, con las fuerzas de seguridad haciendo añicos puertas y ventanas.
Los manifestantes retrocedieron hasta el segundo nivel, detrás de una verja de metal que bloqueaba
la parte alta de las escaleras. Nerviosos pero desafiantes, se ofrecieron a caminar en parejas
hasta la Universidad de San Carlos con sus rehenes, si primero se retiraba la policía. La policía
se negó. Querían que los ocupantes salieran del edificio de uno en uno, ofrecimiento que ellos
rechazaron, a sabiendas de cuántos detenidos habían reaparecido como cadáveres. Los ocupantes
también pidieron al presidente de la Cruz Roja nacional que actuara como mediador. él se negó.
En el momento en que la policía irrumpía a través de la verja metálica, los ocupantes llevaron
a los rehenes al despacho del embajador e hicieron barricadas con los muebles frente a la puerta
de madera. Allí siguió un enfrentamiento verbal de quince minutos a través de una grieta de la
puerta. Hacia las 3 p.m., la policía comenzó a derribar la puerta a golpes. Fuera del edificio,
periodistas y otros espectadores oyeron una explosión dentro de la habitación, luego vieron humo y
fuego a través de las ventanas. Puesto que éstas estaban enmarcadas en metal y protegidas con
rejas de hierro, nadie podía escapar por ellas. Las llamas y los gritos pidiendo auxilio duraron
varios minutos. Como la policía bloqueaba la entrada, los bomberos sólo podían lanzar agua desde
afuera. Cuando finalmente entraron en la habitación, la mayoría de las víctimas estaba amontonada
una sobre otra cerca de las ventanas. La mayoría parecía haber muerto asfixiada por el humo.{7}
Sólo había dos supervivientes, y pronto sólo quedaría uno. El embajador Cajal estaba en la
puerta de su despacho, tratando de negociar con la policía cuando estalló el fuego. Con la ropa y
el pelo en llamas, logró colarse al otro lado de la puerta. El otro sobreviviente era Gregorio
Yujá Xoná de San Pablo El Baldío. Se encontraba debajo del montón, entre las docenas de cadáveres
ennegrecidos por el humo y seguía respirando imperceptiblemente. Una noche después, Gregorio era
secuestrado de su cama de hospital por hombres fuertemente armados. Pocos días más tarde, dejaban
tirado su cadáver en la Universidad de San Carlos con una bala en la frente. «Correrá el mismo
riesgo el Embajador español», decía un letrero que dejaron a su lado.{8}
Al ignorar las protestas del embajador e invadir la embajada, el régimen de Lucas había
cometido una violación grave del derecho internacional. El gobierno español le responsabilizó de
todo lo que había sucedido y rompió las relaciones diplomáticas. Tres días después del fuego, la
procesión fúnebre de los ocupantes atrajo a miles de simpatizantes. Siguiendo la augusta tradición
de los funerales políticos, dos estudiantes y un policía murieron en un tiroteo, mientras que un
comandante de policía resultaba herido y un manifestante era secuestrado.
Los mártires de la Embajada
«Elio fue para mi un hombre en todo sentido de la palabra: bueno, cariñoso, respetuoso,
responsable. Aunque parezca exageración, jamás de él escuché un insulto; siempre me dio de
él lo mejor y en ese sentido se convirtió para mí en el principio de mi vida verdadera. No

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digo el fin, aunque en este momento sin él no me gustaría vivir más, pero trato de aferrarme
en que tengo un deber y es el de que nazca a su hijo al que tanto amó.»{9} –Epitafio por uno
de los estudiantes que murió en la embajada, 1980.
El número exacto de personas que murieron en la embajada fue tema de confusión. El gobierno
español culpó al régimen de Lucas García por la muerte de treinta y nueve personas. Pero la Cruz
Roja informó que había encontrado treinta y seis cadáveres y sólo se publicaron treinta y seis
nombres. Según la lista, los manifestantes muertos incluían seis campesinos de Chimel, tres de San
Pablo el Baldío, dos de la vecina aldea de Macalajau y otro de la aldea de Los Plátanos, lo que
suponía un total de doce uspantanos, más otros tres del pueblo de Chajul, en la región ixil.
Además de los quince ocupantes del norte del Quiché, había cinco activistas del Comité de
Unidad Campesina, dos de organizaciones populares urbanas y cuatro estudiantes de la Universidad
de San Carlos, hasta un total de veintiséis ocupantes que murieron en el fuego. Además del
superviviente que moriría poco después, Gregorio Yujá, dieciséis campesinos del norte del Quiché y
once activistas de organizaciones revolucionarias ocuparon la embajada, formando un total de
veintisiete ocupantes. Entre los diez rehenes muertos se incluían los dos dignatarios
guatemaltecos, siete miembros del personal de la embajada y un ciudadano español que había
aparecido por allí en un momento muy inoportuno.
Me llamo Rigoberta Menchú dice que en el interior de la embajada había ocho personas de Chimel,
«eran los mejores de nuestra aldea, eran compañeros muy activos».{10} Pero durante mis entrevistas
sólo surgieron seis nombres. Además de Vicente Menchú, había otro catequista llamado Mateo Sic
Pinula. De unos treinta y tres años, trabajaba como carpintero además de ser agricultor, era el
secretario de la filial de Acción Católica en la aldea y dejó tras él una viuda y tres hijos. Juan
Us Chic era el tesorero de Chimel. Se ganaba la vida extrayendo madera y rondaba los treinta y
siete años cuando murió, dejando una viuda y cinco hijos. Regina Pol Suy era una mujer soltera de
poco más de treinta años que dejó dos hijos. Juan Tomás Lux era un joven emparentado con los
Menchú a través de una hermana suya casada con Víctor, el hijo de Vicente. María Pinula Lux era
una muchacha de catorce años.
Murieron cuatro hombres de San Pablo. Se dice que dos de ellos, José Angel Xoná Gómez y Gavino
Morán Xupe, eran los hijos de Paulino Morán, el principal de la aldea que fuera secuestrado en
agosto de 1979. Al igual que un tercero, un campesino de poco más de veinte años llamado Mateo
Sis, eran miembros activos de la Iglesia Católica y dejaron viudas y huérfanos. Gregorio Yujá
Xoná, el superviviente que fue secuestrado de su cama de hospital, era un catequista de mediana
edad que le gustaba asistir a las reuniones de Acción Católica en Uspantán. Posiblemente nació en
la propiedad de los Martínez en El Soch, creció como trabajador dependiente y más tarde ayudó a
organizar el nuevo asentamiento en las montañas de San Pablo.
Dos de los muertos procedían de la aldea de Macalajau. Juan López Yac tenía veintiocho años y
era miembro de la cooperativa que estaba a cargo del molino de maíz de la aldea, dejó una viuda y
tres niños pequeños. Juan Chic Hernández era un joven de catorce años que estudiaba séptimo grado
en la escuela de Uspantán. Un antiguo compañero de clase recuerda que en los últimos meses de su
vida «tenían problemas, les estaban investigando, y él iba y venía de Básico, siempre acompañado
de amigos, como si tuviera miedo de ser agarrado».
Había un hombre llamado Francisco Tum Castro de la aldea de Los Plátanos en Uspantán,
posiblemente era promotor de salud al igual que dos hijos de Vicente Menchú. Procedente del pueblo
ixil de Chajul, era el catequista Gaspar Vi, al que nos referiremos de nuevo más adelante; así
como dos hermanas que compartían el nombre de María Ramírez Anay, la mayor era catequista.
De los cinco activistas pertenecientes al Comité de Unidad Campesina, tres eran k'iche's de los
alrededores de Santa Cruz del Quiché, la cabecera departamental en la que se originó el CUC. Según
datos de su organización:
—Victoriano Gómez Zacarías era de la aldea de Pamesebal. Tenía veinte años, acababa de terminar
sexto básico, todo un logro dado el lugar y la época, y se estaba instruyendo como tejedor en la
aldea de La Estancia, un bastión del CUC que pronto sería destruido por el ejército. Victoriano
también trabajaba como organizador de aldeas. Era un co-fundador del CUC y pertenecía a la
comisión coordinadora regional.
—Mateo López Calvo también era un hombre joven, procedente de la aldea Cucabaj, trabajaba como
vendedor de pueblo en pueblo y como jornalero estacional en las fincas. Tras arduos esfuerzos
aprendió a leer y escribir, era coordinador de aldea y miembro de la comisión coordinadora
nacional del CUC.
—Salomón Tavico Zapeta, un joven de veintidós años de la aldea de Chitatul, también era miembro
de la comisión coordinadora nacional del CUC. «Le faltaba agresividad e iniciativa», pero había
sobrevivido al arresto y la tortura por las fuerzas de seguridad.
Dos de los muertos del CUC eran hombres de más edad que se habían alejado del ámbito de la
aldea:
—Francisco Chen Tecu era un maya achí de Rabinal, en el departamento de Baja Verapaz. Tenía
treinta y dos años y había servido en el ejército al igual que Vicente Menchú y Gregorio Yujá
Xoná. Desde entonces había trabajado en las fincas y viajado como pequeño comerciante. Dejó viuda
y cinco hijos.
—Juan José Yos también rondaba los treinta, tenía una familia de seis hijos en Santa Lucía
Cotzumalguapa, un semillero del CUC en la costa del Pacífico. Sus padres eran mayas kaqchiqueles
de San Martín Jilotepeque, en el departamento de Chimaltenango. Trabajador de las fincas desde
hacía muchos años, reclutaba en el CUC a gran parte de sus compañeros de trabajo, viajaba de un
lado para otro como organizador y en el momento de su muerte dirigía la comisión coordinadora
regional.

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Otro activista que acompañaba a la delegación de campesinos era Felipe Antonio García
(veintisiete años), hijo de una familia de campesinos indígenas que se había trasladado a vivir en
la capital. Según un obituario, había empezado a trabajar a los doce años. Tras ser despedido de
varias fábricas por sus actividades sindicales, se convirtió en organizador de la Federación de
Trabajadores de Guatemala y en uno de los líderes del Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS)
que coordinó la oposición sindical durante el régimen de Lucas. También participó en la ocupación
del Congreso Nacional en septiembre de 1979.
Los cuatro estudiantes de la San Carlos eran miembros del Frente Estudiantil Revolucionario
Robin García. Tres pertenecían a la escuela de derecho y el cuarto estudiaba económicas.
—Sonia Welchez (veintiséis años) provenía de una familia obrera de la capital y vivía una vida
espartana en solidaridad con los pobres. Su padre era un sindicalista activo que dos años antes
había sido acusado de pertenecer a la guerrilla. Fue secuestrado de su casa, torturado y
encontrado muerto debajo de un puente. Poco antes de su propia muerte, Sonia decía que la realidad
de los indígenas a los que estaba acompañando había ampliado enormemente su conciencia
revolucionaria. «No hay redención sin dolor», dijo también. Un rehén que escapó antes de los
momentos finales pensaba que ella dirigía a los ocupantes.{11}
—Rodolfo Negreros Straube era de la ciudad costeña de Retalhuleu y jugó un papel destacado en
las luchas partidistas de la Universidad de San Carlos. «Siempre fue inflexible con los que
planteaban que nuestra lucha no podía estar dirigida por la firme alianza obrero-campesina.
Siempre lo dejaba bien claro, nuestra lucha está dirigida por la lucha obrero-campesina». También
«se desesperaba cuando las tareas se dilataban en salir» y «era demasiado activista el compañero,
siempre sacaba las tareas, sin importarle que éstas perdieran el carácter organizacional que
deberían tener».
—Leopoldo Pineda Pedroza (veinticinco años) era activo en teatro revolucionario. Hijo de
campesinos ladinos, había crecido en Escuintla, en la costa, y apenas se estaba sobreponiendo de
la muerte repentina de cuatro miembros de su familia. Estaba saliendo asimismo de una adolescencia
desenfrenada y dominada por el licor en la que solía meterse en pleitos «con los finqueros, los
comisionados militares y otros reaccionarios que no estaban de acuerdo con su ideología». El grupo
de teatro que organizó fue uno de los cimientos del Frente Robin García.
—Luis Antonio Ramírez Paz (veintiséis años) procedía de una clase social más alta que la de los
otros estudiantes que murieron en la embajada. Había hecho teatro revolucionario con Leopoldo pero
era más conocido como el fundador de un periódico radical universitario, y también como líder en
el CNUS, el Frente Democrático Contra la Represión y el Frente Robin García. Según un obituario,
él lideraba la delegación estudiantil en la embajada.{12}
El testimonio del Embajador
«A las 15 horas, los comandos habían logrado romper la puerta y habían logrado arrojar la
primera bomba química incendiaria. Este preciso instante fue aprovechado por el embajador
Máximo Cajal para salir corriendo con grandes quemaduras. Luego la puerta se cerró.» –
Rigoberta Menchú y el CUC, 1992.{13}
El movimiento revolucionario evoca invariablemente el carácter pacífico de la ocupación. Desde
luego, la forma en que los manifestantes tomaron la embajada no fue violenta si se compara con el
asalto de la policía. Pero el personal de la embajada no opuso resistencia, de modo que los
ocupantes no tuvieron un motivo para recurrir a la fuerza, y lo que vino a continuación
difícilmente estuvo exento de intimidación. Los veintisiete manifestantes estaban armados con
machetes, tres o cuatro pistolas y cócteles Molotov. Y no estaban haciendo teatro cuando tomaron
rehenes, a los que tuvieron estrechamente vigilados. Mientras se tramaba el enfrentamiento, los
ocupantes nunca dieron a sus prisioneros –entre los que se incluían cuatro mujeres guatemaltecas
que trabajaban en la embajada y una española– oportunidad para ponerse a salvo. En vez de ello,
los rehenes fueron conducidos en manada a punta de pistola y utilizados como escudos.
La izquierda acusó a las fuerzas de seguridad de haber utilizado alguna sustancia incendiaria
como napalm o fósforo blanco para incinerar a las víctimas. «Grupos estudiantiles de oposición
afirman que están acumulando «datos sorprendentes» sobre la matanza de la embajada, capaces de
contradecir la versión oficial de que la muerte se produjo por «auto-inmolación», informaba El
País de Madrid. «Un portavoz del Frente Estudiantil Revolucionario Robin García dijo que «la
policía probablemente empleó napalm». También afirmó que existe una grabación de un jefe de la
policía en la que se da la orden de «entrar y acabar con todos». Pero estas pruebas no fueron
presentadas a la prensa. También afirmaron que los cócteles molotov que llevaban los ocupantes
eran sencillos, de gasolina con mecha de pólvora, e incapaces de provocar la matanza que se
produjo.»{14}
A partir de este momento, casi todos los relatos sobre el incendio han sido el eco de las
fuentes revolucionarias y culpan a las fuerzas de seguridad de haberlo iniciado. El testimonio de
Rigoberta de 1982 es una excepción que deja abierta la cuestión. Pero una década más tarde, el CUC
y ella se unieron al consenso general y culparon al gobierno, alegando que quería desviar la
atención de «su imagen deteriorada.»{15} Resulta difícil de entender cómo se puede desviar la
atención quemando vivas a treinta y seis personas dentro de una embajada extranjera, no obstante
es cierto que el régimen de Lucas García era de una brutalidad temeraria.
Elías Barahona y Barahona, un agregado de prensa del Ministerio del Interior que desertó al
EGP, afirmó que sabía personalmente que el presidente y sus compinches habían decidido inmolar a
los ocupantes. «Cuando parecía que la situación nunca se iba a terminar, el presidente Lucas llamó
al Ministro del Interior, Donaldo Alvarez Ruiz, para preguntarle qué estaba pasando, por qué no
había solucionado el asunto. él le dijo que la situación estaba difícil porque según el derecho
internacional el territorio de la embajada era inviolable. Lucas le dijo que se dejara de
babosadas, tenía que zanjar el asunto en seguida. Le informaron que el ex vicepresidente Cáceres
Lenhoff y el ex ministro de asuntos exteriores, Molina Orantes, también estaban dentro.

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«Entonces, recuerdo muy bien lo que le contestó Lucas: No importa. Resuelve el problema. Ahí el
ministro le pidió que definiera la orden con más precisión y el respondió: Sácalos como puedas. En
ese instante, la policía irrumpió en la embajada lanzando granadas, disparando todo tipo de
proyectiles, pero los compañeros que estaban dentro de la embajada subieron hasta la última
oficina, que era el despacho del embajador, y se refugiaron allí. El espectáculo era espantoso...
desde la calle, miles de personas pudieron ver cómo treinta y nueve seres humanos se retorcían y
morían quemados».{16}
Barahona corrobora la versión de los hechos preferida de la izquierda, pero ambas se
contradicen con la del único superviviente del incendio: el embajador Máximo Cajal y López.
«Cuando los policías entraron en mi despacho», declaró el embajador a Radio Nacional de España un
día después del incidente, «..uno de los campesinos lanzó un cóctel molotov. El fuego prendió
rápidamente y el despacho se transformó en un auténtico brasero».{17} «La policía tiró abajo la
puerta de mi despacho. Los ocupantes, que estaban desesperados, lanzaron un cóctel molotov y
sonaron unos disparos», declaró por teléfono a una emisora de radio de Bogotá. «Yo era el que
estaba más cerca de la puerta y conseguí escaparme de uno de los ocupantes, que me apuntaba con
una pistola»{18} «A pesar de mis intentos de dialogar», le citaba El País de Madrid desde su cama
de hospital, «la policía comenzó a destrozar con hachas la puerta. En ese momento se produjo una
gran confusión, sonaron algunos disparos, no puedo precisar de quién, y uno de los ocupantes lanzó
un cóctel molotov contra la puerta. Yo estaba muy cerca de la salida y salté afuera, con las ropas
ardiendo, como los leones en los circos».{19}
¿Pudiera ser que Cajal tuviera ciertos prejuicios en contra de los manifestantes? No, su
simpatía hacia ellos era tan evidente que fue acusado de planear la ocupación. Garantizó sus
intenciones pacíficas y suplicó a las autoridades que detuvieran a las fuerzas de seguridad. Desde
el momento en que logró escapar, denunció a la policía, tratándolos de «bestias» y «brutos» y en
ningún momento tuvo dudas en cuanto a responsabilizar al gobierno guatemalteco de las muertes. Sin
embargo, atribuyó reiterativamente el inicio del fuego a los manifestantes. Aún así, ¿es posible
que fuera citado erróneamente? No, en un informe oficial que se hizo público una semana más tarde,
el ministro español de asuntos exteriores transmitió la siguiente conversación sostenida con el
embajador mientras éste seguía en su cama de hospital.
«Cuando la policía asaltó la embajada, los ocupantes y rehenes se refugiaron en el despacho del
embajador, a quien uno de los ocupantes mantenía encañonado por una pistola en esos momentos.
Cajal insistió en que no entraran (los policías). La policía empezó a derribar la puerta y un
ocupante lanzó una bomba de gasolina, que no explotó y que derramó el líquido por el suelo. Otro
lanzó una cerilla, buscando la llamarada, y fue el propio Cajal quien consiguió apagarla con un
pie. Más tarde, otro ocupante lanzó una segunda bomba de gasolina, que explotó y prendió fuego en
todo el mobiliario de la habitación. Cajal se zafó de su guardián, saltó por la puerta a través de
las llamaradas, escuchó disparos dentro y se revolcó en el suelo de una habitación contigua para
apagar el fuego de su ropa. Según el embajador, no cree que la policía guatemalteca disparara en
el momento de incendiarse la habitación».{20}
Cuando contacté al embajador Cajal quince años después, confirmó haber visto a un ocupante
enmascarado que lanzó una botella de gasolina y derramó el combustible. También confirmó que había
apagado con su pie una cerilla arrojada con la intención de prender el combustible, pero este
episodio sucedió mucho antes de la explosión y de su huida a través de la puerta. El punto más
importante que deseaba aclarar era que, al no tener ojos en la nuca, no había visto cuál había
sido el origen real del fuego, por lo tanto no podía afirmar con toda certeza que lo hubieran
iniciado los manifestantes.
«Todos los ocupantes estaban enmascarados, de modo que no sabría decir quién era quién», dijo.
«No tengo idea de cuál de ellos era Vicente Menchú. Algunos llevaban pistola; muchos otros
llevaban machetes; lo se porque me pusieron un machete contra el cuello. Al principio la ocupación
fue bastante civilizada, pero cuando la policía tomó la embajada, los ocupantes se empezaron a
poner cada vez más nerviosos, más excitados. Rechazaron mi sugerencia de que salieran de la
embajada y que yo haría públicas sus reivindicaciones; no creían que yo me solidarizaba con ellos.
Llevaban cócteles molotov; lo sé porque los vi, botellas de Coca Cola taponadas con trapos.
Incluso sugerí que dejaran los molotov en mi despacho, para que cuando salieran de la embajada la
policía no las viera y les hicieran problemas por ellas.»
«Desde el otro lado de la puerta, la policía me acusaba de haberme aliado con los ocupantes, de
comunista y de hijo de puta. La policía estaba derribando la puerta con hachas y machetes hasta
que hicieron un agujero muy grande y sólo había unos cuantos muebles amontonados frente a éste,
como cuando uno está mudándose de casa. De repente hubo una explosión, un ruido y fuego. No sabría
decir dónde empezó. Yo estaba completamente aturdido. A mis espaldas, (dentro de su despacho) oí
uno, dos, tres disparos... Repito que no se quién empezó el fuego. Detrás de mi no vi a nadie (que
iniciara el incendio) ni tampoco frente a la puerta, puesto que no podía ver a través de ella, a
pesar de que estaba en ruinas. La policía se amontonaba delante de ella. No podría decir con
sinceridad si fue un lanzallamas o un cóctel molotov».
¿Por qué nadie logró escapar por la puerta?. «No lo sé... Mi única explicación es que la
policía, que se había retirado unos metros hasta el rellano de la escalera... tal vez sorprendida
por el fuego y los disparos, que procedían del interior de mi despacho ya que los oía pasar
silbando a mi lado, se reagrupó y regresó al segundo nivel. Allí me rodearon (yo estaba en otra
habitación , frente a mi despacho) y me condujeron hasta un radio patrulla... Todo sucedió en
cuestión de segundos. Estoy firmemente convencido de que la policía impidió la salida de todos o
de algunos de los que se vieron atrapados. Parece imposible que nadie más pudiera hacer lo que yo
hice, aunque me quemara en el proceso».{21}
¿Quién inició el fuego?
«La mera verdad ni yo ni los compañeros podríamos decirla, ya que nadie de los que ocuparon
la embajada se quedo vivo. Todos, todos se murieron; tanto los compañeros que coordinaban

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esa actividad como incluso los compañeros que hacían la vigilancia. Después de lo de la
embajada, fueron ametrallados por otros lados.» –Me llamo Rigoberta Menchú, pág. 211 (ed.
Arcoiris)
Ante la ausencia de una investigación oficial, mostré a dos investigadores de California,
expertos en incendios premeditados, las fotos del suceso que habían sido publicadas en la prensa.
A juzgar por las apariencias, dijeron, las ropas y cadáveres relativamente intactos sugieren un
fuego de intensidad media. El fósforo blanco arde tan violentamente que hubiera incinerado los
cadáveres y abierto un agujero en el edificio. En vez de ello, el fuego se extinguió rápidamente y
dejó intacta la estructura. El napalm sería una hipótesis más plausible. Pero como es una gelatina
que se pega a la piel, habría dañado más los cadáveres. Según las conjeturas de mis dos expertos,
lo que estaban viendo era un incendio instantáneo que bien podría haber sido provocado por
gasolina. A pesar de que las notas necrológicas de la izquierda ridiculizaron la idea de que unos
cuantos cócteles molotov hubieran matado a tantas personas, la gasolina es muy volátil y se
vaporiza inmediatamente, más aún con el calor humano de una habitación llena de gente. Las marcas
de quemaduras en una de las víctimas, la cabeza abrasada y pocos daños por debajo de ella,
sugieren que las llamaradas de gas pudieron haber explotado en la parte superior del recinto.
Quienes no murieran por las llamas es posible que lo hicieran por inhalación de humo, incluso
junto a las ventanas abiertas, ya que por ellas salía aire irrespirable a causa del fuego. Las
heridas mortales provocadas por la inhalación de fuego o humo no hubieran impedido a las víctimas
que se revolcaran y gritaran durante unos minutos, como hicieron muchas de ellas.{22}
Por supuesto, la versión oficial de los hechos atribuyó el incendio a los ocupantes. Sólo eso
fue una razón suficiente para adjudicar la responsabilidad al régimen de Lucas García. Ya en
muchas ocasiones había dado pie a la incredulidad. Ahora alegaban que el secretario de la embajada
había pedido a la policía que interviniera (puesto que había muerto, no podía dar su versión), que
los ocupantes eran principalmente terroristas armados y acompañados por unos cuantos campesinos, y
que eran un escuadrón suicida que había decidido autoinmolarse para avergonzar al gobierno.{23} No
toda la versión oficial era absurda. Incluso la izquierda admite que los ocupantes iban armados
con cócteles molotov. No era insólito que amenazaran con utilizarlos. Tres días antes, algunos de
estos mismos manifestantes tomaron una estación de radio, esgrimieron bombas de gasolina y
amenazaron con prenderlas.{24} Cuando los miembros del CUC ocuparon la embajada brasileña en mayo
de 1982, también llevaban cócteles molotov.
Este último episodio merece un comentario, puesto que su objetivo fue el mismo que el de la
embajada española dos años antes, llamar la atención sobre las atrocidades del ejército. La
diferencia fue que los siete ocupantes vivieron para contar su historia, incluyendo cómo esperaban
utilizar sus armas. El líder era el co-fundador del CUC, Domingo Hernández Ixcoy, que dice que
estaban dispuestos a morir. Cuando las fuerzas de seguridad irrumpieron de noche en el edificio,
los ocupantes se encerraron con sus rehenes en una habitación pequeña, al igual que habían hecho
sus antecesores en la embajada española.
«Si muestras miedo, te alteras mucho, no puedes tomar las decisiones» dijo Hernández en
relación al ambiente de crisis. «Por eso un compañero que andaba con nosotros estuvo a punto de
tirar un molotov cuando el helicóptero empezó a tirar los sacos de arena (en el techo, para
simular la llegada de tropas de asalto). Entonces le dije: 'No, compañero, todavía no es el
momento. El que tiene que dar la orden para hacer cualquier cosa soy yo. Todo está bien. Guárdala
en tu cartera, quizás la usemos de un momento a otro'. Es que si uno se muestra demasiado nervioso
en estas actividades, fácilmente comete un error. Por ejemplo, también dentro de la embajada a un
compañero se le fue un tiro». En resumen, aun después del desastre en la embajada española los
militantes estaban dispuestos a utilizar bombas de gasolina bajo circunstancias similares.{25} No
las habían llevado sólo para agitarlas en el aire.
Otro aspecto de los acontecimientos de la embajada española es el plan de ocupación encontrado
por la policía. Desgraciadamente, sólo explica cómo sería tomada la embajada y controlados los
rehenes y no cómo responderían los ocupantes ante un ataque, parece que dieran por hecho que
estarían protegidos por el santuario diplomático. Este plan se refiere a las bombas de gasolina
simplemente como «materiales para la auto-defensa», y no detalla cómo pensaban utilizarlas.{26}
¿Cómo se podrían usar bombas incendiarias en el interior de un edificio? Presumiblemente, se
podrían lanzar por una ventana, o a un vestíbulo, o a través de una puerta para mantener a raya a
la policía, tal y como se usan en las manifestaciones de la calle. En el mejor de los casos es
posible que impidieran el ataque de las fuerzas de seguridad, y al llevarlas consigo al menos se
ampliarían las alternativas de los ocupantes.
La opinión general atribuyó a los estudiantes de la Universidad de San Carlos el liderazgo de
la ocupación. Tres de los cuatro habían sido activos en un enfrentamiento laboral que tuvo lugar
en 1978, cuando los trabajadores despedidos por la fábrica de Duralita, propiedad de capital
suizo, ocuparon la embajada suiza durante tres días. Esto apunta a la posibilidad de que la toma
de la embajada en la que fallecieron no fuera su primera acción de este tipo.{27} Un testimonio
cándido de la izquierda sería inestimable, pero es posible que nunca lo tengamos debido a la
muerte de todos los ocupantes y de un número nada despreciable de sus compañeros, ya que las
fuerzas de seguridad desarticularon sus organizaciones a lo largo del siguiente año.
Los estudiantes han sido el elemento más consistente de los movimientos revolucionarios de
América Latina. En Guatemala, ellos y sus profesores encabezaron el levantamiento popular en
contra de Ubico en 1944, fueron un baluarte de la resistencia frente al gobierno de derechas
después de 1954 y mantuvieron vivo al movimiento guerrillero desde finales de la década de los 60
hasta finales de la década de los 70. En el agresivo mundo de la política guatemalteca, se esperan
e incluso se perdonan las protestas violentas de los estudiantes. Una de las pocas plataformas
para el movimiento guerrillero en la capital fue la Universidad de San Carlos. Al igual que muchas
otras universidades públicas de América Latina, tiene una administración autónoma. Los estudiantes
y la facultad eligen a las autoridades académicas; los campus están legalmente protegidos de la
incursión de las fuerzas de seguridad. Eventualmente, las elecciones para autoridades

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universitarias permitieron que los partidarios de la guerrilla tomaran el control. Ya en enero de
1980, como reacción al terror de Lucas, San Carlos era un hervidero de células guerrilleras recién
organizadas y poco disciplinadas, especialmente en las facultades de sicología, sociología y
derecho.
El Frente Estudiantil Revolucionario Robin García (FERG) era una organización clave en este
medio. Recibió este nombre en homenaje a un estudiante de secundaria secuestrado por las fuerzas
de seguridad en 1977. Robin García era un líder de un instituto de estudiantes de magisterio en el
cual los estudiantes, de escasos recursos económicos y descontrolados, salían con frecuencia a las
calles y causaban alboroto. Independientemente de que él colaborara con el Ejército Guerrillero de
los Pobres, como presumen muchos, la organización que llevaba su nombre si lo hacía. En 1980 los
activistas del FERG se rebelaron no sólo contra la dictadura sino también en contra de una
administración universitaria controlada por el partido comunista local. Al igual que otros grupos
latinoamericanos que seguían la línea de Moscú, el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT)
consideraba que la izquierda radical era inmadura y autodestructiva. Dirigido por intelectuales de
más edad y de clase media, el PGT se oponía a la sublevación por la que apostaba el EGP. Se dice
que sus cuadros rechazaron los planes de ocupación de la embajada, y hasta la fecha la izquierda
todavía discute esta acción.
La autodefensa es una razón plausible para usar bombas incendiarias, pero no encaja en el
escenario reconstruido por un bombero municipal que ayudó a recuperar los cadáveres. Esto es lo
que él dice que encontró en la escena. En contra del escenario imaginado por mi investigador
californiano, es decir que la gasolina podría haber explotado a la altura de las cabezas, el
bombero dijo que no había encontrado marcas de fuego en la parte superior de la pared. En vez de
ello, encontró marcas de fuego más abajo, a menos de un metro de distancia del piso, lo que indica
que el fuego comenzó desde abajo. Recuerda que lo que olió cuando entró en la habitación no era
gasolina, sino queroseno. Si esto es lo que olió (otro bombero sólo recordaba el tufo de los
cuerpos calcinados), contradice la suposición de que fuera lanzada una bomba incendiaria sólo para
evitar la entrada de la policía.
El queroseno produce un denso humo negro, igual que el de este incendio, y es menos volátil que
la gasolina, por lo que cuesta más prenderlo. Es por esto que la gasolina es el combustible
preferido para los cócteles molotov, incluido en varias bombas incendiarias sin utilizar que los
bomberos y las fuerzas de seguridad sacaron del edificio. Pero el olor más penetrante del
queroseno habría enmascarado el olor de la gasolina, cuya volatilidad podía haber sido utilizada
para prender la llama. «Nadie provocó el incendio desde afuera», fue la conclusión del bombero.
«Parecía que regaron combustible desde adentro y después prendieron fuego. Regaron antes el
kerosene, después le prenden fuego. Me dio la impresión de que las gentes murieron asfixiadas.
Allí todo fue premeditado».
Además de la composición química del fuego, otro tema que merece más investigación es la
condición de la puerta de madera del despacho, específicamente si estaba o no intacta.
Desgraciadamente, los recuerdos de mis tres fuentes no son consistentes. El embajador Cajal
recuerda que la puerta había sido destrozada por las hachas de la policía y por lo tanto no podía
haber sido un obstáculo importante. Desde su punto de vista, la puerta estaba lo suficientemente
abierta como para que la policía hubiera sido capaz de ayudar a escapar a algunas de las personas
que se encontraban dentro de la habitación, y al no hacerlo incurrieron en negligencia criminal.
Pero según los dos bomberos que entrevisté, la puerta estaba lo bastante intacta como para
dificultar el acceso al otro lado, a decir de uno de ellos debido a que estaba cerrada por dentro
y según el otro porque la entrada estaba bloqueada con muebles. Según el segundo bombero, la
primera persona que entró en la habitación, era difícil pasar al otro lado ya que desde el
interior de la habitación habían atravesado un sofá contra el marco de la puerta. Si es cierto que
la puerta estaba cerrada por dentro o que el paso había sido bloqueado, se explicaría porque nadie
más pudo seguir al embajador Cajal hasta el pasillo. La policía antimotines tampoco pudo bloquear
la puerta desde el interior, puesto que ellos estaban del otro lado. Alguien tuvo que hacerlo
desde dentro. ¿Pudiera ser que en el forcejeo de las víctimas, tratando de escalar los muebles
amontonados, los empujaren involuntariamente contra la puerta y bloquearan su propia salida?
Ciertamente esta es una posibilidad, en un momento de pánico todo es posible.
¿O fue uno de los manifestantes, en la última decisión de su vida, quien canceló la salida a
través de la que acababa de escaparse el embajador? En el momento en que la policía invadía la
embajada, un ocupante gritó: «Estamos dispuestos a morir si no se retiran»{28} Puesto que la
policía todavía no había recurrido a la fuerza letal, no resulta difícil interpretar esta
declaración como una amenaza de suicidio, así como otra declaración reportada por Mario Aguirre
Godoy, otro rehén que logró escapar justo antes de la ocupación final del despacho del embajador.
«Si entran», le dijo a la policía uno de los ocupantes, «los rehenes correrán la misma suerte que
nosotros».{29} Puesto que desde la calle nadie vio que la policía lanzara un artefacto incendiario
en la habitación, y dado que las llamas salían de las ventanas, una interpretación entre los
espectadores horrorizados fue que los manifestantes se estaban suicidando.
Estudiantes y Campesinos
«Cubiertos sus muros con pintadas revolucionarias (Universidad de San Carlos), resulta una
zona virtualmente liberada en las afueras de la ciudad, y un punto de reunión para las
organizaciones clandestinas. A lo largo de una larga orgía de violencia de cuatro meses de
duración, morirían 400 estudiantes y profesores.» –George Black, Garrison Guatemala, 1984{30}
Sólo porque algunos de los manifestantes llevaran bombas incendiarias, no se debería asumir que
todos sabían que se usarían dichas armas, que estuvieran de acuerdo en cómo iban a ser utilizadas
o tan siquiera que comprendieran lo que eran. Me llamo Rigoberta Menchú convierte a los cócteles
molotov en parte del repertorio de autodefensa de las aldeas revolucionarias, pero esto es algo
que jamás oí en el norte del Quiché.{31} El plan de ocupación que encontró la policía menciona la
importancia de manejar correctamente los «materiales de autodefensa», distribuyéndolos y

49
orientando a los compañeros acerca de su utilización y «guardando una cierta discreción con
respecto a su uso». Estas frases sugieren diferentes niveles de conocimiento entre el heterogéneo
grupo de manifestantes. El texto del plan, «Además debemos mantener presente que quienes deben de
hablar fundamentalmente son los compañeros campesinos», subraya que fue escrito para personas
estudiadas, entre las que no se incluían los campesinos.{32} Aun si los campesinos quichelenses
sabían que estaban llevando gasolina, no es probable que entendieran sus implicaciones. En la
atmósfera de pánico del despacho del embajador, mientras se acercaba el fin, no había tiempo para
discutir planes de contingencia, y mucho menos para aplicar procedimientos democráticos,
especialmente con compañeros que hablaban poco español.
No todos los campesinos que llegaron a la capital con Vicente Menchú entraron en la embajada.
Algunos regresaron días antes a sus hogares. Otros esperaron en la calle afuera de la embajada y
desfilaron dos días más tarde en la comitiva fúnebre antes de huir desapercibidos. Años después,
cuando empecé a preguntar por los sobrevivientes de la delegación, la primera respuesta fue que
habían muerto todos durante la violencia. Algunos sí murieron, pero no todos. ¿Qué tienen que
decir hoy día? Una mujer de la expedición dijo que no había entendido su finalidad, pese a que le
costó la vida a su marido. Según esta viuda, el viaje se originó en una fiesta nupcial en la
iglesia católica de Uspantán. Dos días después de la ceremonia, la comitiva nupcial se puso en
marcha sin revelar objetivo o destino, ni siquiera a ella. «Los señores dijeron que iban a ir a la
costa, pero llegaron a la capital», nos dijo a Barbara Boceck y a mí en k'iche'. Barbara y yo no
podíamos creerlo: ¿No les habían explicado a todos la razón del viaje? «Tal vez a los hombres,
pero no a las mujeres», insistió la viuda. «En pueblo San Carlos [la universidad] nos dieron
posada. Los estudiantes dieron clases pero en puro castellano, yo no entendía».
Otra viuda de la embajada, que no había ido a la capital, afirmaba que su esposo simplemente
«fue con el Comité para arreglar papeles. Dijeron que tenían que arreglar el título de Chimel.
Como nosotras las mujeres no sabemos, como es aparte el trabajo de las mujeres y los hombres. El
trabajo de afuera de la casa es de los hombres, no sabemos de eso. El hombre va a su reunión y
cuando vuelve no preguntamos. Es cierto que en una sesión Vicente dijo que ahora es el momento de
reclamar nuestros derechos. Pero sólo el habló, porque sólo él era el líder, no mi esposo».
Obviamente, las dos viudas podían estar temerosas de admitir lo que recordaban.{33} Pero sus
negativas también sugieren que algunos de los seguidores de Vicente, campesinos monolingües que
visitaban la gran ciudad por primera vez, posiblemente se sintieron desconcertados por el contexto
al que habían sido llevados. Esto lo sugiere un sobreviviente que aunque mostraba una idea más
clara de la situación, también expresó su asombro por el rumbo que tomaron los acontecimientos.
«Al llegar a San Carlos, Vicente nos platicó: Ya hemos llegado, y vamos a reclamar nuestros
derechos en la embajada. La gente no sabia que es embajada ni lo que es España, solo escucharon la
palabra: «Ahora vamos a reclamar nuestros derechos en la embajada de España.»
«Es verdad que los líderes no eran indígenas», me contó un estudiante que acompañó a la
delegación en la universidad, «pero entraron en la embajada por desesperación. Supongo que los
campesinos no entendían dónde pararía todo. Vicente Menchú no era dirigente, era dirigido. Los
campesinos actuaron más que nada por euforia, por incitación. Tal vez se daban cuenta de que era
peligroso, pero se sentían respaldados por sus planteamientos [es decir, por que su causa era
justa]. Cuando uno está desesperado, en crisis, uno se apoya en el primero que se encuentra, y
fueron ellos [los estudiantes] quienes se aprovecharon».
Según dice esta fuente, Vicente Menchú no era el único líder entre los campesinos, pero «era el
líder al que se dirigían los estudiantes. Don Vicente se hizo portavoz del FERG y muy poco del
CUC. Dijeron a Don Vicente, diga 'el pueblo unido jamás será vencido,' y Don Vicente dijo 'el
pueblo unido jamás será vencido.' Dijeron a Don Vicente, 'levante su mano izquierda cuando lo
dice', y levantó su mano izquierda». Acomodaron a los campesinos en el tercer nivel de un edificio
universitario. En el segundo nivel, en una sala pequeña, se llevaron a cabo sesiones de estrategia
que incluían al FERG y al CUC, pero no a los campesinos de Uspantán. Cuando un estudiante de la
San Carlos, oriundo del Quiché, pidió permiso para incorporarse a las deliberaciones, los
representantes del CUC accedieron, pero no así el FERG.
El testimonio de otro sobreviviente de Uspantán sugiere el contraste ideológico entre
estudiantes y campesinos. Entonces tenía apenas trece años, me contó que se había unido a la
expedición por juego, para ver cómo era viajar en camioneta. En la capital el viaje se convirtió
en algo serio. Fueron a muchos lugares para protestar, según lo decidían Vicente y los
estudiantes. Nunca se habló de armas ni de violencia, me contaron él y otro superviviente. Pero él
regresó pronto a Uspantán, junto con otros veinte vecinos. Uno de los motivos fue la violencia de
sus nuevos aliados urbanos: Cuando los carros se negaban a detenerse para dar paso a las
manifestaciones, los estudiantes destrozaban sus vidrios. Otro de los motivos fue el aviso de que
la ocupación de la embajada española sería peligrosa. «Los que quieren venir, vienen, pero los que
no, no hay nada obligatorio» les decían antes de cada acción. «Vamos a reclamar nuestro derecho, y
si morimos, morimos.», decían Vicente y los estudiantes.
Poco después de la masacre en la embajada, el régimen de Lucas aplastó las redes de la San
Carlos. El terrible destino de las víctimas del régimen, tradicionalmente torturadas antes de ser
asesinadas, sugiere un motivo obvio para un suicidio revolucionario. Además de temer una muerte
lenta y horrible, los militantes no querían traicionar a sus compañeros. De ahí la práctica
guerrillera de suicidarse para evitar ser capturados, reforzando el culto por el martirio que se
hizo tan evidente en la izquierda guatemalteca.
En la embajada española, es posible que los manifestantes que decidieron prender gasolina en un
pequeño espacio interior ignoraran las consecuencias de esto. Tal vez sólo querían obligar a la
policía antimotines a abandonar el edificio. Otra posibilidad es que pretendieran inmolarse ellos
mismos y a todos los presentes en la habitación. El embajador Cajal sigue dudando que éstas fueran
sus intenciones. él observa que nadie hubiera muerto si el régimen de Lucas hubiera estado
dispuesto a negociar con él. Sin embargo, sigue latente una posibilidad terrible: la masacre de la

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embajada española pudo haber sido un suicidio revolucionario que incluyera la muerte de los
rehenes y de los compañeros manifestantes.

Notas
{1} Traducción del autor. Payeras 1987:9.
{2} Burgos-Debray 1984:108-111.
{3} Archivo del INTA, nuevo paquete 139, págs. 75-78. Los títulos figuran en singular y en
plural porque cada hogar recibe un documento separado, sin embargo todos comparten los derechos de
la misma tierra.
{4} «Campesinos denuncian masacre de Chajul», Noticias de Guatemala 34, 21 de enero de 1980,
págs. 505-507, 512.
{5} «Embajador de España acusado de facilitar toma de la embajada», Prensa Libre, 5 de febrero
de 1980, pág. 2, y Alvaro Contreras Vélez, «Apuntes para la historia: Toma de la Embajada de
España», Prensa Libre, 5, 6, 7, 8 y 9 de febrero de 1996.
{6} Es posible que los estudiantes de derecho que coordinaron la protesta se enteraran a través
de la facultad de derecho de la San Carlos que los dos dignatarios tenían una cita con el
embajador. Molina Orantes era miembro de la facultad. Es más, él y Cáceres iban acompañados de un
catedrático de leyes llamado Mario Aguirre Godoy, que escapó en el momento en que los rehenes eran
conducidos a la oficina del embajador (Aguirre Godoy 1982). El plan de los ocupantes (véase más
adelante la nota 26) especifica que proyectaban tomar los nombres de los rehenes «para averiguar
si había entre ellos un prisionero más destacado, un rehén que fuera una mejor garantía».
{7} Entrevista del autor con un bombero municipal, 5 de julio de 1996. Según un empleado de la
morgue metropolitana, debido a las malas condiciones de los cadáveres no se pudieron hacer
autopsias.
{8} Danilo Rodríguez, «La masacre de la embajada de España y la necesidad de la Comisión de la
Verdad», Tinamit (Guatemala), 10 de febrero de 1994, págs. 8-10.
{9} «Semblanza de los caídos el 31 de enero», Noticias de Guatemala 37, 8 de marzo de 1980,
págs. 609-612.
{10} Burgos-Debray 1984:195.
{11} «Comunicado oficial sobre sucesos en la Embajada de España», Prensa Libre, 1 de febrero de
1980, pág. 11. El escapado era el abogado Mario Aguirre Godoy. Según su testimonio de 1982, los
manifestantes le pasaron por alto cuando condujeron a los otros once prisioneros a la oficina del
embajador.
{12} Para las notas necrológicas de los mártires, véase «Semblanza de los caídos el 31 de
enero», Noticias de Guatemala 36, 18 de febrero de 1980, págs. 579-582; 37, 8 de marzo de 1980,
págs. 609-612; y 39, 1 de abril de 1980, págs. 658-659. Es posible que haya más en el ejemplar
número 38, que no logré conseguir. El CUC publicó las notas necrológicas de sus cinco miembros en
el Comité de Unidad Campesina 1980.
{13} Menchú y el Comité de Unidad Campesina 1999:59.
{14} «Los sucesos de la embajada española, un duro golpe para el régimen». El País (EFE), 5 de
febrero de 1980, pág. 3.
{15} Burgos-Debray 1984: 186-187, Menchú y el Comité de Unidad Campesina 1992:59.
{16} Foreign Broadcast Information Service, 5 de febrero 1982, citado por Nancy Peckenham en
Fried & al. 1983:205-206.
{17} «Ataque Injustificado: El Embajador Español», Ultimas Noticias (Agence France Presse), 1
de febrero de 1980, págs. 1-ss.
{18} Citado en «Spain Cuts Relations With Guatemala, Blames Police For 39 Embassy Deaths»,
Miami Herald, 2 de febrero de 1980, págs. 1-3.
{19} «Treinta y siete muertos en el asalto e incendio a la sede de la embajada de España en
Guatemala», El País, 8 de febrero de 1980, pág. 13.
{20} «La comisión de exteriores del congreso apoyó la actuación del embajador Cajal en
Guatemala», El País, 8 de febrero de 1980, pág. 13. Véase también la declaración del embajador
Jesús Elías de Venezuela, que se hizo cargo de los asuntos del estado español («Incidentes en
incendio de la Embajada a Luz, revelados por el Embajador Cajal y López», El Imparcial, Ciudad de
Guatemala), 7 de febrero de 1980, págs. 1-2).
{21} Entrevistas telefónicas con Máximo Cajal y López, 17 de octubre de 1995, y 18 de enero de
1996, completadas con una carta, 31 de enero de 1996. El embajador también aclaró que:
— fue un machete y no una pistola lo que le puso un ocupante en el cuello;
— los ocupantes sólo lanzaron un cóctel molotov dentro de su ángulo visual. La bomba no iba
dirigida contra la puerta y fue lanzada pocos minutos antes de que estallara el fuego. Fue en este
momento cuando él apagó con su pie un cerillo encendido, y no más tarde cuando la explosión y el
fuego le propulsaron por la puerta
— vio que la policía llevaba hachas, revólveres y ametralladoras, pero ningún otro artefacto
— no recuerda que la habitación tuviera un tragaluz, contrariamente a lo que dicen los informes
de que la policía irrumpió y prendió el fuego a través de uno.
{22} Según los dos investigadores, el gas pudo ser encendido de varias maneras: una cerilla o
encendedor de cualquiera de los dos lados, una chispa de un arma de fuego o un aparato eléctrico,
o la detonación de una granada antimotines. El tipo de granada de humo o de gas lacrimógeno que la
policía pudo haber llevado –llamado, en inglés, detonador de fuego– está cayendo en desuso en los

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Estados Unidos ya que el mecanismo detonante puede producir suficiente calor como para iniciar un
fuego involuntario. Si bien es posible que la policía llevara dichos artefactos, los periodistas
que estuvieron en la escena no detectaron su uso.
{23} «Comunicado oficial sobre los sucesos en Embajada de España», Prensa Libre, 1 de febrero
de 1980, págs. 11,59.
{24} «Grupo supuestamente de campesinos de El Quiché ocupó radio Rumbos y radio Favorita para
transmitir mensaje», Diario El Gráfico, 29 de enero de 1980; Rarihowats 1982:46.
{25} Lartigue 1984:330-333.
{26} «Plan de Subida», reproducido en La Nación, 1 de febrero de 1980, págs. 6-7.
{27} Asociación de Investigación y Estudios Sociales 1995:582-583.
{28} «Pavoroso genocidio ayer», La Nación, 1 de febrero de 1980, págs. 4-5. «Ataque
Injustificado», Ultimas Noticias, 1 de febrero de 1980, cita del embajador al respecto: «Los
campesinos habían precisados que estaban dispuestos a morir con nosotros en el despacho.»
{29} Aguirre Godoy 1982, 19 de junio. Se encuentra la misma expresión en el plan de ocupación:
«Si el enemigo quiere reprimir, todos los que van a estar dentro correrán la misma suerte». La
implicación es un destino impuesto por los manifestantes y no por la policía, que presumiblemente
tratarían a los rehenes que liberaran mejor que a los manifestantes que capturaran.
{30} Black et al. 1984:98
{31} Burgos-Debray 1984:136-137, 231.
{32} «Plan de Subida», 1 de febrero de 1980.
{33} «Aquí nadie habló de una fiesta», nos contó otro miembro de la delegación. «Vicente dijo
que muchas personas iban a reunirse en la iglesia, pero no para un casamiento, sólo que nos íbamos
a reunir allá. Los que fueron con ellos iban a defender sus derechos y los que no fueran, no los
defenderían, eso es lo que Vicente dijo a la gente».

Capítulo 7
Vicente Menchú y el Comité de Unidad Campesina

«Entonces mi papá regresó con tanto orgullo y dijo, tenemos que enfrentar a esos ricos que
han sido ricos por nuestros cultivos, por nuestras cosechas. Así fue cuando mi padre empezó
a unirse con los demás campesinos. Desde ese entonces estuvo en plática con los campesinos
para la creación del Comité de Unidad Campesina (CUC). Muchos campesinos estaban platicando
del comité, pues, pero todavía no había nada en concreto. Entonces mi padre se sumó como un
elemento más para participar en el CUC y con tanta claridad.» –Me llamo Rigoberta Menchú,
pág. 115 (edición en inglés).
La lucha de Vicente Menchú por la tierra, que culminó en martirio en la embajada de España, lo
convierte en la figura más heroica del libro de su hija. Perpetuado en las páginas de Me llamo
Rigoberta Menchú, es el fundador más conocido del Comité de Unidad Campesina, cuya importancia en
la interpretación de la guerra según la izquierda no se debe subestimar. Aún siendo un movimiento
dirigido por ladinos, el CUC mostró que la revolución estaba desarrollando una amplia base de
apoyo entre los indígenas. Luego de que el soporte visible de la guerrilla fuera aplastado en
1982, el CUC continuó la lucha en el exterior movilizando a la opinión internacional en contra del
ejército guatemalteco. Esta fue la organización a la que se sumó Rigoberta y en cuyo nombre
hablaba en las giras internacionales. En la imagen de Guatemala propagada por los exiliados
revolucionarios, Rigoberta y el CUC representaban a los campesinos que habían sido silenciados por
las campañas contrainsurgentes del ejército.
El CUC nació en el sur de El Quiché, en torno a la cabecera departamental de Santa Cruz.{1} Esta
era una región más desarrollada y densamente poblada que Uspantán, en la que había mucho más
contacto con la vida nacional. A medida que el crecimiento demográfico les fue confinando en
pequeñas parcelas, los campesinos perdieron la esperanza en la agricultura de subsistencia. En vez
de trabajar en las fincas comenzaron a hacerse tejedores y comerciantes itinerantes. Cada vez eran
más los que estaban escolarizados y los que formaban parte de nuevas organizaciones que fomentaban
estas tendencias. Desde los cincuenta hasta los setenta, el más importante de estos vehículos de
modernización fue Acción Católica, fundada por una nueva generación de sacerdotes de España. Su
idea era la de revitalizar parroquias abandonadas durante muchos años, por atraer los mayas de sus
propios costumbres y formarlos como catequistas. Pero los catequistas en seguida empezaron a
participar en la organización de cooperativas y a presentarse para cargos políticos. Algunos de
los sacerdotes que fundaron Acción Católica habían luchado a favor de Franco durante la guerra
civil española; proyectaban que la nueva organización fuera una contrareforma que protegiera a los
parroquianos de los encantos del comunismo. En vez de esto, ellos y sus catequistas chocaron con
la estructura patrón-cliente de la Guatemala rural, convirtiendo a la diócesis de El Quiché en
avanzada local de la teología de la liberación.
Los movimientos revolucionarios a menudo se atribuyen al despertar de las expectativas y a
estructuras anticuadas. En este caso, Acción Católica estaba modernizando el liderazgo en las
aldeas. Los campesinos kíicheís empezaban a escapar de la trampa del trabajo temporal en las
fincas. Pero sus municipios seguían bajo el control de patrones ladinos. Alertas desde el intento
de reforma agraria de los cincuenta, los patrones de Santa Cruz no dudaban en reportar cualquier
desafío a la dictadura, lo que resultaba en el encarcelamiento de los agitadores o la expulsión
del sacerdote que les aconsejaba. La paranoia fue en aumento a partir de 1974, año en que la

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reformista Democracia Cristiana atrajo suficientes votantes kíicheís como para ganar un buen
número de municipalidades. La reacción conservadora no fue en nada parecida al holocausto de
finales de la década. Pero con el Ejército Guerrillero de los Pobres llevando a cabo sus primeros
ataques en la parte norte del departamento, crecían los rumores. Mientras tanto, el robo de la
carrera presidencial de 1974 perpetrado por el ejército sugería que era inútil una política
electoral.
Santa Cruz del Quiché era un lugar más polarizado que Uspantán, y fue de su rama izquierda de
Acción Católica de donde surgieron muchos de los fundadores del CUC. Los otros miembros del CUC
eran hombres de ideas similares procedentes de Chimaltenango, Huehuetenango, Baja Verapaz y la
costa del Pacífico. Los más sorprendente de la nueva organización fue su amplia visión de
representar a «todos los trabajadores del campo». Con el apoyo de la «concientización», una
técnica pedagógica asociada con la teología de la liberación y la izquierda católica, el CUC
quería reunir a diferentes categorías de campesinos. Quería incorporar a los proletarios rurales y
a los pequeños propietarios, a los que no tenían tierra y a los que tenían muy poca, a ladinos e
indígenas. Pero su prioridad era organizar a las remesas de trabajadores que migraban del
altiplano a las fincas. Tras la contrarrevolución de 1954 los campesinos de Guatemala habían
vuelto a adoptar una actitud de sumisión. A partir de 1978, el CUC denunciaba a la oligarquía en
términos muy claros. Reclamaba salarios dignos y la distribución de las propiedades.
En febrero de 1980, justo después del incendio en la embajada de España, el CUC desplegó una
ola sin precedentes de huelgas en la costa del Pacífico. Las cosechas del algodón y la caña de
azúcar se paralizaron. Los finqueros se sintieron tan impotentes que el régimen de Lucas García
aceptó triplicar el salario mínimo. Después que se interrumpió la huelga, las fuerzas de seguridad
secuestraron a todos los organizadores que pudieron encontrar. Entretanto, nació el CUC en el
altiplano y se unió a la guerrilla. Debido a la huelga de 1980 y a la rápida propagación de la
insurrección, se presume por regla general que el CUC tenía una amplia base entre los campesinos
mayas y que expresaba sus reivindicaciones. Pero dado que operaba en la semiclandestinidad, las
dimensiones del movimiento siguen siendo vagas. Otro motivo por el que no se sabe con certeza su
verdadero alcance es la pérdida de tantos de sus miembros. A finales de 1982, había sido
prácticamente exterminado en el interior de Guatemala. La destrucción del CUC es otra razón
plausible por la que no pude encontrar en Uspantán a nadie que lo recordara, como tampoco
recordaban que Vicente Menchú hubiera sido uno de sus fundadores.
Entonces, ¿cuál fue la relación de Vicente con esta organización legendaria? ¿Se originó
realmente como un movimiento de base? ¿Eran sus fundadores campesinos profundamente explotados y
acorralados, como nos quiere hacer creer Me llamo Rigoberta Menchú? Lo fuera o no, el CUC ha
encontrado un lugar en la imaginación popular. También Vicente Menchú, más allá de las páginas del
libro de su hija, en las historias que hablan de sus viajes por el altiplano y en sus pláticas con
otros campesinos acerca de su vida. Entonces, ¿qué han llegado a significar la vida simbólica de
Vicente tras su muerte?
Para responder a estas preguntas, observemos detalladamente cómo surgió el CUC en el sur del
Quiché a mediados de los setenta, cómo salió a la luz pública en 1978 y cómo se unió al Ejército
Guerrillero de los Pobres en 1980. Su vertiginoso auge y caída incluye aldeas de adobe del
altiplano, grupos de estudio dirigidos por los padres jesuitas, exaltados debates laborales en la
capital, huelgas violentas en las fincas de la costa y campesinos valientes y mal armados que se
enfrentaron al ejército a principios de los 80. Es una historia nacional, la de una organización
que trató de representar a todos los pobres del medio rural del país, en un modo del que se haría
eco Rigoberta cuando decía hablar en nombre de todos los guatemaltecos pobres.
Uspantán recuerda al padre de Rigoberta
«Desde el 77 mi padre fue clandestino. O sea, se escondió; abandonó la casa para no
quemarnos a nosotros. Abandonó a toda su familia y se fue a otras regiones a trabajar con
los campesinos. Llegaba de vez en cuando. Pero tenía que pasar por las montañas para llegar
a casa. Para no pasar por el pueblo y para que los terratenientes no se dieran cuenta de que
mi padre estaba en casa.» –Me llamo Rigoberta Menchú, pág. 142.
Según Rigoberta, los conflictos de su padre con los finqueros y el INTA lo empujan a participar
en la formación del CUC y dedica todo su tiempo a organizar otras regiones. Sólo ocasionalmente y
en secreto podía regresar a casa. Mientras tanto, incluso antes de que Petrocinio fuera
secuestrado, las patrullas del ejército obligan a Chimel a organizar su autodefensa. La comunidad
establece guardias, señales secretas y salidas de emergencia; construye un campamento secreto para
ocultarse del ejército y cava trampas para que caigan en ellas los soldados. Luego de que los
soldados golpean a sus perros, matan a sus animales y saquean sus viviendas, la comunidad se arma
con hondas, machetes, piedras, palos, chile, sal y cócteles molotov.{2} En Me llamo Rigoberta
Menchú la guerrilla no aparece en escena, pero se oculta en los alrededores y se les considera los
defensores, lo cual da la impresión de que Chimel ya colaboraba con ella incluso en 1977.
Sin embargo, es confusa la cronología de cómo se convierte Chimel en aldea militante. Rigoberta
presenta una comunidad que se está movilizando para sacar a Vicente Menchú de la cárcel después de
su segundo arresto en 1977 (en realidad, 1978), luego añade que Chimel está tan bien organizado
que captura a un soldado rezagado, pero después dice que «la comunidad se une por primera vez»
después del secuestro de Petrocinio en septiembre de 1979.{3} Este no es el primer momento en el
que Me llamo Rigoberta Menchú resulta confuso, sin embargo estas inconsistencias no tienen por qué
significar necesariamente gran cosa. Puesto que Elisabeth Burgos volvió a ordenar los relatos de
Rigoberta para ponerlos en orden cronológico, sería fácil cometer errores, además de las
contradicciones que se pueden esperar en todo relato de una vida. Los problemas más serios surgen
cuando nos apartamos de la historia de Rigoberta para compararla con otras. Según los testimonios
locales, el ejército no envió tropas a Uspantán hasta después de que la guerrilla visitó el pueblo
en abril de 1979. Nadie recordaba violencias del ejército hasta que el EGP asesinó a Honorio

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García y Eliu Martínez en agosto de 1979. En cuanto a la autodefensa de la aldea, no se menciona
en los testimonios locales hasta después de estos acontecimientos.
¿Qué sucede con el Comité de Unidad Campesina? Si uno pregunta por esta organización en
Uspantán, la respuesta habitual niega su presencia. «Aquí ni hubo CUC ni sindicalismo, nunca. No
recuerdo que haya habido ninguna reunión del CUC», me dijo un ex alcalde, al igual que activistas
de derechos humanos y otras fuentes próximas a temas delicados. La organización, por supuesto,
siempre había sido semiclandestina: Todos los que supieran de ella en el ámbito local podían
morir, desaparecer o negar su conocimiento. No obstante, ni siquiera los activistas locales que
anhelaban reclamar el legado del CUC para la historia uspantana tenían recuerdos personales de su
presencia. El CUC tampoco aparece en los informes de derechos humanos o en los recuerdos de la
familia de Rigoberta. Aunque algunos afirman que tenía una historia local, su fuente de
información es el libro de la laureada. Nadie dijo haber tenido una experiencia directa con el
CUC.
Muchos uspantanos se acordaban de otra organización campesina con la que Vicente Menchú había
tenido contactos, las Ligas Campesinas. Fue fundada en 1965 y combinaba el apoyo técnico con
pláticas sobre reforma agraria. En Uspantán al parecer no se hizo gran cosa. Unos pocos dicen que
Vicente colaboró en la formación de la primera filial, pero sus familiares y antiguos socios o lo
niegan o dicen no saber nada al respecto. Según uno de los hijos de Vicente, es posible que en una
ocasión asistiera a una reunión. Si buscaba un apoyo para su reclamación de tierras, la afiliación
no figura en sus peticiones al INTA, lo que sugiere que si hubo algún tipo de compromiso éste fue
fugaz. Ni sus hijos ni él pertenecieron tampoco a las dos cooperativas que se fundaron en los años
70, una de créditos y ahorro, y la otra para ayudar a los campesinos con los insumos agrícolas y
la comercialización.
Sin embargo, Vicente y su familia participaron en otras organizaciones que Rigoberta no
menciona, quizás porque serían difícilmente reconciliables con su versión de los hechos. Aunque
habla de un Chimel resueltamente aislado, que desconfía de las influencias externas, otros
recuerdan una aldea que, al igual que muchas otras, estaba impregnada con la ética de la
superación, a través de los conocimientos adquiridos del mundo exterior. Como aldea dirigida por
catequistas y que reclamaba tierras, Chimel tenía una mentalidad especialmente abierta a este
respecto. Rigoberta de hecho se refiere a uno de los programas de desarrollo que proliferaron en
el altiplano durante su infancia, pero éste acaba en fracaso: «Había unos europeos que nos
ayudaban. Nos mandaban una cantidad de dinero. Eran unas personas que trabajaron un tiempo
enseñando la agricultura a los campesinos. Pero la forma en que se siembra ahí no es la misma
forma en que se siembra entre nosotros. El indígena rechaza cualquier clase de abonos químicos que
le traten de enseñar. Entonces, no tuvieron bastante acogida en el lugar y se fueron, pero fueron
muy amigos de mi padre.»{4}
Lo de «unos europeos» suena como una vaga referencia a un programa en el que los Menchú
participaron con entusiasmo. El Dr. Carroll Behrhorst era un médico misionero luterano de Kansas,
tan conocido que se le consideraba la respuesta de Guatemala a Albert Schweitzer. Tras fundar un
hospital en Chimaltenango, expandió sus programas de salud y agricultura a Uspantán, incluyendo la
aldea de Chimel. En los años 70 por lo menos tres estadounidenses trabajaban con la familia Menchú
y sus vecinos, dos voluntarios del Cuerpo de Paz y otro ex-voluntario, asociados todos ellos a la
Clínica Behrhorst. Vicente formó parte de los comités, y sus dos hijos mayores recibieron un curso
de capacitación de dos años para promotores Behrhorst. Además de fundar una clínica para la aldea
y de distribuir medicinas, los Menchú también experimentaron con verduras y recibieron diferentes
animales de crianza, incluyendo pollos y cabras, así como vacas de otro programa norteamericano,
el Proyecto Heifer. «Era un agricultor muy progresista», dice de Vicente uno de los voluntarios
del Cuerpo de Paz. «Experimentaba con todo lo que le ofrecíamos, y lo hacía bien. En lo único que
no estábamos de acuerdo era en su costumbre de cortar y quemar las laderas de los cerros. Esa no
es forma de cultivar, pero él quería hacerlo así.»
Rigoberta no era promotora de Berhrhorst, pero solía recibir material de la clínica que le
daban sus hermanos. ¿Estaban metidos los Menchú en política radical? Ninguno de los tres
voluntarios con los que hablé pudo recordar que fuera así. «Creo que ni se les llegó a ocurrir»
respondió uno, basándose en las frecuentes visitas a Chimel entre 1976 y 1978. «Querían que les
dejaran en paz y conseguir los títulos de las tierras que habían ocupado y limpiado. Eran personas
muy activas, pero no eran revolucionarios. Eran pequeños capitalistas tratando de ajustar las
cosas, de ganar un peso y salir adelante. Allí era tan remoto y estaban tan aislado. Nunca nos
pareció que estuvieran tratando de ocultar algo; siempre me estaban llevando a algún lado para
mostrarme algo». Es posible que Rigoberta esté en lo cierto cuando dice que los proyectos
fracasaron. Pero no es así como lo recuerda uno de sus parientes. él habló de los proyectos con
profunda nostalgia. «Nos enseñamos toda clase de cultivos y animales, nos ayudó bastante. Este
trabajo me encantó mucho. ¡Cuántas cabezas teníamos! ¿Ahorita dónde las tenemos? No hay. Este
señor nos mostró todo, para que no fracasamos. Cómo inyectar un ganado. Acaso dos años de esta
practica teníamos (con una sonrisa). Cuando el se fue, sí lloré.»
El compromiso de Vicente con el Cuerpo de Paz no es el único aspecto por el que resulta difícil
reconciliar al campesino que recuerdan sus vecinos con el organizador clandestino que describe su
hija. Todo aquel con quien hablé negó que hubiera desaparecido de Uspantán después de 1977, cuando
según su hija pasó a la clandestinidad.{5} Obviamente, no estaba en la clandestinidad cuando sus
hijos y él trabajaban con la Clínica Berhrhorst y los voluntarios de los Cuerpos de Paz, entre
1973 y 1979. Ni tampoco cuando se llevó a cabo el último censo de Chimel en la municipalidad, en
noviembre de 1978, fecha en la que los Tum lo metieron preso. O cuando el INTA llegó en
helicóptero para entregar los títulos de propiedad en diciembre de 1979, un mes antes de su
muerte. A juzgar por los testimonios locales, Vicente no se consideró un hombre perseguido hasta
el secuestro de Petrocinio. Aun entonces, si no estaba arriesgando su vida manifestándose en la
capital, se mantenía en Chimel. Sus antiguos amigos y vecinos también negaron que a Vicente le
interesara la política. Lo que dicen es que siempre pidió su derecho.

54
Es notable que Vicente no fuera identificado como miembro o fundador del CUC hasta que su hija
le contó su historia a Elisabeth Burgos en enero de 1982. El primer relato de vida de Rigoberta
que pude encontrar, fechado en diciembre de 1981 y publicado por una agencia revolucionaria de
noticias dispuesta a promover al CUC, no hace referencia a la asociación de su padre con éste.{6}
Hasta el viaje de Rigoberta a París, Vicente nunca fue identificado con el grupo excepto por haber
muerto junto a cinco de sus miembros en la embajada de España. Cuando Voz del CUC publicó las
notas necrológicas de los mártires de la embajada, les describió como «un grupo de compañeros
ixiles y quichés, acompañados de cinco compañeros del CUC», lo que sugiere que los ixiles y los
quichés no eran miembros. Si existe una sola publicación que establezca que Vicente era miembro,
por no decir fundador, todavía tengo que encontrarla.{7} Más recientemente, Rigoberta ha respondido
ambiguamente a las preguntas sobre su padre y el CUC. Aunque en ocasiones sigue hablando de su
padre como miembro fundador, en 1992 reconoció que no lo había sido, sólo «un miembro muy activo».
Cuando ese mismo año Rigoberta y el CUC publicaron un libro sobre la organización, no se hacía
referencia alguna a Vicente Menchú como uno de los fundadores.{8}
El CUC y los jesuitas
¿Por qué es importante que Vicente Menchú no fuera miembro del Comité de Unidad Campesina? La
organización fue el vehículo que utilizó Rigoberta para generalizar la experiencia de todos los
guatemaltecos pobres en su padre y su aldea. Su relato confirma las imágenes que envuelven al CUC,
incluida la idea de que representaba a las masas pobres ansiosas de recurrir a las armas en contra
del estado. El hecho de que Vicente se convirtiera en el fundador más conocido del CUC, aun si
hasta el final de su vida no tuvo nada que ver con él, subraya la importancia del testimonio de
Rigoberta. Sugiere también la necesidad de cuestionar si el CUC reflejaba en realidad un verdadero
auge revolucionario popular. Para responder a esta pregunta, remontémonos a los orígenes del grupo
al se sumó la hija de Vicente, aunque él no lo hiciera.
Al igual que Vicente, muchos de los hombres que fundaron el CUC eran catequistas católicos, lo
que hace admisible la asociación de su hija entre ambos. No obstante el pertenecía a un estrato
diferente de la sociedad maya que el de los fundadores del CUC. Puesto que él era catequista de
primera generación, no tuvo la oportunidad de ir a la escuela y toda su vida fue campesino. Su
principal logro fue haber ascendido desde una juventud pobre hasta llegar a ser un campesino
próspero. Los fundadores del CUC procedían principalmente del sur del Quiché, pertenecían a una
generación más joven y educada, y tenían pocas tierras o ninguna. Uno de ellos, un catequista de
una aldea vecina a Santa Cruz habló con franqueza de las dificultades que sus compañeros y él
habían tenido que enfrentar. Domingo Hernández Ixcoy dirigió en 1982 la ocupación de la embajada
brasileña por el CUC, la cual se menciona brevemente en el capítulo anterior. En el exilio intimó
con la nueva celebridad internacional de su organización, Rigoberta Menchú, pero dejó el CUC y el
movimiento revolucionario pocos años después. Los kíicheís de su municipio no eran los más pobres
entre los pobres, admitió Hernández en una entrevista con el antropólogo francés François
Lartigue. Contrariamente a la habitual imagen de sobreexplotación que presentaba el CUC, ninguno
de sus vecinos iba ya a la costa puesto que habían encontrado mejores alternativas más cerca de
sus comunidades. Hernández y sus compañeros por lo tanto encontraban indiferencia entre las
personas que querían organizar. «Al vivir demasiado lejos de su explotador, no lo conoce»,
observó, al contrario que los obreros de fábricas, que él suponía que tendrían más conciencia
política.
En las aldeas de Xesic, Xesic Cuarto y Chajbal, los activistas ganaron credibilidad al capturar
a una banda de asaltantes, kíicheís que se vestían de uniforme para robar y violar. La gente
empezó a acudir en tropel a sus reuniones; hasta los ricos estaban impresionados. Pero ley y orden
no eran exactamente el objetivo. Hernández y sus compañeros habían oído hablar de la guerrilla en
la región ixil, y les gustó lo que oyeron. «tiene que haber una vanguardia que nos va a proteger,
nosotros sentíamos claro eso, ya el pueblo, la masa, los compañeros que estábamos organizados ya
preguntábamos, muchas veces me acuerdo, las preguntas siempre pedían: ¿y los compañeros, los del
EGP, los del FAR, no hay ninguna comunicación con ellos? ¿no se puede hacer una comunicación con
ellos? Lo único que se les dice es que desconocemos, pero tal vez en el camino nos vamos
encontrando con ellos, y así fue, ya se oía por parte del pueblo...»{9}
Este testimonio es fascinante porque muestra un discurso temprano del CUC muy diferente del que
defenderían más tarde: el de una organización de clase que lucha contra los explotadores. Después
de reconocer lo difícil que resulta reclutar a la población que no está al borde de la
desesperación, Hernández habla de «el pueblo, la masa», antes de pasar a «los compañeros que
estábamos organizados». Alimentando en silencio la esperanza de vincularse a la guerrilla, un
núcleo de militantes debe enfrentarse a la ausencia de un explotador local que justifique una
política radical. Antes de educar a los vecinos acerca del enemigo mayor –los finqueros para los
que ya no están obligados a trabajar, un ejército que aún no ha llegado y un sistema capitalista
que les permite mejorar su vida poco a poco– deben encontrar un enemigo significativo en términos
locales. Los asaltantes eran la solución. Al proteger las propiedades de los campesinos frente a
la delincuencia común, amplían su poder de captación. Luego de haberse apuntado un gol en cuanto a
ley y orden, establecen sus cursos de alfabetización y concientización, para llevar a sus vecinos
hacia un camino mucho más peligroso: el enfrentamiento con el ejército.
El testimonio de Hernández sugiere también cuán dramáticamente destacaba el CUC entre otras
organizaciones del medio campesino. Tal como ha sido señalado por el sociólogo Yvon Le Bot, esta
actitud de enfrentamiento hacia la estructura nacional de poder no era un desarrollo tan natural o
inevitable como han presumido muchos.{10} Ciertamente, muchos guatemaltecos se sentían frustrados
por el poder atenazante del ejército. La izquierda ya había perdido miles de activistas durante la
represión contra el movimiento guerrillero, especialmente en el oriente de Guatemala. Después de
que el EGP anunciara su presencia en 1975, también empezaron en El Quiché los secuestros de los
escuadrones de la muerte. Pero durante varios años no parece que la mayor parte de la población se
sintiera amenazada por ellos. Al igual que otra evidencia de este periodo, el relato de Domingo

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Hernández Ixcoy sugiere que la mayoría de sus vecinos no había experimentado que la represión
fuera un asunto grave hasta que ésta tocó a sus puertas.{11}
Si la visión del CUC no se había originado en la experiencia compartida de una población
oprimida, ¿de dónde procedía? Lo que caracterizaba a los fundadores era su participación en el
estudio de la Biblia, aunque no en cualquier estudio de la Biblia. Practicaban la «pedagogía de
los oprimidos», según la célebre frase del educador católico Paolo Freire, recurriendo a la
concientización para movilizar a los pobres en la acción política. Al estudiar la Biblia, se
suponía que los trabajadores pastorales y los feligreses tomarían conciencia de las estructuras de
dominación y formularían estrategias para cambiarlas. En Santa Cruz la labor de concientización
estuvo dirigida por los jesuitas con la colaboración de sus estudiantes de Ciudad de Guatemala.
Conocidos como los «jesuitas de la zona 5», por la ubicación de su casa en una barrio pobre de la
capital, no usaban ropas clericales ni cobraban por las misas como hacían otros sacerdotes.
Enseñaban que la Iglesia no era sólo el templo y eran muy persistentes con el tema de la
concientización política.
Puesto que los jesuitas obedecen directamente a Roma, no están sometidos al obispo en cuya
diócesis operan. Pocos años después de su llegada en 1972, la pastoral jesuita tenía conflictos
con los sacerdotes españoles del Sagrado Corazón que dirigían las parroquias. Las opiniones
estaban particularmente divididas en torno a un joven jesuita llamado Fernando Hoyos, también
español. Para sus muchos admiradores y detractores, Hoyos encarnaba las nuevas corrientes de
pensamiento y acción de la Iglesia Católica, conocidas como la teología de la liberación. Si se
pudiera reducir la teología de la liberación a una sola premisa, sería la de que la misión de la
Iglesia es ayudar a los pobres a construir el Reino de Dios en la tierra. Aunque la mayoría de sus
partidarios no iba tan lejos como Hoyos, sus objetivos también reflejaban las prioridades recién
invertidas de los jesuitas en Centro América, que pasaron de pastorear a las clases altas a
organizar a las clases más bajas, y de defender la fe a combatir la injusticia social. La
constante en la misión jesuita, fuera educando a los niños de las clases altas o capacitando
activistas campesinos, fue la formación espiritual de líderes políticos.
La concientización no atrajo a todos los catequistas de Santa Cruz. Más bien, los dividió. Pero
los que trabajaban con Hoyos y los jesuitas obtuvieron buenos resultados en las elecciones para el
liderazgo de Acción Católica. Ganaron mayor audiencia mediante la emisora de radio diocesana y
ampliaron su red con el terremoto de 1976 que cobró tantas vidas. Los esfuerzos de socorro
abrieron aldeas que antes desconfiaban de Acción Católica. Los donantes extranjeros canalizaron
los recursos a través de ésta.{12} Mientras tanto, el control del estado por parte del ejército
proporcionaba una razón poderosa para conspirar en contra del orden establecido. Convocar
elecciones no tenía mucho sentido si se podía asegurar que el ejército las robaría. Esto mismo
sentían los jesuitas, sus estudiantes colaboradores y los catequistas bajo su influencia acerca de
los programas de desarrollo, que pasaban por las dificultades de costumbre. En consecuencia, el
mensaje de los jesuitas «no estaba orientado a resolver los problemas económicos mediante el
desarrollo, por ejemplo, de una nueva tecnología o de una organización de financiamiento. Sino que
iba orientado a desbloquear la mente de ataduras tradicionales, siendo la principal y más profunda
el respeto a las autoridades. Por eso, era un mensaje que subvertía la ley...»{13}
La habilidad de Fernando Hoyos para despertar conciencias llevó a sus oyentes a preguntarse: ¿Y
ahora qué? El Comité de Unidad Campesina era la respuesta, pero no empezó a existir como tal hasta
después de un cisma en el movimiento obrero nacional en 1978. La opción de los sindicalistas era
trabajar con sindicatos estadounidenses conservadores (que colaboraban con la CIA) o con
instituciones más militantes (orientados por cuadros de la guerrilla). La disputa se expandió a
los afiliados campesinos del movimiento obrero, que también se separaron. En este momento los
campesinos más militantes organizaron el CUC.{14} Sospechando de qué rumbo soplaba el viento, las
fuerzas de seguridad ya habían tratado de secuestrar a Hoyos en 1977. Tres años más tarde, cuando
estaban dando caza a líderes católicos sospechosos de colaborar con la guerrilla, Hoyos dejó la
orden jesuita por el Ejército Guerrillero de los Pobres. Se convirtió en miembro de la dirección
nacional del EGP y se incorporó a una de sus columnas. Murió en 1982 luego de que le agarrara una
de las patrullas civiles del ejército, formada por los campesinos mayas que él esperaba liberar.
Un año antes de la muerte de Hoyos, el ejército secuestró a dos de sus socios y les arrancó
confesiones de su participación en el EGP. Emeterio Toj Medrano era comentarista de la emisora de
radio diocesana de Santa Cruz del Quiché. Había trabajado estrechamente con Hoyos y era uno de los
fundadores del CUC. Después de retractarse de su carrera subversiva en una conferencia de prensa
militar, escapó con la ayuda del EGP, llegó a México y denunció cómo lo habían torturado. La otra
presa del ejército, Luis Pellecer, era un joven jesuita de la clase alta guatemalteca. A
diferencia de Toj Medrano, nunca se retractó de sus declaraciones, aunque pronto tuvo suficiente
libertad para poder escapar. En vez de ello, renunció a la orden jesuita y se convirtió en uno de
los asesores claves del ejército. Sus más vívidas descripciones de la conspiración católica-
marxista parecían reflejar las teorías de sus captores, pero lo que contaba sobre sus experiencias
personales era creíble, incluyendo la afirmación de que los jesuitas eran los «verdaderos
fundadores» del CUC.{15} La orden lo niega,{16} y no hay duda de que entre los fundadores indígenas
del CUC se incluían hombres muy capaces, pero la conexión jesuita es ineludible. La distancia
radical que representaba el CUC en comparación con el nivel habitual de conciencia campesina en
los años 70 sugiere que sus asesores jesuitas contribuyeron con bastante inspiración.
Una organización nacida para la guerra
«El CUC nació para la guerra. Desde un principio se planteó cuestiones que implicaban un
cambio profundo, estructural, revolucionario. Podemos decir, entonces, que el objetivo
estratégico de la organización es preparar a las masas para los momentos insurreccionales;
para las etapas finales de la guerra popular... El CUC... es una organización revolucionaria
de masas de campesinos» –Compañeros del CUC, Septiembre 1982.{17}

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Otra asociación que emerge de la historia del Padre Fernando Hoyos es entre el CUC y el
Ejército Guerrillero de los Pobres. En 1980 el CUC anunció que se unía a la insurgencia. La
explicación habitual es que se vio obligado por la represión del gobierno. De la represión no hay
duda. Pero parece ser que algunos jesuitas y catequistas de Santa Cruz ya se estaban preparando
para la guerrilla incluso antes de organizar el CUC. Según un libro de la hermana de Hoyos, éste
era miembro del EGP desde 1976.{18} De la premisa de la teología de la liberación, que la iglesia
podía usar la concientización y la organización popular para construir el Reino de Dios en la
tierra, a la premisa de la guerrilla guatemalteca, que podían lanzar un movimiento revolucionario
aun si las masas no eran conscientes de que lo necesitaban, sólo había un paso.
Una entrevista de 1982 con el comandante en jefe del EGP también sugiere que el CUC en verdad
había «nacido para la guerra». Rolando Morán (nombre de guerra de Ricardo Ramírez) estuvo
conversando con la periodista chilena revolucionaria Marta Harnecker. Sin duda una de las razones
para la franqueza de Morán era que el ejército ya estaba al corriente de la mayor parte de sus
declaraciones. Aun así, es posible que dijera demasiado, ya que la entrevista se convirtió en
lectura obligada de la academia militar guatemalteca.
«Las masas forman y enriquecen los destacamentos guerrilleros», comentaba Morán del rol militar
que el EGP asignaba a la población civil. «Las masas se organizan y constituyen los grandes
destacamentos paramilitares, las masas se organizan y constituyen también los grandes
destacamentos de autodefensa del pueblo. Todos estas son las formas militares en que participan
las masas en la guerra. Ellas participan también en la economía de la guerra: producen para el
ejercito popular, producen también para el sostenimiento de los organismos políticos clandestinos
que no pueden sobrevivir sin esta aportación de las masas...» «La dirección de todas nuestras
organizaciones de masas es una organización secreta», añadió, en relación al Frente Popular 31 de
Enero y a su integrante más conocido, el Comité de Unidad Campesina, que describía como una
«organización campesina afín al EGP». «Por ejemplo, un grupo inicial de CUC se forma en una aldea,
se trata de un comité secreto que desarrolla un trabajo de propaganda hasta que capta a la mayoría
de la aldea y la incorpora al trabajo de masas del CUC. Eso solo se puede concebir en un país como
Guatemala, donde el grado de represión, de agudización de la lucha de clases ha polarizado tanto a
las fuerzas en pugna que é la gente acepta esa solución como la única para defenderse, para
continuar la lucha y lograr la victoria.»
«En el Frente Guerrillero 'Luis Turcios Lima' que se encuentra ubicado en la costa sur del
país, tenemos ya algunas fuerzas guerrilleras regulares: ¿En que se asientan estas fuerzas además
de la geografía? Se asientan en que en las aldeas de la región funcionan
organismos de masas revolucionarios, hay asambleas locales del CUC que permiten el surgimiento
de las fuerzas guerrilleras... No están todas armadas, pero tienen sus grupos de autodefensa que
si están armados. Además, en otro orden, el del EGP propiamente tal, tenemos las guerrillas
locales que son equivalentes a las milicias, luego las guerrillas regionales y luego el Ejercito
Regular.»{19} Morán no llegó a contar cómo se originó la estrategia, pero habla del CUC como parte
integral del EGP, no como una organización separada, que usa células clandestinas para reclutar a
las aldeas. En vista de la confiada explicación del comandante del EGP, la descripción de Domingo
Hernández Ixcoy acerca de cómo se hablaba de la guerrilla en los primeros años del CUC («lo único
que se les dice es que desconocemos, pero tal vez en el camino nos vamos encontrando con ellos»)
sugiere que éste sabía más de lo que les decía a sus compañeros. Tal como describe Le Bot las
implicaciones de la organización clandestina, era «la exclusiva de una vanguardia de círculos
limitados que, por razones evidentes, se mantenían en la clandestinidad y destilaban verticalmente
una información fragmentaria y cifrada».{20}
Si el CUC fue un vehículo de la guerrilla desde su origen o sólo después de que recrudeciera la
represión, es un tema que carece de importancia para muchos de sus miembros ya que están muertos.
Pero para quienes tratan de aprender de las experiencias de aquellos, el asunto debería ser
importante. Si el CUC fue desde el principio un frente de la guerrilla, ello plantearía
interrogantes en cuanto a su derecho a hablar en nombre del pueblo. Una organización creada como
vehículo para una guerra de guerrillas, que no haya expuesto este objetivo, es un instrumento que
atrae a los campesinos a una estrategia de alto riesgo sin proporcionales la información necesaria
para entender en qué se están metiendo. Sólo se puede movilizar a un sector de las masas, explicó
Morán a Harnecker. Por ejemplo, si un sindicato tiene ochocientas personas, sólo se puede
movilizar a cuatrocientas. De éstas, sólo cien son «la avanzada de las masas» –por definición del
EGP y no de los otros setecientos, que evidentemente no están totalmente de acuerdo con la
dirección que está tomando su organización.{21} En el caso del CUC, Morán dijo que podría captar a
«la mayoría de la aldea», pero esto es un mecanismo de reclutamiento dirigido desde las alturas,
no una organización que procede de las bases o que establece su curso mediante la toma de
decisiones en común. También implica que parte de la aldea se quedará relegada, para ser
discriminada como oposición desleal cuando haya comenzado la violencia.
En 1980, a medida que el gobierno agudizaba el terror y que afluían los reclutas en las
organizaciones revolucionarias, los «grupos de autodefensa armados» se convertían en tema del
debate de la izquierda guatemalteca. ¿Crecería el movimiento revolucionario con la incorporación
de los activistas y de las comunidades a la lucha armada? ¿O les destruirían las inevitables
represalias? Quince años antes, en el oriente de Guatemala, los intentos de la guerrilla para
establecer zonas de autodefensa rural habían sido un desastre. Gustavo Porras, un intelectual del
EGP que trabajó con el CUC, recuerda lo que vino después como un enfrentamiento social imparable.
Provocado por los secuestros del ejército, el apoyo a la lucha armada en el sur de El Quiché se
infló tan rápidamente que desbordó la capacidad del EGP para canalizarlo. Hasta este momento, el
EGP había reclutado individuos lenta y cuidadosamente a fin de construir un ejército disciplinado
para una guerra prolongada. Ahora estaba incorporando de repente masas de afiliados y se
precipitaba a la estrategia de la insurrección popular.
Hacia 1981 el sur de El Quiché estaba en estado de rebelión. Enfurecida por las masacres del
ejército, la mayor parte de la población parecía apoyar al Ejército Guerrillero de los Pobres.

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Según una fuente, más de un millar de personas se incorporaron a la fuerza guerrillera sólo en el
municipio de Santa Cruz. Organizados por el CUC e incorporados al EGP, minaron carreteras,
quemaron vehículos del gobierno, volaron infraestructura eléctrica, derribaron helicópteros,
emboscaron patrullas del ejército y atacaron sus bases.{22} También practicaban la autodefensa
mediante sistemas de seguridad y trampas cavadas en la tierra. Pero los insurgentes no tenían
suficientes armas para protegerse del ejército, que en seguida empezó a quemar sus aldeas.
Hambrientos y sin hogar, los supervivientes sólo podían escapar o, más a menudo, rendirse, lo cual
significaba ser reclutado obligatoriamente para el nuevo sistema de patrullas civiles del
ejército. Apartados de sus seguidores, o de lo que quedaba de éstos, la guerrilla salió del sur de
El Quiché para reagruparse en el norte.
En los análisis acerca de dónde se equivocó el EGP, éste ha sido criticado por empujar al
movimiento popular a una lucha armada antes de que se pudiera proteger.{23} Sin embargo, también
había campesinos que querían tomar la iniciativa, que exigían a la guerrilla armas que no tenía,
como si el EGP hubiera sido arrastrado a un levantamiento de masas antes de que estuviera
preparado para dirigirlo.{24} La guerrilla guatemalteca nunca volvió a experimentar el desborde de
apoyo que se dio en el sur del Quiché y áreas vecinas entre 1980-1981. Creyendo que seria
imparable, el EGP ignoró las experiencias previas en el oriente de Guatemala, donde el ejército
había demostrado su disposición para matar a cualquier número de campesinos. Ahora sucedía lo
mismo nuevamente, en mayor escala. En cuanto a los civiles que dieron la bienvenida a la guerrilla
e incluso exigieron armas, nada en su experiencia les había preparado para la respuesta del
ejército. En Baja Verapaz, el departamento vecino, la reacción del ejército a las barricadas del
CUC fue tan salvaje que algunos de los sobrevivientes de la aldea de Xococ cambiaron de bando y
ayudaron al ejército a masacrar una aldea desarmada tras otra.{25} Cuando el ejército mostró su
capacidad de asesinar a cientos de hombres, mujeres y niños en un sólo día, los campesinos, según
palabras de Gustavo Porras, «cambiaron completamente sus criterios.»
Porras también reconoce que el EGP subestimó la profundidad de las contradicciones locales,
viejos pleitos, a menudo invisibles para los de afuera, que aislaban a parte de la población de
los cuadros revolucionarios, incluso en las aldeas que se adherían a la causa.{26} Lo visible era
la multitud de campesinos dándoles la bienvenida y exigiendo acciones contra los matones del
gobierno. Lo invisible era otra población que permanecía callada, tras las puertas cerradas o en
los campos. Eran demasiado desconfiados para comprometerse. Aunque se podía identificar a unos
cuantos como espías del ejército, para matarlos o alejarlos, a la mayoría no. Tras aplastar a las
fuerzas debilitadas del EGP, el ejército formaría las patrullas civiles e impondría rigurosos
controles a partir de estos espectadores cautelosos.{27}
La razón por la que el CUC atrajo tanta atención, nacional e internacionalmente, fue porque
decía hablar en nombre de todos los campesinos guatemaltecos. Aun si sus éxitos fueron
sustanciales, esta premisa iba mucho más lejos de lo que jamás había logrado ninguna organización.
Pero el CUC apareció en un momento en el que la izquierda de Guatemala y sus partidarios
internacionales querían identificar un solo grupo que dijera simplemente eso. La dimensión de las
huelgas de 1980 en la costa Sur daba la impresión de una organización más grande. Pero esto no
sólo fue trabajo del CUC (participaron organizaciones más antiguas) y nunca se repitieron. Además,
la represión no fue la única razón para las derrotas posteriores. Incluso en el contexto
proletario de las fincas, el gran problema subestimado era el de la concientización de los
trabajadores migratorios del altiplano a los que se suponía que representaba el CUC.
Vicente Menchú como héroe campesino
«¡No seas un Menchú!» –Madre reprendiendo a un hijo rebelde, 1993.
Si el contexto de la finca era difícil, también lo era el de las aldeas del altiplano. Aquí los
campesinos eran pequeños propietarios con tendencia a rechazar a los de afuera, a menos que
llegaran vía una institución de confianza como la Iglesia Católica. En su relato de 1982,
Rigoberta esquiva el problema describiendo a su padre como un trabajador migratorio reducido a la
miseria, que combina la conciencia del semiproletariado rural con la del campesino independiente
que cultiva tierras nacionales y se defiende de la expropiación. Esto transforma a Vicente en un
campesino universal, un símbolo que tiene un atractivo innegable para los campesinos y sus
simpatizantes pero que, al igual que todo símbolo poderoso, condensa tanta particularidad que
puede ocultar muchas cosas.
No obstante, aun si la vida de Vicente fue muy diferente a cómo la describe su hija, ha venido
a representar algo más transcendental, un cambio de conciencia que diecisiete años después de su
muerte sigue de manifiesto en toda la población maya. Algo parecido se puede decir de la
organización a la que nunca perteneció Vicente, el Comité de Unidad Campesina. Incluso si el CUC
empezó como un frente de la guerrilla, aun si tuvo unas bases mucho más reducidas que las que
reclamaba, se ha convertido en una instancia legendaria de la lucha, invocada hasta por los etno-
nacionalistas mayas, a pesar de que no se llevan bien con la URNG.
Esto merece un comentario acerca de la concientización. Los marxistas solían asumir que
inevitablemente la clase obrera tomarían conciencia de su explotación. Los campesinos eran más
problemáticos, ya que al ser pequeños propietarios no estaban totalmente desposeídos. Por lo
tanto, tendrían que ser liderados por la clase obrera urbana, es decir, por los intelectuales
marxistas. Los campesinos indígenas, conscientes de ser un pueblo aparte, resultaban aún más
problemáticos. Para comunicarse con los indígenas, la izquierda guatemalteca tomó prestada de la
teología de la liberación la doctrina de la concientización. Este fenómeno se expresó en un
lenguaje de reciprocidad, en el que los campesinos educaban a sus pedagogos de clase media y
viceversa, y contribuyó al surgimiento de nuevas organizaciones de base. Pero este enfoque también
implica que la conciencia previa estaba aletargada. Es el método utilizado por los radicales para
tapar el vacío entre el reformismo típico de los pobres y su propia agenda de enfrentamiento. En
Guatemala el EGP lo convirtió en tapadera para transformar catequistas en cuadros guerrilleros.

58
El Comité de Unidad Campesina ha dejado de ser uno de los actores principales de la izquierda,
pero ahora las imágenes que lo rodean pueden ser más atractivas para los indígenas que en 1980.
Parte del crédito de este sorprendente desarrollo se debe al relato que Rigoberta contó en París,
no tanto a través del libro (que pocos indígenas han podido leer) como de la transmisión oral. Uno
de los temas favoritos de Rigoberta es la toma de conciencia (recordemos que el título completo de
su libro es Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia), que ella vincula a la
militancia de su familia en el CUC. Aunque su padre y su aldea jamás pertenecieron a la
organización, la historia atrae a los indígenas porque expresa sus experiencias como pueblo,
siguiendo las líneas de: (1) nos quitaron nuestras tierras, (2) ahora somos más listos y (3) no
vamos a permitir que nos lo hagan de nuevo.
Luego que la historia de Rigoberta se hiciera conocida, los campesinos del movimiento popular
empezaron a añadir la suya propia, acerca de cómo el propio Vicente había ido a contarles sus
experiencias. Uno de estos relatos data de poco después de que Rigoberta contara su testimonio en
París, en una de las primeras conferencias en la que fue presentada como un personaje
representativo. «Cuando más gente de La Estancia se organizó fue cuando llego Vicente Menchú y uno
de sus hijos a refugiarse con nosotros. Ellos contaron cómo vivían allá en el norte. De la miseria
y del hambre que eran peor que en La Estancia. Pero lo peor que decían es que allá en el norte de
El Quiché ya no se podía vivir por la represión. Que los soldados del ejército se metían a las
aldeas y a los pueblos y mataban gente. También se robaban todo lo que la gente tenía y forzaban a
las mujeres. Contaba que pasaban cosas horribles y que esa era la guerra. Decía que esa guerra
sólo se podía acabar cuando la gente pobre estuviera organizada y peleara por sus derechos. Que
así se iba a acabar la guerra, porque el pueblo tiene la verdad y la justicia y el pueblo es la
mayor cantidad de la gente. Aprendiendo esas ideas mucha gente se organizó.»{28}
Otra de las historias procede de uno de los pocos fundadores del CUC que sigue vivo y activo en
el movimiento popular, un comerciante de Chichicastenango llamado Sebastián Morales. Según
Sebastián, dos o tres meses antes de la muerte de Vicente, «llegó directamente a mi casa, porque
estaba perseguido, pasó una semana conmigo, dos o tres meses antes de quemar en la embajada. Lo
que él me dijo era la historia de él, que tenía sus terrenos, que venía el ejército o las
autoridades y lo sacaban de su casa para darlo a un terrateniente. Como ellos no salían de aquí,
llegaban a Quiché, al capital, siempre reclamando su derecho.»{29}
¿Es posible que estos relatos sean históricos? Aparte del testimonio de Rigoberta, la historia
de La Estancia es la única evidencia que he podido encontrar de que Vicente Menchú estuviera
asociado con el CUC. Interpretado literalmente, lo refuta el hecho de que la vida en las
abundantes tierras de Chimel no era hambre y miseria, y el ejército no cometió masacres en las
aldeas de El Quiché hasta después de la muerte de Vicente. Sin embargo, que la historia esté
expresada en hipérboles no significa que Vicente nunca visitara a los catequistas de las aldeas
del sur del departamento, especialmente durante los últimos meses de su vida cuando organizó dos
delegaciones a la capital. No obstante, si se compara al Vicente de estos relatos con el que
recuerdan en Uspantán, el contraste suscita la necesidad de ser cautos, como lo recalca el Vicente
que visita Rabinal, Baja Verapaz, en otra historia que ha recogido un investigador.
Según el narrador, un catequista de Rabinal que habló a principios de los años 90, él era de un
grupo que había sido concientizado por el padre de Rigoberta. Vicente «leyó una frase de la Biblia
que decía que ante la injusticia no nos debíamos quedar de brazos cruzados, que había que
intervenir para cambiar esa situación. Así me convencí, con una cosa tan sencilla. Después yo
convencía de la misma manera, porque a la gente le gusta oír la verdad». Supuestamente, Vicente
también dijo: «Tenemos que organizarnos para poder recibir ayuda de afuera. No importa de donde
venga, si es del extranjero, si es del gobierno; lo que importa es que la gente vaya saliendo de
esta miseria y eso sólo se logra si trabajamos juntos y aprovechamos los recursos que nos den.
Cualquier oportunidad hay que agarrarla, para capacitarse, para proyectos, para construir, para lo
que sea. El CUC no puede rechazar lo que venga del gobierno, al contrario, hay que usarlo como se
debe, para que se beneficia la gente.»{30} Esta reencarnación de Vicente a duras penas parece la
del aislacionista que describe su hija, más bien se refiere a un hombre que está dispuesto a
trabajar con el Cuerpo de Paz estadounidense. Entretanto, en El Quiché he oído a otros campesinos
que en sus relatos retratan a Vicente o Rigoberta con el uniforme de los combatientes del EGP.
La elasticidad de las historias que hablan de los Menchú muestra que éstos se han convertido en
un mito, en el sentido de un modelo a seguir, no en el de algo falso. Según Claude Lévi-Strauss,
el mito consiste «en los restos y escombros de hechos históricos dispuestos según una
estructura».{31} Si el mito consiste en fórmulas simbólicas para resolver los conflictos, siguiendo
una vez más a Lévi-Strauss, ¿cuáles son las contradicciones que encara el mítico Vicente Menchú?
Obviamente, el EGP tenía que demostrar que representaba a los campesinos de Guatemala, pero esto
sólo explica la razón por la cual emerge un símbolo como Vicente en el movimiento revolucionario,
pero no aclara por qué resulta atractivo para un público más amplio. Para los detractores de
Uspantán, la imagen de Vicente y su familia como combatientes de la guerrilla permite culparles de
la llegada del ejército a Uspantán. Pero la imagen más popular de Vicente, la de organizador del
CUC que defiende a su comunidad de los terratenientes ladinos, transciende uno de los dilemas
crónicos que enfrentan los mayas: la rivalidad entre ellos mismos, especialmente en cuestión de
tierras. Tal y como lo resucita Rigoberta, su padre está por encima de pleitos entre familiares y
vecinos puesto que él defiende sus tierras de los finqueros ladinos, no de otros mayas. En la
persona de Vicente Menchú, el Comité de Unidad Campesina representa una coyuntura en la que los
campesinos superaron sus diferencias y se unieron para defender sus derechos.

Notas
{1} Mi análisis sobre los orígenes del CUC se debe al trabajo de José Manuel Fernández
Fernández (1988), Robert Carmack (1988), Arturo Arias (1990) y Yvon Le Bot (1995).
{2} Burgos-Debray 1984: 136-137, 146-147.

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{3} Burgos-Debray 1984:114-115, 123-140, 196 (221 Arcoiris)
{4} Burgos-Debray 1984:114 (140-41 Arcoiris)
{5} Burgos-Debray 1984:115
{6} Noticias de Guatemala 1981
{7} Comité de Unidad Campesina 1980:4. Cuando el Comité Pro Justicia y Paz, de base católica,
recordó a Vicente como «un héroe y mártir del pueblo cristiano», no hizo referencia alguna al CUC.
En vez de ello, lo identificó como un agricultor y catequista de sesenta y tres años que luchaba
por un título de tierra y una escuela para su aldea (Comité Pro Justicia y Paz 1980). El primer
manifiesto de la organización bautizada en su nombre («Manifiesto de Cristianos Revolucionarios
Vicente Menchú») no se refería a él como miembro del CUC, ni tampoco su biografía de enero de 1981
(Centro de Estudios y Publicaciones 1981:147-148).
{8} Miembro fundador: McConahay 1993:4. No fundador: Blanck 1992:31; Menchú y Comité de Unidad
Campesina 1992.
{9} Lartigue 1984:342, 298-303
{10} Le Bot 1995:160-179.
{11} Para un testimonio paralelo de un hombre del sur de El Quiché, véase Simon 1987:106-107
{12} Diócesis del Quiché 1994:192-193. Para los antecedentes católicos del CUC, véase también
Fernández Fernández 1988.6-8.
{13} Iglesia Guatemalteca en el Exilio 1982:44. Para la relación de los jesuitas con el CUC,
véase también Iglesia Guatemalteca en el Exilio 1983:10; Diócesis del Quiché 1994:104-107 y Le Bot
1995:146-152.
{14} Fernández y Fernández 1988:14-15
{15} U.S. Senate Judiciary Committee 1984:233-234.
{16} Chea 1988:249.
{17} Frente Popular, 31 de Enero 1982:17.
{18} Hoyos de Asig 1997:141, 191. Según un intelectual que perteneció al EGP, no logró reclutar
mucha gente alrededor de Santa Cruz del Quiché hasta el terremoto de 1976, cuando se incorporaron
muchos de los mismos activistas que iniciaron el CUC. «Acción Católica penetró los niveles bajos y
medios de la organización (EGP) hasta el punto que tuvo que ser reconocida».
{19} Harnecker (1984:297-303) estaba casada con el jefe de inteligencia cubano Manuel Piñeiro,
cuyos deberes incluían entrenamiento, abastecimiento y unificación de los líderes guerrilleros de
toda América Latina.
{20} Le Bot 1995:272.
{21} Harnecker 1984:299.
{22} Carmack 1988:56-59.
{23} Por ejemplo, Castañeda 1993:93 y Le Bot 1995.
{24} Hasta la fecha, la mejor descripción de campesinos clamando por tomar las armas proviene
de Rabinal, en el departamento de Baja Verapaz, a través de un equipo de antropólogos forenses que
exhumaron a víctimas de las masacres. Rabinal es un municipio maya achí con una historia
excepcional de participación con la izquierda. Los achís aparecen en las organizaciones de
campesinos antes de la invasión de la CIA en 1954, después en las guerrillas ladinas de los
sesenta, y en 1976 daban la bienvenida a los delegados del EGP y del futuro CUC. En aquel tiempo,
sus medios de vida se vieron amenazados por la subida de las aguas del embalse del Chixoy, que
desplazarían a unas tres mil quinientas personas. La historia que rescató el equipo forense
comienza con un enfrentamiento entre una aldea amenazada por el embalse y tres miembros de las
fuerzas de seguridad. El CUC local decide que necesita armas para protegerse, pero la dirección le
disuade con el argumento de que teniendo armas sólo conseguirán convertirse en el blanco de
feroces represalias. De todas maneras, los colaboradores locales del ejército comienzan a atacar a
los lugareños, de modo que éstos se dirigen al EGP en busca de armas, que el EGP se niega a
proporcionar. Finalmente, después del incendio de la embajada de España, un comandante del EGP se
reúne con los líderes del CUC local y les autoriza a formar una columna militar si logran
conseguir sus propias armas. Para nosotros, el punto importante es que en Rabinal el CUC era un
movimiento de base que surgió a partir de una larga historia de descontento campesino. También
parece que ellos presionaron para incorporarse al movimiento armado, en vez de ser presionados por
los estrategas de la guerrilla (Equipo de Antropología Forense de Guatemala 1995:82-103).
{25} Equipo de Antropología Forense de Guatemala 1995:206.
{26} Entrevista del autor con Gustavo Porras, Ciudad de Guatemala, 20 julio 1994.
{27} Fernández Fernández 1988:35, 38.
{28} Frank y Wheaton 1984:50, que cita una entrevista con Petrona Zapon, y «Martirio y Lucha»
de Ricardo Falla (Iglesia Guatemalteca en el Exilio 1982:46). Frank y Wheaton sitúan la llegada de
Vicente a La Estancia en 1977, mientras que Falla fecha la misma historia dos años más tarde.
{29} Entrevista del autor con Sebastián Morales, Ciudad de Guatemala, 5 de julio de 1996.
{30} Equipo de Antropología Forense de Guatemala 1995:89, 92-93.
{31} Victoria Bricker (1981:4) citando a Claude Lévi-Strauss (1966:22).

60
Capítulo 8
Vicente Menchú y el Ejército Guerrillero de los Pobres

«Hablaban de Dios, hablaban de que Jesús había nacido pobre como nosotros y que sufrió por
nosotros y murió por nosotros. Por eso que tenemos que luchar contra los ricos, porque él
era pobre y sufrió y murió por nosotros.» –Viuda de Uspantán recordando las reuniones de su
aldea con el EGP, 1994.
El Vicente Menchú del que oí hablar en Uspantán, un copropietario de 2.753 hectáreas de tierra
asesorado por el Cuerpo de Paz, parecía bien distinto del militante acosado descrito en Me llamo
Rigoberta Menchú. Sin embargo, al final de su vida, Vicente fue acusado de colaborar con la
guerrilla, encabezó una marcha de protesta a la capital y se convirtió en mártir del movimiento
revolucionario. Si mi retrato del Vicente anterior a la violencia es acertado, sería el suyo todo
un cambio de trayectoria. Los parientes y vecinos de Vicente aportan explicaciones, pero no todas
coinciden entre sí. Existen testimonios discordantes sobre por qué acabó siendo perseguido por el
ejército y muriendo en la embajada de España. Algunos recuerdan que Vicente protestaba por el
secuestro de su hijo. Otros dicen que murió por su tierra, unos refiriéndose a su conflicto con
los Tum y otros culpando a sus vecinos ladinos, los García.
Hay quienes citan el libro de su hija como prueba de que Vicente era miembro activo de un CUC
clandestino e invisible. Muchos lo asocian con el Ejército Guerrillero de los Pobres, algunos por
el simple hecho de que tuvo la desgracia de vivir en un lugar por donde vagaba la guerrilla. Otros
creen que dio la bienvenida a la guerrilla a su aldea y aceptó colaborar con ellos. Un antiguo
vigilante afirmaba que años antes de que la guerrilla saliera a la luz, Vicente había convertido
Chimel en una base secreta de entrenamiento subversivo. Un motivo para la cacofonía que rodea los
últimos días de Vicente es la ambigüedad de una guerra irregular en la que la responsabilidad no
está clara y la principal fuente de conocimiento es el rumor. Otra razón es la amargura por la
pérdida de vidas. Incluso aunque el CUC nunca estuviera en Uspantán, el EGP sí estuvo, y su
enfrentamiento con el ejército dejó sentimientos muy arraigados, no sólo en contra del ejército y
sus colaboradores, que cometieron la gran mayoría de los homicidios, sino también en contra de la
guerrilla y sus presuntos colaboradores, a los que muchos responsabilizan de la llegada del
ejército.
Debido a las versiones contradictorias y los vacíos pesantes en mi información, no puedo llegar
a una conclusión firme sobre los sentimientos de Vicente por la guerrilla. Pero las
contradicciones dramatizan el dilema al que se enfrentaron los campesinos cuando el EGP y el
ejército convirtieron sus montañas y valles en un campo de batalla. Las historias también sugieren
probabilidades. Muchas de mis fuentes, especialmente la gente del campo que sufrió una represión
indiscriminada, consideran a los Menchú víctimas inocentes. Otros culpan a los Menchú de haber
invitado a la guerrilla a su aldea y provocado los desmanes del ejército. Si esta última facción
estuviera formada principalmente por los habitantes del pueblo, que escaparon a la fuerza total de
la represión, sería fácil descartar sus comentarios. Sin embargo incluye también a algunos
sobrevivientes de Chimel. Si las personas que acusan a Vicente fueran principalmente ladinos, y si
la mayoría de sus compañeros indígenas lo exonerara, sería fácil descartar las acusaciones en su
contra considerándolas el fruto de un prejuicio étnico. Lamentablemente, aunque algunos ladinos
defienden la inocencia de Vicente, a la condena se suman otros compañeros indígenas. Incluso entre
sus viejos compañeros la opinión está dividida. ¿Qué se puede conjeturar de las historias
contradictorias? ¿Hay manera de reconciliar los testimonios que hablan de un Vicente amante de la
paz con las historias que le describen dando la bienvenida a la guerrilla? Para responder a estas
preguntas, veamos porqué fue acusada su aldea del asalto del EGP a Soch en agosto de 1979.
El EGP visita Chimel
Una visita repentina de la guerrilla deja tras ella muchas preguntas. ¿De dónde venían? ¿Qué
aldeas habían atravesado? ¿Quién les estaría ayudando? Si la guerrilla mata, una huida precipitada
quiere decir que alguien de la vecindad será acusado. No estando clara la responsabilidad, las
sospechas siguen la vieja regla fatal: ¿Quién tiene algo que ganar? En el caso de Honorio García,
era fácil pensar en dos grupos diferentes que le podrían haber denunciado a la guerrilla. Uno
consistía en sus propios mozos, que tienden a ser los sospechosos cuando se mata a un patrón. Por
eso la historia de que un día la guerrilla encontró a unos mozos de Honorio, les preguntó qué tipo
de patrón era éste y ellos respondieron que pagaba los salarios más bajos.
Esta es la versión de los hechos que prevalece en San Pablo y Chimel. Honorio era un patrón
exigente. No debe haber sido difícil extraer quejas de sus mozos. Pero la explicación también pudo
haber sido apócrifa, y los hijos de Honorio buscaron por otra parte, culpando a la aldea
independiente de San Pablo debido al conflicto por un camino que se describe en el Capítulo 4.
Esta suposición es compartida por un activista de derechos humanos de los años 90 que me dijo:
«Unos dos nada más lo acusaron (a Honorio), no toda la gente. La guerrilla pasa preguntando si la
comunidad está bien, y ellos dijeron que no, que el señor había tapado el camino, y fueron a
matarlo». Aun si los sampableños fueron a quejarse con la guerrilla, no existe razón para creer
que pretendieran sentenciar a muerte a Honorio. El crimen político no figuraba entre las prácticas
locales.
Los hijos de Honorio también acusaron a Chimel del asalto. Cuando el juez de paz llegó a
inspeccionar los dos cadáveres, los hijos de Honorio dijeron que entre los guerrilleros habían
identificado a los hijos de Vicente. Doce años más tarde, en reacción al premio Nobel, Julio
García declaró que los asaltantes habían estado liderados por el propio Vicente.{1} Sin embargo
otros testigos de Soch no corroboran este testimonio, en vez de ello describen a los asaltantes
como gente desconocida. No obstante, el hecho de que los asesinos llevaran la cara tapada o
tiznada con carbón podría propiciar la idea de que eran de los alrededores.

61
Sería fácil entender el motivo de los García para sospechar de Chimel si hubieran estado
disputándose la esquina suroriental de las 2.753 hectáreas. Algunos de los jóvenes de la aldea
creen que este era el caso, y también se lo oímos decir a una de las viudas de la embajada. Pero
no figura entre las reclamaciones al INTA y los ancianos de la aldea lo niegan, dicen que los
problemas con los García por tierras colindantes no comenzaron hasta más tarde. Muchas personas
suponen que Chimel fue acusado del asalto porque uno de los hijos de Vicente, Víctor, tenía una
farmacia patrocinada por la Clínica Behrhorst. La mayor parte de las alusiones al trabajo médico
de Víctor están llenas de agradecimiento; pues de no haber sido por él sus pacientes habrían
tenido que recorrer todo el camino hasta Uspantán o Chicamán en busca de ayuda. Desgraciadamente,
el ejército a menudo sospechaba que los promotores de salud daban medicinas a los insurgentes,
especialmente si eran catequistas, y Víctor Menchú era las dos cosas.
Al igual que su padre y su hermano mayor, Víctor era miembro activo de Acción Católica. Además
de enseñar la doctrina de la iglesia, los líderes como Víctor servían en las comités para
construir carreteras y escuelas, participaban en las cooperativas y solicitaban proyectos de
desarrollo. Bajo los auspicios de Acción Católica, equipos de fútbol y grupos musicales visitaban
las aldeas vecinas; los jóvenes conocían a miembros del sexo opuesto y sus padres discutían los
asuntos locales. Cuando los campesinos evocan con nostalgia la vida antes de la guerra, conceden a
Acción Católica el mayor cumplido entre ellos, era alegre. Por regla general los catequistas eran
hombres con experiencia en el mundo exterior y podían hablar castellano. Acostumbrados a tratar
con gente de afuera, eran un objetivo obvio de las campañas de reclutamiento de la guerrilla.
Independientemente de que los catequistas estuvieran o no de acuerdo con la lucha armada, las
sospechas del ejército forzaron a más de uno a terminar en el EGP para salvar la vida. Sin
embargo, los catequistas de Chimel podrían haber escapado a la persecución de no haber sido por un
rumor letal. Este era que la guerrilla había tenido una reunión en Chimel, poco tiempo antes de su
ataque a Soch, y que habían sido bien recibidos por Vicente Menchú.
Es posible que la pura geografía originara el rumor. Chimel se encuentra en un valle montañoso
en el que convergen dos cuencas hídricas. Una va hacia el occidente, a la Finca San Francisco, en
la región ixil, y la otra fluye al oriente, hacia el departamento de Alta Verapaz. Esto lo sitúa
en un corredor que el Ejército Guerrillero de los Pobres utilizaba entre sus fuerzas en la región
ixil y sus actividades en Verapaz. En Uspantán y sus alrededores todo el mundo corrobora que el
EGP andaba por la región meses antes de matar a Honorio García y Eliu Martínez. En general también
coinciden en que la guerrilla se detuvo en Chimel durante ese periodo. Lo que no está claro es que
Chimel les diera la bienvenida, incluso si nos basamos en testimonios de la visita expuestos por
cuatro personas que dicen haber sido testigos.
«La guerrilla solamente pasó», nos dijo en k'iche' una mujer a Barbara Boceck y a mí. «Llegó
aquí para reunir a la gente, como a las dos de la tarde, pero la gente no se reunió... No estaba
Vicente Menchú cuando llegaron... 'Hagan el favor, reúnan a la gente para una clase', decían que
eran el Ejército Guerrillero de los Pobres, ¿pero qué es eso?. Uno no sabe, no está claro quienes
son. Llegaron dos personas y los guerrilleros piden que les hagamos favor de traerles comida,
regalada. Pero no hubo clase porque las personas no se presentaron. Pidieron comida y decían que
ellos también eran pobres. Se marcharon a la montaña y uno, dos, tres meses más tarde la plaza de
Soch está llena de guerrilleros.»
¿Cuántos eran?, pregunté. «Aparecieron como cien, hablaban idioma de Chajul, pero habían más
ladinos que naturales. Mujeres también, vestidas de puro soldado, pero de color más oscuro. No se
tardaron, llegaron a las dos de la tarde. No comieron porque no les dieron comida, porque no había
nada para comprar, y se fueron a las dos y media o las tres. No se tardaron». ¿Por qué nadie en
Chimel se quejó al ejército? «Después de que llegó el EGP, había clases de lunes donde enseñan la
palabra de Dios. Algunas personas pensaban que deberían abandonar la aldea; yo dije que no. Si
llega el ejército, tal vez mata a la gente. Igual si llega la guerrilla, tal vez mata también.
Solo Dios sabe, entonces (la gente) no hicieron nada». Al igual que varias de las personas que
entrevistamos Barbara y yo, esta mujer había perdido un familiar en la embajada de España. «Como
había pasado la guerrilla, en Soch dijeron que todos aquí eran guerrilla», concluyó. «La gente
aquí no hacía k'o ta kimak (error o pecado), pero les estaban matando a todos». K'o ta kimak se
convirtió en el estribillo de nuestras entrevistas con los sobrevivientes, particularmente de las
mujeres que habían perdido a sus maridos.
Otra mujer de Chimel, que también perdió un familiar en la embajada, proporcionó una versión
algo diferente de la visita del EGP. «La guerrilla pasó el 3 de mayo, pidió comida y la gente
preparó comida». ¿Qué dijeron los guerrilleros? «Como sólo hablan en castilla, lo único que
entendí fue: 'Que no dejen agarrar a sus hijos para el cuartel'. Toda la gente de la aldea los
escuchaba. Hay unos que escuchaban bien, otros que no. Yo no escuché porque regresé a mi casa para
hacer café y les llevé una gran olla». A pesar de que según nuestra segunda fuente los campesinos
llevaron comida a la guerrilla y les escucharon, ella insistió que ni Vicente Menchú ni Chimel
colaboraron con la guerrilla.
Nuestras tercera y cuarta fuentes, dos hombres de Chimel, describen cómo acogió Vicente al EGP.
«Bien, había oído que Vicente está en el pueblo cuando vino la guerrilla, cuando llegaron por la
primera vez (el 29 de abril de 1979)», me contó uno de ellos. «Lo que oí aquí es que Vicente
platicó con ellos allá. Después, vinieron aquí, bajaron de allí (Laguna Danta), llegaron aquí, y
hicieron reunión allá en la capilla con Vicente. En esa reunión, Vicente explicó a los vecinos que
ellos nos ayudan a nosotros, que están aquí para apoyarnos. Yo miraba desde un poco lejos, me
asusté y no me quedé allá. Habían muchos, uniformados, con armas. En la reunión dijeron que, si
hay uno que no quiere asistir a la reunión o quiere informar al ejército o a los comisionados
militares, esto se llama reaccionario, esto se llama oreja, y se le mata. El dijo que si uno va
con el ejército, viene la guerrilla otra vez para matarlo. Hubo varias reuniones. Después la
guerrilla llegó varias veces».
Nuestra cuarta fuente es uno de los que abandonaron Chimel en 1980 debido a la alarma por la
dirección que estaba tomando. Reportó haber visto guerrilleros en Chimel muchas veces, mujeres al

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igual que hombres, vistiendo uniformes de color verde oscuro. La primera ocasión fue anterior a la
muerte de Honorio García. «La guerrilla apareció por aquí después de ocupar el pueblo, para decir
que estaban aquí para 'defender la vida del campesino'. La guerrilla nos dijo que habían venido
para ayudarnos a defendernos, porque el gobierno nos esclavizaba. Casi todos en Chimel les dieron
la bienvenida, en Laguna Danta sólo unas casas, tal vez la mitad. Habían muchos guerrilleros,
miles, más de los que podía contar». Puesto que esta fuente también afirmó que Vicente había dado
la bienvenida a la guerrilla, le pregunté lo que había oído decir a Vicente. «'Está bien' , dijo.
'Hay muchos enemigos en esta tierra. Queremos terminar con los envidiosos para estar en paz'.
Cuántos son los enemigos de él, quiso otra nueva vida, pero buscó el mal.»
Encubriendo los primeros crímenes políticos
«El Alcalde decía que él no tiene que ver nada con los campesinos... entonces venimos aquí
también al Quiche con el Jefe de la Zona, también decía que no sabía nada; y mandamos otro
telegrama aquí en el Ministerio de la Corte Suprema de Justicia, también decía que sólo con
los policías tiene que ver él dice, con los campesinos no tiene que ver nada. También aquí
una oficina de los trabajadores, el FTC, y un día le dijimos nosotros que quieremos entrar
con Lucas y quieremos nosotros platicar allá qué delito tiene el indígena y nosotros
quieremos saber qué delito porque nosotros acaso somos locos que vamos a reclamar cosas y
sabemos que deba algo, pues allí ya no podemos nosotros reclamar nada, pero bien sabemos
nosotros que no debe nada, porque es patojo de 17 años; y dijo Lucas que no, que tengo que
salir en otros estados y vengan hasta en la otra semana.» –Vicente Menchú a un periodista de
la capital, 26 de enero de 1980.{2}
Buena parte del poder del relato de Rigoberta surge de la dramática ecuación entre la lucha de
su padre por la tierra y su decisión de sumarse a la revolución. Si identificando a Vicente con el
CUC se le concede una genealogía radical, culpando a los finqueros de sus conflictos por la tierra
le atribuye una causa que encaja perfectamente con la definición de lucha del movimiento
guerrillero. Sin embargo, mi investigación no logró confirmar una relación estrecha entre las
reclamaciones de Vicente por la tierra y la violencia que lo arrastraría. Luego de varios meses de
entrevistas en Uspantán, completadas con un repaso a los archivos del INTA, yo estaba seguro de
que la violencia en torno a Chimel no había surgido a consecuencia de los conflictos por la
tierra.
Los recuerdos de miembros de la familia, funcionarios municipales y vecinos coincidían en
décadas de reclamaciones y contrareclamaciones por parte de Vicente y sus antagonistas.
Contrariamente al libro de su hija, el principal problema de Vicente no había sido con
propietarios ladinos de nombre Brol, García o Martínez. En vez de ello, había sido con sus propios
parientes políticos k'iche's, los Tum de Laguna Danta. Cuando llegó la violencia, el detonante fue
el ataque del EGP a dos familias ladinas con las cuales Vicente no había tenido dificultades
serias, esto es lo que yo creía que había establecido.
Sin embargo surgieron complicaciones. Si bien todo el mundo confirmaba que Vicente llevaba años
pleiteando con la familia de su mujer, algunas de mis fuentes creían que un conflicto posterior
con la familia García, después de 1987, por la esquina suroriental de las 2.753 hectáreas de
Chimel, se había originado antes de la violencia. Según ellos, en vez de ir a la embajada española
para protestar por los secuestros del ejército, Vicente estaba defendiendo los límites de Chimel,
de los García y de sus cuñados, los Martínez. Por lo tanto, Vicente había muerto por su tierra.
Una de mis fuentes mejor informadas, un hombre profundamente involucrado en las reclamaciones de
Vicente, negó que hubiera habido un conflicto de tierras con ladinos al principio de la violencia;
sabía que Vicente acababa de recibir el titulo provisional de su tierra, pero en ocasiones también
afirmaba que Vicente había muerto por su tierra.
Un recorte del Washington Post ratificó mi inquietud. Por pura casualidad, una reportera
llamada Terri Shaw había acompañado en diciembre de 1979 a la delegación del INTA que hizo entrega
del título de propiedad de Chimel. Después de que la masacre en la embajada de España reclamara
más noticias sobre Guatemala, utilizó su visita a Chimel para escribir un reportaje, ignorando que
entre las víctimas de la embajada se incluían varias personas de la misma aldea que había
visitado. Al igual que en los relatos que yo reuní quince años después, Shaw describía cómo los
campesinos estaban demasiado atemorizados para llegar al pueblo a recoger sus títulos, lo que
obliga a la delegación del INTA a volar en helicóptero hasta Chimel. «Los indígenas hablaban entre
ellos de los amigos que habían sido agarrados por la policía militar y que nunca habían
regresado», escribió Shaw. «Tras aceptar los nuevos títulos, los indígenas trataron de gestionar
con los funcionarios la solución de algunos de sus denuncias. Mostraron a Rubén Castellanos,
segundo Vicepresidente del Instituto Nacional para la Transformación Agraria, un mapa indicando el
lugar donde una gran familia de terratenientes había invadido sus tierras».
Esto sonaba a los Martínez y García, en una fecha demasiado temprana. Siguiendo con el relato
de Shaw, los campesinos creían que los secuestradores estaban ayudando a los propietarios ricos a
apoderarse de la tierra. ¿Es posible que ella no entendiera a quiénes estaban acusando? No, porque
la versión del Post tenía mucho en común con las denuncias que Vicente haría en la capital. En
primer lugar, el Post no hacía referencia al asesinato de Honorio García y Eliu Martínez a manos
del EGP. A pesar de que los secuestros del ejército eran en represalia por un ataque de la
guerrilla, nadie mencionó este hecho a la periodista. En segundo lugar, los campesinos atribuyeron
la agresión del ejército a los finqueros que invadían su tierra, como lo ratificarían en la
capital.{3}
Luego de que el EGP ejecuta a un García y a un Martínez, es indudable que varios parientes
decidieron vengarse colaborando con el ejército. En diciembre de 1979 Chimel podía echar la culpa
de los secuestros a varios ladinos de Soch. Pero, ¿por qué los acusaría Chimel de haber invadido
tierras, eludiendo mencionar el papel del EGP, sino para evitar el tema de cómo había empezado
realmente la represión? Esto es exactamente lo que sugiere una entrevista con la delegación de
Vicente en la Ciudad de Guatemala, cinco días antes de que éste muriera en la embajada de España:

63
«Pues se empezó la represión sobre un terreno que nosotros de aquí de Quiché solicitamos un
terreno de aquí de San Miguel Uspantán que es terreno nacional», declaró un campesino que pronto
se identificaría como el padre de Petrocinio Menchú. «Y después de esto se empezó una represión
por el ejército y unos finqueros que están cerca de este terreno nacional. Y como el INTA empezó a
medir este terreno a nosotros los campesinos que estamos allí pues, nos dieron posesión por el
INTA, ellos están metidos adentro del terreno nacional... Nos dieron el registro todo y siempre
dilatamos veintiocho años solicitando este terreno. Pero como los finqueros del Soch siempre
buscaron la manera de como nos pueden oprimir, y después que ya salió el terreno así libre y
después nos acusaron de delitos no sé en qué forma con los del ejercito, y ellos quieren quedarse
con todo nuestro cultivo que tenemos en este momento... Después que por estos problemas
secuestraron a nuestros compañeros de allí de Uspantán, que son nueve campesinos que son
dirigentes de esa solicitud».
Cuando el entrevistador pregunta si el pueblo de Uspantán ha sido ocupado por la guerrilla,
Vicente responde: «Así dijeron pues, pero como nosotros vivimos como a veinte kilómetros del
pueblo, y como no mucho venimos al pueblo, no nos dimos cuenta, noticias sí oímos, pero no vimos
nosotros...» A la pregunta de si la guerrilla es activa localmente, Vicente contesta: «Pues allí
no, sólo tomaron Uspantán, sí oí yo, pero yo no estaba allí cuando pasaron, como yo vivo lejos del
pueblo; y allí donde nosotros vivimos sí nunca hemos visto ninguna persona desconocida; siempre
llegan gente pero conocemos y también no hemos visto nada; y después esas personas nos acusan así,
pero qué vamos a saber nosotros eso; bueno que hubieran pasado o hubieran platicado con ellos,
pues vale la pena, y uno tiene que decir, pero como no... Tal vez por los finqueros que tal vez
han pagado algo a ellos para que nos quieren asustar o nos quieren explotar en ese terreno donde
estamos para que ellos aprovechan ese terreno, pues eso es meter miedo a la gente y quieren ellos
que dejemos abandonado y ya se fueron muchos porque allá en Chimel ya se fueron como treinta
campesinos del miedo también, son de Sacapulas, de Parraxtut, se fueron».{4}
Esta presentación distaba mucho de ser verídica. En primer lugar, tal y como todo el mundo
corrobora, el EGP había visitado Chimel. En segundo lugar, las víctimas de los secuestros no
habían estado al frente de su reclamo de tierra. Incluso si Petrocinio desempeñaba el papel de
secretario, las otras víctimas procedían de otra aldea. En tercer lugar, los colonos de Parraxtut
se habían ido de Chimel varios años antes debido a desacuerdos con el propio Vicente sobre su
forma de dirigir la comunidad y su negativa a negociar con los Tum. Evidentemente, Vicente no
admitía el rol del EGP en el inicio de la violencia. Tal vez consideraba aliados a los
guerrilleros, pero ésta no es la única posibilidad. Es posible que sus asesores urbanos le
hubieran advertido que no mencionara al EGP, argumentando que al hacerlo provocaría preguntas
espinosas que le hubieran causado más problemas. O es posible que negara lo que sabía por miedo
tanto a la guerrilla como al ejército.
Vicente y su delegación no fueron los únicos en omitir el asesinato de los dos ladinos. Ninguno
de los documentos distribuidos por la izquierda en ocasión de las protestas en la capital menciona
los primeros crímenes políticos de Uspantán.{5} Cuando los informes de solidaridad mencionaban la
ejecución de Honorio García y de Eliu Martínez, lo hacían bajo explicaciones falsas, que las
víctimas eran comisionados militares o que habían amenazado con matar campesinos.{6} Ni siquiera la
Iglesia Católica los mencionó en sus comunicados.{7} Debido a la influencia que lograron los
cuadros y los simpatizantes de la guerrilla en los informes de derechos humanos, nunca se prestó
atención a Honorio y Eliu como víctimas de la violencia política. Estigmatizados por el movimiento
guerrillero, quedaron fuera del mapa de los derechos humanos.
¿Por qué acogieron a la guerrilla?
En Uspantán muchos no creen que Vicente Menchú hiciera lo que algunos de sus socios afirman que
hizo: acoger al EGP en su aldea. Entre los testigos se incluyen dos ladinos activos en la rama
conservadora de la política de Uspantán, dos miembros de la familia Martínez, y otros tres ladinos
que entrevisté. A diferencia del Vicente de la historia de su hija, el hombre que ellos describen
tiene una actitud recatada hacia los estados superiores de poder, dominados por los ladinos. Dada
la carga de política racial de Me llamo Rigoberta Menchú, la incapacidad de mis testigos para
recordar una conducta combativa hacia los ladinos es notable. En realidad, la mayoría de los
ladinos que entrevisté estaban asombrados por el fin de Vicente.
Como miembro de un grupo subordinado, Vicente no manifestaría al completo su personalidad en
las interacciones con los ladinos, cuya buena disposición era esencial en sus batallas legales con
otros k'iche's. Pero en todo caso, a los defensores ladinos de Vicente les resulta difícil creer
que él colaborase con el EGP, a menos que se hubiera visto obligado por la reacción desmesurada
del ejército. Uno de ellos argumentaba que era absolutamente impropio de Vicente pedir a alguien
que matara a sus enemigos. En sus visitas a la municipalidad, a decir de un ex funcionario,
Vicente siempre mostró un carácter tranquilo. Hablaba educadamente: «'Mire, señores, somos de
Chimel y queremos esto, esto, esto'», explicaba con paciencia y tacto. «No era un revolucionario»,
insistió esta fuente. «Tenía mentalidad de paz, de tener resolución pacífica. Sigo pensando que su
intención era pacífica».
Si apostar por la guerrilla, a menos que se viera forzado a hacerlo, no correspondía a la
personalidad de Vicente, ¿por qué acogería al EGP en su aldea antes de que el ejército comenzara a
secuestrar hombres de Chimel y de San Pablo? Una posibilidad sería que Vicente estuviera menos
entusiasmado con la llegada del EGP a su aldea que lo que indican algunas versiones. La imagen
favorable que alcanzó el movimiento revolucionario internacionalmente ha opacado el hecho de que
los campesinos pudieron sentirse tan intimidados con la llegada de los guerrilleros como con la de
los soldados. Como líder comunitario, los deberes de Vicente incluían negociar con cualquier
autoridad o fuerza que se presentara, y los ancianos mayas son habilidosos para disimular sus
sentimientos. «Cuando llegaron aquí», explicó un anciano de una aldea vecina, «uno no puede
rechazarlos porque tiene que humillarse. Por defender nuestra propia vida tenemos que humillarnos.
Porque si no, nos pueden matar. Igual si pasa el ejército...»

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Sin embargo, si Vicente fue un anfitrión reticente, ¿por qué no reportó al ejército la visita
del EGP? No es insólito que los líderes de las aldeas, que ahora sostienen que tuvieron
sentimientos mezclados hacia la guerrilla, digan que optaron por el silencio para evitar
consecuencias inevitables: incursiones del ejército, exigencias de más información o ser
identificado por el EGP como informante. Eso, también, era garantía de muerte. Sólo porque Vicente
no reconociera nunca que la guerrilla visitó su aldea no quiere decir que le agradara su llegada.
Un día, un hombre que vivía cerca de Chimel fue convocado a una reunión allí, con cincuenta
extraños vestidos con ropa militar. «A ustedes les tratan como burros, como animales, pero vamos a
sacar a todos los patronos, a todos los finqueros, a todos los gringos que les explotan», dijeron
los extraños. Aunque nuestra fuente no conocía a Vicente en persona, recordaba a un anciano que
dijo: «Si ustedes trabajan conformemente con nosotros, nos estamos de acuerdo». Literalmente
interpretado, esto sería una bienvenida condicionada, y acaso algo reticente.
Pero esto no es lo que Barbara y yo oímos decir a dos de los cuatro campesinos que decían haber
sido testigos de la visita de la guerrilla a Chimel. Según los dos hombres que acabo de mencionar,
Vicente dijo a sus vecinos que la guerrilla les apoyaría. Esta otra posibilidad corrobora los
testimonios acerca de serias diferencias entre los Menchú y algunos de sus cuñados con respecto a
las visitas del EGP. Según dos hombres emparentados por matrimonio con los Menchú, uno de los
familiares políticos de Vicente se marchó después de que una noche alguien apedreara su casa e
intentara derribar la puerta. Me informaron de otro pariente político que abandonó Chimel después
de que se negó a apoyar a la guerrilla y fue acusado por Vicente de informante del ejército. Me
dijeron que estos conflictos ocurrieron después de la muerte de Honorio García, y resultaron en la
salida de tres familias de Chimel antes de que éste fuera destruido. En todo caso, hubo suficiente
discordia con respecto a las visitas del EGP como para impulsar la retirada de familias que habían
estado con Vicente durante su larga lucha con los Tum.
Hasta que empezaron a acumularse las historias sobre Vicente apoyando al EGP, me costaba creer
que se hubiera sumado a una rebelión armada justo en el momento de obtener el título de las 2.753
hectáreas. No parecía encajar lógicamente con las perspectivas para su familia y aldea como
propietarios de unas tierras que la mayoría de los campesinos sólo podrían soñar. Pero la buena
suerte de Vicente apenas era incompatible con su involucramiento en la insurgencia. Los
movimientos revolucionarios normalmente afirman representar a los miembros más oprimidos de la
población. Esta es la imagen que tiene impacto internacional, tal como lo ejemplifica Me llamo
Rigoberta Menchú. Pero por regla general no son los campesinos destituidos quienes se suman a las
insurgencias. Tal como ha observado Eric Wolf, los más oprimidos no tienen ni los recursos ni el
campo de acción para enfrentarse tan directamente a la estructura de poder.{8}
En vez de ello, los campesinos revolucionarios tienden a proceder de un nivel más acomodado,
cuyas expectativas de ascenso colisionan con las inflexibles estructuras de poder. En las tierras
bajas del Ixcán, al noroeste de Uspantán, el EGP reclutaba miembros de las cooperativas
financiadas por la iglesia católica. Entre los ixiles de Cotzal, los primeros hombres que
acogieron a la guerrilla fueron activistas políticos relativamente desahogados. En el pueblo ixil
de Chajul, la guerrilla atrajo en primer lugar a pequeños propietarios que se sentían acosados por
los ladrones de ganado. Para un ejemplo de cómo los campesinos que defienden su propiedad pueden
convertirse en mártires revolucionarios, veamos brevemente los acontecimientos que enviaron a los
ixiles de Chajul a la embajada española.
La historia de Gaspar Vi
«La verdad es que siempre en los treinta y tres años de guerra fue muy difícil conocer la
base real de la guerrilla. El que dice ser guerrillero a veces no lo es. No se sabe hasta
donde llega y hasta donde no llega, con quién tiene relaciones, qué estructura tiene o cómo
trabaja.» –Rigoberta Menchú, 1992.{9}
Uno de los riesgos que se corre al analizar minuciosamente la propaganda izquierdista sobre la
represión es que parezca implícito que aquella fue infundada. Esto dista mucho de ser el caso,
como quedará claro en los dos próximos capítulos. Aunque Rigoberta retrata a su padre de un modo
diferente a cómo es recordado en Uspantán, había en la embajada española que en cierta forma
encarna al perseguido Vicente de Me llamo Rigoberta Menchú más que el personaje histórico. Gaspar
Vi era uno de los tres ixiles de Chajul que murieron junto con el padre de Rigoberta.
Vicepresidente de Acción Católica, era querido por su habilidad para mediar en los conflictos
locales. Pocos meses antes de su muerte, había sido secuestrado por el ejército, brutalmente
golpeado, y puesto en libertad gracias tan sólo a las presiones de la Iglesia Católica.
Cuando pregunté por Gaspar en Chajul, un hombre que le conocía contó la siguiente historia:
«Por aquí había ladrones, junto con comisionados militares que eran sus cómplices. Tenían su
grupo, robaban cosas. Y si les acusaban, ellos respondían con otras acusaciones, se tapaban, eran
testigos unos de otros. Un día, habían cinco de ellos, bolos, y le pidieron un trago a Gaspar Vi.
El no quiso invitar. Estaban tomados y le dijeron, 'Vas a pagar por esto'. Se llevaron una su
vaca. Sólo le dejaron el cuero. El Gaspar Vi se fue a la muni. Le preguntan –'¿Quién la robó?' –'A
saber', dice, 'Pues, tal vez estos señores'. –'¿Hay pruebas?', preguntaron. –'No'. –'Pues no
podemos hacer nada', dicen».
«Entonces Gaspar Vi y otros veinte forman un grupo. El y Gaspar Mendoza son los líderes, porque
hablan castilla, más otros que han perdido vacas. 'Tu perdiste una; tú perdiste tres'; así era.
Fueron al destacamento militar de Juil para decir su problema, el ejército les pide que escriban
sus nombres y sus números de cédula en una lista, y ¿quién está allí? Otomero Galindo, el
comisionado militar. Cuando el ejército presenta la acusación, él dice que es muy trabajador, que
trabajó para el ejército y que estos veinte hombres –de la Iglesia Católica, de la Democracia
Cristiana, líderes del pueblo– son colaboradores de la guerrilla. 'Seguro', dice el ejército, y
agarra a Gaspar Vi y a su hijo Baltazar. Los llevan a rastras hasta Cotzal. Seis días más tarde
volvieron, con muñecas y cuellos hinchados, tal vez marcados por los lazos».

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«'Estamos jodidos', dice Gaspar. 'Estamos en la lista. Todos estamos en la lista. No más
partidos, organizaciones, cooperativas'. Se retira a su terreno en Tzitzé, ya no viene al pueblo.
En Tzitzé la guerrilla empieza a visitarlo, pero no uniformados como guerrilleros, vienen como
ganaderos, con los lazos enrollados al cuerpo, buscando sus vacas. Quieren comprar pollos, vacas
'¿cuánto vale esta vaca?' 'Vale quinientos', dijo. '¿Es su último precio?' 'Es mi último precio'.
'Pues, tal vez volvemos entre ocho días para ver si nos alcanza el pisto'. Y siguen volviendo. Por
fin le preguntan, '¿Usted tiene una casa en el pueblo?' 'Sí', les dice. '¿Por qué no va nunca
allí?' Cuenta lo que pasó. Y de esa forma ganó su confianza». Luego de haber oído todo esto, le
pregunté a mi fuente si tal vez Gaspar ya colaboraba con el EGP antes de ir a protestar a la
capital. «Tal vez sí», respondió. «Nuestra gente no sabe qué es embajada. No sabe qué es
manifestación. No se presta a eso».
En ocasiones anteriores los chajules me habían dicho que la violencia comenzó localmente con
los ladrones de ganado; la guerrilla les ayudaba a matarlos o expulsarlos del pueblo. Cuando una
turba de Chajul mató a dos hombres en octubre de 1979, fueron identificados como ladrones de
ganado e informantes del ejército.{10} Así como en el capítulo anterior, cuando los fundadores del
CUC se ganaron a sus vecinos arrestando a unos delincuentes, aquí tenemos otro caso en el que el
movimiento revolucionario recluta campesinos, no por organizarlos contra una clase enemiga sino
por defender sus derechos de propietarios.
«No, la guerrilla no habló desde el principio de la lucha armada», me dijo otro hombre de
Chajul. «Por caso, lo que decían era, 'tenemos que organizarnos porque somos un pueblo aislado y
atrasado y el gobierno no nos ayuda.' Organizan ligas campesinas para combatir a los ladrones y
viene la Policía Militar Ambulante a controlar. Así que comenzaron los muertos... Revueltos la
gente y la guerrilla van por los ladrones que roban las vacas, el maíz; que entran a las casas
para llevarse la ropa. Mataron a muchos ladrones. Entonces la Policía Militar Ambulante viene y
agarran a cierta gente para ser orejas. Son los mismos ladrones que se dedican a chupar todo el
día y no trabajen... y ahora señalan a la gente por subversivos. Andaban de casa a casa pidiendo
dinero y si no les daban, decían que ése era un subversivo».
Testimonios como éste ilustran cuán difícil es definir cuando comenzó a organizarse la
guerrilla. Nadie lo puede saber, a excepción de los sobrevivientes de los primeros cuadros de un
área, puesto que la política del EGP era la de infiltrarse en estructuras preexistentes y sólo
revelar su agenda poco a poco, incluso a la gente que estaba organizando. Lo que también está
claro es que los chajules estaban sujetos a una represión brutal por parte del ejército. En la
entrevista que ya ha sido citada anteriormente, justo cinco días antes del incendio en la embajada
española, los manifestantes chajules hablaron de soldados que entraban en sus casas y se llevaban
a las mujeres jóvenes para violarlas por todo el grupo. Los hombres eran arrestados y ya no
regresaban nunca; a otros les robaban a punta de pistola; a otros les ordenaban que fueran a la
plaza para ver a «sus padres muertos», los siete cautivos de Uspantán que según el ejército eran
guerrilleros. Las denuncias fueron hechas en un español tan precario que no permite una
interpretación definitiva, pero un campesino que hablaba con más fluidez, probablemente Vicente
Menchú, afirmó lo siguiente: «Yo fui militar en tiempo de Ubico, no existían esas ideas como está
sucediendo ahora. Nosotros siempre salíamos a inspeccionar algo para nuestro jefe del cuerpo, pero
ellos siempre nos están controlando que no vamos hacer algo contra los prójimos o contra los
vecinos, entonces allí nosotros ya no podemos hacer también. Eso era disciplinado, pero ahora los
del ejército parece que no tienen ningún disciplina porque ya no respeta nuestros derechos como
campesinos indígenas».{11}
La tragedia de Vicente Menchú
«El problema siempre es de la tierra, de la autoridad, de querer sacar provecho. Así fue el
gran problema, la división entre ellos, de la que nació la violencia. Siempre por la
tierra.» –Activista de derechos humanos en Uspantán, 1994.
Desde hace muchos años los académicos debaten cuál es motivo por el cual los campesinos se
suman a las insurgencias. Para aquellos que desean defender la legitimidad de los movimientos
guerrilleros como la vox populi del campesinado oprimido, destaca especialmente la explicación de
la ideología. Una opresión creciente despierta las conciencias de los campesinos que, por lo
tanto, se deciden a luchar, y Me llamo Rigoberta Menchú se suma a la evidencia para la defensa de
esta postura. A lo que no se le ha prestado mucha atención es al hecho de que una vez que los
insurgentes y los contrainsurgentes entran en acción, los campesinos tienen pocas alternativas.{12}
Si los campesinos crean vínculos ideológicos con los insurgentes, es frecuente que éstos no duren
mucho, dado, en particular, que muchos de ellos son ejecutados u obligados a entregarse. Entre los
sobrevivientes muchos concluyen que su periodo revolucionario fue un error.
El padre de Rigoberta pudo haber tenido motivos para dar la bienvenida a la guerrilla. Los
campesinos son muy conscientes de su falta de poder, de modo que comprenden la importancia de
mantener buenas relaciones con la facción que tenga una buena jugada. Es posible que la llegada
repentina de una columna guerrillera, en un número muy superior al que nunca habían manifestado
las tropas del gobierno, así como su visión de un nuevo orden social, impresionaran a Vicente.
Pero aunque Vicente tuviera unas inclinaciones más radicales que las que se pueden demostrar hasta
el momento, lo que él tenía en mente debe haber sido muy diferente de lo que planeaba la
guerrilla. Los campesinos de esta parte de Guatemala tenían poca experiencia acerca de cómo
trataba el ejército a los campesinos si éstos eran sospechosos de subversión. El EGP tampoco se
sintió obligado a hablar a los campesinos de las posibles implicaciones desastrosas si se sumaban
a sus fuerzas. Los comandantes de la guerrilla sabían lo que les había sucedido a los campesinos
del oriente de Guatemala que les apoyaron, pero estaban demasiado dedicados a su causa, y
demasiado fanatizados por el sacrificio de tantos compañeros, para ser conscientes de lo que
costaría su estrategia a la próxima población que trataran de organizar.
Algo que no se puede pasar por alto es la rapidez con la que la guerra arrolló a Vicente. Sólo
pasaron nueve meses entre la primera aparición local del EGP y su muerte en la embajada española.

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Cualquier decisión que tomara, dispuso de muy poco tiempo para tomarla y de escasa o nula
oportunidad para retractarse. Después de que Chimel se comprometió recibiendo a la guerrilla, las
consecuencias se manifestaron precipitadamente en las dos ejecuciones perpetradas por el EGP, a
las que siguieron una semana más tarde los primeros secuestros del ejército. De pronto Vicente se
vio acorralado contra la pared. Ahora estaba comprometido, cualesquiera que fuesen sus
intenciones, le gustara o no, y Chimel estaba dominado por la ansiedad.
«Si hay uno que no quiere asistir a la reunión o quiere informar al ejercito o a los
comisionados militares», repitiendo las palabras de Vicente citadas anteriormente, «esto se llama
reaccionario, esto se llama oreja, y se le mata... Si uno va con el ejército, viene la guerrilla
otra vez para matarlo». Cuando algunos de sus parientes políticos se negaron a seguirle, Vicente
aprendió una de las lecciones de unirse a una organización clandestina: Puesto que la deserción
pone en peligro la seguridad del grupo, cambiar de idea se castiga con la muerte. Si uno trata de
reclutar a un amigo de confianza y éste te rechaza, se puede convertir de repente en tu peor
enemigo.
Si en verdad Vicente acogió a la guerrilla, ¿qué pudo ser lo que esperaba lograr? Si damos
crédito a Me llamo Rigoberta Menchú, la respuesta es muy sencilla. Chimel se veía acosado por
finqueros y la guerrilla lo protegería. Pero, si en vez de esto, el conflicto interminable de
Vicente era con Laguna Danta, ¿es posible que quisiera que la guerrilla le protegiera de sus
parientes k'iche's? Cuando apareció la guerrilla en 1979, el INTA estaba a punto de titular las
2.753 hectáreas, pero se negaba a incluir las 151 hectáreas ocupadas por la casa de Vicente y las
familias de su grupo. Seguía sin resolverse la propiedad de esas tierras, para decepción de ambas
partes. Sólo meses antes, en noviembre de 1978, los Tum habían proyectado su sombra sobre el censo
final del INTA al conseguir que Vicente fuera encarcelado. Aunque fue puesto en libertad en
cuestión de pocas semanas, seguía estando pendiente del juicio legal y la posesión de las tierras
en las que vivía desde hacía treinta años todavía no estaba asegurada.
Que Vicente esperara que el brazo fuerte de la guerrilla le ayudase contra los Tum es sólo una
hipótesis, y una no muy agradable. Pero sería compatible con la larga historia que compartió con
los Tum, la de apelar a instituciones externas contra sus parientes políticos. En cuanto al EGP,
no quería aliarse con una facción campesina en contra de otra. Más bien, quería unirlas contra sus
enemigos de clase, que serían, por lo general, los ladinos. Si Vicente quería utilizar al EGP en
contra de sus rivales k'iche's, esto nunca llegó a suceder. Sin embargo cuando la guerrilla
organiza a colonos cuyas rencillas más apremiantes son entre ellos, es posible que lo que viene
después haya sido motivado por las rencillas campesinas y no por la causa que el liderazgo
revolucionario quiere que adopten los campesinos.
Cuando visité Laguna Danta en 1991, los diferentes Tum que me recibieron se incomodaron con mis
preguntas sobre su pleito con Chimel. Aunque seguían resentidos por éste, negaron cualquier
conexión con las matanzas políticas que a principios de los 80 hicieron estragos en su propia
aldea al igual que en Chimel. Un anciano que había pasado buena parte de su vida peleando con
Vicente volvía una y otra vez a la muerte de Vicente en la embajada española. Lo hacía con
obsesión, como si para él hubiera sido un trauma tan grande como lo fue para Chimel. Los Tum no
querían que se les acusara de la persecución de los Menchú, yo nunca oí nada al respecto a nadie
que estuviera vinculado a Chimel. Independientemente de cuán amargas fueran sus diferencias, es
posible que un sentido de la solidaridad previniera acusaciones del tipo colaborar con el ejército
o con la guerrilla, las cuales desencadenaron tantas víctimas en otros lugares.
La primera persona que habló de tensiones entre las dos aldeas desde la aparición de la
guerrilla fue un ladino de Soch. Aunque culpó a sus congéneres ladinos por la violencia, no se
detuvo ahí. Los Menchú «tenían una venta de medicina en Chimel, puesta allá por el padre
(católico), y también venían aquí (al Soch) para vender medicina en el mercado. Cuando se presentó
la guerrilla (en Chimel) y pidieron medicina, uno de los Tum avisó al ejército, que decidió que
los Menchú eran de la guerrilla».
Posteriormente Barbara Bocek y yo estábamos entrevistando a un viejo amigo de Vicente, un
anciano con vínculos familiares en los dos bandos del pleito Tum-Menchú, que habló algo de
zahoríes (brujos mayas) que trabajaban contra Vicente. Luego se refirió a Nicolás Tum Castro, un
primo de la esposa de Vicente, Juana Tum Cotojá. Desde su casa en Laguna Danta, Nicolás lideró la
lucha contra Vicente, especialmente después de la muerte de su padre, Antonio Tum. Cuando el INTA
tituló las 2.753 hectáreas de Chimel a finales de los 70, Nicolás siguió protestando por la
ocupación de las otras 151. Trece meses después de la muerte de Vicente, el 28 de febrero de 1981
a las 4: 30 de la tarde, Nicolás fue asesinado cuando salía de su temaxcal junto con un sobrino
llamado Antonio Hernández Lux.
La gente de Laguna Danta me dijo que ignoraban el motivo exacto de las dos muertes, pero
culpaban a la guerrilla. Ahora, en otra aldea, un anciano k'iche' sugería una conexión que no
habíamos escuchado antes. «Nicolás Tum fue informando al ejército cada vez que pasaba la
guerrilla. Decía que tenía cuello con el ejército, porque les informaba de sus movimientos, y que
la guerrilla no podía tocarlo, que no eran capaces de hacerlo. Sí, él era católico, casado por la
iglesia [por lo tanto, y al menos nominalmente, era miembro de Acción Católica, que se oponía a la
brujería] pero también le gustó su oráculo [que llama en k'iche' wuj, documento]. Sí, él era un
zahorín. Seguramente estaba haciendo cosas malas a Vicente con su oráculo. Por eso Vicente murió
quemado en la embajada».
Que un anciano Tum fuera brujo e informante del ejército sólo es otra versión de los hechos. No
es necesario explicar lo que pasó, y tal vez no tenga ningún fundamento. Pero es cierto que en los
lugares en que los campesinos evitaron denunciarse unos a otros al ejército o a la guerrilla,
murieron muchos menos que en otros lugares donde sí lo hicieron. Acoger a la guerrilla fue fatal.
Si realmente Vicente abrazó la causa de la guerrilla, es probable que lo hiciera porque esperaba
que lo ayudarían contra los Tum. En este sentido trágico, es posible que Vicente muriera por su
tierra, al igual que su viejo enemigo Nicolás Tum Castro. No morirían porque los finqueros ladinos

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codiciaban sus tierras sino porque no fueron capaces de resolver sus diferencias. Si Vicente tenía
una debilidad, era ésta. Fueran cuales fuesen los demonios que albergaba, iban dirigidos contra
otros indígenas que lo desafiaban.
¿Qué hay de la relación de Vicente con el EGP? Sólo se puede establecer que la guerrilla tuvo
reuniones en Chimel, no mucho más. La pregunta de qué sentía Vicente por los rebeldes tiene varias
respuestas posibles. Una es que él pensara que podrían ayudarlo con sus adversarios locales.
Puesto que el asesinato aún estaba por convertirse en un factor de la política local, no hay razón
para asumir que fuera esto lo que tenía en mente. Una segunda posibilidad es que Vicente diera la
impresión de acoger a la guerrilla porque estaba tratando de ganar tiempo, considerándoles un
nuevo factor en los asuntos locales o incluso deseando que se fueran, sólo para verse atrapado por
la decisión precipitada del EGP de ejecutar a dos de sus vecinos. Aun si Vicente no hubiera
detectado ningún beneficio concreto en apoyar a la guerrilla, el secuestro injusto de su hijo y
luego el descubrimiento de que la única ayuda que podía encontrar era la de los estudiantes de la
capital, es posible que le convenciera de que no tenía otra alternativa más que la de seguir su
consejo, tal como lo demuestra la manera en la que presentó la situación en la capital.
Cualquiera de estas dos posibilidades es compatible con una tercera, que al igual que muchos
campesinos de la vecina región ixil, se sintió atraído por las promesas del Ejército Guerrillero
de los Pobres, sin darse cuenta de que su agenda fácilmente podría exigir el sacrificio de su
comunidad. Cuando la guerrilla visitaba aldeas como Chimel, hablaban de una nueva sociedad en la
que la riqueza sería redistribuida, los indígenas serían iguales a los ladinos y el poder estaría
en manos del pueblo. De lo que no hablaban era del enorme riesgo de la lucha armada, de convertir
aldeas y familias campesinas en base logística para operaciones militares. Esto vino después,
luego de que las respuestas del ejército dejaran claro que los campesinos no tenían más opción que
la de defenderse.
No debemos suponer que porque hubiera una reunión en la aldea de Vicente, hubiera comunión de
ideas. No se puede asumir que los guerrilleros y los campesinos fueran francos acerca de sus
respectivos objetivos y, mucho menos, que llegaran a un entendimiento compartido de lo que
significaba una cooperación futura. Incluso si las primeras reuniones fueron positivas, la
creación de un terreno intermedio entre dos grupos tan diferentes toma su tiempo.{13} La defensa
contra las represalias del ejército, algo desconocido hasta entonces, se impuso de repente a todo.
De ahora en adelante, Vicente estaba atrapado en una lucha por la supervivencia que poco tenía que
ver con sus aspiraciones anteriores.

Notas
{1} Carta al editor, Crónica, 17 de septiembre de 1993, págs. 11.
{2} Transcripción de una entrevista sin título grabada con una delegación de campesinos, 13
págs., 26 de enero de 1980.
{3} Shaw 1980.
{4} Transcripción de una entrevista con una delegación de campesinos, 26 de enero de 1980.
{5} Esto incluye los ejemplares de Noticias de Guatemala que he podido revisar; el Comité de
Solidaridad con el Pueblo de Guatemala 1980; y varios documentos distribuidos por el movimiento de
solidaridad. Entre estos últimos se incluyen dos cartas abiertas firmadas por la delegación de
campesinos de El Quiché y fechadas el 31 de enero y el 1 de febrero de 1980; un comunicado de
prensa, sin fecha, de la delegación de campesinos; cuatro páginas, sin fecha, de una «Entrevista
con los campesinos de El Quiché antes de su muerte en la embajada de España»; tres páginas sobre
la «Masacre en la embajada de España en Guatemala», 1 de febrero de 1980; cinco páginas acerca de
«La verdad sobre la masacre que tuvo lugar dentro de la embajada de España», febrero de 1980; once
páginas del «Informe sobre la masacre en la embajada de España en Guatemala»por el Frente
Democrático Contra la Represión, febrero de 1980; y la «Declaración del Frente Democrático Contra
la Represión a la opinión pública nacional e internacional», sin fecha.
{6} Por ejemplo, Rarihokwats 19882:42. Aunque no tengo el material original, las fuentes al
respecto se citan en Paige 1983:732 y la base de datos del Sistema de Información sobre
GeoViolencia, de Paul Yamauchi, entradas del 14 y del 19 de agosto de 1979, bajo «Uspantán».
{7} Incluyen declaraciones del Comité Pro Justicia y Paz, Diócesis de El Quiché, y de la
revista Diálogo, publicado nuevamente en Diócesis de El Quiché 1994:234-243. Una excepción
interesante es la entrevista, que ya ha sido citada en las notas del capítulo 5, de Amnistía
Internacional con la delegación que viajó a la capital en septiembre de 1979, en la que un
muchacho de trece años menciona que los secuestros comenzaron después del asesinato de los dos
ladinos (Amnesty International, 1980:5-6). Cuando Amnistía se hizo cargo del caso, hizo un
llamamiento por escrito a los hijos de Honorio sin hacer referencia al destino de su padre. Puesto
que Honorio y Eliu no fueron asesinados por agentes del estado, es posible que no encajaran en el
criterio para los informes sobre derechos humanos que se seguía en aquel tiempo. En los años
noventa Amnesty y Americas Watch prestaban más atención a la violencia perpetrada por grupos de la
oposición.
{8} Wolf 1969:289-292.
{9} Mary Jo McConahay, «Entrevista: Rigoberta Menchú», octubre de 1992, documento
mecanografiado, 9 págs., pág. 6.
{10} Véase el capítulo 5, nota 20.
{11} Transcripción de una entrevista con delegación campesina, 26 de enero de 1980. Supongo que
se trataba de Vicente ya que era conocido por su fluidez en castellano y probablemente la
delegación no incluía otro veterano del ejército de Ubico.

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{12} Wickham-Crowley 1990 y Stoll 1993:18-21. Como sobreviviente de San Pablo el Baldío me
dijo: «Si los soldados no hubieran matado, probablemente la gente se hubiera ido al pueblo (como
refugiados bajo la protección del ejército) Si iban con la guerrilla, les mataban el ejército. Si
iban con los soldados, les mataba la guerrilla».
{13} Para una retrato de la incomprensión mutua y del ajuste necesario para una alianza entre
grupos culturalmente diferentes, véase White 1991. Michael Brown y Eduardo Fernández (1991), nos
dan un ejemplo de una población indígena amazónica que se unió a una guerrilla marxista, pero
según sus propios términos y no sin considerables desacuerdos.

Capítulo 9
La muerte de Juana Tum y la destrucción de Chimel

«Los mejores y los más activos, casi todos murieron, porque no supieron como defenderse.
Murieron inocentes.» –Superviviente de Chimel, 1995.
Para el movimiento revolucionario, las personas que murieron en la embajada española fueron
mártires cuyo ejemplo unía a los guatemaltecos en contra de la dictadura. El triunfalismo no se
extendió a los más afligidos. Según Rigoberta en 1982, la pérdida de su padre fue tan inesperada
que la dejó profundamente desmoralizada.{1} La explicación que la izquierda dio del fuego no logró
convencerla por completo, lo cual le hubiera impedido ocultar sus sentimientos en la justa
indignación. En Chimel, después de la noticia los campesinos no tenían ánimos para nuevas cotas de
militancia. En vez de ello, recuerdan que estaban «asustados» y «desmoralizados». Una mujer tiene
el recuerdo lúgubre de que oía en la radio las voces de las víctimas gritando «¡Abríme la
puerta!».
Los observadores que buscan claridad fácilmente pueden sobrestimar la coherencia y subestimar
la ambigüedad que experimentan las personas atrapadas en una guerra civil. El común denominador de
los recuerdos de la violencia en Uspantán es la confusión. Personas de todas las categorías se
vieron sorprendidas por la aparición repentina de la violencia. No habían sido preparados para las
matanzas políticas por una larga historia de violencia agraria como la que describe Me llamo
Rigoberta Menchú. Fuera cual fuese el uso de la fuerza que había visto Uspantán, estaba por debajo
del nivel de homicidios. De repente, la rutina de ganarse la vida, criar a los hijos e ir al
pueblo se vio interrumpida por muertes sin sentido, imposibles de explicar dentro del viejo orden
de civilización. Un mundo predecible se disolvía en el caos. La confusión era menos una cuestión
de responsabilidad por las muertes en particular (aunque en ocasiones éste fuera el caso) que por
el motivo que las suscitaba en primer lugar.
«No se sabía que era guerrillero, ni sabíamos qué institución era. Sólo oímos 'guerrilla' pero
no sabíamos qué era. Cuando llegaron un 29 de abril de 1979, pensamos que eran ejército. Hablaron
solo en castellano... Como invitaron a la gente, y como usted sabe, cuando el ejercito hace una
invitación, la gente asiste porque son muy educados. Después, se internaron en las montañas y
empezó el calvario para nuestros campesinos. Los campesinos estaban en las casas. Cuando vino la
guerrilla, dijeron, 'nosotros somos buena gente y vamos a destruir el ejército'. Nuestra gente es
inocente, entonces algunos dicen 'muy bien', por no saber de que se trata. Después viene el
ejercito, y cuando da cuenta que algún familia ha dado de comer a la guerrilla, se la llevan a
esta gente... Hubo una confusión. El ejército estaba uniformado, y la guerrilla estaba uniformada.
No tenía vida con el ejército, y no tenía vida con la guerrilla.
Así como Petrocinio Menchú fue la primera persona secuestrada de Chimel, su madre fue la
segunda. Rigoberta sitúa a Juana Tum Cotojá en la capital justo antes del incendio en la embajada
española; luego dice que regresa a Chimel y también que viaja a través del altiplano, organizando
mujeres con el argumento de que ha visto a su hijo morir quemado en Chajul.{2} Según todo el mundo
a quien pregunté, Juana se quedó en Chimel cuidando a sus dos hijos menores después de la muerte
de su esposo. Mientras tanto, el Ejército Guerrillero de los Pobres ampliaba sus actividades. El
18 de abril de 1980 ocupaba la aldea vecina de Caracol, haciendo un llamado a los habitantes para
que se incorporaran a la guerrilla en contra de los ricos. En un comunicado del EGP no se hace
referencia a ningún acto de violencia, pero las guerrillas ejecutaron a dos campesinos que servían
como comisionados militares por motivos que los campesinos tenían dificultades para comprender.{3}
«Mi tío Miguel López pidió su renuncia al ejército, porque podía ver que la cosa estaba fea y
se quiso zafar, y le pasó el trabajo a mi cuñado Isidro. Al día siguiente la guerrilla capturó a
Miguel en su casa y lo llevó amarrado a la capilla. Esa misma tarde, Isidro se había herido con el
hacha y regresaba del trabajo cargando a uno de sus hijos. El no se metía en nada, sólo hacía un
día que tenía el trabajo. No hubo plática con la gente. Sólo agarraron a Miguel y a Isidro,
ignoraron sus ruegos de perdón y les balearon delante de la iglesia». ¿Cómo se sintieron los
campesinos con esto? «La gente sentía miedo. Ni en los dos lados tenemos confianza. Tenemos miedo
a los dos lados». Según otro hombre de Caracol, «Para nosotros, pues, los dos comisionados
militares no tenían delito. Si, nos extrañamos mucho por que no tenían delito. Sí, claro, los dos
ajusticiamientos nos dieron miedo de la guerrilla. Pero, ¿a dónde va uno? Cualquiera de los dos
bandos puede matar a uno. Pero lo que más hace matanzas es el ejercito, poco la guerrilla».
Todavía no habían retirado los dos cadáveres cuando, al día siguiente, Juana Tum pasó por
Caracol de camino al pueblo. Me llamo Rigoberta Menchú no describe cómo fue secuestrada Juana el
19 de abril de 1980. Unos cuantos uspantanos repiten la improbable versión del ejército según la
cual la madre de Rigoberta fue capturada con un arma oculta bajo su ropa: Son más los que dicen
que fue secuestrada delante de la iglesia cuando salía de misa. Pero los familiares dicen que la
sacaron de una casa, el lugar donde su esposo y ella acostumbraban pedir posada cuando visitaban

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el pueblo. Según el testimonio de un familiar: «Había salido de misa y había ido a comer cena
cuando llegaron unas personas a la puerta y dijeron que tenían un mandado con ella. '¿Quién es?',
preguntó. [El dueño de la casa] no sabe, porque afuera está todo oscuro. Así que ella salió a la
puerta, la agarraron y la arrastraron hasta más allá de la iglesia. Encontraron su ropa en la
calle; la habían agarrado no más». Según otro miembro de la familia, Juana fue al pueblo «por
necesidad, por sufrir los niños por falta de azúcar. Es muy triste, uno de sus hijos grandes
quería ir, pero ella dijo, 'No, yo ya no tengo hijos pequeños, pero usted tiene nene': Fue a
comprar cosas, como azúcar. Cuando llegó al pueblo a las once de la noche, se la llevaron de donde
se estaba hospedando».
La descripción que hace Rigoberta de la muerte de su madre es, como en el caso de su hermano,
tan precisa como una pesadilla. «Y quiero anticipar que todos los pasos de las violaciones y las
torturas que le dieron a mi madre los tengo en mis manos». El relato concluye con la pasmosa
imagen de su madre expuesta en las faldas de un cerro y «comida por los animales fue comida por
animales, por perros, por zopilotes que abundan mucho en esa región, y otros animales que
contribuyeron. Durante cuatro meses, hasta que [los soldados] vieron que no había ninguna parte de
los restos de mi madre, ni sus huesos, no abandonaron el lugar.{4} Dada la falta de información
acerca del destino de las víctimas secuestradas, es tan extraordinario el nivel de recuerdos que
Rigoberta afirma tener que incluso un defensor académico como John Beverley lo llama realismo
mágico.{5} La obsesión con lo sucedido al cadáver de su madre puede explicarse en términos de la
horrible incertidumbre sufrida por los familiares de los «desaparecidos». Es posible que
visualizar tan gráficamente la muerte de su madre fuera el único medio de aceptarla.
Independientemente de lo improbables que resultan algunos detalles, hay dos motivos para creer
que el testimonio de Rigoberta es cierto. En primer lugar, a principios de los años 90 unos
parientes suyos que ignoraban el contenido de Me llamo Rigoberta Menchú me contaron esencialmente
la misma historia. «Cuando llegaron allá, los soldados la violaron», me contó un familiar.
«Primero le preguntaron: '¿De veras es la esposa de Vicente?' 'Sí', respondió. '¿Cuántos hijos
viven todavía?' Ella les dio la respuesta. Después de violarla, comenzaron a torturarla. Sufrió
ocho días antes de morir. Allí mismo la tiraron al hoyo, en Xejul». Al igual que Rigoberta, esta
fuente de la familia dijo que había sabido el destino de Juana por hombres del pueblo que estaban
en el ejército. A diferencia de Rigoberta, los familiares presumen que Juana murió en la base
militar de Xejul unos días después de ser capturada, aunque no pueden estar seguros.
El segundo motivo por el que la historia de Rigoberta es creíble es porque el ejército mató a
miles de prisioneros indefensos. El «hoyo» o «sótano,» normalmente cubierto con troncos o planchas
de madera, era una característica habitual de las bases del ejército. Los cautivos eran arrojados
dentro para que murieran de hambre o de sus propias heridas, encima de los restos de otros que ya
habían muerto. «¡Qué gritos y lamentos oía salir del hoyo!», dice una mujer de la experiencia de
su padre en el destacamento militar de Uspantán en 1984. Víctor Montejo, un profesor maya
jacalteko que ahora es antropólogo, describe cómo en 1982, bajo la administración del General
Efraín Ríos Montt, casi estuvo a punto de ser arrojado al hoyo del destacamento militar de
Huehuetenango. A empujones le llevaron «a la orilla de aquella asquerosa fosa, mezcla de lodo,
agua y basuras. Cuando me detuvieron a orillas de la misma, oí un grito ahogado que salía de entre
las sucias aguas. Una cabeza emergía de la superficie, tratando de librarse de aquel horrible
cautiverio. No pude reconocer a aquel desgraciado, quien gritaba rechinando los dientes dentro de
aquella fosa, expuesto a la intemperie y la llovizna fría de aquella noche. 'Sáquenme o mátenme de
una vez, pero no me tengan aquí metido', clamaba lastimeramente aquel infeliz. Uno de los soldados
se acercó a la orilla de la fosa donde el hombre estaba prendido y le descargó un culatazo en la
cara hundiéndolo nuevamente debajo de las aguas negras de la fosa. 'Calláte, cerote'».{6}
El testimonio de Rigoberta acerca de la muerte de su madre también evoca los horribles
vertederos de cadáveres que se convirtieron en una institución en Guatemala y El Salvador. Excepto
por error, no dejaban víctimas vivas en estos montones de carroña. Dos de ellos serían muy
conocidos en Uspantán. Uno estaba en el extremo occidental de la pista de aterrizaje, justo al sur
del pueblo. En este lugar se podía llevar un camión casi hasta el filo de una garganta. Un hombre
que vivía en la vecindad a menudo veía las luces de un vehículo a altas horas de la noche, luego
oía a unos hombres que arrojaban personas al fondo del barranco, según sus cálculos fueron unas
cien o más. Después de que el cadáver caía hasta el fondo, era arrastrado por las aguas durante la
estación de lluvias. El otro vertedero, llamado Peñaflor o Paso de la Muerte, también estaba al
borde de una barranca, ésta en el camino a Chicamán, en una curva que la Iglesia católica ha
marcado con una cruz.
«No se puede contar la gente que tiraron allá. Llegaban por camionadas. Algunos les prendieron
fuego vivos. Nunca vamos a saber cuánta gente porque hay río allá, y cuando hay mucha agua, los
lleva el agua. Hay una mujer allá que dice que hay unos enterrados. No sólo hombres, hay mujer,
hay niños, incluso hay mujeres abrazando nenes. Porque a unos les prendieron fuego, hay algunos
carbonizados. Nunca se va a saber cuánta gente hay. Algunas víctimas identificadas por miembros de
su familia están enterradas allá, y el día de Todos Santos la gente que sabe que sus familiares
murieron allá vienen a dejar coronas.»
La quema de las aldeas
«Sí, hay mucho que recordar en Chipaj.» –Anciano, 1995.
El secuestro de Petrocinio no había roto las relaciones de Chimel con el pueblo. Pero después
de la muerte de seis de sus miembros en la embajada de España, sus habitantes fueron tachados de
guerrilleros tanto por vecinos temerosos como por el ejército. El aislamiento de la aldea se
recrudeció a raíz del secuestro de la madre de Rigoberta. «Cuando Juana muere», me contó un
miembro de la familia, «ya no podemos salir ni nada. Ya ninguno venía, ya no salen para comprar
sus cosas. Los niños se desmayan. Los soldados llegan para cortar la milpa y matar animales.
Entonces la gente huyen cuando ven los soldados».

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Antes del incendio en la embajada española, el ejército visitó Chimel en una ocasión, pero las
casas estaban vacías y antes de irse los soldados sólo hablaron con una profesora ladina. Luego de
que Juana fuera secuestrada, parece ser que no molestaron a la aldea durante los próximos ocho
meses. Cuando finalmente fue atacada, los agresores llegaron de Soch en la Nochebuena de 1980.
Eran unos cincuenta, armados con escopetas, machetes y hachas. Aparentemente incluían a los hijos
de Honorio García, a otros vigilantes ladinos, a algunos de sus mozos indígenas y, tal vez,
soldados. «Púchica, hay bastante fuegos allá», dijo un campesino mientras se frotaba los ojos
cargados de sueño. Los hombres huían; las mujeres gritaban; dos adolescentes fueron violadas. «No
hubo defensa, porque somos ignorantes», dijo otro hombre. «No hubo muertos, pero en la huida la
gente salió cortada y herida. Echaron fuego a todos las casas, llevaron sus coches, más sus
ganados, caballos, gallinas, y dinero. Robaban las casas de radios, ropa y maíz. Quedaron como dos
noches hasta que se fueron».
Las tácticas de autodefensa descritas por Rigoberta, tales como poner trampas en los caminos y
en el interior de las viviendas, fueron de hecho utilizadas por campesinos asesorados por el
EGP.{7} En el caso de Chimel, varios sobrevivientes niegan haber estado «organizados», pero otro
dijo que siguieron las instrucciones de la guerrilla para cavar trampas y colocar puestos de
vigilancia. Justo antes del ataque de la Nochebuena de 1980, un vecino que iba a cosechar la milpa
fue confrontado por cuatro hombres jóvenes de los alrededores. Estaban armados con un rifle de
caza y una pistola, se identificaron como el EGP y dijeron que estaban luchando para que ya no
hubiera más gente pobre. También advirtieron al visitante que no fuera a informar al ejército,
porque le estarían vigilando. La próxima vez que llegó a cosechar, justo después de la Navidad de
1980, muchas casas habían sido quemadas. Aparentemente Chimel había sido «organizado», pero da la
impresión de que no muy bien.
La guerrilla podía sugerir métodos para proteger la vida, pero no el modo de vida necesario
para sustentar esas vidas. Según un sobreviviente de la vecina aldea de San Pedro La Esperanza:
«Como nos mostró la guerrilla, nosotros guardamos nuestro maíz, nuestro sal, nuestro jabón en el
guatal, pero el ejército lo encontró y llevó todo. También tuvimos que comer hierbas sin sal, y
güisquil, pero cuando el ejército vio a la gente comiendo güisquil, botaron todo, hasta los
duraznos. La vigilancia, sí, sólo por eso que algunos de nosotros todavía vivimos». La mejor
defensa contra los ataques del ejército era la dispersión. «Cada quien se fue a otra parte», me
contó otro superviviente de Chimel. «Más mejor cada quien regado, porque cuando hay mucha gente
hay niños gritando, hay fuego, hay humo y la gente deja marcado el camino. Pero si hay poca gente,
no hay señal, más quedan escondidos».
Esta es una forma de autodefensa más pasiva que la que describe Rigoberta. Da la impresión de
que el EGP no tuvo una presencia muy fuerte en las aldeas arrasadas de Uspantán. Después de que
destrozaran sus casas, le pregunté a una superviviente de Chimel, ¿se presentó la guerrilla para
aconsejarles?. «¡Qué esperanza!» respondió. «Nada. Pasaron, pero les gusta agarrar los animales,
cualquier pollo, hasta antes de que la gente huyera a la montaña. Les gusta tomar las cosas, no
pagaron porque dijeron que también eran pobres». A juzgar por los datos disponibles, la mayoría de
los enfrentamientos en Chimel y sus alrededores se remontan a un breve periodo entre septiembre de
1981 y febrero de 1982.{8} Si el EGP trató de defender Chimel, no fue muy efectivo. Uno de los
malentendidos más comunes de la guerra de guerrillas es que protege a las comunidades de la
represión. En Uspantán he oído risas amargas provocadas por esta idea. «No, la guerrilla nunca
defendió a Chimel», me contó un superviviente. «Los combates no dilataban, sólo unos diez o quince
minutos, porque eran pocos los guerrilleros».
Conforme con el testimonio de Rigoberta, por lo menos unos cuantos campesinos se unieron a la
insurgencia como combatientes. Puesto que los reclutas han de ser resilientes y maleables, éstos
podían ser aun más jóvenes que algunos de los soldados menores de edad del ejército. Muchos eran
huérfanos, incluyendo dos hermanas pequeñas de Rigoberta. Según su testimonio de París, una de las
hermanas decidió unirse a la guerrilla antes de que sus padres fueran asesinados.{9} Pero según los
supervivientes de Chimel, las dos eran «muy patojas» y se quedaron en la casa con su madre hasta
que a ella también se la llevaron. «Se fueron con la guerrilla sólo porque eran huérfanas, para
protección; no hubo vida en Chimel», dijo un vecino.{10} En Nebaj conocí a tres guerrilleros
amnistiados que recordaban a Ana y Rosa Menchú entre los cuadros políticos de mediados de los 80.
«Josefina» y «Angelina» formaban parte de una unidad de doce personas para la Educación y Fomento
de la Organización Popular (EFOP), que visitaba a las columnas del EGP y les daba charlas
políticas. Aunque tenían nombres de guerra como todos los miembros de la organización, hablaban de
su familia y del trabajo internacional de su hermana. Un miembro de las Comunidades de Población
en Resistencia (CPR), que resistían al ejército en el norte de la región ixil, me dijo que era
compadre de Ana Menchú por haber apadrinado a su hijo, que tenía unos dos o tres años de edad en
1987.
Obviamente, pocos supervivientes de una revolución derrotada están dispuestos a proporcionar
una crónica muy entusiasta de su experiencia. Típicamente, hacen énfasis en el sufrimiento y en su
desilusión con una guerrilla que no los supo proteger. Sólo ocasionalmente surge cómo respondieron
favorablemente al EGP, al menos por algún tiempo. Indudablemente algunas de mis fuentes uspantanas
tuvieron más participación en la guerrilla de la que están dispuestos a admitir. No obstante, en
comparación con mis entrevistas en la región ixil, me sorprendió lo raro que era oír hablar de
líderes revolucionarios locales en Uspantán. Los ixiles me informaron de docenas de personas que
se volvieron comandantes, combatientes o cuadros. Ya en 1989 algunos vivían amnistiados en pueblos
controlados por el gobierno y daban señales de orgullo al hablar de sus experiencias con el EGP.
En Uspantán nunca surgieron tales nombres. Que yo sepa, la guerrilla no tenía una red clandestina
en Uspantán antes de que aparecieran las primeras columnas. Unos cuantos refugiados resistieron
después de 1983 y se convirtieron en miembros de las CPR, refugiados que vivían fuera del control
del gobierno y que apoyaron a la guerrilla hasta el fin del conflicto.
Aun si los uspantanos tenían menos vínculos con la guerrilla que los ixiles, el sufrimiento era
comparable. Chimel era una más de una serie de aldeas mayoritariamente k'iche's que se extienden a

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lo largo de la cadena montañosa al norte del pueblo y que fueron atacadas a finales de 1980 y
principios de 1981. Otra era Xolá, la próspera aldea próxima al pueblo en la que había nacido la
madre de Rigoberta. A diferencia de Chimel, nunca fue destrozado físicamente, pero sus campesinos
y comerciantes k'iche's vivieron durante varios años en el temor de los secuestradores. «La
guerrilla dio una su vuelta por aquí. Vinieron bastantes y quisieron platicar con la gente», me
contó un activista de derechos humanos de Xolá. «Pero la gente no quiso, tenía miedo y se
encerraba en sus casas. Luego llegaron los judiciales, amontonaron a su grupo. Pisto quieren, y
empiezan a secuestrar a la gente. La gente tenía que quedarse de brazos cruzados, mientras que los
judiciales se llevaban lo que querían, porque si no lo hacían los judiciales los mataban o tiraban
una bomba». Una fuente señaló los nombres de diecinueve hombres de Xolá, secuestrados por los
judiciales, que nunca más fueron vistos. «Sólo por calumnia», declaró. «No sabemos qué clase de
gente es la guerrilla. Sólo por envidia. Uno tiene su tierra, su trabajo, su mujer, sus mojones,
sus animales, por eso murieron». La mayoría de los hombres que cometieron estos crímenes eran
indígenas.
Xolá había sido particularmente activo en la fundación de las dos cooperativas de Uspantán, una
para la venta de insumos agrícolas y la otra para la concesión de créditos. Ambas estaban
dirigidas por catequistas católicos. Esto les convertía en un blanco tanto para los vecinos
envidiosos de su prosperidad como para el ejército. Otra aldea activa en cuestión de cooperativas
era Macalajau. Un día llegó un capitán del ejército, convocó un mitin y declaró que la guerrilla
estaba escondida en los alrededores. «Aquí en Macalajau hay gente que colabora con la guerrilla»í,
le cita un sobreviviente. «Han dado sus tres pasos para que se conozca quiénes son. No muchos,
sólo cinco o seis están colaborando con la guerrilla. A quien quiera aclarar quiénes son, le vamos
a pagar sus doscientos o trescientos quetzales. Nadie se adelantó. Sólo un hombre dijo: 'Somos
campesinos, trabajamos por nuestro pan diario, acaso nos damos cuenta de eso'». No mucho tiempo
después, una noche de noviembre de 1980, dos informantes de la aldea condujeron a los soldados a
varias casas. Después de todo alguien había decidido ayudar al ejército. Siete hombres, incluyendo
dos líderes de la cooperativa y tres hermanos de un hombre que había muerto en la embajada de
España, fueron asesinados o secuestrados. Luego, el capitán mandó llamar a un funcionario local
para anunciar a la aldea que los guatemaltecos leales tenían que irse a vivir al pueblo. Unos lo
hicieron. Otros no, con el resultado de que fueron atacados por soldados y vigilantes enmascarados
que quemaron sus casas.
Otras dos aldeas, San Pablo El Baldío y San Pedro La Esperanza, fueron destruidas por el
ejército a principios de 1981. Entrevisté a tres sobrevivientes de San Pablo que reconocieron que
sus habitantes habían tenido contacto con el EGP, pero negaron haber tenido nunca un mitin en la
comunidad. «La guerrilla no regresó después de le muerte de Honorio», afirmó uno de ellos.
«Después dieron una vuelta y hablaron con alguna gente, pidiendo colaboración, pidiendo comida...
Algunas gente dijeron que sí, pero no se daban cuenta de lo que iba a suceder. Una vez que se
dieron cuenta, algunos se arrepintieron, pero ya era demasiado tarde». Aunque a raíz de la muerte
de Honorio ocho hombres de San Pablo fueron secuestrados, pasó otro año y medio antes de que el
ejército quemara las casas en 1981. Las fincas del valle fueron quemadas a finales de ese año,
aparentemente por la guerrilla. Muriéndose de hambre en los fríos y húmedos bosques de los
alrededores, la mayoría de los sampableños se entregó al ejército entre 1982 y 1983, una o dos
familias a la vez.
San Pedro La Esperanza, al oeste de San Pablo y de Chimel, en las mismas montañas boscosas,
parece haber sido un lugar menos conflictivo antes de la violencia. Esto les permitió recibir en
1975 un título provisional del INTA por más de mil trescientas hectáreas. Estaba formado por
sesenta y siete familias, incluyendo ladinos y k'iche's, que construyeron una escuela y
establecieron un mercado los días miércoles. «No queremos que el ejército mata a la gente, ustedes
tienen que unirse para defenderse», recuerda una viuda que decía la guerrilla. «Dice que en
Guatemala hay ricos y pobres, el presidente está en el palacio con su pisto, tenemos que estar
unidos para luchar, esto quiere Dios. Sabemos que el ejército nos mata, y por eso tenemos que
estar unidos. Mejor que vamos para que no queman la aldea, decía a veces la guerrilla». «Por
desgracia», prosiguió la viuda, «es corto el tiempo entre las visitas de los dos bandos, a veces
en el mismo día. Como la guerrilla huía, no había guerrilla allá para matar, así que mataban a la
gente. Todas las casas el ejército las quemó; toda la ropa quemaron. Quedamos sin ropa dos o tres
años, quedamos sin cédula, quedamos sin tener donde dormir. Dormimos entre los guatales dos o tres
años, con nuestros animales. ¡Cómo sufrimos!».
La muerte de Víctor Menchú
Chimel no es destruido en las páginas de Me llamo Rigoberta Menchú. Cuando Rigoberta le contó
su historia a Elizabeth Burgos, ignoraba lo sucedido a sus vecinos. De haberlo sabido, ¿cómo
habría influido en su actitud hacia la guerrilla, en su historia, y en la evolución posterior de
su carrera política? Poco después de que se publicara el testimonio de 1982 y de que se
convirtiera en una declaración de principios inalterable, muchos de los indígenas que se habían
unido al movimiento revolucionario en la misma época que Rigoberta lo abandonaron. Al igual que
ella, habían reaccionado a las atrocidades del ejército decidiendo defenderse, pero con la idea de
que la guerrilla podía ganar. Visto que esto era imposible, comenzaron a pensar de otro modo sobre
qué había dado origen a las matanzas. La culpa que habían centrado exclusivamente en el ejército,
por la razón obvia de que mató a sus familiares, la extendían ahora a la guerrilla, por inducir a
los indígenas a una causa desesperada.
Así fue el caso de Chimel; fuera cual fuese su apoyo a la guerrilla. Temiendo ir al pueblo, los
vecinos de Rigoberta subsistían entre los escombros de sus casas, atechados, sin paredes, bajo
jirones de lámina, y se escondían todos las noches en los matorrales y bosques vecinos. Cuando se
aproximaban los enemigos, se ocultaban en refugios subterráneos del tamaño suficiente para
resguardar a una familia, dos metros de profundidad y la altura de una persona. Después de la
muerte de Vicente siguió funcionando el comité de la aldea y se repartía un poco de comida, si es
que había algo para repartir. Continuaron sembrando maíz en los claros del bosque, pero llegaban

72
los soldados y las patrullas civiles a destrozarlo, haciendo que cada vez fuera más difícil
encontrar algo para comer. «Seis meses pasamos sin comer tortilla, sólo pacaya cruda comimos»,
dijo una viuda. «Por eso murieron mis tres hijos».
Otra viuda habló de como un líder de la patrulla civil degolló a su hijo; de como «picaron como
a un tomate» al niño de cuatro años que estaba con él; de cómo habían matado a su otro hijo los
soldados y patrulleros civiles; y de cómo otros tres habían muerto de hambre en el bosque, todo
esto luego de haber perdido a su marido en la embajada de España. «Cuando llega la patrulla,
llegaban bastantes, ay Dios. Tantas veces llegaron. A los tres, cuatro o cinco días llegaban otra
vez», empujando a los refugiados de una evacuación a otra, hasta que ya no podían correr. «En
Chimel ya no era vida. Cada vez que arreglamos la casa, volvían para quemar. Por eso que fuimos a
Guacamayas, pero los soldados llegaron allá también».
Las Guacamayas está al noroeste de Chimel, en un valle caliente que limita con la región ixil.
Los refugiados de Chimel se suman a los más de mil que huyeron allí en 1981, para subsistir a base
de bananos y raíces. Los cuadros del EGP llegaron a enseñarles a sobrevivir. «Nos decían de no ir
al pueblo, mejor aguantar, que escondidos podemos luchar. Nos dijeron cual era el buen camino,
pero no sabíamos si tenían razón», me dijo una viuda. Puesto que Guacamayas apenas estaba a unas
horas de distancia de la Finca San Francisco, la cual estaba ocupada por el ejército, resultó ser
otra trampa. En 1982, el ejército y las patrullas civiles irrumpían cada pocas semanas para
provocar la estampida de los refugiados, capturarlos y disparar sobre todo el que tratara de
escapar.
«Viene y viene el ejército, también con aviones», me contó un refugiado de Guacamayas. «Donde
sale humo, los soldados llaman al avión y después vienen los soldados. También helicópteros con
ametralladoras. Unos lograron huir, otros se quedaron muertos. Entonces tenemos que esconder en
otro lugar, pero siempre en Guacamayas, por 1982. Poco a poco están llegando más gente, entre
nosotros hay los que tienen unas ideas, tienen estudios, entonces entre los jóvenes organizamos
vigilancia para defendernos. Se terminó la hierba, tuvimos que subir hasta aquí para buscar nuevas
hierbas... como todo el maíz se quemó. Muchos murieron por hambre, hubo familias enteras que
murió. Yo supe de una familia de dieciocho de los que no quedó ninguno vivo. Si encontrábamos
huesos, los enterrábamos un poquito».
Los sobrevivientes huyeron río abajo, luego se escondieron en las barrancas del norte de
Chajul, donde organizaron las Comunidades de Población en Resistencia. Cuando visité la región, en
1994, sólo ocho personas de Chimel vivían allá, un número bajo si se tiene en cuenta que las CPR
sólo están a dos días de camino de Chimel, y una indicación más de que la guerrilla no supo
proporcionar una alternativa creíble. Muchos refugiados más de Chimel permanecieron más cerca de
sus hogares, ocultándose en las montañas, encima de sus habitaciones destruidas, hasta que el
ejército los obligó a salir, acosados por el hambre, o hasta que oyeron hablar de la amnistía
ofrecida por el nuevo régimen de la capital, el del general Efraín Ríos Montt.
Cuando apareció Me llamo Rigoberta Menchú en 1983, la mayoría de los sobrevivientes de Chimel
se habían rendido o habían sido capturados. Entre ellos se incluían los dos hermanos mayores de
Rigoberta, los últimos dos varones de la familia. Uno de ellos era Víctor. Nacido en 1953, tenía
esposa y tres hijos pequeños. Al igual que su hermano mayor, Nicolás, era campesino y catequista
como su padre, trabajaba en los proyectos del Cuerpo de Paz y era promotor de salud. Su esposa,
María Tomás Lux, murió misteriosamente antes de que Chimel fuera destruido, a finales del año
maldito de 1980. Habiéndoseles acabado el maíz, ella fue a El Rosario para conseguir con unos
amigos. Cuando apareció su cadáver semanas después, iba vestida con ropas ladinas. Nadie en Chimel
parece saber qué pasó: Tal vez trató de cambiar su aspecto para escapar de una trampa.
Una vez que la aldea se tornó inhabitable, Víctor se refugió en los bosques del norte, en un
lugar más cálido y bajo llamado Cuatro Chorros. Veintiocho meses después del incendio de Chimel,
en abril de 1983, se entregó al ejército, con sus hijos, en su nuevo destacamento en el centro del
pueblo. Entre los que ahora culpan a los Menchú por la violencia, algunos dicen que murió porque
seguía comprometido con la guerrilla. «Estaba en el destacamento, venía bien desnutrido, entonces
le cuidaban en el destacamento, lo curaban, lo inyectaron, y pidió permiso para el baño. Encontró
un tubo, le dio un golpe en la cabeza al soldado que le cuidaba, cayó el soldado, quitó la arma,
se vistió de uniforme, salió con Galil, disparando al subteniente. Quería irse a la montaña. Había
un centinela, le disparó y lo mató». ¿Por qué iba a querer escaparse nada más rendirse?, pregunté.
«Era de esa mentalidad. El oficial lo iba a dejar vivo, le iba a sacar informaciones, Víctor
andaba en la calle con el oficial, él le estaba curando bien. Pero Víctor estaba frustrado cuando
dejó la montaña y pensó regresar».
Su hermano Nicolás aportó una versión más convincente de su muerte. A Víctor siempre le gustó
oír noticias en su radio. De algún modo logró conseguir baterías y oyó hablar en la radio de la
amnistía que Ríos Montt estaba ofreciendo. Nicolás le recomendaba que esperara, pero Víctor no
quiso. «Si nos quedamos aquí, vamos a morir todos», decía. Temeroso, Nicolás le siguió un mes más
tarde. «Cuando entramos juntos, yo, mi esposa, los niños y dos pequeños, el comandante se asustó.
'¿Son de Chimel?', preguntó dos veces. Se acercó y me tomó las manos para mirar si tenían callos,
por el trabajo. 'Ninguno te agarró en el camino?', me preguntó. '¿Por qué vinieron?' 'Yo vine por
defender a mis hijos', le dije... '¿Sabes dónde está tu hermano?', me preguntó. 'No mi oficial',
le contesté. Se llevaron aparte a los patojos, uno por uno, para hacerles preguntas. Les
preguntaron, '¿usa su papá este tipo de arma?', '¿o éste?' Les mostraron sus armas. Uno por uno,
los patojos dijeron que su papá sólo usaba hacha y piocha. '¿Cuántos días suele apartarse de la
familia?', les preguntaron, uno por uno.
'¿Dónde está tu hermano?' me preguntó otra vez. 'Disculpe, señor oficial,' le contesté,
'ahorita yo no sé si él todavía vive en la tierra o está en el cielo.' '¿Cuándo vas a regresar a
tu terreno?' 'Disculpe, señor oficial, pero yo ya estoy bajo el dominio de usted, soy como su
preso y ustedes disponen dónde voy yo.' Luego el oficial me llevó por la calle que va para el
mercado, platicándome que él era de Uspantán y que su papá había sido gran amigo con mi papá. 'Su

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papá, su mamá, sus hermanos terminaron sus días', me dijo, 'pero usted no'. Luego me pidió que
volteara a mirar, el bloque estaba agujereado por las balas. 'Su hermano murió aquí. Aquí es donde
encontró la paz'. 'No tengo miedo de morir', dije yo. El oficial me pasó un brazo por encima y me
prometió que no iba a morir»
En este momento de su narración, Nicolás se desplomó, y yo también. «Disculpe. Me dio cólera.
Todo aquí me dejó cólera, pero nos regresamos. Esta cólera jamás la voy a olvidar». Cuando Víctor
estaba detenido en el destacamento, Nicolás supo que unos «soldados malos de Xolá» empezaron a
molestarlo. «Vamos a comer carne fresca esta noche», lo amenazaban. Los soldados k'iche' dijeron a
Víctor que esa noche, a las nueve, lo sacarían de su celda para matarlo. Víctor esperó su muerte
llorando y rezando. A las 8:30 pidió al guardia que le dejara usar el baño, donde encontró un tubo
de metal que escondió entre su ropa antes de regresar a la celda. Cuando llegaron los soldados a
las nueve para llevarlo a otro interrogatorio, golpeó con el tubo al que iba delante, salió
corriendo del destacamento y estaba abatido a disparos mientras corría desarmado hacia el mercado.
Sabiendo como sabía Víctor lo que el ejército era capaz de hacer a los prisioneros, es difícil
sobrestimar el valor necesario para entregarse. Debió hacerlo, al igual que lo que motivó a
Nicolás a tomar su propia decisión, por sus hijos, a los que sería menos probable que el ejército
matara. También es difícil sobrestimar el miedo que debió sentir Víctor en el destacamento, en
poder de sus enemigos. Tal como se compadecía de él un ladino, «vio allá a los García, a los Cano,
a muchos de los judiciales del lugar. Se asustó y lo mataron». ¿Quién tiene la culpa?, le pregunté
a Nicolás. «Yo culpo a la gente del mismo pueblo, por tener una lengua que no se mide», respondió.
«Los oficiales y los soldados no vienen a matar, la gente las señalan (a las víctimas). Cuando la
gente venía para el pueblo, había un Vitalino Cano sentado allá en el destacamento. Este es
guerrillero, decía. Aquel es guerrillero, decía. Mataron a muchos».
Nicolás y sus familia apenas escaparon a este destino. Los alojaron en el salón municipal, con
una multitud de refugiados que se habían rendido o habían sido capturados. Viviendo en tales
condiciones de hacinamiento, muchos enfermaron. A pesar de que una hermana se hizo cargo de las
tres hijas de Víctor, dos de ellas murieron pronto: Juana tenía cinco años, Cristina sólo tres.
Puesto que la salud de Nicolás seguía inquebrantable, un oficial decidió que era un guerrillero
bien alimentado y lo mandó en helicóptero al temido destacamento militar de Santa Cruz del Quiché.
Cuando los soldados empezaron a cubrirle los ojos con un trapo ensangrentado, un coronel les
reprendió diciendo: «Ustedes ya no van a maltratar a este hombre. No ha hecho un gran delito, sólo
está aquí para dar información». «Ni una patada, ni un golpe en dos meses», me dijo Nicolás, con
asombro. «Por recomendación del coronel, me dieron la misma comida que a los oficiales».
Un tío suyo, uno de los hermanos de Vicente, también escapó al destino de Víctor. Dice un hijo
suyo que se rindió con él: «Nos encerraron en un cuarto y decían que somos jefes de la guerrilla.
Empezaron a preguntar si cargamos armas o no, sacando información. Nos maltrataron, nos
amenazaron, pero no nos golpearon porque mi papá era conocido en el pueblo y la gente llegaba a
visitar. Nos soltaron después de ocho días en el destacamento».
Los Menchú que vivían en el pueblo fueron obligados a formar parte de la patrulla civil del
ejército y a unirse a las expediciones a Chimel para robar el maíz. Tres primos y sobrinos de
Rigoberta prestaron servicio en el ejército, dos de ellos porque les obligaron y el tercero
voluntariamente. «No hay educación allá», me dijo uno de ellos, refiriéndose a la experiencia. «Me
agarraron por la fuerza. Por ser Menchú me dijeron, 'vos sos jefe de la guerrilla'». Después de
los acostumbrados dos años y medio de servicio, entre 1982 y 1985, regresó a Uspantán, sólo para
sentirse más inseguro como civil. «La violencia todavía era dura. Hubo muchas envidias y
acusaciones aquí», dijo. Poco después se reincorporó a su unidad, prefiriendo confiar en los
soldados y los oficiales en vez de en sus vecinos de antes. Diez años más tarde, después de
regresar a la vida civil, era uno de los activistas de derechos humanos más conocidos de Uspantán.
El abismo entre la estrategia guerrillera y la conciencia popular
«Cuando vino el ejército y la guerrilla fue como cuando el coyote se mete con los chivos.
Corren por aquí; corren por allá. No hay donde ir. Cuanta gente murió así.» –Campesino de
una aldea vecina a Chimel.
De la cantidad de matanzas cometidas por el ejército guatemalteco, muchos observadores han
asumido que la insurgencia fue un levantamiento popular. ¿Por qué, si no, tanto derramamiento de
sangre? Pero en Uspantán, es difícil corroborar una profunda base de apoyo. La falta de presencia
del EGP se sugiere en el hecho de que durante toda el conflicto sólo en una ocasión atacó a las
fuerzas de seguridad dentro del pueblo, el 25 de abril de 1980, cuando mataron a dos agentes
vestidos de civil cerca de la plaza. El apoyo local que ganó la guerrilla parece haber sido
principalmente en aldeas asediadas que pronto fueron destruidas. Los sobrevivientes se
convirtieron en refugiados en fuga, la mayoría de los cuales fueron asesinados, capturados u
obligados a someterse; apenas un puñado de ellos logró huir al norte a las Comunidades de
Población en Resistencia.
Si los sobrevivientes siguen temiendo al ejército, ¿podemos valernos de sus testimonios y
concluir que el movimiento revolucionario nunca fue muy fuerte en Uspantán? Mi conclusión sólo
puede ser tentativa. Pero cualquier escepticismo acerca de mi argumento debe extenderse a la
pretensión del EGP de haber sido adoptado por las masas indígenas. Seguramente los silencios
cruciales que se pueden dar entre campesinos y un antropólogo armado con un cuaderno, también se
pueden dar entre campesinos y forasteros cargados con armas de fuego. A una conclusión similar
llegó un hombre que ayudó a comenzar la guerra en el altiplano occidental con una pistola y que
ayudó a terminarla con una pluma, el comandante guerrillero y escritor Mario Payeras.
Después de dejar el EGP en 1984, Payeras criticó la elección del norte del Quiché como primer
escenario. Sus compañeros y él se habían sentido atraídos por las ventajas geográficas de la
región, pero subestimaron «el atraso social propio de un área marginal del sistema capitalista. La
consecuencia inmediata de este atraso se tradujo en lentos ritmos de acumulación de fuerzas y en
dificultades ingentes, en particular, para la formación y reproducción de cuadros... La energía

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fundamental de la fuerza guerrillera, durante los años de implantación, se consumió en organizar,
en explicar, en politizar, tratando de compensar con la predica y el ejemplo la ausencia de
factores que son producto histórico de la práctica social, sobre todo de la lucha de clases». En
otras palabras, la mayor parte de la población ignoraba que necesitaran una revolución, y era
difícil convencerlos de que la necesitaban. Tal como lo expresa Payeras: «Salvo en algunas zonas
de la montaña y por algunos periodos, las distintas etapas preconcebidas de la guerra... se dieron
en relación de desfase con la lucha y el movimiento real de las masas».{11}
Payeras atribuye el abismo entre la estrategia revolucionaria y la conciencia popular al
foquismo, la doctrina cubana de que con poco o ningún trabajo político previo, pequeños focos o
bandas de guerrilleros profesionales, se podrían desencadenar revoluciones campesinas. El fracaso
de la teoría foquista fue ampliamente reconocido después del fallecimiento de Che Guevara en
Bolivia en 1967. Internándose en la selva con una pequeña banda de revolucionarios profesionales,
el Che no logró ganarse a los campesinos sospechosos que más bien lo entregaron a las autoridades.
Quince años más tarde, el EGP alegaba haber trascendido los errores del foquismo mediante un largo
y cuidadoso proceso de formación de masas populares en el norte del Quiché. Pero no lo hicieron
así en Uspantán, y probablemente en el Ixcán o en la región ixil tampoco lo hicieron en la medida
que pensaban sus líderes.
Payeras y yo mismo no somos los únicos que percibimos vínculos tenues entre el EGP y los
campesinos en el presunto corazón geográfico del grupo; otros investigaciones de campo en los
Cuchumatanes han arrojado la misma impresión{12}. En La Guerra en Tierras Mayas, trabajo que fue
publicado primero en francés en 1992 y que ha sido ignorado con demasiada frecuencia, el sociólogo
Yvon Le Bot señaló la incapacidad del Ejército Guerrillero de los Pobres para entender la
complejidad de las comunidades indígenas, o sea, las necesidades reales que sentían. La lucha
armada no era una solución para los conflictos profundamente locales que dividían a Chimel y sus
vecinos. Más bien, era una estrategia para tomar el poder a nivel nacional que requería el
sacrificio de las comunidades que pretendían defender.{13}
Las historias que oí en Uspantán sugieren que los campesinos no estaban muy organizados cuando
los golpeó la represión. Es evidente que eran mucho menos militantes y estaban muchos menos
preparados que los ejemplares revolucionarios de Me llamo Rigoberta Menchú. Lo que oí en Uspantán
era casi más espantoso que lo que muchos han leído en esas páginas, donde por lo menos los
campesinos mueren por una causa que comparten. Lo que oí contar en Uspantán fue una matanza
preventiva de campesinos que tenían poco o nada que ver con la guerrilla, que si mucho habían
escuchado un par de discursos, y que tenían un concepto muy vago de la causa mayor por la que
estaban muriendo. Por supuesto murieron por algo, pero lo que eso fuera todavía está siendo
resuelto por las familias que dejaron atrás.

Notas
{1} Burgos-Debray 1984:242.
{2} Burgos-Debray 1984:185, 195-196.
{3} Ejército Guerrillero de los Pobres, «Las luchas guerrilleras golpean sin cesar al criminal
gobierno luquista», 2 págs., 15 de mayo de 1980.
{4} Burgos-Debray 1984:198-200.
{5} Beverly 1989:21.
{6} Montejo 1987:82.
{7} Burgos-Debray 1984: 126-127.
{8} Las cronologías que revisé incluyen la publicación del EGP Informador Guerrillero, sus
comunicados de prensa y la base de datos de Paul Yamauchi Sistema de Información de la Geo-
Violencia.
{9} Burgos-Debray 1984:243.
{10} Inmediatamente después de contarle su historia a Elizabeth Burgos, Rigoberta le dijo a un
periodista mexicano que sus dos hermanas pequeñas se habían ido con la guerrilla en busca de
protección después de haber quedado solas a los diez y once años (Calloni 1982).
{11} Payeras 1991:91-92, 109.
{12} Véase la etnografía de John Watanabe sobre el pueblo mam de Santiago Chimaltenango
(1992:179-183); el informe de Shelton Davis sobre los kanjobales en la colección Harvest of
Violence (Carmack 1988:24-26); y la disertación de Paul Kobrak sobre Aguacatán.
{13} Le Bot 1995:118-119, 258, 288-292.

Capítulo 10
Los escuadrones de la muerte en Uspantán

«Era una víctima de la violencia como tantos otros. Estaba arrastrado por lo que pasó, se
vio llevado. Por eso buscó venganza.» –Un enemigo de Chimel descrito por un viejo amigo,
1994.
Por más que la violencia sorprendiera a la gente de Uspantán, no tenían dudas acerca de la
identidad de los asesinos, especialmente si éstos eran de los alrededores. Docenas de personas nos
hablaron a Barbara Bocek y a mí de los orejas, de los confidenciales del ejército, de los

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judiciales (policía judicial que actuaban como oficiales de justicia y detectives) y de los
comisionados (civiles nombrados por el ejército para el reclutamiento forzoso de jóvenes para el
ejército). Excepto algunos de los judiciales, eran hombres de la localidad que el ejército
designaba para que señalaran a los elementos subversivos de una población indefensa. Aunque los
más notables fueron ladinos, bastantes eran indígenas. Puesto que operaban como asesinos
protegidos por el estado, me refiero a ellos por el nombre de vigilantes, defensores ostensibles
de la ley y el orden que participan en ejecuciones extra judiciales. Para los grupos de derechos
humanos, el hecho crucial acerca de los vigilantes es que una autoridad del estado (por ejemplo,
un militar) delegue en ellos para violar las leyes del mismo estado.{1} Puesto que su licencia para
matar procedía del ejército, esta institución resulta responsable de lo que pasó. Pero para
algunas de mis fuentes uspantanas, los colaboradores locales tienen la mayor parte de la culpa,
por los asesinatos en sí o por acusar a las víctimas de subversivos.
La voluntad de identificar a las partes responsables, incluso antes de que el movimiento de
derechos humanos se institucionalizara localmente a mediados de los 90, es una nota redentora de
las terribles experiencias que narra este capítulo. Aun después de que los escuadrones de la
muerte hubieran logrado que fuera peligroso salir de noche, aun después de que cerraran la Iglesia
Católica y de que todos los hombres que estuvieran al alcance fueran obligados so pena de muerte a
unirse a las milicias contrainsurgentes, algunos uspantanos tuvieron el valor de quejarse a la
única autoridad disponible, el mismo ejército que autorizaba la mayor parte de la violencia. Les
respaldaba el peso de la opinión pública, la cual se mostraba poco entusiasta con el
enfrentamiento entre los dos beligerantes y puso un fin a las matanzas políticas mucho antes de
que se hubieran podido establecer los comités de verificación de los derechos humanos.
Podríamos asumir que los hombres que se volvieron vigilantes tenían fama de violentos antes de
la guerra. Este no es el caso, por lo menos en Uspantán. Casi todos los asesinos de principios de
los 80 estaban considerados gente pacífica, gente trabajadora. Otro argumento frecuente, aunque no
sirva de excusa para los extremos a los que llegaron, es que estaban reaccionando ante los
asesinatos de sus familiares o amigos a manos del EGP. En Uspantán oí nombrar muchos menos
asesinatos de la guerrilla que en la región ixil, pero fueron los suficientes como para justificar
un holocausto vengativo. Los tres hijos de Honorio García son un ejemplo de como las víctimas se
convirtieron en verdugos. Ninguna de las personas con las que hablé corroboró que los García
usaran armas de fuego antes del conflicto. Bajo la amenaza de abandonar su hogar o morir al igual
que su padre, los hijos huyeron a Chicamán con su madre, que vendió un toro joven para comprar la
primera arma de fuego de la familia, una escopeta. Uno de los hijos se unió a la G2 del ejército
(sección de inteligencia que también se encargaba de los secuestros y los asesinatos) y fue
destinado a otro lugar, mientras que sus otros dos hermanos colaboraron con el ejército
localmente. De estos dos últimos, Antonio García Martínez murió en diciembre de 1981 por fuego
amigo. Se había incorporado a una expedición para encontrar a un joven de la vecindad, un cadete
militar que regresaba de sus vacaciones cuando el EGP asaltó la camioneta y lo ejecutó. En la
oscuridad y la confusión, una de las partidas de rastreo disparó a la otra y también murió
Antonio.
Otro ejemplo del alto precio pagado por los relativamente pocos asesinatos del EGP fueron los
«Aarones». Este era un trío de hermanos, conocidos por el primer nombre de uno de ellos, Aarón,
que reaccionaron contra la muerte de su padre. Los Aarones eran más pobres que los García, no
contrataban trabajadores indígenas para cultivar sus tierras de Chipaj, que se encuentra en la
carretera a Soch. «Antes de la bulla eran gente de trabajo.», me dijo el padre de una víctima.
«Los jóvenes asistían a una iglesia evangélica. Su papá era miembro activo de la iglesia y el
abuelo era uno de sus líderes religiosos. Por eso digo que fueron arrastrados por Satanás. Dicen
que la guerrilla mató al papá, Gonzalo [o Belisario] López Gamarro. Lo acusaban de tener tratos
con la guerrilla, después se pasó al lado del ejercito, por eso que la guerrilla lo mataron».
Un pariente de los Aarones proporcionó una historia más detallada: «A Belisario López, su papá,
lo agarró la guerrilla. Se metió con ellos, hicieron su grupo en La Ventosa. Después este Aaron
estaba de alta [haciendo el servicio militar] en Huehue, llegó, se dio cuenta de que su papá está
metido y le dijo que si no abandona este grupo iba a matarlo. Entonces el Belisario empezó a
señalar a la gente de su grupo, unos veinte [k'iche's, mientras que Belisario era ladino]. Después
vino la pura guerrilla, como él se rebela en contra de ellos, entonces hicieron su justicia y
mataron a él también. Los otros ya habían muerto por boca de él. Ahora los hijos se incomodaron
con la gente y empezaron a matarlos».
La persecución de la Iglesia Católica
El peligro que supone la guerrilla arrojaba un velo de sospecha sobre la población indígena.
Dio a los vigilantes un motivo para personalizar las teorías de conspiración que abundan en la
sociedad guatemalteca, traduciendo el miedo a un levantamiento indígena en miedo a la subversión
comunista. La amenaza invisible de la guerrilla creó también una nube de sospecha sobre la Iglesia
Católica. El clero de Uspantán no era vanguardia radical, tal como se sugiere en las quejas de
Rigoberta acerca de que fomentaban la pasividad política.{2} Pero era evidente que simpatizaban con
los indígenas y, debido a la falta de organizaciones campesinas militantes en Uspantán, era una de
las pocas instituciones no-clandestinas a las que se podía acusar. A pesar de que ha sido
fácilmente exagerada, la asociación EGP-Iglesia Católica tampoco era una quimera. Puesto que los
catequistas como Vicente Menchú eran líderes comunitarios, eran solicitados por la guerrilla. En
otros lugares, una parte del clero católico trabajaba con frentes revolucionarios como el CUC;
aunque no fueran necesariamente numerosos, ellos y sus actividades empañaron la imagen de toda la
iglesia católica. Finalmente, hasta los curas párrocos que trataban de mantenerse al margen de la
política se vieron obligados a denunciar los crímenes del ejército. Sus denuncias incluyeron los
primeros secuestros del ejército en Uspantán, los de los hombres de San Pablo y de Chimel.
Cuando el incendio de la embajada española selló la mala reputación del gobierno de Lucas
García, el estado acusó a la Iglesia Católica además de a la guerrilla. Un mes más tarde, en abril
de 1980, un párroco presenció una de las primeras masacres en el norte de El Quiché, cuando los

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soldados ametrallaron a una turba furiosa en Nebaj. Queriendo evitar más informes así, el ejército
decidió sacar al clero católico del departamento. Incluso si Uspantán hubiera quedado totalmente
tranquilo, es probable que la parroquia hubiera sido clausurada al igual que las otras. Tal y como
resultó, el ejército atacó después de que el EGP matara a dos agentes cerca de la iglesia el 25 de
abril de 1980. Poco después, dos granadas traspasaban el muro de la casa parroquial. Cuando los
sacerdotes y las monjas rehusaron abandonar el pueblo, la casa parroquial fue ametrallada.
En junio de 1980 el ejército mató al párroco de Chajul y a su sacristán cuando subían por un
camino. En Joyabaj, al sur de El Quiché, asesinos de esta misma institución mataron al párroco en
su mesa de trabajo. Otros matones siguieron la pista al obispo. Para llamar la atención del resto
del mundo (incluyendo la del papa Juan Pablo II, que culpaba a la teología de la liberación por la
persecución), el clero de El Quiché resolvió cerrar la diócesis. La decisión no se tomó sin un
acalorado debate; algunos sacerdotes sostenían que abandonar el departamento era equivalente a
abandonar su rebaño. Para defender a sus parroquianos, varios se unieron al Ejército Guerrillero
de los Pobres. Otros formaron un grupo de apoyo revolucionario llamado la Iglesia Guatemalteca en
el Exilio, que operaba desde México y Nicaragua. Otros hicieron planes para regresar a El Quiché
«en las catacumbas», acompañando a los refugiados que se ocultaban del ejército.{3}
Acaso los clérigos más valientes de la diócesis fueron los dos o tres que decidieron abrir
nuevamente las parroquias, aunque el ritmo de las matanzas iba en aumento. Uno de ellos era un
español de la orden del Sagrado Corazón, Juan Alonso Fernández, que regresó con la esperanza de
que su historial apolítico le protegería. Al llegar a Uspantán, pidió al comandante militar las
llaves de la rectoría. Cuando los oficiales se burlaron de él, respondió indignadamente que había
luchado contra los comunistas durante la guerra civil española, pero sólo se rieron más de él. Dos
días después, el 15 de febrero de 1981, fue detenido en el gran barranco que separa Uspantán de
Cunén por varios hombres enmascarados. Lo bajaron a la fuerza de su motocicleta, lo arrastraron a
los bosques, lo torturaron un rato y luego le metieron tres balas en la cabeza.{4}
Para el ejército de Lucas García y para los hombres de la localidad que operaban bajo su mando,
Juan Alonso representaba una vasta conspiración que justificaba su respuesta. Considérese lo que
me contó un vigilante trece años más tarde como si quisiera explicar la cacería de catequistas:
«Toda la gente que estaba involucrada con los curas, todos, todos estaban metidos con la
guerrilla. El Colegio Belga trajo muchachas de Guatemala (estudiantes católicas de la secundaria
que hacían trabajo social en las aldeas), que luego se bañaban desnudas en el río y trastornaban
así a la gente. Víctor Menchú era médico de la guerrilla, entrenado en otro país, llegó de
espionaje a la plaza de Soch. Después de que la guerrilla quemaran la misión evangélica de Las
Pacayas, fueron donde las monjas de La Peña y no tocaron a nadie. Cuando la guerrilla visitó el
pueblo de Uspantán, las monjas estuvieron allí, escuchando contentas».
«Todos los días había veinte o treinta catequistas sobre el camino, para un cursillo en
Chicamán, de pobres contra ricos, de indios contra ladinos, de ladinos que quitan la tierra, de
mayas. Por eso que tantos fueron a las iglesias evangélicas, porque los curas se metieron en
tantas cosas. Han perdido mucho. Sus seguidores realizaban ataques por aquí, luego tomaron un
cursillo en Chicamán, pero sólo los comuneros. Las armas eran introducidas por los padres en sus
carros, ¿por qué aquí quién les va a registrar a ellos? No se puede registrar al señor cura. En
las mochilas de la guerrilla se encontraron documentos de los catequistas, por eso sé que los
Menchú eran guerrilleros, pero esas listas ahora las tiene el ejército, yo no. Todos conocen eso».
Las masacres en la Finca San Francisco y Calanté
«No era tanto que los guerrilleros venían a la aldea, sino que mi hermana bajaba a la finca
de los Brol, al corte de café y llegó un momento en que la mayor parte de los mozos de los
Brol eran guerrilleros, a causa de la situación.» –Me llamo Rigoberta Menchú.
A unas cuantas horas de camino de Chimel está la Finca San Francisco, una de las oportunidades
políticas más obvias para la guerrilla en el norte de El Quiché. Según los ixiles de Cotzal esta
finca cafetalera grande y rentable ocupaba terrenos municipales, pero la familia Brol había
logrado legalizar sus reclamos en el registro nacional de propiedad. Gracias al pleito que existía
desde hacía años, la primera colaboración de los cotzaleños con la guerrilla se remonta a una
fecha tan temprana como 1969. También hubo reclamos por parte de la fuerza de trabajo permanente
de la finca. Al ser una mezcla de ixiles, k'iche's y ladinos, que se comunicaban entre ellos en
castellano, los colonos residentes eran relativamente accesibles para los organizadores. Pero
cientos de los que tenían una mentalidad más independiente fueron expulsados cuando la finca
disolvió un amago de organización sindical a principios de los 70; es posible que el EGP llegara
demasiado tarde.
Falta mencionar a los trabajadores estacionales, la fuerza de trabajo más precaria y explotada
de la finca, a los que el Comité de Unidad Campesina (CUC) trató de organizar. «Los colonos, la
gente de la finca, sólo quisimos trabajar», me contó un hombre del tumulto laboral de 1980. «Pero
entre la cuadrilla que llega para la cosecha, entre ellos aparecían volantes por la noche.
Pidieron su aumento. Eran del CUC. Al ir a trabajar, bloqueaban el puente para que los demás no
pudieran pasar, pidiendo más pisto». Aun si los activistas del CUC lograban organizar paros de
trabajo, estas movilizaciones sólo podían tener una vida muy breve, ya que los trabajadores
temporales pronto regresaban a sus casas o se trasladaban a otra finca.
Si el EGP tenía poco apoyo en la finca, esto ayudaría a explicar porqué recurrió a la
movilización militar y no a la presión política y porqué puso a la finca bajo un asedio
implacable. En 1978 la guerrilla secuestró a uno de los propietarios, Edmundo Brol, y exigió un
rescate elevado para liberarlo. Al otro año, el 21 de enero de 1979, el EGP ocupó el pueblo de
Nebaj y mató al hermano de Edmundo, Enrique, cuando se resistió a su captura. Un día después, la
misma columna ocupó la finca y mató a tres agentes de seguridad.
Fuera cual fuese la red que tenía el EGP en la finca, probablemente sucumbió ante el ataque del
ejército el 24 de mayo de 1981, una de las dos masacres más grandes que recuerda la gente de
Uspantán. Ese día era domingo de mercado en la finca y no paraban de llegar a ella campesinos de

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los alrededores, ya que la necesidad se imponía al miedo. Dicen que la acción corrió a cargo de
una fuerza conjunta de vigilantes de Uspantán y de soldados del destacamento de Cotzal que usaban
máscaras y guantes en lugar de uniformes.
El siguiente testimonio, aunque sea una versión de segunda mano, capta los procedimientos
habituales del ejército guatemalteco: atrapar a una multitud en día de mercado, luego introducir
un encapuchado (un informante que lleva una capucha como la de los verdugos de la Inquisición
española) que escoge sospechosos para que se los lleven y los torturen o los ejecuten. «Llegaron
al parque, gritando tres veces, 'somos el EGP, somos guerrilleros.' Nadie lo contestaron. Después
dijeron a la gente, hay que ponerse en filas, los hombres aparte, las mujeres aparte, los niños
aparte [lo que en muchas ocasiones era el paso previo a una masacre]. Mientras se estaba formando
la gente, salió un disparo y toda la gente salió huyendo. Todos se regaron. Los hombres armados
comenzaban disparar, murieron mucha gente, otros cayeron en el río, otros cayeron heridos en la
montaña. Resulta que toda la finca estaba rodeada por el ejército».
«'Levántense', dijeron el ejército a la gente escondida. 'Pero si huyen, vamos a disparar'.
Juntaron a los sobrevivientes en la finca otra vez, en una casa con una oficina, y allá estaban
los dos encapuchados. Llamaron al administrador, pero no llegó, y al fin lo fueron a traer. Tres
veces preguntó el ejército a la gente si han de matarlo. Lo pateaban frente a la gente, pero la
gente no decía nada. Después el administrador sacó un cigarrillo y lo encendió, pero estaba
temblando».
«Luego llevaron a la gente con el encapuchado, uno por uno. El encapuchado no dice nada, sólo
mueve la cabeza para indicar a quien señaló y a quien no. Se llevaron bastantes al camión que
estaba esperando, tal vez a más de cuarenta o cincuenta. Después, a los que quedaron, les dieron
una clase: 'Nosotros somos el ejército guatemalteco. Si usted tiene un familiar en el camión, se
olvida de él, porque es la mala semilla. Ahora ustedes que quedaron son buena semilla, no les pasa
nada. Todos los que se han metido con la guerrilla, se han ido, olvídense de ellos'. Cuando
levantaron los cadáveres, había treinta y nueve. Además, hubo muchos que murieron en el guatal,
comidos por los chuchos».{5}
Un año más tarde, el 31 de marzo de 1982, la guerrilla mató a dos administradores y a un piloto
de camión, quemó la casa patronal y destruyó gran parte de la cosecha. El mismo día, más tarde,
los soldados llegaron con una lista, sacaron a diez hombres de sus casas, se los llevaron con los
ojos tapados. Fue la última vez que fueron vistos. Según un miembro de la familia Brol, durante la
violencia perdieron un total de setenta y cinco supervisores y trabajadores.
Con el cierre de la iglesia católica, la mayoría de los muertes probablemente nunca fueron
reportadas al mundo exterior, de modo que sigue siendo difícil fecharlas y cuantificarlas. Pero
una masacre tuvo lugar cerca del pueblo, pocos kilómetros montaña arriba en un lugar llamado
Calanté, y es la mayor masacre documentada de los alrededores de Uspantán. El 14 de febrero de
1982, las familias que se habían refugiado en el pueblo, es decir, que se habían entregado al
ejército, fueron a cosechar sus milpas. Un poco más allá de Calanté fueron interceptados por un
grupo de hombres vestidos de verde olivo que llevaban grandes cuchillos. Muchas de las víctimas
aparecieron tiradas en filas, con las manos atadas y las gargantas degolladas, cincuenta y cuatro
de ellas en total.{6} El ejército rápidamente hizo llegar periodistas en avión y acusó a la
guerrilla, que supuestamente habían confundido a los campesinos con una columna de abastecimiento
para un destacamento militar. Pero casi todos los uspantanos culpan al ejército.
Ríos Montt, las patrullas civiles y la caída de los vigilantes
«Algunos pastores dicen: 'Porque soy cristiano, no voy a meterme en eso'. Pero, ¿cómo es que
los cristianos no pueden luchar en contra de la delincuencia? Se amamanta el mal.» –Un
evangélico explicando porqué se enfrentó a los vigilantes, 1994.
Un mes después de la masacre de Calanté, el 23 de marzo de 1982, jóvenes oficiales del ejército
derrocaron el régimen del General Romeo Lucas García. A su juicio, el alto mando tenía más interés
en enriquecerse que en ganar la guerra. En la capital, las fuerzas de seguridad estaban
degenerando en un negocio de extorsión que vivía a costa de las clases altas a las que debían
proteger. Un año antes, habían desmantelado la red guerrillera de la capital, pero en el altiplano
guatemalteco la guerra no iba bien. Las represalias caóticas habían enojado a una población que
anteriormente había mostrado poco interés en los asuntos nacionales. Los campesinos daban la
bienvenida a la guerrilla como un medio de defensa propia. Cada vez caían más patrullas del
ejército en emboscadas. Para dirigir a la nueva junta, los jóvenes oficiales recurrieron a su
anterior superintendente en la academia militar. El general Efraín Ríos Montt había sido elegido
presidente en 1974, en representación de la Democracia Cristiana, sólo para ser humillado cuando
el alto mando impuso a otro oficial como el próximo ejecutivo. Desde entonces, se había alejado
del ejército y se había vuelto un evangélico ferviente. Ahora reaparecía de repente y tomaba el
mando. Albergando viejos agravios, echó del palacio nacional a los dos otros miembros de la junta,
se nombró presidente y en sermones enmarañados que lanzaba a través de las ondas radiotelevisivas,
anunció que había sido elegido por Dios para salvar a Guatemala de la inmoralidad y del comunismo.
La hazaña más evidente de Ríos Montt fue la de reducir los escuadrones de la muerte en la
capital y sus alrededores. Desgraciadamente, su declaración de ley y orden no tuvo mucho impacto
en como se portaba el ejército en el altiplano. Algunas de las mayores masacres ocurrieron durante
los primeros cuatro meses de su gobierno, en la región ixil (trescientas víctimas o más en seis
aldeas de Chajul), en el Ixcán (setenta y uno en Canijá), en Huehuetenango (302 en la Finca San
Francisco de Nentón), y en Rabinal, Baja Verapaz (286 en Plan de Sánchez). En aquel tiempo, los
defensores de Ríos Montt dijeron que éste había necesitado varios meses para controlar a los
comandantes de las zonas y detener las matanzas. Desde entonces, las exhumaciones han documentado
masacres posteriores como la de Dos Erres, Petén, en diciembre de 1982 (en la que por lo menos
hubo 250 muertos). En el municipio de Uspantán, la matanza más grande ocurrió bajo el mandato de
Ríos Montt, en un lugar llamado Agua Fría, el 14 de septiembre de 1982. En lo que es ahora el

78
municipio de Chicamán, varios cientos de refugiados mayas achíes de Baja Verapaz fueron matados
por los soldados y sus colaboradores civiles.
Eventualmente las masacres disminuyeron bajo Ríos Montt, pero probablemente no porque
controlara al ejército. Aunque transfirió a unos cuantos comandantes abusivos y anunció una
amnistía que gradualmente se convirtió en una realidad, tenía un control tan débil de los mandos
del ejército que fue destituido de la presidencia luego de diecisiete meses. Un cambio más
importante se dio en la actitud de los campesinos hacia la guerrilla. A medida que el ejército
escalaba las matanzas hasta las cimas de 1982, demostraba a los campesinos que la guerrilla no
podía protegerlos. Muchos que se habían vuelto hacia los rebeldes en busca de protección se
volvían ahora en su contra, precipitando su salida de muchas regiones. Sólo en algunos lugares
aislados seguía contando con adeptos la guerrilla, la mayoría de los cuales se ocultaba en los
bosques y moría de hambre. En cuestión de un año, muchos de ellos también se rindieron. Luego de
haber intimidado a la población, el ejército refrenó a sus matones.
La técnica más efectiva para convertir campesinos hostiles en colaboradores renuentes fue la
patrulla civil, una institución que surgió durante el régimen de Lucas García pero que se expandió
bajo Ríos Montt. Muchos observadores han señalado que las patrullas fueron inspiradas por las
milicias contrainsurgentes de otros países. Pocos han visto en ellas a sus predecesores de las
Fuerzas Irregulares Locales (FIL) del EGP, los colaboradores campesinos que organizó la guerrilla
para cargar abastecimientos, evacuar heridos, espiar y acosar al ejército. Las FIL se remontan a
una fecha anterior a la de las patrullas civiles y el EGP estaba tan orgulloso de ellas que
publicó fotos de sus miembros formados en fila, de un modo notablemente parecido al de las
patrullas civiles del ejército de la próxima década.{7} En la región ixil no era raro que los
líderes de las patrullas hubieran sido anteriormente líderes de las FIL a los que el ejército
había hecho una oferta que no podían rehusar.
Cuando llegó el ejército con una fuerza abrumadora, la única forma que tenían los campesinos de
demostrar que no eran subversivos y de evitar la correspondiente sentencia de muerte era unirse a
las patrullas. En 1993 el ejército dijo que había 900.000 hombres organizados así. Esto
significaría virtualmente todos los varones de las áreas militarizadas del altiplano, de edades
comprendidas entre los quince y los sesenta, incluyendo ladinos e indígenas. La mayoría no estaba
muy feliz con sus obligaciones, pero el ejército los obligó a sumarse a las expediciones a las
aldeas sospechosas como Chimel. Su principal tarea era destruir los cultivos de maíz y quemar las
casas, pero los patrulleros también mataron a algunos refugiados que agarraban, a menudo
cumpliendo órdenes de un vigilante loco. En las historias que escuché, los uspantanos solían
acusar a uno o dos individuos que ya tenían fama de matones. También hacían una diferencia entre
orejas, colaboradores y judiciales como asesinos comprometidos, y los patrulleros civiles, quienes
sólo participaban porque estaban obligados a hacerlo. Obviamente, esta distinción debe haber
carecido de importancia para las víctimas
En Uspantán, así como en muchos otros pueblos, se oyen historias del ejército convocando a la
población a mítines masivos en los que les decían: «Todo el mundo va a hacer patrulla, y el que no
hace la patrulla es guerrillero.» Luego había amenazas en contra de quienes se resistieran:
«¡Vamos a llevarlo al hoyo!». No obstante, algunos uspantanos ponen una nota de solidaridad
comunitaria en la coacción. «Organizamos la patrulla civil bajo Efraín Ríos Montt para que los
soldados no lleguen a secuestrar», me dijo un familiar de Rigoberta. «éramos como puras ovejas,
asustados y esperando (que nos agarraran los soldados o los vigilantes), y por eso nos
organizamos, para que no saquen a más gente». Después de que todos los sobrevivientes de Xolá se
habían integrado a la nueva organización, dijo, «sólo dos o tres patrulleros fueron llevados».
Es significativo que los ex patrulleros estén más dispuestos a invocar solidaridad en contra
del ejército y no en contra de la guerrilla, que en opinión de muchos sólo resultaba ser un
fantasma. Cuando le pregunté a la víctima de un secuestro por qué se había organizado la patrulla,
su respuesta fue: «Porque había comisionados militares en cada aldea, porque tomaban guaro y se
aprovechaban de la gente, acusaban a la gente de ser guerrillero y los llevaban atados al
destacamento. Entonces, formamos la patrulla para velar entre todos, para que ya no pueden ser
acusados de guerrilleros o se aprovechen de su dinero». Un ladino reconoció la intención
comunitaria de las patrullas, pero expresó menos satisfacción por sus resultados. «Nació antes de
Ríos Montt, en la comunidad de Xolá, para que no sigan más los secuestros y los muertos, para
vigilar, para estar unidos con el ejército y tener la paz del ejército, pero fue peor. Porque
salía a las comunidades para aprovecharse de ellas, para robar y hacer matanzas, grandes y
pequeñas».
Hasta la fecha, Ríos Montt no tiene en Uspantán el aura que ha tenido en la cercana región
ixil, donde su partido de ley y orden ganó miles de votos en los 90. Unos cuantos uspantanos
afirman que los secuestros cesaron durante su administración, entre 1982-1983. «Si no hubiera dado
el golpe de estado, Lucas nos hubiera acabado del todo», me dijo un anciano. Pero el Riosmontismo
es más débil que en la región ixil, y surgen objeciones con más frecuencia. «No, Ríos Montt no
cambió las cosas», me dijo un hombre que tuvo que huir de Uspantán bajo su régimen. «Bajo Lucas
García secuestraban a la gente y dejaban los cadáveres en el camino. Bajo Ríos Montt, secuestraban
a la gente y los enterraban». «Ya está preparado el hoyo, despídete de tu casa porque ya no vas a
volver aquí», le dijeron los patrulleros civiles. «Ríos Montt mejoró la situación un poquito»,
concedió un activista de derechos humanos. «Declararon la amnistía, muchos patrulleros subieron a
agarrar a la gente, muchos huyeron y fueron baleados. Entonces, se aprovecharon. La violencia
siguió no más. No es cierto que se calmó con Ríos Montt».
Si pocos uspantanos asocian al dictador evangélico con una reducción dramática de la represión,
la razón podría ser que los comandantes militares de la zona no cambiaron la política del régimen
anterior, ni siquiera según los estándares de guatemaltecos acostumbrados a las dictaduras.
Un personaje recurrente de los relatos de Uspantán es un capitán Sosa que manchó el nombre de
varias administraciones militares. A menudo estaba bravo. Dicen que robó los materiales para la

79
reconstrucción de el pueblo después que éste fuera golpeado por un terremoto. Y se le acusa de
utilizar los mismos métodos de antes, aunque con menos víctimas. Oí hablar de prisioneros
desconocidos que estuvieron cautivos en el hoyo del destacamento militar incluso en 1984-1985.
Poco después de organizar las patrullas civiles, el ejército se volvió contra sus colaboradores
más sangrientos, tal vez para evitar una reacción popular. Una de esas cabezas de turco fue el
terrible trío de los Aarones. Finalmente dejé de preguntar por los tres hermanos, ya que las
historias acerca de ellos eran repugnantes. «Tenían al marido amarrado, violaban a la mujer y
después baleaban al señor, así era su modo. Dicen que cuando tenían en un cuarto de su casa a
alguien que iban a victimar, tocaban la campana de la Iglesia Católica para que la gente se
reuniera. Y el que no llegaba, lo mandaban a traer y corría la misma suerte». En una ocasión
empaparon a dos hermanos con gasolina y les prendieron fuego en el patio lleno de niños de una
escuela, «'para ser ejemplo, para que los niños no se metan con la guerrilla'. Frente a otro grupo
de horrorizados espectadores, ejecutaron a un adolescente denunciado como guerrillero, aunque
sabían, porque era su propio primo, que era retardado mental».
Pocos días después de que los Aarones mataran a su primo, el ejército les desarmó. Las
historias acerca de lo que sucedió después varían, pero cada versión es narrada con cierta
satisfacción. Según el padre de una víctima, su captura fue ordenada por el propio Capitán Sosa.
«Dicen que los pasó amarrados por todas las aldeas, para que ellos mismos dijeran lo que habían
hecho. Resultó que cada vez que se presentaban en las plazas, la gente pedía que los mataran, y el
ejército los manguereaba. Pasaron por todas estas plazas, Chipaj, El Pinal, San José el Soch, de
allí los regresaron, y se sabe que los tenían en una bartolina. Este Sosa los consignó al tribunal
militar. Se dice que había un teniente en la zona de Cobán, y dicen que tenía relaciones amorosas
con una hermana de los Aaron. Dicen que este teniente luchó para que no los fusilaran, porque el
ejercito aquí los hubiera matado». Cuando los sobrevivientes preguntaron al capitán Sosa que
debían hacer si regresaban, su respuesta fue: «Si los ven, mátenlos».
El ejército también se volvió contra un ladino al que algunos acusaban de la masacre de
Calanté. Oralio Cano tenía fama de robar dinero, pollos y tierras. Si sus víctimas no cooperaban,
las denunciaba por subversivas. Finalmente el ejército decidió que ya era suficiente y le dio
veinticuatro horas para salir del pueblo. Las historias acerca del destino de Oralio también
varían, pero todas están contadas con el mismo placer tenuemente disfrazado. Según una de las
versiones, cometió el error de regresar a Uspantán para la Semana Santa, el ritual anual de la
muerte y resurrección de Cristo que tanto celebran los guatemaltecos. Por desgracia para el
elegante Oralio, a sus vecinos les recordó tanto a Judas que trataron de lincharlo. Según otra
versión, murió de los golpes proporcionados por emigrantes furiosos de Uspantán en el Ixcán, y
según otra versión más, lo mataron a golpes en Alta Verapaz cuando trataba de repetir lo que había
hecho en su pueblo. La versión más completa del destino de Oralio la proporcionó un familiar suyo
que decía que éste había estado dos años preso. Cuando es puesto en libertad, se va a los Estados
Unidos, pero no puede encontrar trabajo. A su regreso, los vecinos le invitan a beber con ellos en
la casa de un familiar y lo golpean. Luego se va a vivir al Ixcán, donde los uspantanos lo vuelven
a golpear. Finalmente, muere después de una operación de próstata. Fuera cual fuese la versión,
las víctimas de Oralio logran pagarle con la misma moneda.
Las historias acerca de la caída de los vigilantes sugieren que incluso si cometían crímenes
espantosos, éstos no destruyeron la capacidad de protesta. Ello también resulta evidente en las
historias acerca de la oposición a las patrullas civiles. Después de 1985, bajo una nueva
constitución nacional, el ejército ya no podía obligar a los hombres a hacer el servicio. Sin
embargo, cuando visité Uspantán por primera vez cuatro años más tarde, la patrulla seguía siendo
obligatoria en algunas aldeas. «La gente todavía tienen miedo a los orejas que dicen que si uno no
patrulla, va a estar en la lista, así que muchos siguen haciendo la patrulla», dijo un activista
de derechos humanos. «El que menciona los derechos humanos es de la subversión», decían los
oficiales a los patrulleros, ya bien entrada la década de los 90.
Algunos de los patrulleros más dedicados contribuyeron al eclipse de la institución
aprovechando sus rondas nocturnas para cometer robos. El más notable fue un técnico de reparación
de radios convertido en vigilante y jefe de la patrulla civil, con tanta influencia que se
enfrentaba a los oficiales del ejército. «Eugenio Juárez se dedicaba a sacar ropa de los locales
de los comerciantes», declaró una fuente. «Después montaba una balacera y decía que había sido la
guerrilla». Cuando los comerciantes k'iche's se quejaron al comandante local del ejército, Eugenio
apeló a los coroneles de Santa Cruz del Quiché. Sugiriendo la influencia de Eugenio con los
militares, circulaban historias acerca de oficiales que trataron de ayudarle a salir de apuros
incluso después de que los comerciantes k'iche's del pueblo convencieron a la policía nacional
para que lo arrestaran. Cuando finalmente fue llevado a juicio, un coronel que estaba reclutando
testigos a la fuerza entre la patrulla civil, les dijo: «Todas las cosas que ustedes vieron en
1980, 1981, 1982 y 1983 ustedes las van a negar. Si no, van a quedar en el lugar de Eugenio.»
Finalmente, la exhumación de algunas de sus víctimas le valió una sentencia de ocho años de
cárcel.
Incluso en las aldeas, las patrullas activas acabaron en 1992, luego de que el comandante de
Uspantán muriera en un enfrentamiento con la guerrilla. Según otra alegoría, los uspantanos no
atribuyen su muerte a un simple accidente bélico. En vez de robar comercios, sobornar dinero o
delatar a las víctimas que se negaban a pagar, dicen que él y sus hombres habían capturado y
matado a una muchacha de quince años que hacía de correo para el EGP. Se dice que la quitaron
Q.65.000, una acción comparable a la de robar la nómina de una mafia. Otro error del comandante
fue apartar Q.20.000 para él, dividir el resto entre dieciocho compañeros y tratar de ocultarle
los hechos a los otros patrulleros. De repente mejoró su nivel de vida. La división del botín
generó tal resentimiento que llegó a oídos del EGP. Un día de diciembre de 1992, la guerrilla
corrió la voz de que se encontraba en un cerro al oeste del pueblo y le retó a ir a pelear. Eso
hizo, pero se separó de sus hombres y su cuerpo apareció tirado sobre un tronco.
¿Por qué tanta brutalidad?

80
«Aquí, en la aldea el Desengaño, había 85 viviendas, haciendo un total de 500 a 600 familias
[personas]... Según datos recabados, muertos y desaparecidos asciende a 185. También
hubieron familias quemadas en sus propias ranchos [sigue a continuación una larga lista de
nombres]. Aquí sólo como 116 [Yo conté 123]. Como se puede ver, estos son las personas
víctimas de la violencia. Hay desplazados y algunos refugiados en México, cerca de 30 a 40.
Hay todavía mas personas pero no pude recordar a todas. Estos asesinatos fueron por parte
del Gobierno y los patrulleros.» –Nota escrita por una viuda, 1994.
En Uspantán la destrucción de aldeas y el desplazamiento de refugiados no fue tan masivo como
en la región ixil, en occidente. Pero fue importante. Entre las aldeas que fueron completamente
destruidas se encuentran Chimel, El Desengaño, San Pedro La Esperanza y San Pablo El Baldío.
«Desaparecieron todos los de antes. Algunos se murieron, otros se fueron. Sólo los molinos y las
piedras quedaron, pero quebrados». Todos estos lugares eran comunidades de colonos,
predominantemente indígenas, pero sólo San Pablo tuvo un conflicto serio con un finquero ladino,
lo que sugiere que éste no fue el principal motivo de su destrucción. Más bien, compartían una
ubicación desafortunada, en las montañas y a lo largo de un corredor del EGP, lo que dio al
ejército razones para creer los rumores de que estaban «organizados».
Entre las aldeas que sólo fueron parcialmente destruidas se incluyen Calanté, Macalajau, Laguna
Danta y Caracol, debido, probablemente, a que algunos de sus habitantes cooperaron con el ejército
desde fecha temprana. Entre las aldeas que no fueron quemadas se incluyen Los Canaques (mitad
ladina), Joya Larga (que también era bastante ladina), la Finca Los Regadíos (propiedad de la
familia Brol) y Xolá (que era predominantemente indígena, pero que también estaba muy cerca del
pueblo). Las pequeñas fincas de Soch quedaron en ruinas. Los García y los Martínez no podían pagar
los altos intereses de los préstamos necesarios para reconstruir y la mayoría de sus trabajadores
buscaron su sustento en otro lugar.
El primer hombre que conocí de Chimel dijo que allí casi todo el mundo había muerto, cien de
ellos asesinados por el ejército y sus colaboradores, y otros 250 de hambre. Sólo habían
sobrevivido unos veinte, afirmó. Afortunadamente, pronto conocí un número muy superior a éste. El
censo del INTA de 1978 proporciona los nombres de los setenta y nueve mujeres y hombres que
encabezaban cada uno de los hogares del reclamo de Vicente, junto con el número de niños que
todavía vivían con ellos (142), sumando una población total de 221.{8} Cuando dos sobrevivientes
repasaron conmigo la lista de setenta y nueve individuos dijeron que uno había muerto por
enfermedad, veintiuno habían muerto durante la violencia y treinta y ocho seguían con vida.
Ignoraban el destino de los otros diecinueve. Un tercer sobreviviente corroboró la información
proporcionada por las dos primeras fuentes, y añadió algo más. De las diecinueve personas cuyo
paradero desconocían, dijo que cuatro habían muerto en la violencia. De los otros quince, reportó
que dos habían muerto por enfermedad, un tercero por motivos que ignoraba, y creía que los otros
doce seguían vivos. Esta información sugiere que cincuenta de las setenta y nueve personas
nombradas en el censo de 1978 seguían vivas, veinticinco habían muerto por la violencia y los
otros cuatro habían muerto por otras causas o por causa desconocida.{9}
Posiblemente los lectores hayan tenido dificultades para comprender la avalancha de violencia
de los dos capítulos anteriores. Si Uspantán era un lugar relativamente pacífico, ¿cómo es posible
que la ejecución de dos ladinos desatara tanta brutalidad? Puesto que gran parte de las muertes
habían sido autorizadas por el ejército, veamos ahora el problema desde el punto de vista de los
militares, que generalmente estaban en Uspantán sólo durante breves periodos de servicio, y
consideremos por qué reaccionaron con tanto sadismo a los ataques de la guerrilla. Los académicos
y los activistas han dedicado años a lidiar con este problema, como hacen siempre que un medio
aparentemente pacífico se convierte en una carnicería. Un argumento, defendido por el movimiento
revolucionario, es que un régimen de finqueros y militares no estaba dispuesto a tolerar ninguna
manifestación de independencia económica por parte de los campesinos. Por lo tanto, el simple
hecho de que los indígenas estuvieran organizando cooperativas era suficiente para desencadenar la
represión, con el fin de expulsarlos de sus tierras y absorberlos como fuerza de trabajo para las
fincas.
Esta es una explicación que se basa en la política económica, pero no es muy acertada en el
caso de Uspantán ni en el de la región. Los finqueros tenían poco interés en la mayor parte de la
tierras que permanecían en manos de los mayas; era demasiado marginal. Para confirmarlo está el
hecho de que sólo en contadas ocasiones los finqueros se aprovecharon de la represión de los años
80 para expropiar tierras a los campesinos (siendo un ejemplo de esto el propio Chimel, como
veremos en el capítulo 18). Es cierto que la guerra fomentó el conflicto agrario, pero la mayoría
de los pleitos fueron entre campesinos desplazados por la violencia. En cuanto a la presunción de
que ni militares ni finqueros estaban dispuestos a tolerar que los campesinos prosperaran, algunas
de las áreas mayas más florecientes, como el departamento de Totonicapán, escaparon en gran medida
a la violencia. Lo que tenían en común las áreas más golpeadas era un factor minimizado por el
argumento político-económico: la organización clandestina de la guerrilla.
Si a menudo la represión era una reacción a los movimientos de la guerrilla, ¿por qué fue tan
extrema, hasta el punto de forzar, contraproducentemente, a muchos campesinos a unirse a la
guerrilla? El racismo de los ladinos hacia los indígenas es otra explicación común, pero no tiene
mucho alcance puesto que el ejército podía tratar de la misma manera a los campesinos ladinos,
como se demostró en el oriente de Guatemala en los años 60. Cualquier duda al respecto debería
desvanecerse ante la exhumación de Dos Erres, la aldea del Petén donde, en 1982, el ejército mató
a un mínimo de 250 ladinos. La divulgada idea de que la violencia de Guatemala fue un «holocausto
étnico» elude un factor crucial de la represión, que fue una reacción a la insurgencia, así como
el hecho de que los patrulleros civiles indígenas desempeñaron un papel importante en la
estrategia militar.
Otra explicación de la brutalidad del ejército es la cultura institucional de su cuerpo de
oficiales, una versión especialmente venenosa de la tendencia autoritaria dentro de la cultura
latinoamericana. Un modo de entender la subcultura es en términos de la ideología del honor

81
masculino, que convierte la tolerancia y el compromiso en ausencia de virilidad. Otro es en
términos de las instituciones políticas históricamente débiles que no permiten confiar en que los
opositores seguirán las reglas del juego. Las instituciones políticas débiles impiden que arraigue
la idea de una oposición leal, la oposición se percibe como enemigos contra los cuales se
justifican todos los medios. La cultura política, de hecho, ayuda a explicar lo que sucedió en
Guatemala, pero podría resultar difícil encontrar una tradición cultural en la que no se haya dado
este tipo de conducta.
Hay otras dos explicaciones más precisas para la brutalidad. La primera, frecuentemente
ignorada por los analistas que simpatizan con la guerrilla, es la paranoia generada por una guerra
irregular en la que los insurgentes parecen fundirse con la población civil. No importa si
realmente son campesinos durante el día y guerrilleros por la noche. La simple percepción de que
los civiles apoyaran a la guerrilla es suficiente para que éstos fueran identificados como el
enemigo invisible. Al afirmar representar a una población civil que normalmente ha estado callada,
aterrorizada y dividida, los insurgentes enturbian la diferencia entre ellos y los no
combatientes. Esto no justifica las represiones del gobierno contra los no combatientes, pero
sugiere por qué son una probabilidad sociológica.{10} También explica porque son tan arriesgadas
las guerrillas para el movimiento que las practica. Más tarde o más temprano, es probable que los
civiles empiecen a darse cuenta de que sus supuestos defensores los están utilizando como carne de
cañón.
Sólo los controles institucionales fuertes pueden impedir que soldados furiosos confundan al
enemigo invisible con la población visible. El ejército de Guatemala tenía una estructura de
comando centralizada, pero en los años 80 no se hacían muchos esfuerzos para evitar la matanza de
los no combatientes. Al contrario, el ejército aprendió que el terror funciona, otra razón por la
cual la brutalidad hacia los no combatientes es tan característica de la guerra «popular»
irregular. Citando a Mao Zedong, los oficiales del ejército decían que si los guerrilleros fueran
peces nadando en un mar de campesinos, ellos secarían el mar.{11} De modo que las masacres se
convirtieron en una política, no sólo fueron una reacción a las emboscadas de la guerrilla. La
práctica de culpar colectivamente a los civiles cercanos tuvo varias ventajas. Además de eliminar
a colaboradores actuales, provocaba la huida de otros campesinos que podían sentir la tentación de
seguir su ejemplo, y además intimidaba a otros para que se convirtieran en informantes del
ejército. Puesto que el ejército tenía las riendas del poder en la capital, no era muy necesario
esconder los cadáveres. En cuanto a los sobrevivientes que fueron empujados al movimiento
revolucionario, típicamente su número era muy inferior de los que lograban disuadir.
Cuando la guerrilla llegó a Uspantán, el ejército ya era una experta máquina de matar,
totalmente lista para tomar represalias contra posibles colaboradores civiles porque sabía que ese
era el medio de derrotar a su verdadero enemigo. Indudablemente los oficiales que dirigieron las
matanzas albergaban actitudes racistas hacia los indígenas. Indudablemente creían que estaban
defendiendo a la patria de la conspiración comunista internacional. Indudablemente estas ideas
facilitaron la matanza de grandes números de personas. Pero es posible que tuvieran otros
pensamientos en mente, ya que la brutalidad hacia los civiles es el resultado predecible de toda
guerra irregular.{12}

Notas
{1} Huggins 1991.
{2} Burgos-Debray 1984:121, 133-134.
{3} Para un relato fascinante de este proyecto pastoral de los años 90, véase Falla 1995.
{4} OSM-CONFREGUA y Jornadas por la Vida y la Paz.
{5} Según un hombre que estuvo a punto de pasar frente a los encapuchados, el tiroteo empezó
cuando un joven que acababa de ser identificado como subversivo se fugó. Según una mujer del
mercado, los soldados gritaron «Todo el mundo al suelo» antes de disparar y sólo dispararon a los
que estaban huyendo. Ella cree que el ejército se llevó a diecisiete personas en el camión y que
mataron a otras sesenta que trataban de huir. Según un informe de derechos humanos (Davis and
Hodson 1982:50), murieron unas sesenta personas.
{6} «Masacre de Macalajau, Uspantán, 14 de febrero de 1982-14 de febrero de 1992», volante
distribuido en una misa conmemorativa. Véase también «Masacre en El Quiché matan a 53 campesinos»,
Noticias de Guatemala, 5 de marzo de 1982, págs. 11-15.
{7} «El pueblo se hace guerrilla: Huehuetenango», Noticias de Guatemala, 20 de octubre de 1981,
págs. 4-7.
{8} Puesto que otras personas vivían cerca, aunque fuera de los límites reclamados por Vicente
y su grupo, la cifra total podría acercarse a los 370 calculados por mi primera fuente de Chimel.
{9} De los veinticinco que fueron reportados muertos durante la violencia, veinte eran hombres
y cinco eran mujeres. Cuatro murieron en la embajada (los otros dos muertos de Chimel no aparecen
en el censo). Otros diez fueron ejecutados por el ejército o sus auxiliares, o desaparecieron en
su poder. Se presume que otro, que fue encontrado muerto, también había sido matado por los
vigilantes. Se dice que otro fue muerto por la guerrilla. Otro más murió a manos del ejército o
murió de hambre (mis fuentes no se pusieron de acuerdo), junto con otros ocho que murieron de
hambre, hasta un total del treinta y dos por ciento de los jefes de familia. En cuanto a los
niños, dada la ausencia de nombres, mis fuentes tuvieron mucha más dificultad para recordar su
destino, pero se acordaban de que por lo menos unos cuantos murieron violentamente y muchos más
murieron de hambre. Aparte de las diez viudas que sobrevivieron, también hubo setenta y cinco
huérfanos que vivían con sus padres durante el censo de 1978. De estos, treinta y siete perdieron
a uno de sus progenitores, once perdieron a su único progenitor y diecisiete perdieron a ambos. De
los diecisiete niños que perdieron a ambos padres, murieron por lo menos siete.

82
{10} Wickham-Crowley 1991:82-89.
{11} En realidad, no era necesario vaciar el campo de campesinos para destruir la base de apoyo
de la guerrilla, ya que los campesinos no apoyan una insurgencia sólo porque se sientan atraídos
por su programa político. Los campesinos también son muy sensibles a los cambios de equilibrio en
el poder, es decir, a quién deben someterse para evitar males mayores. Si los campesinos mayas
cooperaban con la guerrilla porque la temían, el ejército les dio un motivo para que le temieran
más a él. Matando a más campesinos que los que mataba la guerrilla, el ejército haría que los
campesinos se dieran cuenta de que tenían menos que perder colaborando con el bando más fuerte y
homicida.
{12} Para otro ejemplo que corrobora este punto, véase Fellman 1989, que describe las
consecuencias de la guerra irregular en un medio evangélico, igualitario y étnicamente homogéneo,
en los Estados Unidos del siglo diecinueve. Van Creveld 1991 explica cómo la movilización de
civiles para formas «populares» de guerra ha contribuido a convertirlos desde la Primera Guerra
Mundial en el número mayoritario de víctimas.

83
Tercera Parte. La hija de Vicente y la
reinvención de Chimel

Capítulo 11
¿Dónde estaba Rigoberta?

«Ya cuando fui grandecita, mi papá lamentaba mucho que yo no fuera una alumna o una mujer
que aprendiera muchas cosas. El siempre decía, desgraciadamente, si te pongo en una escuela,
te van a desclasar, te van a ladinizar y eso no quiero para tí y por esta razón no te pongo.
Quizás hubiera tenido mi papá la oportunidad de darme una escuela a los catorce años, a los
quince años. Pero no podía, porque sabía las consecuencias y las ideas que me iban a meter
en la escuela.» –Me llamo Rigoberta Menchú, págs. 215-216 (ed. Arcoiris).
Ahora que la comunidad de Rigoberta ha sido engullida, es posible que los lectores se pregunten
qué pasó con la figura central de nuestra historia. ¿Por qué ha pasado prácticamente desapercibida
una persona que jugó un papel tan activo en Chimel? La razón, según aquellos que la conocieron, es
que Rigoberta no vivió allí desde mediados de los 70. La narradora de Me llamo Rigoberta Menchú es
muy recordada, pero no como catequista u organizadora. En una sociedad campesina dirigida por los
ancianos, en la que las niñas son sometidas a una estrecha vigilancia cuando llegan a la pubertad,
sería muy insólito que una persona de su edad y género tuviera el papel de liderazgo que ella
describe. Sí destacaba de otras muchachas mayas en un aspecto. Aunque a menudo Rigoberta ha dicho
que creció monolingüe y analfabeta, no es así como la recuerdan en Uspantán. Lo que la distinguía
era que las monjas católicas se la habían llevado a varios internados. En Uspantán esto no sólo no
es un secreto, sino que todos los que se acuerdan de Rigoberta afirman que se fue de Uspantán para
ir a estudiar. Su educación goza de tan alta estima que algunos creen que incluso llegó a la
Universidad de San Carlos.
Si uno lo observa detalladamente, Me llamo Rigoberta Menchú hace algunas referencias a su vida
escolar en un colegio de monjas. Pero estas alusiones se ven opacadas por la repetida afirmación
de que nunca ha ido a la escuela y que sólo recientemente ha aprendido el castellano, como si esto
fuera un motivo de orgullo. En la misma línea, Rigoberta cuenta como su aldea despidió a dos
maestros del gobierno, para impedir que alienaran a los niños con una educación ladina, y que su
padre se niega a mandarla a la escuela.{1} Lo que yo oí en Uspantán fue diferente. Al igual que
muchos líderes campesinos, Vicente Menchú apreciaba el valor de la educación y trataba de
obtenerlo para sus hijos. A finales de los años 70, una maestra del gobierno trabajó en Chimel
hasta que la violencia la obligó a marcharse.
Antes, durante la niñez de Rigoberta, las oportunidades educativas en Chimel eran bastante
limitadas, hasta el punto de que hay quienes niegan que llegara a haber. Otros dicen que hubo
campañas de alfabetización patrocinadas por la Iglesia Católica. Uno de los primos de Rigoberta me
dijo que había sido su animador durante cuatro años, hasta que las monjas se la llevaron para que
prosiguiera sus estudios. Las limitaciones de la memoria impiden especificar fechas, pero el
testimonio local deja claro que asistió a un total de cuatro escuelas. Según dos de sus hermanos,
Rigoberta salió de Chimel a los seis o siete años. Uno recordaba que, cuando la enviaron al
internado católico de Chichicastenango, al sur de El Quiché, «lloró mucho cuando se fue. Rigoberta
se pegó una enfermedad en los ojos, por rascarse mucho, pero poco a poco se curó. Pasó un año y
medio en Chichicastenango».
Después Rigoberta regresó unos años a Chimel antes de seguir su educación desde los doce a los
catorce años (1971-1973), esta vez en Uspantán. Según todo el mundo, sus estudios fueron
patrocinados por la Orden belga de la Sagrada Familia, que se especializaba en la educación de
muchachas jóvenes. A veces vivía en el convento, a veces con familiares en la cabecera municipal.
También trabajó para, por lo menos, dos mujeres ladinas. Una era amiga de su madre, que le
consiguió el trabajo sirviendo en un comedor. No pude entrevistar a la otra patrona ya que su
esposo y ella murieron a finales de los 80 cuando un borracho lanzó una granada al interior de su
cantina.
Entre las actividades de Rigoberta hubo un grupo juvenil católico que se reunía todas las
semanas: «La conocí en 1972, 1973 y 1974», recordó un compañero de estudios. «Era decente, jugaba
basquetbol, tiraba sus canastas, venía todos los sábados, bajaban (de la aldea) para recibir
clases de religión en la parroquia. No sabía de política, pocos la conocían. En este momento
muchos no sabían de política». Según otro miembro del grupo de jóvenes, «era muy inteligente, muy
activa, muy servicial, hacía amistades con la gente muy rápido y colaboraba mucho. Si había que
barrer, ella lo hacía. Si había que iniciar algún juego, ella lo hacía... El castellano lo hablaba
tranquilamente y bien... No era ni muy pobre ni muy acomodada. Era mediana.».
Las monjas también patrocinaron los estudios de Rigoberta en la escuela primaria del gobierno,
a dos cuadras de la casa parroquial. Cuando le pedí al director que confirmara las fechas, él
recordó haber visto su nombre en un registro y nos pusimos a buscarlo. Lamentablemente, los
registros estaban desordenados y nunca lo encontramos. Pero tanto él como una compañera de
estudios recordaron que su profesor había sido el difunto Pompilio Gómez. Rigoberta es recordada
como la mejor estudiante de su clase. Después de cursar primero y segundo grados en Uspantán, el
siguiente paso de su educación fue el Colegio Belga, en el centro de la Ciudad de Guatemala.
Administrado por la misma orden de monjas que servían en Uspantán, el colegio es una reconocida
escuela de secundaria para señoritas de familias ricas. También destacó por su trabajo social en

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Uspantán, lo que lo convierte en una de las instituciones solidarias en las que Vicente Menchú y
su delegación expresaron sus protestas de camino a la embajada española.
Cuando visité el colegio en 1991, un administrador me dijo que Rigoberta sólo había trabajado
allí durante unos meses, que nunca había estudiado en él. Cuatro años después, luego de ciertos
titubeos, otro administrador reconoció que Rigoberta había completado allí dos años de escuela
primaria. Según varias compañeras de clase, trabajaba a cambio de alojamiento y comida mientras
hacía progresos en un programa acelerado para muchachas de más edad. Ocupada desde el alba hasta
avanzada la noche, sus compañeras y ella empezaban el día asistiendo a misa, luego se ponían a
estudiar, antes de limpiar y trapear las habitaciones de las «estudiantes con dinero». Es posible
que esto ayude a explicar su desdeñoso retrato del trabajo domestico para ladinos ricos.
Las compañeras de estudio afirman que a finales de los 70 Rigoberta pasó por lo menos dos años
en el Colegio Belga, los cuales le permitieron avanzar de tercero a sexto grado. Es posible que
pasara un año más en el colegio, simplemente trabajando. Después las monjas la enviaron a otra de
sus instituciones, en el próspero pueblo ladino de Chiantla, en Huehuetenango. El Colegio Básico
Nuestra Señora de la Candelaria es una instalación amurallada que ocupa toda una manzana. Siendo
un internado femenino exclusivo, reúne a muchachas mayas de diferentes lugares del altiplano con
unas cuantas ladinas. Dada la represión y el desgobierno de finales de los 70, la escuela pudo
haber sido un semillero político. Evidentemente, las fuerzas de seguridad pensaban que lo era. Sin
embargo el alumnado que yo entrevisté, seis en total, afirmó que no lo era. La única actividad
política que describieron fue la de acompañar a las monjas en expediciones de caridad, para
repartir ropa y alimentos entre los pobres.
Por lo demás, las monjas aislaban a sus estudiantes del mundo exterior con un régimen estricto.
Confinar en internados a los jóvenes indígenas es una antigua práctica católica que con frecuencia
ha sido acusada de desculturizar a éstas. En el caso de las estudiantes femeninas, una de las
razones para internarlas es impedir que queden embarazadas. Las monjas esperaban guiar a algunas
de sus alumnas a una carrera célibe en la Sagrada Familia. Por otra parte, nada sería más
vergonzoso que devolverlas con un bebé a unos padres que desde un comienzo habían desconfiado de
la idea de educar a sus hijas. Los novios, por lo tanto, eran anatema. Las muchachas tenían una
hora de libertad semanal para ir al mercado. Según una de las alumnas, incluso les leían la
correspondencia. «Estábamos bajo llave», dijo otra.
Varias compañeras de estudio me dijeron que en ambos internados Rigoberta se había interesado
por la política. Pero con escaso acceso al mundo exterior, había poco de qué protestar excepto de
las mismas monjas. «Siempre tenía la idea de luchar para los menos afortunados. Y también por
injusticias, nos sublevamos un poco contra las madres por cuestionar cosas como la comida, el
horario, los castigos. Era duro el internado, las madres tenían lo mejor para ellas. Si ellas se
dedicaban a nosotras, ¿por qué hay tanta diferencia? Si algún catedrático no nos enseñaba bien,
nos ponía demasiada tarea, protestábamos. Por eso nos hicimos más criticas con la realidad, esto
nos unía. Nos unía la idea de luchar en contra de las injusticias. Quizás éramos algo líderes».
Según esta amiga, Rigoberta nunca habló del Comité de Unidad Campesina. Más bien, quería ser
una madre. «No para ser profesora, ni para tener una carrera, pero para llevar una vida cristiana,
para ser buena gente. Quería ser religiosa, estudiaba hasta las 11 de la noche o las 2 de la
mañana». A diferencia de sus otras compañeras, asistía a misa diariamente. Sin embargo, si es que
veía en sus tutoras un modelo a seguir, se desilusionó de ellas. «Al principio, Rigoberta quería
ser monja», dijo otra compañera suya, «pero al ver las desigualdades, se quitó las tintas y hacía
comentarios fuertes».
¿Podría ser que la sedición estudiantil fuera el primer síntoma de la conciencia revolucionaria
de Rigoberta? Ciertamente las referencias al clero católico de su testimonio de 1982 manifiestan
sentimientos contradictorios de gratitud y hostilidad. Pero, ¿qué hacía durante los tres meses de
vacaciones anuales, entre octubre y enero? Alejada del régimen del internado, pudo haber tenido
libertad para convertirse en activista política. Pudo haber sido el vínculo perdido entre su padre
y los estudiantes revolucionarios de la Universidad de San Carlos. Incluso es posible que
trabajara para la insufrible señora de clase alta, que es uno de los caracteres memorables de Me
llamo Rigoberta Menchú.
Una compañera de estudios me dijo que Rigoberta pasaba sus vacaciones en el Colegio Belga,
donde seguía trabajando para pagarse su estancia. Otra compañera recuerda que, durante las
vacaciones de Chiantla, que empezaron en octubre de 1979, Rigoberta apremió a sus compañeras para
que volvieran con ella a la capital, y no para participar en protestas políticas, sino para
trabajar una vez más en el Belga, ganar dinero para el próximo año y pasar Navidades en la
capital. Si así fue, Rigoberta y sus amigas pasaron su último año de vacaciones escolares en el
Colegio Belga, en el centro de la capital, a escasas cuadras de donde su familia acababa de
arriesgar su vida protestando por el secuestro de Petrocinio. Luego Rigoberta y sus amigas
regresaron a Chiantla entre el 13 y el 15 de enero de 1980, justo cuando su padre y sus hermanos
llegaban a la capital para protestar por segunda vez.{2}
La última visita a casa
«Llegaron momentos amargos, que tenía que enfrentar. En primer lugar, cuando cayeron, salió
la noticia y dijeron que eran irreconocibles. Yo pensaba que allí estaba mi madre, mis
hermanos. Lo que yo no aceptaba era de caer todos juntos... Yo no soportaba esto. No era
posible que yo sola me quede. Incluso deseaba morir.» –Me llamo Rigoberta Menchú, pág. 211
(ed. Arcoiris).
La educación de Rigoberta la había apartado de su familia en el momento de su destrucción. Los
parientes no se ponen de acuerdo sobre la fecha de su última visita, quizás porque la vieron por
última vez en diferentes ocasiones. Se percibe cierta distancia emocional (nada extraño en una
joven de diecinueve años) en la declaración de un hermano suyo que recuerda que la última vez que
estuvo de visita fue en 1978. Sin embargo evocó el momento con cariño: «su forma de hablar ya no
era de nosotros. Podía hablar bien en castilla, todas las cosas podía hablar bien... Ella nos

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regañaba para que hablemos correctamente, siempre nos comparte el estudio que está estudiando
ella. Donde estuvimos no había ladinos, no hablamos bien en español, lástima que no pudimos
estudiar... Siempre nos enseñaba, como aquí en familia. Siempre estábamos captando, en caso de que
hay algún tribunal o demanda. Siempre nos explicaba las cosas. Cuando ella se iba, siempre
quedábamos tristes».
Una hermana recordó que la última visita de Rigoberta había sido cinco meses antes de la muerte
de su padre. Eso sería en setiembre de 1979 (o un mes después, al inicio de las vacaciones
escolares de octubre a enero). «Mi papá sólo andaba escondido en ese tiempo porque sus enemigos
querían matarlo», me contó la hermana. «...Ya viniste», le dice Vicente a su hija, mientras se
sienta en una silla para recibirla, en el pueblo, no en Chimel. «Voy a morir, mis enemigos me
persiguen». Sus dos hijas lloran. «Me van a balear», añade Vicente. «Pero tú vas a lograr tus
estudios». Si estas fueron las últimas palabras que Rigoberta oyó decir a su padre, explicarían
porqué ella no se unió a las protestas en la capital. También corroborarían su retrato de Vicente
como figura desafiante que sabe que sus días están contados.
En su historia de vida de 1997, Rigoberta sitúa su última visita a Chimel a principios de
octubre de 1979. Su padre no está en la comunidad, pero su madre sí está, deshecha por el destino
de Petrocinio y aliviada de verla con vida.{3} Aunque ésta fuera la última vez que Rigoberta puso
sus ojos en Chimel, aparentemente no fue la última visita al municipio. Según otro pariente, la
última vez que Rigoberta visitó Uspantán fue después de la muerte de su padre y de la desaparición
de su madre (por lo tanto, después del 19 de abril de 1980), pero sólo por un periodo breve, tal
vez de una semana, «Se dio cuenta de que podría estar perseguida y se fue otra vez».{4}
El dato más inconveniente con el que me crucé es una nota necrológica para Vicente Menchú. «Su
hija es actualmente perseguida», afirma una publicación revolucionaria fechada el 1 de abril de
1980, «por lo que tiene que andar escondida». Si esto es una referencia a Rigoberta (la única de
las seis hijas de Vicente que vivía fuera de Uspantán en aquella época), es la primera referencia
a ella en una publicación que yo haya logrado encontrar. Puesto que el mero hecho de ser una joven
indígena que recibe estudios podía atraer a los matones del régimen, puede que simplemente se
refiera a la posición vulnerable de Rigoberta en un internado.{5} Interpretado literalmente,
querría decir que ya estaba en la clandestinidad aun antes de la muerte de su madre,
contrariamente a los recuerdos de sus compañeras de estudios.
La huida de Chiantla
Según un maestro de Chiantla, el internado tiene registrado que Rigoberta terminó primero
básico en octubre de 1979, pero ningún indicio de que se inscribiera otra vez en enero de 1980.
Sin embargo cinco compañeras de estudio recuerdan que Rigoberta comenzó su segundo año escolar en
Chiantla y que lo dejó a mediados del curso, por lo que parece que su nombre fue tachado de las
listas escolares. No es difícil entender el motivo. Al igual que el resto de Guatemala, la escuela
de Chiantla estuvo sitiada a principios de los 80. Puesto que las monjas trabajaban en zonas
contrainsurgentes y formaban parte de un clero que reportaba violaciones a los derechos humanos,
estaban en el punto de mira del ejército. La directora belga de la escuela recibía amenazas
anónimas. Sin ninguna explicación, los soldados rodeaban el recinto durante uno o dos días.
Después se iban y regresaban más tarde. Las monjas decían a sus estudiantes que dejaran de
llamarse unas a otras compañeras, (lo cual podía ser interpretado como léxico guerrillero) y que
se tiraran al suelo cuando oyeran un silbido.
Fue en estas condiciones que Rigoberta dejó el internado una noche, sin previo anuncio y con
destino al exilio. Luego de ser informada de la muerte de sus padres, pasaba gran parte de su
tiempo sola en la capilla, de rodillas, llorando y rezando. «Yo no lo voy a dejar así», le dijo a
una amiga. «Tengo que ver qué voy a hacer». «Nos tomábamos la religión muy en serio. Realmente
creíamos que Cristo estaba allí, en la Eucaristía», explicó otra amiga, «así que cuando murieron
los miembros de su familia, se refugió en la capilla. Hubo momentos de rebeldía en los que gritaba
'¿por qué es que mi familia tiene que desaparecer?'»
Algunas de sus compañeras creen que los soldados rodeaban el internado buscando expresamente a
la futura premio Nobel. Según una de ellas, los soldados las habían estado observando
detenidamente en su procesión diaria desde el recinto residencial hasta los salones de clase,
junto a la iglesia. Luego, una noche las monjas prohibieron que hablaran durante la cena, mandaron
a las estudiantes a la cama e impusieron un apagón de luces. Esa fue la noche en la que
desapareció Rigoberta. Dijeron que estaba en la capilla, rezando por su familia. Pero nunca
regresó y al día siguiente las muchachas observaron que los soldados estaban más vigilantes
todavía, como si estuvieran buscando a alguien en particular. Citando las palabras de una
compañera de estudios: «Se desapareció. A los cuantos días nos rodearon no sé cuantos comandos,
buscando a alguien de apellido Menchú», y registraron todo el recinto en su busca.
El problema más obvio con esta versión de los hechos es que el ejército sólo registró el
internado de Chiantla en una ocasión, bajo el estado de sitio de Ríos Montt en 1982 o 1983. La
redada fue una experiencia traumática, los soldados pusieron en fila a las monjas y a las
estudiantes, como si se estuvieran preparando para lo peor.{6} Según otras dos compañeras de
estudios, Rigoberta abandonó el recinto una noche en la que los soldados no lo estaban rodeando.
Se acostó a la hora de costumbre, pero a la mañana siguiente la cama estaba hecha y sus cosas
habían desaparecido. Es posible que se despidiera de una sola amiga, que murió más tarde durante
la violencia. Las monjas jamás explicaron su desaparición y las estudiantes no se atrevieron a
preguntar. Supieron, por el personal de cocina, que habían sacado a Rigoberta inadvertidamente,
vestida con ropas de ladina, y que la habían llevado a la capital, donde le consiguieron un
pasaporte para que saliera del país.
Buscando a Bernardina
«Un día, hace como ocho años, me dijo que estaba en el parque de Mixco, pero no pudimos
llegar. Hace un año, una patoja dice que está viva, pero no sabe dónde. Estoy en la

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camioneta y veo a una muchacha que se parece a ella. Me volteé para ver si es ella.» –Madre
de una amiga de Rigoberta, 1994.
Encontrar a las antiguas compañeras de estudios de Rigoberta requirió un trabajo detectivesco.
Algunas resultaron estar viviendo a la vuelta de la esquina, mientras que otras aparecieron en la
red personal de un colega estadounidense, en otro pueblo, y otras más en una ciudad. No a todos
les agradó tener a un gringo llamando a su puerta para hacer preguntas acerca de su antigua
compañera. Una de ellas todavía ocultaba sus lecciones de estudios sociales de catorce años atrás.
Les doy las gracias a cada una de ellas por ayudarme. Eventualmente entrevisté a seis mujeres que
estudiaron con Rigoberta en Uspantán, Ciudad de Guatemala y/o Chiantla, además de a otras tres que
habían oído historias sobre ella.
Sin embargo, nunca logré encontrar a una compañera del mismo pueblo. Su tío no la veía desde
hacía años, pero tenía entendido que vivía en la capital. Seguramente su hermana tenía su
dirección, en otro pueblo, en una dirección confusa. Recorriendo todo el vecindario, encontré la
casa de la hermana. Allí no había nadie. Y tampoco la encontré en visitas posteriores. Después, un
día, en las oficinas capitalinas de las Comunidades de Población en Resistencia, me puse a hablar
con dos mujeres que tenían aspecto de ser de Uspantán. Resultaron ser la madre y la hermana de la
amiga de Rigoberta.
Bernardina Us Hernández era de la aldea de Macalajau. Su padre, Reyes Us Hernández, era un
promotor Behrhorst, al igual que dos de los hermanos de Rigoberta, y era por lo menos tan conocido
como Vicente Menchú. Todas las personas con las que hablé lo recordaban con afecto. Cuando un
terremoto derribó la escuela de la aldea, Reyes dirigió el comité para reconstruirla. También
encabezó el comité que restauró la capilla. Formó parte del comité de caminos de la aldea, dirigió
un almacén de la cooperativa y, con la ayuda del programa Behrhorst, fundó una clínica
comunitaria. «Reyes Us Hernández era rápido, elocuente y sabía decir lo que pensaba», recordó un
ex voluntario del Cuerpo de Paz. «Era muy respetado por su gente». «Esa gente luchaba mucho», me
contó un activista de derechos humanos. «Nos decía que esto es nuestro derecho, que trabajamos por
la ley. Pero otra gente lo llevaba mal, lo rechazaron y lo acusaron de ser comandante de la
guerrilla».
Reyes fue uno de los siete hombres que cayeron una noche de noviembre de 1980, víctimas del
primer ataque del ejército a Macalajau. Guiados por vecinos con las caras cubiertas, los soldados
derribaron la puerta de Reyes. Logró deslizarse fuera de la casa a través de un tablón suelto,
pero le dispararon por la espalda y le ultimaron con dos balas en la cabeza. Cuatro meses después
su hijo de diecisiete años, Daniel, era asesinado delante de su familia. Durante el mismo periodo,
otros seis hombres de su red familiar fueron agarrados y nunca más se los volvió a ver.
Al igual que Rigoberta, Bernardina finalizó su educación primaria en el Colegio Belga y pasó a
Chiantla. Compartía el interés de Rigoberta por la política y también se sintió obligada a dejar
el colegio después de la muerte de su padre, para ayudar a su madre y sus hermanos menores. Por
eso se refugió con ellos en el anonimato de la capital. Según la hermana suya que finalmente
conocí en 1994, Bernardina trabajaba como criada para mantener a su familia, mientras proseguía
sus estudios los domingos. Su hermana me dijo que había sido también simpatizante del Comité de
Unidad Campesina, pero no había sido miembro. Tres años después de la muerte de su padre, en
septiembre de 1983, Bernardina estaba haciendo un encargo para otra persona desplazada, cuando fue
arrastrada por hombres vestidos de civil al interior de un vehículo. Me pregunto si no habría sido
enviado a una misión clandestina, de la que tal vez estaba al corriente o tal vez no, que fue
delatada a las fuerzas de seguridad. Mientras luchaba con los secuestradores, su reloj cayó a la
calle. Más tarde la familia de Bernardina recuperó el reloj, pero ella nunca apareció. Por eso era
tan difícil dar con ella. Su destino sugiere porqué era importante que Rigoberta huyera a México.

Notas
{1} Burgos-Debray 1984.89, 114, 120, 162, 190, 205. La nueva biografía de Rigoberta, Cruzando
Fronteras, expresa gratitud a las madres de la Sagrada Familia, en particular, a la directora de
la escuela de Chiantla, Gertrudis, por brindarle su apoyo después de la muerte de sus padres. Sin
embargo, el internado sigue siendo un «convento» (Menchú et al. 1998:231-235).
{2} Otra compañera de estudios recordó que Vicente había ido a visitar a su hija en el Colegio
Belga la víspera de su muerte, una evocación fascinante que no interpreto literalmente, ya que
otras compañeras y la propia Rigoberta la sitúan lejos de la capital en este momento decisivo.
{3} Menchú et al. 1998:109-111.
{4} Una breve visita amedrantadora explicaría otra historia que escuché, que Rigoberta tuvo que
ocultarse en el pueblo con la familia de una amiga. Según una compañera de Chiantla, Rigoberta
tuvo permiso para abandonar el internado para ir a buscar a sus hermanas pequeñas, pero regresó
sin ellas ocho días después.
{5} «Semblanza de los caídos el 31 de enero», Noticias de Guatemala, 39, 1 de abril de 1980,
pág. 658. Un compañero uspantano de Rigoberta me dijo que su cohorte de estudiantes indígenas
incluía dos que terminaron primaria, cuatro que acabaron estudios de básico y dos que completaron
el bachillerato. A excepción de él, todos estaban muertos. Ninguno había participado en la
guerrilla, dijo, y todos habían sido secuestrados o arrestados entre 1980 y 1982.
{6} Una monja de la Sagrada Familia me ayudó a establecer que el cateo ocurrió después de la
salida de Rigoberta. Llegó a Chiantla cuando Rigoberta ya se había ido, luego vivió la experiencia
de la redada, que ella situó el 14 de junio o de julio, bajo Ríos Montt. Un compañero uspantano me
contó como la habían llevado al destacamento militar de Huehuetenango (de donde la liberaron
pronto) a causa de su asociación con Rigoberta.

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Capítulo 12
Rigoberta se une al Movimiento Revolucionario

«Yo me decía, no soy la única huérfana que existe en Guatemala, hay muchos y no es mi dolor,
es el dolor de todo el pueblo. Y si es el dolor de todo el pueblo, lo tenemos que soportar
todos los huérfanos que nos hemos quedado.» –Me llamo Rigoberta Menchú, pág. 261 (ed.
Arcoiris).
Cuando la futura laureada contó su historia en 1982, habló de sus años de experiencia como
organizadora política. Comienzan hacia 1977 cuando su padre pasa a la clandestinidad para
establecer el Comité de Unidad Campesina y ella ayuda a organizar Chimel en defensa de las
primeras incursiones del ejército. En 1979, se une a su padre como líder del CUC.{1} Eventualmente
las fuerzas de seguridad descubren su paradero y ella huye de Guatemala, después de las
manifestaciones del 1 de mayo de 1981 en la capital. Sin embargo, si Rigoberta estuvo interna
desde enero de 1976 o 1977 hasta mediados de 1980, no pudo haber sido una activista de ese tipo.
Aunque varias compañeras de estudios de Rigoberta hablan de su interés por la política, ninguna de
ellas fue capaz de recordar conversaciones acerca del CUC o de la militancia en la aldea. También
confirmaron su confinamiento durante este periodo, ya que sus labores domésticas en el Colegio
Belga le ocupaban la mayor parte de las vacaciones escolares entre octubre y enero.
¿A quién tenemos que creer, especialmente con respecto a estas últimas observaciones? La
educación de Rigoberta es algo innegable, pero a algunos lectores les parecerá inverosímil que no
haya tenido conexión alguna con la izquierda. Los estudiantes procedentes de medios rurales hacían
de puente entre los campesinos y los intelectuales urbanos, muchas veces a través de la Iglesia
Católica.{2} ¿Pudiera ser que las compañeras de colegio que entrevisté supieran más que lo que me
quisieron decir? ¿O que ignoraran los compromisos de Rigoberta? ¿O que le guardaran rencor por
algo? Sus actitudes hacia ella fueron muy diversas. Las que estaban familiarizadas con Me llamo
Rigoberta Menchú se sentían dolidas o perplejas de que negara sus años en común, mientras que
otras no sabían nada de la omisión hasta que yo les dije. Dos de ellas resentían la talla que
había alcanzado Rigoberta, otra estaba asombrada, y las demás se encontraban en un punto
intermedio. Sin embargo tenían muchos recuerdos en común, sobretodo el régimen estricto del
internado, a partir del cual llego a la conclusión de que Rigoberta estaba relativamente aislada
en cuestión política.
La trayectoria académica no reconocida de Rigoberta proporcionó las bases para su testimonio de
1982, donde dice que es el movimiento revolucionario quien la sacó a México. Detectada por los
soldados en «un pueblito de Huehuetenango,» se esconde en una iglesia. De allí huye a la capital,
donde busca refugio con unas monjas insolidarias que la explotan como criada, la prohiben que
hable con las estudiantes y la alimentan con los restos de sus platos. También la obligan a servir
a un refugiado nicaragüense que resulta ser colaborador de la policía secreta. Luego de quince
días de malos tratos y paranoia, sus compañeros del movimiento revolucionario, no de la Iglesia
Católica, la sacan en un avión para México.{3}
Recientemente, sin retractarse de nada, Rigoberta ha cambiado su historia en puntos que
coinciden con el testimonio de sus compañeras de estudio. «Gracias a mi contacto con los
religiosos», informó al semanario guatemalteco Crónica, «salí del país a mediados de 1980, y tuve
la oportunidad de participar en la conferencia de obispos de América, en Oaxaca, México, a la cual
asistían grandes personalidades como Samuel Ruiz [obispo de Chiapas] y el obispo [de Cuernavaca]
Méndez Arceo. Yo todavía hablaba el español a medias, y tal vez la gente entendió mi mensaje por
la angustia y la desesperación que me aquejaban. Esa vez sólo hablé del dolor que experimentaba
por la muerte de mis padres. Fue un testimonio que tocó la sensibilidad de muchos obispos, a tal
punto que cada uno me quería llevar para su país, pero yo me quedé con Samuel Ruiz, en Chiapas, y,
por vez primera, me olvidé temporalmente del trauma que llevaba conmigo. Luego, mis compañeros del
CUC me fueron a buscar y volví a Guatemala a principios de 1981. A finales de ese año, salí de
nuevo al exterior para hablar en una conferencia de cristianos, en Nicaragua, y ya no pude
volver.»{4}
Rigoberta sigue situando sus comienzos como militante del CUC a finales de los 70, y sigue
omitiendo su periodo escolar. Pero atribuye su huida de Guatemala a la ayuda de la Iglesia
Católica, no de los compañeros revolucionarios, y la sitúa en 1980 y no en 1981. En lugar de
permanecer en Guatemala hasta mediados de 1981, cuando es obligada a exiliarse por primera vez, su
nueva cronología indica que abandonó Guatemala a mediados de 1980, regresando a principios de
1981, se queda durante la mayor parte del año y después se embarca en su labor internacional. Si
después integramos al cuadro el periodo escolar de Rigoberta, que ocupa la mayor parte de su
tiempo hasta mediados de 1980, parece muy improbable que se uniera al movimiento revolucionario
antes de irse al extranjero.
¿Entonces cuándo y cómo se afilió? En México Rigoberta formaba parte de las decenas de miles de
guatemaltecos que buscaron refugio en el estado de Chiapas. El altiplano de Chiapas, que
perteneció a Guatemala hasta 1824, está poblado con mayas y se parecía a la tierra de Rigoberta
más que ningún otro lugar de exilio. A diferencia de los refugiados hambrientos que huyeron al
otro lado de la frontera y que pasaron más de una década en los campos de refugiados, Rigoberta
voló a la capital de México acompañada por una monja católica. En cuestión de días, impresionó a
una reunión de obispos católicos y fue acogida en el hogar de un campeón de la teología de la
liberación, Monseñor Samuel Ruiz.
Ruiz residía en la ciudad colonial de San Cristóbal de las Casas. Su hermana, Doña Lucha, trató
a Rigoberta como si fuera una hija, según la reciente autobiografía de esta última. La futura
laureada se convirtió en un miembro activo de la casa episcopal. Incluso organizó una fiesta de
cumpleaños para el obispo y escribió un poema en su honor. Trató de encontrar ayuda económica para

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proseguir sus estudios, recuerda un miembro de la diócesis, y daba pláticas en la Nueva Primavera,
una escuela dirigida por una orden mexicana llamada las Hermanas del Divino Pastor. Las monjas
impartían a las jóvenes campesinas cursos mensuales de alfabetización y enfermería. Puesto que
Rigoberta procedía de un ambiente similar, su función era la de reforzar el paradigma de
concientización del programa: es decir, que las estudiantes estaban oprimidas pero que podían
recibir una educación y unirse a otros para cambiar la sociedad. Al igual que la conferencia
episcopal a la que había asistido, la vida en San Cristóbal era otra oportunidad para que
Rigoberta contara su historia.
También era un semillero de intrigas revolucionarias. Cuando los campesinos guatemaltecos
empezaron a desbordar la frontera, Ruiz y su diócesis fueron los primeros en prestarles su ayuda.
Su proximidad con la frontera también hacía de Chiapas una base logística para la guerrilla
guatemalteca. Para bien o para mal, dependiendo de los diferentes puntos de vista, los insurgentes
lograron convertir el apoyo diocesano a los refugiados en una línea de suministros. Se puede
acusar a Ruiz de complicidad pero, como suele pasarles a los obispos, estaba en una situación
difícil. Como obispo de Chiapas, administraba una de las diócesis más violentas y atrasadas de
México. Siendo defensor de los pobres, había contratado a izquierdistas urbanos para poner en
práctica sus proyectos en las comunidades indígenas y protegerlos de los conservadores (uno de
estos grupos habría de convertirse en los 90 en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional). Con
el ejército guatemalteco destrozando todo a su paso al otro lado de la frontera, los militantes de
su personal tenían poderosos argumentos morales a su favor. Si según la tradición católica alguna
vez ha habido una guerra justa, la Guatemala de principios de los 80 parecía satisfacer todos los
requisitos.
Para una refugiada como Rigoberta, habría sido difícil mantenerse al margen. Puesto que las
redes de la guerrilla en México eran ilegales y clandestinas, incorporarse a ellas no era motivo
de anuncio público. Tampoco se harían muchas preguntas cuando Rigoberta comenzó a desplazarse en
misiones políticas. En un ambiente solidario como el de San Cristóbal de las Casas a principios de
los 80, la actitud recetada hacia las afiliaciones clandestinas es la de una estudiada
despreocupación, puesto que todos los implicados tienen que mantener una negativa convincente.
Siendo admiradores de la revolución sandinista en Nicaragua, hubiera sido insólito que Ruiz y sus
seguidores se opusieran.{5}
Cuando Rigoberta contó su historia en París, en 1982, remontó su carrera política a una época
mitológica de militancia campesina. Cuando volvió a contar su vida, quince años más tarde en La
nieta de los Mayas, omitió las referencias a su participación en el movimiento revolucionario.
Pero una lectura cuidadosa de su testimonio de 1982 sugiere cómo pudo haberse incorporado a la red
revolucionaria en Chiapas. En París Rigoberta alabó la conciencia revolucionaria de una de sus
hermanas, que se unió a la guerrilla sin el conocimiento de sus padres a la edad de ocho años, que
sermonea a Rigoberta sobre la necesidad de ser estoicos y que, después de la muerte de su madre,
regresa a Chimel para poner a su hermana más pequeña a salvo en México. En un pasaje muy
sugerente, casi al final de Me llamo Rigoberta Menchú, la narradora ha llegado a México y se
siente desorientada cuando en ese momento recibe la visita de unos compañeros que acaban de llegar
de Guatemala. Para su sorpresa y alegría, entre ellos se encuentran sus dos hermanas pequeñas, Ana
y Rosa. Luego de un encuentro familiar, cada una de las tres elige una organización y regresa a
Guatemala. Mientras sus hermanas parten a la montaña con la guerrilla, Rigoberta (que, según su
testimonio, ha estado con el CUC hasta ahora) se decide por una nueva organización llamada
Cristianos Revolucionarios Vicente Menchú.{6}
A decir de las fuentes de Chimel anteriormente mencionadas, Ana y Rosa permanecieron junto a su
madre hasta que ésta fue secuestrada. Entonces, al igual que tantos otros huérfanos, parece que
fueron adoptadas por el Ejército Guerrillero de los Pobres. Reunirse con ellas en México tuvo que
ser una experiencia poderosa para Rigoberta, y posiblemente una decisiva, también. Una persona que
conoció a las dos hermanas en México recuerda que efectivamente eran muy jóvenes (tenían unos doce
y catorce años) y muy militantes, mucho más que la propia Rigoberta. Con sus otros hermanos
atrapados en Uspantán, la única familia que Rigoberta estaba segura de haber dejado eran Ana y
Rosa. Es por esto que yo sospecho que fue a través de las dos huérfanas, que participaban
activamente en el EGP, que se afilió la tercera. Si así fuera, su primera experiencia como cuadro
revolucionario en Guatemala se remonta a principios del otro año, es decir, 1981.
Rigoberta y el Frente Popular 31 de enero
«Se hicieron una serie de barricadas; se pusieron una serie de bombas de propaganda, se
hicieron mítines relámpago. Eso porque cada actividad tenemos que sacarla en un minuto, dos
minutos, porque sino implicaría una masacre para el pueblo. Así fue como organizadamente a
la misma hora se abrieron las barricadas, se pusieron las bombas de propaganda, y se hizo el
mitin... Hicimos llamadas telefónicas en cada una de las fábricas, diciendo que se
encontraban bombas de alta explosión y que serían los responsables de la vida de tantas
personas... Un compañero puso una caja con antenas que tenía la misma forma de una bomba de
alto explosivo. La había puesto cerca de un edificio, en donde la gente podía verla.
Entonces, la policía llegó escandalosamente.» –Me llamo Rigoberta Menchú, págs. 257-258 (ed.
Arcoiris).
A finales de 1980, cuando sostengo que Rigoberta se incorporó al movimiento revolucionario,
éste estaba alcanzando su apogeo. El Ejército Guerrillero de los Pobres esperaba una insurrección
masiva, como la que había derrocado al régimen de Somoza en Nicaragua. El Comité de Unidad
Campesina estaba colaborando abiertamente con el EGP. Se definía como «una organización
revolucionaria de masas de los trabajadores del campo» cuya tarea era la de «concientizar,
politizar para que los campesinos participen masivamente en la guerra popular». Sus tácticas
incluían «sabotajes, bombas de propaganda, bloqueos de carreteras, barricadas, hostigamientos a
orejas y esbirros, quema de buses, etc.; todas ellas enmarcadas dentro de la estrategia de la
incorporación masiva del pueblo a la guerra popular».{7}

89
Durante estos primeros años, debe seguirse la carrera política de Rigoberta a través de
coaliciones cambiantes, frentes y disfraces de una insurgencia que luchaba por su vida. Las
organizaciones guerrilleras estaban tratando de reunir un movimiento popular más amplio que,
simultáneamente, obedeciera sus instrucciones, ampliara su convocatoria y resistiera a la feroz
represión. En 1979, sindicalistas, campesinos, estudiantes, activistas de la iglesia y políticos
social demócratas habían organizado el Frente Democrático Contra la Represión. Puesto que incluía
un amplio abanico de la izquierda legal, el FDCR estaba dividido por debates desesperados acerca
de cuál debía ser la reacción ante el terrorismo estatal. ¿Deberían las bases ceñirse a la ley o
tendrían que convertirse en frentes de la guerrilla? Aunque algunos predecían que incorporarse a
la guerrilla resultaría en una destrucción inmediata, el CUC era uno de los grupos que
desconfiaban de la «falta de seguridad y autodefensa» de la coalición, separándose en 1980 y
optando por la vía de la guerrilla.{8}
Los desacuerdos con el FDCR obligaron a las organizaciones armadas a organizar su propio frente
popular. En la misma época en la que Rigoberta regresó a Guatemala, en el primer aniversario de la
quema de la embajada española (31 de enero de 1981), tres organizaciones se anunciaron
públicamente y se unieron al CUC en una nueva coalición. Cada uno de los nuevos grupos adoptó el
nombre de un mártir de la embajada. Eran el Núcleo de Trabajadores Revolucionarios Felipe Antonio
García, que decía tener mil quinientos miembros; el Comité de Barrio Trinidad Gómez Hernández, que
decía tener 150 miembros; y los Cristianos Revolucionarios Vicente Menchú, que decía tener cuatro
mil miembros. Junto con dos organizaciones preexistentes, el CUC (que afirmaba tener seis mil
miembros) y el Frente Estudiantil Revolucionario Robin García (que decía tener quinientos
miembros), formaron el Frente Popular 31 de Enero (FP-31).{9}
La idea era usar la imagen del martirio para movilizar a las masas para una insurrección. Según
los manifiestos del FP-31, la guerrilla era la vanguardia incuestionable del pueblo guatemalteco y
la guerra revolucionaria popular era la única vía para que el pueblo avanzara. Según las
declaraciones del frente, los miembros del FP-31 no pertenecían a las organizaciones guerrilleras,
pero sus objetivos políticos eran los mismos. Puesto que no todo el mundo podía incorporarse a la
guerra de guerrillas, ni tampoco había armas para todos, las masas tendrían que aprovechar su
fuerza numérica. Las formas resultantes de lucha paramilitar ayudarían a establecer un gobierno
revolucionario popular. Según los Cristianos Revolucionarios Vicente Menchú, sus miembros
ejercitarían «abiertamente la violencia justa de los oprimidos en contra de quienes impidan la
construcción del Reino de Dios».{10}
Si el potencial de Rigoberta fue reconocido de inmediato, éste pudo haber sido uno de los
motivos para nombrar toda una organización en honor de su padre. A veces se la describe como una
fundadora de los Cristianos Revolucionarios.{11} Sin embargo, Me llamo Rigoberta Menchú no hace
ninguna referencia en este sentido. Es más, si no se incorporó al movimiento revolucionario hasta
finales de 1980, habría sido neófita cuando se estableció el frente. En cuanto a qué motivó que
los Cristianos Revolucionarios adoptaran el nombre de su padre, la razón pudo haber sido porque
había recibido al EGP en su aldea, o porque había sido el tipo de catequista que la guerrilla
quería reclutar, o porque había dirigido a los campesinos que murieron en la embajada.
Si Rigoberta era una novicia revolucionaria, una más de los cientos que se unieron al
movimiento en 1980, ¿qué pudo haber hecho por él? Apartada en un internado, no pudo ser una de los
militantes del CUC que se sumaron a la fuerza laboral de las fincas e impulsaron las huelgas de
febrero de 1980, tal como afirma en Me llamo Rigoberta Menchú.{12} Pero si su carrera empezó un año
después, pudo haber formado parte del infructuoso esfuerzo por organizar más huelgas. Para una
persona que no había conocido la vida de las fincas durante sus primeros veintidós años, el
impacto de una primera experiencia explicaría sus descripciones elocuentes del sufrimiento en
ellas. En 1981 es posible que Rigoberta también participara en la autodefensa comunitaria del
altiplano que su crónica sitúa improbablemente en Chimel varios años atrás. Sus descripciones de
la autodefensa en las aldeas son minuciosas, pero también son tan triunfalistas que se parecen a
la descripción ideal de lo que se supone que sucedió y no de lo que realmente sucedió.
Siendo la hija de un héroe revolucionario, en cuyo honor acababan de nombrar a un nuevo frente,
el escenario más plausible para Rigoberta era la capital. En 1982 utilizó la forma verbal del
presente para referirse a si misma como delegada de la red revolucionaria, que viajaba
constantemente entre la capital y los departamentos. En la medida en que los Cristianos
Revolucionarios y el Comité de Unidad Campesina eran estructuras separadas de la red FP-31, ella
habla de si misma trabajando para los Cristianos Revolucionarios en lugar de para el CUC.{13}
«Pensé mucho si regresaba al CUC, pero me di cuenta que en el CUC habían suficientes dirigentes,
suficientes miembros campesinos y, al mismo tiempo, muchas mujeres que asumen tareas en la
organización. Entonces, yo opté por mi reflexión cristiana, por los Cristianos Revolucionarios,
'Vicente Menchú.' No es porque sea el nombre de mi padre, sino porque es la tarea que me
corresponde como cristiana, trabajar con las masas. Mi tarea era la formación cristiana de los
compañeros cristianos que a partir de su fe están en la organización. Es un poco lo que yo narraba
anteriormente, que yo fui catequista. Entonces, mi trabajo es igual que ser catequista, solo que
soy una catequista que sabe caminar sobre la tierra y no una catequista que piensa en el reino de
Dios solo para después de la muerte».
Debido a su educación católica, que incluyó una dosis de teología de la liberación de la
diócesis de Chiapas, reclutar catequistas para el movimiento revolucionario era la tarea para la
que mejor preparada estaba Rigoberta. Los argumentos bíblicos a favor de lucha armada son un rasgo
evidente de Me llamo Rigoberta Menchú y forman parte de su atractivo entre la izquierda cristiana.
Asimismo, el contraste entre la «iglesia de los pobres» y la «iglesia de los ricos» formaba parte
del repertorio que usaban los cuadros contra el clero católico que desalentaba a sus parroquianos
de unirse a la guerrilla.{14} Dichas referencias sitúan a Rigoberta y su testimonio en medio del
debate central de la Iglesia católica de finales de los 70 e inicios de los 80: la conveniencia o
no de apoyar a los movimientos guerrilleros que tanto se habían aprovechado de sus líderes y
programas de base.

90
Lo que Rigoberta minimizó en 1982 fue lo malo que había sido el año anterior para la red
revolucionaria de la capital. Con las fuerzas de seguridad arrastrando a los sospechosos a muertes
espantosas, la vida consistía principalmente en elaboradas precauciones de seguridad. La confusión
y la derrota surgen en su nueva autobiografía de 1997. Con compañeros desapareciendo, unos
secuestrados, otros ocultos, los que permanecen tienen terror a ser capturados y torturados.
Luego, Rigoberta y sus hermanas Ana y Rosa cometen un terrible error. Cuando rentan un camión para
mudarse a una nueva casa segura, se olvidan de cerrar una caja, de la que más tarde caen unos
panfletos políticos. El conductor del camión palidece y la posibilidad de que las traicione da al
traste con la nueva ubicación. Sus camaradas del CUC les dicen que están «muy quemada» y se niegan
a darles otro lugar para vivir. Incapaces de arreglárselas en la capital por si solas, Ana y Rosa
regresan a El Quiché para sumarse a la guerrilla, mientras que Rigoberta, que se siente culpable
por alejarse de sus hermanas, viaja por tierra a Nicaragua donde se convierte en refugiada oficial
de las Naciones Unidas. A juzgar por la única referencia al tiempo de duración de su estancia,
estuvo en Guatemala «pocos meses» antes de verse obligada a irse.{15} Según otra fuente, Rigoberta
pudo haber pasado gran parte de 1981 en Chiapas con la diócesis católica.
Hay una observación final que puede parecer perversa, en vista de la atención que Rigoberta
presta al CUC en su testimonio de 1982 y de la que yo también hago eco. Es posible que no
perteneciera al Comité de Unidad Campesina hasta que le contó su historia a Elizabeth Burgos. En
diciembre de 1981 el revolucionario Noticias de Guatemala publicó el primer testimonio de
Rigoberta que yo haya podido encontrar. En él explica la historia de su padre, y de ella misma
como representante de los Cristianos Revolucionarios, sin hacer referencia alguna al CUC. Si no es
posible vincular a Vicente con el CUC, si Rigoberta estuvo en un internado hasta 1980, y si sus
hermanas se sumaron a la revolución a través del Ejército Guerrillero de los Pobres, no hay
conexión verificable entre Rigoberta y el CUC hasta que ella misma la menciona en París, en enero
de 1982.{16} Lo que convierte al CUC en un punto de referencia esencial no es que fuera la cuna de
la carrera de Rigoberta. Es, más bien, cómo trató ella de conectar la experiencia idiosincrásica
de su comunidad con la narrativa nacional que era presentaba por las fuerzas revolucionarias
La destrucción del Movimiento Popular
«La estrategia de la generalización de la guerra tendía a transformar los conflictos
sociales y políticos en enfrentamientos armados... La lógica de la guerra popular condujo a
la asfixia del movimiento social.» –Yvon Le Bot, La guerra en Tierras Mayas, pág. 262.
El mismo año en que Rigoberta regresó de México para sumarse a la rama política de la
insurgencia, en 1981, ésta alcanzaba en su punto álgido en el altiplano occidental. La razón
principal fue un flujo de reclutas procedentes de los sindicatos, las iglesias y las
organizaciones campesinas que estaban siendo aplastadas por el gobierno. Los sobrevivientes
engordaron las filas de la guerrilla, pero lo hicieron por muy poco tiempo, ya que las redes de
base necesarias para apoyarles habían sido destruidas. Para explicar el desastre, las crónicas de
la solidaridad normalmente se refieren a la ferocidad del ejército. Pasan por alto una estrategia
guerrillera que dependía de convertir a civiles desarmados en objetivos militares, frente a un
enemigo conocido por su crueldad.
«Con el desarrollo de un trabajo de masas», explicó el comandante en jefe del EGP, Rolando
Morán, a Marta Harnecker, «tenemos una mayor fuente de combatientes. Las organizaciones de masas
pueden realizar tareas de la guerra que no corresponden a las fuerzas guerrilleras. Esto
complementa sus otras funciones y les prepara para ser combatientes regulares. Lo mismo está
ocurriendo entre los indígenas, que en este momento se han sumado definitivamente a la revolución.
En nuestras zonas hay decenas de miles de indígenas trabajando con el EGP y totalmente conscientes
de ello. El CUC forma un comité secreto en una comunidad, desarrolla allí trabajo educativo hasta
que ganan a una mayoría de la población y les incorporan a nuestro trabajo». No todas las
organizaciones de masas estaban armadas, continuó Morán, pero tenían grupos de autodefensa que
eran «la semilla y el puente entre las masas y la guerrilla».{17}
En la época en la que Morán presentó esta escena a Harnecker, desde el exterior del país en
1982, la realidad en Guatemala era un paisaje de corredores vacíos, aldeas quemadas y tumbas
improvisadas. En la capital, la radicalización del movimiento sindical culminó con una
manifestación masiva el 1 de mayo de 1980. Mientras se dispersaba, las fuerzas de seguridad
secuestraron a docenas de manifestantes de las calles. Dentro del Comité Nacional de Unidad
Sindical, las luchas sectarias sobre cómo incorporar a los trabajadores urbanos a la lucha armada
fueron responsables de los dos secuestros más devastadores de la historia del movimiento obrero.
En dos ocasiones sucesivas, las fuerzas de seguridad atraparon y «desaparecieron» a un total de
cuarenta y cuatro líderes sindicales, cuyas reuniones fueron delatadas por un informante de uno de
los grupos guerrilleros.{18} En este punto, el movimiento obrero urbano virtualmente desapareció.
No deseando morir y dejar a sus familias sin proveedores, la mayoría de los cuadros y filas
abandonaron la actividad sindical. Muchos de los líderes sobrevivientes marcharon al exilio. Sólo
aquellos que tenían más espíritu de sacrificio se unieron a las lucha armada. En la Costa Sur, la
represión que siguió a las huelgas de 1980 lideradas por el CUC eliminó de las fincas a los
sindicatos, una ausencia que persiste en la actualidad.{19} La idea de que los sindicatos podrían
convertirse en plataformas de la insurrección los había empujado a un enfrentamiento contra el
estado que les destruyó.
En el altiplano, las implicaciones de la estrategia guerrillera fueron igualmente devastadoras
para los activistas de base. Incluso si las organizaciones no hubieran sido infiltradas por el
EGP, el simple hecho de hacer trabajo comunitario en un área donde estaba activa la guerrilla era
letal. «Era pánico, todo empezó a venirse abajo en octubre de 1981», le dijo un sacerdote católico
al periodista Phillip Berryman. El padre se había ido «a las montañas y estuvo presente durante un
ataque masivo del ejército. Durante varios días, mientras persistió el ataque, se ocultó en el
monte. Al tener oportunidad de ver cómo operaba el EGP, se desencantó. Cuando los habitantes
arriesgaron su vida para capturar armas al ejército, el EGP, se retractó de su palabra y tomó las
armas, dejando a la gente más expuesta. Debido a la traición de alguien del movimiento, el

91
ejército lanzó un ataque sorpresa y estuvo a punto de capturar a un comandante importante. La
guerrilla consiguió escapar, pero abandonaron al sacerdote, al que habían confiado
responsabilidades, y a los aldeanos. Tres semanas después el EGP escoltó al sacerdote fuera de la
región. Más tarde él se percataría de que las luchas internas estaban debilitando a la
insurgencia».{20} A medida que el ejército diezmaba sus bases de apoyo, la guerrilla se vio
obligada a «enterrar las armas y las municiones por falta de combatientes que las usaran».{21}
Involucrar a las organizaciones populares en la guerrilla fue un desastre. Al infiltrar el
movimiento campesino y movilizarlo, la guerrilla provocó una represión feroz. Sus columnas
militares crecieron temporalmente, a partir de los sobrevivientes de las aldeas que no tenían otro
refugio donde dirigirse, pero la «base popular» de la cual ellos habían esperado un flujo estable
de maíz y jóvenes fue hecha pedazos. Para 1982 es tan poco lo que queda del CUC que sólo sobrevive
como una organización en el exilio. De las treinta personas que lo fundaron en 1978, no
sobrevivían más que seis. Dejaron de salir las publicaciones de la organización.{22} En Guatemala,
la pregunta, «Dónde están las gentes de CUC?» se convirtió en un reproche.{23} Los líderes
sobrevivientes perdieron el contacto con las bases, que les repudiaban y se sometían al
reclutamiento forzoso para las patrullas civiles del ejército. Sólo en el extranjero podían los
líderes del CUC permanecer activos, apelando a la solidaridad internacional para un movimiento
popular que ya no existía.

Notas
{1} Burgos-Debray 1984:120, 161.
{2} Según las palabras del cura párroco: «Las personas que estaban detrás del movimiento
revolucionario eran jóvenes indígenas que habían recibido una educación, a menudo gracias a las
becas de la iglesia. Se habían vuelto muy marxistas». (Clerc 1980b).
{3} Burgos-Debray 1984:232-242 (262 Arcoiris) Para otras referencias veladas a su etapa escolar
en Huehuetenango, véase Burgos-Debray 1984:184 e Iglesia Guatemalteca en el Exilio 1982:36.
{4} Blanck 1992, tal como se reitera en Menchú et al. 1998:231-245.
{5} Para un retrato fascinante de Ruiz, especialmente de sus complicadas relaciones con los
Zapatistas y su rebelión de 1994, véase De la Grange y Rico 1998:259-289.
{6} Burgos-Debray 1984:236-237, 242-244. En su autobiografía de 1997 Rigoberta proporciona una
versión nueva de su reunión con sus hermanas. Ahora sólo son dos huérfanas, y no reclutas de la
guerrilla, que son rescatadas por familiares y clero y llevadas a su lado por el obispo Ruiz seis
meses después de su llegada. Después de pasar las Navidades juntas en Chiapas, las tres hermanas
van dos semanas a la Ciudad de México. Allí conocen a Alaíde Foppa, que las entrevista, y a Bertha
Navarro, que las filma (cf. Foppa 1982). Sólo más tarde, después de regresar a Guatemala y a sus
camaradas del CUC, se incorporan las dos hermanas a la guerrilla (Menchú et al. 1998:210-211, 231-
245).
{7} Frente Popular 31 de Enero 1982:16-18.
{8} Black et al. 1984:114-115 y Le Bot 1995:157, 194.
{9} Latin America Regional Report: Mexico and Central America, 12 de febrero 1982, citado en
Black et al. 1984:115.
{10} Carta de dos páginas de un comunicado del FP-31, fechado el 29 de febrero de 1982,
dirigido a «estimados compañeros» y acogiendo la formación de la URNG. Entrevista con Fernando
González, del Núcleo de Trabajadores Revolucionarios, por Harry Fried, «Popular Front Grows in
Guatemala», Guardian (New York), 19 de agosto de 1981, pág. 13. Frente Popular 31 de Enero,
«Proclama Internacional» 2 págs., aparentemente enero de 1981. Manifiesto de Cristianos
Revolucionarios 'Vicente Menchú', 2 págs., enero de 1981.
{11} Por ejemplo, «The Guatemalan Reality: Interview with Rigoberta Menchú», Eagle Wing Press
(Naugatuck, Conn.); octubre de 1982, págs. 1-ss.
{12} Burgos-Debray 1984:228-229.
{13} En la práctica, los cuadros que dirigían estos grupos reportaban a la «organización», es
decir, al EGP. Los Cristianos Revolucionarios y el FP-31 no aparecen en la autobiografía de
Rigoberta de 1997, La nieta de los mayas. En vez de ello, se presenta como integrante del CUC.
{14} Burgos-Debray 1984:130-135, 234, 245-246. (págs. 269-70, Arcoiris.)
{15} Menchú et al. 1998:243-245.
{16} Noticias de Guatemala 1981. Bajo el seudónimo «Guadalupe», Rigoberta habla de ella misma
como miembro del CUC en una entrevista de radio con Alaíde Foppa, en la Ciudad de México, en
diciembre de 1980. A juzgar por una transcripción parcial, Rigoberta lo hizo en respuesta a la
insistencia de la entrevistadora (Foppa 1982 y Menchú et al. 1998:240-241). Para más detalles de
la entrevista, véase el capítulo 14.
{17} Harnecker 1982:11.
{18} Para la destrucción del movimiento obrero urbano y la contribución de la guerrilla en su
caída, véase Levenson-Estrada 1994:165-171; Asociación de Investigación y Estudios Sociales
1995:617-658; y Le Bot 1995:153-160.
{19} A partir del punto álgido de la represión, según la investigación de Liz Oglesby (1997),
los administradores han logrado cerrar las fincas a los sindicatos recurriendo a técnicas de las
relaciones humanas tales como los grupos de foco. Entretanto, la mecanización ha permitido a las
fincas aumentar la productividad de los trabajadores y reducir su número.
{20} Versión en borrador (1991) de Berryman 1994:114-115.
{21} Castañeda 1993:92.

92
{22} Menchú y Comité de Unidad Campesina 1992, traducido por Sinclair 1995:63.
{23} Le Bot 1995:178.

Capítulo 13
La construcción de Me llamo Rigoberta Menchú

«París les sirve de caja de resonancia. Todo lo que se hace en París alcanza una repercusión
mundial.» –Elisabeth Burgos-Debray, Me llamo Rigoberta Menchú, pág. 15 (ed. Arcoiris).
En enero de 1982 Rigoberta salió a su primera gira por Europa, como representante del Frente
Popular 31 de Enero. Su primera parada fue París, donde contó la historia que se convirtió en Me
llamo Rigoberta Menchú. Estaba bien y mal preparada para la labor que se puede colegir del mismo
libro. Estaba poco preparada ya que, a pesar de lo rápido que absorbía el léxico revolucionario,
su experiencia política era escasa. Estaba bien preparada ya que las monjas católicas la habían
distanciado de la vida rural de un modo que es difícil alcanzar sin escolarización. Aún estando lo
bastante cerca de sus orígenes como para hablar de ellos elocuentemente, se encontraba en el
umbral entre el analfabetismo de la sociedad campesina y el mundo más amplio abierto por la
escolarización. Desde ese umbral, podía retroceder al pasado y recrearlo para los extranjeros que
labrarían su futuro.
A pesar de que la experiencia escolar de Rigoberta le privó la libertad de hacerse activista
del CUC antes de su huida del país en 1980, la colocó en la cresta de la ola revolucionaria de esa
época, y no sólo en Guatemala. Su educación católica la sitúa entre los estudiantes que eran un
componente fundamental para las organizaciones guerrilleras latinoamericanas. Sin embargo, si la
escolarización fue una experiencia central para Rigoberta, si su familia la valoraba, y si ésta le
ayudó a hablar en nombre de su pueblo, ¿por qué negarla? La pregunta más básica es: ¿por qué
transformó tantos aspectos de su experiencia? Se puede encontrar una pista en el estilo lleno de
acción de su historia. La narradora de Me llamo Rigoberta Menchú pasa hasta ocho meses del año
trabajando en las fincas, además de un difícil periodo como criada en la Ciudad de Guatemala. Sin
embargo, le sobra tiempo para interludios felices de infancia en una aldea del altiplano. Acompaña
a su padre en sus peregrinajes al INTA, después se hace catequista, ayuda a defender su aldea
contra el ejército y se convierte en organizadora itinerante del Comité de Unidad Campesina. Ella
nos dice que ésta fue la última vez que vio a su familia, hasta que se incorpora a una repentina
reunión familiar para presenciar la muerte de Petrocinio. La historia incluye tantas experiencias
que Rigoberta siempre parece estar corriendo de un compromiso a otro, como si estuviera narrando
una vida demasiado ajetreada para una sola persona. O como si estuviera tratando de ser más
representativa de su pueblo que lo que nadie podría llegar a ser.
¿Pero es Me llamo Rigoberta Menchú su verdadera voz? Puesto que sus historias grabadas fueron
editadas por la antropóloga Elisabeth Burgos-Debray, ¿es posible que fueran gravemente
distorsionadas? Da la impresión que Rigoberta quiso confirmar exactamente eso cuando en diciembre
de 1997 le dijo a un periodista que el libro era de Elisabeth, y no suyo. «No me pertenece ni
moralmente ni políticamente ni económicamente. Yo lo he respetado mucho porque jugó un inmenso
papel para Guatemala. Pero yo no tuve derecho de decir si el texto me gustaba o no, si era fiel a
los datos de mi vida. Ahora mi vida es mía, por lo tanto creo que ya es oportuno decirlo, que no
es mi libro... Pienso que todos aquellos que tengan sus dudas sobre la obra deben acudir a ella,
porque incluso, legalmente, yo no tengo derechos de autor ni regalías ni nada de eso».{1} Son
acusaciones serias. Debemos preguntarnos, ¿quién es Elisabeth Burgos-Debray, cuál fue su papel en
la creación de Me llamo Rigoberta Menchú y de quién es la historia?
Una semana con Elisabeth Burgos-Debray
Cuando Rigoberta llegó por primera vez a Europa en enero de 1982 no era una figura pública. En
su pueblo fue una estudiante, y en San Cristóbal, una vivaz refugiada. Ahora tenía la tarea de
representar al movimiento revolucionario ante los grupos de solidaridad. Estaba acompañada por un
sindicalista llamado Mazariegos que, según sus propias palabras, era el que más hablaba.{2} Al
principio de la gira, en París, alguien tuvo la ocurrencia de presentársela a Elisabeth Burgos. La
mujer que convertiría las historias de Rigoberta en un libro era una vieja amiga de la guerrilla
guatemalteca. Procedente de una familia de clase alta venezolana, Elisabeth era conocida como la
esposa del hombre de letras francés más aventurero, el filósofo Régis Debray.{3} Al igual que su
también notorio mentor, Louis Althusser, el joven y apuesto Régis había alcanzado la cresta del
marxismo de los 60, convirtiéndose en una figura intelectual mundial. Su trabajo más conocido,
¿Revolución en la Revolución? promovió la teoría cubana de la lucha armada para liberar a América
Latina del imperialismo norteamericano.
A causa de su famoso esposo, los escépticos han menospreciado a Elisabeth como una izquierdista
de la alta sociedad. Pero ella misma era exiliada política, con una larga historia de activismo
que se remontaba a su juventud en Venezuela bajo el dictador Pérez Jiménez. Durante las
manifestaciones que llevaron a su caída en 1958, Elisabeth se afilió al Partido Comunista. Cinco
años después, cuando los comunistas venezolanos libraban una guerrilla –de moda ideológicamente, y
también autodestructiva– contra un gobierno electo, Elisabeth conoció a Régis durante uno de sus
viajes como reportero. Cuando la policía descubrió sus relaciones con la guerrilla, escaparon del
país, viajaron por Colombia y Ecuador, fueron arrestados en Perú, deportados a Chile, y terminaron
en Bolivia, donde Elisabeth se quedó trabajando para el gobierno hasta que fue derrocado por un
golpe de estado. Luego de ser arrestada de nuevo, esta vez en Venezuela, cuando trataba de visitar
a su familia, se reunió con Régis en Francia.

93
En 1966 la pareja fue a La Habana para la Conferencia Tricontinental, una asamblea
internacional de latinoamericanos, africanos y asiáticos, que lanzó una declaración de guerra
revolucionaria en todo el Tercer Mundo. Invitados por los cubanos a quedarse, Elisabeth y Régis
recibieron entrenamiento militar. La idea era unirse al Che Guevara en un lugar secreto, donde,
con una pequeña banda de revolucionarios, desencadenarían «dos, tres o muchos Vietnam». El lugar
resultó ser Bolivia, donde el Che estuvo a punto de convertirse en el Cristo de la izquierda
latinoamericana. Mientras que él y su columna estaban atrapados por el ejército boliviano y sus
asesores estadounidenses, Régis cayó en manos del ejército. Poco después el Che estaba muerto y
Régis era sentenciado a treinta años de prisión. A fin de tener derecho a visitarlo, Elisabeth se
casó con él entre las rejas, y durante los siguientes tres años dirigió la campaña internacional
que logró su libertad.
Con su instinto para la historia, Elisabeth siguió la revolución hasta Chile, para una lección
acerca de las limitaciones del cambio democrático. Había sido electo presidente un marxista
llamado Salvador Allende que, a la cabeza de una coalición de la izquierda chilena, juró construir
el socialismo democráticamente. Elisabeth figuraba entre los miles de militantes extranjeros que
llegaron a ayudar. Una de las presuposiciones para el experimento de Allende era la tradición
constitucional de los militares chilenos. Presumiblemente, los militares no lo destituirían. Tal y
como resultó, Allende murió en los escombros del palacio presidencial. Afortunadamente para
Elisabeth, su amplia experiencia en golpes militares la convencieron de irse justo antes de la
llegada de la contrarrevolución apoyada por la CIA que cobró las vidas de tantos jóvenes de
izquierdas como ella.
A lo largo de quince años, la vida de Elisabeth había personificado las aspiraciones,
estrategias y derrotas de la izquierda latinoamericana. El destino de Allende sugiere por qué era
difícil concebir una alternativa. En cuanto la izquierda empezaba a competir con éxito en la arena
democrática, era reprimida por el ejército local y sus aliados norteamericanos. ¿Quizás la lucha
armada era el único modo de avanzar? Es por ello que Elisabeth y Régis estaban lejos de ser
renegados, especialmente en la Europa social demócrata. A principios de los 80, Régis era asesor
de política exterior de su amigo el Presidente François Miterrand. A pesar de seguir manteniendo
buenas relaciones con los líderes guerrilleros, había rechazado las teorías del Che por
impracticables. En lugar de promover nuevas guerras de liberación, estaba tratando de guiar a la
guerrilla de El Salvador hacia un acuerdo negociado y la social democracia.{4}
Al igual que otros marxistas, Régis consideraba que la clase social era una categoría más
fundamental que la etnicidad. Obviamente, los grupos indígenas tenían que ser integrados a los
movimientos revolucionarios, pero no se podía esperar de ellos que adoptaran un rol de vanguardia,
al menos no sin un liderazgo considerable por parte de otros sectores de la sociedad. Siendo poco
lo existente en cuestión de organizaciones políticas indígenas, los marxistas no habían realizado
grandes esfuerzos para tomarlos en cuanta. En comparación con su esposo, Elisabeth se interesaba
más por los pueblos indígenas y defendía su importancia, como quedó subrayado por la incapacidad
del Che de comunicarse con los campesinos entre los que trataba de implantar su última columna
guerrillera. Por enero de 1982 los mayas de Guatemala estaban en el centro de la revolución
centroamericana, y Elisabeth se vio en una posición estratégica para ayudarlos.
Elisabeth estaba viviendo en París, criando a su hija y escribiendo una tesis doctoral, cuando
le pidieron que entrevistara a una joven refugiada maya. Ella ya había organizado un acto de
solidaridad con Guatemala en la Casa de América Latina del estado francés. Sus vínculos con el
país se remontaban a Cuba en los 60, donde había hecho amistad con guatemaltecos que recibían
entrenamiento militar para liberar su patria. Entre ellos había algunos que darían sus vidas,
incluyendo a Luis Turcios Lima, el teniente del ejército que se hizo comandante, y al poeta Otto
René Castillo. Otros amigos de Cuba sobrevivieron hasta la actualidad, incluidos Ricardo Ramírez
(Rolando Morán), el futuro fundador del Ejército Guerrillero de los Pobres, y su compañera de
muchos años, la antropóloga Aura Marina Arriola, con la que Elisabeth colaboró para establecer
estructuras de solidaridad.{5}
Rigoberta pasó una semana con Elisabeth en su apartamento parisino. «Lo que me sorprendió a
primera vista fue su sonrisa franca y casi infantil. Su cara redonda tenía forma de luna llena. Su
mirada franca era la de un niño, con labios siempre dispuestos a sonreír. Despedía una asombrosa
juventud. Más tarde pude darme cuenta de que aquel aire de juventud se empañaba de repente, cuando
le tocaba hablar de los acontecimientos dramáticos acaecidos a su familia». Siguiendo un paradigma
antropológico, Elisabeth elaboró primero «un esquema rápido, estableciendo un hilo conductor
cronológico: infancia, adolescencia, familia, compromiso con la lucha», antes de encender la
grabadora.{6} Pero las historias de Rigoberta fluían con tanta libertad que dominaron todo el
proceso y Elisabeth tuvo que hacer pocas preguntas. Al final, las grabaciones se prolongaron hasta
dieciocho horas y media. Después de la partida de Rigoberta, Elisabeth transcribió las cintas en
un manuscrito de casi quinientas páginas; readaptó el material para mantener el orden cronológico,
lo dividió en capítulos; omitió sus propias preguntas; y convirtió el material en un monólogo,
como si fuera una narración continua.
Elementos inconexos en el testimonio de Rigoberta han suscitado acusaciones en contra de su
editora. Algunos sospechan que Elisabeth fue la responsable de introducir errores en la historia,
es decir, de intervenir demasiado en ella. Otros la critican por no haber intervenido suficiente,
es decir, por no arreglar las inconsistencias que resultan evidentes para un lector atento. Desde
un punto de vista académico, basar un libro en una relación de una semana y doce cassettes era
algo precipitado. Tampoco hubo suficiente revisión de hechos (en la primera página identifica
Uspantán como cabecera del departamento de El Quiché). Pero hubiera sido imposible verificar las
historia de Rigoberta con otros sobrevivientes. En 1982 muchos seguían ocultos y otros podían
morir por el mero hecho de hablar con un investigador. Dada la urgencia de hacer un llamado a la
opinión internacional, resulta difícil culpar a Elisabeth por publicarlo tan pronto como pudo.
¿Quién es la autora de Me llamo Rigoberta Menchú?

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«No es la historia de su vida, no es su autobiografía, no encaja con su tipo de persona. Uno
pronto se da cuenta de que ella es una persona muy estudiada, que no tiene sólo hasta el
tercer año, que habla muy bien el castellano, mejor que si lo hubiera aprendido como dice
que lo aprendió. Pero el libro representa la vida de otras personas, aunque no la suya.
Muchas personas tienen una vida así.» –Norteamericano que trabajó en El Quiché antes de la
violencia, 1992.
Recientemente la autoría de los testimonios orales como Me llamo Rigoberta Menchú son tema de
debate. Ahora que los pueblos nativos insisten en la igualdad, no están tan dispuestos a permitir
que sus palabras sean difundidas por extranjeros. Esto incluye a los antropólogos, acostumbrados a
hablar y publicar en su nombre. En mi propio caso, he sacado provecho de veinticuatro años de
estudios, incluyendo generosos aportes a mis investigaciones, y puedo comunicar con algunos de los
medios de información más influyentes del mundo. El prototipo de persona que yo suelo entrevistar
tiene pocos años de escolarización, le cuesta descifrar un periódico y a duras penas puede
escribir una nota sencilla. Esto es todo un desequilibrio de fuerzas. A medida que más personas
indígenas aprenden a leer lo que se publica acerca de ellos, crecen sus críticas sobre lo que
consideran incorrecto o inapropiado. Mientras tanto, en las revistas académicas abundan los
debates sobre la representación antropológica, es decir, cómo comunicamos los pensamientos y las
vidas de nuestros sujetos.
Entonces, ¿quién es el autor de una historia de vida grabada y transcrita como Me llamo
Rigoberta Menchú? ¿La persona que la cuenta o el intermediario que la adapta para su publicación?
La respuesta obvia parece ser el narrador, puesto que se trata del equivalente oral de una
autobiografía, un género conocido en América Latina como testimonio. Pero el narrador no está
capacitado para producir el libro por sí mismo. Las múltiples funciones del intermediario –
plantear las preguntas que se deben responder, transcribir las respuestas de una grabación,
reordenarlas para comunicárselas a una audiencia extranjera, editar las pruebas, corregir la
gramática y firmar un contrato para su publicación– complican la cuestión de los derechos de
autor. En el peor de los casos, el intermediario puede tomarse tantas libertades que resulta
siendo el autor. Aun un intermediario fidedigno tiene que tomar tantas decisiones que adquiere
ciertos atributos de autor.
En el caso de Me llamo Rigoberta Menchú, la persona que hizo el contrato con Ediciones
Gallimard de París para administrar los derechos mundiales fue Elisabeth Burgos. Su nombre no
aparece en la portada de la edición actual en inglés, apareciendo sólo como editora, aunque figura
prominentemente en ediciones anteriores. Quién escribió el libro es un tema que ha sido debatido
por los académicos y que ha hecho reflexionar a los lectores. También a la premio Nobel, que a
veces afirma haber ejercido control editorial sobre el texto así como sobre el testimonio, y que a
veces lo niega.
«El libro fue idea de Arturo Taracena, un amigo muy querido, un historiador latinoamericano»,
explicó cuando recibió el premio de la paz. «Él me animó a escribirlo. Para mí fue una tarea
dolorosa, después de haber tenido unas experiencias tan horribles revivirlas para contarlas.
Además tenía miedo de que nuestras historias terminaran siendo un panfleto, que fueran publicadas
durante un tiempo y olvidadas después. Por eso decidimos trabajar con Elisabeth Burgos-Debray, una
mujer maravillosa con un nombre muy conocido. En realidad, el libro es el resultado de un trabajo
colectivo. El primer paso fue grabar durante doce días, doce días muy difíciles. Por aquel tiempo,
mi español era muy malo. Apenas podía hablarlo, mucho menos leerlo. Con el apoyo de muchos amigos
de los grupos de Solidaridad con Guatemala, se hicieron las transcripciones y me volvieron a leer
el texto. De este modo pude oír lo que estaba escrito. Por supuesto, dejamos fuera muchos
testimonios, testimonios que yo pensé que podríamos guardar para el futuro en lugar de publicarlos
en aquel momento. Y además yo estaba inhibida porque nuestros padres nos dicen que hay cosas que
es mejor no decirlas».{7}
Esta versión de los acontecimientos es muy diferente a la de Elisabeth, y también difiere de
otras dos explicaciones que ha dado Rigoberta. A raíz de su historia de vida de 1997, La nieta de
los mayas, la laureada reiteró que había ayudado a redactar el texto final de Me llamo Rigoberta
Menchú. Sin embargo, poco antes de que apareciera su nuevo libro, se enojó durante el transcurso
de una entrevista y acusó a Elisabeth de haberla excluido de la redacción del testimonio de
1982.{8} Una tercera versión de Rigoberta acusa a Elisabeth de sustituir las historias de vida de
otras personas por la suya propia. Esta última explicación, inédita, era la que proporcionaba el
personal de Rigoberta en 1993. Según esta versión, Elisabeth no había entrevistado únicamente a
Rigoberta, sino a cuatro o cinco exilados mayas más. Presuntamente, Elisabeth unificó después
todas las historias bajo el nombre de Rigoberta, para tener un testimonio más dramático. A pesar
de que Rigoberta y los demás habían aceptado esta decisión, ahora, al parecer, no estaban
conformes con ella.
Esta última versión de los hechos, la hipótesis de los múltiples narradores, explicaría la
amplia gama de experiencias personales recogidas en Me llamo Rigoberta Menchú. Un grupo de
personas expresando sus testimonios podía proporcionar experiencias que Rigoberta no tenía.
Después Elisabeth pudo haber destilado el testimonio de cuatro o cinco personas en la historia de
una sola, sobreviviente y militante. Sin embargo el libro no sólo es un compendio de demasiados
episodios como para haber sido vividos por una sola persona. Capítulo tras capítulo, integra
también paradigmas revolucionarios, substrayendo los elementos que los contradicen. Para
satisfacer las expectativas de que los conflictos de tierra son entre los virtuosos campesinos
mayas y los maléficos finqueros ladinos, alguien exageró los problemas de Vicente Menchú con los
finqueros ladinos de Soch mientras que omitió los que tenía con sus parientes políticos k'iche's
de Laguna Danta.
¿Quién fue este alguien? Parece inverosímil que fueran los otros presuntos colaboradores mayas,
lo que nos deja con una de las dos personas con las que empezamos. Pudo ser Elisabeth la que
decidió omitir toda referencia con el pleito con los Tum, el Cuerpo de Paz y el internado. Pudo
haber sido Elisabeth la que convirtió a Vicente Menchú en el fundador del Comité de Unidad

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Campesina. Pero si fue Elisabeth la que inventó el inolvidable testimonio sobre cómo murió
Petrocinio en Chajul, o el inexorable retrato de Vicente en la clandestinidad defendiendo sus
derechos, entonces Rigoberta perdería la autoría de su historia y del texto final. En vez de ello,
se convertiría en el simple instrumento de una escritora extranjera, lo que desacreditaría Me
llamo Rigoberta Menchú profundamente. No sólo no reflejaría su vida y la de su aldea tal como la
recuerdan muchos otros, ni siquiera sería Rigoberta quien contó la historia.
Dados los dones obvios de la premio Nobel como oradora y protagonista, la explicación de los
múltiples narradores es condescendiente. Tampoco es plausible. Aparte de las cassettes, que aún
existen, las cuales demuestran que fue Rigoberta quien contó la historia, ya la estaba contando
con su estilo característico antes de conocer a Elisabeth. Encontrar una narración anterior a la
visita a París no fue fácil, pero finalmente apareció una. En un boletín revolucionario fechado el
2 de diciembre de 1981 Rigoberta describe cómo su padre soportó años de heroica resistencia ante
«los atropellos constantes de los terratenientes»; cómo su hermano Petrocinio fue secuestrado el 9
de diciembre de 1979, torturado durante varios días, luego fue llevado a Chajul con otros veinte
hombres para ser quemados vivos; y cómo su madre fue secuestrada, torturada durante doce días y
después abandonada en «un monte cerca de la comunidad» hasta que sus restos fueron devorados por
los animales. También anticipa la declaración clave de su testimonio de París: «Mi dolor y mi
lucha es también el dolor y la lucha de todo un pueblo oprimido que lucha por su liberación».{9} A
pesar de las declaraciones ocasionales de la laureada en las que afirma lo contrario, todo parece
indicar que Me llamo Rigoberta Menchú es el propio testimonio de su vida.
¿Qué dice hoy Elisabeth Burgos?
A medida que surgían más problemas con Me llamo Rigoberta Menchú resultaba obvio que debería
hablar con la editora del libro. Lo que no resultaba tan obvio es que Elisabeth quisiera hablar
conmigo. A principios de los 80 era partidaria del movimiento revolucionario, al igual que yo
mismo y que muchos otros horrorizados por la brutalidad del ejército guatemalteco. Desde entonces
mi pensamiento cambió debido a mis conversaciones con los campesinos, incluidos muchos que en su
momento apoyaron a la guerrilla. Elisabeth no tenía la misma experiencia, la de haber oído tantos
testimonios que contradecían el de Rigoberta. Si para algunos de mis colegas era difícil
cuestionar la veracidad de Me llamo Rigoberta Menchú, ¿qué podía esperar de la persona que había
convertido la historia de Rigoberta en un libro famoso?
Tal y como resultó, una viejo amigo de Elisabeth, un antropólogo que la había conocido en
Bolivia, me aseguró que se prestaría al encuentro. Cuando llegué a su apartamento, en Madrid en
1995, recibió las malas noticias que yo traía con aparente ecuanimidad. Si yo hubiera estado en su
lugar, escuchando nuevas informaciones que arrojaban dudas sobre uno de los proyectos más
importantes de mi vida, dudo que hubiera reaccionado con tanta calma. También es posible que no
hubiera estado dispuesto a presentar mi versión de los hechos a alguien que estaba en condiciones
de dañar mi reputación.
Acerca de cómo había surgido el libro, Elisabeth me contó esencialmente la misma historia que
aparece en la introducción de 1982, añadiendo algunos detalles fascinantes. Una médica canadiense
que vivía bajo el nombre de Marie Tremblay le había pedido que entrevistara para una revista a una
persona interesante. A pesar del frío invierno, Rigoberta apareció en la puerta de su casa
acompañada por Tremblay y vestida con la misma ropa ligera que usaba en su país natal. Iba de
viaje a una conferencia en Holanda, no había planificado nada para París, y demostró estar
absolutamente dispuesta para lo que resultó ser, a medida que la historia fluía día a día, una
inesperada semana de grabaciones. Al final de la semana, Arturo Taracena, el historiador
guatemalteco que estaba acabando su doctorado en París, recogió a Rigoberta.
«La tenían cocinando en México, los mismos guatemaltecos no se interesaban por ella porque era
indígena», me dijo Elisabeth. «Rigoberta Menchú estaba angustiada, no tenía la menor idea de dónde
estaba. Lo que yo detecté es que quería expresarse ya, superar sus experiencias y llegar a un
campo más amplio que aquel donde la tenían. Por primera vez, no estaba en casa de guatemaltecos, y
yo la escuchaba con atención. Pienso que para ella era un placer hablar con alguien que se tomaba
interés en ella».
Gracias a su trabajo con el antropólogo George Devereux y su enfoque etnopsiquiátrico,
Elisabeth fue capaz de escucharla largo rato, sin interrumpirla con preguntas. Había estudiado
psicología clínica en la Universidad de París VII, así como etnología en la Escuela de Ciencias
Sociales de París, y a la sazón estaba escribiendo una tesis sobre la etnopsiquiatría de las
mujeres francesas y latinoamericanas. «Sin esta enseñanza, no podría haber hecho las entrevistas»,
me dijo. «Hay que empaparse con el entrevistado. Sólo se hacen preguntas cuando hay bloqueo,
cuando el entrevistado se repite mucho, por ejemplo». Las preguntas que planteó giraban
principalmente en torno a la cultura, porque Rigoberta estaba más interesada en hablar de la
opresión.
En su introducción de 1982, Elisabeth atribuía el nacimiento del libro a una activista
canadiense de París, la doctora Marie Tremblay. Trece años más tarde, Elisabeth me dijo que
Tremblay sólo había sugerido una entrevista para una revista, que pronto sería publicada en el
influyente semanario Le Nouvel Observateur, desde donde reverberó en seguida a América Latina.{10}
Elisabeth me dijo que hasta después de haberse ido Rigoberta, no se había percatado de que tenía
suficiente material para un libro. Puesto que nadie más había abordado la idea durante la semana
que Rigoberta estuvo en París, nunca había podido hablarlo con ella. No pudo haber sabido que la
historia que estaba contando adquiriría el peso y la influencia de un libro.
Como no tenía un empleo en aquel momento, Elisabeth podía dedicar todas sus energías al
proyecto. Sólo tenía que posponer temporalmente su tesis doctoral. De modo que diariamente llevaba
a su hija a la escuela, regresaba a la casa y trabajaba en la transcripción, ayudada por una amiga
chilena. Aunque el español de Rigoberta era elocuente, al igual que el de algunos campesinos que
oí en el norte de El Quiché, su gramática no era la que los lectores esperan en un página impresa.
«Su español era muy básico. Traducía mentalmente de su propio idioma; eso fue lo que más me

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costó», dijo Elisabeth. «Sí, yo corregí tiempos verbales y géneros de sustantivos, ya que de lo
contrario no habrían tenido sentido, pero siempre traté de conservar su poderosa forma de
expresión. La narración de Rigoberta se saltaba la cronología. Tuvo que ser ordenada. Y los
pasajes que yo extraje sobre la cultura tenían que ser incorporados a la narración de su vida».
«Tuve que volver a ordenarlo muchas veces para que siguiera un hilo, para darle un sentido de
vida, de modo que llegara a todo el público. Lo hice a través de un archivo de fichas. Lo más
difícil fue darle un sentido de continuidad con las mismas palabras de Rigoberta. Esto es un reto
mucho más complicado que limitarse a citar a una persona como parte de tu propia narración. Si
hubiera querido hacerlo como una publicación profesional, incluyendo mis preguntas, lo hubiera
hecho así, pero ese no era mi objetivo».
Después de finalizar el manuscrito, Elisabeth le dio una copia a Arturo Taracena, para que él
la mandara a la organización de Rigoberta para su revisión. Cuando regresó el manuscrito, iba
acompañado de una carta pidiendo que se omitieran tres pasajes, dos de los cuales ahora parecen
tener poca importancia. Los tres se referían a la participación de los niños en la autodefensa
comunitaria, la relación entre el Frente Popular 31 de enero y las fuerzas guerrilleras, y las
declaraciones del embajador español atribuyendo a los manifestantes el incendio de la embajada. La
razón para esta última omisión, según la carta, era que las declaraciones del embajador habían
sido distorsionadas por el gobierno. Fechada el 8 de agosto de 1982, la carta iba firmada por un
seudónimo, «Vicente». Gracias a referencias personales, Elisabeth supo (y lo ha confirmado desde
entonces) que se trataba del líder del EGP, Ricardo Ramírez, un amigo desde sus días de Cuba.
Lo que Elisabeth se negó a quitar fueron los epígrafes que había incluido en cada capítulo.
Esta fue una petición adicional de Arturo Taracena, que resultó ser sobrino de la compañera de
Ricardo Ramírez, Aura Marina Arriola. Arturo se opuso a los pasajes bíblicos que Elisabeth había
elegido, y aún más a seis epígrafes del premio Nobel de Literatura, el novelista guatemalteco
Miguel Angel Asturias. Su razonamiento era que puesto que el hijo de Miguel Angel, Rodrigo
Asturias, era el fundador de un grupo guerrillero rival llamado la Organización del Pueblo en
Armas, las citas podían llevar a pensar a los lectores entendidos que Rigoberta pertenecía al ORPA
y no a su verdadera organización. Aunque la médica canadiense que arregló el encuentro entre
Rigoberta y Elisabeth trabajaba con el ORPA, Arturo se reportaba con el EGP.{11}
La persona que llevó la carta de Ramírez y el manuscrito corregido desde México hasta París fue
Rigoberta, a la que la carta también autorizaba a participar en un documental que aparecería en la
televisión francesa un año después.{12} No estando segura de cómo iba a resultar el manuscrito y no
queriendo perder el control de sus esfuerzos, Elisabeth no contactó ninguna editorial hasta que el
manuscrito estuvo terminado, hacia setiembre de 1982. La editorial Gallimard fue la primera en
responder con un contrato, que ella firmó. El libro apareció al año siguiente en español, en 1984
en francés y en inglés (las dos ediciones de las que más ejemplares se han vendido), luego en
alemán, italiano, holandés, japonés, danés, sueco, noruego y ruso, además de una edición pirata en
árabe.
Rigoberta rompe con Elisabeth
Las dos mujeres nunca volvieron a revivir la intimidad de aquella semana de enero de 1982.
Fueron pocos los encuentros posteriores. Según Elisabeth, cuando Rigoberta pasó por París en 1984,
no quería hablar del tema de los indígenas, hasta el extremo que rechazó un ejemplar del Popol Vuh
que le regaló Marie Tremblay. Durante otra breve visita a París, en 1985-1986, la actitud de
Rigoberta había cambiado de nuevo. «Parece que nosotros los indígenas tenemos que pagar muy caro
para aprender», dijo mientras iban caminando hacia una reunión con Danielle Miterrand, la primera
dama de Francia. «¿Por qué?», le preguntó Elisabeth. «Porque hemos tenido que pagar muchos
muertos».
«Hablaba muy alegóricamente», observó Elisabeth. «Yo podía ver que estaba bajo mucha presión.
Luego de aquel primer instante de apertura, se veía que no podía hablar. Puesto que yo había
tenido noticias de ejecuciones dentro del EGP, supuse que su reticencia se relacionaba con las
divisiones internas». Indudablemente Rigoberta también se sentía incómoda por el dilema al que
inconscientemente la había llevado la editora de su testimonio. La historia que ella contó en
1982, la que lanzó su carrera, había sido narrada con el fervor de una conversa. Ahora ella era
famosa, pero el fervor había pasado, y las palabras transformadas en un libro la definían,
aparentemente para siempre, como alguien que no era.{13}
En 1989 Elisabeth fue nombrada directora del Instituto Francés de Sevilla, España, alejándose
de los círculos parisinos en los que acostumbraba a tratar con personajes públicos. Éste también
fue el año en el que escribió una carta a Fidel Castro pidiéndole que perdonara la vida del
general Arnaldo Ochoa, un héroe de la expedición cubana a Angola, que repentinamente fue acusado
de tráfico de drogas y otros crímenes contra el estado, sentenciado a muerte y ejecutado, todo en
el intervalo de un mes. Junto con su ex marido, Régis, que también trató de salvar a Ochoa,
Elisabeth había sido amiga del condenado y de Fidel. Ellos no creían que Ochoa hubiera hecho algo
a espaldas de su jefe, que aparentemente estaba liquidando a un rival potencial.
Elisabeth atribuye su exclusión posterior de la campaña de Rigoberta para el premio de la paz
al hecho de que había apelado por la vida de Ochoa. Para algunos lectores, la explicación de
Elisabeth implica una visión excesivamente centralizada de las relaciones entre el régimen
castrista, el Ejército Guerrillero de los Pobres (el preferido de la URNG para los cubanos), y los
comités de solidaridad en Europa. O por lo menos, una sorprendente lealtad a Fidel en la red de
apoyo de Rigoberta. Invocando tres décadas de experiencia con el movimiento revolucionario
latinoamericano, Elisabeth insiste que fue eso lo que la convirtió en una paria.{14}
Hay indudablemente una segunda razón por la que Elisabeth fue excluida de la campaña del Nobel,
una que complementa la primera. Resulta evidente en cómo respondió Rigoberta a una pregunta, en
1991, sobre su relación con Elisabeth y cómo había influido esta relación en el texto final. Tras
oponerse a la sugerencia de que el testimonio pudiera ser de alguien más que suyo propio,
Rigoberta reconoce que «lo que sí efectivamente es un vacío en el libro es el derecho de autor,

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¿verdad? Porque la autoría del libro, efectivamente, debió ser más precisa, compartida,
¿verdad?... Por un lado es también producto del desconocimiento de hacer un libro. Se necesitaba
un autor y ella es autora».{15} El deseo de Rigoberta de reclamar la autoría también se sugiere en
su curriculum vitae para el premio Nobel, donde figura como ganadora del premio Casa de las
Américas de 1983 en La Habana, cuando en realidad lo ganó Elisabeth Burgos como editora.
En cualquier caso, Elisabeth nunca fue invitada a ninguna de las ocasiones asociadas con el
Nobel. La ausencia fue ampliamente notada. Su única contribución fue un nuevo prólogo para la
edición en español, así como comentarios de apoyo en la prensa. La última reunión entre las dos
mujeres ocurrió pocos meses después de la concesión del Nobel, en febrero de 1993. Rigoberta pidió
a Elisabeth que renunciara a los derechos de autor para que ella pudiera hacer sus propios
contratos. «Antes las cosas eran distintas», explicó. Pero según Ediciones Gallimard, Rigoberta no
podía tener los derechos debido a los numerosos contratos que la editorial había hecho por todo el
mundo. Elisabeth también temía que su nombre fuera borrado de las nuevas ediciones, así como había
sido excluida de la campaña para el Nobel. Posteriormente, Rigoberta se quejó a la editorial Siglo
Veintiuno, de que Elisabeth había dejado de entregarle el cincuenta por ciento de los derechos
económicos. Según Elisabeth, siempre mandó a Rigoberta la totalidad de los derechos económicos
(menos los impuestos) a través de un arreglo con Danielle Miterrand y la Fundación Miterrand.{16}
Indignada por las acusaciones de Rigoberta, interrumpió las remesas.
Cuando estuve en Madrid, Elisabeth sacó de un ropero una caja de cassettes. Eran las
grabaciones de la voz de Rigoberta, trece años atrás. De no ser por una mala planificación por mi
parte, hubiera podido oír toda la secuencia. Aun así, pude escuchar las dos primeras horas y me
causaron una gran impresión. Desde sus primeras palabras, Rigoberta parece dominar la situación.
Habla lenta, atenta y claramente, con el compás característico de los mayas, haciendo pausas para
buscar las palabras. En ningún momento vacila con «uhs» o «ehs». Es muy clara: Esto sucedió cuando
yo tenía cinco años, esto cuando tenía ocho, o doce. También establece un estilo de contar su
historia que se comunica sin esfuerzo a los extranjeros, enmarcada en amplias categorías tales
como «nuestra cultura» y «nuestro pueblo» .
Durante las dos primeras horas de grabación apenas oí interrupciones de Elisabeth. Su pregunta
inicial es: «Su vivencia, su vida, ¿cómo es la vida de los indígenas?». Sus únicas intervenciones
son para aclarar detalles. Elisabeth no sugiere nuevos temas, no cambia la dirección de la
entrevista, ni presiona para seguir hablando de un tema renuente. En cuanto a Rigoberta, comienza
con la famosa línea de apertura del texto publicado: que no se trata sólo de su vida, sino de la
de todos los guatemaltecos pobres; que creció sin pasar por la escuela, en las fincas de la costa,
donde trabajaba hasta ocho meses al año. Desde el inicio de la sesión, Rigoberta crea para sí el
personaje de la guatemalteca universal, con poco estímulo por parte de su entrevistadora. Después
de oír mis descubrimientos, tales como la probabilidad de que nunca trabajara en las fincas cuando
era niña, Elisabeth recordó cuan convincentemente su interlocutora había detallado la vida allá,
cómo cosechaban los granos del café («como tratar a un herido»).{17} No, me dijo Elisabeth, ella
nunca puso en duda la historia de Rigoberta. Después de escuchar las primeras dos horas, yo podía
entender el porqué. Rigoberta era totalmente convincente. Bajo el hechizo de su voz serena, yo
también hubiera creído todo lo que decía.{18}

Notas
{1} «La conciencia de Rigoberta», El Periódico (Ciudad de Guatemala), 14 de diciembre de 1997.
En El Periódico del 9 de diciembre apareció un reportaje anterior, seguido por la reacción
horrorizada de su aliada y líder indígena Rosalina Tuyuc («¡Qué Dios la perdone!») el 10 de
diciembre, y una carta aclaratoria el 12 de diciembre en la que Rigoberta reiteró que Elisabeth la
había despojado de su testimonio, lo había editado sin consultarla y nunca le había pagado
derechos económicos.
{2} Menchú et al. 1998:253.
{3} De quien se divorciaría más tarde.
{4} Castañeda 1993:129-132.
{5} Canteo 1998. Cuando Régis publicó una valoración de las perspectivas de la lucha armada en
varios países, el capítulo sobre Guatemala fue un esfuerzo común con Ramírez (Debray 1974), que
murió de un ataque al corazón cuando este libro entraba en imprenta.
{6} Burgos-Debray 1984:xiv, xix (Arcoiris: 16).
{7} Juana Ponce de León. «Mission of Peace: Winner of 1992 Nobel Peace Prize Speaks for Native
People Everywhere», Vista (New York), diciembre de 1992, págs. 6-ss. Compárese con Brittin y
Dworkin 1993:216-218.
{8} En su historia de vida de 1997, la laureada describe a Arturo Taracena como uno de sus
asesores más importantes y le otorga, así como a ella misma, un papel importante en la redacción
de Me llamo Rigoberta Menchú. «La grabación de mi testimonio duró alrededor de doce días. Después,
existía en París un colectivo de solidaridad con Guatemala que ayudó a la transcripción. Allí
conocí a Juan Mendoza, entrañable amigo hasta la fecha. El doctor Taracena participó bastante en
ordenar el libro, junto con Elizabeth Burgos. Al final, también hicieron la selección de los
capítulos juntos. Quiero decir con esto que Arturo Taracena tiene una parte significativa en el
libro... Después vino el texto ya ordenado. Yo, como por dos meses o más, dediqué tiempo para
entenderlo. Es muy distinto lo que uno siente hablando que cuando ya está en papel. Reconozco que
en esos años yo era muy tímida... inocente e ingenua. Simplemente no conocía las reglas
comerciales cuando escribí esa memoria. Solo daba gracias al creador por estar viva y no tenía
ninguna idea de mis derechos de autor. Tuve que acudir a compañeros, en la ciudad de México, donde
vivía en ese entonces, para tratar de entender el texto. Fue muy doloroso volver a vivir el
contenido del libro. Censuré varias partes que me parecieron imprudentes. Quité las partes que se

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referían a la aldea, mucho detalle de mis hermanitos, mucho detalle de nombres.» (Menchú et al.
1998:252-255).
Algunos meses después, Rigoberta acusó a Elisabeth de impedir que Arturo y ella desempeñaran
las funciones anteriormente descritas: «Todas esas cintas fueron transcritas por otras personas
que quisieron colaborar de esa manera con nuestra causa... Arturo Taracena con su sabiduría y
paciencia revisó y corrigió los errores que yo cometí en el uso del idioma español... Elizabeth
Burgos tomó esos manuscritos, los ordenó según su criterio y agregó y suprimió lo que le pareció
conveniente. Le puso subtítulos e incluyó breves citas de otros libros al principio de cada
capítulo... Jamás permitió que yo o el doctor Taracena conociéramos la versión final y mucho menos
que pudiéramos hacer observaciones o correcciones al texto. Supimos que la señora Burgos me había
despojado de mi testimonio cuando apareció la primera edición en idioma francés, con su nombre
como única autora». («Carta de Rigoberta Menchú», El Periódico, 12 de diciembre de 1997).
{9} Esto quiere decir que la aspiración de Rigoberta en el testimonio, en el sentido de querer
hablar por toda una clase de gente, anticipa su encuentro con Elisabeth. Una referencia a su
inminente gira sugiere que era la tarea que le había asignado su organización. La descripción
detallada de la inmolación de su hermano en Chajul sugiere que ella era consciente de la necesidad
de dramatizar su historia de modo que llamara la atención. El artículo de setecientas palabras no
incluye referencia alguna a haber trabajado en las fincas, a su padre y ella misma como miembros
del CUC, o a haber presenciado la masacre de su hermano en Chajul. Pero sí hace un énfasis en como
han sido expulsados de sus tierras los campesinos, sugiriendo que los llamamientos revolucionarios
no logran satisfacer las necesidades reales de los campesinos. (Noticias de Guatemala, 1981).
{10} Burgos 1982.
{11} Entrevistas del autor y Canteo 1998.
{12} El documental, que retrata a Elisabeth y Rigoberta en París, reitera los puntos clave del
testimonio de enero de 1982 (Burgos y Romero 1983). En una versión anterior de este capítulo, yo
declaré que nunca se recibió ningún comentario de Rigoberta, que nunca mostró interés en el
manuscrito, y que nunca dio su permiso a Elisabeth para publicarlo (Stoll 1997:36). Ahora que
tengo una copia de la carta de dos páginas mecanografiadas, fechada el 8 de agosto (no el 9, como
se afirma por error), dirigida a la «Compañera Elisabeth» y firmada «Hasta la victoria siempre.
Vicente», es evidente que, por lo menos, Rigoberta sirvió de correo en el proceso editorial.
{13} Las recriminaciones por parte de personajes de libros como Me llamo Rigoberta Menchú no
son insólitas. Otro ejemplo es Phoolan Devi, una esposa impúber de la India que huyó de un marido
abusivo para convertirse en delincuente y, por último, en «la reina de los bandidos» (Shears y
Gidley 1984). Desde la prisión, Devi logró sacar clandestinamente un diario en el que describía
todas las violaciones a las que había sido sometida. Este diario se convertiría en la base del
libro Bandit Queen, del escritor Mala Sen; de la película de Shekhar Kapur sobre su vida; y de la
fructífera campaña para su liberación. Aunque Devi había firmado un contrato aceptando que se
utilizara su historia, recurrió a los tribunales para impedir que se proyectara la película,
alegando que violaba sus derechos personales, distorsionaba los hechos sobre su vida, ponía en
peligro su defensa legal contra cargos de homicidio y fomentaba el odio entre las castas (Hamish
Mc Donald, «Queens' Gambit», Far Eastern Economic Review, 3 de noviembre de 1944, pág. 29; «Hands
Up», Economist, 12 de noviembre de 1994, págs. 116-117). En ocasiones Devi reconocía su
responsabilidad en la masacre de veintidós miembros de una casta que habían abusado de ella; otras
veces lo negaba. En 1996 el Partido Socialista la eligió para el parlamento nacional, donde formó
parte de una coalición para impedir que el gobierno cayera en manos de los nacionalistas hindúes.
{14} La revolución cubana todavía considera que la crítica es traición, como lo ilustra la
reacción ante las críticas de Régis hacia su antiguo camarada Che Guevara. El contraataque fue
capitaneado por la hija del Che, Aleida Guevara, que acusó a Régis de entregar información a sus
captores bolivianos y, por lo tanto, de compartir la responsabilidad por la muerte de su padre
(Vilas 1996). Mientras tanto, Elisabeth ha redactado una segunda historia de vida, la de uno de
los sobrevivientes de la expedición boliviana del Che. Corroborando testimonios anteriores,
Benigno dice que la columna del Che fue delatada por campesinos desconfiados y por un miembro
boliviano reclutado a la ligera que resultó ser un ex policía (Alarcón Ramírez 1997:138-143).
{15} Brittin y Dworkin 1993:218, tal y como está traducido en Brittin 1995:110-111, excepto por
la frase «derecho del autor».
{16} En mayo de 1998 Elisabeth me envió fotocopias de correspondencia que incluyen:
— una nota mecanografiada, con el membrete del CUC, en la que dice: «A quien interese: La que
firma abajo, Rigoberta Menchú, miembro del Comité de Unidad Campesina –CUC– por este medio hace
constar que acepta la suma que le corresponde a Elisabeth Burgos por derechos de autor.
Atentamente, (firmado) Rigoberta Menchú. Guatemala, Junio de 1982.»
— una nota mecanografiada dirigida a Elisabeth en París, con fecha 24 de setiembre de 1986,
diciendo: «Estimada señora: Me dirijo a usted con un saludo fraternal y respetuoso. De acuerdo con
nuestra última conversación, del 22 de setiembre de 1986, usted me cede los derechos económicos
del Libro 'Me llamo Rigoberta Menchú', los que, por el momento, ascienden a la suma de 74.335,98
francos, conforme al cheque extendido por las ediciones Gallimard, el 7 de marzo del año en curso.
Por medio de la presente quiero dejar constancia que el beneficiario de dichos derechos económicos
será el Collectif Guatemala (Asociación 1901), con sede en Rue du Theatre, París 75015. Me despido
de usted agradeciendo su fina atención y espero volver a verla pronto. Atentamente, (firmado)
Rigoberta Menchú Tum».
— una nota escrita a mano, fechada en París el 25 de setiembre de 1986, en la que Rigoberta y
Juan Mendoza reconocen haber recibido los 74.335,98 francos anteriormente mencionados en nombre
del Collectif Guatemala.

99
— cuatro notas mecanografiadas, con el membrete de Ediciones Gallimard, fechadas entre el 26 de
mayo de 1989 y el 18 de diciembre de 1992, reportando el envío de un total de 221.466,80 francos a
la Fundación France-Libertés, que estaba asociada con la Fundación Danielle Miterrand.
{17} Burgos-Debray 1984:35. Acerca de esta frase, frecuentemente citada, un finquero comenta:
«Son pendejadas eso de que el trabajador tenga que tratar un grano de café como si fuera una
persona herida. Está rodeado de una corteza dura, de modo que se trata de despojar una rama de
todos sus granos maduros, y que quede intacta con los granos verdes».
{18} En mayo de 1999 pude oír otras dieciséis horas de cassettes en el apartamento de Elisabeth
en París. Al igual que las recientes declaraciones de la propia Rigoberta, corroboran mi
conclusión anterior, que ella es la única narradora de Me llamo Rigoberta Menchú.

Capítulo 14
El secreto de Rigoberta

«Sigo ocultando lo que yo considero que nadie sabe, ni siquiera un antropólogo, ni un


intelectual, por más que tengan muchos libros, no saben distinguir todos nuestros secretos.»
–Me llamo Rigoberta Menchú, pág. 271 (ed. Arcoiris).
En su historia de 1982, Rigoberta reitera que no le está contando todo al lector. Los secretos
a los que ella se refiere son ancestrales, de los que se transmiten de ancianos a jóvenes.{1}
Pedagogos literarios han recurrido a estas referencias para demostrar el carácter irreductible de
Me llamo Rigoberta Menchú ante las formas occidentales de conocimiento.{2} Cuando se compara el
libro con otras versiones de los hechos, otro secreto resulta demasiado obvio: su relación
tangencial con la vida, la familia y la aldea de la narradora. Esto nos lleva de nuevo a preguntas
claves: ¿Por qué negaría Rigoberta una educación escolar que fue tan importante en su vida? ¿Y por
qué transformaría, no sólo su propia experiencia, sino también la de Chimel?
Cuando hablé con mis colegas de las discrepancias entre el testimonio de Rigoberta y los de
otros, me recordaron que la memoria siempre es selectiva. Que una historia sobre el pasado sea
parcial, no quiere decir que sea falsa. Sin embargo, la selectividad de la memoria no explica la
omisión que Rigoberta hace del internado. No pudo haber olvidado cómo pasó varios años de su vida.
Ni tampoco explica que se diga testigo ocular de hechos que Rigoberta no pudo haber presenciado,
como la muerte de su hermano en Chajul, o la invención de hechos que nunca sucedieron, como la
organización de la autodefensa en Chimel en un periodo en el que su padre estaba trabajando con el
Cuerpo de Paz.
Algunos académicos eximen de responsabilidades a Rigoberta alegando que ella pertenece a una
cultura no-occidental, por lo tanto debe operar según conceptos diferentes de la verdad.
Obviamente, nadie podría pretender que ella perciba la situación como un sociólogo. Pero como ha
sido señalado por el antropólogo Michel-Rolph Trouillot, es un error asumir que la validez
epistemológica sólo tiene importancia en la tradición occidental.{3} Los campesinos mayas están
acostumbrados a distinguir entre lo que saben con certeza y lo que sólo han oído que es cierto.
«No me consta», era una aclaración común en sus conversaciones conmigo, al igual que la frase «lo
que dicen».
El testimonio de Rigoberta también es defendido como la «memoria colectiva». Es decir, puesto
que habla en nombre de su pueblo, no es importante que las experiencias que describe le hayan
sucedido realmente a ella, o que hayan sucedido exactamente como ella las cuenta, puesto que
representan la experiencia colectiva de los mayas. Este argumento no carece de cierta validez: Aun
si la joven Rigoberta no vio morir a sus hermanos en las fincas, otros niños mayas lo han hecho.
Por lo tanto, su historia puede ser cierta desde un punto de vista lírico. Pero el concepto de la
memoria colectiva evade una cuestión importante: ¿Qué partes de su testimonio no son tan
colectivas, reflejando una perspectiva ajena a la de la mayoría de su pueblo?
Otro argumento más en defensa de Rigoberta es que, al igual que cualquier otra persona en su
circunstancia, ella estaba traumatizada y obsesionada por la súbita pérdida de su familia. Las
pasmosas historias acerca de su hermano quemado y de su madre torturada, la degradación de los
cadáveres y los restos esparcidos por doquier, tienen un tono onírico, febril.{4} Las pesadillas
están presentes en múltiples niveles: en lo que las propias víctimas deben haber experimentado, en
cómo se imaginó Rigoberta sus muertes, y en cómo volvió a narrarlas en París para su
interlocutora, abatida y sollozante.
Bajo los regímenes «de noche y neblina», la crueldad más manifiesta es el desconocimiento de lo
que le sucede a seres queridos que de repente desaparecen. Además del trauma de la pérdida, no hay
restos para velar, ni siquiera un lugar en el que se pueda conmemorar a los muertos, y mucho menos
una explicación de su destino.{5} De ahí las campañas de las asociaciones de sobrevivientes, como
la de las madres de la Plaza de Mayo en Argentina, para arrancar de las autoridades cualquier
hecho sobre el destino de sus familiares. Con su madre y hermano en tumbas desconocidas, Rigoberta
utilizó los escasos datos de los que disponía para reclamarlos de la única manera posible,
visualizando sus muertes con atroz lujo de detalle.
Puesto que Me llamo Rigoberta Menchú es el relato de una joven próxima a la mayoría de edad,
estas historias tienen una dimensión constructiva. El académico John Beverly ha sugerido que el
libro puede leerse como «una novela edípica construida en torno a un complejo de Electra: un
rechazo inicial de la Madre y de la maternidad a cambio de una identificación con el Padre,
Vicente, el organizador campesino; después la muerte del Padre a manos de un aparato represor del
estado, la cual lleva a una posibilidad de identificación con la Madre, que ahora aparece como

100
organizadora por mérito propio...; luego la muerte de la Madre, de nuevo a manos del estado;
finalmente, en el acto de narrar el testimonio en sí, Rigoberta Menchú emerge como un personaje
protagonista, organizadora y líder por si misma».{6}
Sin recurrir a Freud, se puede decir que al refugiarse en un nuevo sistema de coherencia
Rigoberta estaba respondiendo a la pérdida de su familia.{7} Habiendo huido a México para ponerse a
salvo, sin contacto con su familia y amigos, habría necesitado no sólo una nueva comunidad, sino
también una estructura de credibilidad que abarcara más violencia y contradicción que las de sus
marcos de referencia previos en Chimel, Uspantán, y los internados. Esto se evidencia a lo largo
de Me llamo Rigoberta Menchú, en su forma de yuxtaponer la seguridad de su infancia con la
violencia que consume a su familia y su comunidad. El puente desde sus años de reclusión escolar a
un nuevo sistema de coherencia fue su nuevo hogar en México, con Monseñor Ruiz y la diócesis
católica de Chiapas en 1980-1981. Las charlas de concientización que daba en las escuelas
católicas supondrían para Rigoberta un paso hacia la confianza en sí misma. Se trataba de un
contexto católico, pero a diferencia del internado en Guatemala, le permitía expresarse
políticamente, convirtiendo su vida en una historia de opresión, educación y concientización.
Una vez que Rigoberta ya forma parte del aparato político del Ejército Guerrillero de los
Pobres, podía haber una razón pragmática para negar su educación: proteger al clero que la sacó
clandestinamente hacia un lugar seguro. Independientemente de cuán divididos fueran sus
sentimientos hacia la Iglesia Católica, había sido puesta a salvo por un grupo casi indefenso de
monjas que luchaban para proteger a sus estudiantes de una persecución que podía convertirse en
holocausto. Expresar públicamente su agradecimiento a las monjas, mientras estaba de gira para el
movimiento revolucionario, podía fomentar represalias o exponer sus métodos para ayudar a otras
personas como ella. Quizá fue una necesidad de discreción sobre esa parte de su vida la que
suscitó la negación de todo su periodo escolar. Pero ello no explica el vigor de las negativas de
Rigoberta, su insistencia en que era una campesina monolingüe y analfabeta hasta que se sumó al
movimiento revolucionario. Ni por qué el Chimel de su historia acaba siendo tan diferente de la
aldea que recuerdan otros sobrevivientes.
El proceso de concientización que tanto destaca en Me llamo Rigoberta Menchú proporciona parte
de la respuesta. La misma idea de «crear conciencia» es esgrimida por un movimiento insatisfecho
con el grado imperante de penetración. Los académicos han debatido durante mucho tiempo si los
campesinos están ideológicamente comprometidos con las insurgencias que les arrastran. También es
posible que estén motivados por el oportunismo, la coerción o la desesperación –o por una
combinación de los cuatro elementos. En Guatemala el rasgo más característico del testimonio de
los sobrevivientes no es la conversión ideológica. En vez de ello, es el miedo, más que todo hacia
el ejército. Si bien algunos campesinos reconocen haberse sentido atraídos por la visión
revolucionaria, el momento de tomar su decisión suele darse después del desencadenamiento de la
represión. Se enfrentan a una alternativa inexorable entre rendirse a los matones del ejército,
escapar a las fincas de la costa o arriesgar todo con la insurgencia, aunque sólo sea por quedar
en una aldea controlada por la guerrilla.
El hecho de que muchos campesinos no se sumaran a la guerrilla, y de que muchos que lo hicieron
se arrepintieran pronto, sugiere que la conciencia revolucionaria era normalmente un fenómeno
pasajero. Entonces, ¿habían sido «concientizados»? Para todo aquel que concluye que la lucha
armada fue un error –incluyendo a la mayoría de los campesinos y, últimamente, a la propia
Rigoberta– esto es debatible. Los campesinos por lo general dicen que fueron «engañados» con
falsas promesas de liberación. Entre los que adoptaron la ideología revolucionaria, sería más
acertado decir que se convirtieron a un movimiento que posteriormente les desilusionaría.{8}
En el caso de Rigoberta, la relativa seguridad del exilio le permitió cultivar una conciencia
revolucionaria durante la siguiente década. Se había convertido a un movimiento desde el cual el
mundo parecía muy distinto al de antes. Esto incluía su vida pasada en Chimel, que ahora tenía que
reinterpretar para poder explicar el brote repentino de violencia. Pero había un problema. Una vez
que ella y sus mentores decidieron que su labor sería contar la historia de su pueblo, Rigoberta
se enfrentaba a la desventaja de proceder de un área que (al igual que otras muchas) no encajaba
en el análisis del EGP de los problemas que acosaban a los campesinos.
¿Cómo habría sido su testimonio sin una dosis importante de reinvención? Hubiera sido algo así:
las fuerzas represivas están matando a diestro y siniestro en algunas partes de Guatemala, pero en
otras no. Un día, una columna guerrillera se presenta en una aldea cuyo conflicto más serio es con
otros campesinos. Poco después, la guerrilla introduce el asesinato político en la localidad, lo
que inspira al ejército para introducir su sistema acostumbrado de secuestrar sospechosos. Cuando
los familiares de los secuestrados van a protestar a la capital, quince mueren en el incendio en
la embajada de España. Mientras tanto, en las aldeas el ejército secuestra a más campesinos. Una
joven mujer, que ha perdido a tres miembros de su familia mientras estudia en otra parte, huye a
México. Allí se suma al movimiento revolucionario, regresa a Guatemala como organizadora y empieza
a contarle su historia al mundo.
Esta hubiera sido una historia fascinante, pero no muy útil para el Ejército Guerrillero de los
Pobres. Una crónica franca de Chimel hubiera presentado un cuadro poco inspirador de campesinos en
pleitos con otros campesinos. Los peores conflictos hubieran sido entre vecinos k'iche's, no entre
k'iche's y finqueros ladinos. Los finqueros ladinos no hubieran podido ser tan dramáticamente
utilizados como cabezas de turco de los conflictos por la tierra como los utilizó Rigoberta. A
pesar de que en ocasiones supusieran un problema, no hubieran sido una amenaza hasta que dos de
ellos son asesinados por el EGP.
Los mentores de Rigoberta probablemente la aconsejaron que ampliara su historia, para ajustarla
más al retrato típico de campesinos profundamente oprimidos. Aun sin instrucciones, las
discrepancias entre las enseñanzas del EGP y sus propias circunstancias pudieron inducir a una
neófita a omitir detalles inconvenientes de su vida y añadir otros. Según la sociolingüista
Charlotte Linde, todo el que se enfrenta a la tarea de contar una historia de vida tiene que

101
luchar para poder mantener los principios de coherencia, la causalidad y la continuidad. Es decir,
los narradores de las historias de vida tienden a minimizar las incoherencias, accidentes,
discontinuidades y dudas que caracterizan la experiencia real vivida, puesto que sustraen el
sentido de dirección o de autogestión que las audiencias esperan que demuestren los narradores.{9}
En el caso de Rigoberta, alcanzó coherencia al omitir los aspectos de la situación que
contradecían la ideología de su nueva organización, sustituyéndolas después por las consignas
revolucionarias apropiadas. Puesto que era muy nueva en el movimiento durante un periodo en el que
éste parecía ofrecer una solución a la crisis de su país, no es necesario cuestionarse sus buenas
intenciones. Sólo tenía que creer que el retrato revolucionario de la opresión era más común que
la experiencia de su propia aldea, próspera en tierras. Esta fue una lección subrayada por la
repentina cacería de su familia.
Examinemos las sustituciones de Rigoberta y los interrogantes ideológicos que hay tras ellas.
Incluir el conflicto con los Tum habría sacado a relucir las disputas internas que absorbieron
tanta energía política de los grupos subordinados. Contradeciría la visión de campesinos virtuosos
que se levantan contra sus verdaderos enemigos de clase. Sería, entonces, mucho más apropiado
atribuir todos los problemas de tierras colindantes a los finqueros ladinos.{10} Aunque no fueran
culpables en Chimel, lo eran en otros lugares.
Los norteamericanos que trabajaban con Chimel en proyectos de desarrollo eran otro problema. No
sin motivo, el EGP consideraba que los voluntarios del Cuerpo de Paz formaban parte de una
estrategia estadounidense para prevenir la protesta rural. Rechazaba sus esfuerzos como paliativos
que nunca podrían mejorar la vida de los campesinos y que desviaban su atención de las raíces
sociales de la opresión. Si Rigoberta hubiera incluido al Cuerpo de Paz en su historia, se habría
enfrentado a una alternativa nada grata entre (1) reconocer el interés de su padre en los
proyectos de desarrollo y (2) despreciar a extranjeros con los que su padre y sus hermanos habían
colaborado estrechamente. Lo más fácil era no mencionarlos. Sustituyó los proyectos agrícolas que
su padre y hermanos tanto estimaban por los planes insurreccionales de una organización político-
militar. Habiendo muerto ya sus padres, la lucha armada parecía tener más sentido que cultivar
verduras más grandes.
El problema central, tal como lo había sido para su padre, era el papel del EGP en el estallido
de la violencia política. Si Rigoberta reconocía la ejecución de los dos ladinos, resultaría
evidente que el derramamiento de sangre había sido propiciado por la decisión del EGP de convertir
Uspantán en un campo de batalla. Puesto que no se podía admitir que hubiera una estrategia para
expandir la guerra en áreas pacíficas, resultaba más conveniente atribuir la persecución de su
aldea a su lucha por la tierra, el conflicto inevitable que el movimiento guerrillero invocaba
como su razón de ser. Una vez más, para una superviviente traumatizada como Rigoberta, el
atractivo de una venganza revolucionaria tendería a suprimir dudas con respecto al EGP.
Finalmente, quedaba el problema del internado. Si Rigoberta hubiera reconocido este hecho de su
vida, no podría decir que había sido testigo presencial de la visión histórica del movimiento
revolucionario. Su autoridad se desvirtuaría. Sería más difícil dramatizar experiencias tales como
la explotación en las fincas, la cual, según el movimiento revolucionario, era más común entre su
pueblo que su propia existencia algo privilegiada como estudiante. Recluida en el internado, no
podía haber aportado un testimonio irrebatible sobre cómo se convirtieron su familia y aldea en
los campesinos revolucionarios concebidos por el EGP.
Reivindicando lo auténtico
«La fase en la cual se atribuye la virtud superior a los oprimidos es transitoria e
inestable. Comienza sólo cuando los opresores empiezan a tener mala conciencia, y esto sólo
ocurre cuando su poder ya no está asegurado... Más tarde o más temprano, la clase oprimida
alegará que su virtud superior es un argumento a favor de su acceso al poder, y los
opresores verán cómo sus propias armas se vuelven en su contra. Cuando finalmente el poder
está equilibrado, resulta aparente para todo el mundo que el discurso acerca de virtudes
superiores carecía de sentido, y que resultaba bastante innecesario como base para reclamar
la igualdad.» –Bertrand Russell, «The Superior Virtue of the Oppressed»{11}
Revisemos por qué Rigoberta, bajo la influencia del pensamiento revolucionario, se reinventaría
tan dramáticamente a sí misma. Reconocer el papel del clero católico en su huida a Mexico podría
haberlo puesto en peligro. En cuanto a la vívida imagen de las muertes de su madre y su hermano,
es la respuesta comprensible al secuestro de seres queridos que nunca más vuelven a aparecer.
Chimel tenía que ser reinventado para que se ajustara a las necesidades ideológicas del EGP. Los
ladinos tenían que ser acusados de haber desencadenado la violencia localmente para que su nueva
organización no tuviera la culpa. Un testimonio franco sobre cómo había empezado la violencia
impugnaría la presunción revolucionaria de que la insurgencia se desarrolló inevitablemente a
partir de la opresión del pueblo, presunción en la que sin duda creía una revolucionaria neófita.
Los parámetros bajo los que Rigoberta narró su historia quedan subrayadas por el hecho de que,
dos años antes, su padre había recurrido a las mismas estrategias narrativas. Como hemos visto en
el capítulo 8, justo antes de morir, Vicente omitió toda referencia al asesinato de dos vecinos y
culpó a los ladinos de tratar de expropiar Chimel. Con ello, la responsabilidad por la violencia
era cosa exclusiva de los finqueros y del ejército. Cómo es que Rigoberta se hizo eco de la
versión de su padre es algo que yo no puedo responder por el momento: Quizá fue el resultado de un
encuentro final con él. Quizá ella escuchó la grabación de una de sus últimas declaraciones. Quizá
habían recibido la misma orientación por parte del aparato revolucionario. O quizá se hicieron eco
mutuamente porque los indígenas tienden a culpar a los ladinos de sus problemas, del mismo modo
que los ladinos tienden a culpar a los indígenas.
Hasta que Rigoberta aborde el tema, sólo podemos adivinar hasta qué punto estaba censurando
información perjudicial o si es que estaba atrapada en la desinformación con la que se envuelven a
si mismos los movimientos revolucionarios. Conocía bien la larga lucha de su padre con la familia
de su madre. Tenía que saber también que el EGP había ejecutado a Honorio García y Eliu Martínez.

102
Sin embargo, cuando su padre culpó a ladinos por el secuestro de Petrocinio, hubiera sido difícil
no creerle. El hecho de que su padre tuviera relaciones amistosas con Honorio García le parecería
un pequeño detalle.
Nada de esto explica por qué Rigoberta estaba tan decidida a presentarse como monolingüe y
analfabeta hasta su incorporación en el movimiento revolucionario. No era algo reclamado por el
espíritu de su padre, que había valorado la educación lo suficiente como para proporcionársela a
su hija. Ni tampoco era requisito para el EGP, que sometía a sus reclutas a campañas de
alfabetización. Otra posibilidad, que se sugiere en su retrato romántico de la vida indígena, es
que quisiera invocar la imagen del noble salvaje de la imaginería occidental. No es cierto que los
activistas solidarios necesiten indígenas descalzos y analfabetos. Pero no resulta difícil
encontrar personas en la izquierda y en las márgenes de la antropología que menosprecian a los
indígenas que usan corbata por su falta de autenticidad. Una década más tarde, Rigoberta todavía
se quejaba de este tipo de racismo. Sin duda, hería profundamente a una joven campesina que había
estado alejada en un internado mientras daban caza a su familia, que había aprendido que los
indígenas eran despreciados de muchas maneras, y que ya en 1982 había aprendido que los indígenas
podían ser rechazados también en el movimiento revolucionario.
Si Rigoberta negó su conocimiento del español y de las letras como una defensa premeditada de
su autenticidad, suscitada por las actitudes racistas que se estaba encontrando, el carácter
obsesivo de estas negativas sugiere entonces que no lo hacía únicamente para sus interlocutores.
Es posible que lo hiciera también para ella misma. El noble salvaje fue inventado por los
europeos, pero ha impactado también a intelectuales indígenas que tratan de incorporarse a la
sociedad mayor en términos igualitarios. Rigoberta está lejos de ser la primer indígena que se fue
al colegio y a la ciudad, que conoció la discriminación, y que respondió idealizando su origen
como si fuera un idilio de Rousseau. Lleva tiempo entender que las pretensiones de inocencia sólo
fomentan el paternalismo.
Rigoberta se convierte en símbolo sustituto
«En el fondo del testimonio de Rigoberta subyace la ideología del EGP y su versión de la
historia reciente de Guatemala. Cuando la vida de Rigoberta y el ascenso social de los
Menchú no encajan con la imagen «correcta» de lo que es ser un indígena en Guatemala,
Rigoberta se encarga de rectificar su propia vida... El terreno se ajusta continuamente para
que encaje en el mapa.» –Henrik Hovland, 1995.{12}
Cuando Rigoberta le contó su historia a Elisabeth Burgos en enero de 1982, el movimiento
revolucionario todavía tenía que ser derrotado. Era obvio que el régimen de Lucas García estaba
masacrando a los campesinos. Pero los simpatizantes extranjeros presumían que el derramamiento de
sangre provocaría mayores levantamientos en el futuro. Dentro del Ejército Guerrillero de los
Pobres, toda comprensión de la destrucción de sus redes de apoyo quedaba soterrada bajo la
confiada retórica que se mantuvo hasta mediados de los 80. Hasta este momento, la guerra había
sido librada por separado por el EGP, la Organización del Pueblo en Armas (ORPA), las Fuerzas
Armadas Rebeldes (FAR) y el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT). Tras haberse distanciado unos
de otros en los años 60, eran demasiado competitivos para trabajar juntos y sufrían sus propias
escisiones internas, particularmente en el caso del EGP. A finales de 1981, la situación era lo
bastante desesperada como para reunir a los cuatro grupos en la Unión Revolucionaria Nacional
Guatemalteca (URNG).
Mientras tanto, el Frente Popular 31 de Enero (FP-31), partidario del EGP y al que pertenecía
Rigoberta, superó sus diferencias con el más moderado Frente Democrático Contra la Represión
(FDCR). Juntos formaron una nueva coalición llamada el Comité Guatemalteco para la Unión
Patriótica (CGUP). Liderados por personajes nacionales como el escritor Luis Cardoza y Aragón, se
pensaba que atraería a más público: «Mediante este puente», explicó un activista, «la URNG puede
captar mejor el apoyo de las masas guatemaltecas que en determinado momento se mueven por
motivaciones propias del sector social al que pertenecen más que por razones revolucionarias.
Mediante este puente también se puede encontrar mayor solidaridad fuera de Guatemala».{13} Entre
las personas a las que la URNG invitó a unirse al CGUP en febrero de 1982 estaba Rigoberta. Si
antes de su viaje a Europa y de la épica entrevista no fuera un personaje público, ahora sí lo
era. En una conferencia de cristianos revolucionarios en Nicaragua, en la que estaba incluida la
organización que llevaba el nombre de su padre, Rigoberta estaba considerada una participante
importante aunque tuvo que ausentarse de las sesiones.{14}
En mayo de 1982 fue por primera vez a los Estados Unidos. Las personas que impresionó no eran
del gran público (al cual tuvo poco acceso) sino audiencias más reducidas, que ya se preocupaban
por Guatemala y se esforzaban en comunicar una situación horrenda al público norteamericano.
«Recuerdo que me impresionó su presencia personal y su descripción precisa de lo que significa ser
una mujer maya en Guatemala», escribió un misionero protestante. «En trece años nunca había oído
hablar así a alguien en Guatemala. Hablaba más como un profeta que como una víctima, más como
testigo presencial que como ideóloga»{15} Además de realizar talleres para los comités de
solidaridad, Rigoberta sostuvo reuniones con el Congreso y el Departamento de Estado
norteamericano.{16}
Durante los próximos años, se silenciaron casi todas las organizaciones y redes en las que
había participado Rigoberta durante sus primeros dos años en el movimiento revolucionario. El
Frente Democrático Contra la Represión y el Frente Popular 31 de Enero fueron incapaces de
trabajar juntos. El socialdemócrata FDCR acusaba al radical FP-31 de intentar «monopolizar la
composición de un futuro frente unificado de masas».{17} A medida que los regímenes militares
suprimían los restos de la izquierda, ambas redes desaparecieron sin previo anuncio, al igual que
el CGUP y la organización que llevaba el nombre del padre de Rigoberta, los Cristianos
Revolucionarios Vicente Menchú.
De las primeras afiliaciones revolucionarias de Rigoberta, la única que sobrevivió fue el
Comité de Unidad Campesina, y sólo en el exilio. Sus pocos fundadores sobrevivientes dejaron el

103
movimiento o se refugiaron en el anonimato, lo que convirtió a Rigoberta en su líder más conocido.
La soledad aumentó después de 1984 cuando Mario Payeras, que defendía un enfoque menos militarista
y reconocía la derrota de dos años antes, lideró una escisión del Ejército Guerrillero de los
Pobres. El y los exiliados de México que se unieron en un nuevo grupo llamado Octubre
Revolucionario abandonaron la lucha armada.{18} Entre los militantes indígenas que se fueron con
Payeras estaba Domingo Hernández Ixcoy, el fundador del CUC que conocimos en los capítulos 6 y 7.
Pero Rigoberta, no.
Seguramente, una razón para permanecer en el EGP fue que por las mismas fechas ella se
convirtió en una pieza clave para su supervivencia. Debido a la tremenda recepción de su historia,
adquirió una función que no habría sido evidente cuando la contó por primera vez, antes de que se
disgregara el movimiento revolucionario. Además de la habilidad de Rigoberta para impresionar a
los extranjeros, era hija de uno de los manifestantes que habían muerto en la embajada de España.
Podía hablar en nombre de su padre y de los otros mártires, clara y conmovedoramente. Al ser una
superviviente capaz de proyectarse a las audiencias, podía convertir a su padre en un símbolo
poderoso para idealizar a los muertos y demostrar que la lucha continuaba. Ahora que los errores
de la guerrilla y la represión del ejército habían destrozado el movimiento popular, ahora que la
mayoría de los campesinos se habían sido alejado de la izquierda, Rigoberta podía ser un símbolo
que los sustituyera. Podría ayudar a los comandantes a trascender la dura realidad de que, en su
querido país, sólo les quedaba unos cuantos grupos aislados de combatientes y refugiados.
En la figura de Rigoberta hubo una autoridad moral que los líderes de la guerrilla necesitaban
profundamente en dos contextos. El uno estaba para hacer frente a sus propias filas, para mantener
viva la esperanza y demostrar que decenas de miles de personas no habían muerto en vano. El otro
estaba en el extranjero, para que sus reducidas columnas no fueran rechazadas por irrelevantes.
Tanto internacionalmente como dentro del movimiento revolucionario, Rigoberta podía reemplazar la
conexión interrumpida con los campesinos mayas. Su historia podía borrar retóricamente la
diferencia entre un liderazgo revolucionario en el exilio y los campesinos que luchaban para
mantener con vida a sus familias en las aldeas arrasadas. Podía hablar de una versión mitificada
de su padre, que a su vez representaba al campesinado revolucionario, y convertirse en una
sustituta simbólica de los muchos indígenas que ya no apoyaban al movimiento guerrillero, si es
que alguna vez lo habían apoyado. Una mujer joven que decía haber vivido lo que no había vivido se
convirtió en la voz de un movimiento guerrillero que decía hablar por los indígenas.
Que Rigoberta reinventara a su familia para personificar la ideología del EGP será para muchos
lectores una condena final. Para los conservadores esto fue evidente en seguida, lo que les
permitió tildar a Me llamo Rigoberta Menchú de ser el gran cuento de una crédula joven manipulada
por ideólogos marxistas. Sin embargo, incluso los más desdeñosos deben admitir que dado el
comportamiento desbocado del ejército, Rigoberta no tenía muchas alternativas. No podía regresar a
Guatemala y buscar justicia dentro del sistema legal. Si quería vengar a su familia, la única
opción era el movimiento revolucionario.
Visto desde fuera, Rigoberta podía haber dado su testimonio de otras maneras; por ejemplo,
hilvanando las historias de otras personas con la suya sin mezclar sus identidades separadas.
Podía haber recurrido al modo en que acostumbraban contar historias los campesinos con los que yo
hablo: «dicen que.» Pero, tal y como yo descubrí en mis propios intentos de describir la
violencia, la carga narrativa de poner en orden cronológico lo que hizo el ejército, la
petrificante repetición de un asesinato tras otro, pronto se vuelve desmoralizadora. Tal como lo
observó Sheldon Annis en su crónica sobre lo que aconteció en un pueblo kaqchikel: «un amigo
novelista leyó este relato y comentó: 'No podría ser ficción, hay demasiadas muertes. La trama es
demasiado tenue para sobrellevar tantas personas muriendo'»{19}
Entre los que reflejan porqué Rigoberta narró la historia tal como lo hizo se encuentra
Elisabeth Burgos. Recientemente ha editado un segundo testimonio oral, de un superviviente de la
última columna guerrillera de Che Guevara llamado Benigno. Refiriéndose a ambas experiencias,
Elisabeth escribe: «La persona se siente llevada por su voz, su memoria, y sobre todo, por la
capacidad de improvisar, entonces la memoria, no solo memoriza, sino que pone en juego el
imaginario: imagina, pero imagina de manera verosímil, imagina a partir de hechos que han
sucedido, que hace que lo imaginado posea una dimensión real. En ambos, he podido percibir que
relatan como vivencias propias, experiencias y hechos, de los cuales ni siquiera han sido testigos
directos... pero han sucedido en la cercanía de su historia propia... No se trata de que actúen de
mala fe, ni de que mientan; actúan movidos por un sentimiento de pertenencia... El sentimiento de
pertenencia, de identidad de los pueblos, surge cuando estos se sienten dueños de la capacidad de
elaborar su propia versión de su historia... No es lo mismo reflexionar sirviéndose de la
escritura. La acción de recordar requiere recrear lo acaecido mediante imágenes, requiere una
puesta en escena mental, como lo haría un director de teatro, y requiere como en el teatro:
demostrar. El propósito de Rigoberta con su testimonio, era de demostrar, golpear al máximo la
opinión pública, para obtener su simpatía, y lo ha logrado».{20}
Una manera de convencer a una audiencia es desarrollar una estructura épica en torno a unas
cuantas figuras ejemplares –héroes, víctimas y villanos– que concentran las experiencias de todo
un pueblo. Otra manera de convencer a una audiencia es siendo un testigo ocular. Se concede mucha
más credibilidad a una persona que haya vivido personalmente una experiencia que a otra que no lo
haya hecho. El género testimonial deriva de ello su autoridad moral, y es una lección que
Rigoberta acaso aprendió a raíz de sus primeros intercambios con la diócesis de Chiapas y el EGP.
Quizá otro exiliado señaló que la vida en un internado y los rumores acerca de la muerte de su
familia no convencerían a una audiencia. Aun sin tales consejos, la propia situación en la que se
encontraba Rigoberta –como refugiada indefensa que tenía que pedir ayuda, responder preguntas,
impresionar a los benefactores y competir por atención con los otros refugiados– pudo haberla
animado a dramatizar sus experiencias.
Es sugerente en este sentido la primera entrevista con Rigoberta que yo he podido encontrar,
tal vez la primera que se grabó, con la periodista Alaíde Foppa en Ciudad de México en diciembre

104
de 1980. Justo semanas antes, Rigoberta se había reunido con sus hermanas más jóvenes, que quizá
la introdujeron en el activismo revolucionario. Alaíde era madre de tres combatientes del EGP y,
al igual que Elisabeth Burgos, ella misma era colaboradora del EGP; ésta fue su última entrevista
por la radio antes de regresar a Guatemala y ser secuestrada. Lo que más sorprende en la
transcripción que pude conseguir es cuánto condiciona a Rigoberta. Tras presentar a «Guadalupe» y
sus dos hermanas menores, de quince y doce años, como miembros de «la organización que reúne a la
masa del pueblo campesino, el CUC», se refiere a las huelgas de la Costa Sur y pregunta,
utilizando el plural: «¿Cuánto ganaban ustedes antes, Guadalupe?». A lo que Guadalupe responde en
la primera persona del plural: «Ganábamos un quetzal o sesenta centavos». En otras palabras, a
partir de la primera pregunta se pide a Rigoberta que describa experiencias que ella nunca había
tenido.{21}
Un año más tarde, en sus historias para Elisabeth, Rigoberta a veces reconoce la estrategia de
incorporar experiencias de otros a la suya propia. Cuenta acciones de sus camaradas que comienzan
con «ellos», lo que indica que ella no estaba físicamente presente, y que luego cambia a
«nosotros», debido a su afinidad con los protagonistas.{22} Se trata del «nosotros» de un
organizador popular que quiere que su audiencia se vea a sí misma como un grupo con una historia
compartida de opresión. Es algo tan legítimo como los inmigrantes que adoptan la historia
norteamericano como si fuera propia y se identifican a sí mismos como estadounidenses. En otras
ocasiones, al encubrir la diferencia entre ella misma y otros indígenas, Rigoberta se apropia de
experiencias personales que nunca tuvo. El resultado es inflarse hasta convertirse en un personaje
hiper representativo, es decir, en la imagen irreal de una indígena representativa.
Es fácil criticar la solución de Rigoberta, pero jamás se puede esperar que un testimonio como
éste sea objetivo. Un teórico crítico puede escribir un libro sobre oscuridad epistemológica y la
ambigüedad del terror. Un investigador como yo puede intentar reconstruir lo que probablemente
pasó sopesando diferentes fuentes. Rigoberta rellenó el vacío poniendo en primera persona las
historias que había oído. En su defensa, se puede decir que sintió la responsabilidad de
representar al mayor número posible de personas, y que decidió hacerlo de la manera más
convincente que sabía. Esto es lo que me han contado los lectores mayas, aun siendo conscientes de
las deficiencias del libro. «Hay muchas cosas que tomó como personales que le pasó al pueblo. Lo
que sucedió al pueblo ella lo escribió como personal, como que le ocurrió a ella... Habla de la
realidad. Habla de cosas reales, de las matanzas, de las torturas. Supongo si le dan el premio, no
lo tomará para ella personalmente, como si fuera la gran reina, sino para su pueblo».
Ya antes de que se publicara en 1983, Me llamo Rigoberta Menchú ganó un premio literario de la
Casa de las Américas en La Habana. Si el libro no hubiera servido a los fines del Ejército
Guerrillero de los Pobres, nunca hubiera recibido este reconocimiento. Pero si aceptamos las
declaraciones de Elisabeth Burgos sobre cómo surgió el libro, como el resultado no planificado de
una entrevista para una revista, no pudo haber sido concebido por la organización que controlaba
los movimientos de Rigoberta. Normalmente los representantes que el EGP enviaba a las giras de
solidaridad tenían más habilidad para presentar la línea del partido que para convencer a sus
audiencias. La orientación que recibió Rigoberta de su organización no explica una labor narrativa
a la que ninguno de sus otros representantes ha logrado acercarse. Aunque Rigoberta adoptara la
ideología revolucionaria con el fervor del discípulo nuevo y aprendiera a contar su historia
dentro de ciertos parámetros, nadie pudo haber programado la historia que ella contó. En vez de
ello, resultó del encuentro entre una joven decidida a narrar el sufrimiento de su pueblo y de una
antropóloga acostumbrada a escuchar. El resultado fue una explosión de memoria e imaginación, en
una joven que había perdido a la mayor parte de su familia, que había encontrado un nuevo hogar en
el movimiento revolucionario y que había resuelto vengarse.

Notas
{1} Burgos-Debray 1984:9-13, 67-69, 188-189, 201-203.
{2} Sommer 1991 y Gugelberger 1996.
{3} Para un ejemplo de este argumento, véase la introducción de Arturo Arias a Thorn 1996.
Trouillot 1995:7-8.
{4} Compárese Beverley 1989:21 en referencia a su intensidad alucinatoria o el «realismo
mágico».
{5} Compárese Zur 1993:218 en referencia a «la pérdida del cuerpo como objeto de duelo». Para
referencias sobre el caso argentino y las dificultades de un duelo sin los restos, véase Suárez-
Orozco 1992:241-242.
{6} Beverley 1996:268.
{7} Véase Linde 1993:176 en referencia a «sistemas de coherencia».
{8} Esta parte de mi argumento se debe a Timothy Wickham-Crowley (1991:107, 124-125) por su
debate sobre el terror, la concientización y la conversión ideológica en El Salvador.
{9} Frank 1995:146, citando a Linde 1993:3.
{10} Paradójicamente, culpar a agentes externos por los problemas de los campesinos es algo que
gratifica a los extranjeros. Tal como lo señala Norma Kriger (1992), los movimientos
nacionalistas, la izquierda y los simpatizantes occidentales tienden todos ellos a subestimar los
conflictos que dividen a los campesinos y a exagerar sus denuncias contra los de afuera. Las
escasas referencias que Me llamo Rigoberta Menchú hace de los conflictos internos se refieren
principalmente a informantes que traicionan a la comunidad con el ejército (Burgos Debray
1984:146, 173).
{11} Russell 1950:58-64.

105
{12} Hovland 1995:9. Hovland fue la primera persona que cuestionó la veracidad de Me llamo
Rigoberta Menchú, basándose en sus entrevistas en Uspantán, en un libro sobre sus experiencias
como corresponsal de guerra titulado (en noruego) «En los senderos secretos de Guatemala y Centro
América» (Hovland 1996).
{13} «Elections Amid Gunfire», Latin American Weekly Report, 5 de marzo 1982, págs. 6-7, e
Iglesia Guatemalteca en el Exilio 1982:76-84, que incluye una lista de miembros del CGUP, que
debían operar al igual que lo había hecho un grupo parecido, «Los Doce», durante la insurrección
sandinista en Nicaragua.
{14} Iglesia Guatemalteca en el Exilio 1982:31.
{15} David Scotchmer, «Blood or Water? Mayan Images of Church and Mission from the Underside»,
documento, págs. 15-16.
{16} «Guatemala: Just an Old-Fashioned Indian War», Akwesasne Notes (Rooseveltown, N.Y.),
finales de otoño de 1982, págs. 11-13.
{17} Black et al. 1984:115-116.
{18} Castañeda 1993:92; Payeras 1991; y Opinión Pública, una publicación de Octubre
Revolucionario. Véase también Arias 1984.
{19} En Carmack 1988:172.
{20} Comunicación personal, 28 de enero de 1997. Rigoberta no hace referencias al teatro en su
testimonio de 1982, pero si hace varias a las películas. «Así es; todo ha pasado como una película
en nuestra vida» (Burgos-Debray 1984:116, 181, 188). (Arcoiris: 142, 206, 213) Para el testimonio
de Benigno, véase Alarcón Ramírez 1997.
{21} Foppa 1982. En su historia de vida de 1997, Rigoberta se refiere a una entrevista con
Alaíde y menciona que en ella la llamaron «Lupita», el diminutivo de «Guadalupe» (Menchú et al.
1998:240-241).
{22} Burgos-Debray 1984:186, 197.

106
Cuarta Parte. La laureada vuelve a su país

Capítulo 15
La campaña por el Nobel

«El hecho de vivir en el exilio y su labor de denuncia, le han otorgado un papel simbólico
sobre los avances de la democracia en el país, lo que se ha reflejado cada vez que ha
retornado.» –Santiago Bastos y Manuela Camus, 1993.{1}
Luego de la derrota de principios de los 80, el liderazgo revolucionario pasó al exilio. Aparte
de unas cuantas columnas guerrilleras aisladas, la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca
(URNG) apenas contaba para su lucha con el simbolismo de los muertos, lo que lograba resultados
más inmediatos ante las audiencias extranjeras que en su propio país. Las masacres del ejército
habían destruido la credibilidad del movimiento revolucionario entre los campesinos, pero estas
mismas masacres tuvieron el efecto paradójico de aumentar su credibilidad en el extranjero.
Quienquiera que pudiera asumir el rol de denunciar al ejército, tendría autoridad moral; aunque se
tratara de un movimiento armado que decía representar a las víctimas. Vista la situación desde
cierta distancia, la sangre exculpaba a las organizaciones guerrilleras que tanto habían
contribuido a su derramamiento.
Los comandantes de la URNG no estaban dispuestos a admitir que habían sido derrotados. Pero
después del retorno de Guatemala a un gobierno civil en 1986, fueron conscientes de que negociar
era su única esperanza, y la batalla para esto se tenía que librar en la arena internacional.
Puesto que el ejército no veía razón alguna para negociar con un oponente tan débil, la URNG
necesitaba un apoyo externo que compensara la falta de apoyo en el propio país. Ahí residía la
importancia de la historia de Rigoberta, que podía ser utilizada para convertir una revolución
muerta en un movimiento campesino, una guerra de guerrillas en una reivindicación de derechos
humanos y una derrota doméstica en un reconocimiento diplomático en el extranjero.
A lo largo de la siguiente década, estas conversiones exigieron asimismo que la futura premio
Nobel pasara de ser revolucionaria a activista indígena de los derechos humanos. Se distanció de
la insurgencia y negó su relación con ésta.{2} Pero nunca repudió las afiliaciones que declaró en
su testimonio, y su trabajo internacional se desarrolló paralelamente con las necesidades del
movimiento guerrillero. A principios de 1983, según una publicación indígena, era «una de las 4
personas de la delegación de Guatemala de la URNG é que asistieron a las seis semanas de sesión de
la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Ginebra».{3} Un ex-combatiente de Nebaj
recordó que en 1984 había visitado una base del EGP en el Ixcán, cerca de la frontera mexicana.
«No tengan pena, no se desanimen luchando contra el ejército», recuerda que les dijo. «Yo por mi
parte estoy trabajando internacionalmente, haciendo todo lo posible para obtener recursos para los
combatientes y los refugiados».
De hecho, el trabajo de Rigoberta se concentraba en la arena internacional, pero probablemente
su misión más importante no era la de captar fondos para la lucha armada. Era, más bien, la de
despertar sentimientos de solidaridad entre las organizaciones indígenas y sus partidarios
blancos. El movimiento indígena podría parecer una fuente obvia de apoyo para la guerrilla, pero
no era así. En Guatemala, las relaciones con las asociaciones mayas nunca fueron muy cálidas.
Ideológicamente, dos de las cuatro organizaciones de la Unión Revolucionaria Nacional
Guatemalteca, las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) y el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT),
tenían poco espacio para las demandas étnicas. La EGP y la Organización del Pueblo en Armas (ORPA)
sí lo tenían. Pero aunque una gran mayoría de sus combatientes fueran indígenas, los líderes de
rango superior al de las columnas seguían siendo exclusivamente ladinos. Desconfiaban
específicamente de las organizaciones mayas, y el sentimiento era mutuo. Por regla general los
activistas mayas no estaban muy entusiasmados con el enfrentamiento armado con el estado.{4} Cuando
los disidentes del EGP y de la ORPA articularon el nacionalismo maya y organizaron su propio grupo
guerrillero, llamado Ixim, fueron reprimidos por los ortodoxos.{5}
A partir de 1982, sin embargo, un liderazgo derrotado ansiaba conexiones internacionales,
incluidas las indígenas. Afortunadamente para Rigoberta, fuera de Guatemala se desconocía que
hubiera una historia de conflicto con los activistas mayas. Puesto que Me llamo Rigoberta Menchú
presenta la cultura maya como una base para la lucha revolucionaria, ella se convertía en una
equilibrista profesional entre las perspectivas étnicas y de clase. Los derechos indígenas
complementaron su enfoque general de derechos humanos, dirigido siempre a los abusos desmesurados
del ejército guatemalteco. Aunque no impulsaba explícitamente al movimiento guerrillero, nunca lo
criticó.
A medida que iban desapareciendo los Cristianos Revolucionarios Vicente Menchú y el FP-31,
Rigoberta empezó a identificarse como miembro del Comité de Unidad Campesina (CUC) y de la
Representación Unitaria de la Oposición Guatemalteca (RUOG). El segundo grupo había sido fundado
en septiembre de 1982 por exiliados que apoyaban al URNG, Rigoberta incluida, para denunciar las
violaciones a los derechos humanos y abogar por sanciones internacionales.{6} Para el trabajo
indígena de Rigoberta, una de las recepciones más cálidas fue en el Consejo Internacional de
Tratados Indígenas, una rama diplomática del Movimiento Indígena Americano que dirigió la
ocupación de Wounded Knee en 1973. El Consejo Internacional ayudó a Rigoberta a ejercer presión en
las Naciones Unidas, y en 1986 ella se sumó a su consejo de dirección. Bajo sus auspicios, y los

107
de la RUOG, se convirtió en un personaje de las conferencias de la ONU para las organizaciones no
gubernamentales (ONGs).
Celebran en Ginebra conferencias de ONGs un abanico de grupos –indígenas, feministas,
ecologistas, de derechos humanos– que no se sienten representados por los gobiernos. Normalmente,
no se pueden cumplir las resoluciones que toman. Pero se siguen reuniendo año tras año con una
determinación loable para impulsar temas que, de lo contrario, las Naciones Unidas ignorarían. Si
fuera indicativa la indignación que expresa cada año el gobierno guatemalteco ante las
resoluciones de la ONU, tiene sentido el remolino de cabildeos, informes y discurso. A través de
las innumerables conferencias a las que asistieron Rigoberta y sus compañeros, la presión
internacional terminaría obligando al ejército guatemalteco a negociar con la guerrilla y aceptar
observadores de la ONU en todo el país.
Cuatro años después de que Rigoberta contara su historia en París, Guatemala volvía a tener un
gobierno constitucional. Pero las tres primeras administraciones civiles, la de Vinicio Cerezo
(1986-1991), Jorge Serrano Elías (1991-1993) y Ramiro de León Carpio (1993-1996) estuvieron
claramente dominadas por el ejército. En todas imperó la disensión en los cuerpos de oficiales.
Aunque la política del ejército es bizantina, da la impresión de que los institucionalistas, que
querían mantener un régimen constitucional, se veían confrontados periódicamente por los
ultraderechistas, que resentían cualquier restricción de su licencia para matar y para demostrarlo
fraguaban golpes de estado. La atmósfera era tan conspiradora que la diferencia entre las dos
tendencias a veces parecía más imaginaria que real. En opinión de muchos observadores, era posible
que los institucionalistas estuvieran utilizando a los ultras y las actividades sediciosas para
obtener privilegios en el palacio presidencial.
éste era el medio amenazante al que regresó Rigoberta en abril de 1988, legalmente por primera
vez desde su huida ocho años atrás. Fue arrestada a su llegada al aeropuerto como parte de una
delegación del RUOG que trataba de establecer las conversaciones de paz. Según el gobierno, su
papel de líder en el CUC la convertía en miembro del EGP, lo que significaba que debía solicitar
una amnistía. Sus compañeros y ella fueron retenidos ocho horas, hasta que las manifestaciones
callejeras y la intervención diplomática (a nivel del presidente de Francia) obtuvieron su puesta
en libertad.
Rigoberta y sus colegas regresaron un año después, en febrero de 1989, esta vez para tomar
parte en el diálogo nacional auspiciado por la Iglesia Católica. Estando prohibido el URNG, todo
el peso de la representación del movimiento revolucionario recaía en los delegados del RUOG, que
pronto empezaron a recibir amenazas de muerte, incluyendo un ramo de flores con una invitación a
sus funerales y un carro bomba dejado en la puerta de su domicilio. Justo antes del carro bomba,
Rigoberta partió rumbo a Italia para hablar con el Partido Socialista. Los italianos sabían cómo
tratar el problema. En primer lugar, dieron un escaño diplomático a Rigoberta en el parlamento
italiano hasta que pudiera ocupar sin peligro su puesto en el guatemalteco. En segundo lugar,
lanzaron una campaña para que le concedieran el premio Nobel de la Paz.{7}
Pronto Rigoberta fue nominada por Adolfo Pérez Esquivel, el Nobel de la Paz argentino. Durante
los siguientes años, los ganadores fueron el Dalai Lama del Tíbet, Mikhail Gorbachev de la Unión
Soviética y Aung San Suu Kyi de Birmania. Puesto que hay una lista de espera considerable para el
premio –cada año son designados más de cien candidatos– muchos son nominados más de una vez. En el
caso de Rigoberta, el premiado sudafricano Obispo Desmond Tutu se sumó a Esquivel y la postularon
para el premio de 1992. Su candidatura comenzó a alzar el vuelo con el quinto centenario de la
colonización de las Américas.
Las organizaciones populares contra el Movimiento Pan-Maya
La campaña para el Nobel comenzó en el exterior ante audiencias extranjeras, pero su último
objetivo era la sociedad guatemalteca. Durante años, Rigoberta había sido reconocida
internacionalmente como líder indígena, pero en su país era una extraña para las personas que
supuestamente representaba. La campaña para el Nobel presentaba ahora a los indígenas un nuevo
tipo de héroe, dando a Rigoberta y a la URNG una oportunidad para atraer un público más amplio. A
mediados de los 80 había comenzado a surgir una izquierda legal, aunque más cauta que el
movimiento aniquilado a principios de la década. De las cinco organizaciones del Frente Popular 31
de Enero, sólo permanecía el Comité de Unidad Campesina. Ya no se llamaba a sí mismo una
«organización revolucionaria de masas». Ahora era una «organización popular» que no reconocía sus
vínculos con el EGP y que podía abrir sede en la Ciudad de Guatemala.
Durante su breve apogeo, el CUC se había envuelto en una mitología revolucionaria, pero fue
sobrepasado por una nueva generación de organizaciones. Los líderes solían ser supervivientes de
organizaciones populares anteriores. Si eran o no independientes de la URNG fue objeto de un
debate interminable. El primero en abrir la brecha fue el Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), formado por
familiares de las personas que habían sido secuestradas por las fuerzas de seguridad. «¡Vivos se
los llevaron, vivos los queremos de vuelta!», coreaban los manifestantes del GAM, haciendo eco a
las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina. En 1985 dos de los fundadores del grupo fueron
torturados y asesinados; diez años más tarde la fundadora superviviente, Nineth Montenegro, la
viuda de un sindicalista y cuadro de la guerrilla secuestrado por las fuerzas de seguridad, fue
elegida para el congreso.{8}
Otra organización nueva que se ganó una reputación heroica fue el Consejo de Comunidades
Etnicas Runujel Junam (CERJ). Recurrió a la nueva constitución para oponerse al reclutamiento
forzoso de campesinos para las patrullas civiles. En el transcurso de dos años veintiséis miembros
fueron asesinados o desaparecieron.{9} A pesar de que era una organización indígena, el CERJ fue
fundado por un maestro ladino llamado Amílcar Méndez, que parecía cargar sobre sus hombros el
récord nacional de amenazas de muerte aunque también sobrevivió y fue elegido diputado del
congreso en 1995.
Una tercera organización era la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (CONAVIGUA). Al
igual que el CERJ, surgió en el sur de El Quiché en 1988 y organizó filiales locales en municipios

108
que aún estaban bajo el puño del ejército. No era fácil organizar a las viudas. Muchas dependían
de las limosnas, siendo por ello vulnerables a coacciones flagrantes. Muchas eran estrechamente
vigiladas por los vecinos que acusaban a sus difuntos maridos de haber sido guerrilleros. Pero
CONAVIGUA supo utilizar los proyectos de socorro para organizar a las viudas de cara a diferentes
fines, incluyendo una fructífera campaña contra las redadas de reclutamiento forzoso del ejército.
Aunque el gobierno reveló que la líder de CONAVIGUA Rosalina Tuyuc tenía un hermano que era
comandante del EGP, ello no impidió que también fuera elegida para el congreso.
A excepción de Amílcar Méndez, los líderes más conocidos del movimiento popular –Nineth,
Rosalina y Rigoberta– eran mujeres cuyos esposos o padres habían muerto en la violencia. Si el
CERJ era predominantemente masculino, GAM y CONAVIGUA estaban formados principalmente por mujeres,
y en las organizaciones rurales era frecuente que las mujeres tuvieran el liderazgo, en parte
puesto que era menos probable que las mataran. En vez de hacer propaganda directa de la URNG, lo
que habría asustado y alejado a muchos de sus miembros, las nuevas organizaciones se centraron en
las violaciones a los derechos humanos perpetradas por el ejército. Si bien su presencia en muchos
municipios era mínima, no fue así en otros, a pesar de las amenazas que recibían del ejército.
Las organizaciones Pan-Mayas también atravesaron un periodo de renacimiento. Antes de la guerra
habían tenido fuerza en la franja central del altiplano, que se extiende a lo largo de la
carretera Panamericana desde Chimaltenango a Quetzaltenango. Aquí una economía de pequeño
comercio, producción artesanal y pequeña manufactura controlada por los indígenas había dado lugar
a una burguesía indígena. La igualdad cultural y política era el siguiente tema de la agenda. Las
organizaciones mayas de antes de la guerra no habían sido tan severamente reprimidas como el CUC y
la izquierda, pero la mayoría se había desarticulado durante un periodo en el que cualquier
actividad podía atraer a los matones del ejército. A principios de los noventa, habían recuperado
cierta confianza como para lanzarse a nuevas proyectos que los donantes internacionales estaban
dispuestos a financiar. Surgieron cientos de organizaciones mayas nuevas, con una actitud crítica
tanto hacia el movimiento guerrillero como hacia el estado.
Para subrayar la novedad de este desarrollo, debería reiterar que el término «maya» casi no
aparece en el texto de Me llamo Rigoberta Menchú. Sólo encontré tres referencias, dos de ellas
aparecen en la introducción de la editora. El único uso que hace Rigoberta de este término es para
hablar de instrumentos musicales antiguos.{10} Hasta hace poco, para sus vecinos ixiles los mayas
eran una raza antigua y mágica que vivía en cuevas y que se diferenciaba de los cristianos en que
tenían seis dedos en las manos y seis en los pies. La mayoría de los indígenas sigue
identificándose a si mismo según su aldea o municipio, o como hablantes de una lengua determinada,
y después, quizá, como mayas. En los medios de información sólo a partir de principios de los
noventa fue políticamente obligado referirse a los indígenas como mayas. En las aldeas, los
campesinos aún pueden rascarse confusos la cabeza en respuesta a un discurso apasionado sobre la
conciencia maya.
Sin embargo esta era la nueva fuente de legitimidad que alejaría a Rigoberta del movimiento que
la lanzó. El movimiento Pan-Maya reivindicaba, por lo menos, que se acabara la discriminación y se
consiguiera un nuevo nivel de reconocimiento para su cultura. Sin embargo, la igualdad lingüística
en las instituciones del estado suponía un problema inquietante para los ladinos, ya que pocos
hablaban una lengua maya. Aún más inquietantes eran las propuestas de autonomía política y
territorial, que resultaban difíciles, por no decir imposibles, de incorporar a una forma
republicana de gobierno. Estos temas conseguían caldear el ambiente en cualquier reunión. Tal como
predijo con tristeza un uspantano, «El nuevo enemigo será el indígena, y no porque estemos
pensando en otro levantamiento, sino sólo por pedir nuestros derechos».
Nacional e internacionalmente, la izquierda estaba atravesando otro de sus eclipses periódicos,
coincidiendo con la desintegración de la Unión Soviética y sus estados aliados. Incluso la
venerable revolución cubana parecía a punto de colapsar. Se necesitaban nuevas fuentes místicas.
Si una de ellas podía ser la de los derechos humanos, otra eran los indígenas. Rigoberta estaba
bien situada en la intersección de tres caminos: la izquierda, el movimiento indígena, y los
derechos humanos. El hecho de que no fuera arrollada es un tributo al desarrollo de su habilidad
diplomática. Se podría pensar que el fervor étnico que expresó en su testimonio de 1982 da fe de
sus credenciales como líder indígena, pero éste se convirtió en una parábola sobre cómo aprender a
confiar en la izquierda. Puesto que la URNG nunca fue capaz de promover a los indígenas hasta el
rango más alto, Rigoberta ejemplificó la subordinación ante el liderazgo ladino hasta que se pudo
demostrar lo contrario.
Los revolucionarios guatemaltecos de principios de los ochenta fueron algunos de los primeros
marxistas latinoamericanos que reclutaron a un número importante de indígenas. Personajes sin
precedentes como Rigoberta Menchú o Rosalina Tuyuc no son la única señal de que se había
instaurado un proceso de empoderamiento. A juzgar por los cuadros y excombatientes que he conocido
en el norte de El Quiché, miles de jóvenes mayas educados en el movimiento guerrillero
proporcionarán un nuevo tipo de liderazgo hasta bien avanzado el siglo entrante. Aún así, el
fracaso de la revolución había minado su reivindicación de que representaba a los indígenas.
Independientemente de cuántos cuadros produjera, su credibilidad de cara a los mayas fue limitada
hasta que se reinventaron a si mismos. La cuestión más compleja que se planteaba era si la
organización étnica debería integrarse dentro de un movimiento de clases más amplio o si debería
mantenerse aparte, alineada con la izquierda en muchos aspectos pero insistiendo en su propio
enfoque.
Gracias a la progresión de Rigoberta de una aldea indígena a una lucha de clases capitaneada
por los ladinos, su vida ya había encarnado el debate cuando conoció a la antropóloga que registró
su historia. Para los marxistas que se adentraron en el campo de los estudios étnicos, la
colaboración Menchú-Burgos se convirtió en un texto clásico debido a su descripción del despertar
político de una joven que convirtió la tradición indígena en una plataforma para la política
clasista. Precisamente por esta misma razón, los líderes Pan-Mayas tenían opiniones
contradictorias acerca de ella.{11} Los testimonios de Rigoberta sobre la brutalidad del ejército

109
hacían eco de sus propias experiencias, pero no así la confianza que ella depositaba en la
guerrilla. Puesto que seguía defendiendo la misma postura que en su testimonio de la década
anterior, muchos activistas mayas no creían que ella los representaba.
La conferencia del Quinto Centenario en Quetzaltenango
Con la denominación del Nobel en el aire, Rigoberta se convirtió en un personaje nacional en
octubre de 1991, en el Segundo Encuentro Continental sobre 500 años de Resistencia Indígena, Negra
y Popular. La conferencia se celebró en la segunda ciudad de Guatemala. Ciento cincuenta años
antes, los burgueses ladinos de Quezaltenango habían proclamado una República Independiente de Los
Altos, lo que resultó en su arresto y fusilamiento. Ahora, en el corazón de la región maya, estaba
en pie un nuevo tipo de independencia. El encuentro de los «500 años» atrajo a delegados de todo
el hemisferio para planificar el quinto centenario y apoyar al movimiento indígena del país. Hubo
una gran marcha de las organizaciones populares por toda la ciudad, y Rigoberta era su héroe.
«Rigoberta es como una santa, un impresionante símbolo indígena que está ganando un poder
increíble», me dijo un estadounidense. «Cuando hizo su entrada en la conferencia, la gente coreaba
su nombre. Tiene un perfil mucho mayor que el que el gobierno está dispuesto a admitir. Alguien
habló de postularla para la presidencia; muchos indígenas votarían por ella. En Quetzaltenango
había entre veinte y veinticinco mil personas, principalmente de Sololá, Totonicapán y demás. Los
vi desfilar durante una hora y media, con banderines y pancartas, y cada grupo hacía referencia al
CUC. Eso es el grupo de Rigoberta. Es la cabeza de un movimiento indígena muy poderoso y en alza
constante. Parece que todo el mundo la apoya».
Había muchos partidarios extranjeros, como suele suceder en los encuentros indígenas, a menos
que haya sido expresamente prohibido. «La reunión estaba plagada de gringos», comentó otro
estadounidense. «Y de más guatemaltecos de los sectores populares que de indígenas, cuya
representación era débil. La manifestación fue muy grande, con la presencia del sector popular,
CONAVIGUA y otras organizaciones... Rigoberta era el centro de atención. Había allí cientos de
periodistas extranjeros, muriéndose por entrevistarla. Los extranjeros se dedicaron a adular a
esta mujercita campesina. Eran tan lisonjeros y tan poco críticos que resultaba irritante. Yo
estaba a punto de vomitar. Nadie le hizo una pregunta comprometedora. Estaban demasiado
obnubilados, no estaban dispuestos a preguntar algo como: ¿Cuál es la relación entre el CUC y la
URNG?»
Aun si Rigoberta era un símbolo de unidad, no logró enmendar la falla geológica que dividió la
conferencia. Se supone que un acontecimiento de esta magnitud representa a poblaciones completas,
pero, ¿quiénes exactamente deberían ser invitados a participar como delegados? Ahora que había
disminuido la represión, Guatemala bullía con todo tipo de iniciativas. En ninguna parte era esto
tan evidente como entre los indígenas, a los que un número creciente de grupos trataba de
representar de un modo u otro.
La organización de la conferencia había recaído en la red disponible más capacitada, las
organizaciones populares alineadas con la URNG. Se le otorgó al CUC el honor de hacer la
convocatoria, de ahí el prominente despliegue de su nombre. Pero esto se hizo para invocar una
continuidad con el pasado, no como una alternativa práctica para la organización del evento,
porque el CUC no era lo bastante grande o capaz. En realidad, el encuentro fue organizado por una
coalición de activistas del CUC y otros aliados de la URNG. Puesto que estas organizaciones creen
representar al pueblo de Guatemala, eligieron entre sus propias filas a la mayor parte de la
delegación nacional. Como su composición étnica no era únicamente maya, decidieron que el
equilibrio étnico apropiado para el encuentro de los quinientos años de resistencia indígena y
popular era una delegación en la que la mitad de los miembros eran ladinos.
La mitad maya procedía principalmente de la nueva coalición, Majawil Q'ij (Nuevo Amanecer).
Fueron excluidos los líderes independientes, que para entonces habían formado su propia red, la
Coordinadora de Organizaciones Mayas de Guatemala (COMG). Para ellos, la opresión étnica era más
importante que la cuestión de clase, tal como lo habían demostraba los líderes ladinos de la URNG
utilizando a los indígenas para librar su guerra. Tras una larga historia de discriminación
étnica, los mayas se merecían un trato especial. La izquierda tendría que aceptar las
reivindicaciones indígenas aunque no encajaran con el programa más grande de lucha de clases. Para
las organizaciones alineadas con la URNG, esta forma de pensar era peligrosa. Consideraban que el
mayismo radical era una amenaza para la unidad popular. Pocos delegados independientes fueron
elegidos, y estuvieron excluidos de la dirección del encuentro. Para vergüenza de los antropólogos
estadounidenses que participaban como delegados, reconocidos intelectuales mayas acabaron siendo
espectadores sin derecho a hablar. Criticaron que los organizadores del encuentro eran
guerrilleros disfrazados, y fueron por ello tildados de destructivos, chauvinistas y
retrógrados.{12}
Estaba claro que Rigoberta tomaba partido por la URNG, no por las organizaciones exclusivamente
mayas. Esto le valió que la criticaran de ser otra indígena colonizada por el movimiento
guerrillero. Pero hasta los mayas independientes se quedaban impresionados por su talla
internacional. No estaban dispuestos a enfrentarse a ella, al menos no en público. Aunque el
encuentro amplió la brecha entre los dos sectores, la reputación de Rigoberta como constructora de
unidad entre mayas y ladinos permaneció más o menos intacta. Una de las razones era su lema de que
los honores que estaba recibiendo eran para el pueblo indígena en general, no sólo para ella.
El encuentro del quinto centenario se convirtió en la plataforma para la campaña del Nobel
dentro de Guatemala. Estrictamente hablando, una nominada no hace campaña por el premio, puesto
que el laureado es elegido por un comité noruego, al que sólo se puede acceder a través de
contactos bien elegidos. Pero no es raro que los candidatos y sus partidarios aboguen por la
causa. En el caso de Rigoberta, ella se tomó la nominación muy en serio, como un medio para
protestar por las violaciones del ejército frente a sus propias narices. Dentro de Guatemala, la
nominación se podía utilizar como emblema de legitimidad para organizar a una población
intimidada. Era una señal de reconocimiento internacional que podía impulsar a los guatemaltecos a

110
expresarse a si mismos, así como una grieta derrumba un muro de silencio. Esta era su recompensa
por tantos años de identificarse como la representante de su pueblo: la oportunidad de demostrar
que lo era. Fuera cual fuese el publico guatemalteco que conseguiría atraer, proporcionaría una
base firme para su reputación internacional.
A lo largo del siguiente año, el nombre de Rigoberta fue propagado como el evangelio por las
organizaciones populares de la izquierda.{13} Su testimonio fue una odisea maya, la de una joven
nacida en una aldea oprimida, pero cohesiva, que se une a la militancia a finales de los 70,
sobrevive a la contrainsurgencia de principios de los 80, huye al exilio, y luego regresa
triunfante a su patria. Esta era la historia que según Rigoberta era la historia de todos los
guatemaltecos pobres. Ahora estaba siendo repatriada: ¿La aceptarían los guatemaltecos como una de
los suyos? Flanqueada por escoltas de extranjeros en su comitiva, Rigoberta aumentó sus visitas y
las organizaciones populares congregaron a miles de personas para recibirla. La campaña para el
Nobel abrió territorios nuevos al movimiento popular, en lugares donde los campesinos todavía
vivían con miedo. Indudablemente había militares que querían poner fin al espectáculo, pero el
alto mando no era tan imprudente como para atacar a una candidata al Nobel. Gracias al apoyo
internacional, Rigoberta pudo hacer campaña en el altiplano central, a lo largo de la Carretera
Panamericana. Sin embargo, nunca visitó el departamento donde había nacido.
¿Por qué Rigoberta?
«El Comité Nobel ha decidido premiar con el Nobel de la Paz 1992 a Rigoberta Menchú, de
Guatemala, en reconocimiento por su labor a favor de la justicia social y de la
reconciliación etno-cultural basada en el respeto por los derechos de los pueblos indígenas.
Al igual que muchos países de América del Sur y América Central, Guatemala ha sufrido
grandes tensiones entre los descendientes de los inmigrantes europeos y la población
indígena nativa. Durante los años setenta y ochenta esta tensión llegó al punto álgido con
la represión masiva de los pueblos indígenas. Menchú ha representado un papel cada vez más
destacado como defensora de los derechos nativos.
Rigoberta Menchú creció en la pobreza, en una familia que conoció la represión y la
persecución más brutales. En su trabajo político y social, siempre ha tenido presente que el
objetivo final de la lucha es la paz.
Hoy, Rigoberta Menchú destaca como un símbolo viviente de paz y reconciliación a pesar de
las líneas de división étnicas, culturales y sociales, en su propio país, en el continente
americano y en el mundo.»
–Oslo, 16 de octubre de 1992.{14}
El premio de la paz lleva el nombre del inventor sueco de la dinamita, Alfred Bernhard Nobel
(1833-1896), que quiso crear un arma tan destructiva que convirtiera la guerra en algo impensable.
Algunos de los premios dotados por su desasosegada conciencia han demostrado ser tan
contradictorios como sus pronósticos para el nuevo explosivo. Cada año se concede una medalla y un
premio en efectivo (Rigoberta recibió 1,2 millones de dólares) a la persona que «más haya
contribuido a la confraternidad entre las naciones, a la abolición o reducción de los ejércitos o
a celebrar y promover congresos por la paz».{15} Si el comité Nobel tuviera que elegir únicamente a
individuos santificados que encajaran en esta descripción, los premios irían a parar a manos de
utópicos chiflados. El abanico actual de laureados es más amplio de lo que Alfred Nobel pudo haber
imaginado cuando redactó su testamento en 1895, aunque sólo sea porque las amenazas a la paz son
muy distintas a aquellas a las que estaban acostumbrados los estadistas de su época.
Entre los ganadores recientes se incluyen diplomáticos como el presidente de Costa Rica, Oscar
Arias (1987), por impulsar las negociaciones de paz en tres países centroamericanos; defensores de
los derechos humanos como Adolfo Pérez Esquivel (1980), por denunciar los abusos de los militares
argentinos; y parangones de la caridad como la Madre Teresa (1979){16}. El premio también ha sido
concedido a líderes de la oposición, a pesar de sus vínculos con la resistencia armada en contra
de regímenes ilegítimos, incluyendo al Dalai Lama, de un Tíbet ocupado por los chinos (1989); a
Aung San Suu Kyi, prisionero durante años por la dictadura militar de Birmania (1991); y a José
Ramos-Horta y Carlos Ximenes Belo, de Timor Oriental (1966). También ha habido estadistas bélicos
que cambiaron de trayectoria, como el premio de 1973 para Henry Kissinger, de los Estados Unidos,
y Le Duc Tho, de Vietnam del Norte (dos miembros del comité Nobel dimitieron en señal de
protesta). Ni siquiera un historial personal de terrorismo es motivo de descalificación: En 1978
el Primer Ministro de Israel, Menachem Begin, compartía el premio con el presidente Anwar Sadat de
Egipto, a pesar de los ataques del primero a las autoridades británicas de Palestina treinta años
antes.
En un sentido importante, Rigoberta tenía mejores credenciales que muchos otros laureados de la
paz. Puesto que nunca había estado a cargo de una organización estatal o semi estatal, no podía
ser administrativamente responsable de violaciones a los derechos humanos.{17} Aun así, su elección
revivió el debate acerca de los parámetros de aceptabilidad ya que su testimonio de 1982 defiende
claramente la violencia. Invocando la Biblia como precedente, Rigoberta hace cócteles molotov,
aprueba las amenazas de bomba como táctica y se plantea si se debe ejecutar a una anciana acusada
de ser informante (afortunadamente para la futura laureada de la paz, se juzgó inocente a la
sospechosa){18}. Otra objeción era que Rigoberta seguía perteneciendo al movimiento guerrillero. El
comité Nobel eludió este tema decidiendo que era algo que no se podía saber con certeza. Teniendo
presentes dichos problemas, no se refirió explícitamente a los dos beligerantes en su declaración.
En vez de ello, el comité atribuyó la violencia política de Guatemala a la tensión étnica. El
comité también eludió cualquier referencia explícita al libro que había hecho famosa a Rigoberta,
como para evitar dudas al respecto.
Pero, ¿por qué premiar a una indígena? Las deliberaciones del comité noruego son secretas,
tanto por costumbre como por estatutos, pero las razones no son difíciles de suponer. Los 113
candidatos de 1992 incluían a Nelson Mandela de Sudáfrica, a Vaclav Hadel de Checoslovaquia, y a

111
Javier Pérez de Cuéllar, ex-secretario general de las Naciones Unidas. En compañía tan
distinguida, la razón más obvia para elegir a una indígena era el quinto centenario. Según el
periodista noruego Henrik Hovland, hubo un sub-contexto local en la decisión, el sentido de culpa
por los saami, los pastores indígenas de renos que vivían en el norte de Noruega.
Los noruegos tomaron consciencia de su propia historia de colonialismo cuando los saami se
opusieron ferozmente a la presa Alta-Kautokeino, que anegaría parte de sus tierras ancestrales.
Los saami perdieron, pero el conflicto les enseñó a organizarse, y también desencadenó divisiones
obvias en el gobierno socialdemócrata de Noruega. Durante el conflicto Alta-Kautokeino, en 1981,
el Partido Laboral cambió su directiva y sustituyó al Primer Ministro, Odvar Nordli. Nordli pasó a
ser uno de los cinco miembros del comité Nobel que concedió el premio a Rigoberta. «Para Nordli y
otros socialdemócratas», opina Hovland, «es posible que premiar a Rigoberta fuera también una
forma de expiar culpas. Fuera o no el caso, yo creo que es algo que un gran número de noruegos
sentía colectivamente».{19}
Después del premio, hubo algunas murmuraciones en el movimiento indígena internacional en el
sentido de que la primera lealtad de Rigoberta no estaba con los derechos nativos. Este
sentimiento había surgido en los años ochenta a raíz de un enfrentamiento entre activistas
indígenas, por la rebelión de los miskitos contra el gobierno sandinista de Nicaragua. Puesto que
los miskitos estaban financiados por la CIA, la izquierda internacional apoyaba a los sandinistas.
En el movimiento indígena, los partidarios de los miskitos y los de los sandinistas polemizaban
unos contra otros.{20} Eventualmente los sandinistas persuadieron a los rebeldes para que
negociaran, pero no antes de que la polémica desvelara las lealtades de Rigoberta. Ella apoyaba
firmemente a los sandinistas. Defendió su causa en los foros internacionales, contradijo a los
líderes miskitos que denunciaban violaciones a los derechos humanos y les recordó sus deberes
hacia la causa antiimperialista. Para los enemigos que hizo Rigoberta, era demasiado obvio que sus
primeras lealtades eran hacia la internacional marxista. Cuando recibió el Nobel, sin embargo,
guardaron silencio. Las acusaciones sólo servirían para desviar la atención en un momento único de
reconocimiento a los derechos indígenas.
El comité Nobel pudo haber honrado a una organización, tal como en el caso de Amnistía
Internacional (1977) y de las Fuerzas de Paz de las Naciones Unidas (1988). Para el quinto
centenario, se habría podido pensar en entidades como el Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas
para los Pueblos Indígenas, o en etnias bien organizadas como los kayapós del Brasil o los kunas
de Panamá. El proceso para las nominaciones no es muy restrictivo, pero no se propuso a ninguno de
estos candidatos. En cuanto a individuos con un nombre internacionalmente reconocido, había pocos
para escoger. La poderosa historia de Rigoberta y las fuerzas políticas que la promovían
eclipsaron cualquier otra posibilidad.{21} Además, con ninguna otra persona se representaba un
papel doble: honrar los derechos de los indígenas y denunciar una de las guerras civiles más
largas de Latinoamérica.
La referencia a Guatemala era crucial porque la nominación de Rigoberta no había sido promovida
por el movimiento de derechos indígenas. En vez de ello, procedía de las redes de solidaridad que
apoyaban a los movimientos revolucionarios centroamericanos. Para los grupos guerrilleros que
buscaban como sobrevivir a la caída del bloque soviético, a la bancarrota de Cuba y al agotamiento
de las estrategias de finales de los setenta e inicio de los ochenta, tenía sentido jugar a la
carta indígena. He aquí un nuevo movimiento social al que la izquierda podía dar el espaldarazo.
En Europa, también eran receptivos los socialdemócratas, cuyos sentimientos definen lo aceptable
en cuestión de premios Nobel. En este medio no resulta difícil encontrar visiones románticas de la
guerrilla y del indígena noble y oprimido. Tales presunciones raras veces son contradecidas por
los medios de difusión escandinavos, que en Centro América dependen de las colaboraciones de
jóvenes idealistas y no de corresponsales más cínicos y experimentados. La neblina resultante ha
permitido que los socialdemócratas europeos, que lucharon con uñas y dientes para derrotar a los
revolucionarios marxistas en sus propios países, se entusiasmen con las revoluciones marxistas de
América Latina.
En el caso de Guatemala, los socialdemócratas de varios países, incluyendo Noruega, Suecia, y
Holanda, estaban listos para invertir en organizaciones alineadas con la URNG tales como
CONAVIGUA, GAM, CUC y las CPRs. Es posible que los socialdemócratas también contribuyeran
directamente con la guerrilla, a través de los partidos políticos más que de los gobiernos que
controlaban, especialmente después de que Cuba se extinguiera como fuente de financiamiento. De
ahí los rumores que surgieron en 1994, que los partidarios europeos, cansados de la contribución
de la URNG en la paralización de las conversaciones de paz, amenazaban con cortar los fondos. Esta
fue la implicación eventual de un premio Nobel que, en aquel tiempo, iba dirigido contra el
ejército. Independientemente de cuánto simpatizaran los socialdemócratas europeos con la
guerrilla, también querían que llegara a su fin la última guerra civil de Centro América. Honrando
a un personaje como Rigoberta no sólo se enviaba un mensaje al ejército guatemalteco. También
implicaba que, tarde o temprano, el apoyo europeo a la URNG dependería finalmente de su
disposición a detener la lucha.
¿Paz con Justicia o un Nobel para más guerra?
«Pregunta: ¿Cuál es el grupo sanguíneo de Rigoberta?
Respuesta: URNG positivo.»
–Chiste que circulaba en Guatemala, 1993.{22}
Tras el grado de terror en el norte de El Quiché, nunca esperé que miembros de la familia
Menchú siguieran viviendo en la escena, y mucho menos que quisieran hablar de sus experiencias.
Sin embargo, cuando visité Uspantán por primera vez, en junio de 1989, la municipalidad me refirió
inmediatamente a un hombre que podía tratar el tema con autoridad. Aunque escaparon por los pelos,
la mayoría de los Menchú habían sobrevivido a la violencia. Sabían que Rigoberta estaba viva y que
era famosa, pero sólo tenían una idea vaga del libro. Aparentemente ignoraban el contraste entre
sus recuerdos y los de ella. En 1991, luego de oír una versión sorprendentemente distinta de los

112
hechos, me sentí obligado a informar a mi interlocutor de la discrepancia. No obstante, quiso que
su historia fuera grabada al igual que lo había sido la de Rigoberta. Tras un breve intento,
frustrado por causas ajenas a nuestra voluntad, se abandonó el proyecto. Entre otras cosas, yo no
quería ser responsable de una versión diferente de los hechos en la misma familia.
Mi descubrimiento de 1989 coincidió con las primeras conversaciones acerca de presentar a
Rigoberta para el premio de la paz. Mis siguientes visitas coincidieron con su campaña para el
Nobel y el inicio de la conversaciones de paz entre el gobierno y la URNG. Desgraciadamente, por
la época en la que fue premiada Rigoberta, las esperanzas creadas por el inicio de las
conversaciones de paz estaban marchitándose. Tanto los comandantes como los generales consideraban
las negociaciones como un medio de renovar la legitimidad que necesitaban para proseguir la
guerra. El ejército no veía motivo alguno para renunciar a lo que había ganado. ¿Que mejor excusa
para seguir militarizando al país que unas cuantas columnas guerrilleras que no suponían ninguna
amenaza seria? En cuanto a la URNG, seguía reivindicando que hablaba en nombre de las masas. Si la
mayoría de los guatemaltecos decían que estaban hartos de la guerra o que querían que la guerrilla
dejara de luchar, era porque estaban demasiado aterrorizados para expresar su apoyo. Por lo tanto
la URNG seguiría luchando hasta lograr «paz con justicia», es decir, grandes concesiones en la
mesa de negociación.
Puesto que el testimonio de Rigoberta justificaba la necesidad histórica de lucha guerrillera,
yo me preguntaba si los grandes honores que le habían concedido validarían la estrategia de la
URNG de prolongar la guerra hasta obtener concesiones improbables. La primera propuesta de mi
investigación comenzaba así: «El tema de este proyecto es la posibilidad de que una Premio Nobel
de la Paz pueda tener el efecto paradójico de racionalizar la continuación de la violencia». Los
partidarios extranjeros habían aceptado poco a poco la derrota de la guerrilla, con el resultado
de que todo el mundo esperaba que hubiera un fin negociado para la lucha. Sin embargo la mayoría
de los activistas, y más de un académico, seguían aceptando la versión de la guerra expresada por
la URNG. Creían que el movimiento guerrillero surgía a partir de las necesidades locales, que era
la respuesta inevitable a la represión, y que representaba las aspiraciones populares. Siendo así,
los extranjeros que deseaban solidarizarse con el pueblo guatemalteco apoyaban la postura de la
URNG de no entregar las armas hasta obtener grandes concesiones.
El prestigio de Me llamo Rigoberta Menchú era tal que, cuando comencé a hablar de mis
averiguaciones en 1990-1991, algunos de mis colegas las consideraron sacrílegas. Yo había
traspasado los límites de la decencia. Quienes aún consentían en hablar conmigo, señalaban que al
contradecir la historia de Rigoberta no sólo hacía daño a la que pronto sería Nobel de la Paz sino
al movimiento indígena, a la izquierda guatemalteca, a su capacidad de trabajar juntos, incluso a
las conversaciones de paz. Compartí su preocupación por el último punto. La historia de Rigoberta
había centrado la atención internacional en un conflicto que fácilmente podía ser ignorado. En un
momento en el que el compromiso del ejército con las conversaciones de paz era bastante incierto,
no parecía una buena idea minar la credibilidad de su azote más conocido.
Algunos colegas también me advirtieron que un antropólogo blanco no tenía derecho a contradecir
el derecho de una indígena a contar su propia historia. Avergonzados por su asociación con el
poder occidental, los antropólogos cada vez tienen más reparos para imponer su propio marco
interpretativo a las narrativas de los demás, especialmente cuando se trata de víctimas del
colonialismo. Esto implica una creciente renuencia a juzgar la verdad de lo que nos dicen. Sin
embargo, no haber sometido el testimonio de Rigoberta a un juicio crítico tuvo costos definitivos.
El más grave fue permitir que su voz internacionalmente amplificada ahogara las voces de los
campesinos que ella decía representar, que no consideraban a la guerrilla como una contribución a
sus necesidades, que más bien la consideraban otro problema más, y que querían que la guerra se
acabara mucho antes de lo que se acabó.
Una sugerencia de mis colegas fue que yo hiciera que se escucharan estas otras voces sin
confrontar la historia de Rigoberta. En lugar de utilizar historias contradictorias para construir
mi propia versión de los hechos, lo que desmentiría la de Rigoberta, debería basar mi
investigación únicamente en la comparación de narrativas. En lugar de procesarla por distorsionar
lo que había pasado «realmente», en lugar de privilegiar mi propia versión de los hechos, el
resultado sería una comparación de perspectivas, donde yo señalaría las diferencias entre
versiones, sugeriría las circunstancias que habían generado cada versión y propondría por qué
motivo la suya ganó tanta credibilidad.
Este procedimiento hubiera sido más diplomático que el que yo seguí. Pero, ¿era práctico? ¿Qué
se suponía que debería hacer con los documentos, principalmente informes de derechos humanos y
solicitudes de tierras? Los académicos saben que los documentos no son un juzgado final de
apelaciones; pueden traer más mentiras que estadísticas. Pero establecen parámetros, mediante
fechas y acciones oficiales, para evaluar el testimonio oral. Elaborados en el calor del
conflicto, los documentos también pueden hablar más sinceramente que sus autores décadas más
tarde. No podía ignorar los documentos sólo porque indicaran que la versión Rigoberta era
imposible. Tenía que incorporar su autoridad a mi relato o ignorar lo que revelaban.
La razón principal por la que decidí no limitarme a comparar narrativas es que no quería ceder
el derecho, como un observador externo, de juzgar la veracidad de lo que estaba oyendo. El precio
hubiera sido demasiado alto. Considérense todas las historias contradictorias que había oído sobre
tres temas: conflictos por la tierra, participación en organizaciones clandestinas y
responsabilidad por las muertes. Principalmente lo que yo estaba oyendo eran narrativas de
victimización, a menudo las reclamaciones recíprocas en torno a la victimización que se hacen los
enemigos mutuamente. Negarse a juzgar cuál historia era más digna de crédito significaría, en un
lugar como Uspantán, conceder la misma credibilidad a un colaborador del ejército que a la viuda
del hombre que éste había asesinado. Si los extranjeros tienen algún función constructiva a
realizar en un lugar como el norte del El Quiché, sólo podemos decidir cómo nos posicionamos si
nos mantenemos a una distancia respetuosa de las historias sobre la victimización y sopesamos su
credibilidad.

113
Notas
{1} Bastos y Camus 1993:69.
{2} «Decidida a luchar por la justicia social, pero renuente a sumarse a la guerrilla, eligió
el camino más pacífico del activismo comunitario» (Kasey Vannett, «Activist Fights to Preserve
Indigenous Culture», Times of the Americas, 22 de enero de 1992, pág. 7). La misma transformación
también es evidente en el relato de Rigoberta de 1997 (Menchú et al. 1998).
{3} «Organization of the People in Arms: Indians in Guatemala», Indigenous World, (San
Francisco), 2 (2) (1983):4-5.
{4} Falla 1978 y Arias 1985.
{5} Este es un tema tabú que todavía tengo que ver bien documentado. Sin embargo, Mario Roberto
Morales (1994:87-88) describe dichas matanzas en su novela documental Señores bajo los árboles.
{6} Los otros miembros eran Raúl Molina, Rolando Castillo Montalvo, Frank LaRue y Marta Gloria
Torres (Menchú et al. 1998:299-302).
{7} «Hostigamiento a la RUOG», Diario El Gráfico, 13 de mayo de 1989, pág. 7. «Rigoberta
Menchú, una persona que no merece el Premio Nobel», Prensa Libre, 22 de mayo de 1989, pág. 4, y «A
Nobel Prize for an Indigenous Woman», Noticias de Guatemala, 165, junio de 1989, págs. 1-3.
{8} Amnistía Internacional 1987:136-148 y Simon 1987:209, 212.
{9} Bastos y Camus 1993:86.
{10} Burgos-Debray 1984:xvi, xix, 154.
{11} Para una referencia excepcional sobre los sentimientos divididos, que omite el tema de los
vínculos de Rigoberta con la URNG, véase Bastos y Camus 1993:181-184 y 1995:32-36. Bastos y Camus
detallan el desarrollo organizacional de las ramas clasista (URNG) y etnicista del movimiento
maya, incluyendo los intentos periódicos para unificarlos, aunque Stener Ekern (1997) proporciona
un análisis más franco de las contradicciones involucradas. Para las diferentes formas de
activismo lingüístico y cultural que persiguen los mayas, véase la colección de Edward Fisher y
McKenna Brown (1996).
{12} Esta crónica de la conferencia se debe a Smith 1992; Bastos y Camus 1993:95-97, 169-175; y
Hale 1994.
{13} Según el relato de Rigoberta de 1997, el equipo de coordinación de la campaña estuvo
formado por Rosalina Tuyuc de CONAVIGUA, el líder sindical Byron Morales de la Unión de Acción
Social y Popular (UASP), el pastor kaqchikel Vitalino Similox del Concilio de Indígenas
Evangélicos de Guatemala (CIEDEG), Arlena y Rolando Cabrera y la periodista Luz Méndez de la Vega
(Menchú et al. 1998:320, 327).
{14} Golden 1992.
{15} Fundación Nobel, «Nobelstiftelsen: Statutes of the Nobel Foundation», Stockholm, 1988,
pág. 1. Para una biografía de Nobel, véase Fant 1993.
{16} Para una perspectiva diferente sobre la Madre Teresa, véase Hitchens 1995.
{17} Un año después de la nominación de Rigoberta, el premio fue para F.W. de Klerk y Nelson
Mandela de Sudáfrica, a pesar de que diez mil personas habían muerto a causa de la violencia
política desde que Klerk pusiera en libertad a Mandela. Aun después del premio, los dos co-
laureados se acusaban mutuamente de no hacer lo suficiente para controlar a las diferentes fuerzas
de seguridad y pandillas callejeras que controlaban. El premio de 1994 resultó más controvertido
todavía. Fue para Yitzhak Rabin, primer ministro de Israel, y Yasir Arafat, presidente de la
Organización para la Liberación de Palestina. Un miembro del comité Nobel dimitió aduciendo que
Arafat seguía defendiendo el terrorismo. En cuanto a Rabin, era el responsable de las acciones de
las Fuerzas de Defensa Israelíes. A diferencia del acuerdo de paz sudafricano, que controló y
redujo la violencia política, el acuerdo palestino-israelí se desintegró con nuevas olas de
ataques y represalias. Bajo estas circunstancias, es fácil imaginar a más de un laureado por la
paz enjuiciado por las acciones de sus subordinados.
{18} Burgos-Debray 1984:136-137, 146-17, 232-233.
{19} Henrik Hovland, comunicaciones personales, 6 de enero y 11 de junio de 1995.
{20} El periódico de la nación mohawk, Akwesasne Notes (Rooseveltown, N.Y.) cubrió extensamente
este debate.
{21} Una rama del fraccionado Movimiento Indígena Americano quería presentar a Leonard Peltier,
un militante sentenciado a cadena perpetua por haber matado a dos agentes federales, a pesar de
las anomalías de la evidencia en su contra. Desde hacía años se había puesto en marcha una campaña
para liberarlo y para Amnistía Internacional era un prisionero político. A cambio del apoyo de
Rigoberta, los partidarios de Peltier aceptaron cancelar su propia campaña para el Nobel.
{22} Diane Nelson, comunicación personal, agosto de 1993.

Capítulo 16
La vida solitaria de una premio Nobel

114
«Para existir en el orden social con el sentimiento de ser una persona buena, estable y
socialmente correcta, un individuo necesita tener una historia de vida coherente, aceptable
y contantemente revisada.» –Charlotte Linde, 1993.{1}
Para mayor impacto, Rigoberta estaba en Guatemala cuando se anunció el premio de la paz. En vez
del impredecible Quiché, sus organizadores y ella eligieron lugares en los que la izquierda podía
movilizar a los sindicatos, profesores y estudiantes para que reunieran multitudes. La noche
anterior al anuncio, recibió un homenaje en San Pedro Sacatepéquez, un próspero pueblo comercial
maya en el departamento de San Marcos. A la mañana siguiente, el 16 de octubre, encabezó una
marcha en la ciudad costera de Retalhuleu y dijo frente a una muchedumbre de campesinos que, años
atrás, ella había cosechado allá café y algodón. Un día después, quince mil personas la recibían
en la capital, en las ruinas prehispánicas de Kaminaljuyú.
El presidente Jorge Serrano Elías (1991-1993) no se sumó a las celebraciones. Eventualmente el
palacio presidencial emitió una felicitación lacónica y Serrano la recibió en un encuentro gélido.
Los sentimientos del gobierno fueron puestos de manifiesto por el ministro de asuntos exteriores y
un portavoz del ejército que dijeron que sus vínculos con los enemigos de Guatemala la debían
haber descalificado como Nobel de la paz. Era cierto que la guerrilla había rechazado las
propuestas de cese al fuego del gobierno. A nivel oficial, el entusiasmo fue exclusivo de otros
gobiernos. Después del nombramiento, fue recibida por Carlos Salinas de México, François Miterrand
de Francia, Oscar Luigi Scalfaro de Italia, Felipe González de España, Boutros Boutros-Ghali de
las Naciones Unidas y el Papa Juan Pablo II.{2}
En Guatemala era fácil oír reacciones hostiles por parte de los ladinos. Le sacaron tantos
chistes racistas y de género que mi colega Diane Nelson los coleccionó. Un día Rigoberta llega al
cielo y llama a la puerta, «¡Eh, Jesús», dice San Pedro, «ya llegaron las tortillas!». Contados
indistintamente por mujeres e indígenas así como por hombres ladinos, los chistes reflejan el
desafío que la talla de Rigoberta supone para las normas de etnia y género de la sociedad
guatemalteca, donde tanto las mujeres como las indígenas son ciudadanas de segunda clase.{3} «Que
una indígena sea hoy la personalidad guatemalteca de mayor relieve en el ámbito internacional»,
escribió Elisabeth Burgos, refiriéndose a las clases altas guatemaltecas, «lo consideran como un
hecho intolerable».{4}
Sin embargo, entre las damas de la sociedad hubo declaraciones de conversión provocados por el
libro de Rigoberta. «Esto no puede seguir así», le dijeron a mi colega Helen Rivas. «Hemos
cambiado». Haciendo caso omiso de las expresiones malhumoradas de la administración Serrano, los
demócrata cristianos que controlaban el congreso le dieron la bienvenida, aunque sólo fuera para
apoyarse en un nuevo pilar de legitimidad. A pesar de algunas cartas de protesta, en general la
prensa fue favorable, debido, en buena medida, a que los periodistas tenían sus propias quejas
contra las fuerzas de seguridad. Que Rigoberta hubiera escapado a sus perseguidores y los hubiera
denunciado mundialmente era algo que le otorgaba mucho crédito. En Nebaj y Uspantán, quedé
impresionado por el número de ladinos que expresaron su simpatía por ella.
Luego de las ceremonias, Rigoberta se encontró en una situación difícil, empeorada por el hecho
de tratarse de algo que apenas podía reconocer. El retorno al país requería un proceso de
transición mayor del que la mayor parte de sus admiradores se imaginaban. Hasta este momento ella
había sido una exiliada revolucionaria que representaba internacionalmente a los indígenas y los
pobres de Guatemala. A pesar de estar etiquetada como líder indígena, no era muy conocida entre
sus representados. Durante la campaña para el Nobel, el simple hecho de que el ejército se viera
obligado a permitirle organizar mítines y ser recibida por multitudes de la oposición, y que sólo
fuera objeto de amenazas y sabotajes, era más importante que lo que decía. Ahora tendría que
aprender a ser un personaje de la oposición dentro de Guatemala. Tendría que demostrar que en
efecto representaba a las personas que las audiencias internacionales asumían que representaba.
Puesto que hasta entonces no había llevado la paz a nadie, ésta era una laureada Nobel que se
tenía que demostrar como líder.
Lo más difícil para Rigoberta fue el propio proceso de paz. Finalmente, las negociaciones entre
el gobierno y la guerrilla habían comenzado en abril de 1991. Pero no iban a ningún lado. Ninguna
de las partes estaba dispuesta a ceder, y eso dejaba a la laureada balanceándose entre sus
antiguos patrocinadores de la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), a los que no
podía criticar, y una población cansada de la guerra, cuyas esperanzas de paz supuestamente
representaba. Incapaz de defender a la guerrilla o cortar con ella, aceptada sólo a medias por las
organizaciones mayas independientes y agasajada principalmente por las organizaciones populares
pro URNG, estaba sola en su simbólica eminencia. Todavía tenía que encontrar la manera de salir de
las cortinas de humo y los espejos de un movimiento revolucionario derrotado. Estaba atrapada
entre su pasado como militante revolucionaria y el papel representativo que ahora se esperaba que
desempeñara en el proceso de paz; entre lo que ella había sido diez años atrás y lo que era ahora;
entre la historia que contó en 1982 y la necesidad de revisarla.
Los indígenas reaccionan ante el premio
«Nunca hubiera pensado que alguien como nosotros pudiera alcanzar un honor tan alto. Ella es
'natural' y es mujer. Tienen que haber cambiado mucho los tiempos para que una cosa de éstas
esté pasando en Guatemala. Pero, ¿cómo sabe uno qué intenciones tiene la gente que anda
detrás de ella?» –Una mujer k'iche', vendedora del mercado, octubre de 1992.{5}
Para 1992, la izquierda podía reunir en algunas áreas a miles de personas que eran muy
conscientes de lo que representaba Rigoberta. He aquí a alguien que había sufrido lo que ellos
habían sufrido, que había dado a conocer en todo el mundo los secuestros y las masacres del
ejército. No obstante, una gran mayoría de la población indígena seguía estando fuera del alcance
de la izquierda. Si alguien en las organizaciones populares era consciente de cuán cuestionable
era Me llamo Rigoberta Menchú, de lo contradictorias que eran algunas de sus afirmaciones con las
experiencias devastadoras de su aldea y de muchas otras aldeas, debían preguntarse cómo sería
recibida.

115
Por lo menos ahora su nombre era conocido. A los indígenas les impresionaba que un miembro de
su raza hubiera alcanzado un honor tan grande. Pero siendo escépticos hacia cualquiera que hubiera
participado con el ejército o la guerrilla, tenían preguntas. Un colega que hacía trabajo de campo
en Huehuetenango incluyó a la nueva laureada en sus entrevistas, y descubrió que la respuesta más
frecuente era: «¿Puedes hablarme de ella?». Paul Kobrak me dijo que «para mucha gente parecía
salida de la nada. Estaban desinformados, pero genuinamente interesados». Preguntaban: «¿Es cierto
que tuvo que ver con la guerrilla?». Cuando les confirmó que sí, no todos los huehuetecos la
condenaron. Un ex soldado dijo que a él no le importaba puesto que si el ejército hubiera matado a
su familia, él también se habría ido con la guerrilla.
En Nebaj, durante las fiestas patronales, los maestros organizaron un desfile histórico en que
sus alumnos participaban vestidos de antiguos mayas, de conquistadores españoles y demás. Cerrando
el cortejo había una niña vestida de k'iche', con una bandera que decía: «1992. Año de los Pueblos
Indígenas. Rigoberta Menchú Premio Nobel de la Paz». Tal vez no parece gran cosa que Rigoberta
estuviera incluida en el desfile, salvo que se trataba de una marcha cívico-militar obligatoria en
la que también participaba el destacamento militar. A pesar de que muchos ixiles se sentían
orgullosos de Rigoberta, ésta no fue la única reacción. «El Nobel es un tema muy discutido»,
justificaba un promotor de desarrollo. «Hay mucha manipulación, por eso la gente no tiene
confianza en lo que dicen ni a favor ni en contra de ella. Todavía no se sabe».
En un mitin organizado por el ejército, las patrullas civiles gritaron: «Rigoberta es una
guerrillera» «¡Si viene, hay que sacarla!» «¡Queremos paz!» y «¡Si la guerrilla no entrega las
armas, queremos más armas!». Un activista cultural de Nebaj dijo: «Las personas conocedoras
piensan que Rigoberta Menchú no se merecía el premio, porque ella está ligada a la subversión».
«No estoy seguro de que realmente se lo mereciera, porque no ha hecho nada concreto por la paz»,
me dijo un evangélico. «Quien sí se lo merecía era Ríos Montt, porque él trajo la paz»,
refiriéndose a la convicción de muchos ixiles de que pueden agradecerle por detener las masacres
del ejército. «Fue con ellos por aquí, por allá», dijo un ex patrullero, trazando con su dedo un
círculo que abarcaba la zona de operaciones mientras hacía como que apretaba un gatillo. «Tiene
que pedir perdón». «¿Perdón?», pregunté, no estando seguro de haber entendido bien. «Por haber
caído en el engaño, por su familia y su pueblo. Ahora están todos juntos, todas las familias, pero
tiene que pedir perdón».
Que la desconfianza hacia Rigoberta era más profunda que el miedo al ejército lo sugiere la
reacción de Santiago Atitlán, un pueblo tz'utujil maya que, después de cientos de muertes y
desapariciones, se enfrentó al ejército como nadie más lo ha hecho en Guatemala. La noche del 1 de
diciembre de 1990, unos soldados borrachos dispararon a un hombre que protegía de ellos a su hija.
Los vecinos se dirigieron a la iglesia católica, doblaron las campanas y sublevaron al pueblo.
Miles de hombres y muchachos se reunieron en la plaza y fueron al destacamento militar armados con
palos y machetes. El ejército abrió fuego, mató a trece personas e hirió a más de cuarenta. Las
protestas resultantes obligaron al ejército a retirar su destacamento. Ahora los atitecos eran un
símbolo nacional de resistencia, pero también pidieron a la guerrilla que se mantuviera alejada de
ellos. Cuando Rigoberta proyectaba dar una conferencia en Santiago en 1993, el consejo municipal
la rechazó aduciendo que no habían sido consultados. «Quién es ella». «¿Por qué viene aquí?»,
preguntaron los atitecos. «No sabemos qué nos va a traer». En su conciencia todavía no había
espacio para incluir a una héroe maya creada en la arena nacional e internacional.
Sobreviviendo al proceso de paz
«Pienso que a la firma de la paz no habría que ponerle fecha.»
–Rigoberta Menchú, 1993.{6}
En 1993 dos crisis políticas pusieron punto final a la luna de miel de Rigoberta con el Nobel y
dejaron la impresión de que todavía estaba colaborando con la guerrilla. En la primera, Serrano
Elías suspendió la constitución para impedir que sus oponentes denunciaran su gula de
enriquecimiento ilícito. La confianza en el sistema político ya era escasa después de su
predecesor cristiano demócrata, Vinicio Cerezo, que convirtió la tan calurosamente acogida
restauración de la democracia en un foso de corrupción. La desilusión provocada por Serrano fue
aún mayor, ya que éste había sido elegido por votantes ávidos de un gobernante recto que confiaron
en sus credenciales como líder de una iglesia evangélica. Al principio parecía que el ejército
apoyaba al llamado «Serranazo», dando la impresión de un golpe militar. Sin embargo, parte de los
mandos oficiales se opuso al golpe, así como parte de las clases altas, y la comunidad
internacional lo condenó de inmediato. Días después el ejército obligó a Serrano a exiliarse,
dejando a sus espaldas una crisis constitucional que acabó cuando el congreso eligió al Procurador
de los Derechos Humanos, Ramiro de León Carpio, como nuevo presidente (1993-1996).
Aquel día de mayo en que Serrano suspendió la constitución, Rigoberta estaba moderando una
reunión de líderes indígenas de otros países. Puesto que existía la posibilidad de que hubiera
detenciones y asesinatos, ella dedicó el primer día del golpe a recorrer las embajadas para
obtener protección diplomática para sus invitados. Después se sumó a otros líderes de las
organizaciones populares en una manifestación en la calle. Cumpliendo las expectativas creadas por
su libro, salió a defender la democracia. Según el principal semanario del país, su valor la
convirtió en «la líder que aún no era dentro de su propio país».{7}
Entonces, algo salió mal. Junto con las organizaciones populares partidarias de la URNG,
Rigoberta tomó una dirección que parecía trazada por los comandantes en México. Estaba en juego la
Instancia Nacional de Consenso (INC), un comité de elites civiles que se formó en defensa de la
constitución e impidió que el vicepresidente de Serrano lo sucediera en el poder. Cometiendo un
error, Rigoberta decidió que unirse a la INC era demasiado comprometedor. En vez de ello, repitió
la postura de la URNG en cuanto a que la suspensión de la constitución era un golpe militar, a
pesar de que era cada vez más evidente que militares disidentes se habían pronunciado en contra
del golpe.{8} Al oponerse a lo que habría de convertirse en un fructífero acuerdo negociado, acabó

116
dando la impresión de ser la representante de los exiliados revolucionarios y no una figura
política por cuenta propia.
A principios de 1994, otra crisis enturbió la reputación de Rigoberta como campeona de los
derechos humanos. Ser consistente hacia los gobiernos y sus errores, independientemente de las
necesidades políticas propias, resulta difícil para cualquier personaje. Meses antes, Rigoberta
había dado que hablar por aceptar una condecoración de Fidel Castro, a pesar de su largo historial
de represión de disidentes. Pero fueron mayas como ella, que vivían al otro lado de la frontera
con México, los que la pusieron en apuros. Cuando aceptó el Nobel, Rigoberta anunció que no
llevaría la medalla a su país hasta que no hubiera paz en Guatemala. En vez de ello, lo confió al
Museo del Sol, en el sitio de un templo azteca de la Ciudad de México, en agradecimiento por el
apoyo que durante tantos años le habían brindado el gobierno y el pueblo mexicano, que también
habían dado asilo a los líderes de la URNG y a miles de refugiados guatemaltecos.
Un año mas tarde, un levantamiento en el estado de Chiapas obligó a Rigoberta a tomar partido
en la política doméstica de su benefactor. Rebeldes mayas pertenecientes a un recién proclamado
Ejército Zapatista de Liberación Nacional ocuparon repentinamente varios pueblos y atacaron al
ejército mexicano. Cientos de observadores de los derechos humanos llegaron a la carga, obligando
al ejército a aceptar un cese al fuego en vez de responder con todas sus fuerzas. La rebelión era
el resultado de una historia de abusos oficiales con los que Rigoberta estaba familiarizada debido
a su amistad con el obispo que los había denunciado durante años, Samuel Ruiz. En lugar de sumarse
a las condenas, Rigoberta decidió no pronunciar ningún comentario hasta que el gobierno mexicano
presentara un informe.{9} Resultó ser un gran contraste con sus duras críticas habituales hacia las
autoridades guatemaltecas, y los zapatistas cancelaron una invitación para que actuara como
mediadora.{10}
En el fondo, el dilema de Rigoberta era el proceso de paz que supuestamente representaba. Su
premio Nobel anunció al gobierno y al ejército que su reputación internacional dependía de abrir
espacios políticos a la oposición democrática. Pero la propia Rigoberta sólo era una espectadora
en las conversaciones de paz. Se veía a si misma como mediadora, pero para serlo hubiera tenido
que reconocer y trascender su propia historia en la URNG. Alternativamente, podía haberse
convertido en un miembro valioso de la delegación rebelde, pero esto nunca surgió como una
posibilidad por razones significativas. Su evolución hacia el Nobel había exigido que negara su
conexión con la URNG. Además ella resentía que la organización estuviera controlada por ladinos.
Aunque estos sentimientos todavía no eran públicos, probablemente la convertían en persona indigna
de confianza a ojos de los comandantes. En 1994 Rigoberta apoyó la reivindicación del Movimiento
Maya de incluir a un tercer actor en las conversaciones, pero ni el gobierno ni la URNG, ni los
mediadores de la ONU que participaban en las conversaciones, lo consideraban viable. En vez de
ello, las organizaciones mayas fueron canalizadas hacia una Asamblea de Sectores Civiles que
representaba un nivel inferior del proceso de paz. Rigoberta se negó a participar.
Incapaz de aclarar una asociación que habitualmente negaba, la postura de Rigoberta se
aproximaba demasiado a la demanda urrenegetista de «paz con justicia», la estrategia de prolongar
la guerra hasta que ganara concesiones improbables. En 1993-1994 cuando, por razones cada vez más
oscuras, era evidente que las negociaciones no lograban avanzar, la ausencia de premura por parte
de Rigoberta sugería que para ella, así como para ambos bandos, la guerra se había convertido en
una forma de vida. Se volvió un blanco fácil para los comentarios de quienes desconfiaban de su
pasado revolucionario. ¿Estaba tratando de frustrar las expectativas ya que, en contra de los
deseos de la mayoría de los guatemaltecos, apoyaba la actitud de la URNG hacia las negociaciones?
Cuando la guerrilla rechazó las propuestas de cese al fuego del ejército, las reacciones
herméticas de la premio Nobel sugirieron que ella estaba de acuerdo o, por lo menos, que temía
criticarlos.
«Yo pienso que es un error ponerle fecha al proceso porque tiene muchas complicaciones»,
explicó Rigoberta en julio de 1994. Una razón era que el proceso era secreto, otra que seguía
excluyendo a los mayas. «Ha sido difícil para cualquier ciudadano influir en la mesa de
negociaciones», añadió. La guerra «es un lucro y un negocio que ha dado tarea a una gran cantidad
de gente frustrada». El mediador oficial la había invitado a tener mayor participación en el
diálogo, pero «yo he querido jugar un papel más discreto» porque las partes involucradas han
decidido la agenda «muy cerradamente y yo lo respeto porque soy una ciudadana común de Guatemala».
También observó que el Grupo de los Países Amigos –Estados Unidos, Noruega, España, México y
Venezuela– «han tenido mucha dificultad» para seguir las negociaciones.{11}
Además de sus propios sentimientos divididos, tenía una razón convincente para negar sus
vínculos con la guerrilla, a pesar de que éstos resultaban evidentes en su curriculum vitae. La
asociación era una lacra en su contra para gran parte del público guatemalteco, incluyendo a
muchos de los indígenas a los que quería representar. Con esto no se pretende negar que muchos
guatemaltecos también tuvieran sentimientos favorables hacia ella. Pero muchos de los que se
solidarizaban con ella como víctima de la violencia también estaban hartos de la guerrilla, del
desorden que causaba y de la excusas que daban al ejército para que aplicara sus medidas de
seguridad. Mientras que las conversaciones de paz se prolongaban año tras año, para los
guatemaltecos era difícil saber a quién culpar, ya que ambos bandos tenían un sinfín de
explicaciones acerca de por qué el otro era responsable de la última ruptura de negociaciones. La
conclusión más segura era que ambas partes compartían un interés en prolongar las hostilidades. La
imagen de Rigoberta sufría con las paralizaciones. Al abstenerse de defender a la URNG, reiterando
en su lugar mensajes sencillos sobre los derechos humanos, trataba de distanciarse de ellos.
Rigoberta y los antropólogos
«Hay un desafío para quienes estudiaron a los indios e hicieron de ello su profesión, su
carrera, su dinero y su vida, y entonces en el momento que hablan los indígenas por si
mismos, también esa carrera está de por medio. Yo sé que hay mucha gente que nunca nos va a
querer, jamás va a aceptar que los indígenas hablen porque a medida que hablan viene el

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español y ya no son indios, dicen. Y eso es un poco lo que muchos irrespetuosos han dicho
sobre mi persona también en los últimos tiempos. Es increíble la expresión racista de mucha
gente que al principio cuando yo salí, conozco a muchos antropólogos o sociólogos y no estoy
en contra de la carrera, dijeron que yo era manipulada por la izquierda porque se me había
adoctrinado y que traía un cassette de la izquierda.» –Rigoberta Menchú, 26 de setiembre de
1992.{12}
Rigoberta ya estaba harta de los antropólogos. Si sus diferencias con Elisabeth Burgos eran una
razón, indudablemente mi propia investigación sobre el pasado histórico de su testimonio era otra.
Tuvo conocimiento de mi trabajo en abril de 1991, después de que mis primeras averiguaciones
acerca de la muerte de su hermano Petrocinio salieron a la luz en las reuniones de la Asociación
de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés). Cómo sucedió esto es algo que
merece una breve explicación. La historia de Rigoberta de 1982 no es un testimonio bajo juramento,
pero es un testimonio que pertenece al género «como lo cuenta...». Da a quienes no son escritores,
que por lo general están excluidos de la producción literaria, la oportunidad de contar su vida
con sus propias palabras. Entre los académicos literarios se debate en qué medida se pueden
considerar auténticos los resultados, pero es un tema muy delicado. Al igual que otros trabajos
similares, el testimonio de Rigoberta se presenta como el relato de un testigo ocular y por ello
quiere ser interpretado literalmente, lo que hace que cualquier sugerencia en su contra parezca un
ataque ad hominem.{13}
Preocupado acerca de qué hacer con mis averiguaciones, consulté a una autoridad en testimonios
llamada John Beverley. Beverley era un defensor del género, pero también parecía estar en contra
de que fueran interpretados como interpretan la Biblia los fundamentalistas. Quizá podía ayudarme
a encauzar mis dudas acerca de Me llamo Rigoberta Menchú de un modo más solidario. Luego de un
intercambio de borradores, me llamó y me preguntó si podía citar el mío en una ponencia que iba a
presentar en la próxima reunión de la Asociación de Estudios Latinoamericanos. Hasta entonces yo
había expuesto mi argumento una sola vez, en una conferencia en Berkeley el otoño anterior, y no
tenía interés en publicarlo. Pero no queriendo censurar el flujo de información, tras sólo un
instante de duda, le contesté: ¿Por qué no?
La sala de un hotel y centro de convenciones próximo a Washington DC estaba llena de
catedráticos de literatura. Entré discretamente justo en el momento en que Beverley comenzaba a
hablar. No era éste mi campo en el mundo académico; el nivel de abstracción me sobrepasaba. De
pronto Beverley bajó de las alturas y soltó su bomba, mi infortunado descubrimiento acerca de la
muerte de Petrocinio. Gritos sofocados de asombro y «noes» escaparon de la audiencia. Mientras
tanto, quién estaba disertando ampliamente ante una audiencia en el piso inferior sino la propia
héroe, que a menudo era huésped de honor en estos eventos. Puesto que no tenía intención de hacer
declaraciones, me hallaba en un callejón sin salida. Puesto que llegaría a oídos de Rigoberta que
en otro piso un antropólogo estaba hablando mal de ella, no tuve otra alternativa mas que
entregarle una copia de la ponencia de doce páginas que había citado Beverley. Cuando alcancé a
Rigoberta en un pasillo, fue difícil intercambiar más de un par de frases sin ser interrumpidos
por algún simpatizante. Pero logré darle una copia, además de explicarle de palabra que los
chajules me estaban dando una versión diferente de la muerte de su hermano. Rigoberta estuvo
cordial, pero recuerdo que dijo que así como yo tenía mi trabajo ella tenía el suyo, lo que yo
interpreté como una sugerencia educada para que no interfiriera en él. Si la gente de Chajul
estaba colaborando con el ejército, añadió, ¿qué razón tenía yo para creer lo que decían?
Después de LASA, mi siguiente encuentro con Rigoberta surgió en una conferencia de prensa en la
Ciudad de Guatemala en julio de 1992, pocos meses antes de que recibiera el Nobel. Cuando me
presenté y le hice una pregunta, me reconoció del año anterior. Más tarde, salió a un balcón y
bromeó con un grupo de seguidores en la calle. Reconociéndome de nuevo, dijo a la multitud: «Mucha
gente, muchos antropólogos nos han estudiado mucho, y han hecho mucho dinero por nosotros. Pero no
les gusta cuando nosotros hablamos. Algunos son honrados, pero vamos a ver quiénes». Casi al mismo
tiempo, un colega tuvo ocasión de preguntarle qué opinaba de mi ponencia sobre la muerte de su
hermano. Respondió que era racista. «Los blancos llevan quinientos años escribiendo nuestra
historia, y ningún antropólogo blanco va a decirme lo que he experimentado en mi propia carne».
Al igual que muchos personajes políticos que deben transitar entre verdades y mentiras, hace
años que Rigoberta evita las preguntas comprometedoras de los periodistas. Yo había oído decir que
ahora estaba a la defensiva con respecto a su testimonio de 1982, al extremo de que no quería
hablar de ella. También supe que desconfiaba de cualquier miembro de su personal que tomara notas,
como si éstas pudieran ser utilizadas en su contra. En junio de 1994, un académico sueco se
sorprendió por la actitud hostil con que ella lo recibió. Jan Lundius es un historiador,
especializado en la religión popular del Caribe, que quería entrevistar a Rigoberta sobre la
relación entre la tradición maya y el catolicismo. La conoció en la Fundación Vicente Menchú de la
capital de Guatemala, por medio de un científico social guatemalteco que los presentó.
Las primeras palabras de Rigoberta fueron: «¿Qué quiere de nosotros?». Tomado por sorpresa,
Lundius pasó a decirle cuánto le había gustado su testimonio, sus dimensiones religiosas y su
capacidad de hacer mella en una audiencia tan vasta. Añadió que no era antropólogo y que quería
platicar con ella. «Lo más sagrado es el pensamiento, la manera de ser de una gente», respondió
Rigoberta, «Nuestra gente vive con su manera de ser, y es mi convicción que la gente no tiene que
estudiar otra gente. Mucho menos, los indígenas no pueden ser objetos de estudio, porque eso no
contribuye a nada». Lundius reiteró su deseo de platicar con ella. «El mundo está en deterioro»,
replicó Rigoberta. «Esos son tiempos de mucho cambio. Hay que poner las cosas que son sagradas
aparte y luchar para una nueva ética. No solamente ley y poder... Va a estar muy difícil estudiar
nuestra religión. Ustedes nunca van a entender la religión maya. Todo ese tipo de trabajo merece
una nueva relación. Nuestro pueblo vive con más cautela que antes. Antes estuvimos más abiertos.
La razón es porque... de imposición unilateral. Cada vez nuestro pueblo tiene más y más conciencia
de eso y por ello estamos reclamando una nueva ética. Nosotros siempre hemos sido definidos por

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otra gente. Los libros nos definen. La política nos define... No podemos negar que la
investigación nos ha hecho mucho daño».
A partir de aquí, Rigoberta se centró en la necesidad de apoyo práctico para su pueblo, por
medio de los proyectos de la Fundación Vicente Menchú que había fundado con el dinero del Nobel.
«No está interesada en dialogar con los científicos», me dijo Lundius cinco meses más tarde.
«Resulta unilateral y se asemeja a una violación. No quiere ser estudiada, lo que quiere es apoyo
político y económico. Me trató como si fuera un vampiro académico. Fue muy incómodo». Para
redimirse, elogió a Rigoberta como portavoz de la población maya, tal como lo ilustra su discurso
de aceptación del Nobel.
«Soy una persona que aprendí a ser integral», esto lo repitió varias veces. Es necesario que
una relación sea respetuosa. Uno tiene que entender que la fe de una persona, su religión, es la
misma cosa que su lucha por su vida. La confianza cuesta mucho ganársela. Uno tiene que entender
que mucha gente perdió su palabra. Yo creo mucho en la capacidad [¿de los indígenas?] Los que nos
estudian tienen que recoger respeto, entre nosotros existen valores milenarios, y esto se entiende
poco. La integridad es esencial en nuestra lucha, es una parte de los derechos de los pueblos
indígenas, es una parte de la declaración universal de todos los pueblos del mundo. Cada diálogo
tiene sus límites. No es justo interpretar a la gente. Yo llego como una hermana, yo tengo más
derecho que un antropólogo. No hay un conflicto mas doloroso que el sufrimiento de nosotros, ni
siquiera un conflicto tan moderno, tan grande, como la caída del muro [de Berlín] en Europa. Un
conflicto como ese no es tan grande como el proceso guatemalteco. Creo que el derecho individual
es suficiente para el respeto ajeno...
«Otro tipo de comprensión tiene que empezar en otro camino. Nosotros necesitamos relaciones
totalmente distintas. Usted puede decir que la religión de Rigoberta Menchú es que uno tiene que
soñar con el futuro, y no hablar de la religión. Ustedes tienen una deuda moral con nuestra gente.
Y nosotros podemos convivir, pero específicamente en Guatemala, queda muy clara nuestra
incapacidad de participar en un diálogo de esta naturaleza. Tengo muchas dudas con las
investigaciones. Usted tiene que entender que yo, Rigoberta, soy el objeto de estudios. La
política [de estudios] no puede ser tan irresponsables como lo ha sido antes. Queremos la paz, y
necesitamos una cuota de tolerancia. Ahora cuando se termina la guerra, se queda de nosotros para
crear algo nuevo . Y quiero decir que la religión no es nuestro problema, porque para mí la fe es
un acto de modestia frente al mundo. Muchas veces es una impunidad. Puede usted escribirlo. Para
mí, para Rigoberta Menchú, la fe es mi modestia frente al mundo.»{14}
Puesto que en aquel tiempo Lundius era consultor de la ONU, es posible que Rigoberta se
sintiera obligada a recibirlo. Pero él no sabía nada de mi investigación (nos conocimos más tarde
en Nueva York) y la veracidad de su testimonio nunca se presentó como tema, por lo menos en la
mente de él. «Mi impresión es que se trata de una persona muy herida», me dijo Lundius,
«particularmente cuando dijo que 'Yo, Rigoberta Menchú, soy el objeto de estudios' estaba
reaccionado en contra de esto, estaba a la defensiva. Habla como si estuviera defendiendo a su
pueblo, pero es fácil suponer que está reflejando un trauma muy personal. Este «nosotros» que ella
asume lleva a conclusiones erróneas. Difiere tanto de las personas que conozco cuando salgo al
campo, que están llenas de curiosidad acerca de sus raíces y quieren comunicarse con los
extranjeros. Mi impresión es que hizo Me llamo Rigoberta Menchú cuando era demasiado joven. Ellos
la tuvieron muy joven y ahora está madurando. Pero ahora es un enorme símbolo público que ya no
puede ser ella misma, puesto que no se puede escapar del «nosotros» que se vio obligada a asumir y
que todavía la tiene atrapada. Sospecho que Rigoberta no reacciona como una persona sino como el
símbolo de un movimiento, y que teme revelarse como persona».

Notas
{1} Linde 1993:3, tal como se cita en Frank 1995.
{2} Juan Luis Font, «El galardón se va al exilio», Crónica, 23 de octubre de 1982, págs. 23-24;
Golden 1992; «Support of the International Community for the Nobel Prize», Noticias de Guatemala,
diciembre 1992, págs. 9-11; y David Loeb, «Rigoberta Menchú Wins Nobel Peace Prize», Report on
Guatemala (Oakland, Calif.), Winter 1992, págs. 2-3, 14.
{3} Nelson 1993. Chiste citado en Tobar 1994:29.
{4} Burgos 1992.
{5} Font, «El galardón se va al exilio», pág. 23.
{6} Gregorio De Broi, «Nuevo sol» (entrevista con Rigoberta Menchú), Pensamiento Propio, marzo
1993, págs. 21-22.
{7} Evelyn Blanck, «Entrevista con Rigoberta Menchú: 'Con la crisis, todos aprendimos algo'»,
Crónica, 11 junio 1993, pág. 30.
{8} Lionel Toriello, uno de los fundadores del INC, publicó una descripción mordaz de una
reunión con Rigoberta y sus asesores en la que aparentemente estaban recibiendo instrucciones por
teléfono desde México («La noche que 'enloquecí'» , Siglo Veintiuno, 13 junio 1993, págs. 1-4,
sección Opinión). Menchú y las organizaciones populares querían que el congreso dimitiera y fuera
sustituido por una asamblea constituyente que redactara una nueva constitución (Haroldo Shetemul
et al., «La caída de un dictador de papel», Crónica, 4 junio 1993, págs. 16-22).
{9} «La Nobel no ve, a veces», Siglo Veintiuno, 13 enero 1994, pág. 10.
{10} En defensa de Rigoberta, criticar al gobierno mexicano podía haber afectado a los muchos
refugiados guatemaltecos que dependían de su buena voluntad. La rebelión Zapatista puso a toda la
URNG en una posición delicada ya que el gobierno mexicano había tolerado durante muchos años que
utilizaran Chiapas como base logística («Obispo y Nobel de la paz mediarán en enfrentamiento
armado mexicano»; Prensa Libre, 10 enero 1994, pág. 4, y «¡Guerra a muerte piden contra el EZLN!»,
El Regional, 21 enero 1994, pág. 18).

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{11} Oscar René Oliva, «Menchú duda de firma de la paz en diciembre», La República, 5 julio
1994, pág. 6.
{12} Menchú y el CUC 1992: entrevista con Bernardo Atxaga.
{13} MacFarquhar 1996:46.
{14} Según las notas de Jan Lundius, sobre una entrevista el 13 junio de 1994. Los corchetes
corresponden a vacíos en sus notas.

Capítulo 17
Rigoberta y la redención

«Aparentemente, el dueto víctima-opresor forma en este momento la base de la moral global.


Es como si los medios de información y los internacionalistas necesitaran el prisma de estas
dicotomías maniqueas para crear un contexto que les resulte creíble. Si no hay Bien y Mal,
no vale la pena conocerlo. Un enfoque bastante teatral de la vida.» –Richard Wilson, 1995.{1}
Yo no iba a dejar de investigar el contexto histórico del testimonio de Rigoberta, aunque ella
estuviera harta de ser un objeto de estudios y aunque el mío le pareciera racista. Demostrar que
otros mayas contradecían su testimonio no tenía nada racista. Ni tampoco era racista señalar que,
cuando la mayoría de los campesinos ya querían la paz, este testimonio ayudó a captar apoyo
internacional para una insurgencia derrotada. Casi todos los lectores le darán la razón a
Rigoberta cuando se queja del poder de las representaciones y de quién suele llevar la voz
cantante. ¿No va siendo hora de que los antropólogos permitan a los indígenas hablar por ellos
mismos? Definitivamente, sí. Pero, ¿quién decidió que era importante escuchar a Rigoberta en
particular? ¿Quién decidió que los mayas que se oponían a la guerrilla eran unos vendidos?
Afirmando que era testigo ocular, Rigoberta validó la idea de que sus vecinos estaban oprimidos
por los insaciables finqueros y habían aceptado colectivamente a la guerrilla. Esto no es lo que
yo oí decir a los sobrevivientes, pero es lo que muchos extranjeros querían oír. El resultado fue
promover imágenes de derechos humanos que se ajustaban a las necesidades del movimiento
revolucionario, pero no dejaron espacio para sentimientos contrarios entre los campesinos. Lo que
yo me vi obligado a cuestionar fue a quién representa Me llamo Rigoberta Menchú: ¿al campesinado
maya de donde procede la narradora, a las audiencias extranjeras que la convirtieron en personaje
internacional o al movimiento guerrillero que la envió a hacer un llamado a estas audiencias?
Cuando en 1990 y 1991 expuse mis dudas acerca de Me llamo Rigoberta Menchú en pequeños círculos
académicos, las reacciones estuvieron muy divididas. Algunos colegas quedaron fascinados, otros
horrorizados. Rigoberta se había convertido en un icono, una figura casi sagrada que no podía ser
cuestionada sin que se levantara una amarga controversia. El tema de este capítulo plantea cómo es
posible que un ser humano alcance una categoría de semi divinidad en las universidades
norteamericanas, donde supuestamente se puede cuestionar todo. Trato en primer lugar el dilema
intelectual que se oculta tras la acusación de racismo de Rigoberta. Luego enfoco los requisitos
de las imágenes de la solidaridad, es decir el simbolismo necesario para persuadir a
norteamericanos y europeos de que apoyen movimientos de oposición de lugares distantes.
Finalmente, sugiero por qué este mismo tipo de lógica se ha filtrado profundamente en el mundo
académico, con el resultado de que se censuran cierto tipo de preguntas que hay que hacer. A mi
juicio, la razón por la que ha ofendido tanto a algunos académicos que se haya puesto en duda el
relato de Rigoberta, es porque han caído involuntariamente en el viejo juego de idealizar a los
pueblos nativos para satisfacer sus propias necesidades morales.
Identidad, autenticidad y el desván antropológico
«Las invenciones son precisamente la materia que forma la realidad cultural. ...La tarea
analítica no se trata de descalificar la parte inventada de la cultura por su falta de
autenticidad, sino de entender el proceso por el cual ésta adquiere autenticidad.» –Allan
Hanson, 1989.{2}
Me llamo Rigoberta Menchú es uno de los muchos trabajos que han captado una gran audiencia
porque responde a las expectativas occidentales sobre los pueblos nativos. A diferencia de la
mayoría de estos trabajos, ha sido narrado por la voz de una indígena. Puesto que se tiende a
considerar que indígenas y campesinos son unos rústicos inocentes, es posible que ellos tengan que
cautivar a su audiencia sólo para que les escuchen. Unicamente esto ya explicaría la exageración
mítica en la que cae Rigoberta. En este sentido los antropólogos no están totalmente libres de
culpa: aunque rebatimos las expectativas más tremendistas, nuestras investigaciones sobre cultura
y tradición han fomentado nuevas formas de paternalismo, como por ejemplo las ideas sobre lo que
es típico o auténtico. El resultado es una actitud paternalista tanto hacia los indígenas que
cumplen las expectativas como hacia los que no las cumplen. Dichas expectativas han sido
internalizadas también por los propios indígenas, especialmente por aquellos que van y vienen
entre el medio rural y el urbano. Sintiéndose bajo presión porque tienen que ajustarse al concepto
de autenticidad, se desprecian a si mismos por hacerlo y se desprecian a si mismos por no hacerlo.
Pero pueden participar también en el juego de la autenticidad. A pesar de lo harta que esté
Rigoberta de los estereotipos, su testimonio de 1982 fue una contribución a éstos, ya que recurre
al monolingüismo, el analfabetismo y el rechazo a la tecnología occidental para evocar una imagen
de autenticidad. Nada de esto corresponde a los k'iche's que yo conocí, pero ha logrado que los
lectores de Rigoberta definan a su pueblo de un modo al que ella se opone ahora.
La influencia de las ideas preconcebidas acerca de los indígenas los pone tanto a ellos como a
los académicos en una situación difícil. Por un lado, los estereotipos falsean los debates sobre

120
temas indígenas y, por lo tanto, deben ser cuestionados. Por otro lado, los académicos han de
respetar el derecho de los indígenas a representarse como ellos lo consideren conveniente. Si, al
igual que el resto de la humanidad, les gusta divulgar leyendas sobre ellos mismos, ¿deberían
abstenerse los antropólogos de confrontar imágenes que no dudarían en demoler si fueran propuestas
por extraños? ¿Qué pasaría si los forjadores de mitos indígenas estuvieran atrapados en las
agendas políticas de intereses externas que necesitaran ser cuestionados?
Los acertijos como éste abundan en el paisaje antropológico. A medida que más nativos se
trasladan a la ciudades, van a la escuela, se sienten discriminados y defienden sus derechos, han
ido definiendo identidades étnicas y nacionalistas tal como han hecho anteriormente otras
poblaciones subordinadas. Al igual que las primeras identidades nacionales modernas construidas
por los ingleses, los franceses y los norteamericanos, la última ola de etnonacionalismo requiere
esquemas míticos que se tienen que construir a partir del material disponible, entre el que se
incluye la antropología. Los antropólogos no sólo han registrado conocimientos que de lo contrario
hubieran muerto con los ancianos, sus tipologías también demuestran conocimientos que los
activistas pueden utilizar para reclamar derechos legales. La antropología se ha convertido en un
desván en el que los pueblos indígenas pueden elegir historias y clasificaciones para argumentar
su importancia como grupo único.
Los antropólogos deberían alegrarse de que sus investigaciones sean útiles para las personas
que estudian. Pero muchos están molestos porque la lógica de sus estudios se ha ido en sentido
contrario. A medida que se mezcla la raza humana, los antropólogos han dejado de «esencializar» a
los individuos en términos de culturas particulares en lugares particulares. Los mayas que han
emigrado a los Estados Unidos no han dejado de ser indígenas ni guatemaltecos sólo porque ellos y
sus hijos se hayan convertido en estadounidenses. Su identidad es, en parte, una cuestión de
elección y, en parte, lo que la sociedad les ha impuesto. Pero ha sido construida, no dada, y está
en constante cambio.
En la antropología los retratos de culturas apegadas a sus tradiciones ya no son muy
convincentes. En vez de esto, los académicos están fascinados con la «invención de la tradición»;
como por ejemplo, los cuadros ancestrales de los clanes escoceses (inventados por un fabricante de
telas a principios de 1800) o los rituales que rodean a la monarquía inglesa (muchos de los cuales
han sido inventados recientemente).{3} La invención de la tradición incluye los propios conceptos
que utilizamos para percibir la etnicidad, como por ejemplo, el contraste entre blancos y negros.
Ha habido también descubrimientos perturbadores acerca de las tradiciones indígenas: algunos se
originaron en los salones de los académicos del siglo XIX. Justo cuando los activistas e
intelectuales indígenas empezaron a confiar en las categorías legadas por una era anterior de la
antropología, los antropólogos contemporáneos comenzaron a tirarlas por tierra. Lo que era
«auténtico» resulta ser «inventado», o eso dice algún antropólogo arrogante, y los indígenas
sienten que están siendo sometidos a una nueva forma de colonialismo.{4}
¿Qué pasaría si las mismas distinciones que yo estoy haciendo, entre lo que fue mitificado y lo
que es verificable, o entre versiones locales opuestas de lo que sucedió, reflejaran una forma de
pensar occidental que yo impongo a una gente que no hace esa diferencia? «La lógica para separar
esferas, sea mito, historia, política, geografía o lo que sea», ha argumentado Alcida Ramos, «no
está presente en los discursos indígenas en sí sino en nuestra necesidad de organizar el material
etnográfico en categorías familiares para que tenga sentido según nuestros propios términos y los
de nuestros lectores... La forma de pensar de los indígenas que se revela en lo que nosotros, no
ellos, llamamos mitos, narrativas y demás, supone un reto para la costumbre de clasificar en
compartimentos que ha sido heredada de la antropología junto con la premisa científica del
racionalismo y el empiricismo occidentales».{5}
Jonathan Friedman se ha opuesto a «la vasta literatura que desenmascara el pasado» producida
por el objetivismo occidental. Si incluso la historia, tal como la entienden los occidentales, se
basa en un modelo de cultura que guía cómo se construye, se puede decir entonces que «nuestro
propio discurso académico es tan mítico como el de ellos... Cuando el antropólogo o el historiador
occidental ataca el punto de vista hawaiano sobre su propio pasado, esto se debe entender como una
lucha por el monopolio de la identidad. ¿Quién puede dar una versión adecuada de la Historia?..
Cuando el 'objeto' comience a definirse a si mismo, es posible que los antropólogos tengan que
enfrentar una crisis de identidad».{6}
En un caso como el que describe Friedman, es posible que los antropólogos tengan que
enfrentarse con una sólida falange de opinión indígena. Han entrado sin permiso en un terreno
sagrado; se les acusa de ser enemigos de la cultura que juraron respetar. Pero, ¿qué pasa si los
antropólogos se encuentran en medio de un debate entre indígenas? En el caso de Rigoberta, lo que
me contaron otros mayas planteó la cuestión de cómo se compara su testimonio con el de ellos, en
qué medida habla en nombre de ellos y en qué medida representa las circunstancias que llevaron a
tantas muertes. A pesar de que la mayoría de los mayas con los que yo hablé trató con respeto el
testimonio de Rigoberta, las opiniones acerca de sus implicaciones políticas estuvieron bastante
divididas. Hasta ahora, donde más obvio es el carácter incuestionable de Rigoberta ha sido entre
las audiencias extranjeras. A continuación hablaré de las necesidades de estas audiencias.
Solidaridad y la necesidad de dualismo moral
«[Me llamo Rigoberta Menchú] es uno de los libros más conmovedores que he leído. Es el tipo
de libro que siento que tengo que compartir, del que hablo a otros profesores para que lo
usen en sus clases. Mis estudiantes se solidarizaron inmediatamente con el relato de Menchú
y querían saber más, involucrarse. Hicieron preguntas sobre la cultura y la historia, sobre
su propia posición en el mundo y sobre el fin y los métodos de la educación. Muchos vieron
en la sociedad de los indígenas guatemaltecos unas características atractivas que a su
juicio faltaba en sus vidas: vínculos familiares fuertes, solidaridad comunitaria, una
relación íntima con la naturaleza, compromiso con las creencias propias y las de los demás.»
–Un profesor estadounidense de literatura, 1990.{7}

121
Derechos humanos es un discurso legal, pero lo que impulsa su aplicación en el mundo es la
solidaridad, la identificación política con las víctimas, los disidentes y los movimientos de
oposición. En la lucha contra el apartheid en Sudáfrica o a favor de un estado palestino o de la
democracia en Europa oriental, los activistas europeos y norteamericanos han presionado a sus
gobiernos para que intervengan diplomáticamente. Otros movimientos de solidaridad, en defensa del
Tíbet y de Timor Oriental, han tenido más visibilidad que impacto. Latinoamérica ha inspirado un
buen número de campañas de solidaridad en los Estados Unidos y Europa: en apoyo de la izquierda
chilena después del golpe de 1973, de los indígenas del Amazonas, de los movimientos
revolucionarios de Centro América y de los rebeldes zapatistas en México. Gracias a los boletos
aéreos económicos, la solidaridad puede traducirse muy pronto en nuevas formas de intervención
extranjera. Cualquiera puede ir y venir y todos lo hacen. Bajo el auspicio de las organizaciones
no gubernamentales, en las cuales delegan buena parte de sus responsabilidades las instituciones
internacionales y los gobiernos nacionales, se está privatizando la ayuda internacional. En nombre
de los derechos humanos, la ecología y otras causas importantes, extranjeros relativamente
acomodados están interviniendo en conflictos locales complejos.
Típicamente, para promover apoyo para un movimiento es preciso simplificarlo. El término
«solidaridad» implica que se pasarán por alto ciertos problemas a fin de crear un frente común
contra el mal mayor. A menos que una situación distante sea presentada como un melodrama, no es
muy probable que los europeos y los norteamericanos se comprometan emocionalmente con ella. Si
perciben demasiada ambigüedad, como por ejemplo un conflicto entre facciones igualmente sórdidas,
la única respuesta es, como mucho, un cheque a nombre de una agencia humanitaria. Lo que sí están
más dispuestos a abrazar es una causa bien definida que tenga credibilidad moral y cuyas
contradicciones permanezcan ocultas. En el caso de Guatemala, el ejército obviamente fue
responsable de la mayoría de los asesinatos, pero la guerrilla también tuvo su parte, y nunca
estuvo claro qué sentía el pueblo. Al crear un sólido vínculo entre los campesinos y la
insurgencia, más sólido de como lo consideran muchos campesinos, Me llamo Rigoberta Menchú
convierte una experiencia tenebrosa en una cuestión de moral.
Las imágenes divulgadas por la solidaridad son intentos desesperados para llamar la atención de
unas audiencias extranjeras cuyos gobiernos pueden tener un impacto. Para lograr el éxito, hay que
superar un desinterés considerable, y cualquier éxito se puede desvanecer rápidamente. Obsérvese
Witness for Peace, la red ecuménica cristiana que en los 80 envió norteamericanos a Nicaragua para
que sirvieran de escudos humanos en las cooperativas sandinistas que estaban siendo atacadas por
contrarevolucionarios financiados por los Estados Unidos. Cuando terminaron las hostilidades
formales, Witness perdió su imagen más espectacular. Fue mucho más difícil mantener el interés de
los estadounidenses cuando su gobierno rechazó las peticiones de ayuda, el Fondo Monetario
Internacional impuso políticas de austeridad y los nicaragüenses quedaron a merced de la miseria y
la delincuencia común.
En el caso de Guatemala, la invisibilidad de la ayuda militar estadounidense se reflejó en un
movimiento solidario más reducido que en Nicaragua y El Salvador. Guatemala sólo empezó a
protagonizar titulares cuando entre las víctimas se identificaron estadounidenses. Fue este vacío
lo que convirtió a Rigoberta en un personaje importante. Sin embargo, ni siquiera ella tenía
bastante caché. El Nobel es el premio más prestigioso del mundo, pero no todos los laureados
reciben la misma atención. En Estados Unidos los medios de información le dieron poca cobertura a
su nominación, aunque en Europa fue mejor. El New York Times no publicó ni una palabra cuando poco
después del premio Rigoberta pasó una semana en Gotham.
Una de las funciones simplificadoras del discurso de la solidaridad es que ofrece una sola
agenda de lucha. Esto es algo en lo que trabajaron mucho las organizaciones guerrilleras
guatemaltecas hasta que lo consiguieron con la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca.
Validada por fuentes de información como Rigoberta, la gente de afuera podía confiar en que estaba
apoyando un programa coherente y moralmente defendible. Perú y Colombia ilustran lo que sucede
cuando no existe la ilusión de una plataforma única. En Perú, Sendero Luminoso no hizo ningún
esfuerzo para ocultar sus acciones terroristas en contra de no combatientes. Una prometedora
coalición electoral llamada Izquierda Unida se desintegró al no poder ponerse de acuerdo sobre
cuál era el mal menor: Sendero Luminoso o el gobierno. En Colombia la guerrilla se dividió en
facciones asesinas, socavando su reivindicación de ser una fuerza política representativa.{8} En
consecuencia, los norteamericanos que se preocupan por estos países no han tenido un solo
movimiento plausible, como los Sandinistas o la URNG, al que poder apoyar. En vez de ello, se
enfrentan a una serie de conflictos multi aspectados entre los gobiernos electos, las oposiciones
socialdemócratas, los terroristas de izquierda, los terroristas de derecha y las mafias de
narcotraficantes. Aunque en estos países la cifra de muertos se ha aproximado a los niveles
centroamericanos, poco se ha hecho en términos de solidaridad organizada para cambiar la política
de los Estados Unidos.
Las campañas de apoyo a los derechos indígenas plantean sus propios problemas. Para que
destaquen entre otras causas, se hace hincapié en el aspecto exótico de la vida indígena. Esto
tiene el inconveniente de que el apoyo internacional se ve condicionado por imágenes que no tienen
mucho que ver con la vida real. Los indígenas mayas son el centro de la atracción que Guatemala
despierta en los extranjeros. A través de las mujeres que siguen vistiendo su traje tradicional,
se percibe fácilmente que la cultura maya es unitaria, o lo sería si no fuera por los estragos del
colonialismo. Además, se argumenta que los indígenas mayas son más nobles y bondadosos que los
guatemaltecos no indígenas y que los extranjeros. Esto puede parecer una ilusión inocente, y
probablemente algunos lectores negarán que se trata de una ilusión. Sin embargo, implica que el
apoyo a los derechos indígenas puede depender de que los nativos vivan según nuestras
expectativas.{9}
Para ilustrar este tema, comparemos el testimonio de Rigoberta con otro trabajo notable que no
ha sido tan popular, el diario de tres volúmenes de Ignacio Bizarro Ujpán, el seudónimo de un
anciano maya tz'utujil del lago Atitlán. Animado por el antropólogo James Sexton, para quien

122
trabajaba Ignacio, en 1972 empezó escribir su vida cotidiana. Su informe, que abarca quince años
de pensamientos y actividades, proporciona un retrato de la vida indígena muy diferente al de
Rigoberta. Ignacio es un pequeño contratista de trabajo y funcionario del partido político del
ejército, aunque en esto último no ponga mucho entusiasmo. También le preocupa la guerrilla, las
muertes cometidas por ambos bandos, los acontecimientos sobrenaturales y la envidia de sus
vecinos. Aunque Ignacio es una persona educada, es un aprensivo crónico que lucha constantemente
(al igual que muchos hombres mayas) contra su debilidad por el alcohol. A diferencia de Rigoberta,
que elogia a su comunidad, Ignacio normalmente presenta a la suya en términos de conflicto.{10}
En 1986 un crítico influenciado por la solidaridad se refirió a Ignacio como «una manifestación
un tanto extraña de un indígena guatemalteco. Es una pena que [James Sexton] no pudiera encontrar
un indígena guatemalteco más interesante, o tal vez más típico, para que escribiera su historia de
vida durante este periodo tan crítico».{11} Años después, un académico literario criticó la
política de Ignacio pero admitió que el contraste con Rigoberta podía representar «la conciencia
real» de los indígenas en oposición con su «conciencia potencial».{12} Si los partidarios
extranjeros de Rigoberta supieran que la mayoría de los campesinos no comparte su avanzada
conciencia, ¿tendrían el mismo interés en apoyar sus derechos?
Si el movimiento de solidaridad con Centroamérica surge de algún sector determinado de la
sociedad norteamericana, ha de ser la izquierda cristiana. Son muy evidentes las imágenes de
sacrificio y redención social. Mi impresión es que en los Estados Unidos casi todos los activistas
para Guatemala son anglos de clase media, más mujeres que hombres, y que por lo general tienen una
buena educación. Comenzaron a descubrir Guatemala en la universidad (en ese caso suelen tener de
veinte a treinta años) o en una iglesia católica o protestante liberal (en ese caso suelen tener
de cincuenta a sesenta años). Si los activistas no han visitado ya Guatemala, con frecuencia para
estudiar español, proyectan hacerlo pronto, y muchos se convierten en visitantes regulares que
apoyan todo un abanico de proyectos humanitarios.
Se trata de un sector generoso de la sociedad estadounidense. En los 90 pocos activistas para
Guatemala manifestaban su apoyo a la lucha armada, aunque lo hubieran hecho durante las dictaduras
militares de la década anterior. En vez de eso, usualmente se decían pacifistas. Cuando comencé a
cuestionar las premisas de la solidaridad en mi libro Entre dos fuegos en los pueblos Ixiles de
Guatemala, particularmente la idea de que la insurgencia había sido un movimiento con profundas
raíces populares, el rechazo a mi argumento no fue debido al culto por la violencia
revolucionaria. Más bien, contradije unas suposiciones que habían sido elevadas a los altares
durante los regímenes contrainsurgentes de las décadas anteriores, cuando los norteamericanos y
los europeos crearon redes de solidaridad con la izquierda centroamericana.
En este periodo, los asesinatos del ejército fueron tan masivos y requirieron por lo tanto una
respuesta tan inmediata que resultaba difícil no aceptar otras premisas del movimiento
guerrillero. Si los campesinos no apoyaban a la guerrilla, ¿por qué habría de matar a tantos el
ejército? También parecía lógico que el movimiento guerrillero surgiera de las necesidades básicas
de los campesinos. Todos esas muertes civiles no sólo certificaban que el ejército guatemalteco
estaba cometiendo asesinatos masivos, también parecían demostrar otras afirmaciones del movimiento
guerrillero. Si la mayoría de los combatientes eran indígenas, la insurgencia tuvo que ser,
entonces, un levantamiento popular. Tuvo que ser también el resultado inevitable de una opresión
desencadenada exclusivamente por la estructura de poder guatemalteca.
Mientras tanto, la política exterior de Ronald Reagan (1981-1989) revivió la guerra fría a
expensas de los centroamericanos y alimentó los criterios polarizados. La investigación académica
en la región se politizó de tal manera que quienes se oponían a la política exterior de los EEUU
no creían que fuera necesario disculparse por estar «comprometidos». Lo que requería una disculpa
y un profundo examen de conciencia era contradecir públicamente a la izquierda centroamericana y a
sus partidarios norteamericanos. Publicar información poco favorecedora sobre la lucha se
consideraba prestar ayuda y apoyo a unos enemigos de la humanidad comparables a los nazis.{13} Esto
reforzó uno de los legados que la guerra de Vietnam dejó a los académicos estadounidenses: el
miedo a ser asociados con la investigación contrainsurgente, es decir, a descubrir algo que
pudiera utilizarse en contra de los movimientos populares.
Ahora que han disminuido los asesinatos políticos, a los académicos que estudian Guatemala les
inquieta lo que sabemos pero se supone que no debemos decir. Todd Little-Siebold lo plantea en
términos de quién es escuchado y quién no, de nuestro miedo a traicionar la causa y que nos
consideren unos vendidos o de que nuestros colegas nos rechacen. La fuerza y la debilidad del
pensamiento solidario es su insistencia en el dualismo moral. Hablando de su propio caso (y
también del mío), Diane Nelson ha descrito las fantasías utópicas acerca de los mayas, los
campesinos y los revolucionarios que atraen a los extranjeros a Guatemala. Es como si saliéramos a
buscar un espacio de inocencia en el que podemos alinearnos con el bien en contra del mal, sin
tener que reconocer las complejidades morales que nos resultan tan familiares en nuestra propia
sociedad.{14}
La búsqueda de sanaciones conduce a un colonialismo de imágenes a través de las cuales los
activistas extranjeros reafirman nuestro sentido del valor moral identificándonos con los pobres,
pero no somos pragmáticos acerca de los obstáculos a superar. Eso sería demasiado comprometedor.
En vez de ello, un punto de vista polarizado de Guatemala nos permite magnificar los males del
colonialismo y el status quo, el potencial redentor de la protesta política y nuestra propia
importancia en el desarrollo de un drama utópico. Así es como un sentido de responsabilidad por el
papel de los Estados Unidos en Guatemala puede degenerar en una extraña expresión de Destino
Manifiesto.
Los profesores de literatura salen en defensa de Rigoberta
La comunidad académica no está exenta de la necesidad de una validación moral. La primera vez
que expuse mis dudas acerca del testimonio de Rigoberta fue en Berkeley, en octubre de 1990. La
Western Humanities Conference estaba dedicada al tema de lo políticamente correcto. Fue en una

123
reunión de académicos de izquierda, no de conservadores que en seguida recurrían a la etiqueta
«p.c.» para polemizar contra ellos. Por lo general, la conferencia se llevaba a cabo con un alto
nivel de abstracción, para desilusión de Richard Bernstein, el periodista del New York Times que
asistía a la reunión. Dentro de poco, Bernstein iba a lanzar la primera crítica a la corrección
política en los medios de información, pero no encontraba los ejemplos concretos que requiere el
periodismo. Puesto que la mayoría de los presentes eran académicos experimentados, tenían la
suficiente prudencia para no ser muy específicos acerca de los problemas que estaban tratando.
Yo fui uno de los pocos que presentó un caso concreto. Por cosa del destino, el conferenciante
que expuso su ponencia antes que yo nunca había estado en Guatemala, creía fielmente en el retrato
de Rigoberta sobre indígenas que vivían en armonía y ensalzó su libro como uno de los más
significativos que había leído en su vida. Inmediatamente después, inicié mi ponencia hablando de
la muerte de Petrocinio. Afirmé que la importancia real de dicha discrepancia era que muchos de
nosotros queríamos privilegiar una voz que se amoldaba a nuestras propias necesidades aunque fuera
a cambio de malinterpretar la situación. Inevitablemente las implicaciones resultaron ser
personales. Su reacción fue decir que yo estaba siguiendo la línea propagandística del ejército.
Dos antropólogos que tenían sus propias problemas con la corrección política, Smadar Lavie y Susan
Harding, tomaron la palabra. Me sugirieron varias cosas, pero también advirtieron a mi adversario
de la censura ideológica. Puesto que la mayor parte de los asistentes a la conferencia se había
ido a escuchar a expositores más destacados, sólo estaba presente una docena de personas. Cuando
se corrió la voz de que finalmente había habido un enfrentamiento, Richard Bernstein quiso hablar
conmigo, pero me excusé.
Preguntándome qué podía hacer, envié una copia de mi ponencia al académico literario John
Beverley, que me pidió si la podía citar en la próxima reunión de la Asociación de Estudios
Latinoamericanos, con el resultado descrito en el capitulo anterior. Semanas más tarde, a finales
de abril de 1991, presenté una versión revisada a mi departamento de la Stanford University.
También le entregué una copia a Fred Myers, el editor de un boletín llamado Cultural Anthropology.
Seis meses después, en marzo de 1992, Myers me llamó, mostró interés y me sugirió que solicitara
una cátedra de un año en el departamento que él dirigía en la New York University. Ese otoño me
trasladé a la NYU. Me pidieron que diera una conferencia y decidí hablar de mis experiencias con
el testimonio de Rigoberta. Casualmente, el departamento la programó para un día antes de que se
anunciara el premio de la paz de 1992. Como sabía que Rigoberta era una candidata fuerte, para
anunciar la ponencia elegí un título poco revelador y después anuncié a mi audiencia que lo que
iban a oír era confidencial. Dos días más tarde, unos periodistas que buscaban información sobre
la recién laureada me llamaron, y nuevamente me negué a hacer declaraciones. Poco después también
retiré el artículo que había enviado a Cultural Anthropology.
Me preguntaba si negarme a hablar con los periodistas era una decisión correcta. ¿No sería
esquizofrénico, quizá hasta malicioso y cobarde, hablar ante grupos pequeños de las discrepancias
que había encontrado y no hacerlo en un foro público? Mis opciones esencialmente se reducían a
tres. En primer lugar, podía someterme a la autocensura que impera en algunas facultades y
escuelas de posgrado, acatar la autoridad de Rigoberta y abordar sólo en términos muy abstractos
las irregularidades que había descubierto o buscar otro tema de estudio. Según algunos de mis
colegas esto sería lo mejor para mi carrera y la de Rigoberta. En segundo lugar, podía señalar las
discrepancias. Unos cuantos colegas opinaban que estaba obligado a hacerlo, especialmente ahora
que una persona que había inventado parte de su autobiografía iba a recibir un premio Nobel. Sin
embargo, ello habría perjudicado a un símbolo importante para la izquierda guatemalteca, para las
conversaciones de paz y para el movimiento indígena. Yo también sabía que en un ambiente tan
polarizado, cualquier crítica sobre la exactitud histórica de Me llamo Rigoberta Menchú sería
interpretada como un sabotaje por parte de un agente de la CIA o del ejército guatemalteco. En
tercer lugar, podía seguir investigando el problema discretamente. Esto implicaría discutir mis
averiguaciones con los colegas, pero eludir su publicación.
Cuando Rigoberta recibió el Nobel, yo ya conocía las líneas generales de lo que he expuesto
aquí. Aunque seguía asumiendo que Vicente Menchú había sido uno de los fundadores del CUC y
todavía no había oído cómo había recibido a la guerrilla en Chimel. Puesto que aún no había hecho
muchas entrevistas en Uspantán, esto era un buen argumento para permanecer callado hasta que
pudiera hacerlas. Mirando retrospectivamente, ésta fue una buena decisión y no sólo porque yo no
quisiera reducir la presión que suponía el Nobel para el ejército guatemalteco. Si desencadenaba
un escándalo, probablemente hubiera sido más difícil recabar las versiones de los hechos que
finalmente conseguí. Pero tomar el camino del medio también tenía un precio. Habiendo tratado ya
el tema en tres ocasiones diferentes ante unas setenta y cinco personas, había despertado una
polémica que ahora rehusaba sacar a la luz pública. Peor aún, actuando a la ligera, había enviado
varias copias de mi primera ponencia de 1990, sin estipular que no se podían citar sin mi permiso.
Desde entonces, las fotocopiadoras habían estado ocupadas.
Estaba en juego la veracidad del relato de Rigoberta de 1982 como testimonio, el género
latinoamericano que ha llevado las historias de vida de vendedoras del mercado, mineros y demás, a
la literatura y el mundo académico, con sus propias palabras elocuentes. El de Rigoberta, que,
como los demás, se debía al trabajo de grabación, transcripción y edición de un simpatizante, es
el ejemplo más famoso. Todo el mundo concede que dichas historias reflejan puntos de vista
personales; generalmente para los antropólogos no suele ser un problema si son verdaderos o
falsos. Lo más importante es lo que nos indican sobre la perspectiva del narrador. Pero los
defensores de los testimonios quieren creer que son testimoniales, es decir, fuentes de
información más o menos fiables. Esperan que Me llamo Rigoberta Menchú no sea, como uno de mis
colegas luchó para definirlo, «una novela documental que se hace pasar por un documento de la vida
real, elaborado para un fin determinado».
De los diferentes comentarios que han llegado a mis manos acerca de mi presentación de 1990, el
primero fue el de John Beverley. Para prevenir a los colegas de que no asumieran que todo
testimonio es irrebatiblemente cierto, publicó mis averiguaciones sobre la muerte de Petrocinio,

124
en las cuales yo definía el relato de Rigoberta como una «invención literaria» pero no como una
«fabricación», puesto que, de hecho, el ejército mató a su hermano. Lamentablemente, Beverley
subestimó la evidencia en contra de la versión de Rigoberta, citándome incorrectamente en el
sentido de que un informe de derechos humanos coincidía con su relato, cuando en realidad ninguno
coincidía. Concluía diciendo que aun si yo estaba desilusionado con el testimonio de Rigoberta, no
había otra fuente alternativa de autoridad más que «otros testimonios».{15} (A mi juicio, hay que
dar más peso a las denuncias de 1980 citadas en el capítulo 5 que a una historia contada en París
dos años después.)
El coautor de Beverley en el tema de testimonios, Marc Zimmerman, fue más lejos todavía y me
acusó de inventar cargos perniciosos e infundados sobre Rigoberta. Para entender la postura de
Zimmerman, debemos remontarnos a las reuniones de LASA en 1991, en las que Beverley citó mis
averiguaciones por vez primera. Zimmerman también estaba allí. Oponiéndose a la reacción principal
de la sala –que mis investigaciones eran escandalosas e irrelevantes, siendo la verdad de la
historia de Rigoberta un axioma de la era postmoderna– él dijo que era importante discutirlas.
Más tarde me acusaría de haberme ocultado cobardemente en el fondo de la sala, dejando que
cayera sobre él todo el ardor de los postmodernos que, en aparente violación de sus principios,
estaban decididos a interpretar literalmente Me llamo Rigoberta Menchú, o por lo menos no querían
oír un relato contradictorio. De hecho, éste fue un enfrentamiento que decidí evitar. Después de
todo lo dicho en la conferencia sobre lo políticamente correcto, no era mi intención desafiar la
veracidad de Rigoberta ante la Asociación de Estudios Latinoamericanos. LASA no sólo había
invitado a Rigoberta como huésped de honor, también había invitado al ex ministro de defensa
guatemalteco, General Alejandro Gramajo, y la reunión estaba llena de periodistas. Si hubiera
existido una razón importante para poner en entredicho su relato de 1982, lo hubiera hecho yo
personalmente, no a través de una tercera persona que me citó durante uno o dos minutos. Lo que yo
consideraba el punto clave de la cuestión, el hecho de que unos intelectuales estuvieran
utilizando el testimonio de Rigoberta para justificar la continuidad de una guerra a expensas de
campesinos que no la apoyaban, era algo que faltaba por completo en la presentación de Beverley.
Este era el tema central de mi ponencia de 1990, y no los detalles precisos acerca de la muerte
de Petrocinio, los cuales para mí eran secundarios. Los académicos que respondieron a mi ponencia
no estaban interesados en esta cuestión. Para ellos, lo más importante era que un antropólogo se
había atrevido a desafiar la autoridad de Rigoberta, y esto les parecía ofensivo.{16} La razón se
sugiere en la definición de Beverley de testimonio como una historia contada «por un narrador que
también es el protagonista real o el testigo de los hechos que cuenta». Igualmente, un colega de
Beverley llamado George Yúdice define testimonio como una «narración auténtica, contada por un
testigo que é retrata su propia experiencia como agente (y no como representante) de una memoria y
una identidad colectivas».
A juzgar por dichas definiciones, Me llamo Rigoberta Menchú no pertenece al género del cual es
el ejemplo más famoso, puesto que no es, como pretende, el relato de una testigo. En contraste con
Elisabeth Burgos, que comprende la naturaleza creativa de la narración oral y no considera
hostiles mis preguntas acerca de Me llamo Rigoberta Menchú, Beverley y sus colegas han defendido
el testimonio de forma que no permite cuestionar su veracidad. Aunque están dispuestos a revisar
ciertos temas, si examinamos de cerca su concepto del campesinado y de la violencia política,
vemos que está tan vinculado a las nociones románticas de autenticidad, colectividad, resistencia
y revolución que no hay lugar para la evidencia contradictoria.{17} Las reacciones corroboran el
punto clave de mi ponencia de 1990: que tenemos una tendencia lamentable a idealizar las voces
nativas que sirven a nuestras propias necesidades morales y políticas, en oposición con otras que
no sirven a estos fines. Aunque la desmitificación está de moda, está prohibido tocar a Rigoberta.
Identidades e iconos
«Los indígenas resultan muy versátiles... Las cualidades no admirables de los indígenas
hacen que los blancos se sientan bien con ellos mismos. Las cualidades admirables de los
indígenas hacen que los blancos se sientan mal con ellos mismos. Y, por ello, culturalmente
hablando, es muy útil disponer de los indígenas.» –Richard White, 1996.{18}
¿Cómo es posible que unos sofisticados académicos literarios, a los que les gusta pensar que
cuestionan todas las presunciones, se ofendieran tanto con mis dudas acerca de Me llamo Rigoberta
Menchú? En los sesenta, muchos académicos estadounidenses comenzaron a identificarse con los
oprimidos para justificar sus carreras. En vez de estudiar «hacia abajo» en el orden social, como
se hacía antes, íbamos a estudiar «hacia arriba», por ejemplo, investigando las estructuras de
poder. En los 80, las reacciones conservadoras marginalizaron a la izquierda académica de la
política nacional. En otras partes del mundo, se desintegraban las alternativas socialistas al
capitalismo. Un espacio en el que podíamos refugiarnos los académicos como yo era la crítica de la
hegemonía capitalista. Pero mientras que deconstruíamos las formas de conocimiento occidental,
muchos de nosotros seguíamos abrazando nuestras causas preferidas con más fervor del permitido por
el culto imperante al escepticismo.
La mezcla resultante de hiperrelativismo y doctrina salió a la luz pública en el debate
norteamericano sobre lo políticamente correcto. Hasta 1990, «políticamente correcto» era sólo una
expresión irónica sobre lo fácil que resultaba ofender a las sensibilidades de izquierdas.
Raramente se escuchaba fuera de los muros universitarios. Luego, los conservadores vieron que las
bromas eran sobre criterio ideológico, como lo demostraba la persecución ocasional de un
estudiante o catedrático conservador, y empezaron a denunciar lo políticamente correcto como un
amenaza a la libertad de expresión. Rigoberta fue una más entre los muchos temas delicados del
debate sobre multiculturalismo, el campo de batalla curricular sobre lo que deberían enseñar las
humanidades y las ciencias sociales. Para los defensores del multiculturalismo, éste representa un
paso necesario para incorporar al currículum voces que han sido excluidas antes, particularmente
las de mujeres, grupos étnicos subordinados, gays y lesbianas. Para los detractores del

125
multiculturalismo, éste amenaza con fragmentar el sistema educativo y la sociedad estadounidense
en bloques de identidad que ya no pueden definir lo que tienen en común.
En nombre del multiculturalismo Me llamo Rigoberta Menchú entró a formar parte de las listas de
lecturas universitarias recomendadas. Puesto que el libro trata de campesinos, pueblos indígenas y
mujeres muestra la intersección de clase, etnicidad y género, acompañada por fluidas discusiones
de sincretismo religioso, identidad, conciencia y protesta. Esto no quiere decir que Me llamo
Rigoberta Menchú sea un buen método para enseñar a los estudiantes los problemas cotidianos que
enfrentan los campesinos guatemaltecos. Como me dijo un antropólogo que lo tachó de sus listas de
lectura: «Lo que este libro no dice acaba eclipsando lo que sí dice».
De todas maneras, Me llamo Rigoberta Menchú se puede enseñar críticamente a la vez que se puede
enseñar simpatéticamente, tal como lo sugiere la siguiente experiencia de un estudiante graduado:
«Lo leímos en Macalester College, en St. Paul, que tiene fama de contar entre sus estudiantes con
hijos de las elites del Tercer Mundo, incluyendo coroneles del ejército, dictadores, etcétera. Su
libro estaba en las listas de lectura sobre feminismo, antropología y multiculturismo, igual que
la Biblia. Así que cuando Rigoberta apareció en nuestra clase de estudios de mujeres, nos impactó
con su carisma. Los tres guatemaltecos de la clase comenzaron a llorar. Incluso las personas que
no habían leído el libro sintieron su presencia. Era tan pequeña, más pequeña de lo que habíamos
imaginado. Puesto que el proyecto de la clase era escribir nuestras propias historias de vida, lo
que se dedujo fue lo fácil que era encubrir algo. Yo mentí cuando tuve que describir un episodio
traumático de mi infancia».
Evidentemente, el profesor fomentaba una actitud crítica hacia una narrativa poderosa, uno de
los grandes objetivos de la educación liberal. Sin embargo, al igual que cualquier movimiento
intelectual, el multiculturalismo además de facilitar nuevas preguntas; también dificulta otras.
Para los críticos, el multiculturalismo se vuelve problemático en un punto indefinible en el cual
el pluralismo obsoleto (al que nadie parece hacer objeciones) se convierte en política de
identidad. Es decir, la creencia de que la mejor forma de participar en la vida política es como
miembro de un grupo que se identifica en términos de una historia de injusticias, que exige una
compensación y que para hacer valer sus derechos acusa a sus críticos de racismo, colonialismo o
algún otro prejuicio.
Lo políticamente correcto, el multiculturalismo y la política de identidad dan lugar a muchas
cuestiones que no se pueden plantear aquí. Para nuestros fines, lo más importante es la
preocupación subyacente con las víctimas, cuyas reclamaciones proliferan y son utilizadas para
reivindicar toda una gama de exigencias. Puesto que todo individuo tiene múltiples identidades y
se puede considerar un privilegiado con respecto a otros que son menos afortunados, surge el
dilema. ¿Exactamente quién es una víctima y quién no lo es? ¿Quién merece una compensación? ¿A
quién le toca hacer de opresor, o por lo menos pagar la factura? En cuanto un grupo se fusiona en
términos de su condición de víctimas, otros lo hacen también, por solidaridad o como reacción,
hasta que incluso los varones blancos terminan considerándose una minoría oprimida y se comportan
como tal.
La cuestión no es si las víctimas merecen o no apoyo; se trata más bien de cómo definimos
quiénes son, por qué son las víctimas, y qué habría que hacer después. Si todo el mundo dice ser
víctima, ¿quién merece simpatía y quién no? Mientras que algunos casos están bastante claros,
otros no. No es muy raro que las personas sean al mismo tiempo víctimas y victimarios, incluso en
las aldeas de Guatemala, cosa que aprenden los activistas de derechos humanos cuando se ven en
medio de pleitos por la tierra.{19} ¿Qué pasa si las víctimas se contradicen el testimonio unas a
otras y caen en acusaciones mutuas? ¿Qué pasa si las víctimas explican a medias por qué se
convirtieron en víctimas, omitiendo cómo victimizaron a otros que ahora devuelven los golpes? Si
una víctima afirma que representa a otras, ¿debería darse por sentado que es cierto?
Bajo la influencia del posmodernismo (que ha socavado la confianza en una sola versión de los
hechos) y de la política de identidad (que exige que se acepte las reclamaciones de las víctimas),
los académicos dudan cada vez más en desafiar cierto tipo de retórica. No quieren ser acusados de
«culpar a la víctima», acusación por excelencia, de múltiples aplicaciones, que, al igual que
«racismo», ha sido muy efectiva para suprimir información no deseada y sustituirla con teorización
defensiva.{20} En el caso de Guatemala, yo no debía hablar de como los campesinos contribuyen a su
pobreza al tener familias grandes o de como la guerrilla desencadenó los asesinatos políticos en
algunos lugares o de la falta de comunicación entre la izquierda y las personas que quiere
representar. En una palabra, no podía poner en tela de juicio el reclamo de la izquierda de que
habla en nombre de las víctimas.
Obviamente, no veo cómo los académicos pueden dejar de utilizar toda la evidencia que existe
para evaluar las versiones contradictorias que tarde o temprano surgen en un estudio serio. Dadas
las reclamaciones contradictorias de ser víctima, la solidaridad con los oprimidos no sirve de
refugio para la necesidad de justificar nuestros juicios. Es inevitable el debate sobre las
reclamaciones de ser víctima, sin embargo el discurso de la identidad parece desaconsejarlo, al
menos el propuesto por los críticos del conocimiento occidental. Si el tipo de estudio empírico
que el lector tiene en sus manos es inherentemente una forma de dominación, entonces los
representantes de los oprimidos pueden rechazarlo por racista u otro tipo de prejuicio. Estando
ausentes de la discusión los verdaderos oprimidos, como suele suceder en la academia, la labor de
definir los límites de la decencia en el debate recae en sus aliados de la clase media, como por
ejemplo los profesores de literatura. La autoridad para hablar queda reducida a la pertenencia a
un grupo oprimido o a la solidaridad con éste, limitando lo que se puede decir a aquello que sea
inofensivo.{21}
Volviendo con Rigoberta, ¿cómo es que se santifica a un personaje como ella y luego se extiende
un manto de incuestionabilidad en torno a las presunciones y discrepancias que la rodean? Una
pista está en cómo se posiciona la narrativa de Rigoberta en contra de la civilización occidental,
aunque se dirige a esta civilización en sus propios términos. Si bien hace referencias a la

126
cosmología maya, Rigoberta busca las justificaciones religiosas en la Biblia. Después de condenar
a los euroamericanos por siglos de malos tratos contra los indígenas, se une a un movimiento
revolucionario dirigido por estos. He aquí una mujer indígena radicalmente «otra» que se abre a la
izquierda occidental, traduciendo lo exótico en comprensible y lo auténtico en política radical.
Muchos observadores han quedado impresionados por el matiz religioso de las apariciones de
Rigoberta en los Estados Unidos, especialmente cuando se dan en grandes iglesias atestadas de
partidarios. Obviamente, se trata de reuniones políticas con un objetivo que todo el mundo
entiende, reunir apoyo para la izquierda guatemalteca. Para una audiencia incómoda con sus
privilegios de clase media y el papel jugado por los Estados Unidos en Guatemala, el testimonio de
opresión de Rigoberta es análoga al de un predicador que recuerda a sus fieles que son pecadores.
Luego la historia de su encuentro con la izquierda, cuando aprende que no todos los extranjeros
son seres diabólicos, permite que la audiencia se ponga de su parte y así pueden ser absueltos.
Lo que ocurre es una reconciliación de polos opuestos. Es la función de un icono tal como yo lo
defino: un símbolo que resuelve contradicciones dolorosas trascendiéndolas con una imagen
sanadora. La contradicción resuelta depende de las necesidades del espectador. Por ejemplo, la
imagen de la Virgen María puede ayudar a las mujeres a reconciliar la diferencia entre cómo son
honradas como madres y abusadas como esposas. La imagen de Rigoberta reconcilia contradicciones
entre su pueblo y los de afuera, la tradición indígena y la revolución, lo que ellos quieren y lo
que nosotros queremos. Para las audiencias blancas de clase media, figuras como Rigoberta, Martin
Luther King Jr. y Nelson Mandela cubren la brecha entre privilegio y su opuesto. Crean identidad
señalando a un enemigo común –el ejército guatemalteco, la segregación, el apartheid– contra el
cual privilegiados y no privilegiados pueden ponerse en el mismo bando.
Dichas imágenes, casi sagradas en su carácter incuestionable, sean probablemente necesarias
para poner en marcha cualquier movimiento. Las flaquezas del ser humano particular que da vida a
esta imagen pueden ser irrelevantes, al menos hasta cierto punto. Que Martin Luther King Jr.
plagiara parte de su tesis doctoral no afecta a su visión de igualdad racial. Aunque Rigoberta
inventara parte de su historia, muchos guatemaltecos seguirán considerándola como un retrato
auténtico de su país. Si un icono es bueno o malo depende de tu opinión de cómo es utilizado, es
decir de los resultados prácticos de su aura de incuestionabilidad. Sí es bueno que la historia de
Rigoberta haga que sus lectores se preocupen por Guatemala, no es bueno que su imagen tenga el
efecto de crear una zona de exclusión en torno a la cual no se debaten temas que deberían ser
discutidos. El aura de incuestionabilidad de un icono es un arma de dos filos: Aunque une a la
gente en torno a una causa común, también es posible que eluda cuestiones que necesitan ser
planteadas, impida que se aprendan lecciones que se tienen que aprender y redunde en contra del
movimiento que representa.
A diferencia de otros laureados Nobel que representan a pueblos privados de sus derechos, tales
como Nelson Mandela y Aung San Suu Kyi, Rigoberta no era líder en su país antes de convertirse en
un personaje internacional. De ahí su posición particularmente ambigua, como representante de
campesinos que en general habían vuelto la espalda a la revolución en cuyo nombre hablaba ella, si
es que alguna vez habían llegado a apoyarla. No sólo para los escépticos como yo, también para los
mayas que se familiarizaron con su historia esto planteaba la cuestión central: ¿en qué medida
representaba a su pueblo y en qué medida representaba a una agenda externa?
De hecho, Rigoberta era representante de su pueblo, pero oculto tras esto había un papel más
militante, como representante del movimiento revolucionario, y oculto tras esto había una
posibilidad aún más perturbadora: que representaba a las audiencias cuyas presunciones acerca de
los indígenas ella reflejaba de manera tan efectiva. Creo que por eso era indecente por mi parte
cuestionar sus reclamos. Exponer las discrepancias de Rigoberta era exponer cómo sus partidarios
habían utilizado subliminalmente su testimonio para cubrir sus propias contradicciones, en un caso
durkheimiano de sociedad adorándose a si misma. Aquí había una indígena que representaba al
insondable otro, sin embargo hablaba un idioma de protesta con el que se podía identificar la
izquierda occidental. Protegía a los simpatizantes de la guerrilla de saber que ésta era un
sangriento fracaso. Su poder icónico ocultaba una costosa agenda política que, cuando su historia
empezó a ser conocida, tenía más partidarios en las universidades que entre las personas a las que
supuestamente representaba.
Sospecho que Rigoberta ha llegado a ser icónica por la misma razón que muchos de mis colegas
decían que estudiaban la «resistencia». Según fui oyendo hablar de este término una y otra vez,
empecé a pensar en Prometeo encadenado a una roca, eternamente atado, eternamente retador. La
preocupación con la resistencia asumía el mismo tipo de figura de Prometeo, la imperecedera lucha
occidental por los derechos individuales contra la opresión. Rigoberta era una figura de Prometeo
que justificaba la proyección de nuestros propios impulsos de identidad a las situaciones que
estudiamos.{22}
En este punto, las necesidades de identidad de los partidarios académicos de Rigoberta se
juntan con la debilidad de las leyes de evidencia de la tendencia postmoderna. Siguiendo el
pensamiento de teóricos literarios como Edward Said y Gayatri Spivak, los antropólogos han tomado
mucho interés en las cuestiones de narrativa, voz y representación, especialmente en el problema
de cómo deformamos voces diferentes a las nuestras. Como reacción, algunos antropólogos arguyen
que la fascinación resultante con los textos amenaza el reclamo de que la antropología es una
ciencia, reemplazando hipótesis, evidencia y generalización con las formas de introspección que
están de moda. Si nos centramos en el texto, la narrativa o la voz, no es difícil encontrar a
alguien que diga lo que queremos oír, justo lo que necesitamos para reafirmar nuestro sentido de
valor moral o nuestra identidad como intelectuales rebeldes.
Es así como el pensamiento crítico puede degenerar en la adoración de símbolos de la rebelión
como Me llamo Rigoberta Menchú. Desechando la investigación empírica como una forma de dominación
occidental, la izquierda universitaria puede caer en el error de interpretar textos en términos de
estereotipos simplistas de colectividad, autenticidad y resistencia que, debido a que son

127
autorizados por identificación con las víctimas, se consideran por encima de todo debate. Aunque
Uspantán y Chimel sean lugares que uno puede visitar, donde es posible que algunos de sus
habitantes estén dispuestos a hablar de sus experiencias, según esta concepción quedarán
reservados como una tierra de mito, envuelta en neblina y nubes de mística.
Obviamente, Rigoberta es una voz maya legítima. También lo son los jóvenes mayas que quieren
mudarse a Los Angeles o Houston. También lo es el hombre con una gran familia que posee tres acres
de tierras desgastadas y quiere que yo le compre una motosierra para poder cortar más deprisa el
último bosque. Cualquiera de estas personas puede resultar elegida para hacer generalizaciones
erróneas sobre los mayas. Pero dudo que el hombre que quiere la motosierra sea invitado a las
universidades multiculturales en un futuro próximo. Hasta entonces, Me llamo Rigoberta Menchú será
exaltado porque dice a muchos académicos lo que quieren oír. Tales trabajos proporcionan rebeldes
en países lejanos, en los cuales los profesores pueden proyectar sus fantasías de rebelión. Las
imágenes simplistas de inocencia, opresión y desafío pueden ser utilizadas para construir
mitologías de pureza para facciones universitarias que reclaman una autoridad moral basada en su
identificación con los oprimidos. Sin embargo, los iconos tienen su precio. Lo que hace que Me
llamo Rigoberta Menchú sea tan atractivo en las universidades es lo que lleva a interpretaciones
erróneas sobre la lucha por la supervivencia en Guatemala. Creemos que nos estamos acercando a
comprender a los campesinos de Guatemala cuando en realidad estamos dejándonos llevar por las
mistificaciones que envuelven a una figura icónica.

Notas
{1} Comunicación personal, 29 de septiembre de 1995.
{2} Hanson 1989:898.
{3} Hobsbawm y Ranger 1983.
{4} Véase la colección de James Clifton de 1990 sobre «el indígena inventado» con una respuesta
de Ward Churchill (1991), además de Hanson 1989, Linnekin 1991, Webster 1995 y Jackson 1995. Para
colisiones en Guatemala, véase Allen 1992, Watanabe 1994, y Fischer y Brown 1996.
{5} Ramos 1998:229.
{6} Friedman 1992:194, 197, 202-203.
{7} Allen Carey-Webb, «Teaching Third World Auto-Biography: Testimonial Narrative in the Canon
and Classroom», Oregon English, otoño de 1990, citado en Beverley 1993b:147.
{8} Poole y Rénique 1992; Pizarro Leongómez 1996.
{9} Para los peligros de dicha imaginería en el caso del Amazonas, véase Ramos 1991 y 1994, así
como Conklin y Graham 1995.
{10} Sexton 1981, 1985 y 1992.
{11} Survival International News, 1986, pág. 8.
{12} Zimmerman 1991:40 y 1995:vol. 2, 72-90. Obviamente, catalogar a Rigoberta o a Ignacio como
típicos indígenas es un error puesto que la sociedad maya comprende muchos tipos sociales
diferentes. Otra comparación interesante es la de las historias de vida de otras mujeres
activistas, incluyendo dos que fueron publicadas en inglés. Elvia Alvarado, la organizadora
hondureña que narra Gringo, Don't be Afraid! es una realista que incluye francas descripciones de
machismo y conflicto entre los pobres («Entre nosotros hay muchos Judas») (Benjamin 1987). La
esposa del minero boliviano que narra Let Me Speak!, Domitilia Barrios, también habla con
franqueza del abuso doméstico, de pleitos entre los pobres y de conflictos dentro de la izquierda
(Barrios de Chungara 1978). Rigoberta aporta su propia crítica del machismo (Burgos-Debray
1984:216-226), pero parece mucho más diplomática que Elvia y Domitila, quizá por la necesidad de
andar con cuidado en un movimiento al que acababa de incorporarse. Tanto Elvia como Domitilia eran
mujeres maduras cuando contaron sus historias, con un historial de liderazgo político superior al
de Rigoberta en 1982. A diferencia de Rigoberta, no acababan de perder a tres miembros de su
familia, ni formaban parte de un movimiento revolucionario que parecía estar a punto de derribar
al viejo régimen. No tenían esperanzas en una transformación revolucionaria inminente, ni crearon
una imagen romántica de los pobres, ni reclamaron identidad como indígenas. También hay una
diferencia en cómo retratan la represión: las experiencias tenebrosas que sufren en su propia
carne son menos espectaculares que los calvarios por los que Rigoberta hace pasar a su madre y
hermano. Los testimonios de Elvia y de Domitila son muy conocidos por los latinoamericanistas,
pero ninguno de ellos ha despertado una respuesta tan masiva como el de Rigoberta.
{13} Para una descripción sobre cómo los requerimientos del capital político difundidos a
través de los medios de información fomentan un pensamiento dicótomo, véase la etnografía de Mark
Pedelty (1995) sobre corresponsales de guerra en El Salvador. Orin Starn (1995) ha mostrado como
la rebelión de Sendero Luminoso en Perú contradice la búsqueda del «insurreccionario otro» y otras
dicotomías de moda en los estudios recientes.
{14} Todd Little-Siebold, «Introduction» y Diane Nelson, «Gringa Positioning, Vulnerable Bodies
and Fluidarity» para el panel «Kaxlan Construction: Transnational Research in 1990s Guatemala»,
encuentro de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, Washington D.C, 28 de septiembre de 1995.
{15} Beverley 1991 y 1993é:491-492.
{16} Véase Zimmerman 1995:vol. 2, 63-68; Brittin 1995; Handley 1995; Thorn 1996:63-69; y
Beverley 1996:278, 285.
{17} Beverley y Yúdice son citados en Gugelberger 1996:8-9. Un testimonio que no se compara con
otras formas de evidencia se convierte en una anécdota reductiva, es decir, la verdad tal y como
la resume una historia particular. Roy D'Andrade (1995:405) nos recuerda que cuando la evidencia
empírica y las generalizaciones comprobables son sustituidas por una historia atractiva, los

128
lectores posiblemente seguirán asumiendo que es representativa, es decir, una generalización
válida sobre toda una clase social.
{18} Richard White, «The Return of the Natives», New Republic, 8 de julio de 1996, págs. 37-41.
{19} Stoll 1996 y 1998.
{20} La frase es de Blaming the Victim, de William Ryan, una crítica del informe moynihano de
1965, que identificaba la desintegración de las familias como un factor crítico en la pobreza de
los barrios marginales de las ciudades estadounidenses. Para Ryan (1971), el problema fundamental
era el racismo. Para diferentes criticas al «victimismo» y a la «cultura de la queja», véase Sykes
1992 y Hugfhes 1993. Para una crítica de política de identidad, véase Gitlin 1995.
{21} Compárese con MacFarquhar 1996:46. Los reclamos de identidad, y para la superioridad de la
autobiografía sobre enfoques más distantes, disienten de la expresión de escepticismo por su
propia naturaleza. Para refutar este libro, lo único que tienen que hacer es señalar donde carezco
de evidencia o la he malinterpretado; no tengo por qué ser culpable de nada más que de haber
cometido un error. Pero si Rigoberta dice que vio morir a su hermano en Chajul, alegar que no fue
así casi parece que es llamarla mentirosa.
{22} Según Georg Gugelberger (1996:1), como «icono del género testimonio» Me llamo Rigoberta
Menchú ha sido asimilado en el canon de la literatura universitaria y se ha convertido en «otra
mercadería» o «fetiche», es decir, un símbolo que tapa algo que no se puede reconocer. Lo que se
está tapando, según Gareth Williams (1996) en la misma colección, son «fantasías del intercambio
cultural», el deseo de resolver las contradicciones propias mediante la identificación con los
oprimidos. Aunque Gugelberger y Beverley distinguen entre iconos y fetiches, yo asumo que toda
imagen de icono es un fetiche. Para una definición de iconos en los medios de información, véase
Roger Horrocks (1995:17) y Amelia Simpson (1993:47-48). Según Stewart Ewen y Rosemary Coombe,
Simpson define la iconografía de una rubia estrella brasileña de pop como «un camino simbólico que
conduce a cada individuo hacia una imagen universal de realización».

Capítulo 18
El Nuevo Chimel

«—¡Usted está apoyando a la guerrilla!


—¡Yo no sé nada!
—¡Usted sí sabe! Son ustedes puros guerrilleros y vamos a cazarlos como a venados. Vamos a
darles aguas!»
Comisionado militar amenazando a un familiar de Rigoberta, 1992.
Llovía torrencialmente cuando me refugié bajo el alero de una cabaña con dos de los hombres que
estaban repoblando de nuevo Chimel. Aunque las columnas del EGP eran cada vez más esporádicas, el
miedo a ser etiquetado de guerrillero afloraba una y otra vez. «Realmente no tenemos relación con
los que andan en la montaña, ni con el ejército, pero sigue la bola que somos guerrilleros», dijo
uno de ellos. «Pasa la guerrilla, llega algún información al ejército, y quizás llegan a jalarlo a
uno». El otro repetía todo el tiempo que iba a cambiar su casa de tablas de madera y techo de paja
por una de bloque. «¿Por qué?». «El bloque tiene más seguridad porque no prende fuego».
Cuando visité Chimel por primera vez en julio de 1991, era un caserío de cinco familias situado
en el filo de la montaña. Para techar sus casas, los vecinos recogían entre los escombros que
encontraban en el guatal pedazos de láminas metálicas tiznados por el fuego y perforados por el
filo de los machetes. Supuestamente mi acompañante y yo éramos los primeros extranjeros que les
visitaban. Sin patrulla civil, la cual no era ni querida ni viable para tan pocas familias, eran
especialmente vulnerables a los rumores. Así fue en 1990, después de que la guerrilla pasara por
allá y se apropiara de un toro, algunas gallinas y un pato. Aunque pagaron por los animales y
maniataron a un joven que se les resistió, la versión de los hechos que llegó a la patrulla civil
de Uspantán fue otra, que Chimel había vuelto a colaborar con el enemigo.
En el pueblo de Uspantán, sólo los más confiados creen en el aparente retorno a la
tranquilidad. Una viuda de la embajada de España nos dijo a Barbara Boceck y a mí que su nuevo
esposo le pedía que no se uniera a la organización de viudas CONAVIGUA, no fuera que lo perdiera
igual que había perdido al anterior. «Casi no quieren», dijo una de las miembros. «Porque vieron
cómo los llevaron antes y los dejaron degollados. Tienen miedo de participar, porque puede pasar
otra vez. Ya sufrimos mucho en 1982-83. Yo misma casi no participo –'¿Por qué mataron a nuestro
papá?', preguntan mis hijos. '¿Por qué participas en esta organización?', preguntan. '¿Qué pasa si
te matan?', preguntan. Todavía ahora tengo miedo de ir a las reuniones. Unas veces quiero ir,
otras no– Tal vez cuando estamos todas reunidas dentro, si viene el ejército, tal vez vamos a
morir todas. ¿Qué va a ser de nuestros hijos? Todas tenemos hijos, muchos hijos. Ellos piden que
no vamos. Dicen: 'Si mataron a nuestros papás, ¿qué va a pasar con nuestras mamás?'.
La municipalidad de Uspantán, dirigida por cristiano demócratas que habían sido catequistas con
Vicente Menchú, tuvo el valor de sumarse a las ceremonias para el premio Nobel. El alcalde viajó a
Oslo para la presentación. Más tarde, la municipalidad en pleno acudió a la capital para una
recepción en la sede de CONAVIGUA. A pesar de la presencia de muchos dignatarios, Rigoberta pasó
tres horas con ellos. La delegación de Uspantán la obsequió con regalos, incluyendo doscientas
fotos de antiguos vecinos que también habían sobrevivido, y se retiraron tan impresionados por el
champagne como la ciudadana más famosa de su pueblo. Pero cuando la invitaron a regresar al
pueblo, ella declinó la invitación. Si visitara Uspantán, explicó, se utilizaría en su contra y en

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contra de su imagen. Es decir, si recibía una acogida cálida, el gobierno podría alegar que todo
estaba bien en cuestión de derechos humanos. Tal como observó mi fuente, «perdería
internacionalmente», cosa que en su opinión era una buena razón para mantenerse al margen.
Mientras tanto, algunos de los familiares y vecinos de Rigoberta estaban recuperando Chimel y
lanzando el movimiento de derechos humanos a nivel local. En este capítulo, veremos cómo pasó esto
y cómo ven su relato los uspantanos y otros guatemaltecos.
El reasentamiento en las tierras de Vicente Menchú
«Yo no voy a dejar esto, no importa lo que me dicen... Voy a cumplir con los que murieron
antes.» –Nicolás Menchú, 1989.
Como si estuviera bajo una maldición, Chimel seguía sufriendo conflictos de tierras. En 1987,
unas cuantas familias comenzaron a asentarse allí; sólo una de ellas era de la época anterior a la
guerra. Cumpliendo con su imagen en Me llamo Rigoberta Menchú, el Instituto Nacional para la
Transformación Agraria se negó a reconocer los títulos de antes de la violencia. Esto a pesar de
los títulos provisionales que habían llegado justo antes de la muerte de Vicente Menchú. Aunque
Chimel sólo había sido abandonado después de repetidos ataques y muchas muertes, el INTA decidió
que el incumplimiento de los pagos (que la inflación había reducido a unos cientos de dólares
anuales) invalidaba las escrituras. Sólo la intervención de uno de los pocos congresistas mayas,
Claudio Coxaj, convenció al INTA para que reconociera los derechos de los sobrevivientes que
tuvieron el valor de seguir adelante.
Dos grupos competían por la tenencia de Chimel. Aunque uno de ellos incluía a algunos
propietarios de antes de la guerra, el otro estaba formado totalmente por recién llegados,
incluyendo ladinos, dos maestros bilingües k'iche's y dos integrantes demócrata-cristianos de la
corporación municipal. Como el INTA exigía un colono para cada una de las sesenta y una
caballerías (la medida local correspondiente a 2.753 hectáreas), las dos facciones se vieron
obligadas a converger. Muchos de los reclamantes ladinos se echaron atrás; y se incorporaron más
sobrevivientes de la violencia. Eventualmente las cincuenta y siete familias del nuevo grupo
consolidado incluían quince hogares del censo de 1978. Otras dieciocho de ese mismo censo
decidieron no regresar. Pero la mayoría de los recién llegados no eran completos extraños. Es
decir, eran k'iche's de aldeas vecinas, y muchos de ellos tenían vínculos conyugales o sanguíneos
con el antiguo Chimel.
El único hijo sobreviviente de Vicente, Nicolás, que por entonces tenía casi cuarenta años,
desempeñó un papel heroico en las reclamaciones. Después de entregarse con su familia en 1983 y
sobrevivir a varios meses de custodia militar, se había instalado cerca del pueblo, participado en
la patrulla civil obligatoria, liderado un proyecto de irrigación y servido como alcalde de la
aldea. Pero su mayor compromiso era recuperar Chimel, un tema que abordó apasionadamente desde
nuestro primer encuentro en 1989. Digno hijo de su padre, Nicolás era un hombre acostumbrado a
defender sus derechos, a pesar de que seguía cundiendo la paranoia y que un paso en falso podía
matarlo. En 1991 afirmaba haber hecho cuarenta viajes a la capital para recuperar la tierra de su
padre, y no fueron los últimos.
Obtener nuevos títulos provisionales fue difícil, pero no fue el único obstáculo en la
recuperación de Chimel. Debido a la oposición de los Tum de Laguna Danta, el INTA nunca reconoció
el derecho de Chimel a las 151 hectáreas en las que estaba el nuevo caserío, al igual que había
estado el antiguo. Ahora ese pedazo crucial estaba siendo reclamado por un nuevo rival. Durante
los años en los que Chimel se desapareció del mapa, los Tum recurrieron a la medida más
inteligente para cualquiera que tuviera un conflicto de tierra en Guatemala. La vendieron, a un
ganadero de Chicamán llamado Reginaldo Gamarro. El INTA nunca llegó a reconocer el título de los
Tum porque no especificaba los límites. El nuevo propietario tuvo más suerte a la hora de
validarlo. Estando todos los antiguos propietarios de Chimel muertos o dispersos, parece ser que
pagó una medición oficial de tierras no impugnada, llevó el caso al juzgado de Santa Cruz del
Quiché y ganó una decisión que tampoco fue impugnada. Corroborando el espíritu de Me llamo
Rigoberta Menchú, ahora todo el valle de Chimel era propiedad de un ladino.
Pronto Gamarro se quejó de que su propiedad estaba siendo invadida. Los invasores eran las
primeras familias que se reasentaron en Chimel, las cuales durante una buena parte de la siguiente
década vivieron profundamente angustiados por éste y otros conflictos de tierra. Los inspectores
del INTA señalaron que, a juzgar por los cimientos de viviendas en la propiedad, ésta nunca tuvo
que haber sido adjudicada a Gamarro. Eventualmente la institución hizo un trato por el cual el
cuarenta y cuatro por ciento de la tierra en litigio pasaba al finquero y el cincuenta y seis por
ciento quedaba para Chimel –ochenta y cinco de las 151 hectáreas por las que Vicente había peleado
tantos años. En 1991, Gamarro vendió el resto de su propiedad a seis miembros del nuevo Chimel.
Esto pude parecer un buen resultado, pero los seis compraron individualmente, no como
representantes del grupo más grande. El principal comprador era el vicealcalde de Uspantán, un
demócrata cristiano que (1) había arriesgado su vida repetidamente para detener a los vigilantes y
(2) más tarde sería condenado por malversación de fondos municipales. Para los colonos del viejo
Chimel, fue un trago amargo que casi la mitad del casco de su aldea pasara a manos de socios
acomodados. El vicealcalde y sus co-compradores inmediatamente cerraron con alambre su nueva
propiedad, en la que pastaba un rebaño de ganado.
La Iglesia Católica hizo lo que pudo cancelando al INTA las 2.753 hectáreas. Convenientemente,
la inflación había reducido la deuda a US$3.000 –unos US$50 por familia– que cada una de ellas
reembolsaría a la parroquia durante los próximos cinco años. Ahora Chimel podía solicitar los
títulos permanentes que Vicente Menchú nunca había recibido. Como era de predecir, obtener los
preciosos documentos para cada familia se convirtió en otro purgatorio. Yo mismo formé parte de un
viaje a Nebaj, para el que el nuevo Chimel rentó un camión, con el fin de recibir los títulos de
la mano del Presidente Jorge Serrano Elías. La expedición acabó amargamente tanto para ellos como
para miles de campesinos más, ya que Serrano no se presentó. Sólo después de años de ansiedad, de
reuniones aparentemente infructuosas y de peregrinajes burocráticos, consiguieron que el

130
Presidente Ramiro De León Carpio llegara a Uspantán en Septiembre de 1993 para entregar su título
a cada familia.
Esto no fue el fin de los problemas de Chimel. Pronto se deshizo el trato con Gamarro, poniendo
en peligro el derecho de la aldea a la tierra sobre la cual estaba situada. El INTA había
convencido al finquero de que cediera a Chimel las ochenta y cinco hectáreas a cambio de una
propiedad en otro lugar, pero las tierras que le ofrecían no le impresionaron y empezó a pedir a
las familias de Chimel que le pagaran. Así como las otras crisis, ésta exigió más viajes a la
capital. «La gente van a desmoralizar por gastar tanto dinero en los viajes», predijo Nicolás
Menchú. A duras penas, convencieron a Gamarro de que redujera su precio de Q.25.000 a Q.11.000
(unos $2.000) que eventualmente pagaron con la ayuda de la parroquia católica y de Rigoberta.
Surgió un conflicto más alarmante aún con la familia García, que seguía culpando a los Menchú
por el asesinato de su patriarca, así como Chimel les culpaba a ellos de la destrucción de la
vieja aldea. A pesar de las limitaciones de Me llamo Rigoberta Menchú, resultó profético acerca de
lo que pasaría después de que fuera publicado. El principal agresor en contra de Chimel fue uno de
los yernos del difunto Honorio, un oriundo de la Zona Reina cuyo violento comportamiento le había
convertido allí en persona non grata. Siguiendo la costumbre local, las primeras víctimas que
eligió en Soch fueron sus propios cuñados, apropiándose de las tierras de dos Martínez en la
siempre disputada Finca El Rosario. También traspasó al norte del límite que el INTA había
establecido entre Rosario y Chimel, invadió quince hectáreas y las cercó con alambre. Para
ratificar la adquisición, amenazó con disparar sobre todo el que cruzara la nueva cerca. Cuando
Chimel se quejó a la justicia, se negó a obedecer la decisión legal. En consecuencia, los
campesinos tuvieron que contratar a un abogado, obtener una orden de un juzgado distante y
convencer a la policía nacional de que lo arrestaran. Después de la inevitable apelación al INTA,
éste llegó para una inspección y sugirió un nuevo estudio, que tendría lugar varios años más tarde
debido a que tenían otros trescientos casos pendientes.{1}
Afortunadamente, el yerno de Honorio se retiraron por causas desconocidas. Ya en 1995 los
García se limitaban a bloquear el acceso a un camino y a una fuente de agua. Cuando yo llegué una
mañana para ver el cerro en disputa, dos ancianos de Chimel lo estaban cultivando con evidente
contento. Abajo en el valle, no muy lejos, estaba la casa de piedra en la que vivió Honorio y
donde sigue viviendo su viuda. Una noche, mientras yo disfrutaba la hospitalidad de la familia
García, así como una noche después disfruté la de Chimel, obtuve otra perspectiva del conflicto.
La viuda de Honorio y sus hijos no tienen una gran propiedad en Soch, pero las 113 hectáreas que
poseen son buenas tierras en el valle. También es el último pedazo de valle por el que se puede
pasear entre la sombra aromática del bosque húmedo. Hacia oriente y poniente, los árboles que
solían cubrir el valle han sido talados para dar paso a pastos secos y calientes. Buena parte de
las dos escarpadas montañas que cierran el valle siguen siendo bosque, pero esto está cambiando.
El hijo de Honorio, Julio, habló de su tierra con la misma pasión con la que hablaba Nicolás,
el hijo de Vicente. «Ya están bajando los arroyos, porque la gente de Chimel, San Pablo y Jumuc
está botando árboles. Vinieron a botar 200 árboles este año, y vienen a botar 200 árboles el otro
año, es un desastre. Donde hay montaña, la botan». Sigue habiendo un bosque considerable allá
arriba, por lo tanto una gran parte puede salvarse, pero cuando pregunté a Julio porqué no hablaba
con las otras partes, descartó la sugerencia por inútil. No, eso sólo despertaría más acusaciones
de que les estaba amenazando. Y si apelaba a las autoridades forestales, dijo Julio, se limitarían
a sacar mordidas y no harían nada. En cuanto a llevar el problema ante el alcalde, éste
simplemente decidiría a favor del grupo más numeroso, con mayor número de votos: los adversarios
de Julio. Recriminaba a una gente que al haber obtenido tanta tierra no sentía la necesidad de
conservarla.
Unos días más tarde, cuando planteé los temores de Julio a un líder de Chimel, éste se rió con
amargura. «Sólo es que no quiere que los pobres van a superarse. Los pobres tienen sus familias,
sus necesidades y allá son tierras nuevas y buenas en San Pablo, no quiere que los pobres se
superan.» Además de todos los demás componentes de este conflicto, también es cuestión de manto
forestal, lluvias y corrientes de agua.
Comunidad en conflicto
Chimel había recuperado finalmente las 2.753 hectáreas por las que Vicente Menchú luchó durante
tantos años. Pero los nuevos propietarios no celebraron mucho tiempo. Aparte de los constantes
problemas por las 151 hectáreas en las que se asentaba el caserío, y con la familia García por la
esquina suroriental, los propietarios del nuevo Chimel tenían serios desacuerdos entre ellos. En
el capítulo 3 vimos cómo sufrió la aldea original la discordia entre Vicente y otros colonos
cansados de su pleito por la tierra. Primero partieron los q'eqchi's, luego casi todas las
familias k'iche's de Parraxtut, quedando principalmente campesinos k'iche's de Uspantán. El nuevo
Chimel era más heterogéneo que la aldea de Vicente en dos aspectos. Etnicamente los cincuenta y
siete hogares incluían ahora unas seis familias ladinas. Tres de los hogares ladinos fueron de los
primeros que poblaron de nuevo Chimel, quizá porque temían al ejército menos que los k'iche's o
quizá porque eran especialmente pobres. Habiendo resistido a los García en la esquina suroriental
cuando sólo eran un puñado de hombres, eran de los defensores más tenaces del grupo.
Aparentemente la etnicidad era un divisor menos importante que la clase social. En 1986-1987,
cuando la mayoría de los colonos de antes de la violencia tenían miedo de reclamar sus derechos, a
los pocos que lo hicieron no sólo se sumaron campesinos de aldeas vecinas sino también maestros
bilingües, propietarios de camiones y políticos demócratas cristianos que vivían en el pueblo,
siete en total. Los siete eran k'iche's que contribuyeron con conocimientos profesionales,
recursos económicos y contactos políticos a la lucha por los nuevos títulos. Aunque ninguno de
ellos era rico según estándares urbanos, eran más acomodados que la mayoría de los campesinos del
nuevo Chimel. Según las regulaciones del INTA, cada familia de colonos tenía que vivir en la
propiedad y ser su propia mano de obra. Esto no era aplicable a hombres que tenían casas en el
pueblo, que obtenían la mayor parte de sus ingresos de actividades no agrícolas y que no estaban

131
dispuestos a criar a sus hijos en un caserío sin escuela. La cuestión salió a la luz cuando uno de
los primeros organizadores del grupo fue expulsado por apropiación ilícita de fondos. Para
desquitarse, dijo al INTA que algunos de los reclamantes no se ajustaban a ese criterio. Cuando
llegó un delegado a investigar, todo el mundo salió en defensa de los influyentes del pueblo,
alegando que tenían vínculos con Chimel desde antes de la guerra y que ellos mismos trabajaban la
tierra.
Una razón para la solidaridad era que la mayoría no se había mudado aún a Chimel. Aunque
indiscutiblemente eran campesinos, no carecían de hogar o de tierras en otra parte, y ellos
también tenían razones para evitar el traslado. Contando con sólo 11 casas en 1994, algunas de
ellas sólo ocupadas intermitentemente, el nuevo Chimel no era una comunidad en el sentido
residencial del viejo, en el que habían vivido casi todos sus miembros. En vez de ello, era un
grupo de cincuenta y siete copropietarios con intereses divergentes. Reconstruir en el antiguo
sitio era algo de suma importancia para algunos de los retornados del antiguo Chimel, así como
para las familias más pobres que no tenían otro lugar. Pero para otros propietarios, probablemente
la mayoría, el lugar preferido para la nueva aldea estaba a unas horas de camino hacia el norte.
Cuatro Chorros estaba en la montaña, en la esquina nororiental de las 2.753 hectáreas, donde la
topografía se inclinaba hacia la Zona Reina y el clima era bastante cálido para sembrar café. Este
era el cultivo que Vicente siempre había soñado plantar y el único que podía beneficiar a Chimel.
De la ubicación de la nueva aldea, surgieron diversas decisiones de infraestructura, como por
ejemplo dónde se pondría el sistema de agua potable. Era importante mantener una fachada de unidad
puesto que una evidencia de lo contrario disuadiría a las instituciones de apoyo, que querían
evitar pleitos. En más de una ocasión, la heterogeneidad del nuevo Chimel abortó un proyecto ya
que las instituciones reaccionaron en contra de la prosperidad de algunos solicitantes y
obtuvieron indicaciones opuestas con respecto a la ubicación de la nueva aldea. Las familias más
pobres que vivían en Chimel sintieron que habían sido traicionadas por «los del pueblo».
Otro asunto era el de reconocer o no las propiedades que habían tenido los antiguos miembros.
Aparentemente la mejor solución sería reconocerlas, pero en su momento éstas no habían sido
necesariamente equitativas. Lo ideal era una distribución justa de lotes para viviendas en la
aldea, de tierras marginales en la montaña y de las cuencas más fértiles. Una familia, de las
primeras que desafiaron las incertidumbres de reasentarse en Chimel, fue objeto de formas
enervantes de intimidación por parte de otras familias que regresaron más tarde y querían que les
devolvieran sus viejas tierras. También hubo acusaciones dolorosas acerca de la administración de
las finanzas comunes, un problema común en las organizaciones campesinas.
En casi todas las disputas estaba presente Nicolás, el hijo de Vicente. Durante varios años,
fue presidente del comité de Chimel, hasta que las discrepancias crecientes le llevaron a dejar de
asistir a las reuniones. A principios de los 90, Nicolás era un superviviente con muchas
cicatrices y enemigos en su haber. Decidido a recuperar la tierra de su padre, muchos del grupo,
especialmente los influyentes del pueblo, le consideraban prepotente. Así fue como interpretaron
su exigencia repentina de que sus tres hermanas –las tres que habían ido a parar a México– fueran
reconocidas como copropietarias. Excepto por Nicolás y una hermana que vivía en la vecindad, los
Menchú no se habían apurado para incorporarse al nuevo asentamiento. Un tío y sus hijos nunca lo
hicieron, por temor de revivir la acusación de que eran guerrilleros.
«Nuestros padres pagaron por esto con su sangre», me dijo Nicolás, «¿y no es justo que sus
hijas la reciban?». Cuando otros miembros se negaron a apoyar la inscripción de sus hermanas y el
INTA dijo que era demasiado tarde, Nicolás dimitió del comité.{2} Aunque era un símbolo importante
de legitimidad en el nuevo Chimel, los sentimientos hacia su familia eran complejos. Más de uno
culpaba a los Menchú por haber llevado a la guerrilla. Pero a la ansiedad de ser identificado con
Rigoberta se mezclaba la ansiedad de ser ignorado por su nueva Fundación Vicente Menchú.
Afortunadamente, las acusaciones mutuas no impidieron las reconciliaciones necesarias para la
siguiente solicitud. En 1994 Nicolás se reincorporó al comité, que ahora quería hacer propuestas a
su hermana. Dos años más tarde, cuando puso la mitad de los $2.000 para comprar al finquero ladino
el terreno donde se asentaba la aldea, Rigoberta de repente insistió en sacar un título personal
de la mitad de las ochenta y cinco hectáreas que estaban adquiriendo. Eran las tierras de su
padre, dijo, y deben regresar a los miembros de la familia Menchú que no habían recibido los
nuevos títulos del INTA. Hubo una discusión fuerte, pero su exigencia fue aceptada. Una razón fue
que su fundación había prometido a Chimel un ambicioso paquete de desarrollo. Ayudaría a la
comunidad a salir de la pobreza sin destruir el bosque húmedo, un problema obvio para cualquier
institución de ayuda, aunque no para todos los colonos. De máxima importancia para el nuevo
Chimel, les ayudaría a construir su sueño de progreso, una carretera a través del bosque para su
próspero futuro como cafetaleros de Cuatro Chorros. A cambio, los colonos destinarían parte de las
tierras a reserva ecológica. Esta fue una historia que no tuvo último capítulo.
Los derechos humanos llegan a Uspantán
Salvo el día de mercado, en que está lleno de campesinos, Uspantán es un somnoliento pueblo de
provincias. Sus habitantes, al igual que casi todos los guatemaltecos, se enorgullecen de sus
buenos modales. Pero cuando regresé en 1993, el pueblo bullía con enfrentamientos. Estaba en juego
la administración municipal de la democracia cristiana (UCD), un partido que había dado cientos de
vidas en la lucha nacional por la democracia. Recién se habían celebrado elecciones municipales y
el resultado no había satisfecho a nadie. Nuevamente había ganado la democracia cristiana, por
cuarta vez consecutiva, pero por un margen mucho más reducido que antes, y sólo porque sus
opositores habían presentado seis listas de candidatos rivales. Además, tanto el alcalde saliente
como el recién elegido, ambos demócrata cristianos k'iche's y propietarios de tierras en Chimel,
se enfrentaban a acusaciones de malversación.
La noche de las elecciones, los hasta ahora divididos aspirantes encontraron suficientes puntos
en común para organizar un disturbio por el que también fueron procesados. La turba quemó dos
autobuses que pertenecían al alcalde electo, atacaron su fiesta de celebración y persiguieron al

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demócrata cristiano Nicolás Menchú por las calles, provocándole lesiones que lo enviaron al
hospital. En el mes de julio, la oposición ocupó la municipalidad para evitar la toma de posesión
de la nueva administración. En vez de ello, querían nuevas elecciones. Las autoridades nacionales
sólo intervinieron después de que transcurrieran varias semanas sin ediles municipales. A cambio
de la dimisión del alcalde electo, la coalición anti-DC permitió que el resto de los candidatos
ganadores ocupara su cargo. Eventualmente, cuatro miembros del anterior consejo municipal y su
secretario municipal fueron a parar a la prisión de Santa Cruz del Quiché. Al igual que en otros
pueblos, los demócrata cristianos de Uspantán estaban liderados por catequistas k'iche's. Hasta
donde alcanza la memoria, fueron el único partido que había elegido indígenas para la alcaldía.
Cuando Rigoberta ganó el Nobel de la Paz, desafiaron las amenazas y le rindieron honores. Y eran
mis amigos. Cuatro de los cinco fueron de los primeros que me dieron la acogida en Uspantán.
Según los cristiano demócratas, las acusaciones y los disturbios eran reacciones racistas de
los ladinos del pueblo. De hecho, la coalición hostil fue capitaneada por ladinos, algunos de los
cuales tenían la desagradable costumbre de distribuir volantes anónimos con amenazas. Su obra
apareció en las calles después de que Rigoberta recibiera el premio de la paz, después de los
disturbios electorales y después de que dos hombres fueran encarcelados por quemar los camiones
del alcalde electo. Pero la coalición anti-DC no estaba formada exclusivamente por ladinos.
También incluía un número significativo de indígenas, particularmente evangélicos y uspantekos, y
sus quejas contra los demócratas cristianos eran frecuentes en otros pueblos. Después de que el
partido ganara la presidencia y una mayoría de gobiernos municipales en la elección de 1985,
muchos de los nuevos alcaldes indígenas sucumbieron a la tentación. De repente comenzaron a
comprar casas y vehículos, y pronto la gente empezó a expulsarlos del pueblo.
«¿Acaso no somos mayas?», preguntó con indignación un activista anti-DC. Acababa de pasar una
delegación de las Comunidades de Población en Resistencia, para asistir a una reunión de derechos
humanos, y esto le molestó mucho, especialmente porque había sido un líder de la patrulla civil.
«Dicen que ya no hay guerrilla, ¡pero aquí está la guerrilla!», arremetió contra la delegación de
las CPR, a los que acusó de almacenar armas en la montaña. «El pueblo está dividido», dijo,
echando pestes en contra de la DC, «por los robos que han hecho y por la gente que han defraudado.
Saben que ésos [los visitantes de la CPR] son gente armada que viene a fregar. Vienen para empezar
la cosa de nuevo. Y allá al lado están [el nuevo alcalde que fue obligado a dimitir], allá están
[el alcalde anterior], que quitaron tanto dinero. Comieron tanto pisto. Cuando se van al bote,
vamos a quemar cohete [para celebrar]. Mire las calles. Con cuatro millones [de quetzales] se
puede arreglar todo el pueblo, pero lo comieron. Compraron sus camiones y sus fincas. Cuando
entraron [en la municipalidad], no tenían nada. Entraron con caites y salieron con zapatos. El
pisto que mandaron el gobierno, el pisto que nosotros pagamos [en impuestos], comieron todo. Estos
son los ladrones del pueblo, sacan lo que nosotros pagamos en impuestos, y lo comieron todo. Vaya
abajo para ver la escuela que ellos valorizaron en Q72.000, allá en su control de cuentas, y no
existe, sacaron todo. Arriba hay un terreno que ellos compraron por Q3.500, y lo valorizaron en
Q8.000. ¡Se quedaron la diferencia!»
Esta fue una reacción extraordinariamente vehemente en contra de los mítines de derechos
humanos que la mayoría de la población contemplaba en silencio. Un ejemplo fue la marcha católica
a la que nos sumamos Barbara Bocek y yo el 14 de febrero de 1994, en el camino que asciende por
detrás del pueblo la escarpada ladera de la sierra. A medida que nos acercábamos a nuestro
destino, un bonito valle en el que una cruz de madera marca el sitio de la masacre de Calanté, se
fueron añadiendo a las cien personas que venían del pueblo otras 150 que vivían en la vecindad,
una concurrencia impresionante, aunque no se aproximaba al número de los que tenían familiares que
llorar. Estaba incluida una delegación de CONAVIGUA, la organización nacional de viudas, y su
filial local. Como es costumbre en estos actos, una docena de mujeres portaban sencillas cruces de
madera con los nombres de los familiares, las fechas de su muerte y quién los había matado: el
ejército, los vigilantes o la patrulla civil. Periódicamente, nos deteníamos para hacer una
estación de la cruz, en la que el sacerdote o el catequista que tuviera el micrófono comparaba a
las víctimas con Jesucristo. Al igual que Jesús, ellos habían muerto por el perdón de sus pecados.
Si es que el activismo de derechos humanos en Uspantán surge de alguna práctica, ésta sería las
conmemoraciones parroquiales de los muertos. La comparación con la crucifixión ha sido ampliamente
divulgada por la Iglesia Católica. Corresponde a los sentimientos que Barbara y yo hemos oído a
una viuda tras otra: que las víctimas no habían hecho nada para merecer su destino. Con el apoyo
de un comité parroquial, la promoción de los derechos humanos se hizo pública en Uspantán en 1993.
De repente había filiales locales de CONAVIGUA y otras organizaciones populares. Los nuevos
activistas se inspiraban en Rigoberta, como símbolo de su derecho a decir lo que quisieran sin ser
castigados, pero el tema central fue el conflicto por el control de la municipalidad con la
coalición liderada por ladinos. Alegando que se trataba de racismo ladino, uno de los concejales
demócrata cristianos convenció a varias organizaciones para que firmaran un documento de apoyo
para él y otros líderes acusados de soborno.
Una muestra del espacio político en Uspantán fue nuestra habilidad para entrevistar a una
amplia gama de individuos acerca de temas que todavía tenían miedo de hablar en público. Nadie
trató de detenernos, ni nadie me dijo que estaba dando problemas, a pesar de que en ocasiones oí
comentar que mi visita había provocado muchas discusiones. Cuando un adolescente me gritó, «Botas
de hule, guerrillero, canche,{3} mátenlo», era una broma. Pero las historias de represión que oímos
eran generalmente en privado, en presencia de un amigo o familiar. Una razón importante que
permitió que Barbara y yo oyéramos las historias que oímos es que ambos éramos ciudadanos de una
potencia extranjera y por lo tanto inmunes a la intimidación que seguían enfrentando los
guatemaltecos. «La generación nuestra con este temor va a morir», me dijo un ladino uspantano. «Es
fácil para usted, hace sus entrevistas, saca su informe, se va al avión, pero la gente aquí
queda».
En las reuniones de derechos humanos, los oradores hacían referencias apasionadas a la
violencia, pero sin nombrar al ejército ni a sus colaboradores. En vez de ello, su queja más

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virulenta era contra el fracaso del gobierno para construir una carretera nueva, el lamento más
extendido en Uspantán. Los fondos destinados a conectar Chimel y Cuatro Chorros habían sido
desviados para otra carretera en el municipio rival de Chicamán. «A la gente de la Zona Reina los
tienen cercados como a animales», me dijo el presidente del comité de derechos humanos. «De la
costa se escuchan de tantos proyectos, porque allá sólo hay finqueros, millonarios. Pero por la
zona norte, les tienen abandonados. A veces hasta se hincan de rodillas, suplicando a los pilotos
que los lleven a Cobán».
Entre los nuevos grupos invitados por el comité de derechos humanos estaba Majawil Q'ij (Nuevo
Amanecer), organizado por una coalición de las organizaciones populares de izquierda para ampliar
su captación. «Es un levantamiento de la cultura maya», me dijo un concejal que pronto sería
encarcelado. «Ya no vamos pelear con armas ni pólvora, sino con la inteligencia, para hacer
respetar nuestra cultura maya». En realidad, los más activos en el frente cultural eran uspantekos
que vivían en el pueblo, habían ido a la escuela, y por razones demográficas obvias, sentían que
corrían el riesgo de perder su herencia. Organizaron una filial local de la Academia de Lenguas
Mayas, que enseña a los mayas a leer y escribir en sus lenguas vernáculas. Algunos activistas
hablaron de recuperar las tierras uspantekas, especialmente las de los ladinos, pero otros negaron
que éste fuera el objetivo, dadas las enormes dificultades prácticas.
El comité de derechos humanos también se afilió a la Procuraduría de Derechos Humanos, una
institución estatal que gozaba cierta reputación de confrontar al ejército. No obstante, los
activistas de Uspantán estaban desilusionados por las tibias respuestas del procurador más
cercano, en Nebaj. «No quiere hacer denuncias, no quiere meterse», me dijo un activista a
propósito de una acusación de que las patrullas civiles habían iniciado un tiroteo para
aterrorizar a los viajeros.{4} «El licenciado dijo que no, porque no hay pruebas según él. 'Porqué
no dejarlo,' nos dijo, 'si no, más peor.' Con ellos no hay apoyo, pues, por eso no vamos a seguir
trabajando con ellos».
En su lugar, el comité comenzó a llevar sus casos a un grupo llamado Defensoría Maya. Asociado
con Majawil Q'ij, éste, también, había sido fundado por la organizaciones populares para ampliar
su captación en áreas en las que los campesinos eran demasiado desconfiados o estaban demasiado
intimidados para responder a formas más militantes de organización. Para responder al creciente
interés en los derechos constitucionales, la Defensoría enfatizaba que trabajaba únicamente a
través de la ley. En enero de 1995 se abrió una pequeña oficina en Uspantán, pero recibía pocas
quejas. En ausencia de asesinatos y secuestros, lo que se reportaba a las redes de derechos
humanos y a los medios de difusión eran amenazas. Esta categoría tenía una definición amplia para
poder dar cabida a toda situación en la que el ejército advirtiera a la gente de que las
organizaciones populares estaban vinculadas a la guerrilla.
«Realmente hay poco, no tanto como el año pasado», me dijo un activista en 1995. Pero abundaba
la desconfianza: Si los patrulleros más comprometidos pensaban que todo miembro de organizaciones
populares era simpatizante de la guerrilla, los activistas de derechos humanos consideraban que
todo patrullero que no estuviera arrepentido era «oreja» del ejército. Sin embargo, la imagen de
un joven educado sentado detrás de una máquina de escribir causaba una sana impresión en los
aliados locales del ejército. «Muchos de mi familia me regañan por estar metido con los derechos
humanos», me dijo un activista. «Mi padre dice que puede volver a ser como fue antes. Pero nunca
he sido amenazado. Ahora los orejas tienen miedo, porque tienen deudas, es decir, delitos. Tienen
miedo de la ley y también de los insurgentes».
A lo largo del país, surgieron pequeñas oficinas como ésta financiadas por donantes
internacionales para que sirvieran como sistemas de alarma contra un resurgimiento de la
violencia. Una vez establecidas, el próximo paso sería exhumar a las víctimas de la violencia.
Localmente, años antes habían sido excavados dos cementerios clandestinos para procesos
criminales, pero sólo gracias al valor de los familiares de las víctimas y sus partidarios. Para
los acostumbrados a la jurisprudencia angloamericana, el sistema jurídico guatemalteco pone trabas
asombrosas a los que piden justicia para los asesinados. Los familiares deben presentarse como la
parte acusadora ya que el estado asume poca responsabilidad por la acusación; enfrentan un alto
riesgo de represalias por parte de los acusados, además tienen la responsabilidad de reunir
evidencia y de presionar para que prosiga la persecución. Los objetivos de las primeras
exhumaciones en Uspantán fueron los vigilantes locales, los Aarones y Eugenio Juárez, y no el
ejército que les había dado licencia para matar. Tampoco se politizaron las dos exhumaciones a
nivel nacional, como se haría con otras durante los 90.
En 1994 la parroquia católica financió una marcha al vertedero de cadáveres de Peñaflor, pero
no hizo planes inmediatos para buscar los restos. Las reacciones de los vigilantes eran
predecibles, y sólo había dos equipos de exhumación en todo el país. «Es nuestro deber sacar los
huesos de los cementerios clandestinos y llevarlos a los camposantos,» me dijo un líder de
CONAVIGUA. «Es un trabajo grande, quiere pisto para escarbar y llevar huesos. No tienen idea de
como se van a pagar todo eso. Están de acuerdo que esto es el trabajo que deben hacer, pero no
saben como pueden pagarlo. CONAVIGUA no tiene fondos, y los cementerios clandestinos son muchos».
¿Qué van a hacer con la información que están reuniendo?, le pregunté a una líder viuda. «Saber,
pero qué van a entregar a Rosalina Tuyuc, tal vez si hay amenaza hablamos por teléfono el mismo
día. Por medio de los nacionales y internacionales de derechos humanos, ojalá que Dios nos manda
sus bendiciones.»
Rigoberta y la historia recordada
«Los dos venimos de aldeas pequeñas. Ella no fue a la escuela de niña; yo, tampoco. A los 8
años, emigró a las fincas de la costa para recoger café y algodón; yo, también. Como ella,
no aprendí a hablar castilla hasta muy mayor. Ella estuvo en el exilio; yo, también.» –
Kaqchiquel estudiando para sacerdote católico, 1993.{5}
Más allá de las ramificaciones internacionales, otra razón para que Rigoberta no visitara
Uspantán fue por que podría ser arriesgado. «Hay mucha gente que no le gustan, por ser

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guerrillera», me dijo un familiar suyo en 1993, «y dicen que somos guerrilleros». Rigoberta
siempre había negado que sirviera como combatiente, y yo no tenía evidencia de que lo hubiera
hecho, pero se podían oír historias al respecto. «Dice que nunca portó armas, no viste uniforme»,
me contó un antiguo vecino, «pero mi cuñado la vio en Caracol vestida en uniforme verde olivo y
llevando arma, por 1977-78» (cuando estaba en el internado).
A muchos todavía les sorprendía que una persona que sólo recordaban como una niña, en el lado
perdedor de la violencia, pudiera haberse convertido en alguien tan famoso. Los elogios con los
que la colmaron fue todo un contraste con el castigo impuesto a su familia. «Por una parte,
piensan que es un gran honor», explicó un maestro ladino. «Muchas personas se alegraron de que
recibiera el premio como reconocimiento a los indígenas. Pero por otra parte, odian a la guerrilla
y ella pasó por el movimiento guerrillero. Así que hay muchas reacciones diferentes. También
esperan que, gracias a sus contactos internacionales, pueda conseguir donativos para Uspantán.
Mire el nivel de vida aquí. Uspantán es pobre. Pero nada de acción. La gente quiere acción».
El interés en la ayuda que Rigoberta podía proporcionar era grande. A un primo lejano le
preocupaba la necesidad de «organizarnos como familia». Con poco más de veinte años, luchando sin
entusiasmo en la escuela primaria, pedía ansiosamente información básica acerca de su famosa
prima. ¿Qué hacía? ¿Dónde vivía? ¿Tenía yo su dirección? Al igual que muchos otros jóvenes,
también quería saber si le podía conseguir un empleo en los Estados Unidos. «¡Ojalá que se acuerde
de nosotros!» era un estribillo constante. Cuando un concejal abrió la primera maquiladora de
Uspantán, una pequeña fábrica artesanal para exportar adornos navideños a los Estados Unidos, el
rumor era que pertenecía a la premio Nobel y que sólo los cristiano demócratas podían conseguir en
ella los ansiados empleos.
Como castigo por las fantasías no correspondidas, Rigoberta fue sometida a un vapuleo
predecible. «Se ha aislado de su gente más cercana, con la que pasó momentos muy profundas, muy
alegres, muy tristes,» dijo una antigua amiga, cuyos recuerdos estaban empañados de amargura.
«Conoce a gente bien concreta a quienes podría mandar un libro, una revista, una carta, pero
nunca. Tiene a su gente olvidada. He oído comentarios fuertes, que ha superado mucho socialmente y
económicamente, mucho, demasiado, pero que no viene aquí para luchar donde esta su terruño. Que
ahora es Doña Menchú, hace muchas viajes, tiene pagado sus viáticos, no está donde está su gente,
que todavía anda descalza, que le falta comida y medicina. Que es una gran ricachona... que atrás
de ella hay mucho rollo».
Los más benévolos solían dar por hecho que Rigoberta en realidad nunca había participado en la
guerrilla. «Yo trabajaba en la parroquia cuando Rigoberta tenía alrededor de quince años», recordó
un activista de derechos humanos. «Había problema de tierra en la aldea de donde viene, cuando
llegó la guerrilla. Así empezó el conflicto entre dos grupos de campesinos y allí estaba el papa
de ella, Vicente Menchú. Los empezaron a animar, dicen que fueron la guerrilla que empezó a animar
a los padres de Rigoberta para protestar, hablar duro del gobierno, porque hubo un grupo que les
apoyaba. Ella entonces estudiaba en Chiantla, y de allí unas hermanas de ella se fue a la
guerrilla, y su papa se quemo en la embajada de España. Su mamá, Juana, fue secuestrada al salir
del pueblo. Unos dicen que andaba uniformado bajo su traje, otros dicen que tenía un pistola
envuelta en su ropa que había entregado en la iglesia. Así dijo el ejército. Pero como yo
trabajaba en la iglesia seis anos, nunca vi una arma allí.
Cuando estaba quemado su papá, secuestrada su mamá, muerto su hermano, se fue, se sabe por
medio de la Iglesia Católica. La gente dice que fue a Cuba, que estaba con la guerrilla, pero de
que yo conste es mentira. Se fue al exilio. La gente que está en contra de Rigoberta son
confidentes del ejército. Dicen que era guerrillera. 'Si la Rigoberta Menchú sacó su curso en Cuba
para convertirse en combatiente, ¡para qué!' Pero yo creo que ella no tenía participación. Hay un
40% [entre la gente del lugar] que no confía que no era guerrillera, y hay un 60% que sí confía en
que no tenía participación... La gente ya sabe que la guerrilla trabaja al margen de la ley, y no
hay ni un loco aquí que dice que apoya a la guerrilla». Entre el propio pueblo de Rigoberta, ésta
era la prueba de credibilidad que enfrentaba. ¿Era de la guerrilla? La asociación con el
movimiento guerrillero era bastante clara para cualquiera que hubiera leído Me llamo Rigoberta
Menchú, pero pocos indígenas lo habían hecho, y ella sabía que no podía reconocerlo incluso
después de ganar el premio de la paz. Esto la estigmatizaría ante sus partidarios que no quisieran
tener nada que ver con la izquierda insurreccionaria.
Las discrepancias entre la versión de los hechos de Rigoberta y las locales han sido el tema de
este libro. Di por hecho que éstas le impedían regresar a su pueblo natal. Sin embargo, la
reacción típica hacia su relato no fue de incredulidad, ni siquiera en Uspantán. Casi todos los
indígenas sólo habían oído hablar del libro a grandes rasgos, en la radio, en los discursos o a
sus amigos, y el tema central de la persecución era bien cercano a su propia experiencia. Su
historia de victimización encontraba bastante aceptación entre muchos guatemaltecos, ladinos e
indígenas, que habían aprendido a esperar lo peor del ejército guatemalteco. Desde el punto de
vista de los hechos, ésta era, de todas maneras, la parte menos problemática de su historia.
Sólo en Uspantán, donde los vecinos podían comparar su historia con sus propios recuerdos, oí a
guatemaltecos hacer objeciones acerca de los hechos narrados en Me llamo Rigoberta Menchú. Entre
ellas, las de unos cuantos indígenas, así como por parte de las familias Martínez y García. «Ella
no vio la violencia aquí, porque ella estaba estudiando en Huehue», dijo una abuela uspanteka que
la conoció de niña. «Nosotros escuchamos por radio y (ella) miente, dice montón de cosas. Ella no
vio como murió su madre, no vio como murió su padre. Si ella es libre de ir y venir, ¿por qué no
viene a visitar su pueblo? ¿Por qué no se anima a venir?» ¿Por qué no?, pregunté. «Ella se da
cuenta en qué se ha metido». Un k'iche' crítico observó, «Allá tiene una mezcla... Es falso que
fue a la costa... es falso que trabajó como criada en Guatemala... Como cuando dice que pertenecía
al CUC. Puede ser de la Liga Campesina, pero es otra cosa... Es verdad lo que dice de los García y
Martínez, porque se había ido con la guerrilla y los García y Martínez se fueron con el ejército».

135
No obstante, en Uspantán la exactitud del libro no fue un tema tan importante como yo esperaba.
Una razón era que la mayor parte de la población no podía leerlo, bien porque no tenían los
conocimientos necesarios o por que no tenían acceso a un ejemplar. A excepción de manuales de
aprendizaje y Biblias, los libros son raros en este medio. Mi impresión fue que la mayoría de los
que sí habían leído Me llamo Rigoberta Menchú apenas habían leído partes de un ejemplar prestado,
no todo el texto. Sea como fuere, los uspantanos tendían a considerar el libro como un monumento
que poseía su propia autoridad. No, me dijeron varios, nunca habían oído hablar del CUC en
Uspantán, pero si Rigoberta lo decía, tuvo que haber estado allí entre bastidores.
Cuando hablé del tema de la veracidad de los hechos con un lector ladino capacitado, su
reacción fue: ¿Qué se podía esperar de alguien que ha sufrido tanto? Lo importante para los
uspantanos solidarios como él era que la historia de Rigoberta era poéticamente cierta. Mientras
tanto, para un lector insolidario de la familia García, el libro demostraba que los Menchú habían
participado en la subversión. Si según decía Rigoberta, Chimel se entregó a la guerrilla desde
finales de los 70, su visión polarizada de la situación se ajustaba a las necesidades ideológicas
de los contrainsurgentes así como a las del EGP. Exento de todo cuestionamiento, Me llamo
Rigoberta Menchú proporcionaba suficiente material para las polémicas de la sociedad guatemalteca.
Se podía interpretar como un clamor contra la injusticia o como evidencia de cuánto odiaban los
indígenas a los ladinos.
A nivel nacional, asumí que los periodistas que entrevistaban a la familia Menchú y a sus
vecinos pronto informarían de algunas de las discrepancias que yo estaba descubriendo. Pero no.
Quizá los periodistas no hicieron las preguntas históricas que yo hacía. O si oyeron detalles como
el referente a la educación de Rigoberta (que sería difícil no hacerlo), quizá no les pareció
importante. O quizá pensaron que era indecente contradecir a una premio Nobel. Quizá todo
periodista que se animara a emprender el largo camino lleno de baches que conducía a Uspantán era
por definición un simpatizante político. Quizá los columnistas que disfrutaban poniendo en
ridículo a Rigoberta eran demasiado cómodos para querer hacer el viaje. O quizá no vieron la
necesidad de verificar un relato que confirmaba su creencia de que los indígenas se aferran a sus
costumbres retorcidas y están dispuestos a la rebelión. Aún así, me pareció extraño que en un país
donde privan los rumores, incluyendo el de que la historia de Rigoberta es una mentira, ningún
crítico se tomara la molestia de dedicar los pocos días necesarios para investigar el caso.
Cuanto más hablaba con guatemaltecos sobre Rigoberta, más aparente era que su historia estaba
alcanzado la categoría de leyenda, una historia que se ajusta tan bien a ciertas necesidades que
la cuestión sobre si es cierta o falsa casi no ha lugar. ¿Sería este el mismo hechizo con el que
había embrujado a sus admiradores de Estados Unidos y Europa? Incluso entre los académicos que
conocíamos el tema del que hablaba, el retrato que hacía Rigoberta de indígenas profundamente
tradicionales convertidos en revolucionarios era tan gratificante que desarmaba nuestras
facultades críticas. Una vida determinada había sido remodelaba para convertirse en una vida que
se ajustara a las expectativas de extranjeros solidarios, haciéndola famosa. Con el prestigio
concedido por el espaldarazo internacional, la leyenda había sido divulgada en Guatemala a través
de los medios de difusión e incorporada a su folklore. Los guatemaltecos decidirían ahora qué
alcance tendría.
Mi impulso de investigar el contexto histórico de Me llamo Rigoberta Menchú y descubrir qué
había pasado realmente es un paso. Pero sólo eso. En el futuro contará lo que Zygmunt Baumann
llama «historia recordada», lo que los guatemaltecos quieran recordar de lo que fue su historia,
no lo que algún académico extranjero piense que fue.{6} Es posible que algunos compatriotas de
Rigoberta sientan que he tratado de arrebatarles su historia. Creo que eso sería imposible.
Recordarán su historia como ellos quieran recordarla, mucho después de que mis esfuerzos hayan
quedado relegados a una nota de pie. Si ellos quieren, Vicente Menchú siempre será el fundador del
Comité de Unidad Campesina y siempre irá a la embajada de España a defender su tierra de los
finqueros. La historia que recordaran los guatemaltecos aún no ha sido establecida. No están de
acuerdo en qué significado tuvo la violencia; puede que nunca lo estén. No obstante, si pueden
ponerse de acuerdo en que Me llamo Rigoberta Menchú es un trabajo nacional, independientemente de
cuán escépticos o convencidos estén de su mérito, será un paso en el camino para convertirse en la
nación que tantos guatemaltecos quieren que sea.

Notas
{1} Para una crónica de prensa sobre el conflicto con los García, véase «Temen nuevas masacres
en Chimel», Tinamit (Guatemala), 5 de agosto de 1993, págs. 30-31.
{2} También fueron excluidos los supervivientes de Chimel que vivían en las Comunidades de
Población en Resistencia. «Nosotros estamos sufriendo aquí, mientras que unos ricos están metiendo
ganado en potreros que no les costaron nada», me dijo un huérfano que había crecido en las CPR.
«Los que estaban antes botaron los árboles y cultivaron la tierra, y ahora éstos están comiendo de
lo que no les costó nada».
{3} Un canche es una persona de piel clara. El término también se usa para referirse
irónicamente a la guerrilla, aparentemente porque el ejército solía decir que las columnas
guerrilleras estaban lideradas por extranjeros.
{4} Unos campesinos que regresaban de una manifestación de derechos humanos perdieron el camino
durante unas lluvias torrenciales al atardecer. Cuando buscaban el camino al Soch, los patrulleros
civiles respondieron abriendo fuego, bien porque estuvieran alarmados o porque expresaran sus
sentimientos por los derechos humanos. Nadie resultó herido.
{5} Frank Maurovich, «Nobel Prize for Noble Lady», Maryknoll, febrero de 1993, págs. 35-38.
{6} Baumann 1982:1.

136
Capítulo 19
Rigoberta abandona el movimiento guerrillero

«El camino a la reconciliación enfrentará muchos retos difíciles. Será difícil olvidar a los
que han muerto y a los que cometieron los asesinatos. Pero tenemos que hacerlo. Menchú habló
con cautela del proceso de reconciliación porque hay tantas verdades –las familias de los
soldados que han sido asesinados, las familias de los que lucharon con las fuerzas
guerrilleras... todos tienen sentimientos fuertes, Menchú enfatizó– que es importante que
ningún bando manipule estos sentimientos para inspirar venganza y prolongar la lucha.» –
Rigoberta durante una visita a los Estados Unidos, 1995.{1}
Después de la muerte de sus padres, Rigoberta renunció al matrimonio y a la maternidad.{2} Pero
tras tres años de ajetreo como premio Nobel, empezó a aparecer en público con un bulto en los
brazos. Entre las cobijas se asomaba el pequeño Mash Nawalja', un bebé adoptado cuyo nombre
significa Tomás Espíritu de Agua. Poco tiempo después, Rigoberta se casó con un miembro de su
personal llamado Angel Francisco Canil Grave, un compañero k'iche' que, al igual que ella, había
buscado refugio en México.{3} Luego, durante otra ocasión familiar, ocurrió lo que se temía desde
hacía tiempo. El 4 de noviembre de 1995, una de las sobrinas de Rigoberta, la única hija
sobreviviente de Víctor Menchú, se casaba en la Ciudad de Guatemala. De pronto las festividades se
interrumpieron a causa de terribles noticias. Otra de las sobrinas de Rigoberta estaba bajando de
una camioneta cuando le arrebataron a su hijo de los brazos. Unos hombres armados huyeron con el
niño en un carro de vidrios polarizados.
Puesto que Rigoberta estaba investigando una masacre del ejército, era lógico suponer que esto
sería una reacción si no del alto mando, de los oficiales a los que eran extrañamente incapaces de
contener. «El propósito era secuestrar a mi hijo», declaró Rigoberta.{4} «Si no fue el Estado, que
me demuestre lo contrario».{5} Muchos personajes, incluyendo al secretario general de la ONU,
condenaron el secuestro. Las fuerzas de seguridad establecieron controles en las carreteras para
buscar al pequeño Juan Carlos Velásquez Menchú.
Tres días más tarde, Rigoberta pidió a las autoridades que investigaran al padre del
muchachito. Miguel Velásquez Lobos no era uno de sus cuñados preferidos. Conocido por su afición a
la bebida y sus ausencias prolongadas, ahora se negaba a contestar las llamadas telefónicas de un
secuestrador que exigía medio millón de dólares con acento maya. «Si el niño no aparece»,
respondía Miguel a los interrogatorios de Rigoberta, «usted será la culpable». El sexto día de
angustia, él dispuso la reaparición de su hijo. Con la complicidad de su esposa, la sobrina de
Rigoberta, había dejado al bebé bajo el cuidado de sus padres en Santa Cruz del Quiché. La
laureada se había negado a prestarle US$ 6.000 para la expansión de su negocio de relojes,
grabadoras y cassettes de contrabando.
El regreso del niño estuvo acompañado de una serie de acusaciones mutuas. Justificado por una
vez, el ejército se limitó a pedirle a Rigoberta que se disculpara. El presidente Ramiro de León
Carpio la acusó de irresponsabilidad.{6} Un editorialista del gobierno la acusó de haber planeado
el engaño. Afortunadamente, Rigoberta había sido la primera en identificar al padre del niño como
sospechoso. Avergonzada e irritada, exigió una investigación para ver si agentes del ejército no
habían metido a sus familiares en una conspiración tan chapucera.{7}
Mientras tanto, la premio Nobel empezaba a mostrar cierta independencia de la Unión
Revolucionaria Nacional Guatemalteca. En México Rigoberta nunca había sido totalmente aceptada por
los revolucionarios exiliados. Era una recién llegada, además del miembro del movimiento más
famoso internacionalmente, de modo que la consideraban una advenediza. También era mujer e
indígena en un liderazgo dominado por ladinos y varones. Pero ella y los líderes de la URNG se
necesitaban demasiado entre sí como para separar sus caminos. Incluso después de que el Nobel le
concediera la base para la independencia, los comandantes y ella sabían demasiado unos de otros
para airear en público sus diferencias. A principios de los 90, se decía que Rigoberta estaba
distanciándose de la URNG, pero para los escépticos esto no era más que retórica. Ella nunca había
criticado públicamente al movimiento que lanzó su carrera. Por eso me impresionó cuando se unió al
movimiento maya para acusar a ambos bandos, la URNG y el gobierno, de marginar a su pueblo en las
negociaciones de paz. «Cómo es posible», preguntó en octubre de 1994, «que la guerrilla y el
gobierno estén discutiendo el tema de la identidad y los derechos de los indígenas sin tomar en
cuenta a los afectados, permitiendo que nos marginen los mismos ejércitos que reprimieron a los
indígenas»{8}
En enero de 1995, cuando murió en México Mario Payeras, el disidente más destacado del
movimiento guerrillero, la URNG guardó silencio. Seguía ofendida por su conclusión de que el
movimiento guerrillero en el altiplano estaba «en relación de desfase con la lucha y el movimiento
real de las masas».{9} Pero Rigoberta se unió a los homenajes al mejor escritor guatemalteco de su
generación.{10} También quitó el nombre de su padre a su organización y la llamó Fundación
Rigoberta Menchú. Dijo que muchos partidarios le habían pedido que le diera su nombre. Otra
explicación fue que quería distanciarse del Comité de Unidad Campesina y del Ejército Guerrillero
de los Pobres.{11}
Rigoberta ya no era miembro del CUC. Tras ganar el Nobel, tenía muy poco tiempo para la
organización que la había acreditado como líder indígena. Ya antes, la apretada agenda de
Rigoberta y su amplitud de horizontes eran difíciles de coordinar con un liderazgo colectivo que
seguía emparejado con la URNG y cuyas opciones eran bastante limitadas. Después del premio, su
ausencia era tan notoria que se planteó en la asamblea del CUC de 1993, en la que ella aceptó
dejar la dirección e incorporarse a una junta honoraria que le exigía menos dedicación. Aún
entonces no asistía a las reuniones, no estaba accesible y no respondía a las propuestas de

137
financiamiento, de modo que su antigua organización decidió proseguir sin ella. «Quedó totalmente
desconectada», me dijo Rosario Pu, directora del CUC. «Nunca llegó, no hubo ninguna convocatoria.
Hasta ahora no existe ninguna vinculación».{12}
La laureada se reposiciona en el proceso de paz
«A través de este acompañamiento [con los comités cívicos de los pueblos mayas], fuimos
entendiendo que, en realidad, en Guatemala hay una cara distinta: es decir, no la Guatemala
destruida, no la Guatemala sumisa, no solamente un país reprimido y deprimido, sino un país
con muchas iniciativas que expresan liderazgos indígenas a nivel local, a nivel regional,
[con] mucho deseo de las comunidades por volver a reconstruir la confianza ...también a
definir su participación política en estas elecciones.» –Rigoberta Menchú, 1995.{13}
Rigoberta seguía colmada de honores internacionales. Ya en 1996 había recibido su decimocuarto
doctorado honorario, había sido condecorada con la Legión de Honor por el presidente de Francia,
Jacques Chirac, y había sido nombrada embajadora de buena voluntad de la UNESCO. Incluso formaba
parte de un comité de asesoramiento del Consejo de Relaciones Exteriores de Nueva York. Pero la
esfera más crítica para su futuro ya no era internacional. A medida que se alejaba de la
guerrilla, un cambio importante en la actitud de la izquierda hacia las elecciones le dio la
oportunidad de tener un rol más activo en la vida política. Hasta este momento, la URNG y las
organizaciones populares que seguían su línea aconsejaban a los guatemaltecos que se abstuvieran
de votar. Luego de décadas de intimidación, gran parte de sus partidarios no estaban empadronados.
Entre los que sí lo estaban, muchos temían votar por la izquierda, cuyos candidatos carecían de un
programa electoral. Unos resultados electorales pobres desmentirían al movimiento revolucionario
que decía representar al pueblo guatemalteco.
En este momento ciertos progresos en el proceso de paz abrían un nuevo panorama. En 1994 la
URNG había interrumpido las conversaciones de paz después de aceptar una comisión de la verdad
débil que alienaba a las organizaciones populares. Al año siguiente la carga de frenar el proceso
de paz recayó en el ejército, dada su reticencia ante los casos de derechos humanos. Bajo presión
internacional, el gobierno aceptó un acuerdo radical en cuanto a los derechos indígenas, que por
fin proporcionaba al movimiento revolucionario algo que ofrecer a los votantes mayas. Mientras
tanto, la llegada de cientos de observadores de las Naciones Unidas garantizaba toda la protección
que se podía esperar.
El espectro de Ríos Montt fue más decisivo aún en el cambio de actitud de la izquierda hacia
las elecciones. El «carnicero evangélico» de 1982-1983, famoso por predicar el evangelio mientras
que su ejército masacraba a los campesinos, estaba a punto de regresar al poder. Peor aún, lo
haría legítimamente, ya que su reputación de ley y orden lo convertía en el candidato más popular
para la presidencia. En la elección de 1994, el partido de Ríos Montt ganó el control del congreso
nacional. Durante casi todo el próximo año, parecía que iba a ser el ganador de la siguiente
campaña presidencial. Incluso después de que sus oponentes lograran descalificarlo apoyándose en
la Constitución, su partido quedó a dos puntos de ganar la segunda vuelta de enero de 1996.
Enfrentados a la pesadilla de otra administración de Ríos Montt, la guerrilla y sus aliados se
dieron cuenta de que ya no podían permitirse el lujo de eludir su participación en las elecciones.
Puesto que estaba presente Naciones Unidas, era hora de organizar una campaña electoral. Era hora
de que sus partidarios superaran sus temores. El resultante Frente Democrático Nueva Guatemala
(FDNG) no era tan amplio como se esperaba; muchos socialdemócratas se retiraron cuando vieron que
estaba dirigido por la URNG. Las dimisiones incluyeron la de Rigoberta. Entre otras cosas,
rechazaba al candidato presidencial, que había sido escogido en México por los comandantes.{14} Sin
embargo ahora que la candidatura de la izquierda era legal, se abrió una nueva misión para la
laureada: empadronar a su gente para que votara. Los columnistas hostiles la acusaban de hacer
campaña a favor del subversivo FDNG, que a su vez la acusaba de apoyar al candidato ganador,
Alvaro Arzú, y su Partido de Avanzada Nacional. La izquierda también le recriminaba que se negara
a denunciar a los ríosmonttistas.
En cuanto a Rigoberta, decía que estaba promoviendo a los candidatos indígenas,
independientemente de cuál fuera su afiliación política. Incluía visitas imprevistas a pueblos
mayas, que no habían sido concertadas a través de las organizaciones populares afines a la URNG,
para conocer a un círculo más amplio de gente. También hizo campaña a través de la radio, en
cuatro lenguas mayas además de en castellano. En vez de pronunciar discursos sobre los derechos
humanos, que ya empezaban a sonar como una letanía de quejas acerca de todo, enfatizaba la
necesidad de que los guatemaltecos asumieran la responsabilidad de su gobierno ejerciendo sus
derechos políticos. «Vota en contra del miedo», era su lema.
Si su campaña de empadronamiento electoral colocó nuevamente a Rigoberta en los altares,
también lo hizo una nueva masacre del ejército. Xamán era un asentamiento bien organizado de
refugiados que habían retornado de México. Un día apareció por allí una patrulla del ejército,
violando un acuerdo que prohibía la entrada a Xamán de cualquiera de los dos bandos. Los soldados
fueron rodeados por cientos de campesinos, algunos exigieron a la tropa que depusiera sus armas.
Creció la histeria. Es posible que una anciana despojara de su arma a un soldado. Algunos de sus
compañeros de armas abrieron fuego de ametralladora sobre la multitud, dejando once muertos y
treinta heridos. Puesto que Rigoberta había ayudado a financiar Xamán, se trasladó inmediatamente
al lugar e inició una campaña para enjuiciar a los soldados.
Tuvo el descuido de solicitar para ellos la pena capital (pena de muerte), cosa que viniendo de
labios de una Nobel de la Paz sorprendió a muchos, especialmente tratándose de soldados mayas que
se habían dejado dominar por el pánico. Lo que quiso decir, según su retractación, fue la máxima
sentencia de cárcel. Lo que dejó una impresión más profunda fue la habilidad de Rigoberta y sus
abogados para utilizar el nuevo código jurídico. A pesar de la oposición del ejército,
establecieron el precedente de juzgar a los soldados en una corte civil. Al igual que otras
mujeres con las que se había organizado la comunidad guatemalteca de derechos humanos, Rigoberta

138
estaba invirtiendo su energía política en la lucha contra la impunidad, es decir, la inmunidad del
ejército ante su responsabilidad por las violaciones a los derechos humanos.
Rigoberta siguió distanciándose de las organizaciones populares que habían sido sus más leales
partidarios. Esto a pesar del éxito del FDNG en las votaciones de noviembre de 1995, en la que
resultaron elegidos seis diputados al congreso, tres de ellos mayas. Aunque no fuera una muestra
espectacular, resultaba creíble dada la rapidez con que se había formado el FDNG y la intimidación
que existía todavía. En El Quiché, sus partidarios ocultaron sus preferencias en los comicios,
luego eligieron al líder del CERJ Amílcar Méndez. Pero Rigoberta declinó unirse a una nueva
coalición indígena que apoyaba al FDNG llamada Nukuj Ajpop. También se opuso a una propuesta del
FDNG para la creación de un nuevo ministerio de asuntos indígenas. Alegó que segregaría a los
mayas en un pequeño rincón del aparato estatal, cuando deberían estar expandiéndose por todo el
mismo.
«En el pasado, trabajé en concierto con otros grupos de la oposición, los compañeros más
militantes, pero llega un momento en que la población está tan fragmentada que lo más inteligente
es adoptar un rol unificador», declaró para una publicación estadounidense a principios de 1996.
«Nadie representa a todo el pueblo». Cuando le preguntaron si ya no se consideraba parte de la
izquierda, su respuesta fue: «Es que no sé que se entiende por izquierda. Para mí, desde hace
mucho tiempo, estas viejas etiquetas han sido muy problemáticas».{15}
Después de tantos años de haber sido criticada como defensora de la guerrilla, Rigoberta estaba
dejando claro que trabajaría con quien quisiera. Antes de la elección, era obvio que estaba
cultivando una relación con el principal candidato presidencial, Alvaro Arzú. Después de que
resultó elegido, sostuvieron conversaciones regularmente. El nuevo presidente dirigía un partido
de empresarios neoliberales. Pese a pertenecer a una de las familias más ricas de Guatemala, tenía
credibilidad como buen gobernante reformista. Ello incluyó mejorar la recaudación de impuestos de
los ricos y la privatización de empresas estatales deficitarias. Arzú también se comprometió a
firmar los acuerdos de paz con la URNG para finales de 1996, lo que requería mucho equilibrio:
Necesitaba convencer a los rebeldes y a sus partidarios de que estaban recibiendo concesiones
importantes, y al mismo tiempo tenía que convencer a los empresarios y el ejército de que no les
estaba traicionando.
La actitud ecuménica de Rigoberta frente al tema ladino-indígena fue de gran ayuda. Los
comentaristas ladinos estaban preocupados por el movimiento maya, su repercusión para los ladinos
y la posibilidad del separatismo racial. Se sintieron gratificados cuando la laureada invocó una
nacionalidad guatemalteca en la que convivieran ladinos y mayas.{16} A Rigoberta, esta asociación
con una nueva administración creíble la legitimaba ante los medios de difusión y las clases altas
de un modo que no había gozado desde su luna de miel como Nobel. El gobierno de Arzú también le
daba la oportunidad de participar seriamente en el proceso de paz. Se estaban firmando acuerdos
complejos que el estado tendría que llevar a cabo, entre ellos un acuerdo sobre los derechos
indígenas. Al igual que otros líderes mayas, Rigoberta estaba harta de hacer una denuncia tras
otra; ahora podía institucionalizar un nuevo nivel de participación en el estado de Guatemala.
Con este fin se unió a K'amal B'e (El Camino), un grupo de discusión formado por mayas
influyentes de tendencias izquierdistas, indigenistas y neoliberales que buscaban la misma
visión.{17} La Fundación Menchú también colaboraba con otros grupos nuevos, tales como el Consejo
para la Educación Maya, para asegurarse de que el estado cumplía sus nuevos compromisos con los
derechos indígenas. La fundación también subsidiaba Fundamaya, una nueva organización para
impulsar el creciente número de municipalidades dirigidas por comités cívicos de mayoría maya.
Esto no quiere decir que todo fuera un camino de rosas para Rigoberta. Apoyando al estado
durante el proceso de paz desilusionó a sus partidarios más leales, los líderes de las
organizaciones populares afines a la URNG. Paradójicamente, esto la volvió a situar en el mismo
barco que los comandantes, cuyos compromisos en las conversaciones de paz también habían
decepcionado a las organizaciones populares. La firma del acuerdo socioeconómico en 1996, previa
al acuerdo final de paz a finales del año, no fue la primera vez que los partidarios de la URNG se
sintieron abandonados por sus líderes, pero ahora el estigma se extendía a Rigoberta. La URNG
renunció a la reforma agraria porque las poderosas camarillas de finqueros nunca la hubieran
permitido. En la firma ceremonial, donde se renunció a una de las demandas más básicas de la
izquierda, Rigoberta bailó con un sonriente comandante. El espectáculo no cayó muy bien entre las
organizaciones populares. «Se ha alienado de su ser indígena», fue uno de los comentarios que
escuché. Lo que políticos y diplomáticos consideraban madurez, para gran parte de la izquierda era
una traición
A medida que Rigoberta se alejaba de la URNG y participaba con la administración Arzú, su
fundación empezó a verse envuelta en luchas partidistas con sus antiguos aliados. En Ixcán,
Huehuetenango y Sololá, los representantes de Rigoberta y sus oponentes trataban de sacarse unos a
otros de los comités que administraban las donaciones internacionales para la paz. Las rupturas
son inevitables cuando un movimiento guerrillero sale de la clandestinidad. Al ser muy
centralizadas, las organizaciones clandestinas, que consideran traidores a los disidentes y tienen
sus propias leyes, deben aprender a actuar como si funcionaran democráticamente. Puesto que entre
el personal de la Fundación Menchú había varios ex miembros del EGP, podía considerarse que era
una escisión de esta organización. El tema más complicado era a quién echar las culpas de los
asesinatos descubiertos por las exhumaciones y las comisiones de la verdad. En 1998, el director
de la fundación de Rigoberta, Gustavo Meoño, que había abandonado el EGP cinco años atrás porque
se oponía a la manipulación de las organizaciones de base en el Ixcán, fue uno de los personajes
acusados de ser responsables de la muerte de tres miembros del grupo en 1982.{18}
A Rigoberta le han dicho muchas veces que podía ser elegida presidenta de Guatemala y se ve a
sí misma en ese papel. Como premio Nobel, símbolo nacional y mujer, se la supone un paradigma de
virtudes. Sin embargo, la vida pública en Guatemala ofrece muchas oportunidades para perder a los
amigos y acostarse con los enemigos. Ya en 1998, el último ejemplo de ello fue la sorprendente

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decisión tomada por Rigoberta de aliarse con los finqueros y los ríosmonttistas en contra de la
administración Arzú y de la izquierda, oponiéndose a un nuevo impuesto sobre la renta que exigían
los acuerdos de paz. Supuestamente, el impuesto obligaba a las clases altas a asumir una parte
importante de la carga fiscal, pero algunos campesinos temían que les afectara también a ellos.{19}
«No es fácil dejar de ser una víctima», le dijo Rigoberta a una audiencia de los Estados Unidos
dos años antes. «De un modo u otro tenemos que mantener nuestra memoria histórica y adaptarla al
futuro». El episodio de Xamán demostró que se deben resolver los conflictos en los juzgados y a
través del proceso político, dijo. El conflicto armado sólo trae desgracias, reiteró. Cuando le
preguntaron por el papel de los Estados Unidos en las masacres de principios de los 80, respondió
que aunque era necesario seguir investigando a la CIA, agradecía el análisis balístico con el que
la embajada de los Estados Unidos había colaborado en su investigación del caso Xamán. Sobre el
tema de los rebeldes zapatistas en Chiapas, negó cualquier afiliación, afirmó el derecho de los
zapatistas a organizarse en pos de una vida mejor, describió los paralelismos con Guatemala y
concluyó: «No creo que la lucha armada resuelva nada, creo que la única solución para los
conflictos es la negociación. El conflicto armado destruye a las comunidades. Provoca conflicto y
división entre la gente».{20} Al final, miembros del público la abordaron y le pidieron que les
firmara ejemplares de Me llamo Rigoberta Menchú.

Notas
{1} Extracto de una entrevista con Steve Scher, para KUOW-Seattle, citado en «Rigoberta Menchú
en Seattle», Guatemala Update (Seattle: Guatemala Solidarity Committee), Winter 1995, págs. 1, 4-
4.
{2} Burgos-Debray 1984:88, 220-226.
{3} «Rigoberta contrae matrimonio», Prensa Libre, 27 de marzo de 1995, pág. 4.
{4} «Menchú: El propósito era secuestrar a mi hijo,» Diario El Gráfico, 6 de noviembre de 1995,
pág. 3.
{5} Fernández García 1995:9
{6} «Irresponsable la versión sobre el secuestro de sobrino de la Menchú», Diario El Gráfico,
13 de noviembre de 1995, págs. 10.
{7} «No es con calumnias y campañas negras como se construirá la paz, la reconciliación y el
estado de derecho en Guatemala», comunicado de prensa, Fundación Rigoberta Menchú, 24 de noviembre
de 1995.
{8} Noticias de Guatemala, 24 de octubre de 1994, en «Guatemalan News Update: Indigenous Demand
to Be Taken Into Account in Peace Talks», Anthopology Newsletter, enero de 1995, pág. 24. Cuando
los dos bandos terminaron de negociar el acuerdo de derechos indígenas, Rigoberta no quiso
ratificarlo (Bastos y Camus 1995:75).
{9} Payeras 1991:109.
{10} Rigoberta Menchú Tum, «Recordatorio de Mario Payeras», en Jaguar-Venado 1995:19.
{11} Paul Jeffrey, «Menchú's Grassroots Battle», Latinamerica Press, 5 de octubre de 1995, pág.
15.
{12} Entrevista del autor con Rosario Pu, Ciudad de Guatemala, 5 de julio de 1996.
{13} Sally Burch, «Rigoberta Menchú promueve participación ciudadana», Agencia Latinoamericana
de Información, Quito, Ecuador, 1995.
{14} «Cambio de Rumbo», Crónica, 15 de septiembre de 1995, pág. 11.
{15} Informe NACLA sobre las Américas, 1996:7-8.
{16} Incluso llegó a negar el resentimiento indígena hacia los ladinos, que había sido un rasgo
evidente de su historia de 1982: «Objetivamente, en Guatemala no existe una actitud anti-ladina,
como la que he encontrado en otros países», como por ejemplo, entre los sioux de Estados Unidos
(Gustavo Berganza, «Rigoberta Menchú Tum: 'Nos guste o no, Guatemala es un país multiétnico'»,
Crónica, 19 de abril de 1996, págs. 31-32).
{17} Para un análisis acerca de cómo el movimiento maya está tratando de cambiar el estado
guatemalteco, véase Ekern 1997 y Nelson 1996.
{18} «Dos crímenes en la agenda del EGP», Crónica, 27 de marzo de 1998, pág. 28. De estos
casos, el peor fue la masacre de más de cien campesinos de la aldea de Chacalté, Chajul, el 13 de
junio de 1982. Las víctimas se habían juntado a las patrullas civiles del ejército. La
responsabilidad del EGP fue verificada por una exhumación llevada a cabo por la Oficina de
Derechos Humanos del Arzobispado (Ana Lucía González, «La venganza del EGP», Revista [Prensa
Libre], 31 agosto 1997, págs. 8-10).
{19} Pablo Rodas Martini, «Rigoberta Menchú: miembro honorario del CACIF», El Periódico, 27 de
febrero de 1998, pág. 10.
{20} De las notas de un colega que asistió al discurso en la Columbia University de New York
City el 28 de febrero de 1996.

Capítulo 20
Epitafio para una testigo ocular

140
«Puede que el libro no diga la verdad sobre Rigoberta, pero dice la verdad sobre Guatemala.»
–De un ladino a un gringo, 1998.
El hecho de que Rigoberta se representara como maya omnirepresentativa, con una serie de
experiencias mucho más amplia de la que realmente tuvo, no es en sí un problema serio. Obviamente,
se debería saber que su testimonio de 1982 no es una crónica literal de su vida. Sin embargo, ella
dejó muy claro que ésta era la historia de todos los guatemaltecos pobres. Bien pensado, no pudo
haber sido nunca la historia de una guatemalteca pobre. Defender su estrategia narrativa resulta
fácil, puesto que es cierta su denuncia más destacada: los asesinatos del ejército. Rigoberta
dramatizó su vida, como podría haberlo hecho un guionista de Hollywood, para tener más impacto. No
obstante, es legítimo exigir veracidad a toda narración que diga ser la crónica de un testigo
ocular, especialmente si ha sido tomada tan en serio como la de Rigoberta. Aunque no se le pueda
pedir la misma objetividad que a un observador de las Naciones Unidas, este libro ha sugerido la
importancia de comparar su versión con otras evidencias. El relato de Rigoberta da lugar a
malinterpretaciones serias en su descripción del contexto social de los asesinatos,
particularmente, en lo que se refiere al motivo por el que empezaron en su región. Uspantán no es
un microcosmos de todo el conflicto, pero a través de la historia de Rigoberta ha sido ampliamente
interpretado como arquetipo. Es más, lo que allí pasó ilustra el destino de decenas de miles de
víctimas. Aclarar cómo empezaron los asesinatos en Uspantán es relevante a una escala más amplia.
Cuando las matanzas estaban en su apogeo, en 1982, tal vez era secundario saber la causa,
aunque no dejaba de tener importancia. Ahora es todavía más importante, puesto que se están
publicando informes de las comisiones de la verdad y puesto que los guatemaltecos están tratando
de dejar atrás los años de conflicto. Si identificar crímenes y sacarlos a la luz se ha convertido
en un imperativo público del proceso de paz, si se exige establecer la «memoria histórica»,
entonces Me llamo Rigoberta Menchú no puede ser clasificado como verídico en aspectos que no lo
es. Si uno cree la historia de Rigoberta a pies juntillas, si uno piensa que tal vez algunos
puntos han sido exagerados, pero que básicamente la historia es exacta, tiene una idea equivocada
de las condiciones en las que vivía su pueblo, de qué querían y de cómo empezaron los asesinatos
políticos en su región.
No tiene nada de extraño que en respuesta a una carnicería se traten de establecer los hechos.
Es más, es algo cada vez más frecuente puesto que las guerras civiles se están convirtiendo en
cosa de todos los días y puesto que el mundo reacciona ante ellas estableciendo redes de derechos
humanos, comisiones de la verdad y tribunales. El análisis de las versiones contradictorias de los
hechos para acercarse a lo sucedido seguirá siendo crucial a distintos niveles: para comprender
diferentes clases de conflicto, para detectar las contradicciones que afectan internamente a
grupos que damos por sentado que son homogéneos, y para evaluar a los diferentes grupos armados
que dicen representar a la mayoría de la población. Sólo si establecemos cronologías, perspectivas
y probabilidades podemos tener cierta esperanza de evaluar cómo se utilizan las historias
recíprocas de victimización para justificar la violencia, cómo estos argumentos se convierten en
las justificaciones de los intereses políticos y cómo se puede inducir a los seres humanos a
cometer crímenes contra la humanidad.
Es importante subrayar que es legítimo cuestionar el testimonio de Rigoberta, ya que, con las
críticas postmodernas acerca de la representación y la autoridad, muchos académicos se sienten
tentados a abandonar la tarea de verificación, especialmente cuando el narrador ha sido convertido
en una víctima a la que hay que apoyar. En una época en la que el rumor, el mito, la
representación y la construcción de lo que consideramos «real» plantea cuestiones fascinantes,
resulta demasiado fácil eludir la tarea de separar lo cierto de lo falso, acatando la autoridad de
las víctimas de moda. Es así como Me llamo Rigoberta Menchú se convirtió en un libro con un culto
propio, que tiene una gran influencia en la percepción internacional sobre Guatemala. Hay tres
razones para evaluar nuevamente el testimonio de la laureada. Al hacerlo, podemos ver (1) cómo se
tergiversó la violencia en Guatemala, (2) cómo los mitos sobre la guerra de guerrillas siguen
desorientando a la izquierda urbana, y (3) cómo se está redefiniendo el concepto de legitimidad en
las ciencias sociales y las humanidades para frenar la investigación y el debate.
Chivo expiatorio para los guatemaltecos, santa para los gringos
Me llamo Rigoberta Menchú fue un eco del Ejército Guerrillero de los Pobres en París. También
era la historia de una mujer joven que, según sus palabras, «traté de convertirla en la
experiencia general de todo el pueblo».{1} Para los extranjeros que estaban respondiendo a una
emergencia humanitaria, una simple historia pasó a personificar a una nación en crisis,
concediéndole un aura de representatividad e importancia que de lo contrario no hubiera tenido. El
resultado fue mítico en dos sentidos. Por un lado, parte de su historia no era cierta. En un
sentido más amplio, su historia se convirtió en un paradigma mítico de la identidad, un medio para
que diferentes grupos de personas entendieran quiénes eran y qué tenían que hacer a continuación.
Pero, ¿de quién era este paradigma y para qué servía? Extranjeros y guatemaltecos han aportado
necesidades diferentes a la odisea de Rigoberta, como resulta evidente cuando uno analiza los
contrastes en cuanto a cómo la perciben.
Lo que asombra a los antiguos vecinos de Rigoberta es que una colegiala pudiera convertirse en
celebridad internacional. La mayoría de los uspantanos han oído hablar de su historia por
transmisión oral, lo que difumina detalles a los que quizá se opondrían, dejando una secuela de
persecución, supervivencia y denuncia con la que se pueden identificar muchos de ellos. Se puede
decir lo mismo de gran parte del público guatemalteco. Rigoberta era una desconocida para casi
todos los indígenas, hasta que en 1991 la izquierda empezó a promocionarla como candidata al
premio Nobel. A muchos les gustó la idea de que una maya recibiera honores internacionales por los
sufrimientos de su pueblo. Su historia también atrajo a muchos ladinos que habían tenido
experiencias similares con la represión estatal. En este sentido, su historia es cierta.
Paradójicamente, a pesar de que a Rigoberta no se le ha cuestionado la veracidad de su versión
de los hechos, ha sido objeto de críticas por parte de casi todos los sectores de la sociedad

141
guatemalteca, incluyendo sus propios partidarios decepcionados. Esto no debería ser una sorpresa.
Los sentimientos contradictorios hacia las celebridades forman parte del poder que ejercen en la
imaginación pública. Como símbolos vivientes de lo bueno, lo malo y lo inevitable; del increíble
papel que juega la suerte en los asuntos humanos; y de la injusticia de todo ello, son adorados
ahora y envidiados después, malditos hoy y disculpados mañana. Lo mismo sucede con Rigoberta, cuya
historia se ha convertido en una vía a través de la cual un país entero refleja sus
contradicciones. Al presentarse como una mujer más, ha tratado de ser todo para todos de un modo
que resulta imposible para cualquiera. Como premio Nobel, ha dedicado su autoridad simbólica para
servir de puente entre los indígenas y los ladinos; entre los indígenas, el movimiento guerrillero
y los que se oponen a éste; y entre el aparato político y la mayoría de los guatemaltecos que se
sienten defraudados por él. El proceso de paz la ha obligado a aceptar compromisos que seguramente
ofenden a sus partidarios pero que probablemente no convencen a sus adversarios.
La adulación internacional por Rigoberta ha avivado la inclinación de los guatemaltecos a la
maledicencia.{2} Pero ha habido muy poco interés en poner en tela de juicio la veracidad de su
testimonio. Para muchos guatemaltecos, sólo el contexto de persecución, exilio y reivindicación
basta para validarla en el papel que le concedió el comité Nobel: el de un símbolo para todos los
que han sufrido. La veracidad podría parecer un tema secundario puesto que son incuestionables las
atrocidades que ella trataba de dramatizar. Como premio Nobel, ha llegado a ocupar una posición
similar a la de los presidentes de Estados Unidos y la realeza británica, cuya importancia
simbólica es mayor que la capacidad de cualquier individuo para interpretar el rol. Poner en
ridículo a estos personajes puede llegar a preservar un respeto subyacente por la institución que
representan, protegiéndola de los defectos de su ocupante. Ora se les desprecia, ora se convierten
en símbolos de unión nacional.
A veces parece que los partidarios más incondicionales de Rigoberta son los europeos y los
estadounidenses, que fueron los primeros en responder a su historia y que la situaron en el camino
de la fama. Esto es una muestra del papel desproporcionado que ha jugado la opinión internacional
en la guerra civil guatemalteca; en los 80 ayudando a la guerrilla a prolongar una guerra que casi
habían perdido y en los 90 poniendo fin a una guerra que, de lo contrario, la insurgencia y el
ejército hubieran continuado. En el extranjero, prevalece la versión publicada de la historia de
Rigoberta, no la oral, de modo que los admiradores extranjeros han puesto su fe en una versión más
detallada y problemática de su historia. Tienen, además, una serie de necesidades diferentes a las
de los guatemaltecos. Para la mayoría de los guatemaltecos, no es una cuestión de solidaridad
moral con las víctimas de la violencia: ellos son las víctimas. Asimismo, la mayoría de los
guatemaltecos no siente la necesidad de reivindicar la lucha armada de la izquierda, de la misma
manera que no quiere justificar la tradición represiva de la derecha guatemalteca. Al contrario,
la actitud más común es la de considerar a ambas partes la pareja de una danza de destrucción.
Los partidarios extranjeros de Rigoberta están en una situación diferente. Algunos siguen
recurriendo a su historia para probar que el movimiento guerrillero tuvo profundas raíces
populares, o por lo menos para mostrar que no fue un completo desastre. Para un amplio círculo de
activistas de derechos humanos, que se consideran pacifistas pero que sin saberlo han absorbido
una perspectiva guerrillerófila, el respeto por el texto de Rigoberta es una muestra de
solidaridad con los oprimidos. Creyendo su historia, demuestran su compromiso. Mientras tanto,
para los académicos creer en la historia de Rigoberta nos ayuda a resolver un dilema moral
profesional, pero muy personal, sobre nuestra legitimidad como observadores de personas que son
mucho menos afortunadas que nosotros.
A partir de los 80, una literatura teórica que acusa al conocimiento occidental de ser
inherentemente colonialista ha ganado un prestigio considerable en las universidades
norteamericanas.{3} En partes de las humanidades y las ciencias sociales, los exponentes de esta
tendencia parecen ser dominantes. Bajo distintas rúbricas, como los estudios culturales y el
postmodernismo, parte de esta literatura continúa la tradición empírica y autocrítica del
pensamiento occidental. Pero las nuevas teorías pueden servir también para cerrar la investigación
y el debate, reduciendo el discurso intelectual a las relaciones de poder y descartando puntos de
vistas opuestos por considerarlos reaccionarios.{4}
He aquí donde lo que pretende ser pensamiento crítico degenera en dogmatismo: Si todo retrato
empírico de un tema delicado refleja presunciones etnocéntricas o burguesas (por ejemplo, mi deseo
de verificar la historia personal de una laureada de la paz), no tiene mucho sentido debatir
puntos como si Vicente Menchú perteneció o no al Comité de Unidad Campesina, o si Rigoberta nos
dio un relato fidedigno de su aldea antes de la violencia. En su lugar, lo que importa es la
«metanarrativa», el discurso de poder que se esconde detrás del texto. En el caso del libro que
usted está leyendo, un varón blanco acusa a una mujer indígena de inventar parte de su historia.
Lo que importa no es si lo ha hecho o no. En vez de eso, es la dominación occidental que,
obviamente, yo estoy perpetrando. Este tipo de razonamiento permite que la historia de Rigoberta
quede fuera del marco de las proposiciones demostrables, para convertirse en una escritura sagrada
que los extranjeros pueden utilizar para validarse a si mismos.
¿Pero cómo decidimos a qué víctimas escuchar? Cuando empecé a cuestionar la historia de
Rigoberta, aprendí que el testimonio de las víctimas puede usarse para evitar preguntas no
deseadas. No a todas las víctimas se las eleva así a los altares, sólo a aquellas que sirven para
nuestros fines, porque elevar a los altares unas pretensiones de victimización implica rechazar
otras. El resultado son estereotipos que reducen las complejidades de historia, desigualdad y
ambición a unos melodramas representados por caracteres estereotipados, que siempre se ajustarán a
nuestras expectativas, ya que descalificamos la evidencia que no encaja. El clima intelectual que
resulta tiene consecuencias para el tipo de trabajo que hacen los jóvenes académicos, porque
condiciona qué se promueve y qué no se promueve, lo qué se publica y lo qué no se publica.
Para los académicos inseguros acerca de su derecho moral a representar al «Otro», el testimonio
y otras manifestaciones de la voz nativa resultan un regalo del cielo. Al incorporar la voz nativa
a la sílaba y referirnos a ella ocasionalmente, validamos nuestra autoridad al abdicarlo. Esto no

142
es necesariamente malo, de hecho es difícil imaginarse la antropología y los estudios
latinoamericanos sin ello. Pero en la era de las comisiones de la verdad, cuando hay una demanda
pública para que se establezcan los hechos, no se puede privilegiar una versión de una historia de
conflictos de tierras y homicidios. ¿Qué pasa si al comparar el testimonio santificado con otros,
descubrimos que no coinciden en ciertos aspectos importantes? Entonces tendríamos que reconocer
que no hay nada que sustituya nuestra capacidad de juzgar versiones rivales de los hechos, de
ejercitar nuestra autoridad como académicos. Esto desenmarañaría una generación de esfuerzos para
revalidarnos a través de imágenes idealizadas del Otro.
Idealizando la revolución
Defender la necesidad de ejercitar nuestro juicio no es alegar que el mío sea necesariamente
definitivo. Incluso al nivel mundano de quién hizo qué a quién, el fin del enfrentamiento
ejército-guerrilla implica que habrá más sobrevivientes que cuenten sus historias. Sólo puedo
especular sobre qué pretendía lograr Vicente Menchú al colaborar con la guerrilla, exactamente
cuándo y cómo se unió su hija a la insurgencia y por qué Rigoberta rompió con la Unión
Revolucionaria Nacional Guatemalteca en 1994. Sin embargo, se pueden establecer otros puntos. El
conflicto más serio de Vicente Menchú era con otros k'iche's, no con finqueros ladinos. Hasta el
final de sus días, trabajó con la Clínica Behrhorst y con el Cuerpo de Paz, pero probablemente no
con el Comité de Unidad Campesina. El ejército comenzó a secuestrar campesinos después de que el
Ejército Guerrillero de los Pobres asesinara a Eliu Martínez y a Honorio García, y no porque los
campesinos estuvieran defendiendo sus tierras de los ladinos. Rigoberta estaba en un internado
cuando su aldea fue sorprendida por la violencia. Si alguien duda de mis averiguaciones, puede
comprobarlas con otra investigación.
Lo que puede parecer una simple cuestión de verificación, en un rincón de una gran matanza,
conduce a un tema más importante: El uso que se le ha dado a la historia de Rigoberta, para apoyar
internacionalmente un movimiento guerrillero que había perdido la credibilidad en su país.
Sabiendo lo que yo sabía acerca del contraste entre Rigoberta y otros sobrevivientes de la
violencia, entre su política y la de ellos, me enfrentaba a una posibilidad perturbadora: que se
pudiera utilizar a una premio Nobel de la paz para prolongar una guerra impopular. Dadas las
circunstancias bajo las que Rigoberta contó su historia en 1982, ésta se adaptó a las necesidades
propagandísticas de un movimiento guerrillero que quizá nunca tuvo el apoyo popular que decía
tener y que pronto perdió gran parte del que tenía. Durante catorce años más, el movimiento
guerrillero continuó una guerra que había perdido con la esperanza de generar suficiente presión
internacional para conseguir ciertas concesiones. La historia de Rigoberta ayudó a los líderes de
la guerrilla a (1) utilizar el movimiento internacional de derechos humanos para presionar al
ejército guatemalteco, (2) conservar la legitimidad internacional después de haber perdido el
apoyo de la mayoría de los campesinos, y (3) llegar finalmente a los Acuerdos de Paz en diciembre
de 1996.
Incluso ahora, la izquierda guatemalteca se pregunta si los comandantes obtuvieron suficiente
en la mesa de negociaciones, si deberían haber continuado la guerra o si deberían haberla
terminado antes. La cuestión subyacente, si fue bueno o no recurrir a la opinión internacional
para dar aliento a una insurgencia derrotada, es algo que decidirá la historia. Al manipular la
simbología de los derechos humanos para evitar la derrota y eventualmente conseguir los acuerdos
de paz, la URNG posiblemente ha dado inicio a un proceso por el cual el ejército irá perdiendo
gradualmente su posición dominante. Si esto ocurriera, sería todo un logro, en el cual el
simbolismo de los muertos conseguiría lo que estos muertos no lograron en vida. Entretanto, llama
la atención una paradoja. Es posible que la historia de Rigoberta hablara en nombre de los muertos
a principios de los 80, pero a finales de los 80 era ya tan sacrosanta que ahogaba las voces de
otros guatemaltecos que, cada vez que yo les visitaba, me decían que querían que acabara la
guerra.
La política de Rigoberta ha evolucionado considerablemente desde 1982. Sin embargo, sus
ingenuos puntos de vista de aquellos tiempos, con poco más de un año de experiencia en el
movimiento revolucionario, siguen siendo considerados como la evidencia de una dudosa propuesta
con consecuencias profundas. Me refiero a la idea de que la guerra de guerrilla es la respuesta
inevitable de los pobres, su forma de defenderse de la explotación. En los años 60, insurgentes y
contrainsurgentes compartían la creencia de que América Latina era un campo abonado para la
revolución. Asumiendo que las masas estaban a la espera de líderes, los intelectuales de clase
media formaron docenas de grupos guerrilleros, a menudo a pesar de las objeciones de la izquierda
no clandestina, que pronto fueron diezmados junto con los civiles de las zonas donde operaban. La
mayoría de las organizaciones guerrilleras fueron exterminadas, y ninguna conquistó el poder, pero
a finales de los 70 estas mismas esperanzas dieron lugar a una nueva ola de luchas armadas en
Centroamérica. Esta vez subió al poder un movimiento, en Nicaragua durante una década, pero en El
Salvador y Guatemala fracasaron otros dos que parecían estar cerca de la victoria.
Algunos centroamericanos creen que sólo la lucha armada podía poner fin a las dictaduras que
dominaban sus países. En su opinión, la guerra de guerrillas era un paso trágico pero necesario
para la democratización, aunque sólo fuera por la presión internacional que se generó contra
oligarquías inflexibles. Puede que tengan razón, pero también hay que preguntarse: ¿qué fue lo que
dio lugar a regímenes militares tan feroces? Consideremos la evolución del ejército guatemalteco,
desde el reformismo burguesista de los 40, a su respuesta dividida frente a la invasión de la CIA
en 1954, pasando por la resistencia a la agenda estadounidense de inicios de los 60, hasta
concluir en la máquina de matar en que se convirtió a finales de los 60. Evidentemente, el cuerpo
de oficiales incluían un espectro ideológico más amplio que el generalmente se le concede. ¿Qué lo
redujo al anticomunismo fanático que permitió asesinar a tantos hombres, mujeres y niños? Los
Estados Unidos tienen mucha responsabilidad en esta tragedia, pero no hubiera ocurrido sin el
espectro del comunismo internacional, como el proporcionado por el triunfo de la revolución en
Cuba. La insurgencia era un remedio que prolongaba la enfermedad, reforzando las razones del
sector castrense más homicida en uno y otro país.

143
Algunos académicos piensan que ya no es necesario desmitificar la imagen romántica de la
guerrilla. De hecho, el apoyo a la lucha armada ha caído en declive en el Cono Sur y gran parte de
los Andes, así como en El Salvador, Nicaragua y Guatemala.{5} Ahora que la revolución cubana parece
estar llegando a su fin, la ideología marxista leninista que quiso reproducirla a través de la
lucha armada parece anacrónica. Pero el idilio con la guerrilla latinoamericana no ha muerto, como
puede verse en el resurgimiento periódico de la nostalgia por el Che Guevara.{6} Y no morirá
mientras que la izquierda de por supuesto que la guerrilla nace de las necesidades de los pobres.
El ejemplo más obvio de cómo sigue renaciendo el mito es el levantamiento zapatista en México.
Cuando rebeldes mayas tomaron la ciudad de San Cristóbal de las Casas el 1 de enero de 1994, se
desbordaron las manifestaciones de solidaridad del resto de México, de los Estados Unidos y de
Europa. Chiapas se convirtió en el nuevo peregrinaje, superando incluso la captación de Guatemala.
Bajo otras circunstancias, el ataque zapatista al ejército mexicano hubiera sido un suicidio.
Afortunadamente, las manos del gobierno estaban atadas por un nuevo tratado de comercio con los
Estados Unidos y la llegada, virtualmente de la noche a la mañana, de cientos de periodistas y
activistas armados con cámaras de vídeo. De pronto, los medios de difusión se convirtieron en el
eje de la estrategia zapatista, protegiendo a los rebeldes de represalias que de lo contrario
hubieran sido aplastantes.
En poco tiempo, el levantamiento dio la impresión de ser un tremendo éxito. Galvanizó a la
izquierda mexicana, desencadenó una serie de protestas que hicieron tambalear al gobierno mexicano
y lo obligaron a negociar. Aún así, después de haber oído lo que los campesinos guatemaltecos
tenían que decir acerca del coste de la estrategia guerrillera, me sentí incómodo con esta última
demostración del afán de ver a los indígenas como símbolos de la rebelión. Los zapatistas
respondían a los sueños más preciados de la izquierda: eran indígenas y radicales, mayas y al
mismo tiempo marxistas, armados pero relativamente no violentos. Los extranjeros les sedujo
particularmente la figura del subcomandante Marcos, el enmascarado intelectual urbano, fumador de
pipa.
El cuadro era un poco demasiado perfecto. Indiscutiblemente, los zapatistas eran un movimiento
campesino, pero estaban dirigidos por el subcomandante Marcos y otra gente de afuera, una facción
de la izquierda urbana resucitando las estrategias guerrilleras de los 70. Aún en su rincón de
Chiapas, los zapatistas sólo eran una de varias facciones y utilizaban mano dura contra los
campesinos que rehusaran apoyarlos. Pronto también se enfrentaban a otros campesinos por problemas
de tierra, la cual escasea debido al crecimiento demográfico y a las grandes fincas. Por si esto
fuera poco, sólo la presión de los medios de difusión impedía que el ejército mexicano sofocara a
los zapatistas. A medida que fue reduciéndose la novedad, el ejército estrechó el cerco e impidió
la entrada a la región a los partidarios extranjeros. El gobierno también canalizó la ayuda hacia
las facciones de campesinos opuestos, que comenzaron a incendiar las casas de los zapatistas,
convirtiéndolos en refugiados. Despojaron por completo a rebeldes que en un momento dado habían
tenido algo –como, por ejemplo, las vacas que vendieron para comprar rifles.
Volvemos a la pregunta de siempre, ¿fue el levantamiento de 1994 una reacción inevitable a la
opresión? ¿O, una vez más, los marxistas sacrificaban a los campesinos en una estrategia
predestinado al fracaso? Mucho antes de que aparecieran el subcomandante Marcos y sus compañeros,
los mayas de Chiapas ya tenían razones para enfrentarse al estado. Los mayas lo habían intentado
todo: programas de desarrollo, esquemas de colonización, teología de la liberación, iglesias
evangélicas, ligas campesinas, oposición electoral. Un estado unipartidista tenía firmemente asido
el poder; sus políticas económicas neoliberales cada vez ponían más dificultades a los campesinos
para ganarse la vida. Cuando finalmente llegó la explosión, adoptó la forma de levantamiento
zapatista y no otra ya que un puñado de revolucionarios devotos lograron organizar a una zona de
campesinos que no vieron nada anacrónico en sus doctrinas. Aunque el enfrentamiento quizás era
inevitable, esta forma particular de enfrentamiento no tenía nada de inevitable. Como de
costumbre, una estrategia guerrillera y la predecible reacción del estado tuvieron profundas
consecuencias en el clima político. Entre éstas se incluyen niveles más elevados de violencia, más
conflicto abierto entre los propios campesinos, y la ocupación del ejército mexicano.{7} ¿Pudo otra
estrategia haber mitigado algunas de estas consecuencias? Vale la pena hacerse esta pregunta.
La trágica historia de la teoría del foco, la estrategia de la lucha armada que ha inspirado
tantos desastres, subraya cuán importante es contemplar con ojos fríos los planteamientos de la
guerrilla. El modelo de la teoría fue la insurgencia campesina que Fidel Castro lideró contra el
dictador Fulgencio Batista en la Sierra Maestra de Cuba. Una vez que Fidel tomó el poder, Che
Guevara y Régis Debray teorizaron que, operando desde el medio rural, los revolucionarios
profesionales podían derrocar otros regímenes, más o menos independientemente de las condiciones
nacionales. A medida que la revolución cubana se convirtió en el patrón del resto de la izquierda
latinoamericana, la teoría alcanzó fórmulas más grandiosas todavía, culminado con la caída del Che
en Bolivia en 1967. La ironía del foquismo es que nunca sirvió, ni siquiera en Cuba. Según un
análisis fascinante del historiador Matt Childs, el Che y Fidel exageraron el rol de la guerrilla
rural a raíz de las luchas faccionales en la coalición revolucionaria que los llevó al poder.
Mientras purgaban a sus rivales, monopolizaban los honores por la destitución de Batista, hasta
llegar a producir un falso modelo sobre cómo se lograba la victoria.
Después de la muerte del Che en Bolivia, Régis Debray reconoció que había sido un error
conceder tanta importancia al papel de la guerrilla en Sierra Maestra, hasta el punto de rechazar
la teoría del foco.{8} Pero ello no puso fin a la adulación del Che, que ha llegado a convertirse
en una especie de Cristo que redime a la clase media de izquierdas por su incapacidad para
relacionarse con los pobres en sus propios términos. Ni tampoco se ha puesto fin al sueño de la
izquierda urbana de encontrar la revolución en el medio rural, como lo ilustra la adulación de los
rebeldes zapatistas. Las ilusiones que rodean a esta forma de política de alto riesgo no han
muerto. Sobreviven apuntaladas en falsas presunciones del pasado que seguirán fomentando los
resurgimientos. Pese a toda la evidencia de que la lucha armada es un desastre, su sello romántico
continúa atrayendo a cohortes de creyentes, que restauran el paradigma y repiten la experiencia.

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Si tienen habilidad para las relaciones públicas, serán aclamados por extranjeros que se sienten
atraídos por el mismo simbolismo. Treinta años después, cuando el mito de la guerrilla tendría que
haber muerto en Bolivia, no son pocos los intelectuales que siguen siendo sus presas. Les atrae la
idea de que intelectuales de clase media puedan desencadenar una revolución con la simplicidad
moral de la guerra justa. Los campesinos, convertidos en objetivos militares, pagarán la factura.
Mucho antes del romance de la guerrilla, había una larga tradición de proyectar fantasías de
rebelión en los indígenas. Obviamente, algunos indígenas han optado por tomar las armas, y se
merecen atención –pero también la merece la disposición de los no indígenas para identificar a los
pueblos nativos como sujetos insurreccionarios, aunque la mayoría nunca se haya interesado por ese
papel. El simbolismo indígena no siempre ha ocupado un lugar central en la aventura guerrillera,
pero generalmente está en el trasfondo, aunque sólo sea como un símbolo de resistencia y de
inocencia rousseauniana. En Guatemala, los indígenas ocuparon el centro del escenario alrededor de
1980, y desde entonces sus imágenes han sido cruciales para legitimizar al movimiento guerrillero.
Es por ello que resulta tan importante comprender las ilusiones que se barajan en la historia de
Rigoberta, aunque ella haya avanzado políticamente. Tomando al pie de la letra lo que pretende ser
la crónica de un testigo ocular, tal como muchos lectores seguirán haciendo a menos que se les
demuestre lo contrario, los indígenas aparecen enfrentados a condiciones desesperadas, cuando de
hecho familias como la de los Menchú vivían en condiciones algo mejores que esas; se le atribuye a
los indígenas una revolución que en realidad tuvo su origen en los planes de revolucionarios no-
indígenas; y la falta de tierra se atribuye exclusivamente a las expropiaciones de los finqueros,
cuando una población creciente está empeorando la situación para cada nueva generación.
Espero que confrontando las limitaciones de Me llamo Rigoberta Menchú, se ayudará a la
izquierda latinoamericana y a sus partidarios extranjeros a escapar del cautiverio del guevarismo.
En el fondo de las estrategias guerrilleras del medio rural subyace un romance urbano, un mito
propiciado por radicales de clase media que sueñan con encontrar una solidaridad auténtica en el
campo. Las injusticias que inducen a algunos campesinos a juntarse con organizaciones guerrilleras
son reales; es posible que el enfrentamiento físico sea inevitable; pero no así el tipo de lucha
armada que contemplan las organizaciones guerrilleras. Durante buena parte de cuatro décadas, una
creencia errónea en la pureza moral del rechazo absoluto, de la negación a comprometerse con el
sistema y de buscar la manera de derrocarlo a la fuerza, ha tenido profundas consecuencias para
toda la escena política. Ha reforzado las razones para la represión, envenenando otras
posibilidades políticas que podían haber tenido más éxito, y ha sido fatal para la propia
izquierda, puesto que ha garantizado una respuesta violenta por parte del estado que las bases no
pueden soportar. Es hora de enfrentar el hecho de que es mucho más probable que las estrategias
guerrilleras acaben con la izquierda en vez de construirla.
Rigoberta regresa a su país
«En ningún país de América, hoy por hoy, podemos tener una nación sólo de indígenas...
Tendríamos que borrar las fronteras y sostener una lucha racista para dividir a los
indígenas y a los ladinos. En realidad, nadie puede arrogarse ahora el derecho de decir
quién es indígena, quién no es indígena; quién es más indígena y quién es menos indígena...
Lo que necesitamos es un país en donde podamos convivir con respeto mutuo...» –Rigoberta
Menchú, diciembre 1992.
En 1982, una mujer joven contó una historia que centró la atención internacional en uno de los
regímenes más represivos de Latinoamérica. Su éxito tomó a todo el mundo por sorpresa, y es toda
una hazaña. Para la izquierda, la historia que creó en 1982 con la ayuda de Elisabeth Burgos se ha
convertido en un texto clásico del debate de la relación entre los pueblos indígenas y la
transformación social. Aunque no sea, como pretende, la crónica de un testigo ocular, esto no le
resta importancia. Su historia ha ayudado a cambiar la percepción que había sobre los pueblos
indígenas, de víctimas desamparadas han pasado a ser hombres y mujeres que luchan por sus
derechos. El reconocimiento cosechado por el premio Nobel ha ayudado a los mayas a tomar
conciencia de sí mismos como actores históricos.
Tanto para muchos ladinos como mayas, Rigoberta es un símbolo nacional y seguirá siéndolo, al
margen de las vicisitudes que sufra por ser un símbolo vivo. En la vida intelectual de Guatemala,
es una voz maya que trata de transcender la dicotomía ladino-indígena que subyace en la raíz de
las luchas por la identidad nacional. Puesto que defiende una relación más equitativa entre los
dos grandes grupos étnicos de la historia de Guatemala, su libro es una epopeya nacional. El
pasaje clave de Me llamo Rigoberta Menchú es el primero: «mi historia es la historia de todos los
guatemaltecos pobres». Incluso si la vida que narra no es exactamente la suya, aun si es una vida
heroica fuertemente novelada, consiguió lo que pretendía de un modo que la vida real de una
persona no hubiera logrado.
Durante varios años, después de regresar del exilio, Rigoberta evitó visitar Uspantán. Por fin
lo hizo en julio de 1995, durante la campaña de registro electoral. Llegó sin anunciarse y fue
cordialmente recibida cuando recorría las calles. Después sus acompañantes y ella siguieron por el
camino que al norte del pueblo trepa a la sierra. Cuesta imaginar la expectación y el temor que
debió sentir cuando bajaba de Laguna Danta. Contemplaba Chimel por primera vez en quince años.
La aldea en la que pasó sus primeros años ya no existía. Al ver lo que había cambiado –las
casas que habían desaparecido, las laderas montañosas cercadas para pasto de ganado– y lo que
seguía igual que antes –el contorno de las montañas, las nubes que flotaban de abajo hacia arriba–
lloró por sus padres. Las pocas familias que había allí trataron de consolarla. También le
pidieron que se reuniera con ellas. Recobrando la compostura, escuchó su letanía de necesidades.
Después prometió luchar por la nueva carretera a su tierra prometida, Cuatro Chorros, en el
antiguo dominio de su padre.
Pocos meses más tarde, durante su siguiente visita a Uspantán, sus partidarios consiguieron
organizar una recepción. Allí, en el pueblo donde habían sido secuestrados dos miembros de su
familia, donde habían dado muerte a otro y de donde había partido su padre para la embajada de

145
España, la recibieron con cohetes y banda de música. Dijo que quería exhumar los restos de su
madre. Muchos grupos indígenas hablan de los héroes culturales, los antepasados que les dejaron el
fuego, el maíz o la yuca. Unos son embustes, otros personajes trágicos. Cometen errores y tienen
muchos enemigos. Toman decisiones que resultan equivocadas; su pueblo se vuelve contra ellos.
Están descuartizados y sus pedazos se vuelven a unir. La historia que Rigoberta dio a su gente
puede ser descuartizada, como lo fueron algunos de sus vecinos durante la violencia, pero volverá
a unirse de nuevo, y quizás Guatemala también lo haga.

Notas
{1} Burgos-Debray 1984:118 (pág. 144 en edic. Arcoiris.)
{2} Para un ejemplo, Trejo 1996.
{3} Tal como lo plantean Carolyn Nordstrom y Antonius Robben (1995:11), los antropólogos «salen
al campo abrumados por el peso de nuestra propia cultura, sostenidos e impulsados por presunciones
occidentales que raras veces se cuestionan, resguardados del resplandor de la diversidad cultural
compleja por una lente cuidadosamente elaborada de conocimiento cultural que determina, así como
clarifica, lo que ve. Cuando pretendemos hablar en nombre de otros, estamos poniendo el concepto
occidental en boca de otros pueblos».
{4} Ellis 1997.
{5} Castañeda 1993. Para un análisis de por qué la estrategia guerrillera ha sido auto
derrotada en Colombia, véase Eduardo Pizarro Leongómez (1996) sobre «insurgencia sin revolución».
{6} Doreen Carvajal, «From Rebel to Pop Icon: 30 Years After His Death, Che Guevara has New
Charisma», New York Times, 30 abril 1997.
{7} No tengo espacio para darles a los zapatistas la atención que se merecen. El hecho de que
el movimiento fuera iniciado por marxistas urbanos no lo invalida como movimiento indígena. Al
contrario, como ha señalado Gary Gossen (1996), los mayas tienen una larga tradición de elegir a
extranjeros como sus líderes. Para un análisis de porqué algunos campesinos apoyaron a los
zapatistas y otros no, véase Collier 1994 y 1997. Para un análisis ecológico del contexto
zapatista, véase Simon 1997:91-125. Para retratos escépticos del subcomandante Marcos, véase Tello
Díaz 1995 y De la Grange y Rico 1998. Para un punto de vista más solidario, véase Le Bot 1997.
{8} Childs 1995:622-623.

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