Muchos fueron los escritores, historiadores y biógrafos que abordaron las
inagotables aristas de la personalidad de Lawrence de Arabia, apelativo que Thomas Edward Lawrence portaba con orgullo, según algunos y, según otros, evitaba, hasta el punto de negarse a responder cuando se lo nombraba de este modo. Lowell Thomas, periodista que se le unió en pleno desierto para observar de cerca las revueltas árabes, ha sostenido que la multiplicidad de aptitudes con que contaba este aventurero “coronador de reyes” redundó en favor de su cualidad de modelador del destino de Oriente Medio. Arqueólogo, escritor, espía británico encarnado en árabe, genio, asceta; para algunos, invención de otro, para otros, ficción de sí mismo, su controvertida figura arrastra tantas y tan impactantes facetas que no es posible abordar la comprensión de su personalidad sin hacer el intento de recorrerla minuciosamente. Más de treinta libros, incluso alguno destinado a la lectura infantil, un film que en 1961 dirigiera David Lean, considerado una obra maestra de la cinematografía, la obra de teatro Ross, del dramaturgo Terence Rattigan y de gran éxito en Nueva York, e incontables artículos se han escrito sobre este héroe romántico, también apelado El Robin Hood del Desierto. El poeta, novelista y ensayista inglés, Robert von Ranke Graves, entre muchas otras cosas, profesor de literatura en El Cairo, oficial británico en la Primera Guerra Mundial y biógrafo de Lawrence, en los últimos capítulos de la autobiografía de su juventud, “Adiós a todo eso”, narra su relación con escritores como Thomas Ardí, H. G. Wells y Lawrence de Arabia. Winston Churchill lo consideraba uno de los hombres más grandes de su tiempo. “No hay otro como él”, dijo en una ocasión. “Su nombre pervivirá en las letras inglesas; será recordado en los anales de la guerra; vivirá en las leyendas de Arabia”. Hay quienes encuentran una incuestionable analogía entre el protagonista de la novela épica de ciencia ficción “Duna”, de Frank Herbert, llamado Paul Atreudes, y el legendario Lawrence de Arabia. En la novela, el protagonista, quien desde niño presentaba una compleja personalidad con cualidades mentales precognitivas, más tarde derrota a sus despiadados oponentes con la ayuda de una tribu del desierto de la que se convierte en líder. Ambos héroes son rebautizados: Thomas E. Lawrence será Al- Aurens y Paul Atreudes, Paul-Muad'Dib; en ambos casos los personajes se destacan por su capacidad de asimilación de las tradiciones locales, completamente diferentes a las propias. Thomas Edward Lawrence nació en Gales El 16 de agosto de 1888, en el seno de una familia atípica. Fue el segundo de cinco hermanos varones. Su padre, Thomas Chapman, terrateniente angloirlandés, y su esposa, Edith, irlandesa también y fanática religiosa, tuvieron cuatro hijas. La mujer era de carácter feroz -en algunos círculos de Dublín se la apodaba “la santa víbora”-, hablaba de religión entre plegaria y plegaria, sin detenerse un instante, y dedicaba cada hora de su vida a la causa papal dejando la organización de su familia en manos de Sarah Maden -algunos la nombran Sarah Junner y nosotros le diremos simplemente Sarah-, la niñera de sus hijas. Como se esperaba de un caballero rural victoriano e irlandés, sir Chapman parecía dedicarse exclusivamente al cuidado de su hacienda. Pero al no hallar en su esposa reciprocidad a sus pasiones instintivas, comenzó un romance con Sarah, una escocesa bien parecida que en breve renunció amistosamente a su trabajo alegando requerimientos familiares. No había transcurrido mucho tiempo cuando el mayordomo de los Chapman encontró a Sarah en una tienda de comidas, donde se identificaba como señora de Chapman. El sirviente observó que se trataba de la antigua niñera de la casa y la siguió. Cuando entre las gentes presenció su encuentro con el señor, constató que eran amantes y, como es de suponer, se apresuró a poner en autos a la señora. Previo arreglo mediante el cual quedaba garantizada económicamente la educación y crianza de sus cuatro hijas, el señor Chapman abandonó a su familia. La casita que Thomas Chapman alquiló para que Sarah se instalara y él la visitara, quedaba en las afueras de Dublín, donde nació su primer hijo, Bob. Luego, cuando la situación familiar de sir Chapman se tornó insostenible, se mudaron juntos a Inglaterra, comenzando una seguidilla de mudanzas que se extendería por mucho tiempo. Chapman, entonces, cambió su apellido por el de Lawrence. En Gales nació Thomas Edward, pero poco tiempo después volvieron a mudarse a Escocia, donde nació William, su tercer hijo. Fue en Dinard donde se instaló la familia en los tiempos en que Bob y Ned -así llamaban a T. E.- asistían a su estudio diario en la escuela Fères y tomaban tres veces por semana clases de Gimnasia en St. Malo. Llamaban la atención la inteligencia y sagacidad de Ned, quien, según su madre, había incorporado el alfabeto antes de cumplir los tres años. El ahora señor Lawrence se encargaba de llevar a sus hijos a buscar fósiles, les enseñaba los países a los que pertenecían los buques de acuerdo a sus banderas y visitaba junto a ellos acantilados, monumentos y castillos, como el Carisbroocke, que había servido de prisión de Carlos I. Los muchachos también tomaban clases con una institutriz que acudía a su casa y, antes de ingresar a la universidad, Thomas Edward aprendía latín. Aunque el padre de Lawrence no era demasiado culto, hacia 1896 decidió que lo más conveniente para su familia era mudarse a Oxford donde, en un futuro, sus hijos podrían formarse con profesores destacados. Entonces serían cuatro los hermanos Lawrence que acudirían a la universidad, tan puntualmente que, como algunos vecinos afirmaran, al momento en que los hermanos Lawrence pasaban montados en sus bicicletas en fila india y de mayor a menor podrían ponerse en hora los relojes. Lawrence era un alumno poco común. No le agradaba obedecer. Su pasión por el conocimiento, manifiesta en su ansiedad por ahondar en la historia de todas las cosas, había empezado antes de los 11 años, estudiando durante largas horas antiguos mapas de Oxford y coleccionando monedas romanas, trozos de alfarería de otras épocas, vasijas, etc. Un profesor auxiliar de la Escuela Superior de Oxford, Ernest Cox, describió a Ned, quien luego sería nada menos que Lawrence de Arabia, como un muchacho “de pocas palabras, con sangre fría, miras concretas, inescrutable”. Decía también que el joven le provocaba una sensación latente de poseer virtudes ocultas. Su apostura convincente, la irradiada confianza en sí mismo, su mirada penetrante, tal vez fueran intentos compensatorios de equilibrar su apariencia física endeble. Su estatura baja -medía 1,64 m.- es atribuida por algunos a la fractura de un hueso del pie, de la que le llevó largo tiempo reponerse cuando transitaba la edad del crecimiento o a una paperas que había padecido. Hoy podemos decir que los únicos responsables de que Lawrence tuviera una estatura pequeña y una cabeza algo grande en relación a aquélla, fueron simplemente los cromosomas heredados. El compañero de universidad, T. W. Chanduy resalta el contraste entre la apariencia física y la esencia de Lawrence. Así se refiere a una “magrura de cuerpo” que resaltaba en su “expresiva energía de palabra” y lo describe como un estudiante mediocre. Lawrence despreciaba la institución educativa y sentía que sólo acudía a los claustros a perder un tiempo que él dedicaría con mucho más gusto a sus lecturas privadas. El naturista Beeson, también compañero de estudios de T. E., pero sobre todo ladero en sus expediciones en busca de antigüedades y par suyo en las reuniones de la Oxford Archaeological Society, recuerda su ansia de agradar, a la que por otra parte el mismo Lawrence alude como “tan fuerte y nerviosa que nunca pude abrirme amigablemente a nadie”. De esta época de estudiante data aquel sueño de fundar un imperio árabe, marcando territorios sobre un mapa y degustando la fantasía de ser el sucesor de Mahoma y Harun al-Raschid. El traumático episodio de la lucha en la que se trabó por defender a un niño más pequeño del ataque de un provocador, no agota sus consecuencias en la fractura de su pie. Fue entre sus trece y sus quince años; dolorido como hubo de sentirse, asistió a su clase de matemáticas y luego, cuando ya no soportó el dolor, fue llevado por sus hermanos en bicicleta hasta su casa. Obligado a mantener reposo durante un tiempo prolongado -según escribió en una carta a Charlotte, la esposa de Bernard Shaw-, sorprendió a sus padres en plena escena sexual, lo que le causó una impresión harto desagradable. Durante aquella convalecencia devoró, literalmente, libros sobre historia militar que se hacía traer por sus hermanos de la biblioteca escolar. La misma tendencia casi apremiante a transformar una frustración en instancia de conocimiento, demostró tiempo después cuando partió a Francia dispuesto a visitar todos los castillos normandos, luego de reprobar el examen para obtener una beca de historia en el Snt. John College, beca que, por otra parte, consiguió al año siguiente en el Jesus College. Algunos estudiosos tentados al análisis interpretativo de la vida de Lawrence definen esta etapa como una suma de antecedentes traumáticos capaces de explicar el origen de su compulsión a la lectura así como también de sus discutidas misoginia y homosexualidad. En ocasiones leía a diario libros enteros y otros veinte consultaba; visitaba museos y, como contrapartida a tal inquietud intelectual, se esmeraba en una suerte de entrenamiento físico, que iba desde pedalear largos trechos montado en su bicicleta, hasta la práctica de tiro o carreras de obstáculos, a la vez que guardaba un gran desprecio por los deportes organizados. La bibliofilia que se le adjudica agregaba al ritual irrefrenable de la lectura el deleite casi sensual con que Lawrence disfrutaba de los ejemplares bien encuadernados, del buen papel y hasta de la tipografía. Se dice que en Arabia, en plena campaña, solía evadirse a un lugar apartado para leer historia o poesía en busca de tranquilidad. Pero, aunque manejaba con solidez el francés, el latín y el griego clásico, contrariamente a lo que muchos de sus estudiosos afirman, entusiasmados en exagerar sus dotes de genialidad, Lawrence no tenía buena disposición al manejo del idioma árabe. Había aprendido a pensar como árabe, mérito atribuible a su extrema capacidad intuitiva; pero nunca manejó el idioma con facilidad, aunque comprendía el que se habla en los bazares de Siria y Mesopotamia. La vivencia que Lawrence tenía sobre la unión ilegítima de sus padres y cómo llegó a conocer esta verdad oculta -sea de una, otra o cualquiera de las tantas supuestas por sus biógrafos- también ha dejado, al parecer, una huella indeleble en su compleja personalidad. En ocasiones no le daba ninguna importancia, pero otras veces lo llevaba a sospechar que ciertas personas mencionaban el tema a sus espaldas. Los efectos que esto producía en su ánimo se ven reflejados en una carta que en 1927 le envió a Lionel Curtis, en respuesta a su proposición de participar en “Quién es Quién”; entonces Lawrence escribió; “…Ponga lo que le plazca, mientras no descubra la verdad sobre mi familia”. En 1905, siendo un estudiante de diecisiete años, se alistó como soldado raso en el batallón de entrenamiento de la Royal Artillery, en Cronwall, donde llegó en bicicleta huyendo de su casa, luego de una disputa familiar. Su padre fue a buscarlo y logró que regresara; llegaron, entonces, a un acuerdo mediante el cual sería respetado el silencio que el muchacho necesitaba para sus estudios. El padre construyó para tal efecto un bungalow en el jardín, donde el joven se internaba a estudiar historia, rodeado de sus libros y objetos de colección presididos por una reproducción escultórica de “Hipnos”, el ángel dormido, cuyo rostro se asemejaba mucho al suyo; Lawrence acostumbraba contemplar este objeto largamente en soledad. Preocupado por las dificultades que su hijo debía atravesar en esta etapa de finalización de sus estudios, sir Lawrence lo encomendó por medio del canónigo Christopher a la protección y orientación de dos catedráticos. Uno de ellos fue el profesor de árabe David Margoliouth y el otro, el arqueólogo y orientalista D. G Hogarth, quien conocía ya a Lawrence por su común afición a la cerámica medieval. No obstante Lawrence se ufanara de su genealogía irlandesa, la herencia escandinava de su madre había dejado mayores huellas, sobre todo en su carácter tenaz. A sus 18 años partió en bicicleta a visitar los castillos galeses y luego, junto a su padre, a Francia, nuevamente a ver los normandos. Por entonces era ya un erudito en fortificaciones medievales. Lawrence llegó en bicicleta primero a Carcassonne, donde se detuvo a estudiar la arquitectura militar de la Edad Media y luego al mar Mediterráneo, pedaleando a catorce kilómetros por hora desde el sur de Francia, alimentándose a pan, leche y algunas frutas y deteniéndose sólo a descansar un poco o a emparchar alguna rueda de su bicicleta. En una carta que le escribe a su madre cuenta efusivamente su impresión: “Hoy me bañé en el mar, en el gran mar, en el más grande de todo el mundo. Puedes imaginar mis sentimientos”. Luego despliega su apología de la llanura: “Te equivocas, madre. Una montaña puede ser una cosa verdaderamente grande, pero si el mejor estado del hombre es el de la pureza, el de la tranquilidad y el de la quietud, pacata posse omnia mente tueri, entonces la llanura es lo mejor. En la llanura hay una suprema influencia purificadora. Puede uno sentarse tranquilamente y pensar en algo… o en nada, cosa que, decía Wordsworth, era lo mejor. Siente uno más que en ningún otro sitio la pequeñez de las cosas, de los detalles, y la inquebrantable paz de todo el conjunto que se extiende ante nosotros hacia el infinito. No madre, a mí dame siempre una llanura que se extienda a lo lejos, mucho más allá de donde alcanza nuestra vista y ahí tendré suficiente belleza como para satisfacerme por completo”. (…) “No, debes ser partidaria de las llanuras, madre, y tan insignificantes como somos los mortales, te sentirás mucho más feliz allí”. El hallazgo del Mediterráneo provocó en Lawrence un gran impacto. Las descripciones de sus baños volcadas en cartas a su madre florean un verbo poético esplendoroso que alcanza a aludir a la vivencia del éxtasis. La potencia con la que la masa de agua que forma la orilla de Chipre, Egipto, Creta y Siria, plateada en el instante preciso en que el sol asoma detrás de una nube, arguye ante sus ojos la inmensa belleza. “Espero escuchar el mar respirando sobre el moribundo cerebro sus últimos arrullos monótonos…, que sea en un día como éste, y poniéndose el sol”. La persona del catedrático Hogarth, escocés y director del Museo Ashmolean, erigido lentamente en su protector y consejero, cobra una incuestionable importancia en el futuro de Lawrence. Su influencia nos invita a indagar cautelosamente en ese vínculo significativo que los unió desde todo punto de vista. Algunos investigadores sostienen que, sin su guía, Lawrence de Arabia no habría existido. La búsqueda de identificación por la que todo adolescente transita en forma más o menos conciente, convergió por aquellos tiempos en la imagen de Hogarth, escocés de cuarenta y cinco años que, casi a primera vista, se convirtió en una suerte de padre con quien Lawrence compartió todas sus inquietudes; un guía, un maestro, casi un mentor. Su erudición y locuacidad sumadas a su amplio conocimiento sobre arqueología, su inclinación a las letras -a la vez que a la acción- y su condición de orientalista indiscutido en toda Europa, fueron, con seguridad, las dotes que deslumbraron al muchacho de diecinueve años recién llegado a Oxford. Dadas las características singulares de Lawrence y tal como su futuro probaría, ha de haberle resultado complicado a ese muchacho hallar el espejo en el que reconocerse. Tan peculiar como otros sin nombre, Hogarth cumplía ciertas tareas políticas para el gobierno británico en forma no oficial. Políglota, patriota, estratega y descreído de la democracia parlamentaria, tenía relación con el servicio de inteligencia imperial y congeniaba con las ideas expresadas en “La Mesa Redonda”, órgano de difusión de cierta asociación secreta, de cuyos integrantes Lawrence llegó a ser amigo y admirador. Hogarth formaba parte del grupo de académicos que intervenía en el futuro del imperio y durante los años previos a la guerra se dedicó a la arqueología a la vez que enviaba a las autoridades imperiales informes sobre personas, actividades, caudillos y topografía de la zona ocupada por los turcos. La influencia de este hombre llevó a T. E. a leer tratados técnicos sobre construcción y destrucción de castillos, manuales de caballería medieval y de armas del siglo XVIII y todos los despachos de Napoleón. Las lecturas de la táctica bélica de Procopius, basada en el desgaste moral del enemigo, la descripta por Saxe, sosteniendo que la guerra podía ganarse sin batallas, y las ideas de Bourcet, que destacaban la flexibilidad a la que todo plan estratégico debía estar abierto, habían sido también inducidas por Hogarth e, innegablemente, produjeron su efecto a la hora en que Lawrence debió tomar decisiones tácticas, solo y en medio del desierto, ya sea en sus futuras expediciones o durante la revolución árabe. Su intensa atracción por las cruzadas, siempre teñida del espíritu poético de la Orden de Caballería y potenciada por la influencia de Hogarth, llevó a Lawrence a escribir una tesis acerca de la arquitectura militar de la época, titulada Crusader Castler y a encarar sus estudios in situ, realizando su práctica de campo en 1909. De este creciente deseo de emular a los caballeros cruzados en busca del Santo Grial emerge su disposición a la pulcritud, la fortaleza y la castidad. Vyvyan Richards, su mejor amigo de Oxford, con quien Lawrence estudió la vida de William Morris y su movimiento de las artes y oficios, y con quien hacía libros impresos artesanalmente, ha dicho de él: “para mí aquello fue amor a primera vista” (…) “Nunca la más ligera muestra de comprender mis motivos o mi deseo. Un amor y respeto de cualidad espiritual. Me doy cuenta ahora de que él era asexual, o al menos no se apercibía del sexo”. Lawrence viajó a pie por Siria viviendo “como árabe entre árabes”, sin resistir el embrujo producido por la cultura local y convencido de que su observación de la forma de vida de aquel pueblo le permitiría obtener una mejor perspectiva que la que habría obtenido si hubiera llevado un intérprete o si hubiera recorrido la zona formando parte de una caravana. Así, en soledad y desoyendo a Hogarth, que le aconsejaba emprender su viaje acompañado de al menos un guía, un sirviente y dinero suficiente, atravesó y salió airoso de todo tipo de adversidad. En cierta ocasión, un jinete viejo le disparó con su fusil y huyó luego de que Lawrence le respondiera con su máuser. Unos kurdos lo atacaron y al no poder dispararle con su propia pistola -que tenía puesto el seguro- lo golpearon salvajemente y destruyeron su cámara fotográfica. Cuarenta días le llevó reponerse de la paliza, por lo que debió renunciar a visitar las fortalezas que se hallaban al este del mar Muerto, y cuatro veces lo atacó la malaria. Nuevamente en Oxford, la tesis opcional sobre la arquitectura militar en las cruzadas la escribió fugazmente y sin demasiado esmero y aún así, gracias a otra tesis, ésta histórica, se graduó con calificación de primera clase. Con la recomendación de Hogarth, entonces director del Museo Británico, en 1910 Lawrence se alejó de la universidad, beneficiado por una beca de postgrado, para unirse a una excavación arqueológica en Carchemish, en la costa oeste del Eufrates. Los siguientes cuatro años fueron los más felices de su vida y transcurrieron allí, estudiando y vistiendo sólo pantalones cortos, comandando a 200 hombres y avanzando en el aprendizaje del idioma. Un cortagargantas, Sheik Hamudi, por cuya cabeza se había ofrecido dinero durante siete años, comandaba las excavaciones y consideraba a Lawrence como a un hijo, lo cual le ganó el respeto incondicional del resto de los trabajadores. El cuartel general de las excavaciones se encontraba a media milla de Caechemish; los ingenieros alemanes construían un puente sobre el río Eufrates, que uniría la línea férrea Berlín-Bagdad. Algunos de los componentes del grupo británico debían observar al detalle los movimientos de los alemanes. Aunque la formación de Lawrence en los asuntos de espionaje estaba aún incompleta, fue entonces cuando cumplió su primera tarea de informante. Perfeccionó sus estudios de árabe en la Escuela de la Misión Americana en Jebail, y luego, a la llegada de Hogarth, partieron juntos desde Deraa hacia la ruta de los peregrinos a Medina. Antes de regresar a Carchemish pasaron por la Meca, Damasco, Aleppo y otras ciudades, a bordo del tren de la línea Hejaz. No es erróneo afirmar que éste fue un viaje de entrenamiento en el que Hogarth instruyó a su discípulo, lo familiarizó con el terreno y le infundió confianza en sí mismo. La reconstrucción decodificada de las disimuladas cartas enviadas, tanto a su madre como al propio Hogarth, denota que aquella excavación era la excusa para tomar fotografías e incorporar todo tipo de datos sobre el terreno, las gentes y sus guías. El grado de aceptación demostrada por los doscientos obreros contratados para la excavación denotaba la futura popularidad de Lawrence entre los árabes. Es en este período de su vida cuando conoce a Dahoum, el moreno con quien tendrá una relación particular. Como todo hombre que se precie, nacido y criado durante la supremacía imperial británica, pero en este caso potenciado por las características peculiares de su personalidad, Lawrence tenía un sentido de misión. Su destino era servir a la patria. Algunos de sus admiradores y estudiosos lo elevan a la categoría de “hijo intelectual de Ruyard Kipling, el poeta del imperio. Dos de sus cuatro hermanos perdieron la vida en batalla durante la Primera Guerra Mundial. Como en todo tiempo en que el ser o no ser de una etapa histórica llega a su punto de crisis, durante la Primera Guerra Mundial, el Medio Oriente fue el escenario de importantes definiciones que afectaron a todo el siglo XX; aún hoy la zona anuncia ser el centro de discusión de la política mundial. Son los intereses británicos, franceses, rusos y alemanes los que determinan el inicio de este conflicto. Gran Bretaña es la primera potencia en establecerse en el Oriente medio, en un principio intentando resguardar el canal de Suez, a la sazón, su acceso comercial a la India. Las tropas navales británicas atacan en repetidas ocasiones los enclaves árabes costeros. A fines del siglo XIX Gran Bretaña consolidó su posición tanto en el Golfo Pérsico como en Aden, estableciendo colonias que constituyeron la vanguardia que le abrió al imperialismo occidental las puertas de la región. La posición turca, acompañando a Austria y Alemania -ambos países enemigos de Inglaterra y Francia durante la Primera Guerra Mundial-, fue el factor desencadenante que llevó a Gran Bretaña a trasladar la acción bélica a la Mesopotamia asiática. Sin embargo, desde fines del siglo anterior, ya estaba previsto el avance sobre el territorio del Medio Oriente con el objeto de asegurarse la provisión de petróleo, imprescindible para sostener la hegemonía británica en el mundo. El pueblo árabe, mientras tanto, se hallaba disperso en grupos mayores o menores que respondían a jefes; tal disgregación era favorable al dominio del Imperio Otomano. Inclementes, sangrientos y depredadores, los turcos se imponían política y militarmente. Esta situación sirvió a Gran Bretaña como pivote para el levantamiento de los árabes contra el opresor. En Líbano, Siria e Iraq se hallaban organizaciones clandestinas gestionando el aval de Francia y Gran Bretaña para la causa de la liberación árabe. Sin embargo, no se puede afirmar que estos grupos abrevaran en una ideología firme respecto a la unidad nacional. Por su parte, en territorio árabe propiamente dicho, existían estructuras políticas feudales, reinos guerreros que obedecían a un jefe de mayor o menor jerarquía, entre los que sobresalía el del Hedjaz, cuyo mando recaía sobre el jerife Hussein. Sus tres ejércitos eran acaudillados por sus tres hijos, Abdulah, Ali y Feisal. Desde la inteligencia inglesa se elucubró un plan para coagular bajo una misma bandera nacional las distintas fuerzas árabes dispersas. Pieza fundamental en el logro de este propósito fue T. E. Lawrence; en un informe que Hogarth preparó para presentar ante sus superiores, escribió sobre él: “Las cosas que él desea no son muchas; pero las que puede hacer, si se lo propone, son bastantes. No le llama la atención ser una determinada cosa, y las categorías oficiales no le interesan. Es capaz de pensar muchas cosas y realizar algunas; pero esperar de él que haga algo en particular es insensato. Además de ser antimilitarista, le desagrada la lucha y las ropas árabes, las costumbres árabes y las funciones sociales, sean civilizadas o no. Grandes son las molestias que todo esto le proporciona, pero aún le resulta mayor el problema de repeler a la gente a quien atrae y entre la que se cuentan hombres y mujeres de todas clases y condiciones. Pero está empezando a desalentarse por los continuados fracasos de los que algunas veces no se lamenta (…) El se burla de los demás y de sus reyes, pero si alguien quiere hacer otro tanto con él, Lawrence lo evita. Impulsar a los demás le complace más que ir al frente como caudillo y le gusta fomentar lo insospechado; pero si no consigue los propósitos con toda la rapidez con que él cree debiera alcanzarlos, deshecha los planes iniciales y se pone al frente de la empresa. Sus opiniones son ley. Tener tanta rapidez o tanto alcance de pensamiento como él no es fácil, y menos fácil todavía es seguirle en su rapidez de acción. Puede ser tan persuasivo como positivista, y mucho es lo que se cuenta de aquellos a quienes indujo a hacer algo que nunca tuvieron intención de hacer y que no percibían lo que estaban haciendo. Es preferible ser su socio que su oponente, porque cuando no recurre al bluff, sabe conservar los ases y puede llegar a ser despiadado, importándole poco los huevos que tenga que romper para hacer sus tortillas e ignorando toda responsabilidad, tanto con respecto a las cáscaras como a la digestión del batido. Es toda una fuerza, percibida por muchos mas no totalmente calibrada por otros o por él mismo. Irá lejos; pero puede que se dedique a abrir surcos en donde nadie esperaría verle arar”. Cuando en agosto de 1914 estalla la Primera Guerra Mundial, Lawrence estaba en Gran Bretaña. En una carta que envió a la señora Reider, su maestra de idiomas en Jebail, se mostraba ansioso por combatir a los turcos en Siria y le encargó que le enviara un Colt, pues había dejado su arma en Carchemish. Aprovechando su sobresaliente cualidad de cartógrafo, Hogarth le consiguió un puesto temporario en la sección de la inteligencia británica para confeccionar un mapa de Sinaí. Al poco tiempo fue enviado junto a otros a la Oficina de Inteligencia de El Cairo, donde entrenó y reclutó a algunos hombres, organizando una red de informantes a los que se les daba una buena paga en tanto su trabajo fuera útil. Su apariencia desaliñada le ganó el ser señalado como el oficial más desaseado de Egipto. Sus jornadas de trabajo superaban las dieciocho horas diarias, interrogando prisioneros y confeccionando informes. Después de arduas negociaciones entre los factores de poder árabe y la diplomacia franco-inglesa, y habiendo logrado Hussein la promesa de su reconocimiento como rey de una nación árabe independiente, en junio de 1916 comenzó la revuelta anti turca, que rápidamente puso bajo control árabe desde el Creciente Fértil hasta el sur de Arabia. Como lo había previsto, en noviembre de 1916 Hussein se autoproclamó rey de los árabes, aunque recién en 1917 fue reconocido sólo como rey del territorio del Hedjaz por sus aliados europeos, y luego participó en la firma de los tratados de paz de París en 1919-1920. A partir de entonces, queda claro el verdadero plan de la política británica en la zona de la Mesopotamia y Palestina, dirigido a controlar los Santos Lugares y los campos petrolíferos de Iraq, control éste vital para conservar el poderío aéreo, marítimo e industrial de Gran Bretaña, contando con la colaboración francesa e israelí. Siendo oficial de información en la Egiptian Expeditionary Force, Lawrence actuó como encargado de una misión militar. Una fuerza turca en Mesopotamia, comandada por Khalil Pasha -sobrino de Enver Pasha, triunviro del gobierno otomano- mantenía sitiada a una expedición británica en Kut. Fracasados todos los intentos militares por liberar a los prisioneros, Lawrence debía sobornar a Khalil con hasta un millón de libras. La orden fue mal vista por los jefes políticos y militares británicos, que consideraban a este hecho un acto vergonzoso para el imperio. El futuro líder hizo caso omiso a las opiniones de los oficiales y en un informe que les presentó los trató de ineptos para llevar adelante la campaña militar. Según Colin Simpson y Phillip Knightle en su estudio titulado La vida secreta de Lawrence de Arabia, este período en Mesopotamia conformó una suerte de ensayo general del papel que más tarde actuaría en plena revuelta árabe. En mayo de 1916 Lawrence ya era el oficial de conexión con Feisal; era su objetivo asegurarse de que sus intenciones resultarían convenientes para Gran Bretaña. La bandera de la revolución árabe estaba en alto. Lawrence sabía que la promesa de que -una vez triunfantes en la guerra- los árabes obtendrían su independencia, caería en saco roto por decisión británica. Así expresaría sus sentimientos encontrados respecto a los hombres junto a los cuales luchó: “Durante los dos años que estuvimos juntos bajo el fuego se acostumbraron a creerme y a pensar que mi gobierno, como yo, era sincero. Con tal esperanza llevaron a cabo hermosas hazañas, pero, por supuesto, en vez de sentirme orgulloso por lo que hacíamos, me sentía continua y acremente avergonzado.” Las contradicciones que esta traición provocaba en su conciencia no eran menores, sin embargo, priorizando los intereses del imperio, Lawrence siguió adelante. En este punto cobra importancia el proceso de su legendario mimetismo con los beduinos, indispensable para llegar a influir sobre Feisal, quien le entregó cincuenta hombres a su mando para atravesar el desierto y tomar la ciudad de Aqaba, uniéndose a los británicos hasta el final. Una vez cumplido el objetivo, el General británico Allenby lo recibió en su cuartel general de El Cairo y Lawrence le expresó la necesidad de recibir apoyo económico y armamento. Conduciendo a las peculiares tribus árabes a la toma de la ciudad de Damasco, su misión estaba centrada en mantener el control británico sobre los árabes, aprovechando a veces el encono existente entre algunos clanes y, en ocasiones, la disposición de estos mismos grupos a unirse cuando había que hacer frente a una fuerza extranjera. Así como, antes de la guerra, Hogarth detectó en Lawrence la capacidad para cumplir con el rol que luego se le asignara -y a tal efecto fue moldeando sus condiciones innatas-, lo que ahora se le requería al héroe de la revolución era hallar a un nativo que pudiera erigirse en el dirigente de la revuelta contra los turcos y que, sometido a su influencia, hiciera las veces de vaso comunicante entre sus hombres y el imperio británico. El líder apropiado era Hussein, de alto rango religioso, descendiente directo de Mahoma y guardián de las Ciudades Santas de Medina y La Meca, quien, además, tenía a su favor el hecho de que antes de ser el gran jerife de esta ciudad, había tenido contacto con algunos caudillos del Imperio Otomano en Constantinopla. En un documento centrado en objetivos tácticos y estratégicos para la conquista de Siria, Lawrence propuso a Hussein como el líder al que Gran Bretaña tenía que apoyar. Juntos organizaron la campaña contra los turcos, y más tarde Lawrence afrontó exitosamente la toma de Yambo, y luego, en 1917, la de El Ouedjh. También triunfó contra Turquía en El Hasa y colaboró con los aliados en la toma de Jerusalén y la conquista de Palestina. Luego entró en Damasco y en Aleppo. Después de un penoso viaje a través del desierto, Lawrence había llegado hasta el Emir Feisal. El caudillo no creía que fuera posible llegar a Damasco, y estaba algo desmoralizado, al igual que sus hombres, tras una serie de derrotas. De todos modos el observador Lawrence comprendió que la ascendencia de Feisal sobre las tribus en conflicto sería la sustancia aglutinante que conseguiría unirlas bajo una misma bandera. Con su consentimiento recorrió los poblados, incitando a los nómadas a unírseles en la lucha por la independencia, y aumentando la cantidad de integrantes de sus filas. En una calle polvorienta de Jerusalén por la que transitaban mercaderes árabes, turcos vestidos con sus bombachos aglobados y sacerdotes griegos, el periodista Thomas Lowell observó un hombre cuyo aspecto difería notablemente del resto. Era bajo, “vestía el flotante albornoz de los jeques beduinos y llevaba al cinto el alfanje de los príncipes de la Meca. No obstante, su tez era clara, limpia su barba y azules sus ojos”. Cuando, impactado, preguntó por el extranjero a Sir Ronald Storrs, gobernador británico de Jerusalén, éste lo hizo pasar a un despacho contiguo, donde Lawrence de Arabia estaba ensimismado en un libro de arqueología. El Aurens, así lo llamaban los árabes, era en 1917 el joven oficial inglés que lideraba la rebelión de los árabes contra la dominación turca en el hostil escenario de los desiertos de Arabia. Ante los ojos de Thomas Lowell, la apariencia lánguida del jefe de la guerrilla contrastaba notablemente con la misma imagen, galopando con destreza un camello y seguido de su imponente escolta. Thomas Lowell observa que luego de franquear cierta reserva encontró en Lawrence un gran compañero. Locuaz en su aproximación a cualquier tema pero huraño y evasivo cuando se indagaba en los recovecos de su persona, era solitario y tenía por costumbre retirarse a su tienda para sumergirse en la lectura y la escritura. Los tres libros de los que jamás se separaba eran: “Morte d’Arthur”, de Malory, un tomo escrito en griego de comedias de Artistófanes y “Antología oxoniense de la poesía inglesa”. Cierta vez en que consiguió infiltrarse en el campamento turco, fue tomado prisionero; nadie atinó a reconocer en ese pequeño ser al líder de la revuelta. Sometido a torturas y vejámenes difíciles de tolerar, fue conciente de que si el Bey, famoso por su crueldad, lo hubiera reconocido, habría delatado a los suyos. Estas cruentas humillaciones fueron socavándolo espiritualmente y un cambio radical se produjo en su carácter, tornándolo temerario y vengativo. Cuando finalmente fue liberado, Lawrence le solicitó al general Allenby que lo releve de la misión, pero su superior lo convenció de permanecer hasta llegar a Damasco. Imitando cada actitud de los beduinos, Lawrence se sometió a todo tipo de entrenamiento para lograr igualarlos en resistencia. Para esto caminaba descalzo sobre las arenas calientes del desierto: “El esfuerzo de estos años por vivir y vestir como los árabes e imitar sus fundamentos mentales, me despojó de mi yo inglés y me permitió observarme y observar a Occidente con otros ojos: todo me lo destruyeron. Y al mismo tiempo no pude meterme sinceramente en la piel de los árabes: todo era pura afectación. Fácilmente puede convertirse uno en infiel, pero difícilmente llega uno a convertirse a otra fe.” Uno de sus gestos emblemáticos, fielmente representado por Peter O`Toole en el film antes mencionado -considerado documento histórico, sin temor a exagerar-, fue la actitud de protección y solidaridad asumida por Lawrence en cierta ocasión. Recorriendo junto a sus tropas exhaustas un tramo del desierto, vio venir un camello sin jinete. La caída de Gasim, un beduino de los suyos, había pasado desapercibida ante sus fatigados compañeros. Mientras la caravana continuaba su andar y contra la voluntad del resto de la tropa, El Aurens se volvió en busca del beduino, lo encontró delirando por la deshidratación, lo cargó en su camello y regresó junto al resto que lo recibió admirado. Pero cuando tenía que erigirse en justiciero no le temblaba el pulso. Más de una vez medió, con el fin de evitar que corriera sangre cuando se generaba violencia entre las tribus. En oportunidad de intervenir en un caso en que un árabe había matado a otro de un disparo, apenas oyó el estruendo se presentó ante el asesino y lo ejecutó con su propio revólver. Lawrence, el jefe, con su tez blanca y sus atuendos orientales, cabalgaba al frente de sus hombres escoltado por una guardia de ochenta beduinos -los más avezados ladrones del desierto- pertenecientes a distintas tribus. En esta suerte de guerra de guerrillas, el método predilecto de Lawrence era dinamitar trenes pertenecientes a la línea que unía las ciudades de Amman y Medina. Fueron setenta y nueve, entre trenes y puentes, los volados en acción bélica durante la campaña. Su condición de arqueólogo experto le ofrecía la ventaja de conocer el terreno al dedillo y, en su momento, le permitió emboscar y luego reducir a siete mil turcos. Lowell Thomas cuenta puntualmente la técnica que Lawrence empleaba para volar trenes: primero colocaba 25 kilos de dinamita entre los rieles, luego borraba sus huellas del suelo barriéndolo con una brocha de pelo de camello y se alejaba veinte pasos por el terraplén. Tras la explosión, sus hombres atacaban el tren, mataban al personal y se llevaban el cargamento. Respecto a la táctica y estrategia de la guerra de guerrillas, Lawrence tomaba en cuenta tres factores fundamentales. El algebraico, referido al espacio físico, a las características geográficas, a la cantidad de hombres disponibles para el ataque y a la calidad y cantidad de armas con las que se contaba. El segundo, relacionado con dos aspectos: el intuitivo, que se apoya en la certeza de que nueve décimas partes de las tácticas pueden aprenderse en los libros pero la restante no responde a la lógica de la razón, y el que atiende a la supervivencia, al cual Lawrence responderá evitando el enfrentamiento directo con el enemigo, ocupándose de sabotear sus líneas de abastecimiento. “La pérdida de un individuo era como una piedra lanzada al agua, que provoca un pequeño y breve agujero, pero que forma círculos concéntricos de dolor”. El tercer factor está emparentado con la moral de las tropas y con el desgaste del humor de las fuerzas enemigas. Lawrence lo expresa sugerentemente: “El ejército árabe era tan débil físicamente que no podía dejar sin usar el arma metafísica”. Después de algunos triunfos ininterrumpidos, el entonces subteniente Lawrence fue citado a El Cairo y ascendido a teniente coronel. Aceptó este ascenso pero eludió todos los honores que se le ofrecieron, tal como cuando, a punto de recibir una condecoración, huyó en avión hacia el desierto. En otra oportunidad, el capitán Pisan, que lo asistía al mando de una unidad francesa, después de comprobar que Lawrence escabullía el momento de recibir la Croix de Guerra, hizo rodear su tienda y casi por la fuerza lo condecoró. He aquí otra manifestación de la ambivalencia de Lawrence, quien adoraba la fama y los halagos con la misma intensidad con que iba en busca de la soledad. Y a la vez que se había desempeñado como líder de los árabes en las ensangrentadas revueltas, llegó a almorzar harapiento con el duque de York después de haber pasado largos días sin probar bocado. Cuando Lawrence tomó Damasco, una multitud de árabes eufóricos arrojaba sobre los jefes flores y pañuelos de seda y vitoreaba ¡Al Aurence! Su tarea de unificar a las tribus nómadas para encarar la lucha contra los opresores cobraba una importancia superlativa. Ni califas ni sultanes lo habían logrado a través de largos siglos. Junto a Feisal se ocupó de organizar el gobierno de la ciudad, pero facciones árabes mataban a civiles turcos por las calles y pergeñaban motines. El estratega, que había podido, finalmente, con aquellos aguerridos enemigos, ya no tenía fuerzas para ordenar fuera del desierto el caos social que se avecinaba. Agotado por los padecimientos extremos a los que había estado expuesto, repugnado, a causa de tanta sangre y cadáveres vistos y enterrados, y a punto de traspasar el límite de su capacidad física y mental, solicitó al general Allenby el permiso para regresar a Londres, donde llegó luego de declarado el armisticio. Sus palabras fueron: “Esta vieja guerra se está acabando, ya no me necesitan”. Una vez en Londres, el rey Jorge V quiso nombrarlo caballero pero Lawrence declinó el honor. La Conferencia de Paz se inauguró en París a principios de 1919 y, a la llegada de Feisal, Lawrence se instituyó en su intérprete y consejero. Era un hecho que, tanto británicos como franceses, no tenían intenciones de hacer efectiva la promesa de independencia que Lawrence había sostenido frente a los árabes. En un brindis que tendría lugar durante un banquete, se le pidió a Feisal que dijera unas palabras. El árabe secreteó algo al oído de Lawrence y luego, con toda naturalidad, recitó un pasaje del Corán. Ninguno de los presentes conocía el idioma. El intérprete reprodujo un lúcido discurso sobre la unidad del pueblo árabe y su afán de libertad. En este episodio interactuado no sólo queda probada la intención de Lawrence de redimir la traición de la que se sentía responsable frente al pueblo árabe, sino también la confianza incondicional que el líder Feisal depositaba en la figura del británico, con quien se había hermanado durante dos años de guerra. Tiempo después de la muerte de su padre, ya de regreso en París, fue cuando Lawrence se escapó de la Conferencia de Paz a bordo de un bimotor de las escuadrillas británicas Tandley Page que partiría hacia El Cairo con la misión de marcar el persistente poderío del imperio sobre Oriente. Se sospecha que la intención de Lawrence era llegar al rey Hussein para colaborar en las luchas de frontera antes referidas o para apuntalar la resistencia del pueblo árabe en Damasco. El avión en el que volaba se estrelló en Roma, perdiendo la vida el piloto y su ayudante. Lawrence, por su parte, sufrió contusiones varias, incluida una fractura de costilla que le provocó una perforación de pulmón, debiendo ser hospitalizado en un centro de salud de París. En un segundo intento, también plagado de inconvenientes en los que le podría haber ido la vida, llegó a El Cairo. Enterado el general Allenby de que Lawrence había, literalmente, desaparecido de la Conferencia de Paz, ordenó que se lo buscase. Las dudosas explicaciones que ofreció a sus superiores sostenían que sólo había viajado a Egipto a buscar sus pertenencias y documentos personales con la intención de regresar luego a París. Allí retomó su función de consejero de Feisal, siempre con la idea fija de constituir, desde Turquía hasta el océano Indico, un gran estado árabe unido. Ya vencido y en busca de sosiego, cuando Feisal regresó a Damasco, Lawrence volvió a Inglaterra, donde se le brindó una beca en All Souls, para escribir durante siete años acerca de temas de Oriente. Se alojó en una habitación de la escuela, de cuya ventana colgaba la campana ferroviaria que se había traído de El Shahm; entonces recibía 200 libras esterlinas para mantenerse. Allí encabezó la protesta pacífica de auxiliares y porteros de la universidad en reclamo de aumento salarial. Hacia 1921 continuaba la presencia británica en tierras árabes y en todo Oriente se cernía la amenaza de levantamientos armados. Por entonces, Winston Churchill, que cumplía funciones como Ministro de Colonias y no dejaba de simpatizar con la causa árabe, lo convocó a El Cairo, donde esperaba se llegase a un acuerdo con el mundo árabe. Feisal fue coronado rey de Iraq. Nuevamente en Londres, en 1922, Lawrence de Arabia tradujo al inglés La Odisea, esbozó un tratado sobre guerra de guerrillas y dedicó muchas horas a la escritura de Los siete pilares de la sabiduría. Un nuevo bautismo, pero esta vez por elección propia, lo llevó a llamarse T. E. Shaw. También a las siete motocicletas que más tarde llegó a tener las llamó George I, George II, y así sucesivamente, en honor a George Bernard Shaw. Con el nombre de John Hume Ross, Lawrence se incorporó a la Real Fuerza Aérea como soldado raso. Meses después, descubierta su verdadera identidad, fue dado de baja por haber comprometido a sus superiores. Ingresó en el Real Cuerpo de Tanques y en 1924 volvió a incorporarse a la Fuerza Aérea con nombre ficticio; primero destinado a Gran Bretaña y después a las comarcas del norte de la India, donde no se movió de los campos de aviación. “Las estrellas estaban tan bajas que casi podían arrancarse al cielo extendiendo el brazo”. Sensual novela de aventuras, apasionado recorrido histórico-militar por el desierto, soberbia autobiografía de un héroe épico o intento de redimir la palabra incumplida…, tal como el autor deja asentado en el capítulo preliminar del libro que nos ocupa, su escritura no abrigó la pretensión de legar al mundo una lección histórica sobre el movimiento árabe. Se trata del relato del levantamiento de un pueblo contra un imperio, versión Lawrence, donde confluyen lo real, lo solapado y lo oculto, cuyo título -Los siete pilares de la sabiduría- alude a siete ciudades de Siria y Palestina. La primera versión, comenzada durante su estancia en Oxford, fue extraviada, quizá robada, en 1919; rescrita la obra, algunos dicen que Lawrence la destruyó por propia mano arrojándola al fuego unos años después. Una segunda reescritura compone la versión final del libro, emprendida durante años de escasez y con apoyo de algunos amigos. Ninguna de las tres versiones de la que luego sería una de las obras maestras de la literatura inglesa, satisfizo por completo al autor, quien en el año 1926 publicó una primera edición limitada, impresa y encuadernada a mano. Fueron 212 ejemplares ilustrados. Se ha criticado la estética de los detalles gráficos del libro, se han halagado las ilustraciones y se ha exaltado su prosa isabelina; lo cierto es que, a juzgar por la minuciosa dedicación de la que actualmente cuidaría un experto en diseño, tanto los detalles visuales como los literarios fueron medidos y controlados directamente por el autor. Un ejemplar de lujo con letras de oro y encuadernado en piel de becerro le fue entregado a Charlotte Shaw y luego pasó a manos de la Biblioteca Pública de Nueva York, donde forma parte de la colección Arens. Cuando Bernard Shaw leyó la obra, su juicio fue taxativo: “…lo que pasó fue que el genio de Lawrence incluía también el literario... y el resultado fue una obra maestra”. Según el propio Lawrence refiere, su intensión deliberada fue emular a Nietzche, Melville y Dostoievski en sus obras culminantes, a su entender, las más elevadas de la literatura universal. Para Robert Payne, otro de sus biógrafos, Lawrence escribió este libro porque transformar sus vivencias en literatura fue -para este hombre tan deslumbrado como horrorizado de sí mismo- la forma más sencilla de comprender sus propios actos. Su conciencia, siempre presente en la vivencia de sí mismo, pone nuevamente en evidencia a un Lawrence ambivalente, que no cede un solo instante a la tentación de discurrir floridamente, tanto por entre las ondulaciones del desierto -narrando la “confraternidad de la rebelión”- como por entre los dolores y amarguras de un genio entre las bestias. La admirable pluma con que traza la epopeya, desnuda la misma finísima sensibilidad que se advierte en las cartas a su madre o en el poema que encabeza el libro a manera de dedicatoria. Del mismo modo que la Royal Shakespeare Company o la Universidad de Washington intentan probar la homosexualidad de algunas heroínas de las obras de Shakespeare, o encontrar la punta del ovillo que conduce al verdadero rostro del oculto “W.H.” a quien William dedicó sus sonetos, una legión de estudiosos de la vida de Lawrence tejieron incontables teorías -algunas refutables, otras no tanto pero ninguna excluyente de la otra- sobre la identidad de S. A., a quien el irlandés encarnado en árabe dedica sus siete pilares de la sabiduría mediante una proclama cargada de vibrante entrega poética. Al menos algunas de las respuestas a este inquietante misterio que encabeza Los siete pilares de la sabiduría, están dadas en la definición de dedicatoria desarrollada por Roland Barthes en su “Fragmentos de un discurso amoroso”: “Episodio de lenguaje que acompaña todo regalo amoroso, real y proyectado, y, más generalmente, todo gesto, afectivo o interior, por el cual el sujeto dedica alguna cosa al ser amado”. Más adelante, el semiólogo francés, explayándose sobre la elección del regalo amoroso, afirma que éste se elije “dentro de la mayor excitación, excitación tal que parece ser del orden del goce”, y refuerza la idea ratificando que frente al acto de entrega que supone un regalo, una dedicatoria, se calcula activamente “si ese objeto complacerá, si no decepcionará, o si, por el contrario, pareciendo demasiado importante, no denunciará por sí mismo el delirio o el embaucamiento” del que se es presa. Pero hagamos el intento de profundizar en las sinuosidades de este interesante enigma que amenaza mostrar una de las aristas de la figura multidimensional que fue Lawrence de Arabia: ¿Quién fue S. A.? En una carta secreta enviada a G. J Kidston -oficial del Foreign Office-, escrita en respuesta a una pregunta que éste le había formulado durante la Conferencia de Paz en París y firmada con sus iniciales, Lawrence desarrolló los cuatro motivos que lo llevaron, primero a afrontar la lucha y luego a abandonarla. En cuanto a la primera de aquellas razones “por orden de importancia”, la única de la que nos ocuparemos en este párrafo, explica su motivación personal, explayándose con mucha mayor claridad que en el epílogo del libro que el lector tiene en sus manos: “Me agradaba mucho cierta persona árabe en particular y pensé que la libertad para la raza constituiría un aceptable presente”; luego, refiriéndose a los motivos por los que cesó su -en apariencia- inagotable fervor patriótico, en la misma carta escribió que, cuando tomaron la ciudad de Damasco, la persona a la que hasta entonces le había rendido su tributo épico, “… había muerto algunas semanas atrás, con lo que el obsequio era inútil y mis actos en el futuro indiferentes en este aspecto”. La carta finaliza con un aumento del tono confesional: “Cuando llegues aquí en tu lectura, ten la bondad de quemarlo todo. Nunca antes he dicho estas cosas a nadie, y puede que no vuelva a hacerlo, porque no es agradable descubrirse de este modo. Me río de mí mismo viendo cómo, al explayarme, aparezco tan fútil”. El poema de dedicatoria pormenoriza la aflicción del autor por la muerte de la persona amada, evitando la utilización de pronombres personales. La versión que leeremos en este volumen no es la original sino la que arregló Robert Graves, su amigo personal, encargado de mitigar algunas referencias íntimas, para lo cual reemplazó palabras o frases y modificó una estrofa completa. Otro amigo de Lawrence reveló que el destinatario de esta suerte de mensaje cifrado, de quien el propio autor declaró haber estado posiblemente enamorado, fue el Sheik Amed, Dahoum, con quien antes de la guerra Lawrence había sellado “una confraternidad de sangre”. Muchas son las suposiciones que se precipitaron sobre la identidad de S. A.; el mismo Robert Graves ha dicho que las iniciales representan la expresión “Son Altesse”, aludiendo a Frida el Akl, la profesora de árabe que tuvo en Siria. Otros afirman que Sarah Aaronsohn, agente de la inteligencia judía, es la respuesta a la incógnita, pero ella misma desestimó esta opción diciendo que Lawrence no podía enamorarse de nadie. Dahoum, a quien conociera a sus catorce años en las excavaciones de Carchemish, a la sazón asistente y compañero de viaje durante su recorrida por Oriente Medio en 1911, y dos años después, en el relevamiento del desierto de Sinaí, mereció variadas y halagadoras menciones escritas en diferentes cartas firmadas por T. E. L. Lo cuidó durante un ataque de malaria, y en 1913 lo llevó consigo a Londres, donde encargó su retrato en el museo Asmolean; aprendió con él el idioma árabe y le enseñó el arte de la fotografía. Dicen que durante el viaje secreto que Lawrence hizo a Damasco, encontró a Dahoum agonizante -o tal vez muerto- por efecto de una infección de tifus. Ante cada afirmación sobre la identidad de “S. A.” suele aparecer un desmentido, y ante cada nuevo desmentido, una nueva afirmación. La fecha de la muerte de Dahoum, coincidente con el año en que Lawrence afirma que “S. A” murió., promueve la veracidad de la versión que sostiene que, efectivamente, es a él a quien le ha sido dedicado Los siete pilares de la sabiduría. En 1930 Lawrence había realizado una segunda traducción de La Odisea, lo cual lo distanciaba en gran medida de la extrema ansiedad que padecía. El gobierno británico lo destinó a la frontera afgana, donde las Fuerzas Aéreas enviaban bombarderos para ahuyentar a las tribus enemigas, que guerreaban entre sí casi permanentemente. Dos horas al día caminaba bajo el sol y planeaba emplearse como sereno en un banco londinense, donde podría escribir, escuchar música y hacer ejercicios. Pero cuando terminó el servicio militar reglamentario no prefirió deambular de uno a otro sitio buscando albergue y trabajo y volvió a alistarse por otros siete años como soldado raso encargado de archivos, destinado al noroeste de la India. A pesar de su llamada a retiro, la misteriosa leyenda del coronel Lawrence seguía creciendo. Se le adjudicaban las más osadas intervenciones en actos de espionaje y se le culpaba de organizar revueltas. Se lo llegó a tomar por jefe del Servicio de Inteligencia Británico y hasta alguien ha creído verlo disfrazado de coolí chino en Shangai. El periodismo se hacía eco de estos rumores y en enero de 1929, una noticia sin confirmar publicada en el Daily Herald, daba cuenta de su detención, supuestamente atrapado en Afganistán por ayudar a los rebeldes a cruzar la frontera. El gobierno británico lo expulsó del país, ordenándole presentarse en el Ministerio del Aire, en Londres, donde llegó en avión y barco. El buque arribó al severamente custodiado puerto de Plymouth y, desde allí, Lawrence fue llevado en auto hasta Londres. De los titulares brotaban copiosamente noticias disparatadas. El ministro del Aire salió al cruce explicando la historia -tal como era, llana- del soldado raso Lawrence cumpliendo funciones inherentes a ése y no a otro rango. A medida que los ánimos se fueron calmando, Lawrence pudo desligarse de la exposición a la que estaba sometido y fue destinado a una base de la Fuerza Aérea de Plymouth. Tiempo después, cuando fue enviado a la British Power Boat Company en Hythe, Lawrence y el propietario de la fábrica proyectaron la construcción de 200 lanchas rápidas. Durante esa época se carteaba profusamente con pintores, poetas, escritores y funcionarios del gobierno, uno de ellos, Winston Churchill. Pocos años antes de que le llegara el retiro, la vida que Lawrence llevaba mostraba nítidamente el declive de su existencia. El deterioro físico aumentaba con notable franqueza. La idea del futuro lo atormentaba. Pensó en poner una imprenta, en retomar la arqueología, en escribir la novela que había planificado en su juventud, pero nada realizó. Invadido por la abulia, rechazó un ofrecimiento que podría haberlo convertido en exitoso banquero y continuó dedicándose a la mecánica naval. Después de su retiro, Lawrence se instaló en Clouds Hill, donde se sintió a gusto. El asedio periodístico lo llevó a mudarse a una sórdida pensión londinense, donde se registró como señor Smith. Un gran retroceso en su estado de ánimo lo convirtió nuevamente en un ser atormentado por la idea del suicidio. Luego de un acuerdo al que arribó con la prensa, mediante el cual su tranquilidad no sería perturbada, se permitió regresar a Clouds Hill. Pero las cosas continuaron igual que antes de su partida y su sensación de vivir prisionero en todas partes fue en aumento. A poco de haber sido dado de baja de la R.F.A, de regreso de la casa del escritor Henry Williamson con quien debía discutir acerca de un posible encuentro con Hitler, sucedió el imprevisto. Montado en su motocicleta George VII, en la carretera de Dorset y a una velocidad de 50 millas por hora, Lawrence trató de esquivar a dos jóvenes que venían en bicicleta. La maniobra provocó la pérdida del control de su máquina y fue despedido, golpeando fuertemente su cabeza contra la carretera. Nadie estaba dispuesto a creer que la vida de un hombre extraordinario llegara a su fin de forma tan ordinaria, y esta fue sólo una de las tantas versiones que se han tejido sobre la muerte del héroe romántico Lawrence de Arabia. Las demás oscilan entre el suicidio de un hombre atormentado, el atentado contra el espía motorizado, la picadura de una abeja y muchas otras. Después de seis días de agonía, el 19 de mayo de 1935, a la hora en que Lawrence murió las campanas sonaron. Nunca está todo dicho cuando se intenta desmenuzar los actos de la vida de un personaje legendario. Mucho menos, cuando esa vida ha portado la combinación de tantas y tan variadas facetas como lo fue la de Lawrence de Arabia. Dejémosle a él mismo el privilegio de colocar el broche final a éste, que no ha sido más que un intento de examinar su alma: “Todos los hombres sueñan pero no del mismo modo. Los que sueñan de noche en los polvorientos recovecos de su espíritu, se despiertan al día siguiente para encontrar que todo era vanidad. Mas los soñadores diurnos son peligrosos porque pueden vivir un sueño con los ojos abiertos a fin de hacerlo posible. Esto es lo que hice.”