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LA CIUDAD Y LA CASA

ROMANA
LA CIUDAD Y LA CASA ROMANA

1. La ciudad romana

1.1 Introducción

El mundo romano nació y se desarrolló entre el 753 a.C. — fecha de la


fundación de Roma— y el 476 d.C. —año en que fue depuesto el último
emperador romano de Occidente—.

El fundamento de la economía romana fue siempre la agricultura y la


ganadería; y el grupo más numeroso de la población vivió siempre en el
campo, en pequeñas granjas o trabajando en grandes latifundios.

Podría parecer una contradicción afirmar que la base de la economía


romana fue rural, campesina, y que, no obstante, la civilización romana
fue ante todo urbana. Sin embargo, no existe tal contradicción. El campo
proporcionó en Roma la base de la subsistencia económica, y la
producción rural bien organizada permitió crear excedentes agrícolas y
ganaderos que permitieron la existencia de las ciudades, donde vivía una
población importante dedicada a otras muchas actividades diferentes. Las
ciudades fueron los principales focos de actividad industrial y artesanal.
Fue en las ciudades donde se concentró la actividad artística y filosófica,
donde surgieron nuevas ideas, y desde donde los políticos y los burócratas
crearon uno de los sistemas de convivencia más complejos y ricos que el
mundo había conocido hasta entonces.

Pero los habitantes de la ciudad no producen directamente alimentos, ni


muchos de los elementos esenciales para la vida. En ese sentido la ciudad
es parasitaria del campo alrededor, y necesita mantener una relación
equilibrada con él. La ciudad sólo puede sobrevivir si la autoridad
mantiene la paz en los caminos y a lo largo de las rutas marítimas, si los
productos del campo llegan regularmente a los mercados urbanos, al
tiempo que los objetos fabricados en sus talleres se distribuyen hacia el
campo y hacia otras ciudades y estados.

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El comercio pacífico había de ser garantizado, y esa fue una de las razones
por las que la mayoría de la población sencilla del Mediterráneo aceptó
aliviada, hacia el año 30 a.C., el final de las crueles guerras civiles de la
República Romana y el nacimiento del Imperio bajo Octavio Augusto. En
ese año, Augusto derrotó a Marco Antonio y a Cleopatra, y creó una
unidad política: el Imperio. Fue una paz armada, bajo su tutela y la del
poderoso ejército profesional de Roma, que aplastó sin piedad cualquier
revuelta interna y aseguró durante los siguientes cinco siglos las fronteras
de un enorme territorio cuyas rutas internas, las vías, fueron por lo
general seguros y eficaces medios de transmisión no sólo de productos,
sino también de los ideales de la civilización romana resumidos en el
concepto de ciudad.

1.2 Jerarquía administrativa

Entre Roma, la urbe por excelencia, y su cabeza, el emperador


(denominado princeps, el primero de los ciudadanos), y las ciudades y
campos, se crearon Provincias administradas por poderosos
gobernadores, que actuaban como correa de transmisión de las órdenes
que emanaban de Roma.

Como también ocurre hoy en día, a una escala menor a la del Estado
central y la de las Provincias —tan grandes como muchos países de hoy—,
la ciudad romana tenía un amplio grado de autonomía para el gobierno de
los asuntos locales. La ordenación jurídica romana fue enormemente
compleja, ya que existieron diferentes estatutos para las ciudades según
su origen. Aquellas fundadas por ciudadanos romanos —colonias—
gozaban de un Derecho (ius) privilegiado, superior al de los municipios
(otra palabra que viene del latín) dotados de ‘Derecho romano’ o del aún
inferior ‘Derecho latino’. Todas estas ciudades gozaban a su vez de
privilegios superiores a las de las comunidades peregrinas, originalmente
conquistadas y sin rango municipal; estos privilegios eran a menudo de
tipo fiscal.

De todas formas, con el paso del tiempo las ciudades más y más
romanizadas fueron unificando sus derechos y privilegios, y al final sólo
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títulos ostentosos identificaban la diferente raigambre de viejas ciudades
privilegiadas.

A imitación del Senado de Roma, los municipios contaban con Senados


municipales formados por los aristócratas locales, algunos de los cuales,
por sus habilidades políticas o sus ingresos, llegarían a dar el salto al
‘orden ecuestre’ y a los cargos administrativos y militares del Estado;
incluso llegarían a aspirar al Senado de la misma Roma. Pero estos
Senados locales sobre todo articulaban la vida municipal: de entre ellos
salían los candidatos para las magistraturas locales, los aediles —sus
funciones eran similares a las de nuestros concejales—, cuestores y
duóviros. Todas las magistraturas urbanas eran colegiadas y anuales no
renovables, para evitar excesos de poder. Además, para eliminar
corruptelas, se exigía que los candidatos a magistrados fueran ricos: en
realidad estos cargos, que daban popularidad y prestigio, costaban
dinero… a corto plazo. En la práctica, permitían acceder en la escala social
y otorgaban nuevas oportunidades de enriquecerse a mayor escala en el
futuro.

Es evidente que esta reducida casta masculina con derecho a cargos


políticos es sólo el esqueleto más visible de la actividad ciudadana. Se
consideraba parte de sus obligaciones la construcción a su costa de
templos y edificios públicos —mercados, bibliotecas, baños públicos—
termas— o anfiteatros— y, a su vez, conmemoraban sus actividades con
estatuas monumentales del emperador reinante, o de ellos mismos,
acompañadas de las oportunas inscripciones monumentales —epigrafía—
que recordaran los autores y el por qué de las grandes obras.

1.3 Estructura social

Bajo la élite municipal estaba la masa de la población, buena parte de ella


sin la protección otorgada por la ciudadanía romana. La formaban
artesanos, mercaderes, campesinos cuyas granjas estaban en las
cercanías de la ciudad, esclavos domésticos y públicos y el creciente grupo
de los libertos, antiguos esclavos que habían obtenido —por gracia de su
dueño o por compra— su libertad. A menudo estos libertos eran gente
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activa e inteligente, que llegaron a enriquecerse y a escalar —siempre
dentro de un orden— puestos en la sociedad.

Los ciudadanos modestos estaban ligados por lazos de clientela —una


dependencia formal— a los pudientes. Los poderosos otorgaban a sus
clientes protección económica y jurídica, y recibían votos en las elecciones
municipales —la compra de votos no era desconocida ni mucho menos—,
homenajes públicos e incluso, si era necesario, apoyo violento en las
revueltas callejeras, que no eran inusuales ni mucho menos. Estas
revueltas a menudo estallaban por cuestiones políticas, por rupturas en el
abastecimiento de alimentos, por violencia racial o religiosa o incluso por
diferencias entre grupos de ‘hinchas deportivos’, como ocurrió con los
graves disturbios producidos en Pompeya en el año 59 d.C. En aquella
ocasión, el enfrentamiento entre los aficionados pompeyanos y los de la
vecina ciudad de Nuceria durante las luchas de gladiadores llevó al
emperador Nerón a clausurar el anfiteatro durante diez años como
castigo.

Conservamos en ciudades como Pompeya numerosos testimonios de la


vida cotidiana. Los grafitti, las pintadas de la época, proporcionan
numerosas instantáneas de la vida cotidiana de la gente humilde. Nos
hablan de cotilleos políticos y sociales, de la prostitución, de los sitios de
moda… Nada hemos cambiado en eso.

Los esclavos no eran un grupo homogéneo. Los siervos domésticos de los


ricos (doncellas, cocineros, maestros) eran productos de lujo, costosos,
que merecía la pena cuidar como a un mueble caro, y a los que se podía
incluso coger cariño como a una mascota, aunque sin olvidar nunca su
carácter de ‘objetos vivientes’. Incluso los esclavos domésticos de
categoría más baja podían vivir mejor que muchos campesinos pobres
aunque libres, que se deslomaban en los campos de sol a sol. Los esclavos
asignados a la producción agrícola en los grandes latifundios privados, y
sobre todo los esclavos públicos que se consumían en minas, canteras y
otros trabajos durísimos, corrían una suerte infinitamente peor.

Igual que coexistían pobres y ricos, la ciudad romana acogía a la vez la


miseria más abyecta y el arte más exquisito; la injusticia y el código legal

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más avanzado; las casas espaciosas y ajardinadas de los potentados y los
bloques de apartamentos en varios pisos —insulae— de los modestos. Los
robos y los incendios estaban a la orden del día, y en Roma se crearon las
cohortes de vigiles, mezcla de policías y bomberos, que pese a sus
esfuerzos y a la existencia de numerosas fuentes públicas, a menudo se
veían impotentes para frenar incendios que podían ser pavorosos,
impulsados por la inflamable trabazón de vigas de madera de las viviendas
y las lámparas de aceite.

Los barrios residenciales pobres eran a menudo lugares sucios y ruidosos,


con callejuelas laberínticas aunque en origen hubiera una planificación
regular, donde talleres de teñido de telas coexistían con los de orfebres, y
prostíbulos, junto a baños y fuentes públicas.

1.4 Urbanismo

Por lo general las ciudades romanas, al menos las fundadas de nueva


planta, presentaban un trazado regular, con calles cortadas en ángulo
recto, pavimentadas con losas que cubrían alcantarillas y cloacas, y
dotadas de baños públicos que recibían agua potable a veces desde
muchas decenas de kilómetros, traída mediante acueductos que eran
asombrosas obras de ingeniería hidráulica.

El centro de la vida de la ciudad estaba en el Foro, amplia y despejada


plaza pública a la que se abrían los principales edificios: el templo de culto
a Roma, a Júpiter y al Emperador (capitolium); el mercado —a menudo
algo apartado y cercado con altos muros para impedir olores—; los
pórticos donde los habitantes podían reunirse a cotillear de lo divino y lo
humano a salvo del sol del verano o de la lluvia invernal; la Curia donde se
reunía el Senado municipal; los archivos municipales.

En las cercanías de ese centro neurálgico de la ciudad estaban las termas o


baños públicos, que eran mucho más que un centro de higiene: con sus
gimnasios, bibliotecas, saunas y jardines, las termas eran los grandes
centros de ocio cotidiano de la ciudad romana, y un signo infalible para la

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piqueta de los arqueólogos de la llegada de la civilización incluso a los
rincones más remotos del Imperio.

Por supuesto, una gran ciudad —y muchas pequeñas— no estaba


completa sin su teatro y sobre todo sin su anfiteatro para gladiadores y su
circo para las carreras de carros. Las luchas de gladiadores, que antaño
durante la República habían tenido un carácter sacro como homenaje
ritual a muertos ilustres, se convirtieron en el Imperio en espectáculos de
masas. Los mejores gladiadores y aurigas de carros, a menudo esclavos,
eran las estrellas de masas, e incluso las ricas damas romanas se
disputaban sus favores.

La ciudad exigía un aprovisionamiento masivo, constante y estable. Los


acueductos traían constantemente agua de presas y manantiales lejanos.
Todas las mañanas, caravanas de carros tirados por bueyes y mulas
acarreaban productos del campo, alimentos y leña, pieles y carne,
pescado incluso. Los ricos podían permitirse exquisiteces gastronómicas —
muchas de las cuales hoy nos harían vomitar— importando productos
incluso desde miles de kilómetros de distancia. Los buenos vinos y aceites
traídos por mar eran una industria floreciente que además daba trabajo a
miles de alfareros que fabricaban las ánforas o recipientes de cerámica
donde se transportaban los preciados caldos.

Las obras de construcción, constantes, exigían abrir enormes canteras de


mármol, de caliza, de gravas, de arena. Las mezclas de hormigón, la
fabricación de ladrillos, la labra de vigas de madera, la talla de columnas,
eran actividades esenciales que daban trabajo a numerosos arquitectos e
ingenieros — muchos de ellos de origen griego— y exigían miles de
esclavos capturados sobre todo en las guerras fronterizas.

Al tiempo, las ciudades romanas eran centros productores de considerable


importancia, y muchas eran famosas por sus especialidades: las salazones
de pescado de Cádiz, los pergaminos para escribir de Pérgamo, los
mármoles de las ciudades del Egeo, eran productos demandados por todo
el Mediterráneo.

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1.5 Un delicado equilibrio de poderes

La compleja vida urbana requería en Roma, como hemos dicho antes, de


algunos requisitos. A los ricos de las ciudades debía compensarles el gasto
de ostentar magistraturas con las ventajas futuras que pretendían
obtener. Los artesanos especializados debían estar seguros de obtener
alimentos suficientes a precio razonable procedentes del campo; los
mercaderes esperaban poder comerciar, y los constructores obtener
encargos y poder disponer de materias primas. La vida de la ciudad era
compleja, y en realidad pendía de un hilo, de un delicado equilibrio.
Mantener ese equilibrio era la tarea del Estado, del emperador y de los
gobernadores provinciales, de los senados locales y de los ediles. Si el
delicado mecanismo de la vida urbana se alteraba, todo el entramado
podía hundirse. Cuando el Imperio fue incapaz de mantener el equilibrio,
la vida urbana se resintió y finalmente se colapsó. Los siglos que
sucedieron a la caída de la mitad occidental del Imperio, la época de los
pueblos bárbaros, de francos y visigodos, de hunos y ostrogodos, vio la
desintegración de un modelo de civilización urbana que había perdurado
durante siglos y que, junto a numerosas injusticias y crueldades, también
alumbró alguno de los mayores logros de la historia humana.

2. LA CASA ROMANA

2.1. Introducción

Muy distintos han sido los modos de vivir que tuvo el pueblo romano
desde los albores históricos de su ciudad, Roma, hasta la decadencia del
Imperio por ella creado. Como es lógico, en el transcurso de más de ocho
siglos hubo una sucesión inmensa de modas y costumbres que no pueden
condensarse en un simple esquema. Roma pasó de ser un pequeño
poblado agrícola y rudimentario a desempeñar el papel de gran emporio,
centro de un vasto imperio, aglutinador de pueblos y civilizaciones.

Naturalmente, la vida privada de un romano del s. III a.C., no puede


compararse a la que llevaba su descendiente el s. III d.C. No obstante, por
ser un pueblo de carácter fortísimo, gran vitalidad y personalidad, persiste

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a través de los tiempos una manera romana de entender la vida, un
sentido especial de organizar las actividades privadas, el hogar, la familia,
los placeres; hay un ética y una estética permanentes dentro de la
evolución de entender la vida de un romano frente a otros pueblos y
razas; la impronta romana es indeleble en el carácter de su civilización,
desde que ésta se inicia hasta que desaparece, o mejor, se diluye en las
múltiples civilizaciones occidentales a que dio lugar.

Ante la imposibilidad de seguir paso a paso toda la evolución que la vida


privada de los romanos experimentó a través de los siglos, se hará
especialmente referencia a la época culminante de Roma, señalando, no
obstante de pasada, el desarrollo que tuvo lugar desde sus comienzos.

2.2. Domus e Ínsula. Evolución.

La vida privada de cualquier pueblo y en cualquier época, se centra de un


modo muy especial en torno de ‘la casa’. El hogar es el punto donde
convergen todas las fuerzas familiares, individuales y aún raciales de
cualquier civilización. A través de la casa y las costumbres caseras, se
revela la persona y el pueblo al que pertenece. La casa romana tiene un
carácter tan marcado, que, aún dentro de su evolución -que fue grande-
persiste siempre inalterable su primitiva concepción. En este sentido se
habla de ella en este trabajo.

Los poblados del Lacio, gentes dedicadas primitivamente al pastoreo y


sólo posteriormente a la agricultura, habitaban chozas construidas sobre
un pedestal de piedra para aislarlas de la humedad, con una techumbre
cónica de paja y una puerta rectangular. En la época de la Roma clásica
quedaba todavía en el Capitolio una de ellas, que, según tradición, era la
que habitaron Rómulo y Remo cuando fueron recogidos por el pastor
Faustulo.

Muy pronto ese pueblo de pastores pasó a ser un pueblo agrícola,


emprendedor y artesano. Asimiló rápidamente las artes de los etruscos y
los recursos agrícolas de los sabinos e inició los primeros mercados en la
Ruta de la Sal. En una palabra, empezó a evidenciar su gran poder de

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síntesis. Y bajo esas influencias y nuevas actividades, la primitiva choza
redonda se fue trasformando en la domus romana.

La sola palabra domus evoca una forma de vida muy peculiar y de gran
poder aglutinante, la domus era el centro de la familia romana, célula
poderosa, núcleo creador del Imperio Romano, en todo lo que representa
esa expresión de poderío material y de irradiación espiritual. La familia se
recogía y tomaba constancia en la domus. Consistía ésta, en su forma
primitiva, en una construcción rectangular, con un centro interior, el
atrium, cerrada al exterior, y susceptible en todo momento de adaptarse a
ampliaciones para acoger a nuevos miembros de la familia. El atrium era
un patio de forma cuadrada o rectangular, abierto al cielo, al sol y a la
lluvia, en torno al cual estaban distribuidas las dependencias familiares.

El tablinium o habitación principal, era el lugar donde durante el día se


tomaban las comidas familiares y se celebraban los banquetes en las
solemnidades y fiestas hogareñas. Y durante la noche era el dormitorio
destinado a los dueños, al padre y a la madre, que descansaban en el
lectus genialis. También estaban en el tablinium el lar y los dioses
Penates, generalmente en una pequeña capilla o nicho. Más tarde, en el
Imperio, esos dioses Penates tendrán una capilla más importante en el
fondo de los grandes jardines de las suntuosas villas. Pero su lugar
tradicional era el centro de la domus. El tablinium se abría en general, por
la parte opuesta al atrium, sobre el hortus, pequeño huerto y jardín a la
vez, que servía tanto para el solaz como para la economía de la familia.

Además del tablinium, estaban dispuestas alrededor del atrium distintas


cellas o habitaciones destinadas al uso de los demás miembros de la
familia: hijos, siervos, domésticos.

El atrium tenía un estanque central, el impluvium que era donde se


recogía el agua de la lluvia. Este tipo de casa era de origen rural, pero
rápidamente se adoptó en la ciudad, con algunas pequeñas
modificaciones. Por descontado que a medida aumentaron las riquezas y
la cultura de Roma, la domus se transformó, se hizo más lujosa y más
extensa.

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El atrium pasó de ser un simple rectángulo delimitado por cuatro vigas
que sostenían el techo, llamado atrium toscanum, a presentar la forma de
tetrastilo, con columnatas, que fueron multiplicando su número y
estilizando su forma hasta dar lugar al atrium corintium, verdadero
pórtico distribuido en los cuatro lados. Y, ya bajo la influencia de los
helénicos, se pasó al atrium rodiense, que tenía uno de los lados más
elevado por dos o más peldaños.

También el impluvium se fue enriqueciendo empleando materiales


costosos para su construcción: mármoles, mosaicos, etc.

No solamente se identificó el atrium, sino todas las demás habitaciones, y


muy especialmente el hortus posterior, que se engrandeció hasta
convertirse, en algunas casas, como nos lo atestiguan los restos hallados
en Pompeya y en Roma, en inmensos jardines, adornados de fuentes,
juegos de agua, estatuas, columnas y capillas. El hortus familiar, cuyo fin
era proveer a sus poseedores de unas frutas y verduras frescas y
recrearlos con sus flores, pasó a ser lugar de otium, de descanso y placer.
Tanto es así que, en muchas casas, encontramos más allá del jardín
placentero y elegante, el verdadero huerto dedicado al cultivo de plantas
y árboles provechosos.

También las dependencias se multiplicaron hasta se llegó a tener algunas


habitaciones destinadas a las visitas, a recibir a invitados o a tratar con
negociantes, junto con otras, más íntimas, sólo franqueadas por los
miembros de la familia. El tablinium tomó gran importancia y fue
dedicado a la vida de sociedad.

No todas las familias vivían en domus. Había también, sobre todo en Roma
y otros centros populosos, otra forma menos personal de vivienda: las
insulae, que son como las actuales casas de pisos o apartamentos.
Sorprende la altura, de hasta cuatro pisos, y las dimensiones que llegan a
tener. Incluso fue preciso regular por ley esas dimensiones, ante el afán de
constructores y arquitectos por aprovechar el terreno y construir lo más
elevado y rápido posible los edificios, con detrimento de su seguridad y
aumento de ganancias.

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Esas insulae conservaban muy poco del antiguo ambiente hogareño de las
domus: tenían un patio central, una escalera exterior, ventanas abiertas al
ruido de la calle y a las inclemencias del tiempo; no quedaba nada del
jardín recoleto, ni de la intimidad del atrium. Los servicios de agua eran
insuficientes, sobre todo en los pisos altos. La higiene dejaba mucho que
desear; los deshechos de la vecindad se acumulaban en letrinas comunes.
El fuego de los hogares mal instalado originaba frecuentes incendios. La
vida ciudadana pagaba su precio: aglomeración, falta de independencia,
molestias ajenas de todo orden. Roma, al crecer, como todas las ciudades,
se hizo incómoda, menos para unos pocos privilegiados.

2.3. Mobiliario y objetos de uso doméstico.

Si en la casa romana hubo una evolución a medida que cambiaron los


tiempos y las costumbres, a medida que se acrecentaron las riquezas y las
necesidades, ni qué decir tiene que la hubo también, y grande, en todo lo
concerniente al mobiliario. Desde la simple cabaña latina hasta las
suntuosas moradas pompeyanas hay un abismo. Pero si se atiende a la
época clásica, como norma, y desde ahí se extiende la visión a los siglos
que la precedieron así como a los siguientes, se persiste incluso entre las
manifestaciones de lujo de la época decadente.

Los muebles de la época clásica son pocos y simples: mesas, en general


consisten en tablas de madera más o menos buena, apoyadas en
caballetes; sillas adustas, sin respaldo; la silla curul, algo más cómoda, es
empleada sólo por los magistrados; y el triclinium o lecho, que servía
tanto para reclinarse durante las comidas como para descansar durante la
noche. El mobiliario es escaso y, diríamos, que funcional. Era fácil
trasladarlo de una habitación a otra y podía dedicarse a varios usos.

A medida que cundieron las riquezas y que el pueblo progresó, los


muebles se hicieron más suntuosos. Se sustituyó la madera por el bronce,
el marfil, los metales preciosos. Mesas, sillas y lechos no fueron más
cómodos, pero sí más costosos.

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Pero sobre todo en lo que mostraron mayor complacencia los romanos
fue en la multitud de objetos secundarios para usos domésticos o de
simple adorno: jarrones, lampadarios, vasos, bandejas y vajillas. Y a
medida que la cultura griega fue penetrando en las costumbres romanas,
cada vez se valoraron más los trabajos artísticos de orfebrería, de
cerámica y de escultura. Tanto se extendió el gusto por lo helenístico, que
apareció una cerámica llamada samniana, que no es más que una
imitación de la orfebrería griega y que emplea un material duro y
barnizado, en el que pueden reproducirse los mismos motivos que los
artistas griegos esculpieron en metales preciosos, y que de este modo se
ponen al alcance de fortunas más modestas. Así se llega a la difusión
comercial de objetos de arte antes reservados a los poderosos.

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