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Resumen

“El hombre de la agencia funeraria llegó tan puntual, que María dos
Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la cabeza llena de tubos
rizadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa roja en la oreja
para no parecer tan indeseable como se sentía. Se lamentó aún más de
su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario lúgubre,
como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un
joven tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de
colores”. Fragmento inicial, Gabriel García Márquez.

María dos Prazeres, el personaje del relato homónimo, es una mujer mulata de
76 años que expresa dos importante valores: la lucha por su libertad y
dignidad, y el gozo del cuerpo. María vive en Barcelona (región de Catalunya),
y “A pesar de sus años y con sus bucles de alambre seguía siendo una mulata
esbelta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y encarnizados, y hacía ya
mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres”. Nada ha
podido doblegar a esta brasileña afrodescendiente que fue vendida por su
madre “a los catorce años en el puerto de Manaos, así que el primer oficial de
un barco turco la disfrutó sin piedad durante la travesía del Atlántico, y luego la
dejó abandonada sin dinero, sin idioma y sin nombre, en la ciénaga de luces
del Paralelo”, en Barcelona. Lleva más de cincuenta años viviendo en
Catalunya, así que “Hablaba un catalán perfecto con una pureza arcaica,
aunque todavía se le notaba la música de su portugués olvidado”, y cuando
cantaba, tenía “una hermosa voz africana”.

El pasado inmediato en este cuento corresponde al periodo inicial de la


dictadura franquista (España). Hay allí una mención directa del personaje
histórico Buenaventura Durruti (1896-1936), un anarcosindicalista que luchó
contra las fuerzas fascistas del “dictador eterno de España”. Ella participa del
ideario y las convicciones de los revolucionarios, aunque solo sea desde la
solidaridad de sus sentimientos.
De su niñez, pasado mediato, María tiene el obsesivo e ingrato recuerdo del
“cementerio de Manaos bajo los aguaceros de octubre, donde chapaleaban los
tapires entre túmulos sin nombres y mausoleos de aventureros con vitrales
florentinos», y del día en que “el Amazonas desbordado amaneció convertido
en una ciénaga nauseabunda, y ella había visto los ataúdes rotos flotando en
el patio de su casa con pedazos de trapos y cabellos de muertos en las
grietas”. Por ello y por la revelación en un sueño de que le había llegado la
hora de morir, recibe la visita de un vendedor de tumbas llamado por ella
porque quiere ser enterrada en un lugar alto, como lo es el panteón de
Montjuich, para que no le pase como a los cadáveres del cementerio de
Manaos, sacados por el agua de sus fosas.

En Montjuich están sepultados precisamente “Buenaventura Durruti y dos


dirigentes anarquistas muertos en la guerra civil”. Las tres tumbas tienen
lápidas en blanco, pero la gente, con distintos materiales —ella misma, con un
lápiz labial—, escribe los nombres de los héroes, borrados luego por los
guardias. María dos Prazeres, que había asistido al entierro de Durruti, quiere
reposar a su lado pero al no haber espacio disponible, debe conformarse con
otro sitio para su tumba. Y a pesar de estar haciendo los preparativos para su
muerte próxima, no hay tristeza en la mujer, y como si en la muerte se pudiera
continuar la vida, quiere estar cómoda en su tumba, sin riesgos de
inundaciones y con alguien que la visite y llore por ella. De allí que se haya
dedicado a enseñar a Noi, su mascota —un “perrito de aguas”, con “un talante
de perdulario”—, a ir hasta el cementerio de Montjuich y llegar a la tumba que
ha comprado, donde deberá hacer lo que ella le ha enseñado: llorar sobre su
tumba. Como no tiene familiares, verifica con el notario la equidad con que
deberá realizarse el reparto de sus bienes entre los vecinos, y se hace amiga
de una niña de nueve años para que se encargue del perrito Noi.

María dos Prazeres era prostituta desde cuando el oficial turco que la gozó en
la travesía del Atlántico la dejó abandonada en una de las calles de Barcelona.
“—Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me nota?”, le dice al vendedor de
tumbas. Pero ya no ejercía su oficio: “Se había retirado por voluntad propia con
una fortuna atesorada piedra sobre piedra pero sin sacrificios demasiado
amargos, y había escogido como refugio final el muy antiguo y noble pueblo de
Gràcia, ya digerido por la expansión de la ciudad”, Barcelona.

La casa es decorada con muebles comprados a los fascistas, quienes los


“robaban de las residencias abandonadas por los republicanos en la estampida
de la derrota”. En su retiro de Gràcia, María dos Prazeres seguía recibiendo —
único vínculo con el pasado— al conde de Cardona, quien la había conocido
en un hotel de paso de la calle del Paralelo y ahora la visitaba “el último
viernes de cada mes para cenar con ella y hacer un lánguido amor de
sobremesa”, “un amor sedentario que les dejaba a ambos un sedimento de
desastre”.

Pero la muerte no da muestras de acercarse al cuerpo de María dos Prazeres.


“No sentía malestar alguno, y a medida que aumentaba el calor y entraba el
ruido torrencial de la vida por las ventanas abiertas se encontraba con más
ánimos para sobrevivir a los enigmas de los sueños”, así que recibe
nuevamente al conde de Cardona. Es entonces cuando, por la radio, se
anuncia que “El general Francisco Franco había asumido la responsabilidad de
decidir el destino final de tres separatistas vascos que acababan de ser
condenados a muerte”.

Ante la noticia, el conde muestra su asentimiento: “—Entonces los fusilarán sin


remedio —dijo—, porque el Caudillo es un hombre justo”. Y ahí fue Troya. Ante
esta identificación del conde con la política represiva de Franco, “María fijó en
él sus ardientes ojos de cobra real, y vio sus pupilas sin pasión detrás de las
antiparras de oro, los dientes de rapiña, las manos híbridas de animal
acostumbrado a la humedad y las tinieblas. Tal como era”. Y entonces lanza la
frase que hará que el conde no vuelva más: “—Pues ruégale a Dios que no —
dijo—, porque con uno solo que fusilen yo te echaré veneno en la sopa”.
Finalmente, el sueño aciago de su muerte no se cumplió sino antes por el
contrario, le llega una nueva vida.

Una tarde glacial de noviembre, cuando salía del cementerio, empapada y con
el Noi en los brazos, es abordada por el conductor de un flamante automóvil
que se ofrece a llevarla. Después de un forcejeo, ella acepta y ya dentro del
vehículo se encuentra con un hombre “que era casi un adolescente, con el
cabello rizado y corto, y un perfil de bronce romano”. María dos Prazeres lleva
al hombre a su casa y después de un segundo forcejeo de palabras, mientras
ella sube las escaleras con el joven avanzando detrás, piensa en la
equivocada interpretación que le había dado a su sueño: “—Dios mío —se dijo
asombrada—. ¡De modo que no era la muerte!”. Era la vida y la pasión del
cuerpo.

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