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Juventud caníbal
Antología del horror extremo
ePub r1.1
Riahnnon 22.12.14
Título original: Gioventú cannibale
AA. VV., 1996
Traducción: Juan Vivanco
Diseño de cubierta: Riahnnon
Nochecita
Emanuele tenía los pies hinchados, pero no podía quitarse los mocasines
Su madre, la señora Flaminia Monteleone, no toleraba esas cosas.
«Vuelve a ponerte los zapatos, o te vas a cenar a la cocina. Con el servicio.
¡No eres un patán!», le había dicho una vez, al verle cenar en calcetines.
Y así, sentado en el sofá de brocado junto a mamaíta, tragaba el puré
de verdura mientras veía el TG1.
Quería volver a su habitación, echarse en la cama y morirse.
«Qué asco de día», pensó.
Todo por culpa de Lalla y sus sostenes.
De sus jerseys, lápices de labios, guantes de cabritilla, medias de
malla, leche limpiadora.
De las tres a las ocho, entre Benetton, Stefanel, Fendi, de compras con
su novia. No había abierto un libro. Y solo faltaban tres días para el
examen de derecho comercial.
Notó una punzada de dolor en el costado.
Se tragó otra cucharada del sano puré de verdura que tan bien le
sentaba a la úlcera de mamaíta.
—Cori, ¿qué hay de segundo?
La filipina gorjeó:
—Judías verdes hervidas.
Emanuele subió el volumen del televisor.
—¡Baja eso, Emanuele! Tengo un dolor de cabeza horrible —dijo la
señora Monteleone con aire cansado.
Emanuele no la soportaba. Todos los días con ese puto dolor de cabeza.
Con esa expresión de disgusto en la cara. Parecía que se había comido un
plato de callos pasados. Estaba ahí plantada, seca y verde como un
espárrago, con ese traje de chaqueta rojo cárdeno, con su úlcera de las
narices que les tenía a todos desnutridos a base de pollo hervido, con el
pitillo en los labios y las gafas oscuras.
—Bueno, me voy a la cama.
La señora Monteleone permaneció impasible.
Emanuele se levantó y se arrastró hacia su cuarto, atravesando los
sesenta metros del fastuoso salón, tapizado de cuadros abstractos y
alfombras kilim.
Pero se quedó clavado en la puerta.
—Emanuele, ¿te acuerdas de que mañana por la mañana tenemos que
ir a la boda? Le he dicho a Cori que te despierte a las seis y media, ponte
el vestido azul, el de Caraceni…
Emanuele siguió avanzando sin contestar.
¡No! ¡Mierda! ¡La boda! ¡Maldita sea, yo tenía que encerrarme a
estudiar!
Se había olvidado por completo.
En Siena. En un castillo perdido de una finca rústica.
¿Por qué Guglielmo tendrá que casarse en Siena?
Y además, ¿por qué tendrá que casarse?
Está claro, para tocarles los cojones a sus parientes, ¿por qué, si no?
¡Terrible! Despertarse a las seis y media, viajar con esa momia de
mamaíta que no para de decirte: «¡No corras, Emanuele! ¡Ve más
despacio! Nos vamos a matar».
Entendía a su padre. El infeliz tuvo que marcharse a Bélgica para no
vivir a su lado.
Luego se imaginó un corro de pijos y parientes agolpados delante del
buffet y a su primo Guglielmo, el mayor gilipollas del centro de Italia,
pavoneándose del brazo de Donna, una mujerona rubia de Vermont.
Enfrascado en estas degradantes consideraciones, Emanuele se
encaminó por el pasillo con frescos en las paredes. Parecía un condenado a
muerte camino de la silla eléctrica. Estaba a punto de entrar en su cubil,
cuando sonó el videointerfono.
Contestó.
En la pantallita apareció la jeta picada de viruela de Aldo Trebbiani.
Sonrisa alegre. Cuatro pelos embadurnados de gel. Ojos pequeños y
vivarachos. Narizota.
—¿Nochecita, chico? —graznó el telefonillo.
—Ey, Aldo, ¿qué haces? ¿Quieres subir?
—No, baja tú. Vamos a dar una vuelta.
—… Me iba a la cama.
—¿Cómo es eso?
Me he pasado la tarde con Lalla y mañana al amanecer tengo que ir a
Siena.
—Entonces nochecita reducida. Un porrete rápido.
No… —pero se lo pensó mejor— Está bien, bajo un momento, y me
acompañas a comprar cigarrillos.
—Así me gusta.
Colgó y fue a ponerse la chupa.
¡Nochecita!
En su jerga significaba ponerse morados de porros, rigurosamente sin
novias, y volver a casa bien colocados a la hora que fuera.
Pero desde hacía algún tiempo, a Emanuele esas nochecitas ya
empezaban a fastidiarle.
Las nochecitas son un túnel. Te pones ciego de porros y estás hecho
polvo si no consigues estudiar y todo se te va de las manos y te oprime, la
puta habitación y las cenas con tu madre y las bodas en Siena. De modo
que las evito como la peste.
Emanuele veía los campos de rugby del Coni envueltos en una niebla
baja. Aldo y él habían pasado mucho tiempo allí.
De pronto sintió una nostalgia angustiosa por los tiempos del instituto.
Tiempos tranquilos. No habría estado mal volver atrás… siete años. ¡Siete
años! ya habían pasado siete años desde que salieron del instituto.
Parecían dos, tres como mucho.
No ha cambiado nada desde entonces.
Seguía con la misma novia, seguía viéndose con Aldo, seguía viviendo
con su madre, seguía fingiendo que estudiaba, seguía.
Un nudo del tamaño de un pólipo le apretó la garganta.
¿Cuándo va a cambiar esto?
De pronto Aldo redujo velocidad y se apartó a la derecha. Emanuele le
vio salir con sus movimientos bruscos. Le vio dar la vuelta al coche, abrir
el maletero y sacar al canguro dándole palmaditas en el trasero.
Le vio montarse rápidamente en el coche y arrancar.
—Me habría cagado encima de la moqueta nueva —dijo Aldo
encendiendo un cigarrillo.
—Sí… —contestó Emanuele.
Salieron de la Olímpica y entraron en la avenida Francia.
—¡Hola! —Melania se había despertado—. ¿Qué he hecho? ¿He
dormido? Vaya nochecita, chicos, he pillado un ciego… ¿Adonde vamos,
si se puede saber?
Tenía la voz pastosa por el sueño, pero alegre.
—¡Por favor! ¿Por qué no paramos? Tengo un hambre… Me apetece
un croissant con chocolate.
Se inclinó hacia delante, tratando de verse por el retrovisor.
—¡Mira qué pelos, qué cara! Parezco una bruja. ¿Bueno, qué?
¿Paramos en un bar?
Pero ya estaban en la calle Archimede, en casa.
Aldo paró delante del portal de Emanuele y preguntó:
—¿Qué vas a hacer? ¿Me llamas cuando vuelvas de la boda?
Emanuele asintió con la cabeza. Abrió la portezuela.
—¿No te despides de mí? —dijo Melania estirándose hacia él. Le besó
en la boca.
—¿Quieres mi teléfono? —le volvió a preguntar.
—Sí, está bien, ya se lo pido a Aldo, ahora no tengo…
Salió del coche.
El cielo se había abierto. El día era bueno, frío y claro.
El BMW partió.
Emanuele miró el reloj. Las cinco y veinte.
Justo a tiempo para ducharse, afeitarse, cambiarse de zapatos e ir a la
boda.
Y Roma llora
Por la noche Roma llora. Fue la primera impresión que tuve de la ciudad
cuando llegué, hace tres años, huyendo de un pueblecito de Calabria.
Al principio era invierno, y el cielo, al atardecer, se teñía de rojo. Un
rojo encendido. Había oído hablar de los famosos crepúsculos de Roma,
pero creía que era un cuento para atraer a los turistas. Sin embargo es
verdad: al atardecer, todos los atardeceres, Roma, en el crepúsculo, se tiñe
de rojo. A veces hasta cuando llueve. Los tejados, las calles, los edificios,
las antenas de televisión (¡cuántas antenas!), todo refleja el rojo de esa
sangre repentina.
Cuando llegué me costó mucho encontrar trabajo. Vendía pañuelos de
papel y ambientadores de coche en los semáforos, y apenas me alcanzaba
para pagar la pensión donde dormía y las comidas en cualquier tasca del
Trastevere. Luego, de pronto, hasta las tascas se pusieron de moda, y me
encontré con que los precios aumentaban y la gente que iba a comer era
cada vez más elegante. Un día el camarero tunecino me llevó el menú:
pasta y judías, 15.000 liras. Entonces me di cuenta de que el Trastevere no
era lo mío, y me trasladé a Termini.
La estación central de Roma es una araña gorda que se lo traga todo,
esa fue mi primera impresión. Empecé a ir a comer a un centro de caridad,
a poca distancia de Termini, y a vivir junto a ellos, los vagabundos. No
parecían tantos hasta que no los veías juntos, y se reunían todos allí. Se
plantaban delante del quiosco de la estación, delante de la farmacia, y
molestaban a la gente. Conocían a todos los comerciantes y lograban que
los chicos de la tienda de dulces les regalaran helados. Nadie decía nada.
Pero eso, lo aprendí más tarde, era una característica de la ciudad.
Por lo menos hasta que llegué yo.
Al principio los controladores de la entrada me dejaban pasar sin
billete. Luego empezaron a poner pegas. De todos modos podía quedarme
en el vestíbulo cuanto quisiera.
Un día se me acercó un señor mayor. Yo estaba vendiendo
encendedores.
—¿Eres italiano? —preguntó.
—Soy de Polistena, en Calabria —contesté, aunque no era del todo
cierto, porque vivía en Rosarno.
—¿No te da asco toda esta podredumbre? —prosiguió.
—Pero qué podredumbre… vamos, abuelo, no me toques los huevos.
—¿No necesitas dinero, no quieres dormir en una pensión decente?
Ese viejo me estaba hartando. Quiere que le dé por el culo en su casa,
es un sarasa disfrazado de señor, pensé.
—Sí que quiero dinero, pero no hago mamadas.
—Ven conmigo.
Me llevó a comer a la hamburguesería y pagó la cuenta. La
hamburguesa olía a mierda, sería porque yo tenía un resfriado tremendo y
los olores me fastidiaban. Pero no me quejé, porque el viejo empezaba a
caerme simpático.
—¿Has pensado alguna vez en hacerte barrendero? —dijo, mientras
terminaba de comer.
Pensaréis que estaba majara. Hay muchos barrenderos por ahí. Pero
para ser barrendero del ayuntamiento hay que pagar, y además hay que
exponerse demasiado, contesté.
—No, no, otra clase de barrendero —precisó él, mientras se sacaba del
bolsillo un fajo de billetes.
Desde aquel día mi vida cambió, creedme.
Calle Marsala, calle Giolitti, plaza dei Cinquecento, las Termas de
Diocleciano, que están todas alrededor de Termini.
Y luego también la calle Amendola, y para arriba, hasta el teatro de la
Opera, pero solo hasta allí. Calle Nazionale y plaza Esedra, ese es mi
reino.
El viejo loco me dijo que tenía mucho dinero, pero poco tiempo, se
había pillado un cáncer en los pulmones, aunque nunca había fumado un
cigarrillo y en su oficina había un letrero de «no fumar» de esos con un
esqueleto debajo.
—Me cansé de la gente que me limpia el parabrisas en los semáforos y
de los que venden encendedores. De los negros, de los gitanos, incluyendo
la que me robó la cartera —me contó. Mientras continuaba se le encendió
una luz en los ojos—: Sí, esa gitanilla me la quiso jugar en el vagón de la
línea B del metro, la que va a la plaza Bologna, donde vivo yo, enfrente de
correos: me dio un puñetazo en la cara y me quitó la cartera del bolsillo de
la chaqueta. ¿Tú que habrías hecho? —Yo me encogí de hombros. Hacía
mucho, no recordaba cuánto, que no llevaba cartera—. Te diré lo que hice
yo: la agarré por la camiseta cuando estaba a punto de salir del vagón. Me
la llevé a rastras, y nadie, lo que se dice nadie, me detuvo, nadie se volvió
a mirarme. ¿Qué piensas, que soy impotente porque ya soy viejo? —
preguntó, mientras volvía a encogerme de hombros, pero para mí que lo
preguntaba por preguntar, porque yo siempre he pensado que los jubilados
follan más que los jóvenes. Siguió contando—: Entonces me la llevé a los
urinarios públicos, a la salida del metro, y me encerré dentro con ella. Le
puse la mano en la boca y me la cepillé por delante y por detrás, si vieras
los gruñidos que soltaba. Luego le retorcí el pescuezo como a una gallina,
justo como hacía mi abuelo cuando mataba pollos, Dios lo tenga en su
gloria.
No me impresionó la historia del viejo cabrón, ni lo más mínimo. Solo
que al final ya no se acordaba de qué diablos me quería hablar.
—Ah, sí —recuperó la memoria—, apuesto a que tú conoces a todos
esos putos parásitos mamones. Soy rico, ya te lo he dicho, y quiero ser
caritativo con gente como tú. No soporto verles por la calle, todavía me
queda un año de vida, y mientras aguante no quiero verles durmiendo en
las aceras. Me tienes que hacer un favor.
¿Qué os creéis, que aquel tipo los quería hacer ricos a todos? Pues no.
Vale, ya sé que sois muy listos y lo habéis entendido.
Yo hacía mi ronda, alrededor de la estación. El viejo pagó a otros como
yo, en toda la ciudad, lo sé de buena tinta. Lo que no sé es si al final se fue
contento al otro barrio. Pero me la trae flojísima.
Bueno, el caso es que el viejo, después de todo ese rollo, me dio una
cita para la noche siguiente, mientras me pasaba por delante de las narices
un buen fajo de billetes.
—Quedamos en Ferrovie Laziali, andén 23, mañana a las once y media
de la noche. Veremos si te las apañas bien —me dijo.
¿Que si me las apañaba bien?
Él no lo sabía, pero yo era una pequeña celebridad. Había matado gente
casi todos los días, contribuyendo todo lo posible a engrosar las
estadísticas de muertos. Me pagaban para eso: trabajaba para unos señores
que se mosqueaban con mucha facilidad, y a mí me tocaba arreglar las
cuentas. En mi vida había visto tanto dinero junto.
Hasta que acabó todo. Un día mataron a Mimmo, mi mejor amigo. Un
disparo de escopeta le levantó la piel del cogote, según me contaron,
porque le dispararon justo a la cara. Y mi, digamos, jefe, me echó la culpa
precisamente a mí. Solo porque todos sabían que me gustaba la mujer de
Mimmo, me gustaba un huevo. Pero yo estaba seguro de que alguien
quería ocupar mi puesto, y fue ese alguien quien mató a Mimmo. Por
suerte unos colegas me avisaron a tiempo, si no ahora a lo mejor no lo
contaba. Salí zumbando, ni siquiera tuve tiempo de recoger mis cosas. Fue
así como acabé vendiendo pañuelos de papel.
Pero al viejo no le había contado nada de esto: no hay que fiarse de
nadie, y menos aún si es el que te paga.
Pues decía que esa noche acudí a la cita, andén 23, en las Laziali.
Enseguida el viejo me señaló un montón de harapos tumbado en el suelo, y
me dijo:
—Ahí tienes el primero.
Se escondió detrás de una columna para observar mi comportamiento.
Me acerqué al montón de harapos y empecé a sacudirle. El otro, como si
no estuviera durmiendo, se levantó enseguida, de golpe, y empezó a gritar:
—¡Basta, basta, déjame, cabrón!
Entonces le agarré por el cuello, diciéndole a la cara:
—¿Quien es el cabrón?
Y mientras pataleaba intentando ponerse de pie, le levanté en vilo.
Tendría unos treinta años, y una barba que le llegaba al pecho. Yo seguía
apretando, y él pataleando como un loco, mientras se ahogaba. Yo le
apretaba el cuello con más fuerza, y él había empezado a jadear, poniendo
los ojos en blanco y meándose encima. Luego sentí que se aflojaba de
golpe, pero aunque estaba seguro de que la había diñado, por precaución
seguí apretando un poco.
¿Pensáis que me dio asco? No, no soy impresionable.
Así, abrazado al vagabundo, miré hacia atrás y vi que el viejo se estaba
acercando para ver mejor lo que hacía.
¿Querías ver cómo trabajo, no? Bien, aquí tienes, pensaba, mientras
metía los dedos en los ojos del vagabundo y se los sacaba de las órbitas
sanguinolentas, como avellanas de la cáscara. Los tiré al suelo como si
fueran canicas, junto a los pies del viejo. Le bajé los pantalones al cadáver
y, sacando la navaja del bolsillo, corté el escroto y saqué los huevos.
Resultó fácil, no brotó nada de sangre. Mientras tanto notaba la
respiración anhelante, excitada del puto viejo a mi lado. Solo una especie
de tubo blanco los sujetaba aún al cuerpo. Un tirón seco y fueron míos.
—Carne fresca —exclamé, jactancioso, y se los ofrecí al viejo.
Me hizo una seña negativa. Si no los quiere él, me los como yo, pensé,
mientras me los metía en la boca. Además de no saber a nada eran
esponjosos, blandos y viscosos como la carne de caracol. Entonces, de
pronto, me dieron asco incluso a mí, porque los caracoles siempre me lo
habían dado. Y empezaba a sentir rabia, porque me parecía que había
perdido el tiempo para nada. Rabia también por esa cosa inútil tendida en
el suelo, con los pantalones bajados y la polla a la vista. Te vas a enterar,
jodido mamón y le corté la polla de un tajo veloz, rabioso. Ahora sí que
sangraba, aunque estaba muerto, ya lo creo. Se la metí en la boca a la
fuerza, en esa bocaza apestosa abierta a la nada.
Aquella noche empezó realmente mi trabajo. Y me vais a perdonar si
es poco y si os lo digo así brutalmente: os parecerá una historia inventada,
pero no lo es. Si no os creéis lo que he hecho, cuando vayáis a Roma, por
la noche, podréis comprobar que alrededor de la estación Termini hay
como un corazón que late y sangra y todos los pájaros, los estorninos,
vuelan gritando de terror sobre los árboles de por allí. Daos un garbeo
hasta la plaza Esedra, con una bonita fuente, la que algunos romanos
llaman plaza de la Repubblica, porque está la boca de metro Repubblica y
entonces muchas veces se dicen: «Quedamos en la plaza de la
Repubblica», y claro, luego no se encuentran. En fin, daos una vuelta por
allí, mejor si es a la puesta del sol.
Comprobadlo vosotros mismos. Lo hice lo mejor posible. En los
andenes 20 y 21 degollé a treinta vagabundos con la navaja de afeitar, les
corté el gaznate a todos durante diez noches seguidas y no hubo ningún
comentario, como si nadie se hubiera enterado, o quizá sea mejor así: ni
siquiera lo han traído los periódicos, solo algún suelto de la información
local. A los seropositivos que duermen en los pasillos del metro o
escondidos detrás de las rejas de aireación, les clavé jeringas en los ojos.
Y no penséis que me molesté en comprar todas las jeringas. En plan de
coña, algunas las saqué descerrajando los intercambiadores de jeringas, los
que están en la calle, en la acera de la estación: al fin y al cabo el
ayuntamiento de Roma los ha puesto allí a propósito para los toxicómanos,
para «frenar el fenómeno del sida». En el albergue de caridad, en cambio,
usé la navaja. Dado que cuando puedo y si puedo me gusta dar un
significado simbólico a lo que hago, se la clavé en la barriga o en el coño a
las chicas (que a veces son muy jóvenes), o a los viejos en su corazón
cansado. Siempre me mojé con la sangre que brotaba de los cuerpos que se
retorcían en los espasmos de la muerte, porque allá en Calabria hay quien
dice que mojarse con la sangre alarga la vida y trae suerte. Con las
gitanillas del metro A y B hice lo que me había contado el viejo. Yo
también necesito mojar. A los travestís, por la noche, me los llevé a las
pensiones de los alrededores de la estación. A algunos les corté el cuello
con la navaja de afeitar mientras se la hincaba por el culo, descubrí que es
precioso sentir cómo se mueren y se agitan mientras ven que se les escapa
la sangre sin poder hacer nada para detenerla, porque detrás tienen mis
manos que les sujetan y mi polla que les clava el cuerpo sin esperanza de
huida. Luego se aplacan poco a poco, y el esfínter da un último guiño, el
que siempre me hace correrme cuando la palman.
«Una oleada súbita de violencia, inadmisible», diréis.
Bueno, cuando vengáis a Roma a ver la puesta del sol, sentiréis de
verdad que la ciudad llora, pero recordar que soy yo el que la hace llorar.
Por otro lado, no veréis ningún vagabundo, ningún gitano, ningún
pordiosero en la estación Termini, porque yo sé hacer mi trabajo. Y nadie,
en esa zona, se acercará a limpiaros el parabrisas. Como decía el viejo,
para eso ya están los de las gasolineras.
Aldo Nove
Sergio y yo somos normales, y por eso, los sábados por la tarde, nos
ponemos en marcha y vamos al híper de la Folla di Malnate.
Bebemos Baileys, miramos desde las ventanillas, hacemos «Tata tara tatá
tatáta», les pitamos a los palurdos del sur que van por ahí con sus coches
chungos tipo Visa o el Cinquecento nuevo.
—¿Has visto qué coche de palurdos, ese Visa?
—¡Hace cagar!
—En vez de comprar ese coche podían haberse comprado el billete de
vuelta a Sicilia, y hasta les adelantaban la pasta para comprar el
desatascador del váter y envenenar a todos los demás palurdos de Sicilia.
—¡No, no cabes dentro!
—¿Eh?
—¡Envenénate con el desatascador!
Al entrar en el híper compramos dos o tres Rasca y Gana. Una vez hice
tres veces cuatro. No paré de comprar boletos. Pero luego ya no volvía a
ganar nada, de esa vez me acuerdo, también compré unos Raider, y me
apetecía un Cheese.
II
Le dije a Sergio vamos arriba, donde están las cintas de vídeo. Sergio dijo
vale, pillo unas medias de lana y vamos arriba. Sergio se paró a pillar unas
medias de lana azul de 8.500, pero también una balanza pequeña de 28.500
liras.
Luego subió.
Arriba todo eran equipos y cintas, cintas de grupos italianos años ochenta
que todos han olvidado, grupos de discoteca de 9.500 con el pañuelo de
regalo, y televisores.
Además estaban las cintas de vídeo de Candy-Candy mezcladas, en una
caja de metal, con cintas de kungfú y de Totó. Pero yo fui derecho a ver las
cintas de vídeo para las pajas.
Sergio me siguió llevando en la mano las medias de 8.500 y la balanza,
que acababa de comprar, abajo.
Fuimos allí a ver las historias de Moana. Todas de 29.500 para arriba. Y
las americanas costaban eso o más: 32.500.
III
Pensábamos que 12.000 era el precio justo para hacerse una buena paja. La
caja no era muy allá, salía una tipa con las tetas fuera cortada por abajo,
porque abajo estaba el título, El mundo del amor, en amarillo. Pero la tipa
no estaba mal.
Teníamos un rollo de papel higiénico cada uno, pero nunca nos corríamos
tanto como para gastarlo todo. Lo que sobraba del rollo lo usábamos para
otras pajas o para limpiarnos el culo o para sonarnos la nariz o para quitar
las gotas de Baileys que caían al suelo. Pero en seguida empezó la
película.
Eh, al principio de la película El mundo del amor hay un tío mirando con
un catalejo a unos que van de putas, que hablan con putas. Luego
encuadran el cartel de la Esso, luego los tejados, luego uno desnudo
besando un zapato, un tipejo con cara de gilipollas integral.
Luego el tío que mira con el anteojo se limpia el sudor de la frente, dos
hombres se quitan la camiseta y se lamen los brazos, son gays; una tía se
quita la falda y hace el perro en el suelo, dice «guau guau», pero se deja
las bragas y aparece el letrero de que la parte científica de la película está
basada en los textos de los profesores Freud Kinsley y Stoller Kraff…
IV
«Amor es un deseo que viene del corazón por abundancia de gran placer: y
los ojos antes general el ardor y el corazón le da alimento».
Giacomo da Lentini
La luz azulada del televisor era como cuando un héroe corta la sabana con
el hacha, poco a poco se abría camino hacia nosotros esa polla toda
destrozada de la parte final del vídeo El mundo del amor. 12.000 bien
gastadas.
El profesor del vídeo decía que con la piel retirada del cipote cortado se
hacía un buen chocho, de las piernas del tío seguía saliendo un huevo de
sangre. También Sergio y yo habíamos decidido cortarnos la polla, para
reírnos un poco por la noche.
Sergio se había dado perfecta cuenta de cómo andaban las cosas, de cómo
tenían que andar esa noche. Miles de películas de tortilleo preciosas, que
habíamos visto sin entender…
Sin poder probar esas experiencias de amor.
Sin poder lamernos los chochos que no teníamos.
Hacía falta una solución radical.
Sergio, de un solo tajo hacia la ingle, se cortó violentamente la polla,
como había hecho yo.
Caperucita splatter
Había una vez una jovencísima modelo húngara asmática y sin escrúpulos
a la que todos odiaban a causa de su gilipollez, sobre todo su agente, que
sin embargo no podía permitirse perderla. Un día le regaló un gorrito
portainhalador de terciopelo rojo para su ventolín aerosol de bolsillo. Era
una creación de Mark Kostabi que le quedaba de maravilla. La pequeña se
lo ponía siempre. Fue así como, en el mundillo, empezaron a llamarla
Caperucita roja.
La víspera de una rave-party en el Shocking de Milán su agente le dijo:
—Oye, Caperucita roja, aquí tienes un preparado de Serax, una
benzodiacepina ansiolítica. Llévasela al viejo *** [un estilista pasado de
moda]. Está facturando poco y está histérico y se sentirá renacer. Vete
enseguida, antes de que el tráfico de fin de semana te impida pasar de la
avenida Buenos Aires. Pero dile al taxista que no corra, porque está
lloviznando y los fotógrafos de moda no suelen contratar a modelos
semicarbonizadas en accidentes de coche. Por lo menos hasta ahora.
—Trataré de hacerlo todo bien, mamaíta —contestó Caperucita roja
con una vocecilla que mandaba a todos a tomar por culo, adiós.
El estilista vivía a dos minutos andando de la discoteca en cuestión, en
un edificio cercano al complejo residencial Principessa Clotilde. La
pequeña se bajó del taxi, y de la oscuridad salió a su encuentro Marco con
un paraguas Knirps. Caperucita roja no sabía hasta qué punto era malo ese
public relations, y no tuvo miedo.
—¡Buenas noches, Caperucita roja! —le dijo él, camisa de algodón y
corbata de Perry Ellis, por lo demás ligeramente fashion victim.
—Gracias, P. R.
—¿Adonde vas tan temprano?
—A ver a ***.
—¿Y qué llevas en la mochila [de Prada, N. d. R.]?
—Pastillas Serax. Un obsequio de mi agencia. *** está estresado y
seguro que las agradecerá. Le sentarán bien.
—¿Y vas a pie? Todavía te queda media hora larga de camino desde
aquí —mintió el P. R. descaradamente, después de pensar: «¡Qué bocado
tan rico, esta tierna niña! Desde luego, mejor que el viejo *** ya será.
Querido: ¡si haces las cosas con astucia te los zampas a los dos!».
Se puso al lado de Caperucita roja, le pasó la mano por la cintura y le
dijo:
—Mira, Caperucita roja, si quieres puedo acompañarte con mi Twingo.
Subo un momento a llamar por teléfono. ¿Vienes conmigo?
Caperucita roja levantó la mirada y entonces vio lo maravillosamente
italiano que era el rostro de ese P. R. Pensó: «Todavía es muy pronto. De
todos modos llegaré a tiempo».
Subió a la habitación de Marco, se tumbó en la cama y se puso a ver la
tele. Cada vez que el mando a distancia se detenía en un canal, le parecía
que no era tan bueno como el anterior, y así, de programa en programa, se
adentró cada vez más en la maraña de la programación. Marco, en cambio,
fue derecho al loft de *** y llamó al videocitófono.
—¿Quién es? —preguntó una voz desde dentro.
—Soy yo, Caperucita roja. Te traigo un poco de Serax. ¡Abre!
—Ultimo piso, mi niña —contestó ***—. Perdona si no salgo a
recibirte pero es que estoy haciendo yoga.
El P. R. llegó al último piso, empujó la puerta y de un salto se echó
encima del pobre ***. Sus manos enguantadas apretaron las carótidas de
*** con tanta violencia que el rebote de la presión hizo estallar el ojo
izquierdo del desdichado con un suave ¡pop! La cara de *** se contrajo en
una mueca extravagante. Un hilo viscoso formado por humor ácueo,
humor vítreo, sangre y tejidos esclerales le resbaló por la mejilla. *** se
debatía de un modo patético, horas de kundalini lo habían ablandado. El
P. R. soltó la presa y se puso a golpear sin ton ni son la cabeza verdosa de
*** con una mancuerna de culturista (2 kg y medio) que encontró en el
rincón. Unos golpes sordos e inmorales fracturaron el septo nasal de *** y
sus huesos temporoparietales. El líquido cefalorraquídeo, con un borboteo
nauseabundo, empezó a brotar por la nariz y los meatos auditivos externos.
Después de arrastrar el cuerpo hasta la ducha-hidromasaje Teuco, Marco
abrió el chorro de agua caliente y en medio de una nube de vapor empezó a
deshuesar a *** con un bisturí Letraset. Luego pasó a la caja torácica. El
primer corte intercostal fue saludado por un silbido espantoso. El dolor
lacerante despertó al estilista lo suficiente como para permitirle vomitar
alcachofas Sacia antes de desvanecerse otra vez. Mientras tanto su tensión
arterial bombeaba la sangre a través de las heridas del corte, salpicándolo
todo. El P. R. abrió el abdomen y se tomó su tiempo para montar en las
casillas blancas y negras de las baldosas del suelo una exposición
extemporánea de vísceras rojoazuladas de artista. *** defecó por reflejo
involuntario. El P. R., irritado por el mal olor, acercó la boca a la ingle de
***, le castró de un mordisco certero y escupió el escroto en el bidé. ***
se despertó chillando, presa de emociones mixtas, y esta vez Marco acalló
sus gritos con una rociada de espermicida Glaxo. Cuando le cortó la
tráquea para impedir que se ahogara, sacó la laringe, y pulsando con
maestría las cuerdas vocales, tocó el estribillo de «Quando dico che ti
amo», un hit de Tony Renis. Cortar el resto del cuerpo en taquitos de un
centímetro con el cuchillo del queso fue algo atroz. El P. R. devoró los dos
primeros con una alegría salvaje, metió los demás en el congelador, se
duchó, se puso un pijama limpio, se metió bajo el edredón Bassetti y
apagó la luz.
Caperucita roja, que había seguido viendo la tele hasta la náusea, se
acordó de ***, salió del edificio residencial y reanudó su camino. Aún
lloviznaba.
Cuando llegó, se sorprendió de encontrar el portal abierto. Llegó al
último piso, entró, pero al notar el extraño silencio tuvo cierta aprensión y
pensó: «¡Qué miedo me da hoy este loft, coño, y eso que siempre vengo de
buena gana!».
Levantó la voz y gritó:
—¡Buenas!
Nadie le contestó. Entonces la pequeña entró en la cocina, se acercó a
la nevera y la abrió. ¡Ahí estaba el viejo ***! ¡Pero qué pinta tan rara!
—¡***, qué orejas tan tumefactas tienes!
No contestó nadie.
—¡***, qué ojazos tan abiertos tienes!
No contestó nadie.
—¡***, qué manazas mutiladas tienes!
No contestó nadie.
—¡***, qué labios horrorosamente desgarrados tienes!
—¡Para comerte mejor! —dijo una voz detrás de ella.
Antes de que a Caperucita roja le diera un escalofrío, ya Marco,
iluminado en la oscuridad por un frigorífico que conocía a Caravaggio, le
había partido la crisma con un cenicero Memphis. Caperucita roja
gesticuló con los ojos en blanco. Se agarró desesperadamente a los
estantes del frigorífico, tirando al suelo quesos, verdura cocida y pedazos
de ***. El P. R. se excitó y siguió golpeándola con una mano y
masturbándose con la otra hasta que la derribó. Caperucita roja se
desplomó boqueando, en plena agonía. Marco le cogió un hombro, le dio
la vuelta y se puso a horcajadas sobre sus tetas, justo a tiempo de correrse
en su cara con un chorro violento de esperma amarillo, denso y abundante.
Esperma viejo. Luego, extenuado, se secó la polla con el pelo de
Caperucita roja. A continuación le lanzó un chorro de ventolín, que le
produjo una fuerte sensación de vértigo. Se levantó. Las piernas le
temblaban. Miró a su alrededor. Entonces se le ocurrió una buena idea.
Arrancó el cable eléctrico del tostador de pan y lo usó para atar a
Caperucita roja al radiador. Le levantó la falda Cómplice, le arrancó las
bragas Triumph y dedicó los siguientes diez minutos a chamuscarle los
pendejos con el láser del Sony Discman de ***. Un olor nauseabundo
saturó la habitación. «¡Si la desesperación tiene olor, este es el olor de la
desesperación!», pensó Marco rascándose la frente con las uñas
manchadas de sangre. Luego separó las piernas de Caperucita roja y se
ensañó con su vulva usando la batidora Moulinex. Después de reducir la
mucosa vaginal a cien gramos purpúreos de picadillo vivo, agarró el
cuchillo eléctrico AEG y le cortó delicadamente el clítoris, mientras el
esfínter anal se contraía. El esfínter anal de ambos. Metió el clítoris en un
tarro de mostaza Kraft y se lo comió. Luego aplicó las veloces hojas
aserradas del AEG a la muñeca derecha de Caperucita roja. El hueso chirrió
de un modo que le puso la piel de gallina. Era como si el pequeño coro del
Antoniano se hubiera puesto a garabatear en una pizarra con tizas
amplificadas. El P. R. rió con ganas al ver cómo la mano amputada,
sacudida por contracciones clónicas autónomas, se movía sola y se metía
debajo de la mesa Bulthaup. La mano estuvo golpeando contra la pared del
fondo durante dos minutos, antes de que las contracciones cesaran por
completo. De un bocado, el P. R. se tragó los pequeños pechos de
Caperucita roja como si fueran budines de nata, mientras ella, en coma,
vomitaba bilis y orinaba sangre y pis. El resto del cuerpo lo cortó en
pedazos con un gran cuchillo de carnicero en la tabla. Un trabajo intenso,
que le dejó las manos pegajosas de papilla orgánica y pelos. Sacó del frío
los decímetros cúbicos de ***, lo maceró todo con vinagre balsámico Fini,
filtró la melaza obtenida con un trapo Zucchi y se tragó el poso con una
pastilla de Serax y media botella de Ferrarele. Luego, ahíto y contento,
soltó una pedorrera, volvió a meterse bajo el edredón, se durmió y empezó
a roncar ruidosamente.
La agente de Caperucita roja, preocupada al no verla en el party del
Schocking, fue al piso. Al oír roncar desconfió, se acercó a la cama y vio
al P. R.
—¡Conque estás aquí, pedazo de tunante! —exclamó—. ¡Llevo mucho
tiempo tras de ti!
Quería darle de bofetadas por un viejo asunto, pero se le ocurrió que
quizá el P. R. había devorado a *** y a Caperucita roja, y que a lo mejor
estaba a tiempo de salvarles. Ahogó al P. R. con unos polvos Joe Blasco,
cogió un trinchador de pollos Philip Stark y empezó a cortarle la barriga.
Por los cortes sanguinolentos asomó la silueta del portainhalador de
Kostabi entre los mondongos hinchados e infartados. Dio otro tijeretazo y
hete aquí que salió la modelo gritando:
—¡Anda que no has tardado, joder! ¡No sabes qué pesadilla!
También el viejo *** salió sano y salvo, pero el shock no le dejaba
dormir.
—Le he traído pastillas de Serax, un ansiolítico —le dijo Caperucita
roja—. Tómese dos y enseguida se sentirá mejor.
—¿Y tu asma alérgica, mi niña? —le preguntó ***.
—Ahivá, ha desaparecido —observó Caperucita roja. Pero dentro de su
cabecita pensaba: «¡Coño, ya no quiero callejear por Milán, mi agente me
lo ha prohibido!».
Andrea G. Pinketts
Veinticinco mil liras todo incluido. Salida de la plaza Frattini para recoger
a otros peregrinos. Otras dos paradas en Lotto, y en la calle Eustachi, para
recoger a los de los pabellones. El plan era perfecto. Apoyarse en la
cooperativa de la calle Misurata, donde los borrachos jubilados
organizaban excursiones sociales. Una perfecta vía de escape. Otros se
habrían largado a Cuba después de robarle todos esos diamantes al hampa.
Pero Nico lo tenía bien planeado. Había embaucado meticulosamente a los
de la cooperativa y a los hermanos Manzo. Se había propuesto llegar a las
playas de Ferrara en autocar, mientras los supervivientes de los Manzo (a
dos de ellos les había disparado) le buscaban por los aeropuertos. Luego,
desde las playas de Ferrara, se esfumaría pasado algún tiempo. A Gillo
Manzo le disparó en un ojo. Con Furio Manzo se había limitado al
paquete, a los huevos, vamos. Esos cabrones llevaban tiempo
tiranizándole. Un plan perfecto para un psicópata. «Buen chico», decían de
él, pero solo los de las afueras. Lo dijeron incluso de Pino La Rana, el que
dio el pasaporte a Pasolini, y Pino, después del beso mortal al poeta, había
vuelto hecho un príncipe. «¡Ostia! ¿Cómo se les ocurrió pensar en un
complot en Ostia?» En Ostia las cosas son como son en Ostia. Nico había
nacido allí, en Ostia. En octubre aún era verano, y Nico, con su físico de
modelo, siempre quiso largarse, para llegar a Francia o a la plaza de
España. El caso es tener para comer. Con sus entradas hereditarias
(«pareces un lord»), malo de nacimiento, su madre murió en el parto. Nico
estaba pensando en la forma de deshacerse de los insulsos pasajeros y del
cómplice que conducía el autocar. Una buena hoguera. Un accidente
simulado, de modo que Chi l’ha visto? tardara días en identificar los
cadáveres, un bonito horno crematorio a sesenta años de distancia. Hasta
se había tragado la demostración de una rebanadora, él mismo se había
puesto en contacto con la casa. Ahora observaba a esos jubilados idiotas
convencidos de que se iban a ir de balde, sin comprar cazuelas y sin acabar
fritos. Los odiaba. Le recordaban a sus padres. No veía el momento de
acabar con ellos. Más adelante pensaría en lo que haría con los diamantes.
Él siempre se salía del cine en la primera parte, si no moría nadie. Los
pasajeros eran cantarines. «Romagnaaa miaaaa, Romagna in fiore…».
—Y ahora una demostración de Affettaqua, la mejor rebanadora.
Probó suerte como vendedor. ¿Por qué iba a tener remordimientos? A
fin de cuentas, todos ellos estaban con un pie en la fosa: quemándolos les
ahorraría a sus parientes el gasto de las flores. Algún imbécil le había
comprado una olla al vendedor, un gordinflón de chaqueta roja y
pantalones ceñidos. La muerte acaba. No con uno, con los demás. Solo los
diamantes son para siempre. Los otros estaban destinados a la incineradora
de un golpe exitoso. Él era el hombre de los pantalones ceñidos.
Los diamantes son para siempre, ellos, lo demás muere, como los amores
que esperan ser correspondidos. Tino Pepe tenía poco tino. Parecía un
tonel, pero le faltaba ese algo para ser simpático, anticonformista y un
poco sinvergüenza. Brillante, en una palabra. De profesión orfebre, nunca
había tenido problemas para conseguir brillantes y a veces incluso piedras
un poco más serias para dárselas a quien, como él, que se untaba los pocos
pelos que le quedaban con brillantina, no las merecía. Gente calva, para
brindarle Calvados. Dado que, ya sea por timidez, ya sea por lo que él
nunca hubiera querido, las únicas chicas, mujeres, personas a las que se
atrevía a abordar eran las que estaban en quimioterapia, estaba convencido
de que nadie sin pelo rechazaría su obsequio. Se había vuelto muy hábil
reconociendo pelucas, peluquines. El sexo daba igual, con tal de que le
dieran un beso con sus labios demacrados. La vida da asco. De acuerdo, la
muerte es peor. Más o menos como tirarse desde un paso elevado. Nunca
sabes bien cómo vas a acabar. Es mejor acechar, sinuoso, a personas
cortejadas por la muerte que sin embargo tienen posibilidades y ganas de
vivir. Es mejor apuntarse a estas excursiones con promoción de cacharros
incluida, en las que resulta más fácil encontrar personas dispuestas a
iluminarse ante el relampagueo de un brillante, aunque sea pequeño, que
garantice un amor promovido con respecto a una muerte retrasada. Cuando
Tino Pepe había intentado proponer su patético anillo con brillantes a
personas aparentemente sanas, siempre se lo habían rechazado. Salvo una
puta, pero él era un tío listo y a las putas solo les daba circones. Con otras
mujeres le había ido mal. Se habían reído de él. Las más decentes no se
dejaron comprar con una piedra por un hombre viscoso. Las menos
decentes no sabían distinguir entre un mecenas y un chorizo, y pensaban
que era tan falso como sus brillantes. Maria Teresa Ruta, a quien se lo
había mandado por correo, se lo devolvió. La showgirl en las últimas lo
hizo por educación. En suma, esa ridícula montura, para Tino, hacía de
catafalco. Él, que solo habría sido brillante si hubiera sido otro, se
encontraba solitario, de joyería en desuso. Una perla negra, un perla
blanco, o blancuzco, que nadie aceptaba ni regalado.
Nunca hay que subestimar el día antes. Es el día en que se tiran los dados
que tardan veinticuatro horas en dar un resultado. El día antes del Juicio
Universal (Dios no juega a los dados) es aquel en el que preparamos
nuestro alegato defensivo. El día antes de rendir cuentas es aquel en el que
sacas brillo a las bolas del ábaco. Veinte de marzo, día antes de la
primavera. Ostia. Un calor de la hostia, sobre todo para Sora Nella, con la
cabeza metida en una olla de callos humeantes. Más que tortura china,
tortura lombarda, con judías blancas, patatas en dados y dos trozos de
zanahoria para dar color. Es el método con el que los hermanos Manzo
supervivientes quieren sacarle información a la abuela de Nico. Bajos
como su frente, impecables en sus vestidos príncipe de Gales, aparte de
alguna salpicadura de callos, enmarañados en el alma como en las cejas.
Sora Nella parece Katia Ricciarelli. Por la voz, nunca se había oído a nadie
cacarear así:
—Nun lo so, te gginro che nun lo so!
El Manzo mayor la atrae hacia sí agarrándola por el moño:
—¡No hables en romanesco, vacaburra! ¡Soy de Cinisello Balsamo y
odio a los romanos!
—Nun so’ romana, so’ de Ostia!
El Manzo menor la abofetea.
—¿No has oído lo que ha dicho mi hermano?
Con el bofetón la dentadura postiza de Sora Nella sale volando. Los
dientes en caída libre se zambullen en la olla de callos. Sora Nella farfulla
algo.
—Sin dentadura no se entiende un pijo lo que dices: ¡recógela!
Sora Nella mete las manos en los callos humeantes. Grita. Lágrimas
cálidas y callos hirviendo.
—Nun so gnente degli ottanta brillocchi!
Otra hostia y habla en italiano.
—Mi nieto está loco. En Cinecittá miraba por encima del hombro a los
otros extras, ni que fuera Amedeo Nazzari. Le gustan las cosas
complicadas, cuando era un regazzino, perdón, en la escuela escribía de
derecha a izquierda para distinguirse de los demás.
Manzo menor se impacienta:
—¡Me importan un carajo las historias de su vida! ¡Quiero saber dónde
está!
—Podíais haber empezado por ahí. Me habéis preguntado que dónde
están los brillocchi, perdón, brillantes, no dónde está Nico. Me dijo que
mañana se iba a las playas de Ferrara, una excursión en autocar en la que
va a vender artículos de cocina. Su primer trabajo honrado, cariñito de su
abuela.
Manzo mayor le dice a su hermano:
—¿A quién conocemos en el cazuelamen?
—Nun so.
—Joder, ya te ha contagiado… a propósito de cazuelamen…
Agarra el moño de Sora Nella y la ahoga en el caldero. Los callos
muerden la cara mofletuda con sus culebras abrasadoras. Se oye un
sfffffrrrrshhh.
Nico estaba loco. Podía haber huido a las playas sin montarse esa historia
del autocar, pero, cariñito de su abuela, quería lucirse. Le gustaba la idea
de jugar a vendedor y hacer una escabechina. Había visto tres veces
Asesinos natos y siete Asesinos putos (la versión hard de Udo Kuoio, el
Rey del Látigo metido a director de cine). Ochenta y dos pasajeros estaban
pendientes de su monserga. Setenta y nueve. Un hombrecillo sudoroso
miraba con concupiscencia a una muchacha calva, delgada y macilenta
como un clavo oxidado.
—Y ahora la demostración con la rebanadora. Quiero que presten
atención a la hoja. Puede cortar un elefante… y no digamos un jamón.
La rebanadora eléctrica zumbaba a la perfección, como estaba
previsto. Lo imprevisto era un cadáver en medio de la calzada. El impacto
con el autocar hizo que Nico perdiera el equilibrio.
Las rebanadoras las arma el diablo. La hoja penetró en el cuello de la
viuda Ciacci, que no era un elefante. Se portó. Una diarrea de sangre
inundó a la viuda Mori, su vecina. El autocar empezó a aullar setenta y
nueve versiones de espanto. Nico tuvo un orgasmo. Se sentía como el
piloto de la película Aeropuerto (una cualquiera de la serie).
—Señores, por favor, mantengan la calma.
El conductor frenó.
—¡Avisemos a una ambulancia!
—¿Para qué? Ni que en los hospitales pegaran las cabezas.
Alguien se puso a vomitar el desayuno. Té y galletas. Nico perdió los
nervios, algo que en Aeropuerto no le ocurría nunca al protagonista. La
viuda Mori gritaba:
—¡Ay Jesús, ay Jesús, ay Jesús!
—¡Aug! —le espetó Nico clavándole la rebanadora en el esternón.
Luego sacó la pistola—. Quiero que todos presten atención a la Magnun
44. Si el elefante del que hablábamos antes estuviera agonizando, con esta
le podríamos dar el tiro de gracia. Hoy estoy en plan de hacer
confidencias. Tengo ochenta diamantes en el bolsillo, inatacables por los
ácidos, durísimos, en el grado diez de la escala de Mohs. He tramado un
plan perfecto y no permitiré que nadie lo eche a perder: ni el perro al que
hemos atropellado, ni menos aún vosotros. Dejad de gimotear que tengo
que pensar.
Una mano gordezuela se levantó, tímida. Tino Pepe, ceceando, se
atrevió:
—Señor, perdone, oiga. Mire, tengo este anillo. La montura no es gran
cosa, pero la piedra es interesante. No, no pretendo compararla con las
suyas, no hace falta que me las enseñe, le creo.
Nico sudaba:
—Déjate de rollos y dime qué quieres.
—Pues verá, señor. Yo soy muy reservado, pero tengo algo de mundo.
Ya se ha cargado a dos. Quedamos ochenta, justo como sus diamantes.
Ahora bien, dudo que tenga ochenta balas. Algunos de nosotros
moriríamos, pero si nos rebelamos podremos con usted. Aunque estos
cadáveres vivientes no lo saben, podrían vencerle. Como pienso que es una
persona inteligente, le haré una proposición. Le cedo mi brillante como
modesto obsequio, a cambio de un favor…
—Dispara ya.
—No, dispare usted. Dispárele al chófer.
Nico, intrigado por el juego, obedeció.
—Bien, señor, ahora le queda un tiro menos. Verá, me gustaría abusar
sexualmente de la señorita quimioterápica. Después de hacerlo quisiera
que usted me pegara un tiro.
—De acuerdo. ¿Y qué pasa con los otros pasajeros?
—Dispare las balas que le quedan contra el depósito.
—Buena idea. Siento tener que matarte, podíamos haber sido
amigos…
Los hermanos Manzo que quedaban llegaron cuando Tino Pepe exploraba
el sostén de la muchacha (la primera talla, y ni siquiera la llenaba). La
primera y la última. Nico, distraído con la obscenidad (Asesinos putos en
comparación era Mary Poppins). Abrieron la puerta.
—¡Cucú! —dijo Manzo mayor.
Nico adoraba a Clint Eastwood. Lo disparó. Le disparó no queda bien.
Le disparó significa que le pegó un tiro. Lo disparó, en cambio, que lo
lanzó disparado. Derechito al infierno. Manzo menor se convirtió en hijo
único. La idea le puso frenético, pero no le frenó. Soltó la pistola y agarró
a Nico del cuello. Lo que frenó a Manzo menor fueron todas las balas con
que Nico enriqueció de ojales su príncipe de Gales.
Diario en verano
Todas las tardes, a eso de las siete, mi amiga Fiore y yo nos vamos a Villa
Pamphili a ver cómo los obreros descontaminan el agua del lago del
Giglio y a fumar.
Parece que los próximos días van a capturar las nutrias y a llevarlas al
Tíber, por encima de la presa de Castel Giubileo:
—Estropean el ecosistema del lago —me dijo uno de los obreros.
¡No me lo puedo creer! Hace años que vengo a este parque (me traía
mi abuelo) y doy de comer a las nutrias sudamericanas: ¿cómo pueden
hacer algo así? Espero que se lo piensen mejor…
Para despabilarme un poco (después del tercer o el cuarto porro) hoy
he dado cuatro vueltas al parque corriendo, mientras Fiore (totalmente
colgada) ha estado jugando todo el tiempo a las bochas con los viejos del
asilo de ancianos Bel respiro: las dos nos hemos despejado un poco.
Cabrones.
¡No me lo puedo creer! Me he enamorado.
A los 140 segundos de verle (lo que tardó Mike Tyson en tumbar a
Frank Bruno) ya estaba colada por él. ¿Os habéis sentido alguna vez así?
No es agradable, os lo aseguro. Señores del tribunal, ¿cómo pueden dejar
sin condena a ese monstruo que me ha dejado colada como una verdura
cocida?
Nadie se apiadará de ti. Estaba tan ancha (las clases acaban de
terminar), estaba escuchando tranquilamente a los psicóticos/histéricos
Nirvana sentada en un banco de Villa Pamphili cuando apareciste tú… tú
con tu mechón rubio colgando en la cabeza rapada al cero y las placas de
acero en la puntera de las botas… ¡súper!
Mandé a la mierda a los Nirvana y mi tranquilidad y empecé a
cocerme en agua hirviendo.
¡Cuántas cosas increíbles me contaste! Que eres músico… que has
sacado un disco titulado Shit for Brains… que has tenido unas críticas
fabulosas y que tienes tres agujas de cinco centímetros en el cerebro
porque tu madre, que trabajaba, cuando eras pequeño te dejaba con una
vecina que era modista…
Estoy que me derrito, coladita por ti.
¿Me vas a llamar o no?
Queridísimo Nicolás:
acabo de recibir tu carta y he ido corriendo a la ventana para
ver si te veía. ¿La has traído tú? No lleva sello…
Se ve que también odias los sellos y los buzones… bueno, una
cosa más que sé de ti.
¿Qué tal estás? ¿Has estado más veces en Villa Pamphili?
Desde que acabaron las clases no hago más que aburrirme y
perder el tiempo (hoy me he pasado el día entero pintándome las
uñas y leyendo al viejo Dosto: Crimen y castigo es mi libro
favorito).
Tú seguramente tendrás días más interesantes y movidos que
los míos, los míos dan un poco de asco.
De todos modos yo también te escribiré algo de mí y de mi vida,
para que puedas conocerme mejor etcétera…
Allá va: me llamo Asia, tengo dieciocho años (casi) y hasta
hace unos meses llevaba el pelo a lo Christopher Lambert en
Subway, ¿controlas?… me suavizaba el pelo con mejunjes a base
de agua oxigenada, vodka, limón y manzanilla… luego decidí
dejármelo crecer y ahora asoman las raíces moreno-sicilianas y
me gusta infinitamente más…
Me destetaron con leche de Pistols, quesitos Clash, papillas
liofilizadas Buzzcocks. Luego crecí con Magazine, Joy División y
Doors.
Los perfumes que prefiero son: Hashish, Mughetto, Fiori di
montagna y Parfumo di Fico.
Comida: Cuscús. Flan. Gazpacho. Espaguetis con todas las
salsas. Algas. Sushi. Langostas (pero lo siento por ellas).
Durante tres meses he ido al gimnasio de boxeo del Sor Mario,
en Campo de’ Fiori, pero en diciembre se le acabó el dinero, lo
dejó todo plantado y volvió a trabajar de taxista.
¿Qué más?
El verano pasado me saqué el permiso de navegación en la
capitanía de Porto de Anzio, y un día zarparé con mi amiga Fiore
rumbo a un lugar lejano, a lo mejor Yemen…
El resto en la próxima…
Saludos.
Asia.
PS : La U tatuada en mi brazo significa Utopía.
Por fin.
Hoy he visto a Nicolás.
Salía de casa para llevarle la carta cuando me lo encontré fumando en
el portal.
Le di la carta y él la leyó delante de mí: me dio un poco de vergüenza.
Luego fuimos a pasear por la calle de grava de Villa Pamphili, y nos
pusimos a hablar. Me habló de sus conciertos, de cuando le echaron del
escenario porque había montado unos cohetes en el mástil de la guitarra y
en un momento del concierto los encendió y apuntó hacia unos tipos con
chalecos de pastor sardo y sandalias de fraile en los pies.
Cada dos minutos me soltaba los nombres de los animales que
veíamos: garzas comunes, cisnes, ánades, tortugas norteamericanas, pollas
de agua, zampullines chicos, rascones, cercetas carretonas… increíble, se
lo sabe todo.
Cuando había oscurecido sacó unos cristales como la sal gorda y se
puso a calentarlos: se llama shahoo y lo usaban los kamikazes japoneses
durante la segunda guerra mundial… debe de ser verdad, porque me sentía
como una mula y habría dado sin esfuerzo diez vueltas al parque…
No entiendo nada.
No sé si estoy colgada del humo o de Nicolás. Quizá de los dos…
Desde hace dos días que solo espero verle y fumar como un mono y
caminar hasta donde me lleven las piernas…
Hoy por fin ha pasado…
En el cementerio no católico, en Testaccio, entre tumbas y pinos y
cipreses y cenizas y personajes famosos de la historia, nos besamos…
¡Fue ultrarromántico! También pusimos una flor en la tumba de su
madre (una ex bailarina inglesa de las Bluebell Girls, que murió —me dijo
— en un accidente de tráfico, mientras que su padre estuvo tres meses en
coma y ahora vive en su casa de la costa y cuida las plantas y juega al
ajedrez consigo mismo).
Además de las Doc Martens de los otros días y unos Levis, llevaba una
sencilla camiseta negra un poco desteñida… y cuando su lengua exploró
mi boca sentí un sabor a humo y sudor y también a sangre… un sabor
malísimo y malsano, pero me excitó muchísimo.
Un día estupendo.
Lo pasamos esnifando coca y haciendo esa cosa que estaba esperando
desde hacía tanto tiempo…
¡Qué pasada!
Casi le violé en la gran cama de matrimonio de mis padres… no me lo
puedo creer…
Nos llamamos por los nombres de mis padres —Arnaldo y Giuseppina
— y jugamos a ser ellos…
¡Fue realmente demencial! Él no logró correrse, estaba demasiado
pasado de rosca, pero dijo que la próxima vez se correrá dos veces…
Creo que yo me he pasado de guarra… debió de ser la coca que
habíamos fumado, esnifado e inyectado (aunque poco) en las venas… ¡el
caso es que estaba desatada!
Por la noche me llamó Fiore (no hablaba con ella desde hacía ¿diez?
¿quince? días) y me preguntó que qué me pasaba, que tenía una voz rara…
pero yo no fui capaz de contestar porque Nicolás me hacía la tortura de las
cosquillas… en la barriga, bajo los brazos, en todo el cuerpo… y ella se
hartaría porque al cabo de un rato dije ¿oye? y al otro lado ya no había
nadie…
Cabrones.
Hoy nos han dado la sorpresa.
Habíamos ido a mi casa a oír Shit for Brains (mi primer disco) y a
follar en la colchoneta y hablar de nuestros secretos (yo le conté la historia
de las palomas: de cuando me dediqué a cazar palomas del edificio de
enfrente con una pistola de aire comprimido y balines de plástico; ella de
cuando quería tirarse por el viaducto Roma-L’Aquila, como esa familia
estafada el otro invierno…).
Luego bajamos —bastante colgados y anfetamínicos— y nos
encontramos con una sorpresa…
El hospital Umberto I había avisado a la familia de Asia del colapso
del otro día, y su padre estaba esperándonos en el portal…
¡De película!
Sombrero a lo Zorro, cigarrillo, impermeable con cuello de piel…
bigotito recortado como Willy DeVille. Parecía salido directamente de una
película de espadachines, o de piratas… ¡vomitivo!
Apoyado en una Harley Sportster 1200 me miraba de la coronilla a la
punta de los pies, y fumaba…
Tragedia.
Estoy completamente destrozada…
Ni siquiera soy capaz de hablar.
¿Por qué se tienen que acabar las cosas bonitas?
Todo iba tan bien… todo era tan perfecto y tan cojonudamente
bonito…
Por fin había visto la casa de Nicolás… Hicimos el amor entre cortezas
frías de pizza, restos de hamburguesas y latas aplastadas… oímos las
guitarras desafinadas y la batería siempre a destiempo de su primer
disco…
Y entonces llegó el cabronazo de mi padre a joderlo todo…
¡Le odio! ¡Le odio! ¡Le odio! No me impedirá que vea a Nicolás…
antes me cuelgo de una viga del sótano… me encontrará con la cabeza
hinchada y la lengua fuera… ¡vaya si lo haré!
Me he despertado.
He meado en la pila de acero del fregadero, y ahora estoy sentado en
esta silla mirando el yeso desconchado del salón: en murovisión.
Me he pasado toda la noche llamando por teléfono a Asia, pero su
padre me gritaba perro rabioso nazi y no me la pasaba. Al final debió de
desenchufar el aparato.
A eso de las cuatro la vi llegar a casa: se había escapado de su
habitación y había venido a verme.
Intenté abrazarla, pero ella no quiso.
Se sentó en el sofá. Me dijo que iba a ir a Londres con su amiga Fiore,
a estudiar inglés.
Le dije que podía ir yo también, que iríamos a los garage party, que
nos lo pasaríamos súper sin el control de los cabrones de sus padres.
Ella me contestó que su padre me iba a denunciar en cuanto intentara
acercarme a ella… que mejor no, que mejor dejarlo así. Dijo que estaba
deprimida y hecha polvo y que no me iba a olvidar nunca etcétera.
Pero yo había dejado de escucharla y me estaba haciendo un poco de
sal gorda.
Ella llevaba una chupa ácida: toda amarilla y con la cara sonriente del
smile.
Debajo llevaba una camiseta blanca toda arrugada, sin planchar.
Cuando terminó de hablar me incliné y saqué la Stratocaster de su
funda negra… la funda estaba perdiendo una capa de pegatinas
descoloridas…
Antes de que Asia se diera cuenta, levanté la guitarra sobre su cabeza y
luego la golpeé… la golpeé otra vez… otra vez… y otra.
Hasta que ya no hubo movimiento.
Entonces me quité toda la ropa y limpié la sangre con periódicos.
Quité un mechón de pelo que se había enredado en las cuerdas de la
guitarra.
Para colocarme me metí toda la coca que tenía y perdí un poco de
tiempo escuchando la repetición de Enter Sandman de los Metallica (y
levantaba la pierna como para dar una patada, tipo boxeo francés, y daba
en las cuerdas y lanzaba el aullido animal ¡¡¡ñiaaaaaauooonnnnnn!!! ante
el espejo…).
Luego la metí en una bolsa grande de la basura.
Antes del amanecer cogí las llaves del Escarabajo y bajé con la bolsa
de plástico negro. Levanté el asiento hasta el volante y la eché en el
asiento de atrás.
Luego arranque y fui hasta la presa de Castel Giubileo.
Allí la saqué del Escarabajo y la arrastré bajo los muros del Tíber, con
las mandíbulas apretadas y los músculos temblando.
Luego abrí la bolsa en la grava de la orilla y la empujé hasta el agua.
Mientras la empujaba me imaginé que vagaba por la negra corriente en
compañía de peces, ratones, ratas, lodo, troncos, palos, mierda, zarzas…
Y de las nutrias de Villa Pamphili…
Matteo Curtoni
Trencitas rubias
a Chiara y Laura
Cosas que yo no sé
Querido José:
hoy puse la televisión y te vi, te sacaron. Todos los telediarios y los
periódicos hablaron de ti y del proceso. Estabas ahí sentado, con la mejor
de tus sonrisas, estabas tranquilo como solo les está concedido a los reyes
antiguos y a los sabios. La voz en off hablaba de los cargos que hay contra
ti, de los estupros de las niñas, de los asesinatos, de las prácticas sexuales
con los cadáveres de tus hermanas. De tu confesión, de cómo lo has
admitido todo plácidamente, sin asomo de remordimiento, manteniendo
inalterable tu sublime belleza.
Te amo. No te conozco personalmente, pero qué tiene que ver. Tu
esencia, tu idea, el pneuma que encierras es fuerte, mucho más fuerte que
los vehículos usados por la palabra para transmitirse de un hombre a otro.
Estos vehículos no pueden torcer lo que derramas, querrían hacerlo, pero
no pueden. Los periodistas han intentado explicar las cosas, han creado
una jaula para encerrar tu historia, pero tu luz se escurre entre los barrotes.
Es imposible no verte, José, yo no puedo dejar de verte.
Mamá y papá siguen con atención los telediarios y los periódicos,
siempre, todos los días. Están hambrientos de noticias. Hambrientos de
malas noticias. Las noticias buenas les dejan tristes e inseguros. Desde que
se disipó la pesadilla de la guerra nuclear su nerviosismo ha aumentado,
me doy cuenta. Pero en los telediarios y los periódicos la mayoría de las
noticias son malas, de modo que el nerviosismo nunca prevalece sobre la
fe. Cuando se enteran de una buena noticia tienden a no fiarse demasiado,
a poner en duda las fuentes, a imaginar conspiraciones que implican a todo
el sistema de las comunicaciones que pone en circulación estas buenas
noticias carentes de todo fundamento.
En cambio, cada vez que sucede una catástrofe veo una felicidad
subterránea, que nunca sale claramente a la luz, pero me he acostumbrado
a descifrarla después de los años que vivo con ellos. Les embarga una
felicidad, una esperanza. Y rebosa, se ve que no son capaces de contenerla
por completo, y unas gotas rebasan el borde y se escurren por fuera. Yo
veo esas gotas. A cada anuncio de nuevas guerras, terremotos, epidemias,
hambres, crímenes cada vez más feroces, ilegalidades cada vez más
extendidas, destrucciones, explosiones de centrales nucleares,
hundimientos de petroleros, envenenamientos de la tierra, a cada noticia
de este tipo veo unas gotas que rebosan de su interior. En ellos hay
entusiasmo, después de cada agravación aparente de la situación mundial.
El recelo con que escuchan las buenas noticias desaparece, sustituido por
una aceptación total y completa de las palabras del locutor.
Así han recibido también las noticias sobre ti, José, sin dudas ni
incertidumbres. Desobediencia a los padres. 2 Timoteo 3:2. Otra señal
para sumar a las muchas otras que han coleccionado y les acercan, paso a
paso, noticia a noticia, al Armagedón. Si se vieran obligados a vivir en un
lugar sin televisión ni periódicos, probablemente mamá y papá no
tardarían mucho en perder la fe. Estoy segura. Se pondrían cada vez más
nerviosos, sin puntos de referencia, sin esas señales, esos indicadores de la
cuenta atrás, esos mojones kilométricos en la carretera que va al fin del
mundo.
Eliah quería hacer una estatua de la Virgen, una de esas estatuas que
sangran. Hay muchas por ahí. Sirven sobre todo para vender aceite
milagroso o reliquias portentosas a la gente que acude en masa para asistir
al milagro. A veces solo para venderles bocadillos y latas de refrescos. El
que no corre vuela. La que quería hacer Eliah no sangraba por los ojos, o
por los estigmas. Simplemente le caía la menstruación. Había un gran
gentío delante de la estatua. Todos adoraban el sagrado flujo. Y miraban.
De pronto, bajo la estatua, se encendía un letrero de neón. El esponsor. La
Lines, por ejemplo, o el fabricante de compresas. El flujo de los fieles
absorbido por la visión. El flujo de las ventas subiendo. Luego detenían a
Eliah. Quitaban la estatua, se la llevaban. Todos los flujos, uno tras otro,
cesaban.
Ahora mamá y papá están cantando el salmo 95: «¡Venid, adoremos y
postrémonos! Arrodillémonos delante de Jehová, nuestro Hacedor».
Ya, Jehová. YHWH. Nadie sabe cómo se pronuncia este nombre. Jehová
es solo una de tantas hipótesis. En realidad no conocemos las vocales
internas. Hay quien dice Yahveh. Meras hipótesis, en realidad no lo sabe
nadie, y ya nadie lo sabrá. Admitiendo que haya dos vocales internas y
tomando en consideración solo las cinco vocales principales, tenemos una
disposición repetida de cinco elementos de clase dos que da lugar a 25
posibles nombres de Dios. Estos 25 nombres de Dios son:
Como veis, YEOHWAH no está. Si admitimos que puede haber tres vocales
internas, tenemos 125 nombres de Dios. Entre ellos YEOHWAH, sí, pero es
solo uno de los 125 posibles YHWH. Eso admitiendo que las vocales entre
las que hay que buscar sean tres, y sobre todo que sean precisamente esas
cinco. En las lenguas habladas más frecuentes existen muchas más de
cinco vocales. La ü, por ejemplo. En la realidad fonética existen infinitas
vocales, infinitas posibilidades del espectro labial, como existen infinitas
notas, no solo siete, ni doce, sino infinitas, como no existen cinco colores,
sino infinitos.
De modo que las posibilidades no son 25 ni 125 ni 625, sino infinitas,
y no existen 25 posibles nombres de Dios, ni 125 ni 625 un número finito.
Existen infinitos nombres de Dios. Nadie podrá pronunciar nunca Su
nombre.
Hasta hace poco mamá y papá me llevaban con ellos a testimoniar por
las casas, de puerta en puerta, la llegada del Armagedón. Eramos como
esos que, en el teatro, llaman a la puerta de los camerinos de los actores
para avisar: «a escena». Y la mayoría de los actores ni siquiera sabían que
estaban en el teatro, ni que iba a haber una representación y ellos eran los
protagonistas. A nadie le preocupaba no saberse su parte.
De niña me gustaba. Todos nos trataban mal. Yo me imaginaba el ángel
que venía después que nosotros, y no tocaba siete veces la trompeta sino
siete veces el timbre, como el ujier, y si al séptimo timbrazo no
contestaban se los llevaba con ellos. Procuraba pensar en sus caras en ese
momento. Nosotros teníamos razón. Y era estupendo.
Ahora voy con Eliah, casa por casa. Nos limitamos a hacer preguntas
genéricas sobre el Nuevo Testamento, sin profundizar nada. A veces voy
yo sola. A veces abren chicos que está solos y hacemos el amor. Es eso lo
que necesita la gente, más que nada.
Otra leyenda que está de moda entre los testigos es la de la
«generación de 1914». La fecha de 1914 es fundamental. En 1914 empezó
el dominio de Jesús en los cielos y la expulsión de los demonios a la tierra.
De modo que en 1914 hubo una lluvia de demonios desalojados, que se
trasladaron aquí abajo. Esta fase es anterior al Armagedón, pero es
imposible saber cuánto. Lo que se sabe es que por lo menos una persona de
la generación de 1914 estará viva cuando tenga lugar el Armagedón. Este
hecho se deduce de Mateo 24:34.
Jesús les está hablando a sus discípulos del fin del mundo. Pero de lo
que dice parece deducirse que está muy cerca. No muy cerca de nosotros,
sino muy cerca de entonces. Por ejemplo, a Jesús le muestran el templo y
dice que de él no quedará piedra sobre piedra, y que todo será destruido.
Quiero decir que Jesús no estaba hablando de un intervalo de tiempo de
dos mil años, de lo contrario no habría hablado del templo. Un templo, en
dos mil años, puede ser destruido por muchas cosas, antes de la llegada del
fin del mundo.
Es como si uno arrancara una flor de una rama y luego dijera: «De esta
flor no quedará pétalo sobre pétalo». Si está hablando del fin del mundo,
significa que considera que está muy cerca. Dentro de dos mil años, con
fin o sin fin, no habrá ni rastro de pétalos. Si Jesús hubiera indicado una
montaña lo habría entendido, si hubiera dicho: «¿Veis esa montaña? De
ella no quedará piedra sobre piedra».
Después Jesús pronuncia esa frase desafortunada: «En verdad os digo
que no pasará esta generación hasta que todas esas cosas sucedan». Si uno
lee esto por primera vez, entiende que Jesús quería que los apóstoles
estuvieran seguros de la proximidad del fin del mundo. La generación a la
que se refería era la de los apóstoles, la de sus contemporáneos. De lo
contrario habría dicho: «No pasará esa generación». Lucas 21:29 recoge la
misma frase. Pero antes había hablado del asedio de Jerusalén. Es decir,
del 70 d. C.
En fin, sea como sea, los testigos están convencidos de que la
generación de la que hablaba Jesús era la de 1914. Por eso se piensa que el
Armagedón será cosa de no más de veinte años, eso como muy tarde. Hay
que ver cuántos de los que estaban vivos en 1914 lo están todavía hoy.
Eliah quería hacer una iglesia con una puerta grande, sin sillas en el
interior, sin columnas, solo un gran espacio vacío dentro de la iglesia. La
gente entraba en coche y asistía a misa. Un drive-in, más o menos.
El ruido
Yo tenía nueve o diez años, puede que once, y vivía con mi familia en un
barrio popular de Cologno Monzese (para el que no lo sepa, Cologno era, y
sigue siendo, un suburbio dormitorio situado a la entrada de Milán). A
nuestros bloques los llamaban las colmenas a causa de la regularidad
geométrica de las ventanas, que eran muchísimas pero todas demasiado
pequeñas. Pero en el interior de esos bloques cuartelarios no se respiraba
olor a miel. El hedor acre de las escaleras combinaba con la capa de
suciedad que cubría las paredes y las manchas de humedad que reinaban
insolentes en el yeso desconchado de los rellanos (conocía bien esas
manchas de moho verdusco, porque encima de ellas los lápices pastel
escribían mal y los tacos se borraban pronto). A veces, cuando los cabezas
de familia (casi todos obreros, como mi padre) lograban trabajar unas
semanas, detrás de las puertas se sentía el olor grasiento y penetrante de la
carne guisada, pero la verdad es que no sucedía muy a menudo. En una
palabra, éramos los «pobres» de la sociedad de entonces.
En las colmenas vivían familias de inmigrantes meridionales que
habían ido al norte con la esperanza de hallar algo que en su tierra natal no
podían encontrar. Lo mismo que los inmigrantes de ahora… y para ser
sincero, me da un poco de grima cuando oigo a alguien como mi padre
farfullar cosas del estilo de: «Ah, estos africanos, que se vuelvan a su
país». ¿Será posible que se hayan olvidado ya —me pregunto— de todas
las sciure marie y los sciur giuàn1 que decían lo mismo de nosotros hace
poco más de una generación? ¿Será posible?
¿Por dónde iba? Ah, sí… la mayoría de los cabezas de familia, por lo
tanto, estaban sin trabajo, y se las arreglaban haciendo chapuzas y
cobrando el paro todos los meses. Y lo mismo que los inmigrantes de
ahora (perdonad si insisto), los que no lograban defenderse haciendo
chapuzas acababan inevitablemente contratados por la empresa más
próspera y floreciente que se podía encontrar en lugares como ese: el
pequeño crimen organizado. Muchos amigos de mi padre (y también, sí,
una vez le tocó a él) fueron a parar a San Vitúr a ciapaa i bott,2 como dice
la vieja canción… aunque seguramente por motivos menos nobles que la
lucha partisana.
Las colmenas estaban apiñadas en grupos de cuatro, cada uno de la
misma altura y miseria. De balcón a balcón había cuerdas de tender en las
que las coladas formaban puentes de calzoncillos y sábanas que unían los
pisos entre sí. Dentro de cada grupo de casas había un patio, ahogado por
los bloques que le quitaban luz y aire… todos menos uno, uno solo, en el
que entraba el sol oblicuo unas pocas horas diarias. Eso hacía que fuera el
patio más codiciado por todos los niños de las colmenas. Por el privilegio
de jugar en él, imaginaos, hacíamos verdaderas guerras a pedradas con los
niños de los otros bloques. La pequeña cicatriz que me cruza la ceja
izquierda es el resultado de una de esas batallas furibundas.
Aquel día, el día de mi historia, lo habíamos conseguido. Eran las seis
de la tarde: el sol y la sombra se repartían el angosto cuadrado de cemento
a partes iguales, cortándolo en diagonal. Estábamos a mediados de julio…
o puede que más tarde, porque recuerdo el calor terrible y la humedad
sofocante que me envolvían como una segunda piel. En verano era así: el
polvo (ese polvo de las calles de tierra y grava que luego fueron asfaltadas
con el boom automovilístico de los años sesenta) se te pegaba
mezclándose con el sudor, y ya no se te quitaba. Aunque eso a nosotros
nos daba igual, en lo único que pensábamos era en jugar, jugar y jugar.
Como mucho nos ganábamos algún pescozón extra de nuestra madre
cuando volvíamos a casa demasiado sucios para la cena, pero mientras
tanto nos lo habíamos pasado bien, y eso lo compensaba con creces.
Esa tarde, decía, estábamos todos, entre otras cosas porque ninguna
familia de nuestra colmena era lo bastante rica como para permitirse
volver al sur a veranear. Éramos una docena, reunidos alrededor del
infernáculo pintado con tiza blanca en el adoquinado. Llevábamos unas
tres horas jugando, y la partida estaba en tablas. «¿Tres horas jugando al
tejo?», os preguntaréis los que recordéis ese juego. Bueno, hay una
explicación: no era el típico tejo que todos conocíamos. Era un juego
inventado por nosotros, una versión modificada con obligación de
dividirse en dos equipos y la posibilidad de ganar o perder, complaciendo
así el espíritu de competitividad de unos machotes como nosotros. Solo en
esas condiciones permitíamos que participaran también las niñas. Aparte
del escondite, era el único juego al que jugábamos todos juntos, niños y
niñas. Los otros (canicas y chapas para simular el Giro de Italia trazado en
el cemento con trozos de asfalto como rudimentarias tizas, el fútbol, con
partidos interminables usando los postes de la luz como palos de portería)
eran exclusivos para nosotros. Lo que hicieran las niñas cuando jugaban
entre ellas era algo que no nos concernía.
Aquel día Carmine y Franco, los jefes del grupo, estaban agachados,
observando. Franco tenía doce años y ya hacía algún trabajito sucio para
sus hermanos mayores, y Carmine había suspendido por segunda vez el
examen de quinto de primaria. Estas características de ambos, unidas al
hecho de que a veces se escondían en los sótanos para fumar los Nazionale
del padre de Franco y leer tebeos guarros manteniendo a raya a los demás,
bastaban para que entre los niños de las colmenas su palabra fuera la ley.
Eran ellos quienes, en los escasos periodos de tregua, se reunían con los
jefes de los otros patios para decidir los turnos de juego en el Patio del
Sol.
¡Ah! ¿Veis cuántos detalles vuelven a la mente cuando nos detenemos
con atención en nuestros recuerdos? Patio del Sol… me parece casi
increíble, ahora que pienso en ello, que se pueda bautizar con un nombre
tan poético y glorioso ese escupitajo de cemento encerrado entre cuatro
bloques de pisos. Sin embargo, así lo llamábamos, el Patio del Sol.
Perdonad… siento una cosa aquí, a la altura del pecho, que se hincha y
me cosquillea la garganta, que me pincha la nariz y las comisuras de los
ojos. Es lo que llaman nostalgia, supongo. Maldición, qué bonito sería
recordar, dejarse llevar por el sentimiento de algo que había entonces y ya
no hay… qué dulce sería cerrar los ojos y dejarse mecer por la añoranza de
esas sensaciones. Sería maravilloso… si luego no llegara el ruido.
Ese ruido sordo, blando, húmedo.
Definitivo.
—Es hora de acostarse, Beba —le dice mamá con una sonrisa triste—.
Venga, prepárate, y luego vienes a darme el beso de las buenas noches.
Ella mira la sopa fría en el plato de su madre y se queda un momento
indecisa. Luego, con voz seria, pregunta:
¿Dónde está papá?
Mamá se encoge de hombros.
—Se le ha hecho tarde —le dice—. Vamos, sé buena y vete a la cama.
Debora levanta la vista. Quiere decir algo, pero luego, cuando ve la
pátina húmeda que vela los ojos de su madre, se levanta de la mesa y se va
en silencio.
Maria recoge la mesa, retirando los platos sin que su marido aparte la vista
ni un momento de la Gazzetta dello sport que tiene abierta ante sí. Cuando
pasa por delante de él para quitarle el plato, tropieza con el periódico y él,
sin mirarla siquiera, reniega:
—¡Ten cuidado, coño!
En cuanto él entró en casa una hora antes, se ha dado cuenta de que esa
noche las cosas están torcidas. Lo ha entendido por la falta de luz en la
mirada torva bajo las cejas negras y pobladas, por la barba sin afeitar, por
la peste a alcohol en el aliento que explica claramente en qué se ha
entretenido esa hora y media que le han estado esperando Debora y ella, en
silencio, mirando a hurtadillas la sopa de cebolla que se enfriaba en los
platos.
Le dijo a Beba que cenara a pesar de la ausencia de su padre y la
mandó enseguida a la cama. Le da igual que él en la mesa exija que esté la
familia al completo: hoy ha decidido arriesgarse, y no quiere que la niña
esté presente cuando empiece lo que tiene que empezar.
En cambio él no dijo nada. Se sentó a cenar y se enfrascó en la lectura
del periódico. Sin mediar palabra, sin decir hola. Nada. En otro momento
Maria hasta se habría sentido aliviada, pero hoy no… hoy no, después de
ver que la aguja de la báscula se paraba entre 90 y 95 cuando hizo que se
subiera Beba poco antes de la cena.
La niña necesita ir al especialista, y lo necesita ya. Y a uno privado,
porque con el seguro hay que esperar por lo menos dos meses… Pero para
ir a una consulta privada hace falta dinero, y todo el dinero que sobra en
casa (poco, a decir verdad), se lo bebe él en los bares o se lo gasta con
alguna puta.
No. Hoy no. Hoy tiene que hablar con él.
De modo que se enfrenta a su marido, y empieza con rodeos.
—¿Dónde has estado, que has llegado tan tarde? —le pregunta, con el
tono más neutro y coloquial que puede encontrar.
Él desvía la mirada del periódico a ella, con aire extrañado.
—¿Qué has dicho?
—Te he preguntado que dónde has estado —repite Maria, tratando de
dar más firmeza a su voz.
No funciona muy bien: él sigue mirándola con creciente estupor.
—¿Desde cuándo metes las narices en mis asuntos?
Aunque Maria no espera una contestación amable, la violencia del tono
de voz de su marido la sobresalta. En ella aparece de inmediato lo que ya
se ha convertido en reflejo condicionado a la ira de él: el miedo. Sus
manos se cubren de sudor helado, el corazón salta en su pecho, su pulso se
acelera.
—Vincenzo —repite, procurando disimular el temblor que vibra en su
voz—, Beba tiene que ir a un especialista… no puede seguir así. Pesa 95
kilos. No podemos esperar al seguro.
El no da muestras de haberla oído.
—No has contestado a mi pregunta, mujer. ¿Desde cuándo te metes en
mis asuntos?
Antes de que Maria se dé cuenta de lo que está haciendo, su boca se
abre y las palabras salen de ella. Ahora es imposible volverse atrás.
—¡Desde que Beba ha empezado a engordar y tú te gastas todo el
dinero que tenemos en emborracharte con los delincuentes de tus amigos!
Está atemorizada por lo que acaba de decir, sí, pero al mismo tiempo
tiene la sensación de que por fin se ha librado de una roca que le pesaba en
los hombros desde hacía mucho, demasiado tiempo. La ligereza y la
sensación de alivio que la embargan son tan intensas que no advierte la
pátina de hielo que cubre la mirada de su marido, la furia obtusa que nada
bajo esa fina capa de frialdad.
Era la primera vez que Carmine y Franco me trataban de igual a igual. Con
esa breve señal de la cabeza Carmine me brindó la oportunidad de subir a
su nivel, de instaurar con ellos la complicidad que me depararía el respeto
y el temor del resto del grupo. Era mi gran ocasión y, que Dios o quien por
él pueda perdonarme, me decidí sin dudarlo y les seguí por las escaleras.
—Por tu bien haré como que no he oído nada, Maria. No lo vuelvas a
hacer. Soy tu marido y lo que hago fuera de casa, desde que el mundo es
mundo, es asunto mío —le dice él con una voz terriblemente tranquila.
Una sonrisa idiota e innatural le estira los labios, contrapunto malsano de
la luz helada que le brilla en los ojos—. Prepárame el café —ordena, y
vuelve a enfrascarse en el periódico.
Maria querría callar, pero no puede soportar lo que está viendo: él ha
vuelto a leer el periódico como si nada. Beba le tiene sin cuidado. Sin
cuidado. A Maria no le cabe duda y, sencillamente, no puede ni quiere
contenerse.
—Si quieres café, prepáratelo tú —dice.
Él se levanta de la silla, mirándola con incredulidad. Sacude la cabeza,
como si le disgustara lo que va a hacer, y luego se suelta la correa.
—¡Maria, te has pasado de la raya, coño! —dice con voz tranquila y
fría—. Necesitas una buena tunda.
Maria retrocede.
—Aparta, no te acerques. ¡No puedo más! No…
Se interrumpe para poner una silla entre ella y el hombre, que ahora la
persigue dando vueltas como un depredador a la mesa de la cocina.
Ella tira la silla a un lado con un movimiento brusco del brazo. La silla
choca ruidosamente con la pared. La correa silba en el aire.
Ahora la sensación de alivio ha desaparecido en el ánimo de Maria.
Todo lo que queda en su interior, ahora, es la mordedura demasiado
familiar del miedo. Su voz se quiebra, con un odioso tono de súplica.
—¡Vincenzo, piensa en la niña, por favor! ¡Por favor!
Sin hacer caso de sus palabras, él se acerca cada vez más. La arrincona,
blandiendo la correa con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos.
—¡No me toques, cabrón! Cojo a la niña y me voy, te juro que me vo…
El cinturón golpea en plena cara y luego se abate de nuevo, rápido y
feroz. Maria grita, intenta protegerse, pero no sirve de nada. Con un rápido
paso adelante él se le echa encima. La agarra por el pelo y la pega. El puño
le da en los labios, y Maria cae al suelo notando el sabor amargo de la
sangre que sube y le llena la boca. Intenta levantarse agarrándose al borde
de la mesa, pero el hombre le da otro puñetazo, esta vez en el cuello.
Maria se da una costalada, arrastrando el mantel. La botella de vino se
rompe en el suelo.
En la oscuridad de su alcoba Debora oye el ruido y cierra los ojos, se
tapa los oídos y mete la cabeza bajo la almohada, tratando de ahogar los
sollozos por miedo a que la oiga su padre.
En cuanto nos oyó llegar por detrás, gimió e intentó escapar… os dejo que
imaginéis con cuanto éxito. El primero en alcanzarla fue Carmine. En el
último peldaño del tercer tramo de escalera la agarró por los brazos y la
empujó con fuerza hacia delante. Ella chocó contra la pared desconchada
del descansillo entre el primer y el segundo piso.
Debora empezó a lloriquear, y Carmine la hizo callar de un tortazo.
¡Cállate, gordinflona! —le dijo en voz baja. Luego se volvió hacia mí
—. Tú mira a ver si viene alguien.
Retrocedí un paso, colocándome junto a la barandilla para poder ver
hacia arriba y hacia abajo… pero en realidad mi mirada estaba fija en lo
que sucedía a menos de un metro de donde me encontraba. Con una
sonrisa maligna en los labios, Franco empujó los hombros de Debora,
dándole una patada en la espinilla para obligarla a arrodillarse.
Ella emitió un «No…» apenas musitado. Sus ojos ya no eran de
carnero. Los tenía muy abiertos, vivificados por el terror que le hacía
temblar de forma incontenible las comisuras de los labios.
—Por favor…
Carmine la agarró por el pelo y la sacudió con fuerza:
—¡Calla, gordinflona! —Sin soltarla, con la mano libre, se desabotonó
la bragueta y se la sacó—. Si te mueves te juro que te mato —le dijo, y
luego se la metió en la boca y empezó a moverse hacia delante y hacia
atrás.
Yo estaba paralizado. Quería salir corriendo, darme la vuelta y
marcharme de allí… no, no estoy tratando de parecer mejor que los otros
dos, os lo aseguro. No pretendo justificarme, ni mucho menos. Quería salir
corriendo, eso sí, pero no por la indignación o el disgusto, no… quería huir
por el bochorno, por la vergüenza de encontrarme ante el mayor tabú de
mi generación, eso de lo que entonces sólo hablábamos a escondidas y a
media voz, turbados por una mezcla letal de excitación y sentimiento de
culpa. Por eso y sólo por eso.
Como decía, yo quería huir. Pero, profundamente fascinado por la
escena que se estaba desarrollando ante mis ojos, seguí mirando cómo
entraba y salía la picha de Carmine, con creciente frenesí, de esa boca
sucia de jugo de pirulí… y poco a poco, por la pasividad resignada con que
Debora la Bola aceptaba ese cuerpo extraño en su interior, por su manera
de cerrar los ojos sin emitir sonido alguno, por la lentitud con que las
lágrimas se deslizaban por sus mofletes, me di cuenta de que no era la
primera vez que alguien la obligaba a hacer algo así.
—Mira lo que has hecho, guarra —le grita él, acompasando sus palabras
con las patadas que le propina en las costillas y los costados—. ¡Luego
tendrás que limpiarlo!
Sigue descargando correazos en los brazos que ella ha levantado para
protegerse la cara.
Maria solloza desesperada, respirando el polvo del suelo y el olor
nauseabundo del vino vertido. Sólo piensa en protegerse de los golpes que
le llueven sobre el cuerpo desde todas partes.
Con un último grito él salta encima de Maria y la aplasta con todo su
peso, luego la agarra del pelo y la obliga a mirarle. Ella siente el olor
apestoso de su aliento y cierra los ojos.
—¡Mírame! —le grita él—. ¡Mírame, puta!
—Vincenzo… por favor…
Él le abre la bata, golpeándola sin parar en la cabeza con la mano libre,
y luego le arranca las bragas.
—¡No! ¡No! ¡Vincenzo, por favor… no!
—¡Cállate, guarra!
Haciendo palanca con la rodilla le separa las piernas a la fuerza.
—Ahora ábrete de piernas y haz lo que quiere tu marido.
Maria deja de debatirse. Ya no le quedan fuerzas para reaccionar.
Sollozando y tragándose la sangre de sus labios heridos, renuncia a oponer
resistencia y le deja hacer.
En su pequeña alcoba, Debora abre los ojos y se quita los dedos de las
orejas. Cautelosamente, sale de debajo de la almohada.
La casa está en silencio.
Aparta las sábanas y apoya un pie en el suelo. La pierna que ve salir de
la cama es gorda, fea. La piel es tersa y blanca, como si estuviera a punto
de estallar.
En la oscuridad atraviesa la habitación y se acerca a la ventana.
Él está allí, guapísimo, más guapo que un actor de cine. Flota al otro
lado del cristal del dormitorio y sonríe, contento de verla.
Tímidamente, Debora agarra la manija y tira hacia sí. Él le tiende la
mano. Debora acepta la ayuda y se sube al antepecho. Permanece un
momento de pie, disfrutando del aire de la noche que le seca el sudor de la
piel martirizada por las espinillas, luego se inclina hacia delante y,
sonriendo, se monta en la espalda del hombre volador.
Paolo Caredda
Han derribado el viejo Capitol. Tenía que ocurrir, tarde o temprano. Si no,
mirad lo que pasó con el Alba. Mirad lo que pasó con el Diana. Y mirad
cómo terminó el Supercinema. Ya no parece tan súper, ahora que los
letreros magnéticos de color rojo óxido repiten todos los días: PROHIBIDA
LA ENTRADA A MENORES DE 18 AÑOS. SI ESTÁ EN CONTRA DE LAS LUCES ROJAS,
NO ENTRE. Pero las luces se siguen apagando, y su nombre todavía aparece
en la página de los espectáculos… de modo que quizá no sea la misma
cosa. Pero mirad lo que han hecho con los otros cines. Supermercados.
Aparcamientos subterráneos. Imprentas. Sí, también imprentas, y no creáis
que las cosas les van tan bien a esos nuevos intrusos. Esas nuevas
empresas, esos piratas de cristal y cemento, han metido el pie en la puerta
y han logrado entrar pero no era su fiesta, nadie se ha desmayado, nadie ha
tirado flores y sombreros al aire por la apertura del Superdescuento. La
gente sigue yendo a los Viejos Sitios. Miradme a mí. Tres horas en la
ciudad después de Todos Esos Años, y ¿en qué creéis que he ocupado mi
tiempo? ¿He dirigido una mirada de religiosa admiración a las ventanas de
acero del nuevo barrio financiero? ¿He observado, apoyado en el plástico
de colores de las vallas, los movimientos de los autobuses que arrancan en
las pistas grises de la terminal aérea Cristoforo Colombo? No. Nunca me
encontraréis en esos sitios. A mí no. Tres horas en la ciudad y ya los pasos
de cebra y las líneas continuas de la zona este me habían atrapado en una
tela de araña de excitada irritación. Estos edificios se me metieron en la
cabeza hace mucho, mucho tiempo y no hay manera de volver atrás. Lo sé.
El taxi correteaba indiferente por el carril bus, bajé la ventanilla y el aire
amargo de las cinco de la tarde contaminó el Aquabelva que me había
echado cuidadosamente en las mejillas recién afeitadas. Hubiera preferido
otro transporte público para mi nada triunfal vuelta a casa, pero los
números eran distintos de como los recordaba. No habría tenido ninguna
gracia montarme en el 84 de siempre y encontrarme en la colina, en los
Barrios Altos donde las casas son mausoleos y tienes que andar kilómetros
para encontrar una lechería. Los números habían cambiado, mis números
preferidos habían desaparecido, alguien había vuelto a dibujar el mapa de
la Azienda Municipalizzata Trasporti, ¿y qué fue del 56 barrado? Y ya que
estamos, ¿qué fue del viejo Capitol? Han derribado el viejo Capitol. Sí, ya
lo he dicho, pero os confieso que esta novedad me impresionó DE VERDAD.
Paré el taxi en la calle Ferreggiano, puse la maleta en el suelo, me solté un
botón de la camisa en la acera, le pedí fuego a un muchacho que salía del
garaje oscuro del viejo de los recauchutados. Era inútil. Trataba de
hacerme a la idea, pero ya había visto todo lo que tenía que ver. Han
derribado el viejo Capitol. Y todo lo que vi en él cuando era niño. Antes
ibas al cine y veías la vida en los otros planetas y había tortugas atómicas
en Tohoscope y héroes enmascarados e imperios secretos que conspiraban
en las entrañas de la tierra, y si tenías suerte, si tenías mucha suerte,
conseguías ver El planeta de los hombres apagados y Los diafanoides
vienen de Marte en la misma tarde, en el mismo cine. Ahora, en cambio, la
gente paga por ver cosas llamativas con un presupuesto similar a la
facturación anual de la Matshushita Electric, o cosas sensibles en blanco y
negro con subtítulos. No pretendo decir que estos señores no sepan hacer
su trabajo, pero ya no es lo mismo, no señor, no es lo mismo, ni por
asomo. De modo que llamé a otro taxi. Tenía que conocer el piso que había
encontrado para mí el señor Drago. Sí, porque mañana empezaré mi nuevo
trabajo. O puede que lo empiece esta misma noche. O quizá me quedaré
una semana ladrando a la luna sin dar un solo paso. Con mi nuevo trabajo
nunca se sabe. Ya era el segundo taxi en dos horas. Alfa 33, Láser 45,
¿dónde estaba, en San Fruttuoso o en Luna City? Las sombras del invierno
se habían enganchado a las paredes del antiguo mercado hortofrutícola
construido como un hangar: parado en el semáforo podía ver cómo la
rejilla de los cierres metálicos seccionaba las últimas formas oscuras de
los montones de cajas de tomates sin vender, un televisor a la entrada de
una tienda de electrodomésticos con la pantalla fija en el símbolo de Rete
A, y en el escaparate de una tienda de juguetes una manada de zooides
observaba el carmín de labios agrietado por el viento de las secretarias que
volvían a casa atajando por los paseos de Villa Imperiale. No era Luna
City. «Via Ferretto», le dije al taxista, que ni se inmutó. Qué raro, pensaba
sorprenderle. Era joven este taxista, mucho más joven que yo, no podía ser
tan experto. Sin embargo me estaba llevando a casa por el camino más
fácil y corto. Tendría que haberle admirado por eso, pero ya sabéis cómo
me las gasto. Yo habría enfocado la cuestión de un modo muy distinto.
Ante todo habría descartado la opción calle G. B. D’Albertis. Demasiado
cómoda. Demasiado ancha. Demasiado de doble sentido. No, me habría
metido de cabeza en el laberinto de callejuelas y cuestas alocadas que
hacen su nido detrás de las ruinas del cine Diana. Luego, en contra de toda
previsión, me habría metido por la estrecha y mal iluminada calle
Bozzano. Puede que mi ignorante cliente perdiera unos minutos preciosos,
pero a cambio podría contemplar, maravillado, la melancólica masa de los
bloques nocturnos que dormían bajo la carretera y soñaban con cosas
silenciosas e inmóviles que los Habitantes de los Descansillos no verían
nunca, ni en un millón de años. Puede que incluso quebrantara la ley por
él, por mi cliente ideal. Haría caso omiso del ridículo prohibido el paso
que vigila la tortuosa calle Imperiale y llegaría a la calle Ferretto
siguiendo el camino más largo, el que da la vuelta al Monte. Pero habría
visto las cosas, ya lo creo… Sí, no me habría disgustado ser taxista.
Conocer los rincones más insignificantes, las calles más sagradas… Sí, sé
que lo habría podido hacer. No es tanto una cuestión de experiencia o de
pasar muchas horas consultando el callejero. Es que muchas calles viven
dentro de ti. Tú las eliges y ellas te eligen a ti, y después todo resulta fácil.
Meterse por los viaductos y las cuestas, excluir las arterias llenas de
tráfico, eludir las señales horizontales e ir derechos al grano acaba siendo
un paseo. Pero hay que tener algo especial, pues de lo contrario no os
servirá de nada almacenar las pistas cartográficas hasta el último
cuadrado. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de otra cosa. Y no
creáis que me iba a andar con favoritismos por mi afición a la galaxia de
pisos llamada San Fruttuoso Alta. Os llevaría a todas partes con mi taxi.
Adelante, decidme un sitio. El bloque aislado. El consulado de Ecuador. La
estación marítima. Os llevaría. Pero con calma, lentamente, puede que
antes pasaría por la calle Ferretto o por la calle Imperiale, así, sin un
motivo concreto, para que pudierais admirar los estucos industriales y las
delgadas capas de pintura de los edificios amarillos que resisten los
humos, la lluvia y los años. Mi taxista dominaba su cabalgadura con
indiscutible habilidad. Un par de revueltas más y nos meteríamos en la
vorágine verde de la calle Ferretto. Tengo que admitirlo, sabía hacer su
trabajo. No era exactamente mi estilo, pero sabía hacer su trabajo, ya lo
creo. Por un momento estuve tentado de preguntarle si vivía por allí. Es
decir, ¿cómo puedes conocer esas plazoletas, esos pisuchos si no vives
justo allí…? No veo otra explicación. O quizá el tipo había decidido
probar suerte cuando estaba en la calle principal, y se había metido en la
primera travesía, así, al azar, había jugado sus cartas, unas cartas
malísimas lo más seguro, e increíblemente su farol le había dado
resultado. Había dado en el clavo. O se había aprendido esta calle —y esta
nueva reflexión evitó justo a tiempo que hiciera una pregunta estúpida—
en el libro que le habían dado en la escuela. El caso es que fue así. Sin
embargo, no logré despejar esa duda, ni siquiera cuando el taxi aparcó
frente al portal oscuro, dio la vuelta a la plaza y bajó de nuevo hacia las
luces del centro. Hay cosas que no se aprenden en los libros. Hay cosas
que los libros no dicen. Ya está. Ya estoy en casa. Lo habían hecho bien.
Habían elegido justamente lo que yo me imaginaba. Soñaba con esta casa,
rezaba por esta casa cuando corría en la niebla de las autopistas engastadas
de fábricas de cemento o cuando los vapores fantasma de los trenes
subterráneos de la Línea Roja se me colaban bajo el abrigo y me
condenaban a muerte. La Línea Roja, mi cámara de gas personal. Aquí no
hay ninguna línea roja, sólo hay abetos del tamaño de insectos de otra
galaxia, bancales de cemento blanco reunidos en Defensa Siciliana y,
detrás de las azoteas, los huesos del Monte. Y mucho silencio, silencio
alto, hinchado y pesado, toneladas de silencio. Parece como si todas las
palabras sin decir, esas palabras tan importantes que nadie ha tenido nunca
los cojones de pronunciar claro y fuerte a la cara de los monstruos del
mundo, se hubieran dado cita para reunirse en la calle Ferretto. Aquí en la
calle Ferretto, bajo mis nuevas ventanas, bajo los abetos de Betelgeuse. No
ha cambiado nada. Esta noche la música invisible también corre por una
cinta circular, sube por las alcantarillas, se infiltra en los conductos de
aireación de los garajes particulares, se libera en las escalinatas que llevan
al parque y se disuelve en el zumbido nocturno de los árboles y los
pájaros, allá arriba, en lo alto del Monte. Yo la oigo. Puedo oírla. ¿Y
vosotros? Sí, ya, es probable que no viváis por aquí. Es probable que
hayáis venido a dar una vuelta, para hacer las últimas compras de Navidad.
He oído decir que este año las tiendas también abren de noche, para la
Nochebuena. No lo sé. Quizá no me disgustaría estar allí con vosotros, a lo
mejor buscando una chaqueta. Pero una chaqueta no es una casa, al fin y al
cabo, aunque algunas veces podríais tener esa impresión, y esta noche
dormiré en la casa más bonita del mundo. No necesito una chaqueta. Esta
noche no. Mirad, aún hay luces encendidas en el edificio de enfrente. Es
natural. Me imagino que esa gente estará muy entretenida abriendo
paquetes y leyendo los carteles. Y sin duda todos los subasteros y las
chicas que venden joyas y coches usados en la televisión se estarán
estropeando los dientes mordisqueando chocolate con avellanas en directo.
Bueno, yo tampoco puedo quejarme. No es una mala Nochebuena. Es
verdad, me limito a mirar las ventanas de la calle Ferretto, pero también
eso forma parte de mi trabajo. En cierto sentido. Cada cocina, cada
dormitorio comprados a plazos en la zona de Biella esconden un secreto.
Son secretos de serie B, en su mayor parte, ligeros y de colorines como el
pastel rosa de las fachadas de estos pisos. Os los cuentan y lo único que
podéis hacer vosotros es sonreír conmovidos. Otros, en cambio, no os
harían sonreír. Secretos duros, peligrosos, maleados por la vida. Cosa
seria. Y lo gracioso es que ni siquiera yo los conozco todos. Y vosotros,
¿los conocéis, tenéis alguno que venderme? Los pagaría bien, más de
cuanto valen en realidad. Sí, alguno conoceréis vosotros también, hay
tantas historias que circulan por ahí. Me gustaría oír un par de ellas, aquí,
en este comedor que me he encontrado ya decorado con guirnaldas y
adornos de navidad. Ha sido todo un detalle… ¿Nada? ¿No se os ocurre
nada? ¿No tenéis ninguna historia que contarme? Quizá no os fiáis de mí.
De acuerdo, yo os contaré una, digamos que para romper el hielo, digamos
que para que sepáis que podéis estar tranquilos conmigo. Yo nunca iré por
ahí contando vuestras historias. Esta es mi historia y es una historia que
seguía viendo siempre que hacía cola en las tiendas abandonadas de la
avenida Sardegna a las cuatro de la tarde, o cuando las hojas se
amontonaban libremente delante de las entradas silenciosas de las casas-
trampa de San Fruttuoso Alta. Es una historia sencilla, e incluye una
lección muy interesante para vosotros. Podría sucederos a vosotros
también, podría sucederos mañana mismo. Tenemos a este doctor, que es
bajo, muy bajito, huesos finos, hombros esmirriados, gafas con montura de
metal… Es rubio, de acuerdo, pero es el tipo de rubio que no sumará ni un
punto a su clasificación desastrada. Os bastaría una ojeada a este hombre
para entender que no tiene futuro en el ramo Rompecorazones. Ni siquiera
tiene un pasado, además. Pero resulta que una noche, una triste, solitaria
noche igual que todas las demás, llaman a su puerta y ¿a quién tenemos
aquí? ¡Nada menos que a Lottie Gardner, la estrella de la televisión! No
sabría haceros una descripción, pero el platino de su pelo desafía cualquier
franja de seguros, y sus medidas son las medidas de un sueño. Miss
Gardner tiene un problema: su marido, Barry Morton, hombros anchos,
ídolo de los Minnesota Vikings, se ha convertido en un hombre lobo. No le
haría buena impresión al espectador medio. De modo que la señora
Gardner se lleva al pequeño médico triste al semisótano de su mansión
azteca. Al parecer, nuestro mequetrefe conoce un remedio para la
licantropía. Pero la presencia de la mujer más bella del mundo le puede
jugar una mala pasada a un hombre pequeño y solitario. Sobre todo si ese
hombre le escribía cartas apasionadas y anónimas. Aunque el hombrecillo
permanece en la mansión una semana, no se atreve a dar el paso. Conoce
sus límites. Pero sigue durmiendo en el sofá de la antesala, no acaba de
curar al marido, espera un milagro. Y cuando comprende que la señora
Gardner le hace menos caso que a los baldosines de obsidiana que adornan
la piscina, en vez del acostumbrado sedante le administra un suero de
sangre de licántropo, y luego la encierra con su marido en el semisótano.
Las dos criaturas divinas se descuartizan mutuamente, el médico le
arranca un autógrafo a su Amor Imposible y se monta en el autobús que le
llevará a su barrio de las afueras. ¿Lo habéis entendido? Una historia de
mujeres bellísimas, hombres solos y licántropos. Una historia con el
mismo sabor que estas jaulas de metal que han construido en lo alto de la
colina. Hubo una época en que quería ser actor, e imaginad cuál habría
sido mi papel en este relato. Mi papel natural, el papel creado a mi
medida, el papel que sueño con interpretar todos los días. Sí, a ver si lo
adivináis. Veinticinco de diciembre. Qué raro. Me desperté en la casa
nueva y descubrí que estaba solo. Sin nadie que me llevara café o me diera
un besito de feliz Navidad. No fue difícil, no, esto no, pero… Qué raro.
Quizá el Amor tenía que entregar paquetes más urgentes, o mi nombre
había ido a parar al fondo del saco. Fuera la calle Ferretto flotaba en el
aire frío de los últimos días de diciembre, y entre las esquinas de los
bloques amarillos podía ver cómo brillaba el verde del Monte, eterno e
indiferente al calendario de los hombres, pero es raro despertarte solo en
la calle Ferretto sin que te den siquiera un besito de feliz Navidad. Un
timbrazo. Dos timbrazos. El teléfono. Probablemente es una equivocación.
No tendría que apartar las sábanas. El teléfono sigue sonando y no creo
que sea muy profesional contestar. El mío es un trabajo delicado. Esperaré
a que deje de sonar. Sí, no hay motivo para contestar.
—¿Diga?
—Ah, por fin lo ha cogido. ¿Estaba en la cocina vigilando el pavo?
—Señor Drago… No esperaba una llamada… tan pronto…
—Sólo quería felicitarte las fiestas. ¿Cómo has pasado la Nochebuena?
—Ha sido estupendo: todos los edificios de colores, iluminados por las
estrellas de Navidad. Me he pasado la noche levantado viendo las
ventanas, las cornisas, los árboles adornados, ¡qué noche!
—¿Y ha visto las guirnaldas que mandé colgar en el comedor? ¿Y el
nacimiento?
—Oh, sí, me ha gustado muchísimo. Usted es todo un señor. Ese
nacimiento era un verdadero espectáculo, yo nunca tuve un nacimiento,
quiero decir, un nacimiento de verdad con la caravana de beduinos y los
espejos como estanques y ver un nacimiento para mí solo, justamente
aquí, en el centro de la calle Ferretto…
—¿Y el trabajo?
—El trabajo, sí, bueno, hoy es Navidad y la gente no sale por ahí a por
el periódico o a hacer la compra. Se quedan en casa, de modo que prefiero
ir despacio. Pasito a paso. No lo quiero echar todo a perder. Hay cosas que
se deben tomar con calma. Yo nunca he sido un impulsivo, señor Drago.
De momento, me he aclimatado con éxito en la calle Ferretto, y eso ya me
parece un buen…
—No, mire usted, ya hemos hablado de eso, si quería un guardia de
tráfico le habría pagado a uno, usted sabe muy bien por qué le pago.
—Sí, no, me refería a que el ambiente a veces desempeña un papel…
—Me llaman de la cocina: feliz Navidad y espero tener noticias
pronto.
—Muy pronto. Y feliz Navidad a usted, señor Drago.
Lo habéis visto con vuestros propios ojos. No era una equivocación.
Me buscaban a mí. ME BUSCABAN A MÍ. El cliente se ha acordado de mí
incluso la mañana de Navidad. Me ha gustado, de veras. Pero a decir
verdad hoy habría preferido otra clase de llamada. Fuera, por la ventana,
veo a una mujer con un niño, ya ha oscurecido y no sabría deciros si esa
mujer es realmente guapa, pero así por encima yo diría que sí. Sí. Es
guapísima, de veras. No veo al padre del niño. Debería estar con ellos,
jugar a la pelota en el charco oscuro de los abetos de la calle Ferretto, pero
no está. Debería estar con ellos, digo. No me vengáis con que está
haciendo el turno de noche o que se ha quedado atrás aparcando el coche.
No funciona. No es eso. Hay una historia mucho más triste detrás. Ahora
la mujer hurga en su bolso y saca un manojo de llaves. El niño corretea a
su lado, y me gustaría tener el valor de lanzarme escaleras abajo y pararla
antes de que entre en el portal-acuario de su edificio. Pararla y decirle:
déjalo. No subas. Arriba viven vestidos sucios, los restos de una cena de
cuatro perras y las réplicas de un telefilme que no tienes ningunas ganas
de volver a ver. Tu hombre te ha dejado, de acuerdo, pero tampoco es tan
terrible. Dame una hora, dame media hora y esos ojos que están a punto de
llorar te parecerán tan lejanos como la última liga que ganó el Genova…
Sí. Eso es lo que tendría que decirle, con una mano en el bolsillo y la otra
señalando vagamente el paisaje de alrededor, si no fuera el conejo que soy.
Podría enseñarle un montón de sitios, y ella entendería. Todo no, desde
luego, pero lo bastante como para hacer que me sintiera un hombre feliz.
He encontrado lo que quería. Estoy seguro. Desde mi escondite del
séptimo piso puedo ver cómodamente las luces de una cocina que se
encienden en el alto cemento del bloque de enfrente. Mañana nos
despertaremos todos un poco más gordos y un poco más viejos y ni
siquiera los barrenderos vendrán a visitar la calle Ferretto. San Esteban no
será un día afortunado para mi nueva amiga, podéis poner la mano en el
fuego. Ahora las luces de enfrente se han apagado, y yo que tú no contaría
demasiado con una clamorosa llamada nocturna. Es demasiado tarde. Se
acabó. Es hora de irse a la cama, niña, estos días de fiesta siempre acaban
fastidiándonos. Verás, yo también estoy pasando un mal rato, mi cabeza no
hace más que dar vueltas sin éxito en esta almohada desconocida, la
sombra de la lámpara está esperando el momento para tirarse a mi
garganta, y las mesillas se ríen de mis penas de amor. No me resultará
fácil conciliar el sueño: tarde o temprano nos encontraremos, y las cosas
que tengo que hacerte me ponen nervioso. Ahora que te he visto ya no me
siento tan orgulloso de mi trabajo, quizá debería dejarte en paz. Dejar que
pasees con tu niño en esta isla de patios y cornisas. Dejar que flotes en los
estanques de aire frío que sumergen las carnicerías en abril. Dejar que te
enamore otro. Yo no soy malo, créeme, me gustan las cosas bonitas y todo
eso, pronto me quedaré dormido y soñaré con tu bonita cara maquillada
que me sonríe mientras das de comer a las familias de loros, y las
mariposas que viven en el Monte te rodean como una corona de flores de
la Isla de Pascua, pero ahora, cuando aún estoy despierto, y sudo, y noto
que las ojeras avanzan inexorablemente hacia la tierra de los pómulos,
cuánto me gusta imaginarte sola y triste y desesperada. Veintiséis de
diciembre. El pavo ya casi está. Voy a tomar el aire. Puede que encuentre
alguna tienda abierta, puede que hasta un restaurante, aunque por aquí no
he visto ninguno. Este barrio no es muy acogedor con los forasteros. Ya
resulta bastante difícil ocuparse de los ciudadanos legítimos. Si eres
forastero los porteros automáticos de colores y los árboles que crecen
justo en el centro de las explanadas no podrán hacer nada por ti. No es
asunto suyo. Si eres forastero no traigas a pasear al perro por aquí, no
llames a las puertas intentando vender enciclopedias, es más, las cosas
claras, no vengas. No te vas a divertir, créeme. De todos modos a mí se me
había acabado el pan, se me habían acabado los cigarrillos, se me habían
acabado las pilas del mando a distancia. Tenía un par de buenas razones
para salir. Voy a tomar el aire. Me abrí paso entre las terrazas rotas, los
bastiones invadidos por la hierba y las fuentes desoladas de la calle
Ferretto, afronté escalinatas que no tenían ninguna razón de ser, volví
sobre mis pasos una vez, dos, tres… No había nadie en la calle. El estanco
estaba cerrado. El quiosco estaba cerrado. El supermercado estaba cerrado.
Los bloques dormían en silencio, y sólo ahora, frente a la terminal
abandonada del 381, podía darme cuenta de lo que estos bloques se
parecían a las letras de un gigantesco alfabeto de juguete donde las letras
son magnéticas y cada una tiene un color distinto. Había bloques en forma
de F, bloques en forma de H, bloques en forma, debéis creerme, ¡bloques
en forma de Z! La calle se desenrollaba en una serie de amplias curvas, y
desde mi punto de observación podía espiar sin ser visto el cuadrado de
cemento que ocupaba el plano inferior de la calle Amarena. En otro
tiempo los niños seguramente habían trepado a los columpios, a los
toboganes, pero ahora esas construcciones tenían el macabro sabor de un
imprevisto, e irrelevante, hallazgo arqueológico. Hoy los niños tienen
otros juguetes, supongo que también vosotros os habéis dado cuenta. Eché
un vistazo a la explanada y vi dos figuras. Una mujer y un niño. No me
había equivocado con la mujer. Ahora podía verla claramente, en la luz de
la tarde tranquila: como en una secuencia onírica, en su cara se perseguían
las superficies y los volúmenes de este barrio inalcanzable. No era un
rostro que se despachara con un par de cumplidos. Era el rostro de mi vida.
¿El niño? Bueno, pues eso, un niño, yo no soy entendido en niños, era
como muchos otros niños, exactamente como muchos otros. Pero me vino
bien. Vi que estaba jugando con unas piezas de metal de aspecto espantoso.
Se afanaba y encajaba las piezas sin tener ni idea, no iba a llegar a ninguna
parte. Yo podía ayudarle. Y él me podía ayudar a mí. Llegué a la explanada
justo a tiempo para recoger unas de sus piezas, que se había caído al otro
lado del pretil.
—Procura tratarlo mejor, un predacón puede ser muy vengativo.
El niño no me contestó. Cogió el pequeño robot y volvió a su sitio.
Creía que la conversación había terminado. No era así.
—Perdona si me entrometo, pero así no lograrás nada.
Recogí las otras camionetas, con calma, no fuera a pensar que se las
quería quitar.
—No se hace así. Mira, estos camioncitos no son lo que parecen. Si te
fijas verás que la apisonadora tiene un enganche especial, es allí donde
tienes que encajar la excavadora. ¿Ves?
La mujer avanzó hacia nosotros, y más de una vez me he preguntado
por qué se decidió a dirigirme la palabra. ¿Preocupada porque un maníaco
se había acercado a su hijo? ¿Aliviada por haber encontrado a otro ser
humano en ese desolador San Esteban? ¿Atraída instantáneamente por mi
apuesta figura? No lo sé.
—Ven aquí, no molestes.
—Oh, si no me está molestando. Era yo el que le estaba dando la lata.
Quería enseñarle un par de trucos sobre los transformers.
—¿Sobre qué?
—Transformers. Vehículos que se transforman en robots y al revés. El
mundo de los transformers es un mundo transformado. Hay mucho más de
lo que salta a la vista. Lo que un momento antes eran una docena de
vehículos oruga, se convierte en un auto—robot. Con brazos y piernas de
titanio en vez de ruedas y ojos pérfidos en vez de faros de niebla.
Mi mujer escuchaba sin demasiada participación. No me
malinterpretéis, quería entender, quería quedar bien, pero todas estas cosas
quedaban un poco fuera de su alcance. Es un problema general con las
mujeres. No tengo nada contra ellas, de verdad. Son unas cosas
estupendas, muy inteligentes y sensibles, y cualquier trabajo que hagas lo
sabrían hacer ellas mejor y en menos tiempo, pero intentad hablarles de
robots. Intentad hablarles de robots. KO técnico. Este es el problema con
las mujeres: que no saben nada de robots.
—¿Has oído, Andrea? ¿Lo has entendido todo?
—No, de veras, Andrea, es muy sencillo. Tú sólo tienes que aprender
esto: cinco predacones forman un predaking. Cinco coches forman un
robot. Un Rey Robot. No es más que una cuestión de enganchar y encajar.
Ahora verás.
¿Qué habríais pensado de mí desde una ventana de la calle Amarena?
¿De un hombre encajando y enganchando juguetes delante de una mujer
guapísima? ¿Qué diríais de mí? No me lo digáis. Yo sólo estaba haciendo
mi trabajo. Me lo pasaba bien, eso sí, me lo pasaba la mar de bien, y puede
que esto parezca poco profesional, pero tratad de entenderme: las plazas
de la calle Amarena, una base móvil de autorobot, los ojos de la mujer de
mi vida… Es normal que la situación se me escapara un poco de las
manos.
—¿Trabajas en los juguetes?
Me di la vuelta. Ella estaba tan… cerca. Moléculas de acné rosado
trataban de denigrar sin éxito su magnífico rostro. No llevaba puesto nada
excepcional: la clase de ropa que se puede encontrar en esas boutiques sin
nombre que consiguen sobrevivir misteriosamente en las travesías
laterales de la calle XX Setiembre. Le habría podido enseñar algo al
respecto. Pero ahora no. Más adelante, quizá. Ahora no tenía mucha
importancia.
—No, no es mi trabajo. Frío, frío.
—Entonces tú también tienes un niño.
—No, tenía robots y, la verdad es que antes los robots… antes los
robots y yo… Digamos que hemos recorrido un buen trecho juntos…
—¿Y ahora?
—Nada. Es que mi trabajo me obliga a estar fuera mucho tiempo. Hace
dos días, por ejemplo, descubro que vuelven a poner Danguard, el NUEVO
Danguard. A las nueve de la noche. Me tomo una hora libre, lo intento, a
las nueve y diez encuentro un bar con televisión en color, y ¿puedes creer
que no me la pusieron? Nadie de los que estaban allí quería ver el nuevo
Danguard. NADIE.
—¿Trabajas hasta después de las nueve? ¿Qué trabajo es ese?
Mi amor por Danguard no la había impresionado. Debía tomar nota.
—Es un extraño trabajo. Se podría decir que soy investigador. —Su
mirada sensible se enturbió por un momento: investigador, aulas
universitarias, batas blancas, horarios de oficina. Yo no era el tipo
interesante que se imaginaba. Otra falsa alarma—. Un investigador fuera
de lo común —me apresuré a añadir—, me pagan por encontrar caras, y no
sólo caras, para llevarlas a la pantalla.
—Ya me parecía a mí que trabajabas para la televisión…
—¿Por qué?
—Bueno, por la forma de vestir, la forma de hablar. Se ve a la legua
que no eres de Génova.
—Sí, claro, es verdad, estoy de paso. Una visita a los sobrinos de la
Riviera. Entre trabajo y trabajo.
Varias millas marinas separaban la calle Amarena de la Costa, pero mi
nueva amiga no se dio por enterada de esta burda mentira. Su cerebro
estaba trabajando en otra dirección.
—¿Para qué televisión trabajas?
—Freelance. ¿Que necesitan una modelo para un desfile de las rebajas
de invierno? ¿Que buscan un par de manos para enseñar las joyas en una
subasta? ¿Que la redacción de deportes quiere una cara bonita para leer los
resultados de Primera División? Dejádmelo a mí.
—Yo también trabajaba en la televisión… No estaba mal.
—¿Delante o detrás de la cámara?
—Delante, delante. Hacía muchas cosas delante de la cámara. No, no
me mires así, no hacía nocturnos. Me podías ver por la mañana, a media
tarde, un poco antes de la hora de cenar…
—Oye, me tengo que marchar —la corté virilmente—, pero toma mis
señas, me voy a quedar por aquí un par de días y no me disgustaría tener
una charla sobre anchos de banda y líneas de barrido.
Me alejé. Era capaz de sentir la mirada de sus ojos verdes posada con
admiración en los faldones grises de mi abrigo caro. Me despedí de
Andrea con un gesto de la mano: mis glosas eruditas no habían servido
para nada. Había lanzado por el aire al Rey de los Robots, ignorando que
los transformers no funcionan como cometas. El Rey de los Robots cayó al
suelo con un ruido lastimoso y la cabeza de metal dañada
irreparablemente. Un predacón puede ser muy vengativo. Quizá esa noche
el padre de todos los predacones entraría en el cuarto de Andrea, con los
ojos brillantes como malvadas linternas estelares en la oscuridad
suburbana de la calle Ferretto, para exigir el pago de su delito. Me volví
para despedirme por última vez de mi nueva amiga. Contemplé su silueta
invernal, adiviné su sonrisa llena de promesas, me sumergí en los ecos
embriagados de la tarde y pensé que tal vez celebrar la Navidad en la calle
Ferretto no había sido el peor error de mi vida. Una típica calma previa a
la tempestad sobrevolaba los colosos de diez pisos que vigilaban los
confines exteriores de San Fruttuoso. Las nueve menos cuarto. Los
empleados, las cajeras, los vendedores puerta a puerta ya se habían
desparramado por las oficinas de la gran ciudad. Los edificios zumbaban,
misteriosos, preparándose para la Gran Transformación. La Gran
Transformación, ahora, aquí, enseguida, cuando nadie miraba, cuando los
otros barrios, los barrios bonitos y ricos, habían bajado la guardia. Todo
empezó en la plaza Solari. El bloque de cemento rosa que respondía al
número oficial 5/A se desprendió de sus cimientos con ruido de
ultratrueno y echó a andar como un hombre. Caminaba sobre dos
gigantescos pilares hidráulicos, sin ojos ni cerebro. Desplazó
trabajosamente su masa inmensa y se arrastró hasta la calle Savelli, donde
dio una peligrosa voltereta y se encajó en el techo del edificio llamado
calle Savelli 27 Rojo. Ahora plaza Solari 5/A se había transformado en el
torso de un enorme ser sin cabeza: la ciudad se agazapaba temblorosa,
procurando que el Vengador de San Fruttuoso no la viera. Nadie osaba
levantar la voz para discutir la autoridad de esa terrible agregación. Hoy a
cada cerdo le llegaba su San Martín, hoy era día de paga. Pronto, muy
pronto, la cúspide más arrogante de la calle Ferretto despegó y llegó
volando hasta el Vengador. Se encajó en la cima, convirtiéndose en la
cabeza del Vengador, una cabeza de pensamientos rápidos y destructivos.
La Cabeza de Muchos Lados y Muchas Aristas giró noventa grados: había
llegado el momento de moverse. El Vengador se arrancó de la calle y con
pasos retumbantes se encaminó a los barrios ricos y bonitos: hoy era día
de paga. Los brazos hidráulicos tenían rampas de lanzamiento de misiles
tierra-aire, las manos cuadradas terminaban en diez cohetes acorazados y
la espalda de cemento erizado de afiladas cabezas explosivas parecía la de
un puercoespín atómico. La batería de antenas que coronaba el octágono
de la cabeza marcaba la ruta: primero la odiada Castelletto, luego Albaro,
Quinto del Mare, Nervi y por último los chalés milaneses de la Riviera.
Nadie podía oponerse a la rabia del Vengador: canchas de tenis,
bocadillerías, canchas de squash, piscinas y solariums quedaron
destrozados por la enorme potencia de fuego. Pronto el Guardián de San
Fruttuoso caminó entre montones de cenizas. A la gente no le gustaba San
Fruttuoso. ¿San Fruttuoso? ¡Qué desolación, no viviría allí ni aunque me
pagaran! Algunos fingían incluso ignorar el nombre de sus calles, el
sagrado esplendor de las escalinatas y los inmuebles. Ya no volvería a
pasar. Hoy el Campeón de San Fruttuoso había luchado por la supremacía
y había derrotado a sus adversarios en su terreno, el de la fuerza bruta.
Ahora, cuando la gente pasara por San Fruttuoso, se quitaría el sombrero y
bajaría la voz para no alterar la tranquilidad submarina de las largas
perspectivas iluminadas por el sol. Había sido un día memorable, y el
Guardián estaba cansado. Volvió a su territorio, y las líneas nítidas de los
edificios acurrucados en la colina le hicieron sentirse eterno y feliz. Dejó
atrás la plaza Solari, miró con gratitud a la fiel calle Ferretto y subió al
Monte con lentos pasos de acero. Se sentó en una piedra ancha y se quedó
escuchando apaciblemente las charlas de los pájaros del bosque que se
posaban en sus centelleantes brazos de trueno. Delante de él, a través de
las hojas de oro, la ciudad flotaba a la espera de nuevos sucesos… Dios
mío, qué sueños tenemos cuando estamos enamorados. Pero este no estaba
mal. Me ha hecho retroceder por lo menos diez años, cuando los árboles de
la calle Ferretto aún eran jóvenes. No creía que aún era capaz de tanto. No
creía que aún era tan romántico. Qué estúpido. Hay cosas que no se van
nunca. Hay cosas que se agarran a ti con todas sus fuerzas y no sueltan la
presa. Se esconden en algún lugar oscuro, donde nunca se te ocurriría
buscarlas, y esperan. Esperan mucho tiempo, esperan a que crezcas y las
olvides, el tiempo no es problema para ellas. Y un buen día, cuando ya
eres grande y gordo y tu vida se parece a una vida feliz, esas Cosas salen
de su escondrijo y empiezan a armar jaleo. No hay manera de acallarlas.
Tienes que hacer lo que digan. Esas Cosas siempre acaban saliendo. Dios
mío, me he enamorado de veras. El sol de los últimos días de diciembre
trazaba listas blancas en las cortinas de mi ducha. Salí al balcón atándome
el albornoz. Ahora que había pasado la Navidad, la masa gris de la
guardería infantil y las bandas verdes de Villa Imperiale parecían cobrar
nuevos bríos. Los tejados vibraban, y yo también debía darme prisa. Entré
en casa. Me peiné, me afeité, me puse una camisa blanca y me miré al
espejo. Todavía estaba ahí. Mi cara todavía estaba ahí, lisa e invencible, y
como un fantasma infestaba la placa platinada del espejo. Se alimentaba
de luz y vivía en el vidrio. No quería irse. Los espejos eran su casa, y lo
sabía. Una cara como esa podía ir a muchos sitios. Me resultaría útil esa
cara. Muy pronto. La cara en el vidrio oyó el zumbido eléctrico del timbre
de la casa. Me miró fijamente a los ojos y me habló de cosas terribles.
Había un trabajo pendiente para ella y para mí. Con un esfuerzo titánico la
saqué del cuarto de baño y la arrastré conmigo. Hasta el recibidor. A través
de la mirilla mi nueva amiga ondeaba como un pez fósil congelado en el
chapoteo inmóvil de los siglos. Tras la cortina del ojo de buey sus formas
parecían hinchadas y acuosas. No tenía buen aspecto. Por un momento
estuve tentado de dejarla flotando ahí fuera para toda la eternidad, en
órbita salvaje alrededor del Mundo de los Descansillos. Luego abrí la
puerta.
—Perdona, ¿ibas a salir?
—Todavía no. Ven. Pasa.
—Te habría llamado por teléfono, pero no me gusta molestar, a lo
mejor estabas durmiendo.
—No, si quisiera dormir no te habría dado la dirección. ¿Quieres un
café?
—Sí. Si lo tienes hecho. Pero sólo si lo tienes hecho, no te molestes en
hacerlo.
—No es molestia. Precisamente estaba pensando en el expreso de las
nueve. Aún podría funcionar. Todavía puedo hacerlo funcionar. Soy un
artista recalentando café. Podría dar cursillos de café recalentado.
—Por mí vale, gracias.
—No te preocupes, el café recalentado es mi especialidad. Nadie lo
hace mejor que yo.
Nos sentamos en la cocina. La luz blanca y amarilla que entraba por la
ventana me reveló un detalle delicioso. Se había maquillado para venir a
verme. Se había maquillado a las diez de la mañana. No todas las chicas lo
hacen. Algunas no lo harían ni aunque les fuera la vida en ello. Supongo
que será como afeitarse con agua fría después de una noche de insomnio.
Un infierno para la piel: Sin embargo ella se había maquillado. Se había
maquillado para mí. Ante mí se prolongaba una de las tardes más
prometedoras de mi vida.
—¿Tienes alguna historia que contarme?
—¿Una historia? No, sólo quería preguntarte si esta noche, por
casualidad, tienes un rato libre. Ponen la telegala, y me gustaría verla con
alguien que entienda…
—No, mira, empecemos por el principio, y el principio es: ¿cómo te
llamas? Todavía no sé cómo te llamas.
—Monica. Me llamo Monica. ¿Y tú?
Monica. Ese nombre sí que me trae recuerdos. Antes todas las chicas
que valía la pena llevarse a la cama se llamaban Monica. Ponías la
televisión y siempre había alguna cantante en blanco y negro que decía
llamarse Monica. Las vecinas se llamaban Monica. Hasta las chicas a las
que no conocía, esas con las que me encontraba en los pasillos del
supermercado, tenían aspecto de llamarse Monica. Hace veinticinco,
treinta años Monica era el nombre apropiado. Hace veinticinco, treinta
años un padre y una madre sin rostro se sentaron a una mesa, en una
cocina de la calle Ferretto, y dijeron: ¿cómo la llamaremos si es niña? ¡La
llamaremos Monica! Claro. Monica le quedaba muy bien.
—Tienes un nombre precioso, Monica. Yo en cambio tengo uno más
insignificante. Desde que trabajo en el mundo del espectáculo lo he
americanizado, para darme tono. Ahora me llamo Danny Donato, ¿qué te
parece?
—Es gracioso, parece sacado de una película sobre la Cosa Nostra.
—Sí, la verdad es que suena a trapos sucios. No está mal… Pero tú
estabas hablando de una telegala, creo. Cuenta: me chiflan las telegalas.
Sean lo que sean.
—Pero si tienes que saberlo… Una telegala es una especie de fiesta en
familia. Les pagan a tus ídolos para que brinden ante la cámara, y tú estás
ahí celebrándolo con ellos…
—Bah, no sé, me parece un poco raro.
—Esta es distinta, Danny. No es una telegala cualquiera, también salgo
yo. Si prestas atención me verás a mí también.
—Entonces YA LO CREO que es distinta. Me gustaría verla. Supongo que
tu hombre tiene otros planes.
Tenéis que entenderme, debía decirlo. Debía jugar según las reglas…
Su hombre… Su hombre ya no estaba, y yo lo sabía. Había hecho los
deberes, había estudiado su caso con pasión. Sabía todo lo que había que
saber. Su hombre se había largado. Había hecho sus cálculos y se había
dado cuenta de que no le iba a sacar nada. Se acabó la buena vida, ahora
tenía que jugar al juego del marido y ganar dinero para el niño. Su hombre
se había largado. Tienes que apañártelas sola, Monica. Tienes que luchar
como nunca lo has hecho. Y andarte con ojo. Antes hubo Otro Hombre. Un
Hombre sabio y poderoso, él te podía haber ayudado. Antes. Ahora se ha
cansado de ti, no te tocaría ni con un palo. Ni siquiera yo puedo hacer
mucho por ti, Monica, el Otro Hombre es la razón por la cual estoy aquí.
El Otro Hombre ha hecho que nos enamoremos. Monica me miró. Le
entraban ganas de contármelo todo, de abrazarme, de comerme a besos y
jurar que no volvería a pasar. Pero aún era pronto.
—Estoy sin compromiso. Sola. Puedes venir a mi casa cuando quieras.
Nadie nos molestará.
—¿Cuándo empieza?
—Tarde. Cuando ya no hay nada más.
—Perfecto. Yo, tú y la telegala a las dos de la madrugada. Será un trío
perfecto.
—Bueno, entonces me marcho… Nos llamamos esta noche para
ponernos de acuerdo.
—No, no te vayas, podemos hacer muchas cosas juntos antes de la
telegala. Comer, por ejemplo. ¿Qué te parece una cena en lo alto del
Monte?
Allá arriba no había cambiado nada. Subía la escalera de ladrillo rojo,
Monica me daba la mano y me obsesionaba con sus confuso parloteo de
historias del pasado. Los edificios se disolvían en la niebla del Monte, me
volvía y veía cómo perdían color, perdían fuerza, perdían sangre, se
escurrían en lejanos regueros de gris. Monica no paraba de hablar. De vez
en cuando la interrumpía con un: —¡Increíble! —o con un—: No lo
sabía… —para que creyera que la estaba escuchando. No era así. Yo estaba
escuchando otra cosa. Monica se apretaba contra mi abrigo, su pelo recién
lavado se pegaba a la lana lujosa mientras me hablaba, y todos nos habrían
tomado por dos enamorados de verdad que subían al restaurante del
Monte. Pronto terminaría la escalera, y nos encontraríamos frente a frente
bajo una parra. Pero yo no la estaba escuchando. Monica me hablaba y yo
escuchaba los ecos de las radios que llegaban debilitados de los últimos
edificios. Escuchaba la música de los tejados desenfocados, las pirámides
enterradas de la calle Ferretto, las vidrieras ocultas de la calle Amarena.
Escuchaba el aire cada vez más solo de las seis de la tarde. Escuchaba las
curvas de la escalinata y la voz de los insectos. Allá arriba no había
cambiado nada. La escalinata ya se estaba agotando. Con una última
corveta de orgullo todavía levantó ante nosotros una docena de
rapidísimos peldaños. Quería ponernos las cosas difíciles, quería que
volviéramos atrás.
—Ya está, Monica, estamos en lo alto del Monte. Estamos en casa.
—¿Un restaurante aquí arriba? —jadeó Monica—. ¡Qué ocurrencia!
—Bueno, a mí me parece una idea estupenda —observé—, mira qué
vista, mira hacia abajo.
Nos sentamos bajo la parra, entre las mesas de piedras antiguas, y a mi
alrededor el Monte seguía enseñándome todas las cosas que había dejado
atrás hacía muchos, demasiados años. Pero esta vez le hice callar. Tenía
trabajo.
—No me acuerdo de cómo se llamaba tu cadena, Monica.
—Es sólo una pequeña cadena local. No la puedes conocer. Trataron de
hundirla por todos los medios, pero no se dejó. Se negaba literalmente a
morir. Estuvo al borde de la bancarrota durante año y pico, despidió a la
tercera parte del personal, retransmitió hasta la saciedad las mismas
novelas, los mismos anuncios, los mismos partidos de primera, y luego,
hace un mes, llegó el notición: quieren comprar la cadena. Alguien de
fuera quiere comprar la emisora, transformarla, ampliarla. Ha sido una
buena noticia para todos. Dentro de poco se reanudará la producción, y
cuando estén al ochenta por cien habrá sitio para mí. Sí, estoy casi segura.
Me volqué con ellos en el pasado, y justo ahora, cuando estaba pasando
por algunas dificultades, mira qué buen regalo de Navidad.
—Sí, pero la telegala, ¿qué tiene que ver? —la acosé con un pressing
imperioso. Debo reconocer que todas esas historias me estaban aburriendo
un poco. No era la idea que tenía de una cena en el Monte con la mujer de
mi vida. La cena que yo me imaginaba incluía miradas a lo lejos, sombras
verdes, murmullo de ramas a través de las ventanas entornadas, y a través
de las ventanas entornadas una impresión lejana de la calle Ferretto…
Pero esto no era amor verdadero, seguía diciéndome, esto era trabajo.
—La telegala fue una idea muy bonita —Monica se emocionó—, una
selección de los mejores momentos de la cadena comentados por los
invitados más queridos. ¿Entiendes el estilo? Es como si le quisiéramos
decir a la gente: os habíais olvidado de nosotros, ¿verdad? Mal hecho,
dentro de poco volveremos a lo grande, dentro de poco volveremos a ser
amigos. Mientras tanto mirad nuestras mejores caras. Mirad cómo éramos.
Me di cuenta que Monica, de forma más o menos inconsciente, se
había invitado a la fiesta: nuestras caras por aquí, nuestras caras por allá,
os daremos esto, os enseñaremos esto otro… No, Monica, te equivocas. No
será así. Estás sentada frente a mí, masticas lentamente tus ravioli con
salsa de nuez, y tus sonrisas mandan estremecimientos invisibles a la
hierba alta del Monte. Yo sé en qué estás pensando. Estás pensando en los
fuegos artificiales de este final de velada. Estás pensando en el nuevo
trabajo. Estás pensando en este hombre que tienes enfrente, quizá un
hombre con una posición, un hombre que podrá hacer algo por tu
malograda carrera. Estás pensando que la felicidad podría volver a tu casa
de un momento a otro, y me gustaría interrumpirte y decirte: no, Monica.
No volverá jamás. No tendrás ese trabajo en la televisión. No volverás a
trabajar en la televisión. Lo sé. Créeme. Ya verás.
—No has dicho una palabra en todo este tiempo, Danny. ¿De verdad te
interesa lo que hago? Cuéntame algo tú también…
—No, esta noche no tengo ganas. Al fin y al cabo esta es tu fiesta. Y
además, ya ha oscurecido. Será mejor que nos vayamos a tu casa.
Y me levanté. Pagué la cuenta y acompañé a la ciudad a mi nueva
amiga. Los escalones bajaban silenciosamente hacia la calle Ferretto, y yo
sentía cómo la ciudad cobraba fuerza a medida que las luces aumentaban y
los árboles disminuían. Pero aún quedaban muchos campos de verde
abandonado y caseríos perdidos y las calles tenían nombres como cuesta
del Oso o calle del Rebeco. Aún no estábamos en la ciudad. Esta era la
zona intermedia. Aquí todavía nos podía pasar de todo. Aquí los Dioses
del Oso y los Dioses del Rebeco reinaban sin ser molestados. Masas
oscuras y blandas ahogaban aún los primeros bloques de pisos, y pronto
las garras del Monte soltarían la presa. Pero aún no estábamos en la
ciudad. Me detuve. Monica me miró, abrió la boca para decir algo. No sé
qué. La besé. A nuestro alrededor podía oír los largos saltos de los Osos y
los Rebecos de Ayer. Perfecto. Era todo lo que deseaba. En ese momento
tenía todo lo que deseaba. En ese momento me habría gustado olvidarme
de la telegala, del Trabajo, del señor Drago y todas las otras cosas que
había en mi vida… En ese momento me habría gustado contarle las
historias más bonitas que conocía. Contarle cómo rebotaba un sonido de
saxofón barítono en las paredes de la calle del Rebeco en 1976. Contarle
ese gol increíble, con el empeine, que metí en el campo del Monte antes
incluso de 1976. Mucho antes. Contarle las únicas cosas que contaban de
veras.
—Oh, Danny, vamos a casa —suspiró Monica. Sí. Eso es. Danny Lo
primero, y lo último, que me llamó la atención en su casa fue el acuario.
Un acuario enorme que llenaba la mitad del comedor, tenía que haber
costado un dineral. Mucho tiempo antes, cuando aún corría el dinero por
aquí. No me gusta insistir tanto sobre el tema, de verdad, lo hago sólo para
que entendáis lo importante que era para Monica. Tenía el colegio del
niño, el seguro médico, las cremas de algas y todo eso sin un trabajo fijo,
todo eso esperando una llamada «milagro» de una televisión perdida en los
Apeninos. El dinero era muy importante para Monica, y el cazatalentos
que se había llevado a casa podía ser un buen triunfo. ¿Por qué, si no, me
había invitado? Sí, lo sé, es triste, pero os aseguro que no había otra razón.
El caso es que el acuario era enorme. Una colonia de peces payaso había
ocupado con éxito el ala oriental. Lentos resplandores amarillo verdosos
fluctuaban sobre su escondite: un banco de peces de los corales sin rumbo
fijo. Agazapado en el fondo, un pez paraíso desalojaba crustáceos
imaginarios de las anémonas de plástico. No era un acuario como los
demás, apoyé las manos en el cristal luminoso y miré con admiración las
casas de los peces. No eran los acostumbrados galeones en miniatura. Eran
edificios, edificios con portales y balcones, edificios con ventanas para
nadar dentro, bloques de pisos como la casa donde iba a pasar la noche.
¿Quién los había construido? ¿Eran material estándar para modelistas? No
tenía la menor idea. Miraba los inmuebles temblorosos a escala 1:40, y por
un momento sentí el deseo de que algún día la calle Ferretto se
transformara también en un tropicarium burbujeante sin apuros de dinero
ni angustia por el futuro.
—Son preciosos, ¿verdad? —me interrumpió Monica.
—Sí. Nunca había visto nada igual. Son preciosos.
—¿Ves las casitas? Son made in Taiwan. Las ha proyectado un chino
del otro extremo del mundo. A lo mejor eran las casas que veía en sueños,
a lo mejor coleccionaba postales y quiso hacerlas iguales, no sé. Pero se
parecen demasiado a las casas que veo por la ventana cuando me
despierto…
—Sí, tienen algo…
—Los peces viven bien allí, duermen en los pisos, nadan por encima
de las calles y no tienen problemas con todas esas aletas naranjas…
—Me parece que tienen la vida demasiado fácil, no les vendría mal
llevarse un buen susto.
Pasamos a la sala del televisor, me tumbé en el sofá y Monica volvió a
besarme. Ahora que jugaba en casa su boca me reveló esa técnica superior
que le había dado justa fama en ciertos ambientes. Yo lo sé. Me lo había
dicho el señor Drago.
—¿Y si se despierta Andrea? Esa telegala meterá mucho ruido…
—Andrea no está aquí. Por la tarde lo dejé con mi prima. Le dije que
me iba un par de días fuera. Por trabajo.
Y no es un trabajo lo que estás haciendo, ¿verdad, Monica? Las piernas
largas estiradas en el sofá, la cabeza apoyada en mi pecho, tus
experiencias de trabajo en la pantalla, ¿eso qué clase de trabajo es,
Monica? Supongo que podremos llamarlo relaciones públicas. Sí. Me
parece bastante apropiado. De acuerdo. Ponte cómoda. Pronto habrá
acabado todo. Pronto será día de paga.
La telegala empezó a su hora, y antes que nada dejadme que os diga
una cosa. Era vomitiva. No quería estar allí. No quería mirar esas cosas.
La telegala: una romería interminable de perdedores natos, les mirabas a
los ojos a todos esos presentadores, modelos, peluqueros y astrólogos y no
cabía duda. Esa gente nunca había tenido una sola posibilidad de triunfar.
Habían nacido para perder. Y lo sabían. Monica se lo estaba pasando muy
bien: reconocía el papel de las paredes del estudio, reconocía el traje de la
azafata, hasta reconocía las caras del público. Hubo un tiempo en que ese
hatajo de desesperados era su familia.
—Qué buenos éramos, la verdad, qué buenos éramos todos. ¿Tú qué
dices, Danny, trabajábamos bien o no?
—Bueno, veamos cómo se desarrolla.
La publicidad interrumpe compasivamente toda posibilidad de
desarrollo. Como un gran oportunista de área de castigo, aproveché ese
momento de pausa para apoderarme del mando a distancia.
—Sólo un momento. Veamos lo que pasa por ahí.
Teníais que haber estado allí. Pasaba de todo por ahí. Programas
olvidados gravitaban en lentas órbitas por los otros canales, en el vacío de
la noche, en el salón de Monica.
—¿El Danguard? ¿A estas horas de la noche? —exclamé, mientras el
corazón me daba un vuelco—. ¡Pero no es el Nuevo Danguard, mira, el
padre de Winstar todavía lleva la máscara de cuero!
—¡Vamos, cambia, por favor, dentro de poco salgo yo!
De modo que cambié. Pero no a la telegala. Me aventuré por la tierra
desconocida de esas estaciones que se esconden en los confines exteriores
de la banda de frecuencia. Atravesando una tempestad de energía estática,
logré divisar por un momento el rostro infinito de la señora Peel. Luego le
llegó el turno a un hombre llamado ZIO, Napoleón Solo amarilleado en una
cinta cansada. Y luego, cuando ya no pude hacer oídos sordos a las
protestas de Monica, Luigi Vannucchi con un impermeable blanco entró en
un círculo de golf. Luigi Vannucchi. Me habría pasado la noche entera
hablando con Luigi Vannucchi. Pero:
—¡Vamos, cambia, por favor, ahora viene el desfile!
Obedecí sin rechistar y me encontré en plena locura: el entrenador de
la primavera del Anpi Casassa, el propietario del Blue Moon, una
redactora de Liguria Oggi, ¿cuándo se iba a acabar todo eso? El
aburrimiento había clavado arpones de siete puntas en mi piel. Me tumbé
junto a Monica. Apoyé la cara en una pantorrilla con arabescos de media.
No era muy desagradable: por primera vez me di cuenta de que la tela de
araña de seda dividía su carne en secciones insinuantes. Abrí la boca e
inicié una meticulosa inspección. Sabía que eso me iba a llevar a un
callejón sin salida. Mi nueva amiga no parecía irritada por esta
improvisación fuera del guión. Con la mirada fija en la pantalla, bajó una
mano y me apretó la cara contra sus piernas. Le levanté la falda y seguí mi
inspección: su carne parecía un barrio inédito, pero familiar. Zambullirme
entre esas curvas no era tan excitante como un paseo por la calle Sevelli a
las cuatro de la tarde, pero se parecía mucho. Mucho. Bajo la falda mi
cabeza se empantanó en un mundo sumergido y ciego donde se filtraban
las voces de los peleteros y los astrólogos como ecos de fantasmas
blancos. De pronto los suspiros más o menos regulares de Monica fueron
interrumpidos por un gritito impertinente.
—¡Mírame, Danny! ¡Deprisa!
Levanté la cara enrojecida sacándola de la falda, y la vi. En la pantalla.
Estaba magnífica. Caminaba bajo los reflectores como una diosa menor,
caminaba por la pasarela como si ningún hombre mereciera rozarla. El
zorro blanco, el colorete, las perlas. El rostro de la pantalla me miró con
ojos de esfinge hambrienta, y me sonrió. Estaba magnífica. Y era mía.
Entonces me levanté. Levanté a Monica en vilo. La llevé al dormitorio y le
hice todas esas cosas con las que cada uno de nosotros sueña todas las
noches y que, seamos sinceros, últimamente no conseguís hacer muy a
menudo, I ALWAYS WANTED NEW SURROUNDINGS… A ROOM TO RENT WHILE THE
LIZARDS LAY LYING IN THE HEAT… TRYING TO REMEMBER WHO TO MEET… La
radio despertador destellaba en la oscuridad como el órgano luminoso de
un ser abismal y yo pensaba ya en la mañana siguiente y en las mechas
doradas que el sol untaría en los altos edificios ateridos. El programa
nocturno de la radio me hablaba de lagartos y habitaciones de alquiler,
Monica se movía bajo las sábanas y yo aún no me había hecho una idea
precisa de lo que había ocurrido. Sólo quería seguir escuchando esa
canción, ver si los lagartos lograrían volver a casa.
—Ahora, Danny, no me digas que tienes que marcharte —me dijo
Monica bajito en el abanico de sombras de las cinco de la madrugada.
—Bueno, tarde o temprano tendré que hacerlo. Dormir en la calle
Ferretto no es una profesión muy rentable. Nadie me dará dinero por eso.
—Tampoco me lo dan a mí, si me apuras.
—No lo sé, Monica. No lo sé. Seamos realistas, tengo un trabajo que
hacer. Hoy estoy en Milán, mañana en Biella y la semana siguiente… La
semana siguiente podría ir a parar a Empoli, o a Macerata, a cualquier
sitio donde haya caras que comprar. No es fácil tener una historia fija
cuando vas por ahí buscando caras.
—Yo sé lo que es trabajar en la televisión. Tengo muchos conocidos en
Liguria, en Piamonte. Podría ayudarte en tu trabajo. Podrías vender mi
cara.
—Será difícil, Monica.
—¿Qué quieres decir?
—Que será… muy difícil. No llevo trabajo a casa.
—Ya me imagino adonde quieres ir a parar. Trabajo. Casa. Monica.
Danny. ¿Me equivoco? ¿Es uno de las clásicas aventuras?
—Bueno, no exactamente. No es ninguna novedad. Todos engañan a
todos. Engañar a los demás es una idea fija de todo el mundo. Tú también,
por ejemplo, perdona, estoy seguro de que por lo menos una vez has sido
mala. Por lo menos una vez se lo has hecho pasar mal a alguno…
Monica tardó en contestar. Estaba pensando en cuando había sido mala.
No era difícil de recordar. Lo había logrado. Había desviado la
conversación hacia donde me interesaba, así, sin levantar sospechas. Una
vez más mi profesionalidad resultaba premiada.
—Sí, puede que alguna vez me haya pasado a mí también. Pero tenía
buenas razones. Ese hombre no era como tú. Ni tampoco como… como los
hombres, en general. Ya sabes, los que tienen mala suerte… Si él quería
una cosa, la tomaba. Hace cinco años me vio en un desfile y decidió
tomarme.
—Si tú no querías, no podía tomarte.
—Tenías que haberlo visto, Danny. Tenías que haberlo mirado, que
haber dejado que te mirara. Tenías que haberle oído hablar. Habrías
deseado ser una mujer, para que te tomara a ti también.
—¿Y ese fenómeno tenía un nombre?
—Dino.
—El apellido, quiero decir.
—No te lo puedo decir. Alucinarías. Es… es muy fuerte.
Probablemente te lo diré cuando pase un tiempo. Tenía una esposa, tenía
casas, tenía un montón de gente que trabajaba para él. Tenía unos dos días
al mes para mí. Era todo muy inocuo, ¿sabes?, no había nada de mezquino.
Tenía una esposa, muchas obligaciones, muchos vídeos. Más o menos lo
tenía todo. Yo sólo tenía que divertirme. Éramos muy amigos, no había
nada malo en ello.
—No he dicho que lo hubiera.
—Una mañana me llama a las siete. Quiere hablar conmigo. Nos
vemos en Linate a la una. Yo había pasado una semanita que para qué te
cuento. Un tren a Asti para los desfiles de otoño, un tren a Varazze para un
anuncio. De zapatos, creo. Un tren a Ovada porque me debían dinero.
Cómo no, Dino, no veo la hora, pero ya sabes dónde vivo, me harán falta
de cuatro a seis horas para cumplir la orden. TENÍA que lavarme el pelo, no
podía, estar lista para la una. Y entonces él me sale con esto: «¿No estarás
tratando de engañarme?». Y luego colgó. Llegué a Linate a las cuatro y él
no estaba. No volvió a llamarme desde entonces, bueno, no, una vez
encuentro un mensaje en el contestador, como el sonido de un animal,
como un burro rebuznando muy fuerte, o un cerdo al que van a degollar:
pero le reconocí inmediatamente.
—A lo mejor quería que le reconocieras.
—No lo sé, nunca había oído a un hombre emitir esos sonidos, durante
un tiempo me volví paranoica.
—¿Y luego?
—Luego ya nada.
—Qué historia más triste, Monica, apuesto a que algunas noches
vuelve para atormentarte.
Sí, es una triste historia. Pero a mí me la habían contado de otra forma.
Yo conocía otra versión. En esa versión el señor Drago estaba dispuesto a
regalarte todo un planeta si se lo hubieras pedido. Había perdido la cabeza
por ti. La había perdido de verdad. El señor Drago se había bajado de su
pedestal, había bajado a tu mundo de trapitos para transformarte en un ser
humano y tú le engañaste. Hay personas que no olvidan, Monica. El
tiempo pasa pero el recuerdo de tus bajezas aún perdura en un salón
lujoso, en una oficina del piso doce. Pronto lo recordarás tú también. Estoy
aquí para eso. Mi trabajo consiste en refrescarte la memoria. Ahora
duerme, Monica, cierra los ojos, abrázame, relájate. Relájate. Mañana es
día de paga.
Había dejado en casa el pesado Correggiari, optando por el Allegri,
más rápido. El abrigo habría disminuido mis reflejos, y necesitaba algo
más agresivo para hacer surf sobre las mareas de la ciudad. Avanzaba en
zigzag entre las líneas y los tejidos de las calles del centro como una
máscara blanca. Como una pálida manta nadaba en los pasos subterráneos
llenos de gente reflejándome en los cristales oscuros de los hoteles por
horas y de las básculas tragaperras. Mientras abandonaba el mundo
sumergido de la calle Ferretto, imaginaba que en la ciudad me encontraría
con mucha gente como yo: tipos duros de mirada torva dispuestos a ganar
mucho dinero. Las cosas no eran exactamente así. No había nadie como
yo. Caminaba con arrogancia abriéndome camino entre el ruido y los
colores disonantes. A mi alrededor se abría un catálogo incierto de
humanidad condenada. Esa gente tenía problemas. Llegué a una cabina
telefónica con los cristales empañados y metí un puñado de fichas en la
rendija dentada.
—Ya está —murmuré terriblemente seguro de mí mismo.
—¿Quién habla?
—Todo en orden. Ya está.
—¿Es usted, Danny?
—Sí, Danny. Su Danny preferido, señor Drago.
—Creí que te lo había dejado claro. Llamo yo.
—No me he olvidado de las instrucciones, señor Drago. Pero la noticia
es tan importante que no me he podido contener. Es de ese tipo de noticias
que le hará dar un bote en su Thonet número 14.
—Oigamos la noticia.
—Ya se lo he dicho. Eso ya está.
—Quiere decir que Monica…
—Sí, exactamente. Todavía quedan un par de detalles por ultimar antes
de la operación, pero se puede decir que ya está hecho.
—Muy bien. ¿Cuándo nos vemos?
—Mañana. Mañana se habrá acabado todo. Iré a verle por la noche,
ahora tengo que dejarle, acabo de ver a un conocido.
Era verdad: por la acera de enfrente pasaba Monica, envuelta en su
abrigo y solitaria. Salí de la cabina y le di la espalda haciendo como que
miraba el escaparate de la óptica: no debía verme. Unas horas antes, esa
mañana, el sol gris de diciembre me había despertado en su cama
deshecha. Me tambaleé hasta la ventana mientras la oía rebuscar en las
repisas de la cocina comprada a plazos. Las cúpulas de la calle Ferretto
vibraban en el frío. Se deslizaban tramando en otra dimensión oculta tras
el paso de las semanas. Metí dos dedos entre los visillos de la Quinta
Dimensión y vi que los colores del cemento se extendían densos sobre los
campos estelares donde la hierba crecía alta y luminosa. Las voces de los
niños pasaban como flechas por el césped hablando de cosas felices y
lejanas, cerré la ventana que daba a la Quinta Dimensión y me reuní con
Monica para desayunar.
—Hola, Danny, ¿has dormido bien?
Me sonrió dulcemente mientras echaba una cucharadita de Fructofm
en la taza.
—Pero ¿qué tenemos aquí? —exclamé, genuinamente sorprendido por
lo que se extendía en blandos grupos sobre la mesa de formica blanca.
Kiwis glaseados, uvas gigantes chilenas, ciruelas Saratoga, un aguacate
helado, piñas siamesas y piñones coreanos, la colonia de los restos de
Navidad lista para el holocausto final. Habían resistido hasta el 28, se
habían defendido con uñas y dientes, pero ahora sucumbían. No la tomes
conmigo, me disculpé mentalmente con una naranja confitada mientras la
machacaba con mis premolares, no es nada personal. Has jugado un buen
campeonato, desde luego, pero desde el principio sabías cómo acabaría. El
destino de todas vosotras, cositas blandas y de colores, es acabar bajo una
rueda dentada. No es culpa tuya. No es culpa mía. Así es la vida. Así se
decidió mucho antes de que tu árbol viniera al mundo. ¿Ves esa chica tan
mona que se sienta delante de mí? También hay una rueda dentada a punto
para ella.
—Oh, Monica, no tenías que derrochar todos estos tesoros por mí.
—Come.
Trituré con ferocidad los trozos de naranja confitada y luego le dije:
—Oye, esta noche estuve pensando en todas las cosas que me dijiste.
He pensado en ello y… bueno, quizá tengas razón. Quizá debamos seguir
viéndonos. Deberíamos sentarnos alrededor de una mesa y decidir las
jugadas. Deberíamos estar muy atentos. Jugar con calma, nos esperan
muchos problemas. No va a ser fácil.
Monica se levantó y quitó las cestas y los cartones de leche de la mesa.
Miré los árboles domesticados que se alargaban como enormes esculturas
sonoras hacia las ventanas del séptimo piso y seguí:
—Tú podrías venir a Milán, por ejemplo. Podría presentarte a un par
de personas.
—¿Qué clase de personas?
—Gente interesada en comprar tu cara. En sentido figurado,
naturalmente. No creo que hubiera muchos problemas. Andrea es pequeño
y se acostumbraría enseguida… Ah, y además he pensado que una buena
carta de presentación daría buena impresión, ya sabes, alguna cinta de
vídeo de tus desfiles, o mejor una promoción nueva, te la filmo yo, si
quieres.
—Me alegro de haberte conocido, Danny. En cuanto te vi me di cuenta
de lo que tenía que hacer. Tenía que conocerte a cualquier precio. Y lo he
hecho. He sido hábil, ¿verdad?
—No, has sido afortunada —fingí bromear.
Esa tarde cada uno se fue por su lado. Yo tenía que hacer un último
recado y probablemente ella también, porque salió de casa con una extraña
sonrisa. Una sonrisa misteriosa como esos gatos que se esconden en las
canteras de lo alto del Monte. La seguí. Quería ver de qué color eran sus
días sin mí. Quería verla andar como una cosa bonita y deseable por
última vez. Ahora, pegado al escaparate de la óptica, me sorprendí
aburrido de ese jueguecito sólo en apariencia inocente. Estaba a punto de
volver a mis asuntos cuando vi que subía los escalones pretendidamente
suntuosos de Sergio Merello Uomo. ¿Qué se proponía? Ese no era un lugar
para ella. ¡Allí sólo había ropa para hombres, y qué hombres! Futbolistas,
agentes de ventas de la Primerend, jefes de zona de la Grazianti. Todos
ellos bien situados. Sus ridículos accesorios no tenían derecho de
ciudadanía en ese aula de rigor sastrero. Debía bajar la mira. Debía buscar
en otra parte. Pero vi que el reptil de detrás del mostrador le estaba
enseñando piezas de indudable aspecto masculino. ¿Qué estaba haciendo?
Levanté la mirada al entramado de estrellas de neón: pues claro, se
acercaba la Nochevieja y aún había tiempo para una última sorpresa llena
de lazos. El lagarto de la chaqueta azul se relajó: Monica había encontrado
algo que la gustaba. Desde mi incómodo punto de observación podía
darme cuenta de que era una corbata. Una corbata llena de figuritas de
colores. A lo mejor eran pájaros, los pájaros del Monte. El empleado la
acompañó a la caja y se despidió con la mirada de una salamandra ávida.
Monica salió y yo me refugié rápidamente en la entrada de una cercana
tienda de accesorios para acuarios. Pero antes espié su rostro, pálido como
una piedra del fondo marino. Un rostro sereno y satisfecho como si el
mundo no tuviera que acabarse nunca. Ahí fuera estaba oscuro. Unas pocas
ventanas iluminadas en las negras fachadas. Como si los edificios fueran
enormes crucigramas verticales. Pantallas levantadas en el cemento,
divididas en muchos cuadros. Y en los cuadros blancos, en los cuadros
luminosos, podías leer la definición de sus vidas, de sus caras, de sus días,
escrita en el alfabeto de las cosas que exponían en la ventana. Esta noche
no había muchos cuadros luminosos. La gente se había ido a la montaña, o
a las ciudades importantes, de viaje con la chica nueva, o con la chica
vieja, o la chica de siempre, se acercaba Nochevieja y no había muchos
cuadritos luminosos en la calle Ferretto esta noche. Alcé la vista hacia las
tres ventanas iluminadas de Monica. Había muchas cosas escritas en ellas.
Pero no era la definición adecuada. Esta noche yo la cambiaría.
—Hola, Andrea. ¿Cuándo has vuelto? ¿Está tu mamá?
—Está ahí —contestó el niño con mirada insegura.
—¡Ven, Danny, estoy en el dormitorio!
Me despedí de Andrea despeinándole el cabello joven y seguí la voz de
mi nueva amiga a través del pasillo.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunté en la puerta.
—Ven aquí, a la cama. Tengo un montón de cosas que contarte.
—Sí, pero ¿qué te ha pasado?
—Cambio de piel. La de hoy estaba cansada y enferma.
De pie en la puerta miraba el óvalo casi perfecto de su cara tapada por
una colada de material verdoso. Podías ver caras parecidas en las cubiertas
de los viejos números de Fangoria.
—¿Estás segura de que esa basura te sienta bien?
—Es natural. Lo uso desde hace muchísimo, y nunca me ha pasado
nada. No te preocupes, ya me encargo yo de mi cara.
—No. Si me lo permites, me encargo yo también —le dije, y creedme,
no bromeaba—. Pienso mucho en tu cara. Déjala en paz. No la pongas
nerviosa. Podría revolverse contra ti. Podría hacerte la vida muy difícil.
Me acerqué para abrazarla y ella me detuvo.
—No, espera. Tengo que estar con esto un cuarto de hora más.
Mientras tanto, ¿por qué no me preparas algo de beber?
Me fui a la cocina y la voz de Monica me acompañó entre las botellas
medio vacías y los cubitos de hielo:
—Pues verás, Danny, hoy he estado en el centro. Han ocurrido muchas
cosas.
—¿Lo quieres con hielo o sin hielo?
—Sin hielo. El centro es distinto. Hace más calor, y mi piel lo notó
enseguida. Me quemaba mucho.
—Se llama sequedad —puntualicé desde la cocina, mientras dejaba
caer en su vaso 50 gotas de Lexotán. Sí. Habéis oído bien. Lexotán.
Cincuenta gotas. Lo bastante como para dejar roque a todo el equipo de
rugby del Amatori Catania. Bastarían para Monica. Agité el vaso: el
bourbon no cambió de color. Dentro de un momento brindaremos por las
cosas bellas del futuro, y ya nada será lo mismo para ti, Monica. Se acabó
la comedia. Fue muy bonito mientras duró, y estoy seguro de que por un
momento pensaste que podía durar eternamente. Estabas equivocada. A
cada cerdo le llega su San Martín. Tarde o temprano llega alguien trayendo
un recibo que ni siquiera recordabas haber firmado. Entra en tu casa y
reclama el dinero. Puede tardar años en llegar, pero llega. Siempre. Y
recupera su dinero.
Puse el vaso en la mesilla de noche y me tumbé en la cama, esperando
a que Monica saliera del baño con la cara nueva. Tenía un libro conmigo.
Lo había encontrado en el centro. En una tienda de revistas usadas. Dentro
había muchas historias de miedo, las historias que veía en mi cabeza
cuando hacía cola en las tiendas de ultramarinos de la avenida Sardegna.
También estaba la del hombre lobo, ¿recordáis?, os la he contado antes…
Sí, no podéis haberla olvidado. Yo no la he olvidado, siempre se ha
quedado conmigo. Durante todos estos años. Pasé las hojas y volví a ver
las caras: el médico triste y solo, la bellísima actriz que es transformada
en mujer loba, el otro hombre lobo que la descuartiza en la última viñeta.
Os lo dije: parecía una historia escrita expresamente para mí. Yo también
me sentía un médico. Pronto curaría a Monica de su belleza y su poder de
seducción. Y naturalmente, entonces habrá un poco de Hombre Lobo en
mí.
—Mira, Danny. Mira lo que he encontrado.
Monica entró en la habitación. Se había limpiado la cara y le tendía un
paquetito alargado, plano y con lazos.
—Es para ti, Danny. Combinará bien con esa chaqueta de Venturi.
Abrí el paquete sonriendo. No estaba nada mal, la corbata. Ahora que
la tenía en mis manos podía identificar las figuras estampadas en la seda.
Eran pájaros. Pájaros tropicales, quizá más variopintos y expertos que los
que daban saltitos entre las matas del Monte, pero la intención era la
misma. Lo sé. Monica sabe ser muy sensible.
—Qué detalle, Monica. No me lo esperaba, de verdad.
—Nos hemos conocido después de Navidad, pero de todos modos
quería regalarte algo.
—Es extraño. A mí también se me ha pasado lo mismo por la cabeza.
Estaba dando vueltas por el centro y veía a esas parejas con aire
satisfecho. Yo estaba solo, mirando los escaparates y pensando en ti. No sé
por qué.
—Te quiero, Danny.
—Y yo a ti. Es un señor pez, un arlequín de los sargazos. Ya verás. Sus
compañeros de pecera se morirán de envidia.
—Quiero verlo enseguida.
—No, ahora no. Todavía no le ha llegado su turno. No quiero
levantarme de esta cama. Me dijiste que tenías un montón de cosas
importantes que contarme.
—Ah, sí. Un montón de cosas importantes. Verás, hoy me he pasado
por la televisión donde trabajé.
—¿La de la telegala?
—La de la telegala. Se están recuperando, tienen muchos proyectos. Y
no se han olvidado de mí. Les pregunté si podía volver.
—¿Y qué te han dicho?
—Bueno, todo se andará. No se puede decidir así, de sopetón. Han
dicho que todo se andará… Pero este whisky sabe a frambuesa, ¿de dónde
lo has sacado?
Es verdad. Preguntad por ahí. El lexotán sabe a frambuesa. No sé por
qué lo han hecho así. Por los niños, quizá.
—Tranquila. Lo he sacado de la botella buena. Sigue.
—Pues… Sí, me dijeron que todo se andará, pero enseguida me di
cuenta de que estaban interesados. No se habían olvidado de mí. De hecho,
me invitaron a la telegala de Nochevieja. Aún no sé muy bien lo que
tendré que hacer, pero es posible que no tenga que hacer nada, sólo estar
ahí, que se me vea…
—¡Te han dado un trabajo!
—Por una noche, pero lo más importante es que me han dado una
posibilidad, si quedo bien no pueden dejar de contratarme, si quedo bien
esta Nochevieja lo recordaré siempre.
—Pensaba pasar la Nochevieja contigo.
—Yo también. Pero la telegala de Nochevieja sólo la hacen una vez.
Mira este piso: tengo problemas de dinero, por si no lo sabes. Tengo
problemas. No duermo por la noche pensando en los problemas… Puede
que esta sea la ocasión de saltar del tren de la mala racha.
El Tren de la Mala Racha. Ella no lo sabía, pero aún no se había subido
al Tren de la Mala Racha. Ese Tren estaba a punto de entrar en la estación:
lo oía silbar, fuera de la estación, detrás de la puerta, un tren largo y negro
de días sin esperanza y noches solitarias. Estaba llegando para Monica: la
cargaría y se marcharía sin volver a pararse. No se puede saltar del Tren de
la Mala Racha. Ya veréis.
—No tenía que haber bebido ese vaso —dijo Monica—, no consigo
mantener los ojos abiertos.
—Relájate, una cabezadita no ha matado a nadie…
—… Espero que el trabajo me deje un poco de tiempo libre para ti y
para Andrea me gustaría llevar a Andrea a la nieve le compraré un anorak
amarillo y un par de botas de montaña de esas que tienen mucho pelo
como el de los osos todavía no tiene edad para esquiar pero quiero alquilar
un trineo y quiero verle bajar por la pista y quiero verle contento con un
montón de ropa nueva y sitios nuevos y una habitación nueva y muchos
robots nuevos quieres un robot tú también Danny te compraré uno enorme
si me dices que me amas…
Sucede con el lexotán, a veces. Te hace soñar despierto. Ta hace decir
un montón de gilipolleces. Te duermes lentamente y olvidas todas tus
desgracias. Sucede con el lexotán, a veces. Me levanté de la cama y volví
al recibidor. Al entrar había escondido la bolsita en el armario ropero. Por
fin había llegado el momento de usarla. Luego eché un vistazo al cuarto
del Andrea: todo en orden. Se había quedado dormido sin esperar siquiera
el besito de las buenas noches. Podía trabajar en paz. Naturalmente, la
clave de una extracción como Dios manda es una buena anestesia. Las
cincuenta gotas de lexotán podían bastar, pero nunca se sabe. De modo que
para quedarme tranquilo empecé con una troncular. Saqué de la bolsa una
ampolla de xilocaína y aspiré el contenido en una jeringa. Monica ya
estaba dormida, y no me costó nada colocarle el abrebocas de goma. La
aguja se hincó lentamente, sin hallar resistencia. Inyecté la anestesia hasta
la última gota y saqué la jeringa. Ya estaba. Ahora no tendría que haber
problemas. Una troncular duerme los troncos nerviosos durante varias
horas. Podía operar con toda tranquilidad. El señor Drago me había dejado
mucha libertad operativa, yo mismo decidiría cuál era la intervención más
indicada. La intervención más devastadora. Observé los dientes blancos de
Monica: quedaban la mar de vistosos cuando sonreía por cualquier gracia
demente del invitado de honor. Quedaban la mar de vistosos cuando
sonreía a la cámara. Había que suprimir los dientes de delante. Tenía que
extraer los centrales superiores. Alineé en la sábana limpia todos los
instrumentos que iba a utilizar: las tenazas, los bisturíes, las cuñas, vamos
a ver: ¿cómo se empieza? Empecé por el primer central superior y con la
cuña n.º 9. La cuña se introdujo entre el diente y la encía, lacerando los
tejidos periarticulares. Repetí la operación hasta la luxación completa del
frontal, dejé la cuña y con un bisturí corté un par de molestos ligamentos.
Por sorpresa, la primera sangre me salpicó las manos. Me limpié en la
sábana. Veamos… ahora… sí, ahora, si hacemos caso de los libros, la
extracción ya es cosa hecha: basta con tirar un poco con las tenazas…
Miré el fragmento ensangrentado que tenía en la mano. No parecía capaz
de cambiar el curso de una vida. Lo tiré al suelo y seguí trabajando. Debía
extraer el segundo incisivo. Honradamente os confesaré que la operación
resultó más accidentada que la anterior. Convencido de que dominaba
plenamente la técnica quirúrgica, me confié demasiado y di un paso en
falso: la raíz se rompió en mil pedazos. Tardé por lo menos veinte minutos
en sacar todas las esquirlas. Puede que todas no. Puede que algunas
quedaran dentro. Saqué el bocado de goma de la boca de Monica y
contemplé el trabajo. Esos dos dientes que faltaban, ese agujero de
pesadilla, habían destruido la simetría anterior. Era un buen trabajo, pero
aún no había terminado. Ahora tenía que ocuparme del pelo. Monica no se
lo teñía. No le hacía falta. Me la imaginaba corriendo entre los árboles del
Monte: el sol de abril rozaba el rubio profundo de su cabello,
transformándolo en una antorcha cálida y suave. Monica se reía mirando
las ardillas, y la antorcha resplandecía con los colores de la eternidad.
Acariciaba los mechones luminosos y mis dedos se deslizaban en una
dimensión de felicidad. Sí. Monica no necesitaba teñirse el pelo. Había
llegado el momento de un cambio radical. Hurgué en la bolsa milusos y
saqué media docena de frasquitos: agua oxigenada de 20°, 30°, 40° y 60°,
el lote completo. Luego les llegó el turno a una serie de tubos en los que
ponía CREMA COLORANTE PARA EL CABELLO. Desde luego, esta alegre brigada
parecía más inocua y amigable que el equipo quirúrgico de la fase I. Pero
observando con atención se podían identificar unos seres extraños y
peligrosos. Un color negro azulado que llevaba veinte años caducado. Una
pieza de colección. Era un tinte primitivo. Andando el tiempo
descubrieron que la proporción de plomo que contenía era perjudicial no
sólo para el cuero cabelludo, sino también para la vista. Fue el primero
que usé. Desleí los tintes en varias soluciones alcohólicas. Dividí la
cabellera de Monica en varias zonas, y extendí en cada zona un tinte
diferente. Para algunos mechones había usado agua oxigenada al 60°.
Quizás alguno de vosotros no sepáis que el agua oxigenada al 60° está
prohibida. Borra el código genético del cabello. Lo estropea seriamente.
Ahora sólo debía esperar a que los tintes se fijaran. Para hacer tiempo
volví al comedor. Quería saber si el arlequín de los sargazos había hecho
buenas migas con sus compañeros de acuario. Cuando lo compré, aquella
tarde, el dependiente me advirtió que no lo metiera en una pecera con más
peces. El arlequín de los sargazos es muy voraz. Diez centímetros de pura
maldad. No soporta la presencia de otros peces. En efecto, enseguida
advertí que un par de peces del paraíso ya habían sido retirados de la
circulación. El arlequín trabajaba deprisa, mucho más deprisa que yo.
Perseguía a sus presas hasta dentro de los pisos en miniatura y las
devoraba en el comedor. A través de las ventanas pude ver un baile de
escamas ensangrentadas. Volví al cuarto de baño. Tenía que aclarar los
tintes. El pelo de Monica ya era una masa de estopa de mil colores. La
paleta de un loco. En vez de esperar los treinta minutos de rigor, decidí
acortar el tiempo de exposición. Llené una palangana de agua fría y la
llevé a la cama. Con una esponja lavé los distintos colores, y las sábanas
se transformaron en un carnaval de manchas desvaídas, una tundra húmeda
de tonos pálidos y enfermos por la que aún corría un reguero de sangre.
Una firma a la altura de mi trabajo. Puse la mano sobre los mechones
oscuros, sobre los naranjas, sobre los descoloridos. Eran horrorosos.
Repugnantes. Haría falta mucho tiemo, y mucho dinero, para que el pelo
volviera a tener un aspecto remotamente humano. Ahora quedaban los
ojos. No quería intervenir directamente, no quería envilecer mi trabajo.
Me conformé con una modificación periférica. Las pestañas. Esas pestañas
largas y soñadoras que se agitaban como mariposas tropicales cada vez
que Monica miraba con amor las cosas del mundo. Se las arranqué con una
pinza. Probablemente, al cabo de un tiempo, le volverían a crecer. O quizá
no. Cualquiera sabe. Saqué algunas fotos para el señor Drago. Lo peor ya
había pasado, ahora venía la parte más fácil. Entré en el cuarto de Andrea
y le desperté.
—Andrea, vístete, date prisa. Tenemos que ir con mamá.
Me miró con ojos vacíos, pero obedeció. Era demasiado joven, o
estaba demasiado dormido para discutir.
—Vamos, Andrea, date prisa. Tu mamá nos está esperando en la
estación. Quiere llevarte a la nieve.
Es increíble cómo se había acostumbrado Andrea a mi presencia. Me
siguió hasta el comedor sin rechistar.
—Tengo que darles de comer a los peces. Mientras tanto ponte el
abrigo. El más abrigado. Tu mamá dice que allí en el Monte hace mucho
frío.
Andrea miró un momento el Mundo de los Peces y corrió a la entrada.
Tal vez los conocía a todos. Tal vez le había puesto un nombre a cada uno.
Pero no se había dado cuenta. No había luz suficiente, y tenía demasiado
sueño para darse cuenta. Apoyé la cara en el cristal luminoso y sonreí: el
arlequín se había portado. Un pez emperador flotaba en la superficie sin
dar señales de vida. Los cascos despanzurrados de un par de peces joya le
hacían compañía. De los peces payaso no quedaba ni rastro. El arlequín de
los sargazos nadaba sobre los tejados de los edificios de juguete como si
fuera el Rey del Mundo. Antes en esa pecera sólo vivían los colores del
Pacífico y los resplandores del Paraíso. Era una pecera llena de amor.
Ahora se había convertido en la casa de un vampiro de ojos muertos y
escamas envenenadas. Había sido un toque personal, el señor Drago no
tenía nada que ver con eso. Ese acuario representaba un rincón de paz y
belleza, no me parecía bien dejarlo como estaba. Al fin y al cabo, el
temible arlequín sería un compañero mucho más adecuado para la nueva
Monica. Sí, no había peces del paraíso en el futuro de la nueva Monica.
—Bueno, Andrea, ¿quieres darte prisa? ¡El tren no te va a esperar!
—Pero ¿adonde ha ido mamá?
—¡Ya te lo he dicho! A ver, atiende… Tu mamá tenía que hacer un
trabajo, ha ido a ganar un montón de dinerito. Tú estabas dormido y no
quiso despertarte… Nos está esperando en la estación, de modo que date
prisa, porque ella está pasando frío en una sala de espera llena de
vagabundos y cristales sucios pensando en ti, y comprenderás que no
podemos dejarla allí toda la noche…
Abrí la puerta de entrada y con un empujoncito le guié hasta el
descansillo. Así empezaba para Andrea un viaje largo y memorable. Un
viaje lleno de caras desconocidas y calles solitarias. Un viaje que
cambiaría su vida. A peor. Aún no sabía muy bien adonde le iba a llevar,
pero no me preocupaba. Tarde o temprano se acaba encontrando un sitio.
En cambio, la que tendría muchas razones para preocuparse era Monica.
Por ejemplo, ¿en qué condiciones se despertaría a la mañana siguiente?
Con un fuerte dolor de cabeza y un dolor difuso en la arcada dental
superior, desde luego, pero no me refería a eso. Estaba pensando en sus
primeros cinco segundos delante del espejo. No serían cinco minutos
fáciles. Se podría a gritar, o a llorar, o se golpearía la cara contra el
espejo… Cualquiera sabe. No lograba imaginármelo, no quería imaginar la
tromba de aire dentro de su cabeza. Ya no era mi problema. Yo había
terminado allí. Ahora me iba de vacaciones. Y además me hacía daño.
Imagináos: Monica se levantaría, tambaleándose como una apestada, y
descubriría que estaba sola. Danny no estaba, y eso quizá no era muy
importante, pero ¿y Andrea? ¿Dónde estaba Andrea? ¿Dónde estaba su
niño? Probablemente se lanzaría escaleras abajo y empezaría a buscarlo
por todo el barrio, olvidándose por un momento de su propia cara, esa cara
de pesadilla que se quedaría con ella mucho, mucho tiempo. El nombre de
Andrea resonaría bien alto entre las cúspides amarillas de la calle Ferretto.
Los vecinos se asomarían a las ventanas, algún transeúnte trataría de
calmarla, alguien podría incluso llamar a la policía… Sí, será un día difícil
para la nueva Monica, y a mí no me gustaría estar presente cuando ella
vuelva a su casa vacía y encuentre en los espejos ese rostro loco que no se
podrá creer. Por lo menos, todavía no. Pronto tendrá que acostumbrarse.
No lo sé. Siempre me pasa al final del trabajo. Quizá porque soy un
perfeccionista. O quizá porque en el fondo, muy en el fondo de mi cabeza,
donde ni siquiera yo me atrevo a adentrarme a menudo, soy terriblemente
inseguro. Siempre me pasa al final de un trabajo que acabo de terminar,
repaso todos los detalles, le doy mil vueltas y me pregunto: ¿realmente ha
sido un buen trabajo? ¿He dado lo máximo de mí mismo? La respuesta es
siempre la misma. No lo sé. Esta vez también. No lo sé. Puede que no
hubiera sido lo bastante malvado. Puede que hubiera otros métodos. Otros
modos de destrozarle la vida a Monica. No lo sé. A fin de cuentas, creo
que me las he arreglado bastante bien. Tomemos su cara, por ejemplo. En
lo que respecta a la cara, tengo la conciencia tranquila. Le he hecho un
buen servicio, un servicio cruel y demoledor, sin caer en un vandalismo
vulgar y caprichoso. Nada de zafiedades, como la cara rajada o la oreja
cortada. Otros habrían tirado por ahí. Yo no. Y la cara echada a perder
resolvía un montón de cuestiones. La cuestión trabajo. La cuestión dinero.
La cuestión futuro. Con la cara que tenía no la dejarían entrar en los
estudios ni para limpiar los servicios. Se esfumaba así, quizá para siempre,
la posibilidad de volver al Mágico Mundo del Espectáculo. Se acordarán
mucho tiempo de esa cara. Llegará a ser una leyenda. Sí, es posible que las
pestañas le vuelvan a crecer, es posible, es posible que una larga e
ingeniosa terapia devuelva la vida al cadáver de su pelo, pero ¿y los
dientes? ¿Sabéis lo que cuesta una boca nueva? ¿Sabéis lo que cobra un
dentista normalito? No. No creo que tengáis las ideas muy claras al
respecto. Yo sí. He sacado las cuentas y sé lo que cuesta una boca nueva.
Es para tirarse de los pelos, aunque los dientes no estén muy mal. El caso
de Monica, el caso de esos dos centrales superiores contumaces, no dejaba
mucho margen para soluciones rápidas y baratas. Sólo había un camino
para volver a ser humana. Este:
Los regímenes, en el fondo, son mentiras que se presentan a los hombres para
ocultarles sus instintos. En realidad el circo romano había puesto las cosas en su sitio
[…] Panem et circenses, basta con eso, pan, y luego sangre de los gladiadores, que
chorree bien, eso es lo que hace falta […] En fin, todo lo que se da aquí no es…
literatura o striptease, es aburrido, eso es. Mientras que con una buena ejecución sí que
se vería al pueblo satisfecho…
Louis-Ferdinand Céline
Daniele Brolli
Notas
[1] Sus vecinos milaneses (N. del T.) <<
[2] A la cárcel a recibir golpes (N. del T.) <<