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Es muy probable que la literatura nunca haya registrado tantas

efusiones de sangre, semen, babas y demás fluidos como algunas


páginas firmadas recientemente por jóvenes escritores italianos.
Violencia, sexo y drogas narradas llanamente como experiencias
exacerbadas y cotidianas, sin justificaciones sociológicas ni
trasfondos psicológicos, son elementos comunes a una serie de
relatos que esta antología ha marcado con la etiqueta de «juventud
caníbal».
AA. VV.

Juventud caníbal
Antología del horror extremo

ePub r1.1
Riahnnon 22.12.14
Título original: Gioventú cannibale
AA. VV., 1996
Traducción: Juan Vivanco
Diseño de cubierta: Riahnnon

Editor digital: Riahnnon


Corrección de erratas: Astennu
ePub base r1.2
ATROCIDADES DIARIAS
Niccolò Ammaniti & Luisa Brancaccio

Nochecita

Emanuele tenía los pies hinchados, pero no podía quitarse los mocasines
Su madre, la señora Flaminia Monteleone, no toleraba esas cosas.
«Vuelve a ponerte los zapatos, o te vas a cenar a la cocina. Con el servicio.
¡No eres un patán!», le había dicho una vez, al verle cenar en calcetines.
Y así, sentado en el sofá de brocado junto a mamaíta, tragaba el puré
de verdura mientras veía el TG1.
Quería volver a su habitación, echarse en la cama y morirse.
«Qué asco de día», pensó.
Todo por culpa de Lalla y sus sostenes.
De sus jerseys, lápices de labios, guantes de cabritilla, medias de
malla, leche limpiadora.
De las tres a las ocho, entre Benetton, Stefanel, Fendi, de compras con
su novia. No había abierto un libro. Y solo faltaban tres días para el
examen de derecho comercial.
Notó una punzada de dolor en el costado.
Se tragó otra cucharada del sano puré de verdura que tan bien le
sentaba a la úlcera de mamaíta.
—Cori, ¿qué hay de segundo?
La filipina gorjeó:
—Judías verdes hervidas.
Emanuele subió el volumen del televisor.
—¡Baja eso, Emanuele! Tengo un dolor de cabeza horrible —dijo la
señora Monteleone con aire cansado.
Emanuele no la soportaba. Todos los días con ese puto dolor de cabeza.
Con esa expresión de disgusto en la cara. Parecía que se había comido un
plato de callos pasados. Estaba ahí plantada, seca y verde como un
espárrago, con ese traje de chaqueta rojo cárdeno, con su úlcera de las
narices que les tenía a todos desnutridos a base de pollo hervido, con el
pitillo en los labios y las gafas oscuras.
—Bueno, me voy a la cama.
La señora Monteleone permaneció impasible.
Emanuele se levantó y se arrastró hacia su cuarto, atravesando los
sesenta metros del fastuoso salón, tapizado de cuadros abstractos y
alfombras kilim.
Pero se quedó clavado en la puerta.
—Emanuele, ¿te acuerdas de que mañana por la mañana tenemos que
ir a la boda? Le he dicho a Cori que te despierte a las seis y media, ponte
el vestido azul, el de Caraceni…
Emanuele siguió avanzando sin contestar.
¡No! ¡Mierda! ¡La boda! ¡Maldita sea, yo tenía que encerrarme a
estudiar!
Se había olvidado por completo.
En Siena. En un castillo perdido de una finca rústica.
¿Por qué Guglielmo tendrá que casarse en Siena?
Y además, ¿por qué tendrá que casarse?
Está claro, para tocarles los cojones a sus parientes, ¿por qué, si no?
¡Terrible! Despertarse a las seis y media, viajar con esa momia de
mamaíta que no para de decirte: «¡No corras, Emanuele! ¡Ve más
despacio! Nos vamos a matar».
Entendía a su padre. El infeliz tuvo que marcharse a Bélgica para no
vivir a su lado.
Luego se imaginó un corro de pijos y parientes agolpados delante del
buffet y a su primo Guglielmo, el mayor gilipollas del centro de Italia,
pavoneándose del brazo de Donna, una mujerona rubia de Vermont.
Enfrascado en estas degradantes consideraciones, Emanuele se
encaminó por el pasillo con frescos en las paredes. Parecía un condenado a
muerte camino de la silla eléctrica. Estaba a punto de entrar en su cubil,
cuando sonó el videointerfono.
Contestó.
En la pantallita apareció la jeta picada de viruela de Aldo Trebbiani.
Sonrisa alegre. Cuatro pelos embadurnados de gel. Ojos pequeños y
vivarachos. Narizota.
—¿Nochecita, chico? —graznó el telefonillo.
—Ey, Aldo, ¿qué haces? ¿Quieres subir?
—No, baja tú. Vamos a dar una vuelta.
—… Me iba a la cama.
—¿Cómo es eso?
Me he pasado la tarde con Lalla y mañana al amanecer tengo que ir a
Siena.
—Entonces nochecita reducida. Un porrete rápido.
No… —pero se lo pensó mejor— Está bien, bajo un momento, y me
acompañas a comprar cigarrillos.
—Así me gusta.
Colgó y fue a ponerse la chupa.
¡Nochecita!
En su jerga significaba ponerse morados de porros, rigurosamente sin
novias, y volver a casa bien colocados a la hora que fuera.
Pero desde hacía algún tiempo, a Emanuele esas nochecitas ya
empezaban a fastidiarle.
Las nochecitas son un túnel. Te pones ciego de porros y estás hecho
polvo si no consigues estudiar y todo se te va de las manos y te oprime, la
puta habitación y las cenas con tu madre y las bodas en Siena. De modo
que las evito como la peste.

Aldo le esperaba encerrado en el BMW de su padre, con la calefacción al


máximo. Llevaba puesto el abrigo marrón claro, la camisa azul que hacía
juego con sus ojos y unos mitones de piloto.
Tenía una tirita de mariposa en la frente.
Emanuele se sentó, pero antes de cerrar la portezuela se quedó mirando
la tirita:
—¿Qué te has hecho en la frente?
—¡Deprisa, cierra la puerta, que entra aire frío! —dijo Aldo con
urgencia y salió quemando rueda—. ¿Adonde vamos? —preguntó,
gritando sobre la voz de Pino Daniele.
—A comprar cigarrillos. Pero ¿qué te has hecho en la frente?
Bajaban a toda velocidad por la calle Archimede, desierta a esas horas.
Había humedad en el aire, y unas pocas farolas iluminaban con una luz
pálida y esférica los coches aparcados.
—Ahora te lo digo.
Y siguió conduciendo con la espalda hacia atrás, la nuca pegada al
reposacabezas y los brazos extendidos como un piloto de rally.
—Bueno, qué, ¿cómo te has hecho eso?
—Ahora te lo digo.
En la plaza Euclide Aldo se tragó dos semáforos en rojo.
—Ayer. Inauguración del Pakiana en Fregene. Pinchaba un tal Max
Trip Twentyfive. Una buena movida. ¿Y quién estaba en esa movida?
—¿Quién?
—Riccardo y yo.
—¡Ah! ¿Qué Riccardo?
—El cirujano.
—¿Y qué?
—Pues nada. Estábamos bailando. Hacía un calor tremendo. El nivel
etílico era muy alto. El cirujano se metía vodka con melón. Luego se
siente mal, y se me echa encima diciendo que quiere irse a su casa. Ese no
se corta, bebe como un cosaco. Le dije que pasaba de él, que me estaba
divirtiendo y que se fuera al váter a trallar y él fue para allá, pero se
equivocó de puerta y se armó la de dios en el lavabo de tías. Pero tengo
que aclarar que antes de ir al Pakiana el cirujano y yo nos habíamos puesto
morados en el Bolognese, canelones con salsa. ¡No te imaginas cómo dejó
el váter! Y cuando una de las tías se encontró un canelón medio digerido
en su estuche de los potingues pilló un cabreo descomunal. Lo pusieron a
caldo, primero la tía y luego los gorilas. Y yo nada, a lo mío, pasando. ¿A
mí qué me importa? Así que esos cuatro salvajes lo echaron a la calle.
¿Pues te quieres creer que el muy borde empezó a dar patadas a la puerta,
a decir que quería entrar, que tenía tarjeta VIP? Al final abren y le dicen
que si no se va llaman a la policía y le dan con la puerta en las narices.
¿Sabes cómo es la puerta del Pakiana?
Emanuele negó con la cabeza.
—Una caja fuerte. Acero inoxidable. Blindada. Pesa un huevo. Le
pillaron la mano con la puerta.
—Joder.
—¡Se dejó tres dedos! Yo los vi moviéndose en el suelo, los cabrones
de los dedos, y entonces me lié a hostias con el primer gorila que encontré.
En fin, resumiendo, que acabamos todos en urgencias. Riccardo, los tres
gorilas y yo con los dedos de Riccardo en el bolsillo del abrigo. Espera…
—Aldo empezó a hurgarse en el bolsillo—. A lo mejor todavía queda
algún pedazo de tendón… Imagínate, el pobre estaba a punto de graduarse
en cirugía. ¡Le han jodido! ¿Qué va a hacer ahora? Como mucho podrá ser
psiquiatra. Coño, te rompes los codos para sacar la especialidad y luego
tres capullos te amputan tres dedos… Imagínate, ponerse ahora a estudiar
para psiquiatra.
—No digas gilipolleces…
—Mira, qué asco… —Aldo dio la vuelta al bolsillo del abrigo,
manchado de rojo—. Tendré que llevarlo al tinte…
—¡Pues menudo mal rollo! —dijo Emanuele—. Bueno, dame el costo
que lío un porro.
—No tengo costo.
—¿Cómo que no tienes costo?
—No, no tengo, creí que tenías tú.
Aldo frenó en seco delante del All Night Long Bartabacchi.
—Bueno… No importa. Voy a comprar tabaco —dijo Emanuele,
bajando.
El All Night Long Bartabacchi era un local cutre, con un letrero rosa
intermitente. Dentro no había un alma, salvo una cajera gorda pintándose
las uñas y una camarera menor de edad. Emanuele compró dos paquetes de
Marlboro light y salió cojeando.
Tenía que volver enseguida a casa a quitarse esos malditos mocasines.
En cuanto llegue me doy un baño de pies de hora y media con
bicarbonato, se dijo, aliviado con esta idea.
Volvió al coche.
—¡Hace demasiado frío! Ni siquiera tenemos costo. Yo casi me
volvería a cas…
Vio que Aldo se había sacado de la chaqueta un frasquito transparente
lleno de polvo blanco.
Emanuele maldijo entre dientes.
—¡Sorpresa! ¡Coca! ¡Empieza una nochecita en versión deluxe! —dijo
Aldo con una sonrisa de oreja a oreja.
—Nooo, por favooor. Coca no. Quiero irme a dormir. Mañana tengo
que ir a la boda de mi primo…
—PERO ¿ESTÁS LOCO? Esta es la mejor coca del mundo. ¿No me crees?
¡Pruébala!
—Te creo, te creo, pero no puedo. Mañana tengo que ir a la boda.
—No, no, tú no me crees, lo sé. Pruébala, joder, no puedes decir que
esta coca no es buena si no la pruebas. Venga, un tirito.
—No, no me apetece, de veras.
Mientras tanto Aldo se había hecho dos rayas y aspiraba con la nariz y
se frotaba las encías con el dedo.
—Hazte una raya, vamos —insistió. No iba a parar de insistir en toda
la noche.
—¡Qué pesado! ¡Una raya nada más, y me llevas a casa!
Emanuele, de mala gana, se hizo la raya y Aldo arrancó quemando
rueda.
Se lanzaron por la orilla del Tíber. Pino Daniele cantaba «‘o
scarrafone».
—¡Joder, pues sí que es buena esta coca! —dijo Emanuele sorprendido
—. ¿Dónde la has pillado?
—Anoche —contestó Aldo con aire ladino.
—¿En el Pakiana?
—No, en el Fatebenefratelli.
—¡¿El hospital?!
—Sí. El gorila, ese al que le rompí el tabique, no paraba de meterse
coca en la nariz machacada diciendo que funcionaba como anestésico, de
modo que le pregunté si me vendía un poco. Pillé cien mil liras, la probé,
una bomba. De modo que le di el Rolex por veinte gramos. Un buen neg…
—El móvil empezó a sonar. Aldo se lo sacó del abrigo y contestó con tono
de operador de la telefónica—: Hola… ¿Qué tal? ¿Sííí? Sí… Está bien.
Está bien… Tranquila… ¡Ahora voy!
Y viró en redondo saltándose el bordillo del carril bus.
—¿Qué haces? ¿Quién era? —preguntó Emanuele alarmado.
—Melania. Vamos a recogerla.
—¿Adonde?
—A Torpignattara.
—¡NI HABLAR! Torpignattara está en el quinto coño. No existe. Llévame
a casa enseguida —dijo Emanuele, cabreado.
—¡Pero menudo coñazo eres! ¿Qué vas a hacer en casa? ¿Bailar la
rumba en la cama? Acompáñame a buscar a Melania y dentro de media
hora como mucho estarás en casita. No me apetece ir solo.
—Pero quítame este Pino Daniele, que ya estoy hasta los huevos —
dijo Emanuele sacando el CD, y añadió—: ¿Quién es esa Melania?
Melania estaba sentada en el capó de un coche, en un callejón oscuro,
fumando un cigarrillo.
A los lados había construcciones bajas, sin revocar, con las pilastras de
hormigón vistas. Verjas oxidadas, perros rabiosos y obras. En la cercana
parada del autobús cuatro somalíes se helaban el culo.
Un sitio de mierda.
—¡Ahí está! —dijo Aldo en cuanto vio a Melania, y en vez de frenar
aceleró.
Melania también vio los faros del BMW, bajó del capó, se arregló el
pelo y se estiró la minifalda.
Aldo tiró del freno de mano, y con un derrape bien calculado paró el
coche a pocos centímetros de sus pies.
—¡Idiota! ¿Es que me quieres matar? —rió ella, apoyando las manos
en el capó hirviente.
Dando pasitos con sus tacones altos, abrió la puerta de atrás y entró.
Una vaharada de perfume de supermercado inundó el coche.
¡Dios! ¿Qué se ha echado? ¿El Baygon para las cucarachas?, pensó
Emanuele.
Pero era un pedazo de tía.
Tenía la cara redonda. Los ojos verdes, con pestañas largas. El pelo le
llegaba al culo, rizado y negro. La boca ancha y carnosa, roja, ahogada en
el pintalabios. En las orejas llevaba dos enormes aros dorados del tamaño
de perchas de loros.
—¡Ahhh! Qué calorcito más rico hace aquí dentro. ¡Ahí fuera se me
estaba quedando el trasero helado! —se rió.
Tenía una voz nasal y quejumbrosa y las vocales demasiado abiertas.
—¿Qué tal, Aldo? —Y sin esperar respuesta tendió la mano a
Emanuele—. Buenas, yo soy Melania Crocetti. Encantada.
—Emanuele —contestó él, seco, y se la estrechó.
Melania se quitó la chupa oversize. Debajo llevaba un chaleco de piel
vuelta que apenas cubría las tetorras apretadas en el wonderbra de encaje.
Emanuele hizo una rápida comparación mental entre las grandes tetas
de Melania y las de Lalla, encogidas.
¿Por qué las niñas bien siempre tienen las tetas pequeñas?
Aldo volvió a poner el CD y cogió el frasquito de coca. Hizo una
ruidosa esnifada y se la pasó a Emanuele.
—No, gracias. Paso.
Melania chilló desde atrás con aire ofendido:
—¿Y a mí no me ofreces? Aldo, eres un maleducado.
—¡Ah, vale! ¡O sea que eres una drogadicta! —dijo Aldo.
Le pasó el frasco sin mirarle siquiera a la cara.
Emanuele estaba harto. Y esa calle no le gustaba. Esos somalíes de los
cojones no dejaban de mirar hacia el coche.
—¿Nos vamos de esta pocilga, por favor?
En marcha.
Aldo corría a 160 por la Casilina, derecho al centro de la ciudad. Los
semáforos en ámbar destellaban. Mientras tanto Melania se afanaba con la
coca, ensuciándose la nariz de blanco.
—No creas que soy una drogadicta como tu amigo, Emanuele. Lo que
pasa es que sé aprovechar lo mejor de la vida. Y no sé decir que no… —
añadió con desparpajo.
Aldo se echó a reír a carcajadas.
A Emanuele se le heló la sangre en las venas de la vergüenza ajena.
—¿De dónde la has sacado? —preguntó a su amigo en voz baja.
—Es la enfermera de mi abuela.
—¿La enfermera de tu abuela? ¡Ahhh! ¡Claro!
La abuela de Aldo tenía 93 años y un Alzheimer galopante. Se hacía
sus necesidades encima y necesitaba a alguien que le diera de comer y le
limpiara el culo: de eso se encargaba la bella Melania. Así, cuando Aldo,
como buen nieto, le llevaba bombones a su abuelita, aprovechaba para
darle un repaso a la enfermera.
—¿Se puede saber adonde me lleváis? —preguntó Melania
inclinándose hacia delante con una sonrisa llena de expectativas.
—Estamos acompañando a Emanuele a su casa —contestó Aldo.
—¿Cómo? ¿Ya te vas a casa?
—Es que mañana tengo que ir a Siena… a la boda de mi primo. Tengo
que levantarme temprano.
A Emanuele le reventaba dar explicaciones, hablar de sus asuntos con
esa tía, pero en fin.
—No seas coñazo. ¿Qué te importa la boda de tu sobrino? Ven con
nosotros, venga —insistió ella.
—No es mi sobrino, es mi primo. Y no puedo, de veras. Ya es la una.
Es tarde —contestó Emanuele, mosqueado.
—No te preocupes por este zombi. ¿Que se quiere ir a casa? Pues lo
llevo a casa —intervino Aldo.
—Gracias —contestó Emanuele con frialdad.
Le reventaba esa situación. Le reventaba la insistencia de esos dos. Le
reventaba tener que justificarse. Y le dolían los pies.
¿Qué coño les importa que me quede o me vaya a la cama? Solo había
salido a liarme un porro, joder, se dijo, cruzando los brazos.
Ya se encontraba a salvo. Estaban en la calle Aldrovandi. A un paso de
su casa. Una vez en la cama se olvidaría de Melania, de Aldo y de la puta
nochecita.
—Joder, cómo me gusta Pino Daniele. Chicos, tengo costo. ¿Qué os
parece un porro rápido? —dijo Melania con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Has visto? Tiene costo. Estás de suerte —dijo Aldo.
No había nada que hacer.
Emanuele tenía que hacer este último esfuerzo. Se sentía obligado.
Obligado a no decir que no otra vez.
—Vale, el porrete de las buenas noches…
—Viejo cerdo asqueroso y porreta, que eso es lo que eres. Te gusta
meterte ciego en el sobre, ¿eh? —Aldo le daba palmaditas en el hombro y
codazos en plan colega.
—Para ya, maldito chiflado —dijo Emanuele tratando de quitarse a ese
plasta de encima.
Se detuvieron en una avenida oscura con árboles, junto a una tapia.
Pasaban pocos coches, veloces.
Melania lió el porro rápidamente, con mucha técnica. Se lo acercó a
Emanuele para que lo encendiera.
Se pasaban el peta en silencio, reteniendo el humo en los pulmones.
Luego Aldo sacó del salpicadero una botella de whisky y también se la
pasaron silenciosamente. Un trago, una calada, una calada, un trago.
Pino Daniele chillaba: «Fate ‘na pizza c’a pummarola ‘ncopp».
Emanuele se puso a mirar la luna enorme al otro lado de la tapia.
Estaba cansado. Cansado de perder el tiempo. Cansado de no ser capaz de
estudiar. Cansado de no ser capaz de concentrarse. De pronto tuvo la
sensación de que era un hámster que se había subido por equivocación a la
rueda y estaba obligado a dar vueltas sin parar.
La gente cree que los hámsters se divierten. No es verdad. Los
hámsters suben a la rueda por equivocación y tardan un huevo en darse
cuenta de que si dejan de correr la rueda se para y pueden bajar.
Emanuele tenía ganas de cerrar los ojos y dormir hasta el día siguiente,
hasta el otro, hasta después del examen, y despertarse en verano, cuando
su madre iba al Argentado.
—Estoy rendido, vámonos —dijo por fin, dando la última calada.
Abrió la ventanilla y tiró la colilla.
Una vaharada helada y cargada de olor a excrementos animales entró
en el coche.
—¡Joder, qué peste! ¿Qué es eso? —dijo Melania, tumbada en el
asiento de atrás.
—El zoo —dijo Aldo poniendo el motor en marcha.
—¿Estamos en el zoo? ¡Genial! Nunca lo he visto.
—Si eres buena el tío Aldo te llevará, ¿a que sí? —le dijo Emanuele,
sorprendido de su tono ácido.
—¿Cuándo? ¿Cuándo me vas a llevar al zoo?
—Ahora —dijo Aldo, apagando el motor.
—Está cerrado, bobo —refunfuñó Emanuele.
—¿No me digas? Pues saltamos la valla.
—¡Sí, venga! ¡Saltamos la valla! —Melania se excitó.
Pero a Melania la habría excitado hasta una cola en Correos.
—Saltadla vosotros. Yo me voy a casa andando. Portaos bien —dijo
Emanuele de mala gana, pensando en la cuesta que le esperaba. Pero
estaba dispuesto a ir a pie con tal de volver. Se levantó las solapas de la
chaqueta, abrió la portezuela y se marchó sin despedirse. Echó a andar por
la avenida a oscuras, con las manos en los bolsillos.
Esperaba que Aldo hiciera algo, que fuera detrás de él, que le
acompañara a casa. Pero seguía caminando, solo, subiendo la cuesta, con
los mocasines apretados.
Nada. Menudo cabrón está hecho.
Procuró no hacerse mala sangre y apretó el paso.
Luego oyó a Melania detrás de él, llamándole. Se volvió y la vio correr
a su encuentro. Se detuvo.
Tenía las piernas largas. Se quedó ahí viendo cómo corría, parado, no
dio un paso en dirección a ella.
Melania lo alcanzó, estaba sin resuello y con las mejillas rojas por el
frío.
—Dime la verdad, Emanuele, ¿te caigo mal?
Sin todo ese maquillaje hasta tendría una cara bonita.
—¡Qué va!
—Entonces, ¿por qué te vas?
—Ya te lo he dicho, estoy cansado y mañana tengo que levantarme
temprano. De veras. Lo siento.
—Venga, por favor. Solo una vuelta por el zoo, hazlo por mí.
Emanuele bajó la mirada hasta los mocasines. Se había quedado sin
habla.
—Ven conmigo…
No fue capaz de decir que no otra vez. Había sido antipático toda la
noche. Y ella le estaba mirando con unos ojos…
—De acuerdo. Demos esa vuelta por el zoo.
Aldo estaba apoyado en la tapia, con la nariz hundida en la coca.
Esperándoles.
Emanuele reconoció en la cara de Aldo la puta seguridad de quien
conoce a sus colegas.
—Vamos —dijo Aldo, y empezó a dar saltitos para ver lo que había al
otro lado de la tapia.
A cada salto su abrigo largo revoloteaba, dándole un aspecto de enano
de circo. Luego se volvió para vigilar la calle.
—Este es un buen sitio —decidió.
Emanuele le dejó hacer, decidir. A él no le parecía un buen sitio para
saltar la tapia.
—¿Voy yo primero? —Melania se subió en los hombros de Aldo y se
agarró con las manos al borde de la tapia—. ¡Ay! ¡Mierda, hay cristales!
Me he cortado. Déjame bajar.
Aldo la dejó bajar. Con las palmas ensangrentadas, lloriqueó:
—Parezco Jesucristo. Tengo llagas.
—¡Vale! Se impone cambiar de táctica. —Aldo se dirigió a Melania
como si hablara con un niño—: Tienes que poner los pies encima de la
tapia, sin apoyarte en las manos. ¿Has entendido?
Volvió a levantarla, pero era demasiado bajo para lograrlo él solo.
—¿Qué hostias haces, Emanuele? ¿Te has quedado pasmado? ¿Nos vas
a ayudar o qué?
Emanuele apoyó las manos en el trasero de Melania y se puso a
empujarla.
—No me toques el culo, cerdo —se rió ella.
—¿Cómo voy a empujarte si no te toco el culo?
—Sí, pero no te aproveches.
—Tú a lo tuyo, piensa solo en subir.
—¡Ya está! —gritó Melania, de pie sobre la tapia.
Aldo fue rápido. Se montó a hombros de Emanuele y de un salto se
plantó arriba. Un mono. En equilibrio sobre unos pocos centímetros
irregulares de vidrios rotos.
—Dame las manos, que te subo —le dijo a Emanuele.
Emanuele las agarró.
Una luz azul les iluminó.
Un coche de la policía. Avanzaba despacio.
—¡Suelta, coño! ¡Déjame!
El coche se acercaba. Dentro de poco les vería. Aldo soltó las manos
de Emanuele. Del bolsillo le cayó algo pesado y metálico que rebotó en la
calle.
¡Una pistola!
El coche se encontraba ya a unos cincuenta metros.
Emanuele se escondió detrás de un gran árbol con el tronco rodeado de
una rejilla.
—¡Cógela! —gritaba Aldo en voz baja— ¡Que la van a ver!
—¿Pero tú eres gilipollas o qué? ¿Qué coño haces con una pistola? —
le contestó Emanuele.
—¡Cógela!
Emanuele dudaba.
—¡Cógela, cojones!
Emanuele se deslizó con sigilo hasta la pistola y se la metió en el
bolsillo. Volvió a su escondite muerto de miedo.
El coche pasó de largo.
Emanuele miró hacia arriba. Aldo había desaparecido.
—¡Aldo!
No hubo respuesta.
—¡Aldooo!
No hubo respuesta.
—¡Jódete! —dijo, y se dirigió a casa.
Me ha dejado plantado. Se ha largado. ¿Qué coño hago yo ahora con
esta pistola? ¿Y si me paran y me registran? Voy derecho al trullo. Al
trullo, por culpa de ese gilipollas, se repetía mientras caminaba.
Vio un contenedor rebosante de basura.
¡La tiro!
Metió la mano en el bolsillo y sintió el frío del hierro.
¡La tiro!
La cogió.
No. No podía tirarla. Era la pistola del joyero. El padre de Aldo. Con
esa pipa en los pantalones, Aldo se hacía el duro. Disparaba a las señales
de prohibido aparcar. Esa pistola era una fijación.
Si la tiro el joyero se mosquea con Aldo y luego Aldo se mosquea
conmigo. Está bien, le esperaré en el coche… No, a saber cuándo vuelve,
es mejor que me meta dentro. Se la doy y acabo de una vez con esta jodida
mierda. Sí, eso haré.
Una gruesa rama de roble se alargaba al otro lado de la tapia.
Emanuele se subió al techo de un Tipo aparcado y de un salto se agarró a
la rama. Pasó con facilidad al otro lado y se encontró en medio de la
oscuridad. La luz de las farolas no llegaba hasta allí. Se quedó pensando.
¿Qué altura habrá? Joder; esperemos que no mucha.
Cogió aire y se soltó de la rama.
Aterrizó sobre algo blando que cedió bajo su peso.
Se tambaleó y abrió los brazos para no perder el equilibrio.
¡Sano y salvo!
En el aire había un olor espantoso. Hedor a carne podrida y a
alcantarilla y a sudor rancio y a roña.
No veía nada…
Intentó moverse, pero tenía el pie pillado.
Trató de soltarlo. No lo logró, estaba metido en una masa compacta.
Húmedo y gelatinoso en el tobillo.
Se inclinó para palpar con las manos.
Pelo.
¿Pelo?
Un animal.
Le había hundido la caja torácica con los mocasines, y ahora su pie se
agitaba entre los órganos internos de la bestia.
Joder; lo he dejado seco. Lo he matado.
Hurgó en sus bolsillos en busca del encendedor.
He aterrizado sobre un animal y lo he matado.
Lo encontró y lo encendió.
Una llamita débil y espectral, nada más.
Emanuele examinó la situación.
La cabeza descarnada y las órbitas vacías. De la boca salía una enorme
lengua hinchada. Lívida. Miles de moscas y larvas y gusanos llenaban las
orejas y los ojos y la boca del animal. Emanuele sintió que el puré de
verdura y el whisky le volvían a la garganta y le quemaban la pared del
esófago. Lo echó todo atrás. No era el momento de vomitar, ahora solo
quería una cosa: soltarse el pie atrapado en esa cosa muerta:
—¡Dioos qué asco! ¡Cristoo!
Sentía alrededor del tobillo la consistencia esponjosa de los pulmones.
Empezó a sacudirse como un epiléptico para soltar el pie. El cadáver
también se agitó, como si se hubiera reanimado.
Dio un tirón y las costillas cedieron, levantándose como macabros
cuchillos. Emanuele cayó hacia atrás, sobre un montón de heno fétido. Se
levantó y salió corriendo.
La jaula estaba abierta y en un santiamén estuvo fuera, en el paseo de
grava del zoo.
El aire frío le helaba los pantalones mojados de sangre. Corrió con la
boca abierta hasta que le estallaron los pulmones y se detuvo, doblando el
espinazo, jadeando.
Se sentó en un banco.
Oía los latidos de su corazón en el pecho. Oía los ruidos de esa jungla
encarcelada.
La luna asomaba entre las ramas de los eucaliptos iluminándolo todo
con una luz amarilla y sucia. Delante de él, además de una plaza con una
fuente, estaba el recinto de los camellos. Dormían. Inmóviles.
Arrodillados, como viejas rezando.
¡Basta! No puedo más. ¡Quiero irme a casa!
Se imaginó en la cama, en su habitación, sin zapatos, limpio, bajo el
edredón, viendo una película.
Tenía que acabar con eso.
Pero ¿dónde se habían metido esos dos?
Pasó delante de la jaula de los monos. Vacía. Siguió en dirección a los
lobos. Salieron a su encuentro gruñendo como descosidos.
Estos cabrones van a hacer que me descubran.
Emanuele se volvió cauteloso, miraba hacia atrás. Se metió en una
calle lateral de tierra batida y al cabo de un rato oyó un chapoteo y unas
risas.
¡Ahí están!
Aldo y Melania estaban asomados a la barandilla del estanque de las
focas. Detrás de ellos había unos icebergs de hormigón armado de tres
metros de altura.
Al pie de donde estaban un gran león marino alargaba el cuello
brillante. Melania le estaba echando el Jack Daniels en las fauces. El
pinnípedo tragaba y se reía.
—¡Un maldito alcohólico, eso es lo que eres! —gritaba Aldo tratando
de tocarlo.
Emanuele se les acercó en silencio por detrás. Le entraron ganas de
empujarles.
—¿Bueno, qué, vamos? —dijo con voz tranquila.
Los dos se volvieron sobresaltados. Niños sorprendidos con las manos
en la mermelada.
—¿Dónde te habías metido? ¡Estás loco! Ven a ver esto, ¡Melania está
emborrachando a la foca!
—¡Mira, Emanuele! Le encanta el whisky —farfulló Melania.
—No estoy para bromas. Me ha pasado una cosa tremenda. He metido
el pie en un cadáver. Mira —dijo, enseñándole a Aldo el mocasín
ensangrentado.
Los ojos de Aldo eran dos rendijas oscuras. Se inclinó despacio y
observó. Se echó a reír, reía con la nariz, como si fuera la cosa más
divertida del mundo. Parecía que la vena de la frente le iba a estallar bajo
la tirita blanca.
—No tiene ni pizca de gracia… —dijo Emanuele. Luego se dio la
vuelta y echó a andar.
—¡Para! ¡Espera! ¿Adonde vas? —dijo Aldo, saliendo tras él—. Para
un momento, coño. Tengo que decirte una cosa.
Emanuele seguía caminando.
—No positiva, excelente. Me cago en la puta, ¿quieres parar? Estoy
hecho polvo, no puedo correr… —jadeaba tras él.
Emanuele se detuvo. Se volvió hacia Aldo y le miró a los ojos. Severo.
—Óyeme bien, Aldo. Yo solo había salido a comprar unos cigarrillos,
ya te dije que mañana tengo que ir a la boda de mi primo. Pero tú como si
nada. Empezaste con la coca, con esa estúpida, con este zoo de los cojones.
Se acabó. Tengo frío, he metido el pie en una carroña y me aprietan los
zapatos. Me voy a casa.
—De acuerdo. No hay problema. Vete a casa, vete adonde quieras. Solo
quería decirte una cosa.
—¿Qué?
—Una cosa que me ha dicho Melania de ti.
—¿Qué cosa?
—Ha dicho que eres guapo. Que le gustas un montón.
Emanuele se quedó un momento sin palabras, y luego, encogiéndose de
hombros, dijo:
—Bueno, y qué.
—¡Entonces tengo razón cuando digo que eres un manta! Esa está ahí,
esperándote con las patas abiertas, y tú quieres irte a casa.
—Sí, quiero irme a casa. Me importa tres cojones. Soy un manta.
Aldo le agarró del brazo.
—¿Por qué siempre que quieres decirme algo me tienes que tocar?
Aldo le soltó.
—Vale, razonemos. ¿Qué tal está? ¿Está buena?
—Sí…
Era un sí condescendiente y poco convencido, pero en realidad
Emanuele lo pensaba de verdad. Melania era una buena yegua.
—¿Has visto qué tetas?
—Sí.
—¿Te la has tirado?
—¿Cómo me la voy a tirar? ¡No!
—Yo sí. No se puede describir. De modo que, por favor, ve ahí y
tíratela.
—¿Aquí? ¿Te has vuelto loco?
—Aquí. Como está mandado.
—No tragará. Y además no me va.
—Entonces dime que no te va, pero no me digas que no tragará. Te la
camelas en un segundo.
—¿Por qué tendrás que ser siempre tan liante?
—¡Vamos! —Aldo empezó a empujarle. Y se reía.
También Emanuele se echó a reír. Reían como un par de idiotas.
—¿Tengo que ir? ¿Estás seguro?
—Venga. Yo me quedo aquí, en este banco, a mirar los camellos. Estoy
que no me tengo. A lo mejor hasta me hago una paja —añadió Aldo,
súbitamente más serio.
Emanuele se acercó Melania, que estaba sentada delante de la jaula de
los canguros y apuraba la botella.
Se sentó a su lado.
—¡Ah! Estás aquí. ¿Dónde os habíais metido? ¿Dónde está Aldo? —
dijo, castañeteando los dientes y frotándose las manos.
—Ha ido a ver las serpientes.
—Qué asco, odio las serpientes. Y los lagartos.
—¿Tienes frío?
—Me muero de frío.
Emanuele la abrazó. De nuevo olió el perfume de supermercado.
Ella le apoyó la cabeza en el hombro.
Empezó a acariciarla. Pero había un problema. Se dio cuenta de que no
tenía muchas ganas. La excitación inicial se había pasado, como una tarta
sin levadura.
Mientras tanto Melania le besaba en el cuello.
Tenía razón Aldo, esta tragaba.
Volvió a pensar en Lalla. ¿Cuánto tiempo llevaban juntos?
Siete años. Un huevo de tiempo.
Melania le había metido las manos bajo la camisa. Emanuele bebió el
último trago de whisky.
¿Qué hora será? Demasiado tarde. Dentro de tres días es el examen.
¿Y bien?
Una vocecita realista y antipática se ensañó con él.
Esta vez también te van a suspender. Pero esta vez mamaíta se va a
mosquear de verdad.
Luego la otra, en plan listilla, contestó:
No se lo dirás. No se lo dirás a nadie, ni siquiera a Lalla.
Miró a Melania. Hurgaba en la bragueta de los pantalones.
Ya sabes lo que te dirá tu chica: «Eres un manta, no tienes ambiciones
en la vida». ¿Cómo dejas que te digan esas cosas?
Melania se la había sacado. Observó su mano, sus uñas pintadas que le
agarraban la polla dura. Levantó la vista. Los leones marinos se
deslizaban, negros, bajo la superficie del agua.
La angustia le encogía el estómago y le apretaba la tráquea como un
cáncer maligno. Cerró los ojos.
Tendría que mandarlo todo al carajo. Irme. Irme lejos, a Australia.
Volver a empezar. Es que tendría que ponerme a estudiar. Tendría que
dejar los porros. Dejarme de chorradas… Volver a empezar…
Se corrió enseguida, apretando fuerte las tablas del banco.
Abrió los ojos y miró a Melania. Le sonreía. Con la mano llena de
esperma.
—¿Y ahora dónde me limpio? —dijo ella con una risita.
—No sé —dijo Emanuele, mirando a su alrededor.
Aldo estaba apoyado en una farola, fumando. Les observaba. Emanuele
cogió una hoja de plátano y se la alargó a Melania.
—Límpiate con esto.
Aldo tiró la colilla al estanque de las focas y se alejó.
—¿Yo te gusto? —preguntó Melania, apoyando la cabeza en las
piernas de Emanuele.
—Sí… Claro que me gustas.
—¿Qué es lo que más te gusta de mí?
¿Qué hostias preguntas ahora?
—Los ojos.
—¡Gracias! Eres el primero que dice los ojos. Por lo general dicen las
tetas. Oye… Yo he tenido un detalle contigo… en fin… ya me entiendes.
—Sí, has tenido un buen detalle.
—Entonces, tú también podrías tener un detalle conmigo.
—¿Qué quieres? —Emanuele empezaba a ponerse nervioso de verdad.
¿Qué cojones quiere? ¿Te quiero mucho o bobadas de esas?
—Querría… —Melania estuvo un momento indecisa, y luego dijo—:
El canguro… El pequeño —señalando la jaula que tenían a la derecha.
Al otro lado de los estrechos barrotes de hierro, en un recinto estrecho
y largo, había dos canguros. Uno grande y uno pequeño. Acurrucados en el
suelo de cemento.
—¿Qué?
—Que si me puedes traer el cangurito. Me gustaría acariciarlo.
—¿Estás de coña?
—¡Vamos! Por favor. Te acabo de hacer una…
Emanuele se puso de pie como si de pronto el banco se hubiera puesto
incandescente.
—Pero ¿qué razonamiento es ese? Te hacen una paja y tienes que coger
un canguro. ¿Y entonces, si me llegas a hacer una mamada? ¿Tengo que
traerte el oso blanco? ¿Adonde quieres llegar?
—¡No te pongas agresivo! Solo te había pedido un favor —Melania se
puso de morros.
—¡Pero qué favor ni qué niño muerto! Mira, tía, yo no te debo nada, la
paja me la has hecho porque has querido, ¿está claro? —Emanuele daba
vueltas alrededor del banco como un tigre enloquecido. Le habría gustado
pegarle, pero solo tenía ganas de vomitar.
Llegó Aldo. Estaba en mangas de camisa, el abrigo atado a la cintura le
arrastraba por el suelo. Parecía aún más bajo.
—¿Qué pasa? ¿A qué viene todo este follón? ¿Es que queréis despertar
a los guardas? —dijo, sentándose junto a Melania. Cogió la botella de
whisky. Vacía. Se la tiró a los leones marinos.
—Nada… nada… —dijo Emanuele con la mirada baja.
—Tu amigo es un grosero. Le he pedido una cosa y se ha puesto a
insultarme —dijo Melania, cabreada.
—¡Esta ha bebido demasiado! —Emanuele se dirigió a Aldo con una
carcajada forzada—. Me ha hecho una paja, ¿entiendes? Una puta paja, y
ahora quiere que vaya a coger un canguro.
—Oye, por favor, no seas basto. Yo no te he hecho nada —dijo
Melania balbuciendo.
—Vale. Tú estáte tranquila —intervino Aldo—. Y tú ven conmigo.
Cogió a Emanuele del brazo y se alejaron.
—Bueno, dime: ¿qué ha pasado?
—Ya te lo he dicho. Está loca. Quiere el canguro —Emanuele casi no
lograba hablar, y sentía que la cara le ardía.
—¿Y qué quiere hacer con el canguro?
—Lo quiere acariciar —dijo Emanuele, imitando a Melania.
—Pues llévaselo —dijo Aldo, encogiéndose de hombros.
—Es que no lo entiendes, Aldo. Quiere que coja el canguro cachorro,
el que está durmiendo en la jaula con su madre.
—Te entiendo, te entiendo. ¿Lo quiere? ¡Pues ve y cógelo! ¡Te acaba
de hacer un favor, joder! A propósito, ¿qué tal?
—Lo has visto. Estabas ahí.
Aldo no contestó.
Caminaron en silencio hacia donde estaban los chacales.
—Oye, me parece que deberías hacerlo. ¿Qué pierdes con ello? Saltas
la verja, se lo llevas un ratito y luego yo mismo lo dejo donde estaba.
Asunto concluido. Ella te ha hecho una paja y tú le has llevado en canguro.
Emanuele se dirigió con paso decidido a la jaula de los canguros.
—¿Adonde vas? —dijo Aldo.
—¡Que os jodan! Me tenéis harto. Los dos. Si todo se termina después
de que haya cogido el canguro, pues voy y lo cojo. Porque ya no aguanto
más esta historia. Nochecita de mierda, Aldo. Gracias.
Habría hecho cualquier cosa en ese momento, estaba rendido.
¡A ver cuándo termina esta nochecita de los cojones!, se dijo, y se
agarró con furia a los barrotes de la jaula. Trepó a fuerza de brazos. Metió
un pie entre los pinchos de la verja herrumbrosa. Permaneció un momento
en equilibrio, la cabeza le daba vueltas, ahogada en alcohol. La fuerza de
gravedad y el vértigo conspiraban para hacerle caer. Cerró los ojos y se
soltó por el otro lado. Aterrizó con un ruido sordo. El corazón había
empezado a bombearle adrenalina en las arterias y la saliva se le había
secado en la boca.
Se ajustó los pantalones, que se le habían subido hasta las rodillas.
¡Joder; qué asco!
La vuelta de los pantalones estaba crujiente de sangre seca y masa
orgánica del animal muerto.
Aldo le animaba desde el otro lado de los barrotes. Parecía un
orangután ciego de anfetas.
—¡Vamos!
Apestaba. Ese lugar apestaba a mierda, orines y animal salvaje.
Las dos bestias yacían dormidas sobre el cemento.
—¡Date prisa!
—¡No me toques los huevos! —le gritó Emanuele.
Esos dos marsupiales tendrían que estar bajo el cielo estrellado
australiano, con veintiocho grados, en una hermosa pradera de 30000
kilómetros cuadrados, y en cambio estaban en Roma, enjaulados,
helándose el culo, durmiendo entre sus excrementos.
Seguían inmóviles.
¿A que están muertos? ¿A que todos los animales de este zoo están
muertos?
Le asaltó una horrible duda.
Lo han cerrado y se han largado. Han dejado que los animales la
diñen dentro de sus jaulas.
Luego vio que el cachorro movía las patas de atrás como hacen los
perros cuando sueñan.
Avanzó.
La madre era enorme.
Un animalote de noventa kilos. La larga cola musculosa parecía un
conducto de agua cubierto de pelo. Se la abrazaba con las patitas
delanteras, unas patas de ratón con uñas afiladas. En cambio las
posteriores eran desproporcionadas e increíblemente fuertes. Tenía cada de
Bambi. Un enorme Bambi gris y deforme.
Era la primera vez que Emanuele veía un canguro tan de cerca.
No sabía hasta qué punto sería peligroso. Animales de documental.
¿Eran agresivos? ¿Tendrían miedo?
Emanuele no tenía ni remota idea.
En todo caso, llegó a la conclusión de que sería más sano y correcto no
despertar a la grandullona. Lentamente, con movimientos cuidadosos y
precisos de un chino jugando a los palillos, agarró al cachorro,
inmovilizándolo con un gesto decidido. Era liso. Pesaba poco.
¡Ya está!
Se alejó. El cangurito empezó a debatirse, a patalear enloquecido.
Emanuele lo estrechó con más fuerza y le miró a los ojos. Ese fue su error.
En esas pupilas negras como el petróleo y grandes como canicas vio
todo el miedo del mundo. El terror del herbívoro descuartizado por el
carnívoro.
Se lo quedó mirando, atónito, y luego lo soltó.
La voz de Aldo le llegó desde otro mundo:
—Pero ¿qué has hecho? ¡Ya lo tenías y lo has dejado escapar!
Pero era un mundo lejano, al otro lado de los barrotes, un mundo que
nunca había tenido en brazos un pequeño canguro, que no sabe lo blandito
y calentito que es. Un mundo que no entiende nada de nada.
Se dirigió con paso decidido hacia los barrotes.
Se sentía mejor. Mucho mejor. Había descargado su conciencia, junto
con Aldo y Melania, de una sentada. Había entrado en la jaula de las
narices. Toda una prueba. Y había salido limpio, sin ceder a los caprichos
estúpidos de una guarra.
Emanuele se volvió una vez más hacia el cangurito, que se había
escondido en un rincón oscuro. Levantó un brazo. Quería decirle adiós con
la mano.
Pero la mano no respondió a la orden y empezó a temblar, justo igual
que el cachorro.
Mamá canguro se había despertado.
Estaba quieta en el centro de la jaula. Enorme. Le mirada con dos
rendijas oscuras e impenetrables.
—Me cago en la puta.
Emanuele se quedó helado. El corazón le latía en el pecho como las
alas de un pichón encerrado en una jaula.
—¿Qué quiere? ¿Por qué me mira? —preguntó dirigiéndose a los de
fuera.
—Y yo qué coño sé… ¡sal corriendo!
Se dice pronto. Entre los barrotes y él había tres metros. Entre el
canguro y él dos metros. Tres más dos igual a cinco. Un salto de cinco
metros para un canguro está chupado. Empezó a hacer extraños cálculos.
Como si en vez de salvar el pellejo tuviera que resolver un puto problema
de aritmética.
Estaba en el circo. Como los cristianos con los leones.
—Escucha, tú tranquilo. Ya me encargo yo de sacarte. Tú muévete
lentamente, ¿entendido? —Aldo hablaba despacio, destacando las palabras
—. Levanta las manos.
Emanuele obedeció. Si en ese momento Aldo le hubiera ordenado
meterle un dedo en el culo al canguro para tranquilizarlo, probablemente
lo habría hecho.
La bestia permaneció inmóvil con su aire de vaca estúpida.
—Muy bien. Ahora date la vuelta y acércate a la entrada.
¡Pero sobre todo no corras!
Emanuele dio la espalda al canguro y se puso a caminar como un
astronauta sobre la luna. Apoyando cuidadosamente un pie tras otro. Con
cautela. Justo como le había dicho Aldo. Un paso. Dos pasos. Tres.
El canguro gigante no se movió. Estaba salvado.
Emanuele sonrió. ¡Lo he conseguido! Se lanzó hacia los barrotes y los
agarró.
Notó a su espalda un ruido imperceptible, un soplo de aire helado, un
nada, el jadeo del saltador de longitud. No le dio tiempo a volverse, a
mirar, a trepar, a hacerse un ovillo, a nada.
Fue aplastado contra los barrotes con una fuerza mortífera. Un
cañonazo entre las paletillas. Escupió todo el aire que tenía en el cuerpo y
cayó al suelo despacio, inexorablemente, sin fuerzas. A cámara lenta.
Tocado y hundido.
Emanuele, tumbado en el suelo, intentaba respirar, pero solo emitía los
estertores roncos de un delfín herido de muerte. La cara contra el cemento.
La boca abierta.
—¡Levántate! Leván…
Reconoció la voz de Melania. Distante. Le pulsaba en los oídos como
latidos. Se puso boca arriba. Estrellas. En el cielo había estrellas. La
bóveda celeste era extrañamente luminosa.
Los pulmones cerrados como bolsas de café envasado al vacío.
La latiginosa galaxia y más abajo la esfera de ozono y más abajo las
nubes. Emanuele lo veía desaparecer todo, y trataba de chuparlo con la
boca. De respirarlo.
—¡Respira, Emanuele, respira!
Con un espasmo doloroso Emanuele tragó aire, y la bóveda celeste
reapareció.
¿Dónde está?
La canguro daba vueltas a su alrededor dando saltitos como un
boxeador. Estaba esperando a que Emanuele se levantara de la lona para
acabar con él.
Emanuele se arrastró boqueando hasta la verja.
Agarró los barrotes con las manos. Esa hija de puta le había
arrinconado.
Por un momento esperó que apareciera un árbitro y gritara KO.
—¡Levántate! ¡Levántate! Si no…
(¡te mata!)
—… te salta otra vez encima —gritaba Aldo, alarmado.
Te estás muriendo en la jaula de un canguro, le informó su mente. No
de infarto, ni de cáncer; ni a ciento ochenta en la carretera. No. Está a
punto de matarte un cabrón de canguro. Porque los canguros son los
animales más malvados del mundo y no están solo en Quark.
Pero el que tenía delante ya no era un canguro. Era un asesino. Era
Mike Tyson con cola y marsupio.
—¡Por favor, dejadme salir, abrid! —Emanuele se había levantado,
con los brazos extendidos entre los barrotes, y apretaba las manos de Aldo
—. Déjame salir, Aldo, ya basta, quiero salir.
Melania lloriqueaba arrodillada en el suelo.
—Emanuele, tienes que saltar la verja. ¿Has entendido? ¡La jaula está
cerrada! ¡Coño, salta esa verja de mierda! —Aldo le sacudía tratando de
quitarle de la cabeza ese deseo estúpido, ilógico.
Abrid, por favor.
El canguro estaba quieto y esperaba.
Emanuele soltó las manos de Aldo porque sintió que una oleada de
vómito le subía por la garganta. A lo mejor el canguro aceptaba ese regalo
gástrico. Se zamparía el puré de mamaíta y le dejaría marcharse.
—¿Adonde vas? ¡Tienes que salir! —Aldo trataba de retenerle. Pero
Emanuele se escurrió, de espaldas a los barrotes, hasta un rincón de la
jaula.
—Ve a llamar al guarda. Si me quedo quieto, si no me muevo no…
… saltará.
El canguro saltó. Levantándose con la cola salió disparado con las
patas por delante, dispuesto a dar patadas.
—¡DIOS MÍO!
La mano de Emanuele fue derecha a la pistola que llevaba en el
bolsillo de la chaqueta. La pistola del joyero. Y en ese gesto no había
conciencia, sino solo instinto, el miedo a la muerte impreso en el ADN.
Porque Emanuele estaba a punto de morir y ese puto canguro estaba a
punto de matarlo y ya nada tenía sentido, salvo la bala disparada sin
apuntar que iba derecha al cerebro, que explotaba salpicando más allá de
los barrotes la papilla roja, que le abría por la mitad la cabeza a un
marsupial que no tenía nada que ver con la vida de Emanuele.
Y luego ya no le pudo disparar a nada.
La cangura se desplomó pesadamente a sus pies.
Emanuele siguió agarrado a los barrotes viscosos de sangre, mientras
ese cuerpo seguía estremeciéndose, echando fuera los últimos residuos de
vida.
El cachorro, que hasta entonces había estado acurrucado, se acercó
hasta el cadáver de su madre dando saltitos. Dio vueltas a su alrededor, lo
olió, le frotó el hocico. Y luego intentó introducirse en el marsupio, la
única madriguera segura que conocía.
Emanuele cerró los ojos y abrió la boca.

Corrían por la Olímpica.


—¡Lo conseguimos! ¡Coño, lo dejaste seco! ¡Eres un puto asesino!
Hubo un momento en que te vi jodido, pero tú, ¡PUMM!, ¡lo dejaste seco, al
muy mamón! —Aldo gritaba con saliva en las comisuras de los labios—.
Hazme una macroraya, Emanuele, estoy a mil.
En cambio Emanuele estaba para el arrastre.
Al salir del zoo Melania vomitó hasta la hostia de la primera
comunión, y se quedó traspuesta en el asiento de atrás. Tal vez por el
colocón, o por la impresión, o por ambas cosas. Ahora respiraba con la
boca abierta, con un aliento que apestaba a whisky y vómito.
—¡Imagínate cuando lo lleve a Villa Gloria! Todos esos pijos con sus
pitt-bull y sus alanos, ¡y yo con el canguro! Imagínate lo que voy a
presumir. Me lo llevo con una correa, y todos preguntándome: «¿De qué
raza es?». ¡Qué de puta madre! —Aldo se revolvía en el asiento como si le
escocieran las almorranas.
Emanuele había puesto un montoncito de cocaína en un CD y le
preparaba una raya.
Se sentía derrengado, sin fuerzas, vuelto como un calcetín. Una
marioneta incapaz de oponerse a los sucesos de esa nochecita.
Seguía dándole vueltas en la cabeza la imagen del cangurito tratando
de meterse en el marsupio de su madre muerta.
Un feto vivito y coleando en el útero de un cadáver.
—¿Adonde vamos? —preguntó, pasándole el CD a Aldo.
—¡Imagínate cuando lo vea el cirujano! ¿Crees que le gustará al
cirujano? Yo creo que sí. Estoy pensando en llevárselo mañana al hospital.
El cangurito se había puesto como loco cuando lo metieron en el
maletero, pero Aldo quería llevárselo a casa por encima de todo, le
gustaba muchísimo. Empezó a dar patadas y golpes contra la chapa, y
entonces Aldo subió la música.
Ahora ya no se oía nada. Acallado por las voces de Pino Daniele y
Aldo.
Las nubes iluminadas por las luces de la ciudad parecían esponjas
hinchadas de agua sucia.
Emanuele miró el reloj.
Las tres y cuarto.
Dentro de tres horas tengo que salir.
—¿Adonde vamos? —repitió sin esperanzas.
—Estamos llevando a Melania a casa, ¡¡MIRA LOS TRAVESTÍS!!
Aldo parecía una bola enloquecida dando tumbos en el flipper entre
destellos, bonos y una catarata de puntos.
Emanuele le miró y entendió.
En conjunto Aldo era una persona aceptable, pero si se descomponía,
cada gesto suyo, cada pensamiento, cada acción eran detestables, vulgares
y malsanos.
Le vio tal como era, la síntesis de muchas partes horribles, una persona
sumamente horrible.
Pero Aldo seguía adelante. Si no tenía dinero se lo robaba a su padre, si
no tenía mujer se follaba a la enfermera de su abuela, si no tenía un perro
cogía un canguro, si no tenía a nadie con quien salir llamaba a Emanuele,
y si no iba a las bodas los novios suspiraban aliviados.
¿Y a ti qué mas te da?
Redujeron la velocidad por culpa de las putas. Una fila de coches
interminable.
—¡Moveos, coño! ¡Cerdos asquerosos, eso es lo que sois! —Aldo los
apremiaba con el claxon como si fuera el mando de Mortal Kombat—. ¡Id
a follaros a vuestra madre! —ladró asomado a la ventanilla,
desternillándose de risa.
Unos negros brasileños y puertorriqueños en corsé se pelaban de frío
mientras sonreían y enseñaban la mercancía. Un mulato con peluca roja y
botas de plástico comía un bocadillo de jabalí junto a una hoguera.
Emanuele observaba sin interés el desfile de ese circo al otro lado de la
ventanilla.
Aldo conducía y hablaba y gesticulaba y masticaba furiosamente un
chicle.
—He leído que el grupo de más riesgo de contagio son las amas de
casa de provincias, porque los guarros de sus maridos se cepillan a los
travestís sin preservativo y luego vuelven a casa y se cepillan a sus
mujeres. Es bestial, las amas de casa provincianas mueren como moscas.
¿Lo sabías? Si vas a un hospital de Frosinone está lleno de marujas con
sida. Increíble. ¿Conocías esta historia de las amas de casa?
—No, no la conocía —contestó Emanuele sin fuerza.
—¡Ya me habéis hinchado las pelotas! —Aldo dio un volantazo y se
metió en la calzada izquierda, en dirección prohibida. Esquivó de milagro
un Volvo familiar. Adelantó la fila de coches haciendo rugir el motor.
Volvió a la calzada a ciento sesenta, la calle estaba despejada, las farolas
amarillas pasaban como flechas, dejando estelas luminosas.
Al padre de Emanuele también le gustaba correr. Por lo menos hasta
que tuvo el accidente. Estuvo dos días en coma. Emanuele y su madre no
fueron a verle. Muchas veces se había preguntado por qué, y luego
descubrió que en el coche, con su padre, también iba su amante. Había
muerto en el accidente. Todo eso sucedió un año antes de que su padre se
marchara a Bélgica.
—¡¡¡MIRA ESO! —Aldo gritó y frenó en seco, haciendo derrapar la parte
trasera del BMW.
Emanuele salió disparado hacia delante y chocó con el parabrisas.
Melania se despertó sobresaltada.
—¿Qué pasa?
—Duerme, duerme, no te preocupes —dijo Aldo. Melania se derrumbó
de nuevo.
—¿Por qué coño frenas así? ¿Estás zumbado? —dijo Emanuele,
mosqueado.
—¿NO LO HAS VISTO?
—¿EL QUÉ?
—¡Dios, no sabes lo que te has perdido! Ahora te lo enseño. Aldo dio
marcha atrás y aceleró, maltratando el motor.
—¡NOOO! Te he dicho que me quiero ir a casa. Te lo dije a las diez y
media y me contestaste de acuerdo no te cabrees. ¡Ahora son las tres y
media y todavía sigo en la calle contigo! Aldo, para ya. ¡Cuando el juego
ha terminado hay que parar, joder!
Aldo se acercó al bordillo.
En una explanada oscura, junto a una valla publicitaria de corbatas
Charme, una hoguera se estaba apagando. En el suelo había latas de
cerveza machacadas y pañuelos de papel sucios.
—Perdona, ¿cuánto? —Aldo se asomó por la ventanilla apoyándose en
las piernas de Emanuele.
—Cincuenta por un chupete y cien por el resto.
Una figura salió de las tinieblas.
¿Qué es eso? ¿Una mujer? No. Una vieja. No, un hombre vestido de
mujer.
Era delgado, barrigudo, mal afeitado, con unas gafas de culo de botella
que le hacían los ojos del tamaño de cabezas de alfiler. Llevaba una falda
ancha, marrón, que le llegaba a las rodillas. Calzaba botas de montaña
azules. Un bolso de plástico beige en bandolera. Para protegerse del frío
llevaba una chaqueta impermeable Fila y una bufanda del Napoli. La
peluca rubia estaba sucia y despeinada, ni rastro de maquillaje. Ni rastro
de tetas.
—¡Es un chollo! —Aldo sujetó a Emanuele.
—Es que os hago descuento a los dos —contestó ella con acento de
Umbría.
—¿Cómo te llamas?
—Nunzia —dijo el travestido en tono coqueto.
—Nunzia, a mi amigo le gustas mucho, me lo acaba de decir, me ha
dicho para para mira qué bacalao. ¿Verdad, Emanuele? ¿Verdad que te
gusta?
—Venga, por favor, vámonos —murmuró Emanuele mirando al frente.
Pero el travestido metió la cabeza en el coche.
—Entonces, chicos, ¿qué hacemos? Veo que también está vuestra
novia, ¿nos montamos un ménage? Pero la orgía son setenta.
El aliento le apestaba a ajo y a espinacas y a dentífrico. Emanuele bajó
la cabeza y contuvo la respiración.
—¿Por un beso con lengua cuánto cobras? —preguntó Aldo.
—Nada de besos.
—¿Por lo del aliento?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que tienes un aliento que tumbaría a una nube de
langostas. —Aldo se rió para sí.
—A estas horas no tengo ganas de coña. —Nunzia se alejó del coche,
aterida.
—¿Cómo que no tienes ganas de coña? Venga, vuelve, vamos a hablar.
Pero Nunzia se alejaba contoneándose.
—Perdona, de veras, no quería ofenderte, ven aquí un momento.
El travestido había vuelto al centro de la explanada, junto a la hoguera,
canturreando una canción española y haciendo caso omiso.
—¡Te he dicho perdona!
—Jódete, hijo de papá, vete a casa que es tarde —dijo Nunzia
enseñándole el dedo medio.
—¡¡¡VEN AQUÍ, GUARRA! —Aldo ahora gritaba, con las venas del cuello
hinchadas, encima de Emanuele, sacando la cabeza por la ventanilla.
Parecía un cerdo enloquecido.
—¡SERÁ MEJOR QUE VENGAS EN SEGUIDA PORQUE SI VOY PARA ALLÁ TE
ROMPO EL CULO!
Lo mismo que en el instituto, cuando jugaban al rugby. Lo mismito. Se
lanzaba al montón como un poseso, a hacer daño, a romper los huesos.
—Déjalo, venga, vámonos —dijo Emanuele, aplastado en su asiento—.
No te cabrees.
—Espera un momento… —Aldo bajó del coche—. ¿Cómo se atreve
ese putón a llamarme hijo de papá…? —Caminaba rápidamente hacia
Nunzia, gritando y metiéndose la coca en la nariz directamente con los
dedos.
Llegó a su lado.
—¿A quién le has llamado hijo de papá? ¡Mamón!
Se le echó encima.
Alrededor todo era oscuridad, y ellos estaban iluminados por el cono
de luz espectral de la farola. Dos actores en un escenario. Emanuele era el
público, encerrado dentro del coche.
No me lo puedo creer, son las cuatro de la madrugada y ese imbécil se
pone a tocarles los huevos a los travestís. ¿Es que no se ha enterado de
nada? ¿No se da cuenta de que tengo que volver a casa sin falta, que me
siento fatal…?
Se volvió y se puso a sacudir a Melania.
—¡Despierta! ¡Despierta! Tenemos que ir a por Aldo, tienes que
decirle que lo deje. ¡Tenemos que volver a casa, enseguida!
Melania se dio la vuelta y farfulló en sueños:
—Ya le dije que llamara a Nappi por el telefonillo…
—Joder, joder… —Emanuele se dobló y abrió la boca. Estaba sin
resuello, empapado de sudor frío, apestaba, sentía como si se hubiera
pillado el corazón en un cepo para zorras.
Ahí fuera esos dos seguían con su pantomima. Emanuele empezó a
buscar cosas en el coche. Pánico. Las llaves, los cigarrillos, el mechero…
ni siquiera sabía qué.
El teléfono móvil. Llamo a Lalla. Sí, la llamo y le digo que venga a
buscarme. Ceroseisochoceroocho seiscincodosnueve.
Marcó el número.
¿Dónde estamos? ¿Qué le digo?
Y luego miró por la ventanilla.
Dejó caer el aparato.
Aldo tenía las piernas separadas y los brazos extendidos.
Apuntaba a Nunzia en la cabeza con la pistola. Alrededor todo seguía
estando a oscuras y en silencio, pero Emanuele notaba un tam tam que le
martilleaba los oídos.
¡El corazón! Veloz como un tren.
¿Se ha vuelto loco?
Emanuele bajó corriendo del coche.
Nunzia estaba inmóvil como una estatua idiotizada. Con sus ojillos de
cobaya miope y la peluca torcida.
—Bueno, ¿qué? ¡CONTESTA! —le gritaba Aldo.
Emanuele no logró decir:
¡Aparta esa pistola inmediatamente!
Nada. Su atención estaba concentrada por completo en los cercos de
sudor que tenía Aldo en los sobacos. Quería hablar, intervenir, pero no
hacía más que mirar esas jodidas manchas oscuras en la camisa de Aldo.
—El Cairo, me parece —dijo Nunzia con un hilo de voz.
—Vale, vale, sigamos.
Aldo se movía nerviosamente sobre las piernas, manteniendo la pistola
bien apoyada en la frente del travestido.
Emanuele, despierta me cago en la puta.
Agarró por un brazo a Aldo, que perdió el equilibrio.
—¡Eh! Cuidado, que por poco me haces apretar el gatillo —espetó.
—¡Cuidado tú, gilipollas! No estamos en una película del Oeste, sino
en la Flaminia.
Aldo volvió a su posición con las piernas separadas y apretó con más
fuerza el cañón de la pistola contra la cabeza de Nunzia, que ahora había
empezado a llorar en silencio.
—Es verdad, no estamos en una película de vaqueros, pero tampoco en
la Flaminia. Estamos en… ¿Lo doblas o lo dejas? ¡A jugar! Hazme de
azafata, en vez de decir chorradas —y se echó a reír nerviosamente.
Inténtalo con buenas maneras.
—Aldo, escúchame, es peligroso, podría pasar alguien…
—Bueno, vamos a ver. Sigamos con la geografía. ¿Cuál es la capital
de… de Irlanda?
Es inútil.
Nunzia rompió a sollozar y a sacudir la cabeza con desesperación.
—Nooo, por favor, déjame. ¿Qué te he hecho yo?
—Tienes diez segundos y luego te dejo seco. Tic-tac, tic-tac, tic-tac…
Emanuele tuvo la seguridad de que dentro de ocho segundos, siete,
seis… Aldo le metería una bala en la cabeza a ese desgraciado.
Tenía que hacer algo. Pero ¿qué?
—Perdona, ¿qué coño de pregunta es esa? ¿Qué Irlanda? ¿Irlanda del
Norte o Irlanda del Sur? Tienes que ser preciso, Aldo, si no no vale.
A dos segundos del gong Aldo interrumpió la cuenta atrás y se quedó
un momento perplejo, pero luego dijo:
—El notario tiene razón. Esta pregunta no vale.
Nunzia, que hasta entonces había contenido la respiración como una
carpa, volvió a respirar con la boca abierta.
—¿Ya te has divertido bastante? ¿Podemos marcharnos? —dijo
Emanuele con el tono de un padre que se ha cansado de dar vueltas en el
tiovivo con su hijo pequeño.
Aldo se metió más coca en la nariz y sacudió la cabeza como un perro
mojado. Seguía apretando el cañón de la pistola en la frente de Nunzia,
donde se había formado un pequeño círculo blanco.
—Me vas a decir… —se dirigió al travestido con los morros sucios de
blanco. Hablaba enseñando las encías, un lobo que gruñe—. ¿Sabes cuál es
la capital de Estados Unidos?
Nunzia temblaba. Miraba fijamente la nuez de Aldo, que subía y
bajaba. Se exprimía el cerebro para tratar de recordar la poca geografía
que sabía (¡ah!, si ese día que la maestra había explicado América no
hubiera hecho novillos con unas amigas…).
—Nueva York —dijo por fin—. La capital de América es Nueva York.
Aldo se puso a saltar y a reír a carcajadas.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que no lo sabías! ¡Eres un burro, un ignorante!
Emanuele se sujetaba la cabeza con las manos.
Nooo, no es posible… Estamos jodidos, ahora le dispara.
Lo habría hecho.
Se dio cuenta de que a Aldo se le habían cruzado los cables. Dentro de
su cabeza algo se había atascado, algo había dejado de funcionar.
Aldo estaba zumbado, eso ahora lo tenía clarísimo, había repasado la
historia y llegado a la conclusión de que Aldo, desde siempre, no era más
que un psicópata.
—Respuesta equivocada, tengo que despacharte —dijo tranquilamente
Aldo.
Nunzia lloraba y temblaba y miraba a su verdugo y canturreaba una
oración.
—Santa Madre Virgen de la Inmaculada Concep…
Aldo apuntó. Nunzia cerró los ojos.
—¡ESPERA! —chilló Emanuele—. ¡Espera un momento!
—¿Qué?
—Tienes que darle por lo menos tres oportunidades.
—Uf, qué coñazo, el notario dice que tengo que darte tres
oportunidades —se dirigió pacientemente a Nunzia, que ya había dejado
de creer en la vida e intentaba ponerse en contacto con el otro barrio.
—¿Y bien? ¿Cuál es la capital de Estados Unidos?
Luego Aldo oyó un cuchicheo detrás de él. Se volvió de pronto y pilló
a Emanuele gesticulando con los brazos para llamar la atención de la puta.
—¡Eh, no! ¡No puedes soplar! ¿Qué coño de notario eres, si soplas?
—Aldo, razona, esta no sabe un pijo de nada, ¿por qué la vas a matar?
Déjala que viva en su ignorancia…
—Diez segundos a partir de ahora —dijo Aldo secamente—. Nueve,
ocho…
—Me parece que… Los Angeles —contestó una vocecita lejana lejana.
Aldo alargó el cuello y se puso una mano en la oreja. Miraba a su
alrededor, como si no supiera de dónde venía ese susurro.
—Creo que he oído Los Angeles —dirigiéndose a Emanuele—. ¿Será
posible? ¿Será posible que alguien sea tan ignorante como para decir Los
Angeles?
—Basta ya, Aldo. Todavía le queda la tercera respuesta.
Aldo asintió comprensivamente, él no jugaba sucio, él respetaba las
reglas.
Nunzia buscó a Emanuele con los ojos.
—¿Me he equivocado? ¿No es Los Angeles?
Emanuele no contestó. Aldo tampoco. Los dos la miraban como mira
un maestro a un estudiante burro.
Emanuele empezó a dar vueltas rápidamente alrededor de Nunzia y
Aldo que le apuntaba en la cabeza con la pistola cargada, alrededor de ese
animal mitológico. Mitad víctima mitad verdugo.
No va a disparar. Me está vacilando. Está haciendo todo esto para que
me cague en los pantalones. Para contárselo mañana a los demás.
Luego sucedió en un momento.
—Dallas…
—¡Respuesta equivocada!
Aldo le disparó en un pie.
Nunzia cayó al suelo aullando.
Pulpa, gomaespuma y sangre. Era lo que salía de su bota de montaña
azul. En el centro se había formado un gigantesco ojo ciego inyectado de
sangre, una boca que vomitaba carne picada.
Después del disparo sobre la escena se abatió un silencio mortífero.
Aldo y Emanuele veían a Nunzia rodar por el suelo, presa de un dolor
insoportable, y oían el estertor cacofónico que salía de sus dientes
apretados.
Aldo se limitó a decir:
—¿Nos vamos?
—¡¿Nos vamos!? ¡Pero mira lo que has hecho! Aldo, tú estás enfermo,
muy enfermo.
Aldo caminó hacia el coche.
Emanuele no le siguió. Se inclinó sobre Nunzia.
—¡Por favor, ayúdame! ¡Me muero desangrada! No me dejes, por
favor, no me dejes… —suplicaba el travestido. Luego agarró temblando
las manos de Emanuele y le miró con esos ojillos—. No te vayas.
—Vale, estoy aquí, no te preocupes. No me voy, te ayudaré. —
Emanuele intentaba calmarse, calmarla, pero ella nada. Se cogía a su
cuello como un bañista que se ahoga—. Por favor, no me dejes morir.
—Te he dicho que te voy a ayudar, no te preocupes —Emanuele trataba
de soltarse—. Basta, por favor, no me voy a ir.
Pero Nunzia no soltaba la presa, le agarraba la camisa, la cabeza, le
retenía.
—No me dejes morir en medio de una calle…
—¡Basta! ¡Para ya! —Emanuele dio un tirón y se soltó de los
tentáculos—. Te he dicho que te voy a ayudar.
Aldo había hecho maniobra en la explanada y estaba tocando el claxon
para llamarle. Bajó la ventanilla y dijo:
—¿Qué haces, vienes o te quedas ahí?
El travestido enmudeció. Le soltó las manos a Emanuele, pero siguió
reteniéndole con una mirada de bastardo apaleado, y luego preguntó:
—¿Me dejas?
—Voy a llamar una ambulancia. Tranquila.
En los ojos húmedos de Nunzia destelló una expresión de gratitud. Un
esbozo de sonrisa que Emanuele devolvió.
—Gracias.
Emanuele asintió, se sacó la correa y la ató a la pantorrilla de Nunzia.
—Mantenla apretada.
Luego subió al coche.
Se marcharon.
El reloj del salpicadero señalaba las cinco. El cielo empezaba a clarear
en el azul cobalto de un alba invernal. La carretera estaba desierta. Las
putas se habían ido a casa. Las hogueras de los bordes ya solo eran humo.
No pasaba un coche, solo los camiones de la basura con sus berridos de
elefante y el reguero de mal olor que arrastraban consigo.
Aldo y Emanuele no hablaban.
Enfilaron la Olímpica.

Emanuele veía los campos de rugby del Coni envueltos en una niebla
baja. Aldo y él habían pasado mucho tiempo allí.
De pronto sintió una nostalgia angustiosa por los tiempos del instituto.
Tiempos tranquilos. No habría estado mal volver atrás… siete años. ¡Siete
años! ya habían pasado siete años desde que salieron del instituto.
Parecían dos, tres como mucho.
No ha cambiado nada desde entonces.
Seguía con la misma novia, seguía viéndose con Aldo, seguía viviendo
con su madre, seguía fingiendo que estudiaba, seguía.
Un nudo del tamaño de un pólipo le apretó la garganta.
¿Cuándo va a cambiar esto?
De pronto Aldo redujo velocidad y se apartó a la derecha. Emanuele le
vio salir con sus movimientos bruscos. Le vio dar la vuelta al coche, abrir
el maletero y sacar al canguro dándole palmaditas en el trasero.
Le vio montarse rápidamente en el coche y arrancar.
—Me habría cagado encima de la moqueta nueva —dijo Aldo
encendiendo un cigarrillo.
—Sí… —contestó Emanuele.
Salieron de la Olímpica y entraron en la avenida Francia.
—¡Hola! —Melania se había despertado—. ¿Qué he hecho? ¿He
dormido? Vaya nochecita, chicos, he pillado un ciego… ¿Adonde vamos,
si se puede saber?
Tenía la voz pastosa por el sueño, pero alegre.
—¡Por favor! ¿Por qué no paramos? Tengo un hambre… Me apetece
un croissant con chocolate.
Se inclinó hacia delante, tratando de verse por el retrovisor.
—¡Mira qué pelos, qué cara! Parezco una bruja. ¿Bueno, qué?
¿Paramos en un bar?
Pero ya estaban en la calle Archimede, en casa.
Aldo paró delante del portal de Emanuele y preguntó:
—¿Qué vas a hacer? ¿Me llamas cuando vuelvas de la boda?
Emanuele asintió con la cabeza. Abrió la portezuela.
—¿No te despides de mí? —dijo Melania estirándose hacia él. Le besó
en la boca.
—¿Quieres mi teléfono? —le volvió a preguntar.
—Sí, está bien, ya se lo pido a Aldo, ahora no tengo…
Salió del coche.
El cielo se había abierto. El día era bueno, frío y claro.
El BMW partió.
Emanuele miró el reloj. Las cinco y veinte.
Justo a tiempo para ducharse, afeitarse, cambiarse de zapatos e ir a la
boda.

El canguro estuvo un momento quieto en la explanada donde lo habían


dejado. De pronto sacudió la cabeza y avanzó a saltitos hasta la valla de
seguridad. Estaba a punto de saltarla cuando se detuvo, atraído por el
verde de los campos de rugby del otro lado de la Olímpica. Empezó a
atravesar lentamente la calle.
Un Ford Fiesta le pasó rozando y no le atropelló de milagro, pero el
Citroen que le seguía frenó, derrapó y pasó por encima de su larga cola. El
canguro avanzó a duras penas otros tres metros, arrastrando su apéndice
destrozado, pero un furgón de la leche le cogió de lleno.
Alda Teodorani

Y Roma llora

Por la noche Roma llora. Fue la primera impresión que tuve de la ciudad
cuando llegué, hace tres años, huyendo de un pueblecito de Calabria.
Al principio era invierno, y el cielo, al atardecer, se teñía de rojo. Un
rojo encendido. Había oído hablar de los famosos crepúsculos de Roma,
pero creía que era un cuento para atraer a los turistas. Sin embargo es
verdad: al atardecer, todos los atardeceres, Roma, en el crepúsculo, se tiñe
de rojo. A veces hasta cuando llueve. Los tejados, las calles, los edificios,
las antenas de televisión (¡cuántas antenas!), todo refleja el rojo de esa
sangre repentina.
Cuando llegué me costó mucho encontrar trabajo. Vendía pañuelos de
papel y ambientadores de coche en los semáforos, y apenas me alcanzaba
para pagar la pensión donde dormía y las comidas en cualquier tasca del
Trastevere. Luego, de pronto, hasta las tascas se pusieron de moda, y me
encontré con que los precios aumentaban y la gente que iba a comer era
cada vez más elegante. Un día el camarero tunecino me llevó el menú:
pasta y judías, 15.000 liras. Entonces me di cuenta de que el Trastevere no
era lo mío, y me trasladé a Termini.
La estación central de Roma es una araña gorda que se lo traga todo,
esa fue mi primera impresión. Empecé a ir a comer a un centro de caridad,
a poca distancia de Termini, y a vivir junto a ellos, los vagabundos. No
parecían tantos hasta que no los veías juntos, y se reunían todos allí. Se
plantaban delante del quiosco de la estación, delante de la farmacia, y
molestaban a la gente. Conocían a todos los comerciantes y lograban que
los chicos de la tienda de dulces les regalaran helados. Nadie decía nada.
Pero eso, lo aprendí más tarde, era una característica de la ciudad.
Por lo menos hasta que llegué yo.
Al principio los controladores de la entrada me dejaban pasar sin
billete. Luego empezaron a poner pegas. De todos modos podía quedarme
en el vestíbulo cuanto quisiera.
Un día se me acercó un señor mayor. Yo estaba vendiendo
encendedores.
—¿Eres italiano? —preguntó.
—Soy de Polistena, en Calabria —contesté, aunque no era del todo
cierto, porque vivía en Rosarno.
—¿No te da asco toda esta podredumbre? —prosiguió.
—Pero qué podredumbre… vamos, abuelo, no me toques los huevos.
—¿No necesitas dinero, no quieres dormir en una pensión decente?
Ese viejo me estaba hartando. Quiere que le dé por el culo en su casa,
es un sarasa disfrazado de señor, pensé.
—Sí que quiero dinero, pero no hago mamadas.
—Ven conmigo.
Me llevó a comer a la hamburguesería y pagó la cuenta. La
hamburguesa olía a mierda, sería porque yo tenía un resfriado tremendo y
los olores me fastidiaban. Pero no me quejé, porque el viejo empezaba a
caerme simpático.
—¿Has pensado alguna vez en hacerte barrendero? —dijo, mientras
terminaba de comer.
Pensaréis que estaba majara. Hay muchos barrenderos por ahí. Pero
para ser barrendero del ayuntamiento hay que pagar, y además hay que
exponerse demasiado, contesté.
—No, no, otra clase de barrendero —precisó él, mientras se sacaba del
bolsillo un fajo de billetes.
Desde aquel día mi vida cambió, creedme.
Calle Marsala, calle Giolitti, plaza dei Cinquecento, las Termas de
Diocleciano, que están todas alrededor de Termini.
Y luego también la calle Amendola, y para arriba, hasta el teatro de la
Opera, pero solo hasta allí. Calle Nazionale y plaza Esedra, ese es mi
reino.
El viejo loco me dijo que tenía mucho dinero, pero poco tiempo, se
había pillado un cáncer en los pulmones, aunque nunca había fumado un
cigarrillo y en su oficina había un letrero de «no fumar» de esos con un
esqueleto debajo.
—Me cansé de la gente que me limpia el parabrisas en los semáforos y
de los que venden encendedores. De los negros, de los gitanos, incluyendo
la que me robó la cartera —me contó. Mientras continuaba se le encendió
una luz en los ojos—: Sí, esa gitanilla me la quiso jugar en el vagón de la
línea B del metro, la que va a la plaza Bologna, donde vivo yo, enfrente de
correos: me dio un puñetazo en la cara y me quitó la cartera del bolsillo de
la chaqueta. ¿Tú que habrías hecho? —Yo me encogí de hombros. Hacía
mucho, no recordaba cuánto, que no llevaba cartera—. Te diré lo que hice
yo: la agarré por la camiseta cuando estaba a punto de salir del vagón. Me
la llevé a rastras, y nadie, lo que se dice nadie, me detuvo, nadie se volvió
a mirarme. ¿Qué piensas, que soy impotente porque ya soy viejo? —
preguntó, mientras volvía a encogerme de hombros, pero para mí que lo
preguntaba por preguntar, porque yo siempre he pensado que los jubilados
follan más que los jóvenes. Siguió contando—: Entonces me la llevé a los
urinarios públicos, a la salida del metro, y me encerré dentro con ella. Le
puse la mano en la boca y me la cepillé por delante y por detrás, si vieras
los gruñidos que soltaba. Luego le retorcí el pescuezo como a una gallina,
justo como hacía mi abuelo cuando mataba pollos, Dios lo tenga en su
gloria.
No me impresionó la historia del viejo cabrón, ni lo más mínimo. Solo
que al final ya no se acordaba de qué diablos me quería hablar.
—Ah, sí —recuperó la memoria—, apuesto a que tú conoces a todos
esos putos parásitos mamones. Soy rico, ya te lo he dicho, y quiero ser
caritativo con gente como tú. No soporto verles por la calle, todavía me
queda un año de vida, y mientras aguante no quiero verles durmiendo en
las aceras. Me tienes que hacer un favor.
¿Qué os creéis, que aquel tipo los quería hacer ricos a todos? Pues no.
Vale, ya sé que sois muy listos y lo habéis entendido.
Yo hacía mi ronda, alrededor de la estación. El viejo pagó a otros como
yo, en toda la ciudad, lo sé de buena tinta. Lo que no sé es si al final se fue
contento al otro barrio. Pero me la trae flojísima.
Bueno, el caso es que el viejo, después de todo ese rollo, me dio una
cita para la noche siguiente, mientras me pasaba por delante de las narices
un buen fajo de billetes.
—Quedamos en Ferrovie Laziali, andén 23, mañana a las once y media
de la noche. Veremos si te las apañas bien —me dijo.
¿Que si me las apañaba bien?
Él no lo sabía, pero yo era una pequeña celebridad. Había matado gente
casi todos los días, contribuyendo todo lo posible a engrosar las
estadísticas de muertos. Me pagaban para eso: trabajaba para unos señores
que se mosqueaban con mucha facilidad, y a mí me tocaba arreglar las
cuentas. En mi vida había visto tanto dinero junto.
Hasta que acabó todo. Un día mataron a Mimmo, mi mejor amigo. Un
disparo de escopeta le levantó la piel del cogote, según me contaron,
porque le dispararon justo a la cara. Y mi, digamos, jefe, me echó la culpa
precisamente a mí. Solo porque todos sabían que me gustaba la mujer de
Mimmo, me gustaba un huevo. Pero yo estaba seguro de que alguien
quería ocupar mi puesto, y fue ese alguien quien mató a Mimmo. Por
suerte unos colegas me avisaron a tiempo, si no ahora a lo mejor no lo
contaba. Salí zumbando, ni siquiera tuve tiempo de recoger mis cosas. Fue
así como acabé vendiendo pañuelos de papel.
Pero al viejo no le había contado nada de esto: no hay que fiarse de
nadie, y menos aún si es el que te paga.
Pues decía que esa noche acudí a la cita, andén 23, en las Laziali.
Enseguida el viejo me señaló un montón de harapos tumbado en el suelo, y
me dijo:
—Ahí tienes el primero.
Se escondió detrás de una columna para observar mi comportamiento.
Me acerqué al montón de harapos y empecé a sacudirle. El otro, como si
no estuviera durmiendo, se levantó enseguida, de golpe, y empezó a gritar:
—¡Basta, basta, déjame, cabrón!
Entonces le agarré por el cuello, diciéndole a la cara:
—¿Quien es el cabrón?
Y mientras pataleaba intentando ponerse de pie, le levanté en vilo.
Tendría unos treinta años, y una barba que le llegaba al pecho. Yo seguía
apretando, y él pataleando como un loco, mientras se ahogaba. Yo le
apretaba el cuello con más fuerza, y él había empezado a jadear, poniendo
los ojos en blanco y meándose encima. Luego sentí que se aflojaba de
golpe, pero aunque estaba seguro de que la había diñado, por precaución
seguí apretando un poco.
¿Pensáis que me dio asco? No, no soy impresionable.
Así, abrazado al vagabundo, miré hacia atrás y vi que el viejo se estaba
acercando para ver mejor lo que hacía.
¿Querías ver cómo trabajo, no? Bien, aquí tienes, pensaba, mientras
metía los dedos en los ojos del vagabundo y se los sacaba de las órbitas
sanguinolentas, como avellanas de la cáscara. Los tiré al suelo como si
fueran canicas, junto a los pies del viejo. Le bajé los pantalones al cadáver
y, sacando la navaja del bolsillo, corté el escroto y saqué los huevos.
Resultó fácil, no brotó nada de sangre. Mientras tanto notaba la
respiración anhelante, excitada del puto viejo a mi lado. Solo una especie
de tubo blanco los sujetaba aún al cuerpo. Un tirón seco y fueron míos.
—Carne fresca —exclamé, jactancioso, y se los ofrecí al viejo.
Me hizo una seña negativa. Si no los quiere él, me los como yo, pensé,
mientras me los metía en la boca. Además de no saber a nada eran
esponjosos, blandos y viscosos como la carne de caracol. Entonces, de
pronto, me dieron asco incluso a mí, porque los caracoles siempre me lo
habían dado. Y empezaba a sentir rabia, porque me parecía que había
perdido el tiempo para nada. Rabia también por esa cosa inútil tendida en
el suelo, con los pantalones bajados y la polla a la vista. Te vas a enterar,
jodido mamón y le corté la polla de un tajo veloz, rabioso. Ahora sí que
sangraba, aunque estaba muerto, ya lo creo. Se la metí en la boca a la
fuerza, en esa bocaza apestosa abierta a la nada.
Aquella noche empezó realmente mi trabajo. Y me vais a perdonar si
es poco y si os lo digo así brutalmente: os parecerá una historia inventada,
pero no lo es. Si no os creéis lo que he hecho, cuando vayáis a Roma, por
la noche, podréis comprobar que alrededor de la estación Termini hay
como un corazón que late y sangra y todos los pájaros, los estorninos,
vuelan gritando de terror sobre los árboles de por allí. Daos un garbeo
hasta la plaza Esedra, con una bonita fuente, la que algunos romanos
llaman plaza de la Repubblica, porque está la boca de metro Repubblica y
entonces muchas veces se dicen: «Quedamos en la plaza de la
Repubblica», y claro, luego no se encuentran. En fin, daos una vuelta por
allí, mejor si es a la puesta del sol.
Comprobadlo vosotros mismos. Lo hice lo mejor posible. En los
andenes 20 y 21 degollé a treinta vagabundos con la navaja de afeitar, les
corté el gaznate a todos durante diez noches seguidas y no hubo ningún
comentario, como si nadie se hubiera enterado, o quizá sea mejor así: ni
siquiera lo han traído los periódicos, solo algún suelto de la información
local. A los seropositivos que duermen en los pasillos del metro o
escondidos detrás de las rejas de aireación, les clavé jeringas en los ojos.
Y no penséis que me molesté en comprar todas las jeringas. En plan de
coña, algunas las saqué descerrajando los intercambiadores de jeringas, los
que están en la calle, en la acera de la estación: al fin y al cabo el
ayuntamiento de Roma los ha puesto allí a propósito para los toxicómanos,
para «frenar el fenómeno del sida». En el albergue de caridad, en cambio,
usé la navaja. Dado que cuando puedo y si puedo me gusta dar un
significado simbólico a lo que hago, se la clavé en la barriga o en el coño a
las chicas (que a veces son muy jóvenes), o a los viejos en su corazón
cansado. Siempre me mojé con la sangre que brotaba de los cuerpos que se
retorcían en los espasmos de la muerte, porque allá en Calabria hay quien
dice que mojarse con la sangre alarga la vida y trae suerte. Con las
gitanillas del metro A y B hice lo que me había contado el viejo. Yo
también necesito mojar. A los travestís, por la noche, me los llevé a las
pensiones de los alrededores de la estación. A algunos les corté el cuello
con la navaja de afeitar mientras se la hincaba por el culo, descubrí que es
precioso sentir cómo se mueren y se agitan mientras ven que se les escapa
la sangre sin poder hacer nada para detenerla, porque detrás tienen mis
manos que les sujetan y mi polla que les clava el cuerpo sin esperanza de
huida. Luego se aplacan poco a poco, y el esfínter da un último guiño, el
que siempre me hace correrme cuando la palman.
«Una oleada súbita de violencia, inadmisible», diréis.
Bueno, cuando vengáis a Roma a ver la puesta del sol, sentiréis de
verdad que la ciudad llora, pero recordar que soy yo el que la hace llorar.
Por otro lado, no veréis ningún vagabundo, ningún gitano, ningún
pordiosero en la estación Termini, porque yo sé hacer mi trabajo. Y nadie,
en esa zona, se acercará a limpiaros el parabrisas. Como decía el viejo,
para eso ya están los de las gasolineras.
Aldo Nove

El mundo del amor

«Recuerdo que cuando era niño no pensaba que terminaba así».


Aldo Nove

Me llamo Michele y soy un hombre del Ariete.


Sergio es mi mejor amigo.

La tarde del sábado Sergio y yo fuimos al híper de la Folla di Malnate.


Cuando no sabemos qué hacer vamos allí a ver a los demás que no
saben qué coño hacer, y van a ver los equipos de 280.000 liras sin
compact.

En el coche, Sergio y yo siempre hacemos «¡Tata tara tatá tatáta!».


Hacemos así, como al principio de El precio justo.
Iva Zanicchi entra y hay esa especie de fiesta antes de la publicidad.
Todos saltan y gritan: «¡OK el precio es justo!».

La Folla di Malnate está junto a Várese. Várese es una ciudad, y en esta


ciudad está la plaza Kennedy. Por la noche esta plaza se llena de locas.
Parecen hormigas que salen. Yo no es que tenga nada contra las locas de la
plaza Kennedy. Llegan ahí y se quedan en el coche hasta que aparecen
otros maricones. Entonces encienden las luces y si ven que el otro maricón
es un monstruo salen zumbando. Si no hacen el amor en alguna parte, y
esa es la mágica vida de los culos.

Sergio y yo somos normales, y por eso, los sábados por la tarde, nos
ponemos en marcha y vamos al híper de la Folla di Malnate.
Bebemos Baileys, miramos desde las ventanillas, hacemos «Tata tara tatá
tatáta», les pitamos a los palurdos del sur que van por ahí con sus coches
chungos tipo Visa o el Cinquecento nuevo.
—¿Has visto qué coche de palurdos, ese Visa?
—¡Hace cagar!
—En vez de comprar ese coche podían haberse comprado el billete de
vuelta a Sicilia, y hasta les adelantaban la pasta para comprar el
desatascador del váter y envenenar a todos los demás palurdos de Sicilia.
—¡No, no cabes dentro!
—¿Eh?
—¡Envenénate con el desatascador!

Llegados al híper damos tres o cuatro vueltas para encontrar aparcamiento,


a veces hasta diez, y solo dos si aún no son las cinco, el año pasado incluso
una sola vez: había un Fiesta que se marchaba en ese momento, y nos
metimos allí.
Entonces liamos un porro y nos lo fumamos mirando a las palurdas
que salían del híper con bolsas llenas de congelados.
Estas palurdas tenían las bolsas llenas de radiocasetes, bolsas con
tubos de gel y pechugas de pollo. La mirada baja, contemplando las
huellas de frenazos que había allí.
—En el fondo los palurdos también son seres humanos —le dije a
Sergio echando un sorbo de Baileys—. Van de compras como nosotros.
—Sí, pero lo hacen para reunir puntos para la dote de sus hijos con las
fuentes para espaguetis del Molino Blanco. Compran todo lo que trae
puntos, y ya está, ni siquiera lo abren, sacan los puntos y los pegan en la
ficha. Esa es la mágica vida de los palurdos.

Al entrar en el híper compramos dos o tres Rasca y Gana. Una vez hice
tres veces cuatro. No paré de comprar boletos. Pero luego ya no volvía a
ganar nada, de esa vez me acuerdo, también compré unos Raider, y me
apetecía un Cheese.
II

La tarde del sábado Sergio y yo fuimos al híper de la Folla di Malnate.


Cuando no sabemos qué hacer vamos allí a ver a los demás que no
saben qué coño hacer, y van a ver los equipos de 280.000 liras sin
compact.

En el coche, Sergio y yo siempre hacemos «¡Tata tara tatá tatáta!».


Hacemos así, como al principio de El precio justo.
Iva Zanicchi entra y hay esa especie de fiesta antes de la publicidad.
Todos saltan y gritan: «¡OK el precio es justo!».

Le dije a Sergio vamos arriba, donde están las cintas de vídeo. Sergio dijo
vale, pillo unas medias de lana y vamos arriba. Sergio se paró a pillar unas
medias de lana azul de 8.500, pero también una balanza pequeña de 28.500
liras.
Luego subió.

Arriba todo eran equipos y cintas, cintas de grupos italianos años ochenta
que todos han olvidado, grupos de discoteca de 9.500 con el pañuelo de
regalo, y televisores.
Además estaban las cintas de vídeo de Candy-Candy mezcladas, en una
caja de metal, con cintas de kungfú y de Totó. Pero yo fui derecho a ver las
cintas de vídeo para las pajas.
Sergio me siguió llevando en la mano las medias de 8.500 y la balanza,
que acababa de comprar, abajo.

Fuimos allí a ver las historias de Moana. Todas de 29.500 para arriba. Y
las americanas costaban eso o más: 32.500.

—Cuando era pequeño las pajas se hacían gratis. Ibas al baño de la


parroquia con un Caballero normal, o mensual, encontrado en el basurero
que hay en la carretera que va a Gaggiolo. Estaba todo arrugado, ese
Caballero, y lo leías, te hacías una paja deprisa y corriendo, porque luego
llegaba el Don.
—¡Don din don!
—¡Dan dan!
—Tata tara tata tatáta.
Cogimos El mundo del amor, la única cinta que costaba sólo 12.000.

III

La tarde del sábado Sergio y yo fuimos al híper de la Folla di Malnate.


Cuando no sabemos qué hacer vamos allí a ver a los demás que no
saben qué cojones hacer, y van a ver los equipos de 280.000 liras sin
compact.

En el coche, Sergio y yo siempre hacemos «¡Tata tara tatá tatáta!».


Hacemos así, como al principio de El precio justo.
Iva Zanicchi entra y hay esa especie de fiesta antes de la publicidad.
Todos saltan y gritan: «¡OK el precio es justo!».

Pensábamos que 12.000 era el precio justo para hacerse una buena paja. La
caja no era muy allá, salía una tipa con las tetas fuera cortada por abajo,
porque abajo estaba el título, El mundo del amor, en amarillo. Pero la tipa
no estaba mal.

En cuanto llegamos a casa metimos la cinta en el vídeo, sin ponerle


siquiera la etiqueta amarilla con el título El mundo del amor, de modo que
la cinta estaba allí anónima misteriosa, cada vez para saber lo que había
dentro tenías que ponerla. Era una cinta sin personalidad.

Teníamos un rollo de papel higiénico cada uno, pero nunca nos corríamos
tanto como para gastarlo todo. Lo que sobraba del rollo lo usábamos para
otras pajas o para limpiarnos el culo o para sonarnos la nariz o para quitar
las gotas de Baileys que caían al suelo. Pero en seguida empezó la
película.

Eh, al principio de la película El mundo del amor hay un tío mirando con
un catalejo a unos que van de putas, que hablan con putas. Luego
encuadran el cartel de la Esso, luego los tejados, luego uno desnudo
besando un zapato, un tipejo con cara de gilipollas integral.

Luego el tío que mira con el anteojo se limpia el sudor de la frente, dos
hombres se quitan la camiseta y se lamen los brazos, son gays; una tía se
quita la falda y hace el perro en el suelo, dice «guau guau», pero se deja
las bragas y aparece el letrero de que la parte científica de la película está
basada en los textos de los profesores Freud Kinsley y Stoller Kraff…

Sergio y yo estábamos allí con la polla en la mano, en la luz azulada del


comedor a oscuras, sólo con El mundo del amor encendido. Pero de pajas
nada, no había ambiente: en un momento dado se vio a un profesor bestial
sentado, con el peluquín marrón ladeado a la izquierda. Detrás de sus
hombros había un póster de huesos cortados en dos.

¡Así no había manera de pelársela!


—Era mejor El precio justo —dice Sergio—. ¡Por lo menos se ven
tipas enseñando las tetas, y que están buenas! ¡Tata tata tatá tatáta!
—¡Tata tata tatá tatáta! —bailando con el papel higiénico.
Sergio empieza a dar vueltas por la habitación, parece Prince panoli,
ahí con la picha en la mano, a oscuras, gritando:
—¡Tata tata tatá tatáta!
Yo me siento y lío un porro detrás de otro.

IV
«Amor es un deseo que viene del corazón por abundancia de gran placer: y
los ojos antes general el ardor y el corazón le da alimento».
Giacomo da Lentini

Continuamente en el vídeo se veía un putón rubio que tiene polla: ¡es un


travestí como los que hay yendo para Milán! Y se ven tres tipejos que se
arrastran por el suelo en un parque y abren un Skoda donde dentro hay dos
tías con pelos en los sobacos que tortillean un poco y los tres tipejos las
violan con la voz del profesor bestial que explica esta violencia sexual
causada por problemas con los padres de los tíos.
Por último, los tipos arrastran fuera a una de las bolleras
ensangrentada por los cartones que le han restregado por la cara y la matan
en la grava después de sacarle una teta.

¡Menudo coñazo de vídeo!


No se podía ver así, le dimos al avance rápido y siempre aparecía el
profesor explicando, y escenas de tíos que lamían calzoncillos, que
hablaban de la familia, se azotaban con sangre, nada de pajas, y al final el
primer plano de un cipote y un letrero intermitente:
SE ADVIERTE A LOS ESPECTADORES FÁCILES DE IMPRESIONAR QUE, A PARTIR DE
ESTE MOMENTO, SE ABSTENGAN DE CONTEMPLAR LAS SECUENCIAS SOBRE LA
SÍNTESIS DE LA OPERACIÓN DE CAMBIO DE SEXO

y el letrero aparecía varias veces.


—Oh —dice entonces Sergio mientras se le escurre el Baileys de los
labios—, por fin algo fuerte, vamos a ver.

De hecho a continuación se ve el encuadre de uno con las piernas abiertas.


Primer plano: polla.
Luego se acerca un cirujano con bisturí, empieza a abrirle el capullo,
por arriba, como si nada: borbotones de sangre.

—Oh —le digo a Sergio pasándole el porro—, le coges cariño a tu polla y


luego ¡zaccc! no te queda nada.
—Sí, es demencial —me contestó, haciendo gárgaras con el Baileys,
mientras el cirujano apartaba la piel del capullo de ese tío filmado como si
fuera una de esas cosas que luego se rompen y que están para proteger los
paraguas de 10.000.

Había una carnicería de sangre, en medio del vídeo.


El profesor explicaba que era una castración.
Nosotros intentamos verla en blanco y negro, la castración.
Había cojones, sangre y cirujano color plastilina; efectivamente era
mejor en colores: cojones, sangre y cirujano color salsa de tomate recién
abierta, y sangre.
¡Sergio estaba excitado!
Va a la cocina a coger un cuchillo, el más grande, mientras dice: «¡Tata
tara tatá tatata!».

La luz azulada del televisor era como cuando un héroe corta la sabana con
el hacha, poco a poco se abría camino hacia nosotros esa polla toda
destrozada de la parte final del vídeo El mundo del amor. 12.000 bien
gastadas.

Mientras tanto Sergio había vuelto a la cocina. Se sentó en el suelo y


empezó a cortarse un poco la mano, desde los dedos hasta la palma y luego
más arriba. Quedaba súper, tipo Sid Vicious.

El profesor del vídeo decía que con la piel retirada del cipote cortado se
hacía un buen chocho, de las piernas del tío seguía saliendo un huevo de
sangre. También Sergio y yo habíamos decidido cortarnos la polla, para
reírnos un poco por la noche.

—¡Pásame el cuchillo, Sergio! —le grité a mi amigo apoyando el papel


higiénico en el compact de los 883 remix (special for dj.) que había
comprado el jueves.
—No, espera, antes tengo que cortarme un pedazo de lengua —me dijo
Sergio clavándoselo a lo bestia entre las papilas gustativas.
—Toma —susurró luego sangrando por la boca mientras me pasaba el
cuchillo asqueroso.

Eh, me alegré de tener el cuchillo.


Me pasé la hoja dos o tres veces por la punta rojiza del pito. Como un
samurai antes de empezar la terrible batalla. Sergio, entre tanto, ha vuelto
a la cocina a por otro cuchillo (porque el que había cogido antes, ahora lo
tenía yo).
—Sergio… —le dije.
—¿Eh?
—¡Tata tara tatá tatáta!
Me corté la picha de cuajo.

—¿Qué coño haces?


—Me la he cortado.
—¿Por qué?
—Para montarme un rollo lésbico. Contigo, amor mío.
—¿Pero tú qué eres, una maricona?
—¡No, pero puede que sea una bollera!
Y le enseñé el pingajo.

Me dolía, estar ahí así, apoyado en el sofá con la picha cortada


ensangrentada como si fuera un pie de cerdo descongelado. Era como si
me muriera.
Apoyé mi aparato cortado en la cómoda.
Chorreaba. Chorreaba. Era un budín de sangre.
Tenía, en su lugar, un chumino aficionado.

Sergio se había dado perfecta cuenta de cómo andaban las cosas, de cómo
tenían que andar esa noche. Miles de películas de tortilleo preciosas, que
habíamos visto sin entender…
Sin poder probar esas experiencias de amor.
Sin poder lamernos los chochos que no teníamos.
Hacía falta una solución radical.
Sergio, de un solo tajo hacia la ingle, se cortó violentamente la polla,
como había hecho yo.

Yo, la verdad, me estaba muriendo. Recuerdo que de pequeño pensaba que


no terminaba así.
Me arrastré hasta debajo de la tele.
Subí un poco el volumen.
El profesor estaba diciendo que para ser verdaderos transexuales hay
que poner una especie de bollo transparente en el pecho cortado, que es
una teta, pero de silicona.
La imágenes empezaban a confundirse.

Sergio se acercó a mí, empujándose con los codos por el suelo.


Olía a Denim y a sangre. Yo también estaba así.
Acercó la boca a mis piernas.
Yo también acerqué mi boca a las suyas.

Fue el último sesenta y nueve de mi vida.


El primero como mujer. Y el único de moribundo.
En mi cabeza había una verdadera confusión. Oía un zumbido,
obsesivo, que se volvía una especie de música perfecta. Oía como
carcajadas lejanas.
Como ecos indescriptibles.
Como si a mi alrededor hubiera mucha gente.
Como cuando Iva Zanicchi entra y hay esa especie de fiesta, antes de la
publicidad.

«El paisaje verbal


detrás de la página
un vacío imposible de llenar
no interpreta nada
el arte de la impaciencia
superpone otra imagen
mientras pasamos quemando».
Nanni Balestrini
Daniele Luttazzi

Caperucita splatter

Había una vez una jovencísima modelo húngara asmática y sin escrúpulos
a la que todos odiaban a causa de su gilipollez, sobre todo su agente, que
sin embargo no podía permitirse perderla. Un día le regaló un gorrito
portainhalador de terciopelo rojo para su ventolín aerosol de bolsillo. Era
una creación de Mark Kostabi que le quedaba de maravilla. La pequeña se
lo ponía siempre. Fue así como, en el mundillo, empezaron a llamarla
Caperucita roja.
La víspera de una rave-party en el Shocking de Milán su agente le dijo:
—Oye, Caperucita roja, aquí tienes un preparado de Serax, una
benzodiacepina ansiolítica. Llévasela al viejo *** [un estilista pasado de
moda]. Está facturando poco y está histérico y se sentirá renacer. Vete
enseguida, antes de que el tráfico de fin de semana te impida pasar de la
avenida Buenos Aires. Pero dile al taxista que no corra, porque está
lloviznando y los fotógrafos de moda no suelen contratar a modelos
semicarbonizadas en accidentes de coche. Por lo menos hasta ahora.
—Trataré de hacerlo todo bien, mamaíta —contestó Caperucita roja
con una vocecilla que mandaba a todos a tomar por culo, adiós.
El estilista vivía a dos minutos andando de la discoteca en cuestión, en
un edificio cercano al complejo residencial Principessa Clotilde. La
pequeña se bajó del taxi, y de la oscuridad salió a su encuentro Marco con
un paraguas Knirps. Caperucita roja no sabía hasta qué punto era malo ese
public relations, y no tuvo miedo.
—¡Buenas noches, Caperucita roja! —le dijo él, camisa de algodón y
corbata de Perry Ellis, por lo demás ligeramente fashion victim.
—Gracias, P. R.
—¿Adonde vas tan temprano?
—A ver a ***.
—¿Y qué llevas en la mochila [de Prada, N. d. R.]?
—Pastillas Serax. Un obsequio de mi agencia. *** está estresado y
seguro que las agradecerá. Le sentarán bien.
—¿Y vas a pie? Todavía te queda media hora larga de camino desde
aquí —mintió el P. R. descaradamente, después de pensar: «¡Qué bocado
tan rico, esta tierna niña! Desde luego, mejor que el viejo *** ya será.
Querido: ¡si haces las cosas con astucia te los zampas a los dos!».
Se puso al lado de Caperucita roja, le pasó la mano por la cintura y le
dijo:
—Mira, Caperucita roja, si quieres puedo acompañarte con mi Twingo.
Subo un momento a llamar por teléfono. ¿Vienes conmigo?
Caperucita roja levantó la mirada y entonces vio lo maravillosamente
italiano que era el rostro de ese P. R. Pensó: «Todavía es muy pronto. De
todos modos llegaré a tiempo».
Subió a la habitación de Marco, se tumbó en la cama y se puso a ver la
tele. Cada vez que el mando a distancia se detenía en un canal, le parecía
que no era tan bueno como el anterior, y así, de programa en programa, se
adentró cada vez más en la maraña de la programación. Marco, en cambio,
fue derecho al loft de *** y llamó al videocitófono.
—¿Quién es? —preguntó una voz desde dentro.
—Soy yo, Caperucita roja. Te traigo un poco de Serax. ¡Abre!
—Ultimo piso, mi niña —contestó ***—. Perdona si no salgo a
recibirte pero es que estoy haciendo yoga.
El P. R. llegó al último piso, empujó la puerta y de un salto se echó
encima del pobre ***. Sus manos enguantadas apretaron las carótidas de
*** con tanta violencia que el rebote de la presión hizo estallar el ojo
izquierdo del desdichado con un suave ¡pop! La cara de *** se contrajo en
una mueca extravagante. Un hilo viscoso formado por humor ácueo,
humor vítreo, sangre y tejidos esclerales le resbaló por la mejilla. *** se
debatía de un modo patético, horas de kundalini lo habían ablandado. El
P. R. soltó la presa y se puso a golpear sin ton ni son la cabeza verdosa de
*** con una mancuerna de culturista (2 kg y medio) que encontró en el
rincón. Unos golpes sordos e inmorales fracturaron el septo nasal de *** y
sus huesos temporoparietales. El líquido cefalorraquídeo, con un borboteo
nauseabundo, empezó a brotar por la nariz y los meatos auditivos externos.
Después de arrastrar el cuerpo hasta la ducha-hidromasaje Teuco, Marco
abrió el chorro de agua caliente y en medio de una nube de vapor empezó a
deshuesar a *** con un bisturí Letraset. Luego pasó a la caja torácica. El
primer corte intercostal fue saludado por un silbido espantoso. El dolor
lacerante despertó al estilista lo suficiente como para permitirle vomitar
alcachofas Sacia antes de desvanecerse otra vez. Mientras tanto su tensión
arterial bombeaba la sangre a través de las heridas del corte, salpicándolo
todo. El P. R. abrió el abdomen y se tomó su tiempo para montar en las
casillas blancas y negras de las baldosas del suelo una exposición
extemporánea de vísceras rojoazuladas de artista. *** defecó por reflejo
involuntario. El P. R., irritado por el mal olor, acercó la boca a la ingle de
***, le castró de un mordisco certero y escupió el escroto en el bidé. ***
se despertó chillando, presa de emociones mixtas, y esta vez Marco acalló
sus gritos con una rociada de espermicida Glaxo. Cuando le cortó la
tráquea para impedir que se ahogara, sacó la laringe, y pulsando con
maestría las cuerdas vocales, tocó el estribillo de «Quando dico che ti
amo», un hit de Tony Renis. Cortar el resto del cuerpo en taquitos de un
centímetro con el cuchillo del queso fue algo atroz. El P. R. devoró los dos
primeros con una alegría salvaje, metió los demás en el congelador, se
duchó, se puso un pijama limpio, se metió bajo el edredón Bassetti y
apagó la luz.
Caperucita roja, que había seguido viendo la tele hasta la náusea, se
acordó de ***, salió del edificio residencial y reanudó su camino. Aún
lloviznaba.
Cuando llegó, se sorprendió de encontrar el portal abierto. Llegó al
último piso, entró, pero al notar el extraño silencio tuvo cierta aprensión y
pensó: «¡Qué miedo me da hoy este loft, coño, y eso que siempre vengo de
buena gana!».
Levantó la voz y gritó:
—¡Buenas!
Nadie le contestó. Entonces la pequeña entró en la cocina, se acercó a
la nevera y la abrió. ¡Ahí estaba el viejo ***! ¡Pero qué pinta tan rara!
—¡***, qué orejas tan tumefactas tienes!
No contestó nadie.
—¡***, qué ojazos tan abiertos tienes!
No contestó nadie.
—¡***, qué manazas mutiladas tienes!
No contestó nadie.
—¡***, qué labios horrorosamente desgarrados tienes!
—¡Para comerte mejor! —dijo una voz detrás de ella.
Antes de que a Caperucita roja le diera un escalofrío, ya Marco,
iluminado en la oscuridad por un frigorífico que conocía a Caravaggio, le
había partido la crisma con un cenicero Memphis. Caperucita roja
gesticuló con los ojos en blanco. Se agarró desesperadamente a los
estantes del frigorífico, tirando al suelo quesos, verdura cocida y pedazos
de ***. El P. R. se excitó y siguió golpeándola con una mano y
masturbándose con la otra hasta que la derribó. Caperucita roja se
desplomó boqueando, en plena agonía. Marco le cogió un hombro, le dio
la vuelta y se puso a horcajadas sobre sus tetas, justo a tiempo de correrse
en su cara con un chorro violento de esperma amarillo, denso y abundante.
Esperma viejo. Luego, extenuado, se secó la polla con el pelo de
Caperucita roja. A continuación le lanzó un chorro de ventolín, que le
produjo una fuerte sensación de vértigo. Se levantó. Las piernas le
temblaban. Miró a su alrededor. Entonces se le ocurrió una buena idea.
Arrancó el cable eléctrico del tostador de pan y lo usó para atar a
Caperucita roja al radiador. Le levantó la falda Cómplice, le arrancó las
bragas Triumph y dedicó los siguientes diez minutos a chamuscarle los
pendejos con el láser del Sony Discman de ***. Un olor nauseabundo
saturó la habitación. «¡Si la desesperación tiene olor, este es el olor de la
desesperación!», pensó Marco rascándose la frente con las uñas
manchadas de sangre. Luego separó las piernas de Caperucita roja y se
ensañó con su vulva usando la batidora Moulinex. Después de reducir la
mucosa vaginal a cien gramos purpúreos de picadillo vivo, agarró el
cuchillo eléctrico AEG y le cortó delicadamente el clítoris, mientras el
esfínter anal se contraía. El esfínter anal de ambos. Metió el clítoris en un
tarro de mostaza Kraft y se lo comió. Luego aplicó las veloces hojas
aserradas del AEG a la muñeca derecha de Caperucita roja. El hueso chirrió
de un modo que le puso la piel de gallina. Era como si el pequeño coro del
Antoniano se hubiera puesto a garabatear en una pizarra con tizas
amplificadas. El P. R. rió con ganas al ver cómo la mano amputada,
sacudida por contracciones clónicas autónomas, se movía sola y se metía
debajo de la mesa Bulthaup. La mano estuvo golpeando contra la pared del
fondo durante dos minutos, antes de que las contracciones cesaran por
completo. De un bocado, el P. R. se tragó los pequeños pechos de
Caperucita roja como si fueran budines de nata, mientras ella, en coma,
vomitaba bilis y orinaba sangre y pis. El resto del cuerpo lo cortó en
pedazos con un gran cuchillo de carnicero en la tabla. Un trabajo intenso,
que le dejó las manos pegajosas de papilla orgánica y pelos. Sacó del frío
los decímetros cúbicos de ***, lo maceró todo con vinagre balsámico Fini,
filtró la melaza obtenida con un trapo Zucchi y se tragó el poso con una
pastilla de Serax y media botella de Ferrarele. Luego, ahíto y contento,
soltó una pedorrera, volvió a meterse bajo el edredón, se durmió y empezó
a roncar ruidosamente.
La agente de Caperucita roja, preocupada al no verla en el party del
Schocking, fue al piso. Al oír roncar desconfió, se acercó a la cama y vio
al P. R.
—¡Conque estás aquí, pedazo de tunante! —exclamó—. ¡Llevo mucho
tiempo tras de ti!
Quería darle de bofetadas por un viejo asunto, pero se le ocurrió que
quizá el P. R. había devorado a *** y a Caperucita roja, y que a lo mejor
estaba a tiempo de salvarles. Ahogó al P. R. con unos polvos Joe Blasco,
cogió un trinchador de pollos Philip Stark y empezó a cortarle la barriga.
Por los cortes sanguinolentos asomó la silueta del portainhalador de
Kostabi entre los mondongos hinchados e infartados. Dio otro tijeretazo y
hete aquí que salió la modelo gritando:
—¡Anda que no has tardado, joder! ¡No sabes qué pesadilla!
También el viejo *** salió sano y salvo, pero el shock no le dejaba
dormir.
—Le he traído pastillas de Serax, un ansiolítico —le dijo Caperucita
roja—. Tómese dos y enseguida se sentirá mejor.
—¿Y tu asma alérgica, mi niña? —le preguntó ***.
—Ahivá, ha desaparecido —observó Caperucita roja. Pero dentro de su
cabecita pensaba: «¡Coño, ya no quiero callejear por Milán, mi agente me
lo ha prohibido!».
Andrea G. Pinketts

Diamonds are for never

¿Qué diferencia hay entre un hombre inmaduro y un caqui demasiado


maduro? Ninguna, si el hombre se tira de un paso elevado y se despachurra
en un suelo acogedor. Se llama suicidio. Suena mal. Mejor «echarse
fuera», «echar el cuerpo fuera». Cualquier cosa fuera, antes que
guardárselo todo dentro. Y si te tiras de un puente sobre el asfalto, dentro
queda muy poco. La materia cerebral es la primera que salta fuera, por fin
libre de ser inútil: ¡es primavera! El letargo ha terminado. Es el momento
de salir del cráneo de una cabeza de chorlito.
Los coches corrían hacia el fin de semana persiguiendo el tiempo.
Clima suave y automovilismos. El auto-inmovilismo es un
estacionamiento, la parada en un puerto seguro, la siesta en un puerto de
las nieblas a la espera de que se despeje la niebla. El automovilismo, en
cambio, pone nervioso. El motor encendido obliga al movimiento, molesta
al perro que duerme, aunque esté muerto. Un coche, por lo demás, es
bonito, inalcanzable, y virgen solo detrás del escaparate de un
concesionario. Lejos de la ciudad dormitorio, hacia el mar. Dejar atrás los
autogrill para hacer una parrillada. Playas de Ferrara. Con el buen tiempo,
por fin, volverán los mosquitos. Mamá le dijo a Papá:
—Has atropellado un perro.
—Espero que no haya ensuciado el guardabarros, el muy mamón.
El Niño protestó tímidamente:
—Papá, Dylan Dog dice que no hay que abandonar a los perros en la
autopista.
—¿Quién es ese Dylan Dog? —preguntó Papá con fastidio.
—Es un tebeo. ¿Será posible que tampoco sepas lo que lee tu hijo? —
intervino Mamá.
—Son cosas poco edificantes, cuando yo era niño leía Yacula,
Espérmula y Clávala, por lo menos te enseñaban algo.
—Ah, sí, en teoría eres un fenómeno, es en la práctica en lo que estás
jodido.
—No, monada, el que te jode soy yo, aunque tú ni te enteras. Te quedas
rígida como un cadáver.
Y al cadáver le silbaron los oídos. Sea porque le habían mencionado,
sea por el paso a ciento ochenta por hora de un utilitario con el motor
arreglado. Las orejas se separaron, divididas por una rueda que pasó por el
cráneo. Papá y Mamá siguieron discutiendo:
—¡Me has hecho darme este madrugón para evitar los atascos,
cabrona, y aún te quejas!
—Mírale, si será imbécil, uno que suelta un coño cada dos palabras
para acabar mamándosela él solo. ¿Sabes que la maestra ha dicho que tu
hijo solo destaca en tacos? ¡Tiene a quien salir!
El Niño lo intentó de nuevo:
—¿Verdad que no hay que abandonar a los perros en la autopista?
Papá:
—¡Oye lo que dice, el hijo de puta!
Mamá:
—¿Quién es la puta?
—La que no te lo dice.
—¡Impotente!
—¿Y él cómo ha nacido?
—Con Gino, el de los seguros, ¿te acuerdas?
—¡Zorra!
—¡Cerdo!
—¡Sí, dímelo, que me excito!
Le puso una mano en el muslo. Pararon en el área de descanso. A las
seis de la mañana no había ni un perro muerto. Sacaron al niño del coche e
hicieron el amor, el horror, el error que les mantenía unidos. Sería la
primavera, pero se comportaron exactamente igual que cuando eran
novios. La edad de oro, en que los asientos eran solo abatibles y el
esperma gran reserva era más embriagador que el champán. Se acabó. De
prisa, como siempre. Se claxonaron, se bocinaron, follaron en quinta.
Volvieron a cero. No contentos, pero vaciados, o llenados, según el caso.
El Niño osó aparecer:
—Bueno, ¿vamos a la playa o qué?
—Sí, monín, basta con que en el colegio no digas más tacos —contestó
Papá, rendido y conciliador.
Mamá, jodida y un poco exhausta, también ella era un utilitario con el
motor arreglado, le hizo un guiño a Papá en plena broma post-coitum:
—En casa desde luego no las dice, cariño. No puede, las dices tú
todas…
El Niño, que estaba hasta las narices, como no podía morder, se limitó
a no soltar prenda:
—Dylan Dog dice que no hay que abandonar a los perros en la
autopista.
—¿Quién lo ha abandonado? Yo solo lo he atropellado.

Pero no se trataba de un perro. Quizá, como el tipo se había suicidado,


antes de saltar se había sentido tan solo como un perro. Pero ahora era un
cuerpo, del que salían los órganos tristes como organillos que entonaran
un «Cumpleaños feliz» a la impasible, innegable primavera. Luego
llegaron los coches. Todavía esporádicos. Los domingueros duermen y
tardan en atropellar a los supuestos perros que son cadáveres de suicidas.
Un par de pasadas y el cuerpo ya no se pareció a un perro. Se convirtió en
un bulto informe. Con el que estaba destinado a tropezarse el autocar que
hacía el recorrido entre Milán y Lido della Pentola.

Veinticinco mil liras todo incluido. Salida de la plaza Frattini para recoger
a otros peregrinos. Otras dos paradas en Lotto, y en la calle Eustachi, para
recoger a los de los pabellones. El plan era perfecto. Apoyarse en la
cooperativa de la calle Misurata, donde los borrachos jubilados
organizaban excursiones sociales. Una perfecta vía de escape. Otros se
habrían largado a Cuba después de robarle todos esos diamantes al hampa.
Pero Nico lo tenía bien planeado. Había embaucado meticulosamente a los
de la cooperativa y a los hermanos Manzo. Se había propuesto llegar a las
playas de Ferrara en autocar, mientras los supervivientes de los Manzo (a
dos de ellos les había disparado) le buscaban por los aeropuertos. Luego,
desde las playas de Ferrara, se esfumaría pasado algún tiempo. A Gillo
Manzo le disparó en un ojo. Con Furio Manzo se había limitado al
paquete, a los huevos, vamos. Esos cabrones llevaban tiempo
tiranizándole. Un plan perfecto para un psicópata. «Buen chico», decían de
él, pero solo los de las afueras. Lo dijeron incluso de Pino La Rana, el que
dio el pasaporte a Pasolini, y Pino, después del beso mortal al poeta, había
vuelto hecho un príncipe. «¡Ostia! ¿Cómo se les ocurrió pensar en un
complot en Ostia?» En Ostia las cosas son como son en Ostia. Nico había
nacido allí, en Ostia. En octubre aún era verano, y Nico, con su físico de
modelo, siempre quiso largarse, para llegar a Francia o a la plaza de
España. El caso es tener para comer. Con sus entradas hereditarias
(«pareces un lord»), malo de nacimiento, su madre murió en el parto. Nico
estaba pensando en la forma de deshacerse de los insulsos pasajeros y del
cómplice que conducía el autocar. Una buena hoguera. Un accidente
simulado, de modo que Chi l’ha visto? tardara días en identificar los
cadáveres, un bonito horno crematorio a sesenta años de distancia. Hasta
se había tragado la demostración de una rebanadora, él mismo se había
puesto en contacto con la casa. Ahora observaba a esos jubilados idiotas
convencidos de que se iban a ir de balde, sin comprar cazuelas y sin acabar
fritos. Los odiaba. Le recordaban a sus padres. No veía el momento de
acabar con ellos. Más adelante pensaría en lo que haría con los diamantes.
Él siempre se salía del cine en la primera parte, si no moría nadie. Los
pasajeros eran cantarines. «Romagnaaa miaaaa, Romagna in fiore…».
—Y ahora una demostración de Affettaqua, la mejor rebanadora.
Probó suerte como vendedor. ¿Por qué iba a tener remordimientos? A
fin de cuentas, todos ellos estaban con un pie en la fosa: quemándolos les
ahorraría a sus parientes el gasto de las flores. Algún imbécil le había
comprado una olla al vendedor, un gordinflón de chaqueta roja y
pantalones ceñidos. La muerte acaba. No con uno, con los demás. Solo los
diamantes son para siempre. Los otros estaban destinados a la incineradora
de un golpe exitoso. Él era el hombre de los pantalones ceñidos.
Los diamantes son para siempre, ellos, lo demás muere, como los amores
que esperan ser correspondidos. Tino Pepe tenía poco tino. Parecía un
tonel, pero le faltaba ese algo para ser simpático, anticonformista y un
poco sinvergüenza. Brillante, en una palabra. De profesión orfebre, nunca
había tenido problemas para conseguir brillantes y a veces incluso piedras
un poco más serias para dárselas a quien, como él, que se untaba los pocos
pelos que le quedaban con brillantina, no las merecía. Gente calva, para
brindarle Calvados. Dado que, ya sea por timidez, ya sea por lo que él
nunca hubiera querido, las únicas chicas, mujeres, personas a las que se
atrevía a abordar eran las que estaban en quimioterapia, estaba convencido
de que nadie sin pelo rechazaría su obsequio. Se había vuelto muy hábil
reconociendo pelucas, peluquines. El sexo daba igual, con tal de que le
dieran un beso con sus labios demacrados. La vida da asco. De acuerdo, la
muerte es peor. Más o menos como tirarse desde un paso elevado. Nunca
sabes bien cómo vas a acabar. Es mejor acechar, sinuoso, a personas
cortejadas por la muerte que sin embargo tienen posibilidades y ganas de
vivir. Es mejor apuntarse a estas excursiones con promoción de cacharros
incluida, en las que resulta más fácil encontrar personas dispuestas a
iluminarse ante el relampagueo de un brillante, aunque sea pequeño, que
garantice un amor promovido con respecto a una muerte retrasada. Cuando
Tino Pepe había intentado proponer su patético anillo con brillantes a
personas aparentemente sanas, siempre se lo habían rechazado. Salvo una
puta, pero él era un tío listo y a las putas solo les daba circones. Con otras
mujeres le había ido mal. Se habían reído de él. Las más decentes no se
dejaron comprar con una piedra por un hombre viscoso. Las menos
decentes no sabían distinguir entre un mecenas y un chorizo, y pensaban
que era tan falso como sus brillantes. Maria Teresa Ruta, a quien se lo
había mandado por correo, se lo devolvió. La showgirl en las últimas lo
hizo por educación. En suma, esa ridícula montura, para Tino, hacía de
catafalco. Él, que solo habría sido brillante si hubiera sido otro, se
encontraba solitario, de joyería en desuso. Una perla negra, un perla
blanco, o blancuzco, que nadie aceptaba ni regalado.
Nunca hay que subestimar el día antes. Es el día en que se tiran los dados
que tardan veinticuatro horas en dar un resultado. El día antes del Juicio
Universal (Dios no juega a los dados) es aquel en el que preparamos
nuestro alegato defensivo. El día antes de rendir cuentas es aquel en el que
sacas brillo a las bolas del ábaco. Veinte de marzo, día antes de la
primavera. Ostia. Un calor de la hostia, sobre todo para Sora Nella, con la
cabeza metida en una olla de callos humeantes. Más que tortura china,
tortura lombarda, con judías blancas, patatas en dados y dos trozos de
zanahoria para dar color. Es el método con el que los hermanos Manzo
supervivientes quieren sacarle información a la abuela de Nico. Bajos
como su frente, impecables en sus vestidos príncipe de Gales, aparte de
alguna salpicadura de callos, enmarañados en el alma como en las cejas.
Sora Nella parece Katia Ricciarelli. Por la voz, nunca se había oído a nadie
cacarear así:
—Nun lo so, te gginro che nun lo so!
El Manzo mayor la atrae hacia sí agarrándola por el moño:
—¡No hables en romanesco, vacaburra! ¡Soy de Cinisello Balsamo y
odio a los romanos!
—Nun so’ romana, so’ de Ostia!
El Manzo menor la abofetea.
—¿No has oído lo que ha dicho mi hermano?
Con el bofetón la dentadura postiza de Sora Nella sale volando. Los
dientes en caída libre se zambullen en la olla de callos. Sora Nella farfulla
algo.
—Sin dentadura no se entiende un pijo lo que dices: ¡recógela!
Sora Nella mete las manos en los callos humeantes. Grita. Lágrimas
cálidas y callos hirviendo.
—Nun so gnente degli ottanta brillocchi!
Otra hostia y habla en italiano.
—Mi nieto está loco. En Cinecittá miraba por encima del hombro a los
otros extras, ni que fuera Amedeo Nazzari. Le gustan las cosas
complicadas, cuando era un regazzino, perdón, en la escuela escribía de
derecha a izquierda para distinguirse de los demás.
Manzo menor se impacienta:
—¡Me importan un carajo las historias de su vida! ¡Quiero saber dónde
está!
—Podíais haber empezado por ahí. Me habéis preguntado que dónde
están los brillocchi, perdón, brillantes, no dónde está Nico. Me dijo que
mañana se iba a las playas de Ferrara, una excursión en autocar en la que
va a vender artículos de cocina. Su primer trabajo honrado, cariñito de su
abuela.
Manzo mayor le dice a su hermano:
—¿A quién conocemos en el cazuelamen?
—Nun so.
—Joder, ya te ha contagiado… a propósito de cazuelamen…
Agarra el moño de Sora Nella y la ahoga en el caldero. Los callos
muerden la cara mofletuda con sus culebras abrasadoras. Se oye un
sfffffrrrrshhh.

Nico estaba loco. Podía haber huido a las playas sin montarse esa historia
del autocar, pero, cariñito de su abuela, quería lucirse. Le gustaba la idea
de jugar a vendedor y hacer una escabechina. Había visto tres veces
Asesinos natos y siete Asesinos putos (la versión hard de Udo Kuoio, el
Rey del Látigo metido a director de cine). Ochenta y dos pasajeros estaban
pendientes de su monserga. Setenta y nueve. Un hombrecillo sudoroso
miraba con concupiscencia a una muchacha calva, delgada y macilenta
como un clavo oxidado.
—Y ahora la demostración con la rebanadora. Quiero que presten
atención a la hoja. Puede cortar un elefante… y no digamos un jamón.
La rebanadora eléctrica zumbaba a la perfección, como estaba
previsto. Lo imprevisto era un cadáver en medio de la calzada. El impacto
con el autocar hizo que Nico perdiera el equilibrio.
Las rebanadoras las arma el diablo. La hoja penetró en el cuello de la
viuda Ciacci, que no era un elefante. Se portó. Una diarrea de sangre
inundó a la viuda Mori, su vecina. El autocar empezó a aullar setenta y
nueve versiones de espanto. Nico tuvo un orgasmo. Se sentía como el
piloto de la película Aeropuerto (una cualquiera de la serie).
—Señores, por favor, mantengan la calma.
El conductor frenó.
—¡Avisemos a una ambulancia!
—¿Para qué? Ni que en los hospitales pegaran las cabezas.
Alguien se puso a vomitar el desayuno. Té y galletas. Nico perdió los
nervios, algo que en Aeropuerto no le ocurría nunca al protagonista. La
viuda Mori gritaba:
—¡Ay Jesús, ay Jesús, ay Jesús!
—¡Aug! —le espetó Nico clavándole la rebanadora en el esternón.
Luego sacó la pistola—. Quiero que todos presten atención a la Magnun
44. Si el elefante del que hablábamos antes estuviera agonizando, con esta
le podríamos dar el tiro de gracia. Hoy estoy en plan de hacer
confidencias. Tengo ochenta diamantes en el bolsillo, inatacables por los
ácidos, durísimos, en el grado diez de la escala de Mohs. He tramado un
plan perfecto y no permitiré que nadie lo eche a perder: ni el perro al que
hemos atropellado, ni menos aún vosotros. Dejad de gimotear que tengo
que pensar.
Una mano gordezuela se levantó, tímida. Tino Pepe, ceceando, se
atrevió:
—Señor, perdone, oiga. Mire, tengo este anillo. La montura no es gran
cosa, pero la piedra es interesante. No, no pretendo compararla con las
suyas, no hace falta que me las enseñe, le creo.
Nico sudaba:
—Déjate de rollos y dime qué quieres.
—Pues verá, señor. Yo soy muy reservado, pero tengo algo de mundo.
Ya se ha cargado a dos. Quedamos ochenta, justo como sus diamantes.
Ahora bien, dudo que tenga ochenta balas. Algunos de nosotros
moriríamos, pero si nos rebelamos podremos con usted. Aunque estos
cadáveres vivientes no lo saben, podrían vencerle. Como pienso que es una
persona inteligente, le haré una proposición. Le cedo mi brillante como
modesto obsequio, a cambio de un favor…
—Dispara ya.
—No, dispare usted. Dispárele al chófer.
Nico, intrigado por el juego, obedeció.
—Bien, señor, ahora le queda un tiro menos. Verá, me gustaría abusar
sexualmente de la señorita quimioterápica. Después de hacerlo quisiera
que usted me pegara un tiro.
—De acuerdo. ¿Y qué pasa con los otros pasajeros?
—Dispare las balas que le quedan contra el depósito.
—Buena idea. Siento tener que matarte, podíamos haber sido
amigos…

Los hermanos Manzo que quedaban llegaron cuando Tino Pepe exploraba
el sostén de la muchacha (la primera talla, y ni siquiera la llenaba). La
primera y la última. Nico, distraído con la obscenidad (Asesinos putos en
comparación era Mary Poppins). Abrieron la puerta.
—¡Cucú! —dijo Manzo mayor.
Nico adoraba a Clint Eastwood. Lo disparó. Le disparó no queda bien.
Le disparó significa que le pegó un tiro. Lo disparó, en cambio, que lo
lanzó disparado. Derechito al infierno. Manzo menor se convirtió en hijo
único. La idea le puso frenético, pero no le frenó. Soltó la pistola y agarró
a Nico del cuello. Lo que frenó a Manzo menor fueron todas las balas con
que Nico enriqueció de ojales su príncipe de Gales.

Tablas. Justo un momento para reponerse.


—¿Dónde estábamos? Vamos, sigue…
Tino Pepe sacudió la cabeza.
—Deme un poco de tiempo, si es tan amable. El miembro no está en
posición erecta, supongo que me entenderá. Soy un tipo sensible, la
violencia de sopetón me bloquea.
La viuda Morisi, una mujerona de Trieste que había vencido varias
veces al tumor, dejándole en contrapartida las tetas, se levantó.
—¡Basta ya, estamos hartos! —dijo abalanzándose sobre Nico.
Nico la disparó. Bueno, intentó dispararla. La pistola hizo clic clic clic
clic… ad libitum. Buscó desesperadamente la rebanadora. Con las prisas la
desenchufó. Intentó un patético: «Era broma».
Se le echaron encima. Intentó defenderse con la ridícula batería de
ollas. Pero fue inútil. Unas manos artríticas le descuartizaron, unas
personas a las que el tiempo había robado la juventud le robaron la vida.
Pedazo a pedazo.
Tino Pepe, levantándose de su no condescendiente compañera de viaje,
alardeó con un lastimoso:
—La montura no es muy allá, pero la piedra es bonita. Por lo menos
dejadme terminar.
Su exnovia le mordió el pájaro flojo. Fue solo el primer mordisco. De
los bolsillos de lo que quedaba de Nico salió una bolsita. Ochenta
diamantes se desparramaron brillando para ochenta supervivientes. No
tuvieron que pelearse. Bajaron del autocar. Con la pistola de Manzo menor
prendieron fuego al vehículo siguiendo las instrucciones del no llorado
Tino Pepe. Vieron cómo se quemaba, pensando en lo que iban a contar en
la cooperativa. Luego hicieron autoestop con el puño cerrado y el pulgar
suelto.

El Niño le preguntó al Papá:


—¿Por qué no hemos ido a comer con la abuela? Es domingo.
Papá contestó:
—Es que hoy tenía que ir a una especie de excursión…
ADOLESCENCIA FEROZ
Massimiliano Governi

Diario en verano

Todas las tardes, a eso de las siete, mi amiga Fiore y yo nos vamos a Villa
Pamphili a ver cómo los obreros descontaminan el agua del lago del
Giglio y a fumar.
Parece que los próximos días van a capturar las nutrias y a llevarlas al
Tíber, por encima de la presa de Castel Giubileo:
—Estropean el ecosistema del lago —me dijo uno de los obreros.
¡No me lo puedo creer! Hace años que vengo a este parque (me traía
mi abuelo) y doy de comer a las nutrias sudamericanas: ¿cómo pueden
hacer algo así? Espero que se lo piensen mejor…
Para despabilarme un poco (después del tercer o el cuarto porro) hoy
he dado cuatro vueltas al parque corriendo, mientras Fiore (totalmente
colgada) ha estado jugando todo el tiempo a las bochas con los viejos del
asilo de ancianos Bel respiro: las dos nos hemos despejado un poco.

Toda la tarde en Villa Pamphili.


Llenando de grumos espumosos de saliva el césped despeluchado
delante del banco donde estaba sentado y tratando de vender un poco de
metralla.
Mentalmente escribí una canción y me la apunté en un rincón de la
cabeza: «Cuando vi tus ojos comprendí / … / Ahora sé / lo que estaba
persiguiendo / entonces, en los años oscuros / que pasé dormido / con
pesadillas».
También me imaginé dando conciertos por los parques y las villas de
Roma: los llamaría La D olee Villa Tour…
Me imaginé Villa Pamphili abarrotada de gente… una especie de
bomba de carne a la espera de que alguien verdaderamente duro
encendiera la mecha… y ese alguien sería yo…
Mientras volvía a casa a pie, bajo la tapia de la villa les vendí a dos
drogotas unos tripis hechos con pasta «Le stelline» de Barilla y teñidos
con rotulador fluorescente. Los dos piojos picaron.

Mañana en la piscina junto a Fiore.


Estuvimos hablando —debajo de la sombrilla— de los tatuajes que nos
gustaría hacernos: yo un símbolo inventado por mí en el brazo y Fiore un
escorpión sobre el bazo.
Tanto hablamos de ello que luego decidimos hacérnoslos de verdad con
las maquinillas de electroimán y las tintas con pigmentos naturales, no
tóxicos, en Tatum Shop de Monteverde.
Resultado: la única que me pinché fui yo. Fiore (la muy cobarde) al
final se rajó…
Me pasé la noche soplándome con todas mis fuerzas en el brazo (con la
ayuda de tramontana-Fiore) y hojeando viejas y gruesas agendas de
colegio.
En una de ellas (¡horror!) le declaro mi amor a Kyle MacLachlan:

Kyle MacLachlan. ¿Quién eres? ¿Por qué tenías que plantarte


justo delante de mi? ¿No podías quedarte quietecito ocupándote de
tus asuntos? No, tenías que venir a fastidiarme a mí, precisamente.
A mí, que estaba tranquilamente sentada viendo en la tele «Los
secretos de Twin Peaks» por puro aburrimiento y porque en casa
no me llevaban a ningún sitio…

¡No me lo puedo creer! En aquella época debía de tener alguna lesión en el


cerebro (era ese período en que si bebía un trago de cerveza se me subía a
la cabeza: una especie de malformación que me impedía soportar el
alcohol).
Ahora solo tengo un ídolo: Mike Tyson. Por su capacidad magnética de
encarnar la bestia y mostrarla sin disimulo, por su manera de ofrecerse tal
como es, espantoso e irresistible… ¡le amo!
Debo de haber cambiado…

Paranoia feroz. Llevo todo el día oyendo a los Metallica a volumen 10 y


rompiendo botellas de cerveza Peroni contra la pared.
Estoy desnudo e imito los movimientos de James Hetfield, Kirk
Hammett, el guitarrista hispano, y Lars Ulrich, el batería. También me he
hecho cortes en todo el cuerpo con una Gillette Platinum 5: en los brazos,
en el pecho, y también en los pies y con la sangre he embadurnado el yeso
de la pared, como un mural.
Me he fumado un gramo de shaboo que pillé donde el filipino de
mierda de Colli Portuensi y ahora la espuma rabiosa me escurre por la
barbilla y lloro.
Para distraerme antes estuve mirando también algunas fotos mías (una
en postura de etiqueta de veneno: skull and bones, calavera y tibias)…
luego la reseña en Vinile de mi primer y único disco (1990) compuesto e
interpretado por mí con el nombre de Shaved Pigs.
Esta es:

Rrrroooonnn. Zzzzz. Rrrooonnn. Zzzzzz. Rrrooonnn. Zzzzz.


Rroonnn. Zzzzz. Frssssssss tac. ¿Eh? frssssssstac… ¡Ah! Ha
terminado la primera cara, esperemos que no se haya estropeado
la aguja. ¿Pongo también la segunda o me tomo un cafelito? Mejor
el cafelito, pero no antes de haceros partícipes de una duda que me
atormenta: ¿los Cerdos Afeitados son así o se lo hacen?
CA

Cabrones.
¡No me lo puedo creer! Me he enamorado.
A los 140 segundos de verle (lo que tardó Mike Tyson en tumbar a
Frank Bruno) ya estaba colada por él. ¿Os habéis sentido alguna vez así?
No es agradable, os lo aseguro. Señores del tribunal, ¿cómo pueden dejar
sin condena a ese monstruo que me ha dejado colada como una verdura
cocida?
Nadie se apiadará de ti. Estaba tan ancha (las clases acaban de
terminar), estaba escuchando tranquilamente a los psicóticos/histéricos
Nirvana sentada en un banco de Villa Pamphili cuando apareciste tú… tú
con tu mechón rubio colgando en la cabeza rapada al cero y las placas de
acero en la puntera de las botas… ¡súper!
Mandé a la mierda a los Nirvana y mi tranquilidad y empecé a
cocerme en agua hirviendo.
¡Cuántas cosas increíbles me contaste! Que eres músico… que has
sacado un disco titulado Shit for Brains… que has tenido unas críticas
fabulosas y que tienes tres agujas de cinco centímetros en el cerebro
porque tu madre, que trabajaba, cuando eras pequeño te dejaba con una
vecina que era modista…
Estoy que me derrito, coladita por ti.
¿Me vas a llamar o no?

Hola… soy el tipo que va por Villa Pamphili con la guitarra y


cortes por todo el cuerpo. Como ves, he preferido escribirte a
llamarte por teléfono. ¡Odio el teléfono! Y odio tantas cosas más…
pero este no es el momento de hablar de eso. Si quieres te hablo de
lo que me gusta, así podrás conocerme mejor; aunque a la gente
nunca se la conoce del todo.
En fin: me gusta mi música Marcha Dura Metalosa &
Martirizada… porque me permite expresar mi individualidad.
Me gustan mis botas blindadas.
Me gusta Villa Pamphili.
Me gusta mi perro Blacky (aunque esté muerto).
Me gusta la publicidad… creo en la publicidad y en el mundo
de ensueño que promete: solo allí puedo ver amas de casa con
figura de modelos, en vez de esas gordas bigotudas, siempre
desesperadas por su hijo drogota o también campesinos guapos y
sonrientes, encantados de dar el callo en los campos.
Ah, otra cosa: quiero llegar a ser ultraviejo y a ser posible no
morirme nunca.
Ahora ya sabes algo de mí, Asia. Haz buen uso de estas
informaciones.
Un saludo. Nicolás.
PS : También me gusta mucho la U estilizada con media luna y
estrellas que llevas tatuada en el brazo: ¿qué significa?
Adiós.

Queridísimo Nicolás:
acabo de recibir tu carta y he ido corriendo a la ventana para
ver si te veía. ¿La has traído tú? No lleva sello…
Se ve que también odias los sellos y los buzones… bueno, una
cosa más que sé de ti.
¿Qué tal estás? ¿Has estado más veces en Villa Pamphili?
Desde que acabaron las clases no hago más que aburrirme y
perder el tiempo (hoy me he pasado el día entero pintándome las
uñas y leyendo al viejo Dosto: Crimen y castigo es mi libro
favorito).
Tú seguramente tendrás días más interesantes y movidos que
los míos, los míos dan un poco de asco.
De todos modos yo también te escribiré algo de mí y de mi vida,
para que puedas conocerme mejor etcétera…
Allá va: me llamo Asia, tengo dieciocho años (casi) y hasta
hace unos meses llevaba el pelo a lo Christopher Lambert en
Subway, ¿controlas?… me suavizaba el pelo con mejunjes a base
de agua oxigenada, vodka, limón y manzanilla… luego decidí
dejármelo crecer y ahora asoman las raíces moreno-sicilianas y
me gusta infinitamente más…
Me destetaron con leche de Pistols, quesitos Clash, papillas
liofilizadas Buzzcocks. Luego crecí con Magazine, Joy División y
Doors.
Los perfumes que prefiero son: Hashish, Mughetto, Fiori di
montagna y Parfumo di Fico.
Comida: Cuscús. Flan. Gazpacho. Espaguetis con todas las
salsas. Algas. Sushi. Langostas (pero lo siento por ellas).
Durante tres meses he ido al gimnasio de boxeo del Sor Mario,
en Campo de’ Fiori, pero en diciembre se le acabó el dinero, lo
dejó todo plantado y volvió a trabajar de taxista.
¿Qué más?
El verano pasado me saqué el permiso de navegación en la
capitanía de Porto de Anzio, y un día zarparé con mi amiga Fiore
rumbo a un lugar lejano, a lo mejor Yemen…
El resto en la próxima…
Saludos.
Asia.
PS : La U tatuada en mi brazo significa Utopía.

Hoy ha cambiado algo.


Después de pasarme toda la noche como en la parrilla, dando vueltas y
más vueltas en la cama hasta que estuve asado en mi punto, a las nueve
salí y fui hasta casa de Asia… pero sin llamar. La esperé sentado en el
mármol del portal casi toda la mañana, hasta que bajó.
Me pareció que se sorprendía de verme.
Después de darme la carta fuimos a pie hasta Villa Pamphili y pasamos
allí toda la tarde.
Al anochecer (cuando, por fin, nos sentamos en un banco) saqué el
shahoo: calenté un puñado de cristales hasta que se redujeron a cenizas, y
luego nos los fumamos con la pipa.
Creo que para ella era la primera vez.

Por fin.
Hoy he visto a Nicolás.
Salía de casa para llevarle la carta cuando me lo encontré fumando en
el portal.
Le di la carta y él la leyó delante de mí: me dio un poco de vergüenza.
Luego fuimos a pasear por la calle de grava de Villa Pamphili, y nos
pusimos a hablar. Me habló de sus conciertos, de cuando le echaron del
escenario porque había montado unos cohetes en el mástil de la guitarra y
en un momento del concierto los encendió y apuntó hacia unos tipos con
chalecos de pastor sardo y sandalias de fraile en los pies.
Cada dos minutos me soltaba los nombres de los animales que
veíamos: garzas comunes, cisnes, ánades, tortugas norteamericanas, pollas
de agua, zampullines chicos, rascones, cercetas carretonas… increíble, se
lo sabe todo.
Cuando había oscurecido sacó unos cristales como la sal gorda y se
puso a calentarlos: se llama shahoo y lo usaban los kamikazes japoneses
durante la segunda guerra mundial… debe de ser verdad, porque me sentía
como una mula y habría dado sin esfuerzo diez vueltas al parque…

Toda la tarde al lado de Asia.


Caminando bajo un sol de justicia, junto los plátanos enfermos del
Tíber, y fumando.
Después de meternos un poco de sal gorda en la escalinata que hay
delante del mercado de Porta Portese, nos paramos delante del cementerio
de los ingleses, no católico, para visitar la tumba de mi madre.
En realidad mi madre no está enterrada allí: está enterrada en el
Verano, pero me gusta decir que está enterrada en el cementerio inglés…
Asia se emocionó y puso una rosa amarilla en la tumba de una
desconocida que no era mi madre, Linda McKenzie. Visitamos las cenizas
de Shelley y los huesos de Keats… nos besamos delante de la tumba de
Byron…
Antes de marcharnos escupí en la lápida de Gramsci… pero
naturalmente sin que Asia me viera, porque creo que es de izquierdas.

No entiendo nada.
No sé si estoy colgada del humo o de Nicolás. Quizá de los dos…
Desde hace dos días que solo espero verle y fumar como un mono y
caminar hasta donde me lleven las piernas…
Hoy por fin ha pasado…
En el cementerio no católico, en Testaccio, entre tumbas y pinos y
cipreses y cenizas y personajes famosos de la historia, nos besamos…
¡Fue ultrarromántico! También pusimos una flor en la tumba de su
madre (una ex bailarina inglesa de las Bluebell Girls, que murió —me dijo
— en un accidente de tráfico, mientras que su padre estuvo tres meses en
coma y ahora vive en su casa de la costa y cuida las plantas y juega al
ajedrez consigo mismo).
Además de las Doc Martens de los otros días y unos Levis, llevaba una
sencilla camiseta negra un poco desteñida… y cuando su lengua exploró
mi boca sentí un sabor a humo y sudor y también a sangre… un sabor
malísimo y malsano, pero me excitó muchísimo.

Hoy ha habido un medio accidente.


A Asia le dio un colapso en Villa Torlonia… adonde habíamos ido para
ver a un tipo que me debía dinero y para cambiar de parque.
De pronto se puso pálida y empezó a sudar frío… se derrumbó sobre
un banco medio desvanecida y con los ojos en blanco.
Me puse a pedir ayuda con todas mis fuerzas y dos señores en chándal
la socorrieron. Juntos la llevamos al policlínico Umberto I, ahí cerca.
En silla de ruedas la llevaron a una habitación y le midieron la tensión
y escucharon su corazón.
Un camillero para distraerla le contó la historia de cuando Kurt Cobain
fue ingresado en ese hospital con sobredosis de Rophinol y en estado de
coma…
Asia por fin se recuperó un poco (también le dieron un par de
sedantes), mientras yo seguía rechinando los dientes y sin poder estarme
quieto… el médico no paraba de someterme al tercer grado con la vista y
suspirar… Yo no debía tener muy buena pinta…

Una mala tarde.


Por hacer algo fuimos a Villa Torlonia.
A la ¿tercera, cuarta? pipa, mientras Nicolás me hablaba de un viejo
Jet Firebird usado que le gustaría comprarse, noté que el corazón se me
salía por las orejas y que todo se nublaba…
Me desperté sentada en una silla de ruedas rodeada de médicos y
enfermeras que se afanaban con el estetoscopio y con mi pulso.
Detrás estaba Nicolás… pálido, decaído y con los ojos desorbitados.
No había que ser un genio para darse cuenta de que estaba hecho polvo…
Hubo un momento en que me hablaron de cómo iba vestido Kurt
Cobain la noche que le llevaron moribundo a primeros auxilios: vaqueros
rotos, camiseta blanca con los músculos pintados en el vientre, Rolex de
oro en la muñeca izquierda y Cartier en la derecha.
Cuando despertó —24 horas después— pidió cigarrillos y galletas
saladas.
En cambio yo solo un beso a Nicolás…

Cumpleaños de Asia. 18 años.


Le compré el ataúd de Barbie con Barbie dentro.
Es rosa, y la bonita muñeca difunta sonríe a través de una abertura en
forma de corazoncito. Lista para ser enterrada en el cementerio de Barbie.
Le compré también el conjunto de lapiditas rosas, palita rosa para el
enterramiento, flores y coronita.
Asia parecía un poco sorprendida cuando se la di, pero se la veía
contenta, porque después me preguntó si quería que fuéramos a su casa (ya
que sus padres no estaban) para celebrarlo juntos.
Antes de reunirme con ella me acerqué a los Colli en busca del filipino
que me vende el shahoo pero no le encontré: lo habrán trincado, al muy
soplapollas… Entonces le compré un gramo de coca a uno del barrio y me
pasé por la farmacia para comprar dos chutas de un milímetro y un agua.
Luego me reuní con Asia.

Un día estupendo.
Lo pasamos esnifando coca y haciendo esa cosa que estaba esperando
desde hacía tanto tiempo…
¡Qué pasada!
Casi le violé en la gran cama de matrimonio de mis padres… no me lo
puedo creer…
Nos llamamos por los nombres de mis padres —Arnaldo y Giuseppina
— y jugamos a ser ellos…
¡Fue realmente demencial! Él no logró correrse, estaba demasiado
pasado de rosca, pero dijo que la próxima vez se correrá dos veces…
Creo que yo me he pasado de guarra… debió de ser la coca que
habíamos fumado, esnifado e inyectado (aunque poco) en las venas… ¡el
caso es que estaba desatada!
Por la noche me llamó Fiore (no hablaba con ella desde hacía ¿diez?
¿quince? días) y me preguntó que qué me pasaba, que tenía una voz rara…
pero yo no fui capaz de contestar porque Nicolás me hacía la tortura de las
cosquillas… en la barriga, bajo los brazos, en todo el cuerpo… y ella se
hartaría porque al cabo de un rato dije ¿oye? y al otro lado ya no había
nadie…

Cabrones.
Hoy nos han dado la sorpresa.
Habíamos ido a mi casa a oír Shit for Brains (mi primer disco) y a
follar en la colchoneta y hablar de nuestros secretos (yo le conté la historia
de las palomas: de cuando me dediqué a cazar palomas del edificio de
enfrente con una pistola de aire comprimido y balines de plástico; ella de
cuando quería tirarse por el viaducto Roma-L’Aquila, como esa familia
estafada el otro invierno…).
Luego bajamos —bastante colgados y anfetamínicos— y nos
encontramos con una sorpresa…
El hospital Umberto I había avisado a la familia de Asia del colapso
del otro día, y su padre estaba esperándonos en el portal…
¡De película!
Sombrero a lo Zorro, cigarrillo, impermeable con cuello de piel…
bigotito recortado como Willy DeVille. Parecía salido directamente de una
película de espadachines, o de piratas… ¡vomitivo!
Apoyado en una Harley Sportster 1200 me miraba de la coronilla a la
punta de los pies, y fumaba…

Tragedia.
Estoy completamente destrozada…
Ni siquiera soy capaz de hablar.
¿Por qué se tienen que acabar las cosas bonitas?
Todo iba tan bien… todo era tan perfecto y tan cojonudamente
bonito…
Por fin había visto la casa de Nicolás… Hicimos el amor entre cortezas
frías de pizza, restos de hamburguesas y latas aplastadas… oímos las
guitarras desafinadas y la batería siempre a destiempo de su primer
disco…
Y entonces llegó el cabronazo de mi padre a joderlo todo…
¡Le odio! ¡Le odio! ¡Le odio! No me impedirá que vea a Nicolás…
antes me cuelgo de una viga del sótano… me encontrará con la cabeza
hinchada y la lengua fuera… ¡vaya si lo haré!

Toda la tarde en Villa Pamphili.


Metiéndome coca en el baño de la antigua pollería y viendo cómo los
empleados trataban de cazar las nutrias con unas redes especiales.
En un momento dado (antes de que las metieran en el camión, dentro
de unas jaulas) me puse a gritar y a tirarles puñados de gravilla…
Hasta que dos tipos con mono me persiguieron y me echaron de allí,
amenazando con denunciarme…
Salí del parque con espuma en la boca y llegué a casa de Asia… la
esperé en el portal.
Cuando bajó me acerqué a ella tambaleándome, pero ese Willy DeVille
de pacotilla se puso delante y me llamó cabrón…
Perdí los estribos y le di en toda la jeta… le dejé en el suelo en medio
de un charco de sangre, con la nariz colgando…

Ahora sí que se acabó.


Hoy Nicolás le ha roto el tabique nasal a mi padre y le ha pateado en la
cara.
Parecía un perro rabioso… tenía los ojos rojos y le salían espumarajos
de la boca.
He tenido que jurarles a mis padres que no volvería a verle.
Les he prometido que me sometería a unos análisis y llegado el caso a
una cura de desintoxicación.
Les he dado mi palabra de que me marcharía lo antes posible a
Londres con Fiore.
Ellos me han asegurado que no van a denunciar a Nicolás.

Me he despertado.
He meado en la pila de acero del fregadero, y ahora estoy sentado en
esta silla mirando el yeso desconchado del salón: en murovisión.
Me he pasado toda la noche llamando por teléfono a Asia, pero su
padre me gritaba perro rabioso nazi y no me la pasaba. Al final debió de
desenchufar el aparato.
A eso de las cuatro la vi llegar a casa: se había escapado de su
habitación y había venido a verme.
Intenté abrazarla, pero ella no quiso.
Se sentó en el sofá. Me dijo que iba a ir a Londres con su amiga Fiore,
a estudiar inglés.
Le dije que podía ir yo también, que iríamos a los garage party, que
nos lo pasaríamos súper sin el control de los cabrones de sus padres.
Ella me contestó que su padre me iba a denunciar en cuanto intentara
acercarme a ella… que mejor no, que mejor dejarlo así. Dijo que estaba
deprimida y hecha polvo y que no me iba a olvidar nunca etcétera.
Pero yo había dejado de escucharla y me estaba haciendo un poco de
sal gorda.
Ella llevaba una chupa ácida: toda amarilla y con la cara sonriente del
smile.
Debajo llevaba una camiseta blanca toda arrugada, sin planchar.
Cuando terminó de hablar me incliné y saqué la Stratocaster de su
funda negra… la funda estaba perdiendo una capa de pegatinas
descoloridas…
Antes de que Asia se diera cuenta, levanté la guitarra sobre su cabeza y
luego la golpeé… la golpeé otra vez… otra vez… y otra.
Hasta que ya no hubo movimiento.
Entonces me quité toda la ropa y limpié la sangre con periódicos.
Quité un mechón de pelo que se había enredado en las cuerdas de la
guitarra.
Para colocarme me metí toda la coca que tenía y perdí un poco de
tiempo escuchando la repetición de Enter Sandman de los Metallica (y
levantaba la pierna como para dar una patada, tipo boxeo francés, y daba
en las cuerdas y lanzaba el aullido animal ¡¡¡ñiaaaaaauooonnnnnn!!! ante
el espejo…).
Luego la metí en una bolsa grande de la basura.
Antes del amanecer cogí las llaves del Escarabajo y bajé con la bolsa
de plástico negro. Levanté el asiento hasta el volante y la eché en el
asiento de atrás.
Luego arranque y fui hasta la presa de Castel Giubileo.
Allí la saqué del Escarabajo y la arrastré bajo los muros del Tíber, con
las mandíbulas apretadas y los músculos temblando.
Luego abrí la bolsa en la grava de la orilla y la empujé hasta el agua.
Mientras la empujaba me imaginé que vagaba por la negra corriente en
compañía de peces, ratones, ratas, lodo, troncos, palos, mierda, zarzas…
Y de las nutrias de Villa Pamphili…
Matteo Curtoni

Trencitas rubias

a Chiara y Laura

Guitarras eléctricas afiladas como cuchillas. Gritos, bajo y batería


martirizadores como los latidos del corazón de un hombre que corre.
Sonidos secos y descarnados que rebotaban en las paredes húmedas y
oscuras de hormigón y le arañaban los tímpanos, la lengua, el cerebro. A él
y a los demás, ensordecidos en el éxtasis percusivo.
No esperaban otra cosa de una noche fuera. Tanto si la pasaban en la
calle, con la helada, llenándose de cerveza y aullando a la luna como
extrañas fieras de cuero asilvestradas por el asfalto, como si se sumergían
en el estrépito y el calor sofocante de un sótano o un local, todo valía para
ellos. Alcohol, bullicio y falta de pensamientos, una mezcla diabólica y
embriagadora que a veces les hacía sospechar que esos tres elementos eran
el barro con el que estaba hecho el paraíso. O el infierno. O los dos.
Al chico le valía con eso y, no se sabe cómo, logró apoderarse de un
vaso de papel casi lleno de cerveza, bebérsela y volver a zambullirse en la
masa que se agitaba al pie de la tarima antes de que al legítimo propietario
le diera tiempo a protestar. Se dejó arrastrar por el baile alocado que
ondeaba desacompasado con el ritmo insostenible de las balas de punk
rock disparadas por los instrumentos, incrustaciones metálicas y
destellantes que el sudor y la música había fundido con la carne.
Las sacudidas de los cuerpos y miembros estaban desacompasados. Un
empujón demasiado fuerte le lanzó contra uno de los amplificadores, y le
agredió el delirio ensordecedor de unas notas crudas y hostigadoras. Al
chico le entraron ganas de ponerse de cara a la fuente de esos sonidos para
que la música le arrastrara, de una vez por todas. Como por una explosión
atómica y a quién le importa, podría hacerlo, podría hacerlo y que les den
por culo a todos, pero apenas se había formado ese pensamiento en su
mente confusa cuando la ondulación de la multitud ya le había arrastrado
lejos del amplificador, entre hombros, pelos, camisetas empapadas de
sudor y caras pintadas y chillonas.
El chico se olvidó de esa idea y siguió como antes el ritmo general,
bailando, sudando, gritando las palabras de la canción que recordaba e
improvisando las que había olvidado. Le pareció ver agitarse el brazo de
un amigo suyo, en el fondo de la sala, en la orilla opuesta de la laguna
frenética de cuerpos y sonidos en la que estaban sumergidos, y devolvió el
saludo sin parar de bailar. No tenía ni idea de dónde se habían metido los
demás, pero la preocupación no le rozaba siquiera, eliminada de su cabeza
por toda esa música que pegaba, gruñía, aullaba, ensordecía como un
demonio artificial evocado por la banda que se movía en la tarima.
Brujos eléctricos, pensó, y soltó una carcajada innatural directamente
en la oreja del chico que tenía delante, tan fuerte que el otro se volvió a
mirarle, sorprendido durante un segundo y divertido el segundo después, y
se unió a su carcajada.
Brujos eléctricos, qué buena idea, qué idea más cojonuda.
Buscó con la vista a sus amigos durante un momento, pero no
consiguió localizarlos. De todos modos daba igual, porque a causa de un
extraño encantamiento, al final de cada noche, por cargada de alcohol o
droga que estuviera, siempre lograban encontrarse de un modo u otro. Así
que se olvidó de ellos también y centró su atención en el escenario y los
brujos eléctricos que (one, two, three, four!) acababan de atacar otra pieza,
aún más cruda, rápida y sincopada que la anterior.
—¡EH! —gritó, cruzándose con el azul oscuro de los ojos muy abiertos
de una chica rubia que bailaba cansinamente junto a él, pensando
devolverle un poco de energía con esa exclamación entusiasta y elemental
—. ¡EH! —repitió con fuerza. Una sonrisa torcida y extasiada le modelaba
los labios agrietados.
Pero la chica ni siquiera contestó a la sonrisa y siguió bailando,
encajada entre otros cuerpos. Su cabeza se bamboleaba hacia delante y
hacia atrás, azotando con sus trencitas rubias el aire frenético y lleno de
humo, con los ojos muy abiertos, paralizados en esa expresión que parecía
la única de su repertorio.
El chico arrugó la frente y sintió la tentación de acercarse a la cara de
la chica, ponerle los labios junto al oído y repetir el concepto (¡EH!) con
todo el aliento que tenía en el cuerpo. Pero quizá no fuera una buena idea.
Puede que la chiquilla estuviera borracha perdida, o emporrada, o
empastillada, vete a saber, y puede que tuviera un novio de un metro
noventa, celosísimo, de esos que se mosquean por nada, y puede que el
novio en cuestión interpretara su gesto por un intento de ligue y… no,
mejor olvidarse de la chica, decidió, e intentó volver a cabalgar en la ola
eléctrica de la música.
Pero le costaba recuperar el ritmo.
De pronto los empellones de la gente que le rodeaba ya no eran pasos
de una danza tribal y liberadora, sino algo estúpido, desangelado, irritante.
Se sintió desorientado.
Todo por culpa de la chica, con sus trencitas rubias y sus ojazos
abiertos de par en par, con esa cabeza que se bamboleaba y parecía que se
movía solo porque los que tenía a su alrededor se estaban moviendo, pensó
el chico tratando de recuperar el entusiasmo que casi le había hecho
estallar las venas hasta un momento antes. Inútilmente. Se le había
escapado el ritmo, y hasta la música le parecía lejana ahora, pese al
estrépito que llenaba el aire y le arañaba los tímpanos con garras ásperas
de metal.
—¡A tomar por culo, joder! —musitó, bailando ahora ya sin el menor
rastro de pasión—. ¡A tomar por culo!
Volvió a mirar a Trencitas Rubias, que parecía a punto de derrumbarse,
una muñeca hinchable pinchada que segundo a segundo perdía aire y vida
y acabaría pisoteada por el público del concierto. Incluido él,
probablemente.
Peor para ella si había perdido el ritmo, pensó arrugando la frente y
dándole a la muchacha un empujón distraído. Ella por poco no le cae
encima, con la cara tapada por la cascada de trencitas, zarandeando los
brazos como si estuvieran vacíos, sin huesos y sin músculos. Una muñeca
rota que evitó la colisión con él gracias al movimiento rapidísimo de un
brazo que le pasó por la cintura y la volvió a enderezar.
Otra vez de pie, otra vez bailando con los demonios de rabia y
adrenalina evocados por los brujos eléctricos que estaban sudando el alma
en la tarima y (one, two, three, four!) se estaban tirando de cabeza en otra
canción. Pero el chico apenas se dio cuenta, porque en la brevísima
fracción de tiempo que Trencitas Rubias había apretado el cuerpo contra el
suyo, él había tocado con su mano cálida y viva algo viscoso y húmedo y
pegajoso, y se había dado cuenta de qué era eso tan extraño, eso que no
encajaba en ella.
El caso es que Trencitas Rubias tenía el vientre rajado, la piel helada y
no bailaba como bailaban los demás, por la sencilla razón de que Trencitas
Rubias estaba muerta… Trencitas Rubias, joder, estaba muerta.
Y el chico se puso a gritar y a moverse entre los cuerpos resbaladizos
de música y frenesí y recuperó la energía y el ritmo que poco antes creía
haber perdido. Pero nadie pudo entender el verdadero motivo por el que se
desgañitaba y se agitaba de un modo tan desesperado. Nadie. Porque había
estrépito, alcohol y falta de pensamientos y la música les estaba
empujando hacia una meta que sería idéntica y distinta para cada uno de
los presentes, la cima de un paroxismo en el que los gritos de uno serían
los gritos de todos, el placer de uno el placer de todos y la locura de uno la
locura de todos.
Sin saber realmente por qué, el chico dejó que sus brazos se deslizaran
alrededor del cuerpo frío de Trencitas Rubias y la estrechó. Notó el líquido
pegajoso de la sangre que le había empapado el vestido, notó los pezones
completamente endurecidos apretarle la camiseta, y notó el hielo de ese
cuello en el que, a su pesar, sin saber por qué, estaba hundiendo la cara
mojada por las lágrimas. Lloraba porque Trencitas Rubias estaba muerta
pero seguía bailando, arrastrada por el ritmo general y la tempestad áspera
y furiosa de la música. Lloraba, sollozaba porque Trencitas Rubias había
sido tan bonita y ahora estaba tan vacía, sus intestinos se habían escurrido
por la gran raja abierta en la barriga como la parodia de una vagina, de un
sexo suplementario e inútil. Probablemente los chicos que estaban allí
bailando le habían pisado las tripas sin darse cuenta, porque en un sótano
donde se celebra un concierto de entrada libre hay tantas porquerías que
nadie se preocupa de ellas. Pero el chico lo sabía, sabía lo que eran las
cosas viscosas que había estado aplastando hasta entonces con las suelas
de sus botas, y ese conocimiento le hacía derramar más lágrimas que le
quemaban los ojos, y estrechar a Trencitas Rubias era como decirle no
estás realmente muerta, todo esto no es más que una broma de mal gusto,
y una vez terminado el concierto podrás volver a casa como todos los
demás, y dormir y soñar, de veras, de veras…
Fue entonces cuando se percató de que había recuperado el ritmo,
abrazado al cadáver de la chica rubia. Casi le dieron ganas de reír, pero no
se rió, siguió llorando y bailando agarrado desesperadamente a ella. Otras
canciones se persiguieron por el aire, rompiéndolo y recomponiéndolo en
imprevisibles rompecabezas, dibujando en él sonidos duros, concretos y
reales, tan reales que casi parecían visibles con el ojo humano. Trencitas
Rubias seguía bailando, sostenida por sus brazos que, quién sabe dónde,
habían encontrado las fuerzas para sujetarla y llevar al extremo esa ficción
de vida a la que alguien la había arrojado.
—Tú también lo has entendido, ¿verdad?
Las palabras le resbalaron por los tímpanos como algo viscoso y
asqueroso, una legión de insectos que buscaba una grieta en su cabeza para
entrar en su cerebro y empezar a roerlo.
Sin aflojar el abrazo helado de la chica muerta, volvió la cabeza hacia
el lugar de donde le pareció que había salido la voz, y le vio. A pocos
centímetros de su oreja estaban los labios del chico que sujetaba a
Trencitas Rubias en el momento en que estuvo a punto de caerle encima.
Era un chico como todos los demás, idéntico a él y a sus amigos (y esta
noche quizá, después del concierto, ya no les encontraría).
El otro sonreía.
—Trencitas Rubias… la has matado tú.
Y entre los sollozos ni siquiera estaba seguro de que el otro le podía
oír.
—Sí, pero ella sigue bailando —contestó el chico sonriendo—, ahí está
la gracia. Estarás de acuerdo conmigo.
No tuvo más remedio que asentir, pues el sentido de lo que había dicho
el asesino le estaba llenando la mente, la garganta y la ingle como una
marea sucia y asquerosa que subía y subía y subía, imparable.
—La has matado… —sollozó sin parar de bailar, atado al cadáver de
Trencitas Rubias.
—La has matado…
—Sí —le dijo la voz acompañada de un aliento cálido y maloliente,
directamente al oído—. Pero lo has entendido, y no tiene sentido que
sigamos hablando de ello, ¿verdad?
El chico movió la cabeza y vio que el asesino abandonaba su sonrisa
para estallar en una carcajada. Algo helado y cortante le acarició los dedos
que estrechaban los costados de Trencitas Rubias y le arañó la piel. El
chico sonriente dejó de reír, apartó un mechón de pelo de la chica y la
miró directamente a los ojos durante una fracción de segundo.
—Ahora tengo que sacar a bailar a otra —dijo, mortalmente serio—.
¿Le harás compañía mientras vuelvo con vosotros?.
El chico asintió, lloroso, y no consiguió cerrar los ojos, aunque lo
deseaba con todas sus fuerzas, borrar de su mente el rostro, los iris grises y
espléndidos, las pupilas dilatadas del asesino. Asintió con fuerza y,
hundiendo la barbilla en la piel fría del hombro de Trencitas Rubias, se
mordió la lengua.
—¿Me lo prometes?
Una orden disfrazada de petición.
—Sí —lloró él, y una vez sellado su acuerdo supo que podía volver a
esconder la cara en el pelo rubio de la chica y cerrar de nuevo los ojos.
Con los párpados apretados pero los oídos bien abiertos a los sonidos y
los delirios de esa noche manchada de rojo, oyó cómo la banda se
zambullía en los riff y los solos ensordecedores de otra canción (one, two,
three, four!).
Entre las lágrimas se echó a reír y a reír, y sin dejar de reír estrechó
más fuerte a la chica muerta y siguió bailando.
El concierto estaba llegando a su fin. El cantante del grupo que sudaba
y rugía en la tarima maltrecha anunció que iban a tocar la última pieza, y
el chico abrazado a Trencitas Rubias volvió a reír. Y siguió cuando (one,
two, three, four!) los primeros acordes de la última canción arremetieron
contra él y el resto del público como olas hambrientas de una marea de
electricidad arrolladora. También siguió riendo mientras las notas de la
última frase le cavaron surcos en la piel y en los pensamientos. Reía
porque el asesino había desaparecido y él estaba abrazado a Trencitas
Rubias, y reía porque no paraban de bailar juntos, como si la música no
fuera a acabarse nunca. Reía porque los demás no podían entenderlo. Reía
porque no tenía ni idea de dónde estaban sus amigos. Reía porque ya no le
importaba nada.
Y sobre todo reía porque Trencitas Rubias, a pesar de la raja en el
vientre, seguía bailando con él.
Y porque quizá no pararían nunca, los dos.
Matteo Galiazzo

Cosas que yo no sé

Querido José:
hoy puse la televisión y te vi, te sacaron. Todos los telediarios y los
periódicos hablaron de ti y del proceso. Estabas ahí sentado, con la mejor
de tus sonrisas, estabas tranquilo como solo les está concedido a los reyes
antiguos y a los sabios. La voz en off hablaba de los cargos que hay contra
ti, de los estupros de las niñas, de los asesinatos, de las prácticas sexuales
con los cadáveres de tus hermanas. De tu confesión, de cómo lo has
admitido todo plácidamente, sin asomo de remordimiento, manteniendo
inalterable tu sublime belleza.
Te amo. No te conozco personalmente, pero qué tiene que ver. Tu
esencia, tu idea, el pneuma que encierras es fuerte, mucho más fuerte que
los vehículos usados por la palabra para transmitirse de un hombre a otro.
Estos vehículos no pueden torcer lo que derramas, querrían hacerlo, pero
no pueden. Los periodistas han intentado explicar las cosas, han creado
una jaula para encerrar tu historia, pero tu luz se escurre entre los barrotes.
Es imposible no verte, José, yo no puedo dejar de verte.
Mamá y papá siguen con atención los telediarios y los periódicos,
siempre, todos los días. Están hambrientos de noticias. Hambrientos de
malas noticias. Las noticias buenas les dejan tristes e inseguros. Desde que
se disipó la pesadilla de la guerra nuclear su nerviosismo ha aumentado,
me doy cuenta. Pero en los telediarios y los periódicos la mayoría de las
noticias son malas, de modo que el nerviosismo nunca prevalece sobre la
fe. Cuando se enteran de una buena noticia tienden a no fiarse demasiado,
a poner en duda las fuentes, a imaginar conspiraciones que implican a todo
el sistema de las comunicaciones que pone en circulación estas buenas
noticias carentes de todo fundamento.
En cambio, cada vez que sucede una catástrofe veo una felicidad
subterránea, que nunca sale claramente a la luz, pero me he acostumbrado
a descifrarla después de los años que vivo con ellos. Les embarga una
felicidad, una esperanza. Y rebosa, se ve que no son capaces de contenerla
por completo, y unas gotas rebasan el borde y se escurren por fuera. Yo
veo esas gotas. A cada anuncio de nuevas guerras, terremotos, epidemias,
hambres, crímenes cada vez más feroces, ilegalidades cada vez más
extendidas, destrucciones, explosiones de centrales nucleares,
hundimientos de petroleros, envenenamientos de la tierra, a cada noticia
de este tipo veo unas gotas que rebosan de su interior. En ellos hay
entusiasmo, después de cada agravación aparente de la situación mundial.
El recelo con que escuchan las buenas noticias desaparece, sustituido por
una aceptación total y completa de las palabras del locutor.

Así han recibido también las noticias sobre ti, José, sin dudas ni
incertidumbres. Desobediencia a los padres. 2 Timoteo 3:2. Otra señal
para sumar a las muchas otras que han coleccionado y les acercan, paso a
paso, noticia a noticia, al Armagedón. Si se vieran obligados a vivir en un
lugar sin televisión ni periódicos, probablemente mamá y papá no
tardarían mucho en perder la fe. Estoy segura. Se pondrían cada vez más
nerviosos, sin puntos de referencia, sin esas señales, esos indicadores de la
cuenta atrás, esos mojones kilométricos en la carretera que va al fin del
mundo.
Eliah quería hacer una estatua de la Virgen, una de esas estatuas que
sangran. Hay muchas por ahí. Sirven sobre todo para vender aceite
milagroso o reliquias portentosas a la gente que acude en masa para asistir
al milagro. A veces solo para venderles bocadillos y latas de refrescos. El
que no corre vuela. La que quería hacer Eliah no sangraba por los ojos, o
por los estigmas. Simplemente le caía la menstruación. Había un gran
gentío delante de la estatua. Todos adoraban el sagrado flujo. Y miraban.
De pronto, bajo la estatua, se encendía un letrero de neón. El esponsor. La
Lines, por ejemplo, o el fabricante de compresas. El flujo de los fieles
absorbido por la visión. El flujo de las ventas subiendo. Luego detenían a
Eliah. Quitaban la estatua, se la llevaban. Todos los flujos, uno tras otro,
cesaban.
Ahora mamá y papá están cantando el salmo 95: «¡Venid, adoremos y
postrémonos! Arrodillémonos delante de Jehová, nuestro Hacedor».

Ya, Jehová. YHWH. Nadie sabe cómo se pronuncia este nombre. Jehová
es solo una de tantas hipótesis. En realidad no conocemos las vocales
internas. Hay quien dice Yahveh. Meras hipótesis, en realidad no lo sabe
nadie, y ya nadie lo sabrá. Admitiendo que haya dos vocales internas y
tomando en consideración solo las cinco vocales principales, tenemos una
disposición repetida de cinco elementos de clase dos que da lugar a 25
posibles nombres de Dios. Estos 25 nombres de Dios son:

YAHWAH YEHWAH YIHWAH YOHWAH YUHWAH


YAHWEH YEHWEH YIHWEH YOHWAH YUHWEH
YAHWIH YEHWIH YIHWIH YOHWIH YUHWIH
YAHWOH YEHWOH YIHWOH YOHWOH YUHWOH
YAHWUH YEHWUH YIHWUH YOHWUH YUHWUH

Como veis, YEOHWAH no está. Si admitimos que puede haber tres vocales
internas, tenemos 125 nombres de Dios. Entre ellos YEOHWAH, sí, pero es
solo uno de los 125 posibles YHWH. Eso admitiendo que las vocales entre
las que hay que buscar sean tres, y sobre todo que sean precisamente esas
cinco. En las lenguas habladas más frecuentes existen muchas más de
cinco vocales. La ü, por ejemplo. En la realidad fonética existen infinitas
vocales, infinitas posibilidades del espectro labial, como existen infinitas
notas, no solo siete, ni doce, sino infinitas, como no existen cinco colores,
sino infinitos.
De modo que las posibilidades no son 25 ni 125 ni 625, sino infinitas,
y no existen 25 posibles nombres de Dios, ni 125 ni 625 un número finito.
Existen infinitos nombres de Dios. Nadie podrá pronunciar nunca Su
nombre.

Mamá y papá presumen de saber el verdadero nombre de Dios. Pero no


tienen pruebas. Nadie las tiene. Nadie las tendrá nunca.
Eliah y yo queremos fundar una nueva religión. Todavía estamos
estudiando. No creemos en Jehová como nuestros padres, pero de
momento fingimos que sí. Están criando cuervos. El padre de Eliah es
vigilante de distrito. Eliah y yo nos vemos a menudo para estudiar la
Biblia.
Lo que no nos convence de los testigos de Jehová es su manera
simplista de leer la Biblia. Casi siempre al pie de la letra, sin hacer ningún
esfuerzo, así. Es una doctrina plana, se adhiere perfectamente a las
palabras y no se despega de ellas. Es demasiado terrenal, demasiado
material. También demasiado infantil, eso es, infantil, como las
ilustraciones de los libros para niños, esas que no tienen ningún matiz, con
contornos negros y colores lisos. Eso está bien mientras eres pequeño. Está
bien si quieres seguir siendo pequeño. Pero si quieres crecer tienes que
separarte, interpretar, mover, difuminar, inventar, crear y generar. Tienes
que viajar, con la cabeza, ver otros lugares, otras ideas, con los pedazos de
todas construir una tuya, una que puedas ponerte, que te sirva para toda la
vida.

Nuestros padres, míos y de Eliah, piensan que él y yo nos casaremos.


Desde luego, Eliah es mi mejor amigo. Ni siquiera puedo imaginarme otra
persona para pasar con ella el resto de mi vida. Pero cuando me masturbo
en el baño con los ojos cerrados pienso en ti, José, no en él.

Los testigos de Jehová no creen que a Jesús le crucificaran. Consideran


que los crucifijos son ídolos paganos. Creen que Jesús no murió en la cruz
sino colgado de un simple palo, clavado con las manos arriba. No sé por
qué creen eso, nunca se lo he preguntado a mamá y papá. Probablemente
es una forma de diferenciación estratégica de marketing. Lo mismo que el
nombre de Jehová, un nombre que no usa nadie más. Puro marketing.
En realidad se equivocan todos. No le clavaron a la cruz ni al palo. A
Jesús le mataron así: le ciñeron unas tiras de cuero de buey mojadas por
todo el cuerpo, apretadas de un modo mortífero, y luego le dejaron al sol y
las tiras, al secarse, se acortaron, reventándolo. Se le salieron las costillas
por la boca, junto con todas las tripas. Vomitó pedazos de pulmón. Así, de
ese modo murió Jesucristo. Lo sé porque estaba allí. Estaba delante. Era
un hombre, me llamaba Joatam, era tintorero. En compañía de mi mujer
Sefora y los niños estuvimos viendo el suplicio desde la hora sexta hasta la
nona. Cada vez que había un martirio llevábamos a los niños a verlo, para
enseñarles el Temor a Dios. Aunque fue inútil. Mi hijo mayor, Roboam,
acabó siendo un instigador, un zelote. Murió antes del asedio de Jerusalén,
antes del 70, él sí que fue crucificado. Pero Jesús murió como acabo de
decir. Y le miré a la cara mientras se moría, fijo a la cara durante más de
cinco horas, y luego también muerto, y tenía tu cara, José, eras tú. Parece
que fue ayer. Debe de ser un recuerdo fuerte si logra atravesar miles de
años y de vidas para llegar hasta mí en la bañera y hacer que mueva tan
deprisa los dedos dentro. Tú cubierto de tiras sadomasoquistas de cuero.
La primera acusación. Incesto. A este respecto Eliah dice que Jesús es
el desvirgador interno, porque en el momento del parto tuvo que romper el
himen de su madre, y lo hizo desde dentro, algo que ningún hombre había
podido hacer. Y tan pequeño. Recién nacido. De modo que entre Jesús y su
madre hubo una relación de alguna manera incestuosa, por así decirlo. Eso
es lo que dice Eliah. Se puede estar en desacuerdo, por ejemplo, el concilio
de Letrán de 649 proclamó la perpetua virginidad de María, ante partum,
in partu, post partum. El origen de esta afirmación debe de ser el hecho de
que después del parto no tiene mucho sentido definirse virgen, dado que ha
pasado un niño a través, sería como para un castrado considerarse aún
circunciso. De modo que se inventaron el cuento de que Jesús había
pasado a través.

Pero no te preocupes, José, en lo referente al incesto estás


completamente de acuerdo con la ley de Dios, Eliah y yo lo hemos
comprobado, en toda la Biblia no hay nada contra el incesto.
Porque vamos a ver: siempre nos han enseñado que todos somos
hermanos. Y todos somos descendientes de Adán y Eva. Dios no puso dos
parejas en el Edén. Puso una sola. También puso una de cada especie de
animal. De modo que el incesto era inevitable. La prueba es que estamos
hoy aquí. De lo contrario la raza se habría extinguido. Por lo tanto, se
puede hacer el amor entre hermano y hermana. Está todo en regla. No has
quebrantado nada fundamental, si es que te preocupa seguir las enseñanzas
de la Biblia. No creo, en vista de lo que hiciste justo después.
Algunos antepasados míos eran milleritas. Es decir, secuaces de
William Miller, un agricultor que vivió en Estados Unidos en la primera
mitad del siglo pasado. William Miller predicaba el fin del mundo, que
según él debía suceder en 1843. Luego desplazó la fecha hasta el 23 de
octubre de 1844. Logró que la gente se preparase para esa fecha. La gente
se preparó renunciando a las bodas, interrumpiendo los tratamientos
médicos, repartiendo sus bienes entre los pobres. De modo que nadie se
puso muy contento cuando el 23 de octubre el sol salió de nuevo. Deberían
haberse alegrado: aún tenían una vida por delante y un montón de tiempo
para averiguar dónde se había escondido William Miller y darle un buen
escarmiento.
En realidad, muchos se pusieron a esperar otra vez. La nueva fecha era
1854. Luego le llegó el turno a 1874. Luego a 1914.
Entre los que esperaban el fin del mundo en 1914 estaba Charles Taze
Russel, hijo de un rico comerciante de telas de Pittsburgh. Russel
convenció a mucha otra gente para que esperaran el fin del mundo con él
en 1914. Esta vez fueron millones de personas. En 1914 no se acabó el
mundo, pero empezó la guerra. Los millones de personas que esperaban,
en vez de alegrarse, se pusieron a esperar otra vez con impaciencia la
proclamación del siguiente Armagedón. Russel murió el 31 de octubre de
1916 de muerte natural.
La nueva fecha fue establecida por Joseph Franklin Rutherford, el
«juez». Propuso el año 1918. En 1918 terminó la guerra. Entonces
Rutherford probó suerte con 1920.También entonces falló. Antes de morir
dio otra fecha. Dijo que estaba completamente seguro de que el fin del
mundo tendría lugar en 1925. Sus secuaces se pusieron a esperar otra vez,
diligentemente. Todavía están esperando. Parece que no se han enterado de
que 1925 ha pasado hace rato. Todavía están esperando, están aquí, en esta
casa, están allí, esperando en el salón, son mamá y papá. Son los testigos
de Jehová.
La iglesia que queremos fundar Eliah y yo no estará basada en el amor
a Dios. Nadie tendrá que decir que Dios es bueno. Hoy muchas personas
dicen ser ateas, pero en realidad no niegan la existencia de Dios, solo
niegan su voluntad de amarle. Porque una cosa es decir que Dios no existe,
y otra decir que Dios existe, pero no se merece nuestro amor.
Pues bien, nosotros nos contentaremos con afirmar la existencia de
Dios, sin indagar sobre si es bueno o malo. Pensaremos que desde aquí nos
resulta imposible juzgar a Dios. Pensaremos que los hombres no son
capaces de hacerlo, no porque no sean capaces, sino porque desde aquí no
se puede ver. Porque ya es difícil juzgar si un hombre es bueno o malo. Y
no digamos Dios. Sería como pretender que un feto, en el tercer mes de
embarazo, se diera cuenta de que su madre se está equivocando en una
pregunta del examen para el permiso de conducir.
Mirad, ningún religioso vería con buenos ojos esta idea, esta
pretensión de juzgar a Dios. Sin embargo, cualquier religioso se hartará de
deciros que Dios es bueno. Estas dos cosas son irreconciliables. Para
afirmar que Dios es bueno hay que juzgarle antes.

Hasta hace poco mamá y papá me llevaban con ellos a testimoniar por
las casas, de puerta en puerta, la llegada del Armagedón. Eramos como
esos que, en el teatro, llaman a la puerta de los camerinos de los actores
para avisar: «a escena». Y la mayoría de los actores ni siquiera sabían que
estaban en el teatro, ni que iba a haber una representación y ellos eran los
protagonistas. A nadie le preocupaba no saberse su parte.
De niña me gustaba. Todos nos trataban mal. Yo me imaginaba el ángel
que venía después que nosotros, y no tocaba siete veces la trompeta sino
siete veces el timbre, como el ujier, y si al séptimo timbrazo no
contestaban se los llevaba con ellos. Procuraba pensar en sus caras en ese
momento. Nosotros teníamos razón. Y era estupendo.
Ahora voy con Eliah, casa por casa. Nos limitamos a hacer preguntas
genéricas sobre el Nuevo Testamento, sin profundizar nada. A veces voy
yo sola. A veces abren chicos que está solos y hacemos el amor. Es eso lo
que necesita la gente, más que nada.
Otra leyenda que está de moda entre los testigos es la de la
«generación de 1914». La fecha de 1914 es fundamental. En 1914 empezó
el dominio de Jesús en los cielos y la expulsión de los demonios a la tierra.
De modo que en 1914 hubo una lluvia de demonios desalojados, que se
trasladaron aquí abajo. Esta fase es anterior al Armagedón, pero es
imposible saber cuánto. Lo que se sabe es que por lo menos una persona de
la generación de 1914 estará viva cuando tenga lugar el Armagedón. Este
hecho se deduce de Mateo 24:34.
Jesús les está hablando a sus discípulos del fin del mundo. Pero de lo
que dice parece deducirse que está muy cerca. No muy cerca de nosotros,
sino muy cerca de entonces. Por ejemplo, a Jesús le muestran el templo y
dice que de él no quedará piedra sobre piedra, y que todo será destruido.
Quiero decir que Jesús no estaba hablando de un intervalo de tiempo de
dos mil años, de lo contrario no habría hablado del templo. Un templo, en
dos mil años, puede ser destruido por muchas cosas, antes de la llegada del
fin del mundo.
Es como si uno arrancara una flor de una rama y luego dijera: «De esta
flor no quedará pétalo sobre pétalo». Si está hablando del fin del mundo,
significa que considera que está muy cerca. Dentro de dos mil años, con
fin o sin fin, no habrá ni rastro de pétalos. Si Jesús hubiera indicado una
montaña lo habría entendido, si hubiera dicho: «¿Veis esa montaña? De
ella no quedará piedra sobre piedra».
Después Jesús pronuncia esa frase desafortunada: «En verdad os digo
que no pasará esta generación hasta que todas esas cosas sucedan». Si uno
lee esto por primera vez, entiende que Jesús quería que los apóstoles
estuvieran seguros de la proximidad del fin del mundo. La generación a la
que se refería era la de los apóstoles, la de sus contemporáneos. De lo
contrario habría dicho: «No pasará esa generación». Lucas 21:29 recoge la
misma frase. Pero antes había hablado del asedio de Jerusalén. Es decir,
del 70 d. C.
En fin, sea como sea, los testigos están convencidos de que la
generación de la que hablaba Jesús era la de 1914. Por eso se piensa que el
Armagedón será cosa de no más de veinte años, eso como muy tarde. Hay
que ver cuántos de los que estaban vivos en 1914 lo están todavía hoy.

Eliah también pensó que, para acortar el plazo, al ir de casa en casa, se


podía eliminar a todos los nacidos antes de 1914. Pero de momento son
demasiados. Dentro de poco será fácil. Basta con esperar.
Entonces nos serás útil, José.

La religión que Eliah y yo estamos preparando se basará en la simetría. La


simetría de todo. La simetría del tiempo, sobretodo. Se basará en las dos
fases temporales que son lo contrario una de otra, la expansión y la
implosión de todo. Las dos fases de la respiración de Dios. La espiración y
la inspiración.
Cuando la religión esté lista creeremos que todo el Universo se
expande hasta cierto punto, y luego empieza a retirarse, a encerrarse en sí
mismo. El Armagedón, según nosotros, será el momento en que tendrá
lugar la inversión de todo, el principio de la fase de retirada, durante la
cual la historia sucederá exactamente al revés, hasta llevarlo todo al punto
de partida.
Vamos con los detalles. Al principio del tiempo, al principio de la
respiración, el Universo es como el pulmón de Dios, al principio todo el
Universo está en un punto. Es un solo elemento unidimensional. En un
momento dado empieza la división: del elemento original se originan dos,
luego cuatro, luego ocho y así sucesivamente. De estos elementos se
generan los mundos, las estrellas, las galaxias. Y las galaxias se expanden,
se alejan unas de otras. En un momento dado alcanzan la distancia máxima
y la expansión cesa. El pulmón de Dios deja de inspirar y empieza a
espirar. Las galaxias se acercan, la distancia entre ellas disminuye. Cuando
toda la materia está en contacto los elementos empiezan a reunirse. Los
elementos en contacto se unen de dos en dos y su número se reduce. Cada
par de elementos genera otro, que a su vez se aparea con otro elemento. Al
final habrá dieciséis elementos, luego ocho, luego cuatro, luego dos, hasta
volver al elemento original. Y el universo volverá a ser un punto.
Luego, vuelta a empezar. El ciclo es infinito, se cierra sobre sí mismo.
Vuelve a empezar exactamente igual que antes. Las galaxias no se
expanden de un modo distinto, sino siempre exactamente del mismo
modo, los planetas, las formas de vida en los planetas, las civilizaciones
en el interior de los planetas no son cada vez distintas, sino exactamente
las mismas. Cada vida individual se repite por segunda vez, y luego por
tercera y así hasta el infinito, a cada respiración de Dios.

En la tierra, concretamente, la historia del hombre empieza en el


Génesis y termina en el Apocalipsis. Mejor dicho, ambos textos
representan simbólicamente los límites solo de la primera fase, la de
expansión, la de la creación del hombre hasta el Armagedón. No hace falta
describir la segunda fase, porque es exactamente igual que la primera, solo
que al revés.

Eliah quería hacer una iglesia con una puerta grande, sin sillas en el
interior, sin columnas, solo un gran espacio vacío dentro de la iglesia. La
gente entraba en coche y asistía a misa. Un drive-in, más o menos.

El dilema de la Evolución, contrapuesta a la Creación, es un falso


dilema. No son cosas contrapuestas, lo dicen incluso los científicos
evolucionistas. El problema de si el hombre y todas las especies animales
fueron creados como son ahora o se transformaron a lo largo del tiempo
gracias a la genética, no existe. Porque no es más que un problema de
tiempo. Es un problema que tenemos nosotros aquí, porque nuestro tiempo
es limitado. Si pudiéramos verlo todo, el tiempo, nos daríamos cuenta de
que es un falso dilema.
Es posible que Dios aprendiera poco a poco. Que primero creara las
cosas muertas, las cosas más sencillas, las piedras, las estrellas, los
sistemas. Luego habría creado las atmósferas, luego las bacterias. Y poco
a poco habría aprendido a hacer cosas cada vez más complicadas. Las
plantas, los primeros animales. Luego, el hombre.
Probablemente Leonardo, a los seis años, no habría sido capaz de
pintar la Gioconda. No hay nada malo en esto. Beethoven, a los cuatro, no
habría podido componer la Novena. Todas las cosas se aprenden, todas las
cosas se expanden, incluyendo la habilidad, el ingenio, todo eso. Incluso la
habilidad de Dios, su destreza manual.
Esto si queremos conservar cierto concepto del tiempo, pero si lo
abandonamos, si cambiamos el punto de vista, podemos plantear otras
hipótesis. Podemos pensar que Dios no necesitaba crear al hombre tal
como es, sino que lo puso en manos de la evolución, porque el tiempo para
él no es problema. A fin de cuentas, los animales están ahí, el hombre está
ahí. ¿Qué diferencia hay? Es solo un problema temporal, la creación puede
ser una cosa continua que no ocupa un instante, sino todo el tiempo.
Lo que sucederá después del Armagedón parece bastante claro.
Sencillamente, los hombres y las mujeres se harán menos numerosos, en
vez de multiplicarse. Los matrimonios, el sexo, ya no producirán hijos,
sino padres y madres. Las parejas que se unirán en matrimonio o se
conocerán, se convertirán en una sola persona. Esta persona se unirá con
otra para convertirse en una sola persona. Y así sucesivamente. Lo mismo
que los animales. Los hombres y las mujeres disminuirán, como los
equipos de fútbol en una eliminatoria. Los dieciseisavos de final, los
octavos, los cuartos, las semifinales y la final. Las dos personas que
participarán en la final serán un hombre y una mujer, y se unirán en
matrimonio. Sus nombres serán Adán y Eva. Después de unirse, serán
descreados por Dios. Ascenderán, no sé. Volverán al Edén. Porque las
puertas del Edén, creeré, son demasiado estrechas para que toda la
humanidad, o parte de ella, pueda entrar. Solo pueden pasar dos personas.
Dos personas casadas. Y una pareja de animales de cada especie. Y la
serpiente convencerá al árbol para que se coma a Adán y Eva. Eso es todo.
Es interesante el modo en que has matado a tus padres, José. Lástima
que ambos hubieran nacido después de 1914. Les ataste a dos sillas del
comedor y les obligaste a mirarte mientras hacías el amor con tu
hermanita. Los dos murieron de infarto. Eran sexófobos. No se
desmayaron simplemente, como puede sucederle a alguien que padece
claustrofobia y se queda encerrado en un ascensor, ellos se murieron.
Pensándolo bien, es un milagro que tú y tus hermanas hayáis nacido. Un
milagro. Tu madre y tu padre eran vírgenes, cuando se murieron. Tú
pasaste a través, José, como la otra vez.
Se podría decir que ha sido una casualidad, que han muerto por una
increíble coincidencia justo en ese momento, que tú no tienes nada que ver
con esto, que no eres un asesino. Se podría decir. Pero da igual. Porque
también está lo que hiciste después.
También da igual porque a mí no me interesan el bien y el mal, no
pretendo defenderte, demostrar que eres inocente ni nada parecido. No
creo en el bien y el mal, no creo en los buenos y los malos. No creo que
por un lado estén los buenos y por otro los malos, como en la pizarra.
Cada cosa tiene dos caras. Cada moneda. No es posible separarlas.
Parecerá una perogrullada, pero no lo es. No lo es si pensamos en las
consecuencias profundas, las consecuencias finales que implica eso. No es
posible ser solo buenos, ni ser solo malos. Ni siquiera es posible ser más
buenos que los demás, o más malos que los demás. Se puede en
comparación con individuos aislados, o con un grupo limitado, pero no se
puede en comparación con toda la humanidad. No podemos ser buenos con
todos. Por eso Dios no es ni bueno ni malo.
Si me caso, me caso con una persona. Pongamos que casarse sea un
acto de bondad, un acto de amor. Yo tengo un gesto de amor con esa
persona al querer casarme con ella. Pero al mismo tiempo,
contemporáneamente, excluyo a los demás de la posibilidad de casarse
conmigo. Por lo tanto, tengo un gesto de desamor con el resto de la
humanidad. Si amo a alguien, significa que estoy desamando a algún otro.
Lo mismo ocurriría si odiara a todos menos a uno. La disyuntiva sería la
misma.
No es posible ser más altos sin hacer que al mismo tiempo todos los
demás sean más bajos. O empezar a volar sin aplastar contra el suelo a los
que se quedan abajo. Sin hacer que se sientan inferiores. No podemos
hacernos ricos sin hacer que todos los demás se sientan más pobres, o
hacernos pobres sin que todos los demás se vuelvan en ese momento más
ricos.
Por lo tanto, no creo que existan personas buenas o malas. Porque la
bondad o la maldad, por separado, no existen. Porque detrás de una se
esconde la otra. Si dirigimos una luz hacia una persona, sumimos en la
oscuridad a los demás. No es posible amar a todos. Lo máximo que se
puede lograr es ser indiferentes. En realidad solo podemos ser así, solo
podemos ser indiferentes, por término medio. Y creeremos que Dios es
indiferente y que nosotros debemos ser indiferentes con respecto a él.
No solo eso. Si damos cobijo a un asesino sin saber que es un asesino,
si nos pega y desvalija la casa, está claro que nos parecerá malvado. Pero
en realidad el asesino podría considerar que está siendo magnánimo en
comparación con lo que ha hecho en el pasado, porque no nos ha matado,
no ha torturado a nuestros hijos, no ha violado a nuestra mujer. Es absurdo
decir que Dios es bueno o malo, porque no tenemos otros términos de
comparación. Porque quién sabe cómo se ha comportado con otras
personas, en otros mundos, en otros planetas, con otras civilizaciones, con
otros animales. Quién sabe.
De modo que no me interesa defenderte, José, por lo que has hecho.
Aunque lo hubieras hecho voluntariamente, con el fin deliberado de matar,
no sería capaz de juzgarte. Porque al hacer todo eso, en el momento de
hacerlo, has hecho que todos los demás sean más buenos, nos has hecho
más buenos a todos, a toda la humanidad, a todos los que nunca han hecho
esas cosas. Y a los que han matado, a los que han hecho cosas incluso
peores que las que has hecho tú, a esos los has hecho menos malos. Pero el
promedio central del hombre, el baricentro del mundo al que tienden todas
las cosas, no lo has desplazado ni un milímetro, José. ¿Por qué armar tanto
revuelo, entonces?
Se pueden decir muchísimas cosas. Se pueden plantear muchísimas
hipótesis. Se podría decir que tú, al hacernos a todos más buenos, has
redimido a toda la humanidad. Se puede pensar que eres Cristo, y que el
que vivió en el año cero, en cambio, era el Anticristo, que con su bondad
nos ha hecho a todos más malos. Se pueden decir muchas cosas al
respecto.
Pero tú y el otro sois la misma persona. Lo sé porque yo estaba allí. Lo
importante es que has manifestado actitudes simétricas en dos puntos
sucesivos del tiempo. Que tú, la misma persona, has sido primero bueno y
luego malo, o al revés, da igual.
Eso es una señal. Una señal de que las cosas quizá se hayan invertido
ya. De que quizá ha terminado ya la inspiración y empieza la espiración.
Desde luego, no todo es tan sencillo. Todavía hay cosas que no casan,
detalles que no coinciden. Pero Eliah y yo tenemos tiempo. Al final todo
será un engranaje perfecto. Por ejemplo, si tú fueras Cristo, eso querría
decir que el Armagedón ya ha pasado. Entonces la gente ya habría dejado
de multiplicarse. ¿Por qué no es así?
Podemos suponer que la inversión no sucede de golpe, no es un hito en
el recorrido del tiempo, sino una variación gradual. Que primero empiezan
a cambiar unas cosas y luego otras. Primero algunas personas, por
ejemplo. Luego otras. Luego todas. Podemos afirmar que tú has sido el
primero. Que lo mismo que Jesús fue el primer hombre perfectamente
bueno, tú eres el primer hombre perfectamente malo.
Aunque habría que ver si lo que has hecho es tan malo. Quiero decir
que en el curso de la historia seguro que alguien hizo cosas peores de las
que has hecho tú. Por otro lado, ¿qué hizo Jesús? Sí, multiplicó los panes y
los peces, se puede decir que era un buen panadero. Luego murió sometido
a tormento. Ni que hubiera sido el único. Rebuscando en la historia seguro
que se encuentra a alguien que hizo más que él. La simetría se mantiene,
creo. Pero no te preocupes, todo se ajusta, al final todo cuela. En el pasado
la gente ha creído en patrañas aún peores. En el librecambio, por ejemplo.
O en el comunismo. O en la bondad. O en la maldad. O en el hombre. O en
la mujer. O en los animales. O en ti.
En realidad todo esto es indiferente. Yo podría no existir. Nadie podrá
demostrarme que yo existo. De modo que menos aún el mundo. O el
universo. O Dios. Son concesiones que hacemos a nuestra imaginación.
Creer que existe una cosa en vez de otra es un esfuerzo de imaginación. La
Creación es un esfuerzo de imaginación. Cuando imaginamos algo, lo
creamos. Al principio para nosotros mismos. Pero si la gente es pobre de
imaginación, también la gente creerá.
¿Quién tocará la trompeta el día del juicio? ¿Miles Davis? ¿Qué pieza
tocará? ¿Un solo de jazz?
Cuando estrangulaste a tus hermanitas. Por ejemplo, Caín. Todos están
escandalizados porque mató a su hermano. ¿A quién tenía que matar? Solo
estaba él. Aparte de mamá y papá. Si hubiera matado a mamá y a papá
todos estarían escandalizados porque ha matado a mamá y papá. ¿A quién
tenía que matar para contentar a todos?
Cuanto «te ensañaste con sus cadáveres». Es decir, con un cuchillo
afilado abriste vaginas donde antes solo había una larga superficie de piel
lisa, y te corriste dentro. Creaste vaginas en distintos lugares de los
cuerpos de tus hermanas, en lugares que en ese momento te parecían más
cómodos.
En realidad, hablando de genética, se puede observar que nuestros
órganos sexuales están en una situación poco afortunada. Sobre todo si
tenemos que hacer el amor en un coche. No sé, por ejemplo se podía poner
el órgano sexual masculino en una mano y el femenino en la oreja, es un
decir. Ya, pero al principio no había coches.
Otra teoría de Eliah sobre Jesús es que Dios es una especie de
ganadero, que dio origen a la raza humana con un fin concreto y muy
particular. Según Eliah el fin de toda la historia humana era producir a
Jesús. Jesús, por sus especiales características, era el único hombre que le
gustaba a Dios. Cuando Jesús llegó a la flor de la edad, Dios se las arregló
para que le mataran y luego se lo llevó al cielo. Probablemente para
comérselo.
Después de eso se desinteresó completamente del género humano y se
dedicó a observar a las poblaciones de otros planetas, donde el Jesús local
aún no había nacido. Así, Dios habría plantado la vida en varios planetas
para apropiarse del fruto en el momento adecuado. El fruto del hombre era
Jesús. Ahora ya no tenemos nada que hacer con Dios.
La periodista te pregunta: «¿Qué le ha empujado a abusar así de dos
niñas, de sus dos hermanitas, tan pequeñas aún, y luego a matarlas, cuál ha
sido el resorte?» Y tú le contestas: «Las niñas son bonitas. Tienen una piel
bonita. No tienen pelos superfluos en las piernas. Y sobre todo no tienen
celulitis. No soporto la celulitis».
Todavía quedan un montón de teorías. Muchas no las podremos usar,
Eliah y yo, porque no casan con el resto. Ya hemos tenido que descartar un
sinfín de ellas. La que decía que el Génesis y el Apocalipsis se habían
invertido por equivocación, y que Adán y Eva aún tenían que nacer, y no
eran hombres, o mejor dicho, nosotros no éramos hombres, sea como fuere
no teníamos nada que ver con Adán y Eva.
O esa que decía que ha habido una devolución, en vez de una
evolución, es decir, que en el Edén las parejas originarias, la humana y las
animales, no se parecían nada a los hombres actuales ni a los animales que
hay ahora, sino que hubo una mezcla de razas entre distintas especies.
Entonces por ejemplo Adán, en vez de aparearse con Eva, se apareó con la
hembra de chimpancé, es un decir, o con cualquier otra, y Eva igual, y
nadie respetó a su pareja originaria, lo que dio lugar a un desbarajuste de
las razas. ¿Entonces? Pues nada. Esta también descartada. Por lo demás, es
mucho más transgresivo admitir que el incesto es algo bueno y justo. Por
desgracia soy hija única. Y papá y mamá no me encandilan.
Es raro que haya hijos únicos entre los Testigos de Jehová. Por lo
general las familias son muy numerosas, porque no se pueden usar
anticonceptivos, como en Irlanda. Creo que mamá se volvió estéril
después del parto.
Nosotros también nos casaremos, José, tú y yo, nos casaremos en
cuanto estés aquí. Nos uniremos y nos anularemos mutuamente. Y de
nosotros nacerá nuestro padre, o nuestra madre. Que a su vez se unirá con
algún otro. Pero tú y yo seremos los primeros, José, seremos los primeros
dos. Cuando Dios detenga la respiración un instante, antes de empezar a
espirar.
La otra vez te condenaron. Esta vez, por simetría, deberían absolverte.
Te soltarán. Esta vez eres culpable.
En caso de que no te absuelvan, lo sé, como la otra vez bajarán dos
ángeles a por ti y te llevarán hasta mí. Dos ángeles blancos, puede que los
mismos de la otra vez. Les vi, a los de la otra vez, porque yo estaba allí.
Les vi bajar del cielo y retirar la piedra. Y entrar, y luego habéis salido los
tres. Erais como sombras, pero luminosas, y os alargasteis en el cielo,
hacia arriba, y cuanto más os alargabais más consistencia teníais, y yo
miraba los pies y las piernas que todavía estaban en el suelo y se disolvían,
como la sombra de alguien que camina por la noche con un farol detrás.
Eso es lo que sucedió.
MELANCOLÍAS DE SANGRE
Stefano Massaron

El ruido

Hola a todos. Tengo 46 años y no me puedo quejar. Soy redactor de una


revista femenina, gano lo suficiente para mantener a mi familia, tengo una
mujer a la que quiero, dos hijas adolescentes que no me dan demasiados
problemas y, poco a poco, estoy acabando de pagar las letras de la casa, un
pisito de tres habitaciones, cocina y baño, en un barrio relativamente
tranquilo de Milán.
Como iba diciendo, no me puedo quejar. Bueno, en realidad eso no es
del todo cierto: últimamente cada vez me cuesta más conciliar el sueño. El
motivo os lo explicaré enseguida. Por eso (y por consejo de mi médico de
cabecera, al que aprecio y del que me fío muchísimo), he decidido contar
por escrito la historia de Debora la Bola. Así a lo mejor los recuerdos
dejan de atormentarme.
Sucedió hace tiempo (a finales de los años cincuenta), pero tengo la
sensación de que no ha pasado ni siquiera un día. Cada vez con más
frecuencia, en los últimos tiempos, cuando estoy a punto de dormirme se
me planta delante de los ojos esa cara de luna llena, ese pelo grasiento,
esos ojos de carnero que casi desaparecían en la cara lechosa picada de
concentraciones rojizas de espinillas, erupciones y granitos. Estoy
hablando de ella, por supuesto: Debora la Bola. Siempre intento apartarla,
me revuelvo entre las sábanas para librarme de su presencia, lucho en la
orilla del sueño para quitármela de la cabeza. A veces lo consigo y puedo
dormir. Pero otras veces oigo el ruido, ese ruido.
Y entonces ya no duermo.

Mamá abre la puerta, y Debora no tiene el valor de mirarle a la cara. Se


queda ahí plantada con la vista baja, mirándose la bata gastada, sujeta con
un cinturón de tela sobada. El olor acostumbrado a sopa de cebolla
impregna la casa, y Debora se refugia en él casi con impaciencia,
esperando que el familiar consuelo de la costumbre alivie el escozor de los
arañazos y la vergüenza que le inflama las encías.
Mamá le coge la barbilla y le levanta la cabeza, obligándola a mirarle
a los ojos.
—¿Qué ha pasado?
Debora levanta la nariz. Tiene la cara sucia, y las dos líneas más
limpias que le surcan los mofletes son la prueba irrefutable de que acaba
de llorar.
—Nada —dice con un hilo de voz, y luego, tragando saliva como para
reunir un poco de valor, añade a media voz—: Me han tomado el pelo.

Yo tenía nueve o diez años, puede que once, y vivía con mi familia en un
barrio popular de Cologno Monzese (para el que no lo sepa, Cologno era, y
sigue siendo, un suburbio dormitorio situado a la entrada de Milán). A
nuestros bloques los llamaban las colmenas a causa de la regularidad
geométrica de las ventanas, que eran muchísimas pero todas demasiado
pequeñas. Pero en el interior de esos bloques cuartelarios no se respiraba
olor a miel. El hedor acre de las escaleras combinaba con la capa de
suciedad que cubría las paredes y las manchas de humedad que reinaban
insolentes en el yeso desconchado de los rellanos (conocía bien esas
manchas de moho verdusco, porque encima de ellas los lápices pastel
escribían mal y los tacos se borraban pronto). A veces, cuando los cabezas
de familia (casi todos obreros, como mi padre) lograban trabajar unas
semanas, detrás de las puertas se sentía el olor grasiento y penetrante de la
carne guisada, pero la verdad es que no sucedía muy a menudo. En una
palabra, éramos los «pobres» de la sociedad de entonces.
En las colmenas vivían familias de inmigrantes meridionales que
habían ido al norte con la esperanza de hallar algo que en su tierra natal no
podían encontrar. Lo mismo que los inmigrantes de ahora… y para ser
sincero, me da un poco de grima cuando oigo a alguien como mi padre
farfullar cosas del estilo de: «Ah, estos africanos, que se vuelvan a su
país». ¿Será posible que se hayan olvidado ya —me pregunto— de todas
las sciure marie y los sciur giuàn1 que decían lo mismo de nosotros hace
poco más de una generación? ¿Será posible?
¿Por dónde iba? Ah, sí… la mayoría de los cabezas de familia, por lo
tanto, estaban sin trabajo, y se las arreglaban haciendo chapuzas y
cobrando el paro todos los meses. Y lo mismo que los inmigrantes de
ahora (perdonad si insisto), los que no lograban defenderse haciendo
chapuzas acababan inevitablemente contratados por la empresa más
próspera y floreciente que se podía encontrar en lugares como ese: el
pequeño crimen organizado. Muchos amigos de mi padre (y también, sí,
una vez le tocó a él) fueron a parar a San Vitúr a ciapaa i bott,2 como dice
la vieja canción… aunque seguramente por motivos menos nobles que la
lucha partisana.
Las colmenas estaban apiñadas en grupos de cuatro, cada uno de la
misma altura y miseria. De balcón a balcón había cuerdas de tender en las
que las coladas formaban puentes de calzoncillos y sábanas que unían los
pisos entre sí. Dentro de cada grupo de casas había un patio, ahogado por
los bloques que le quitaban luz y aire… todos menos uno, uno solo, en el
que entraba el sol oblicuo unas pocas horas diarias. Eso hacía que fuera el
patio más codiciado por todos los niños de las colmenas. Por el privilegio
de jugar en él, imaginaos, hacíamos verdaderas guerras a pedradas con los
niños de los otros bloques. La pequeña cicatriz que me cruza la ceja
izquierda es el resultado de una de esas batallas furibundas.
Aquel día, el día de mi historia, lo habíamos conseguido. Eran las seis
de la tarde: el sol y la sombra se repartían el angosto cuadrado de cemento
a partes iguales, cortándolo en diagonal. Estábamos a mediados de julio…
o puede que más tarde, porque recuerdo el calor terrible y la humedad
sofocante que me envolvían como una segunda piel. En verano era así: el
polvo (ese polvo de las calles de tierra y grava que luego fueron asfaltadas
con el boom automovilístico de los años sesenta) se te pegaba
mezclándose con el sudor, y ya no se te quitaba. Aunque eso a nosotros
nos daba igual, en lo único que pensábamos era en jugar, jugar y jugar.
Como mucho nos ganábamos algún pescozón extra de nuestra madre
cuando volvíamos a casa demasiado sucios para la cena, pero mientras
tanto nos lo habíamos pasado bien, y eso lo compensaba con creces.
Esa tarde, decía, estábamos todos, entre otras cosas porque ninguna
familia de nuestra colmena era lo bastante rica como para permitirse
volver al sur a veranear. Éramos una docena, reunidos alrededor del
infernáculo pintado con tiza blanca en el adoquinado. Llevábamos unas
tres horas jugando, y la partida estaba en tablas. «¿Tres horas jugando al
tejo?», os preguntaréis los que recordéis ese juego. Bueno, hay una
explicación: no era el típico tejo que todos conocíamos. Era un juego
inventado por nosotros, una versión modificada con obligación de
dividirse en dos equipos y la posibilidad de ganar o perder, complaciendo
así el espíritu de competitividad de unos machotes como nosotros. Solo en
esas condiciones permitíamos que participaran también las niñas. Aparte
del escondite, era el único juego al que jugábamos todos juntos, niños y
niñas. Los otros (canicas y chapas para simular el Giro de Italia trazado en
el cemento con trozos de asfalto como rudimentarias tizas, el fútbol, con
partidos interminables usando los postes de la luz como palos de portería)
eran exclusivos para nosotros. Lo que hicieran las niñas cuando jugaban
entre ellas era algo que no nos concernía.
Aquel día Carmine y Franco, los jefes del grupo, estaban agachados,
observando. Franco tenía doce años y ya hacía algún trabajito sucio para
sus hermanos mayores, y Carmine había suspendido por segunda vez el
examen de quinto de primaria. Estas características de ambos, unidas al
hecho de que a veces se escondían en los sótanos para fumar los Nazionale
del padre de Franco y leer tebeos guarros manteniendo a raya a los demás,
bastaban para que entre los niños de las colmenas su palabra fuera la ley.
Eran ellos quienes, en los escasos periodos de tregua, se reunían con los
jefes de los otros patios para decidir los turnos de juego en el Patio del
Sol.
¡Ah! ¿Veis cuántos detalles vuelven a la mente cuando nos detenemos
con atención en nuestros recuerdos? Patio del Sol… me parece casi
increíble, ahora que pienso en ello, que se pueda bautizar con un nombre
tan poético y glorioso ese escupitajo de cemento encerrado entre cuatro
bloques de pisos. Sin embargo, así lo llamábamos, el Patio del Sol.
Perdonad… siento una cosa aquí, a la altura del pecho, que se hincha y
me cosquillea la garganta, que me pincha la nariz y las comisuras de los
ojos. Es lo que llaman nostalgia, supongo. Maldición, qué bonito sería
recordar, dejarse llevar por el sentimiento de algo que había entonces y ya
no hay… qué dulce sería cerrar los ojos y dejarse mecer por la añoranza de
esas sensaciones. Sería maravilloso… si luego no llegara el ruido.
Ese ruido sordo, blando, húmedo.
Definitivo.

La madre se recoge el pelo negrísimo y fino que le cae, despeinado, sobre


la cara, y la abraza con dulzura.
—No te preocupes, Beba.
Debora se esfuerza por librarse del abrazo de su madre.
—¡Son todos unos imbéciles! —dice con un tono de despecho infantil
—. Me dijeron que era una… una… —balbucea, tratando de contener las
lágrimas, y luego termina de un tirón—: ¡Una trolera!
La madre desaprueba con la cabeza:
—Beba, ¿qué has contado? ¿No habrás vuelto a sacar esa historia del
hombre volador, verdad?
Debora baja la mirada, culpable. Siente la mano rápida y nerviosa de
su madre que le acaricia el pelo con dulzura. Al principio intenta
apartarse, pero luego se rinde y se deja consolar.
—Beba… escúchame, pequeña, tienes que dejarte de fantasías. Tú
sabes que los hombres no vuelan, ¿verdad? Sabes que no puede existir un
hombre volador, ¿verdad, Beba?
Debora mantiene la mirada baja y no dice nada.
—Contéstame, Beba, lo sabes, ¿verdad?
En vez de contestar, ella mira los pies de su madre, metidos en las
zapatillas que siempre lleva puestas, las azules de felpa, despeluchadas y
susurrantes, que Debora podría reconocer con los ojos cerrados en
cualquier lugar del mundo. Tiene ganas de irse de allí, de encerrarse en el
baño para quitarse el mal sabor de boca, pero no puede.
—¿Beba? —insiste su madre, esta vez con un tono que no admite
réplica.
Beba asiente a regañadientes, mientras el rubor de la denota le sube a
las mejillas.
—Sí, lo sé.
—Bien —dice la mujer, acariciándola otra vez—. Ahora ven a
ayudarme con la sopa, que papá no tardará en venir.
Debora levanta los ojos hacia ella.
—Pero antes ve a lavarte la cara y las manos.
Ella obedece, tratando que disimular las prisas que tiene de correr
hasta el lavabo. Su madre le da la espalda y se pone a trajinar alrededor de
la cocinilla de gas. Debora cruza la puerta del cuarto de baño, con cristal
esmerilado, pensando en cuántas veces la ha visto así, en bata, inclinada
sobre los fogones, con el vapor atravesándole el pelo negrísimo que le cae,
liso y húmedo, sobre la frente. Es una imagen que lleva profundamente
grabada, el complemento visual del sonido de las zapatillas azules que
acompaña los pasos de su madre cuando da vueltas por la casa. La
encuentra así cuando vuelve del colegio, la encuentra así por la tarde
cuando vuelve de jugar con los niños en el patio. Siempre la ha encontrado
así: esperando a PAPÁ, un ser vociferante y terrible que completa y
trastorna al mismo tiempo su vida de madre e hija.
Papá.
Se frota la boca con fuerza, casi deseando hacerse daño. Frota sin
parar, hasta que se da cuenta de que mamá puede sospechar algo, porque
ha pasado demasiado tiempo. Mientras se enjabona la cara, procurando
que no le entre espuma en los ojos, siente un nudo que le atenaza la boca
del estómago, una especie de angustia sin nombre que aparece siempre que
su padre está a punto de llegar. Debora no sabe si esperar o temer ese
momento, y se encuentra en equilibrio entre las dos emociones
contrapuestas, como si las dos sílabas iguales del apelativo papá fueran el
bien y el mal, la seguridad y el miedo, la protección y el terror, conceptos
de significado diametralmente opuesto pero al mismo tiempo inseparables
en una sola y terrorífica palabra.
Con un suspiro, Debora se enjuaga la cara y se seca. Luego sale del
cuarto de baño y va a la cocina, a ayudar a mamá.
Como iba diciendo, esa tarde de verano de finales de los años cincuenta,
tres o quizá cuatro horas antes del Ruido, Edoardo, hermano menor de
Franco, daba saltitos delante de los dos jefes de la banda, haciendo ondear
sus greñas pelirrojas.
—¡Está en el seis, está en el seis! —gritaba, contento.
—¡Cállate, cojones! —le regañó Franco cogiéndole del brazo.
—A mí también me parece que está en el seis —dijo Carmine bajando
la voz.
Estábamos todos alrededor, en trepidante espera de la decisión que
decidiría el resultado de la partida. Aunque tanto Franco como Carmine
estaban en el mismo equipo, ninguno de nosotros se planteaba el problema
de un posible conflicto de intereses. Como he dicho, la palabra de los jefes
estaba por encima de toda réplica.
En medio de un silencio expectante, Carmine hizo un globo con el
chicle, observando la piedrecita negra posada sobre la línea de tiza. Se lo
pensó un poco más, luego la cogió con la mano y la depositó
solemnemente sobre el número seis.
—¡Viva! ¡Lo había dicho yo! ¡Está en el seis, está en el seis! —repitió
Edoardo, saltando con excitación.
Los otros niños y yo corrimos alrededor del infernáculo, para empezar
otra vez.
—Me toca a mí —dijo una voz inexpresiva.
Todos nos volvimos hacia ella.
Dado lo que ocurrió después, ese momento (que en sí mismo no tenía
nada de especial) cobró en mi mente una importancia enorme. Durante
días, semanas, meses, después de esa tarde, cada vez que cerraba los ojos
la veía enfrente de mí, tal como la había visto en ese preciso momento,
con un pirulí en una mano y la otra blandamente caída sobre el costado
desproporcionado. Un poco de jugo se le había quedado pegado en los
labios, dando a su gruesa boca una pátina azucarada de carmín que
resultaba simplemente obscena en su tranquila lascivia (puede que sean
características que le he atribuido después, durante los continuos y
tormentosos procesos de rememoración: tengo serias dudas de que, en la
ingenuidad de mis once años, pudiera ni siquiera imaginar algo tan fuerte
como la lascivia en un cerco de jarabe). La expresión de su cara estaba
enfurruñada, como casi siempre. El pelo, largo y con raya en medio, algo
grasiento, le colgaba a los lados de la cara, redonda y blanca como la luna,
que le había valido uno de los sobrenombres de los que hablaré más
adelante. Los mofletes y la frente estaban salpicados de granitos rojos. El
cuello, lleno de pliegues y brillante de sudor, desaparecía en un vestido de
cuadros. Debora siempre llevaba vestidos de cuadros, no recuerdo haberla
visto nunca con otra cosa.
Los niños de las colmenas (y el que escribe, debo admitirlo, en primera
línea) la llamaban de varias maneras: los nombres más frecuentes eran
Cara de Luna Llena, Globo, Chichabomba… pero, evidentemente, el más
usado era el que ella más detestaba: Debora la Bola.
Sí, porque Debora, ese era su gran defecto y su cruz, era gorda… o más
bien habría que decir colosal. No puedo afirmarlo con seguridad, pero al
pensar en ello diría que, aunque no era más alta que las otras niñas de su
edad, se acercaba tranquilamente a los cien kilos. Sus vestidos eran
enormes, inmensos cortes de tela de cuadros rojos y blancos que
revoloteaban a su alrededor como velas de barcos piratas (entre nosotros,
con la maligna ferocidad de los niños, corría el rumor de que su madre,
para vestirla, había aprovechado los manteles de la casa de comidas donde
el año anterior, cuando su marido estaba en la trena, había trabajado de
fregona). Debora tenía nueve años e iba un curso atrasada… porque había
estado enferma. A nosotros nos bastaban esas tres palabras llenas de
significados inquietantes, susurradas a media voz cuando ella no estaba
presente. Había estado enferma, y punto. Alguien (nadie recordaba quién,
como es de rigor que nadie recuerde el origen de todo chisme que se
precie) se lo había oído a uno de los mayores, quizá a una madre que
hablaba con la panadera, e inmediatamente se lo había contado al resto del
grupo. A partir de entonces, cualquier otra explicación era superflua.
Había estado enferma: bastaba con eso.
Nos apartamos para dejarla pasar.
Debora llegó a la primera fila y señaló el tejo que estaba sobre el
cemento.
—Ahora me toca a mí —insistió, en tono obstinado.
Carmine, desde lo alto de sus once años, se sopló el mechón de pelo
negro que le caía sobre la frente. Tez oscura, ojos y pelo como el carbón.
Se decía que ya se había llevado a más de una compañera de clase entre las
matas del descampado (área edificable, la llamarían ahora) que se extendía
por detrás de los bloques.
—¿Estás segura, Bola?
Debora dio un paso adelante, amenazadora:
—¡Te he dicho que no me llames así, Carmine! Te lo he dicho.
Nos echamos a reír. Carmine se limitó a sacudir la cabeza con aire de
superioridad, con una mueca que quería ser una media sonrisa.
—No te toca.
—¡No es verdad! Me tocaba a mí, antes de que…
—No te toca a ti —dijo Antonio, que hasta entonces se había
mantenido apartado con los brazos cruzados, chupando pensativamente
una ramita arrancada por ahí. Le llamaban Tonio el Rojo porque su padre
era comunista de los convencidos. Había llegado a las colmenas un año
antes, y todavía estaba trepando para ganar posiciones en la escala
jerárquica del grupo.
—No te toca a ti —repitió con voz seria.
Debora volvió a protestar. Resumiendo, en menos de un minuto no
había niño que no se desgañitara intentando meter baza.
—¡Eh, tranquilos! ¡Alto! —dijo Franco—. Hagamos la cuenta.
—No vale —replicó Debora—. Yo…
—¡Tiene razón, hagamos la cuenta!
—¡La cuenta, la cuenta!
Carmine miró a Debora y se encogió de hombros.
—¿De acuerdo? Bueno, ponéos en corro.
Cuando todos estuvimos a su alrededor, Carmine cerró los puños y
empezó a mover los brazos como las aspas de un molino.
—Decidme basta.
Pasaron unos segundos y Edoardo dijo:
—¡Para!
—¡Tonto! —le soltó Debora—. No vale decir para, hay que decir
basta… ¡basta! —añadió.
Carmine se paró y empezó a contar.
—Veintiocho, veintinueve, treinta… ¡treinta y uno! —terminó,
tocando el hombro de Debora—. ¿Has visto? ¿Estás satisfecha? Te ha
tocado a ti.
—Sí, pero de todos modos me tocaba a mí —porfió ella, colocándose
delante del infernáculo. Se inclinó, metiéndose el pirulí en la boca, y se
quedó quieta durante un largo instante de concentración preliminar.
Este es otro de los momentos que se me han grabado en la memoria
como una fotografía: el culo inmenso de Debora la Bola que tapa por
completo el dibujo del infernáculo, el borde gastado de su traje de cuadros
del que sobresalen las enormes pantorrillas arañadas y polvorientas, las
medias caladas de algodón cortadas en dos por la ultima lámina de sol
concedida a la tarde por las siluetas inmensas de los bloques… y luego el
calor sofocante, el silencio súbito, la atmósfera cargada de tensión que
envolvía al grupo, como si hubiéramos intuido de forma inconsciente que
no se trataba de un vulgar juego de patio, sino de algo que marcaría
profundamente nuestras vidas futuras.
—A ver si no te equivocas —le dijo Edoardo con un hilo de voz—,
porque entonces perdemos.
Debora no contestó. Entornó los ojos, tragó una bocanada de aire que
le hinchó aún más el tórax inmenso… y partió.
Ahora soy yo el que cierro los ojos, mientras escribo, y lo que pasa por
mis párpados no es una fotografía sino una serie de imágenes desconexas
y, al mismo tiempo, coherentes como una filmación. Veo las caras atentas
de mis amigos de infancia, veo sus ojos aguzarse inconscientemente, sus
bocas rumiantes de chicle inmovilizarse… y luego la veo a ella, a Debora
la Bola, moviéndose con la gracia y la ligereza de un elefante cojo.
Con los dos pies sobre el 1 y el 2, a la pata coja con el izquierdo en la
casilla 3, luego otra vez con los dos en el 4 y el 5, y por último con el pie
derecho en el 6.
Ese era el momento más difícil. Edoardo gritó para animarla y Debora
se dispuso a saltar hacia atrás. Se movió, pero tuvo un instante de
vacilación.
Y, como era evidente, perdió el equilibrio.

—Es hora de acostarse, Beba —le dice mamá con una sonrisa triste—.
Venga, prepárate, y luego vienes a darme el beso de las buenas noches.
Ella mira la sopa fría en el plato de su madre y se queda un momento
indecisa. Luego, con voz seria, pregunta:
¿Dónde está papá?
Mamá se encoge de hombros.
—Se le ha hecho tarde —le dice—. Vamos, sé buena y vete a la cama.
Debora levanta la vista. Quiere decir algo, pero luego, cuando ve la
pátina húmeda que vela los ojos de su madre, se levanta de la mesa y se va
en silencio.

Ninguno de nosotros se sorprendió, en realidad: sencillamente, Debora la


Bola estaba demasiado gorda para mantenerse mucho tiempo en equilibrio
a la pata coja.
Cogió aire para no caerse y se retorció grotescamente. Cuando se dio
cuenta de que no lo iba a conseguir, trató de saltar de todos modos.
Aterrizó de culo con un ruido seco de tela demasiado ancha, un ruido
parecido al chasquido de una sábana al viento. Abrió la boca. El pirulí
salió volando de sus labios abiertos y cayó en el cemento.
Hubo un instante de silencio y luego Tonio el Rojo se echó a reír. Fue
como una señal: al cabo de unos segundos todos reíamos a mandíbula
batiente. No quiero cometer el error de atribuir al asunto un significado
que entonces no tenía, y sin embargo, cuanto más lo pienso, más me
parece que el sonido de nuestras carcajadas era de alguna manera falso,
más parecido al chorro de vapor que sale de la válvula de escape de una
olla a presión que a la manifestación espontánea de una diversión, quizá
un poco sádica, pero al menos comprensible.
Debora se quedó sentada en el suelo, con la boca abierta de par en par,
en una expresión de estupor absoluta y definitivamente cómica. En ese
momento, mientras los demás se reían sin freno, noté que la carcajada se
me apagaba lentamente en la garganta, agotándose en sí misma como
cuando (os habrá pasado a muchos de vosotros) las pilas de los tocadiscos
terminaban a mitad de una canción. En los ojos de carnero de Debora vi
aparecer algo desconocido, una emoción tan nueva ni su semblante que me
parecía fuera de lugar: cólera. Una Cólera feroz y amenazadora, hirviente
como un volcán.
¡Sois unos bestias! —gritó—. ¡Iros a tomar por culo, cabrones
subnormales!
Pero el grupo ya estaba desatado.
—Vamos, Chichabomba, no te cabrees —dijo uno—. ¡Imagínate si
llegas a rebotar!
Las carcajadas arreciaron. Debora se puso grotescamente de pie, y el
volumen de su cuerpo le impidió hacer lo que, estoy completamente
seguro, en ese momento le habría gustado más que nada en el mundo:
lanzarse hecha una furia sobre nosotros, pegarnos a todos hasta hacernos
sangrar, pisotearnos a cada uno hasta hacernos papilla.
—¡Me tenéis sin cuidado… todos! —gritó cuando recuperó la posición
erguida. Apartó de una patada el pirulí, que se rompió contra la pared del
bloque más cercano—. ¡Me tenéis sin cuidado! ¡Tengo a alguien que me
quiere!
Carmine se le acercó, sonriendo y abriendo los brazos en señal de paz.
Quizá también él había entendido que esa vez las cosas eran distintas… o
quizá era sólo una maniobra de distracción para golpear con más fuerza a
la víctima indefensa. En realidad, por los recuerdos que tengo de él, diría
que esta última hipótesis era, con diferencia, la más probable.
—Vamos, Debora —le dijo, divertido—, no armes tanto escándalo.
—¡Quítate de delante, subnormal! —gritó Debora, empujándole con
tanta fuerza que cayó con los pies por el aire.
Las carcajadas cesaron de inmediato.
Todos sin excepción notamos que la sangre se nos helaba en las venas,
y el motivo era bien sencillo: Debora la Bola acababa de tirar al suelo al
Jefe… no sé si me explico.
—¡Os odio! ¡A todos! Incluida tú, Betta —dijo Debora, mirando con
odio a la niña de pelo largo que estaba medio escondida junto a Tonio el
Rojo. Betta era la única que jugaba algunas veces con ella, incluso cuando
no era estrictamente necesario—. ¡Tú, que finges ser mi amiga! ¡Te odio!
¡A ti más que a los demás!
Carmine se levantó, sacudiéndose el polvo de los pantalones a toda
prisa. Estaba herido en su orgullo: un jefe no podía pasar por alto algunas
cosas. Se acercó a Debora y le miró a los ojos. Nadie osaba respirar.
La verdad es que yo esperaba que Carmine la pegara. Pero se limitó a
mirarla, y Debora sostuvo su mirada: permanecieron así un instante
eterno, inmóviles, enfrentándose en un duelo de voluntades heridas.
—Esta me la pagarás —dijo él por fin, a media voz—. Te aseguro que
me las pagarás.
Luego se volvió y caminó hacia donde, estábamos nosotros.
—Me tenéis sin cuidado todos —repitió Debora, pero su momento ya
había pasado. Parece que ella también se había dado cuenta, porque se
dirigió al portal de su bloque lentamente, cabizbaja, sin atreverse a
mirarnos a la cara.
Pero cuando estuvo a unos diez metros de distancia la alcanzó otra
estocada.
—Mirad —dijo Betta con una vocecita estridente por la perfidia—,
¡tiene el culo tan gordo que se le han quedado marcados los números!
Era verdad. Desgraciadamente para ella, así era: en los cuadradotes
blancos y rojos de su enorme vestido se veían un 3 y un 4 al revés. Y yo,
me avergüenza decirlo, además de unirme a las carcajadas fragorosas de
los demás, sentí también una satisfacción salvaje y primordial al verla tan
absoluta, definitivamente derrotada. Un puño de sádico placer me apretaba
la luna del estómago, animándome a gritar maldades cada vez más feroces
y a reír, reír hasta perder el resuello.

Maria recoge la mesa, retirando los platos sin que su marido aparte la vista
ni un momento de la Gazzetta dello sport que tiene abierta ante sí. Cuando
pasa por delante de él para quitarle el plato, tropieza con el periódico y él,
sin mirarla siquiera, reniega:
—¡Ten cuidado, coño!
En cuanto él entró en casa una hora antes, se ha dado cuenta de que esa
noche las cosas están torcidas. Lo ha entendido por la falta de luz en la
mirada torva bajo las cejas negras y pobladas, por la barba sin afeitar, por
la peste a alcohol en el aliento que explica claramente en qué se ha
entretenido esa hora y media que le han estado esperando Debora y ella, en
silencio, mirando a hurtadillas la sopa de cebolla que se enfriaba en los
platos.
Le dijo a Beba que cenara a pesar de la ausencia de su padre y la
mandó enseguida a la cama. Le da igual que él en la mesa exija que esté la
familia al completo: hoy ha decidido arriesgarse, y no quiere que la niña
esté presente cuando empiece lo que tiene que empezar.
En cambio él no dijo nada. Se sentó a cenar y se enfrascó en la lectura
del periódico. Sin mediar palabra, sin decir hola. Nada. En otro momento
Maria hasta se habría sentido aliviada, pero hoy no… hoy no, después de
ver que la aguja de la báscula se paraba entre 90 y 95 cuando hizo que se
subiera Beba poco antes de la cena.
La niña necesita ir al especialista, y lo necesita ya. Y a uno privado,
porque con el seguro hay que esperar por lo menos dos meses… Pero para
ir a una consulta privada hace falta dinero, y todo el dinero que sobra en
casa (poco, a decir verdad), se lo bebe él en los bares o se lo gasta con
alguna puta.
No. Hoy no. Hoy tiene que hablar con él.
De modo que se enfrenta a su marido, y empieza con rodeos.
—¿Dónde has estado, que has llegado tan tarde? —le pregunta, con el
tono más neutro y coloquial que puede encontrar.
Él desvía la mirada del periódico a ella, con aire extrañado.
—¿Qué has dicho?
—Te he preguntado que dónde has estado —repite Maria, tratando de
dar más firmeza a su voz.
No funciona muy bien: él sigue mirándola con creciente estupor.
—¿Desde cuándo metes las narices en mis asuntos?
Aunque Maria no espera una contestación amable, la violencia del tono
de voz de su marido la sobresalta. En ella aparece de inmediato lo que ya
se ha convertido en reflejo condicionado a la ira de él: el miedo. Sus
manos se cubren de sudor helado, el corazón salta en su pecho, su pulso se
acelera.
—Vincenzo —repite, procurando disimular el temblor que vibra en su
voz—, Beba tiene que ir a un especialista… no puede seguir así. Pesa 95
kilos. No podemos esperar al seguro.
El no da muestras de haberla oído.
—No has contestado a mi pregunta, mujer. ¿Desde cuándo te metes en
mis asuntos?
Antes de que Maria se dé cuenta de lo que está haciendo, su boca se
abre y las palabras salen de ella. Ahora es imposible volverse atrás.
—¡Desde que Beba ha empezado a engordar y tú te gastas todo el
dinero que tenemos en emborracharte con los delincuentes de tus amigos!
Está atemorizada por lo que acaba de decir, sí, pero al mismo tiempo
tiene la sensación de que por fin se ha librado de una roca que le pesaba en
los hombros desde hacía mucho, demasiado tiempo. La ligereza y la
sensación de alivio que la embargan son tan intensas que no advierte la
pátina de hielo que cubre la mirada de su marido, la furia obtusa que nada
bajo esa fina capa de frialdad.

Con gestos rabiosos, Debora se apresuró a sacudirse el polvo de tiza, pero


su salida de escena ya se había echado a perder: iodos reíamos a más no
poder, y ya nada podía detenernos.
—¡No me volveréis a ver! ¡Nunca más! ¡No volveré nunca más con
vosotros! ¡Me tenéis todos sin cuidado! ¡Yo tengo a alguien que me
quiere! Me iré con el hombre volador, ¿Habéis oído? ¡Me tenéis sin
cuidado, subnormales!
No dábamos crédito a lo que estábamos oyendo.
¿Quién te va a llevar con él? ¿El hombre volador? Atiza…
Las carcajadas se volvieron ensordecedoras. Incluso uno de nosotros
(no recuerdo quién, quizá el pequeño Edoardo) se revolcaba por el suelo
cogiéndose la barriga… o a lo mejor exagero, pero esta no es la cuestión:
el hecho es que no era la primera vez que Debora la Bola sacaba a relucir
esa historia. No había en ello nada de particular: ya sabemos que todos los
niños tienen una fantasía preferida y recurrente, algo en lo que se refugian
en los momentos de desconsuelo o de alegría, y que cuidan como el
secreto más preciado. Pero Debora, con su obtusa ingenuidad, había sido
tan estúpida como para dejar que se le escapara, y eso, en un grupo de
estructura jerárquica como el nuestro, basado en la dureza y la virilidad de
los dos jefes, era un error que, sencillamente, no podía ser perdonado. La
primera vez la estuvimos tomando el pelo durante semanas,
atormentándola y provocándola cada minuto de cada hora de cada día
hasta que una tarde, exasperada y hundida por la continua destilación de
risitas y bromitas, se marchó a su casa llorando y no apareció en un mes. Y
ahora volvía a ofrecernos el flanco.
Recuerdo perfectamente que en ese momento la odié. Tuve la clara
impresión de que lo estaba haciendo a propósito, como si quisiera atraer el
escarnio y la ferocidad del grupo para hundirse hasta el fondo en el fango
de la humillación. Yo reía con los demás, sí, pero era como si me oyera
reír desde un kilómetro de distancia. En mi interior me habría gustado
liarme a bofetadas con ella y gritarle: ¿por qué, maldita sea? ¿Por qué nos
obligas a hacer esto?
—El hombre volador… pero ¿la habéis oído? —saltó Carmine—. ¿Y
tu hombre volador será capaz de despegar contigo a cuestas?
Las carcajadas se hicieron salvajes. Franco y Tonio el Rojo empezaron
a correr en círculo con los brazos separados, imitando con la boca el ruido
de los aviones.
Debora permaneció inmóvil mirándonos, luego se volvió y siguió
caminando hacia el portal. No recuerdo quién fue el que empezó, ni creo
que tenga mucha importancia. Sólo sé que, antes de que le diera tiempo a
dar el primer paso, ya habíamos empezado nuestra cantinela:
—Tro-le-ra, tro-le-ra, tro-le-ra…
Debora entró en el sucio zaguán y cerró la puerta tras de sí.
Enseguida advertí la mirada que cruzaron Carmine y Franco, y sin
saber por qué sentí un escalofrío que me recorrió el espinazo.
Inmediatamente traté de bajar la mirada, pero no me dio tiempo: me
habían visto. Carmine me miró y, con un brusco movimiento de la cabeza,
me indicó que les siguiera, y luego se dirigió hacia el portal con paso
decidido.
Ahora podría tratar de justificarme, podría decir que no era capaz de
imaginar lo que iba a pasar… pero mentiría: sí que lo sabía. Lo sentía, era
como una sombra sólida que me apretaba detrás de los ojos y me pesaba
en la ingle, una opresión en la boca del estómago que me transmitía una
vaga sensación de náuseas y una extraña y perversa excitación.
Fue en ese preciso momento, creo, cuando mi destino se desvió por
otro camino. Más tarde he tratado de imaginar infinidad de veces cómo
habría sido mi vida si aquel día me hubiera comportado de otro modo. Me
he preguntado hasta la saciedad si el rechazo de las mujeres que marcó mi
adolescencia, si las dificultades en las relaciones con el otro sexo que me
llevaron a perder la virginidad cuando los hombres de mi edad ya tenían
un par de hijos y a casarme casi cuarentón, no dependen en realidad de lo
que sucedió dentro de mí en ese preciso y brevísimo instante perdido en el
mar de los recuerdos de mi infancia. A pesar de que nunca he encontrado
una respuesta clara, he entendido una cosa: en la vida de todos hay
momentos en los que las circunstancias nos imponen una elección, que
condiciona nuestro futuro de un modo irrevocable. Podemos ir en una
dirección o en otra, pero no podemos quedarnos quietos, no podemos
esquivar de ningún modo la decisión. Pues bien, ese día tomé la dirección
equivocada.

Era la primera vez que Carmine y Franco me trataban de igual a igual. Con
esa breve señal de la cabeza Carmine me brindó la oportunidad de subir a
su nivel, de instaurar con ellos la complicidad que me depararía el respeto
y el temor del resto del grupo. Era mi gran ocasión y, que Dios o quien por
él pueda perdonarme, me decidí sin dudarlo y les seguí por las escaleras.
—Por tu bien haré como que no he oído nada, Maria. No lo vuelvas a
hacer. Soy tu marido y lo que hago fuera de casa, desde que el mundo es
mundo, es asunto mío —le dice él con una voz terriblemente tranquila.
Una sonrisa idiota e innatural le estira los labios, contrapunto malsano de
la luz helada que le brilla en los ojos—. Prepárame el café —ordena, y
vuelve a enfrascarse en el periódico.
Maria querría callar, pero no puede soportar lo que está viendo: él ha
vuelto a leer el periódico como si nada. Beba le tiene sin cuidado. Sin
cuidado. A Maria no le cabe duda y, sencillamente, no puede ni quiere
contenerse.
—Si quieres café, prepáratelo tú —dice.
Él se levanta de la silla, mirándola con incredulidad. Sacude la cabeza,
como si le disgustara lo que va a hacer, y luego se suelta la correa.
—¡Maria, te has pasado de la raya, coño! —dice con voz tranquila y
fría—. Necesitas una buena tunda.
Maria retrocede.
—Aparta, no te acerques. ¡No puedo más! No…
Se interrumpe para poner una silla entre ella y el hombre, que ahora la
persigue dando vueltas como un depredador a la mesa de la cocina.
Ella tira la silla a un lado con un movimiento brusco del brazo. La silla
choca ruidosamente con la pared. La correa silba en el aire.
Ahora la sensación de alivio ha desaparecido en el ánimo de Maria.
Todo lo que queda en su interior, ahora, es la mordedura demasiado
familiar del miedo. Su voz se quiebra, con un odioso tono de súplica.
—¡Vincenzo, piensa en la niña, por favor! ¡Por favor!
Sin hacer caso de sus palabras, él se acerca cada vez más. La arrincona,
blandiendo la correa con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos.
—¡No me toques, cabrón! Cojo a la niña y me voy, te juro que me vo…
El cinturón golpea en plena cara y luego se abate de nuevo, rápido y
feroz. Maria grita, intenta protegerse, pero no sirve de nada. Con un rápido
paso adelante él se le echa encima. La agarra por el pelo y la pega. El puño
le da en los labios, y Maria cae al suelo notando el sabor amargo de la
sangre que sube y le llena la boca. Intenta levantarse agarrándose al borde
de la mesa, pero el hombre le da otro puñetazo, esta vez en el cuello.
Maria se da una costalada, arrastrando el mantel. La botella de vino se
rompe en el suelo.
En la oscuridad de su alcoba Debora oye el ruido y cierra los ojos, se
tapa los oídos y mete la cabeza bajo la almohada, tratando de ahogar los
sollozos por miedo a que la oiga su padre.

En cuanto nos oyó llegar por detrás, gimió e intentó escapar… os dejo que
imaginéis con cuanto éxito. El primero en alcanzarla fue Carmine. En el
último peldaño del tercer tramo de escalera la agarró por los brazos y la
empujó con fuerza hacia delante. Ella chocó contra la pared desconchada
del descansillo entre el primer y el segundo piso.
Debora empezó a lloriquear, y Carmine la hizo callar de un tortazo.
¡Cállate, gordinflona! —le dijo en voz baja. Luego se volvió hacia mí
—. Tú mira a ver si viene alguien.
Retrocedí un paso, colocándome junto a la barandilla para poder ver
hacia arriba y hacia abajo… pero en realidad mi mirada estaba fija en lo
que sucedía a menos de un metro de donde me encontraba. Con una
sonrisa maligna en los labios, Franco empujó los hombros de Debora,
dándole una patada en la espinilla para obligarla a arrodillarse.
Ella emitió un «No…» apenas musitado. Sus ojos ya no eran de
carnero. Los tenía muy abiertos, vivificados por el terror que le hacía
temblar de forma incontenible las comisuras de los labios.
—Por favor…
Carmine la agarró por el pelo y la sacudió con fuerza:
—¡Calla, gordinflona! —Sin soltarla, con la mano libre, se desabotonó
la bragueta y se la sacó—. Si te mueves te juro que te mato —le dijo, y
luego se la metió en la boca y empezó a moverse hacia delante y hacia
atrás.
Yo estaba paralizado. Quería salir corriendo, darme la vuelta y
marcharme de allí… no, no estoy tratando de parecer mejor que los otros
dos, os lo aseguro. No pretendo justificarme, ni mucho menos. Quería salir
corriendo, eso sí, pero no por la indignación o el disgusto, no… quería huir
por el bochorno, por la vergüenza de encontrarme ante el mayor tabú de
mi generación, eso de lo que entonces sólo hablábamos a escondidas y a
media voz, turbados por una mezcla letal de excitación y sentimiento de
culpa. Por eso y sólo por eso.
Como decía, yo quería huir. Pero, profundamente fascinado por la
escena que se estaba desarrollando ante mis ojos, seguí mirando cómo
entraba y salía la picha de Carmine, con creciente frenesí, de esa boca
sucia de jugo de pirulí… y poco a poco, por la pasividad resignada con que
Debora la Bola aceptaba ese cuerpo extraño en su interior, por su manera
de cerrar los ojos sin emitir sonido alguno, por la lentitud con que las
lágrimas se deslizaban por sus mofletes, me di cuenta de que no era la
primera vez que alguien la obligaba a hacer algo así.

Las piernas me flaquearon. Me agarré al pasamanos, mientras la cabeza


me daba vueltas y el corazón me revoloteaba en la garganta. Cuando
Carmine terminó le tocó el turno a Franco.
Y luego, como era inevitable…
—Ahora te toca a ti —me dijo Carmine.
Llegados a este punto, sinceramente, mis recuerdos se hacen un poco
confusos. Los detalles pierden consistencia, desleídos por la rabia… o
mejor dicho, en la ferocidad que crecía en un interior a medida que me
acercaba a la cara obtusa y estólida de esa víctima demasiado perfecta. La
vergüenza que sentía había desaparecido sin dejar rastro. Ahora ya me
daba igual todo. Sólo quería humillarla, degradarla, hundirla aún más… el
deseo de cometer esa tropelía me atenazaba el vientre, y no veía el
momento de liberarlo.
No sabía muy bien lo que tenía que hacer, nunca había hecho algo así.
De modo que me la saqué, se la metí entre los labios e intenté imitar los
movimientos que les había visto hacer a mis dos amigos hacía un
momento. Cuando noté que Debora empezaba a chupar, algo enorme y
oscuro se despertó en mi ulterior, partiendo de la base de la espina dorsal e
invadiendo todas mis terminaciones nerviosas, desde la punta de los pies
hasta la raíz de los cabellos. No entendía nada: empecé a moverme con
violencia, agarrándome a los mechones grasientos que le colgaban a los
lados de la cara para que se estuviera quieta, sin preocuparme de los
golpes que daba su cabeza en el revoque agrietado y mohoso del
descansillo. Veía cómo esa parte de mí, ese apéndice que hasta entonces no
había tocado más que para lavarme, entraba y salía de su boca húmeda,
veía cómo las lágrimas se le escurrían hasta la barbilla y luego se detenían
en la pelusa apenas esbozada de mi ingle, veía cómo sus forúnculos se
volvían cada vez más rojos, cada vez más congestionados… y mientras
tanto empujaba, empujaba, empujaba… empujaba con las caderas, cada
vez más fuerte, cada vez más deprisa, cada vez con más violencia. La
sensación creció, y recuerdo que por un momento pensé que me iba a
morir. Luego, con un estremecimiento, vertí el primer orgasmo de mi vida
en la boca hirviente de llanto de Debora la Bola.
—Vamos, díselo tú también —me apremió Franco, mientras le
apretaba las mejillas con fuerza para impedir que abriera los labios—.
¡Vamos!
Y yo, aturdido y borracho de maldad, con mi picha ya floja de
preadolescente aún fuera de los pantalones cortos, me incliné sobre unas
piernas que me parecían de gelatina y le dije lo que le habían dicho Franco
y Carmine cuando les había tocado a ellos:
—Trágatelo todo, puta.
Debora, sin dejar de llorar con lágrimas gordas y silenciosas, cerró los
ojos con fuerza como se hace un momento antes de recibir un bofetón, y
tragó.
—Te dije que me la ibas a pagar, gordinflona de los huevos —le dijo
Carmine.
Debora se apoyó en la pared, con los enormes hombros sacudidos por
sollozos mudos y desesperados.
Le dimos unas cuantas patadas y nos marchamos, entre risitas y
palmadas en los hombros. Carmine y Franco no me habían tratado nunca
con tanta familiaridad, lo cual me llenó de orgullo.
Ya era uno de ellos.

—Mira lo que has hecho, guarra —le grita él, acompasando sus palabras
con las patadas que le propina en las costillas y los costados—. ¡Luego
tendrás que limpiarlo!
Sigue descargando correazos en los brazos que ella ha levantado para
protegerse la cara.
Maria solloza desesperada, respirando el polvo del suelo y el olor
nauseabundo del vino vertido. Sólo piensa en protegerse de los golpes que
le llueven sobre el cuerpo desde todas partes.
Con un último grito él salta encima de Maria y la aplasta con todo su
peso, luego la agarra del pelo y la obliga a mirarle. Ella siente el olor
apestoso de su aliento y cierra los ojos.
—¡Mírame! —le grita él—. ¡Mírame, puta!
—Vincenzo… por favor…
Él le abre la bata, golpeándola sin parar en la cabeza con la mano libre,
y luego le arranca las bragas.
—¡No! ¡No! ¡Vincenzo, por favor… no!
—¡Cállate, guarra!
Haciendo palanca con la rodilla le separa las piernas a la fuerza.
—Ahora ábrete de piernas y haz lo que quiere tu marido.
Maria deja de debatirse. Ya no le quedan fuerzas para reaccionar.
Sollozando y tragándose la sangre de sus labios heridos, renuncia a oponer
resistencia y le deja hacer.

El Ruido llegó esa noche después de las diez.


Por una de esas coincidencias que se dan algunas veces, había logrado
arrancarle a mi padre el permiso para bajar al patio después de cenar, algo
que por lo general tenía prohibido. No digo que si me hubiera quedado en
casa habría perdido todo el prestigio ganado de un modo tan mezquino por
la tarde, pero seguro que no habría sido lo mismo.
Estábamos los tres, Franco, Carmine y yo. Tal como esperaba, ahora ya
era uno de ellos a todos los efectos, y podía participar en calidad de
cómplice en todas las actividades medio clandestinas que eran la
prerrogativa de los verdaderos jefes de banda. La primera chupada de
Nazionale que Franco me brindó de un paquete desteñido y arrugado se me
pegó a la garganta como lija pero, esforzándome casi hasta el ahogo,
conseguí milagrosamente no toser y mantener el tipo.
Ahora, en el vértigo eufórico de la intoxicación de nicotina, estaba
sentado en el suelo mirando el cielo junto a los otros dos, con la espalda
apoyada en el ventanuco del sótano de donde acabábamos de salir.
—Desde luego, que te la chupe Betta tiene que ser mucho mejor —dijo
Franco.
Carmine sacudió la cabeza.
—Olvídalo. Esa es de Tonio el Rojo.
—¡Qué coño dices! —saltó Franco—. ¿Tú cómo lo sabes?
Franco siempre hablaba así, haciendo preguntas sin ninguna
entonación interrogativa. Mantenía los labios apretados, como los duros, y
parecía que las palabras le salían de la boca casi por equivocación.
—Es verdad —dije yo la mar de contento, porque podía meter baza en
la conversación—. Cuando jugamos al escondite los dos siempre se van
juntos. Tonio me dijo una vez que ella le ha hecho una pera —terminé
dándomelas de entendido. Me sentía como si esa tarde el sexo ya no
tuviera ningún misterio para mí.
—Bueno, de todos modos, tarde o temprano…
Aunque en los meses y años posteriores fue precisamente ese ruido el
que me hizo despertarme sobresaltado por la noche, jadeando y cubierto de
sudor frío en la cama de la habitación que compartía con mi hermanito
pequeño, aunque es precisamente ese ruido el que de un tiempo a esta
parte ha vuelto a interrumpir mis pesadillas de hombre de mediana edad,
sé que no seré capaz de describirlo con la precisión necesaria para que
siquiera lo podáis imaginar. Fue como si alguien volcara desde el cielo un
camión de sandías. La tierra tembló, pero no fue un verdadero terremoto,
sino más bien una vibración sorda que repercutió en nuestros espinazos
con la lentitud ineluctable de un estremecimiento, como si Godzilla
hubiera elegido el Patio del Sol para dar su primer paso ciclópeo fuera de
la pantalla del cine de la parroquia, donde los domingos por la tarde
seguíamos sus terribles gestas chupando regaliz y tirando bolitas de papel
al pelo de las niñas.
Le precedió un silbido sordo (uno de esos sonidos inocuos de cuya
presencia sólo nos damos cuenta cuando cesan de pronto) y luego, una
fracción de segundo después, fue completado por una ráfaga húmeda y en
cierto modo densa, como si alguien hubiera arrojado al patio un perol
lleno de melaza. Pero su principal cualidad, la que hizo que se me helara la
sangre en las venas antes incluso de que a la parte consciente de mi
cerebro le diera tiempo a registrarlo como realmente sucedido, se puede
resumir con el término que empleé en una de las primeras páginas de este
relato: definitivo. La cosa que lo hubiera producido ya no podría ser la
misma después de semejante choque… Os lo digo yo… yo, que todavía
oigo ese ruido y lo seguiré oyendo el resto de mis días… yo, que a veces,
en los peores momentos, no puedo quitarme de la cabeza la idea de que
será lo último que oiré antes de irme al otro barrio.
—¿Qué coño ha sido eso? —dijo Franco.
Nos levantamos y corrimos a ver. Cuando dimos la vuelta a la esquina
del edificio nos quedamos petrificados, como si alguien nos hubiera
clavado los pies a la calzada. La primera sensación que tuve fue que la
cena me subía prepotentemente a la garganta, reclamando una vía de
escape. Vacilé y, apretando los dientes, conseguí no vomitar. Franco tuvo
menos suerte: se volvió para otro lado, pálido como el papel. Oí las
arcadas que le sacudían el estómago, pero no le miré… porque
sencillamente no podía: Carmine y yo mirábamos, paralizados, el amasijo
que manchaba el patio, totalmente incapaces de apartar la vista de él.
Era Debora la Bola. Mejor dicho, su parte posterior, inconfundible por
las enormes pantorrillas y el culo colosal. La parte anterior de su cuerpo se
había fundido con el adoquinado: parecía una estatua a medio salir del
molde de yeso. Había sangre por todas partes. Cuando digo por todas
partes, me refiero a todas: la pared del edificio, el cristal esmerilado del
portal, el poste de teléfonos… y luego por el suelo, reunida en un charco
viscoso y tentacular que se agrandaba lentamente por el patio, extendiendo
sus tentáculos en la oscuridad como un pulpo que se abre en el fondo del
mar. Fragmentos perlados de tejido cerebral flotaban en el líquido rojizo,
alejándose perezosamente del cráneo machacado.
Pasó un rato, no sabría decir cuánto. En un momento dado, mientras la
gente empezaba a gritar en las ventanas, Carmine dio la espalda al cuerpo
y, hablando a media voz, dijo:
—Joder qué asco.
Ahora podría contaros que me lié a tortas con él, que le mandé a tomar
por el culo. No, lo siento, nada de eso. Me limité a mirarle y, cuando vi su
expresión de disgusto, me encogí de hombros y no dije absolutamente
nada.
Eché a andar lentamente hacia el portal de mi edificio, porque sabía
que cuando bajaran los padres de Debora no podría mirarles a la cara.

En su pequeña alcoba, Debora abre los ojos y se quita los dedos de las
orejas. Cautelosamente, sale de debajo de la almohada.
La casa está en silencio.
Aparta las sábanas y apoya un pie en el suelo. La pierna que ve salir de
la cama es gorda, fea. La piel es tersa y blanca, como si estuviera a punto
de estallar.
En la oscuridad atraviesa la habitación y se acerca a la ventana.
Él está allí, guapísimo, más guapo que un actor de cine. Flota al otro
lado del cristal del dormitorio y sonríe, contento de verla.
Tímidamente, Debora agarra la manija y tira hacia sí. Él le tiende la
mano. Debora acepta la ayuda y se sube al antepecho. Permanece un
momento de pie, disfrutando del aire de la noche que le seca el sudor de la
piel martirizada por las espinillas, luego se inclina hacia delante y,
sonriendo, se monta en la espalda del hombre volador.
Paolo Caredda

Día de paga en la calle Ferretto

Han derribado el viejo Capitol. Tenía que ocurrir, tarde o temprano. Si no,
mirad lo que pasó con el Alba. Mirad lo que pasó con el Diana. Y mirad
cómo terminó el Supercinema. Ya no parece tan súper, ahora que los
letreros magnéticos de color rojo óxido repiten todos los días: PROHIBIDA
LA ENTRADA A MENORES DE 18 AÑOS. SI ESTÁ EN CONTRA DE LAS LUCES ROJAS,
NO ENTRE. Pero las luces se siguen apagando, y su nombre todavía aparece
en la página de los espectáculos… de modo que quizá no sea la misma
cosa. Pero mirad lo que han hecho con los otros cines. Supermercados.
Aparcamientos subterráneos. Imprentas. Sí, también imprentas, y no creáis
que las cosas les van tan bien a esos nuevos intrusos. Esas nuevas
empresas, esos piratas de cristal y cemento, han metido el pie en la puerta
y han logrado entrar pero no era su fiesta, nadie se ha desmayado, nadie ha
tirado flores y sombreros al aire por la apertura del Superdescuento. La
gente sigue yendo a los Viejos Sitios. Miradme a mí. Tres horas en la
ciudad después de Todos Esos Años, y ¿en qué creéis que he ocupado mi
tiempo? ¿He dirigido una mirada de religiosa admiración a las ventanas de
acero del nuevo barrio financiero? ¿He observado, apoyado en el plástico
de colores de las vallas, los movimientos de los autobuses que arrancan en
las pistas grises de la terminal aérea Cristoforo Colombo? No. Nunca me
encontraréis en esos sitios. A mí no. Tres horas en la ciudad y ya los pasos
de cebra y las líneas continuas de la zona este me habían atrapado en una
tela de araña de excitada irritación. Estos edificios se me metieron en la
cabeza hace mucho, mucho tiempo y no hay manera de volver atrás. Lo sé.
El taxi correteaba indiferente por el carril bus, bajé la ventanilla y el aire
amargo de las cinco de la tarde contaminó el Aquabelva que me había
echado cuidadosamente en las mejillas recién afeitadas. Hubiera preferido
otro transporte público para mi nada triunfal vuelta a casa, pero los
números eran distintos de como los recordaba. No habría tenido ninguna
gracia montarme en el 84 de siempre y encontrarme en la colina, en los
Barrios Altos donde las casas son mausoleos y tienes que andar kilómetros
para encontrar una lechería. Los números habían cambiado, mis números
preferidos habían desaparecido, alguien había vuelto a dibujar el mapa de
la Azienda Municipalizzata Trasporti, ¿y qué fue del 56 barrado? Y ya que
estamos, ¿qué fue del viejo Capitol? Han derribado el viejo Capitol. Sí, ya
lo he dicho, pero os confieso que esta novedad me impresionó DE VERDAD.
Paré el taxi en la calle Ferreggiano, puse la maleta en el suelo, me solté un
botón de la camisa en la acera, le pedí fuego a un muchacho que salía del
garaje oscuro del viejo de los recauchutados. Era inútil. Trataba de
hacerme a la idea, pero ya había visto todo lo que tenía que ver. Han
derribado el viejo Capitol. Y todo lo que vi en él cuando era niño. Antes
ibas al cine y veías la vida en los otros planetas y había tortugas atómicas
en Tohoscope y héroes enmascarados e imperios secretos que conspiraban
en las entrañas de la tierra, y si tenías suerte, si tenías mucha suerte,
conseguías ver El planeta de los hombres apagados y Los diafanoides
vienen de Marte en la misma tarde, en el mismo cine. Ahora, en cambio, la
gente paga por ver cosas llamativas con un presupuesto similar a la
facturación anual de la Matshushita Electric, o cosas sensibles en blanco y
negro con subtítulos. No pretendo decir que estos señores no sepan hacer
su trabajo, pero ya no es lo mismo, no señor, no es lo mismo, ni por
asomo. De modo que llamé a otro taxi. Tenía que conocer el piso que había
encontrado para mí el señor Drago. Sí, porque mañana empezaré mi nuevo
trabajo. O puede que lo empiece esta misma noche. O quizá me quedaré
una semana ladrando a la luna sin dar un solo paso. Con mi nuevo trabajo
nunca se sabe. Ya era el segundo taxi en dos horas. Alfa 33, Láser 45,
¿dónde estaba, en San Fruttuoso o en Luna City? Las sombras del invierno
se habían enganchado a las paredes del antiguo mercado hortofrutícola
construido como un hangar: parado en el semáforo podía ver cómo la
rejilla de los cierres metálicos seccionaba las últimas formas oscuras de
los montones de cajas de tomates sin vender, un televisor a la entrada de
una tienda de electrodomésticos con la pantalla fija en el símbolo de Rete
A, y en el escaparate de una tienda de juguetes una manada de zooides
observaba el carmín de labios agrietado por el viento de las secretarias que
volvían a casa atajando por los paseos de Villa Imperiale. No era Luna
City. «Via Ferretto», le dije al taxista, que ni se inmutó. Qué raro, pensaba
sorprenderle. Era joven este taxista, mucho más joven que yo, no podía ser
tan experto. Sin embargo me estaba llevando a casa por el camino más
fácil y corto. Tendría que haberle admirado por eso, pero ya sabéis cómo
me las gasto. Yo habría enfocado la cuestión de un modo muy distinto.
Ante todo habría descartado la opción calle G. B. D’Albertis. Demasiado
cómoda. Demasiado ancha. Demasiado de doble sentido. No, me habría
metido de cabeza en el laberinto de callejuelas y cuestas alocadas que
hacen su nido detrás de las ruinas del cine Diana. Luego, en contra de toda
previsión, me habría metido por la estrecha y mal iluminada calle
Bozzano. Puede que mi ignorante cliente perdiera unos minutos preciosos,
pero a cambio podría contemplar, maravillado, la melancólica masa de los
bloques nocturnos que dormían bajo la carretera y soñaban con cosas
silenciosas e inmóviles que los Habitantes de los Descansillos no verían
nunca, ni en un millón de años. Puede que incluso quebrantara la ley por
él, por mi cliente ideal. Haría caso omiso del ridículo prohibido el paso
que vigila la tortuosa calle Imperiale y llegaría a la calle Ferretto
siguiendo el camino más largo, el que da la vuelta al Monte. Pero habría
visto las cosas, ya lo creo… Sí, no me habría disgustado ser taxista.
Conocer los rincones más insignificantes, las calles más sagradas… Sí, sé
que lo habría podido hacer. No es tanto una cuestión de experiencia o de
pasar muchas horas consultando el callejero. Es que muchas calles viven
dentro de ti. Tú las eliges y ellas te eligen a ti, y después todo resulta fácil.
Meterse por los viaductos y las cuestas, excluir las arterias llenas de
tráfico, eludir las señales horizontales e ir derechos al grano acaba siendo
un paseo. Pero hay que tener algo especial, pues de lo contrario no os
servirá de nada almacenar las pistas cartográficas hasta el último
cuadrado. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de otra cosa. Y no
creáis que me iba a andar con favoritismos por mi afición a la galaxia de
pisos llamada San Fruttuoso Alta. Os llevaría a todas partes con mi taxi.
Adelante, decidme un sitio. El bloque aislado. El consulado de Ecuador. La
estación marítima. Os llevaría. Pero con calma, lentamente, puede que
antes pasaría por la calle Ferretto o por la calle Imperiale, así, sin un
motivo concreto, para que pudierais admirar los estucos industriales y las
delgadas capas de pintura de los edificios amarillos que resisten los
humos, la lluvia y los años. Mi taxista dominaba su cabalgadura con
indiscutible habilidad. Un par de revueltas más y nos meteríamos en la
vorágine verde de la calle Ferretto. Tengo que admitirlo, sabía hacer su
trabajo. No era exactamente mi estilo, pero sabía hacer su trabajo, ya lo
creo. Por un momento estuve tentado de preguntarle si vivía por allí. Es
decir, ¿cómo puedes conocer esas plazoletas, esos pisuchos si no vives
justo allí…? No veo otra explicación. O quizá el tipo había decidido
probar suerte cuando estaba en la calle principal, y se había metido en la
primera travesía, así, al azar, había jugado sus cartas, unas cartas
malísimas lo más seguro, e increíblemente su farol le había dado
resultado. Había dado en el clavo. O se había aprendido esta calle —y esta
nueva reflexión evitó justo a tiempo que hiciera una pregunta estúpida—
en el libro que le habían dado en la escuela. El caso es que fue así. Sin
embargo, no logré despejar esa duda, ni siquiera cuando el taxi aparcó
frente al portal oscuro, dio la vuelta a la plaza y bajó de nuevo hacia las
luces del centro. Hay cosas que no se aprenden en los libros. Hay cosas
que los libros no dicen. Ya está. Ya estoy en casa. Lo habían hecho bien.
Habían elegido justamente lo que yo me imaginaba. Soñaba con esta casa,
rezaba por esta casa cuando corría en la niebla de las autopistas engastadas
de fábricas de cemento o cuando los vapores fantasma de los trenes
subterráneos de la Línea Roja se me colaban bajo el abrigo y me
condenaban a muerte. La Línea Roja, mi cámara de gas personal. Aquí no
hay ninguna línea roja, sólo hay abetos del tamaño de insectos de otra
galaxia, bancales de cemento blanco reunidos en Defensa Siciliana y,
detrás de las azoteas, los huesos del Monte. Y mucho silencio, silencio
alto, hinchado y pesado, toneladas de silencio. Parece como si todas las
palabras sin decir, esas palabras tan importantes que nadie ha tenido nunca
los cojones de pronunciar claro y fuerte a la cara de los monstruos del
mundo, se hubieran dado cita para reunirse en la calle Ferretto. Aquí en la
calle Ferretto, bajo mis nuevas ventanas, bajo los abetos de Betelgeuse. No
ha cambiado nada. Esta noche la música invisible también corre por una
cinta circular, sube por las alcantarillas, se infiltra en los conductos de
aireación de los garajes particulares, se libera en las escalinatas que llevan
al parque y se disuelve en el zumbido nocturno de los árboles y los
pájaros, allá arriba, en lo alto del Monte. Yo la oigo. Puedo oírla. ¿Y
vosotros? Sí, ya, es probable que no viváis por aquí. Es probable que
hayáis venido a dar una vuelta, para hacer las últimas compras de Navidad.
He oído decir que este año las tiendas también abren de noche, para la
Nochebuena. No lo sé. Quizá no me disgustaría estar allí con vosotros, a lo
mejor buscando una chaqueta. Pero una chaqueta no es una casa, al fin y al
cabo, aunque algunas veces podríais tener esa impresión, y esta noche
dormiré en la casa más bonita del mundo. No necesito una chaqueta. Esta
noche no. Mirad, aún hay luces encendidas en el edificio de enfrente. Es
natural. Me imagino que esa gente estará muy entretenida abriendo
paquetes y leyendo los carteles. Y sin duda todos los subasteros y las
chicas que venden joyas y coches usados en la televisión se estarán
estropeando los dientes mordisqueando chocolate con avellanas en directo.
Bueno, yo tampoco puedo quejarme. No es una mala Nochebuena. Es
verdad, me limito a mirar las ventanas de la calle Ferretto, pero también
eso forma parte de mi trabajo. En cierto sentido. Cada cocina, cada
dormitorio comprados a plazos en la zona de Biella esconden un secreto.
Son secretos de serie B, en su mayor parte, ligeros y de colorines como el
pastel rosa de las fachadas de estos pisos. Os los cuentan y lo único que
podéis hacer vosotros es sonreír conmovidos. Otros, en cambio, no os
harían sonreír. Secretos duros, peligrosos, maleados por la vida. Cosa
seria. Y lo gracioso es que ni siquiera yo los conozco todos. Y vosotros,
¿los conocéis, tenéis alguno que venderme? Los pagaría bien, más de
cuanto valen en realidad. Sí, alguno conoceréis vosotros también, hay
tantas historias que circulan por ahí. Me gustaría oír un par de ellas, aquí,
en este comedor que me he encontrado ya decorado con guirnaldas y
adornos de navidad. Ha sido todo un detalle… ¿Nada? ¿No se os ocurre
nada? ¿No tenéis ninguna historia que contarme? Quizá no os fiáis de mí.
De acuerdo, yo os contaré una, digamos que para romper el hielo, digamos
que para que sepáis que podéis estar tranquilos conmigo. Yo nunca iré por
ahí contando vuestras historias. Esta es mi historia y es una historia que
seguía viendo siempre que hacía cola en las tiendas abandonadas de la
avenida Sardegna a las cuatro de la tarde, o cuando las hojas se
amontonaban libremente delante de las entradas silenciosas de las casas-
trampa de San Fruttuoso Alta. Es una historia sencilla, e incluye una
lección muy interesante para vosotros. Podría sucederos a vosotros
también, podría sucederos mañana mismo. Tenemos a este doctor, que es
bajo, muy bajito, huesos finos, hombros esmirriados, gafas con montura de
metal… Es rubio, de acuerdo, pero es el tipo de rubio que no sumará ni un
punto a su clasificación desastrada. Os bastaría una ojeada a este hombre
para entender que no tiene futuro en el ramo Rompecorazones. Ni siquiera
tiene un pasado, además. Pero resulta que una noche, una triste, solitaria
noche igual que todas las demás, llaman a su puerta y ¿a quién tenemos
aquí? ¡Nada menos que a Lottie Gardner, la estrella de la televisión! No
sabría haceros una descripción, pero el platino de su pelo desafía cualquier
franja de seguros, y sus medidas son las medidas de un sueño. Miss
Gardner tiene un problema: su marido, Barry Morton, hombros anchos,
ídolo de los Minnesota Vikings, se ha convertido en un hombre lobo. No le
haría buena impresión al espectador medio. De modo que la señora
Gardner se lleva al pequeño médico triste al semisótano de su mansión
azteca. Al parecer, nuestro mequetrefe conoce un remedio para la
licantropía. Pero la presencia de la mujer más bella del mundo le puede
jugar una mala pasada a un hombre pequeño y solitario. Sobre todo si ese
hombre le escribía cartas apasionadas y anónimas. Aunque el hombrecillo
permanece en la mansión una semana, no se atreve a dar el paso. Conoce
sus límites. Pero sigue durmiendo en el sofá de la antesala, no acaba de
curar al marido, espera un milagro. Y cuando comprende que la señora
Gardner le hace menos caso que a los baldosines de obsidiana que adornan
la piscina, en vez del acostumbrado sedante le administra un suero de
sangre de licántropo, y luego la encierra con su marido en el semisótano.
Las dos criaturas divinas se descuartizan mutuamente, el médico le
arranca un autógrafo a su Amor Imposible y se monta en el autobús que le
llevará a su barrio de las afueras. ¿Lo habéis entendido? Una historia de
mujeres bellísimas, hombres solos y licántropos. Una historia con el
mismo sabor que estas jaulas de metal que han construido en lo alto de la
colina. Hubo una época en que quería ser actor, e imaginad cuál habría
sido mi papel en este relato. Mi papel natural, el papel creado a mi
medida, el papel que sueño con interpretar todos los días. Sí, a ver si lo
adivináis. Veinticinco de diciembre. Qué raro. Me desperté en la casa
nueva y descubrí que estaba solo. Sin nadie que me llevara café o me diera
un besito de feliz Navidad. No fue difícil, no, esto no, pero… Qué raro.
Quizá el Amor tenía que entregar paquetes más urgentes, o mi nombre
había ido a parar al fondo del saco. Fuera la calle Ferretto flotaba en el
aire frío de los últimos días de diciembre, y entre las esquinas de los
bloques amarillos podía ver cómo brillaba el verde del Monte, eterno e
indiferente al calendario de los hombres, pero es raro despertarte solo en
la calle Ferretto sin que te den siquiera un besito de feliz Navidad. Un
timbrazo. Dos timbrazos. El teléfono. Probablemente es una equivocación.
No tendría que apartar las sábanas. El teléfono sigue sonando y no creo
que sea muy profesional contestar. El mío es un trabajo delicado. Esperaré
a que deje de sonar. Sí, no hay motivo para contestar.
—¿Diga?
—Ah, por fin lo ha cogido. ¿Estaba en la cocina vigilando el pavo?
—Señor Drago… No esperaba una llamada… tan pronto…
—Sólo quería felicitarte las fiestas. ¿Cómo has pasado la Nochebuena?
—Ha sido estupendo: todos los edificios de colores, iluminados por las
estrellas de Navidad. Me he pasado la noche levantado viendo las
ventanas, las cornisas, los árboles adornados, ¡qué noche!
—¿Y ha visto las guirnaldas que mandé colgar en el comedor? ¿Y el
nacimiento?
—Oh, sí, me ha gustado muchísimo. Usted es todo un señor. Ese
nacimiento era un verdadero espectáculo, yo nunca tuve un nacimiento,
quiero decir, un nacimiento de verdad con la caravana de beduinos y los
espejos como estanques y ver un nacimiento para mí solo, justamente
aquí, en el centro de la calle Ferretto…
—¿Y el trabajo?
—El trabajo, sí, bueno, hoy es Navidad y la gente no sale por ahí a por
el periódico o a hacer la compra. Se quedan en casa, de modo que prefiero
ir despacio. Pasito a paso. No lo quiero echar todo a perder. Hay cosas que
se deben tomar con calma. Yo nunca he sido un impulsivo, señor Drago.
De momento, me he aclimatado con éxito en la calle Ferretto, y eso ya me
parece un buen…
—No, mire usted, ya hemos hablado de eso, si quería un guardia de
tráfico le habría pagado a uno, usted sabe muy bien por qué le pago.
—Sí, no, me refería a que el ambiente a veces desempeña un papel…
—Me llaman de la cocina: feliz Navidad y espero tener noticias
pronto.
—Muy pronto. Y feliz Navidad a usted, señor Drago.
Lo habéis visto con vuestros propios ojos. No era una equivocación.
Me buscaban a mí. ME BUSCABAN A MÍ. El cliente se ha acordado de mí
incluso la mañana de Navidad. Me ha gustado, de veras. Pero a decir
verdad hoy habría preferido otra clase de llamada. Fuera, por la ventana,
veo a una mujer con un niño, ya ha oscurecido y no sabría deciros si esa
mujer es realmente guapa, pero así por encima yo diría que sí. Sí. Es
guapísima, de veras. No veo al padre del niño. Debería estar con ellos,
jugar a la pelota en el charco oscuro de los abetos de la calle Ferretto, pero
no está. Debería estar con ellos, digo. No me vengáis con que está
haciendo el turno de noche o que se ha quedado atrás aparcando el coche.
No funciona. No es eso. Hay una historia mucho más triste detrás. Ahora
la mujer hurga en su bolso y saca un manojo de llaves. El niño corretea a
su lado, y me gustaría tener el valor de lanzarme escaleras abajo y pararla
antes de que entre en el portal-acuario de su edificio. Pararla y decirle:
déjalo. No subas. Arriba viven vestidos sucios, los restos de una cena de
cuatro perras y las réplicas de un telefilme que no tienes ningunas ganas
de volver a ver. Tu hombre te ha dejado, de acuerdo, pero tampoco es tan
terrible. Dame una hora, dame media hora y esos ojos que están a punto de
llorar te parecerán tan lejanos como la última liga que ganó el Genova…
Sí. Eso es lo que tendría que decirle, con una mano en el bolsillo y la otra
señalando vagamente el paisaje de alrededor, si no fuera el conejo que soy.
Podría enseñarle un montón de sitios, y ella entendería. Todo no, desde
luego, pero lo bastante como para hacer que me sintiera un hombre feliz.
He encontrado lo que quería. Estoy seguro. Desde mi escondite del
séptimo piso puedo ver cómodamente las luces de una cocina que se
encienden en el alto cemento del bloque de enfrente. Mañana nos
despertaremos todos un poco más gordos y un poco más viejos y ni
siquiera los barrenderos vendrán a visitar la calle Ferretto. San Esteban no
será un día afortunado para mi nueva amiga, podéis poner la mano en el
fuego. Ahora las luces de enfrente se han apagado, y yo que tú no contaría
demasiado con una clamorosa llamada nocturna. Es demasiado tarde. Se
acabó. Es hora de irse a la cama, niña, estos días de fiesta siempre acaban
fastidiándonos. Verás, yo también estoy pasando un mal rato, mi cabeza no
hace más que dar vueltas sin éxito en esta almohada desconocida, la
sombra de la lámpara está esperando el momento para tirarse a mi
garganta, y las mesillas se ríen de mis penas de amor. No me resultará
fácil conciliar el sueño: tarde o temprano nos encontraremos, y las cosas
que tengo que hacerte me ponen nervioso. Ahora que te he visto ya no me
siento tan orgulloso de mi trabajo, quizá debería dejarte en paz. Dejar que
pasees con tu niño en esta isla de patios y cornisas. Dejar que flotes en los
estanques de aire frío que sumergen las carnicerías en abril. Dejar que te
enamore otro. Yo no soy malo, créeme, me gustan las cosas bonitas y todo
eso, pronto me quedaré dormido y soñaré con tu bonita cara maquillada
que me sonríe mientras das de comer a las familias de loros, y las
mariposas que viven en el Monte te rodean como una corona de flores de
la Isla de Pascua, pero ahora, cuando aún estoy despierto, y sudo, y noto
que las ojeras avanzan inexorablemente hacia la tierra de los pómulos,
cuánto me gusta imaginarte sola y triste y desesperada. Veintiséis de
diciembre. El pavo ya casi está. Voy a tomar el aire. Puede que encuentre
alguna tienda abierta, puede que hasta un restaurante, aunque por aquí no
he visto ninguno. Este barrio no es muy acogedor con los forasteros. Ya
resulta bastante difícil ocuparse de los ciudadanos legítimos. Si eres
forastero los porteros automáticos de colores y los árboles que crecen
justo en el centro de las explanadas no podrán hacer nada por ti. No es
asunto suyo. Si eres forastero no traigas a pasear al perro por aquí, no
llames a las puertas intentando vender enciclopedias, es más, las cosas
claras, no vengas. No te vas a divertir, créeme. De todos modos a mí se me
había acabado el pan, se me habían acabado los cigarrillos, se me habían
acabado las pilas del mando a distancia. Tenía un par de buenas razones
para salir. Voy a tomar el aire. Me abrí paso entre las terrazas rotas, los
bastiones invadidos por la hierba y las fuentes desoladas de la calle
Ferretto, afronté escalinatas que no tenían ninguna razón de ser, volví
sobre mis pasos una vez, dos, tres… No había nadie en la calle. El estanco
estaba cerrado. El quiosco estaba cerrado. El supermercado estaba cerrado.
Los bloques dormían en silencio, y sólo ahora, frente a la terminal
abandonada del 381, podía darme cuenta de lo que estos bloques se
parecían a las letras de un gigantesco alfabeto de juguete donde las letras
son magnéticas y cada una tiene un color distinto. Había bloques en forma
de F, bloques en forma de H, bloques en forma, debéis creerme, ¡bloques
en forma de Z! La calle se desenrollaba en una serie de amplias curvas, y
desde mi punto de observación podía espiar sin ser visto el cuadrado de
cemento que ocupaba el plano inferior de la calle Amarena. En otro
tiempo los niños seguramente habían trepado a los columpios, a los
toboganes, pero ahora esas construcciones tenían el macabro sabor de un
imprevisto, e irrelevante, hallazgo arqueológico. Hoy los niños tienen
otros juguetes, supongo que también vosotros os habéis dado cuenta. Eché
un vistazo a la explanada y vi dos figuras. Una mujer y un niño. No me
había equivocado con la mujer. Ahora podía verla claramente, en la luz de
la tarde tranquila: como en una secuencia onírica, en su cara se perseguían
las superficies y los volúmenes de este barrio inalcanzable. No era un
rostro que se despachara con un par de cumplidos. Era el rostro de mi vida.
¿El niño? Bueno, pues eso, un niño, yo no soy entendido en niños, era
como muchos otros niños, exactamente como muchos otros. Pero me vino
bien. Vi que estaba jugando con unas piezas de metal de aspecto espantoso.
Se afanaba y encajaba las piezas sin tener ni idea, no iba a llegar a ninguna
parte. Yo podía ayudarle. Y él me podía ayudar a mí. Llegué a la explanada
justo a tiempo para recoger unas de sus piezas, que se había caído al otro
lado del pretil.
—Procura tratarlo mejor, un predacón puede ser muy vengativo.
El niño no me contestó. Cogió el pequeño robot y volvió a su sitio.
Creía que la conversación había terminado. No era así.
—Perdona si me entrometo, pero así no lograrás nada.
Recogí las otras camionetas, con calma, no fuera a pensar que se las
quería quitar.
—No se hace así. Mira, estos camioncitos no son lo que parecen. Si te
fijas verás que la apisonadora tiene un enganche especial, es allí donde
tienes que encajar la excavadora. ¿Ves?
La mujer avanzó hacia nosotros, y más de una vez me he preguntado
por qué se decidió a dirigirme la palabra. ¿Preocupada porque un maníaco
se había acercado a su hijo? ¿Aliviada por haber encontrado a otro ser
humano en ese desolador San Esteban? ¿Atraída instantáneamente por mi
apuesta figura? No lo sé.
—Ven aquí, no molestes.
—Oh, si no me está molestando. Era yo el que le estaba dando la lata.
Quería enseñarle un par de trucos sobre los transformers.
—¿Sobre qué?
—Transformers. Vehículos que se transforman en robots y al revés. El
mundo de los transformers es un mundo transformado. Hay mucho más de
lo que salta a la vista. Lo que un momento antes eran una docena de
vehículos oruga, se convierte en un auto—robot. Con brazos y piernas de
titanio en vez de ruedas y ojos pérfidos en vez de faros de niebla.
Mi mujer escuchaba sin demasiada participación. No me
malinterpretéis, quería entender, quería quedar bien, pero todas estas cosas
quedaban un poco fuera de su alcance. Es un problema general con las
mujeres. No tengo nada contra ellas, de verdad. Son unas cosas
estupendas, muy inteligentes y sensibles, y cualquier trabajo que hagas lo
sabrían hacer ellas mejor y en menos tiempo, pero intentad hablarles de
robots. Intentad hablarles de robots. KO técnico. Este es el problema con
las mujeres: que no saben nada de robots.
—¿Has oído, Andrea? ¿Lo has entendido todo?
—No, de veras, Andrea, es muy sencillo. Tú sólo tienes que aprender
esto: cinco predacones forman un predaking. Cinco coches forman un
robot. Un Rey Robot. No es más que una cuestión de enganchar y encajar.
Ahora verás.
¿Qué habríais pensado de mí desde una ventana de la calle Amarena?
¿De un hombre encajando y enganchando juguetes delante de una mujer
guapísima? ¿Qué diríais de mí? No me lo digáis. Yo sólo estaba haciendo
mi trabajo. Me lo pasaba bien, eso sí, me lo pasaba la mar de bien, y puede
que esto parezca poco profesional, pero tratad de entenderme: las plazas
de la calle Amarena, una base móvil de autorobot, los ojos de la mujer de
mi vida… Es normal que la situación se me escapara un poco de las
manos.
—¿Trabajas en los juguetes?
Me di la vuelta. Ella estaba tan… cerca. Moléculas de acné rosado
trataban de denigrar sin éxito su magnífico rostro. No llevaba puesto nada
excepcional: la clase de ropa que se puede encontrar en esas boutiques sin
nombre que consiguen sobrevivir misteriosamente en las travesías
laterales de la calle XX Setiembre. Le habría podido enseñar algo al
respecto. Pero ahora no. Más adelante, quizá. Ahora no tenía mucha
importancia.
—No, no es mi trabajo. Frío, frío.
—Entonces tú también tienes un niño.
—No, tenía robots y, la verdad es que antes los robots… antes los
robots y yo… Digamos que hemos recorrido un buen trecho juntos…
—¿Y ahora?
—Nada. Es que mi trabajo me obliga a estar fuera mucho tiempo. Hace
dos días, por ejemplo, descubro que vuelven a poner Danguard, el NUEVO
Danguard. A las nueve de la noche. Me tomo una hora libre, lo intento, a
las nueve y diez encuentro un bar con televisión en color, y ¿puedes creer
que no me la pusieron? Nadie de los que estaban allí quería ver el nuevo
Danguard. NADIE.
—¿Trabajas hasta después de las nueve? ¿Qué trabajo es ese?
Mi amor por Danguard no la había impresionado. Debía tomar nota.
—Es un extraño trabajo. Se podría decir que soy investigador. —Su
mirada sensible se enturbió por un momento: investigador, aulas
universitarias, batas blancas, horarios de oficina. Yo no era el tipo
interesante que se imaginaba. Otra falsa alarma—. Un investigador fuera
de lo común —me apresuré a añadir—, me pagan por encontrar caras, y no
sólo caras, para llevarlas a la pantalla.
—Ya me parecía a mí que trabajabas para la televisión…
—¿Por qué?
—Bueno, por la forma de vestir, la forma de hablar. Se ve a la legua
que no eres de Génova.
—Sí, claro, es verdad, estoy de paso. Una visita a los sobrinos de la
Riviera. Entre trabajo y trabajo.
Varias millas marinas separaban la calle Amarena de la Costa, pero mi
nueva amiga no se dio por enterada de esta burda mentira. Su cerebro
estaba trabajando en otra dirección.
—¿Para qué televisión trabajas?
—Freelance. ¿Que necesitan una modelo para un desfile de las rebajas
de invierno? ¿Que buscan un par de manos para enseñar las joyas en una
subasta? ¿Que la redacción de deportes quiere una cara bonita para leer los
resultados de Primera División? Dejádmelo a mí.
—Yo también trabajaba en la televisión… No estaba mal.
—¿Delante o detrás de la cámara?
—Delante, delante. Hacía muchas cosas delante de la cámara. No, no
me mires así, no hacía nocturnos. Me podías ver por la mañana, a media
tarde, un poco antes de la hora de cenar…
—Oye, me tengo que marchar —la corté virilmente—, pero toma mis
señas, me voy a quedar por aquí un par de días y no me disgustaría tener
una charla sobre anchos de banda y líneas de barrido.
Me alejé. Era capaz de sentir la mirada de sus ojos verdes posada con
admiración en los faldones grises de mi abrigo caro. Me despedí de
Andrea con un gesto de la mano: mis glosas eruditas no habían servido
para nada. Había lanzado por el aire al Rey de los Robots, ignorando que
los transformers no funcionan como cometas. El Rey de los Robots cayó al
suelo con un ruido lastimoso y la cabeza de metal dañada
irreparablemente. Un predacón puede ser muy vengativo. Quizá esa noche
el padre de todos los predacones entraría en el cuarto de Andrea, con los
ojos brillantes como malvadas linternas estelares en la oscuridad
suburbana de la calle Ferretto, para exigir el pago de su delito. Me volví
para despedirme por última vez de mi nueva amiga. Contemplé su silueta
invernal, adiviné su sonrisa llena de promesas, me sumergí en los ecos
embriagados de la tarde y pensé que tal vez celebrar la Navidad en la calle
Ferretto no había sido el peor error de mi vida. Una típica calma previa a
la tempestad sobrevolaba los colosos de diez pisos que vigilaban los
confines exteriores de San Fruttuoso. Las nueve menos cuarto. Los
empleados, las cajeras, los vendedores puerta a puerta ya se habían
desparramado por las oficinas de la gran ciudad. Los edificios zumbaban,
misteriosos, preparándose para la Gran Transformación. La Gran
Transformación, ahora, aquí, enseguida, cuando nadie miraba, cuando los
otros barrios, los barrios bonitos y ricos, habían bajado la guardia. Todo
empezó en la plaza Solari. El bloque de cemento rosa que respondía al
número oficial 5/A se desprendió de sus cimientos con ruido de
ultratrueno y echó a andar como un hombre. Caminaba sobre dos
gigantescos pilares hidráulicos, sin ojos ni cerebro. Desplazó
trabajosamente su masa inmensa y se arrastró hasta la calle Savelli, donde
dio una peligrosa voltereta y se encajó en el techo del edificio llamado
calle Savelli 27 Rojo. Ahora plaza Solari 5/A se había transformado en el
torso de un enorme ser sin cabeza: la ciudad se agazapaba temblorosa,
procurando que el Vengador de San Fruttuoso no la viera. Nadie osaba
levantar la voz para discutir la autoridad de esa terrible agregación. Hoy a
cada cerdo le llegaba su San Martín, hoy era día de paga. Pronto, muy
pronto, la cúspide más arrogante de la calle Ferretto despegó y llegó
volando hasta el Vengador. Se encajó en la cima, convirtiéndose en la
cabeza del Vengador, una cabeza de pensamientos rápidos y destructivos.
La Cabeza de Muchos Lados y Muchas Aristas giró noventa grados: había
llegado el momento de moverse. El Vengador se arrancó de la calle y con
pasos retumbantes se encaminó a los barrios ricos y bonitos: hoy era día
de paga. Los brazos hidráulicos tenían rampas de lanzamiento de misiles
tierra-aire, las manos cuadradas terminaban en diez cohetes acorazados y
la espalda de cemento erizado de afiladas cabezas explosivas parecía la de
un puercoespín atómico. La batería de antenas que coronaba el octágono
de la cabeza marcaba la ruta: primero la odiada Castelletto, luego Albaro,
Quinto del Mare, Nervi y por último los chalés milaneses de la Riviera.
Nadie podía oponerse a la rabia del Vengador: canchas de tenis,
bocadillerías, canchas de squash, piscinas y solariums quedaron
destrozados por la enorme potencia de fuego. Pronto el Guardián de San
Fruttuoso caminó entre montones de cenizas. A la gente no le gustaba San
Fruttuoso. ¿San Fruttuoso? ¡Qué desolación, no viviría allí ni aunque me
pagaran! Algunos fingían incluso ignorar el nombre de sus calles, el
sagrado esplendor de las escalinatas y los inmuebles. Ya no volvería a
pasar. Hoy el Campeón de San Fruttuoso había luchado por la supremacía
y había derrotado a sus adversarios en su terreno, el de la fuerza bruta.
Ahora, cuando la gente pasara por San Fruttuoso, se quitaría el sombrero y
bajaría la voz para no alterar la tranquilidad submarina de las largas
perspectivas iluminadas por el sol. Había sido un día memorable, y el
Guardián estaba cansado. Volvió a su territorio, y las líneas nítidas de los
edificios acurrucados en la colina le hicieron sentirse eterno y feliz. Dejó
atrás la plaza Solari, miró con gratitud a la fiel calle Ferretto y subió al
Monte con lentos pasos de acero. Se sentó en una piedra ancha y se quedó
escuchando apaciblemente las charlas de los pájaros del bosque que se
posaban en sus centelleantes brazos de trueno. Delante de él, a través de
las hojas de oro, la ciudad flotaba a la espera de nuevos sucesos… Dios
mío, qué sueños tenemos cuando estamos enamorados. Pero este no estaba
mal. Me ha hecho retroceder por lo menos diez años, cuando los árboles de
la calle Ferretto aún eran jóvenes. No creía que aún era capaz de tanto. No
creía que aún era tan romántico. Qué estúpido. Hay cosas que no se van
nunca. Hay cosas que se agarran a ti con todas sus fuerzas y no sueltan la
presa. Se esconden en algún lugar oscuro, donde nunca se te ocurriría
buscarlas, y esperan. Esperan mucho tiempo, esperan a que crezcas y las
olvides, el tiempo no es problema para ellas. Y un buen día, cuando ya
eres grande y gordo y tu vida se parece a una vida feliz, esas Cosas salen
de su escondrijo y empiezan a armar jaleo. No hay manera de acallarlas.
Tienes que hacer lo que digan. Esas Cosas siempre acaban saliendo. Dios
mío, me he enamorado de veras. El sol de los últimos días de diciembre
trazaba listas blancas en las cortinas de mi ducha. Salí al balcón atándome
el albornoz. Ahora que había pasado la Navidad, la masa gris de la
guardería infantil y las bandas verdes de Villa Imperiale parecían cobrar
nuevos bríos. Los tejados vibraban, y yo también debía darme prisa. Entré
en casa. Me peiné, me afeité, me puse una camisa blanca y me miré al
espejo. Todavía estaba ahí. Mi cara todavía estaba ahí, lisa e invencible, y
como un fantasma infestaba la placa platinada del espejo. Se alimentaba
de luz y vivía en el vidrio. No quería irse. Los espejos eran su casa, y lo
sabía. Una cara como esa podía ir a muchos sitios. Me resultaría útil esa
cara. Muy pronto. La cara en el vidrio oyó el zumbido eléctrico del timbre
de la casa. Me miró fijamente a los ojos y me habló de cosas terribles.
Había un trabajo pendiente para ella y para mí. Con un esfuerzo titánico la
saqué del cuarto de baño y la arrastré conmigo. Hasta el recibidor. A través
de la mirilla mi nueva amiga ondeaba como un pez fósil congelado en el
chapoteo inmóvil de los siglos. Tras la cortina del ojo de buey sus formas
parecían hinchadas y acuosas. No tenía buen aspecto. Por un momento
estuve tentado de dejarla flotando ahí fuera para toda la eternidad, en
órbita salvaje alrededor del Mundo de los Descansillos. Luego abrí la
puerta.
—Perdona, ¿ibas a salir?
—Todavía no. Ven. Pasa.
—Te habría llamado por teléfono, pero no me gusta molestar, a lo
mejor estabas durmiendo.
—No, si quisiera dormir no te habría dado la dirección. ¿Quieres un
café?
—Sí. Si lo tienes hecho. Pero sólo si lo tienes hecho, no te molestes en
hacerlo.
—No es molestia. Precisamente estaba pensando en el expreso de las
nueve. Aún podría funcionar. Todavía puedo hacerlo funcionar. Soy un
artista recalentando café. Podría dar cursillos de café recalentado.
—Por mí vale, gracias.
—No te preocupes, el café recalentado es mi especialidad. Nadie lo
hace mejor que yo.
Nos sentamos en la cocina. La luz blanca y amarilla que entraba por la
ventana me reveló un detalle delicioso. Se había maquillado para venir a
verme. Se había maquillado a las diez de la mañana. No todas las chicas lo
hacen. Algunas no lo harían ni aunque les fuera la vida en ello. Supongo
que será como afeitarse con agua fría después de una noche de insomnio.
Un infierno para la piel: Sin embargo ella se había maquillado. Se había
maquillado para mí. Ante mí se prolongaba una de las tardes más
prometedoras de mi vida.
—¿Tienes alguna historia que contarme?
—¿Una historia? No, sólo quería preguntarte si esta noche, por
casualidad, tienes un rato libre. Ponen la telegala, y me gustaría verla con
alguien que entienda…
—No, mira, empecemos por el principio, y el principio es: ¿cómo te
llamas? Todavía no sé cómo te llamas.
—Monica. Me llamo Monica. ¿Y tú?
Monica. Ese nombre sí que me trae recuerdos. Antes todas las chicas
que valía la pena llevarse a la cama se llamaban Monica. Ponías la
televisión y siempre había alguna cantante en blanco y negro que decía
llamarse Monica. Las vecinas se llamaban Monica. Hasta las chicas a las
que no conocía, esas con las que me encontraba en los pasillos del
supermercado, tenían aspecto de llamarse Monica. Hace veinticinco,
treinta años Monica era el nombre apropiado. Hace veinticinco, treinta
años un padre y una madre sin rostro se sentaron a una mesa, en una
cocina de la calle Ferretto, y dijeron: ¿cómo la llamaremos si es niña? ¡La
llamaremos Monica! Claro. Monica le quedaba muy bien.
—Tienes un nombre precioso, Monica. Yo en cambio tengo uno más
insignificante. Desde que trabajo en el mundo del espectáculo lo he
americanizado, para darme tono. Ahora me llamo Danny Donato, ¿qué te
parece?
—Es gracioso, parece sacado de una película sobre la Cosa Nostra.
—Sí, la verdad es que suena a trapos sucios. No está mal… Pero tú
estabas hablando de una telegala, creo. Cuenta: me chiflan las telegalas.
Sean lo que sean.
—Pero si tienes que saberlo… Una telegala es una especie de fiesta en
familia. Les pagan a tus ídolos para que brinden ante la cámara, y tú estás
ahí celebrándolo con ellos…
—Bah, no sé, me parece un poco raro.
—Esta es distinta, Danny. No es una telegala cualquiera, también salgo
yo. Si prestas atención me verás a mí también.
—Entonces YA LO CREO que es distinta. Me gustaría verla. Supongo que
tu hombre tiene otros planes.
Tenéis que entenderme, debía decirlo. Debía jugar según las reglas…
Su hombre… Su hombre ya no estaba, y yo lo sabía. Había hecho los
deberes, había estudiado su caso con pasión. Sabía todo lo que había que
saber. Su hombre se había largado. Había hecho sus cálculos y se había
dado cuenta de que no le iba a sacar nada. Se acabó la buena vida, ahora
tenía que jugar al juego del marido y ganar dinero para el niño. Su hombre
se había largado. Tienes que apañártelas sola, Monica. Tienes que luchar
como nunca lo has hecho. Y andarte con ojo. Antes hubo Otro Hombre. Un
Hombre sabio y poderoso, él te podía haber ayudado. Antes. Ahora se ha
cansado de ti, no te tocaría ni con un palo. Ni siquiera yo puedo hacer
mucho por ti, Monica, el Otro Hombre es la razón por la cual estoy aquí.
El Otro Hombre ha hecho que nos enamoremos. Monica me miró. Le
entraban ganas de contármelo todo, de abrazarme, de comerme a besos y
jurar que no volvería a pasar. Pero aún era pronto.
—Estoy sin compromiso. Sola. Puedes venir a mi casa cuando quieras.
Nadie nos molestará.
—¿Cuándo empieza?
—Tarde. Cuando ya no hay nada más.
—Perfecto. Yo, tú y la telegala a las dos de la madrugada. Será un trío
perfecto.
—Bueno, entonces me marcho… Nos llamamos esta noche para
ponernos de acuerdo.
—No, no te vayas, podemos hacer muchas cosas juntos antes de la
telegala. Comer, por ejemplo. ¿Qué te parece una cena en lo alto del
Monte?
Allá arriba no había cambiado nada. Subía la escalera de ladrillo rojo,
Monica me daba la mano y me obsesionaba con sus confuso parloteo de
historias del pasado. Los edificios se disolvían en la niebla del Monte, me
volvía y veía cómo perdían color, perdían fuerza, perdían sangre, se
escurrían en lejanos regueros de gris. Monica no paraba de hablar. De vez
en cuando la interrumpía con un: —¡Increíble! —o con un—: No lo
sabía… —para que creyera que la estaba escuchando. No era así. Yo estaba
escuchando otra cosa. Monica se apretaba contra mi abrigo, su pelo recién
lavado se pegaba a la lana lujosa mientras me hablaba, y todos nos habrían
tomado por dos enamorados de verdad que subían al restaurante del
Monte. Pronto terminaría la escalera, y nos encontraríamos frente a frente
bajo una parra. Pero yo no la estaba escuchando. Monica me hablaba y yo
escuchaba los ecos de las radios que llegaban debilitados de los últimos
edificios. Escuchaba la música de los tejados desenfocados, las pirámides
enterradas de la calle Ferretto, las vidrieras ocultas de la calle Amarena.
Escuchaba el aire cada vez más solo de las seis de la tarde. Escuchaba las
curvas de la escalinata y la voz de los insectos. Allá arriba no había
cambiado nada. La escalinata ya se estaba agotando. Con una última
corveta de orgullo todavía levantó ante nosotros una docena de
rapidísimos peldaños. Quería ponernos las cosas difíciles, quería que
volviéramos atrás.
—Ya está, Monica, estamos en lo alto del Monte. Estamos en casa.
—¿Un restaurante aquí arriba? —jadeó Monica—. ¡Qué ocurrencia!
—Bueno, a mí me parece una idea estupenda —observé—, mira qué
vista, mira hacia abajo.
Nos sentamos bajo la parra, entre las mesas de piedras antiguas, y a mi
alrededor el Monte seguía enseñándome todas las cosas que había dejado
atrás hacía muchos, demasiados años. Pero esta vez le hice callar. Tenía
trabajo.
—No me acuerdo de cómo se llamaba tu cadena, Monica.
—Es sólo una pequeña cadena local. No la puedes conocer. Trataron de
hundirla por todos los medios, pero no se dejó. Se negaba literalmente a
morir. Estuvo al borde de la bancarrota durante año y pico, despidió a la
tercera parte del personal, retransmitió hasta la saciedad las mismas
novelas, los mismos anuncios, los mismos partidos de primera, y luego,
hace un mes, llegó el notición: quieren comprar la cadena. Alguien de
fuera quiere comprar la emisora, transformarla, ampliarla. Ha sido una
buena noticia para todos. Dentro de poco se reanudará la producción, y
cuando estén al ochenta por cien habrá sitio para mí. Sí, estoy casi segura.
Me volqué con ellos en el pasado, y justo ahora, cuando estaba pasando
por algunas dificultades, mira qué buen regalo de Navidad.
—Sí, pero la telegala, ¿qué tiene que ver? —la acosé con un pressing
imperioso. Debo reconocer que todas esas historias me estaban aburriendo
un poco. No era la idea que tenía de una cena en el Monte con la mujer de
mi vida. La cena que yo me imaginaba incluía miradas a lo lejos, sombras
verdes, murmullo de ramas a través de las ventanas entornadas, y a través
de las ventanas entornadas una impresión lejana de la calle Ferretto…
Pero esto no era amor verdadero, seguía diciéndome, esto era trabajo.
—La telegala fue una idea muy bonita —Monica se emocionó—, una
selección de los mejores momentos de la cadena comentados por los
invitados más queridos. ¿Entiendes el estilo? Es como si le quisiéramos
decir a la gente: os habíais olvidado de nosotros, ¿verdad? Mal hecho,
dentro de poco volveremos a lo grande, dentro de poco volveremos a ser
amigos. Mientras tanto mirad nuestras mejores caras. Mirad cómo éramos.
Me di cuenta que Monica, de forma más o menos inconsciente, se
había invitado a la fiesta: nuestras caras por aquí, nuestras caras por allá,
os daremos esto, os enseñaremos esto otro… No, Monica, te equivocas. No
será así. Estás sentada frente a mí, masticas lentamente tus ravioli con
salsa de nuez, y tus sonrisas mandan estremecimientos invisibles a la
hierba alta del Monte. Yo sé en qué estás pensando. Estás pensando en los
fuegos artificiales de este final de velada. Estás pensando en el nuevo
trabajo. Estás pensando en este hombre que tienes enfrente, quizá un
hombre con una posición, un hombre que podrá hacer algo por tu
malograda carrera. Estás pensando que la felicidad podría volver a tu casa
de un momento a otro, y me gustaría interrumpirte y decirte: no, Monica.
No volverá jamás. No tendrás ese trabajo en la televisión. No volverás a
trabajar en la televisión. Lo sé. Créeme. Ya verás.
—No has dicho una palabra en todo este tiempo, Danny. ¿De verdad te
interesa lo que hago? Cuéntame algo tú también…
—No, esta noche no tengo ganas. Al fin y al cabo esta es tu fiesta. Y
además, ya ha oscurecido. Será mejor que nos vayamos a tu casa.
Y me levanté. Pagué la cuenta y acompañé a la ciudad a mi nueva
amiga. Los escalones bajaban silenciosamente hacia la calle Ferretto, y yo
sentía cómo la ciudad cobraba fuerza a medida que las luces aumentaban y
los árboles disminuían. Pero aún quedaban muchos campos de verde
abandonado y caseríos perdidos y las calles tenían nombres como cuesta
del Oso o calle del Rebeco. Aún no estábamos en la ciudad. Esta era la
zona intermedia. Aquí todavía nos podía pasar de todo. Aquí los Dioses
del Oso y los Dioses del Rebeco reinaban sin ser molestados. Masas
oscuras y blandas ahogaban aún los primeros bloques de pisos, y pronto
las garras del Monte soltarían la presa. Pero aún no estábamos en la
ciudad. Me detuve. Monica me miró, abrió la boca para decir algo. No sé
qué. La besé. A nuestro alrededor podía oír los largos saltos de los Osos y
los Rebecos de Ayer. Perfecto. Era todo lo que deseaba. En ese momento
tenía todo lo que deseaba. En ese momento me habría gustado olvidarme
de la telegala, del Trabajo, del señor Drago y todas las otras cosas que
había en mi vida… En ese momento me habría gustado contarle las
historias más bonitas que conocía. Contarle cómo rebotaba un sonido de
saxofón barítono en las paredes de la calle del Rebeco en 1976. Contarle
ese gol increíble, con el empeine, que metí en el campo del Monte antes
incluso de 1976. Mucho antes. Contarle las únicas cosas que contaban de
veras.
—Oh, Danny, vamos a casa —suspiró Monica. Sí. Eso es. Danny Lo
primero, y lo último, que me llamó la atención en su casa fue el acuario.
Un acuario enorme que llenaba la mitad del comedor, tenía que haber
costado un dineral. Mucho tiempo antes, cuando aún corría el dinero por
aquí. No me gusta insistir tanto sobre el tema, de verdad, lo hago sólo para
que entendáis lo importante que era para Monica. Tenía el colegio del
niño, el seguro médico, las cremas de algas y todo eso sin un trabajo fijo,
todo eso esperando una llamada «milagro» de una televisión perdida en los
Apeninos. El dinero era muy importante para Monica, y el cazatalentos
que se había llevado a casa podía ser un buen triunfo. ¿Por qué, si no, me
había invitado? Sí, lo sé, es triste, pero os aseguro que no había otra razón.
El caso es que el acuario era enorme. Una colonia de peces payaso había
ocupado con éxito el ala oriental. Lentos resplandores amarillo verdosos
fluctuaban sobre su escondite: un banco de peces de los corales sin rumbo
fijo. Agazapado en el fondo, un pez paraíso desalojaba crustáceos
imaginarios de las anémonas de plástico. No era un acuario como los
demás, apoyé las manos en el cristal luminoso y miré con admiración las
casas de los peces. No eran los acostumbrados galeones en miniatura. Eran
edificios, edificios con portales y balcones, edificios con ventanas para
nadar dentro, bloques de pisos como la casa donde iba a pasar la noche.
¿Quién los había construido? ¿Eran material estándar para modelistas? No
tenía la menor idea. Miraba los inmuebles temblorosos a escala 1:40, y por
un momento sentí el deseo de que algún día la calle Ferretto se
transformara también en un tropicarium burbujeante sin apuros de dinero
ni angustia por el futuro.
—Son preciosos, ¿verdad? —me interrumpió Monica.
—Sí. Nunca había visto nada igual. Son preciosos.
—¿Ves las casitas? Son made in Taiwan. Las ha proyectado un chino
del otro extremo del mundo. A lo mejor eran las casas que veía en sueños,
a lo mejor coleccionaba postales y quiso hacerlas iguales, no sé. Pero se
parecen demasiado a las casas que veo por la ventana cuando me
despierto…
—Sí, tienen algo…
—Los peces viven bien allí, duermen en los pisos, nadan por encima
de las calles y no tienen problemas con todas esas aletas naranjas…
—Me parece que tienen la vida demasiado fácil, no les vendría mal
llevarse un buen susto.
Pasamos a la sala del televisor, me tumbé en el sofá y Monica volvió a
besarme. Ahora que jugaba en casa su boca me reveló esa técnica superior
que le había dado justa fama en ciertos ambientes. Yo lo sé. Me lo había
dicho el señor Drago.
—¿Y si se despierta Andrea? Esa telegala meterá mucho ruido…
—Andrea no está aquí. Por la tarde lo dejé con mi prima. Le dije que
me iba un par de días fuera. Por trabajo.
Y no es un trabajo lo que estás haciendo, ¿verdad, Monica? Las piernas
largas estiradas en el sofá, la cabeza apoyada en mi pecho, tus
experiencias de trabajo en la pantalla, ¿eso qué clase de trabajo es,
Monica? Supongo que podremos llamarlo relaciones públicas. Sí. Me
parece bastante apropiado. De acuerdo. Ponte cómoda. Pronto habrá
acabado todo. Pronto será día de paga.
La telegala empezó a su hora, y antes que nada dejadme que os diga
una cosa. Era vomitiva. No quería estar allí. No quería mirar esas cosas.
La telegala: una romería interminable de perdedores natos, les mirabas a
los ojos a todos esos presentadores, modelos, peluqueros y astrólogos y no
cabía duda. Esa gente nunca había tenido una sola posibilidad de triunfar.
Habían nacido para perder. Y lo sabían. Monica se lo estaba pasando muy
bien: reconocía el papel de las paredes del estudio, reconocía el traje de la
azafata, hasta reconocía las caras del público. Hubo un tiempo en que ese
hatajo de desesperados era su familia.
—Qué buenos éramos, la verdad, qué buenos éramos todos. ¿Tú qué
dices, Danny, trabajábamos bien o no?
—Bueno, veamos cómo se desarrolla.
La publicidad interrumpe compasivamente toda posibilidad de
desarrollo. Como un gran oportunista de área de castigo, aproveché ese
momento de pausa para apoderarme del mando a distancia.
—Sólo un momento. Veamos lo que pasa por ahí.
Teníais que haber estado allí. Pasaba de todo por ahí. Programas
olvidados gravitaban en lentas órbitas por los otros canales, en el vacío de
la noche, en el salón de Monica.
—¿El Danguard? ¿A estas horas de la noche? —exclamé, mientras el
corazón me daba un vuelco—. ¡Pero no es el Nuevo Danguard, mira, el
padre de Winstar todavía lleva la máscara de cuero!
—¡Vamos, cambia, por favor, dentro de poco salgo yo!
De modo que cambié. Pero no a la telegala. Me aventuré por la tierra
desconocida de esas estaciones que se esconden en los confines exteriores
de la banda de frecuencia. Atravesando una tempestad de energía estática,
logré divisar por un momento el rostro infinito de la señora Peel. Luego le
llegó el turno a un hombre llamado ZIO, Napoleón Solo amarilleado en una
cinta cansada. Y luego, cuando ya no pude hacer oídos sordos a las
protestas de Monica, Luigi Vannucchi con un impermeable blanco entró en
un círculo de golf. Luigi Vannucchi. Me habría pasado la noche entera
hablando con Luigi Vannucchi. Pero:
—¡Vamos, cambia, por favor, ahora viene el desfile!
Obedecí sin rechistar y me encontré en plena locura: el entrenador de
la primavera del Anpi Casassa, el propietario del Blue Moon, una
redactora de Liguria Oggi, ¿cuándo se iba a acabar todo eso? El
aburrimiento había clavado arpones de siete puntas en mi piel. Me tumbé
junto a Monica. Apoyé la cara en una pantorrilla con arabescos de media.
No era muy desagradable: por primera vez me di cuenta de que la tela de
araña de seda dividía su carne en secciones insinuantes. Abrí la boca e
inicié una meticulosa inspección. Sabía que eso me iba a llevar a un
callejón sin salida. Mi nueva amiga no parecía irritada por esta
improvisación fuera del guión. Con la mirada fija en la pantalla, bajó una
mano y me apretó la cara contra sus piernas. Le levanté la falda y seguí mi
inspección: su carne parecía un barrio inédito, pero familiar. Zambullirme
entre esas curvas no era tan excitante como un paseo por la calle Sevelli a
las cuatro de la tarde, pero se parecía mucho. Mucho. Bajo la falda mi
cabeza se empantanó en un mundo sumergido y ciego donde se filtraban
las voces de los peleteros y los astrólogos como ecos de fantasmas
blancos. De pronto los suspiros más o menos regulares de Monica fueron
interrumpidos por un gritito impertinente.
—¡Mírame, Danny! ¡Deprisa!
Levanté la cara enrojecida sacándola de la falda, y la vi. En la pantalla.
Estaba magnífica. Caminaba bajo los reflectores como una diosa menor,
caminaba por la pasarela como si ningún hombre mereciera rozarla. El
zorro blanco, el colorete, las perlas. El rostro de la pantalla me miró con
ojos de esfinge hambrienta, y me sonrió. Estaba magnífica. Y era mía.
Entonces me levanté. Levanté a Monica en vilo. La llevé al dormitorio y le
hice todas esas cosas con las que cada uno de nosotros sueña todas las
noches y que, seamos sinceros, últimamente no conseguís hacer muy a
menudo, I ALWAYS WANTED NEW SURROUNDINGS… A ROOM TO RENT WHILE THE
LIZARDS LAY LYING IN THE HEAT… TRYING TO REMEMBER WHO TO MEET… La
radio despertador destellaba en la oscuridad como el órgano luminoso de
un ser abismal y yo pensaba ya en la mañana siguiente y en las mechas
doradas que el sol untaría en los altos edificios ateridos. El programa
nocturno de la radio me hablaba de lagartos y habitaciones de alquiler,
Monica se movía bajo las sábanas y yo aún no me había hecho una idea
precisa de lo que había ocurrido. Sólo quería seguir escuchando esa
canción, ver si los lagartos lograrían volver a casa.
—Ahora, Danny, no me digas que tienes que marcharte —me dijo
Monica bajito en el abanico de sombras de las cinco de la madrugada.
—Bueno, tarde o temprano tendré que hacerlo. Dormir en la calle
Ferretto no es una profesión muy rentable. Nadie me dará dinero por eso.
—Tampoco me lo dan a mí, si me apuras.
—No lo sé, Monica. No lo sé. Seamos realistas, tengo un trabajo que
hacer. Hoy estoy en Milán, mañana en Biella y la semana siguiente… La
semana siguiente podría ir a parar a Empoli, o a Macerata, a cualquier
sitio donde haya caras que comprar. No es fácil tener una historia fija
cuando vas por ahí buscando caras.
—Yo sé lo que es trabajar en la televisión. Tengo muchos conocidos en
Liguria, en Piamonte. Podría ayudarte en tu trabajo. Podrías vender mi
cara.
—Será difícil, Monica.
—¿Qué quieres decir?
—Que será… muy difícil. No llevo trabajo a casa.
—Ya me imagino adonde quieres ir a parar. Trabajo. Casa. Monica.
Danny. ¿Me equivoco? ¿Es uno de las clásicas aventuras?
—Bueno, no exactamente. No es ninguna novedad. Todos engañan a
todos. Engañar a los demás es una idea fija de todo el mundo. Tú también,
por ejemplo, perdona, estoy seguro de que por lo menos una vez has sido
mala. Por lo menos una vez se lo has hecho pasar mal a alguno…
Monica tardó en contestar. Estaba pensando en cuando había sido mala.
No era difícil de recordar. Lo había logrado. Había desviado la
conversación hacia donde me interesaba, así, sin levantar sospechas. Una
vez más mi profesionalidad resultaba premiada.
—Sí, puede que alguna vez me haya pasado a mí también. Pero tenía
buenas razones. Ese hombre no era como tú. Ni tampoco como… como los
hombres, en general. Ya sabes, los que tienen mala suerte… Si él quería
una cosa, la tomaba. Hace cinco años me vio en un desfile y decidió
tomarme.
—Si tú no querías, no podía tomarte.
—Tenías que haberlo visto, Danny. Tenías que haberlo mirado, que
haber dejado que te mirara. Tenías que haberle oído hablar. Habrías
deseado ser una mujer, para que te tomara a ti también.
—¿Y ese fenómeno tenía un nombre?
—Dino.
—El apellido, quiero decir.
—No te lo puedo decir. Alucinarías. Es… es muy fuerte.
Probablemente te lo diré cuando pase un tiempo. Tenía una esposa, tenía
casas, tenía un montón de gente que trabajaba para él. Tenía unos dos días
al mes para mí. Era todo muy inocuo, ¿sabes?, no había nada de mezquino.
Tenía una esposa, muchas obligaciones, muchos vídeos. Más o menos lo
tenía todo. Yo sólo tenía que divertirme. Éramos muy amigos, no había
nada malo en ello.
—No he dicho que lo hubiera.
—Una mañana me llama a las siete. Quiere hablar conmigo. Nos
vemos en Linate a la una. Yo había pasado una semanita que para qué te
cuento. Un tren a Asti para los desfiles de otoño, un tren a Varazze para un
anuncio. De zapatos, creo. Un tren a Ovada porque me debían dinero.
Cómo no, Dino, no veo la hora, pero ya sabes dónde vivo, me harán falta
de cuatro a seis horas para cumplir la orden. TENÍA que lavarme el pelo, no
podía, estar lista para la una. Y entonces él me sale con esto: «¿No estarás
tratando de engañarme?». Y luego colgó. Llegué a Linate a las cuatro y él
no estaba. No volvió a llamarme desde entonces, bueno, no, una vez
encuentro un mensaje en el contestador, como el sonido de un animal,
como un burro rebuznando muy fuerte, o un cerdo al que van a degollar:
pero le reconocí inmediatamente.
—A lo mejor quería que le reconocieras.
—No lo sé, nunca había oído a un hombre emitir esos sonidos, durante
un tiempo me volví paranoica.
—¿Y luego?
—Luego ya nada.
—Qué historia más triste, Monica, apuesto a que algunas noches
vuelve para atormentarte.
Sí, es una triste historia. Pero a mí me la habían contado de otra forma.
Yo conocía otra versión. En esa versión el señor Drago estaba dispuesto a
regalarte todo un planeta si se lo hubieras pedido. Había perdido la cabeza
por ti. La había perdido de verdad. El señor Drago se había bajado de su
pedestal, había bajado a tu mundo de trapitos para transformarte en un ser
humano y tú le engañaste. Hay personas que no olvidan, Monica. El
tiempo pasa pero el recuerdo de tus bajezas aún perdura en un salón
lujoso, en una oficina del piso doce. Pronto lo recordarás tú también. Estoy
aquí para eso. Mi trabajo consiste en refrescarte la memoria. Ahora
duerme, Monica, cierra los ojos, abrázame, relájate. Relájate. Mañana es
día de paga.
Había dejado en casa el pesado Correggiari, optando por el Allegri,
más rápido. El abrigo habría disminuido mis reflejos, y necesitaba algo
más agresivo para hacer surf sobre las mareas de la ciudad. Avanzaba en
zigzag entre las líneas y los tejidos de las calles del centro como una
máscara blanca. Como una pálida manta nadaba en los pasos subterráneos
llenos de gente reflejándome en los cristales oscuros de los hoteles por
horas y de las básculas tragaperras. Mientras abandonaba el mundo
sumergido de la calle Ferretto, imaginaba que en la ciudad me encontraría
con mucha gente como yo: tipos duros de mirada torva dispuestos a ganar
mucho dinero. Las cosas no eran exactamente así. No había nadie como
yo. Caminaba con arrogancia abriéndome camino entre el ruido y los
colores disonantes. A mi alrededor se abría un catálogo incierto de
humanidad condenada. Esa gente tenía problemas. Llegué a una cabina
telefónica con los cristales empañados y metí un puñado de fichas en la
rendija dentada.
—Ya está —murmuré terriblemente seguro de mí mismo.
—¿Quién habla?
—Todo en orden. Ya está.
—¿Es usted, Danny?
—Sí, Danny. Su Danny preferido, señor Drago.
—Creí que te lo había dejado claro. Llamo yo.
—No me he olvidado de las instrucciones, señor Drago. Pero la noticia
es tan importante que no me he podido contener. Es de ese tipo de noticias
que le hará dar un bote en su Thonet número 14.
—Oigamos la noticia.
—Ya se lo he dicho. Eso ya está.
—Quiere decir que Monica…
—Sí, exactamente. Todavía quedan un par de detalles por ultimar antes
de la operación, pero se puede decir que ya está hecho.
—Muy bien. ¿Cuándo nos vemos?
—Mañana. Mañana se habrá acabado todo. Iré a verle por la noche,
ahora tengo que dejarle, acabo de ver a un conocido.
Era verdad: por la acera de enfrente pasaba Monica, envuelta en su
abrigo y solitaria. Salí de la cabina y le di la espalda haciendo como que
miraba el escaparate de la óptica: no debía verme. Unas horas antes, esa
mañana, el sol gris de diciembre me había despertado en su cama
deshecha. Me tambaleé hasta la ventana mientras la oía rebuscar en las
repisas de la cocina comprada a plazos. Las cúpulas de la calle Ferretto
vibraban en el frío. Se deslizaban tramando en otra dimensión oculta tras
el paso de las semanas. Metí dos dedos entre los visillos de la Quinta
Dimensión y vi que los colores del cemento se extendían densos sobre los
campos estelares donde la hierba crecía alta y luminosa. Las voces de los
niños pasaban como flechas por el césped hablando de cosas felices y
lejanas, cerré la ventana que daba a la Quinta Dimensión y me reuní con
Monica para desayunar.
—Hola, Danny, ¿has dormido bien?
Me sonrió dulcemente mientras echaba una cucharadita de Fructofm
en la taza.
—Pero ¿qué tenemos aquí? —exclamé, genuinamente sorprendido por
lo que se extendía en blandos grupos sobre la mesa de formica blanca.
Kiwis glaseados, uvas gigantes chilenas, ciruelas Saratoga, un aguacate
helado, piñas siamesas y piñones coreanos, la colonia de los restos de
Navidad lista para el holocausto final. Habían resistido hasta el 28, se
habían defendido con uñas y dientes, pero ahora sucumbían. No la tomes
conmigo, me disculpé mentalmente con una naranja confitada mientras la
machacaba con mis premolares, no es nada personal. Has jugado un buen
campeonato, desde luego, pero desde el principio sabías cómo acabaría. El
destino de todas vosotras, cositas blandas y de colores, es acabar bajo una
rueda dentada. No es culpa tuya. No es culpa mía. Así es la vida. Así se
decidió mucho antes de que tu árbol viniera al mundo. ¿Ves esa chica tan
mona que se sienta delante de mí? También hay una rueda dentada a punto
para ella.
—Oh, Monica, no tenías que derrochar todos estos tesoros por mí.
—Come.
Trituré con ferocidad los trozos de naranja confitada y luego le dije:
—Oye, esta noche estuve pensando en todas las cosas que me dijiste.
He pensado en ello y… bueno, quizá tengas razón. Quizá debamos seguir
viéndonos. Deberíamos sentarnos alrededor de una mesa y decidir las
jugadas. Deberíamos estar muy atentos. Jugar con calma, nos esperan
muchos problemas. No va a ser fácil.
Monica se levantó y quitó las cestas y los cartones de leche de la mesa.
Miré los árboles domesticados que se alargaban como enormes esculturas
sonoras hacia las ventanas del séptimo piso y seguí:
—Tú podrías venir a Milán, por ejemplo. Podría presentarte a un par
de personas.
—¿Qué clase de personas?
—Gente interesada en comprar tu cara. En sentido figurado,
naturalmente. No creo que hubiera muchos problemas. Andrea es pequeño
y se acostumbraría enseguida… Ah, y además he pensado que una buena
carta de presentación daría buena impresión, ya sabes, alguna cinta de
vídeo de tus desfiles, o mejor una promoción nueva, te la filmo yo, si
quieres.
—Me alegro de haberte conocido, Danny. En cuanto te vi me di cuenta
de lo que tenía que hacer. Tenía que conocerte a cualquier precio. Y lo he
hecho. He sido hábil, ¿verdad?
—No, has sido afortunada —fingí bromear.
Esa tarde cada uno se fue por su lado. Yo tenía que hacer un último
recado y probablemente ella también, porque salió de casa con una extraña
sonrisa. Una sonrisa misteriosa como esos gatos que se esconden en las
canteras de lo alto del Monte. La seguí. Quería ver de qué color eran sus
días sin mí. Quería verla andar como una cosa bonita y deseable por
última vez. Ahora, pegado al escaparate de la óptica, me sorprendí
aburrido de ese jueguecito sólo en apariencia inocente. Estaba a punto de
volver a mis asuntos cuando vi que subía los escalones pretendidamente
suntuosos de Sergio Merello Uomo. ¿Qué se proponía? Ese no era un lugar
para ella. ¡Allí sólo había ropa para hombres, y qué hombres! Futbolistas,
agentes de ventas de la Primerend, jefes de zona de la Grazianti. Todos
ellos bien situados. Sus ridículos accesorios no tenían derecho de
ciudadanía en ese aula de rigor sastrero. Debía bajar la mira. Debía buscar
en otra parte. Pero vi que el reptil de detrás del mostrador le estaba
enseñando piezas de indudable aspecto masculino. ¿Qué estaba haciendo?
Levanté la mirada al entramado de estrellas de neón: pues claro, se
acercaba la Nochevieja y aún había tiempo para una última sorpresa llena
de lazos. El lagarto de la chaqueta azul se relajó: Monica había encontrado
algo que la gustaba. Desde mi incómodo punto de observación podía
darme cuenta de que era una corbata. Una corbata llena de figuritas de
colores. A lo mejor eran pájaros, los pájaros del Monte. El empleado la
acompañó a la caja y se despidió con la mirada de una salamandra ávida.
Monica salió y yo me refugié rápidamente en la entrada de una cercana
tienda de accesorios para acuarios. Pero antes espié su rostro, pálido como
una piedra del fondo marino. Un rostro sereno y satisfecho como si el
mundo no tuviera que acabarse nunca. Ahí fuera estaba oscuro. Unas pocas
ventanas iluminadas en las negras fachadas. Como si los edificios fueran
enormes crucigramas verticales. Pantallas levantadas en el cemento,
divididas en muchos cuadros. Y en los cuadros blancos, en los cuadros
luminosos, podías leer la definición de sus vidas, de sus caras, de sus días,
escrita en el alfabeto de las cosas que exponían en la ventana. Esta noche
no había muchos cuadros luminosos. La gente se había ido a la montaña, o
a las ciudades importantes, de viaje con la chica nueva, o con la chica
vieja, o la chica de siempre, se acercaba Nochevieja y no había muchos
cuadritos luminosos en la calle Ferretto esta noche. Alcé la vista hacia las
tres ventanas iluminadas de Monica. Había muchas cosas escritas en ellas.
Pero no era la definición adecuada. Esta noche yo la cambiaría.
—Hola, Andrea. ¿Cuándo has vuelto? ¿Está tu mamá?
—Está ahí —contestó el niño con mirada insegura.
—¡Ven, Danny, estoy en el dormitorio!
Me despedí de Andrea despeinándole el cabello joven y seguí la voz de
mi nueva amiga a través del pasillo.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunté en la puerta.
—Ven aquí, a la cama. Tengo un montón de cosas que contarte.
—Sí, pero ¿qué te ha pasado?
—Cambio de piel. La de hoy estaba cansada y enferma.
De pie en la puerta miraba el óvalo casi perfecto de su cara tapada por
una colada de material verdoso. Podías ver caras parecidas en las cubiertas
de los viejos números de Fangoria.
—¿Estás segura de que esa basura te sienta bien?
—Es natural. Lo uso desde hace muchísimo, y nunca me ha pasado
nada. No te preocupes, ya me encargo yo de mi cara.
—No. Si me lo permites, me encargo yo también —le dije, y creedme,
no bromeaba—. Pienso mucho en tu cara. Déjala en paz. No la pongas
nerviosa. Podría revolverse contra ti. Podría hacerte la vida muy difícil.
Me acerqué para abrazarla y ella me detuvo.
—No, espera. Tengo que estar con esto un cuarto de hora más.
Mientras tanto, ¿por qué no me preparas algo de beber?
Me fui a la cocina y la voz de Monica me acompañó entre las botellas
medio vacías y los cubitos de hielo:
—Pues verás, Danny, hoy he estado en el centro. Han ocurrido muchas
cosas.
—¿Lo quieres con hielo o sin hielo?
—Sin hielo. El centro es distinto. Hace más calor, y mi piel lo notó
enseguida. Me quemaba mucho.
—Se llama sequedad —puntualicé desde la cocina, mientras dejaba
caer en su vaso 50 gotas de Lexotán. Sí. Habéis oído bien. Lexotán.
Cincuenta gotas. Lo bastante como para dejar roque a todo el equipo de
rugby del Amatori Catania. Bastarían para Monica. Agité el vaso: el
bourbon no cambió de color. Dentro de un momento brindaremos por las
cosas bellas del futuro, y ya nada será lo mismo para ti, Monica. Se acabó
la comedia. Fue muy bonito mientras duró, y estoy seguro de que por un
momento pensaste que podía durar eternamente. Estabas equivocada. A
cada cerdo le llega su San Martín. Tarde o temprano llega alguien trayendo
un recibo que ni siquiera recordabas haber firmado. Entra en tu casa y
reclama el dinero. Puede tardar años en llegar, pero llega. Siempre. Y
recupera su dinero.
Puse el vaso en la mesilla de noche y me tumbé en la cama, esperando
a que Monica saliera del baño con la cara nueva. Tenía un libro conmigo.
Lo había encontrado en el centro. En una tienda de revistas usadas. Dentro
había muchas historias de miedo, las historias que veía en mi cabeza
cuando hacía cola en las tiendas de ultramarinos de la avenida Sardegna.
También estaba la del hombre lobo, ¿recordáis?, os la he contado antes…
Sí, no podéis haberla olvidado. Yo no la he olvidado, siempre se ha
quedado conmigo. Durante todos estos años. Pasé las hojas y volví a ver
las caras: el médico triste y solo, la bellísima actriz que es transformada
en mujer loba, el otro hombre lobo que la descuartiza en la última viñeta.
Os lo dije: parecía una historia escrita expresamente para mí. Yo también
me sentía un médico. Pronto curaría a Monica de su belleza y su poder de
seducción. Y naturalmente, entonces habrá un poco de Hombre Lobo en
mí.
—Mira, Danny. Mira lo que he encontrado.
Monica entró en la habitación. Se había limpiado la cara y le tendía un
paquetito alargado, plano y con lazos.
—Es para ti, Danny. Combinará bien con esa chaqueta de Venturi.
Abrí el paquete sonriendo. No estaba nada mal, la corbata. Ahora que
la tenía en mis manos podía identificar las figuras estampadas en la seda.
Eran pájaros. Pájaros tropicales, quizá más variopintos y expertos que los
que daban saltitos entre las matas del Monte, pero la intención era la
misma. Lo sé. Monica sabe ser muy sensible.
—Qué detalle, Monica. No me lo esperaba, de verdad.
—Nos hemos conocido después de Navidad, pero de todos modos
quería regalarte algo.
—Es extraño. A mí también se me ha pasado lo mismo por la cabeza.
Estaba dando vueltas por el centro y veía a esas parejas con aire
satisfecho. Yo estaba solo, mirando los escaparates y pensando en ti. No sé
por qué.
—Te quiero, Danny.
—Y yo a ti. Es un señor pez, un arlequín de los sargazos. Ya verás. Sus
compañeros de pecera se morirán de envidia.
—Quiero verlo enseguida.
—No, ahora no. Todavía no le ha llegado su turno. No quiero
levantarme de esta cama. Me dijiste que tenías un montón de cosas
importantes que contarme.
—Ah, sí. Un montón de cosas importantes. Verás, hoy me he pasado
por la televisión donde trabajé.
—¿La de la telegala?
—La de la telegala. Se están recuperando, tienen muchos proyectos. Y
no se han olvidado de mí. Les pregunté si podía volver.
—¿Y qué te han dicho?
—Bueno, todo se andará. No se puede decidir así, de sopetón. Han
dicho que todo se andará… Pero este whisky sabe a frambuesa, ¿de dónde
lo has sacado?
Es verdad. Preguntad por ahí. El lexotán sabe a frambuesa. No sé por
qué lo han hecho así. Por los niños, quizá.
—Tranquila. Lo he sacado de la botella buena. Sigue.
—Pues… Sí, me dijeron que todo se andará, pero enseguida me di
cuenta de que estaban interesados. No se habían olvidado de mí. De hecho,
me invitaron a la telegala de Nochevieja. Aún no sé muy bien lo que
tendré que hacer, pero es posible que no tenga que hacer nada, sólo estar
ahí, que se me vea…
—¡Te han dado un trabajo!
—Por una noche, pero lo más importante es que me han dado una
posibilidad, si quedo bien no pueden dejar de contratarme, si quedo bien
esta Nochevieja lo recordaré siempre.
—Pensaba pasar la Nochevieja contigo.
—Yo también. Pero la telegala de Nochevieja sólo la hacen una vez.
Mira este piso: tengo problemas de dinero, por si no lo sabes. Tengo
problemas. No duermo por la noche pensando en los problemas… Puede
que esta sea la ocasión de saltar del tren de la mala racha.
El Tren de la Mala Racha. Ella no lo sabía, pero aún no se había subido
al Tren de la Mala Racha. Ese Tren estaba a punto de entrar en la estación:
lo oía silbar, fuera de la estación, detrás de la puerta, un tren largo y negro
de días sin esperanza y noches solitarias. Estaba llegando para Monica: la
cargaría y se marcharía sin volver a pararse. No se puede saltar del Tren de
la Mala Racha. Ya veréis.
—No tenía que haber bebido ese vaso —dijo Monica—, no consigo
mantener los ojos abiertos.
—Relájate, una cabezadita no ha matado a nadie…
—… Espero que el trabajo me deje un poco de tiempo libre para ti y
para Andrea me gustaría llevar a Andrea a la nieve le compraré un anorak
amarillo y un par de botas de montaña de esas que tienen mucho pelo
como el de los osos todavía no tiene edad para esquiar pero quiero alquilar
un trineo y quiero verle bajar por la pista y quiero verle contento con un
montón de ropa nueva y sitios nuevos y una habitación nueva y muchos
robots nuevos quieres un robot tú también Danny te compraré uno enorme
si me dices que me amas…
Sucede con el lexotán, a veces. Te hace soñar despierto. Ta hace decir
un montón de gilipolleces. Te duermes lentamente y olvidas todas tus
desgracias. Sucede con el lexotán, a veces. Me levanté de la cama y volví
al recibidor. Al entrar había escondido la bolsita en el armario ropero. Por
fin había llegado el momento de usarla. Luego eché un vistazo al cuarto
del Andrea: todo en orden. Se había quedado dormido sin esperar siquiera
el besito de las buenas noches. Podía trabajar en paz. Naturalmente, la
clave de una extracción como Dios manda es una buena anestesia. Las
cincuenta gotas de lexotán podían bastar, pero nunca se sabe. De modo que
para quedarme tranquilo empecé con una troncular. Saqué de la bolsa una
ampolla de xilocaína y aspiré el contenido en una jeringa. Monica ya
estaba dormida, y no me costó nada colocarle el abrebocas de goma. La
aguja se hincó lentamente, sin hallar resistencia. Inyecté la anestesia hasta
la última gota y saqué la jeringa. Ya estaba. Ahora no tendría que haber
problemas. Una troncular duerme los troncos nerviosos durante varias
horas. Podía operar con toda tranquilidad. El señor Drago me había dejado
mucha libertad operativa, yo mismo decidiría cuál era la intervención más
indicada. La intervención más devastadora. Observé los dientes blancos de
Monica: quedaban la mar de vistosos cuando sonreía por cualquier gracia
demente del invitado de honor. Quedaban la mar de vistosos cuando
sonreía a la cámara. Había que suprimir los dientes de delante. Tenía que
extraer los centrales superiores. Alineé en la sábana limpia todos los
instrumentos que iba a utilizar: las tenazas, los bisturíes, las cuñas, vamos
a ver: ¿cómo se empieza? Empecé por el primer central superior y con la
cuña n.º 9. La cuña se introdujo entre el diente y la encía, lacerando los
tejidos periarticulares. Repetí la operación hasta la luxación completa del
frontal, dejé la cuña y con un bisturí corté un par de molestos ligamentos.
Por sorpresa, la primera sangre me salpicó las manos. Me limpié en la
sábana. Veamos… ahora… sí, ahora, si hacemos caso de los libros, la
extracción ya es cosa hecha: basta con tirar un poco con las tenazas…
Miré el fragmento ensangrentado que tenía en la mano. No parecía capaz
de cambiar el curso de una vida. Lo tiré al suelo y seguí trabajando. Debía
extraer el segundo incisivo. Honradamente os confesaré que la operación
resultó más accidentada que la anterior. Convencido de que dominaba
plenamente la técnica quirúrgica, me confié demasiado y di un paso en
falso: la raíz se rompió en mil pedazos. Tardé por lo menos veinte minutos
en sacar todas las esquirlas. Puede que todas no. Puede que algunas
quedaran dentro. Saqué el bocado de goma de la boca de Monica y
contemplé el trabajo. Esos dos dientes que faltaban, ese agujero de
pesadilla, habían destruido la simetría anterior. Era un buen trabajo, pero
aún no había terminado. Ahora tenía que ocuparme del pelo. Monica no se
lo teñía. No le hacía falta. Me la imaginaba corriendo entre los árboles del
Monte: el sol de abril rozaba el rubio profundo de su cabello,
transformándolo en una antorcha cálida y suave. Monica se reía mirando
las ardillas, y la antorcha resplandecía con los colores de la eternidad.
Acariciaba los mechones luminosos y mis dedos se deslizaban en una
dimensión de felicidad. Sí. Monica no necesitaba teñirse el pelo. Había
llegado el momento de un cambio radical. Hurgué en la bolsa milusos y
saqué media docena de frasquitos: agua oxigenada de 20°, 30°, 40° y 60°,
el lote completo. Luego les llegó el turno a una serie de tubos en los que
ponía CREMA COLORANTE PARA EL CABELLO. Desde luego, esta alegre brigada
parecía más inocua y amigable que el equipo quirúrgico de la fase I. Pero
observando con atención se podían identificar unos seres extraños y
peligrosos. Un color negro azulado que llevaba veinte años caducado. Una
pieza de colección. Era un tinte primitivo. Andando el tiempo
descubrieron que la proporción de plomo que contenía era perjudicial no
sólo para el cuero cabelludo, sino también para la vista. Fue el primero
que usé. Desleí los tintes en varias soluciones alcohólicas. Dividí la
cabellera de Monica en varias zonas, y extendí en cada zona un tinte
diferente. Para algunos mechones había usado agua oxigenada al 60°.
Quizás alguno de vosotros no sepáis que el agua oxigenada al 60° está
prohibida. Borra el código genético del cabello. Lo estropea seriamente.
Ahora sólo debía esperar a que los tintes se fijaran. Para hacer tiempo
volví al comedor. Quería saber si el arlequín de los sargazos había hecho
buenas migas con sus compañeros de acuario. Cuando lo compré, aquella
tarde, el dependiente me advirtió que no lo metiera en una pecera con más
peces. El arlequín de los sargazos es muy voraz. Diez centímetros de pura
maldad. No soporta la presencia de otros peces. En efecto, enseguida
advertí que un par de peces del paraíso ya habían sido retirados de la
circulación. El arlequín trabajaba deprisa, mucho más deprisa que yo.
Perseguía a sus presas hasta dentro de los pisos en miniatura y las
devoraba en el comedor. A través de las ventanas pude ver un baile de
escamas ensangrentadas. Volví al cuarto de baño. Tenía que aclarar los
tintes. El pelo de Monica ya era una masa de estopa de mil colores. La
paleta de un loco. En vez de esperar los treinta minutos de rigor, decidí
acortar el tiempo de exposición. Llené una palangana de agua fría y la
llevé a la cama. Con una esponja lavé los distintos colores, y las sábanas
se transformaron en un carnaval de manchas desvaídas, una tundra húmeda
de tonos pálidos y enfermos por la que aún corría un reguero de sangre.
Una firma a la altura de mi trabajo. Puse la mano sobre los mechones
oscuros, sobre los naranjas, sobre los descoloridos. Eran horrorosos.
Repugnantes. Haría falta mucho tiemo, y mucho dinero, para que el pelo
volviera a tener un aspecto remotamente humano. Ahora quedaban los
ojos. No quería intervenir directamente, no quería envilecer mi trabajo.
Me conformé con una modificación periférica. Las pestañas. Esas pestañas
largas y soñadoras que se agitaban como mariposas tropicales cada vez
que Monica miraba con amor las cosas del mundo. Se las arranqué con una
pinza. Probablemente, al cabo de un tiempo, le volverían a crecer. O quizá
no. Cualquiera sabe. Saqué algunas fotos para el señor Drago. Lo peor ya
había pasado, ahora venía la parte más fácil. Entré en el cuarto de Andrea
y le desperté.
—Andrea, vístete, date prisa. Tenemos que ir con mamá.
Me miró con ojos vacíos, pero obedeció. Era demasiado joven, o
estaba demasiado dormido para discutir.
—Vamos, Andrea, date prisa. Tu mamá nos está esperando en la
estación. Quiere llevarte a la nieve.
Es increíble cómo se había acostumbrado Andrea a mi presencia. Me
siguió hasta el comedor sin rechistar.
—Tengo que darles de comer a los peces. Mientras tanto ponte el
abrigo. El más abrigado. Tu mamá dice que allí en el Monte hace mucho
frío.
Andrea miró un momento el Mundo de los Peces y corrió a la entrada.
Tal vez los conocía a todos. Tal vez le había puesto un nombre a cada uno.
Pero no se había dado cuenta. No había luz suficiente, y tenía demasiado
sueño para darse cuenta. Apoyé la cara en el cristal luminoso y sonreí: el
arlequín se había portado. Un pez emperador flotaba en la superficie sin
dar señales de vida. Los cascos despanzurrados de un par de peces joya le
hacían compañía. De los peces payaso no quedaba ni rastro. El arlequín de
los sargazos nadaba sobre los tejados de los edificios de juguete como si
fuera el Rey del Mundo. Antes en esa pecera sólo vivían los colores del
Pacífico y los resplandores del Paraíso. Era una pecera llena de amor.
Ahora se había convertido en la casa de un vampiro de ojos muertos y
escamas envenenadas. Había sido un toque personal, el señor Drago no
tenía nada que ver con eso. Ese acuario representaba un rincón de paz y
belleza, no me parecía bien dejarlo como estaba. Al fin y al cabo, el
temible arlequín sería un compañero mucho más adecuado para la nueva
Monica. Sí, no había peces del paraíso en el futuro de la nueva Monica.
—Bueno, Andrea, ¿quieres darte prisa? ¡El tren no te va a esperar!
—Pero ¿adonde ha ido mamá?
—¡Ya te lo he dicho! A ver, atiende… Tu mamá tenía que hacer un
trabajo, ha ido a ganar un montón de dinerito. Tú estabas dormido y no
quiso despertarte… Nos está esperando en la estación, de modo que date
prisa, porque ella está pasando frío en una sala de espera llena de
vagabundos y cristales sucios pensando en ti, y comprenderás que no
podemos dejarla allí toda la noche…
Abrí la puerta de entrada y con un empujoncito le guié hasta el
descansillo. Así empezaba para Andrea un viaje largo y memorable. Un
viaje lleno de caras desconocidas y calles solitarias. Un viaje que
cambiaría su vida. A peor. Aún no sabía muy bien adonde le iba a llevar,
pero no me preocupaba. Tarde o temprano se acaba encontrando un sitio.
En cambio, la que tendría muchas razones para preocuparse era Monica.
Por ejemplo, ¿en qué condiciones se despertaría a la mañana siguiente?
Con un fuerte dolor de cabeza y un dolor difuso en la arcada dental
superior, desde luego, pero no me refería a eso. Estaba pensando en sus
primeros cinco segundos delante del espejo. No serían cinco minutos
fáciles. Se podría a gritar, o a llorar, o se golpearía la cara contra el
espejo… Cualquiera sabe. No lograba imaginármelo, no quería imaginar la
tromba de aire dentro de su cabeza. Ya no era mi problema. Yo había
terminado allí. Ahora me iba de vacaciones. Y además me hacía daño.
Imagináos: Monica se levantaría, tambaleándose como una apestada, y
descubriría que estaba sola. Danny no estaba, y eso quizá no era muy
importante, pero ¿y Andrea? ¿Dónde estaba Andrea? ¿Dónde estaba su
niño? Probablemente se lanzaría escaleras abajo y empezaría a buscarlo
por todo el barrio, olvidándose por un momento de su propia cara, esa cara
de pesadilla que se quedaría con ella mucho, mucho tiempo. El nombre de
Andrea resonaría bien alto entre las cúspides amarillas de la calle Ferretto.
Los vecinos se asomarían a las ventanas, algún transeúnte trataría de
calmarla, alguien podría incluso llamar a la policía… Sí, será un día difícil
para la nueva Monica, y a mí no me gustaría estar presente cuando ella
vuelva a su casa vacía y encuentre en los espejos ese rostro loco que no se
podrá creer. Por lo menos, todavía no. Pronto tendrá que acostumbrarse.
No lo sé. Siempre me pasa al final del trabajo. Quizá porque soy un
perfeccionista. O quizá porque en el fondo, muy en el fondo de mi cabeza,
donde ni siquiera yo me atrevo a adentrarme a menudo, soy terriblemente
inseguro. Siempre me pasa al final de un trabajo que acabo de terminar,
repaso todos los detalles, le doy mil vueltas y me pregunto: ¿realmente ha
sido un buen trabajo? ¿He dado lo máximo de mí mismo? La respuesta es
siempre la misma. No lo sé. Esta vez también. No lo sé. Puede que no
hubiera sido lo bastante malvado. Puede que hubiera otros métodos. Otros
modos de destrozarle la vida a Monica. No lo sé. A fin de cuentas, creo
que me las he arreglado bastante bien. Tomemos su cara, por ejemplo. En
lo que respecta a la cara, tengo la conciencia tranquila. Le he hecho un
buen servicio, un servicio cruel y demoledor, sin caer en un vandalismo
vulgar y caprichoso. Nada de zafiedades, como la cara rajada o la oreja
cortada. Otros habrían tirado por ahí. Yo no. Y la cara echada a perder
resolvía un montón de cuestiones. La cuestión trabajo. La cuestión dinero.
La cuestión futuro. Con la cara que tenía no la dejarían entrar en los
estudios ni para limpiar los servicios. Se esfumaba así, quizá para siempre,
la posibilidad de volver al Mágico Mundo del Espectáculo. Se acordarán
mucho tiempo de esa cara. Llegará a ser una leyenda. Sí, es posible que las
pestañas le vuelvan a crecer, es posible, es posible que una larga e
ingeniosa terapia devuelva la vida al cadáver de su pelo, pero ¿y los
dientes? ¿Sabéis lo que cuesta una boca nueva? ¿Sabéis lo que cobra un
dentista normalito? No. No creo que tengáis las ideas muy claras al
respecto. Yo sí. He sacado las cuentas y sé lo que cuesta una boca nueva.
Es para tirarse de los pelos, aunque los dientes no estén muy mal. El caso
de Monica, el caso de esos dos centrales superiores contumaces, no dejaba
mucho margen para soluciones rápidas y baratas. Sólo había un camino
para volver a ser humana. Este:

Provisionales de resina: 300.000 Liras


Radiografías: 100.000 Liras
Endodoncia: 400.000 Liras
Anestesias (2 caninos y 2 laterales): 30.000 Liras
Pernos (2): 600.000 Liras
1 visita diagnóstica: 50.000 Liras
Cerámicas: 6.000.000 Liras
Total: 7.480.000 Liras
¿De verdad creéis que Monica tiene siete millones para gastar? No se
puede descartar, claro, pero algo me dice que sería mejor no creerlo. Tal
como la veo yo, la vida pasada de Monica ha sido una sucesión continua
de pequeños gastos inútiles. Pequeños gastos inútiles que se pegaron a las
esquinas de su escuálida libreta de ahorros como una colonia de polillas
famélicas y se pusieron a masticar. Y un buen día, de pronto, la libreta
desapareció. No creo que Monica tenga siete millones para gastar.
Tampoco creo que le resulte fácil encontrarlos ahora. Adelante, seamos
realistas, ¿quién le va a dar un trabajo normal con esa cara? Tal como lo
veo yo, Monica va a tener mucho tiempo libre para pasarlo encerrada en
casa pensando en su cara, pensando en el niño, pensando en el sentido del
humor del señor Drago. Pensando en mí. Fuera hacía frío. Bueno, es
normal, estamos en diciembre y dentro de poco será Nochevieja. La gente
tendrá que abrigarse bien si quiere afrontar con éxito las escaleras y los
desniveles del océano que los hombres llaman San Fruttuoso Alta. Andrea
está tiritando. Le cojo de la mano y le obligo a apretar el paso. Tenía que
haberse puesto guantes, y una bufanda. Hace demasiado frío. Busco en los
bolsillos de su abriguito y encuentro su carné de identidad. Qué foto más
fea. Hala, afuera con ella. El carné de identidad no sirve para que se pierda
un niño. Al contrario, acorta el tiempo que está perdido, y no es eso lo que
queremos, ¿verdad, Andrea? Venga, date prisa, tienes una cita, aún no sé
dónde ni con qué, pero no te preocupes, algo encontraremos, ya verás,
estoy aquí para eso. Me acerco a un contenedor ecológico y tiro dentro el
carné de identidad. Ya está: ahora será todo un problema reconocerte. Tu
nombre, tu casa están en el fondo de un feo hongo de metal lleno de latas
de aluminio aplastadas. En mis tiempos no había contenedores ecológicos.
En cambio había muchas otras cosas, en mis tiempos. Ahora caminamos
hacia el centro y las casas-planetario de la calle Ferretto se esfuman en el
frío detrás de nosotros. De veras, hace frío. Mucho más frío que en 1976.
La órbita alrededor del sol ha cambiado ligeramente, creo que lo he leído.
Sea como sea, hace mucho más frío que en 1976. Quiero contarte una cosa,
Andrea. En 1976 llegaron a Italia los primeros episodios de Atlas
UfoRobot, y en 1976, en los últimos días de 1976, yo caminaba por esta
misma acera y miraba las cosas desde las mismas esquinas. Justo como
ahora. Estaba esperando el Año Nuevo con unos amigos, los Amigos de
Ayer, estaba esperando el Año Nuevo con Gianni, con Marco, con Mauro,
con Roberto, y la ciudad que había debajo parecía salida de las páginas de
un viejo Hombre Araña, el 30 o quizá el 33, no, debía ser el 30, ese en el
que el Hombre Araña persigue al Gato Ladrón por los tejados y luego deja
a su novia que en esa época era Betty Brant, la secretaria. Aunque no te lo
creas, Andrea, la ciudad parecía salida del número 30, con todos los
edificios esculpidos sobre el mar como diamantes de otro planeta, y los
garajes privados sumidos en la oscuridad y las luces de posición
desvaneciéndose en los túneles de la autopista. También las nubes que
avanzaban por el cielo, la luna, todas esas cosas, parecían tener otras
intenciones, otros proyectos. Te parecerá difícil de tragar, Andrea, pero las
nubes eran distintas en 1976, a lo mejor ellas también hicieron mal las
cuentas, a lo mejor se han equivocado en el último paso, no sé por qué
tienen un aspecto tan miserable esta noche, pero las nubes eran distintas en
1976. Eran distintas esa noche. Mirábamos la ciudad desde esta esquina y
sabíamos que allá abajo, en alguna parte, agazapados en la oscuridad como
gordos gatos de la selva, los días del Año Nuevo estaban preparándose
para dar el gran salto. Eh, Danny, di adiós a 1977. Tal como lo veíamos,
iba a ser grandioso. Tal como lo veíamos, estos días nuevos no podían
decepcionarnos. Y no porque fueran a cambiar nuestra vida. Oh, no. Tal
como lo veíamos, estos días serían los mismos que los del año anterior.
Días llenos de pianos eléctricos de Fender Rhodes, cajas de revistas
usadas, árboles luminosos tras las ventanas del domingo y ojos azules que
miraban dentro de nosotros. Esa noche todos estábamos muy satisfechos.
No nos habríamos cambiado por nadie. Ni estar en otro sitio. Esta esquina
estaba donde tenía que estar. Esta esquina nos venía bien. Luego, poco a
poco, las cosas se nos fueron escapando de las manos. No sé adonde han
ido a parar los demás, no me lo preguntes, Andrea, ni siquiera sabría qué
historia inventarte. Se fueron, o sólo cambiaron de teléfono y se quedan
todo el día metidos en casa, pero ya no van por ahí, la verdad es esa.
Lástima, porque ahora podría llamarles y decir: eh, tíos, estoy aquí otra
vez, tenía que hacer un trabajo y de todos los lugares del mundo ese
trabajo era precisamente en la calle Ferretto, ¿a que es increíble? Quería
pedirte algo, Marco, ¿no podrías venderme el número 10 de la Cosa del
pantano? Sí, lo sé, han pasado quince años y te llevará más de diez
minutos ir a buscarlo, pero ¿me lo puedes vender? Hace quince años
precisamente no querías vendérmelo, decías que lo apreciabas mucho,
pero es posible que ahora las cosas hayan cambiado para ti. Yo en cambio
lo sigo apreciando. Muchísimo. Y luego quería pedirte otra cosa, llevo a
un niño conmigo, se llama Andrea, no, no es mío, técnicamente por lo
menos, vivía aquí en la calle Ferretto con su mamá, pero ahora tiene que
hacer un largo viaje, otra historia increíble… El caso es que quería que
admirase por última vez este sitio y me preguntaba si Gianni no tendrá
todavía ese Ford Capri rojo oscuro… ¿Lo tiene todavía? ¿Crees que estaría
dispuesto a prestármelo por unas horas? Claro que sí, estoy seguro, Gianni
y yo éramos buenos colegas. Eso es lo que voy a hacer, telefonear a
Gianni. Espera un momento, Andrea, ya verás luego. Te montaré en ese
Ford Capri rojo oscuro matrícula GE 487937 y te enseñaré todas las cosas
que estás a punto de perder. Que estamos a punto de perder. No creo que
me convenga volver a asomar la nariz por aquí. Nos abriremos camino
entre los pasajes de los edificios y los accesos reservados hasta llegar a las
altas explanadas de la calle Bozzano y la calle Savelli, donde los bloques
de pisos caminan por el cielo como barcos. Luego nos dejaremos arrastrar
por las corrientes de las últimas calles que traen los mapas topográficos:
allí las paredes aún bailan la samba rojiazul que bailaba Pruzzo después
del dos a uno contra el Sampdoria en 1977. Más allá de las fronteras
trazadas del barrio hay calles que ya no son calles: bordearé los flancos
abandonados de la calle Imperiale, y si escuchas bien podrás oír las risas
de las niñas que jugaban a voleibol en los solares solitarios, verano, 1976.
Iremos aún más arriba, nos sumergiremos en las masas verdes de la calle
Donaver con los gatos que se persiguen entre la hierba alta y las
enredaderas que trepan por las barandillas, calle Donaver donde el hombre
sólo es una curiosidad rara y fantástica. Luego aparcaré el Ford a la
sombra de los antiguos hoteles de la calle del Oratorio, donde ya no vive
nadie desde hace mucho y hay piscinas sucias, flores, y nichos vacíos.
Aparcaré el Ford y te llevaré entre los árboles del Monte. Sí, Andrea, tenía
un plan. No me digas que no lo sabías. Ya hemos llegado. No se puede ir
más arriba. Final de trayecto. Estamos en lo alto del Monte. Estamos en
casa. Dame la mano, Andrea, y ten cuidado porque la ciudad que hay
debajo parece realmente una enorme boca abierta de par en par y no me
gustaría que resbalaras, que cayeras en picado noventa metros y te
despachurraras en unos adoquinados remotos. Por encima de nosotros los
osos oyen el grito débil de un niño, miran hacia abajo desde su cubil y
luego vuelven a dormir como si no hubiera pasado nada.
LOS CUENTOS CAMBIAN

Los regímenes, en el fondo, son mentiras que se presentan a los hombres para
ocultarles sus instintos. En realidad el circo romano había puesto las cosas en su sitio
[…] Panem et circenses, basta con eso, pan, y luego sangre de los gladiadores, que
chorree bien, eso es lo que hace falta […] En fin, todo lo que se da aquí no es…
literatura o striptease, es aburrido, eso es. Mientras que con una buena ejecución sí que
se vería al pueblo satisfecho…
Louis-Ferdinand Céline

Es sabido que el moralismo es esa pulsión sádica que induce a sus


víctimas a guardar sus propios cadáveres en los armarios de los demás. Y
también es la única forma de perversión socialmente admitida, capaz de
relegar a todas las demás a comparsas en el escenario de los actos
prohibidos. El moralismo y la hipocresía, además, son cómplices, y su
vínculo indisoluble rige el mundo del prejuicio. El moralista es capaz de
dividir el mundo a fuerza de sentencias entre lo que es admisible y justo y
lo que es condenable. Pero todo esto presupone la intencionalidad del mal,
la programación consciente del crimen, el arrebato innombrable del delito.
El moralista confirma su integridad moral acusando a los demás de una
voluntad nociva para las personas y para todo el conjunto social.
¿Qué sucede, en cambio, cuando el mal aparece como nacido de la
ausencia, de la completa falta de determinación, originado por individuos
sin deseos ni conciencia que hacen sus correrías por cualquier parte
causando el dolor y la muerte? Podemos llamarles zombis, cuerpos sin
alma, asesinos en serie, homicidas de masas, o simplemente el producto de
«nuevos escenarios sociales». El resultado es que frente a ellos el
moralista pontifica en vano. Frente a ellos se descubre inevitablemente la
hipocresía de sus criterios de juicio.
Mientras el delito ha permanecido unido a un móvil se han ocupado de
él las páginas de sucesos, la novela negra y sus versiones
cinematográficas. Después, en cambio, han sido necesarias nuevas formas
de narración para dar cuenta en la imaginación colectiva de la
preponderancia simple y originaria de la sangre. Entonces el moralismo no
basta, y se revela tal cual es, forma y expresión del poder: un instrumento
incapaz de explicar la ambigüedad que hay en el deseo de causar dolor y
desgracia, o de contar cómo la indiferencia es el principal ingrediente del
homicidio.
En Italia no existe una tradición narrativa que describa la evolución de
las luchas confusas y mortales entre los polos opuestos de la vida. Apenas
podemos citar a Federigo Tozzi, Enrico Morovich, Pier Paolo Pasolini —
aunque en el caso de Pasolini suele prevalecer el compromiso cívico con
su clave interpretativa sobre los hechos—, Giorgio Scerbanenco y Beppe
Fenoglio. Si retrocedemos más podemos citar a Capuana o a Fucini, pero
en todos estos casos, como en otros posibles (quizá con la única excepción
de Tozzi y Morovich), prevalece la clave de un realismo social más o
menos sombrío, y hay un evidente malestar ante la sangre, con todo lo que
ello implica. En una palabra, se diría que no existen los presupuestos de un
«imaginario de la sangre», y que el moralismo italiano ha censurado con
eficacia toda posibilidad de llevar a la narración los efectos devastadores
de las pulsiones primarias.
Qué extraña es la suerte del narrador italiano. Esperamos que nos
cuente historias de la vida y que haga encaje con el ganchillo de una
sintaxis elaborada, pero debe suprimir la sangre, como si su aparición
hiciera que la novela degenerase en crónica de sucesos. Ahora bien, da la
casualidad de que la crónica de sucesos es una fuente de historias, y las
macabras, negras y sangrientas son las más fascinantes, con su capacidad
para organizarse por sí solas formando un entramado misterioso.
Sin embargo, la tradición del relato italiano no las admite en el ámbito
de la literatura si no van acompañadas de una interpretación moral o
ideológica. De modo que son relegadas al mundillo de las revistas
populacheras o, naturalmente, a las páginas de sucesos de los periódicos.
Es la nefasta influencia de un pedagogismo perverso, que para evitar el
mal censura cualquier forma de relato de la experiencia. En otros países,
por el contrario, se ha desarrollado una literatura que con sus relatos ha
dado instrumentos al imaginario para ser conscientes de nosotros mismos.
Si somos capaces de afrontar con nuestro cerebro fenómenos como los
asesinos en serie o las sectas homicidas, fenómenos que no tienen ninguna
posibilidad de ser descritos con eficacia en el ámbito tranquilizador de una
rígida red criminal, se lo debemos a géneros literarios como el psico-
thriller o el docudrama.
No obstante, en los años sesenta floreció en Italia el cine de género,
con autores que, junto al crecimiento económico, lograron desvelar la
aparición de pulsiones que acompañaban al nuevo consumo. El cine
macabro o thrilling de Mario Bava y Lucio Fulci, hasta Dario Argento,
junto con historietas como Diabolik, Kriminal y Satanik, transmitieron al
imaginario italiano la idea de que todo tenía dos caras, de que en las
promesas de bienestar acechaba la aberración. No bastó para dar a estos
temas derecho de ciudadanía en la cultura oficial.
Hoy esa aberración está en su fase fría. Padres asesinados por una
simple prohibición o por dinero, la ruleta de las piedras lanzadas desde los
pasos elevados de las autopistas, los estupros en grupo perpetrados en las
atracciones de los parques, los asesinatos con mutilaciones, las
explosiones de violencia contra toda clase de minorías… son gestos
carentes de pasión y sentido, actos que rasgan el velo superficial de la
normalidad y muestran que sus cimientos descansan sobre un terreno
incandescente de inquietud. Pero si el moralismo de la cultura académica
ha relegado al limbo las palabras y las historias apropiadas para contar la
ambigüedad de lo que nos rodea, decidiendo cuál es el límite entre lo que
puede contar un escritor y lo que no entra en su esfera, ¿cómo podremos
conservar un recuerdo y elaborar nuestra versión de los hechos?
¿Tendremos que remitirnos al bagaje de lugares comunes de las páginas de
sucesos? Esta es la consecuencia del moralismo: privarnos de los
instrumentos para entender, de la memoria para recordar.
Por suerte existe una generación de escritores que rechaza la
homologación en una narrativa fuera del tiempo, hija del concepto
romántico del escritor como artista, y se aventura en las zonas oscuras de
nuestra vida diaria, descubriendo en ellas una lengua en proceso de
formación que toma sin falso pudor sus palabras de la programación de
televisión, la cultura callejera, el cine de género y la música pop. Al
reorganizar estos materiales en formas narrativas, estos escritores no se
limitan a hacer una imitación vacía de la realidad. Niccolò Ammaniti,
Aldo Nove, Massimiliano Governi, Daniele Luttazzi o Andrea Pinketts,
como Tiziano Scarpa y otros, se han mimetizado con el tejido narrativo de
sus libros hasta confundirse casi con él, dejando que los lectores decidan si
sus fantasías, contadas con un lenguaje verosímil, tienen algo que ver con
la crónica de sucesos. Pero no hay nada mimético. La ausencia de
cualquier tipo de contrato social (todos te pueden traicionar, no te puedes
fiar de nadie) hace que estos nuevos autores se sitúen al margen de las
convenciones literarias clásicas. El resultado es una escritura de
laboratorio que mezcla sustancias muy dispares, como siguiendo la no
lección de la «literatura posible»: picaresca estudiantil, eslóganes
publicitarios, melodías populares, productos de consumo… todo ello
revuelto por lo general con mucha, mucha sangre.
Fijémonos en la trayectoria de los escritores de terror norteamericanos.
En el cuento tradicional de terror, el miedo sobrenatural siempre era
derrotado, y lo excepcional de la situación era algo momentáneo, en una
palabra, la norma social se veía confirmada precisamente gracias a la
derrota del elemento sobrenatural. Cuando los escritores de terror pasaron
de una escritura esencialmente consoladora y reconfortante a una escritura
que ya no buscaba la aprobación de la sociedad, se centraron en la sangre.
La sangre como materia de un horror fundamental, comprobación del
umbral entre la vida y la muerte. Estos escritores se llamaron a sí mismos
splatterpunk (splatter por salpicadura de sangre, y punk por la elección de
un antagonismo radical), con lo que se declaraban irreductibles.
Algunos de los autores que participan en esta antología tienen
modalidades de relato y motivaciones similares a las de estos escritores
norteamericanos, pero los resultados no son nunca de una mera imitación,
se nutren de encrucijadas y de la recuperación continua de detritos de
sentido que, antes de ir definitivamente a la deriva, son salvados y
organizados como lecturas. Los sostiene el ritmo, hasta cobrar la forma
insoportable de un ruido. Ammaniti y Brancaccio, Nove, Pinketts,
Luttazzi, Massaron, Galiazzo y Caredda han optado por fastidiar, por
contarle al lector experiencias desagradables, con personajes antipáticos o
traidores. Vemos entonces que el amor, la amistad o el sexo responden a
razones distintas, descubren motivaciones inconfesables.
Su escritura es voraz e, insaciable, lo fagocita todo, hasta se traga a sí
misma. El resultado es un cuerpo narrativo maltratado, que se difunde a
través de los desgarros, listo para generar nuevas narraciones sin
estructuras constrictivas. Es un lenguaje que va siempre más allá, y que en
este «ir más allá» se libera del pasado, descubriendo nuevos territorios que
eliminan los últimos restos de «literatura».
Más que una colección de relatos, esta antología pretende ser la señal
de un nuevo rumbo del imaginario, que sale del limbo de la cultura
cercado por el moralismo para apropiarse de una lengua sin compromisos.

Daniele Brolli
Notas
[1] Sus vecinos milaneses (N. del T.) <<
[2] A la cárcel a recibir golpes (N. del T.) <<

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