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Viernes, 16 de enero de 2015

El humor nos da la pauta


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Por Santiago Argüello

El autor es doctor en Filosofía e investigador del CONICET

Francia ya tiene su 11-S. Si la cosa sigue así, las huestes extremistas de Alá no
tardarán mucho tiempo en cubrir de luto el mapa de Europa entero. Pero esta vez
la venganza fue ciertamente de naturaleza peculiar. No fue provocada por la
contundencia de las bombas, al mejor estilo imperialista yanqui, sino por un ataque
mucho más sutil y exquisitamente francés: la crueldad de la sátira. No creo que el
humor sea prerrogativa de los franceses, pero tal vez no exista humor de
naturaleza más aguda y corrosiva que la de ellos. No es casual que haya sido un
Premio Nobel francés quien le dedicara un ensayo a la risa. Ahora bien, no creo que
sea este momento oportuno para internarse con Henri Bergson en una analítica de
la hilaridad; por el contrario, me parece que la ocasión reclama más bien una
reflexión sobre el rol que tiene el humor en las relaciones internacionales.

Hace casi un siglo, hubo un periodista inglés que, con ocasión de sus numerosos
viajes por el mundo, se dio cuenta del asunto que quiero resaltar: la mayor o menor
participación de un extranjero en el sentido del humor del suelo que pisa nos da la
pauta del entendimiento que existe entre él y los habitantes del lugar. “Un
extranjero –escribe Chesterton en Mi visión de Estados Unidos (1922)– es alguien
que se ríe de todo excepto de los chistes”. En efecto, cabe preguntar si hay algo
más propio y singular de una nación y cultura determinada que su sentido del
humor. Por eso, y viene totalmente al caso, el autor inglés sentencia de forma

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lapidaria: “En la misma naturaleza de la mejor clase de chiste reside el hecho de


que resulte la peor clase de insulto si no se lo toma como un chiste”. Así,
Chesterton confiesa darse cuenta “de cuán fácilmente puede un extranjero tomar
algo que no es serio en serio”.

En este sentido, es difícil eludir el hecho de que Charlie Hebdo es el autóctono y el


musulmán el extranjero. Sin embargo, el “tomarse en serio los chistes” como “la vía
para la amistad internacional”, vale en una doble dirección, es decir, no sólo para el
foráneo, sino también para el local. Puede que algo desacostumbrado haya
descubierto el francés en el musulmán a tal punto de producirle una incontenible
risa natural. Está en todo su derecho de largar la carcajada y hacer pública en
viñetas la imagen de su humorada. Pero, al mismo tiempo, debería ser consciente
de que lo que a él le parece extraordinario puede ser algo ordinario en el
musulmán, y el francés ignorar la razón de ello: “Es muy legítimo reírse de un
hombre que camina por la calle con tres sombreros blancos y una bata verde,
porque sea algo carente de familiaridad; pero, después de todo, el hombre dispone
de alguna razón de lo que hace; y hasta que no conocemos la razón, no
entendemos el cuento, o incluso el chiste” (ibid.).

Y es aquí donde tocamos el punto, a mi juicio, más delicado de la cuestión. La culpa


de la enemistad no es sólo del musulmán, sino también del francés: el chiste se ha
convertido en burla. En otras palabras, el chiste no ha sido tomado en serio –de
ambos lados–, es decir, se ha desnaturalizado como tal. Llamemos a las cosas por
su nombre: la burla no es chistosa, lo que provoca ya no son risas, sino irritación.
Más allá incluso de la consideración religiosa del asunto, es decir, el aspecto
blasfemo de la viñeta, es preciso centrarse en el sencillo hecho de que para reírse
auténticamente de alguien, la intención de entender la belleza e inteligencia de las
extravagancias ajenas ha de ser manifiesta.

Occidente en esto hace trampa y los franceses han ido en esto siempre a la
vanguardia, desde la Revolución Francesa en adelante. Si al final de sus días,
Goethe pedía “luz, más luz”, desde Voltaire en adelante, el francés ha tenido en la
punta de su lengua “tolérance, plus tolérance”. Ahora bien, pedir lo que uno no
está dispuesto a dar es jugar sucio. Hace rato que Occidente no juega limpio. Hace
rato que deberíamos haber reconocido la índole dictatorial del relativismo en el
que nos encontramos culturalmente sumergidos. Pareciera que todavía no nos
enteramos de que, como pusiera de relieve hace unos años el papa Benedicto XVI,
en un discurso cuyo blanco aparentemente principal era el mundo musulmán
cuando en realidad lo era de forma secundaria, “en el mundo occidental se
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sostiene ampliamente que sólo la razón positivista y las formas de la filosofía


basadas en ella son universalmente válidas. Incluso las culturas profundamente
religiosas ven esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón como un
ataque a sus más profundas convicciones. Una razón que es sorda a lo divino y que
relega la religión al espectro de las subculturas es incapaz de entrar en diálogo con
las culturas” (Discurso en la Universidad de Ratisbona, 13/09/2006).

Estaría bueno que Occidente empezara a reírse un poco de sí mismo, entonces


comenzaría a llorar sus propias miserias. Estaría bueno que en vez del profeta
Mahoma ridiculizado sin ropas, aparezcan de vez en cuando desnudas nuestras
limitaciones e inconsistencias. Estaría bueno saber que los principales enemigos de
la razón no son unos pobres salvajes fanáticos embriagados de religión oriental,
sino la masa de ricos descreídos y escépticos que reniegan del “logos” occidental.
Estaría bueno que si le exigimos a un musulmán ser razonable, nos exigiéramos
antes serlo a nosotros mismos, sin rehuir al rango total del “logos”. Al hacerlo, nos
encontraríamos con que aspiramos nuevamente a imitar a Dios, a semejanza de
nuestros antepasados europeos. En efecto, actuar razonablemente (con “logos”)
es hacerlo de acuerdo a la naturaleza de Dios. Je suis Charlie y quiero seguir
riendo; Je suis Charlie: hoy quiero llorar.

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