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288 LOS INTELECTUALES ANTE LA CARIDAD DE CRISTO

una naturaleza que le es próxima, con la cual le es


posible una armonía, y que debe elevar al estado de una
civilización cada vez más perfecta. La concepción tota­
litaria niega al hombre en tanto que persona y no ve en
él más que un elemento de los datos históricos y políti­
cos. La concepción existencialista da al individuo libertad
absoluta, le lanza al vacío y le atribuye el poder de
determinar su propia existencia. Esas concepciones son
* muy diferentes unas de las otras, pero se parecen en
un punto: ellas separan al hombre de Dios, le aban-
. ¡ donan a su propio poder y le dan el señorío absoluto
. del mundo. Por esa razón, el hombre pierde la noción
de lo que le rebasa y está a merced de las cualidades
t
•» internas y externas.
, Pero esas concepciones son falsas. Son ideologías de
, revuelta. El hombre que nos presentan no existe. Mien- £
tras el hombre se concibe así, le es imposible vencer al
enemigo de su vida; a saber, su propio poder. Sufre la.
sujeción de la ciencia, de la técnica, de la política, y
sucumbe a ella.
He aquí el punto decisivo: el hombre debe restablecer
»■ 4* las cosas en su orden. Ese orden tiene su fundamento
en Dios, el Dios vivo, creador, señor y juez. La esencia
de todo orden es la obediencia a Dios. A partir de ahí,
el hombre podrá crear el orden en sí mismo, entre su
propio poder y su propia vida. Pues, en su relación
con el Señor del mundo, tiene el punto de apoyo de
Arquímedes. Y a ese Señor del mundo lo tiene como
aliado. Dios no es solamente idea suprema, sino realidad;
no solamente causa del mundo, sino Dios-Persona. Dios
ñlúsica y Espiritualidad, pur A. Colling

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mismo conduce la historia, y el hombre que cree en El


se pone en armonía con su santidad. Así es como le será
dada al hombre la posibilidad de encadenar su propio
poder; de esa manera y no de otra. Igualmente, la deci­
sión religiosa — la afirmación o la negación de la fe en el
Dios vivo, la afirmación o negación de la obediencia
a El— decidirá toda existencia. Pretenderlo no es una
fantasía de la imaginación. Hombres a los cuales, cier­
tamente, no se les puede reprochar el tener una religión
ingenua, han dicho la misma cosa. No creo que se pueda
pretender que el hombre esté, de una manera general,
en vías de progreso. En un punto, sin embargo, parece
que pueda ser realmente así: la historia revela, cada vez
más distintamente, que las consecuencias, las decisiones,
son cada vez más claras. Pero aquí se encuentra el punto
central de toda decisión.
De esta manera, la guerra será vencida en el interior
del hombre. Y así es solamente cómo la guerra exterior
entrará en el orden.
Una nueva e inmensa posibilidad se abre, pues, ante
nosotros, ora de destrucción, ora de construcción. Ningu­
na época ha sido colocada ante deberes tales como los
nuestros. ¡Qué hermoso es entreverlos; qué esplendor
llegar a realizarlos!

M. Etienne GILSON 1
de la Academia Francesa

He aquí que se terminan estas jornadas, a lo largo


de las cuales se han reunido los católicos para examinar
19
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con valentía los problemas más diversos e intentar dis­


cernir posibles soluciones.
Es hora, pues, de sacar de estos exámenes una con­
clusión común, una idea para que podamos llevárnosla
con nosotros.
Lo que más sorprende en las diversas confrontaciones
que han tenido lugar es que todas parten de un cierto
temor — ¿y por qué no darle su verdadero nombre?— ,
de un cierto m iedo: el miedo del hombre que ha perdido
su propia justicia y se pregunta cómo recobrarla; el
miedo del hombre que ha conquistado tanta ciencia, que
su poder le horroriza a él mismo y se pregunta si podrá
dominarla; el miedo del hombre que, ante una sociedad
en la que reinan verdaderamente demasiadas injusticias
sociales, se pregunta si podrá establecer la justicia; el
miedo del hombre europeo respecto de esa patria común,
la cual se preguntaba antes si existía, pero de la que no
se duda ya que haya sido real, después que se la ve des­
truida, y que se llama Europa — y de la que nos pre­
guntamos ansiosamente si podremos levantarla de sus
ruinas y cómo.
He ahí los problemas que nos hemos planteado. La
respuesta encontrada ya la conocen, puesto que el pro­
fesor Romano Guardini y nuestro amigo Mr. Speaight
nos lo han dicho.
Pero yo quisiera presentárosla un poco distintamente,
mediante un rodeo y subiendo con ustedes, durante algu­
nos minutos, en esa máquina de explorar el tiempo in­
ventada por W ells: máquina en la cual se pone en mar­
cha ciertos mecanismos que pueden precipitarnos hacia
__ DonintualMtii) ñor A ílni.I . I N C .

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el porvenir y hacernos ver lo que ocurrirá, o, al contra­


rio, nos hará remontar en el pasado tan lejos como que­
ramos.
Les propondría — por ser ésta mi profesión— el tras­
ladarnos al pasado, y puesto que el viaje no cuesta nada,
a hacerlo mil años atrás.
Henos, pues, en 948. ¿Qué vemos?
Si creo las historias que nos contaban cuando íbamos
a clase, estamos en un mundo que vive en el terror, en
los terrores del año 1000. Es verdad que hoy se nos
enseña otra cosa y que entonces no ocurrió nada, i Es
un gran progreso de la historia y nos sería difícil ne­
garlo, pues los historiadores se sienten siempre encanta­
dos de demostrar que algo no ocurrió!
Admitamos, pues, que no hubo terror en el año 1000.
Admitamos — lo que creo, por otra parte, verdad— que
•hacia el 948 las genles no iban de puerta en puerta
preguntándose: «¿N o creen ustedes que el fin del mundo
va a tener lugar en el año 1000?» Y, no obstante, algo
ocurrió y nueslros antepasados asistieron entonces a mu­
chos acontecimientos inquietantes.
Aquí, una casa en la cual las piedras no cesan de
caer en todo el día sin herir a nadie ni romper cacharro
alguno, lo que no deja de ser extraño. Allí, todos los
mojones de los campos se reúnen en el patio de una
casa, con sorpresa de todos. En la población de Auxerre * ir,

se ve aparecer por los aires un dragón monstruoso que


atraviesa el cielo de norte a sur lanzando llamas. Noti­
cias extrañas encuentran eco en multitud de gentes. En
Berneval, una muchedumbre se reúne en la playa para
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ver una ballena monstruosa, enorme, como una isla, que


se dirige hacia el océano Atlántico.
Súbitamente, esto se vuelve trágico: hay una gran
hecatombe de príncipes de este mundo y de príncipes de
la Iglesia; un hambre horrible diezma a Europa un poco
antes del año 1000; las guerras destrozan a Occidente;
inauditas herejías se manifiestan, y los sarracenos, que
han invadido España, amenazan con ocupar toda Europa.
No sin razón se produjo todo esto antes del año 1000.
Se esperaba algo, pero ¿qué?... ¿El fin del mundo?...
No... Se esperaba otra cosa: se esperaba la llegada del
Anticristo. Se sabía que aparecería hacia el año 1000.
Se sabía, por consiguiente, que el mundo no iba a termi­
nar, puesto que el Anticristo debía reinar aún durante
mil años, i y esto no es muy tranquilizador para nosotros!
Se sabía casi cómo se llamaría, porque San Ireneo lo
había dicho: se llamaría Lateinos o Evantas o Titán, y
se sabía igualmente a lo que se parecería : tendría cuerpo
de leopardo, pies de oso, siete cabezas de hombre y,
sobre ellas, las blasfemias...
Es a quien se esperaba, a quien se temía.
No sé muy bien si es verdad que hubo terror en el
año 1000, pero me pregunto si encontraríamos gran difi­
cultad, situándonos un poco en lo por venir, en describir
los terrores del año 2000.
¿Acaso todo lo que Raúl Glaber nos ha contado no
es poco al lado de lo que hemos visto, al lado de esa
guerra de 1914-1918, con sus hecatombes de millones
de vidas humanas; de esa guerra tal vez más horrenda
aún, en la cual no pensamos ya más, que fue la guerra
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civil española, esa guerra de la cual todos los que la lian


visto hablan en voz baja, y todos los que han tomado
parte en ella, cualquiera que sea el campo, son unánimes
en decir: «Todo, antes que ver de nuevo esto...»?
Iba a decir: ¿hemos olvidado ya la última guerra?;
pero ¿ha terminado? Cuando se nos habla de ese dragón
primitivo que lanza llamas en el cielo de Auxerre,.se
nos divierte: nosotros los hemos visto después de otro
modo perfeccionados y sabemos lo que lanzaban sobre
nuestras carreteras, nuestras ciudades y nuestras casas.
Cuando se nos habla de la ballena de Bernebal, que en
los alrededores del año 1000 agrupaba a los papanatas
en una playa, pensamos que hemos visto otros monstruos
marinos que eran capaces de producir muchos más daños
y de enviar tantas vidas humanas a la muerte por el
camino más corlo. Hemos visto tales cosas, que no ima­
ginamos fuera posible verlas, y no estamos seguros de
haberlo visto todo. La detonación solemne de la bomba
de Hiroshima resuena aún en nuestros oídos como el
anuncio de una nueva edad más trágica aún que la que
hemos vivido. Entonces nos volvemos a todos lados y
nos preguntamos: «Pero ¿no es éste el momento de la
venida del Anticristo? ¿Dónde está?»
Hete ahí que está muy cerca. Avanza hacia nosotros
muy distinto de la descripción que de él se nos hiciera.
No tiene pies de oso ni cuerpo de leopardo, sino hermosa
cabeza de hombre, espaciosa frente echada hacia atrás,
cejas zarceñas, ojo penetrante que mira recto frente a él
y en el que flota ya la angustia de la locura, poblado
bigote y mentón corto. Avanza hacia nosotros llevando
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un libro en cada mano, el uno ejj el Anticristo y e lo tr o


Ecce homo. He ahí el Hombre... El Hombre de Federico
Nietzsche, contra quien no voy personalmente, sino como
la expresión de una aspiración profunda del corazón
humano formulada por sus labios y cuyo mensaje es de'
lejos el acontecimiento más importante de los tiempos
modernos. Pero si se nos preguntara: ¿qué es importante
hoy?, ¿cuál es el descubrimiento más importante de
nuestro tiempo?, los citaríamos de todas clases, pero
no se pensaría tal vez en aquel que de lejos los domina
todos y transforma bajo nuestros ojos el curso de la
historia: esa horrorosa revelación que el Zaratrustra de
Federico Nietzsche nos aporta: «No saben aún que Dios ^
ha muerto».» '*
Si esto es cierto — y Nietzsche así lo creía— , tenía
mucha razón en decir que nada de lo que pudiera ocurrir
en nuestra época, o de lo que ocurriera en otros tiempos,
tendría clase alguna de importancia al precio de ese for­
midable acontecimiento: la más grande revolución que
ha tenido lugar en el mundo desde sus orígenes.
Imaginad lo que sería — lo que será si esa profecía
debe verificarse— un mundo que, desde lo más lejano de
la historia en que lo conocemos, ha vivido siempre en
esa certeza de que había dioses o de que hay un Dios;
un mundo en el cual el hombre no ha hecho nada, ni
pensado, querido o intentado, más que bajo la mirada de
Dios o de un dios; un mundo en el cual la vida entera
de los hombres fue dominada por el hecho «Dios» y que,
bruscamente, se percata de que no hay Dios... ¡Qué re­
volución!
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«Pues entonces — dice el viejo Karamazov— , si Dios


no existe, todo está permitido.» Nada está ya prohibido,
ya no hay límites; nada hay que no se pueda intentar,
que no se deba intentar, pues si todo lo que fue antes
verdad lo ha sido por esa hipótesis de que Dios existía,
hoy, que Dios no existe, nada de lo que era cierto ni de
lo que estaba bien o era bello lo es ya; debemos crearlo
de nuevo todo. Pero, en espera de crearlo de nuevo, hay
que empezar por destruir...
Ese es el gran mensaje de Nietzsche, como lo ha de­
finido él mismo, y aquí debemos dejarle la palabra:
«Y o no soy hombre; soy dinamita. Cuando la verdad
entre en lucha con la mentira milenaria, veremos conmo­
ciones inauditas en la historia del mundo. Los seísmos
| alterarán la tierra, y las montañas y los valles se des­
plazarán. La idea de política (admirad esta profundidad)
será entonces completamente absorbida por la lucha de
los espíritus. Todas las combinaciones de poder de la
vieja sociedad saltarán por el aire. Habrán tales guerras
como jamás ha visto aún la tierra... Conozco la voluptuo­
sidad de destruir a un grado igual a mi poder de des­
trucción...»
Tal es, me parece, el gran acontecimiento de los tiem­
pos modernos, la declaración promulgada por el hombre
f, de que no hay Dios, la decisión tomada por el hombre
de hacer de nuestro tiempo el del aniquilamiento pre­
paratorio para la creación de un hermoso mundo total­
mente hecho por el hombre, para el hombre y a medida
de su grandeza. Crear un mundo, pero, para poder crear­
lo, destruir primero éste.
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f
Por cuya razón, en todos los órdenes de actividad
y de pensamiento de los cuales nos hemos ocupado a
lo largo de estas jornadas, hemos encontrado ante nos­
otros ese hecho característico de nuestro tiempo: la volun­
tad de destruir, la voluntad de aniquilar. Y observad
que los que quieren esto son consecuentes consigo mismo,
pues puede reprochársele todo al viejo Dios de la Biblia,
empezando, si uno está seguro de ello, por no haber
existido; pero hay una cosa que no se le puede repro-
char: la de no haber sabido su oficio de creador.
No es él quien, como un demiurgo griego, se presta­
ría a trabajar sobre algún pedazo con el que fabricar
alguna cosa, que sería justamente lo que él puede hacer
con esa materia. N o; crear es hacer algo de la nada. *
Para que una obra sea verdaderamente vuestra obra, os
exprese totalmente y os lo deba todo, es menester que
fuera de vosotros y de ella, entre ella y vosotros, no
haya nada, y lo que el hombre moderno ha retenido muy
bien de la Biblia es que una creación digna de ese
nombre se hace ex nihilo. Es preciso, pues, destruir lo
que nos molesta, si verdaderamente se quiere crear.
Bástanos prestar atención para escuchar cómo resue­
na en todas partes, en torno nuestro, ese llamamiento a
la destrucción, ese llamamiento a la aniquilación. Un
hombre de hoy enrojecería de no llamarse revoluciona­
rio. Es lo menos que se puede ser. Toda reforma social ^
se presenta en nuestros días exigiendo primero la des­
trucción violenta de todo lo dado. Quitemos primero los
escombros, y se podrá construir después. En literatura,
¿que quiere el suprarrealismo, sino rechazar sistemática
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y previamente las normas y las leyes del espíritu, con el


fin de que algo enteramente nuevo y espontáneo pueda
nacer? Como dice Andró Bretón, coger dos pistolas y
tirar al azar sobre la multitud, he ahí el verdadero acto
suprarrealista.
Exactamente ocurre con el existencialismo. No sola­
mente encuentra siempre en el ser la nada que lia co­
menzado por meterle, sino que quiere que tomemos con­
ciencia de la necesidad de partir de la nada de Dios.
Como dice Sartre, el existencialismo es la voluntad de
sacar las consecuencias necesarias de un ateísmo cohe­
rente. Un ateísmo coherente tiene como consecuencias
necesarias que, puesto que no soy creado, puesto que no
recibo de ningún Dios órdenes ni leyes, es menester que
me crea yo mismo de la nada y me dé a mí mismo mi
propia ley.
La nada como punto de partida, la gratitud como
ideal, he ahí lo que se nos propone por todas parles.
Estamos en el tiempo de la destrucción sistemática en
vista de una renovación, la cual hay que esperar, en
efecto, que se producirá con tal que en el intervalo ttfdo
no haya dejado de existir...
¿Qué proponemos nosotros a ese mundo angustiado?
No le hemos aconsejado volver mil años atrás. No le
hemos propuesto retardar el movimiento de la ciencia
ni renunciar a las reformas sociales ni abdicar de su
ambición de una reconstrucción mejor de lo que existe.
Le hemos aconsejado, le aconsejamos por el contrario,
que no sea tímido, llegar al fin de su experiencia, atra­
vesarla considerarla como ya terminada y sacar de ello
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las lecciones que correspondan. Se nos recordaba elo­


cuentemente hace p o co : Dios ha dado al hombre el cielo
y la tierra para que los use a su satisfacción, pero en
el límite de su naturaleza, de su orden y de sus leyes.
Si crear presupone una nada, no es esa nada que sigue
a la destrucción de lo que existe, sino la que precede a
la edificación de todas las cosas por una sabiduría, por
, la Sabiduría... La sabiduría cristiana, he ahí el remedio
/ que proponemos a jo s males que sufrimos. r*
Esa es la solución que proponemos para los proble­
mas que se nos plantean. Ella es capaz de resolverlos.
Primero restaurará la ciencia; se nos ha hablado del
temor que el hombre experimenta ante la ciencia, pero no
es de la ciencia de lo que el hombre tiene miedo, sino
del empleo que se puede hacer de algunos descubrimien­
tos científicos. Lo más inquietante que hay de cuanto
ocurre en nuestros días es precisamente el olvido pro-
gresivo de lo que verdaderamente es la ciencia.
Hoy, en la conciencia popular, saber es, esencial­
mente, poder. Un hombre que sabe, es un hombre que
puede hacer cosas; un hombre que sabe más que nos­
otros, es un hombre que puede hacer cosas que nosotros
no sabemos hacer.
¿N o hemos olvidado el magnífico y profundo senti­
do de la palabra «ciencia», que es a la vez un sentido
griego y cristiano? La ciencia, como conocimiento de
lo inteligible; la ciencia, contemplación por el espíritu
del ser tal como Dios la ha hecho; contemplación que
permitirá una acción, precisamente porque ésta -sabrá
mantenerse en los límites de lo real, inspirarse del res-
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peto de la obra divina conocida por la inteligencia.


Nosotros no restauraremos esa noción de la ciencia, a
menos que no volvamos primero a esa sabiduría suprema •
que, dominando no solamente todas las ciencias, sino
) todas las filosofías, sea origen de la inteligibilidad uni­
versal.
Es cierto que esto supone que tenemos el mundo por
inteligible. Para nosotros cristianos, nada es más natu­
ral, pero lo que nos parece evidente no lo es para todos.
En un notable artículo de 1938, titulado «Physik und
Realität», Einstein hacía esta interesante observación:
«que la totalidad de la experiencia sensible sea consti­
tuida de tal manera que pueda ser ordenada por el pen­
samiento, es un hecho del cual no podemos más que
sorprendernos, pero que no podremos comprender jamás.
Lo que hay de eternamente ininteligible en el universo
es su inteligibilidad...».
i Ciertamente! ¿Cómo podría resolver la ciencia un
problema que su sola existencia supone ya resuelto? Si
el mundo no es inteligible, no puede haber en el ciencia,
pero, si hay una ciencia, es preciso que el mundo sea inte­
ligible. ¿ Y cómo la ciencia, que presupone la inteligi­
bilidad del mundo, podría izarse por encima de sí misma
para ver, desde más alto, cómo es posible que exista?
Es más allá de la ciencia, es por encima de la cien­
cia, cómo el físico podrá encontrar una respuesta a ese
problema. Esa respuesta la conocemos, pues es vieja, y
es : el espíritu quejconoce el mundo y el mundo conocido
por el espíritu son la obra de una misma sabiduría, de
una misma fuente de inteligencia: « A l . principio era
300 LOS INTELECTUALES ANTE LA CARIDAD DE CRISTO

Es por El que todo ha sido hecho y nada ha sido hecho


sin El. Si el hombre, el sabio y el mundo del que el sabio
forma parLe son la obra de un mismo Verbo, de una
misma Palabra inteligible, comprendemos entonces que
el uno pueda comprender la naturaleza del otro y que
la ciencia sea posible.
Es, pues, ante la ciencia, en la sabiduría cristiana,
en^ la que es menester colocarnos para justificarla. Y
ocurre lo mismo si queremos plantear los problemas so­
ciales. No diremos en nuestro tiempo «menos luz»; deci­
mos,- a propósito de la ciencia, «más luz»; esta vez aún
no le diremos «menos amor», sino «más amor, aún más
amor...».
Con el pretexto de reconstruir un mundo en el cual
todos serían perfectamente felices, no empezaremos por
destruirlo lodo. No practicaremos esa horrible política
de la nada que amenaza costamos cara. Exactamente
coinjoja ciencia, A p o lít ic a no podrá unir a los hombres
a menos que no parta de un nivel más alto que ella
misma, de más allá que los hombres, por encima de ellos,
y aun ahí, la sabiduría cristiana tiene una respuesta que
proponernos; «el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros», con el fin de. al igual que en la creación El
penetró todo el universo, y el espíritu en el universo, de
una profunda y completa inteligibilidad, introducir hasta
el centro de ja tierra y en el corazón mismo del hombre
ese amor sin el cual no existe, no diré una sociedad
cristiana, sino una sociedad humana digna de ese nombre.
Esta es, señoras y señores — y en breves términos— ,
LOS INTELECTUALES ANTE LA CARIDAD DE CRISTO oU I

la lección que me parece se desprende de estas jornadas.


Partimos del temor de los hombres; hemos buscado su
causa, y la hemos encontrado en una voluntad universal
de aniquilamiento. Esa voluntad universal de aniquila­
miento la hemos explicado por la pretensión que el hom­
bre tiene de reemplazar a Dios y de hacerse cieador.
Todo lo que podemos decir a nuestro tiempo, y se lo
decimos de todo corazón, es que le es preciso, por el
contrario, entrar en el orden natural, que es el de la
creación divina, y volver a la sabiduría de Cristo, o más
bien, volver a Cristo, que es la sabiduría.
Pues aquí no hablamos de una doctrina abstracta,
ni tampoco de un tratado de teodicea o de teología;
hablamos de Uno, Aquel que también designó nuestro
doctor Santo Tomás de Aquino cuando, al comienzo de
su comentario al Libro de las Sentencias, se pregunta.
¿Qué es la sabiduría? Y desde la primera frase de su
tratado da la respuesta siguiente: «Entre tantas opinio­
nes de autores tan diversos sobre lo que es la veidadeia
sabiduría, la del apóstol Pablo es singularmente lúcida
y cierta. La sabiduría, nos dice la primera Epístola a
los Corintios, es el Cristo poder_de__Dios, sabiduría de
Dios y que Dios ha hecho para nosotros igualmente sa­
biduría.»
¡Cristo!, el que encontramos primero en el Evan­
gelio, que seguimos encontrando, si queremos, en cada
una de las páginas de ese libro divino, a quien podemos
dirigirnos muy simple y directamente — iba casi a decir
de hombre a hombre; digamos, al menos, al IIombre-
Dios— , a quien podemos decir: «¡Señor, Hijo de David,
ten piedad de nosotros! Señor, si Tú quieres, puedes
curarnos...» Está ahí, a nuestra disposición, y podemos,
si queremos, ponerle a disposición de todos.
Todavía está El ahí, y lo mismo en esa Iglesia de la
que somos miembros, o de la cual invito a que se hagan
miembros a cuantos estén aquí presentes y no lo sean,
asegurándoles que nada tienen que perder y sí ganarlo
todo; que ella no es una especie de sociedad política
o empresa de utilización del pueblo con fines económicos
o sociales, sino realidad divinamente distinta: la persona
misma de Cristo vivo entre nosotros en el año de gracia
de 1948, ya que ella está hecha de sus miembros y de
la cual El es el jefe.
A Cristo podemos encontrarle aún en su Vicario en
la tierra, del que quiero recordar aquí, con emoción que
no pienso disimular, qué angustias son actualmente las
suyas, y decir, en presencia de su representante, cuán
profundamente estamos de corazón a su lado.
No olvidaré jamás la jornada del domingo de Qua-
simodo de 1947, donde en Roma, después de haber tenido
el honor de ser recibido por el Soberano Pontífice, tuve
la satisfacción de mezclarme entre aquella multitud ro­
mana que, terminados los grandes oficios de una beatifi­
cación, esperaba en la plaza de San Pedro, esperaba,
esperaba siempre incansablemente, con la esperanza y con
la certeza de ver una vez aún al Padre muy amado.
El tiempo pasaba y no se le veía, pero nadie se im­
pacientaba. Súbitamente, movida por algún presagio del
corazón, toda la multitud que estaba ante San Pedro
se volvió hacia su derecha, y vimos en lo más alto de la
LOS INTELECTUALES ANTE LA CARIDAD DE CRISTO 303

colina vaticana, en el último piso del edificio, cómo se


habría una ventana y en ella aparecía S. S. el Papa,
dando a esa multitud la triple bendición pontificia;
luego, la ventana se cerraba y el Soberano Pontífice entró
en su soledad, la multitud se dispersó lentamente y tuve
la impresión de que acabábamos de dejar una vez más
a Jesús en agonía en el Huerto de los Olivos...
Pensemos en él, que piensa siempre en nosotros. Re­
cemos con él, que reza sin cesar por nosotros. Recordé­
mosle con nuestro amor y digámoselo para que lo sepa.
Sigamos las directrices que él nos da, pues no lo hace­
mos bastante. Hagámoslas conocer en torno nuestro, pues
tampoco lo hacemos bastante. Asegurémosle finalmente,
al terminar estas jornadas, que es con espíritu de filial
fidelidad a sus enseñanzas como hemos querido conducir­
las y que somos to(dos sus hijos en Cristo.

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