mundo, alrededor de nosotros y en nosotros, las múltiples
figuras de lo Otro. Nos abre, en esta tierra y en el mismo
marco de la ciudad, el camino de una evasión hacia una des- concertante extranjería. Dionisos nos enseña y nos fuerza a convertirnos en otro distinto del que somos de ordinario.
Sin duda es esta necesidad de evasión, esta nostalgia de
una unión completa con lo divino lo que, más todavía que el descenso de Dionisos al mundo infernal para buscar a su madre Semele, explica que el dios haya podido encontrarse asociado, a veces muy estrechamente, a los misterios de las dos diosas eleusinas. Cuando la esposa del arconte-rey parte a celebrar sus bodas con Dionisos, es asistida por el heraldo sagrado de Eleusis, y en las Leneas, posible-mente las fiestas áticas más antiguas dedicadas a Dionisos, el portador de la antorcha de Eleusis eleva la invocación, coreada por el público: «Iacchos, hijo de Semele.» El dios está presente en Eleusis desde el siglo V. Presencia discreta y papel menor en unos lugares donde no tiene templo ni sacerdote. Interviene en la forma de Iacchos, al que está asimilado, y cuya función es presidir la procesión de Atenas a Eleusis durante los Grandes Misterios. Iacchos es la personificación del jubiloso grito ritual, lanzado por el cortejo de las mystes, en un ambiente de esperanza y de fiesta. Y en las representaciones de un más allá del cual los fieles del dios de la manía apenas parecen preocuparse en esta época (excepción hecha, tal vez, del sur de Italia, se ha podido imaginar a Iacchos conduciendo bajo tierra el coro de iniciados, como Dionisos capitanea en el mundo la thiase de sus bacantes.
E L ORFISMO. EN BUSCA DE LA UNIDAD PERDIDA
Los problemas del orfismo son de otro orden. Esta corriente
religiosa, en la diversidad de sus formas, pertenece en esencia al helenismo tardío, en el curso del cual alcanzará mayor amplitud. Pero muchos descubrimientos recientes han venido a confirmar la opinión de los historiadores convencidos de que debía hacérsele un lugar en la religión de la época clásica. Comencemos por el primer aspecto del orfismo: una tradición de textos escritos, de libros sagrados. El papiro de Dervéni, hallado en 1962 en una tumba cerca de Salónica, prueba que circulaban en el siglo v y, sin duda, a partir del siglo teogonías que pudieron conocer los filósofos presocráticos y en las que Empédocles parece haberse inspirado en parte. Un primer rasgo del orfismo aparece así desde su origen: una forma «doctrinaria» que se opone tanto a los misterios y al dionisismo como al culto oficial, para aproximarse a la filosofía. Estas teogonías las conocemos bajo múltiples versiones, pero su orientación fundamental es la misma: toman la tradición hesiódica a contrapelo. En Hesíodo, el universo divino se organiza según un progreso lineal que conduce del desorden al orden, desde un estado original de confusión indiferenciada hasta un mundo diferenciado y jerarquizado bajo la autoridad inmutable de Zeus. En los órficos sucede a la inversa: el origen, Principio, Huevo primordial o Noche, expresa la unidad perfecta, la plenitud de una totalidad cerrada. Pero el Ser se degrada a medida que la unidad se divide y se disloca para hacer aparecer formas distintas, individuos separados. A este ciclo de dispersión debe suceder un ciclo de reintegración de las partes en la unidad del Todo. La llegada de Dionisos órfico, cuyo reino representa el retorno al Uno, la reconquista de la plenitud perdida, ocurrirá en la sexta generación. Pero Dionisos no cumple su parte solamente en una teogonía que sustituye el surgimiento progresivo de un orden diferenciado por una caída en la división seguida, y como rescatada, por una reintegración en el Todo. En la narración de su desmembramiento por los Titanes que lo devoran, de su reconstrucción a partir del corazón preservado intacto, de los Titanes fulminados por Zeus, del nacimiento de la raza humana a partir de sus cenizas —relato que nos es testimoniado en la edad helenística, pero al cual parecen aludir Píndaro, Herodoto y Platón—, el mismo Dionisos asume en su persona de dios el doble ciclo de dispersión y de reunificación, en el curso de una «pasión» que compromete directamente la vida de los hombres porque fundamenta míticamente la desgraciada condición humana, al mismo tiempo que abre a los mortales la perspectiva de la salvación. Surgida de las cenizas de los Titanes fulminados, la raza de los hombres arrastra la herencia de la culpabilidad por haber desmembrado el cuerpo del dios. Mas, purificándose de esa falta ancestral por los ritos y el género de vida órficos, absteniéndose de toda carne para evitar la impureza del sacrificio sangriento —que la ciudad santifica pero que recuerda, para los órficos, el monstruoso festín de los Titanes—, cada hombre, habiendo conservado en sí una parcela de Dionisos, puede retornar también a la unidad perdida, reunir al dios y encontrar en el más allá una vida propia de la edad de oro. Las teogonías órficas desembocan, pues, en una antropogonía y en una soteriología que le da su verdadero sentido. En la literatura sagrada de los órficos, el aspecto doctrinal no está separado de una búsqueda de salvación. La adopción de un género de vida puro, la eliminación de toda impureza y la elección de un régimen vegetariano traducen la ambición de escapar a la suerte común, a la finitud y a la muerte, de unirse totalmente a lo divino. El rechazo del sacrificio sangriento no constituye sólo una repulsa, una desviación de la práctica corriente. El vege- tarismo contradice aquello mismo que el sacrificio implica: la existencia de un foso infranqueable, entre hombres y dioses, incluso en el ritual que les permite comunicarse. La búsqueda individual de la salvación se sitúa fuera de la religión cívica. Como corriente espiritual, el orfismo se presenta ajeno y extraño a la ciudad, a sus reglas y a sus valores. Pero su influencia se deja sentir en otros ámbitos. A partir del siglo v, ciertos escritos órficos parecen vincularse a Eleusis, y cualesquiera hayan sido las diferencias —o, mejor dicho, las oposiciones— entre el Dionisos del culto oficial y el de los escritos órficos, las asimilaciones se han podido producir bastante temprano. Eurípides, en su Hipólito, evoca por boca de Teseo al joven «haciendo de bacante bajo la dirección de Orfeo», y Herodoto, recordando la prohibición de hacerse amortajar con vestimentas de lana, atribuye esta prescripción «a los cultos que se llaman órficos y báquicos». Pero estas aproximaciones no son decisivas, pues el término báquico no está reservado exclusivamente a los rituales dionisíacos. El único testimonio de una interferencia directa entre Dionisos y los órficos, al mismo tiempo que de una dimensión escatológica de Dionisos, se sitúa al mar-gen de Grecia, en las costas del mar Negro, en la Olbia del siglo v. Se han descubierto inscripciones sobre placas de hueso en las que se pueden leer, escritas una al lado de otra, las palabras Dionysios Orphikoi, y a continuación bios thanatos bios («vida muerte vida»). Pero, como se ha hecho observar, este rompecabezas es aún más enigmático que esclarecedor y, en el estado actual de la documentación, por su carácter singular testimonia más bien el particularismo de la vida religiosa en la colonia de Olbia, con su entorno escita.
HUIR FUERA DEL MUNDO
De hecho, el impacto del orfismo sobre la mentalidad
religiosa de los griegos durante la época clásica ha afectado esencialmente a dos ámbitos. En lo que atañe a la piedad popular, ha alimentado las inquietudes y las prácticas de los «supersticiosos» obsesionados por el temor a las impurezas y a las enfermedades. Teofrasto, en su retrato del «Supersticioso», lo muestra acudiendo cada mes, con su mu- jer y sus hijos, a renovar su iniciación junto a los orfeotelestes, que Platón, por su parte, describe como sacerdotes mendicantes, adivinos ambulantes que sacan dinero de su pretendida competencia en materia de purificaciones e iniciaciones (katharmoi, teletai) para los vivos y para los muertos. Estos sacerdotes marginados que, caminando de ciudad en ciudad, apoyan su ciencia de los ritos secretos y de los encantamientos sobre la autoridad de los libros de Museo y de Orfeo, son fácilmente asimilados a una cuadrilla de magos y charlatanes que explotan la credulidad pública. Pero, en otro campo más intelectual, los escritos órficos están insertos, al lado de otros, en la corriente que, modificando los marcos de la experiencia religiosa, ha influido en la orientación espiritual de los griegos. La tradición órfica, como el pitagorismo, se inscribe a este respecto en la línea de estos personajes fuera de serie, excepcionales por su prestigio y sus poderes. Desde el siglo VII, en efecto, se venía recurriendo a estos «hombres divinos» para purificar las ciudades, y a veces se les ha definido como los representantes de un «chamanismo griego». En pleno siglo V, Empédocles testimonia la vitalidad de este modelo de mago, capaz de dirigir los vientos, de rescatar a un difunto del Hades y que ya no se presenta a sí mismo como un mortal, sino como un dios. Un rasgo distintivo de estas figuras singulares que, al lado de Epiménides y Empédocles, cuentan con misioneros inspirados, más o menos míticos, como Abaris, Aristeas y Hermótimo, es que, con su disciplina de vida, sus ejercicios espirituales de control y de concentración del aliento respiratorio, sus técnicas de ascesis y de recuerdo de sus vidas anteriores, no se colocan bajo el patronazgo de Dionisos, sino de Apolo, un Apolo Hiperbóreo, señor de la inspiración extraviada y de las purificaciones. En el trance colectivo del thiase dionisíaco, es el dios quien desciende a este mundo para tomar posesión del grupo de sus fieles, cabalgarlos, hacerlos danzar y saltar a su gusto. Los posesos no se alejan de esta tierra; aquí se vuelven otros por el poder que los habita. Por el contrario, en el caso de los «hombres divinos», por diferentes que sean, es el individuo humano quien toma la iniciativa, guía la acción y pasa al otro lado. Gracias a los poderes excepcionales que ha sabido adquirir, puede dejar su cuerpo abandonado, como en estado de sueño cataléptico, viajar libremente por el otro mundo y volver a esta tierra conservando el recuerdo de todo cuanto ha visto en el más allá. Este tipo de hombres, el modo de vida que eligen, sus técnicas de éxtasis, implicaban la presencia en ellos de un elemento sobrenatural, extraño a la vida terrestre, de un ser venido de otra parte y exiliado aquí; de un alma, psyche, que ya no será, como en Homero, una sombra sin fuerza, un reflejo inconsistente, sino un daimon, un poder emparentado con lo divino e impaciente por reencontrarlo. Poseer el control y el dominio de esta psyche, aislarla del cuerpo, concentrarla en sí misma, purificarla, liberarla, alcanzar por ella el lugar celeste del cual se experimenta nostalgia: tales pudieron ser, en esta línea, el objeto y el fin de la experiencia religiosa. Sin embargo, en tanto tiempo como la ciudad ha permanecido viva, ninguna secta, ninguna práctica cultual, ningún grupo organizado ha expresado, en estricto rigor y con todas sus consecuencias, la exigencia de salida del cuerpo, de huida del mundo, de unión íntima y personal con la divinidad. La religión griega no ha conocido el personaje del «renunciante». Es la filosofía la que ha tomado el relevo, trasponiendo a su propio registro los temas de la ascesis, de la purificación del alma, de su inmortalidad.
Para el oráculo de Delfos, «Conócete a ti mismo» significó:
Sabe que tú no eres dios y no cometas la falta de pretender serlo. Para el Sócrates de Platón, que hace suya la fórmula, ésta quiere decir: Conoce al dios que, en ti, es tú mismo. Esfuérzate en asemejarte en lo posible al dios.