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¿Es posible la objetividad en la historia?

José Fontana

Antes de concluir esta primera parte, dedicada a examinar dudas y errores en


la concepción que habitualmente se tiene de la historia, convendrá que hablemos de
un problema fundamental, relativo a la validez misma del trabajo del historiador. Me
refiero a las discusiones sobre la posibilidad de alcanzar un conocimiento objetivo del
pasado humano.

El historiador no puede aspirar a explicar la totalidad de los datos del pasado,


aun en el supuesto de que pudiera llegar a conocerlos. Toda una vida de trabajo no
bastaría para describir -mucho menos aún para explicar- cuanto sucede en una
ciudad en el transcurso de un solo día. El historiador se ve obligado a escoger entre
la multitud de datos que conoce, o que podría llegar a conocer, aquellos que le
parecen relevantes para construir una interpretación de los problemas o los aspectos
que considera fundamentales. Pero este proceso de selección es peligroso, porque
puede falsear la realidad. No cabe duda de que, si escoge los datos
tendenciosamente, podrá construir el tipo de interpretación que le plazca. Si estudia
la Revolución Francesa, por ejemplo, bastará con que seleccione sistemáticamente
sus rasgos positivos o negativos para que pueda presentárnosla como un hito
decisivo del progreso humano o como una catástrofe. Aun cuando actúe sin una
parcialidad maliciosa, proponiéndose ser lo más objetivo posible, su manera de
entender la sociedad en que vive, sus actitudes políticas e ideológicas, condicionarán
su capacidad de comprender y explicar los acontecimientos del pasado.

Buena muestra de esta aparente relatividad de las interpretaciones históricas


nos la puede dar la diversidad de opiniones sobre un mismo acontecimiento.
Tomemos, como ejemplo, el análisis de las causas que motivaron la Revolución
Francesa. A lo largo de poco más de un siglo, las interpretaciones acerca de este
punto han cambiado extraordinariamente. Para Jules Michelet (1798-1874), que
publicó su Historia de la Revolución Francesa a mediados del siglo XIX, la causa
determinante de la Revolución fue la tremenda miseria que estaba sufriendo el
pueblo francés, que se levantó en armas contra una forma de organización social
injusta a la que consideraba culpable de su opresión y de su hambre.

Para Jean Jaurés (1859-1914), cuya Historia socialista de la Revolución


Francesa apareció a comienzos del siglo XX, la causa fundamental no fue la miseria
del pueblo, sino la riqueza de la burguesía que aspiraba a participar en el disfrute del
poder y se proponía eliminar las trabas que obstaculizaban el crecimiento económico
francés y, con él, su propio ascenso.

Dos tesis tan distintas como las de Michelet y de Jaurés parece que deben
excluirse entre sí; vendrían a poner de relieve la fragilidad de unos métodos de
investigación que pueden dar lugar a que dos grandes historiadores formulen juicios
tan contradictorios acerca de unos mismos acontecimientos. Pero este planteamiento
es incorrecto. El dilema aparente no existe, como algunas investigaciones
posteriores han podido demostrar.

En sus dos grandes obras sobre la economía y la sociedad francesas del siglo
XVIII, publicadas en 1932 y 1944, respectivamente, Ernest Labrousse, discípulo de
Jaurés, llega a la conclusión de que tanto su maestro como Michelet tenían razón:
que sus tesis no eran antagónicas, sino complementarias. Tras analizar la evolución
de precios y salarios, de rentas y beneficios, Labrousse señalaba que las
circunstancias desfavorables que pesaron sobre la economía francesa en los años
inmediatamente anteriores a la Revolución tuvieron mucho que ver con su
desencadenamiento. "Una coyuntura desfavorable reúne, en la misma oposición,
burguesía y proletariado. La Revolución aparece a este respecto como una
revolución de la miseria". Pero, considerado en su conjunto, el siglo XVIII fue una
época de prosperidad y crecimiento. Así, Labrousse afirma: "El siglo XVIII continúa
siendo, en el fondo, un siglo de expansión económica, de alza de los ingresos
capitalistas, de aumento de la riqueza burguesa y del poder burgués. Como tal,
prepara la Revolución, una revolución de prosperidad". Su ascenso ha dado a la
burguesía una conciencia de clase que la ha ayudado a convertirse en directora de
unos movimientos populares que, sin ella, pudieron haber quedado en meros
motines de subsistencia, sin consecuencia renovadora alguna.

Por tanto, no existía contradicción entre ambas interpretaciones. Las dos


-revolución de la miseria y revolución de la prosperidad- correspondían a facetas
distintas de un mismo proceso. Una visión más rica y compleja nos ha permitido
integrarlas conjuntamente en una nueva interpretación, más satisfactoria que las
anteriores. Las tesis de Michelet y de Jaurés no eran contradictorias porque no eran
totales. Cada una de ellas correspondía a una parte de la realidad; eran verdades
parciales. Ni siquiera la síntesis de Labrousse es la verdad total. Un fenómeno tan
complejo como la Revolución Francesa no se agota tan fácilmente. A medida que
progresa nuestro conocimiento, descubrimos nuevas facetas y agregamos nuevos
elementos al conjunto. Hoy, por ejemplo, sabemos mucho más acerca del "pueblo"
que figura como actor principal de muchos de estos sucesos. Conocemos cómo
vivían los trabajadores pobres de París y cómo adquirieron la conciencia de que era
necesario proceder a cambios fundamentales en la sociedad francesa; sabemos
quiénes asaltaron la Bastilla (qué oficios desempeñaban y qué problemas colectivos
les afectaban); conocemos mejor la decisiva participación de los campesinos en la
radicalización del proceso revolucionario...

No sólo las viejas interpretaciones de Michelet o de Jaurés, sino la del propio


Labrousse, nos parecen cada día más insuficientes. Esto no quiere decir que sean
falsas, puesto que resultan correctas y admisibles dentro del ámbito que se
propusieron explicar. Lo que sucede es que no bastan para abarcar la riqueza de
conocimientos que hoy poseemos; no son lo suficientemente finas para permitir el
análisis de los complejos problemas que nos planteamos. Entre estas visiones y la
que podríamos construir en la actualidad, con unos conocimientos muy superiores,
existe la misma diferencia que entre un dibujo en blanco y negro y una fotografía en
color de un paisaje. Son dos representaciones correctas de una misma realidad, pero
difieren sustancialmente en la riqueza de detalles y matices.

Las discrepancias y contradicciones entre los historiadores son mucho menos


radicales de lo que puede hacer creer el tono de sus polémicas y sus críticas. En
muchas ocasiones, sucede que dos posturas aparentemente antagónicas tienen
mucho de complementarias y, una vez depuradas de algunos errores o
exageraciones en que pudieron caer por un afán desmesurado de abarcarlo y
explicarlo todo, sus elementos aprovechables pueden integrarse en una síntesis de
orden superior, que no será una simple suma de los resultados anteriores -como la
interpretación de Labrousse no es una mera conjunción de las de Michelet y de
Jaurés- sino la refundición en una nueva visión de conjunto -más profunda y más
rica- de aquello que había de útil en las aportaciones anteriores.

El historiador es un hombre como cualquier otro y no puede deshacerse de sus


características humanas; no está en situación de pensar sin las categorías de
una lengua dada; posee una personalidad socialmente condicionada en el
cuadro de una realidad histórica concreta, pertenece a una nación, a una clase,
a un medio, a un grupo profesional, etcétera, con todas las consecuencias que
ello implica en el terreno de los estereotipos que acepta (inconscientemente, por
lo general), de la cultura de que es a la vez una creación y creador (...) Pero, si
no puede deshacerse de esta propiedad objetiva que es el condicionamiento
social del conocimiento, sí puede tomar conciencia de él, comprender que es
indisociable de cualquier conocimiento.

Adam Schaff

Sin embargo, no se piense que lo que estamos diciendo significa que todo es
igualmente válido en historia, o que todo es verdad y mentira, según como se tome.
Que las interpretaciones globales sean difícilmente verificables no significa que las
afirmaciones más concretas que las integran no lo sean, y que, confirmándolas o
desmintiéndolas, no podamos expresar un juicio acerca de las formulaciones más
generales que en ellas se asientan o que pretenden deducirse como consecuencia
de ellas. La salida lógica del problema está en exigir que se especifiquen lo más
claramente posible las interpretaciones generales -de modo que podamos distinguir
las aserciones concretas que las componen, para someterlas a prueba- y los
razonamientos que las enlazan. Es el tipo de situación que, para la historia
económica, propugna la new economic history (historia econométrica o nueva
historia económica) estadounidense cuando pide que se explicite claramente el
modelo interpretativo que se usa -junto con los supuestos teóricos en que se basa-,
con objeto de que se pueda comprobar su validez, sometiéndolo a verificaciones
cuantitativas. Un ideal semejante no resulta siempre posible fuera del terreno de la
historia económica -donde la medida y la cantidad tienen un papel muy destacado-,
pero parece legítimo exigir, al menos, que los historiadores abandonen el reino de las
generalizaciones nebulosas, de las interpretaciones ambiguas e impresionistas, de
falsa pretensión totalizadora, para formular con la mayor claridad el conjunto de
aserciones concretas que integran su explicación, de modo que sea posible
analizarlas separadamente y examinar la lógica con que se encadenan.

Lo que nunca debe admitirse es que, en nombre del imposible objetivo del
conocimiento total -que ninguna ciencia se plantea seriamente-, se trate de
desacreditar el estudio de la historia y de desanimar a quienes lo cultivan. Una
disciplina que tiene por meta explicarnos el pasado para hacernos inteligible el
presente y facilitarnos la construcción racional del futuro, resulta demasiado
importante para renunciar a ella por objeciones triviales o por malentendidos que no
se refieren a lo que verdaderamente es la investigación histórica actual, sino a la
imagen caduca de una historiografía que vive refugiada en las cuevas del
academicismo más retrógrado.

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