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José Fontana
Dos tesis tan distintas como las de Michelet y de Jaurés parece que deben
excluirse entre sí; vendrían a poner de relieve la fragilidad de unos métodos de
investigación que pueden dar lugar a que dos grandes historiadores formulen juicios
tan contradictorios acerca de unos mismos acontecimientos. Pero este planteamiento
es incorrecto. El dilema aparente no existe, como algunas investigaciones
posteriores han podido demostrar.
En sus dos grandes obras sobre la economía y la sociedad francesas del siglo
XVIII, publicadas en 1932 y 1944, respectivamente, Ernest Labrousse, discípulo de
Jaurés, llega a la conclusión de que tanto su maestro como Michelet tenían razón:
que sus tesis no eran antagónicas, sino complementarias. Tras analizar la evolución
de precios y salarios, de rentas y beneficios, Labrousse señalaba que las
circunstancias desfavorables que pesaron sobre la economía francesa en los años
inmediatamente anteriores a la Revolución tuvieron mucho que ver con su
desencadenamiento. "Una coyuntura desfavorable reúne, en la misma oposición,
burguesía y proletariado. La Revolución aparece a este respecto como una
revolución de la miseria". Pero, considerado en su conjunto, el siglo XVIII fue una
época de prosperidad y crecimiento. Así, Labrousse afirma: "El siglo XVIII continúa
siendo, en el fondo, un siglo de expansión económica, de alza de los ingresos
capitalistas, de aumento de la riqueza burguesa y del poder burgués. Como tal,
prepara la Revolución, una revolución de prosperidad". Su ascenso ha dado a la
burguesía una conciencia de clase que la ha ayudado a convertirse en directora de
unos movimientos populares que, sin ella, pudieron haber quedado en meros
motines de subsistencia, sin consecuencia renovadora alguna.
Adam Schaff
Sin embargo, no se piense que lo que estamos diciendo significa que todo es
igualmente válido en historia, o que todo es verdad y mentira, según como se tome.
Que las interpretaciones globales sean difícilmente verificables no significa que las
afirmaciones más concretas que las integran no lo sean, y que, confirmándolas o
desmintiéndolas, no podamos expresar un juicio acerca de las formulaciones más
generales que en ellas se asientan o que pretenden deducirse como consecuencia
de ellas. La salida lógica del problema está en exigir que se especifiquen lo más
claramente posible las interpretaciones generales -de modo que podamos distinguir
las aserciones concretas que las componen, para someterlas a prueba- y los
razonamientos que las enlazan. Es el tipo de situación que, para la historia
económica, propugna la new economic history (historia econométrica o nueva
historia económica) estadounidense cuando pide que se explicite claramente el
modelo interpretativo que se usa -junto con los supuestos teóricos en que se basa-,
con objeto de que se pueda comprobar su validez, sometiéndolo a verificaciones
cuantitativas. Un ideal semejante no resulta siempre posible fuera del terreno de la
historia económica -donde la medida y la cantidad tienen un papel muy destacado-,
pero parece legítimo exigir, al menos, que los historiadores abandonen el reino de las
generalizaciones nebulosas, de las interpretaciones ambiguas e impresionistas, de
falsa pretensión totalizadora, para formular con la mayor claridad el conjunto de
aserciones concretas que integran su explicación, de modo que sea posible
analizarlas separadamente y examinar la lógica con que se encadenan.
Lo que nunca debe admitirse es que, en nombre del imposible objetivo del
conocimiento total -que ninguna ciencia se plantea seriamente-, se trate de
desacreditar el estudio de la historia y de desanimar a quienes lo cultivan. Una
disciplina que tiene por meta explicarnos el pasado para hacernos inteligible el
presente y facilitarnos la construcción racional del futuro, resulta demasiado
importante para renunciar a ella por objeciones triviales o por malentendidos que no
se refieren a lo que verdaderamente es la investigación histórica actual, sino a la
imagen caduca de una historiografía que vive refugiada en las cuevas del
academicismo más retrógrado.