Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Mt.17, 1-8 2 Seis días después, toma Jesús 28 Sucedió que unos ocho días
1 Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y después de estas palabras, tomó
consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los lleva, a ellos solos, consigo a Pedro, Juan y
su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se Santiago, y subió al monte a
aparte, a un monte alto. transfiguró delante de ellos, orar.
2 Y se transfiguró delante de 3 y sus vestidos se volvieron 29 Y sucedió que, mientras
ellos: su rostro se puso brillante resplandecientes, muy blancos, oraba, el aspecto de su rostro se
como el sol y sus vestidos se tanto que ningún batanero en la mudó, y sus vestidos eran de
volvieron blancos como la luz. tierra sería capaz de una blancura fulgurante,
blanquearlos de ese modo.
4 Se les aparecieron Elías y 30 y he aquí que conversaban
3 En esto, se les aparecieron Moisés, y conversaban con con él dos hombres, que eran
Moisés y Elías que conversaban Jesús. Moisés y Elías;
con él. 31 los cuales aparecían en gloria,
y hablaban de su partida, que
iba a cumplir en Jerusalén.
32 Pedro y sus compañeros
estaban cargados de sueño, pero
permanecían despiertos, y
vieron su gloria y a los dos
hombres que estaban con él.
33 Y sucedió que, al separarse
5 Toma la palabra Pedro y dice a ellos de él, dijo Pedro a Jesús: «
Jesús: « Rabbí, bueno es estarnos Maestro, bueno es estarnos aquí.
4 Tomando Pedro la palabra, aquí. Vamos a hacer tres Vamos a hacer tres tiendas, una
dijo a Jesús: « Señor, bueno es tiendas, una para ti, otra para para ti, otra para Moisés y otra
estarnos aquí. Si quieres, haré Moisés y otra para Elías »; para Elías », sin saber lo que
aquí tres tiendas, una para ti, 6 - pues no sabía qué responder decía.
otra para Moisés y otra para ya que estaban atemorizados -.
Elías. »
Lc.9,28-36
Mc.9,2-8
Introducción
Al disponerme a escribir esta carta pastoral, que quisiera servir de ayuda a mis fieles y a mí
mismo para vivir bien el cambio de milenio, oigo llamar a la puerta de mi corazón muchos temas,
demasiados incluso. Voy a intentar mencionar los principales, al menos.
En este año 2000, situado en el umbral entre dos siglos y dos milenios, al tiempo que
conmemoramos el don de la encarnación del Hijo de Dios, realizada hace veinte siglos, quisiera ante
todo ayudar a reflexionar sobre el significado del tiempo y k1 historia. ¿En qué punto estamos del
camino humano? ¿Cómo ha sido acogido hasta ahora el don de Dios, que es el Señor Jesús? ¿Cómo
lo hemos acogido nosotros, que creemos en Él? ¿Qué sentido puede tener el entrar en un nuevo
milenio? Esta pregunta asume un carácter particularmente dramático a causa de los recientes
acontecimientos de la guerra de los Balcanes y de los odios étnicos que ésta ha puesto tan
violentamente de manifiesto: ¿cómo es posible que el siglo XX se cierre con experiencias tan
dramáticas, como si no hubiésemos aprendido nada de las trágicas lecciones de las dos guerras
mundiales, de los genocidios perpetrados y de la caída de las ideologías?
El papa nos pide que hagamos esta ardua meditación sobre la historia a la luz del misterio
trinitario, que es el centro y corazón de la revelación cristiana. Ha querido que el año 2000, tras el
trienio dedicado respectivamente al Hijo Jesús, al Espíritu Santo y al Padre, estuviese caracterizado
por la alabanza a la Santísima Trinidad (Tertio millennio adveniente, n. 55). ¿Qué quiere decir
contemplar ese misterio del que todo proviene y al que todo tiende? ¿Cómo nos ayuda a vivir este fin
de siglo y de milenio con un poco de optimismo y serenidad?
En nuestro caso, estas preguntas debemos situarlas en el contexto de nuestro mundo
occidental, caracterizado por desalientos y cansancios que se manifiestan particularmente, en el plano
civil, en el descenso de la natalidad y, en el ámbito eclesiástico, en la crisis de vocaciones. ¿Qué
puede darnos un impulso nuevo, un cambio de marcha, un horizonte de alegría y esperanza?
Todo ello debería contribuir también a vivificar las numerosas iniciativas promovidas por el
Gran Jubileo a escala mundial, nacional, regional y diocesana, no como un cúmulo de citas y
actividades dispares, sino adoptando la unidad de un camino de arrepentimiento y conversión,
recorrido como un momento luminoso de la gran peregrinación de la humanidad hacia el Padre.
Bajo el estímulo de tan numerosas demandas, he buscado durante largo tiempo, junto con los
diversos Consejos diocesanos, una palabra a modo de compendio, una imagen que unificara. En esta
búsqueda, a veces no exenta de sufrimiento -precisamente debido a la multiplicidad de los temas y la
dificultad de conectarlos de manera convincente-, se me ha ido metiendo cada vez más en el corazón
la pregunta que Dostoievski, en su novela El idiota, hace por labios del ateo Hippolit
al príncipe Myskin. "¿Es verdad, príncipe, que dijisteis un día que al mundo lo salvará la belleza?
Señores -gritó fuerte dirigiéndose a todos-, el príncipe afirma que el mundo será salvado por la
belleza... ¿Qué belleza salvará al mundo?"1.
El príncipe no responde a la pregunta, igual que un día el Nazareno, ante Pilato, no había
respondido más que con su presencia a la pregunta "¿qué es la verdad?" (Jn 19,38). Parece como si
el silencio de Myskin -que con infinita compasión de amor se encuentra junto al joven que está
muriendo de tisis a los dieciocho años- quisiera decir que la belleza que salvará al mundo es el amor
que comparte el dolor.
La belleza de la que hablo no es, pues, la belleza seductora, que aleja de la verdadera meta a la
que tiende nuestro corazón inquieto: es más bien la "belleza tan antigua y tan nueva" que Agustín
confiesa como objeto de su amor purificado por la conversión, la belleza de Dios 2. Es la belleza que
caracteriza al Pastor que nos guía con firmeza y ternura por los caminos de Dios, aquel al que el
evangelio de Juan llama "el Pastor hermoso, que da la vida por sus ovejas" (Jn 10,11 ). Es la belleza a
la que hace referencia san Francisco en las Alabanzas al Dios altísimo cuando invoca al Eterno
diciendo: "Tú eres la hermosura". Es la belleza de la que recientemente ha escrito el papa en la Carta
a los artistas: "Al observar que cuanto había creado era bueno, Dios vio también que era bello... La
belleza es en cierto sentido la expresión visible del bien, lo mismo que el bien es la condición
1
Fiodor Dostoievski, El Idiota, p. III, cap. V. [Hay publicadas varias traducciones al español; entre otras, la de Editorial
juventud, Barcelona -1987].
2
San Agustín, Confesiones, 10,27
metafísica de la belleza" (n. 3). Es la belleza frente a la cual "el espíritu tiene conciencia de cierto
ennoblecimiento y de cierta elevación por encima de la mera receptividad de un placer por medio de
impresiones sensibles" (Emmanuel Kant, Crítica de la razón, § 59). No se trata, pues, de una
propiedad sólo formal y exterior, sino de ese peso del ser al que aluden términos como gloria -la
palabra bíblica que mejor expresa la "belleza" de Dios en cuanto manifestada a nosotros-, esplendor,
fascinación: es lo que suscita atracción gozosa, sorpresa grata, entrega ferviente, enamoramiento,
entusiasmo; es lo que el amor descubre en la persona amada, esa que se intuye como digna del don de
sí, por la cual estamos dispuestos a salir de nosotros mismos y a arriesgarnos libremente.
Creo que la pregunta sobre esta belleza sigue estimulándonos hoy fuertemente: "¿Qué belleza
salvará al mundo?". No basta deplorar y denunciar las fealdades de nuestro mundo. No basta
tampoco, en nuestra época desencantada, hablar de justicia, de deberes, de bien común, de programas
pastorales, de exigencias evangélicas3.
Es preciso hablar con un corazón cargado de amor compasivo, experimentando la caridad que
da con alegría y suscita entusiasmo; es preciso irradiar la belleza de lo que es verdadero y justo en la
vida, porque sólo esta belleza arrebata verdaderamente los corazones y los dirige a Dios. En
resumidas cuentas, es necesario hacer comprender lo que Pedro entendió ante Jesús transfigurado:
"Señor, ¡qué bien estamos aquí! " (Mt 17,4), y lo que Pablo, citando a Isaías (52,7), sentía ante la
tarea de anunciar el Evangelio: "¿Qué hermosos son los pies de los que anuncian buenas noticias!"
(Rom 10,15).
Para quien se reconoce amado por Dios y se esfuerza en vivir el amor solidario y fiel en las
diversas situaciones de prueba de la vida y de la historia, resulta bello vivir este fin de siglo, este
tiempo nuestro -aun cuando se nos muestre tan lleno de cosas feas y desgarradoras-, e intentar
interpretarlo en sus enigmas dolorosos y conturbadores. ¡Es hermoso buscar en la historia los signos
del Amor Trinitario; es hermoso seguir a Jesús y amar a su Iglesia; es hermoso leer el mundo y
nuestra vida a la luz de la cruz; es hermoso dar la vida por los hermanos! Es hermoso apostar la
propia existencia a la carta de Aquel que no sólo es la verdad en persona, que no sólo es el bien más
grande, sino que es también el único que nos revela la belleza divina de la que nuestro corazón tiene
una profunda nostalgia y una intensa necesidad.
De ahí nace la imagen a la que voy a referirme en esta carta pastoral. Es la imagen de la
transfiguración, que unifica cuanto he dicho hasta el momento:
- en los discípulos que suben al monte, llevando en su corazón todas las inquietudes y
pesadumbres que agitan su historia personal y colectiva, es posible percibir las preguntas que hay en
nosotros sobre el sentido del tiempo, la demanda de significado nacida de las angustias provocadas
por la violencia y todas las tragedias de nuestro siglo XX;
- en los discípulos que viven en el monte la hermosa experiencia de la revelación del Padre y
del Hijo amado en la nube del Espíritu, se puede captar la relación entre todas esas preguntas y el
misterio trinitario, relación capaz de satisfacer la necesidad de síntesis de nuestro camino;
- en los discípulos que bajan del monte, transfigurados también ellos en el corazón, se puede
ver la necesidad que todos nosotros tenemos de vivir nuestra vida de fe, nuestra actividad pastoral y,
en particular, las iniciativas del jubileo con honda inspiración y con un impulso sincero de conversión
y renovación.
Así, la carta va a estar concebida ante todo como una relectura del episodio de la
transfiguración según tres momentos: la subida al monte, la revelación en el monte, el descenso del
monte. Todo estará dominado por el tema de la belleza de la revelación trinitaria, que destaca en el
relato sinóptico reproducido al comienzo de la carta: Mt 17,1-8; Mc 9,2-8; Lc 9,28,36.
Intermedio metodológico
3
"En un mundo sin belleza -aunque los hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien
constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado-, en un mundo que quizá no está privado de
ella pero que ya no es capaz de verla, de contar con ella, el bien ha perdido su fuerza atractiva, la
evidencia de su deber, ser realizado; el hombre se queda perplejo ante él y se pregunta por qué ha de
hacer el bien y no el mal [...]. En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, también
los argumentos demostrativos de la. verdad han perdido su contundencia, su fuerza de conclusión
lógica" (H. Urs von Balthasar, La percepción de la forma, vol. l de Gloria, Madrid 1985, p. 23). Toda
la trilogía de Von Balthasar, a partir de los siete volúmenes de Gloria y después en Teodramática y
Lógica, ahonda en esta comprensión del misterio de Dios desde el punto de vista de lo "bello" y de su
expresión perfecta en el Verbo Encarnado y en su Iglesia operante en la historia.
En este punto me encontraría preparado para abordar la materia, pero hay algo que todavía me
detiene. Me pregunto: ¿cómo hacer para que quienes lean esta carta participen en mi búsqueda y en
mis esfuerzos para escribirla?, ¿cómo hacer para que este conocimiento ulterior de la Trinidad, al que
tiende la carta, sea una verdadera experiencia espiritual? Para esto no basta una nítida exposición de
la doctrina, que se puede encontrar en todos los catecismos4. El misterio trinitario requiere una
implicación personal en que se acepte incluso el sufrimiento.
De hecho, existen diversos modos de acercarse al misterio de la Trinidad. El más clásico
considera a Dios en su misterio de unidad y multiplicidad, estudia las relaciones entre las personas y
capta con provecho algún reflejo de esa multiplicidad, comunión en las comunidades humanas,
empezando por la familia. La Trinidad aparece como un modelo de relaciones entre personas, y puede
generar un modo adecuado de comprender la sociedad y, sobre todo, la Iglesia.
Un acercamiento más habitual hoy es el histórico, salvífico: la Trinidad se manifiesta en la
sucesión de acontecimientos de salvación, en cuyo centro -está el misterio de la Encarnación. Dios se
revela Padre mandándonos al Hijo; el Hijo revela su unidad con el Padre abandonándose a Él y a su
voluntad hasta la muerte; el Espíritu es dado por el Hijo y prolonga su presencia entre los hombres.
Así, a partir del misterio pascual, Dios se muestra Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Pasando revista a estos diversos modos de acercamiento, que no se excluyen, sino que son
complementarios, he sentido, no obstante, la necesidad de adentrarme por una vía de conocimiento
más personal, fruto de cierta connaturalización. Un conocimiento de la Trinidad que signifique
también un paso adelante en la fe, esperanza, caridad, que cueste algo, que suponga una superación
del yo para dejar espacio al conocimiento de Dios. Un conocimiento que sea a la vez clave de lectura
"de gran precio" (cf. l Cor 6,20 y 7,23) del tiempo y el significado de las vicisitudes humanas, así
como también del propio yo y del "nosotros hoy" de la Iglesia. Si es verdad que no es posible un
conocimiento puramente "objetivo" de Dios, sino que sólo se le puede conocer entrando en relación
y dándose, la vía de acceso es la de Jesús, que ama y se da sin lamentaciones.
Se trata, pues, de entrar en el misterio de la Trinidad a partir del Hijo, con un movimiento
espiritual que implique a toda la persona. Jesús mismo ha dicho: "Nadie conoce al Padre más que el
Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). Es necesario, pues, entrar en la
experiencia del Hijo.
Esta experiencia se expresa sobre todo en dos momentos: en la gratitud y en el abandono. El
momento de la gratitud se manifiesta en textos como Mt 11,25: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y
de la tierra...", o como Jn 11,41: "Padre, te doy gracias, porque me has escuchado". Se trata de
participar en la gratitud de Jesús, que lo recibe todo de su Padre y en todo encuentra modo de
alabarlo. Viviendo el espíritu de reconocimiento y de alegría filial por todo cuanto recibimos, aun
cuando sea contrario a nuestras expectativas, entramos en el conocimiento que Jesús tiene del Padre y
vivimos en Él algo del misterio trinitario.
El momento del abandono se manifiesta en textos como Mt 26,39: "No sea como yo quiero,
sino como quieres tú", y como Lc 23,46: "Padre, en tus manos confío mi espíritu", leído a la luz de
Mt 27,46: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". En estos momentos, Jesús expresa al
máximo su confianza total en el Padre, por el cual, no obstante, se siente como abandonado. Es
entrando íntimamente en el corazón de Cristo con una experiencia semejante a la suya como podemos
decir que conocemos un poco más al Padre pasando por los sentimientos del Hijo. Hay momentos de
la vida en los que esa experiencia requiere una entrega heroica. Sentimos entonces más claramente
que no depende de nosotros vivir tales sentimientos, sino que es el Espíritu quien los suscita dentro de
nuestro corazón. Estamos así en lo íntimo de la experiencia que Jesús tiene del
Padre y del Espíritu. La Trinidad, entonces, no es ya un teorema abstracto ni una serie de simples
relatos, sino algo que sentimos dentro y que nos hace vibrar al unísono con el misterio divino. Desde
este centro espiritual es posible reconsiderar las preguntas sobre el mundo y sobre la historia, no para
obtener respuestas teóricas y más o menos desconectadas de nosotros, sino para intuir cuál debe ser
nuestra implicación personal en esa pasión de amor y de misericordia con la que la Santísima
Trinidad ha creado el mundo y lo ama para conducirlo hacia su plenitud.
4
Cf., por ejemplo, Conferencia Episcopal Italiana, La vería vi fará liberi, Catechismo degli adulti,
1995, pp. 165,180.
Toda esta carta pastoral ha sido vivida antes de ser escrita; su autor ha procurado dejarse mover por el
Espíritu para entrar en el corazón del Hijo y así conocer al Padre. No persigo otra finalidad, al
divulgarla, que la de ayudar a todos a realizar este camino.
Estamos, pues, listos para entrar en la lectio divina del episodio de la transfiguración de Jesús.
Los apóstoles a los que Jesús invita a subir con él al monte, seis días después del anuncio de
una próxima manifestación del Hijo del hombre (cf. Mt 17,1), llevaban consigo las preguntas, cada
vez más serias, que iban surgiendo en su corazón. Estando con Jesús y aprendiendo a comparar su
anterior visión de la vida y de la historia con cuanto él venía haciendo y enseñando, se preguntaban:
¿en qué modo este Maestro, que ejerce una fascinación tan grande, responde a las promesas de Dios
para la salvación de su pueblo?, ¿cómo puede un hombre tan bueno y apacible poner orden en un
mundo tan malo?, ¿qué significa el destino de derrota y muerte del que nos está hablando? (cf. Mt
16,21-23).
Son las preguntas que nosotros los cristianos sentimos surgir de nuevo al final de este siglo y
de este milenio: ¿cómo puede la apacible belleza del Crucificado resucitado traer la salvación a esta
humanidad cínica y cruel?
Es el interrogante que Dostoievski ponía en boca de Hippolit hace un siglo y que encuentra
hoy ecos nuevos en diversas formas. Por ejemplo:
- en el gran escenario de la historia, donde la guerra de los Balcanes ha abierto de nuevo
heridas que al menos en Europa se creían cicatrizadas para siempre;
- en la dificultad y el cansancio que a menudo se advierten también entre los creyentes a la
hora de dar razón, con entusiasmo y convicción, de la esperanza que hay en ellos ante el mal del
mundo;
- en el desánimo que tienta un poco a todos ante la banalidad de lo cotidiano, ante tantas
formas de fealdad de la vida, con la incapacidad para percibir en ello una llamada a algo más grande
en lo que valga la pena emplearse.
Los acontecimientos de 1999 en los Balcanes parecen haber acabado con la frecuente opinión
de que el siglo XX era el "siglo breve" (Eric Hobsbawm), concluido con el profético 1989. Lo que
parecía irrepetible de las atrocidades del siglo XX reaparece: guerra, genocidios, destrucciones y
muerte. El siglo que parecía cerrarse con la crisis de las ideologías se encuentra de nuevo atravesado
por empalizadas y oposiciones ideológicas análogas a las de las dos guerras mundiales o las de los
largos decenios de la guerra fría: en este sentido, se podría decir que el nuestro es "el siglo que ya no
es breve"; es el siglo en el cual las ideologías que se creían acabadas continúan en realidad
influyendo, con su lógica de contraposiciones, en las opciones de individuos y pueblos, produciendo
nuevas y terribles violencias. Sabemos, en efecto, que cuanto ha acontecido en los Balcanes no es
más que una de las tragedias que marcan a tantos otros países, sobre todo en África.
En los umbrales del año jubilar -que estamos invitados a vivir como una contemplación del
desenvolvimiento del tiempo en el seno de la Trinidad- parecen, pues, volver las dramáticas
preguntas de siempre, enraizadas en el dolor humano: ¿qué sentido tiene la historia?, ¿cómo se revela
Dios en la tragedia?, ¿por qué el Padre de la misericordia parece callar ante el sufrimiento de
sus criaturas?, ¿por qué permite que entre ellas exista tanto odio y tanta violencia?
Lo que nos impulsa a buscar tan intensamente la Belleza de Dios revelada en pascua es
también su contrario, es decir, la negación de la Belleza. La verdadera Belleza es negada dondequiera
que el mal parece triunfar, dondequiera que la violencia y el odio toman el puesto del amor, y la
vejación, el de la justicia. Pero la verdadera Belleza es negada también donde ya no hay alegría,
especialmente allí donde el corazón de los creyentes parece haberse rendido a la evidencia del mal,
donde falta el entusiasmo de la vida de fe y no se irradia ya el fervor de quien cree y sigue al Señor de
la historia.
Es verdad que algún lector de buena voluntad podría decir en este momento: "Pero yo, aun
cuando querría amar al Señor, ¿estoy seguro de irradiarlo?". Existen a veces sufrimientos físicos,
psíquicos y espirituales que hacen pesada la vida y producen la impresión de que no se sabe
comunicar la alegría del evangelio. Sin embargo, quien lee en el corazón descubre en él una paz
profunda, testimonio silencioso del sentido de una vida entregada a Cristo.
Yo hablo aquí, más bien, de esa negación de la belleza que es a menudo sutil e invasora y
habita la vida de creyentes y no creyentes: es la mediocridad que avanza, el cálculo egoísta que ocupa
el puesto de la generosidad, el hábito repetitivo y vacío que sustituye a la fidelidad vivida como
continua novedad del corazón y de la vida. Como creyentes, deberíamos preguntarnos si la Iglesia
que construimos cada día es bella y capaz de irradiar la Belleza de Dios. Quienes se han
comprometido en una mutua fidelidad en el amor esponsal pregúntense si, más allá de las inevitables
cargas de la vida, se transparenta algo de la belleza de la recíproca donación. Pregúntense también los
presbíteros y los consagrados si a veces la costumbre o las inevitables desilusiones no han apagado el
entusiasmo de los comienzos. Ninguna negación de la Belleza es tan triste como la que proviene de
quien con su vida entera ha sido llamado a ser testigo del Amor crucificado y, por tanto, apóstol de la
Belleza que salva.
Antes de concluir esta primera parte, siento que otro interrogante se abre paso en mi corazón:
¿en qué condiciones están llamados hoy nuestros muchachos y adolescentes a captar la Belleza de
Dios y de la vida según el Evangelio?, ¿cómo pueden, en un mundo consumista en el que parece que
todo se puede comprar con dinero, no dejarse engañar por lo efímero y decidirse en cambio por lo que
vale y cuesta sacrificio?, ¿cómo hacerles comprender que la vocación por la belleza pasa por una
valiente ascesis de la mente y del corazón? Estoy convencido de que el "hermoso testimonio" (cf. l
Tim 6,13) de Aquel que dio la vida por amor a cada uno de nosotros, reflejado en las páginas de la
Escritura, asimilado en la lectio divina y encarnado en la vida de tantos testigos de nuestro tiempo
-desde el padre Kolbe a Gianna Beretta Molla, a Teresa de Calcuta...-, es hoy capaz de vencer los
condicionamientos de nuestro tiempo y de entusiasmar por la verdadera Belleza de Dios.
En pascua resplandece la Belleza que salva, la caridad divina se derrama sobre el mundo. En
el Resucitado, colmado del Espíritu de vida por el Padre, no sólo se realiza la victoria sobre el
silencio de la muerte y se ofrece el modelo del Hombre nuevo, que es plenamente tal según el
proyecto de Dios, sino que se realiza también el supremo "éxodo" desde Dios hacia el hombre y
desde el hombre hacia Dios, se verifica esa apertura al más allá de sí a la que aspira el corazón
humano. Si hacemos nuestro en la fe el acontecimiento de pascua, también nosotros somos
arrastrados en este torbellino que nos invita a salir de nosotros mismos, a olvidamos, a gustar la
belleza del don gratuito de sí5.
La revelación de la Trinidad como Belleza divina que salva alcanza la vida de los discípulos
en los encuentros testimoniados por los relatos de las apariciones. En la variedad cronológica y
geográfica de estas escenas se manifiesta una estructura recurrente: es el Resucitado quien toma la
iniciativa y se muestra vivo (cf. Hch 1,3). El encuentro viene a nosotros desde el exterior, a través de
un gesto y una palabra que nos alcanzan y que son hoy el gesto y la palabra de la Iglesia que anuncia
al Resucitado. Gestos y palabras que suscitan sorpresa gozosa, exultación por la gloria del
Resucitado, consolación por sentirse tan amados, anhelo de darse a Aquel que nos llama a participar
en su plenitud de vida, deseo de gritar la alegre confesión de fe: "¡Es el Señor!" (Jn 11,?);
"¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,28 ).
Quien ha encontrado al Resucitado es enviado por éste a ser su testigo: el encuentro pascual
cambia la vida de quien lo experimenta. Los medrosos fugitivos del viernes santo se convierten en
testigos valerosos de la pascua, hasta el punto de dar la vida por la confesión de su Señor. Su
esplendor les ha arrebatado verdaderamente el corazón y ha hecho de ellos los anunciadores del don
5
La belleza de la pascua es al mismo tiempo totalidad, armonía y esplendor: en ella se encuentran,
pues, esos tres aspectos de la belleza que la tradición clásica ha subrayado siempre.
Afirma santo Tomás (Summa Theologica I, q. 39, a. 8c): "Pulchritudo habet similitudinem cum propriis
Filii" ("la belleza guarda semejanza con lo que es propio del Hijo"). Y añade a modo de explicación de
esta tesis que, para que haya belleza, son necesarias tres cosas: la "totalidad" (integritas), la
"proporción" o "armonía" de las partes (proponlo) y el "esplendor" (cloritas). Tomás reconoce la
presencia de estos tres elementos en el Hijo: en particular, el "todo" de la divinidad se hace
presente y resplandece en el "fragmento" que es la humanidad del Salvador. En Jesús, la belleza se
muestra en cuanto Él –imagen perfecta del Padre- es la revelación del misterio divino que se nos da a
conocer y se hace amar por nosotros, y, al mismo tiempo, en cuanto es la puerta que introduce en el
abismo del amor trinitario y nos comunica dicho amor.
Como escribe Juan Pablo II en la Carta a los artistas, "al hacerse hombre, el Hijo de Dios introdujo
en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella desveló
también una nueva dimensión de la belleza: el mensaje evangélico está rebosante de ella" In. 5).
de Dios; esos que, habiendo experimentado la salvación y gustado su belleza y alegría, sienten la
incontenible necesidad de comunicar a otros el don recibido.
Transfigurados por el amor que salva, los discípulos se convierten en los testigos de esta
transfiguración: la belleza que los ha arrebatado a sí mismos se convierte en el acicate que les impulsa
a dar gratis a todos lo que gratis han recibido.
La reacción de los discípulos ante el don de la transfiguración es la de fijar la Belleza que han
experimentado: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías" (Lc 9,33). Pero la belleza no es posesión, es don, y como tal se debe dar, no
retener. A los discípulos postrados en adoración y presa de gran temor, Jesús se les acerca y,
tocándolos, les dice: "Levantaos, no tengáis miedo" (Mt 17,7). Es la invitación a continuar el camino
sin temor, a. bajar del monte a la vida ordinaria y a emprender el gran viaje que llevará al Hijo del
hombre a Jerusalén para cumplir su propio destino.
Es la invitación dirigida también a nosotros para que prosigamos sin miedo nuestra
peregrinación hacia la Jerusalén del cielo, sabiendo que Él está con nosotros y que por eso la vida es
bella y bello es comprometerse por el Reino. Es la invitación a acoger, anunciar y compartir con
todos la Belleza que salva. Actualizando para nuestro hoy esta reflexión, podríamos decir que
redescubrir la Belleza de Dios significa redescubrir las razones de nuestra fe ante el mal que devasta
la tierra y las motivaciones profundas de nuestro compromiso en servicio de todos, para la gloria de
Dios. Quien experimenta la Belleza aparecida sobre el Tabor y reconocida en el misterio pascual,
quien cree en el anuncio de la Palabra de la fe y se deja reconciliar con el Padre en la comunión de la
Iglesia, descubre la belleza de existir, en un grado que nada ni nadie en el mundo podrían brindarle.
Confortado por la imagen de la transfiguración, que me ha llevado a contemplar con vosotros
la revelación de la Trinidad y de su belleza en el triduo santo, me gustaría exclamar con vosotros:
"Señor, ¡qué bien estamos aquí!", con el deseo de encontrar estímulo en esta experiencia de gracia
para vivir nuestra vocación y misión con una alegría cada vez mayor. En particular, a mis hermanos
en el ministerio ordenado quisiera recordarles las palabras con las que el apóstol Pablo sintetiza la
tarea que se nos ha confiado: "Queremos contribuir a vuestro gozo" (1 Cor 1,24).
De esta Belleza que viene de lo alto debe alimentarse el discípulo de Jesús, y hacerse siempre
de nuevo su anunciador, para compartirla con quien no la conoce y con quien de formas diversas va
en su busca. La invitación nos llega a todos particularmente en este año de gracia y de renovación que
es el año jubilar del 2000. Por eso, en nombre de Jesús crucificado y resucitado, quisiera deciros a
todos la palabra que resuena desde el Tabor: "Levantaos, no tengáis miedo", invitándoos a
experimentar el don de Dios, verdadera Belleza que salva; a anunciarlo con la palabra y la vida para
compartir con todos el esplendor de la verdad y del bien, que es la luz de la Belleza divina.
Y a todos los consagrados les recuerdo cuanto les dice Juan Pablo II partiendo precisamente
del episodio de la transfiguración: "La persona que por el poder del Espíritu Santo es conducida
progresivamente a la plena configuración con Cristo, refleja en sí un rayo de la luz inaccesible, y en
su peregrinar terreno camina hasta la fuente inagotable de la luz. De ese modo, la vida consagrada se
convierte en expresión particularmente profunda de la Iglesia Esposa, la cual, conducida por el
Espíritu a reproducir en sí las facciones del Esposo, se presenta ante Él 'toda gloriosa, sin mancha ni
arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada' (Ef 5,27)" (Vida consagrada, n. 19).
Experimentar la Belleza que salva significa ante todo vivir el camino de la fe, especialmente
en la oración personal y litúrgica vivida como oración en Dios, en el Espíritu, yendo por el Hijo al
Padre y recibiéndolo todo de Él en la paz. Es la experiencia de reconocerse amados y salvados,
apasionadamente confiados al Dios vivo, escondidos con Cristo en las relaciones de amor de la
Trinidad. A esa experiencia se llega a través de la conversión del corazón y la reconciliación con Dios
y con la comunidad.
La Belleza de la caridad divina -una vez experimentada en lo profundo del corazón- no puede
dejar de llevar a la superación del individualismo, por desgracia tan difundido incluso entre los
cristianos. Nos vemos conducidos a redescubrir el valor del "nosotros" en nuestra vida, tanto en el
plano de la comunidad eclesial como en el de cada una de las comunidades familiares y en todas las
formas en que, como creyentes, nos encontramos viviendo en relación con los demás. En particular,
la belleza de la comunión deberá resplandecer en las comunidades de consagrados y consagradas, que
por vocación están llamados a ser imagen de la comunión de toda la Iglesia, fundada en la comunión
de la Trinidad divina. Dicha belleza deberá resplandecer también en la liturgia. ¡Qué importante es
una celebración litúrgica que en los tiempos, los gestos, las palabras y los enseres refleje algo de la
belleza del misterio de Dios!
En el corazón de la celebración eucarística, la exclamación "éste es el misterio de nuestra fe"
brota cada vez del estupor consciente del orante cuando el esplendor de la verdad se le manifiesta en
plenitud. Tras haber hecho lo que el Señor Jesús mandó repetir a los apóstoles "en memoria de Él",
los ojos de la fe se abren como los de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,30-31) y confesamos con
estupor y gratitud el "misterio de la piedad" (cf. l Tm 3,16). La Belleza se desvela en el misterio de
Cristo que culmina en la pascua: la celebración eucarística constituye su memorial. La exigencia de
celebrar bien se enraíza en estas convicciones. Los ritmos de palabra, silencio, canto, música, acción,
en el desarrollo del rito litúrgico contribuyen a esta experiencia espiritual6.
En este final de siglo y de milenio, el encuentro con la Belleza da nuevo impulso a la pasión
misionera en todas sus formas: proclamar la belleza de la Trinidad divina, educar para
experimentarla, testimoniar la caridad que de ella deriva y el compromiso en favor de la justicia,
formar a los jóvenes en estos valores, son otros tantos quehaceres que exige el "descenso del monte".
El itinerario jubilar se presta de modo particular a vivir este anuncio de la Belleza que salva
con sus cinco momentos: espiritual, eclesial, caritativo, penitencial y mariano.7
Pero también el arte es un anuncio de la Belleza que salva. "Toda auténtica inspiración
encierra en sí algún temblor de ese 'soplo' con el cual el Espíritu creador invadía desde el principio la
obra de la creación. Presidiendo las misteriosas leyes que gobiernan el universo, el soplo divino del
Espíritu creador se encuentra con el genio del hombre y estimula la capacidad creativa de éste. Lo
alcanza con una especie de iluminación interior que une la indicación del bien y de lo bello y
despierta en él las energías de la mente y del corazón, haciéndolo apto para concebir la idea y para
darle forma en la obra de arte. Se habla entonces con razón, si bien analógicamente, de 'momentos de
gracia', porque el ser humano cuenta con la posibilidad de tener alguna experiencia del Absoluto
que lo trasciende" (Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 15 ).
Subrayo en particular el significado de las arquitecturas e iconografías sacras. Desear que
nazcan con la impronta de la belleza es respetar su función primaria de testimoniar la irrupción de la
gracia divina en nuestra cotidianeidad. Las arquitecturas e iconografías sacras desusadas, repetitivas,
que no se esfuerzan por respetar el dictado de nuestro Sínodo 47 (cf. Cost. 540), son incapaces de
suscitar la emoción propia del misterio al que aluden, no conmueven ni llevan a la alabanza. Y
deberían ser, más bien, una flecha lanzada a la interioridad a través del lenguaje de la belleza, un
apoyo para la contemplación.
Aplicar el oído a las verdaderas preguntas del corazón humano quiere decir captar toda
nostalgia de belleza allí donde esté presente, para caminar con todos en busca de la Belleza que salva.
Vivir el empeño ecuménico, el diálogo interconfesional e interreligioso es una tarea urgente
para respetar y promover con todos la Belleza como justicia, paz y salvaguardia de lo creado. En esta
línea, se podrá evaluar la experiencia del diálogo con los no creyentes como forma de búsqueda
común de la Belleza que salva.
Compartir el don de la Belleza significa, además, vivir la gratuidad del amor: la caridad es la
Belleza que se irradia y transforma a quien toca. En la caridad no hay relación de dependencia entre
quien da y quien recibe, sino intercambio en la común participación en el don de la Belleza
crucificada y resucitada, del Amor divino que salva. Se debe redescubrir, pues, el valor del otro y del
distinto, entendido según el modelo de las relaciones mutuas de las tres Personas divinas: el otro no
como competidor o dependiente, sino como riqueza y gracia en la diversidad.
d) Vivir el año jubilar en la unidad de las tres dimensiones: sacramental, profética y caritativa
Conclusión
Meditar en el corazón la obra de Dios: la imagen de la Anunciación
Una imagen bíblica puede ayudarnos a concluir esta lectura de nuestro presente a la luz del
misterio pascual, revelación de la Trinidad, y a superar mejor las resistencias de tantas negaciones de
la Belleza: es la escena de la Anunciación (cf. Lc 1,26,38).
María es la figura de la creyente que está a la escucha del misterio de Dios incluso ante lo
inescrutable de sus designios: "¿Cómo será esto, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?"
(v.34). Ella no duda: sólo quiere que el Señor la guíe por sus caminos. Es ya la mujer del viernes
santo a la que una espada traspasará el alma (cf. Lc 2,35) a los pies de la cruz de su Hijo (cf. Jn 19,25-
27 ). Es ya María del sábado santo, la única que conservó la fe en el tiempo del silencio de Dios y de
su aparente derrota en la lucha con las potencias de este mundo. Sin embargo, es ya la mujer de la
reconciliación, la Virgen cubierta por la sombra del Altísimo para concebir al Verbo en la carne,
envuelta por las relaciones entre Dios Padre y el Hijo, que se hace presente en ella con la fuerza del
Espíritu.
Cercana en todo a nosotros, en la fragilidad de la condición creatural y en la experiencia
dolorosa de acompañar a su Hijo en su camino hacia la cruz, María es la mujer que con el "sí" de su
fe hace de su hoy el hoy de Dios. Ella "guardaba todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón"
(Lc 2,19), o -según una traducción mejor que se podría hacer del griego- los ponía en relación unos
con otros, y todos con el misterio de Dios. En la Anunciación, María nos enseña a leer nuestro hoy a
la luz de la Trinidad que lo envuelve, reconociendo en el desarrollo del misterio pascual la misteriosa
Belleza que ilumina nuestro tiempo y todo el sucederse de los siglos, especialmente de los dos mil
años que nos separan de la primera venida del Eterno al tiempo.
Por la intercesión de María, Virgen de la escucha y madre del Amor Hermoso, pidamos la capacidad
de reconocer en cada ser y en cada situación de la vida y de la historia la presencia del amor trinitario
de Dios, estuche de todo cuanto existe. Se trata de vivir una especie de contemplación para alcanzar
amor, análoga a la que Ignacio de Loyola propone en sus Ejercicios espirituales (nn. 230-237), de
manera que reconozcamos y confesemos presente en todas las cosas el Dios amor en el acto de darse
a nosotros y de ofrecerse como referencia última de todo valor. A esta mirada contemplativa del
Amor he intentado que tendiera mi servicio episcopal en medio de vosotros, con la convicción de que
el mayor don que se puede acoger y transmitir es el de la gloria de Dios y la mirada que llega a ser
capaz de reconocerla y testimoniarla en todo tiempo.
Apéndice
Algunas preguntas para la revisión de la vida personal y comunitaria
8
La totalidad de Lauorare insieme 1999,2000 propone sugerencias útiles para hacer de la celebración del Jubileo la gran
ocasión de gracia ofrecida a todos para encontrar y vivir el don de Dios como don de reconciliación y alegría.
¿Siento el deseo de entrar un poco más profunda y personalmente en el misterio de la Trinidad?
¿Trato alguna vez de ponerme en el corazón de Cristo para dar gracias al Padre en Él y con Él y para
abandonarme a la voluntad del Padre también en los momentos difíciles, confiando en la gracia del
Espíritu Santo?
Índice
La transfiguración de Jesús
Introducción
INTERMEDIO METODOLÓGICO
I. ¿QUÉ BELLEZA SALVARÁ AL MUNDO?
LA SUBIDA AL M0NTE TABOR Y LAS PREGUNTAS DE LOS DISCÍPULOS
a) El escenario del tiempo: el siglo que ya no es breve
b) El escenario del corazón: la dificultad de conjugar salvación e historia
c) Las negaciones de la Belleza y la pregunta sobre el sentido de la vida y de la historia
CONCLUSIÓN:
MEDITAR EN EL CORAZÓN LA OBRA DE DIOS: LA IMAGEN DE LA ANUNCIACIÓN
APÉNDICE:
ALGUNAS PREGUNTAS PARA LA REVISIÓN DE LA VIDA PERSONAL Y COMUNITARIA