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¡Allin Kawsay!

El retorno de los Qhapaq Inka


¡Allin Kawsay!
El retorno de los Qhapaq Inka

Javier Lajo
Autor - Editor
® Javier Lajo, 2015
1ra Edición, Lima 2015

Redacción: Javier Lajo Lazo y Dina Vargas Guillén


Corrección de estilo y inal: Dina Vargas Guillén
Diagramación, diseño gráico y carátula: Javier Ricardo Zegarra
Secretariado: Lourdes Rengifo

Autor: Javier Lajo Lazo


Av. Salaverry N° 2023, Lima 14, Perú
Teléfono: +511 2658867 - +51 995126301
E-mail: javierlajo@hotmail.com

Derechos de Autor Registrados en Lima, Perú


Partida Registral INDECOPI N° 00649-2015

Segunda edición - 2016


© Javier Lajo
© ¡Allin Kawsay! El Retorno de los Qhapaq Inka
ISBN papel: 978-84-686-9086-5
ISBN digital: 978-84-686-9087-2
Impreso en España
Editado por Bubok Publishing S.L.

Reservados todos los derechos. El contenido


de este libro no puede ser reproducido en todo
o en parte, sin permiso escrito del autor.
“Estamos hechos de la misma
materia de los sueños
y nuestra pequeña vida
cierra su círculo con un sueño”

— William Shakespeare
Presentación, dedicatoria
y agradecimientos

Esta saga y su primer libro que aquí presento bajo el título:


“ El retorno de los Qhapaq Inka”, pretende ser una relación de ele-
mentos que vayan diseñando un meta-relato de nuestros pueblos
andino-amazónicos, un relato ancestral, mucho más verídico que
aquel que la historia del colonialismo europeo occidental nos ha
contado; pero al igual que todos los que construyen literatura, hemos
mezclado el relato histórico, con nuestra imaginación libre pero es-
tructural y sistemática, y obtuvimos una secuencia, coherente, pro-
funda y sobre todo literariamente bella. Bien, así, tal como está
aquí relatada pudo y puede ser la historia. Sin embargo tenemos
que decir que “cualquier semejanza o parecido con la realidad es
pura coincidencia”, pero también decimos que toda ciencia histórica
no puede prescindir del mito, la fábula, la imaginación y sobre todo
es imprescindible añadirle a toda “historia verídica” los intereses
ancestrales de los pueblos.Cierto es que los autores no somos quechua
hablantes de nacimiento. Hemos usado la lengua castellana, y mu-
chos vocablos quechuas, algunos aimaras y menos puquinas, y para
que sus significados estén al alcance de todos hemos adjuntado un
glosario simple con los significados castellanos que comúnmente se
usan en el sur y centro del Perú; pero estamos seguros que como
quiso José María Arguedas muchos peruanos –más de los que po-
demos imaginar- ya pensamos contenidos quechuas con lengua his-
pana. Nuestro relato mescla la historia, la ficción, la fábula y el
mito, pero está lleno de mensajes y propuestas arriesgadas; para cu-
brir esto último, la investigación y el ensayo filosófico y testimonial
del libro “Qhapaq Ñan, la Ruta Inka de Sabiduría” ( J. Lajo,
2005) es un formidable instrumento. Y pedimos a los lectores re-
mitirse a ese libro de filosofía para los que les guste esta novela y
necesiten profundizar con mayores referencias académicas. Valga
también el marketing sano y sincero.La figura del Shanti, la he
tomado de mi padre, Manuel Trinidad Lajo (1913-1980), al que
le dedicamos este libro, gran parte de sus enseñanzas y su filosofía
“práctica”, sus principales ideas y sueños, están descritos en esta no-
vela; que son en parte los sueños de los comuneros de Poxsi, del pue-
blo Puquina del sur del Perú. Agradezco a todos mis colaboradores,
muy en especial a Dina Vargas Guillén, mi “yanantin literaria”, a
Paulino Huaringa por la revisión y sus sugerencias finales, a Ri-
cardo Zegarra por la bella carátula, la diagramación y demás su-
gerencias, a José Mendívil, entre otros aportes, por la invención de
“Saraku” , a Lourdes Rengifo por sus sugerencias y atento acom-
pañamiento. Y a todos los hermanos y hermanas que se sumaron y
se vienen sumando para hacer de esta saga, una aventura colectiva
y convertirla en versiones de radio-novela en CDs, comics, y hasta
¡una película! . Gracias mil.

Javier Lajo - Lima, 03 de mayo del 2015


El Shanti
Aquella tarde aciaga
del 16 de diciembre de 1532,
en la plaza de Caxamarca,
constituye para los indígenas, un muro en la historia,
un dique donde el tiempo se detuvo,
y se embalsa,
un momento donde el tiempo se congeló.
Y es que muy por el contrario a la historia conocida,
el Inka Atawallpa no muere como producto de
aquel choque de civilizaciones,
aquella vez el Inka no muere,
es más bien,
“raptado por la muerte”
personiicada por Pizarro;
por eso mismo esta inmolación,

NUNCA SUCEDIÓ, EXISTE DESDE SIEMPRE.

Atawallpa el Hijo del Sol,


El Inka…
la Luz del Mundo vive en el reino de la muerte,
desde aquel día de su rapto
en Caxamarca, trasciende la realidad
y se convierte en mito:

El mito del retorno del Inkarey, porque,


la luz del mundo,
la Confederación de los Ayllus
volverá.
I
Arnawan y las
Amazonas

Arnawan perdió la cuenta del tiempo transcurrido y


cuando por un momento la neblina se dispersó, se dio con la
amarga sorpresa de que había perdido el camino. El sendero
Inka parecía haberse esfumado entre la vegetación.
—¡No puede ser! —gritó—. ¡Dónde están mis Apus!
¡Dónde carajo estoy!
La niebla no le dio tregua y volvió a cerrarse alrededor
del muchacho que optó por caminar sin rumbo durante horas,
solo para mantener el calor del cuerpo. El pasto del camino se
puso cada vez más resbaladizo, el agua empezó a escurrir desde
lo más alto en menudas cascadas y las serpientes se cruzaban
por sus pies. Entre el gris de la atmósfera y el frío de la kaman-
chaka, en cada manifestación de la Tierra, la Pachamama dibuja
sus designios para aquellos que saben observar. Esta vez, sin
embargo, el escaso interés por la vida que por primera vez ex-
perimentaba Arnawan, le impidió ver los colores sobre el bas-
tidor que tenía enfrente, y traicionado por un deseo
inconsciente de acabar con su tormento y hasta con su vida,
caminó desesperado tratando de despeñar todos los fatídicos
recuerdos que martillaban su alma; hasta que sucedió lo que
inconscientemente buscaba... la vegetación por donde parecía
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continuar el camino cedió ante su peso y su cuerpo se deslizó,


cayendo aparatosamente en un profundo abismo, intentando
aferrarse a las ramas húmedas en que resbalaban sus manos, y
entre el vacío y los golpes de la caída, perdió el valioso q’epe y
la misteriosa carga que portaba poniendo así en peligro la sa-
grada misión que sus ancestros le encomendaron. El Shanti,
su padre el Paqho, sacerdote andino o el curandero más amado
y respetado de la Isla del Sol en el lago Ttitikaka, famoso en
todo el altiplano, había recibido la misión de trasladar una re-
liquia u objeto ceremonial muy importante, desde aquella su
isla de origen hasta el Paititi en la meseta de Pantiacollo, selva
de Lares, en el Cusco; obligado ahora por circunstancias ex-
trañas a cederle el q’epe a su hijo. Arnawan, maltrecho y casi
inconsciente, nada pudo hacer para aferrar y mantener en sus
manos la preciada carga. Finalmente, un fuerte golpe en la ca-
beza lo dejó sin sentido quedando milagrosamente suspendido
entre las ramas de un gran árbol, unos cincuenta metros más
abajo.
Luego de varias horas, Arnawan abrió los ojos con difi-
cultad e intentó inútilmente recordar lo sucedido, pero su
mente estaba bloqueada. Miró a todos lados, tratando de ubi-
carse. Un cálido techo de paja lo cobijaba y frente a él, paradas
y observándolo había varias mujeres de larguísimos cabellos
negros, vestidas solamente con unkus livianos y desgastados
que dejaban ver mucho de sus cuerpos exuberantes y cobrizos.
Algunas mostraban sus pechos desnudos y turgentes, con total
naturalidad. Todas estaban adornadas con collares de semillas
y plumas multicolores, observando curiosas el salir de la in-
conciencia del joven herido.
—¿Dónde estoy? ¿Qué pasó? —les preguntó, pero no
tuvo respuesta; le pareció que ninguna entendía el español,
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luego intentó en runa simi, y notó que algunas rumoreaban


entre ellas una lengua similar. Intentó ponerse de pie pero cayó
al piso, presa de los dolores en el cuerpo y de la debilidad de
sus músculos. Había estado todo un día inconsciente y había
perdido también mucha sangre por las heridas al desbarran-
carse. Entonces, las mujeres salieron de la choza y gritando lla-
maron a la que después Arnawan identificó como la mujer que
dirigía o lideraba la comunidad.
Cuando el muchacho se levantó del piso, a duras penas,
se percató de que estaba semidesnudo y lleno de vendas y
emplastos, pero al ver a la mujer frente a él, quedó perplejo
ante su belleza o más bien ante la fuerza avasalladora que pa-
recía provenir de ella, de su cuerpo, de sus ojos negros, de su
impresionante presencia. Arnawan sintió una reacción ins-
tintiva de excitación y reverencia, al mismo tiempo. La ima-
gen quechua de “Waka” acudió a su mente de forma
espontánea: Estaba ante una presencia que era a la vez sa-
grada y deseada, profundamente fascinante, irresistible.
Aquella mujer, cercana a los treinta años y de buen porte, es-
taba semicubierta con una rudimentaria y muy fina cushma
blanca de algodón amazónico, que dejaba casi expuesto su
exuberante cuerpo, y por debajo de la delicada prenda, se
podía entrever sus caderas amplias y bien formadas. El borde
inferior del atuendo y sendos cortes laterales dejaban al des-
cubierto parte de sus bronceadas piernas. Sus largos cabellos
negros caían por entre sus pechos, otorgándole un toque
entre salvaje y exótico. Poseía un rostro hermoso y una mirada
felina intimidatoria, pero subyugante a la vez.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó ella, en español.
Turbado, Arnawan sacudió la cabeza tratando de recordar
su nombre pero no pudo. Solo atinó a decir tímidamente: —tengo
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que irme…, tengo que terminar algo…, es necesario, es urgente.


—¿Terminar qué?
—No lo sé…
—De todos modos eso no importa ahora —le dijo la ful-
gurante y salvaje belleza que tenía al frente, mientras retiraba
las vendas de las heridas que Arnawan tenía en la cabeza, bra-
zos y piernas, para cubrirlas de un polvo verde, mezcla de hier-
bas y lodo que estaban ayudando a cicatrizarlas rápidamente.
Se había sentado sobre el lecho, muy cerca de él, y la piel tibia,
suave y bronceada de su muslo izquierdo rozaba levemente el
brazo del muchacho, lo cual electrizó todo su cuerpo y per-
turbó sobremanera su escasa memoria.
—¿Quién eres tú? —le preguntó él.
—Me llamo Shinanya —contestó ella, mientras le daba
de beber un cocimiento de hierbas medicinales.
Arnawan volvió a caer en ese extraño sopor por el efecto
sedante de las hierbas que le hacían perder un poco el control
sobre sí mismo, lo suficiente para desinhibirse. Entonces, y con
cierto disimulo, repasó la excitante silueta de la mujer que tenía
a su lado, y ya medio embriagado por el aroma que exudaba
ella, por sus cabellos y su piel tan expuesta y tan cerca suyo, en
un acto instintivo alargó el brazo y con los nudillos de la parte
exterior de su mano acarició la cabeza de la amazona, desli-
zándolos sobre los sedosos cabellos negros y brillantes que le
corrían por la espalda, bajando suavemente hasta la cintura.
Ella quebró el talle como aceptando con agrado aquella caricia,
y luego con sus manos le ofreció comida directamente a la
boca, a la vez que le tocaba los labios, eran alimentos materiales
y afectivos que él aceptaba y devoraba sin entender ni pregun-
tar qué le estaba dando con tanta pasión. Shinanya de vez en
cuando se ponía un bocado sobre sus ardientes labios, como
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invocando el hambre material y espiritual ante los ansiosos ojos


de Arnawan. Una vez saciado de comer algo que le pareció
carne asada y muy suave, algunas verduras y papas bien cocidas
y con algún condimento muy sabroso, dormitó satisfecho, sin-
tiendo que su bella anfitriona le masajeaba los hombros y el
cuello y luego aquellas fuertes pero delicadas manos subieron
al cuero cabelludo. Ella, además, había recogido sus rodillas
doblándolas casi sobre el pecho del muchacho de tal forma que
él podía observar de cerca y aspirar el aroma de tan contor-
neada anatomía y hasta —pensó— podría besar fácilmente las
piernas de esta espléndida mujer amazónica. Y finalmente Ar-
nawan, muy excitado y fuera de sí ante el clima candente
creado por Shinanya, se rindió entusiasta a sus generosas insi-
nuaciones. La atrajo hacia él, apretando sus delicados pero
fuertes antebrazos; respondiendo a la exigencia masculina, ella
estiró las piernas y arqueó sus caderas como bálsamo dulce
sobre el vientre adolorido del muchacho. Éste, como temiendo
que todo fuera un sueño causado por la fiebre, la besó deses-
perado y acariciándola toda, se aferraba de esta forma a esa
vida que lo había abandonado, pero que regresaba a borbotones
en aquella piel tersa, cálida y dulce; la juntó a su cuerpo echán-
dola a su lado y luego la hizo suya una y otra vez. Aquel rito se
repitió de muchas formas a lo largo de la noche, hasta que
ambos quedaron agotados por tan intensas y abundantes emo-
ciones. Shinanya había dejado que él tome la iniciativa de las
acciones amatorias, temiendo lastimar el cuerpo herido del
muchacho todavía débil por las múltiples lesiones de su caída
en el barranco, hacía solo unas pocas horas antes.
A la mañana siguiente Arnawan despertó relajado, pero
con el dolor de los golpes y heridas, frescas aún. Su ánimo re-
puesto por aquella larga y apasionada noche de placer, que era
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lo único que recordaba con exactitud en su memoria reciente.


Buscó a su pareja pero al no encontrarla a su lado, volvió a pen-
sar que todo había sido un sueño.
Más tarde, al salir de la choza, respiró el aire fresco y re-
cién recuperó el control sobre sí mismo; sin embargo no podía
recordar nada de su vida pasada y optó por no esforzarse. Des-
pués de todo, en ese lugar tan placentero experimentaba la paz
que su espíritu pedía a gritos. “¿Para qué recordar su pasado?”,
pensaba, su consciencia evadía la triste situación anterior y se
aferraba al presente representado por la hemosa mujer que tan
intensamente había amado la noche entera. Despreocupado,
recorrió a paso descansado la aldea en donde todos lo miraban
con una admiración extraña. El dolor del pie había desapare-
cido. Entonces se percató de que no había hombres allí, solo
mujeres jóvenes y muy hermosas, casi desnudas, y algunos
niños correteando. Las chocitas formaban un pequeño oasis
en una quebrada, en medio de las montañas cual centinelas
verdes impidiendo que ojos profanos las descubran. En aque-
llas mujeres, la madre naturaleza concedía una muestra más de
su capacidad para otorgar belleza a manos llenas, como si no
bastara con las orquídeas, los guacamayos, las mariposas y los
colibríes de la selva virgen.
“¿Por qué viven tan solas estas mujeres?”, se preguntó
pensativo. “¿Dónde están sus hombres?”
Intentó entablar conversación con varias de ellas pero el
quechua que hablaban entremezclado con lenguas selváticas
dificultaba su entendimiento. Cuando volvió a ver a Shinanya,
la única que hablaba bien el español y el quechua cusqueño, le
preguntó:
—¿Quiénes son ustedes?
—Nosotras somos Inka Aimbo.
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—¿Inka Aimbo?
—“Mujeres inkas” —aclaró la joven con mucha gracia
en el rostro—. Descendemos de las ñustas del último ajllawasi
que huyeron hacia los antis cuando eran buscadas por los in-
vasores barbudos. Ellas, nuestras abuelas, fueron acogidas por
tribus de mujeres que en ese entonces habitaban la selva por el
Amaru Mayu, río que confluye mucho más abajo con el lla-
mado Amazonas por los extranjeros. Han pasado varias gene-
raciones y aún hoy no permitimos que los varones vivan entre
nosotras, ni barbudos, ni andinos ni selváticos. Todos se han
contagiado de un extraño mal espiritual que los induce a mal-
tratarnos.
—Y si no consienten varones en su comunidad, ¿por qué
ahora me cuidan?, ¿qué quieren de mí? —le preguntó.
—Nos serás muy útil —le contestó Shinanya, son-
riendo—. Ya anoche has tenido una reñida prueba que la su-
peraste con creces… me gustaron mucho tus caricias de toda
la noche.
Arnawan se sonrojó, pero le agradó mucho que lo tratara
con aprecio y cariño. Entonces se percató de que algunas jó-
venes llevaban arco y flechas, y no sabía si los utilizaban para
cazar animales con qué alimentarse o servían también para…
¡eliminar a los intrusos como él, luego de utilizarlos para gozar
y procrear!... Por un momento, aquella duda lo estremeció.
Lo que escapó a sus ojos era la presencia de la anciana
Layka Qota, una mujer que lo observaba oculta detrás de los
árboles, y cuya belleza se había marchitado aceleradamente con
el paso de los años, como un tronco viejo y sin follaje a punto
de desmoronarse. Colgaban de su cuello varios collares hechos
de wayruro y otras semillas rojas y negras. Sus cabellos descui-
dados y enredados, su lliklla roída cayendo de sus hombros y
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su bastón enclenque, le daban un aspecto algo terrorífico apa-


reciendo más avejentada de lo que en realidad era.
Layka Qota era una de las pocas herederas de las sacer-
dotisas que habitaron la Isla de la Luna en el lago Ttitikaka
durante el gobierno de los Inkas, muy respetadas entonces por
el inmenso bagaje de conocimientos que poseían, los mismos
que luego inspiraron temor en los invasores europeos quienes
las catalogaron de “brujas”, “hechiceras” y otros términos rela-
cionados con “el mal”; fueron perseguidas y asesinadas. Las
pocas que pudieron salvarse huyeron junto a las acllas, hacia la
selva y se convirtieron en sus protectoras. Esta mujer poseía
tantos conocimientos de las plantas medicinales como los ka-
llawaya pero no sólo para curar el cuerpo sino también el tor-
mento de las almas, sus traumas y otros problemas, producto
del desequilibrio social del que tampoco escapaban sus prote-
gidas. La diferencia con los kallawaya radicaba en que las
Layka Qota eran capaces, además, de provocar la propia enfer-
medad y hasta la muerte con sus pócimas, y sin dejar rastros;
por eso eran muy temidas.
Y mientras Arnawan se hacía mil preguntas, la deslucida
mujer, después de observarlo, volvió a su choza. Allí, de entre
los cueros de llama, tomó el bulto que había encontrado junto
al muchacho en el barranco cuando fue conducida hasta el
lugar por una poderosa intuición que solo ella poseía. Sin em-
bargo algo le impedía husmear el q’epe, algo que se impuso
sobre su propia autoridad. Visiblemente nerviosa, inhaló y ex-
haló el humo de un mapacho, especie de cigarro de tabaco vir-
gen y, acto seguido, preguntó a la coca si podía abrir el bulto
para ver su contenido, pero la hoja sagrada mostró el envés por
tres veces, negándole ese privilegio. Luego preguntó sobre la
peligrosidad o sacralidad del pequeño fardo, de su origen y des-
¡Allin Kawsay! 21

tino. Le ofreció opciones, una y otra, hasta que la hoja sagrada


respondió mostrando el haz verde brillante, resaltando la in-
conmensurable trascendencia del bulto, y señaló como origen
el Qullasuyo, y al Antisuyo como destino del mismo. Indagó
asimismo acerca de su portador. Entonces, con mucho respeto,
la volvió a ocultar y corrió apresuradamente hacia el lugar
donde estaba Shinanya.
—¡Estás cometiendo un error al retener a ese muchacho!
—le advirtió en un quechua matizado con lengua asháninka,
agitada aún por la carrera y la emoción de haber descubierto
algo trascendental para ellas mismas—. ¡Tienes que dejarlo ir!
Pero esta advertencia llegaba un poco tarde; la juventud
y el amor habían echado raíces.
—¿Por qué, amada Layka? —le preguntó Shinanya—.
Es un buen y potente varón para asegurar descendencia, ano-
che probé su fuerza y su pasión y es un gran amante. Nunca,
creo, gozaré así con un varón y hace varios años que no pro-
creamos y ya están preparadas muchas jóvenes para recibir su
semilla especial y su pasión… que es inmensa.
—¡Exacto!, tú misma me confirmas que… ¡no es cual-
quier varón! ¡Este qari es un Qhapaq Inka, hijo de un poderoso
altomisayoq! Pero eso no es todo ¡él, es aquel gran Inka Arna-
wan Qhapaq que desatará el gran pachakuti esperado y profe-
tizado por las abuelas! Esta noche de Luna llena, machacaré y
mesclaré las hierbas apropiadas para darle de tomar y ayudarlo
a recuperar la memoria y fortalecerlo para que pueda llegar con
bien a su destino y cumplir su misión.
—Ello explica por qué los paqhopakuris merodean por
aquí —murmuró Shinanya—. Anoche tuvimos que despistar
a dos de ellos. Pero… ¿estás segura de lo que dices?
—¿Alguien más puede hacer hablar a la coca, a los pa-
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llares, a las cenizas y a las telarañas, como yo lo hago?


—No, venerada Layka. Nadie como tú.
—¡Entonces no dudes de mis palabras!
Cuando la sacerdotisa se alejó, Shinanya, lejos de acatar
la orden, sonrió complacida por la revelación y al caer la noche
visitó a Arnawan en su choza. Él, muy entusiasta la recibió
como si la hubiera estado aguardando con desesperadas ansias,
pero con disimulo... le preguntó:
—¿Soy tu prisionero? —le susurró en la oreja, antes de
ceder a sus atrevidas caricias.
Shinanya no contestó y más bien se le acercó más, insis-
tiendo en su actitud provocadora. Esa noche llevaba solamente
un “taparrabos” y tenía los pechos cubiertos únicamente con
sus cabellos. Todo su cuerpo lucía brillante, recubierto de un
aceite muy fino y aromático que encendía los sentidos del ol-
fato y del tacto y que le permitiría a Arnawan poder recorrer
su cuerpo con mayor lubricación, fuerza y facilidad. Esta vez
no hubo sahumerios que aturdieran los instintos del hijo del
Shanti, quien de pronto se vio impedido de huir pero no por
las flechas amenazantes de las jóvenes guerreras sino por la ur-
gencia de sus propios deseos que crecían más a medida que pa-
saban los segundos. Acto seguido, no soportó más el acoso de
la hembra salvaje y como un felino se lanzó sobre ella, y en el
suelo sobre los tapetes de palma entretejida, ambos se entre-
garon a la pasión con desenfreno. Más entre caricia y caricia,
en alguna zona nebulosa de la memoria del joven Inka aparecía
como un fantasma el rostro de una joven rubia, como un reflejo
en su recuerdo tenue… como las ondulaciones del agua de un
manantial originario; ese rostro parecía increparle por la inti-
midad con la bella amazona, pero al mismo tiempo ese rostro
fantasmal, esas facciones borrosas agitaban algunos débiles y
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dolorosos recuerdos de su padre. Era una sensación de culpa y


el dolor de una pérdida irreparable que parecían condenarlo,
pero Arnawan cediendo a la presencia inmediata, feroz y cau-
tivante de Shinanya, se entregó completamente a las placen-
teras y dulces caricias de la joven amazona, como una forma
inconsciente de liberarse de todas las cargas y sufrimientos re-
cientes que su corazón no podía recordar con claridad. Ahora
quería liberarse de su tristeza y su rabia que yacían aprisionadas
en las cavernas más profundas de su alma. Y Shinanya, que no
le daba tregua ni descanso con sus encantos, parecía motivada
por la información de la bruja sobre el joven, aquella vez no
solo se entregaba al varón de carne y hueso, sino también al
símbolo magnifico que aquel joven representaba.
Aquella noche repitieron una y otra vez los placeres más
intensos de la Amazonía exuberante. Shinanya era una instin-
tiva y natural amante, que se ondulaba como anaconda libre
en las aguas del gran río, y Arnawan no se quedaba atrás, pues
su experiencia temprana y traumática que su virilidad tuvo con
la chockora lo había potenciado alterando su espíritu y su
cuerpo, dotándolos subrepticiamente de una conciencia y
poder especial para con las hijas de la tierra. Shinanya a pesar
de sus irresistibles encantos e instintos salvajes no pudo, a lo
largo de esa fogosa noche, arrancarle fácilmente su flujo vital,
sino hasta el amanecer, cuando se lo suplicó verbalmente y ob-
servó complaciente que su joven amante tenía un control pleno
de su descarga seminal, el joven Inka parecía poseedor de un
éxtasis permanente pero sereno, potenciaba y prolongaba a vo-
luntad la intensidad del placer recíproco, manteniéndolo en al-
turas indescriptibles y por un interminable tiempo que
aparentaba eternidad. Shinanya, complacida y satisfecha hasta
la saciedad, durmió al fin con los primeros rayos del amanecer
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del nuevo día, dejando dormitar también a su incansable Ar-


nawan, y juntos pudieron disfrutar del ensueño común de ha-
berse encontrado en ambos y mutuamente a su pareja perfecta.
Por su parte, la hechicera Layka Qota había trabajado
durante toda la noche, mezclando hierbas molidas y llamando
a los espíritus de las montañas y de las abuelas; logrando pre-
parar una pócima que no usaba hacía mucho tiempo y que no
solo serviría para ayudar a la recuperación física y espiritual del
muchacho sino también para potenciar su intuición y su ca-
pacidad de compenetrarse con los espíritus del viento, del agua,
del fuego y de la tierra, como un verdadero y gran altomisayoc.
Pero Shinanya con su “medicina de mujer” ya le había
ganado la iniciativa, aunque ella usaba otros y más poderosos
conocimientos corporales, para sanar y fortalecer la naturaleza
material y espiritual de ambos.
A la mañana siguiente, Arnawan conoció a la hechicera.
Apenas pudo disimular su desagrado frente a la mujer, proto-
tipo de las brujas malvadas que desde hace siglos incrustó el
“mundo civilizado” en la mente de los niños, para temerlas y
rechazarlas como parte de ese instinto patriarcal para la extin-
ción de la sabiduría femenina y el bloqueo de sus poderes en
todo el mundo. Sin mediar explicación con el joven, la mujer,
por intermedio de Shinanya, logró que bebiera su preparado,
amargo como suele ser el amor no correspondido. Sabía sin
embargo, que necesitaba dos o tres días de su ingesta para que
empezara a hacer efecto.
No obstante, Shinanya tomó posesión del joven Inka
una noche y otra más, con la seguridad que sus amores intensos
y prolongados, en vez de debilitarlos a ambos, los fortalecía
cada vez más, como un privilegio, la bella amazona lo hizo
suyo. Y mientras Arnawan disfrutaba de su intempestivo y pla-
¡Allin Kawsay! 25

centero romance, la imagen centelleante de Saraku regresaba


a su mente por breves segundos, gracias a la pócima de Layka
Qota. Turbado, se frotaba el rostro y un mar de sentimientos
lo envolvían una y otra vez. Su compañera de “maloca” o dor-
mitorio, sin embargo, no tenía intención, ni mucho menos de
ayudarlo a recuperar la memoria tan rápido y volvía reiterada-
mente a sumergirlo una y otra vez en el éxtasis de la pasión
extrema, sin darle tregua alguna.
Cuando despertó al amanecer de la cuarta noche que
disfrutó de Shinanya, Arnawan se encontró solo en la choza y
salió de ella, despabilándose y sintiéndose más fuerte que
nunca. Pero en vez de encontrar a su ardorosa amante, allí es-
taba nuevamente Layka Qota, esperándolo con un recipiente
lleno de su pócima.
—¿Tu nombre? —le preguntó.
—Arnawan —contestó él sin vacilar.
La mujer asintió con la cabeza, satisfecha. La primera
dosis empezaba a hacer su efecto antes de lo esperado, señal
de la fortaleza de aquel singular muchacho, pero también de
su imperiosa necesidad de continuar su camino, a pesar de la
dulce Shinanya. Empero lo notó aturdido y angustiado, y es-
forzándose para expresarse en el idioma quechua más puro que
pudiera recordar, le dijo:
—No te atormentes mucho. Recuerdos vienen poco a
poco.
—Arnawan la miró, confundido, como suplicando
ayuda.
—No sé qué te pasó a ti, antes de caer; Paqhopakuris te
buscan y esperan. Tu tayta buscándote está.
—¡Mi padre! — recordó Arnawan—. Pero él… él está
muerto. Mi padre murió.
26 Javier Lajo

En efecto, los recuerdos empezaron a llegar como olea-


das, inmisericordes. Nuevamente el abatimiento se apoderó de
él, como si volviera a vivir cada episodio triste de su reciente
pasado; el velatorio de su padre, la ruptura con Saraku, su tra-
vesía solitaria. La bruja lo miró cubrirse el rostro con las manos.
Todo volvía de pronto a la mente de Arnawan: La partida de
la Isla del Sol, el paso por Tiwanaku, las sirenas del gran lago,
las ceremonias de Amantani, las Panakas del Cusco… la sa-
grada misión, y mil recuerdos más; todo, recuerdo tras recuerdo,
sensación tras sensación, pero finalmente… toda la amargura,
tristeza e ira que acarrearon los sucesos finales. En eso, gritó:
—¡El q’epe! ¡Mi q’epe!
Layka Qota le hizo señas para tranquilizarlo; lo tomó de
las manos y le pidió que la siguiera. Caminaron lentamente
hasta su choza. Allí dentro, con mucha calma la bruja sacó el
q’epe debajo de unas mantas y se lo entregó a las manos. Arna-
wan apenas cabía de dicha… ¡no podía creer en tanta suerte!
Abrazó la reliquia envuelta en el manto con el que lo había su-
jetado a sus espaldas, y luego miró a la mujer, agradecido pero
desconfiado.
—No temas —le dijo—. Q’epe se respeta, yo encontrarlo
al fondo del barranco…
Luego, lo condujo hacia donde estaba Shinanya y le pidió
a su pupila que hablara por ella, en español. Al verlo, la bella
amazona comprendió que el muchacho había recuperado la
memoria y sintió tristeza, mucha pena. Sabía que lo perdería…
¿para siempre? “En las cosas del amor nunca se sabe” pensó,
aunque estaba casi segura de que la esencia del joven Inka se
quedaba en ella, y acariciándose el vientre se sintió tiernamente
acompañada.
—Layka Qota quiere decirte que ya sabe quién eres tú,
¡Allin Kawsay! 27

guerrero lucerna —le dijo Shinanya, interpretando lo que le


decía la sacerdotisa en voz baja.
Arnawan escuchaba, con cierto recelo.
—También quiere que sepas que nosotras nos manten-
dremos alejadas del mundo, como siempre, hasta que ustedes
logren que vuelva el gobierno de los Inkas. Algunas nos hemos
acercado a Machu Picchu solo para observar, porque sabemos
que el inicio del gran Pachakuti humano está cerca. Y ahora
debes irte. Nosotras te acompañaremos hasta alcanzar el Ca-
mino Inka.
Ese mismo día, Arnawan siguió a Shinanya y otras dos
mujeres armadas hasta los dientes. Caminaron río arriba por la
ribera del Amaru Mayu, ascendiendo por angostos caminos que
a duras penas se resistían a ser devorados por la floresta. De
pronto, una de ellas señaló el camino inka. Arnawan compren-
dió que debía seguir solo, entonces se despidió de las mujeres.
—No diré nada a nadie sobre ustedes —les dijo, con la
intención de tranquilizarlas... y luego mirando los felinos ojos
de Shinanya, agregó—: volveré, muy pronto volveré; el tiempo
pleno corre a nuestro favor. La abrazó muy fuertemente por la
cintura y la besó en la boca.
—Estamos seguras de que así será —le contestó Shi-
nanya, al tiempo que desató de su muñeca una delicada pulsera
de diminutas esmeraldas que siempre llevaba consigo y la ató
a la muñeca de Arnawan y con voz quebrada, le dijo—: ¡de-
vuélvemela pronto!
El joven agradeció el gesto y le juró volver muy pronto.
Luego, ella le alcanzó una bebida en base a néctares y polen
de flores de la selva, encargo de la sacerdotisa.
—Para que recuperes tus fuerzas y también el Kay Pacha,
Inka Arnawan —le dijo.
28 Javier Lajo

A los pocos segundos de beberla, Arnawan se desvane-


ció. Aún alcanzó a distinguir cómo las mujeres lo acomodaban
entre la hierba para luego abandonarlo. Al poco rato despertó
de su profundo sueño. Lo primero que le vino a la mente fue
su caída estrepitosa al alejarse del Camino Inka. Lo que siguió
a esa caída lo olvidó totalmente, por lo menos en el Kay Pacha.
“Qué extraño, no tengo ni un solo rasguño y mi pie ha
sanado” pensó, recordando que al caer por el precipicio, aquella
vez, tenía el pie muy lastimado. “Debí haber quedado incons-
ciente por mucho tiempo. Suerte que no perdí el q’epe”. Suspiró
entusiasmado.
II
La agonía del
Shanti

Aquel día apacible y soleado, cerca de la Plaza de Wa-


kaypata en el corazón del Cusco, el Shanti afrontaba temeroso
un singular interrogatorio, en el sótano frío de aquel edificio
de la prefectura, donde había sido encerrado desde las primeras
horas de la mañana en que tomó la temeraria decisión de pre-
sentarse ante la notificación de la primera autoridad política
—el prefecto— que exigía su presencia para que explique los
motivos de su “marcha” desde el sur por el Qhapaq Ñan, y que
había generado una suerte de “movilización” indígena y gran
recepción y acogida por parte de las “panaqas” o familias Inkas
a su llegada al Cusco días antes. Ya este magnífico Paqho que
era el Shanti, había tomado la decisión de entregar a su hijo
Arnawan, al menos por un momento, su misión y el q’epe o
“bulto” que siempre llevaba amarrado a su espalda y que con-
tenía aquella extraña reliquia, de modo que sin riesgo alguno
para culminar aquella misión encomendada por sus ancestros,
pudiese él solo apersonarse a la Prefectura, donde estaba citado
por las autoridades.
Lo había conversado mucho con los ancianos que eva-
luaron los peligros y las acciones a tomar para que, en caso de
que le sucediera algo que le impidiese continuar con la misión,
30 Javier Lajo

su hijo se encargaría de llevar la preciosa carga a su destino en


la selva de Lares, más allá de Machupicchu, al santuario del
Paititi. Arnawan aceptó, feliz por la confianza de su padre hacia
él. Saraku, en cambio, dejándose llevar por un mal presenti-
miento, le pidió a su maestro que desistiese de ir a esa reunión
con el prefecto, pero éste insistió, diciéndole:
—Al contrario, hija. Esta es una oportunidad para ins-
truir a las autoridades sobre el cambio que se avecina. Algo de
lo que diga yo, quedará en sus corazones. Es parte de mi labor.
Pase lo que pase, ustedes estarán protegidos y culminarán la
misión.
Y, tras despedirse de su hijo y de la que ya consideraba
también hija suya, se dirigió a su cita con las autoridades, sin
más compañía. Inesperadamente para él, quienes lo esperaban
no eran precisamente autoridades políticas, sino un cura re-
presentante del Opus Dei, especializado en la “pastoral andina”,
acompañado de un alto dignatario de la orden jesuita. El mo-
mento se hizo tenso a pesar de que el Shanti fue recibido con
gentileza y amabilidad por parte del primero y saludado muy
respetuosamente por el jesuita.
Este último, de nombre Carlos Morales, mantenía la ex-
presión adusta del rostro, acentuada por el bigote y la barba.
Vestía la sotana negra y se mantenía erguido como militar y con
las manos hacia atrás. Su mirada franca, y amable desmentía la
rudeza de su postura. Nunca había defendido abiertamente a
los paqhos andinos pero sentía respeto por ellos; sin embargo,
tenía que adoptar esa actitud soberbia para entrarle al juego de
los otros sacerdotes que le guardaban especial aversión.
Más extraño aún le resultó al Shanti que al poco rato lle-
garan dos monjas dominicas con el arzobispo, y la sorpresa fue
mayor al ver a Valeria, la misma mujer ahora vestida de monja,
¡Allin Kawsay! 31

que asistió a la reunión de las panakas hacía solo unas cuantas


horas. Ella le sonrió sutilmente y le guiño un ojo, pero el Shanti
no supo distinguir si venía de parte de los suyos o se trataba
de una espía en favor de sus contrarios. Con un nudo en la gar-
ganta, reflexionó en silencio: “Tal vez Justiniano Paullu tenía
razón; no debía confiar en todos los miembros de las panakas; ahora
entiendo por qué esta mujer insistía tanto en saber de la reliquia
sagrada; quién lo diría... Pero lo hecho, hecho está. Que pase lo que
tenga que pasar”.
La cordialidad inicial se disipó para dar paso a un inte-
rrogatorio, a puertas cerradas.
—Curandero —lo llamó el arzobispo—, te han acusado
de ir predicando en contra de la Iglesia Católica, de practicar
rituales satánicos y sacrificios humanos para ofrecerlos a los
cerros y de estar preparando una revuelta indígena. ¿Es cierto
eso?
—No sacrifico a nadie, padre, a no ser que mis juanetes
de tanto andar se sientan sacrificados —contestó el Shanti, y
continuó—: solo predico en favor de la vida plena o el Sumaq
Kawsay entre los humanos y para con la naturaleza, como
debió ser siempre; situación que ustedes, los cristianos han de-
teriorado sustancialmente al riesgo de estar próximos a una ca-
tástrofe ambiental.
—Para eso están los ecologistas, curandero. A mí no me
vengas con sermones y juegos. ¿Sabes que te puedo acusar de
terrorista y hacerte encerrar de por vida?
El semblante del Shanti fue cambiando. Ahora, con una
seriedad que pocas veces mostraba, contestó:
—¡Por lo visto, continúa la extirpación de idolatrías, o
peor aún... el tribunal de la Santa Inquisición! ¡Y veo que aún
viven los seguidores del monseñor Tomas de Torquemada!
32 Javier Lajo

—¡Pero qué atrevimiento! —reaccionó el arzobispo.


El representante del Opus Dei, otorgándole un respiro
al primero, tomó la palabra y fue directo al grano.
—¿Qué misión y objetivo te ha sido encomendado llevar
y hacia dónde te diriges?
—¿Desde cuándo está prohibido hacer caminatas al aire
libre y circular por todo el territorio de nuestro país? —replicó
el Shanti.
—Voy a ser más explícito, curandero—: ¿qué sabes tú de
la copa sagrada y del Árbol de la Vida? —insistió el arzobispo,
suspirando las palabras, como temiendo que desde afuera lo
escuchen .
—¿A qué te refieres, santo padre? —preguntó el Shanti,
alzando la voz como para que todos los que puedan lo escu-
chen—: ¿Al Santo Grial?, ¿A la corona de Luzbel?, ¿Al cáliz
de Jesús?, ¿Al vientre de la Magdalena o a la descendencia que
tuvieron juntos?… no tengo la menor idea de lo que pregun-
tas.
—¡Blasfemo impenitente!... sin acertijos ¡viejo zorro! Ya
conozco tus historietas y tu carácter del demonio… ¡me refiero
a aquella reliquia de oro donde guardan las cenizas del corazón
de los Inkas!
—Está bien… está bien; sin acertijos: Esas “reliquias”
siempre estuvieron aquí, a salvo, mantenidas y alimentadas por
el corazón de los Amaru Runa, los sagrados “hombres ana-
conda”.
—Sí, ahí están, ellos son los demonios personificados, la
vieja orden de Satanás en este país —levantó la voz el prelado.
—Las reliquias de las que hablas tienen un gran poder,
pero no tienes la menor idea de lo que se trata. Lo único que
puedo decirte es que tu Cristo y otros avatares o iluminados
¡Allin Kawsay! 33

tuvieron que venir hasta aquí, al Qhapaq Ñan, al “camino de


los justos”, que otros llaman “El camino de la verdad y la vida”,
solo para aprender el uso o manejo responsable de la fuerza
más poderosa que existe y de su Watana, vínculo o contrato de
los humanos con la Pachamama, con la madre naturaleza. El
Punchaw, la reliquia que guarda el secreto de este vínculo, des-
pués del Unu Pachakuti se mantuvo en manos de los sacerdotes
Inkas desde su sobrevivencia en el Taypiqala, la Piedra del Cen-
tro o Tiwanaku. Más después en el continente europeo, fueron
los hermanos de la Orden del Temple, nuestros aliados o Kama-
yocs, se les encargó, sin éxito, redimir y preparar a esos reinos
lejanos del viejo continente, para que aprendan y sepan usar el
poder de esa fuerza a fin de crear el orden, el equilibro y bie-
nestar para todos, y no para dominar, ni sojuzgar a otros pue-
blos; pero ellos, los sacerdotes Templarios debilitados y
contaminados por el “germen” de los wiracochas, fracasaron...
—¡Entonces es verdad que tú las posees! Sabiendo que
la amenaza y la fuerza no le servirían para nada, el arzobispo
jugo la carta de la mentira: ¡Todavía podemos usarlas juntos
para recuperar el orden!
—Así te la pudiera entregar… jamás podrán llevársela,
porque está repartida a lo largo de todo el Qhapaq Ñan, en cada
Intiwatana. Si desean tomarla para sí, tendrían que cargarse
toda la cordillera de los Andes en sus espaldas…
—Pero ¿cómo es posible que la reliquia esté trozada y
repartida en tantos sitios a la vez? ¿Es otro de tus acertijos viejo
zorro? ¡Cuidado Shanti, con estas cosas no se juega!
—Para entenderlo, primero ustedes, incluido el Papa, de-
berán superar el trauma que les ocasionó el diluvio universal a
sus escasos sobrevivientes; el más grande castigo o Unu—pa-
chakuti de su sagrada historia les ha enfermado la mente y el
34 Javier Lajo

corazón. ¡Tienen que sanarse de esas heridas! Tal vez y solo así
podrían acaso entender su significado y sobre todo el uso que
tiene, la función para la que están hechas. Puede ser otra opor-
tunidad para rectificarse que Pachamama y Pachatata, madre y
padre del cosmos, nos han dado a todos los seres humanos.
—El Vaticano debe manejar esto directamente, de lo
contrario el mundo no lo aceptaría, todos se preguntarían ¿Y
qué pueden enseñar esos curanderos indígenas ignorantes a los
teólogos doctorados en Roma? Y yo mismo te lo pregunto,
¿ah?
—El alumno pregunta y el maestro responde…
El arzobispo entendió la indirecta y abrió sus ojos in-
dignado pero también espantado, y el Shanti aprovechó para
asestar un duro golpe a su investidura.
—¡Y escucha bien mi lección, teólogo antropólogo! —
le dijo, levantando el dedo índice para darle mayor severidad a
sus palabras—. Los Papas y los Inkas han rivalizado por milenios
luego del gran diluvio universal. ¡Tú llevas el trauma de los que
sobrevivieron a ese gran diluvio que eliminó a los desordenados
y provocadores del desequilibrio del planeta! No pudieron rec-
tificarse a tiempo purificándose y re-equilibrando el mundo, y
maltrataron tanto a la Pachamama que provocaron el Pachakuti
cósmico, que llamaron Diluvio Universal. Ustedes son los so-
brevivientes o “hijos de Noé”, que quedaron marcados por el
pánico y el odio enfermizos hacia la Pachamama, a quien cul-
pan de la muerte de millones de sus cómplices pecadores e in-
fieles, que ocasionaron el unu-pachakuti o “diluvio universal”.
—¡Basta, Shanti! —intentó callarlo el arzobispo, pero el
curandero continuó hablando, decidido a todo.
—¡Por eso castigan a la Madre Tierra, con la contami-
nación y la depredación implacable y despiadada, tratan de de-
¡Allin Kawsay! 35

mostrarse a sí mismos que pueden someterla y depredarla a su


antojo! Creen que la única manera de evitar e impedir otro “di-
luvio universal” es a la fuerza de su sometimiento y no equili-
brandose con Ella. ¡Y todo ese terror generó la rabia que le
tienen a la Diosa Madre, que es un verdadero culto fóbico con-
tra Élla y a todo lo femenino, por eso persiguieron y eliminaron
a las sacerdotisas o grandes mujeres que tenían esa sabiduría
propia “de mujer”, exterminando toda “su ciencia” acusándolas
de “brujas” y quemándolas vivas. Ustedes los wiracochas asesi-
naron martirizando a millones de estas nobles y sabias mujeres,
en una guerra religiosa, donde ellas no tenían quien las de-
fienda, ¡Las quemaban vivas por millares después de torturarlas
y violarlas! Con un tribunal que llamaron graciosamente: El
Santo Oficio.
—¡Silencio, Shanti… basta ya, fue suficiente!
—Lo único que han conseguido con esta su sociedad de
wiracochas es silenciar y deformar a toda esa otra humanidad
que son las mujeres. Sometieron incapacitándolas a las únicas
quienes podían compartir y enseñar el calor de la ternura y el
amor, la pasión por la paz y la vida plena. Se han convertido
en desmadrados, matones y asesinos, cultores de la muerte.
Han desequilibrado al mundo, corrompiendo hogares y go-
biernos, y han destruido tanto a la Pachamama, que estamos, a
punto de condenar a nuestra sociedad humana otra vez, a des-
truir toda la vida y el planeta mismo.
—¡Calla, brujo… que demonios como tú, ¡justifican la
obra del Santo Oficio!
—¡No callaré jamás! ¡Y hoy te digo que mientras no se
revierta esto, nada será posible! ¡De nada servirá el poder de la
Copa Sagrada, ni la segunda venida de uno o de mil cristos!
Hasta que ustedes no entiendan por qué y para qué nuestros
36 Javier Lajo

amados Qhapaq Inkas construyeron el Qhapaq Ñan y cómo so-


lamente con el munay generado por corazones gigantes y ge-
nerosos puestos en los Intiwantana pudieron dar a todos los
pueblos del planeta la espléndida existencia: ¡Aquél sumaq
kawsay! ¡La vida plena para todos! Y nunca comprenderán lo
fundamental de eso que llaman “amor al prójimo” y seguirán
buscando “copas sagradas”, “sangre de reyes”, “descendientes
de Cristo” y otras tontas supercherías individualistas.
En la amplitud de aquel sótano todos sintieron un esca-
lofrío que les corrió por la espalda. El cura del Opus Dei y el
sacerdote jesuita se sobresaltaron. El arzobispo más trejo en el
debate teológico tratando de distraer el tema principal amo-
nestó: Así que con “corazones puestos en los intiwatana”, he ahí la
confesión de los sacrificios humanos perpetrados en esas piedras ido-
látricas donde vivos aun, les arrancan el corazón a sus víctimas.
Con estos juicios, intentaba el prelado poner una cortina de
humo ante lo que el Shanti había “vomitado” a boca de jarro,
y lo que doctrineros como el arzobispo y el jesuita habían in-
tuido pero pretendieron siempre soslayar e ignorar.
Las religiosas mestizas presentes cruzaron la mirada,
consternadas con el impacto de las palabras de aquel Hatun
Qhapaq Runa. Nunca antes habían escuchado una defensa tan
magnífica contra la agresión y sometimiento de la mujer a lo
largo de la historia patriarcal de occidente. Las monjas, enfun-
dadas detrás de ese hábito negro y colgando de su cuello la
cruz de Cristo y las cuentas del rosario, ocultaban inhibidas ese
gran impulso atávico hacia la Diosa Madre Pachamama, “sin-
cretizada” como la Virgen María. Ellas siempre habían expe-
rimentado una gran frustración por las diferencias entre
varones y mujeres de la misma congregación; revanchismo
contra las grandes ventajas y privilegios de los sacerdotes va-
¡Allin Kawsay! 37

rones y, al igual que otras monjas, guardaban la esperanza de


alcanzar los mismos derechos algún día. Había sido tanta la
frustración y la negación como sacerdotisas del culto, que gran
cantidad de ellas se habían convertido al travestismo para in-
tentar el sacerdocio masculino y hasta ascender en la jerarquía
clerical. El caso de la “papisa” Juana era un ejemplo de aquello.
El arzobispo, rendido, pidió al cura del Opus Dei conti-
nuar el interrogatorio con sus propios métodos, mientras él se
retiraba ordenando a las monjas acompañarlo, ante su evidente
protesta acallada por la obediencia debida.
—Si se desmaya, llamas a la hermana Valeria. Ella es en-
fermera y sabrá cómo reanimarlo. Y ten cuidado, no se te vaya
a pasar la mano. No quiero un mártir indígena aquí —le dijo
al oído—.
Luego se retiró del lugar para no presenciar el abuso,
agravio y la violencia que él mismo estaba autorizando.
Aquel “apóstol” de Cristo comenzó así su interrogatorio:
—Así que para ti, curandero, ¿todavía subsiste el Santo Oficio,
no…? Dijo el religioso de “la Obra”, aproximándose en actitud
amenazadora hacia el Shanti.
Este nuevo inquisidor sabía que el Shanti no soportaría
los golpes y vejaciones propias de la tortura sistemática en que
se habían especializado, técnicas de interrogatorio que habían
sobrevivido desde los tiempos de la Santa Inquisición. Y ases-
tándole él mismo una soberbia patada en el plexo solar, hizo
que el pobre Shanti cayera de bruces en el suelo frio de aquel
tenebroso sótano.
—¡Espera! —Lo detuvo el jesuita—. Lo matarás si lo
golpeas de esa manera. El arzobispo lo prohibió.
—Mira, sacerdote —le dijo el dignatario del Opus
Dei—, sé bien que eres vocero del nuevo Papa y te sientes po-
38 Javier Lajo

deroso, pero esa corriente de tolerancia a la herejía será el inicio


del fin del Vaticano y del cristianismo. Sin embargo, y gracias
a Dios, aún hay órdenes religiosas fieles al mandato divino que
pondrán orden aquí y en la mismísima casa de San Pedro.
—¡Pero este hombre no nos ha hecho ningún daño!
—Más daño provocan las palabras que los golpes, her-
mano. Y éste pretende asesinar nuestro credo, negando desca-
radamente al Dios único para reemplazarlo por el culto
idolátrico a los cerros. ¿Te parece poco? No, no… esto ha ido
demasiado lejos; el demonio habla por la boca de este viejo.
¡Nunca hasta hoy hemos podido erradicar al “maligno” de estas
tierras pero ahora, yo soy la espada del Señor…y no me tem-
blará la mano!
—¿Es eso?, o más es nuestra desmedida ambición por
tomar sus reliquias sagradas.
—Esas reliquias ya estuvieron demasiado tiempo en
manos de estos herejes idólatras. Es hora de regresarlos con
sus custodios originales, los de la fe cristiana.
El verdugo, sin la menor piedad, siguió torturando al
paqho aplicando la técnica de golpearlo con una toalla mojada
sobre el suelo, para no dejar huellas, mientras el Shanti yacía
en el suelo convulsionando ante la falta de oxígeno por la con-
tracción de sus pulmones ante los golpes en la espalda y el es-
tómago. El jesuita intervino varias veces intentando frenar
tanto abuso pero solo consiguió que el cura del Opus Dei ac-
tuara con más saña, arrancando mudos quejidos a su víctima.
III

La Isla del Sol

El viento matinal de aquel esplenderoso día, acariciaba re-


frescando el rostro del Shanti, que era el nombre del curandero,
indígena del que trata esta historia. Paqho o sacerdote andino, y
líder muy querido de la comunidad de Yumani en la Isla del Sol
del Lago Titicaca. Alto, huesudo y fibroso, acababa de cumplir
setenta años de edad, y aquella mañana caminaba seguido de sus
tres hijos, el mayor de los cuales, un varón llamado Arnawan, lo
superaba por un palmo en estatura, y entre todos, era el más cu-
rioso y cariñoso para con su familia y sus amigos.
De sangre puquina, la familia marchaba bromeando, desde
los primeros rayos del sol. Y el Shanti cantaba con alegría…

Quri ginti Takiy, taky Canta, canta, quri qinti


Takiyniki karuman chayachun que tu canto llegue lejos
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas
¡Ay, ay, ay!… ¡Ay, ay, ay!…
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas,
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas
40 Javier Lajo

Quri qinti paway, paway Vuela, vuela, quri qinti


rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas
rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas,
kusisqallaykim solo tu alegría…
kusisqallaykim solo tu alegría,
¡Ay, ay, ay!… ¡Ay, ay, ay!…
kusisqallaykim solo tu alegría

Chayachun karuman takiyniki Que llegue lejos tu canto,


takiyniki waqachun takita que tu canto trine tanto,
rikcharichichun punchawta que despierte al Punchaw,
chay punchaw munayniki kachun que el Punchaw sea tu encanto
munayniki sunquyki kachun y el encanto sea tu corazón
¡Sumaq Kawsay, Sumaq ¡Sumaq Kawsay, Sumaq
Kawsay! Kawsay!

—Siempre que estás alegre, cantas ese harawi, tayta —


le dijo al Shanti Julián, el menor de sus retoños, interrum-
piendo su canto.
—Alegre y sereno, mi hijo, alegre y sereno.
—¿Y por qué te gusta tanto ese harawi?
—Porque lo dice todo, mi hijito, lo dice todo.
—¿Todo? ¿Qué todo…?
El niño no recibió respuesta, pues la familia llegó a su
destino. Se acomodaron en bancos de madera, para hacer acto
de presencia en una misa cristiana, aunque el ritual católico les
era ajeno a su verdadero sentir.
—Creo en un sólo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del
cielo y de la tierra… —rezó en voz alta el párroco de la isla, in-
vitando a los demás a seguirlo en coro:
¡Allin Kawsay! 41

Creo en un sólo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido


del Padre antes de todos los siglos…
Su mirada autoritaria se detenía casi compulsivamente
en los ojos mismos del Shanti, quien junto a otras autoridades
de poncho y bayeta, permanecía rígido y en primera fila du-
rante la ceremonia.
El Shanti bajó la mirada en señal de respeto y prudencia.
El hombre de sotana sabía que los paqhos ejercían una influen-
cia poderosa sobre la gente a la que pretendían evangelizar de
forma efectiva. Gracias a esos “adivinos y sanadores” se man-
tenían vivos los rituales y costumbres ancestrales que rendían
culto al Sol, a la Luna, a la Tierra y al Agua, rituales que sin
embargo solían incluir elementos cristianos en un intento con-
ciliador con la iglesia del Crucificado, a la que se temía por
todos los signos y su prédica inculpatoria del “pecado original”
y del fatal castigo para los “pecadores” en la cruenta y terrorífica
doctrina del demonio y aquella cárcel que es el infierno, en pri-
mer lugar; lugar de penitencia eterna que a los indígenas les
parece como un horno de pan encendido a donde irían a sufrir
con el “rechinar de sus dientes” quemándose eternamente; este
sería el terrorífico final de todos los que desobedecen a los tayta
curas y sus “mandamientos”.
Cuando la ceremonia concluyó, los casi cien comuneros
procedieron a retirarse. Muchos se despabilaban después de
haberse aburrido y cabeceado, por más de una hora en las ban-
cas de la pequeña capilla, pero cuando el Shanti cruzó el um-
bral del templo y se aprestaba a alejarse en compañía de sus
hijos, el sacerdote quiso acercársele y llamarle la atención en
voz alta, frente a todos:
—Hoy no te has confesado —le dijo—. En cada liturgia
te encuentro más alejado de nuestro Señor Jesucristo.
42 Javier Lajo

Aunque el Shanti sabía que la autoridad parroquial quería


saber más de sus andanzas que de sus actos contra Dios o “pe-
cados”, esta vez no quiso quedarse callado, ya que el cura le in-
crepaba frente a sus parientes y demás comuneros allí presentes.
—Usted ya sabe que no puedo con mi genio, padrecito
—contestó en tono soberbio e irónico—. Eso de “un sólo
Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre”, en
nuestro idioma se conoce como “ch’ulla”, que significa
“impar”, que es un estado momentáneo… cuando en realidad
en el “wiñaypacha”, es decir, “el tiempo eterno”, todos somos
paridos y se requiere de macho y hembra para procrear, en-
tonces...
—Blasfemas, hijo mío —lo interrumpió el párroco, tra-
tando al Shanti con indulgencia, como si fuera un menor de
edad que no sabe lo que dice y que aún requiere enseñanza bá-
sica. Y agregó— : Tal vez te refieres a María, madre de Dios,
pero Dios es “Uno solo”, y tan amoroso que envió a su único
hijo para salvar almas perdidas… como tú.
—Sí, padre —respondió el Shanti, bien enterado del
tema, y refutó—: Pero la Virgen María como Madre de Dios,
no es Diosa Madre, a pesar de que fue “ascendida” a los cielos
en cuerpo y alma, y no murió nunca. Siendo ella la madre,
¿cómo el Padre, tendría “solito” un hijo? ¿Un hijo de la soledad?
¿Será un “supaypa wawan”, un “hijo del diablo”, acaso?...
—Ja ja ja ja, —todo el templo se convirtió en un jolgorio
por la risa de los comuneros que hasta regresaron y permane-
cieron atentos al debate. El Shanti había lanzado un chiste jo-
coso y provocador, y con ello había puesto al cura contra las
cuerdas. Pero el curita, trejo en el combate de las palabras, no
cayó en la provocación y aunque estaba muy enojado, fingió
seguir indulgente:
¡Allin Kawsay! 43

—Ya lo dijo Jesús en la cruz: “Perdónalos, Padre, porque


no saben lo que hacen”, o “no saben lo que dicen”, como tú…
Pero yo te perdono, “por el poder que me otorga Cristo, per-
dono tus pecados”.
Shanti no confiaba en el tono piadoso del sacerdote, y
como nunca antes, se le había enfrentado, valiéndose de los ar-
gumentos tradicionales que poseía, como descendiente que era
de la estirpe de los qhapaq u hombres justos y virtuosos, pero
las “bendiciones” que el cura no dejaba de pronunciar y el agua
bendita con que les mojaba el rostro, le colmaban cada vez más
la paciencia.
“Qué terco” pensó el paqho. “¿No se dará cuenta el sacerdote
de que eso del Dios padre único y omnipotente, reflejado en cada in-
dividuo, es lo que origina el individualismo machista y el someti-
miento de la mujer, que es el mayor conflicto de la sociedad? ¿Cómo
hacerle entender que esa idea absurda ha destruido sistemáticamente
la armonía entre el hombre y la mujer, y más aún, el equilibrio entre
el ser humano y la naturaleza? ”
El Shanti intuía que la pareja “Dios—Diablo” y la ale-
goría de “el bien y el mal”, únicamente habían servido para
someter a las mujeres, “hijas de Eva”, la que, según las sagra-
das escrituras, hizo caso al demonio en el Paraíso, por lo que
siempre fueron y seguirán siendo consideradas “aliadas del
mal”.
—Sí —decidió con firmeza y masculló entre dientes—:
¡Algún día me enfrentaré al cura en la misma misa, aunque me
expulsen de la iglesia!
—¡Qué murmuras, hereje! —Alzó la voz el cura—. ¡Te
lo advierto, Shanti; deja de contrariar mi prédica, deja de opo-
nerte a la doctrina de Jesús o conocerás la ira de Dios! ¿Es que
no has escarmentado ni con la muerte de tu mujer?
44 Javier Lajo

Un nudo ahogó la garganta del Paqho, recordando a la


Justina, su mujer muerta de forma misteriosa poco después de
la llegada de ese párroco a su jurisdicción. Y aunque muy afec-
tado, respondió luego de un largo silencio en el templo: ¿La
Justina murió por la ira de Dios contra mí…? Levantando la
expectativa y teniendo en suspenso a los presentes, después de
un silencio total, alzó la voz para contestar aquella pregunta,
haciendo temblar la bóveda del templo cristiano:
—Con un Dios así, ¡para qué necesitamos al diablo!
Sin esperar respuesta, el Shanti hizo una pequeña reve-
rencia cortés y se retiró para alcanzar a sus hijos que lo aguar-
daban a poca distancia. Sabía, sin embargo, que la advertencia
del párroco constituía una terrible amenaza y que el castigo
no llegaría exactamente del cielo.
El cura, perteneciente a la Orden del Opus Dei, se pre-
sentaba cada domingo en la isla para celebrar las ceremonias
cristianas. Hacía más de un año que venía ejerciendo un “apos-
tolado más fuerte” sobre la población aborigen, en su intento
de lograr lo que otros religiosos de diferentes órdenes no ha-
bían podido concretar. Venía siempre acompañado por un sa-
cristán alto y corpulento que vestía de negro, con un sacón que
le llegaba a los tobillos, y al que los comuneros identificaron
fácilmente como un “k’arasiri” o vampiro de grasa. Esa misma
tarde, estos oscuros personajes abandonaron la hermosa Isla
del Sol, una isla situada en el lado boliviano del Ttitikaka, el
lago navegable más alto del mundo.
Los lugareños volvieron a su acostumbrada faena. Nada
parecía alterar la rutina de pastoreo, agricultura y artesanía que
habían mantenido por siglos, ni su amor por la Tierra o su re-
lación con los Apus, o espíritus de las montañas. Algunos, in-
cluso, conservan la tierna costumbre de prender fogatas en las
¡Allin Kawsay! 45

noches más frías del año, no solo para entibiar el entorno


donde dormitan las ovejas, sino también para que las estrellas
no tiriten de frío. Así es entonces la convivencia de los runas
con todo el cosmos y sus manifestaciones.
La isla había sido, siglos atrás, escenario para la primera
aparición de la pareja Inka—Qoya, varón y mujer, iniciadores
del gigantesco proyecto confederativo de los pueblos andinos
y amazónicos. En la pureza de su atmósfera isleña se podía
respirar la magnificencia de su pasado… y contemplar la Cor-
dillera Real de los Andes y sus portentosas montañas corona-
das de nieve, recordándole al mundo que la gran civilización
andina sigue latiendo en cada corazón de los comuneros, en
cada poncho labrado de pallays, en los soplidos de sikuris y
qenas, en cada vara de bayeta, o en los trozos de roca pircada y
esculpida desde su propio “nido” o cantera.
—Esta isla sería un lugar paradisiaco, de no ser por el
crudo frio del invierno que este año trajo las peores heladas
del friaje acostumbrado —dijo el Shanti— mientras descan-
saba en su casa enclavada sobre un risco escarpado, en las cos-
tas cenicientas de la Isla del Sol.
El curandero fue siempre un lector empedernido, aun-
que repasaba con dificultad, deletreando, entrecortando o re-
pitiendo las palabras y frases hasta entender completamente
el significado. En esa ocasión sostenía a “Fausto” entre sus
manos y leía en voz alta para Arnawan, su hijo adolescente de
dieciocho años, con quien había alcanzado una unión muy
creativa, un churintin entre padre e hijo, una dupla inseparable
de las que se producen sólo cuando un maestro se encuentra
con su discípulo en forma espontánea, como si toda la natu-
raleza se confabulara para poder perpetuar la sabiduría ances-
tral de la Qhapaqkuna, antiquísima escuela de acción y
46 Javier Lajo

sabiduría indígena que sólo se abre y se da a conocer a los que


realmente merecen y necesitan de tales conocimientos y sabi-
duría, las artes y ciencias de la civilización andina. El Shanti
repasó su lectura en voz alta entrecortada:

Entre todos los espíritus negadores,


es el Maligno quien menos me molesta.
La actividad del hombre se relaja con demasiada facilidad,
en seguida se complace en el reposo absoluto;
por este motivo me ha complacido darle este compañero
quien le aguijonea y estimula,
y como diablo que es, debe trabajar…

—Qué complicado es el pensamiento de los europeos,


pero este Goethe delata muchas cosas —comentó el Shanti—
; será que por Diablo debe o tiene que trabajar, pues en el pa-
raíso nadie trabaja, ni el Adán, ni la Eva, ni la serpiente, ni
nadie. ¡Qué aburrido debe ser ese paraíso!…
Así era la lectura de aquel campesino indígena, descen-
diente y portador de una de las cinco civilizaciones Madres de
la humanidad. Algunos lo llamaban, con mucho respeto y ca-
riño, el “paqho”, el “yachaq”, “altomisayoq” o simplemente
Tayta, que es lo mismo que decirle Padre.
—¿O será que estas letras son letras brujas…? Ja ja ja.
—¿Por qué serían letras brujas? —le preguntó Arnawan.
—Porque cortan con símbolos los sonidos de nuestra boca,
desmantelan los sonidos y por eso también despedazan los pen-
samientos. Una de las cosas que más anhelo conocer y manejar
con mis propias manos, son los antiguos kipus y qelqas, formas de
escritura de los ancestros, depositarios de los símbolos o alfabeto
inka; que los investigadores letrados nunca han podido descifrarlos,
¡Allin Kawsay! 47

por tratarse de íconos o escritura analográfica, con una lógica de


las formas, y de contenidos de significación abierta, y no de con-
tenidos o significados cerrados y fijos como son los símbolos del
alfabeto o letra occidental, estas letras que digo que están “ñutas”…
—¿Cómo? —Volvió a preguntar Arnawan.
—Lo que pasa es que las letras de carácter fonético son
símbolos que fraccionan y muelen o rompen los sonidos del lenguaje
que hacemos con nuestra boca, y por tanto trituran como un molino
nuestros pensamientos ideas y sentimientos.
—Me tienes que explicar bien eso Tayta… —concluyó
Arnawan al tiempo que bostezaba…, y zzzzummmm; todos
quedaron dormidos aquella noche serena en un rinconcito del
lago más hermoso del mundo.
El día siguiente se presentó igualmente frío pero so-
leado. El Shanti y Arnawan, regresaban agotados pero felices,
después de haber concluido la faena agrícola. El primero hacia
vibrar el charango para acompañar con su ritmo la melodía de
la qena que tocaba Arnawan, mientras coreaba las estrofas de
antiguos y relajados versos:

Jarana, jarana linda…jaranitay,


qué será de mí, mañana,
con esta vida que llevo
y aunque la vida me cueste
¡siempre hay que jaranear!
Mañana cuando me vaya
pasado cuando me ausente
qué cosa me he de llevar,
me llevaré lo que he gozado
llevaré lo que he bailado
¡Esa es la pura verdad!
IV

¡Chockora!

Poco después del mediodía, la familia merendaba el rico


puspu o mote de habas y maíz, alrededor del fogón y bajo un
abrigador techo de paja cuya plomiza tonalidad les recordaba
que ya era momento de renovarlo.
—Mi madre… —murmuró Arnawan—, debe estar es-
cuchándonos desde el Hanan Pacha. Desde el mundo de arriba
debe escuchar nuestra alegría.
Solo un par de meses atrás, la buena mujer había retor-
nado al mundo de los espíritus. Para los hombres y mujeres
andinos la partida de un ser querido no era razón suficiente
para consumirse en el dolor como suele suceder en otras cul-
turas más individualistas y temerosas. Para ellos la muerte se
trata de un descanso o sueño primordial y eterno, el tiempo
del retorno final; el del Pachakuti.
—¿Para eso nos prepara la vida? —pregunto Arnawan.
—Para eso nos cansa la vida —respondió el Shanti,
mientras se acomodaba en el umbral de su vivienda con inten-
ción de contemplar el ocaso, pleno de esperanzas.
El atardecer invitaba a la paz en aquel lugarcito del
mundo, libre de edificios de concreto que impidieran contem-
plar la puesta del sol en toda su magnificencia, libre de sonidos
50 Javier Lajo

ajenos que opacaran la conversación de las aves despidiendo la


tarde en la copa de los árboles. Allí, la noche era silencio, y la
oscuridad tinieblas; sin aquellas luces artificiales que niegan al
hombre el privilegio de explorar las lejanas constelaciones con
sus estrellas, y los profundos rincones de su propia alma.
—Mañana nos toca doble labor; hay que dormir tem-
prano —ordenó el Shanti, pero una vez en sus lechos, Arnawan
retomó la palabra… en estos diálogos nocturnos y matinales
tan entrañables como profundos, los de aquellos dormitorios
colectivos.
—¿Y por qué en el “Fausto”, Dios es amigo del Dia-
blo?—preguntó en voz baja, observando un fino haz de luz de
luna que se filtraba por el techo y acariciaba su rostro.
—Son compadres de la misma jarana, respondió Shanti.
—¿Cómo así?
—Dios creó al Diablo para que le trabaje, y luego creó
al hombre para no dejar al diablo sin esclavo, pero como el
hombre cristiano es ocioso, tuvo pena de la soledad de Adán y
“lo partíó en dos”, sacando a la mujer como una mascota, pero
no la sacó de la costilla de Adán, sino de la cola del zorro, pero
ésta se negó a ser su esclava… es la historia de Lilith, la primera
mujer de Adán, una mujer muy linda que le hacía gozar pero
también sufrir mucho; se las sabía todas. Más luego, cansado y
aburrido, Adán pidió a Dios una mujer más doméstica y tran-
quila; menos exigente. Y Dios le creó a Eva, pero Lilith quedó
por ahí suelta convertida en Chipirocko, una serpiente con ca-
beza de mujer. Es la que después hace que Adán y Eva atenten
contra la voluntad divina. Historias… todas son historias de
los europeos, copiadas de los orientales.
—¿Cómo así? —insistió Arnawan.
—Son cuentos para explicar ese embrollo del Dios único
¡Allin Kawsay! 51

y el demonio, su pareja y enemigo; porque no es tan ch’ulla ese


Dios, como dicen los tayta—curas. Te contaría más, pero tú
también lees, ¿no? Podrás entender todo, solo.
—Me será difícil entender todo si tú no me adelantas lo
que ya sabes —refutó Arnawan.
Shanti lo pensó mejor y respondió:
—La vida, el cosmos; todo es claro y sencillo, hijo. Todo
es translúcido y transparente, solo necesitas sentir fuerte y pro-
fundo, y lo que parece oscuro y secreto se te brindará fácil. Pero
son muchas cosas para un solo día. Duerme ya.
A pocos pasos, el último de sus hijos jugaba con un ca-
chorro de perro.
—¡Y tú también! —ordenó el padre, obligándolo a esti-
mar la noche.
El niño se metió entre las frazadas y el pellejo de alpaca,
y acomodó al cachorro a su lado, pero no sin antes preguntar:
—Y si no me duermo, ¿me lleva el k’arasiri?
—¡Que duermas, te digo!
Shanti perdió el sueño por un instante. La imagen de los
k’arasiri no solo atemorizaba a los niños sino también a los ma-
yores. Pero no era eso lo que más mortificaba al sanador, sino
el saber que entre las víctimas más codiciadas de estos asesinos
se encontraban, precisamente, los curanderos andinos, custo-
dios del conocimiento ancestral de los qhapaq, del que Shanti
formaba parte como hombre justo que era. Él mismo había
perdido a Justina, su adorable esposa, pero también a uno de
sus más entrañables maestros, el anciano Raymundo Q’espe, en
manos de aquellos misteriosos e indeseables hombres que los
comuneros vinculaban con el grupo conservador del Opus Dei.
Un sobrino del Shanti que había cuidado del viejo y
sabio qhapaq, halló en su cuerpo la evidencia de haber sido so-
52 Javier Lajo

metido a sendas punciones en la zona lumbar para extraerle la


wira o grasa, que según se creía, estaba destinada a la prepara-
ción de ungüentos, útiles en la práctica de la magia negra.
De ese modo, los Paqhos estaban siendo exterminados
sistemáticamente por quienes veían en ellos una amenaza para
su imperio doctrinario sobre el mundo, empeñados en negar a
sus seguidores el derecho de pensar y escudriñar los misterios
de la vida y el cosmos.
El frio de la mañana obligó al Shanti a permanecer más
de la cuenta entre las mantas de lana de oveja y pellejos o
cueros de llama. Arnawan, en cambio, había salido a calentar
cuerpo y hacer ejercicios junto a sus hermanos y amigos de
las familias cercanas a su casa. En una privilegiada planicie
jugaban un partido de futbol. Unos con los pies descalzos y
otros apenas protegidos por gastadas ojotas y medias de lana.
Los muchachos desplazaban la pelota a través del campo o
la hacían volar por los aires en su intento de meterla al arco
contrario. Sin embargo, aquel espacio distaba mucho de si-
mular una cancha de futbol; si la bola sobrepasaba la malla,
podía ser tragada por el precipicio y arrastrada por las olas
del lago.
La inmensidad del agua que bordeaba la isla otorgaba al
evento una sensación de grandeza, como si los destellos del sol
sobre las olas fueran millones de ojos observándolos, y la brisa
lacustre millones de voces y gritos de aliento.
Empataban el partido cuando el “punta de lanza” o de-
lantero central del equipo contrario chuteó la pelota hacia el
arco que defendía Arnawan, y fallidamente voló alto y se per-
dió entre los matorrales. Éste corrió para alcanzarla y saltó
sobre la tola o q’apo, arbusto de perpetuo verdor que abunda en
aquellas tierras altas. Junto a la bola, descubrió con asombro
¡Allin Kawsay! 53

una serpiente dorada, enroscada en espiral, que se abría y ce-


rraba como resorte.
Era la “chockora”, serpiente que mencionaban los mitos
andinos, que se presentó de improviso. Dejándose llevar por
su impulso de adolescente curioso, hasta casi infantil, empezó
a molestarla con una rama de arbusto. ¡Gran error! El reptil
saltó sobre sus anillos hacia el sexo del muchacho, pero éste,
con un instintivo movimiento, evitó que le mordiera total-
mente sus testículos. El terrible susto y dolor le arrancaron un
grito aterrador y con la chockora prendida en su miembro viril,
corrió con verdadero espanto, hacia su vivienda.
Shanti saltó de la cama y se asustó mucho al ver a su hijo
con una serpiente prendida de sus partes íntimas. Sin perder
tiempo, cogió al animal por el cuello, estrangulándolo lo sufi-
ciente para desprenderlo y luego, sin dañarlo, lo introdujo cui-
dadosamente en una bolsa de tela para devolverlo al monte,
pues la extraña aparición del reptil mítico tenía, según sus tra-
diciones, un propósito. Arnawan permanecía encogido, con las
manos ensangrentadas sobre la herida, por lo que su padre
debió hacer uso de mucha fuerza para quitarlas y enderezar al
muchacho, de modo que pudiera evaluar el daño producido
por la mordida. Al momento se percató de que la serpiente
había mordido la punta del prepucio, que aparecía en muy
malas condiciones. Alarmado buscó un cuchillo de zapatero
que guardaba debajo de la cama por precaución, pues aunque
los isleños eran gente pacífica y muy unida, no faltaron las veces
que la isla fue invadida por maleantes provenientes de La Paz.
Temiendo que toda esta piel chamuscada derive en una
infección generalizada, esterilizó su fino acero filoso con la
flama de una vela encendida y con su instinto de viejo curan-
dero, jaló con fuerza la piel o envoltorio del pene del muchacho,
54 Javier Lajo

que soltó otro grito desgarrador, queriendo soltarse de la pre-


sión que ejercía el Shanti, pero este con un certero y fino tajo
desprendió toda la punta del prepucio malogrado, luego con
unas gotas de tintura de yodo, terminó de desinfectar todo el
borde de la herida, limpiando con algodón y aseptil rojo las
partes que rodean al pene, cerciorándose que la mordida no
había tocado el glande del sexo de su hijo. De ese modo des-
pejaba su mayor temor; cual era que el ataque de aquel reptil
lo pudiera haber dejado inutilizado.
—Felizmente —se dijo con alegría—: ¡El animal no ha
malogrado mi descendencia!
Todos sabían que las escasas serpientes, en aquel lugar,
eran inofensivas y que la “chockora” solo aparecía cuando estaba
por suceder algún acontecimiento de vital importancia para la
comunidad, pero... ¿por qué tuvo que morder a mi muchacho
en los genitales?, se preguntaba el viejo curandero y, como gran
conocedor de la naturaleza, sus misterios y el peculiar lenguaje
de la simbología andina, no tardó en hallar la respuesta:
—¡He sido obligado a circuncidar a mi hijo!... — y re-
cordó que sus maestros le habían dicho que aquella operación
y rito de la circuncisión la usaban otros pueblos de costumbres
guerreras para disminuir la sensibilidad del sexo de los varon-
citos, para que después, en su etapa adulta, sean padres de un
número mayor de niños, creando con esta mayoría inducida de
varones, pueblos mejor dispuestos para la guerra.
“Creo que algo grande y numinoso surgirá de este inci-
dente, algo de mayor trascendencia para Arnawan y que ha
marcado su destino de por vida… ¡Ha llegado el kutin para mi
hijo!” pensó en voz alta, refiriéndose al gran “retorno”.
Mientras tanto, el muchacho lloraba, aunque más por
espanto, pánico y vergüenza, que de dolor. —¿Este horrible in-
¡Allin Kawsay! 55

cidente no habrá sido solo un sueño?; ¿un imaginado y horrible


sueño? —se preguntaba de cuando en cuando.
Nada pudo evitar que la tristeza, sumada a una sensación
de invalidez se apoderara de él. La depresión, el “susto” y con-
siguiente “desprendimiento del alma” formaron un síndrome
con desmedro de la alegría que siempre lo había caracterizado.
Aún estaba lejos de imaginar que aquella agresión del miste-
rioso reptil lo había afectado no solo en los genitales, sino tam-
bién en las puertas del “otro mundo”, para dejar atrás su paraíso
de niño y dar un salto importante hacia la madurez. La pre-
sencia de la chockora le estaba anunciando, además, un giro
drástico en su vida, para el cual su padre ya lo estaba prepa-
rando: un extraño y esplendoroso futuro como heredero de la
tradición sagrada de los Qhapaq.
Ningún comunero vecino habló más del desagradable
encuentro entre Arnawan y la serpiente chockora. Desde aquel
incidente, había el rumor y la sospecha que el reptil había de-
jado inutilizado al muchacho, pero afortunadamente también
“este misterio” había aumentado su popularidad entre las chicas
adolescentes de toda la isla, pues la estimulante duda que des-
pertaba su presunta “virilidad malograda”, se había convertido
en un verdadero desafío femenino de averiguar en “carne pro-
pia” si Arnawan servía o no servía como varón.
Tal fue el temor del muchacho, que por esos días evitó
asomarse por la casa de su pareja, una joven con quien había
iniciado una relación amorosa. Paulina era su nombre, y sabía
que lo esperaba en el campo mientras sembraba la semilla, en
el corral de los animales, mirando sobre el cerco, o a orillas del
lago.
Mientras tanto, el Shanti aprovechaba cada ocasión en
que Arnawan preguntaba sobre el tema para explicar a su hijo
56 Javier Lajo

que todo en aquella isla y en este tiempo, tenía una razón de


ser, y que lo ocurrido no era más que un “tinku” o encuentro
ritual con el reptil.
—Espera un poco y sabrás qué es lo que te anuncia la
Chockora —le decía—.
Arnawan tenía el privilegio de ser hijo del Shanti y muy
joven en ese momento; acababa de toparse con esa chockora
atrevida, mordiendo su aparato reproductor para impregnarle
la huella de su tierra. Lo había marcado a fuego, de forma que
jamás pudiese olvidarlo; sus hijos tendrían en su origen la
“marca de la serpiente Amaru” y con mayor relevancia por tra-
tarse de la Chockora que lo signaba para alcanzar un nivel de
Paqho muy superior a su Tayta.
El joven había permanecido esos días en lo más pro-
fundo de su hato, durmiendo, relajándose y escapando del tra-
bajo arduo que dominaban sus días mozos… hasta que una
tarde escuchó, entre dormido y despierto, unas voces con
acento foráneo que lo tentaron a asomarse por la pequeña ven-
tana del dormitorio familiar. Desde allí observó a su padre ha-
blando con gente extraña; personas de tez blanca y cabellos
rubios, una pareja de esposos gringos y su hija. Era una her-
mosa chica rubia, de ojos azul verdoso como el gran lago. Fue
como una visión mágica que le hizo olvidar por un momento
su dolor y trauma púbico.
Se trataba de la hija única de dos antropólogos amigos
del Shanti, el padre era catalán de Barcelona y la madre nor-
teamericana de Texas, ambos de condición acomodada, pero
trabajadores sociales muy comprometidos en la lucha contra
la pobreza en los Andes y grandes admiradores de la civiliza-
ción andina, ambos trabajaban en un proyecto en los barrios
marginales de Cochabamba; desde algún tiempo atrás consul-
¡Allin Kawsay! 57

taban al Shanti cuestiones referidas al mundo andino en su


afán de comprender profundamente su cultura, solían encon-
trarse con el Shanti en La Paz, pero era la primera vez que vi-
sitaban la isla del Sol, en compañía de Saraku, su hija
adolecente, convertida en una hermosa rubia de 17 años, “cre-
cidita” la niña para su edad, sin embargo superprotegida por
sus padres, pues mantenía un comportamiento de niña mi-
mada.
Arnawan la observó detenidamente desde la ventana, sin
que ellos se dieran cuenta. “Se parece a la virgencita pintada en
las estampitas del cura… humm, pero con cara de diablita” pensó,
turbado por el latir de su furioso y joven corazón y olvidando
por un momento, no solo las largas trenzas de Paulina su gran
amor de la isla, sino también el fuerte dolor genital, causado
por el trauma reciente.
El Shanti llamó repetidas veces a Arnawan para presen-
tarlo a los visitantes pero éste, herido y confundido como es-
taba, prefirió salir huyendo por la puerta posterior.
En su mundo, los jóvenes tenían claro su lugar como va-
rones y eran sinceros y directos en su trato con las mujeres, sin
recurrir a frases elaboradas, mentiras y toda suerte de artificios
a los que suelen echar mano los citadinos para impresionarlas
y conquistarlas, pero en esta ocasión y en sus condiciones trau-
madas, prefirió observarla de lejos.
“No, no tengo por qué mirar a gringas extranjeras” se dijo
en silencio. “Yo me quedo con la Paulina, con sus lindas tren-
zas… y grandes pechos ¡ayyyy!”. Se quejaba por el dolor que le
producía el recuerdo excitante de su chica, en su inflamado
sexo.
Decidido pero perturbado, se fue al campo, perdiéndose
entre las casas vecinas. Ingresaba por una puerta y salía por otra
58 Javier Lajo

para no ser visto por su padre y los visitantes, sin dejar de ocul-
tar con sus manos al bulto que formaban las vendas bajo el
pantalón. Las modestas viviendas permanecían abiertas o a lo
mucho con una pequeña ramita de contención en la aldaba de
la puerta para indicar que sus dueños estaban ocupados en el
campo. Como hasta hoy sucede en toda comunidad andina,
no se requería de mayor seguridad. En la confederación de los
Ayllus, o familias extensas, no había ni hay lugar para las rejas
y candados. La invasión y el latrocinio no son una posibilidad
para los ayllurunas o gente del ayllu; acostumbrados al trabajo
comunitario en las instituciones colectivistas del Yanapakuy y
el Ayni.
Arnawan estaba demasiado lejos para escuchar la con-
versación entre su padre y la pareja de visitantes, aunque de
cuando en cuando volvía la mirada, tentado a contemplar una
vez más a la hermosa chica rubia de ojos color del lago. Porque
cada vez que rememoraba la imagen de sus ojos claros o de su
cuerpo enfundado en ceñidos pantalones “jeans”, le regresaba
fuerte el latir ardoroso de la herida en la punta de su sexo… y
maldecía a la chockora, una y otra vez.
V

¿Un nuevo pachakuty?

—Querido Shanti, venimos apurados; desesperados por


el peligro en que se encuentra Saraku, nuestra hija —le dijo
el hombre, aprovechando que su hija adolescente andaba dis-
traída con los animales del corral.
—Ella ya se ha abandonado a la depresión permanente
y profunda, y tenemos el temor que opte por la misma salida
que su mejor amiga —confesó angustiada la madre.
—¿Cuál? interrogó sospechando, el Shanti.
—Pues el suicidio, contestó consternado el padre de la
joven.
—¿Qué motivaciones tendrán estas chicas tan lindas
para querer matarse en la flor de la vida? —preguntó el Shanti
mientras observaba a Saraku que intentaba acariciar persis-
tentemente a las aves del corral, mientras mantenía el dedo
pulgar de la mano izquierda en la boca, masticándose las uñas
y chupándose el dedo; señal clara de inmadurez, inseguridad
y abatimiento.
El curandero escuchó pacientemente a los antropólogos.
Se sentían culpables por haber llevado a su hija a vivir con
ellos a una de las comunidades más pobres de Cochabamba
en Bolivia. Saraku experimento de cerca, en aquella ciudad y
60 Javier Lajo

por primera vez, la cruda realidad de la pobreza extrema en


que subsisten los pueblos indígenas en el continente ameri-
cano. Ella después de haber vivido de espaldas al mundo,
como todo adolescente de clase acomodada, gozando de tec-
nología de punta y mucha diversión. Sus padres a pesar de tra-
bajar con gran vocación social para palear en algo la extrema
pobreza de los habitantes de los poblados marginales y peri-
féricos del altiplano boliviano, no podían evitar que cotidia-
namente mueran casi a diario niños desnutridos y que cada
inclemente invierno, cada año, se pierda la vida de muchos
inocentes.
—Saraku tiene diecisiete años cumplidos. Ya está muy
mayorcita para seguir con la costumbre de “comerse las uñas”
y hasta…“chuparse el dedo” —explicó la madre de Saraku,
preocupada por la salud mental de su hija—. El psicólogo dice
que es una “fijación oral”, que “la niña no quiere volverse
adulta” y que trata de regresionar; pero vaya que es un diag-
nóstico muy cursi para una adolecente inmadura.
—La miseria en que viven tantos niños indígenas y la
gran desigualdad social que existe en nuestros países, la ha
traumado y sufre demasiado —completó la explicación el
padre—. Dice que no desea vivir en un mundo tan indolente,
extraño y con tanta pobreza. Además considera que la especie
humana es un horrible predador con el que no piensa com-
partir su vida, que el daño que le hacen a la madre—natura es
injustificable. Siempre está repitiendo que la vida en estas con-
diciones no tiene sabor ni sentido.
—Y por supuesto que no la tiene —los sorprendió el
Shanti—. Es uno mismo, con ayuda de su familia y su comu-
nidad, quien elige un buen propósito para su vida. Pero, en
fin… ¿qué comunidad tienen ustedes, en las grandes ciuda-
¡Allin Kawsay! 61

des?, ¿qué puede hacer su pequeño Ayllu o familia Padre-


Madre-Hijos? ¿Qué enseñan en sus grandes suyu o naciones?
—En nuestro mundo, las familias hacen sus vidas por
separado. Nadie se mete en los asuntos de los otros. Y aquí
nosotros somos toda su familia y aunque viajamos mucho
donde sus abuelos, el contraste con los países del norte le
afecta mucho —aclaró el padre de Saraku—. Sin embargo,
hace buen tiempo que nuestra hija se inscribió a una asocia-
ción benéfica para ayudar a niños abandonados, y a otra para
la protección de especies en extinción, pero ya es insuficiente
para su sensibilidad e inteligencia, ya no cree en nada. Hace
poco entró a una academia pre-universitaria y tuvimos pavor
de que se convierta en extremista guerrillera, felizmente re-
tornó a la casa, pero con una terrible depresión. Ahora no cree
en nada.
—Dirás “no cree en nadie”, y tiene razón otra vez —
volvió a sorprenderlos el Shanti—. Ningún acto benéfico sirve
si antes no volteamos el rumbo del mundo hecho por los
hombres y para los hombres en su afán de complacer sola-
mente sus exigencias de vanidad, de placer e instintos de
muerte. Aquellos para los que el mundo gira en torno al di-
nero y al poder.
Los antropólogos se miraron, cómplices.
—Ya existen las condiciones para empezar a voltear el
tiempo del mundo —continuó explicando el sabio curan-
dero—. El pupu, o energía que rodea a la Tierra vibra con
mayor intensidad. Hay mucha gente con ansias de cambio.
Cuando logremos ese giro hacia el equilibrio del mundo recién
entonces las obras benéficas echarán sus raíces y darán su
fruto. Díganle a Saraku que no se preocupe, que si quiere
morir, morirá de todas maneras algún día, pero mientras tanto
62 Javier Lajo

que viva su propia aventura, eligiendo por ejemplo caminar


para el gran Pachakuti, que se prepara, a través del Gran Ca-
mino que llamamos Qhapaq Ñan.
—¿A qué viene tanto acertijo? ¿Estás hablando de una
revolución o algo así? —preguntó el padre de Saraku.
—¡Una verdadera y gran transformación! ¡Causará te-
rror en muchos!
Los antropólogos se pusieron de pie, espantados. El
Shanti les había parecido siempre un hombre pacífico, un guía
espiritual, un iluminado; nada más lejos de ser un terrorista.
—Se formará un ejército, sí —aclaró el Shanti, son-
riendo—; pero sin armas, sin guerras, ni explosiones o ame-
nazas, pero sí grandes movilizaciones de los pobres, de los
trabajadores y de los pueblos. Será un ejército de luminarias
invencibles.
—¿Cómo así? —preguntó la mujer, recuperando el
aliento.
—El hombre es lo que piensa, dicen. Y un nuevo pen-
samiento está a puertas de ser entregado al mundo. Una nueva
danza, un sentimiento justo, un nuevo andar, un ritmo natural
que nunca debió perder el ser humano; aunque en realidad es
más viejo que el Sol, pero fue cercenado y tuvo que macerar
por quinientos años en los ayllus más alejados.
—¿Un pachakuti? —preguntaron al unísono.
—Un pachakuti es un vuelco, un retorno al descanso, un
recuperar el aliento, es el camino al equilibrio —aclaró el
Shanti—. El hombre occidental cree que el tiempo es lineal y
continuo, y está equivocado; el tiempo es como la huella de la
serpiente en la arena, como el trazado del rayo que cae durante
la tempestad, es un ir y venir, es un avanzar y retornar. El hom-
bre occidental vive agitado y tenso en estrés, casi no duerme
¡Allin Kawsay! 63

porque su tiempo es un avanzar, avanzar… avanzar, le falta


aprender el kutin, es decir, el rebobinar del tiempo, el tiempo
del retorno. Se aplica a muchos aspectos de la vida y la muerte.
En este caso será la vuelta al equilibrio perdido. Será motivo
de terror para muchos empoderados como las jerarquías ecle-
siásticas que han mantenido a la humanidad mentalmente pa-
ralizada, y para la comunidad científica que ha conservado
más de la mitad de sus cerebros borrachos en alcohol durante
siglos. Esto es más, mucho más…
—¡Basta, Shanti! —lo interrumpió el padre—. ¡Hemos
venido hasta aquí para suplicarte que cures a nuestra hija, ya
que ningún psiquiatra ha podido ayudarla, y tú solo hablas de
revolución y una extraña filosofía que nos pone más nervio-
sos!
El brillo en los ojos del Shanti se apagó de pronto. Para
él, proyectar sus conocimientos a personas inteligentes de
mente abierta, era un verdadero placer. Tarde se dio cuenta de
que no era el momento adecuado. Al mismo tiempo, el an-
tropólogo se percató de su torpeza.
—Perdona, Shanti —le dijo en tono de súplica—. No
debí levantar la voz, pero eres tú nuestra última esperanza.
Tienes que lograr que Saraku te escuche, que encuentre un
camino y un propósito para su vida y recupere el deseo de
vivir...
—Los pensamientos destructivos se curan con acciones,
marchando por un camino que le enseñe otros pensamientos
—le aclaró el Shanti—, sin embargo ella es muy niña aún y
podrá curarse rápido, y tiene la edad suficiente para cambiar.
Tiene que vivir el nuevo pensamiento, que es más un “hacer”
un “sentir”, un “caminar”. Deberá experimentarlo.
—¿Cómo?
64 Javier Lajo

Shanti meditó la respuesta y luego contestó:


—Mi hijo y yo haremos una larga marcha para unir dos
importantes wakas o espíritus—montaña antiguos de la gran
Ruta Inka; Tiwanaku y Machu Picchu. Si Saraku viene con
nosotros, estoy seguro que podrá armar su propio rompeca-
bezas vivencial y querrá transmitirlo a otros jóvenes, porque
lo que aprenderá va a cambiarle la existencia.
La pareja de antropólogos intentaba asimilar cuanto es-
cuchaba, consternados por lo complicado de la filosofía del
sabio andino, pero la preocupación por su hija tomó la delan-
tera. Indecisos, ambos cruzaron la mirada. Sabían de lo peli-
groso del viaje y tal vez no sería prudente dejarla en manos
de ese “viejo loco”. Había mil preguntas qué hacer, mil temo-
res, mil conjeturas.
—Mi hijo vendrá conmigo para instruirlo con mis úl-
timas y principales enseñanzas —aclaró el Shanti—, y justo
ahora que fue atacado por la chockora en su parte más sensible
que le hizo sentir el pachakuti donde más le duele a un…
El curandero frenó en seco. Otra vez estaba hablando
más de la cuenta, solo atinó a decir: ¡Pero no fue nada!, solo
estaba exagerando.
—¿A tu hijo le mordió una serpiente?... ¿Dónde?
¿Cuándo?¿Era venenosa? ¿Dónde está él ahora?
—¡No, no fue nada! ¡Cuidaré de ambos! —finiquitó el
Shanti—. Y no teman pues la ruta que tomaremos es cada vez
más trajinada por turistas gringos. Además está llena de pa-
rientes y paisanos que ya nos conocen y hasta nos esperan.
—Gracias —le dijo la mujer, conmovida— mirando a
su esposo en la búsqueda de su consentimiento. Llevarás a
nuestra hijita en tu marcha por el Qhapaq Ñan. Es la última
esperanza que nos queda.
¡Allin Kawsay! 65

No había razón para desconfiar. El Shanti era llamado


“Tayta” no solo por sus hijos sino también por todos los co-
muneros jóvenes y adultos, debido a su rectitud, bondad y
honradez; un hombre cabal en quien se podía confiar plena-
mente. Además había recorrido la Gran Ruta Inka varias
veces y tenía parientes y amigos en todo el camino. Ellos como
antropólogos de investigación estaban bien enterados.
VI
El gallo cazador de
serpientes

Un suspiro se liberó de aquellos pulmones, y sin querer


todos volvieron la mirada hacia la joven.
—Tiene “susto” o mejor dicho se le ha “desprendido el
ajayu” —o “espíritu” para su comprensión, aclaró el Shanti, res-
pondiendo una de las tantas preguntas que se hacía la pareja.
En ese momento, cuando Saraku intentaba acariciar el
atractivo plumaje del gallo, este hizo un quite pero como Sa-
raku insistió, el ave asediada reaccionó con un violento picotazo
en el dedo.
—¡Me picó! —gritó, volviendo sobre sus pasos, adolo-
rida y con un hilo de sangre escurriendo por su mano. Al lle-
varse instintivamente el dedo a la boca, chupó su propia sangre
y sintió su sabor particular, mas luego le punzó un fuerte dolor
por la inflamación producida, arrancándole un gesto de asco y
angustia.
Por un momento sintió todo el peso de la vida, un temor
acumulado la invadió y le dio rabia. Quiso darle un puntapié
al ave, pero se contuvo al ver lo pequeño del animal frente a
ella, pero al mismo tiempo sintió que le quitaba su niñez, al
haber atacado su dedo con el que “refrescaba” la sensación de
ser niña chupándolo; el color rojo de la sangre y el dolor agudo
68 Javier Lajo

del dedo, todo junto le ocasionaba una confusión de desgarro,


impotencia y miedo. Lo único que atinó fue correr a refugiarse
en los brazos de su padre, queriendo llorar fingiendo ser la in-
fante, que ya no era.
—Pero qué oportuno —musitó el Shanti, como sa-
biendo lo que pasaría, y dirigiéndose a los padres de Saraku,
agregó:
—Acaso todo esta fríamente calculado por la madre na-
tura, y además se da en su justo momento. Ayer el reptil y hoy
el ave, caramba que precisión…, ayer el Uku Pacha o mundo
subterráneo, hoy el Hanaq Pacha que es el mundo celestial. Han
llegado a mi casa, y se han hecho causa común para cumplir su
labor: El gallo cazador de serpientes ha mordido a la niña para
anunciarle su transformación en mujer adulta, tal como la choc-
kora mordió al Arnawan ayer, para empezar su trabajo de ini-
ciación a la madurez. Primero un doble Tinkuy y ahora seremos
tres compañeros de ruta en doble yanantin o doble par. ¡Yo sabía
que tenía que pasar algo así! Todo lo dispone la Pachamama
para un tiempo determinado y preciso: nuestros hijos, han sido
convocados por la divinidad del Cielo y la Tierra, para aprender
el kutin, para que entiendan el tiempo que se viene y trascien-
dan esta época del no-tiempo. ¡Qué grande es nuestro padre
celestial Wiracocha y nuestra madre telurica Pachakamaq...!
Los antropólogos volvieron a plantar la mirada inquisi-
dora sobre el Shanti. Era imposible callarlo, estaba eufórico.
Total, para ellos, eso del no-tiempo resultaba menos preocu-
pante y aterrador que la época que se avecinaba, según el shanti,
y la locura del caminar por el Qhapaq Ñan de la que su tierna
hija formaría parte. Pero los antropólogos conocían mucho
sobre las comunidades de la ruta y sabían bien de su hospita-
lidad y el cuidado que prodigaban a los caminantes y turistas,
¡Allin Kawsay! 69

máxime si la autoridad del Shanti estaría con ellos.


—Todo va a salir correcto —finiquitó el Shanti, ha-
ciendo el ademán de cerrarse la boca con un cierre.
Pero aquello no era todo. El curandero sabía que debía
enfrentar a peligros más grandes que las inclemencias del
tiempo en aquella travesía, sin embargo, evitó comentarlo por
temor a desanimarlos. Se sentía capaz de poder proteger a su
hijo y a Saraku, pero ni él mismo imaginaba cuánto cambiarían
sus vidas al tomar aquella determinación.
El Shanti recibió el documento que lo autorizaba a viajar
con Saraku. El entusiasmo de la joven rubia contrastaba con
la expresión compungida de sus padres, lo cual los alegró pues
¡al fin se interesaba por algo! Nunca antes se había separado
de ellos. Sin embargo, observaron, con satisfacción, que ella no
había vuelto a llevarse el dedo a la boca, ahora envuelto en un
enorme parche sopado en tintura de yodo.
Mientras en otro lado de la isla. Arnawan decidió por
fin acercarse a Paulina y enfrentar sus temores y dolores. Ex-
tendió su poncho para cubrirse el cuerpo, en lugar de llevarlo
recogido sobre los hombros como acostumbran cuando el sol
esta en todo su esplendor, y con paso descansado se fue al
campo donde algunas familias realizaban el garroteo de las pa-
nojas secas de kinua con la finalidad de separar el grano del
resto de la planta. Allí, con una sonrisa de oreja a oreja, se
quedó contemplando a su chica, y de cuando en cuando emitía
un ¡Haaaay!, cubriéndo con las manos por debajo del poncho
su lastimado miembro. Ella, alta y muy bien formada, lucía
nuevas y coloridas polleras, que de tanto en tanto y adrede de-
jaba sus morenas piernas al descubierto.
Al verlo, Paulina se las arregló para acercarse y rodearlo
con sus brazos.
70 Javier Lajo

—¡Arnawan! ¡Qué lindo poder verte! Las chicas andan


contando que te mordió bien feo la chockora. ¿Te dolió mucho?
¿Dónde te has metido estos días?... humm ¿sirves todavía…?
Mejor dicho… como varón —le dijo, con una risita sarcástica.
—No bromees así Paulina, ni tengas pena, la chockora solo
me asustó… casi nada, solo me mordió la piel, felizmente —
respondió Arnawan, apartándola un poco porque la muchacha
se había arrimado contra él. La emoción natural del chico al
contacto con el cuerpo de su novia, le hacía doler la herida, así
que con mucho tino y suavemente hizo distancia con la Pau-
lina. En realidad se sentía castrado por la mordida de la choc-
kora, pero a la vez el recuerdo de aquella imagen del tremendo
reptil colgando de su miembro viril era como una prolongación
de su sexo, lo que le hacía sentirse por un momento impotente,
pero inmediatamente luego, la imagen y sensación cambiaba…
y le hacía sentirse superpotente, como unido en una cópula per-
manente y total con la Tierra y las hijas de la Tierra.
Luego del encuentro fugaz, Arnawan retomó el camino
de regreso a su casa, pero no avanzó mucho cuando se le pre-
sentó Gerardo, un joven de la comunidad y que había estado
espiando el encuentro de los enamorados.
—¡Arnawan! — lo llamó y en tono amenazante le dijo—:
Por última vez te lo advierto: ¡deja tranquila a la Paulina!
El hijo del Shanti lo apartó bruscamente.
—Y por última vez te digo que no dejaré a la Paulina.
—¡Paulina será mi mujer!
—¡Búscate a otra y no jodas, Gerardo, que la Paulina y
yo ya convivimos y nos casaremos muy pronto!
—Y… ¿podrá tener hijos… contigo?
Arnawan sabía bien a qué se refería Gerardo y, conte-
niendo las ganas de golpearlo, respondió:
¡Allin Kawsay! 71

—Los que ella quiera, metiche.


—Ya veremos con quién se queda ella.
—¡Ya lo veremos!
Mientras tanto, Paulina permanecía entretenida, escu-
chando a su madre hablar con los granos de kinua mientras la
recogía en su lliklla, o manto colorido. La había oído expresarse
así desde que era niña, pero nunca dejaba de conmoverse.
—Kinua bonita, ven conmigo a mi casita; jamuy, jamuy.
En la sopita te cocinaré y alimentaré contigo a mis wawitas.
Hablar con las plantas y con los alimentos, les resultaba
natural a las mujeres del altiplano, tanto como pedirle permiso
al agua antes de tomarla, además de agradecerle. Total, para
ellas todo es prestadito en el mundo, todo retorna en el ciclo de la
vida.
VII

Una mirada salvaje

La hora de comer, sea desayunar, almorzar o cenar es im-


postergable y sagrado para las familias de la comunidad, y Ar-
nawan regresó a su casa, pero las sorpresas apenas comenzaban
para él. Al entrar al comedor se dio de golpe con los ojos de la
chica rubia sentada a la mesa, junto al Shanti y el resto de la
familia. Esta vez no pudo escapar a esos “ojazos” azul lago que
lo miraban fijamente y que tanto le impresionaron. Un agui-
jonazo en el corazón le hizo perder la conciencia por breves
segundos.
“¡Achachaw! ¡Qué dulce!”, exclamó dentro de sí, con un
grito mudo que le atoró la garganta. De pronto, esos ojos que
lo miraban, salvajes, desafiantes y a la vez serenos como la gran
paqarina del Ttitikaka, le parecieron dos grandes ventanas a
través de las cuales podía mirarse él mismo. Se quedó casi sin
aliento hasta sentirse enfermo. Sus sentimientos de adolescente
se enredaron en una maraña sin principio ni fin; entre el em-
beleso, el deseo, el miedo y la timidez que lo hundían en la tie-
rra, para luego, y de un solo porrazo, ser elevado a los cielos.
Su corazón latía apresurado, tanto que olvidó lo ocurrido con
la chockora, a pesar de que la herida le dolía como nunca antes,
con un ardor cálido y placentero.
74 Javier Lajo

¿Y… la Paulina? —se preguntaba una y otra vez, tra-


tando de recuperar la cordura—. ¿Y mi linda Paulinacha…?
En ese momento, un descuido en las miradas instintivas
de Saraku delató también su atracción por él. Arnawan lo sin-
tió en lo profundo de su alma cazadora. Su buen porte y cuerpo
atlético, sus varoniles rasgos la habían impresionado notoria-
mente, incluso sus cabellos largos y negros que caían libre-
mente sobre los hombros, otorgándole una apariencia
arraigada a la estirpe de los inkas; un toque muy masculino y
carismático.
Al poco rato, Arnawan recuperó la cordura. “Esta mi
imaginación desbocada”, se dijo, “como cualquiera que se inflama
por una chica bonita… Ilusiones, nada más que ilusiones; debo
poner freno a mi ímpetu de varón, o nunca sanaré de la mordida
de esa chockora… ¡maldita chockora!”.
—Hola, Arnawan, soy Saraku y marcharé con ustedes
por el Qhapaq Ñan —se presentó la chica, hablando en un per-
fecto runasimi, aprendido desde muy niña junto a sus padres
en las comunidades indígenas de Cochabamba y en interacción
con los niños “cambas”.
Arnawan, sorprendido y rígido como un tronco, plantó
la mirada en su padre, como exigiéndole una explicación.
—Mañana salimos de viaje. Ya te hablé de ello hace un
tiempo, así que siéntate a almorzar y después preparas tu q’epe
con todo lo necesario para la marcha hasta el Cusco.
A Arnawan le costó mucho quedarse sentado en la silla
sin desviar la mirada hacia ella, atraído inevitablemente por sus
ojos. La joven, por el momento, estaba más concentrada en ex-
plorar los alimentos, libres de los aliños y las cremas de la co-
mida de su casa, a los que estaba acostumbrada. La simpleza
de los cereales andinos en chúas o cuencos de barro, y el aroma
¡Allin Kawsay! 75

de ciertas hierbas del campo le significaron todo un reto, pero


a la vez la contentaron y estimularon con la mejor dieta para
una buena salud, peso corporal y conservación de la tersura de
su piel.
Esa misma noche, Arnawan se las arregló para hablar
con Paulina sobre su intempestivo viaje junto a su padre.
—No te vayas con el Shanti, Arnawan —suplicó Pau-
lina—. Mejorcito si nos vamos casados a la ciudad de La Paz
para terminar nuestros estudios allí y luego postulamos a una
carrera universitaria. Ya hablé con mis tíos que viven allá para
que nos alojen en su casa, y me dijeron que sí. Después, cuando
tengamos nuestras wawas, las criaremos en una ciudad bien
grande. ¿Qué dices?
—¿Viajar a La Paz?, ¿casarse?, ¿wawas? —Arnawan se
quedó perplejo. Ese era el peor momento para pensar en ma-
trimonio pues, como discípulo del Shanti, estaba a punto de
iniciar la parte más difícil de su preparación. Pero había otra
razón más para descartar la idea del matrimonio. El muchacho
aún sentía pánico ante la posibilidad de haber perdido los pri-
vilegios de su virilidad después que la chockora mordió su sexo.
No por gusto experimentaba en sus pesadillas nocturnas el te-
rror de la castración… soñaba con enormes reptiles, serpientes,
lagartos, sapos, etc. que lo mordían de lleno por el pene y lo
arrastraban colgado desde allí. Había quedado horriblemente
traumado. Pero era un trauma extraño porque a veces desper-
taba con mucho placer, después de haber contenido largamente
la eyaculación, por el temor a estallar de dolor.
—¿O es verdad que ya no puedes hacer wawas? —pre-
guntó Paulina, al verlo dudar—, porque el Gerardo dice que si
una serpiente le muerde al hombre en allí, ya nunca podrá
hacer hijos, ni menos complacer a una mujer.
76 Javier Lajo

—Basta Paulinacha, no es cierto, no, para nada, nada de


eso. Gerardo está mal y exagera cuando habla del ataque de la
chockora. Tiene envidia de que tú me quieras.
—¿Entonces?
—Tengo un sagrado compromiso con mi tayta y con mi
pueblo y me gustaría que tú lo compartieras conmigo.
—¡Estás loco si quieres ser un paqho como tu tayta! —
reaccionó molesta, Paulina—. ¡Los paqhos están siendo asesi-
nados como perros por los k’arasiri, y ni siquiera sabemos lo
qué pasó con tu madre! ¡Vámonos a La Paz, Arnawan! Allí es-
taremos bien, nomás.
Arnawan se apartó. El tema de la muerte de su madre
era una herida abierta en el corazón.
—Y yo te suplico que vengas conmigo. Hablaré con mi
padre para que nos acompañes en esta caminata.
—Ni loca, Arnawan, ni loca. No voy a despreciar la
oportunidad de estudiar y ser profesional como mi prima, en
La Paz.
El hijo del Shanti se quedó callado por un rato; Paulina
no transitaba por su mismo camino. Aunque triste, se despidió
de ella con un beso en la frente y luego regresó sobre sus pasos.
Ella se metió en su casa, cerrando la puerta de un porrazo,
dando a entender que le cerró su corazón de la misma manera.
VIII

La partida

Al día siguiente, el Shanti y su hijo se vistieron con trajes


andinos primorosamente confeccionados para ellos. Pantalón
de bayeta, chaleco, poncho y chalina de lana, tejidos con doble
y triple nivel para el frio de las punas. El chumpi o faja tejida
con lanas de colores, lucía bellos pallays y awayus colorados,
negros y amarillos, como correspondía a su estirpe, camisa de
tocuyo, el colorido e infaltable chullo o gorro de lana con ore-
jeras, y el kushu o sombrero de paño de alpaca. Estaban vestidos
como verdaderos Qhapaq.
Saraku fue la primera sorprendida. De pronto, Arnawan
se había transformado en todo un personaje y más enigmático
aún con sus cabellos peinados y trenzados al estilo antiguo.
Ella, sin embargo, se sentía muy cómoda con su ropa deportiva,
casaca de plumas de ganso, mochila al hombro y sus suaves
pero fuertes zapatillas de “marca” a lo que agrego una cinta
multicolor en la frente, wincha que fue el primer regalo del
Shanti. De ese modo, los tres estuvieron listos y preparados
para iniciar su gran marcha por la ruta de los justos, por el ca-
mino de sabiduría; por el Qhapaq Ñan.
El Shanti dejó a sus hijos menores al cuidado de una
hermana suya. No podían estar en mejores manos; ella los cui-
78 Javier Lajo

daría como si fueran sus propios hijos. Cuando se despidió de


ellos, el curandero lo hizo como si fuera la última vez que los
tenía tan cerca, y prolongó cada abrazo lo más que pudo. Pero
aquello no era lo único que horadaba su corazón; mucha gente
de la isla vino a despedirlo, cantando. Ellos sospechaban que
la ausencia de su amado tayta Shanti duraría mucho tiempo,
tal vez demasiado como para volver y ninguno estaba dispuesto
a dejarlo partir sin alcanzarle su cariño. Pero sin querer, en
aquel canto también volcaron la terrible sensación de orfandad
que experimentaron de solo imaginar la isla sin su presencia.
Su único consuelo era el saber que Arnawan, como heredero
de sus conocimientos, volvería sin duda a la isla de sus amores.
Los padres de Saraku fueron testigos del amor y respeto
que le profesaban al Shanti los comuneros, y recién entonces
terminaron de convencerse de lo acertado de su decisión. El
Shanti no solo era un buen consejero y curandero, era también
un gran líder y guerrero de mil combates, por quien se mante-
nían vivas las comunidades del gran lago.
Algunos notaron la tristeza y el desaliento de Paulina
frente a los acontecimientos. Y no era para menos; su corazón
le decía que la separación de Arnawan podía ser definitiva,
aunque volviera a la isla, pues otra chica lo acompañaba; una
chica extranjera y muy atractiva. La desconsolada muchacha
tuvo que secar sus lágrimas en silencio. Arnawan también
sintió mucha tristeza al verla tan acongojada, y al mismo
tiempo furioso de celos por la mirada desafiante de su rival
de amores, Gerardo, que más allá sonreía, satisfecho por la
partida de su mayor competidor. Lo único que le quedaba era
confiar en los achachilas, sus ancestros cuyos restos descansan
adentro de las montañas, ellos saben lo que cada quien guarda
en el corazón.
¡Allin Kawsay! 79

Pero nadie se percató del momento en que los paqhos


más longevos le confiaron al Shanti un valioso encargo que
luego abrigaron en un manto de lana de alpaca, embellecido
en un antiguo telar y con diseños que solo las mujeres paqhos
sabían leer. La preciosa carga fue envuelta con el mismo amor
y delicadeza con que se arropa a una wawa, y a partir de en-
tonces se convirtió en el inseparable q’epe en la espalda del
Shanti. Los octogenarios se dispusieron luego en el peñón más
alto desde el cual observarían la partida, al tiempo que que-
maban varias resinas aromáticas vegetales para el Wayra Tayta
el “padre Viento”. Había cierta inquietud en sus semblantes
pues sabían que el curandero cargaba en sus espaldas una res-
ponsabilidad muy grande, tal vez demasiada carga para un solo
hombre… aunque la compañía de Arnawan era una garantía
de triunfo, porque el adolecente ya estaba maduro y fuerte, y
eso les devolvía la tranquilidad.
El Shanti mostraba un entusiasmo desbordante, como
si esta misión fuera lo más importante y esperado de su vida,
y más animoso que nunca, solicitó licencia a la gran waka Tti-
tikaka para iniciar la travesía utilizando las infaltables hojas de
coca y un poco de cañazo rectificado, como mediadores. Saraku
observó callada pero atenta a la ceremonia. No era la primera
vez que lo hacía pero no dejaba de sentir curiosidad por las
particularidades del ritual del Shanti.
—Pedimos permiso a la coquita para iniciar nuestra
marcha —le susurró Arnawan—, escogemos hojitas enteras,
verdes y bonitas para que muestren la verdad.
Pero antes de partir, el Shanti les había pedido a Saraku
y a Arnawan, se deshicieran de su teléfono móvil.
—Pero… ¿cómo me voy a comunicar con mis padres, y
con mis amigos?
80 Javier Lajo

—Tus padres ya fueron advertidos, hija. Esta misión se


llevará a cabo siguiendo la ruta inka, imitando en lo posible la
travesía que realizaron los ancestros. Conectaremos los inti-
huatanas con nuestro andar y nuestro pensamiento, y estaremos
en constante conexión con los Apus, sin interferencias de nin-
gún tipo. No solo evitaremos hasta donde sea posible la con-
taminación electromagnética que interfiere en nuestras
capacidades mentales, sino que al conectarse con personas ex-
trañas a esta misión las atraemos hacia nosotros, y nos asumi-
mos intereses ajenos al objetivo sagrado que nos lleva. Inclusive
nuestros hermanos qhapaq están prohibidos de interrumpirnos
con llamadas, a pesar de que nos acompañan en espíritu, acom-
pasando sus rituales con los nuestros.
—Pero… ¿cómo sabré lo que ocurre más allá?
—En algunos poblados pueden entrar a una cabina de
internet, pero les pido que mientras dure la travesía se concen-
tren únicamente en lo que nos lleva. Y mientras tanto pregun-
taremos a la “mama coca”.
—¿Quéeeee? —se rebeló Saraku.
El Shanti se quedó observándola, comprensivo, y el ím-
petu de Saraku se fue desinflando poco a poco. No entendía
bien las razones del Shanti pero terminó acatando sus indica-
ciones. En ese instante, el imponente bum-bum de los tam-
bores y el inconfundible sonido de los sikus acaparó la atención
de todos. Los sikuris se presentaron acompañados por un
cuerpo de baile femenino haciendo gala de su danza señorial.
Los ponchos rojos de los hombres reflejaron la energía telúrica
de su espíritu volcado en los instrumentos de viento y percu-
sión. Era la expresión de la cordillera en notas sonoras, la tem-
pestad rompiendo la totora para descubrir sus retoños. Era el
soplido de los varones de recios pulmones y la perseverancia
¡Allin Kawsay! 81

de las polleras negras en las mujeres, con movimientos de giro,


avance y desplazamiento lateral, con un sentimiento místico,
con una reverencia sagrada.
La pequeña comunidad del Gran Camino se embarcó
en el muelle artesanal y tomaron posesión de un lanchón, más
adornado que en carnavales; cintas de papel, una enorme ban-
dera de siete colores como el arco iris, y flores amarillas. Los
comuneros le expresaban de ese modo todo su cariño. Y aquella
paradisiaca isla, con cientos de manos despidiendo a la comi-
tiva, quedó atrás. Lo último que el Shanti y sus jóvenes acom-
pañantes escucharon fue el resonar acompasado de los sikuris,
tan fuerte que parecían remover el lecho del gran lago y sus te-
soros sumergidos...
La balsa y las horas surcaron las aguas, dejando atrás la
isla del Sol y la de la Luna, susurrando sus cuitas de amor. Las
aves que buscaban su alimento entre los totorales se aquietaron
al verlos pasar, los yanavicos con sus alargadas patas y las galli-
netas de pico rojo. El llamativo jakajllo y la gaviota blanca, en
cambio, surcaron los aires con entera libertad, mas ninguna se
inquietó por el paso de la comitiva; el lago era lo suficiente-
mente extenso para sostener muchas embarcaciones y albergar
un sinfín de misterios, secretos y hasta los más profundos pro-
yectos míticos, mágicos y sagrados..., pero esta vez, todo allí;
runas, agua, cielo y tierra, confabularon para el éxito de la mi-
sión del Shanti y sus pupilos, grupo a quien la gente de los
pueblos identificaron y llamaban puriq paqokunapa Qhapaq
Ñan, por la notoria y pintoresca presencia de Saraku.
—¿Y qué te dijo la Paulina cuando le dijiste que viajabas?
—preguntó el Shanti, sorprendiendo a Arnawan.
—Se puso triste, tayta, y yo también, pero ella sabe que
tengo una misión irrenunciable que cumplir como tu fiel hijo
82 Javier Lajo

que soy. Lamento mucho que no lo comprenda y temo que me


deje por algún misti de la ciudad.
—El tiempo lo dirá, hijo; el tiempo lo dirá… Más alla
Saraku haciéndose la distraída y la que no escuchaba nada, pro-
cesaba toda la información.
Y el tiempo y las olas dejaron surcar la nave hasta alcan-
zar el estrecho de Tiquina donde el lago se ciñe para volverse
a abrir en abanico hacia un pequeño lago anexo del Ttitikaka,
llamado Wiñaymarka o “Pueblo Eterno”. A ambos lados se di-
visaban las colinas con andenes cultivados, bosquecillos de eu-
caliptos, cipreses, pinos y algún otro qeñuwal y colles. Los
primeros árboles que llegaron con los invasores españoles les
fueron ganando espacio a las especies locales. Al frente varios
islotes de tierra rojiza, igualmente alfombrados de cultivos y
salpicados de árboles. La pequeña embarcación pasaba de largo
por diferentes comunidades costeras, mientras muchos de sus
habitantes agolpados en las orillas saludaban con las manos en
alto al ver pasar al Shanti. Allí Saraku se enteró que la marcha
del Shanti era ya muy popular y nada desconocida para los po-
bladores costeros de la gran Paqarina.
IX

La Cruz de Tiwanaku

Cuando por fin la comitiva tocó tierra firme en la bella


ciudad lacustre de Copacabana, pasaron la noche allí, no sin
antes subir al cerro Calvario y sus “estaciones” o altares erigidos
por al Maestro Thunupa, monumentos que la cristiandad ha
convertido en los altares de “la pasión de Cristo”. El Shanti les
relató una vez más a los chicos la leyenda del maestro Thunupa
y sus relaciones con la Waka Copacabana. Al día siguiente muy
de madrugada abordaron un ómnibus poco moderno rumbo a
La Paz que saliendo a la autopista pasaría cerca de la milenaria
y misteriosa Tiwanaku. El Shanti siempre con su q’epe sujeto a
la espalda, dando testimonio de su compromiso para con la
tarea que le fuera encomendada. Su hijo iba dejando atrás sus
temores y retomando su gran disposición para aprender de él.
A Saraku, en cambio, el ánimo deprimido se le alteró con sólo
el impulso de vivir una aventura digna de ser relatada a sus
compañeros de estudios en Cochabamba. Gustaba imaginar y
fantasear con que descubriría secretos y tesoros, como los de la mis-
teriosa Paititi, ciudad de refugio inka en la selva amazónica;
inspiración para muchos escritores de ficción y místicos del
mundo entero. Pero nunca imaginó lo que le aguardaba en su
trayecto por el Qhapaq Ñan.
84 Javier Lajo

En un cruce de carreteras, abandonaron el ómnibus para


continuar a pie a su lugar de destino. Caminaron un cuarto de
hora y la milenaria construcción de Tiwanaku se abrió ante sus
ojos, majestuosa. Parecía esperarlos sobre aquella silenciosa pla-
nicie que acogía aún las pisadas de los sabios que la escogieron
y erigieron. Sin embargo, la hierba alrededor lucía descolorida
de indignación por lo que, hasta ese momento, muchos habían
dicho y escrito acerca de aquella arquitectura astronómica y sacra
del Taypiqala o “Piedra Central”, eje y matriz del Qhapaq Ñan.
El templo de Kalasasaya fue elegido por Shanti para lle-
var a cabo una de las ceremonias más importantes de comu-
nión con la Tierra y los Apus, los únicos que podían otorgarles
licencia para iniciar su travesía.
Arnawan había logrado recuperar la cordura e ignorar la
presencia de la hermosa “gringuita” que tanto lo perturbaba. Y
para darse ánimos, se dijo a sí mismo en silencio: “Ella es ajena
a mi mundo, una debilucha que pronto se va a poner a llorar recla-
mando a sus padres, le falta color en la piel, grosor en sus cabellos,
y… le falta…”. Pero era en vano, le bastaba escuchar el tono de
su voz aqenada o sentir su aroma en el aire para ponerse a sus-
pirar… y sentirse angustiado, como enfermo y sin energía para
nada que no fuera estar junto a ella hablándole o ayudándole
en cualquier contratiempo.
“¿Y mi Paulinacha?”, volvía a torturarse. “Regresaré por
ella. De seguro me va a esperar. Mi cholita linda, flor panqarita de
mi paqarina… me va a esperar.”
Saraku, por su parte, poco a poco salía de su trance de-
presivo, agitada por la presencia varonil de Arnawan... a veces
se le iba la imaginación y se veía corriendo detrás de él por
una playa desierta del Ttitikaka, pero despertaba y se decía a
sí misma “¡qué tonta que soy… cómo puedo soñar con este
¡Allin Kawsay! 85

indio tan guapo, capaz que ni se fija en mí, además qué vida
o proyecto nos podría ser común!”. Sin embargo el sólo cam-
bio en las rutinas cotidianas de su vida había hecho maravillas
en su psicología, liberándola poco a poco de las garras de la
depresión, a veces preguntando sobre alguna planta, y otras
comentando sobre los supuestos tesoros inkas ocultos en
algún lugar de los Andes. El Shanti, estaba muy contento con
los avances de la chica en su ánimo y su aprendizaje y, al igual
que a su hijo, la escuchaba paciente y comprensivo, seguro de
que sus enseñanzas irían sacando a ambos, poco a poco, de
sus traumas y de sus penas, y los involucraría en toda la ri-
queza del legado y herencia de los inkas.
—¿Qué harías con el supuesto tesoro de los Inkas si lo
descubrieras? —le preguntó el curandero, para distraerse y sin
prestarle mucha importancia.
—Me haría millonaria.
—Millonaria, ¿para qué?
Saraku no halló respuesta. En realidad tenía todo lo que
cualquier joven de su mundo podía pedirle a la vida. Dinero, ta-
lento, belleza y un novio que esperaba por ella en Texas, Estados
Unidos, el lugar de origen de su familia materna; un novio tan
atractivo y famoso, que era el sueño de muchas adolescentes.
—¿Para dar felicidad a los niños pobres de Bolivia y del
África? —respondió y preguntó a la vez el Shanti.
—El oro no impedirá que sigan naciendo más niños des-
tinados a padecer hambre —intervino por fin, Arnawan, en tono
molesto— el oro se acaba y la pobreza vuelve a ocupar su lugar.
—La caridad que profesa la religión cristiana no es la
solución, Saraku —medió el Shanti— sólo es un parchecito
para tapar momentáneamente la herida.
—¿Entonces…? —preguntó tímidamente la joven.
86 Javier Lajo

—Mejor si pensamos cómo acabar con el hambre y la


violencia en el mundo, dijo el Shanti.
—¿Y tú sabes cómo? —lo sorprendió.
—Cada quien debe hallar la respuesta, hija —contestó
el Shanti— y estoy seguro de que tú lo harás cuando termine
esta travesía, pero te adelanto que si existe un lugar con esos
tesoros, no abrirá sus puertas ni le dará acceso a quien sola-
mente le da un valor material.
El Shanti volvió a lo suyo y decidió tocar su pututo o ca-
racol sonoro con cierta musicalidad y tonos especiales, para lla-
mar a ciertos personajes que viven por las inmediaciones de
Tiwanaku. Al cabo de una media hora nuestro grupo y el sitio
escogido para la ceremonia estaban rodeados de paqhos alto-
misayoc con diferentes trajes y tocados muy vistosos tanto así
que Saraku no aguanto la curiosidad y empezó a preguntarles
por el significado de los colores y símbolos, en la mayoría des-
tacaba un gorrito cuadrado con una punta en cada esquina,
unos ch’ullos o cush’os puntiagudos. El grupo ceremonial estaba
constituido ahora por nuestros marchantes y un grupo de sa-
cerdotes tiwanakotas seguramente socios del Shanti que uno a
uno se fueron acercando por donde él de cuclillas consultaba a
la coca para estar seguro de que aquel era el lugar correcto para
iniciar la ceremonia. Uno a uno fueron abrazando al Shanti,
que parado sobre el mismo sitio recibía los abrazos de los ex-
traños visitantes, a la vez, éstos le decían al oído frases en que-
chua y puquina. Finalizando la ronda de saludos, el Shanti,
nuevamente de cuclillas, tomó un puñado de hojas y las echó
sobre una pequeña y desgastada unquña, un tejido como pa-
ñuelo parecido a una lliklla pero cuadrado y finamente labrado
de pallays, pero antes de proceder a su lectura, el viento, como
una funesta advertencia, se llevó varias hojas y las arrojó lejos.
¡Allin Kawsay! 87

El paqho o curandero, receloso, revisó con la mirada alrededor,


como oteando el horizonte, lo que puso en guardia a todos sus
acompañantes incluyendo a Arnawan y Saraku. Estaba seguro
de que alguien siniestro les seguía los pasos y hasta podía jurar
que sentía la impiadosa mirada del k’arasiri escondido en las
colinas cercanas o en las torres de la iglesia del pueblo, espe-
rando el momento oportuno y la oscuridad para atacar.
Mientras tanto, la joven discípula se había alejado un
poco hasta detenerse frente a un bloque de piedra que ostentaba
la cruz cuadrada labrada en bajo relieve; una cruz escalonada y
bien proporcionada, pero no hubo tiempo para preguntar. El
Shanti llamó a todos para concentrarse e iniciar el ritual.
Las hojas de coca que habían quedado sobre el manto,
mostraban el haz, brillante y limpio; la ceremonia debía reali-
zarse allí mismo. Arnawan se ubicó a la derecha del curandero
y Saraku a la izquierda, todos los demás paqhos en media luna
dejando la parte abierta del círculo hacía el oeste, o lugar donde
sale el Tayta Inti. El Shanti extrajo algunas hierbas molidas y
minerales pulverizados envueltos en papel de periódico, lente-
juelas de fantasía dorada y plateada, un fetito de llama momi-
ficado llamado sullu, una mazorca deshidratada, una botellita
de chicha blanca y otra de chicha roja, una cruz cuadrada, las
khuyas o piedras especiales cargadas de energía en anteriores
ceremonias y una banderita con los colores del arco iris.
Arnawan asumió su papel de ayudante en la ceremonia
y por indicación de su padre iba guiando a Saraku para formar
los kintus; hojas de coca en grupos de tres, que debían unirse
por sus peciolos con unto o grasa de llama y ocasionalmente
adornadas con pétalos de flores silvestres cuyas combinaciones
de colores dependía del motivo de la ofrenda.
El Shanti había colocado en su despacho varios kintus de
88 Javier Lajo

coca después de darles un soplo de vida. Las dispuso en círculo


y rodeó de lentejuelas plateadas en honor a la Luna, minerales
en polvo y hierbas aromáticas. Esta ofrenda circular era una
bella composición de diferentes elementos de la naturaleza fe-
menina, que luego fue envuelta en papel oscuro. La ofrenda
cuadrada, bellamente adornada simbolizaba los valores y prin-
cipios masculinos de la existencia, estaba rodeada de lentejuelas
doradas que representaban al sol, había también semillas de
tabaco y pétalos amarillos combinadas con semillas de girasol,
todo envuelto en papel blanco; ambas ofrendas envueltas y
amarradas con hilos, uno claro y el otro oscuro, fueron llevadas
al fuego para que se consumiera mientras se asperjaba la chicha
roja y la chicha blanca sobre la tierra a los cuatro horizontes,
brindando con los Apus.
La estrecha relación con la naturaleza y el cosmos que
practicaban los andinos fue lo más bello y sólido que Saraku
pudo experimentar en sus jóvenes y esplendorosos años gracias
a su gran sensibilidad femenina y también por su necesidad de
encontrar algo diferente y sólido en qué creer. La seriedad y
espiritualidad mostradas por el Shanti, su hijo y todos los paq-
hos allí presentes, durante la ceremonia, la conmovió mucho.
Todo allí era natural, espontáneo y limpio; el saludo al padre
Sol, a la madre Tierra, la humildad con que pedía licencia a los
Apus de las cuatro direcciones, el llamado a los espíritus de las
montañas tutelares del gran lago y el distante Océano. El am-
biente sahumado y los pies descalzos para ingresar al círculo
delimitado por sencillas piedras; todo tenía una razón de ser.
De todo lo vivido y trajinado, era lo más puro y auténtico que
había experimentado.
La cruz cuadrada de jaspe cristalino, de un palmo de ta-
maño, y que había sido colocada al centro de la “mesa”, capturó
¡Allin Kawsay! 89

la atención de Saraku. Mientras tocaba disimuladamente la


hermosa pieza, pensó: “¿qué podrá significar esa cruz para el sabio
andino?, ¿por qué está plasmada en los muros de la antiquísima
Tiwanaku? Al parecer existe un lenguaje más sublime en las formas
que los antiguos sabios supieron perennizar en la piedra... Es nece-
sario recuperar y estudiar estas tradiciones, esos conocimientos.”
—La cruz cuadrada aquí se llama Tawa Paqha, que sig-
nifica literalmente Cruz Misteriosa —le dijo el Shanti.
—No se parece a la cruz cristiana —advirtió Saraku.
—Luego de la ceremonia te explicaré, ten calma, le pidió
el Shanti a la “gringuita”.
—El acto ritual llegaba a su esplendor cuando en Shanti,
desamarrando su q’epe y extrayendo un bulto pesado de sus
varias envolturas que suavizaban sus aristas, y dejándolo en una
última envoltura de un tejido hermosísimo, con múltiples awa-
yus y colores naturales; acto seguido con muchas reverencias lo
llevo al centro del “despacho” lo depositó allí, dijo una oración
en puquina, que era el idioma de sus ancestros y acto seguido
“ch’allo” con todos los Apus que pudo recordar y finalmente
arrojó algunas gotas de chicha roja y blanca y vino y agua sobre
el despacho. Levanto la reliquia envuelta en su manta y se la
pasó al primer paqho, besándola cada uno y poniéndosela sobre
la cabeza ceremoniosamente, le tocó el turno a Arnawan y fi-
nalmente Saraku. A cada uno le decía palabras diferentes en
el idioma ancestral o Qhapaq Simi o puquina.
Finalmente dio por finalizada la ceremonia, con la envol-
tura del “despacho doble” en papel blanco y la cruzó con un hilo
doble blanco y negro, lista para depositarla en una pequeña pira
encendida con fuego para “quemar” la ofrenda y luego enterrar
la ceniza. Uno por uno los paqhos invitados fueron despidién-
dose, del Shanti y de los dos adolescentes, agradeciéndoles y de-
90 Javier Lajo

seándoles mucha suerte en la sagrada misión de trasladar la re-


liquia misteriosa.
—Una vez solos el Shanti llamó a Saraku y le dijo: La
Tawa Paqha no tiene nada que ver con la cruz cristiana del
martirio, del sacrificio, de la injusticia, de la sangre y el dolor.
Por el contrario; es el símbolo sagrado de la luz y el conoci-
miento, de la proporción y el equilibrio. No solo está plasmada
en los muros Tiwanaku; la puedes hallar en todo el territorio
andino, inclusive en Karal, una de las civilizaciones más anti-
guas del mundo.
—¿Esto es lo que se llama “pago a la Tierra”? —preguntó
Saraku, entusiasmada.
—Aquí no se paga nada, hija —le aclaró el Shanti—. Este
ritual es un Tinkuy o encuentro y posee muchos nombres. Yo
prefiero llamarlo Hayway, por el amor y el respeto a la Pacha-
mama. Es nuestra ofrenda a la Tierra para vincularnos con ella,
otorgarle nuestro reconocimiento y agradecerle, como buenos
hijos suyos que somos.
Shanti notó el interés de la gringuita por conocer el sig-
nificado de cada elemento que había sido usado en el despacho
al tiempo que iba tomando conciencia de la enorme trascen-
dencia del momento.
—Si algo debo agradecer a la vida, es haberlos conocido
a ustedes, que me están dando nuevas esperanzas para creer
que existe gente sana y de buen corazón, por la que se podría
vivir y luchar —musitó en voz baja— y a mis padres por per-
mitirme venir con ustedes…
—¿Es esta una religión que ampara la vida como un pla-
cer? —se preguntó Saraku en voz alta, y continuó— : Qué in-
teresante… cuánto he despreciado esa “pasión” que nos
inculcan los cristianos, de hacer un “calvario” de nuestra vida…
¡Allin Kawsay! 91

si luchamos por la humanidad, pues nuestra lucha debe ser una


lucha sacrificada, pero alegre y hasta feliz… se dijo. Frase que
pudo ser escuchada por el Shanti y su hijo, que intercambiaban
miradas cómplices.
La revelaciones que iba desplegando el Shanti dejaba a
Saraku cada vez más conmovida, por lo que de a pocos iba des-
plazando la tristeza que le ensombrecía su diario vivir y la iba
reemplazando con el ánimo del caminante del Gran Camino.
Lo que en un inicio consideró una mera aventura, fue convir-
tiéndose en una vivencia hermosa, transformadora e imparable.
De pronto, algunos vacíos que no supieron llenar los credos y
religiones, a fuerza de temores y prohibiciones, empezaron a
llenarse de alegría y entusiasmo, como un río que después de
una larga sequía, recupera su caudal.
—Pero la lluqlla también destruye y arrasa —dijo el
Shanti, como adivinando la situación de angustia y nausea
psíquica que acompañó a Saraku en el inicio del camino,
comparando esta situación delicada, como esas entradas in-
tempestivas y violentas de agua acumulada que descarga su
caudal de pronto, rompiendo los diques cuesta abajo, arras-
trando piedras, lodo, árboles y lo que encuentra a su paso,
erosionando y destruyendo los cultivos aledaños. Eso mismo
sucede cuando la energía mental o emocional reprimida de
una persona descarga violento todo su contenido acumulado;
lo cual puede causar mucho daño, sobre todo si no se sabe
dónde y cuándo dar los pasos correctos, para este verdadero
“waycu emocional”.
—¡Qué! —se reprochó Saraku—. ¿Cómo sabe lo que
me está pasando y hasta lo que estoy pensando y sintiendo?
¿A tanto llega su intuición?
Al igual que los otros, la joven mantenía en la boca unas
92 Javier Lajo

hojas de coca, pero a diferencia de los demás, no podía evitar


gesticular cada vez que sentía su ligero dulce-amargo. Arnawan
le indicó que las masticara sin deglutirlas, que poco a poco se
partirían hasta desaparecer.
Saraku, por un momento, no pudo evitar sonreír al des-
cubrir el verde entre los dientes de los varones pero luego se
cubrió la boca. Los suyos debían estar iguales. Solo al final,
Shanti le recordó que la coca con sus infinitas propiedades nu-
tritivas y medicinales, permitía conservar limpia la dentadura
y toda la salud. Ahora se explicaba por qué los masticadores
de coca tenían tan blancos sus dientes cuando el resto del
mundo tenía que usar pastas abrasivas para extraerles el color
amarillento.
—Ha sido como una misa cristiana, ¿no? —preguntó
Saraku.
—Tal vez pueda comparársele —respondió el Shanti,
comprensivo—, pero a diferencia del ritual cristiano, aquí no
hay culpas, ni sacrificados, ni penas, ni sangre ni lágrimas.
Nuestro templo es la madre naturaleza, nuestros altares las pie-
dras de los lugares sagrados o santuarios, nuestra hostia sería
la hoja de coca, pero no como ofrenda de purificación porque
para nosotros no existen culpas que expiar, porque no hay nada
que no se pueda corregir sobre la marcha, ni menos creemos
en el “pecado original”, ni pecados menores, menos en peni-
tencias; porque no hay dios ni demonio. En esta ceremonia no
hay culpas vergonzantes, ni arrepentimientos, ni perdón, tam-
poco se trata de vírgenes ni crucificados. Nada de hijos sacri-
ficados para expiar culpas propias o ajenas… y menos hay carne
qué comer o sangre qué tomar. Aquí todos festejamos la alegría
de vivir y gozar sanamente de la vida, porque sabemos empezar
y terminar bien las tareas cotidianas y las trascendentes tam-
¡Allin Kawsay! 93

bién, pero sobre todo, sabemos rectificar lo que hacemos, por-


que todo lo que haces, debes hacerlo bien, debes terminar lo
que comienzas y debes hacerlo correctamente y tu tiempo es-
tará dispuesto para eso, hasta que mueras.
—¿Entonces, de qué se trata?
—Es un simple y claro festejo por estar vivos y luchando
por hacer más felices a los que amas, es un re—encuentro entre
los poderes del cielo y de la tierra representados por los Apus y
nosotros, la renovación de esa vieja alianza con la que se obtuvo
y se mantiene el equilibrio del mundo.
Saraku meditó lo dicho por el Shanti y luego volvió a las
preguntas:
—¿El Sol no es un Dios para ustedes?
—No, no lo es. No tenemos esa idea de Dios que tienen
ustedes, es otro el sentimiento y el concepto de “Dios”, que en
todo caso es también sentimiento e idea de “Diosa”. Porque…
¿a imagen y semejanza de quién fuiste hecha tú, mujer? Esta
última cuestión dejo pensativa y preocupada a Saraku, nunca
le había venido a la mente tamaña pregunta.
No… nunca fuimos “idólatras” como les hacen creer los
doctrineros curas a los colegiales. El Sol, la Luna y la Tierra
son como nuestros padres y hermanos, nuestra familia; sin ellos
no sería posible la vida. Los astros en el cielo no son simples
esferas como lo son para los astrónomos; son entes vivos y per-
ciben nuestras sensaciones e impulsos, como todo en el cosmos.
La palabra “Universo” tampoco tiene mayor significado para
nosotros, es más, es un contrasentido de una visión Ch’ulla del
cosmos.
—¿Entonces, cómo llamas a eso que llamamos “Uni-
verso”?
—Ya lo sabrás hija, cuando lo puedas entender.
X
El Qhapaq Ñan:
Camino de Sabiduría

Shanti se sintió complacido por la curiosidad de Saraku


que, a pesar de su juvenil inexperiencia, poseía una sensibilidad
e inteligencia capaces de presentir el misterio de las formas y
los símbolos, lo que para otros turistas pasaba desapercibido.
Saraku ya asomaba por el “Gran Camino”, y asentaba sus hue-
llas con firmeza, tal y como debía suceder.
Antes de abandonar Kalasasaya en Tiwanaku, Arnawan,
en una actitud impensada, tomó de la mano a Saraku y la con-
dujo hacia el centro de la explanada para mostrarle una piedra
con forma de espiral y que, curiosamente, actúa como un am-
plificador de sonido. Se posicionó al otro lado, a gran distancia
y habló en tono normal. Saraku lo escuchó como si estuviese
a su lado, muy sorprendida. Él, aprovechando esta ‘tecnología’
y tomando más confianza, asemejó a Saraku con una “preciosa
vicuñita” por el color de su cabello y lanzado en runa simi le
susurró tiernamente: Sumaq Qantu tika , yanachalay, frase ro-
mántica que hizo suspirar y sonrojar el rostro de Saraku: Amo-
rosa y linda flor de la pradera. Ambos rieron mucho.
Cuando Arnawan quiso disimular y volver a mostrarse
indiferente con ella, ya era tarde. Se había dado cuenta que la
muchacha no era para nada pretenciosa o desdeñosa y entre
96 Javier Lajo

bromas, risas y diálogos, empezó a nacer una gran amistad y


un gran sentimiento de hermandad entre ambos.
Por la tarde, se acercaron al poblado de Tiwanaku. Saraku
corrió a buscar una cabina de internet y escribió a sus padres,
contándoles lo que había aprendido en Tiwanaku. Intentó hacer
lo mismo para con sus amigos pero reflexionó; aún no era el
tiempo. Afuera esperaban por ella el Shanti y su hijo para con-
tinuar la marcha. Por el momento, su experiencia era suya so-
lamente y le quedaba mucho por aprender, pero después de
mucho tiempo estaba alegre y entusiasta, la tristeza se disipaba
como la niebla de la madrugada cuando sale el sol. Poco des-
pués, los tres pasaron por la iglesia del pueblo. Estaba cerrada
pero el Shanti cumplió con hacerse la señal de la cruz cristiana
en el rostro y orar como acostumbraban los devotos. Arnawan,
al notar la extrañeza de Saraku por la actitud del sabio, le explicó
que a pesar de no compartir la religión foránea, su padre debía
llevar “la fiesta en paz” con los cristianos, en cada lugar que iba.
Pronto, el grupo retornaba al camino, mientras la imagen
esculpida del Cristo Jesús en un tronco de madera en las afue-
ras del templo del poblado de Tiwanku, parecía observar las
huellas que los enigmáticos personajes iban dejando a su paso.
Pero otros ojos y huellas recientes, las de un hombre alto y cor-
pulento, iban en la misma dirección.
—¿Hacia dónde vamos ahora? — cuestionó Saraku
mientras caminaban.
—Estamos conectando las Wakas, es decir los lugares sa-
grados a lo largo del Qhapaq Ñan, pero sólo en el tramo entre
Tiwanaku y Machu Picchu. La Isla del Sol es una de ellas pero
ya estuvimos allí.
Saraku no pudo disimular su curiosidad y empezó a acri-
billar al Shanti con preguntas:
¡Allin Kawsay! 97

—Pero… ¿por qué es tan importante el Qhapaq Ñan?


—Te explico, hija: el Qhapaq Ñan es un gigantesco ali-
neamiento de intiwatanas, señalizadores de piedra para ama-
rrar el ángulo con que los rayos del sol caen o inciden sobre la tierra.
Seguidamente, el Shanti hizo un dibujo en la tierra. De-
lineó con una rama seca un plano entre Perú y Bolivia, trazó
una línea recta de sur-este a nor-oeste, siguiendo la direccio-
nalidad de la cordillera de los Andes y marcó con un aspa las
antiguas ciudades andinas alineadas en ella; Potosí, Oruro, Ti-
wanaku, Amantaní, Pukara, Cusco. Luego explicó:
—Nuestros ancestros construyeron estos templos como
centros de observación astronómica y custodiaban las Wakas
más importantes. Pero lo más sorprendente es que están ma-
gistralmente ubicadas en forma equidistante a lo largo de una
recta, señalando la ruta del Qhapaq Ñan.
—¡Guau! ¿Cómo sabes esto?
—Nuestros Qhapaq mayores siempre guardaron esa tra-
dición, pero para el resto del mundo y para los centros acadé-
micos ha habido personajes como la matemática
peruano-holandesa María Sholten que fue quien lo re-descu-
brió y lo demostró geodésicamente. Ahora se puede corroborar
en imágenes satelitales por internet.
—Entonces… la edificación de los primeros templos en
los Andes obedeció a razones astronómicas y geomagnéticas…
¡Increíble! ¡Maravilloso! El mundo entero tiene que saberlo.
En verdad… eran unos monstruos.
—¿Unos qué…?
—Así le decimos a los grandes, increíbles; a los genios.
Pero ¿dónde comienza y dónde termina el Qhapaq Ñan?
—En realidad no tiene inicio ni final, porque es algo más
que un camino empedrado y señalizado —reveló el Shanti—.
98 Javier Lajo

En el plano vivencial tiene otra connotación. Es el equilibrio que


debemos mantener en el Kay Pacha o mundo de aquí y ahora, que
es un transitar entre dos mundos o pachas, como lo hacemos los
Qhapaq. Por eso se le llamaba también el “camino de los Qhapaq”,
y Qhapaq significa por eso mismo Justo, Cabal o Noble. Es por
tanto el Camino de los Justos. Pero además, este camino es una
línea recta o diagonal que esta construida justamente en 45° al eje
norte-sur, es decir en dirección nor-oeste y sur-este. Aunque diagonal
en quechua se dice Chekkalluwa, o sea Chekka que es Verdad y Lluwa
o Lliwi, que quiere decir: camino del centro, es decir Chekkalluwa, se
traduce como: El Camino de la Verdad, pero este es otro camino dife-
rente al Qhapaq Ñan, esta es una diagonal que pasando por Tiwa-
naku o Taypikala o “piedra del centro”, va hacia el sur-este, al salar
de Uyuni, pasa por la montaña sagrada o monte Thunupa y sigue al
sur-este pasando por el santuario de Quilmes en territorio Diaguita-
Kalchaki en Tucumán Argentina, y por el otro extremo avanza hacia
el nor-oeste cruza el santuario de Carabuco y se interna en la selva
amazónica. Esta última diagonal está en un ángulo que es el mismo
que tiene o debe tener en su óptimo el “axis mundi” o eje de la tierra
para que se produzca “la vida en su plenitud” o “Sumaq Kawsay”,
este es “el Camino del Amaru o Katari”, llamado también “Chekka-
lluwa” o “camino de la verdad”.
—Pero ¿cuál es la verdad?, preguntó Saraku.
—Nunca preguntes ¿cuál es la verdad?, sino pregunta
siempre ¿qué es la verdad? Esta pregunta: ¿Imataq Cheqari?, es
la pregunta fundamental, y la respuesta es que la “vida en su
plenitud” es la única verdad que conoce el ser humano, porque
es la que nos permite la felicidad o la “vida plena” que es el
Sumaq Kawsay.
—Eso, tanta maravilla y tanto esfuerzo tenía que obe-
decer a objetivos muy grandes…
¡Allin Kawsay! 99

—Piensas bien, Saraku. Los Qhapaq, hombres y mujeres,


estamos consagrados al cuidado de la vida plena sobre la Tierra
y de la naturaleza en su espléndida existencia.
—¿Pero de qué manera? ¿Cómo podría ser posible cui-
dar de la vida y la naturaleza si estamos condenados a la des-
trucción?
—No hija, no todo estará perdido mientras viva y luche
sobre el planeta un solo Qhapaq. Pero poco a poco lo vas a ir
comprendiendo… Sólo mueren y desaparecen los que no com-
prenden y los que “no viven plenamente”. No sólo hay que sa-
berlo, sino también sentirlo y hacerlo, vivir ese equilibrio del
mundo en cada uno…
Saraku tuvo suficiente para masticar y digerir todo lo
que había escuchado ese día. Su mente era un torbellino de re-
velaciones. Se sintió pequeñita como una hormiga ante tanta
sapiencia y sintió un cosquilleo de impaciencia en el estómago;
unas ansias de correr por todo el mundo para gritar lo que es-
taba viviendo. Le pareció un crimen, un verdadero crimen que
el mundo no tuviese la oportunidad de escuchar al Shanti en
los mismos escenarios que pisan el doctor Deepak Chopra o
el físico Leonard Mlodinow en sus debates. El paqho andino
parecía tener las respuestas para terminar con la guerra entre
la ciencia y la espiritualidad por las que tanto discuten aquellas
eminencias.
Al día siguiente, el grupo llegó a orillas del gran lago y
tomó la ruta hacia el puerto de Watajata, donde habían pasado
de largo en su primer viaje. Llegando, varios paqhos salieron a
recibirlos, seguidos de muchos pobladores. Las mujeres y va-
rones vestían con menos ostentosidad que en otros pueblos cir-
cunlacustres; ellas con su sencillo manto a cuadros sobre los
hombros y modestas polleras sin mucho adorno. El sombrero
100 Javier Lajo

de paño oscuro que apenas les protege la cabeza de los rayos


solares, conserva en su perfil mestizo la poderosa identidad an-
dina.
Entre ellas, muchas abuelas observaban calladas, pregun-
tándose cómo podría el Shanti lograr que las Wakas resucitaran
de su largo invierno. Su vista a veces se perdía en la distancia
rebuscando en el remoto pasado. Las ancianas nunca habían
leído sobre la historia del Tawantinsuyu pero en los genes de
su alma yacía escrita, y muy diferente a la famélica versión ofi-
cializada en los libros. Los surcos en aquellos rostros eran la
prueba fehaciente del maquillaje que el inclemente sol y la tie-
rra les había impregnado a través de los años, pero sobre todo
las angustias vividas, los desvelos y la alegría, otorgándoles una
belleza que solo la ancianidad posee, una hermosura que no
todos la pueden ver; la esencia femenina de la vida misma.
El patrón del muelle les indicó que estaba lista la balsa
que el Shanti había encargado construir por medio de un men-
sajero antes de abandonar la Isla del Sol.
—Como en las grandes épocas… — comentó satisfecho
el Shanti al observar la hermosa balsa. La embarcación tenía
doble cuerpo flotante de totora y plataforma de madera, tipo
“catamarán”; esta última plataforma fuerte, espaciosa y con una
cabaña bien asegurada en la cubierta. Estaba hecha completa-
mente de totora, salvo la plataforma el mástil de madera y la
vela de puro tukuyu de algodón. Y como si fuera poco el es-
fuerzo desplegado por sus constructores, las proas terminaban
una en forma de cabeza de puma en actitud vigilante y la otra
en forma de cabeza de serpiente. El techo de la cabaña se ase-
mejaba a las alas del cóndor, con su cabeza dispuesta en la en-
trada de la misma, como si el ave pretendiese cobijar a sus
polluelos bajo su plumaje.
¡Allin Kawsay! 101

A lo lejos, el evangelizador del lugar los observaba. El


Shanti se percató de su presencia pero continuó sus preparati-
vos sin amilanarse. No podía saber si aquel pertenecía al grupo
de los religiosos fanáticos y radicales, o por el contrario era uno
de esos llamados teólogos de la liberación, de mentalidad abierta
y dispuesto a comprender y compartir las manifestaciones espiri-
tuales de los hombres y mujeres nacidos en el regazo de la cordillera
de los Andes. Pero, dejándose llevar por su intuición, decidió via-
jar al caer la tarde y durante la noche, por la seguridad mayor
que debía conservar para con los chicos.
Llegado el momento, el grupo acomodó en la balsa sus
bultos, frazadas y alimentos. Saraku se metió al fondo del re-
fugio echándose cómodamente y tapándose con unas mantas
de alpaca, no sin antes probar si realmente toda esa estructura
estaba segura y fija… su constructor la había asegurado con
totora tierna trenzada y reforzado con soguilla de cabuya y cá-
ñamo.
El viento impulsó la vela de la balsa a gran velocidad
sobre las aguas del Ttitikaka, rumbo al estrecho de Tiquina
primero y para luego salir a lago abierto rumbo a la isla de
Amantani. Al inicio del viaje, Saraku se percató de algo ex-
traño:
—Shanti, ¿por qué nunca dejas tu q’epe? — le pre-
guntó—. ¿Es que no te cansa llevarlo siempre en la espalda?
El Shanti, serio como nunca antes, respondió:
—No te preocupes. Es el q’epe que me lleva a mí.
La joven no entendió esa especie de acertijo, pero com-
prendió que no debía hurgar más en sus cosas y lo dejó timo-
near tranquilo como gran conocedor que era de las tradiciones
y oficios de los mejores navegantes del lago.
El Shanti recobró su infaltable entusiasmo y animosidad;
102 Javier Lajo

no podía estar serio por mucho tiempo pues la sonrisa afloraba


a su rostro casi sin darse cuenta. Una vez más tomó el timón
de la balsa, demostrando que conocía la ruta a la perfección y
que además era dueño de un especial talento para la pesca del
ispe y el karachi, dos tipos de pez que tienen su hogar en el lago.
El sol del atardecer roció pinceladas de fuego sobre el
agua que se mostraba apacible como un remanso.
—¡Cuánta diferencia con mi mundo! — dijo Saraku mi-
rando hacia el horizonte—. Aquí se respeta y se dialoga con la
tierra, el agua y hasta con el viento, como si todo tuviera “con-
ciencia”. ¡Qué paz transmite y qué dulce es este mundo!
XI

Amant’u y Quesint’u

Al llegar la noche, el Shanti se guiaba por las estrellas


para timonear la balsa, sin embargo, todos debieron echar
mano a varias mantas y ponchos de fibra de alpaca, chullos y
guantes para protegerse del intenso frío. El viento arreció de
pronto y la balsa empezó a cimbrearse fuertemente al compás
del tormentoso oleaje. El Shanti notó el temor reflejado en el
rostro de los adolescentes y se puso a canturrear para calmarlos,
pero otro incidente llamó la atención de los navegantes. El
agua salpicó como si alguien la hubiera arrojado sobre ellos.
—Es el viento —explicó el curandero en un intento de
apaciguar todo temor.
—No, no fue el viento —le corrigió Arnawan—. Algo
grande se movió bajo el agua.
—Hum… peces que saltan; solo eso —agregó el Shanti,
pero no logró engañar a su hijo. Este sabía que su padre ocul-
taba algo.
Como si nada, el Shanti empezó a relatar una leyenda
andina que fuera trasmitida de muchas generaciones atrás, lo-
grando de ese modo distraer a los jóvenes y alejar sus temores:
—Hace muchos, pero muchos años; en los tiempos del
Kallaq Pacha, el sabio Thunupa vio que los hombres padecían
104 Javier Lajo

hambre y frío. Este sabio fundador de la Qhapaq Kuna estuvo


de pasó por aquí, pretendió instruir a los runas en su pensa-
miento y su doctrina, pero los lugareños no lo escucharon ni
supieron entenderlo y, temerosos, lo persiguieron y atrapándolo
le ataron de pies y manos a una balsa que luego arrojaron al
agua, dejándola flotar a la deriva. Empero, aquellos hombres
vulgares fueron testigos de un hecho milagroso y muy singular.
De las profundidades del agua emergió luminosa una hermosa
mujer que enamorada del hamuyiri lo liberó, cuidó y condujo
en su travesía por el lago. Se trataba de Kopakawana, la divini-
dad mitad mujer y mitad pez que siempre está velando por la
fertilidad acuática del Ttitikaka. La leyenda cuenta que Thu-
nupa y Kopakawana se unieron logrando un yanantin perfecto.
Se diría que hasta las estrellas del firmamento dejaron
de centellear para escuchar la fabulosa narración del Shanti.
—Otros dicen que fueron dos hermanas sirenas las que
rescataron a Thunupa —continuó relatando—; se llamaban
Quesint’u y Amant’u. Ambas se aparearon con el hamuyiri y
luego, al desovar, sembraron los peces que hay en el lago. De
ese modo, no solo aplacaron el hambre de los urus, puquinas y
quechuas, sino también les otorgaron potencia cerebral y pro-
yección cultural, con las nutrientes del pescado, como base de
su alimentación por milenios...
—Ese mito de las sirenas lo trajeron los españoles… —
comentó Saraku entre bostezos, presa del cansancio y de la dis-
tracción, señales que el miedo ya había pasado.
El narrador no insistió en el origen verdaderamente an-
dino del cuento y sonrió para sí, dando por concluida la narra-
ción. Los jovencitos, que apenas podían mantener los ojos
abiertos, se fueron al fondo de la “choza” acomodándose uno al
lado del otro. Saraku extenuada, se apoyó en el hombro de Ar-
¡Allin Kawsay! 105

nawan y se quedó dormida. El joven no cabía de gozo, no podía


evitar el éxtasis de tenerla casi en sus brazos por interminables
momentos, y sentía su calor y su aroma… al mismo tiempo que
pensaba en la Paulina, pero antes de que pudiese aclarar sus
sentimientos, quedó sumido en un profundo sueño, mientras
el Shanti, gran balsero navegante, permanecía pegado al timón
y a las estrellas guías, Alfa y Beta de la constelación del Cen-
tauro, que son las estrellas guías que nos señalan la constelación
de la Cruz de Mayo, la que señala la ruta hacia el sur.
Sobre el manto de la luz oscura de la noche, los ojos del
sabio andino brillaban como luciérnagas navegantes en la in-
mensidad del Ttitikaka. Las estrellas se reflejaban vanidosas y
movedizas sobre el agua y por un instante eterno pareció im-
posible distinguir si la balsa navegaba sobre el lago o surcaba
el alto y sereno cielo del altiplano.
Mucho después, el aliento del Sol asomó con timidez
por el horizonte, permitiendo distinguir el agua del cielo en
un amanecer prodigioso. Los adolescentes se despabilaban
cuando el Shanti conducía la balsa hacia las orillas de la isla
Amantaní que ya se perfilaba a lo lejos, pero de pronto una
lancha grande y con motor fuera de borda apareció en sentido
contrario y se dirigió hacia ellos a toda velocidad. El timonel
aseguró bien su q’epe a la espalda mientras llamaba a los mu-
chachos para advertirles del peligro, pero cuando éstos salían
de la cabaña la embestida los echó al agua.
Cuando la balsa se enderezó, Arnawan logró salir rápi-
damente a flote mientras el Shanti permanecía prendido de la
cubierta, con manos y pies. Ambos buscaron con la mirada de-
sesperadamente a Saraku. Al no hallarla, el muchacho se lanzó
al agua y con gran arrojo y destreza de nadador, buceó pro-
fundo y en pocos segundos la rescató de entre las ramas de to-
106 Javier Lajo

tora; luego la aproximó a la balsa y con ayuda del Shanti la su-


bieron a cubierta.
Una vez a salvo, y aunque temblando de frío, intentaron
alejarse de aquel desquiciado atacante que volvía al acecho.
Cuando todo parecía perdido, la lancha del agresor se ladeó y
fue tragada violentamente por el agua, cual si hubiera sido cho-
cada por una gran ola, para emerger luego sin su tripulante.
Nadie pudo explicar lo sucedido ni tuvieron ánimos para indagar.
Solo pensaron en llegar a la isla, pisar tierra firme y protegerse.
Saraku había sentido miedo, mucho miedo. Algunas lá-
grimas brotaron de sus ojos pero se confundieron con el agua
que escurría de sus cabellos, y nadie lo notó. Sintió también un
impulso de reclamar por sus padres, pero cuando miró al
Shanti y Arnawan, hizo un esfuerzo sublime para mostrarse
valiente como ellos, y lo logró, sorprendiéndose a sí misma.
Los primeros rayos de sol acariciaban las flores de can-
tuta que adornaban la isla cuando el Shanti llevó a los adoles-
centes a la vivienda de una curandera, amiga suya, quien
gustosa los acogió. La buena mujer facilitó ropa seca y abriga-
dora a los muchachos y luego les ofreció sopa caliente de Ka-
rachi para espantar el frío.
—Tayta, ¿quién sería ese loco que nos atacó? —pregunto
Arnawan al oído del Shanti para no atemorizar más a Saraku
que permanecía callada y sentada frente al fogón.
—No lo sé, hijo. Tengo mis sospechas pero no estoy se-
guro. Es mejor andar con cautela a partir de ahora.
Algunas cosas se habían perdido en el lago durante el
ataque pero el q’epe del Shanti permanecía bien asegurado a su
espalda. El rostro del curandero, sin embargo, lucía desenca-
jado. Si estaba siendo perseguido por un k’arasiri, los chicos
también corrían peligro.
¡Allin Kawsay! 107

Saraku bebía por sorbos, de cuando en cuando, una


agüita de muña y volvía a su extraño mutismo. Todos interpre-
taron su silencio como un estado pasajero de shock a conse-
cuencia de lo sucedido; nada más lejos de la verdad. Un estado
de trance la envolvía y estaba dejando atrás su apatía, su astenia,
haciendo comparaciones entre su pasado y su presente e in-
tentando poner en orden un tsunami de sentimientos.
A su mente volvió el día en que cayó a un charco de agua
estancada, allá en Texas. Su novio, lejos de ayudarla, esperó a
que ella saliera por sus propios medios, con tal de no ensuciar
su fino calzado y evitar ser “ampayado” en esas circunstancias
por periodistas que lo acosaban, debido a su fama como can-
tante de rock.
“¿Cómo pude estar enamorada de un hombre tan pre-
sumido y vanidoso?”, se preguntó Saraku, en silencio, “su rostro
angelical y su linda voz son todos los atributos que posee, es
como tener un muñeco para exhibirlo y nada más. Y… ¿no seré
yo también una muñeca de exhibición para él?... ¡Qué vacío ese
mundo!, ¡qué vacío mí mundo!” se reprochaba y sentía pena de
sí misma. Señal incuestionable de su depresión, pero también
de la abreación o conciencia de los elementos básicos para dejar
la depresión atrás... estaba a punto de sanar.
Luego, buscó ansiosa con su mirada azul y encontró los
ojos sonrientes de Arnawan mirándola desde su lecho de des-
canso… su corazón dio un brinco.
“El hijo del Shanti, no dudó un instante en lanzarse a
las frías aguas del lago para rescatarme” pensaba. “Es un joven
guapo, valiente, culto, fuerte y tan delicado y atento; nada que
ver con los típicos estudiosos chancones y frívolos o los forta-
chones torpes y abusivos que abundan en mi centro de estu-
dios. Al lado de Arnawan no solo crezco como persona, ¡me
108 Javier Lajo

siento viva por primera vez! No lo puedo creer… ¿estaré so-


ñando?”
Saraku se había sentido más que protegida en los brazos
de aquel joven paqho, diestro y arriesgado nadador, y ahora ex-
perimentaba algo más profundo que agradecimiento y admi-
ración hacia su salvador. Un dulce estremecimiento recorría
todo su ser, y para no delatarse debió ocultar su rostro entre las
manos, encubriendo la sonrisa de complacencia que afloraba
de sus labios y la dulzura que desbordaba por sus ojos.
Arnawan, por su parte, la observaba de cuando en
cuando, embelesado. Saraku tenía puesto un precioso traje a la
usanza de las mujeres de Amantani que le había sido propor-
cionado en reemplazo de la ropa mojada. La vestimenta no
sólo le otorgaba un toque más sutil y femenino, sino que ade-
más, el color celeste de la pollera, las coloridas flores bordadas
sobre el blanco de la blusa y el manto negro sobre la cabeza,
resaltaban más el color de sus ojos que lucían brillantes. ¡Qué
diferencia con los ajustados e incómodos jeans y las camisas
sin gracia con las que llegó a la Isla del Sol!
XII
Pachatata y
Pachamama

—No se preocupen —aseguró la dueña de casa—.


Quien quiera que haya sido el atacante, no se atreverá a pisar
esta isla. Esos supays o demonios destructores están convencidos
de que aquí abundan las “hechiceras” y se orinan de miedo, al
pensar que los podemos convertir en lagartijas, ja ja ja…
—Pero sigo sin entender qué o quién nos libró del ata-
cante volteando su lancha tan aparatosamente. Es muy extraño
—agregó el Shanti.
Esta vez Saraku intervino:
—Pudo haber chocado con uno de esos peces enormes
que hay en el agua.
—En el lago solo hay ispes y qarachis y son chiquitos, Sa-
raku. Aquí no hay peces grandes —le reprochó Arnawan.
—Te equivocas —insistió Saraku, y dirigiéndose al
Shanti, agregó—: Aunque estaba oscuro bajo el agua, yo pude
distinguir un pez grande, como un delfín, pero lo extraño es
que desenredó las raíces de totora de mis pies, arrancándolas
con mucha fuerza, y me dejo libre cuando ya casi me aho-
gaba… luego sentí los brazos de Arnawan que me jalaron hacia
la superficie.
—Estabas medio dormida cuando caíste al agua y pu-
110 Javier Lajo

diste haberlo soñado —insistió Arnawan—. Es imposible que


exista un pez así de grandote aquí.
—¡Te digo que yo lo vi!
La curandera de Amantaní interrumpió la discusión.
—Pueda que Saraku tenga razón —dijo, sorprendiendo
a todos.
—¿A qué te refieres? —inquirió el Shanti.
—Saraku no es la única que se ha topado con una cria-
tura enorme bajo el agua. Algunos pescadores aseguran haberla
visto y juran que es… mitad mujer y mitad pez.
—¡Como las sirenas Amant’u y Qesint’u! —afirmó Sa-
raku, con lágrimas en los ojos, y se puso a temblar fuerte como
convulsionando. La curandera la abrazó y supo que estaba a
punto de sanar sus heridas del alma. Tranquila mi wawa linda,
le dijo, desatando el llanto abundante de la niña desvalida y te-
merosa que traía Saraku dentro, pero cantando la curandera
una canción con voz muy aguda y melodiosa, se puso a acari-
ciar la espalda y la cabeza de la gringuita. Con un ademán les
pidió a los varones que desocuparan la choza… había intuido
que debía proceder a terminar de sanar a Saraku con un ritual
femenino, ritual de llamado a la esencia femenina del cosmos,
o “medicina de mujer” para devolver al Ajayu de Saraku su co-
nexión con el Ajayu del mundo.
Pasarían unas cuatro horas, cuando la curandera salió de
la choza e invitó a entrar nuevamente al Shanti y su hijo. Ante
su asombro vieron a Saraku parada frente a la ventana que daba
al lago observando el horizonte… y cuando se dio vuelta su
rostro parecía diferente, sus ojos celestes habían tomado un
brillo y fuerza peculiar que denotaba mucha seguridad, su
cuerpo erguido y quebrado por la cintura lucía más atractivo
que nunca.
¡Allin Kawsay! 111

—¿Entonces fueron ellas lo que viste en el agua cuando


nos salpicó poco después de zarpar? —interpeló Saraku al
Shanti.
—Es posible, hija; es posible —respondió el Shanti— y
tal vez una de esas hermosas criaturas nos libró del atacante.
Yo vi algo próximo a nuestra balsa y por eso decidí contarles la
historia de Thunupa y las sirenas del Ttitikaka…
—¡Tú viste a las sirenas tayta!, le enrostró Saraku.
—Así parece, niñachay. Pero no te lo dije por temor a
asustarte más de lo que estabas.
—Quiere decir que… —dudó Arnawan—, las sirenas
talladas en la fachada de las iglesias de los pueblos aledaños al
lago...
—Nuestros antepasados ya las conocían, hijo. Los can-
teros y alarifes de las comunidades que levantaron los templos
cristianos, las perennizaron allí.
—Sincretismo sobre sincretismo —murmuró Saraku.
—¿Será por eso que las mujeres chipayas guardan la cos-
tumbre de colgarse en la punta del cabello trenzado, lauraques
o dijes de bronce, en forma de mujer-pez?-volvió a preguntar
Arnawan, frunciendo el ceño.
—Así parece —afirmó la curandera—. Desde que algu-
nos pescadores aseguran haber visto a las sirenas, los jóvenes
han vuelto a dejar sus instrumentos musicales cerca del agua
para que ellas los afinen y luego puedan tañir sonidos hermo-
sos, capaces de enamorar a las mujeres pretendidas. Y por su
parte, las mujeres dejan serenar sus tejidos a orillas del lago
para que las sirenas les impregnen aroma, inspiración y en-
canto. Pero es mejor que este secreto no salga de la isla ni que
los turistas sospechen. No queremos curiosos ni chismosos que
molesten a las sirenas con aparatos de fotografías y esas cosas
112 Javier Lajo

porque las pueden espantar. Si las sirenas han regresado, tene-


mos que observarlas tranquilitos nomás para saber por qué
están aquí, qué es lo que se avecina para nosotros. Los paqhos
altomisayoq ya están reuniéndose para preguntarle a la gran pa-
qarina.
—Y tú, mi hermosa imilla —le dijo la mamanchik a Sa-
raku—, has tenido el privilegio y la suerte de ser tocada y salvada
por esos seres extraños, porque tú estás predestinada por la Yaku-
mama para tareas grandes y misteriosas que solo tú podrás averi-
guar. Pero además, tú como ellas… son seres de dos mundos, unidos
por la cintura. Yo he visto venir a tu ajayu, recuperarte, en forma
de pez, de dragón y de serpiente Katari. Ahora tienes doble visión
como el Shanti y su hijo, puedes ver con tus ojos y a través de lo que
ven tus ojos, ahora puedes ver con tu mente y con tu corazón en
equilibrio; tienes mucho poder y sólo debes cultivarlo.
“¿Dos mundos unidos por la cintura?” se interrogó Sa-
raku, pero estaba exhausta. Era demasiado temprano para
comprender bien lo que decía la curandera, era demasiado para
un solo día… demasiado. No solo su depresión había volado
en pedazos y su vida sentimental había dado un vuelco signi-
ficativo, sino que además estaba siendo testigo de hechos in-
sólitos y surgidos de los abismos insondables de la mitología
andina. Pero lejos de sentir temor, estaba dispuesta a compartir
con ellos la aventura de su vida, pero ya no aquella experiencia
bohemia, egoísta y sin sentido, sino una capaz de transformar
su propia vida y la de los demás, y por si fuera poco, una aven-
tura cargada de emociones y adrenalina.
Esa noche, Saraku confirmó que su tristeza y su depre-
sión se habían esfumado, y sin recurrir a costosísimas terapias
con psicólogos, ni a la medicación psiquiátrica que lo único
que hacían era anestesiarla y dormirla. Recordó cuando bus-
¡Allin Kawsay! 113

caba desesperadamente una salida a su crisis existencial y a su


rebeldía frente a una sociedad que, a su modo de ver, solo evo-
luciona en función al consumismo y la vanidad, al egoísmo, al
lucro y a la ganancia, sin importar cuánto daño se hace a la hu-
manidad y al planeta entero. Había buscado una salida en todas
las religiones, en distintas filosofías y hasta en doctrinas de una
izquierda conservadora y otra extremista, hallándolas tan teó-
ricas y excluyentes como machistas. ¿Cómo iba a imaginar que
encontraría el camino al lado de dos curanderos masticadores
de coca?
La presencia de las criaturas acuáticas animó al Shanti.
Era una señal más de que se avecinaba con el gran Pachakuti,
algo muy especial. Ese día, los secretos más guardados en las
profundidades del lago, empezaron a develarse, pero era tarde
y tocaba dormir, y entonces las estrellas, curiosas y eternas ob-
servadoras, hicieron suyo el silencio... y el sueño reparador llegó
como una bendición para los caminantes del Qhapaq Ñan.
Amantaní es el nombre de la isla en el lado peruano del
lago, cuyo significado es casi un acertijo: “lugar del no” o isla
del “no lugar”, verdadera ‘utopía’ o isla prohibida para los pro-
fanos, algo que solo los Qhapaq llegan a entender.
Al amanecer del día siguiente, el grupo se encaminó muy
temprano hacia lo alto de la isla para encontrarse con dos pla-
zoletas hundidas. Una de forma cuadrada, llamada Pachatata
y que hace alusión al Padre Cosmos, y la otra de forma circular,
llamada Pachamama, refiriéndose a la Madre Cosmos.
Saraku había vuelto a ponerse sus jeans de siempre y
todo su cuerpo lucía ahora más fuerte, ágil y bien dispuesto, la
muchacha era pura fibra. Antes de llegar a los templos, Arna-
wan le mencionó la existencia de “El túnel del diablo” en la
isla, para picar la curiosidad de Saraku, motivado por su alegría
114 Javier Lajo

y entusiasmo. Sin pensarlo dos veces, Saraku tomó de la mano


al adolescente y le pidió llevarla primero a ese lugar, retándolo
a llegar primero. Arnawan recordó los peligros inherentes al
túnel y corrió detrás de ella en un intento de detenerla, pero
ya le llevaba demasiada ventaja. El Shanti se percató de lo que
ocurría y salió detrás de ellos pero los chicos eran más veloces
que él.
Saraku llegó a una formación rocosa con una entrada es-
carpada y peligrosa, cubierta de vegetación.
—¡Ni se te ocurra ingresar! —acotó Arnawan, pero su
advertencia llegó tarde. Saraku se asomó demasiado y resbaló.
El hijo del Shanti intentó sujetarla pero el impulso lo metió al
agujero. Preso de un terrible sentimiento de culpabilidad, in-
tentó sacar a Saraku de ese lugar lo antes posible por el riesgo
de hundirse más y perderse en la oscuridad. Pero fue inútil; la
hierba húmeda dificultaba la labor.
Ella, rasguñada y golpeada, pero no amedrentada, in-
tentó pisar firme pero sintió bajo sus pies un crujido. Cuando
sus pupilas lograron adaptarse a la oscuridad, observó las cos-
tillas rotas de un esqueleto humano y más allá el cráneo del in-
fortunado hombre que aún conservaba parte de sus cabellos y
piel. El grito que lanzó alarmó al Shanti que llegaba al lugar.
El curandero lanzó un extremo de la waraka o cuerda
trenzada de lana que siempre llevaba consigo, para que su hijo
se asiera a ella. Arnawan logró agarrar el extremo de la soga
con una mano y con la otra sujetaba a Saraku. De ese modo el
Shanti pudo rescatar a ambos. Pero de regreso a la vivienda,
visiblemente molesto, los amonestó:
—¡La prudencia es una norma en esta travesía! Ya tene-
mos suficientes peligros para buscar otros.
Más tarde, la vieja curandera pasó sus hierbas sobre el
¡Allin Kawsay! 115

cuerpo de Saraku, previa consulta a las hojas de coca.


—Esto limpiará las malas energías acumuladas en la
cueva —le advirtió—. ¡No vaya a ser que recaigas del susto!
Está muy “verde” tu curación, eres valiente, pero debes tener
mucho cuidado.
Las plantas con las que “limpió” la herbolaria a la joven,
terminaron por laxarla lo que no le impidió escuchar el relato
que giraba alrededor del “Túnel del diablo”.
—Esos huesos pertenecen a un k’arasiri que se atrevió a
poner pie en la isla —les contó la curandera—. Terminó enre-
dado en su propia pócima, muerto y condenado a una tumba
sin nombre. La cueva es uno de los respiraderos de un túnel
muy antiguo al que nadie se atreve a entrar pues después de
siglos de abandono, resulta peligroso. Recorre enormes distan-
cias por debajo del lago hasta el Cusco dicen por el norte, y por el
sur a Tiwanaku y al parecer hay mucho más que vasijas de ce-
rámica o piedras con antiguas descripciones. Los ancianos ha-
blan de apariciones y desapariciones misteriosas... y de oro,
muchos objetos de oro de los gentiles.
“¿Sirenas en el lago, túneles secretos, vampiros, oro y otras
dimensiones?” pensó Saraku, ¿es que se puede esperar más sorpre-
sas?”
¡Y no se equivocaba!
XIII
Yanantin:
La Paridad Andina

Al día siguiente, la curandera le pidió a Saraku que vis-


tiera para la ocasión una falda y una lliklla que su comunidad
conservaba más de doscientos años como verdaderas joyas. Las
guardaban solo para usarse en ocasiones muy especiales como
el ritual que se estaba a punto de realizar. La hermosa vesti-
menta habría pertenecido a una descendiente directa de Wayna
Qhapaq que fue enviada desde el Qosqo a esa isla para que ejer-
ciera su sacerdocio. A pesar del tiempo transcurrido los tejidos
impecables, conservados en hojas de muña, aún narraban la
historia de aquel linaje Inka, un diálogo entre los tejedores y el
telar. Para armonizar con los diseños del traje, los cabellos de
Saraku peinados a la manera chipaya con pequeñas trenzas, se
adornaron con flores rojas de cantuta, cuyas matas de origen
son cultivadas en la isla.
Arnawan lucía finamente ataviado a la usanza de los po-
bladores de la isla, mucho más modesto; un chullo de colores
naturales, camisa blanca, chaleco y pantalón negro. El chumpi
resaltaba con un diseño colorido que señalaba discretamente
la ruta del Qhapaq Ñan.
Ese día, el grupo debía encaminarse hacia lo alto de los
dos únicos cerros que existen en la isla, para encontrarse con
118 Javier Lajo

dos plazoletas semihundidas, dispuestas en cada una de las


cumbres. Una de forma cuadrada, en el cerro denominado
Koanos, llamado Pachatata y que hace alusión al Padre Cosmos,
y en la cumbre del otro cerro llamado Paqhastiti, otro templo
de forma circular, Pachamama, o Madre Cosmos; templos que
antiguamente fueron observatorios estelares para la construc-
ción de calendarios, la comprensión y el monitoreo del tiempo,
y en cuya expresión paritaria de ambos, juntos, el Yanantin, en-
cierra la primera ley de la sabiduría andina. Pero estos íconos
originarios emblemáticos no fueron construidos solamente en
esta isla, sino que como en todo el altiplano fueron hechos en
varios lugares sagrados o santuarios, las hermosas Chullpas cua-
dradas y circulares están allí presentes y edificadas con enormes
y hermosas piedras talladas al estilo Tiwanaku; estas formas
diseñadas por los hamuyiris puquinas fueron sembradas así para
que las generaciones de siempre recuerden que aquella ley del
Yanantin o paridad andina, es la principal y que no se debe olvidar
nunca, tal como ha sucedido en otras civilizaciones, que han sucum-
bido a la “unicidad”, al desequilibrio, a la monomanía y al mono-
teismo.
Saraku, el Shanti y la curandera, se dirigieron hacia lo
alto de la isla donde aguardaban decenas de personas, repre-
sentantes de las diez comunidades del lugar, para iniciar el ri-
tual. Los paqhos, que son designados no solo por las
comunidades sino también por la naturaleza, presidirían la ce-
remonia. Dichos personajes tenían que estar casados o llegar
con sus compañeras de vida para armonizar con la tierra sa-
grada que pisaban, y hasta en los chullos que llevaban puestos,
intercalaban figuras de hombre y mujer, tomados de la mano.
Seguidos de una banda de músicos con tambores y pin-
kullus, los cuatro ascendieron por las pendientes circulares hasta
¡Allin Kawsay! 119

la cima de la isla. Los arbustos de cantuta, salvia, muña y tola


se mecían al viento.
—¿Toda esa gente espera por nosotros…? —preguntó
muy queda, Saraku.
—Así es —le respondió Arnawan, en tono bajito—. Los
paqhos de Amantaní ya lo han consultado a los Apus, a la Ya-
kumama o madre lago, a los antepasados, a los cerros y todos así
lo quieren.
—Pero… ¿yo, por qué? Soy foránea; nada especial… —
preguntó Saraku tan asustada como sorprendida. Su corazón
le decía que aquello era mucho más que un tour místico para
gringos…, mucho, mucho más. Era un compromiso con aque-
llas comunidades, y que implicaba una gran responsabilidad.
—Todos ellos y más aún el Shanti y las mamachas de
Amantaní, consideran que al haber sido tocada y rescatada por
una sirena, que es la representación de dos mundos, agua y tie-
rra, te han señalado como puente entre dos mundos: el andino
y el occidental dominante. ¿Te parece poco eso? —le dijo Ar-
nawan.
Saraku se puso tensa y rigida, lo que resaltaba mucho
más su belleza. “¿Cómo hare ahora para estar a la altura de los
compromisos adquiridos?” se preguntó.
Las mujeres de las comunidades, todas vestidas como sus
ancestros, llevaron a Saraku hacia el templo Pachamama, donde
esperaron la venia de una anciana para poder ingresar al círculo
delimitado por piedras. La mujer paqho observó primero los
restos de la última ofrenda enterrada en una ollita de barro e
interpretó en ellos la voluntad de la Madre Tierra. Luego, con
una seriedad excelsa, dio pase a las demás mujeres, incluyendo
Saraku. Antes de ingresar, una a una era “purificada” y bende-
cida con el humo que emanaba del sahumerio encendido, para
120 Javier Lajo

luego acomodarse en ruedo alrededor de la mesa ceremonial.


Dicho sahumerio pertenecía a la época de Tiwanaku, antigua-
mente en ella se quemaba kinua y qañiwa, y ahora trigo y kinua
cultivadas en la isla. Con ello, unían dos historias y dos tierras
separadas por océanos.
Durante la ceremonia, las hojas de coca recibieron las
peticiones y se rociaron de bendiciones con el aliento de la ma-
manchik o mujer paqho. Luego se agregaron los elementos co-
loridos y el feto de llama para acompañar al racimo de kintus.
Las mazorcas de maíz se adornaron con lentejuelas brillantes
y las conchas marinas fueron fecundadas con chicha.
Saraku, poco a poco recuperó su paz interior y, dejándose
llevar por el cariño con que era tratada, una extraña alegría se
apoderó de su corazón, aceptando con humildad y respeto
cuanto habrían de encargarle que hiciera.
“¿Dónde estuve antes?”, se preguntaba en silencio una y
otra vez… “¡Siento que estoy naciendo de nuevo!”
Mientras tanto, los varones de las comunidades hicieron
lo suyo en el templo Pachatata, sólo que esta vez, la reliquia que
transportaba el Shanti, siempre envuelta para no descubrir su
identidad, llevada desde la base del cerro hasta la cumbre y sos-
tenida por las manos fuertes de Arnawan, ya descansaba sobre
el “despacho”, la reliquia recibió las bendiciones de los paqhos
mayores y altomisayoq. Uno a uno la tomaban en sus manos y
recibían su aliento para luego acercarla hacia su pecho mientras
oraban. Y no faltó quien derramara unas lágrimas por la emo-
ción de poder estrechar la reliquia. Arnawan observaba emo-
cionado, pero aún no era un paqho consagrado, y no podía
saber, como ellos, cuál era la naturaleza del objeto que tanta
veneración merecía. Tenía sus sospechas pero debía mostrarse
prudente hasta merecer todo ese bagaje de conocimientos.
¡Allin Kawsay! 121

Logrado el despacho, el Shanti recuperó su q’epe de manos


de Arnawan y luego, en la parte central de cada templo y si-
multáneamente, en Pachamama y Pachatata, se encendieron las
hogueras donde cada Paqho y cada Mamanchik, colocaba su
ofrenda y esperaba a que se quemara totalmente para luego
“leer” en las cenizas, la respuesta anticipada de los Apus y Waka
Titikaka.
Al terminar el ritual en ambos templos, Saraku y Arna-
wan agradecieron a todos. Luego salieron, cada quien de su
templo, seguidos de las mujeres y los varones respectivamente.
Todos danzaban al compás de pinkuyllos, portando banderines
de colores, hasta llegar a Patapampa, un espacio plano entre los
dos templos. Allí continuaron bailando, hombres y mujeres,
celebrando el encuentro de las fuerzas sagradas con que la na-
turaleza equilibra y armoniza los “cosmos pares” de la que está
hecha la existencia y la vida; fuerzas irreductibles e irrempla-
zables y depositadas en cada mujer y cada varón. En aquella
danza no se admiten solitarios y hasta el Shanti danzó con la
curandera.
De ese modo, la Madre Tierra y el Padre Sol se compla-
cen y entrelazan con la fuerza y la sutileza que se requiere para
sostener la vida biológica y espiritual sobre la Tierra. En esa
ceremonia se promueve ritual y simbólicamente la unión entre
el cielo y la Tierra, se resalta la fecunda paridad andina. Nor-
malmente el ritual se celebra en enero, pero aquella vez, tuvo
otra connotación: El inicio del “tiempo pleno” y el final del “no
tiempo”; empezaba una “Era” diferente para el mundo, desde
el mismo útero de la Tierra.
Y teniendo como fondo la gran paqarina, el gran lago,
todos allí compartieron los alimentos de la Tierra y del Agua.
Abrieron sus llikllas y mostraron las apetitosas ocas soleadas,
122 Javier Lajo

carne seca humedecida con ajos y cebollas, revuelto de habas


con queso y murmunta, ispe a la brasa, chuño y mazorcas de
maíz sancochados, tortillas de kinua, papas sancochadas con
una salsa llamada llatan, de tonos tan diversos como los colores
de la piel con que la Tierra dotó a sus hijos en diversos lugares
del mundo.
El lago se vistió de rojo encarnado en ese atardecer para
dar paso a la noche. El Shanti y sus discípulos, algo cansados,
se encontraron en casa de la curandera, solos. Saraku, sin em-
bargo, estaba ávida de saber más sobre aquellos templos en la
cima de la isla.
—Ambos templos, círcular y cuadrado, son la mejor re-
presentación de La Paridad Andina— le explicó Arnawan, que
ya lo había escuchado de su padre, muchas veces.
Saraku frunció el ceño. Arnawan, atento a los gestos de la
joven, volvió a tomar la palabra y se esmeró en aclarar lo dicho:
—El círculo simboliza aquel cosmos que en el plano hu-
mano y biológico, se hace o se proyecta lo femenino, y el cua-
drado lo hace en lo masculino —le dijo—. La unión de ambos
representa el Yanantin o la Paridad, que es lo que en comple-
mento y proporción mutua, genera el equilibrio del cosmos. Es
nuestro principio ordenador dijo solemnemente Arnawan.
Este diseño está presente en muchos lugares antiquísimos del
territorio andino, incluso desde los tiempos de Karal. Lasti-
mosamente aquí han sido destruidos casi en su totalidad pero
aún quedan las principales con las chullpas de Kutimpu, de Ácora
y otras menos conocidas.
—Ya mencionaron antes la ciudad de Karal, pero no me
dijeron qué lugar es ese.
Arnawan miró a su padre que aprobaba, sonriendo, su
iniciativa de aleccionar a Saraku.
¡Allin Kawsay! 123

—Karal es la ciudad más antigua de la que se tiene evi-


dencia en el Perú — se lució el adolescente en su respuesta—
. Data de cinco mil años atrás y ha echado por tierra la teoría
de que las primeras civilizaciones en el mundo surgieron como
producto de las guerras y de la violencia. Karal fue una ciudad
pacífica, donde familias andinas crearon una civilización de
paz, como producto del intercambio de productos de consumo
costeños con los de la sierra y la selva, y no como producto de
la violencia o guerra entre los pueblos.
XIV

Par-i-verso

El Shanti escuchaba orgulloso a su hijo. Todavía no


había pisado una universidad pero a sus dieciocho años sabía
más de su propia historia que muchos hombres letrados, y por
si fuera poco, expresaba con fluidez los términos de la filosofía
andina de la vida en su plenitud. Y es que no solo se había “de-
vorado” textos de filosofía e historia sino que tenía un bagaje
privilegiado de conocimientos que sus padres, abuelos y otros
paqhos y mamanchik le transmitieron, instruyéndole desde niño,
amén de sus propias vivencias en el corazón de Los Andes,
entre ayllus que supieron conservar y practicar los principios
andinos Inkas.
El Shanti, animado, no pudo contener sus ganas de ha-
blar, y agregó luego, como un verdadero maestro puquina o ha-
muyuri ancestral.
—Todo en nuestra existencia es par —dijo el Shanti, en-
tusiasta— incluso el cosmos es Par-i-verso y no un “Uni-verso”
como dicen. Este es el profundo significado de “Pa-cha”, cuya
raíz “Pa” significa “dos” y “Cha” energía o fuerza esencial. Hay
muchos ejemplos de par: hombre y mujer, frío y calor, día y
noche, el latir de tu corazón, el aspirar-expirar de tus pulmones,
etc. O también la historia de Manko Qhapaq y Mama Ocllo,
126 Javier Lajo

ambos saliendo juntos del lago Ttitikaka… todo y todas las


cosas y fenómenos de la tierra y el cosmos buscan su par, su
Yanantin, su otro elemento complementario y opuesto a la vez.
Por eso el Yanantin no junta “seres” sino que compone “pares”,
el mismo Yanantin como concepto no representa un Ser”, sino
que significa un “Par”. Además el Par no es solamente “un Pen-
sar”, sino también es “un Sentir”, pensar y sentir para “Hacer
Bien” las cosas, que hacemos en compañía de nuestros parien-
tes o amigos queridos.
Las palabras del Shanti estremecerían las raíces profun-
das de los árboles más viejos del planeta, y arrancarían un sus-
piro del fondo de la Pachamama; una brisa fresca y suave que
muy pocas criaturas sabrán percibir inicialmente y que sin em-
bargo alcanzará al propio astro solar. El “camino de sabiduría”
que una vez construyeron los Qhapaq-Inkas para alcanzar la
Vida Plena, empezaba a desbrozar la hojarasca otoñal para re-
verdecer la primavera del munay que es la pasión organizada
del más profundo sentir humano.
Saraku, por su parte, dejó que su imaginación se remon-
tara sobre ingrávidas balsas de totora en la inmensidad de la
brisa y del cielo andino. “Manko Qhapaq y Mama Ocllo”
pensó, “una pareja, un yanantin destinado a guiar a las naciones
y pueblos Inka. ¿Habrán sido tan jóvenes como Arnawan y
yo?”
Pero la voz del Shanti hizo que pisara tierra:
—Sin embargo, “paridad” no es lo mismo que “sexuali-
dad” —aclaró, como adivinando el impulso innato de los jóve-
nes—, pues toda sexualidad es paritaria pero no toda paridad
es sexualidad.
—Una vez más parece que supiera lo que estoy pen-
sando— murmuró en tono burlón, Saraku jajaja.
¡Allin Kawsay! 127

—¿Y qué figura resulta de la unión del círculo y el cua-


drado? —preguntó la adolescente, volviendo al tema.
—¿No lo imaginas?
—¿La… Cruz Cuadrada de Tiwanaku?
—¡Exacto, mi niña, exacto!
—¿Y por qué es tan importante la cruz cuadrada?... o
Tawa Paqha.
El Shanti le dejo contestar a su hijo. Éste dijo así:
—La unión del círculo y el cuadrado representa el más
importante paradigma andino; el “pareamiento”, es decir la
proporción y el complemento entre los pares.
—¿Entre lo femenino y lo masculino? —preguntó Sa-
raku.
—Ese es el paradigma de nuestra antigua ciencia andina,
encontrar un círculo y un cuadrado de igual perímetro, el más
importante “teorema geométrico” porque significa el “parea-
miento” del círculo y el cuadrado: Pachamama y Pachatata res-
pectivamente, ambos de los templos de Amantani.
—Es lo que en la ciencia occidental se conoce como la
“cuadratura del círculo” ¿no?... —volvió a preguntar Saraku—
, y la solución de PI o 3.1416…
—No es lo mismo, para nada —aclaró Arnawan—; este
teorema andino es algo que se recuerda como un juego de
niños llamado la “firma del diablo”, que es así más o menos…
Acto seguido Arnawan trazo un cuadrado con sus dos
diagonales y un círculo que lo encierra, y dijo:
—Hay que dibujar esto mismo pero con un solo trazo y
sin levantar el lápiz u objeto con el que trazas una sola línea,
de principio a fin. El resultado es como encontrar un círculo y
un cuadrado que tienen ambos el mismo perímetro, y que nos
da como resultado la Cruz del Tiwanaku o “Tawa Paqha”, su
128 Javier Lajo

nombre puquina. Este concepto y método ha sido malenten-


dido y traficado como “chakana”, primero por error de algunos
académicos y luego por los politiqueros criollos.
—Pero —añadió Saraku— lo importante aquí, ¿no es el
valor absoluto de la relación entre el diámetro y el perímetro
de círculo? ¿no? 
—Exacto Saraku, esto es muy diferente a lo que occi-
dente denomina la “cuadratura del círculo”, puesto que la cien-
cia  occidental ha tratado inútilmente de encontrar
un imposible valor numérico absoluto que relacione el círculo
con su diámetro y que sirva para “medir la circunferencia”;
mientras que en la cultura andina se trata de encontrar “el ele-
mento común del cuadrado y el círculo”, y un valor para el án-
gulo del diámetro del círculo en su relación de complemento
y proporcionalidad con la diagonal del cuadrado.
—Dificil de entender ¿No? —dijo Saraku.
—Es decir, las preocupaciones de nuestros sabios Ha-
muyiris pre-Inkas fueron de vincularidad y proporcionalidad, o
equilibrio entre las dos figuras que representan, una al hombre
y el otro a la mujer, reflejos de las dos esencias cósmicas. En
cambio la ciencia occidental busca medir cuantitativamente
uno de ellos, es decir el círculo, desde la naturaleza rectilínea
del cuadrado —que es un deseo inmensamente patriarcal—
porque el valor de PI, el 3.1416, se cumple solamente cuando
el valor del diámetro es “Uno”, valor que además, por ser PI un
número infinitamente incompleto, nunca nos da un  valor
exacto, por eso a esos números les llaman “irracionales”.
—Y aumentó el Shanti: Esto para los ch’ullas occiden-
tales es un intento fallido que significa aplicar “la medida” de
uno en los términos del par, lo rectilíneo para “medir” a la “otra”
curvilinea… y esto es además de impositivo, inservible para
¡Allin Kawsay! 129

“medir” el cosmos de la mujer, es injusto y nada importante


para nuestra ciencia, que le interesa no solo “medir” sino pro-
porcionalizar o equilibrar los dos cosmos diferentes, a través
de dos medidas cualitativamente diferentes; esto significa el
“pareamiento” entre los elementos opuestos y complementa-
rios, en donde lo femenino y lo masculino son reflejo del “Par”,
que nos hace existir. Eso sí es importante para los andinos.
—Como verás, Saraku —le dijo Arnawan—, a los Ha-
muyiris puquinas les interesa tanto lo cuantitativo como lo cua-
litativo y sobre todo la relación de equilibrio que debe haber
entre ambos, es decir su naturaleza vinculante.
—He oído que un partido político tiene como símbolo
la cruz cuadrada y, si pues, la llaman chakana —comentó ella.
—Yo te aseguro que ninguno de esos politicos entiende
el significado sagrado que tiene la cruz de Tiwanaku —renegó
Arnawan—. Solo les sirve para traficar los votos de nuestra
gente que ha sido reducida a la pobreza y la ignorancia. La
usan como prendedor de corbata y “trapeador”, mientras vacían
las arcas del Estado.
—¡Hay algo más! — continuó el Shanti, señalando una
de las líneas diagonales que había trazado Arnawan sobre la
tierra—. La línea en 45° representa al Qhapaq Ñan, pero esta
otra línea, que es más o menos la bisectriz de la anterior, los
sabios Hamuyiris la llamaron chek’alluwa, que se traduce como
“línea de la verdad”. ¡Allí radica el mayor tesoro de nuestros
antepasados!
—¿Línea de la verdad? —preguntó sorprendida, Sa-
raku—. ¿Y esa verdad tiene acaso algo que ver con la fuerza
del amor en la pareja?
—No sólo del amor a la pareja, que es sumamente im-
portante —le adelantó el Shanti.
130 Javier Lajo

—Si me vas a decir “amaos los unos a los otros” o que la


“fe mueve montañas”, esas frases y palabras son sacadas de la…
—¡Un momento! — la interrumpió Arnawan—. La sa-
biduría andina tiene quince mil años de antigüedad. La estirpe
de sabiduría del Qhapaq Ñan que crearon los Qhapaq Kuna, es
la escuela de sabiduría más antigua de todas las civilizaciones.
Más bien, muchos de los guias, maestros y avatares de otros
continentes, aprendieron del ancestro andino cuando estuvie-
ron aquí.
—Pero… ¿cómo así? Bien sabemos que el cristianismo
llegó con los europeos en el año mil cuatrocientos noventa y
dos, después de Cristo.
—Ese cuento de que Cristóbal Colón fue el primer na-
vegante de otro continente que desembarcó en América, es
cada día más increíble. Las “culturas madres” del mundo ya te-
nían contacto mucho antes. Y si no, ¿cómo es que se halló hojas
de coca en una tumba egipcia? ¿Cómo es que tantos vocablos
en los idiomas del viejo continente tienen su origen en el an-
tiguo puquina, quechua y aimara?
Saraku hizo un gesto de incredulidad, pero luego em-
pezó a hilar algunos acontecimientos históricos:
—¿Será posible que profetas como Buda, Jesús y otros,
cuando niños, hayan estado aquí?
—Así parece —respondió Arnawan—. En Kotosh, en
el norte del Perú, hay un templo muy antiguo que posee en un
lugar principal el símbolo de las manos cruzadas. Era el saludo
de los “esenios”, la congregación cuyo líder era Juan el Bautista,
profeta esenio.
—Entonces, ¿los esenios tuvieron su origen aquí en los
Andes?
—Es muy probable —respondió el Shanti—. El Qha-
¡Allin Kawsay! 131

paq Ñan es el Camino de la Verdad y la Vida Plena. No existe


otro similar en el mundo. En todas las culturas pre-existen
grandes similitudes con las enseñanzas de muchas religiones
del mundo, pero aquí, lejos de ser solamente principios mís-
ticos y espirituales, o de unos cuantos privilegiados, fue y se-
guirá siendo un camino de a pie para todo caminante.
Siguiendo la ruta del Qhapaq Ñan es como se adquiere sus se-
cretos y sabiduría, es decir es un método práctico de principios
muy elementales y pragmáticas normas de la vida cotidiana,
que tú misma estas aprendiendo en este caminar con nosotros
por la Gran Ruta Inka. Allá, en occidente se escribieron libros
llenos de enseñanzas, santos inequívocos y dogmas irrefuta-
bles, pero que luego se modificaron a gusto y conveniencia de
los que usufructúan el poder. Aquí, en cambio, nuestros prin-
cipios no pueden ser modificados a conveniencia pues nos lle-
gan desde las montañas de los Andes, de las estrellas y
constelaciones, de las tormentas, lagunas y las semillas; se en-
riquecen en el corazón y en la mente de todos los hombres y
mujeres, y hasta en el más humilde pastor de las punas queda
re-fundido.
— También el vivir encerrados en las grandes ciudades,
entre selvas de cemento y contaminación de todo tipo, sin con-
tacto con la tierra humeda, con las semillas y el canto de las
aves, nos separa de la Pachamama, desvinculándonos y nos
vuelve mezquinos espiritualmente.
—Así es, Saraku. Sin embargo a los que viven el encierro
de las grandes ciudades les queda solo el cielo estrellado por la
noche o algún Apu nevado en el horizonte, pero casi nadie le-
vanta la mirada hacia el cielo. Las áreas verdes con árboles en
medio de las moles de cemento, nos sirven para oxigenarnos y
también para re—conectarnos con la Tierra y devolvernos a
132 Javier Lajo

nuestra esencia natural para retomar el amor por la vida, pero


¿cuántos son capaces de entender esto? Debemos curar ese ra-
quitismo del alma que no nos deja percibir y sentir la vida.
¡Allí están “escritos” los principios andinos! —intervino Ar-
nawan señalando hacia las montañas, para luego tocarse a la
altura del corazón—. ¡Y aquí también están! ¿Quién podría
borrarlos o traficarlos? Nadie, nadie los puede acomodar a in-
tereses egoístas y personales. Solo es el orden cósmico bien en-
tendido y explicado por el mismo cosmos, y los hombres del
Ande lo hemos asumido así, porque entendemos que somos
eso mismo: Naturaleza inteligente. Esos principios son para
nosotros el Orden Andino, no son el des-orden de las Ideas
que están escritas en los libritos, con estas letras “brujas” que
son palabras despedazadas, “ñutas”, que muelen y despedazan
nuestro corazón y nuestra mente.
—Pero… ¿y qué del presente? ¿Por qué tantos hombres
y mujeres de Los Andes, que van a las ciudades llevando esos
principios en su corazón y su mente, hacen todo lo contrario?
—Verás hija. Estamos luchando contra un parásito men-
tal, contra un virus hecho de pensamiento puro que llegó con
los invasores españoles. Este virus o parásito, es una idea o ente
muy poderoso, se aloja en la mente y luego va al corazón, y se
encarga de alimentar el hambre de poder. A los valores de uso
y posesión normal de cualquier humano, los convierten en afán
extremo de territorialidad y propiedad privada absoluta,
cuando no en afán insaciable por poseer riquezas. Pero funda-
mentalmente ese virus mental hace creer a la gente que se
puede existir solos, solitos, “wajcha”, sin necesidad de nadie
¡solos!, como individuos ermitaños, con un individualismo
egoísta, con una conciencia individual, rudimentaria, y primi-
tiva; sin querer compartir ni dar nada a nadie, recibiendo todo,
¡Allin Kawsay! 133

sin dar nada… Ese virus mental es la idea del Ser que no re-
conoce a nadie más que a sí mismo, nadie es diferente a “El
Ser”, ni siquiera un “Ser hembra”, porque no la necesita. A pro-
pósito, esa sensualidad exacerbada del individualismo convierte
el poder del sexo en genitalidad solamente y en puro placer
carnal, con lo que los contaminados por este virus mental, de-
rivan fácilmente a la indistinción sexual, por lo que creen que
el sexo es una “opción” más de su libérrima voluntad. Ese pa-
rásito mental es un monstruo solitario, y ch’ulla, In-Par... que
se apodera de la conciencia y de la voluntad, haciéndole creer
al individuo que su conciencia solo le pertenece a él.
—¿Es acaso eso, a lo que le llaman “el Mal”?
—No, no es un demonio, ni es “el mal”, solo es un en-
samble o estructura simple de ideas, de pensamiento… nada
más. Entendiéndolo bien, se le puede desarmar y destruir,
creándole un anti-cuerpo... es necesario prepararle o crearle
una vacuna.
—Explícate Shanti… no entiendo, ¿no será solo una sos-
pecha tuya?
—Es difícil explicar, cómo es este virus mental, es una
idea o concepto muy sofisticado, que genera sentimientos de
los más fuertes, es algo que te induce a “ser solamente pen-
sando”, ni siquiera “sintiendo” y ese “Ser” quisiera existir sin
hacer nada, es un “Ser sin Hacer”, solamente “Ser,” incluso sin
tiempo, sin movimiento, pero eso sí, poseyéndolo todo con el
pensamiento, porque él es un “Ser” que ha creado todo dentro
de sí. Es complicado explicarlo. Además es un “Ser” violento,
muy agresivo, por lo desequilibrado y vanidoso, su principal
oficio es la guerra. Creo que Arnawan tendrá más ideas al res-
pecto de cómo explicarlo. Pero tú, Saraku, has aprendido de
pequeña el runasimi, has estudiado en los mejores colegios y
134 Javier Lajo

seguirás en las universidades. Cuando estés allí no te olvides


de esto que estas aprendiendo y como eres muy joven podrás
y tendrás que estudiar toda la filosofía occidental, pero sobre
todo para entender todo su embrollo mental, aislar ese germen
y crear una vacuna, un anticuerpo que pueda proteger a la gente
frente a este bicho. Y en lo más profundo de mi corazón tengo
la esperanza que acompañes a Arnawan en esa aventura— Fi-
nalizó el Shanti.
—Es el espíritu absoluto, ¿verdad?, o el Ser Uno, que lo ha
creado todo dentro de sí, algo de eso he leído en la filosofía
griega y alemana. Claro, es por eso que no puede tener pareja, ha
eliminado a la Diosa. Esto tendré que digerirlo bien… ¡Qué
tranca!
—Es verdad Saraku. Habló Arnawan reforzando esta
idea. Pero en varias comunidades, y sobre todo en las de estas
islas, aún se mantiene con gran fuerza nuestro sano espíritu y
nuestros principios andinos. Parece que en este hermoso lago,
alimentado por los rituales de los paqhos, se ha formado una
barrera natural, un anti-cuerpo inconsciente contra ese germen
detestable. Estos nuestros hermanos, aquí, son un ejemplo va-
liente de la resistencia a esa dolencia del humano occidental,
un hermoso ejemplo de lo que fue todo el Tawantinsuyu. Es-
tamos seguros de que lo seguirán siendo y que, desde aquí,
desde esta paqarina mayor que siempre ha sido el Ttitikaka,
esta “cepa” o vacuna contra el “Ser”, esta consciencia perenne
del “hacer” o mejor dicho del “a-ser”, las cosas bien y juntos, la
irradiaremos hacia el resto del mundo, cuando estemos fuertes
y bien premunidos de los anti-cuerpos contra ese virus que ha
enfermado el corazón y la mente de casi toda la humanidad.
“¡Es necesario re-fundar la historia!” pensó Saraku. “Y no
me apartaré del Shanti y Arnawan hasta saber toda la verdad.”
¡Allin Kawsay! 135

Ella siempre había tenido discrepancias respecto a la his-


toria oficial que le enseñaron en la escuela, pero ahora se daba
cuenta de que existía una versión y secuencia diferente de los
hechos y que cada pueblo pues, teje su historia según sus inte-
reses.
El Shanti, al verla agitada, le habló con mucha ternura
de padre, para calmarle los ánimos.
—No corras, hija: vamos a trote corto nomás, que largo
camino tenemos que andar.
Al amanecer, Saraku se deshizo de sus finas zapatillas y
se quedó con las ojotas que le entregaron, para sentir en sus
pies a la tierra, al viento, al frío, como la mayoría de las mujeres
de aquellos lugares. Llevaba consigo un nuevo traje, a la usanza
de las mujeres de Capachica, el siguiente lugar de destino; pren-
das que a partir de entonces usaría.
Saraku estaba demostrando, sin proponérselo, una im-
portante transformación impulsada con mayor fuerza desde
que fuera tocada por la misteriosa sirena del lago, un ser mítico,
imaginario acaso, pero que como ella, pertenecía a dos mundos
unidos por la cintura, que es el lugar donde se genera el equi-
librio.
Desde ahora para Saraku, uno de los mundos correspon-
día al de los ayllus y panakas andinos, alimentado por ese bagaje
cultural ancestral paritario y del equilibrio entre la oposición y el
complemento, y el otro era aquél mundo occidental “globali-
zado”, que el Shanti le decía “monomaniatico”, “Ch’ulla” o im-
paritario, y que se desarrolló a galope, atropellando todo a su
paso desenfrenado de espaldas y contra el primero.
—¡Síí¡ dijo emocionada Saraku, ¡qué fácil y rápido es
avanzar decidiendo en solitario todo! Otra cosa es avanzar tras
la consulta, el ponerse de acuerdo, el buscar el consenso y en-
136 Javier Lajo

contrar el equilibrio entre dos mundos o dos cosmos opuestos


pero complementarios. ¡Qué interesante es el mundo de la pa-
ridad! ¡No existe una sola humanidad, existen dos humanida-
des: una de varones y otra de mujeres!
XV

En Qhapaq Ch’eqa

En la misma balsa de totora en la que llegaron, partieron


al día siguiente. Manos expertas de la isla habían reparado y
mejorado sus accidentadas partes. Muchas lanchas de totora,
igualmente adornadas, con gran pompa y boato, los escoltaron
esta vez, otorgando protección y mayor realce a la comitiva.
Tras un corto viaje de aproximadamente dos horas, acodaron
en Llachón, lugar de atraque lacustre de Qhapaq Cheqa —que
se traduce como “La Verdad de los Justos”— pueblo que ahora se
conoce con el nombre castellanizado de “Capachica”. Allí fue-
ron recibidos por los pobladores vestidos con sus mejores galas,
flores y serpentinas. Traían gran variedad de fruta y llegaban
al compás de bombo, tarola y sikuri.
Había mucha algarabía y fiesta en el pueblo, pues circu-
laban muchos chismes y rumores sobre la llegada del gran
paqho y sus discípulos, hasta se decía que el Shanti estaba dando
los toques finales a la preparación de la pareja de jóvenes que
re—encarnarían el modelo de Manko Qhapaq y Mama Ojllo, lo
que para muchos místicos le daba a la travesía del Shanti y los
jóvenes un matiz misterioso de “marcha iniciática”.
Qhapaq Cheqa, se ubica en una península que se adentra
en las aguas del gran lago Ttitikaka, extendiéndose como un
138 Javier Lajo

brazo cuya mano “ha lanzado la isla Amantaní”, cual si fuera


“una piedra tirada en el estanque”.
La blusa blanca y el chaleco negro que usaba Saraku, de-
rrochaban belleza primaveral en sus bordados floridos, y entre
ellos, las margaritas combinaban bien con la pollera amarilla.
Un manto negro cubría sus cabellos y remataba en una mon-
tera de ala ondeada, verdadera obra de arte entre el bordado y
las borlas coloridas. El chaleco negro que llevaba Arnawan es-
taba igualmente bordado de flores. Un sombrero de paño
plomo oscuro ayudaba a sujetar sus cabellos largos, impidiendo
que el viento jugase con ellos, desordenándolos. El Shanti, sin
embargo, no variaba su vestimenta de paqho de la Isla del Sol.
El Shanti y su hijo fueron recibidos con alegría, pero la
presencia de Saraku -una gringuita- sorprendió más. La gran ma-
yoría se sintió complacida de ver a una hermosa joven muy bien
dispuesta físicamente y acompañando al hijo del Shanti, sin em-
bargo algunos se mostraron desconcertados y algo inconformes
con ella, pero se inhibieron de mostrarle su malestar, no tanto por
el miedo que podía provocar su estatus, sino por el cariño y res-
peto que les inspiraba el magnífico paqho. Sabían que debía tener
poderosas razones para colocar a Saraku al lado de Arnawan, ya
que juntos constituían una pareja formidable que provocaba la
admiración general. Además habían escuchado el runasimi de
Saraku lo cual había sorprendido sobremanera a todos.
Al percibir la incomodidad que algunos sentían por la pre-
sencia de Saraku, el Shanti recordó que hacía varios años, un
grupo aimara lo convocó para debatir sobre la necesidad de de-
marcar un territorio aimara. Luego de escuchar sus alegatos en
pro y en contra, pacientemente y por varias horas, respondió
entre dientes y despacito, como obligándolos a callar para escu-
char, pero con una cara de aburrimiento que cualquiera notaba:
¡Allin Kawsay! 139

—En tiempo de los Inkas, ni siquiera los perros marcaban


su territorio, y si ahora orinan en determinados sitios es para atraer
la atención de alguna hembra.
Se hizo un gran silencio… y allí acabó la discusión.
Desde los albores de la historia, instintivamente, los seres hu-
manos sintieron rechazo a otros grupos de su misma especie,
y sobre todo con caracteres raciales diferentes, rechazo que en
muchos casos fue superado, pero en otros abrió brechas inson-
dables que hasta hoy perduran. Particularmente, en el Tawan-
tinsuyu, los pueblos vivían bajo un régimen de “archipiélagos”
territoriales.
En general los extranjeros eran bien recibidos; tal vez
demasiado bien servidos en las comunidades, y por ello mu-
chos piensan hasta hoy que el esmero con que se atiende al ex-
tranjero o cualquier “visita”, es producto de la “bajísima
autoestima” de los comuneros. Pero la verdad es otra: la ley del
yanapakuy y la hospitalidad andina nos puede asombrar y lle-
narnos de satisfacciones; la cultura quechua es la única que
tiene métodos y sistemas para incluir al extranjero en su seno,
sin perder su identidad. El Shanti sabía perfectamente cómo
usaron los Inkas esa “diplomacia” para cautivar a sus vecinos y
hasta a sus enemigos.
Cuando algún comunero le preguntó por la presencia de
esa gringuita en su comitiva, el Shanti respondió con dureza:
La Pacha para los Inkas, no hace distinción al momento de parir a
sus hijos, y todos compartimos los mismos piojos, nadie tiene derecho
a liendres especiales y todos los hombres de los Andes lo saben.
Más cuando quedaba solo, pensaba que al parecer, algu-
nos aún maceran su rencor acumulado por siglos en las ma-
drigueras más profundas y primitivas del alma. Los runas
menos evolucionados podían hallar amor en la roca más áspera,
140 Javier Lajo

pero no eran capaces de mirar lo que había más allá de su des-


precio hacia los diferentes: el agrio sabor de la endogamia y el
incesto, por ejemplo; fenómenos que erosionan y degeneran
los genes a los pueblos que lo practican. “Los inkas” recordaba el
Shanti “habían escarbado y trabajado mucho para erradicar estas
bajas costumbres que, en algunos de los pueblos más primitivos del
Tawantinsuyu, la xenofobia involuciona aún el cuerpo y el alma
de aquellas gentes.”
Ante la acogida de los pobladores, Saraku no pudo evitar
sentirse algo especial, pero aun sabiendo que había sido elegida
por el destino para acompañar al Shanti y su hijo, no se consi-
deraba merecedora de semejante honor y más bien le provo-
caba cierto temor. No obstante, la mirada atenta de muchas
jovencitas quechuas y aimaras que la observaban con envidia,
la hacían sentir incómoda. Entonces, intimidada, agachaba la
vista y sus ojos azules brillaban centelleantes como el azul pro-
fundo del lago, al amparo de la sombra que ejercía la montera
negra. Se cercioraba de que sus trenzas rubias estuvieran cu-
biertas bajo el manto negro y trataba de ocultar el pálido de
sus largas y hermosas piernas, con la llamativa pollera. Por pri-
mera vez le incomodó el color de su piel.
A diferencia de otros, los paqhos mantenían constante
comunicación entre ellos y sabían todo lo que venía sucediendo
alrededor de los viajeros. Por eso trataron a Saraku como una
más de la comunidad. Ella se sorprendió por la facilidad que
poseían para reconocer los sentimientos de una persona antes
de cruzar palabra alguna. En esa ocasión hubo varias reuniones
entre ellos y el Shanti; reuniones cerradas en las que siempre
consultaban las hojas de coca para sondear la ruta de los ca-
minantes y tomar decisiones frente a los peligros que debían
afrontar.
¡Allin Kawsay! 141

Pero la sonada marcha del Shanti y sus jóvenes discípu-


los por el Qhapaq Ñan, también inquietaba a otros personajes
que se reunían en las parroquias para especular y discernir por
qué y por dónde aquellos caminaban.
—Es una marcha ritual —decían—. Solamente el demonio
sabe qué intenta el gran paqho y sus seguidores.
El paisaje de Capachica se mostraba esplendoroso. De
relieve irregular; pampas, valles, quebradas y una cadena de ce-
rros rocosos que recorre toda la península frenando el embate
de los vientos; de playas arenosas, un clima templado y seco
durante el día y frío por las noches. Siempre ataviada de árboles
y arbustos tan bellos como el qeñuwa, kolle, cantuta, tola y ka-
riwas que armonizan bien con diferentes especies introducidas
como eucaliptos, cipreses, pinos, manzanos y otros. Los patos,
zambullidores, chullumpi, guallatas y parihuanas, tan comunes
en otros lugares del lago, también eran parte del paisaje en
aquella franja de tierra.
Saraku, siempre observadora y curiosa, fue testigo pre-
sencial de la forma cómo los comuneros sacrificaban algún ani-
mal del rebaño para aprovechar su carne, sin ofender a la
Pachamama. Antes de matarlo, realizaban un ritual, solicitando
licencia a la Pacha para aprovechar su cuerpo y con mucha re-
verencia devolvían el ajayu del animal a los Apus. El sacrificio
era rápido y con una técnica muy depurada para evitarle cual-
quier sufrimiento inútil.
En el día, los hombres tejían las prendas de lana, y al
igual que las mujeres aseaban a sus niños y participaban de las
faenas domésticas compartiendo equitativamente las tareas de
la casa y el campo. Saraku se inmiscuyó en muchas de esas la-
bores en esos dos días. Primero se puso a escarmenar lana, a
hilar y tejer, a usar el telar, a teñir la bayeta con flor de chik-
142 Javier Lajo

chimpay para el color amarillo, o con raíz de wilalayoy qollpa,


nombre andino del sulfato de hierro, empleado para obtener
el color rosado; pero no faltó el comentario burlón de algunas
imillas o jóvenes aimaras.
—¿No que Mama Ojllo vino a enseñar el hilado y tejido
a las mujeres, y no al revés?
Pero lo que ellas no sabían era que Saraku no había sido
precisamente elegida por el destino para enseñar técnicas muy
domésticas como son hilar y tejer, cosa que ya tuvo su tiempo
de aprendizaje hacía milenios. En esta nueva época del “tiempo
pleno” hay cosas mucho más importantes qué aprender y de
las que Saraku sería portadora una vez acabadas las lecciones
que a lo largo del Qhapaq Ñan le estaba dando el Shanti. Y si
algo más se propuso aprender con urgencia, era a hablar per-
fectamente el aimara para que las kuyacas o chicas aymaras
nunca más le tomaran el pelo.
Al segundo día le tocó participar en la faena comunitaria
de cosecha de papas, sin saber que aquello era una festividad,
más que un deber. Como todos los asistentes, llegó hermosa-
mente ataviada, al igual que Arnawan. Ambos juntos por su
porte, Arnawan alcanzaba ya casi un metro ochenta y Saraku
era solo un palmo más chica, y ambos con cuerpos atléticos y
bien proporcionados a lo que unían su aura y carisma personal
que impresionaban de sobremanera.
Luego del ritual a la Pachamama, y mientras se iba con-
sumiendo el fuego de la ofrenda, todos iniciaron el escarbe de
la tierra, compitiendo entre sí para ver quién era el más rápido.
De pronto, los jóvenes empezaron a lanzar terrones a las mu-
chachas que terminaron respondiendo de la misma manera.
Saraku se espantó por la brusquedad del juego pues varios mu-
chachos arrastraban por tierra a las jóvenes y luego, sin dejar
¡Allin Kawsay! 143

de reír, terminaban enredados; hombres y mujeres. Más le sor-


prendió ver caer a Arnawan en poder de cuatro chicas que to-
mándolo de pies y manos, lo balancearon hasta lanzarlo contra
la tierra removida.
Ajena al juego, Saraku intentó rescatarlo pero dos mu-
chachos la alcanzaron y pretendieron derribarla al suelo para
arrastrarla. Ella, muy ágil, se incorporó y lanzó un golpe de
talón en el estómago al más alto, dejándolo sin aire. El otro se
apartó, asustado. Con ella no era la cosa. Más allá, el Shanti
reía a carcajadas. Solo él sabía que su joven y rubia discípula
había estudiado y practicado artes marciales de competencia
con el mejor “sensei” de Cochabamba y durante cuatro años
había conseguido en duros torneos internacionales el más pre-
ciado estatus del Kung-Fu: el cinturón negro.
Más tarde, el Shanti y sus discípulos compartieron la
cena con una familia cuyos miembros más longevos eran re-
conocidos paqhos. Como en toda familia, uno a uno contaba
sus experiencias del día, buenas o malas y al final los mayores
aconsejaban sobre las deficiencias o festejaban lo extraordina-
rio. No faltaban las bromas menudas y algunas más pesadas,
pero sin perder el buen humor. Esa noche, Saraku comprendió
mejor las costumbres de los campesinos, para quienes la alegría
durante el arduo trabajo de la siembra y cosecha era primordial.
—La Pachamama siente nuestra alegría y escucha nues-
tra risa y se pone contenta; entonces hay buena cosecha. Le
encanta que sus hijos jueguen, por eso no podemos estar tristes
—le dijeron.
La joven terminó comparando las vivencias en esos pa-
rajes con las de su mundo, considerado por ella, hasta hace
poco, más civilizado.
—En mi mundo moderno y occidental — explicó Sa-
144 Javier Lajo

raku adoptando un tono académico — existen dos fracturas


fundamentales y dominantes —reflexionó en voz alta para ser
escuchada—; la primera dentro de la familia al haber separado
las labores productivas. La chacra, la industria y todos los in-
gresos monetarios son para el varón, y las reproductivas: el tra-
bajo doméstico, el cuidado y crianza de los hijos pequeños, para
la mujer. La segunda fractura está en la división del trabajo: el
manual o no calificado como dicen, y el intelectual o de la élite
calificada. Aquí en los Andes, en cambio, todo es junto e inte-
grado; las cosas se hacen indistinta y colectivamente. Ambos,
varones y mujeres laboran las cosas de la casa y de las labores
de la chacra… y así se ha criado y formado la inteligencia que
también es emotiva y la emoción que es inteligente, para
ambos... ¡Qué bacán! Sentenció.
Y liberando un suspiro, agregó: —hubiera querido nacer
aquí, en el seno de estas familias, en estos hermosos paisajes y
al lado de esta linda gente circunlacustre…
—Sí, hubiera sido muy saludable para un alma como la
tuya, pero no es tarde. Estás naciendo de nuevo y viviendo esta
experiencia con nosotros, aquí en el corazón de los Andes. Y
ahora, no pienses solo en ti —le aclaró Arnawan.
El Shanti, al escuchar lo último, plantó su mirada en Ar-
nawan. El muchacho conocía bien la expresión silenciosa de
su padre: Déjala que diga lo que siente —le estaba sugi-
riendo—, ella aún está saliendo de la crisálida donde se aferró
mucho tiempo por miedo a vivir la vida. Déjala que abra sus
alas de mariposa poco a poco, libre y autónoma, porque la selva
por donde ha de volar, está plagada de peligros.
En efecto, Saraku, apenas dejó su infancia, había vivido
escabulléndose de la vida plena, aferrándose a las diversiones
propias de la juventud que la satisfacían mientras duraban y
¡Allin Kawsay! 145

compartía con sus compañeros, pero luego volvía a ser presa


de su depresión, hasta que puso pie en la Isla del Sol y se dejó
abrazar por la magia de su entorno; una magia de la que no
pudo ni pretendió escapar porque la “varita mágica” que los
Qhapaq manejan, no es truco de mago, ni “librito mistico” o
“doctrina esotérica”; tiene el poder que emana del Qhapaq Ñan,
un camino milenario construido por una organización de sabios
cuyos conocimientos los estaban poniendo en práctica ante sus
ojos, el Shanti y su hijo .
XVI
La Verdad de los
Qhapaq

Esa modesta y humilde casita fue escenario de una con-


versación sin paralelo en la vida de Saraku.
—Pero aún no me dices qué es lo que he venido a hacer,
Shanti, además de aprender a no estar triste —cuestionó ella,
con firmeza.
La inquietud de Saraku reforzaba la confianza que había
depositado en ella el Shanti; la mariposa había dejado su cri-
sálida, decidida a volar... y ahora quería saberlo todo.
—Entregar nuestro gran mensaje a todo mundo —le
contestó el Shanti—; en acción organizada con nuestros her-
manos que convocarán ustedes y nosotros con esta sagrada re-
liquia —y abrazó su q’epe.
—Me estás hablando de una misión de grandes propor-
ciones y yo solo soy una aprendiz que no entiende aún casi
nada de lo que hablas; ayer nomás me mataba la tristeza y la
confusión… ahora me muero de ansiedad por la curiosidad y
la emoción. Te ruego Shanti me expliques todo lo que yo debo
saber —suplicó Saraku.
Los paqhos allí reunidos se miraron entre sí. Era el Shanti
el mejor indicado para saber qué debía responderle. Solo él
sabía cuánto había recorrido Saraku por el Qhapaq Ñan y
148 Javier Lajo

cuánto le faltaba caminar. Pero la respuesta merecía un marco


más solemne. La Mamanchik o mujer paqho, atenta a la con-
versación, envió a sus hijos y nietos a dormir para luego invitar
al grupo de caminantes y a los otros paqhos a salir de la modesta
casita y sentarse sobre cueros de llama acomodados en una sa-
liente de piedra. Teniendo como testigos a las constelaciones
brillantes y las constelaciones oscuras del firmamento, se hizo
un gran silencio y Saraku escuchó atenta a su maestro, con
tanta atención que hasta el rubor natural de sus mejillas desa-
pareció:
—El Sumaq Kausay como disciplina de vida, es tal vez
la parte más importante de nuestra Gran Verdad, y ya pronto
será una realidad como principio constitucional de muchos
países, porque el deterioro del clima y la ecología del planeta
va a ser revertido mediante la re-activación de los intiwatanas
del gran camino, con los más importantes rituales de manejo
respetuoso de la energía geomagnética del mundo y la espiri-
tualidad de los ayllus y panakas del Qhapaq Ñan, y en especial
re-activando nuestra antigua alianza con los Apus. Esta gran
sabiduría vivencial es la que se experimenta en nuestro reco-
rrido físico y espiritual por el Qhapaq Ñan, de la que tú y Ar-
nawan ya son parte. Por eso, lo primero, querida Saraku, es
lograr que el dinero y las riquezas materiales dejen de ser el eje
del mundo pues a nada sano han conducido, solamente a crear
una sociedad frívola y consumista.
—Eso no será nada, nada sencillo. Tendríamos que de-
sarmar todo el sistema y eso no está en nuestras manos. Los
poderosos del mundo toman decisiones que controlan la eco-
nomía global —opinó Saraku.
—En el mundo actual, hay mucha gente, en especial los
jóvenes como tú, que están en crisis, hartos de su civilización
¡Allin Kawsay! 149

deshumanizada, y ya se siente una inmensa sed de cambio. La


idea es que llegue hasta los más alejados confines del mundo
nuestro mensaje y propuesta, el mensaje del “orden andino”;
que retorne el equilibrio del mundo y se asuma el allin kawsay
o “existir espléndidamente”, como toda una disciplina de
vida… que hay que enseñar con mucha paciencia.
—Y… ¿cómo enseñaremos esa gran disciplina? ¿Acaso
los haremos caminar a todos por el Qhapaq Ñan?
—Tranquila mi querida Saraku, es explicable que ha-
biendo salido de tu depresión quieras ahora tomarte el cielo
por asalto… recuperar y mantener el equilibrio del mundo no
será fácil, ni rápido. Pero lo principal es actuar conociendo pro-
fundamente la “pata coja” del invasor y colonialista occidental
y sabiendo aislar a su “germen transmisor” porque lo que que-
remos es matar a la enfermedad, mas no al enfermo. Los occi-
dentales no son “malos de por sí”, tienen una rara enfermedad
del espíritu, que es provocada por una especie de virus mental, pero
esto todavía no lo entendemos bien, sino ya tendríamos el remedio.
Creemos que este remedio es una vacuna o anticuerpo que sirva
para inmunizar primero a nuestra gente y luego a toda la huma-
nidad y convertirla en gente solidaria y generosa, que es la caracte-
rística que hizo evolucionar a la especie humana.
—Ahora ya entiendo —dijo Saraku— porqué les fue tan
fácil a los españoles “conquistar” al Tawantinsuyu. ¡Los contami-
naron enfermándolos a todos!
—Así es, mi niña. Cuando llegó Pizarro trayendo esa
enfermedad del alma, su agente transmisor se apoderó veloz-
mente de todas nuestras poblaciones resistentes y que super-
vivieron al ataque rabioso de sus huestes guerreras. Ese virus
mental se expandió fácilmente en pueblos enemigos o rivales
de los Inkas, y también en poblaciones Inkas, por nuestra ca-
150 Javier Lajo

rencia de defensas apropiadas —y actualmente todavía se sigue


expandiendo, invadiendo el alma de los andinos que se con-
vierten de la noche a la mañana en caricaturas de occidentales.
—Una pregunta…
—Dime, Saraku. Pregunta ahora, que tenemos la con-
centración necesaria.
—El “virus mental” del que hablas, ¿tiene algo que ver
con la religión que trajeron los españoles?
—Tiene mucho que ver, pero “el ser” no es idéntico al
Dios padre, ese Dios “Ch’ulla” es diferente al “virus”, más por
defecto que por exceso. Fue esa religión del cura Valverde, una
mística dogmática, hipócrita, cruenta y mesiánica retrógrada,
felizmente no todo “lo cristiano” es así, no todos ellos están en-
fermos, hay “portadores sanos”, pero también hay cristianos
“inmunes”, pero son muy pocos y andan muy solitarios. Tam-
bién hicieron lo suyo los virus de las enfermedades del cuerpo,
como la viruela que fue una excelente arma de la guerra de ex-
terminio que desataron los wiracochas. Además, el choque físico
que los Inkas habían ya desechado hacía mucho tiempo, nos
agarró desentrenados para la guerra total... y sin armas apro-
piadas. La peste negra o viruela y la gripe hicieron lo suyo para
eliminar físicamente a nuestros guerreros. Pero mucho más no-
civo fue ese “virus mental”, con el que se ganaron fácil a los
pueblos enemigos de los Inkas y a los runas con “alma de trai-
dores”, que existen en todos los pueblos, estos no necesitan de
virus letales, hasta hoy la deslealtad es la peor enemiga de los
andinos. Y recién estamos recuperando las primeras genera-
ciones de guerreros Qhapaq, dotándoles de la inmunidad apro-
piada, porque no conocíamos esa “cepa” que trajeron los
europeos debajo de la coraza metálica.
—Eso de crear una “vacuna” puede ser efectivo —dijo
¡Allin Kawsay! 151

Saraku—. Ya antes se “vacunó” a los pueblos occidentales con-


tra el germen de la esclavitud y pegó y aunque hay resistencia
en algunos lugares, hay modalidades de esclavitud que la sigue
manteniendo. Aunque la vacuna anti—esclavista sigue traba-
jando. Pero esta nueva “vacuna” debe ser más potente, tanto
que debe acabar con el individualismo y el egoísmo extremo,
los afanes absolutos de poder, de dinero y el sexo desbocado,
provocado por la represión u opresión contra la mujer y los
niños, el desecho de los ancianos, etc., etc.
—Así es mi niña, así es, la esclavitud a la que fue some-
tido el “prójimo” fue el primer escondrijo o “guarida” del caníbal
o antropófago, pero éste ha evolucionado paralelo al ser hu-
mano, no sólo en Europa sino también aquí en el Tawantin-
suyu; la diferencia es que aquí los Inkas supieron controlar y
mantener a raya esa rara enfermedad que ataca el alma del “par”
humano y que lo hace fagocitar o comerse a sus congéneres,
comer su carne o “modernamente” hablando alimentarse de su
energía o parasitarlo, es lo mismo, ¿no?.
—Uyyy… ¡qué fuerte! Mi mundo es una “guarida del ca-
níbal”, hummm… es cierto —dijo Saraku, muy entristecida—.
Es por eso que yo no tenía ganas de seguir viviendo ese estado
de antropofagia camuflada, en donde no hay sitio para la convi-
vencia entre los humanos, o “comes” al prójimo, o el prójimo “te
come”.
—Correcto Saraku, por eso mismo es necesario desarro-
llar el “anticuerpo”. El mismo mundo o planeta, que es un sis-
tema de vida, por tanto, un organismo vivo, con nuestras
acciones, se sentirá aliviado de este virus del espíritu, que hace
que los humanos pretendan extraerle todos sus minerales e hi-
drocarburos sin medida, ni clemencia, hasta arrasarla.
—Sin embargo —volvió Saraku a preguntar—, ¿cómo
152 Javier Lajo

enfrentarse a las poderosas iglesias y religiones monoteicas, la


cristiana, la islámica y la judaica, que juntas alimentan a ese ser
que dice: “Yo soy el que Soy”? Las religiones del librito que
sentencian que el hombre es el amo y dueño de la vida sobre
el planeta, bien claro dicen: Procread, creced y multiplicaos, y hen-
chid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las
aves del cielo y sobre los ganados, y sobre todo cuanto vive y se mueve
sobre la tierra. ¿Acaso señalan que somos hijos de la Tierra y le
debemos respeto y amor? ¿Cómo luchar contra las religiones
violentistas y hasta contra los ateos materialistas que levantan
a la ciencia como una nueva fe?
—Vamos despacio, Saraku. Para comenzar, no vamos a ir
contra nadie —dijo Arnawan, esta vez más comprensivo y pa-
ciente—. No debemos, ni vamos a aprender nada de los pa-
triarcales y monoteicos, porque nuestra espiritualidad es más,
mucho más abarcante y más plena ahora; el tiempo sopla a
nuestro favor, se acabó la época del no-tiempo, aquel no tenía
“punto de referencia”, ahora occidente está reconociendo a
nuestra cultura andina como “otra cultura”, diferente a la “glo-
balizada”, desde la cual podrá reconocer un “otro”, a partir del
cual comenzarán a medir el tiempo y darse cuenta que es ne-
cesario “el kutín, o retorno al tiempo pleno”, se acabó la monomanía
occidental del no-tiempo .
Y añadió el Shanti: —Tampoco es intención nuestra el
implantar una suerte de evangelización o incluso una “inqui-
sición” andina. Las cosas caerán por su propio peso. La tecno-
logía ha hecho que todos nos podamos comunicar y podremos
denunciar lo que antes nadie se atrevía. A las religiones mo-
noteicas y a las otras religiones parciales, se les está acabando
la energía, se acercan a su ocaso y van dejando un vacío que se
llenará con lo necesariamente natural, pero no con sistemas es-
¡Allin Kawsay! 153

pirituales parciales o peor con mentiras piadosas, sino con el


camino milenario de sabiduría humana, que es a la vez un mé-
todo de conocimiento. O evolucionan las iglesias y se van in-
tegrando a las más abarcantes e incluyentes, o caerán hasta su
auto—destrucción; sólo les queda reemplazar el miedo al cas-
tigo celestial, por el amor a la vida. Y justamente la filosofía
andina del Sumaq Kawsay o espléndida existencia o la vida plena,
es la que va a equilibrar las religiones y a los religiosos, con una
espiritualidad natural y humana; no vamos a prender hogueras,
ni a proclamar viejas “guerras santas”, esa estupidez y carnicería
de los matarifes, se acabó. Las aguas que cayeron en el último
diluvio todavía no han recuperado su nivel y su cauce. Ha de-
jado mucha gente traumada y con pánico fóbico contra la
madre y la mujer. Las aguas que corren por los abismos de oc-
cidente encontrarán un remanso cuando se igualen en el te-
rreno llano con las otras culturas, lo mismo pasará con la mente
y el corazón de los occidentales y habrá paz y vida plena para
todos.
Los paqhos mayores permanecían atentos y complacidos
de escuchar a un Hamuyiri mayor como el Shanti, heredero de
la sabiduría de los Qhapaq. Ahora fue el turno de Arnawan:
—Pero no sólo son los religiosos las víctimas de ese virus
o “germen”, porque hasta los ateos materialistas se sienten
amos del planeta y sólo creen en aquello que pueden medir en
función a la limitada experimentación científica, donde usan
sólo el intelecto o la razón.
—Pero ¿cómo vacunar a las sociedades del mundo en-
tero?, ¿tendremos que inventar un nuevo mesías?, o ¿tal vez
una mesías? —continuó con sus preguntas Saraku.
—Todos los cuerpos patógenos y sus anticuerpos tienen
sus agentes y contra—agentes transmisores —tomó la palabra
154 Javier Lajo

el Shanti—. Por ahí va la cosa, mi niña. Un mesías es un mito


subjetivo e individual, y eso es repetir la enfermedad del indivi-
dualismo, la mezquindad y egoísmo, del “tiempo sin tiempo”. El
mesías individuo replicará al individuo condenado y no redimido.
Lo que levantaremos ahora en la era del tiempo pleno, es un mito
subjetivo, pero esta vez será colectivo, y no individual. Y tal como
antaño, en Los Andes, el mito subjetivo colectivo será la Hermandad
de hombres y mujeres de la Qhapaq Kuna. Los Qhapaq estamos
retornando, luego de una gran sequía de sentimiento, sabiduría
y conocimento, por nuestra misma ruta: El Qhapaq Ñan o Ca-
mino de los Justos.
Uno de los Qhapaq allí presentes, tomó la palabra para
anunciarles algo que aún no sabían los demás:
—Ha llegado el momento de reunirnos los Qhapaq Inkas
dispersos en todo el continente con los otros líderes espirituales
Quechuas, Aimaras, Amazónicos, a los de Norte y Centroa-
mérica, Calchaquíes y Mapuches de Argentina, los Otavalos y
Huaorani de Ecuador, todos los pueblos originarios y hasta los
del Monte Shasta… juntar a todos los líderes de los pueblos
que antes forjamos la confederación de los cuatro puntos car-
dinales. Es decir, los Qhapaq de los pueblos originarios del con-
tinente junto a los de otros continentes, los Sufíes, los Kadosh,
los Templarios, los Cátaros, etc. Uniremos nuestras fuerzas
para recuperar importantes rituales de “manejo” respetuoso de
la energía geomagnética del planeta.
La finalidad es poder revertir el desequilibrio del mundo
—continuó hablando pausadamente el Shanti—; el deterioro
total de eje del planeta, que es causa y consecuencia del desor-
den y crisis ambiental y climático que amenaza con destruir a
la humanidad y contrarrestar el Pachakuti cósmico que anuncia
el reverso polar que actualmente se está ejecutando… Si no
¡Allin Kawsay! 155

podemos revertir o recuperar el ángulo deteriorado del eje del


planeta, que sobrecalienta unas zonas y congela otras y dese-
quilibra la temperatura de la atmósfera, los climas, las socie-
dades de todo el mundo y hasta a las parejas, familias, y
personas… un gran pachakuti cósmico sobrevendrá y acabará con
todos los seres vivos sobre la faz de la Tierra —sentenció—, pues
la apocatástasis de un planeta que da una voltereta completa de su
eje, el gran Pachakuti cósmico que está por ocurrir, lo destruirá todo,
tal y como ya sucedió varias veces en la antigüedad y el ciclo de la
vida volverá a sus inicios. En cambio sí detenemos el Pachakuti cós-
mico y conseguimos un Pachakuti humano que revierta el deterioro
del eje terráqueo y lo devuelva a su inclinación óptima, repetiremos
la hazaña de nuestros maestros los Hamuyiri de la Qhapaq Kuna.
Para ello retomaremos una antigua alianza con los Apus, que son
la gran energía mántica de las montañas por donde fluye la energía
geomagnética, y ritualizando a través de los Intihuatanas alineados
en el Qhapaq Ñan, lograremos “palanquear” el equilibrio del pla-
neta y retornar al eje hasta su ángulo óptimo, Ch’ekkalluwa o línea
de la verdad, que es la fuente de la vida plena. Debemos recuperar
y mantener el equilibrio del mundo. Ese ha sido el secreto y la
misión de nuestros amados Qhapaq Inkas: vigilar y mantener
la vida plena para todos los seres y pueblos del mundo, por eso
han sido y seguirán siendo “Los Reyes del Sol”, porque ellos tra-
bajaron mucho en tantas generaciones que dieron su vida para
que el Taita Inti alumbre y abrigue a todos los pueblos, en
todos los rincones del planeta…
—Qué lindo, tayta, estás diciendo cosas muy lindas, ¡que
dan ganas de llorar! —expresó conmovida Saraku.
—Has de saber, hija, que hace milenios, mucho antes del
llamado diluvio universal, en el tiempo del Purun Pacha, para
muchos pueblos de la Tierra la noche era eterna, imperaba el
156 Javier Lajo

frío, el hambre, la soledad y la desesperanza, pues el planeta gi-


raba sobre un eje inestable, con el que no se podía tener un
tiempo homogéneo y ordenado; era una época de guerras, tor-
mentas, cataclismos y tsunamis catastróficos, porque en el
tiempo largo, en el mejor de los casos el planeta giraba sobre
un ángulo perpendicular al plano de rotación alrededor del sol,
y solo habían dos pequeñas zonas donde la vida humana y ani-
mal se hacía vivible pero en las peores condiciones… y todos
animales y grupos humanos peleaban a muerte por mantenerse
en esas zonas… pero un buen día surgieron dos reyes, un rey en el
norte y una reina en el sur, que se amaron y soñaron juntos y qui-
sieron que el sol salga para todos, y surgió también un sabio llamado
Thunupa que tenía una idea cómo lograrlo. Pero… ésta es una larga
historia, muy bella, épica y violenta a la vez, que algún día te con-
taré completa.
—¡Qué historias hermosas pero fantásticas son esas!...
¿Sabes lo que estás diciendo, Shanti? —Interrumpió Saraku—
. No existe registro de tales cosas… pero tampoco… ¿existió
tecnología capaz de hacer semejantes cosas? ¿crees acaso que
podemos mover el mundo?
—Responderé a tu pregunta sólo porque te quiero
mucho mi niña, porque no suelo responder a preguntas incré-
dulas e impertinentes: ¿Acaso no fue el sabio Arquímedes el
que dijo: “denme un punto de apoyo y moveré el mundo”?,
¿acaso los monoteícos no dicen que la fe mueve montañas? Yo
te digo mi niña, que el Munay, o la “pasión organizada” es la
mayor y más potente fuerza y energía que mueve al cosmos y
esa fuerza está en nuestros corazones, pero solamente juntos,
todos la podemos conducir y usar. Y como ves, ésto como todo
lo demás, tiene su “maña”. Así es, hija; no existe registro más
que en mi corazón donde guardo mi recuerdo pasional y en la
¡Allin Kawsay! 157

memoria de mis manos, en mis falanges y las yemas de mis


dedos. No existe en la actualidad tecnología para mover el
mundo, pero sí una bella y poderosa fuerza de la que somos
depositarios todos los humanos: el Munay, el vínculo sagrado de
los Ayllurunas con la Pachamama. Sino que muchos no lo co-
nocen y hasta olvidaron como los Qhapaq lo usaron para con-
vertir este planeta en un verdadero hogar de paz y de vida plena
para los humanos y para todos, animales, plantas, montañas...
para todos.
—¿A qué te refieres?
—Eso, Saraku, muy pronto lo sentirás porque no se
puede entender, sólo se mastica y se vive en los sueños. Es
elarte de los que practicamos el Illanay. Pero lo importante mi
pequeña niña es que tú ya te recuperaste de tus deseos de
morir; ahora te falta muy poco… ¡no desesperes!
XVII
¿Y qué es la Espléndida
Existencia?

Hasta ellos llegó el retumbar de los bombos, señalando


que a lo lejos se había reanudado la fiesta. Saraku y Arnawan
hubieran acudido a bailar como los demás jóvenes pero estaban
cansados, tanto física como emocionalmente. Ella, más que
nadie, se sentía abrumada por todo lo que había escuchado de
sus maestros, pero al mismo tiempo estaba dispuesta a aceptar
el reto que le significaba la travesía. Los paqhos acompañantes
se retiraron a pernoctar, dejando a los caminantes con la dueña
de casa. Y mientras tomaban un mate caliente de muña, el
Shanti notó que Saraku estaba más callada que de costumbre.
Aquella revelación a medias, produjo una sensación de
temor y ansiedad en Saraku. “¿Qué fuerzas acaso posee este
anciano y su pueblo para lograr semejante propósito? ¿Estará
loco de remate? ¿Todos éstos estarán locos?”, pensó. Luego,
instintivamente, observó cierto nerviosismo del Shanti mien-
tras se aferraba con fuerza a su q’epe, y recordó que nunca lo
desarropaba frente a otros. “¿Me estarán lavando el cerebro…
esta banda de locos?”, volvió a conjeturar Saraku. “Pero… ¿con
qué intención?”
Luego se tranquilizó y recapacitó: “No. No debo especular
tanto. Al Shanti y a su hijo los quiero demasiado para dudar de
160 Javier Lajo

ellos. Este viejo querido es un sabio y me lo ha demostrado muchas


veces; un sabio prudente y con un gran corazón. No puede estar ha-
blando locuras. Algo me dice que todo esto es coherente, y además…
sagrado. Debo respetar su silencio y escucharlo cuando me hable e
informe; debo ser paciente…” ¡Ser paciente! —repitió en voz alta.
Al verla lidiando consigo misma, el Shanti agregó:
—Sólo puedo adelantarte que todo esto tiene una causa
noble y justa; el fin supremo, producto del esfuerzo de nuestros
antepasados y nosotros: gracias al equilibrio que logremos, al-
canzaremos la “vida en su plenitud” de todos y cada uno y del
planeta entero...
—¡El “Sumaq kawsay” de los ancestros, la “espléndida
existencia” que hoy existe en el Paititi la “Tierra sin mal”! —
completó la explicación Saraku.
—Tienes las respuestas en ti, Saraku –le dijo Arnawan.
¿Cómo lo sabes?
—Solo lo sé... últimamente sueño mucho con mis abue-
los a quienes nunca conocí pero que siento conocerlos en sue-
ños, y me dicen cosas…
La anciana señora de la casa, que escuchaba todo, sonrió
y le dijo:
—Cuando uno venera y se alimenta de la tierra que
guarda las cenizas de nuestros abuelos, achachilas y awichu-
kuna, alimenta también el conocimiento, querida imilla. Pueda
ser que poseas algún ancestro indígena sin saberlo y te está
hablando a través de tu alma, mientras duermes, pues cuando
uno duerme profundamente, se libera de pensar y especular, y
recibe todo mensaje del pasado pero también del futuro, con
facilidad.
—¿Entonces esos sueños que te anuncian cosas, son ver-
daderos? —preguntó Saraku a la noble anciana.
¡Allin Kawsay! 161

—Eso depende de cuánto amplíes la conciencia del Kay Pacha


que es el aquí y el ahora. Y todo se conjuga si piensas y sientes en
equilibrio, para hacer las cosas bien hechas, y vas “Illanando” y co-
nectándote al mismo ritmo de todo el Wiñay Pacha, es decir con el
Tiempo Eterno; y se te irá revelando la sabiduría sagrada de los
ancestros hamuyiris para hacer el allin ruway o las cosas bien hechas,
en forma colectiva y con vocación de eternidad. Tal como ya lo estás
experimentando, de lo contrario no estarías aquí, contemplando las
estrellas del cielo… y hablando con nosotros y marchando por el
Qhapaq Ñan. Sin embargo, puedes y debes aprender del Shanti a
hablar con los espíritus de la Tierra, los Apus que también nos ha-
blan en sueños y con todos tus antepasados.
Arnawan también se sintió complacido con la forma
cómo la señora expuso tan bella revelación; la más importante
de todas: El cómo se adquiere la conciencia del Wiñay Pacha. Ahora
entendía para qué su padre lo había preparado tanto. Miró a
Saraku y ella le sonrió con un gesto de complicidad. Y pensó
que aún le faltaba mucho camino por recorrer, pero se propuso
ayudarla pero también conquistarla, ser su guía personal. En
ese momento sintió en el mensaje de su mirada, el anhelo
mutuo de alcanzar un yanantin supremo juntos… pero se lo
propondría en otro momento. En eso despertó de su Illanay y
se dio cuenta de que estaba fascinado, profundamente enamo-
rado de aquella hermosa chica rubia. Más luego recordó por
un momento a la mujer que estaría esperando por él en la Isla
del Sol, y se sintió como una pequeña hormiga en un cosmos
infinito, sin comprender absolutamente nada de lo que estaba
sucediendo.
XVIII

Purintin

Los viajeros ya no tuvieron necesidad de usar balsas o


lanchas. Ahora irían por tierra, a pie por el Camino de los Jus-
tos o Qhapaq Ñan. La despedida de Capachica fue emotiva.
El Shanti apretó el nudo del q’epe en su pecho y se despidió
de todos, agradeciendo siempre las atenciones que les brin-
daban.
Durante dos días caminaron a paso descansado y a me-
dida que avanzaban, el paisaje iba cambiando lentamente. En
una planicie húmeda encontraron una huallata, especie de
ganso andino que yacía al lado de su pareja muerta. Parecía
no importarle la presencia humana en la cercanía. Arnawan
explicó a Saraku que aquellas aves, ejemplo de constancia y
lealtad hacia su pareja, se unían para siempre y si una de ellas
moría, la otra se abandonaba hasta morir; un yanantin pleno
de amor que sobrepasa la propia muerte. Ella se sintió tocada
en lo más profundo de su ser, y contempló a su joven compa-
ñero de viaje. Nunca, ningún chico de su entorno mundano
le habría alcanzado a reflexionar como él lo hacía. De pronto
lo sintió más atractivo que ninguno.
A veces el Shanti, sin mediar explicación, se alejaba de
los muchachos y caminaba sin rumbo. Pasado un tiempo se
164 Javier Lajo

reunía con ellos, como si nada. Su hijo que ya lo conocía bien,


lo dejaba hacer.
—¿El Shanti se aleja para meditar, como los orientales?
—le preguntó Saraku.
—No es lo mismo —aclaró Arnawan—. En oriente se
busca el aislamiento absoluto y el reposo para meditar y en-
contrarse con su esencia, en un “dojo” y siempre sentados; quie-
tos, será por eso que es Zen de zen-tados... ja ja ja, y rieron
por tamaña ocurrencia. En cambio nosotros los andinos,
vamos caminando acompañados. Siempre somos dos: cami-
nante y camino; es decir, en acción y comparsa, somos itine-
rantes. Caminamos dialogando el camino, respirando, oteando
el paisaje, el polen, los aromas que despiden los cerros hume-
decidos por la lluvia o la sequedad del desierto. Además nos
acompañan el Sol, la Luna, los pájaros y los Apus; en la noche
se camina fresco, con Luna o sin Luna y sin la insolación, se
conversa con las estrellas, con el viento y con las piedras del
camino... hasta con las moscas. Dijo Atawallpa Yupanqui, un
gran poeta y autor indígena: “Somos tierra que camina”.
—¿Y cómo le llaman a esa forma de meditar… o “andar
en la luna”?
—El Shanti le llama puriq-ñannintin.
—¿Puriq-ñannintin?
—Sí, y dice mi padre que cuando sucede el puriq-ñan-
nintin, también suele suceder el illanay, algo así como el “ru-
miar del alma”, sentir y pensar a la vez, en equilibrio…
“haciendo bien el camino”. El Shanti dice que ésta es la ver-
dadera y más humana actitud, estado o acción de hombres y
mujeres. Y es más perfecta cuando son dos o más los que ca-
minan juntos con esa actitud. Es asimismo el camino de las
estrellas, la vía láctea que se proyecta en los Andes como el
¡Allin Kawsay! 165

Qhapaq Ñan, “la ruta de sabiduría” o “el camino de los justos”.


Después de un silencio meditativo, Arnawan enriqueció
la explicación:
—Pero mi madre, al igual que tú lo has dicho hace un
momento, bromeaba diciendo que… nos andamos en la luna.
Literalmente, es una especie de “ensueño” despierto, o éxtasis de los
caminantes. Tanto es así que “el caminar” ha marcado el “existir”
mismo de los runas como que “el estar haciendo”, se ha convertido
en un “estar caminando”. Cuando se le saluda a un comunero ¿cómo
estás y cómo está tu familia?, éste responde comúnmente: ¡Ñoqanchik
allinta purinchik! Que quiere decir textualmente: ¡Nosotros anda-
mos bien! El Shanti dice que hacer el Illanay en el Puriq-ñannin-
tin, no es un “soñar despierto” sino un “despertar en el sueño”.
Esa noche de luna llena durmieron bajo el rústico techo
de una choza de estancia. La pareja dueña de aquella vivienda
les ofreció lo que tenía en su despensa para cenar.
—El mejor kankacho para el Shanti —dijo la señora
mientras servía los alimentos en chuas—, la mejor lawa de chu-
ñito para ti…
Afuera todo era un gran silencio y oscuridad plena
cuando los caminantes se abandonaron al sueño sobre cueros
de llama; pero aquella noche en particular los sueños alteraron
su tranquilidad. El Shanti fue el primero en despertar, sobre-
saltado, recordando con claridad que en su sueño había sido
atacado por un toro. Recordó también que se vio corriendo
despavorido y cuando estuvo a punto de ser alcanzado, las
nubes del cielo se abrieron para dar paso a un águila que bajó
en picada atacando al animal hasta clavarle sus poderosas ga-
rras de rapaz en la cruz del lomo.
En la misma habitación, la señora ya preparaba el desa-
yuno mientras su esposo prendía el fogón y las ramas secas de
166 Javier Lajo

tola parecían conversar con el fuego a través de su crepitar. El


paqho aún sentía temor pero al salir de la choza, alrededor todo
era mansedumbre, y hasta las alpacas se despabilaban con pe-
reza. Los muchachos también despertaron, con una sensación
de fatiga y temor. Saraku fue la primera en comentar:
—¡Tuve un mal sueño, una pesadilla! —exclamó.
—¿Un mal sueño? —Preguntó Shanti—. A ver… cuén-
tame niñacha.
—¡Oh, sí! Fue horrible —dijo Saraku—. Estaba cru-
zando un puente hecho de paja que se iba deshaciendo detrás
de mí, pero al llegar al borde, una rata enorme me cerraba el
paso. Ya no podía avanzar ni retroceder y el puente cedía ante
un gran precipicio. Entonces de la tierra emergió una enorme
serpiente que se tragó al roedor, y recién pude correr y alcanzar
la orilla.
—Seguro te cayó mal el kankacho que comiste ayer —
le bromeó Arnawan.
Saraku suspiro aliviada y no volvió a hablar del asunto,
en cambio, Arnawan agregó:
—Yo también tuve una pesadilla pero mejor no hacerle
caso. ¿Qué desayunaremos hoy?
Para el Shanti, no obstante, aquello no pasó desaperci-
bido. Los tres caminantes habían sido advertidos, segura-
mente por los Apus, en sueños, pero… ¿de qué? “Habrá que
estar alerta” pensó.
Un poco más tarde, y siguiendo la marcha, se sintieron
absorbidos por un hermoso paisaje serrano. Allí los Apus ne-
vados se prestan como bastidor donde el Hanan Pacha pincela
su silencio, invitando a la meditación andina del pureq runa y
a la danza acompasada con el espíritu de aquellas montañas.
Saraku no pudo resistir la tentación de “rumiar el alma” y
¡Allin Kawsay! 167

aprovechando que el Shanti se subió a una lomada para escu-


driñar el camino, se alejó del grupo.
La adolescente, lejos de las voces del grupo, percibió un
silencio absoluto, esplendoroso, que parecía lacerarle los oídos
acostumbrados a los ruidos del mundo moderno tan lleno de
motores, de gritos y voces sin sentido. Pero el graznido de una
solitaria gaviota le recordó que hay vida y poesía en el viento.
Saraku se tranquilizó y caminó pausadamente.
—No, tal vez nunca tendría otra oportunidad de escu-
char al silencio en todo su esplendor; acaso de ser una hierba
más en aquella tierra trajinada solo por la lluvia; de ser solo
un epíteto más en el hermoso paisaje andino.
De pronto, mientras caminaba, su mente y su corazón
fueron uno solo con el entorno y se sintió feliz, como si viviera
otra realidad pero más intensa. Incluso le fue fácil vislumbrar
sus propios sentimientos sin prejuicios ni dogmas agonizantes.
Shanti y su hijo eran ya parte de su vida, pero había algo más
que le hacía temblar las piernas y agitaba su joven corazón…
Sentía amar apasionadamente a Arnawan; le parecía haberlo
amado siempre… pero era raro; había sufrido antes enamo-
ramientos “tormentosos”, pero esta era una pasión inmensa y
a la vez prudente, ardiente pero serena; desatada pero muy
tranquila. ¿Era acaso una “pasión organizada”? Y recordó: Esa
es la frase que usa Arnawan para referirse al movimiento que li-
beraría a los pueblos andinos de su opresión. Y todo ello le llenó
de emociones nuevas, extrañas pero abundantes en su joven
corazón.
XIX

Los Paqho Pakuris

Unas voces fuera de control llegaron desde el campa-


mento, sacando a Saraku de sus pensamientos. Al asomar por
la loma, pudo distinguir al Shanti peleando con un hombre
alto y fornido, con un largo saco negro, como impermeable.
Escandalizada, observó también que Arnawan se alejaba rau-
damente, como escapando en lugar de socorrer a su padre. De-
cidida a todo, la joven corrió, dispuesta a enfrentarse al agresor,
confiando ciegamente en sus artes marciales. En el trayecto
dejó tirados la montera, el manto bordado y la pollera, que-
dando solo con su blusa bordada y un pequeño short de licra,
una malla sintética que dejaba casi al descubierto sus encantos
y sus largas y bien entrenadas piernas.
Al llegar a su objetivo la chica enfurecida por la imagen
del Shanti golpeado, embistió de lleno proyectando una patada
formidable en pleno rostro del atacante, haciéndole perder el
equilibrio, pero al mismo tiempo se percató de que no se tra-
taba de un vulgar asaltante sino de un hombre muy bien en-
trenado y trejo en el combate cuerpo a cuerpo, pues al caer al
suelo volvió a ponerse de pie como un resorte, quedando, en
un abrir y cerrar de ojos, en postura de contraataque.
Saraku no pudo esquivar del todo el golpe que, con ver-
170 Javier Lajo

dadera saña, vino dirigido hacia ella, alcanzándola en las cos-


tillas; aunque no con toda su fuerza. Sin inmutarse, absorbió
el golpe y, previo grito de guerra, volvió a patear en la cara a su
oponente que esta vez estaba preparado para responder, pero
hizo un gesto de odio cuando tuvo que limpiarse la sangre que
le brotaba de la nariz; esto le dio más coraje a la rubia kung—
fu. En eso apareció Arnawan que, con gran agilidad y fuerza,
golpeó por la espalda al enorme agresor logrando hacer que se
tambaleara pero éste, enervado, le volvió a atacar con más furia,
dándole un respiro a Saraku. Arnawan resistía la embestida y
arremetía a la vez, sin embargo aquel gigante parecía de piedra
u hormigón, pues los golpes que recibía no le hacían mayor
mella.
El Shanti se había repuesto de los golpes propinados por
su enemigo, aprovechando el tiempo que le otorgaron sus jó-
venes aliados. De un buen golpe en el estómago que Arnawan
no pudo esquivar, el matón de metro ochenta, lo puso fuera de
combate, y con la misma agilidad derribó al Shanti por se-
gunda vez. Saraku, sin embargo, gracias a su ágil y fibrosa fi-
gura, evadía con gran destreza los golpes de puño y patadas del
grandulón hasta que, en un momento de descuido, éste le echó
tierra en el rostro, inutilizando sus ojos, situación que le per-
mitió derribarla con una llave de judo. Y allí mismo, teniendo
a los tres a su merced, sacó un gran cuchillo de la funda de su
cinto y avanzó hacia el cuerpo casi inconsciente del Shanti, con
intenciones de ultimarlo.
Cuando el criminal levantó en alto el cuchillo, una po-
derosa mano lo sujetó de la muñeca, al mismo tiempo que una
voz le susurró al oído: —¡Wañuchun ñaqhaq! ¡Muerte a los k’ara-
siris! ¡Ya deja de abusar de ancianos y niños!
Dicho esto, le soltó la muñeca en un acto de temeridad
¡Allin Kawsay! 171

y ventaja, pero cuando el k’arasiri volteó para ver quién era el


que se atrevía a interrumpirlo, quedó espantado de ver que su
atacante le sacaba ventaja en estatura, y antes de reaccionar sin-
tió un extraño y diestro golpe de codo en la zona del mollero,
en la cabeza. Mientras yacía inutilizado, presa de una fulmi-
nante parálisis en todos sus miembros debido al golpe maestro,
pretendió reconocer mejor a su ágil oponente; un gigante que,
al igual que la mujer que lo acompañaba, estaba vestido con
un traje multicolor, al estilo de los antiguos inkas, y lucía bra-
zaletes y tobilleras de oro que reflejaban los rayos solares con
una intensidad capaz de enceguecer a cualquiera.
Aunque consciente, el k’arasiri estaba impedido de
mover y sentir su cuerpo, pero no fue el único sorprendido. El
Shanti y los chicos, más repuestos, dejaron caer la quijada al
ver a tan extraños e imponentes personajes; los temidos “paq-
hopakuris”; guardianes de “los castillos de los Inkas” en la selva
amazónica. Los Machiguenga y los Piro los conocían, respeta-
ban y les guardaban obediencia.
El ñaqhaq ya tenía conocimiento de la existencia de los
paqhopakuris, se los había descrito el párroco de Pukara. Pero…
¿qué trajo a esos gigantes por el altiplano, tan lejos de su territorio
selvático?, se preguntaba el sicario, más desconcertado que un
gallo de pelea frente a un avestruz. Era tarde para sacar alguna
utilidad a la respuesta; ahora era su prisionero.
Sin inmutarse, el paqhopakuri luego de percatarse de que
el Shanti y los dos jóvenes solo tenían golpes y heridas super-
ficiales fáciles de curar, con increíble facilidad levantó al k’arasiri
del suelo, y como si fuera un simple costal de maíz, se lo puso
al hombro. Luego tomó de la mano a su pareja que le aguar-
daba a pocos pasos, y juntos se encaminaron hacia la montaña,
con un andar elegante y majestuoso, y con agilidad casi felina.
172 Javier Lajo

El Shanti, Arnawan y Saraku, observaron a sus extraor-


dinarios defensores hasta verlos perderse entre la tola y los
montes. También habían notado sus vistosos y relucientes
adornos metálicos en la cabeza, cuello y antebrazos.
—Benditos los paqhopakuris por su aparición opor-
tuna… —murmuró el Shanti, feliz.
—¿Aquellos eran los paqhopakuris? —Preguntó Arna-
wan y él mismo se respondió—: Ya me parecían demasiado
altos y adornados para tratarse de simples comuneros.
Por su parte, Saraku se hacía mil preguntas sobre el ori-
gen del atacante y también de sus salvadores, llegando a rela-
cionar a estos últimos con alguna extraña civilización perdida
o hasta con seres extraterrestres, dada su enorme estatura, el
color dorado de su piel y rasgos finos.
En eso, los silbidos coquetos de Arnawan la bajaron a
tierra...
—Fuiiiiifuiiiii, linda ch’askañawi, ya es momento de que
recuperes tu ropa, la que dejaste tirada en el campo, ¿no te pa-
rece?... ¿O piensas llegar al siguiente poblado, semidesnuda?
—le dijo divertido pero con admiración, el muchacho galán.
Saraku, se contrajo avergonzada y sin pensarlo dos veces,
corrió por sus ropas. Luego, mientras recuperaba el aliento, el
Shanti les contó que los paqhopakuris son una etnia milenaria,
“los invencibles guerreros del arco iris” y guardianes de los úl-
timos refugios de los Inkas en el Antisuyu, en las selvas inhós-
pitas e impenetrables de la Amazonía.
—¿Te refieres a Vitcos, a Manoa y al Paititi? —preguntó
Saraku, abriendo sus ojos, enormes como los de las vicuñas.
—Así es, hija —contestó el Shanti—, pero debemos
estar atentos; los k’arasiris no descansarán en su propósito de
detenernos o eliminarnos.
¡Allin Kawsay! 173

Pero Saraku ya no escuchaba más, estaba paralizada del


asombro. Casi no podía creer que el Shanti estuviera admi-
tiendo la existencia de las ciudades inkas de refugio en el An-
tisuyu…, en especial una en la que ella estaba muy interesada:
el Paititi, o “Padre Otorongo”.
—Qué bueno tener de nuestro lado a los paqhopakuris…
—aseveró Arnawan.
Esta vez, al escuchar la voz de Arnawan, Saraku recordó
una desagradable imagen: —¿Y qué hacías tú huyendo mien-
tras tu padre era atacado? —cuestionó a Arnawan.
—No huía, Saraku. Solo ponía el q’epe de mi padre a
salvo —contestó él.
—¿Y te parece más importante un q’epe que la vida de
tu padre?
—Arnawan cumplía mis órdenes, hija —justificó a su
hijo el Shanti.
—Pero… ¿qué puede ser más importante que tu vida,
Shanti?
—Más importante que nuestras vidas… es la misión que
traemos con ella.
—Hum —expresó Saraku para sus adentros—, entonces
la misión del Shanti está en ese q’epe…
De pronto, el Shanti se puso más serio que de costumbre
y en tono de sentencia dijo:
—Saraku, me parece increíble tu arrojo y tu valentía; te
había subestimado. Pero no tienes porqué arriesgarte tanto.
¡Ese gigante, de un solo golpe, pudo haberte matado!
—¿Sí?... —respondió soberbia la “gringa”, y sostuvo—:
Dos patadas mías casi lo derriban.
—No lo creo, hija. En un momento temí por ti, más que
por nadie, y en vista de lo ocurrido, será mejor enviarte de re-
174 Javier Lajo

greso con tus padres. No tienes por qué soportar el asedio de


mis enemigos, ni mucho menos enfrentarte a ellos tan teme-
rariamente como lo hiciste hoy.
—¡No, Shanti! ¡Tus enemigos ahora son mis enemigos!
¡A ustedes dos los quiero tanto que voy a seguirlos hasta el in-
fierno si es posible, pase lo que pase! ¿No te das cuenta que es-
tando con ustedes en esta marcha, me siento en paz conmigo
misma, por primera vez? Soy feliz y estoy protegida por los
Apus y también por los paqhopakuris. Siento su fuerza en mi
espíritu, fuerza que estoy dispuesta a utilizar para dar la mano
a aquellos que aún están extraviados sin sentido ni propósito
en este mundo; como hasta hace poco he estado yo…
Y la niña débil y tierna dejó atrás a la kung fu temeraria.
Su voz se quebró y sus lágrimas desbordaron sus párpados.
Lloró por miedo a tener que alejarse de ellos y también de ale-
gría por el re—encuentro consigo misma, con su naturaleza
humana, tanto que el paqho, conmovido, la atrajo hacia su
pecho y la abrazó tiernamente calmándola y calmándose a sí
mismo, emocionado por sus palabras y por el llanto de la niña
mimada y feliz.
—Está bien, mi niña, está bien —le dijo—. Llora fuerte
y profundo porque ese llanto de felicidad es porque la Madre
Tierra te ha llamado, y es para algo grande. Tu llanto me con-
mueve y me avisa que tu alma ya está de vuelta y que ahora si
podrás ser feliz. Me alegra mucho que seas parte de todo esto.
—Y yo también me siento feliz y afortunado de que estés
con nosotros —agregó Arnawan. Y lloraron los tres abrazados
por ese encuentro maravilloso.
Cada lágrima de Saraku era como un prisma a través del
cual se podía distinguir una tristeza inmensa por lo que había
dejado atrás, y también una inmensa alegría por su nueva fa-
¡Allin Kawsay! 175

milia. Lloraba de dicha, abandonándose al sentimiento de en-


tregarse y pertenecer al fin a este mundo que la atrapaba y apa-
sionaba.
Arnawan aprovecho la ocasión y emocionado la estrechó
cariñoso contra su pecho, comprensivo, y ella se sintió feliz y
segura, reconfortada por el calor de aquel joven a quien ya
amaba con todas sus fuerzas.
XX
Pukara: más que razón
y verdad

Después de realizar una ceremonia de conexión en el


Camino Inka, se reanudó la marcha y la conversación también.
—Tayta, ahora tiene sentido mi pesadilla de anoche —
dijo Arnawan.
—A ver, cuéntanos, hijo. ¿Qué soñaste?
—Estaba yo en la cima de un gran nevado, con mucho
frío. Frente a mí se levantaba una residencia de construcción
Inka donde quería guarecerme pero no había ninguna entrada
visible. Un remolino de viento oscuro se acercaba a mí para
echarme al precipicio. Sentí pánico, entonces apareció un puma
que saltó hacia el muro y con su propio cuerpo abrió una en-
trada. Era la entrada a otro mundo, un bosque de hermosos
árboles y mucha gente feliz que me esperaba. Me sentí aliviado.
—Ahora está todo claro —dijo el Shanti—. Yo también
tuve una pesadilla anoche. Era la advertencia de que seríamos
atacados y saldríamos adelante con ayuda.
—Pero… ¿cómo pudimos soñar los tres con algo que es-
taba por suceder? —preguntó Saraku—. Nadie va a creerlo, no
es científico, es una locura...
En respuesta, el Shanti se restregó los cabellos desorde-
nándolos a propósito, encorvó la espalda y torciendo los ojos
178 Javier Lajo

como un demente jocoso, contestó:


—Entonces… ¡los tres… estamos… loooocoooos!
Su ocurrencia arrancó carcajadas y hasta los pequeños
lagartos del campo participaron de la alegría del momento co-
rriendo de un lado a otro entre las piedras. Pero la experiencia
compartida de sueños premonitorios, lejos de ser una locura,
estaba perfectamente sincronizada con el tiempo en los pachas
andinos. El Shanti tenía la explicación en la punta de la lengua,
pero esperaría el momento y el lugar oportunos para explicarles
a sus discípulos.
El camino inka por el que trajinaban, a veces se perdía,
tragado por el pajonal de puna formado por enormes exten-
siones de este pasto de altura; una hierba cuyas hojas se enros-
can sobre sí mismas para evitar la evapotranspiración durante
los meses de lluvia escasa o nula. A lo lejos se observa como
un manto dorado meciéndose en las manos del Wayra Tata,
silbando, murmurando un sueño; una leyenda que empezaba
a tornarse realidad.
Arnawan miraba de soslayo a Saraku y pensaba en lo va-
liente que era, pero de contemplar su hermosura no se cansaba.
La chica a veces lo pillaba mirándola a los ojos fijamente y le
preguntaba “¿Qué miras?” Para él, estaba más hermosa que
nunca, a pesar de que ella ya mostraba en sus brazos y piernas
las huellas de las picaduras de insectos, el roce de piedras, cac-
tus y hierbas espinosas. Los pómulos chaposos parecían a
punto de explotar de rojos en sus mejillas, antes tersas y rosa-
das, y ahora bronceadas por el sol, el frío de la puna y el flagelo
del viento y la Kamanchaka. Su otrora sedosa cabellera lucía
ensortijada y reseca, dando otro ángulo a su belleza y que se
hizo más notoria justamente por el ensañamiento de la agreste
naturaleza de las punas, sobre una delicada piel blanca y pobre
¡Allin Kawsay! 179

en pigmentos. Y es que en aquella piel, ahora re-tostada, re-


saltaba un tipo de belleza salvaje que nadie hubiera imaginado,
con un color bronce natural capaz de impregnarle fiereza. No
faltaron espejos de agua en el camino que le permitían com-
poner mucho esa facha con artísticos e inteligentes arreglos y
complementos. Saraku era una artista para lucir y relucir sus
encantos, su entrañable belleza estaba asociada a su cálida y
aqenada voz, que no podían pasar desapercibidas para ningún
varón. Ello permitió que sus acompañantes y ella misma fueran
descubriendo la simpatía y gracia de su personalidad y su ca-
rácter, la verdad profunda de la vida, imposible de ser estro-
peada por el clima o la adversidad, y que por el contrario, se
hacía más notoria y fortalecida, tanto como la belleza de su
alma.
Una fuerte granizada los sorprendió esa tarde. Los conos
de hielo golpeaban la tierra con verdadera furia, por lo que de-
bieron correr para guarecerse en un rústico galpón de alpacas.
Allí tuvieron que disputarse un espacio entre los lanudos ca-
mélidos hasta que pasara la tormenta. El peculiar olor de la
lana mojada de los animales se impregnó en los finos trajes de
los viajeros, y para Saraku, acostumbrada ya a dormir sobre
cueros de llama, le resultó familiar lo que antes le hubiera es-
pantado.
Al día siguiente almorzaron canchita o maíz seco y tos-
tado, acompañado de charki, o carne de alpaca deshidratada
con sal. Arnawan recolectó entre las laderas del cerro un poco
de tola seca para usarla como leña y unas qoras o ramitas de
muña para el cocimiento que servía de refresco y digestivo a la
vez. En aquella llanura, las alpacas blancas de la raza wakaya,
pacían en silencio. A lo lejos se las veía como motas de algodón
sobre el verde húmedo de los bofedales. Las acompañaban las
180 Javier Lajo

pretenciosas alpacas suri. Éstas en cambio, meneaban su ex-


tenso y sedoso pelaje al andar, como luciéndose ante la mirada
curiosa de los caminantes.
Pasado dos días, el Shanti y los chicos llegaron a Pukara,
un santuario convertido en pueblo, como muchos otros lugares
santos del Qhapaq Ñan. Fueron recibidos por dos paqhos an-
cianos que les dieron alojamiento y alimento. Allí recibieron
información de cuanto acontecía en la Isla del Sol desde su
partida. Arnawan supo entonces que Paulina había marchado
a La Paz para instalarse allí, definitivamente, cumpliendo su
propósito.
“Paulina; paisana de mi isla como yo”, pensaba Arnawan.
“Mi primer amor, hermosa y alegre, pero tan lejos de mi sagrada
ruta… No, mejor no la comparo con Saraku. Ella tiene derecho a
cambiar de mundo y pensar en su propio bienestar, y no voy a juz-
garla.”
Así solía ocurrir entonces; mientras algunos extranjeros
buscaban con avidez una ruta nueva para su vida, en la espiri-
tualidad andina, la gran mayoría de los campesinos indígenas
buscan triunfar en el mundo moderno, bullicioso, lleno de
oportunidades pero también de trampas. El hijo del Shanti no
pudo evitar sentir una profunda pena por el alejamiento de su
Paulina, y por un instante perdió el horizonte de su vida sen-
timental pero como le dijera alguna vez su padre: “deja que el
cauce del agua siga la pendiente y se pierda, ya surgirá más ade-
lante una phaqcha , un brote de agua que calmará tu sed”.
Ese día, en Pukara, se celebraba una antigua fiesta de
origen español en la cual el toro se adornaba y pintaba, y se le
embravecía colocando un picante en la nariz. De aquella bar-
barie había quedado solo la costumbre de torear al animal, to-
rearlo hasta agotarlo y finalmente dejarlo libre. El Shanti
¡Allin Kawsay! 181

tiempo atrás había mostrado su disconformidad con la muerte


y sacrificio del animal en esa fiesta costumbrista que nada tenía
que ver con el espíritu andino, así que eliminaron esa parte de
la fiesta. De todo ello, lo único rescatable era la imagen de los
toros en su artesanía. Los toritos de Pucará, de arcilla cocida,
símbolos de fuerza, belleza y protección, adornan ahora los te-
chos de las casas en muchas comunidades de las serranías y los
valles interandinos.
Acababa de celebrarse la misa católica en el templo que
fuera construido por misioneros jesuitas en mil setecientos se-
senta y siete para sofocar la resistencia indígena a la nueva fe
cristiana. De estilo barroco, la iglesia de Pukara es una joya ar-
quitectónica en medio de un paraje gris y solitario, donde el
fino trabajo de filigrana en la piedra muestra símbolos en altos
y bajos relieves.
El Shanti ingresó al templo y cumplió con saludar a las
imágenes de la cúpula principal, aunque en realidad conversaba
con la Waka sobre la que está construida la iglesia. De ese modo
conectaba las Wakas del camino y las servía secretamente, ali-
mentándolas y fortaleciéndolas con sus rituales, como lo hi-
cieron los antiguos Wakakamayoc o servidores de la Waka.
—Tú eres el famoso Shanti —lo sorprendió el párroco
sacerdote católico del templo que había sido designado recien-
temente en el lugar. Me dicen que eres el mejor curandero del
sur.
—Al servicio de Dios y la salud, padrecito —contestó el
Shanti.
—Verá, tengo un monaguillo enfermo. Despierta gri-
tando por las noches y el médico no sabe curar los nervios.
¿Tendrás alguna hierba que le calme los nervios al desdichado
jóven?
182 Javier Lajo

—Tal vez pueda ayudarle, padrecito.—contestó el


Shanti, a la vez que se acomodaba asegurando bien su q’epe en
su espalda.
El sacerdote llevó al Shanti a los interiores del templo
donde estaba el joven monaguillo, tratando de cumplir sus que-
haceres, aunque desganado y muy demacrado. Después de ob-
servarlo, el curandero dedujo que su “ajayu” o parte de este,
había quedado atrapado en algún lugar, luego de una fuerte
impresión.
Mientras tanto, afuera se iniciaba la comparsa de los co-
muneros. Dos bellas imillas prácticamente secuestraron a Ar-
nawan que gustoso se dejó llevar para confundirse en la fiesta.
Saraku se quedó en una pieza, contrariada, pero en lugar de
deprimirse, entró a la danza del sanqayo y se esforzó por imitar
el paso cadencioso de las jovencitas, al compás de la música
que interpretaban los conjuntos de pinkuyllos y tarkas. Final-
mente logró acercarse a Arnawan y danzar con él, práctica-
mente arrancándolo de las manos de las lugareñas.
Al interior del templo, el sacerdote se ofreció preparar
un cocimiento de muña para su invitado y se dirigió hacia el
otro ambiente. El Shanti, por su parte, aprovechó el instante
para consultar a las hojas de coca sobre dónde y cuándo había
enfermado el monaguillo. Entonces supo que había tenido un
gran susto al interior de una cueva. El joven, sin embargo, apro-
vechó el momento para advertirle al Shanti:
—Ten cuidado, tayta Shanti —le dijo—. Yo estoy en-
fermo, sí, pero ese cura solo te hizo entrar para hacerte daño.
Malo nomás es. Ese curita ha venido aquí hace poquito, en lugar
del otro tayta cura que había y que era bien bueno con nosotros.
En efecto, como temía el muchacho, el sacerdote había
tomado una drástica determinación para lograr lo que otros
¡Allin Kawsay! 183

no habían podido; detener al Shanti de una vez por todas, pero


antes, se inclinó frente a un crucifijo clavado en la pared, juntó
sus manos y cerró los ojos.
—Mi Dios —rezaba—, perdóname por dudar y por este
miedo que me impide tomar tu justicia divina en mis manos.
Heme aquí, como Cristo en el monte de los Olivos, pidiéndote
el valor que necesito para cumplir mi misión sagrada. Tú, mi
Dios que todo lo puede, dame poder para destruir al demonio
de estas tierras.
Poco después, el sacerdote volvió al salón parroquial,
nervioso, limpiándose con la manga de la túnica el sudor de
la frente. El Shanti se puso de pie al verlo y, amablemente,
le indicó que le había dado a su acólito un polvo de hierbas
tranquilizantes que siempre llevaba consigo. Lo que no le
dijo fue que éste preparado contenía, además, tierra de las
cuevas de la isla del Sol y la Luna y que servían para liberar
cualquier “tupay”, confrontación o mal entendido entre los
runas y los seres feéricos o entidades del Uku Pacha, el
mundo “de abajo”. El muchacho recuperaría, poco a poco, el
ánima dislocada de su cuerpo y extraviada por entre las fuer-
zas energéticas de la Pachamama. El Shanti, en sus prácticas
curativas, no luchaba contra aquellas entidades que eran “be-
nignas o malignas” según los curas. Solo hacía de mediador
para que recuperaran su lugar en el equilibrio al que tenían
derecho en la Tierra.
Con un gesto de agradecimiento, el sacerdote ofreció al
Shanti la bebida caliente de muña, pero éste, desconfiado, de-
moró en tomar el primer sorbo. El momento se hizo tenso para
el curandero que no atinaba a pretextar algo para rechazar
aquella invitación sin parecer grosero. Oportunamente, el acó-
lito que había tomado el trapeador en el ademán de limpiar el
184 Javier Lajo

piso, volteó la taza con el palo de la escoba, echando todo su


contenido al suelo.
La taza de loza se hizo trizas en el piso, pero el ruido
que provocó fue insignificante comparado con el golpe acom-
pasado de los bombos de las bandas de música que colmaban
la plaza y con tal vigor que traspasaban los muros del templo.
Más fuerte aún se sentían los gritos de júbilo de los danzantes
que parecían elevarse por los aires como gansos andinos en
cada salto que daban.
De nada valieron las disculpas del acólito. El sacerdote
descargó su cólera en frases insultantes hacia él. El Shanti se
dio cuenta de que el muchacho lo había hecho adrede para evi-
tar que bebiera el cocimiento. Tan ofuscado estaba el cura que
no se percató del gesto de agradecimiento que hizo el Shanti,
hacia el humilde acólito, fiel aliado de los paqhos.
Ya no quedaba dudas para el Shanti: el cura había inten-
tado envenenarlo. Antes de retirarse, miró fijamente al párroco,
como desafiándolo a confesar sus perversas intenciones, pero
el cura estaba hecho una furia.
—Y tú… ¡Sal de este lugar santo y llévate tus pócimas
embrujadas lejos de aquí! —le dijo al Shanti, sin más protocolo.
—Eres tú quien me invitó a entrar con mis pócimas mi-
lagrosas.
—¿Milagrosas? Milagrosa es mi paciencia para escu-
charte, curandero del demonio. ¡Arrepiéntete de tus pecados
que más temprano que tarde, por todo el mal que haces, la jus-
ticia de Dios caerá sobre ti y tus descendientes!
El Shanti, con toda calma respondió: —¿Y tú eres la es-
pada de Dios, intentando asesinarme? ¿Cómo te has atrevido
a atentar contra mi vida y la de mis hijos?... ¡Tú enviaste a ese
feroz vampiro para que nos acuchille… delincuente!
¡Allin Kawsay! 185

Más encrespado aún, el párroco respondió:


—¿No eres tú el que asesina el alma de nuestros hijos en
las comunidades enseñándoles que no se debe perdonar, ni
pedir perdón por todo el mal que se hace?
El Shanti con mucha frialdad respondió:
—Porque nada está hecho del mal… eso que llamas
“mal” es solamente algo que no está completo ni acabado…, es
una tarea que no se comienza o comenzada no se termina.
Nuestros padres, los inkas, nos enseñaron a hacer todas las ta-
reas, bien acabadas y en comunidad; es un mandato. Para eso
tenemos el tiempo necesario, nadie nos apura, ni nos marca el
tiempo. El tiempo, es nuestro tiempo: un regalo de la vida y la
existencia. El “mal” y el “bien” de los que tú hablas son una
traba, un wato que pone tu Dios ch’ulla en tu mente y en tu co-
razón, con el que te controla apoderándose de tu tiempo.
—Pero… ¡qué te has creído, indio ignorante!
—El pecado que dicen ustedes, es el plazo mal definido,
el tiempo mal calculado, el fin que no se construye ni se com-
plementa con los medios; es el ritmo del pasito que no es parte
de tu canto, ni de tu camino. Por eso mismo no debes enseñar
el perdón, ni pedir perdón, ni perdonar…
—¡Silencio, blasfemo!
—Solamente cuando rectificas te haces dueño de tu des-
tino, el que rectifica se salva a sí mismo porque se hace dueño
de su tiempo, el que pide perdón no; enajena su tiempo a un
Dios falso.
El cura, a pesar de su intento de silenciarlo, escuchaba
con atención pero con disimulo al Shanti, tratando de memo-
rizar cuanto decía, para luego comentarlo y desmenuzarlo con
otros religiosos, pero le era imposible entender qué clase de
prédica era esa que, sin Jehová y sin Jesucristo, ni Alá, ni Buda,
186 Javier Lajo

tenía tanta fuerza y poder, demasiado poder. ¿Qué secreto


guarda esa doctrina para haber resistido a quinientos años de
evangelización y avasallamiento mental? Pensó, e intuitiva-
mente miró el q’epe que con tanto recelo llevaba el Shanti en la
espalda, pensó en arrebatárselo, pero más luego lo desestimó.
Saliendo de su perplejidad, pensó: “Ya antes he oído algo
parecido a los indígenas en sus confesiones. Pero ahora lo es-
cucho de primera mano, en una prédica y discurso —en vivo y
directo— de uno de los Qhapaqkuna, aquella secta misteriosa
que proviene de Tiwanaku y más al sur, de la tierra de los Chi-
paya y el salar de Uyuni”
—¡La razón está del lado de Cristo! ¡Cristo encarna la
razón misma! —dijo el cura, sin mayores argumentos para re-
batir al Shanti, pero se mostraba temeroso de llegar a compren-
der esa “religión” al punto de hacer tambalear su fe cristiana, y
agregó con tal coraje que llegó a lanzar saliva al vacío:
—¡La verdad se impondrá a tus desenfrenos y falacias
con las que contaminas la mente y el corazón de los comuneros
inocentes a tus retahílas y sermones!
El Shanti no espero más y, cansado de escuchar, dio
media vuelta diciendo en voz baja o lo suficientemente alto
como para que escuchara el párroco:
—¡Menos mal que la vida es mucho más que razón y
verdad…!
Sus últimas palabras desconcertaron tanto al cura cató-
lico que se quedó mudo, incapaz de articular palabra alguna.
Llegó a pensar incluso que le había echado una maldición for-
talecida con sus poderes maléficos para taparle la boca y con-
fundirle el cerebro.
“¡Cosas del demonio y de los indios…!”, pensó para sus
adentros.
¡Allin Kawsay! 187

Ignorando cuanto ocurría al interior del templo, Arna-


wan y Saraku bailaban y reían, confundiéndose entre la con-
currencia, pero la fiesta para ellos duró muy poco, pues
alertados por el Shanti, tuvieron que apartarse de la muche-
dumbre danzante para enrumbarse hacia donde dejaron sus
bultos y mochilas y aprestarse a seguir la marcha. Mientras los
pobladores seguían entregados a la bebida y comilona, los ca-
minantes se abastecieron de alimentos y agua para continuar
su camino.
XXI

El abra: La Raya

Los curas o párrocos de los pueblos por los que pasaban


los caminantes, conocían bien la preciosa carga que el Shanti
llevaba en su mente y en su corazón, pero no el contenido
mismo de su q’epe. El párroco de Pukara, sin embargo, repasó
todo lo ocurrido con el Shanti y tarde entró en sospechas al
recordar cómo ajustaba constantemente el nudo de su q’epe.
Finalmente decidió que debía arrebatarle el bulto. Ellos, los
curas del altiplano por donde pasaba el Shanti y sus acompa-
ñantes, temerosos y exaltados coordinaban y debatían por ra-
diotransmisores y celulares sobre la misión del Shanti. Si el
cura de Pukara no había recurrido a un método más contun-
dente que intentar envenenarlo con una pócima de efecto
lento, era porque a puertas de la iglesia había muchos comu-
neros, y para ellos el Shanti valía tanto como el Papa para los
católicos. Por él serían capaces de enfrentarse al mismo de-
monio; y es que, a diferencia de los líderes religiosos y políticos
del resto del mundo, los guías andinos no ganan su lugar me-
diante elecciones, componendas a puertas cerradas o en las
urnas a punta de propaganda y promesas de toda índole, sino
por su prestigio y su práctica de vida ejemplar como personas
de conocimiento y de servicio.
190 Javier Lajo

En su larga caminata, pasaron sigilosos por algunos lu-


gares, como el pueblo de Ayaviri, con mucha precaución para
no chocar con el párroco que ya estaba al tanto de su miste-
riosa travesía. Las penurias y fatigas que sufrían no mermaban
sus ánimos, tal y como sucede cuando se ama el objetivo y
también el camino. Sin embargo, ello no impedía que a veces
temblaran de frío, sobre todo cuando estuvieron a punto de
alcanzar la parte más alta de la ruta, kilómetros más allá, en
un lugar llamado La Raya, que es el abra entre los departa-
mentos de Puno y Cusco y desde el cual puede contemplarse
la faz del imponente Apu Kunurana y hasta escuchar su res-
piración. Un lugar donde el latido de nuestros corazones se
acompasa al de la montaña y nos permite percibir su esfuerzo
sublime para atraer cada copo de nieve, su probidad para ce-
derlo en cristalinos hilos de agua y alimentar los ríos que van
al Cusco y al lago Ttitikaka.
Una caravana de llamas, arreada por un humilde pastor,
se cruzó por el lugar mientras los tres socios del camino meren-
daban. Siguiendo la costumbre solidaria, el Shanti alcanzó al
hombre una porción de alimentos quien no dudó en aceptar con
gesto agradecido, mientras Arnawan y Saraku devoraban su al-
muerzo. El pastor aprovechó el instante para acomodar una que
otra carga sobre el lomo de los camélidos y al poco rato retomó
su camino, silbando y cantando, detrás de los animales. Las lla-
mas dejaban la huella de su andar cadencioso sobre la nieve,
siempre siguiendo al jainacho, un ejemplar macho de gran esta-
tura y garbo, y que dirigía al resto escudriñando los caminos con
sagaz inteligencia. Para diferenciarse del resto, lucía banderitas,
coloridas cintas y campanitas de bronce colgadas al cuello.
Para cruzar el abra, el Shanti decidió tomar un desfila-
dero que se apiñaba por una banda del Kunurana, dejar allí su
¡Allin Kawsay! 191

ofrenda al gran Apu y luego continuar el camino. Sin embargo,


una tormenta de nieve los tomó de sorpresa y cuando preten-
dieron bajar la cuesta nívea, se escuchó una gran explosión en
las alturas de la montaña. Luego devino un rugido amenaza-
dor seguido del silbido del viento y finalmente una avalancha
de nieve sobre ellos. El manto blanco cayó furioso y de golpe.
Con gran estruendo los cubrió, arrastrándolos quebrada abajo
unos cincuenta metros. Inmovilizados de pies y manos bajo
toneladas de nieve; solo se salvaron porque podían respirar
por los bolsones de aire atrapados en el alud. Ellos sabían, sin
embargo, que debían salir de allí a como diera lugar o morirían
por asfixia o congelamiento.
Luego de aquel rugido del alud sobrevino un silencio
espantoso. De pronto, un hombre alto y corpulento apareció
en la parte alta de la montaña saliendo de entre las rocas
donde había permanecido oculto como si hubiera estado es-
perando que ocurriera el alud. Deslizándose desde arriba, ca-
minó apurado sobre la nieve, hundiendo las piernas hasta la
rodilla y llegó al lugar donde fue a parar el Shanti. Rebuscó
ávido entre la nieve y logró ubicarlo, lo jaló un poco hacia a la
superficie, pero en lugar de rescatarlo le arrebató el q’epe y se
lo llevó montaña arriba. El paqho sintió el jalón pero nada
pudo hacer para evitarlo. Ahora luchaba desesperadamente
por librarse de la nieve, pero no para recuperar su q’epe, que
de seguro se lo había llevado un k’arasiri, sino para encontrar
a los chicos… con vida.
Antes de que lograra liberarse, alcanzó a escuchar el la-
drido de perros y luego gritos en un lenguaje parecido al chino,
acercándose cada vez más. Poco después llegaron cuatro enor-
mes canes, eran de las razas San Bernardo y Siberiano. Uno
de ellos se acercó al Shanti, moviendo la cola, satisfecho por
192 Javier Lajo

su hallazgo. Los otros escarbaron señalando el sitio donde es-


taban los muchachos. Los hombres que llegaron tras los ani-
males estaban premunidos de grandes palas, y escarbaron la
nieve rápidamente, logrando rescatar a Arnawan y a Saraku,
que para susto y alegría del Shanti, aún respiraban. Luego, se
apuraron en reanimarlos con tragos de cañazo caliente que
llevaban en sendos termos.
—Hola, Shanti —le dijo uno de los monjes que hablaba
bien el español—. ¿Te acuerdas de mí?
El Shanti los reconoció, abrazándolos uno por uno,
agradeciéndoles por haberlos rescatado de una muerte segura.
Aquellos eran monjes tibetanos que vivían retirados en un la-
masterio cercano, en pleno corazón del abra de La Raya. Ha-
bían llegado hasta allí siguiendo el poderoso flujo de energía
que desde el Himalaya se trasladó a los Andes, pero también
para alcanzar un lugar seguro ante la amenaza de una probable
apocatástasis o “cataclismo mundial”.
—Si… claro que… me acuerdo de ustedes hermanos
Lamas, sacerdotes tibetanos… —contestó el Shanti tiritando
de frío.
Los muchachos, bien arropados y envueltos en frazadas,
se recuperaban con mayor prontitud. Felizmente para todos,
ninguno había sufrido más que ligeras contusiones. Arnawan,
asustado, preguntó a su padre por el q’epe y este no supo res-
ponder, solo dijo “se lo llevaron”, pero extrañamente no mos-
traba demasiada preocupación por él, situación que su hijo
interpretó como un supuesto aturdimiento debido a los golpes
de la caída.
Uno de los monjes, sin embargo, llamó a uno de los pe-
rros siberianos, dándole a oler una punta del poncho del
Shanti y, señalando con la mano hacia donde había escapado
¡Allin Kawsay! 193

el misterioso hombre con el q’epe, le ordenó: “¡Busca, busca!”.


El hermoso y bien entrenado animal saltó hacia adelante y
echó a correr ladrando montaña arriba, seguido de los otros
perros. Minutos después se escucharon fuertes ladridos, señal
de que los perros habían encontrado algo.
—¡Ya cazaron al ladrón y según creo tienen el q’epe! —
dijo uno de los monjes.
Los chicos se alegraron, y uno de los monjes corrió
montaña arriba al encuentro de los perros que seguían la-
drando. Otro monje extrajo de su chuspa un pututo y lo hizo
resonar, el caracol retumbó toda la montaña. Al minuto vieron
al enorme perro siberiano bajar corriendo mientras sostenía
el pesado q’epe colgando de sus poderosos dientes, hasta llegar
donde estaba su amo, el del caracol. Acto seguido, el can de-
positó la carga a los pies de éste.
—Estos perros son una maravilla —comentó el monje
y premió al can con una galleta que extrajo de su alforja, como
justo premio a su esfuerzo. Sin embargo, no muy lejos mon-
taña arriba los perros habían descubierto el cuerpo sin vida
del k’arasiri que había intentado sepultar a los caminantes bajo
la nieve.
Aquello los tranquilizó un poco; a fin de cuentas era un
chacal menos, pero… los canes eran incapaces de matar a un
ser humano, para eso habían sido bien entrenados —Entonces
¿cómo pereció ese indeseable k’arasiri? —preguntó uno de los
monjes.
Debieron ser los Kunu-runa. Los misteriosos “hijos de
las nieves” que a veces se les ve, imponentes, caminando por
las alturas de las montañas —comentó el otro monje.
Nueva expresión de asombro se dibujó en el rostro de
los peregrinos. ¿Hijos de las nieves…?
194 Javier Lajo

—No sabemos quiénes son, Shanti —aclaró el mismo


monje—. Últimamente hay presencias extrañas aquí; persona-
jes nunca vistos y muy esquivos… Según los paqhos locales son
“los seres del Uku Pacha” que han emergido como manifestacio-
nes y señales del gran “pachakuti” que está próximo a suceder.
Más calmados, los lamas y los caminantes, marcharon
al lamasterio, tomándose casi una hora en llegar. Una vez allí
y acompañados de estimulantes tazas de té caliente, los lamas
empezaron a interrogar al Shanti.
—Hace muchos años practicamos juntos algunas artes
ancestrales, Shanti. Y ahora vienes como el Hatun qhapaq que
reunirá a los guías espirituales más poderosos de los Andes y
de todo el planeta. ¿Es así?
—Así dicen los indiscretos chismes chamánicos, waw-
qicha —Le contestó.
—Estuvimos atentos a tu paso, y te esperábamos Shanti,
porque vimos a un k’arasiri merodeando por aquí hace días.
De seguro fue quien provocó el alud de nieve con una carga
de dinamita, pues escuchamos la explosión.
El Shanti fingió sorpresa —Qué extraño… ¿todo ese
lío de la avalancha sólo para llevarse mi q’epe traposo?
—Sí que es extraño… —agregó el sacerdote tibetano—
, ¿por qué los k’arasiri quieren asesinarlos?, ¿qué llevas contigo
además de tu mente, tu corazón y tus hijos, que zarandea y
atemoriza tanto a los curas fanáticos al punto de enviar sica-
rios entrenados para liquidarlos? ¡Esto es increíble! ¡Inexpli-
cable! ¿Será lo mismo que últimamente les quita el sueño a
los arzobispos y a los venerados maestros de las logias más
poderosas?
Frente a la avalancha de preguntas, el Shanti levantó
una ceja y contestó relajadamente:
¡Allin Kawsay! 195

—Solo cargo mi coquita, mi charki y un poquito de


aguardiente para el frío, venerable guía. El charki está bien do-
radito sobre carbón de qeñuwa…
—No bromees, Shanti —le respondió el monje—.Y no
tengas temor de nosotros porque también nos preparamos
para el gran pachakuti humano y terreno. Sabemos que te per-
siguen porque creen que tú y otros paqhos conocen el secreto
de la reliquia sagrada más buscada en la historia del mundo.
—¿De veras? ¿Qué reliquia? ¿De qué se trata?
—Del Santo Grial.
—¡Huy caraju…! ¿Eso dicen? —replicó el Shanti.
—Ya, Shanti, no tienes que ser tan modesto, ni pasar
por desapercibido. No somos enemigos, al contrario, somos
tus aliados. Sabemos que la reliquia ha sido removida de su
lugar, aquí en los Andes. Y si es verdad que tú y tus seguidores
tienen algo que ver con esto, sabes que cuentas con nosotros,
y por eso mismo nos gustaría conocer toda la verdad.
En ese momento, el perro que recuperó el q’epe del
Shanti movió la cola. El monje tibetano se percató inmedia-
tamente de la reacción de Saraku y Arnawan. El Shanti, sin
embargo, se mantuvo indiferente.
—¿Qué llevas allí? —preguntó el monje.
Al no recibir respuesta se acercó al bulto y dijo:
—Dame tu permiso para abrirlo, Shanti. Comparte este
secreto que resulta demasiado peligroso para ser custodiado
por un solo hombre y dos niños.
—¡Espera! —intentó detenerlo el Shanti, pero fue inú-
til; otros monjes se acercaron para ser testigos del hallazgo.
Arnawan y Saraku empezaron a transpirar, aterrados.
Ya no era la curiosidad de ver con sus propios ojos lo que el
Shanti ocultaba y protegía más que a su propia vida, sino el
196 Javier Lajo

pánico a perderlo todo, a que la sagrada misión por la que


habían removido lagos, tierra y cielo, fuera un rotundo fra-
caso.
—Está bien, está bien…, ábranlo. Qué más da, al final
igual lo van a ver todos —cedió el Shanti, resignado.
Cuando el monje destapó la lliklla encontró trozos de
charki, hojas de coca y una botella con aguardiente.
La decepción fue unánime. El silencio invadió la sala.
—Si no era tan importante… —preguntó el monje, más
perspicaz—, ¿por qué intentaste detenerme?
—Porque temí que los perros se comieran el charki y
nos dejaran sin merienda para el camino.
Saraku y Arnawan se miraron tan sorprendidos como
alegres, pero a la vez decepcionados. Pasada la noche, se cum-
plió con la ceremonia al Apu Kunurana, en la cual participaron
los propios monjes, consolidando más su amistad con el
Shanti.
—Prepárense entonces, hermanos —les adelantó el
Shanti—. Otros paqhos vendrán en persona por ustedes, muy
pronto, y mientras tanto aprendan a armonizar su vibración
con lo femenino. Ya no serán más puros varones sin mujeres,
sabios ch’ullas.
Los hombres tibetanos se miraron unos a otros. ¿Incluir
mujeres en su lamasterio? ¿Cómo será posible eso?
Con muchas interrogantes suspendidas en el aire enra-
recido de la puna, el Shanti y sus aprendices se despidieron
amistosamente de los monjes y se alejaron caminando entre
la hierba pálida que volvía a emerger de la nieve al llamado
del sol. Una vez lejos del lugar, Saraku le reclamó al Shanti,
muy contrariada.—¿Por un poco de charki y de trago corrimos
tanto peligro? ¿Por qué?
¡Allin Kawsay! 197

Pero el Shanti se reía, divertido. Arnawan, sin embargo,


permaneció en silencio. Conocía bien a su padre y sospechaba
que algo se traía entre manos. Era mejor esperar. En efecto,
bien entrada la tarde, alcanzaron un tambo donde los llameros
de Puno descargaban sus mantos tejidos con lana de alpaca, a
fin de iniciar el trueque con productos agrícolas que los lla-
meros del Cusco traían; como el preciado maíz del valle sa-
grado de Urubamba, entre otras mercancías. Allí se alojaron
los peregrinos, para pasar la noche. Fue entonces que sucedió
el trueque más extraño del mundo, la transacción que dejó bo-
quiabiertos a los muchachos. Bajo el abrigador techo de paja,
el pastor con el que el Shanti compartió sus alimentos en el
camino del abra, y que se fuera silbando detrás de sus llamas,
le devolvió su q’epe; su verdadero q’epe, y éste le retornó el suyo.
Ambas envolturas eran muy parecidas, pero la diferencia de
su contenido era abismal; uno llevaba charki, coca y aguar-
diente, y el otro contenía el gran secreto del Shanti. Recién
entonces, los muchachos se percataron de la jugada. El Shanti
había cambiado su q’epe con el del pastor, un paqho que sabía
de antemano lo que debía hacer en el abra. Los chicos bro-
mearon y rieron satisfechos. Saraku retomó su fascinación por
el Shanti.
—Perdona, tayta Shanti, que haya dudado de ti —le
dijo. Pero a la vez, se preguntaba ¿cómo lograban comunicarse
tan oportunamente los paqhos?
Entonces, el Shanti, dirigiéndose a sus discípulos, habló:
—Por ahora prefiero que este asunto esté solo en manos
de paqhos, pero ya se acerca el tiempo en que los monjes tibe-
tanos sean llamados. Y por última vez les digo: confíen en mí
y no sean curiosos… porque la curiosidad mató al gato… y al
k’arasiri.
198 Javier Lajo

Los adolescentes salieron del tambo para liberar sus


tensiones frente a lo ocurrido, y fue allí que rieron y se relaja-
ron. Entonces Saraku, aprovechando tal situación, fue que le
robó un beso de los labios de Arnawan.
—Perdona —le dijo—, pero hace tiempo que estaba es-
perando este beso, pero tú, nada.
Arnawan se quedó un instante más congelado que las
espigas del crespillo bajo la nieve pero luego, como desper-
tando de un letargo, rodeó con sus brazos a Saraku y respon-
dió a su beso más apasionadamente. No hubo más palabras,
solo el abrazo que sigue al embriagante momento… la eter-
nidad hecha canción… un imán que por un instante los atrajo
más que el misterioso q’epe del Shanti.
Retomando el camino inka se fueron canturreando. El
Shanti, extrañado, miraba de reojo a los muchachos, más ale-
gres que de costumbre… y sintió que la primavera había lle-
gado por anticipado.
Al día siguiente llegaron al pueblo de Sicuani, el cual
pasaron también raudamente y continuaron a Racchi, lugar
cercano donde había una comunidad y sitio de reunión de
paqhos; punto del Qhapaq Ñan obligado a una parada ritual
por la importancia del lugar. Hace siglos, los ancestros habían
levantado allí más de doscientos graneros para almacenar ali-
mentos, terrazas agrícolas, canchas. Y siglos antes el gran Thu-
nupa había construido el Templo de Wiracocha. El clima en ese
sitio resultó más que complaciente. El grupo se dirigió hacia
lo que queda del templo construido por los inkas, una estruc-
tura con base de piedra, soberbias columnas y paredes de
adobe. El muro gigante se yergue imponente, altivo y contem-
plativo a la vez, retando a los curiosos a develar los secretos
del gran Wiracocha el “Sol de los Soles”, para el que fue erigido
¡Allin Kawsay! 199

tamaño templo y que mantiene en suspenso a todo aquel que


intenta hurgar en su esencia.
Otros visitantes, entre ellos turistas, se aprestaban a re-
alizar la ceremonia u ofrenda a la Tierra. El Shanti se sumó a
ellos y al ser reconocido por los guías, le solicitaron dirigir el
ritual que resultó hermoso. Al quemar la ofrenda, el viento le-
vantó el humo muy alto, sin dispersarlo. El Shanti interpretó
aquello como un buen recibimiento de Wiracocha y un fuerte
despertar de la Waka.
XXII
Tipón: el santuario
del agua

El paso hacia Cusco se hizo más ligero cuando todo el


valle empezó a abrirse esplendoroso. En un caserío, llamado
San Pedro, el Shanti halló a unos familiares suyos y aprove-
charon para descansar una tarde, bañarse en las aguas termales
del lugar, y de paso lavar sus trajes. Allí, la pareja de jóvenes,
esperando a que secaran sus vestidos, se sintieron excitados por
su semi-desnudez y su flamante emparejamiento, ocultándose
de la mirada del Shanti y demás parientes se zambullían en las
cálidas aguas de aquella gruta para besarse apasionadamente
una y otra… y otra vez.
Lagunas, planicies, cerros, quebradas, cielo azul y a veces
gris, acompañaron a los caminantes por varios días. Urcos, Hua-
sao, Andahuaylillas y otros lugares fueron testigos de aquella
marcha de los Qhapaq. En algunos caseríos, intempestiva-
mente, salían paqhos a su encuentro en compañía de niños y
ancianos que con mucho cariño les arrojaban pétalos de re-
tama, amarillos para la buena suerte, margaritas y rosas. Saraku
tomada de la mano de Arnawan se sentía “volar por las nubes”.
El clima se mostraba templado cuando divisaron el
enorme portón de piedras de Pikillaqta, lugar de control Inka
de la entrada al Cusco desde el Qollasuyu. Posteriormente valle
202 Javier Lajo

abajo, siguiendo al Willkamayu decidieron desviarse a la dere-


cha y subir al santuario Inka de Tipón, dedicado al culto del
agua. El Shanti aprovecharía para instruir a sus discípulos en
la colosal construcción de andenes en herradura y con un sis-
tema genial de acueductos y canales para la distribución del
riego proveniente de un gran manantial central que discurren
en perfecta armonía con la mamposteria que cubre todo el
complejo de arquitectura Inka. Allí, en la fuente o manante de
agua, el Shanti reunió a sus jóvenes e inquietos discípulos y les
dio una lección magistral.
—Los sueños premonitorios no son cosa de locos; son
reales y perfectamente normales. Este mundo y todo lo que
existe es un sueño compartido, pero eso es lo difícil: compartir
los sueños —les dijo, retomando un tema que quedó en sus-
penso días atrás— Pero jamás se puede comprender ésto, si se-
guimos pensando en el tiempo como una función lineal o
creemos que corre desbocado hacia adelante como una línea
continua y permanente. El tiempo es un noble anciano con sus
arrugas y su retorno o Kutin, con que rejuvenece, verán, hijos…
Los tres se sentaron al borde del manantial cercado por
piedras labradas por los Inkas, el pozo lucía tan cristalino que
podía verse toda la fauna de insectos acuáticos y bagres que
viven en aquel pozo translúcido como un diamante pulido. Los
jóvenes quedaron absortos contemplando la luz que emanaba
de aquel puquio, la quietud y claridad del agua hacía lucir más
grandes los animalillos que discurrían y las plantas subacuáticas
que apenas se meneaban. De pronto y sin que se den cuenta,
el Shanti tiró con la mano derecha un guijarro que atravesó la
superficie del agua rompiendo su tranquilidad para formar cír-
culos concéntricos y perfectos que naciendo del centro, se
agrandaban y luego parecían retornar a su origen.
¡Allin Kawsay! 203

—Veamos cómo funciona el cosmos y en especial el


tiempo… ¿Observaron bien lo que sucedió luego que esa pie-
drita rompiera la quietud de la superficie del agua quieta en el
estanque? ¿síguieron con la mente la magia de las ondas dibu-
jadas en el espejo limpio del cosmos?
Los muchachos con las miradas clavadas en el agua, es-
taban atentos y maravillados…
—Así funciona todo, esta es la “maña” de todo —les dijo—,
lo que están viendo es el tiempo mismo, los círculos concéntricos en
movimiento son un símbolo dinámico que expresa la ley general del
movimiento y del tiempo —expuso sin prisa, el Shanti—. El
tiempo fluye de adentro hacia afuera y regresa de afuera hacia aden-
tro, en ciclos permanentes. No hay nada estático; nada “es” porque
todo se “está haciendo”, porque nada está quieto, nada esta solamente
“siendo”, no existe nada inmóvil, no hay algo sin “hacer nada”; nada
va y viene solo “siendo”, todo está “haciéndose y deshaciéndose”,
transformándose, yendo o viniendo, nada comienza y nada ter-
mina, todo se recrea, no hay “Ser” ni “Siendo”...todo es un “hacer y
deshacer” de los “pares en oposición y complemento”.
Arnawan y Saraku jamás habían imaginado tanta belleza
y tanta magia en un pequeño estanque en movimiento; todo
un compendio de conocimiento, dinámico, natural, simple…
—Hay mucho más… —dijo el Shanti. Los chicos agu-
dizaron el oído.
—Desde nuestra perspectiva podemos distinguir en el
agua y sintetizar todo el movimiento, en solo tres círculos con-
céntricos que son un corte sobre la superficie del agua, pero
que en realidad son esferas concéntricas, que representan a dos
Pachas extremos o mundos interconectados por un flujo constante
que va y viene, y que cuando se cruzan en un “Chawpi” o punto de
encuentro, crean el “estado de nuestra conciencia”, el momento su-
204 Javier Lajo

blime de nuestra existencia. Se los diré una sola vez, así que no lo
olviden: la esfera más exterior o “afuera-arriba” representa al
Hanan Pacha, en lo sustantivo, o sea el firmamento y sus astros,
pero en el plano vivencial o verbal, abarca lo espiritual y es “lo que
se fue”…, es decir, todo lo que se nos adelantó en el tiempo. El pasado
no queda atrás, siempre marcha adelante porque es lo que ya existió,
porque el tiempo está marcado por la vida que ya fue y marcha por
delante de nosotros. Esto es inexorable, la muerte marcha siempre
por delante de nosotros uno “nunca muere antes” de nacer y de los
que ya murieron y “se nos adelantaron”. Por eso el pasado marcha
por delante de nosotros, hasta que la muerte “marca” nuestro paso o
pasado por esta existencia. Lo que “se fue”, siempre se fue por delante,
nunca “se fue para atrás”. Lo que pasa es que en castellano de-
beríamos tener un lenguaje para el tiempo y otro para el espa-
cio, como en el Qhapaq Simi o Puquina: El Pacha y el Paqha.
—Quieres decir, que lo que se llama comunmente “pa-
sado”, pero que ya existió, ¿sigue existiendo de alguna forma?...
—interrumpió Arnawan, sin quitar los ojos del estanque.
—Exacto, hijo. Por eso “crecemos para afuera” pero tam-
bién “para adentro”. En el tiempo del “Wiñay Pacha” o tiempo
eterno, se crece para “adelante”, pero también para “atrás”, se
crece para “afuera”, pero también para “adentro”. Ahora bien,
la esfera interior más pequeñita y todo lo que hay en su infinito
interior, es el Uku Pacha, el mundo que llamamos microcosmos,
o el mundo de adentro, subterráneo, lo que ocupan las semillas y
los entierros, o también el inframundo y sus entidades, a las
que no podemos ver, pero es también donde brota y nace inter-
minable el tiempo que ya viene desde adentro o “desde atrás” y
que “empuja todo el sistema”.
—Lo que llamamos “futuro” —dedujo Saraku.
—Exacto, hija.
¡Allin Kawsay! 205

—Pero… ¿y el tiempo presente? —cuestionó Arnawan.


—Ahí vamos, hijo —lo aquietó el Shanti con una pal-
mada en el hombro, y luego retomó la palabra—: Cuando estos
dos Pachas se cruzan en un Chawpi, como ya dije, o lugar de en-
cuentro, se da el espacio y el tiempo del aquí y del ahora. Es el círculo
donde se proporcionan o equilibran la oposición y el complemento
de los pares, el Punku umbral o puerta, lugar del cruce entre los dos
Pachas que acabo de explicarles. Es el espacio y el momento que nos
permite percibirnos y percibir a los demás objetos del cosmos, a los
seres amados, al agua, a las montañas; a todo. Esta “esfera” inter-
media se llama Kay Pacha, el mundo del aquí y del ahora, que “casi
no existe” porque “pasa muy rápido”, representa el movimiento del
espacio que el tiempo deshace.
El Shanti se permitió un respiro y también un espacio
para que los muchachos pudieran “digerir” lo aprendido. Ar-
nawan había escuchado de su padre, tiempo atrás, algunas pau-
tas sobre ese tema. Para Saraku, sin embargo, resultó toda una
novedad, un acontecimiento sin paralelo.
El Shanti los observaba complacido y más aún cuando
Saraku, reflexionando todo lo aprendido y comparando con lo
que había leído hasta el momento, dedujo:
—Es maravilloso, Shanti: la simpleza de tu “fórmula”
trazada en la quietud del estanque por esa piedrita que lanzaste
representa la dinámica del cosmos con más claridad y sencillez
que la “teoría del campo unificado”.
—He leído algo sobre esa teoría del campo unificado,
pero… nada fácil de entender —comentó Arnawan— frun-
ciendo el ceño.
Saraku le respondió lo más explícita posible:
—Es una teoría que pretende condensar en una fórmula
elegante y reservada solo para la privilegiada mente científica,
206 Javier Lajo

el movimiento de los grandes cuerpos del universo y partículas


subatómicas, aprisionando en ella a todos los fenómenos físicos
de la naturaleza. Una fórmula para ser sometida a rigurosas
pruebas experimentales que certifiquen su veracidad, y desde
ya condenada al fracaso por la “incompletitud” que advierte
otro físico de apellido Gödel para toda teoría matemática, y
que desanimó al propio Stephen Hawking, el autor de “His-
toria del Tiempo”.
Arnawan se sorprendió por lo informada que estaba Sa-
raku. Estaba claro que leía tanto como el Shanti.
—Me quedo con la piedra en el estanque —finiquitó
Arnawan—, es más simple y tan clara como el agua cristalina
de los manantiales originarios...
Pasado el tiempo necesario, el maestro continuó:
—Este sistema en su dinámica es el tiempo que en nues-
tro mundo andino está simbolizado por dos “sierpes” o anima-
les míticos, las chockoras, dos serpientes gigantes que se
entrelazan y oscilan...
Antes de que pudiera terminar de hablar, Arnawan re-
accionó, asustado. La imagen de la chockora no le trajo buenos
recuerdos y aún persistía su trauma. Miró de reojo a todo lado,
como si alguien o algo lo acechara, presintiendo la presencia
de algún reptil similar, pero luego se calmó. El Shanti había
retomado su clase magistral.
—…Una chockora planta su cabeza en el Hanan Pacha y
la otra la planta en el Uku Pacha —aclaró el Shanti, y para con-
cluir la lección del día, agregó—: Pero nuestros sueños com-
partidos nos revelaron algo más; la fuerza de los Pachas se ha
manifestado en nosotros, la serpiente, el puma y el condor, es
decir, Saraku, Arnawan y yo… un equipo perfecto, un ayllu del
Qhapaq Ñan.
XXIII
Cusco: el puma que
caza la serpiente

Estaba cálida la tarde en que los phaqos de la Comunidad


de Andahuaylillas, cercana ya al Cusco, les ofrecieron posada
para descansar. El Shanti aprovechó para reponerse y dormitar,
pero Arnawan se alejó del lugar. Inquieto, le rebrotaba su
trauma reptiliano, temiendo que lo siguiese por el resto de su
vida. Saraku, sin embargo, preocupada por la actitud depresiva
y tensa de su compañero, le había seguido los pasos y lo sor-
prendió en un campo de eucaliptos retorcidos que simulaban
sukuchos. Por un momento ambos se miraron y se dijeron mu-
chas cosas con el pensamiento. La naturaleza llamaba a la vida.
La adolescente muy excitada y más atrevida, abrazó y
besó a Arnawan, pero éste, al ver que llegaba con mucho ím-
petu, la calmó, alejándola por la cintura, pero al estrechar su
talle, le pareció estar acariciando una serpiente y le vino un
temor tan grande que se puso a temblar como un perro mo-
jado.
—¿Qué sucede? —le increpó ella—. No soy virgen, si es
lo que te preocupa.
Arnawan se sintió algo turbado pero no por la revelación
que acababa de expresar la joven, sino que el solo recuerdo de
la mordida de la chockora en sus genitales, le causaba fuerte sen-
208 Javier Lajo

sación y temor de impotencia. Pero pasado ese instante y sin-


tiendo el calor y la presión de las manos de Saraku en su es-
palda, se sintió terriblemente excitado.
—¿No me quieres? —preguntó Saraku al verlo dudar.
—Sí… pero.
—¿Pero qué? Y aumentó la presión sobre la cintura del
muchacho.
Arnawan también la deseaba tanto…. La había presen-
tido mucho las últimas noches, pero esta vez decidió enfrentar
todos sus miedos. Respiró profundo y la cogió por debajo de
las rodillas levantándola por el aire. Impaciente y apurado
buscó un lugar apropiado. Ella se dejó llevar, cargada en vilo,
aunque extrañada por el proceder temeroso de su amado.
—Mira, aquí hay layo bien verdecito debajo de este ramaje
de eucalipto —musitó Arnawan, señalando con el rostro un pe-
queño y acolchonado rincón de yerbas en el lugar y echando su
poncho sobre el sitio dijo—: allí fíjate, en esa rama de eucalipto
están dos palomitas bien juntas y amándose. Es buena señal para
unirnos... La Pachamama nos concede su permiso.
Saraku sonrió, complaciente y sonrojada. Había costum-
bres qué seguir en aquel mundo; señales qué respetar. El primer
encuentro debía ser algo especial y consentido por la Pacha-
mama. Siguiendo las indicaciones de Arnawan, se acomodaron
en aquel rincón del cálido pero fresco valle rodeado por los
Apus milenarios y sobre el verdor ambos trenzaron su desnudez
volcando toda su pasión en esta tierra que los había llamado.
Más allá, las aves continuaban inmersas en su romance… y
sobre ellos el cielo cómplice de sus amoríos, lucía más azul que
de costumbre.
A pesar de su experiencia con otros muchachos, todo allí
era diferente para Saraku, incluso este primer encuentro con
¡Allin Kawsay! 209

Arnawan. Todo fue tan natural, espontáneo y placentero, que


se sintió como agua de un manantial originario fluyendo con
cristalina dulzura, como la chockora en el estanque. Por su parte,
Arnawan no solo se sintió complacido y feliz por lo vivido, la
piel y el aroma de Saraku se le habían quedado impregnados
en sus manos, sino también sintió que ella por fin lo había li-
berado de su trauma con la chockora. El felino había cazado a la
serpiente.
Mama Killa, la madre Luna, antes de cederle su lugar al
Sol en el cielo, contemplaba con agrado a los peregrinos que
al primer canto del pukuy-pukuy retomaban el sendero hacia
la ciudad sagrada del Cusco. Lo único que entristecía a la
Diosa era la soledad del Shanti, desde que la esposa de éste
muriera en circunstancias extrañas. La Justina, una reconocida
mamanchik, o sacerdotisa andina, había sido su compañera
desde el colegio. A su sabiduría se sumaba una aguda intuición
de mujer que había salvado al Shanti de muchos peligros pero
que no pudo evitar su propio final, aun habiendo recibido de
antemano la advertencia de los Apus y corroborado su destino
en las hojas de coca. Le había ganado la fuerza espiritual ene-
miga de los “taytacuras” que le aplicaron un cruel castigo qui-
tándosela de su lado. Le habían quitado al Shanti la compañera
de toda su vida, y este, muchas veces lloraba en silencio, cuando
nadie más lo veía. Entonces, en algún lugar de la cordillera, al-
guien cantó:

El cóndor con ser gran espíritu,


tiene su corazón herido
alza su vuelo infinito
y en lo alto
suelta su llanto.
210 Javier Lajo

Muy temprano, el Tayta Inti sorprendió al maestro y sus


discípulos en plena carrera, jugando a llegar primero a una gran
roca que se divisaba a la distancia. El Shanti a pesar de su avan-
zada edad, era muy veloz y poseía una gran resistencia. Sus
risas alegraron al astro solar, y más aún cuando los comuneros
de los pueblos salpicados en el camino, salían a recibirlos con
música, ofreciéndoles chicha y mote de maíz y habas. Pero des-
pués de reponer fuerzas, la travesía continuaba. Cuando faltaba
la chicha de los comuneros, muchos manantiales al pie del
Qhapaq Ñan, vertientes de agua cristalina, saciaban la sed de
los viajeros. El canto del Willkamayu, río sagrado, se escuchaba
acompañando la marcha...
Era primero, mes de agosto, cuando entraron a la ciudad
del Cusco. Las familias de antiguos linajes de la panakas inkas
los esperaron vestidos a la usanza prehispánica. Los caminantes
sin haberlo programado ni sospechado, se vieron rodeados por
una multitud danzante, que llenos de alegría espontánea se su-
maban al jolgorio. Algunos eran alcaldes “Varayocs” de distrito,
bien “uniformados” con sus trajes típicos y acompañados de sus
alguaciles. El Shanti y los muchachos se sintieron conmovidos
ante las muestras de cariño y confianza de aquella multitud de
entrañables desconocidos y solidarios anfitriones, que com-
prendían lo trascendental de la misión que cumplían los tres
caminantes del Qhapaq Ñan. Sin embargo, y a excepción de al-
gunos discretos ancianos, aún se desconocía el contenido de la
preciosa información y joya que el curandero llevaba consigo.
Se celebraba en la ciudad el Coya Raymi. En ella se ho-
menajeaba a Mama Killa o Madre Luna, la Coya del Sol, y re-
saltaba la estrecha unión entre la Tierra y la mujer, es decir la
femineidad en la vida de los runas. Era, asimismo, el mes de la
siembra después de haberse barbechado la tierra; el ritual agrí-
¡Allin Kawsay! 211

cola del equinoccio que se vivía en el valle del Willkamayu, río


sagrado.
Es así que el Shanti, en compañía de algunos alcaldes y
autoridades menores que lo conocían y sabían de su misión, in-
gresó al Cusco rodeado de una multitud que lo aclamaba. El
rumor había corrido como agua después de una copiosa lluvia.
El Shanti conocía la ciudad sagrada porque su padre lo trajo
varias veces a reuniones con las Panakas Inkas, como correspon-
día a su linaje. Esta vez se dirigió al territorio de los aliados más
antiguos de su familia, allí almorzarían llegado el mediodía.
En el local de la comunidad de los Ayarmakas a la en-
trada de la ciudad sagrada, el Ayllu más antiguo del Cusco, en-
contró a varios phaqos amigos que le informaron como andaba
el clima político de la ciudad, pues la curia todavía dominaba
los tejes y manejes de la gobernanza de un pueblo provinciano
como no deja de ser el Cusco.
Las principales autoridades políticas de turno, algunas
ajenas al verdadero trasfondo ancestral de las fiestas andinas,
se sorprendieron por el recibimiento al “indio loco” que venía
agitando y alborotando a los comuneros y realizando ceremo-
nias a los Apus y Wakas andinos incluso en territorios eclesiales,
sin previa autorización. El movimiento suscitado fue tal que
el prefecto de la ciudad envió a uno de sus alguaciles, el que
luego de saludarlo, le preguntó:
—¿Cómo has hecho para reunir a tantos “curanderos” y
“chamanes” sin que nos percatáramos de tal convocatoria?
¿Será que eres un nuevo aspirante a la alcaldía provincial o al
congreso de la República y quieres ganar adeptos antes de
tiempo?
—No sería mala idea, señor— retrucó el Shanti—, hasta
podría salir elegido… ¡con tremenda hinchada!
212 Javier Lajo

—Te esperamos mañana al mediodía en la Prefectura —


concluyó el alguacil, acentuando la voz autoritaria—. No faltes
o recibirás una citación judicial por desacato.
Pero en ese momento, nada pudieron hacer las autori-
dades para frenar a la multitud, y hasta los turistas curiosos se
acercaron para fotografiar al extraño personaje recibido por la
multitud, pero no hubo discursos de su parte.
El Shanti, más seguro y seguido de sus espontáneos alia-
dos locales, se dirigió primero a la waka y templo principal de
sus antepasados los Inkas: el “Qurikancha”, nombre sobre-
puesto al Intiwasi o casa del Sol, y una vez allí, cumplió con
“pedir permiso” al espacio sagrado para iniciar el ritual. Se trata
del templo más importante durante el inkario, el que una vez
guardó las reliquias más valiosas y los cuerpos embalsamados
de sus ex gobernantes. El santuario inka yacía herido por el
peso de estructuras barrocas sobre sus muros de fina cantería,
por el lucro que trasgrede a lo sagrado y por las ceremonias fo-
ráneas difamando el verdadero culto andino. Sin embargo, y a
pesar de todo, nada pudo extinguir en él, los latidos del corazón
de la waka más importante del mundo andino.
Los alcaldes “varayuq” o portadores de las varas de mando
y sus alguaciles, que solapadamente protegían a los paqhos, fue-
ron más precavidos y se encargaron, con antelación, de conse-
guir autorización de la orden de los dominicos y del Ministerio
de Cultura para realizar un ritual “costumbrista” en los jardines
exteriores del templo, y como parte de un programa turístico
ofrecido a los diplomáticos de Ecuador, Colombia, Chile, Bo-
livia y Argentina. Las autoridades solo se percataron de la ve-
racidad y trascendencia del ritual cuando fueron advertidos por
los del Opus Dei sobre lo que suponían eran los verdaderos ob-
jetivos que estaría persiguiendo el Shanti en su recorrido. Ya
¡Allin Kawsay! 213

para entonces se le señalaba como responsable de resucitar las


Wakas con un “poder satánico” único, y dejar en cada lugar a
otros curanderos de “su calaña” —los kamayoc— o encargados
de alimentar a los “demonios resucitados”. Eran ya muchos años
que la curia había perseguido y exterminado a esos Wakas o “de-
monios de la tierra”, “culto satánico” de los hombres andinos.
¿Era posible acaso que el viejo Shanti con la convocatoria y po-
pularidad que poseía, pudiera desatar otro movimiento parecido
al temible Taki Onqoy?... Y lo que era peor; ya no era posible
mandarlo a apresar pues la gente de los pueblos lo protegía con
su movilización y simpatía. Los políticos temían que reprimirlo
sólo conduciría a ayudar a forjar otro Ghandi, o quién sabe,
hasta un nuevo Mandela para los cobrizos, como el desapare-
cido líder de Sud África fue para los negros.
Para la ceremonia en el Qurikancha, los participantes ha-
bían ayunado tres días, e ingresaron descalzos al campo, como
lo hacía el Willaq Uma hace quinientos años, en señal de res-
peto a la waka. A poca distancia, muchos turistas filmaban y
fotografiaban la ceremonia. Entre ellos también había muchos
integrantes del círculo de protectores del Shanti, de las antiguas
panakas inkas. Sin embargo, en lo alto de la construcción, ob-
servaban indignados los sacerdotes católicos, sin poder inte-
rrumpir la ceremonia que se llevó a cabo con toda su
magnificencia y transparencia, arrancando incluso, aplausos
entre los curiosos.
Saraku aprovechó el descanso para comunicarse con sus
padres, vía internet. Esta vez no les describió toda su experien-
cia, sino y solamente su alegría y su forma de ver al mundo
desde que inició su viaje junto al Shanti, y siempre les repetía:
¡Cuando se los cuente no me lo van a creer! ¡No me lo van a
creer! Sus padres se sintieron más que agradecidos con el viejo
214 Javier Lajo

curandero. Sentían que su hija estaba totalmente deslumbrada,


renovada, nunca esperaron tal eficacia de la sanación andina,
Saraku había roto el cordón umbilical emocional que la man-
tenía atada a ellos, a pesar de su forma liberal de pensar. Había
abandonado por fin su infancia; había dado un vuelco trascen-
dental en su vida, un pachakuti como dijera el Shanti, pero en
su espíritu. Sin embargo, nunca sospecharon, ni imaginaron
los peligros y las aventuras a las que había sido expuesta su en-
greída, ni lo increíble de sus atacantes y salvadores. Saraku no
podría contarles, así a la ligera, acerca de los ñaqhaq vinculados
a las parroquias, de las sirenas del lago, de los paqhopakuris de las
selvas, ni de los escurridizos kunu-runas, hijos de la nieves; no sin
parecer esquizofrénica y provocar que sus padres vengan por
ella para someterla nuevamente a medicación psiquiátrica. Ya
llegará el momento de compartir con ellos mi gran aventura —su-
surró—.
Cuando Saraku colgó el teléfono, sintió una gran nos-
talgia. Extrañaba mucho a sus padres, a pesar de todo. Al sen-
tirse observada por el Shanti, ella disimuló su tristeza, pero no
pudo engañar al viejo atoq.
—No debes sentirte avergonzada si añoras a tus padres,
querida Saraku. Yo también extraño a mis otros hijos. Los
Qhapaq no estamos exentos de sentimientos de tristeza. La fa-
milia es, al final de cuentas, lo más trascendental para uno. En
mi comunidad, allá en La Isla del Sol, los hijos estamos cerca
a los padres y abuelos, y eso es maravilloso. El hogar es la fuerza
que mueve el corazón de la tierra, si la familia está dividida, o
está enferma, todo anda mal.
—Como dicen los esquimales, el hogar es el barómetro
de la salud del planeta —dijo Saraku, más reconfortada.
—Cierto, muy cierto.
XXIV
Las Panakas del
Cusco

Ese mismo día, y en casa de la familia Yupanki de la pa-


naka de Pachakuteq Inka y Mama Anawarke, el Shanti, Ar-
nawan y Saraku se reunieron con la mayoría de los
representantes de las panakas inkas existentes en el Cusco. El
Shanti, sin embargo, criticó la ausencia de algunos y el hecho
de que no todos los presentes llegaron acompañados de sus es-
posas, como debía de ser. Al preguntar por la razón de aquella
indisciplina, Justiniano Paullu, descendiente del histórico Pau-
llu Inka, contestó:
—No confiamos en todos, Shanti. Por eso hemos tenido
cuidado en escoger a los de las panakas más leales.
—¡Necesito de todos! —respondió enérgico el Shanti—
. Y en parejas, no a ch’ullas, por qué no estamos en la sinagoga
donde los varones asisten como wajcha y se excluye y censura
a las mujeres, humillándolas. ¡Esto es serio! Necesitamos del
buen parecer y consejo de ellas, de las madres, de las hijas y las
hermanas. ¿Qué pasó con ustedes? ¿Acaso se han vuelto ma-
chorros y misóginos como nuestros enemigos invasores?
Arnawan y Saraku fueron testigos, una vez más, del
poder de convocatoria y enérgico discurso que poseía el hatun
paqho altomisayoq de la Isla del Sol, pues esa misma tarde se
216 Javier Lajo

cumplió con reunir a todos los personajes de las panakas inkas


del Cusco.
El Shanti reconoció entre todos a las cuatro parejas de
ancianos, venidos de los cuatro Suyos para el encuentro. Estos
silenciosos personajes de gran sabiduría como la del maestro,
no tenían el más mínimo protagonismo. Vestían modesta-
mente para pasar desapercibidos ante todos. Una pareja dedi-
caba gran parte de su tiempo a recolectar e interpretar leyendas
e historias entre los ayllus antiguos y contemporáneos del sur
andino; otra pareja laboraba como cuidante de un viejo cemen-
terio en Willkapampa donde reposaban los restos de algunos
inkas, sin que el mundo lo supiera. La pareja más anciana era
humilde zapatera instalada en Cusco transitoriamente, y que
poseía muchos contactos a lo largo y ancho del territorio an-
dino e informaba de cualquier acontecimiento importante a
los otros. La cuarta pareja estaba conformada por una mujer
descendiente directa de Tupaq Amaru, sabia y pacífica, cuyos
nombres habían sido cambiados generaciones atrás para evitar
persecuciones, y su esposo, con quien administraba una posada
en las afueras de Apurímac, a orillas de un lago donde ambos
recibían visitantes ávidos de conocer y experimentar un pe-
queño oasis de Sumaq Kawsay; empero su verdadera labor con-
sistía en recibir a otros grandes líderes del mundo y coordinar
los avances de su sagrada misión.
Sin embargo, entre los más jóvenes, no todos parecían
entusiasmados con el reencuentro, y más bien lucían algo te-
merosos. Una de las mujeres llevaba a Cristo crucificado como
relicario colgando del cuello, demostrando que a pesar de toda
su herencia andina seguía la religión cristiana; pero nada de
eso intimidó al Shanti, y por el contrario habló con más fervor
y convencimiento que nunca:
¡Allin Kawsay! 217

—Me llamo Santiago Korawaya Nawan, “el Shanti” para


mis hermanos, y hablo con la autoridad que me da el ser des-
cendiente de los ayllus puquinas de Uyuni. Soy el último kama-
yoc, guardián de la panaka de Thunupa Wiracocha Wihinjira,
Hamuyiri de los Ayllus de la Gran Paqarina del Ttitikaka y guar-
dián de la waka principal de los Inkas, estirpe de los Amaro
Runa. He venido al Cusco de paso hacia el Paititi, porque
nuestro planeta peligra. El desequilibrio del mundo es grave y
ha llegado la hora de convocar a los qhapaq de todo el mundo,
a los kadosh, y los temples, a los sufis, ksátriyas, cátaros, ikhwán-
es-Sfá, y otros hombres y mujeres consagrados de diversos pue-
blos, porque es el momento de recuperar el equilibrio del
mundo, custodiando así el Sumaq Kawsay para todos los pue-
blos de la Tierra, producto del esfuerzo, sacrificio y capacidad
de nuestros ancestros los Reyes del Sol que equilibraron el eje
del mundo para que la luz y el calor del Tayta Inti llegue bien y
sirva con orden a todos los seres del planeta.
La sala se estremeció convirtiéndose en un concierto de
murmuraciones. Hasta ese momento, todos daban por hecho
de que los descendientes de la panaka de Thunupa se habían
extinguido para siempre. Tras el asombro sobrevino la enorme
satisfacción de saber que tenían frente a frente a un heredero
del más puro linaje de los hamuyiri puquina, maestros de los
maestros: los Amaro Runa de los tiempos de Tiwanaku.
—Ustedes, wawqichas y panaychas —les dijo—, se sien-
ten orgullosos por ser descendientes de inkas notables. Pues
bien, ha llegado el momento de hacer honor a su apellido. Hace
tiempo que fueron convocados para este día. Como sabemos,
la madre Tierra está intentando sacudirse del daño recibido
por sus hijos, y al mismo tiempo el nuevo pachakuti humano
ha comenzado; el mundo entero reclama verdad y conoci-
218 Javier Lajo

miento frente al fracaso de las religiones y políticas. Nosotros,


los paqhos andinos y los descendientes inkas, no podemos es-
perar más. Mostraremos al mundo la fuerza más poderosa del
cosmos: El Munay de los Inkas, capaz de sanar y estabilizar a la
Tierra, antes de que sobrevenga el pachakuti cósmico y la in-
versión de los polos magnéticos que nadie sabe qué cataclismos
puede provocar. Dado el desequilibrio a que nos está llevando
la imprudencia del mundo occidental, estamos una vez más, al
borde de un cataclismo que sepultará a la especie humana, y
con nosotros a todo vestigio de vida sobre el planeta. Los cris-
tianos ch’ullas deben ser redimidos, enseñados y vueltos al equi-
librio de creer y rendir culto nuevamente a la Diosa Madre
Pachamama, pero sin olvidar al Dios Padre, para conseguir el
equilibrio restaurador y la vida plena para todos los pueblos
del mundo y todos los seres del Planeta.
—Es cierto, Shanti —habló Laureano, de la panaka de
Wayna Qhapaq y Mama Chimbo—. Nosotros, por nuestra parte,
hemos trabajado mucho para activar los intiwatanas, junto a
los alimentadores de las Wakas, pero con las limitaciones que
nos imponen las iglesias católica y evangélica, pues hay una
persecución y control silencioso y clandestino de los párrocos,
especialmente de parte del Opus Dei. Muchos de nuestros
paqhos de los más queridos han sido asesinados salvajemente
por los temibles k’arasiris; estos asesinos andan confabulados
incluso con algunas autoridades policiales, políticas y hasta ju-
diciales.
El Shanti caminó despacio entre los presentes. Ninguno
allí quitaba su vista del gran maestro.
—Lastimosamente es verdad… —habló nuevamente—,
pero y por sobre todo, aparezcamos con toda la fuerza de nues-
tro colectivo, como los Qhapaq Inka que somos, la mayor fuerza
¡Allin Kawsay! 219

humana capaz de equilibrar el planeta y que busca la paz en el


mundo. Advertiremos sobre la urgente necesidad de equilibrar
la fuerza del Yanantin cósmico, equilibrar lo hanan con lo hurin,
y lo masculino con lo femenino, para que el cambio sea real, du-
radero y lo menos traumático posible. Impulsaremos la necesi-
dad de terminar con la era de la dictadura patriarcal y el culto
y veneración impuesta del dios solitario; el dios ch’ulla. Revela-
remos la urgencia de recuperar la paridad Dios—Diosa en
nuestro padre Wiracocha como el Sol de soles del cosmos, padre
celestial de luz y calor externo que sostiene la vida, y en Pacha-
kamaq, nuestra madre terrenal, el calor interno que mueve al
mundo, que engendra y pare la vida con su amor incondicional.
No importa cuántos nombres les adjudiquen, lo trascendental
es sentir la fuerza del equilibrio paritario del cosmos, en nues-
tros corazones, hogares y gobiernos.
—Pero… ¿cómo lo lograremos sin parecer subversivos?
—Volvió a hablar Laureano—. Nos obligarán a callar. ¡Esta-
mos solos en esto!
El Shanti se quedó pensativo y luego observó a todos,
sabía que en las panakas también habían hatun runas temerosos
al cambio, bien insertados en la modernidad consumista, com-
petitiva y cristianizada; pero confiaba en que no habían podido
renunciar del todo al sentimiento y la fuerza andina, porque
las familias conservaban un sagrado compromiso con los an-
cestros y además lo llevaban en sus genes. Luego de cerciorarse
de que estuvieran atentos a su explicación, continuó:
—Las condiciones están dadas, hermanos, y no estamos
solos. Tenemos grandes y poderosos aliados. Los pueblos de la
tierra están alarmados por el apocatástasis que se avecina, y por
ello sus hombres y mujeres sagrados nos ayudarán. El occi-
dente no es monolítico, hay sectores y matices; dentro del sec-
220 Javier Lajo

tor más crítico y equilibrado, existe una corriente secreta entre


los jesuitas y los judíos, desde que pisaron estas tierras por pri-
mera vez. Es la misma fuerza que abogó por los derechos de
los indígenas y se opuso al ajusticiamiento del Inka Tupaq
Amaro, el joven hijo de Manko Inka. En aquella época, los je-
suitas intentaban instaurar una monarquía con el Inka como
soberano, con un antiguo discípulo de los hamuyiris del Qhapaq
Ñan como centro. Eso les costó la expulsión del Perú y de
América. Los reprimieron fuertemente apresándolos a todos
y hacinándolos en la Isla de Malta, en el mar Mediterráneo.
Sin embargo, años después el Vaticano entendió que los sacer-
dotes de la vieja Orden de los Soldados de Dios habían pagado
“sus culpas” y reivindicado su fidelidad al papado. Ahora, des-
pués de haber recuperado su lugar, un grupo numeroso de je-
suitas estarían listos a apoyarnos en este cambio.
Y mientras se llevaba a cabo la reunión de panakas más
importante de los últimos tiempos, en la plaza principal del
Cusco merodeaba un joven norteamericano, apuesto y famoso,
que formaba parte de la vida pasada de Saraku. Su nombre era
Peter.
—Los padres de mi novia me contestaron esquivos
cuando les pregunté sobre el paradero de su hija —malició el
gringo, expresándose en inglés, su idioma materno—. Pero voy
a encontrar a Saraku, sea como sea.
—Pero… si ella dejó de llamarte es porque ya no le in-
teresas como antes, o porque encontró a otro tipo mucho más
interesante que tú, ¿no crees? —le advirtió una de las chicas
que había llegado con el grupo de turistas norteamericanos.
—¡Ya cállate!
—No digas que no te lo advertí.
—Saraku es exigente en sus gustos y si me va a cambiar
¡Allin Kawsay! 221

por otro, tendría que ser alguien muy superior a mí.


—¿Un archimillonario o un míster universo? Por aquí...
¡bien difícil!
—Seguiré buscándola. Sus padres me dijeron que estaría
en Cusco y la ciudad no es muy grande. Voy a encontrarla.
Peter era un muchacho de veinticinco años, alto y de
contextura atlética, cantate rockero, muy famoso por cierto en
los Estados Unidos de Norteamérica. Sus grandes ojos celestes
acaparaban la atención de cuanta jovencita pasaba por su lado.
Entre sus compañeras de viaje, más de una había intentado se-
ducirlo, situación que no había desaprovechado. Sin embargo,
Saraku era una chica que además de hermosa y de muy buen
carácter, era muy inteligente; todo un reto para él, como galán
irresistible del grupo que lo seguía incondicionalmente. Con
Saraku se habían conocido en Texas donde ella pasaba sus va-
caciones al lado de su familia materna. Varios de sus amigos lo
ayudaban en la búsqueda de Saraku, les había proporcionado
su foto, y andaban preguntando en los hoteles más lujosos de
la ciudad y en las agencias turísticas.
Ajena a cuanto sucedía en el centro de la ciudad, Saraku
permanecía cerca del Shanti, sin perderse una palabra de su
magistral discurso. Cada mensaje, cada frase del maestro era
como una semilla cayendo en un terreno fértil bañado por cas-
cadas de agua y de calor en un día soleado; semillas ávidas de
engendrar un bosque de robles y orquídeas que le impregnen
fortaleza y belleza al mundo.
—Nuestros aliados jesuitas…, o mejor dicho, los jesuitas
aliados de la verdad libre de credos, fenotipos e intereses mez-
quinos, van a salir a revelar los mayores secretos del Vaticano,
entre otras cosas la instrucción que muchos avatares de los pue-
blos diversos en el mundo recibieron aquí, en el Qhapaq Ñan.
222 Javier Lajo

Aquí fue donde aprendieron a mimetizarse con “el camino, la


verdad y la vida”. Los instructores de estos líderes espirituales
del mundo, nuestros hamuyiris o sabios andinos, les enseñaron
a luchar en favor de los esclavos, lo pobres, los enfermos y con-
tra el marginamiento de las mujeres. Hablarán también sobre
la participación determinante e imprescindible de la mujer en
el equilibrio y el cogobierno del mundo. Por otra parte, la
mayor potencia del mundo se está viendo obligada a revelar
todo cuanto sabe sobre el verdadero origen e historia del ser
humano. Muchas de las tradiciones espirituales de los pueblos
del mundo y sus líderes solo esperan nuestro llamado para con-
centrarse y manifestarse a favor de la era del “Tiempo Pleno”.
Muchos grupos de poder espiritual y material del mundo se
nos unirán para este gran Pachakuti, pero nosotros somos los
que tendremos el timón y la voz cantante.
Nuevamente las murmuraciones llenaron la sala. Esta
vez, el Shanti les otorgó el tiempo necesario para exteriorizar
sus dudas y temores. Un hombre entrado en edad, de la panaka
de Tupaq Yupanqui y Mama Ojllo, preguntó:
—Ante semejante responsabilidad, ¿debemos temer por
nuestra vida, Shanti?
—La peor muerte es la del hombre o mujer que no ha
cumplido con su deber… En lo particular, solo tengo miedo de
morir antes de cumplir la misión que me fue encomendada. Y
si entre ustedes existen traidores, desleales o simplemente her-
manos indiferentes al gran pachakuti, poco o nada podrán hacer
para detenernos, porque les aseguro que el retorno de los qhapaq es
algo inexorable, aparecerán en cada familia, en cada ayllu, en cada
gobierno. Sin embargo, les pido y les imploro que cada uno de
ustedes asuma el rol que le corresponde, en nombre de los sacer-
dotes Inkas que dieron su vida por cuidar de la reliquia sagrada.
¡Allin Kawsay! 223

La mujer religiosa que lucía un rosario cristiano, dio un


paso adelante y se presentó:
—Mi nombre es Valeria Champi. Desciendo de las sa-
cerdotisas del Ajllawasi del Cusco, y pertenezco a la panaka de
Atawallpa. Mi pregunta es: ¿A qué reliquia sagrada te refieres?
¿Acaso a la que ha quitado el sueño a emperadores, papas y
gobernantes del mundo?
—A esa misma, hermana —respondió el Shanti—. La
misma reliquia que permaneció en manos de los sacerdotes
Inkas desde los tiempos de Taypikala en el templo al Sol, y
hasta hace poco en un lugar secreto de los Andes, entre Perú y
Bolivia, en la parte norte del Ttitikaka. La verdadera razón por
la que los reyes de España enviaron a Colón y luego a Pizarro,
Valverde y otros mercenarios a nuestro continente, y que ter-
minaron dejando de lado su verdadero objetivo para caer se-
ducidos por el oro y la plata de estas tierras. Aquel objetivo por
el que no dudaron en asesinar a Manco Inka, Vila Oma, Sayri-
tupa, Tupaq Amaru y José Gabriel Condorcanqui, y todos los hé-
roes que resistieron junto a los sacerdotes inkas de
Willkapampa. Aquella reliquia que simboliza y a su vez con-
serva el poder inconmensurable del “Munay” planetario, y con
la que una vez se equilibró el eje de rotación del planeta a su
ángulo óptimo, permitiendo que el Sol saliera y llegara equi-
tativo para todo el mundo, diversificando y conservando el
“orden del mundo”, la vida buena o Sumaq Kawsay para todos
los pueblos del planeta.
—Por eso mismo, los inkas sabían el secreto de la vida y
su gran misión era cuidar esa espléndida vida para todas las
criaturas de la Pachamama —seguía exponiendo el Shanti—.
Con la serie de rituales en los Intiwatanas a lo largo del Qhapaq
Ñan, nuestros abuelos podían rectificar el deterioro del equi-
224 Javier Lajo

librio del mundo, pero al llegar los Supay o demonios españoles,


esta guardianía de los nuestros se acabó y surgió el desequili-
brio, la desesperanza y la confusión. Los wiracochas y su dios
ch’ulla, su dios solitario y patriarcal, llegaron persiguiendo la
Idolatría y quemando a todos los Idólatras, buscando a ese
“Dios I” de los puquinas, nunca supieron que ese “dios I” es
precisamente el eje de la Tierra en equilibrio suficiente para
producir el Sumaq Kawsay o la vida en su plenitud sobre todo
el planeta y para todos los pueblos. Ese equilibrio que hoy, se
deteriora más y más. Ahora hermanos míos, estamos ante un
inminente Pachakuti cósmico que volteará la Tierra totalmente
y destruirá todo género de vida… si es que nosotros —queridos
wawqichas— los herederos de los alarifes del Qhapaq Ñan, los
Qhapaq Inka, no hacemos algo para detener la apocatástasis
que provocará el fin del mundo, y que está próximo a suceder.
Gran silencio y pesadumbre invadió la sala. Algunos in-
flaron el pecho, decididos a trabajar por el gran pachakuti hu-
mano, otros, temerosos y desalentados, miraron hacia el suelo,
moviendo la cabeza de un lado al otro. Se sentía una tensión
insoportable en el ambiente. Entonces Arnawan, sorpren-
diendo a todos, subió de un salto felino a un pupitre y tomó la
palabra, gritando a pleno pulmón:
—¡Carajo! ¡Todos los pueblos, todas las políticas, todas las
religiones han fracasado en su intento de re—equilibrar al mundo!
¡Quién va a rendirse ahora que ha llegado nuestro turno! ¿Quién
de los grandes herederos de los qhapaq, de los inkas, se va a dar el
lujo de acobardarse y abstenerse ahora? Tenemos el remedio para el
mal en nuestras manos, nuestros antepasados hace muy poco, unos
cientos de años nomas crearon la utopía, la tierra sin mal… el Ta-
wantinsuyu. ¿Alguien aquí se siente incapaz de retornar a la gloria
de los Qhapaq Inkas?
¡Allin Kawsay! 225

Gran silencio en la sala. Saraku se quedó maravillada.


Hasta ese momento no conocía esa faceta en la personalidad
de Arnawan. Ni el Shanti hubiera sido capaz de lograr tal
efecto en el auditorio. Aunque era muy joven para guapear de
esta forma a viejos luchadores descendientes de los Inkas, el
muchacho había logrado romper el silencio de los oyentes para
trocarlo en euforia. A los aplausos siguieron los abrazos al
Shanti y a los jóvenes que lo secundaban. Había aparecido un
gran líder Inka.
—¡Haylli Tawantinsuyu! ¡Haylli!.... —ovacionaron los
presentes—. ¡Jallalla Inkas del tawantinsuyu! ¡Jallalla Shanti!
—¡¡Jallalla Arnawan!!
XXV

El árbol de la vida

En el gran salón, los representantes de las panakas, mur-


muraron a viva voz. Cuando volvió la calma, el Shanti cues-
tionó:
—¿Nunca se preguntaron por qué el virrey Toledo se en-
sañó tanto con Tupaq Amaro; un Inka casi adolescente, hasta
matarlo degollándolo cruelmente y sin compasión?
Los oyentes asintieron con un movimiento de cabeza.
Ahora, muchos hechos históricos cobraban sentido. Era seguro
de que el virrey Toledo, en ese nefasto año de mil quinientos
setenta y dos, había extorsionado al joven Tupaq Amaro, el Inka
“endemoniado”, para que escogiera entre revelar el secreto y
entregar la reliquia sagrada o salvar su vida. El valiente inka
prefirió morir.
—Shanti, dinos más sobre esa reliquia sagrada —insistió
Valeria.
El Shanti tomó asiento en una de las sillas y el resto tam-
bién se acomodó mientras pasaban fruta en una bandeja.
Ahora habló más relajado, como quien cuenta una historia:
—Esa reliquia de oro puro, era guardada por los inkas
como el recuerdo del gran día en que el amado Inti empezó a
salir para todos los pueblos del mundo, porque antes de ello, el
228 Javier Lajo

planeta giraba en torno al Sol con su eje de forma perpendi-


cular a su plano de rotación, de tal forma que solo habían dos
pequeñas zonas geográficas donde se podía vivir organizada-
mente, aunque con mucha dificultad: al borde de los trópicos
en el norte y en el sur —explicó utilizando una guayaba pe-
queña y una enorme lucma como ejemplos de la Tierra y el
Sol—. Los pueblos luchaban encarnizadamente entre sí, como
fieras y predadores por la tenencia de esas pequeñas zonas de
Ch’ampa Kawsay o vida miserable, siendo enemigos de su propia
especie, aunque asolaban grandes tormentas y cataclismos pe-
riódicamente que hacían la vida muy difícil y violenta, sin es-
peranza de tranquilidad y sosiego para los hijos de la Tierra.
El Shanti devolvió a la bandeja los frutos y continuó di-
ciendo:
—Era una vida de zozobra y desesperanza; pero surgie-
ron nuestros antepasados, los Qhapaq, los hombres y mujeres
justos, los que organizaron la poca humanidad que teníamos y
liderados por el Gran Thunupa Wijinjira, construyeron el Qha-
paq Ñan o la ruta de Wiracocha y sembrándola de los intiwatanas
le dieron un orden y sistema a la energía geomagnética que fluye
por los Andes. Se aliaron con los Apus y equilibraron al planeta
en una posición angular del eje que permitió que la luz y calor
del Sol se distribuyan de manera proporcional para todas las
zonas geográficas del planeta. Esa fue la gran demostración
del amor de los Qhapaq Inkas, cuyos corazones convertidos en
ceniza, fueron guardados en el interior de nuestra reliquia que
recuerda “El gran día de los Reyes del Sol”, ese gran día, ¡el
Punchaw!, en el que lograron que el astro Sol salga para todos
y que la vida se haga espléndida.
—¡El Sumaq Kawsay o espléndida existencia para todo el
planeta! —resumió Saraku, embelesada.
¡Allin Kawsay! 229

—Exacto. Y esa es la reliquia de oro —resumió la histo-


ria el Shanti—, para el recuerdo y la veneración de sus descen-
dientes: El oro que simboliza la magnificencia y eternidad de
nuestra existencia comunitaria, colectiva y la ceniza de los co-
razones de nuestros Inkas y Coyas que recuerda lo infinita-
mente pequeña que es nuestra vida personal, individual, pero
inmensos los corazones de nuestros gobernantes, que consi-
guieron que el sol salga para todos.
—Pero… ¿cuál es el nombre de la reliquia? —insistió
Valeria.
—Ya lo dije para los que no la han olvidado. Todos la
verán dentro de poco y podrán reconocerla. Mientras tanto, los
que la han conocido y conocen la grandeza de nuestros Qhapaq
Inkas, saben a qué reliquia me refiero, los que no, tendrán que
rebuscar en sus genes y preguntar a sus corazones— contestó
el Shanti, en tono de sentencia.
Las murmuraciones ahora se convirtieron en voces, unos
preguntando, otros aseverando o negando, hasta que la voz in-
sistente de Valeria volvió a imponerse en la sala:
—Entonces, ¿qué nos puedes decir respecto al Santo
Grial?
Nuevos cuchicheos en el recinto. Arnawan quiso respon-
der a la pregunta pero el Shanti lo tocó en el hombro. Eso debía
responderlo él mismo. Entonces, armándose de paciencia se
bebió de golpe un mate tibio de hojas de coca, y superó por el
momento el cansancio. Luego con disimulo observó rápida-
mente de pies a cabeza a Valeria. A pesar de sus cincuenta años
de edad, lucía muy buenamoza, como debían haber sido las
acllas del antiguo inkanato, pero su exagerado interés por la fa-
mosa reliquia, le causó cierto recelo. Sin embargo había venido
a responder las inquietudes de los hermanos de las panakas:
230 Javier Lajo

—La mitología hermética cristiana es una mitología de


niños que han perdido a su madre del cielo. Habla de una gran
joya, un diamante que tenía en la frente Luzbel en el Paraíso,
era el “tercer ojo” del arcángel, con el que podía mirar la verdad
de las cosas. Cuando sucede su caída, es convertida en el de-
monio Lucifer y así desposeído de la joya, deja una cuenca en
su frente que quedó vacía; despojada de su poder desde ese
momento vaga arrastrándose por el paraíso en forma de ser-
piente con cabeza humana. Luego, los demás ángeles y arcán-
geles que le seguían fieles, tallan con aquel diamante un cáliz
que es entregado a Adán luego de su creación. Mas luego dice
el mito, que al ser “sacada” Eva del costado de Adán, ella pasa
a ser depositaria y custodia del cáliz sagrado, hasta que Lucifer
que trepaba el árbol del conocimiento del bien y del mal, en forma
de serpiente con cabeza humana, le enseña a Eva cómo usar
estos preceptos. Su Dios ch’ulla, para impedir que estos inter-
vengan el árbol de la vida y se conviertan en inmortales, los ex-
pulsa del Paraíso. Posteriormente al gran diluvio, Set, uno de
los hijos de Noé, regresa al Paraíso y recupera el cáliz sagrado.
Después de una pausa prolongada el Shanti llamó la atención
diciendo—: Y ahora queridos wawqichas, ¿dónde quedará el
Paraíso? ¿Cuál será ese árbol de la vida con el que la humani-
dad se hace inmortal?
El Shanti esperó un tiempo prudencial para que alguno
de los oyentes se atreviera a responder, pero al verlos discutir
entre sí, se volvió hacia Arnawan, y con un gesto apenas per-
ceptible, le pidió que respondiera por él.
—La respuesta es obvia —les dijo Arnawan, acaparando
la atención de todos—. El llamado “Paraíso” queda pues en los
Andes inmortales y el árbol de la vida no es más que el Qhapaq
Ñan o Gran Camino Inka; es el instrumento con que cada
¡Allin Kawsay! 231

cierto tiempo rectificamos el eje de la Tierra o “axis mundi”,


que es la forma como se logra la inmortalidad para la cultura
y el género humano, impidiendo las catástrofes cíclicas. ¡Esta
es nuestra gran Verdad! —Arnawan miró a Saraku, de reojo.
Acababa de dar respuesta a una pregunta que ella se venía ha-
ciendo a lo largo del camino—. La cadena de intiwantanas son
las palancas o puntos de apoyo que nos permiten, con la ayuda de
los Apus, rectificar el ángulo del eje terrestre cuando se deteriora
tanto que amenaza con un Pachakuti cósmico que destruya la vida
sobre la Tierra.
—Por eso mismo —interrumpió el Shanti—; por esta
gran herramienta de los Qhapaq Inkas, el poder de Thunupa se
renueva cada ciclo, “solo en cuanto rectifica y perfecciona su
obra”; es decir, sólo si recuperamos el equilibrio del eje terrestre
periódicamente, nuestro eterno Hamuyiri el gran Thunupa “ad-
quiere poder y mando de todo lo existente”, porque asegura-
mos la continuidad e inmortalidad de la cultura humana.
—Si así fueron las cosas —Valeria vuelve a preguntar—
, ¿qué significado puede tener para nosotros entonces los mitos
de Adán y Eva?
—La alegoría de Adán y Eva —continuó Arnawan—
que fueron echados del Paraíso no es más que el trauma con
que los europeos recuerdan o rememoran la forma como esos
pueblos belicistas y guerreros fueron expulsados de los Andes
hacia Europa que en esos tiempos era como una colonia penal
en una zona geográfica que era de clima helado. Esto se dio
para que su mal proceder no entorpeciera el cuidado del “árbol
de la vida” o Qhapaq Ñan, porque su afán primordial no era pre-
servar la vida y el Sumaq Kawsay para toda la humanidad, sino
conseguir lo que todo individualista mezquino quiere: La inmor-
talidad individual; sólo eso explica también su angurria malsana
232 Javier Lajo

por el oro, piensan que este metal les dará o les “contagiará su eter-
nidad.” Al este de lo que ellos mismos llamaron “el paraíso” en
el mar, entre la tierra de los Mayas y Europa existía una isla
llamada Atlántida, en donde sus habitantes que fueron fieros
guerreros, premunidos de armas poderosas que se llamaron en
aquel tiempo “espadas flamígeras”, impedían que los europeos
regresen por la misma ruta que los condujo al destierro. Más
después de algunos milenios esta isla desapareció, fue tragada
por el mar, quedando esa ruta libre para el regreso de los wira-
cochas, a estas tierras del Tawantinsuyu, que es lo que ha sucedido
en estos últimos 500 años.
En ese momento, el Shanti intentó dar por finalizada la
sesión: —Es una historia muy larga que algún día se las con-
taremos completa —les dijo.
—Dinos más, Shanti —insistió otra panicha mujer, en
tono de súplica—. No te vayas; aún queremos saber más. En-
tonces, el Shanti llamó a Arnawan, dándole su lugar. El mu-
chacho, sin pensarlo dos veces, tomó nuevamente la palabra.
Para eso el Shanti lo había preparado con mucha antelación.
—Yo seré la voz de mi padre —dijo—. Continuando con
esa historia, posteriormente a la expulsión de los wiracochas
hacia la Europa arcaica, fueron traídos muchos niños con sus
padres o con su consentimiento, a nuestro continente Andino.
Niños iniciados en el “Gran Camino” o “Árbol de la Vida” para ser
educados e instruidos como avatares de las sociedades que en otros
continentes necesitaban “redención” y “reeducación”, pues las huellas
traumáticas del último diluvio o “unu pachakuti” dejó cicatrices
horribles en el alma de muchos pueblos castigados por su dese-
quilibrio, e incapaces de rectificación y que renuentes a su purifi-
cación, sus sobrevivientes respondieron con sed de venganza
contra la Pachamama y contra la mujer en general, como hasta
¡Allin Kawsay! 233

ahora hacen los wiracochas: Misóginos, que en su inconsciencia cul-


pan a la Pachamama de la muerte de millones de seres humanos en
los violentos cataclismos que produjo ese Unu Pachakuti. Toda esta
historia de castigo y sufrimiento, los ha llevado a padecer este ho-
rrible trauma —el mayor que pueda tener algún pueblo— trauma
misógino que les ocasiona un pánico fóbico difícil de revertir hacia
todo lo que represente la Pachamama o Madre cósmica.
—¿Y quiénes fueron esos avatares? ¿Quiénes son los
descendientes de esos niños? ¿Quedan religiones impulsadas
por esos avatares? —preguntaron otros...
—¡Ya estuvo bueno de charla! —Interrumpió el
Shanti—. A mi regreso, si es que retorno, les seguiré contando
la verdadera historia de los Qhapaq Inkas y de su confrontación
milenaria con los pontífices patriarcales de Europa. Solo les
adelantaré que la sagrada reliquia nuestra que estoy transpor-
tando al Paititi, representa al munay, que es la “pasión organi-
zada” del mundo; la capacidad y potencia de la Pachamama y
de las mujeres en especial, para amar y proteger a todos noso-
tros, sus hijos. No lo olviden.
Y estallaron los aplausos, pero antes que terminara la
ovación, Saraku se acercó a Arnawan y le susurró al oído, con
mucho cariño:
—Gracias por responder, por fin, a la pregunta que tanto
me hacía.
XXVI

Ch’ulla

El Shanti también dio por finalizado el discurso, pero


Valeria se le acercó y le preguntó:
—Dime, Shanti. Si dices que no debemos andar como
ch’ullas y que es necesario equilibrar la fuerza masculina con la
femenina… ¿por qué tú caminas solo? ¿Por qué no vienes con
tu esposa?
El Shanti se estremeció por un momento, pero luego, re-
cuperándose, contestó:
—La mujer que equilibró mi vida, mi amada esposa, fue
asesinada por los mismos que intentaron hacerlo conmigo mu-
chas veces. Si ella estuviera aquí, estaría hablando y dando la
versión femenina de todos estos asuntos, y con la misma auto-
ridad que yo poseo.
—Ohh…lo siento; es una pena, Shanti…
—Pero el Shanti no es impar por voluntad propia —le
dijo Saraku, mirando con cierta furia a Valeria por su impru-
dencia—; todo lo impar es accidental y pasajero, y como todo
lo transitorio en la vida pronto encuentra su par. Solo es cues-
tión de tiempo —y les guiñó un ojo a ambos.
Arnawan se sorprendió al escuchar a Saraku. ¿En qué mo-
mento escuchó decir eso del “par” e “impar”? ¿Lo habrá intuido?
236 Javier Lajo

Para el Shanti, sin embargo, el recuerdo de su compañera


aún ocupaba todo el espacio en su corazón, pero no era mo-
mento para dejarse arrastrar por la tristeza. En un esfuerzo su-
premo por deshacer el nudo en su garganta, tomó un vaso de
chicha en las manos y volviendo al tema que lo trajo, dijo:
—Este es el inicio del retorno de los qhapaq. Brindemos
por ello que pronto estaremos brindando con hombres y mu-
jeres líderes de muchas naciones.
Nadie se atrevió a dudar de sus palabras. Sin embargo,
el Shanti no solo estaba brindando por el retorno anhelado
de “los justos”; también intentaba tragarse toda la tristeza por
lo sucedido con su esposa. Saraku, que ya lo conocía bien, fue
la única que se percató de ello, e intentó animarlo abrazán-
dolo cariñosamente a la vez que alejaba con la mirada a Va-
leria.
Muy lejos de allí, en La Paz, capital de Bolivia, Paulina,
la primera novia de Arnawan, paseaba llorosa por las calles de
la gran ciudad. Ella se había entusiasmado y confiado en las
promesas de un joven boliviano que hacía poco había conocido.
Sin embargo, una vez que la hizo suya, la dejó por otra mu-
chacha de la ciudad, y sin el menor remordimiento. Al pedirle
explicaciones, el mozo, de origen andino y vestido según las
exigencias del mundo moderno, le dijo:
—Solo fue un “agarrón”, cholita linda; no estoy “camote”;
no insistas.
Paulina entendió que, quien creyó sería su nuevo com-
pañero de vida, sólo se había divertido con ella. Pero no aca-
baba de entender cómo, un hombre criado en el seno de una
comunidad, podía llegar a ser tan mentiroso y hasta cruel.
¡Cómo se contaminan y malogran tanto los chicos que vienen
a la ciudad!
¡Allin Kawsay! 237

—¿Tanto poder tiene este mundo de los mistis que dicen


“moderno” para que los comuneros se olviden de las cosas sa-
gradas que nuestros taytas nos enseñan? ¿Mejor no sería que
estos chicos “refinados” aprendan que las gentes de bien, dicen
siempre la verdad y siempre también respetan a la mujer que
va a ser la madre de sus wawas?
Paulina terminó comparando al causante de su decep-
ción con Arnawan, su primer gran amor. Estaba segura que él
jamás la hubiera abandonado después de hacerla suya, pero era
tarde para echarse atrás.
Ella miró hacia lo alto de los cerros y los nevados de La
Paz. Cuánto hubiera querido permanecer en su pueblo, cuánto
deseaba que Arnawan jamás hubiese partido hacia Cusco; pero
él yacía inmerso en su misión al lado de su padre y la chica ex-
tranjera que el destino puso en su camino. Pero en un rincon-
cito de su alma, Paulina guardaba la esperanza de que Arnawan
retornaría a La Isla del Sol, desengañado de las costumbres li-
bertinas de las chicas extranjeras, y que al verla a ella tan sola,
volvería a su lado. “Juntos labraremos la tierra y tendremos mu-
chos hijos….”, pensó.
Pero el camino que aguarda a los hombres y mujeres,
suele tomar atajos inesperados y en el cielo de sus vidas, el sol
no siempre sale por el mismo horizonte…
Al día siguiente los integrantes de la gran reunión de pa-
nakas, el Shanti y sus discípulos se dirigieron a Sacsaywaman,
el santuario convertido trágicamente en fortaleza en mil qui-
nientos treinta y seis durante una de las batallas más sangrien-
tas de la resistencia inka frente a la invasión española.
En el camino, Saraku le preguntó al Shanti:
—Dime, tayta, ¿en verdad, nunca pensaste en rehacer tu
vida al lado de otra compañera, después que partió tu esposa?
238 Javier Lajo

—Ah…, tú también crees que debo dejar de ser ch’ulla


para predicar con el ejemplo ¿verdad? Bueno, bueno, te con-
fieso que allá en Amantaní, me asaltó la locura de preguntar a
nuestra amiga curandera, y después de leer en la coca, me dijo
que yo iba a conocer una mujer buena, pero no la veo por nin-
gún lado y tampoco tengo tiempo para buscarla. A donde me
dirijo solo hay algunas paqhopakuris, y… son lindas, pero están
un poquito grandes como para mí, ¿no crees?
Saraku soltó una risa cómplice.
—Además, hija, estoy a punto de cumplir la misión para
la que me preparé tanto tiempo y se acerca mi hora de descan-
sar… Será tal vez en otra vida.
—¿A qué te refieres con eso de… “tu hora de descan-
sar”?
El Shanti dudó para contestar, como si hubiera dicho
algo que nunca debió salir de sus labios.
—Shanti… ¿estás enfermo o algo así?... porque no creo
que tú te sientas derrotado o vencido, ¿nó?
—¡Mira! Allá arriba está Muyuqmarka! —señaló el
Shanti y apuró el paso para alcanzar a Arnawan que ganaba
ventaja junto al resto de la comitiva.
“¿Nos oculta algo grave el Shanti?”, se preguntó Saraku,
temerosa. El hombre llevaba caminando muchos días y aún le
faltaba un tramo largo por recorrer; era obvio que debía gozar
de una salud envidiable, pero Saraku se quedó algo preocu-
pada.
XXVII
Muyuqmarka:
Donde nace el movimiento

El lugar, al que muchos conocen como “reloj solar”, pero


que significa “el origen del movimiento”, está ubicado en la
parte alta, coronando el santuario de Sacsaywaman. Allí el
Shanti y su comitiva hicieron un alto para celebrar un pequeño
ritual que permitió fortalecer el vínculo Intin-pacha-runa, y
luego, el Shanti subido en uno de los círculos concéntricos de
piedra sobrevivientes a siglos de destrucción, quizo explicar la
relación de éstos con los mundos o Pachas andinos y el carácter
cosmogónico de sus estructuras. Pero antes de empezar, el vi-
gilante del santuario llegó apurado al sitio y señalándolo con
el dedo, le ordenó:
—Señor, está prohibido pisar al interior del reloj solar.
¡Retírese de una vez!
—Un ratito, nomás —contestó el Shanti—. Ahorita nos
vamos.
—¿Tiene permiso para guiar a los turistas? ¡A ver… a
ver… enséñeme su identificación!
—Soy guía, hermano —le dijo el Shanti—; un guía a
quien debes escuchar.
Entonces, ignorando por un momento al cuidante, el
Shanti habló:
240 Javier Lajo

—Hace muchos años, mi padre y yo caminábamos hacia


la comunidad y en un lugar llamado “Uchunuyu” nos detuvimos
junto a un manantial para refrescarnos y descansar. Era un pu-
quio de agua cristalina, donde él lanzó una piedra a ese “cris-
talino estanque del cosmos” y tal como ven aquí en el
Muyucmarka o “lugar donde surge el movimiento”, se formaron
muchos círculos concéntricos, en especial tres, como los círcu-
los de piedra que los Hamuyiris construyeron aquí —me
dijo— uno máximo, uno mínimo y el tercero intermedio o
Chawpin.
—¡Señor, por favor, retírese! —insistió el vigilante, pero
unas turistas que pasaban cerca, le pidieron que lo dejara hablar,
alcanzándole unas monedas, y se quedaron en el sitio, escu-
chando al Shanti:
—El primero es el Hanan Pacha… que es el círculo o
esfera exterior —y señaló el círculo externo—. Expresa el
mundo potencial o «de afuera», que siempre «va siendo» o más
preciso, “haciendo”. Nosotros usamos el lenguaje en forma po-
tencial, siempre «estamos haciendo bien», nos «estamos yendo» o «es-
tamos viniendo», en este sentido, el «ser» es más un «haciendo». En
nuestra cultura no hay un «ser» estático y absoluto, no puede existir
algo sin movimiento, sin tiempo, porque este es un flujo «un ha-
cerse del mundo». Y el tiempo fluye de adentro hacia fuera,
pero regresa según ciclos permanentes.
—Tu padre fue un sabio Hamuyiri —le dijo uno de las
panakas—.
En términos simples, quiso decir que el Hanan Pacha es
el mundo que ya pasó, que ya fue, las cosas que fueron, que per-
manecen en el pasado que marcha delante de nosotros y que siguen
potenciándose.
De pronto el vigilante avanzó, persistiendo en su intento
¡Allin Kawsay! 241

de desalojarlos a todos, pero el Shanti lo miró fijamente, y un


silencioso ¡Estate quieto!, lo detuvo, y continuó hablando:
—Exacto, hermano. Es la esfera por la que ya transcu-
rrimos pero que «está existiendo aún», el mundo que «está afuera
del aquí y del ahora». Por eso el pasado marcha por delante de
nosotros. El circulo interior, el mínimo, epicéntrico o «Uku
Pacha», «expresa el adentro», la agitación de la vertiente, es el
«Timpu» o hervidero, de donde «sale toda energía», lo que fluye
del interior del tiempo, en términos simples es «el mundo que
no se puede ver», el subyacente, el que está por realizarse o re-
alizándose siempre. Pero entre los dos círculos interior y exte-
rior, existe el «Kay Pacha» o el mundo del aquí y del ahora, que en
realidad es un umbral «punku» o «chakana», puerta y puente,
como el tránsito desde las otras dos esferas que se puede co-
nocer, pero que es el que «ocupa o capta» nuestra conciencia. El Kay
Pacha «ve» o «siente» con nuestra conciencia el Uku Pacha de donde
fluye o proviene, pero también «recuerda» el Hanan Pacha o esfera
exterior del tiempo a donde marcha el pasado. Esta es la manera
de mirar el tiempo eterno, o Wiñay Pacha, vocablo Puquina
que significa «eternidad», porque cuando damos vuelta a la pa-
labra wiñay, tenemos la palabra “ñawi”, que significa los ojos
con que vemos el tiempo que marcha por delante nuestro, pero
como sustantivo “wiñay” significa “crecimiento” o el “flujo del
tiempo” que crece hacia adentro y hacia afuera a la vez, como les
acabo de explicar.
—Pero va a ser difícil que el resto del mundo lo entienda
—advirtió Saraku—. Para los demás, el futuro está adelante y
el pasado atrás, y el tiempo va en una sola dirección.
—No lo creo, hija. No debemos subestimar la capacidad
de los demás, sobre todo de los que están ávidos de aprender
—recalcó el Shanti, mirando a los turistas que se iban aglo-
242 Javier Lajo

merando alrededor del llamado “Reloj Solar”, y solo para es-


cucharlo hablar—. Es más; existen coincidencias substanciales
en otras partes del mundo y que debemos enlazar y fortalecer.
Las palabras del Shanti brotaban con tal calidez y fuerza
que no solo los turistas mostraron su interés por aprender, ha-
ciéndose incluso traducir apuradamente por otros, sino que el
mismo vigilante agudizó el oído para escuchar. Saraku echó a
un lado su pesimismo. El Shanti era todo un orador y su son-
risa carismática, un poderoso imán.
—El simbolismo geométrico es un idioma universal —siguió
con su discurso—. Se puede decir que el tiempo, en nuestra cultura
está representado por las serpientes sagradas Yacumama y Sacha-
mama, «Amaros» o «Chockoras» que son dos serpientes entrelazadas,
una con la cabeza implantada en el Uku Pacha y la otra con la ca-
beza en el Hanan Pacha. Esta figura representa la oscilación eterna
del tiempo, que va de una esfera mínima, interior, epicentro o Uku
Pacha que es de donde emerge el futuro; hacia una gran esfera, má-
xima o periférica, Hanan Pacha, a donde marcha el pasado, por eso
el «viajero del tiempo marcha mirando al pasado» pero tiene el es-
tómago en el Kay Pacha que determina su conciencia plena, la que
eventualmente puede ampliarse o puede reducirse; pero que nos re-
cuerda que nunca debemos «alejar el estómago» del aquí y del ahora,
porque este error es la principal fuente del desequilibrio y por tanto
de la enfermedad.
—Tal vez debas escribirlo todo, Shanti —sugirió Sa-
raku—. Así llegará a muchos más…
—…Como el cóndor mensajero del cambio — remarcó
Arnawan.
—Y de la paz —replicó Saraku—. El cóndor es fuerza,
su vuelo es majestuoso. Limpia la carroña del campo pero sin
violencia; no es ave rapaz que mata para sobrevivir.
¡Allin Kawsay! 243

—Me gusta la comparación —dijo uno de los ancia-


nos—. Y ese es el mayor reto: hacer los cambios para que nazca
lo nuevo, retirando lo viejo con la menor violencia posible.
—Entonces tú y Arnawan serán los llamados a escribirlo
todo —sorprendió el Shanti a Saraku, y continuó—: Así pues,
estimados wawqipanakuna, «el tiempo» para nuestra cultura an-
dina tiene un adentro y un afuera y fluye oscilando cada vez
con mayor fuerza como la «Chockora» que da vueltas en espiral,
ampliando su tamaño. Los sacerdotes «Altomisayoq» aluden a
tres principios valorativos y tres partes del organismo que les
son correspondientes: El «Munay» o Principio del «querer», del
«amar» o de la voluntad consciente; esta parte corresponde a la zona
púbica o aparato sexual o reproductor; el que cultiva mucho esta
parte que corresponde al Uku Pacha, se vuelve un «munayniyoq» y
hará magia con su capacidad y potencia para sentir y proyectar la
fuerza del «munay», y hasta podrá volar en las alas de la pasión or-
ganizada que procrea nuestra cultura. El Segundo principio es
el del «Llankay» o «Ruway» que es el «hacer» o «laborar» o más
llanamente el principio del trabajo ritualizado y colectivo, que es
la esfera del Kay Pacha, que en el organismo humano lo ocupa la
zona del estómago y del corazón, que son los órganos que nunca, o
casi nunca dejan de trabajar; el que cultiva esta zona es un “llan-
kayniyoq”. Y el tercer principio es el del “ Yachay” que es el “pen-
sar” o “saber” o más simple el principio de la sabiduría, que en el
cuerpo humano está ubicado en la zona de la cabeza, el que lo cul-
tiva es un “yachayniyoq” o gran pensador, un intelectual.
XXVIII
Ama sua, ama llulla,
ama quella

Había pasado el mediodía en lo alto de Sacsaywaman,


algunos guías de turismo observaban con curiosidad al anciano
paqho rodearse cada vez de más gente. ¿De qué foro o centro
académico habrá salido?, se cuestionaban. ¿Qué estará diciendo
que atrae como imán a los turistas?
—¿Y qué me dices del ama sua, ama qella y ama llulla?
—preguntó Saraku a su maestro.
—En cuanto a los tres “amas”, creo que estas tres prohibicio-
nes, no son Inkas —aclaró el Shanti—, porque el Inka enseñaba
con amor y el amor nunca instruye prohibiendo sino afirmando.
Estas prohibiciones han devenido del “amaestramiento” que forza-
ron los extirpadores de idolatrías, curas cristianos doctrineros que
cambiaron el “Allin ruway” o ‘haz bien las cosas’ por el “Ama qella”
o “no seas ocioso”, es decir trocaron a conveniencia, el ‘haz bien las
cosas’ por el ‘nunca dejes de trabajar’: ‘no seas ocioso’, pues para los
invasores el indio debía de trabajar hasta que muera, explotándolo
despiadadamente, sin importar si hacía bien o no las cosas.
El Shanti se dio cuenta de que el vigilante y varios tu-
ristas habían “parado las orejas” sumamente interesados en su
discurso. Entonces elevó la voz:
—El “Ama llulla” o “no seas mentiroso”, los extirpadores
246 Javier Lajo

cristianos lo sacaron del “Allin yachay”, malentendiendo y con-


fundiendo que “Yuya” es ‘recordar’ o ‘pensar’, y ‘Llulla’ es ‘men-
tira’, y porque finalmente la ‘imagen mental’ es siempre una
especie de simulación o ‘mentira’ de las cosas. Y finalmente el
“Ama sua” o ‘no seas ladrón’ lo obtienen del ‘mandato’ “Allin
munay”, porque este principio se comprende como el ‘desear
bien’, o ‘querer bien’, lo que en negativo puede comprenderse
como ‘desear lo ajeno’ o ‘querer lo ajeno’, es decir: ser un ladrón.
Antes, el vigilante asintió con la cabeza, agradecido y jus-
tificando su curiosidad. Algunos turistas ya habían prendido
sus minúsculos pero modernos equipos para grabar las palabras
del Shanti y tratar de entenderlas a cabalidad, aunque la voz
del maestro ya sonaba algo ronca de tanto hablar. Sus palabras
habían empezado a salir más allá de los confines de la cordi-
llera, y era solo el principio; una semilla de kinua llevada por
el torrente del viento hacia otras tierras.
—Señor… —le pasó la voz el cuidante—. ¿Cómo sabes
tú, todo eso?
—Soy un paqho altomisayoc que aprendió de sus padres
y abuelos, hermano. Mi nombre es Shanti.
El cuidante le hizo una venia y los afortunados presentes
estallaron en aplausos, dando vivas al exhausto phaqo. Aquel
sitio del Muyucmarka se había tornado nuevamente en el ins-
trumento para lo que fue construido, y ahora una Waka más
que se logró reactivar. El lugar donde nace y re—nace el mo-
vimiento… un aula al aire libre, un fórum de conocimiento
compartido; el epicentro de la conciencia humana que es lo
que hace mover al cosmos.
—Volviendo a los tres círculos concéntricos que vemos
aquí en Muyucmarka, debo decirles que el equilibrio del par de
Pachas extremos, se produce en un “Chawpin” que es lugar de
¡Allin Kawsay! 247

encuentro o justo medio, donde se construye o surge el “Kay


Pacha”, que nos otorga el vivir bien o el “Allinta ruraywan
munay, Inka ñoqanchis kausay”, que dice, más o menos en es-
pañol: “haciendo bien las cosas y juntos con amor, Inkas vivi-
remos siempre”. Esta es la mecánica simple de la sabiduría de
nuestra cultura andina, el manejo del Allin Ruway y de los dos
Pachas extremos, el Uku Pacha y Hanan Pacha, y su Chawpi en
el Kay Pacha. Es el ideal del aprendizaje—enseñanza para
nuestros niños, esto le adiestra para dar pasos firmes en el arte
del “Allin Kawsay” o existencia espléndida y aunque son pocos
los que logran la perfección de esta escuela o disciplina, es
nuestra disciplina, la de los Qhapaq y de sus mejores elementos,
los que logramos convertirnos en Hamuyiris o Amautas: los
Amaro Runa.
—¿Me permite, señor Shanti? —levantó la voz un tu-
rista español—. Me perdí parte de su conferencia. ¿Me puede
aclarar aquello de que viajamos en el tiempo de cara al pasado?
—Será un placer, hermano —le contestó, ingresando al
interior de los tres círculos pétreos—. Puedes decir que el
tiempo es como una esfera en expansión. El tiempo no es lineal
ni se le puede comprender desde una figura plana; es como una
burbuja de energía que tiene un adentro y un afuera. La con-
ciencia humana avanza con el tiempo de cara al pasado que es
la esfera exterior periférica —y señaló el círculo externo eter-
nizado en la piedra del Muyuqmarka—. Es el Hanan Pacha que
se expande hacia el infinito, pero que va delante de nosotros,
es el pasado que siempre nos adelanta, corre delante de noso-
tros. En cambio el futuro o energía primordial viene de adentro
del epicentro que llamamos Uku Pacha —señaló entonces al
círculo interno—, viene pues empujando todo el sistema “a
nuestras espaldas”.
248 Javier Lajo

Estas últimas palabras provocaron un ¡Ohhh! de la con-


currencia que rodeaba al Paqho…
Y prosiguió el formidable Hamuyiri:
—Solamente cuando el tiempo “se da vuelta” y ocurre un
pachakuti, es decir un cataclismo, una voltereta cósmica, la con-
ciencia humana avanza de cara al futuro y de espaldas al pasado
—el Shanti les dio la espalda para ser más explícito—. Por eso
decimos que sólo cuando ocurre un Pachakuti, es el momento
en que hombres y mujeres debemos ocupar el puesto de pilotos
y vanguardia del cosmos.
El turista español se sintió conmovido; el Shanti lo
había llamado “hermano”. No tuvo que esforzarse para com-
prender que estaba frente a un verdadero maestro andino y
no ante un charlatán de los muchos que abundan para vender
sus improvisaciones místicas. Y tuvo sentimientos encontra-
dos; tristeza de saber que fueron españoles los que empuña-
ron la crueldad en sus manos para destruir la gran
confederación andina, hace medio milenio, y alegría de saber
que la esencia de la sabiduría Inka permanecía viva en indí-
genas como aquel que estaba frente a sí, vestido de bayeta y
calzando ojotas.
—¡Maestro, maestro…! ¡Señor altomisayoc!—lo llamó
otro turista—. Sentimos la importancia de cuanto dices pero
hay muchas cosas que no logramos comprender. ¿Dónde po-
demos encontrarte? ¡Quisiéramos escucharte nuevamente, te-
nemos amigos que estarían ávidos de conocerte!
—Nosotros los contactaremos dentro de poco —les con-
testó Arnawan, acercando a Saraku para que la conozcan tam-
bién como parte del grupo de vanguardia.
—Dejen su dirección en la casa de descanso “Sumaq
Kawsay” —señaló ahora a uno de los ancianos de las panakas.
¡Allin Kawsay! 249

Los estaremos llamando muy pronto, cuando se desate fuerte


la pasión organizada…
El cuidante, que había permanecido a pocos pasos, se
despidió del Shanti, emocionado:
—Siga nomás, maestro —le dijo—. Desde hoy cuidaré
con más amor el legado Inka, y les contaré a otros lo que acabo
de escuchar. Graaaacias….
En el santuario de Sacsayhuaman, en la gran colina del
Hanan—Qosqo, corría una brisa fresca sobre el rostro de los
hombres y mujeres que sin ser invitados se habían reunido al-
rededor del Shanti. Ellos conversaban sobre lo que habían es-
cuchado mientras el Shanti, sus discípulos y otros de las
panakas se retiraron cuesta abajo hasta encontrar un lugar so-
litario. Allí rindieron justo homenaje a los mártires de la resis-
tencia Inka. Y el nombre del valeroso Kusi Titu que la historia
conoce como Kawide, volvió a pronunciarse recordando el día
en que prefirió echarse al vacío antes de rendirse ante el ene-
migo durante la invasión española.
—Su espíritu, lejos de caer, tomó vuelo hacia la eternidad en
forma de un halcón o wamán —recitó Arnawan—, dejando hue-
lla en este monumento sagrado que se tiñó de sangre, y hoy se rehace
para levantar vuelo como el cóndor desde sus huesos quebrados, y en
honor a los hombres y mujeres del Qosqo inmortal, fieles de cora-
zón.
XXIX

Saraku, my love

En la plaza principal de la ciudad, cerca de la Prefectura,


Saraku y Arnawan se mantuvieron en espera del Shanti, que
horas antes había tomado la temeraria decisión de acudir a la
citación de la Prefectura para someterse a un interrogatorio
que aclare lo de su marcha y entrada multitudinaria a la ciudad
del Cusco, que había puesto de sobre alarma a los políticos,
policía y sobre todo a los curas de la iglesia católica. Además
debía responder a una serie de acusaciones de estar promo-
viendo “sacrificios a los cerros” con el fin de resucitar cultos
inkas “arcaicos y paganos”.
Aunque los jóvenes estaban muy preocupados por la in-
tegridad de su maestro, tenían la seguridad de que nadie se
atrevería a agredirlos o secuestrarlos mientras permanecieran
protegidos por los hermanos de las panakas que permanecían
cerca, camuflados entre la multitud, pendientes de cada movi-
miento sospechoso, para actuar.
El sol brillaba en lo alto del cielo cuando, intempestiva-
mente, Saraku se alejó de Arnawan y fue directo hacia Peter
que yacía caminando por allí. Este, al verla, la tomó de los
hombros y saludó efusivamente.
—¡Saraku, my love! —le dijo y la besó en los labios.
252 Javier Lajo

Uno de los custodios se percató del hecho y se mantuvo


cerca por si ocurriera algo que pusiera en peligro a la rubia,
pero el más sorprendido fue Arnawan que no dudó en acer-
carse y empujar al muchacho atrevido.
—¡Qué diablos te pasa, gringo! —le dijo. ¡Estás drogado,
o qué!
—¿Who are you? —Preguntó el extranjero—. ¿What do
you want with my girl friend?
Saraku apartó a Arnawan y le pidió que esperara.
—¿Qué espere qué? —cuestionó molesto, Arnawan.
—Peter es mi novio y tengo que hablar con él. ¡Por favor,
espera que te explique después!
Arnawan se quedó pasmado. Y de la sorpresa pasó a la
rabia e indignación. Jamás hubiera esperado que una chica tan
linda buscara su amor y se entregara como lo hizo Saraku, sin
haberle informado antes siquiera que tenía novio. Por un mo-
mento sintió celos y un impulso ciego de echarle en cara su
desfachatez y mandar todo al diablo, pero se contuvo. Tampoco
podía golpear a Peter sin arriesgar la valiosa carga que llevaba
a la espalda.
—¿Esta clase de mujer ha sido elegida por el Shanti para
acompañarnos? —renegó—. ¿Cómo le diré a mi padre que se
equivocó y que debe apartarla de nuestro camino?, ¿qué va a
decir cuando lo sepa?
Pero no, aquello no era lo que más le molestaba, sino el
engaño sufrido por él, que nunca había tomado a una chica por
juego o diversión, como de seguro lo había hecho Saraku con
algún chico. De lejos la siguió observando hasta que, junto a
Peter, ella se metió a un snack para conversar. Pronto el incons-
ciente celoso y despechado del joven convirtió el letrero del snack
en “un erótico letrero” de Hostal, y balbuceó: —¡Descarada!
¡Allin Kawsay! 253

“¿Cómo competir con ese galán de película?” pensó para


sí, Arnawan. “Saraku pertenece a otro mundo. Todo lo vivido
aquí solo fue una experiencia emocionante para ella; una aven-
tura y nada más. ¡Qué estúpido fui!”
Arnawan se sintió avergonzado de sus propios senti-
mientos, por haberse ilusionado tanto con la gringa sin saber
nada de su vida; por haber confiado en ella ciegamente. En-
tonces prefirió irse a la casa de reunión de una de las panakas,
donde esperaría a su padre. Poco le importó poner en aprietos
a sus protectores que debieron repartirse en dos grupos. Por
primera vez todo lo aprendido del Shanti se quedó congelado,
como si una intempestiva granizada se desparramara del cielo
golpeando su cabeza, sus manos, su alma...
—He decidido quedarme para siempre aquí, con mi
nueva familia —le explicaba Saraku a su novio, en su idioma
materno, el inglés—. Así que te dejo el camino libre. Lo siento,
Peter.
—¿Tu… nueva familia…? —Preguntó él, en el mismo
idioma—. No, no puedes dejarme así como así. ¡Yo te preferí
y esperé todo este tiempo, incluso perdí oportunidades con
otras chicas maravillosas!
—Gracias por tamaños sacrificios. Nos divertimos
mucho juntos pero aquí he aprendido que la vida es mucho
más que diversión, diversión y más diversión... de espaldas a
un mundo donde la mayoría se muere de hambre o sufre por
falta de oportunidades. Mi nueva familia de origen andino me
ha dado poderosas razones para vivir y no solo supervivir como
la mayoría de gente lo hace.
—Pero mírate, Saraku. Tu rostro, tus cabellos, tu dis-
fraz… ¡Estás deshecha!
—Tal vez mi físico esté maltratado, pero contigo y tu
254 Javier Lajo

mundo, era mi espíritu el que estaba desecho, lo que es peor.


Aquí soy feliz, Peter. Soy parte de una empresa que tu no la
podrás comprender fácilmente, se trata de la recuperación del
alma del mundo, que dará plenitud y felicidad a todos, ya
pronto se sabrá lo lindo que es todo esto que aprendí… pero
es difícil que lo comprendas así, tan rápido. Tal vez, pueda en-
señarte cuanto he aprendido, pero ahora… debo dejarte.
—Ah, entiendo. La utopía andina, el mesianismo in-
kaico, ese es el discurso de los “bricheros” indígenas del Cusco
para chapar gringas livianas y fáciles. He oído algo de eso, pero
te advierto que te estás aferrando a una utopía arcaica, a un
mundo ficticio y sin futuro. ¿Acaso has caído en manos de un
brichero profesional y carismático? He oído decir que acá en el
Cusco, muchas extranjeras buscan hombres indígenas porque
son más efusivos en el sexo. ¡Bah! No seas tonta. ¡Estos indios
cusqueños saben manipular a las rubias como tú, sacándoles
dinero! Y en el sexo son pues bestias como cualquier animal,
¿éso es lo que quieres? ¿Es lo que has encontrado?
—Peter… —imploró Saraku—, sexo efusivo se encuen-
tra en cualquier rincón del mundo y no necesito venir hasta
aquí para eso. Pero lo que me detiene aquí es más importante
que todo. No solo de dinero, drogas y sexo vive el hombre... los
que han hecho de eso y de sus consecuencias el eje de su
mundo, están prontos a un colapso, ¡comprende que eso es lo
que me tenía mal, deprimida y con ganas de matarme!
—¡Já! Ahora me vienes con máximas filosóficas baratas
y hasta ¡con chantaje emocional!
—¡Escúchame por favor, aunque sea por última vez,
Peter! —imploró Saraku—, ¿no te das cuenta que tu mundo,
el mundo de los ricos, dominantes y poderosos, ya no tiene fu-
turo? ¡Este mundo de los inkas, es una alternativa para el futuro
¡Allin Kawsay! 255

del planeta, el capitalismo salvaje ya no tiene sentido, ni ma-


ñana, ni nunca! Sé que no es fácil entenderlo, pero debes
creerme.
—Entiendo, Saraku, que tienes necesidad de parecer di-
ferente al resto y que tu nobleza es ahora pretender ser la sal-
vadora del mundo, pero el mundo se mueve como lo disponen
los poderosos y eso no podrás cambiarlo jamás, ni tú ni los
inkas resucitados, ni el propio Jesucristo. ¡Vamos Saraku! ade-
más qué te va a dar ese indio ¡Acaso pretendes ser la reina de
los indígenas! ¡Despierta de una vez, que el eje del mundo es
el oro, el dinero y nunca dejará de serlo! ¡Pierdes tu tiempo con
moralismos arcaicos!
—Peter, esto no es moralismo, si supieras todo lo que yo
sé ahora te darías cuenta cuán pragmático es… es el Camino
de los Justos —Saraku dudó que Peter fuera a comprender
esto—, ¡ningún moralismo! ¡Es un camino de a pie, que yo
estoy recorriendo! Además, Peter, cuando la esclavitud susten-
taba la economía del mundo, se promulgó la liberación de los
esclavos, y todo porque millones de personas cambiaron su
forma de pensar. Hoy son millones los que rechazan el sistema
político, social, religioso, doméstico del mundo y sobre todo la
depredación despiadada contra la Pachamama, y todos tienen
derecho a conocer otra alternativa de vida, y no es una utopía
la sociedad Inka; fue real en su momento y dio magníficos fru-
tos, hasta que los europeos lo destruyeron.
—Saraku, el esclavismo desapareció porque los patrones
encontraron otra mejor forma de explotar a los esclavos. ¡Pa-
chamama! ¡Pachamama!, qué es eso. ¿Retornar al mundo in-
kaico? ¿Volver al trueque? ¿Y a cargar en llamas tus maletas?
Y a alumbrarte ¿con sebo de llama? —cuestionó Peter— ¡Pero
si ya no tienen espacio en el mundo de hoy! ¿Qué darías a cam-
256 Javier Lajo

bio de una computadora o por un pasaje por avión?, ¿tu son-


risa… un beso? ¡Vamos, Saraku! ¡Despierta, que el eje del
mundo es el dinero y el poder!
—Peter, el eje del mundo es el “munay”… la pasión or-
ganizada, déjame que te explique…
—¡Saraku por Dios!, te han lavado el cerebro, ¿qué es
eso de “munay”? ¿munay?... ¡Money! querrás decir, pues claro
que el “money” es el eje del mundo. Ja ja ja.
—Déjate de chistes de mal gusto Peter y ya deja de bur-
larte que esto es algo muy serio. Yo no estoy jugando. Y te digo
que el anti—esclavismo fue un paso adelante de la humanidad.
¡Vamos!, el último Inka Tupac Amaru II, en su rebelión en
Tinta, fue la primera autoridad en la historia de la humanidad
en lanzar un “bando antiesclavista”… Por eso mismo, si los
Inkas no hubieran trabajado en el eje de la Tierra, hoy no ha-
bría estaciones y clima regulares en todo el planeta, no habría
tanto alimento vegetal de primer orden y plantas medicinales.
Y su tecnología agraria y su sistema agronómico e hidráulico,
hasta hoy es insuperable y esto lo ha reconocido la FAO y otros
organismos internacionales. Hoy seguiríamos invadiéndonos
y matándonos para robar comida.
—¡Basta Saraku! ¡Todos son puros pretextos para ocultar
tu capricho!
—Si no hubiera habido invasión y saqueo de este conti-
nente, Europa hubiese sucumbido de hambre y enfermedades
y no hubiera habido revolución industrial. Pero el auge y el bie-
nestar, y toda la energía que sacaron de aquí, ahora se les está
agotando. ¿Acaso no fue la papa andina que salvó de la ham-
bruna a la humanidad? ¿No fue la quinina andina que salvó de
morir a millones, del paludismo?
—Bien Saraku, pero estás hablando de cosas del pasado,
¡Allin Kawsay! 257

entiende que no puedes dar marcha atrás ¡No puedes regresar


al pasado!
—Pero Peter ¡nadie intenta regresar al pasado! Esas ma-
ravillas y otras muchas son producto de miles de años y muchas
generaciones. En eso volcaron los inkas todo su esfuerzo y
tiempo, mientras en el otro lado del mundo se dedicaron a so-
fisticar armamento letal, para matar a sus “prójimos” y crear un
mercado consumista, cuyos principales productos son ahora la
droga y las armas, y su principal fuente financiera, también.
Aún hoy, hasta las armas tienen que venderse y si no hay mer-
cado, se crean guerras. ¿Eso es lo que queremos cambiar, no?
…pues aquí hay una alternativa militante.
Peter encendió un cigarrillo para bajar su tensión ner-
viosa, y con manifiesta cólera, preguntó:
—¿Es por ese indio muerto de hambre, que me despre-
cias? ¿Es eso?, todo lo demás son pretextos de niña caprichosa
para dejarme y cambiarme por otro… tal vez te ha hechizado
con su sexo de bestia. ¿O acaso te han mostrado algún “tapado”
inkaico, mucho oro y mucha plata?...
—No seas imbécil y deja de portarte como niño inma-
duro —protestó Saraku.
—Entonces tú deja de lado tus pretextos, puros pretextos
para dejarme. Si es así, entonces ven conmigo, trataré de en-
tenderte y hasta te podría apoyar… mi fama será para ti una
puerta abierta de potenciales consecuencias y herramienta para
tu nuevo “credo”. Total si hasta Brad Pitt y Angelina Jolie se
han hecho creyentes de la secta de los Maharahi no sé cuántos
y seguidores de no sé qué “Gurú”.
Saraku lo pensó un rato. En verdad Peter tenía las puer-
tas abiertas en medios de difusión importantes de Europa y
Norteamérica, podría utilizarlo y hasta ella misma podría en-
258 Javier Lajo

trarle al mundo del espectáculo y aprovechar todo ese mundo


para difundir lo que había aprendido, hacer de la música mo-
derna un medio de expansión del conocimiento andino, sutil-
mente, y luego abrirse un programa propio y... Peter la devolvió
a la realidad cruda.
—¿Cómo has podido caer tan bajo? ¿Qué le has visto a
ese traposo? —insistió Peter.
—¿Traposo? Ese indígena, en cualquier fiesta lleva trajes
tan elaborados que hacen a tus ternos Fioravanti parecer mor-
tajas. Además, está guapo y es muy atento y valiente.
La sonrisa pícara y cierto gesto provocador que hizo Sa-
raku con los labios, terminó por colmar la paciencia de Peter.
—Dicen que caminas con un viejo brujo ¿Qué pócima
te ha dado de tomar que perdiste la razón al punto de despre-
ciarme por un pastor de llamas?
—La pócima que me han dado, en verdad, Peter, es muy
poderosa y se llama Sumaq Kawsay: ¡La plenitud de la existen-
cia! Si tan solo conocieras algo del mundo de ese joven paqho…
—Ya veo… Un nuevo mesías —sonrió burlón Peter—.
Está bien, mi amor; te comprendo, pero cuando bajes de las
nubes ya no estaré para ti.
La joven se quedó callada. Entendía su arrebato, pero
jamás esperó que la insultara como después lo hizo.
—¡Eres una cualquiera! ¡Te entregas a cualquier pordio-
sero! —la agredió Peter, sin mayor argumento en su defensa—
¡No quiero volver a verte, Saraku! ¡Nunca más!
—Pues bien, soy una cualquiera que halló la felicidad,
Peter —respondió Saraku, sin alterarse—, y tú, búscate otras
mujeres que amen tu rostro, tu dinero y tu fama, hasta que te
hastíes de placeres, entonces lamentarás haber perdido tu
tiempo y tu juventud estúpidamente.
¡Allin Kawsay! 259

Peter dejó unas monedas en la mesa para pagar la cuenta


y se retiró, dando largos trancos, y más allá tomó de los hom-
bros a dos de sus amigas, como pretendiendo demostrarle a
Saraku que poco le importaba su desplante, pues admiradoras
le sobraban. Ella se fue en busca de Arnawan pero ya no lo en-
contró. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Ahora se percataba
de que su “príncipe” de la Isla del Sol no había vivido lo que
ella, y el encuentro con Peter pudo haberlo lastimado dema-
siado.
Por primera vez, Saraku sintió el fantasma de la soledad
rondando los parajes de su alma. —¿Qué sería de mi vida si
no vuelvo a ver a Arnawan y al Shanti? —se preguntó, como
presagiando lo que estaba a punto de suceder.
Peter también se detuvo más allá, lejos de la vista de Sa-
raku. Dejó de lado a las chicas que lo acompañaban y buscó la
soledad por un instante. En el fondo de su alma, donde la fan-
farronería no tiene espacio, albergaba un gran amor por ella;
sentimiento que aún le costaba mucho exteriorizar por no pa-
recer débil ante los demás. En realidad, el maravilloso mundo
del mozo carecía de algo importante; un objetivo por el cual
vivir con la misma pasión que ahora vivía Saraku. Y caminando
pensaba, ¿no será este afán de trascendencia de su ex-novia lo
que siempre le atrajo de ella?, y por lo que la amaba tanto?
“Es cierto”, pensó en silencio. “Muchos vivimos buscando
amor, placer y más placer… ¿Pero qué otra cosa nos llena la vida
antes de volvernos unos ancianos decrépitos y refugiarnos en la re-
ligión? ¿Qué otra cosa podemos hacer si el mundo está condenado a
morir sofocado en su propia contaminación?”
Y las respuestas, grabadas como notas musicales en
aquellos pentagramas genéticos de la experiencia humana, con-
tinuaron silenciados por los escombros de un mundo que se
260 Javier Lajo

derrumba y se resiste a ser reconstruido en el corazón de mi-


llones de jóvenes como él...
Las chicas extranjeras volvieron nuevamente por Peter
y lo rodearon para llevárselo. Al verlo triste, le ofrecieron un
pitillo de marihuana, pero él continuaba inmerso en su desilu-
sión; triste y contrariado pero al mismo tiempo asombrado por
Saraku.
—Cuánto ha cambiado desde la última vez que la vi.
Ahora la noto más decidida, más fuerte, más atractiva y ¡más
feliz! — Murmuró, y luego decidió— ¡Juro que volveré a verla...
y ella tendrá que venir conmigo, sino, dejo de llamarme Peter
Cámeron!
XXX

De Caxamarca a Roma

Golpeado brutalmente, el Shanti yacía en el suelo del


sótano de la prefectura, boca abajo y vomitando sangre. El viejo
Paqho resistía al duro castigo propinado por el cura del Opus
Dei que con singular destreza lo había postrado para hacerlo
confesar el lugar donde, con la complicidad de sus hermanos,
la “secta” incaica de los Amaro Runa, habría escondido las re-
liquias que los curas cristianos identificaban como el Santo
Grial y el Árbol de la Vida.
En su intento de encontrar una evasión a su tormento, el
Shanti ensayaba una vieja técnica o fórmula para recordar re-
pasando las viejas tradiciones contadas por sus abuelos y pa-
rientes más lejanos; además para mitigar el dolor de los golpes
y bajar al mínimo sus pulsaciones del corazón con el fin de es-
conder sus signos vitales, asustar a sus victimarios y resistir fé-
rreamente a la tortura.
Usaba para ello la técnica de rememoración de los relatos
de sus maestros, a través de la cual le repetían varias veces los
recuerdos, leyendas y tradiciones antiguas y relevantes para el
mantenimiento en la memoria de los más importantes sucesos
con los que deberían sostener el orden de sus sociedades, sus
jerarquías y estructuras de gobierno en ese mundo andino clan-
262 Javier Lajo

destino, que había servido, entre otras cosas, para dirigir la re-
sistencia a la dominación extranjera.
Así pues iba recordando la tradición que le refirieron sus
amautas sobre el último Inka, el quiteño Atawallpa, de la forma
cómo fue apresado y de los sucesos posteriores. ¿Era una remem-
branza única que tal vez la historia oficial de los invasores, no que-
ría que se sepa? o quién sabe, era un relato que la historia oficial
desconocía. En ese momento difícil, donde su vida corría inmi-
nente peligro, le retornaba el recuerdo de una canción, un harawi
Inka. O tal vez, eran fantasmas de su pura imaginación acelerada
y exaltada por los golpes y la inconsciencia que le acarreaba aquella
muerte lenta propiciada por la golpiza a que estaba siendo some-
tido por el cura del Opus Dei. ¿Era un sueño?, ¿un recuerdo?, ¿una
historia acaso milenaria?, que empezaba con un cántico:

Quri ginti Takiy , taky Canta, canta, quri qinti


Takiyniki karuman chayachun que tu canto llegue lejos
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas
¡Ay, ay, ay! ¡Ay, ay, ay!
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas,
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas.

Quri qinti paway, paway Vuela, vuela, quri qinti


rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas
rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas
¡Ay, ay, ay! ¡Ay, ay, ay¡
Kusisqallaykim solo tu alegría
Kusisqallaykim solo tu alegría
rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas
Ay, ay, ay sólo tu alegría
Kusisqallaykim sólo tu alegría
¡Allin Kawsay! 263

Chayachun karuman takiyniki Que llegue lejos tu canto,


takiyniki waqachun takita que tu canto trine tanto
rikcharichichun punchawta que despierte al Punchaw,
chay punchaw munayniki kachun que el Punchaw sea tu encanto
munayniki sunquyki kachun y el encanto sea tu corazón
¡Sumaq Kawsay, Sumaq Kawsay! ¡Sumaq Kawsay, Sumaq Kawsay!

¿Era un recuerdo o estaba soñando? La melodía del


canto despejaba las brumas poco a poco y tras ellas en el en-
sueño del Shanti
AparecíaAtawallpa, el Sapan Inka del Tawantinsuyu escu-
chando el harawi quechua en la voz de las acllas, un lamento hecho
cántico que llegaba hasta la prisión donde esperaba su sentencia de
muerte. Conmovido, el soberano inka se aunó al coro en la última
estrofa de aquel himno; era el mismo que cantaron los Qhapaq
Inkas, siglos atrás, durante su penoso éxodo al abandonar la devas-
tada Tiwanaku en el altiplano Qolla, para marchar al nor—oeste
siguendo el Qhapaq Ñan, camino milenario construido por el gran
Thunupa, hasta alcanzar el valle del río Willkamayu, donde fun-
daron el Cusco.
En la incertidumbre de su encierro el Inka acompañaba este
canto y parecía que el clamor de los ancestros desgarraba las coloridas
envolturas de los mantos que cubrían sus huesos
Faltaba solo un día para la ejecución, pero el magnánimo
inka no perdió la serenidad y cordura a pesar de tantos vejámenes
sufridos. Con expresión adusta observaba y estudiaba en silencio
todo lo referente a sus captores; costumbres, temores, expresiones,
miedos, rezos, juegos de ocio, y sobre todo su lenguaje.
“Wiracochas van a matar al Sapan Inka Atawallpa, los wi-
racochas van a matarlo”, decía horrorizado el Willka Huma, sa-
cerdote mayor del culto inka, rezando una plegaria en voz baja, casi
264 Javier Lajo

susurrando en lo alto de la montaña. Miró al horizonte que ama-


necía y desde la cumbre del cerro Cumbemayu, desde donde divisaba
Caxamarka, torno la vista al norte y pudo divisar que a galope lle-
gaba otro grupo de siete españoles a caballo, con sendos estandartes
y escudos de combate, bien premunidos de armas y corazas de hierro,
al igual que protegidos estaban sus enormes caballos. El presenti-
miento del sacerdote se hizo más doloroso. Acompañó con la mirada
el galope de los jinetes que ingresaron a la plaza. Momentos antes
del ocaso, el Tayta Inti aun mostraba su cabellera por el horizonte.
Caxamarka en aquel tiempo más que una ciudad era un conjunto
de edificios rituales de enormes y hermosas piedras talladas, a cual
mejor, lo rodeaban cerros verdes la mayor parte del año, salvo
cuando escaseaba el agua como producto de alguna de las sequías
que periódicamente castigaban el valle. El sacerdote Inka estuvo
orando todo el día, entre sus plegarias una frase era recurrente
“vamos a cuidar, vamos a guardar”. Recién cuando las luces del sol
se apagaban por el horizonte, el sacerdote tomó rumbo desconocido.
Las imágenes vivas, que no sabía si eran sueño o recuerdo,
continuaban desfilando en la mente del Shanti: En la prisión ya
entrada la noche y vistiendo una túnica del más fino y selecto algodón
negro. Atawallpa se abandonó al sueño antes de lo acostumbrado,
con la esperanza secreta de que al despertar ya no existiera aquella
pesadilla, la llegada de los Wiracochas con sus horribles perros, ham-
brientos de carne humana y sus caballos de guerra. El Inka durmió
temprano cuando la tarde agonizante daba paso a las primeras som-
bras en la prisión de Caxamarka, sin sospechar que su vida tomaría
un misterioso destino, un otro y trágico destino. De pronto, en medio
de la noche, alguien lo despertó con un movimiento brusco sobre el
hombro derecho y le dijo en tono irrespetuoso:
—¡Hakuchuy, hakuchuy, Sapan inka, que nos vamos muy
lejos!
¡Allin Kawsay! 265

Era uno de los siete hombres altos y corpulentos que habían


llegado vestidos con armadura de guerra oscura y armados hasta los
dientes. El jefe cumplió con identificarse, aunque estaba seguro de
que el prisionero no iba a entender ni media palabra de lo que decía.
—Soy el capitán Iñigo López Narváez, enviado especial del
Rey Carlos V para resguardar al inka Atawallpa, soberano del Ta-
wantinsuyu, y llevarlo a Roma, al mismo Vaticano, por encargo del
Papa Clemente VII.
—¿Es una invitación, o un secuestro? —preguntó el Inka,
en perfecto español, sorprendiendo al enviado.
—Tómalo como quieras, indio alzado, ¡hijo del demonio! —
respondió insolente.
Los nueve meses como prisionero de los españoles habían sido
suficientes al Inka para aprender el idioma foráneo al punto de
poder sostener una conversación. El Soberano de los Cuatro Suyu
se había dado maña para entender, incluso, las bromas e insultos de
sus captores. Sin embargo, el cura Vicente Valverde que acompañaba
al grupo, apartó a solas a Iñigo para susurrarle al oído:
—El demonio ha vivido mucho tiempo en estas tierras —le
dijo— y ha otorgado poder a estos reyes infieles. A veces, “el maligno”
habla por la boca del inka, ¡y en español! También escucha por los
oídos del inka y lo que es peor, ¡mira por los ojos del inka! Por eso,
alerte a sus hombres que eviten mirarlo de frente, sobre todo cuando
esté poseído por la ira, o les robará el espíritu y enfermarán de
muerte. Ahora, cumpla usted su misión, encomendándose a nuestro
señor Jesucristo que venció la tentación de Satanás en el desierto.
El Shanti era testigo de una escena ocurrida cinco siglos
atrás ¿O era solamente su ensueño o imaginación?
Allí estaba el Inka, su presencia parecía irradiar luz y estaba
rodeado por siete españoles fuertemente armados, pero que parecían
temerosos.
266 Javier Lajo

Haciéndose de valor, Iñigo se persigno y procedió a sacar a Ata-


wallpa a jalones, pero al ver que sus fuerzas eran insuficientes, dado
el porte y la corpulencia del inka, pidió ayuda a sus hombres, y entre
todos se lo llevaron casi a rastras. Poco antes había solicitado a Francisco
Pizarro que le juntara la mejor ropa y sus galas “de fiesta” y ornamen-
tos principales del Inkarey, pues quería exhibir por España y Roma,
al monarca del Tawantinsuyu con cierta prestancia y originalidad.
Montado en un caballo andaluz, disfrazado de soldado es-
pañol con un casco que le cubría el rostro y custodiado por el grupo
de gonfalonieros especiales que portaban los estandartes y blasones
imperiales, el Inka Atawallpa fue secuestrado después de la media-
noche, dejando atrás a la conflagrada Caxamarka. Al grupo lo res-
guardaba además un contingente de veinte soldados arcabuceros de
Pizarro para disuadir la posible intervención de los cientos de sol-
dados del inka que sitiaban la ciudad. Sin embargo, no hubo en-
frentamiento alguno; el misterioso grupo continuó su travesía a
galope de caballo, hacia el oeste, rumbo a la costa más cercana.
Las imágenes borrosas en la mente del Shanti, le iban
mostrando cómo Francisco Pizarro se había quedado más que
sorprendido con la presencia del misterioso grupo de tercios
del ejército imperial, élite de la guardia personal de Carlos V,
portando sendos títulos y órdenes perentorias que reclamaban
al Inka, sano y salvo, para conducirlo ante el Papa, la máxima
autoridad religiosa y espiritual del sacro imperio romano. Se
notaba que aquello no solo resultó inesperado e insólito para
el “conquistador” sino que además alteraba sobremanera sus
planes. No obstante debió aceptar, aunque a regañadientes, la
partida del inka. Como si una voz desconocida le fuera expli-
cando los sueños que se desplegaban ante su mente el Shanti
entendió que Pizarro estaba lleno de temores, que temía ir a la
cárcel y perder todo lo que ambicionaba.
¡Allin Kawsay! 267

Más rato, el Shanti vio en la penumbra de su recuerdo,


que Pizarro después de cavilar mucho, decidió continuar con los
preparativos de la ejecución del inka, y en acto público, tal como es-
taba planeado. Para lograrlo, no tuvo mejor idea que buscar un
reemplazo, alguien que se pareciera mucho a Atawallpa. Buscando
entre los parientes del inka lo encontró.
Un primo hermano del inka fue discretamente el elegido para
sufrir la muerte por garrote, suplantándolo coercitivamente gracias
al notable parecido de su rostro y gran estatura. En forma zalamera,
Valverde se acercó al grupo de nobles que departían luego de almor-
zar y apartó al hombre elegido, En voz baja le informó que el inka
deseaba transmitirle su última voluntad. No obstante, y sin que el
pobre desdichado se entere del fiasco, fue conducido a la prisión del
Inka, al entrar fue golpeado cruelmente en la cara y le cortaron la
lengua para evitar que su rostro delatara la suplantación y el engaño
o que alguno de los parientes o personas cercanas al inka descubriera
su verdadera identidad. De ese modo, Francisco Pizarro y Vicente
Valverde hicieron efectiva la sentencia dictada en el juicio sumario
que el primero presidió contra el último Soberano del Tawantin-
suyu, a quien acusó de idólatra, fratricida, polígamo, de cometer in-
cesto, ocultamiento de tesoros y otras patrañas que la historia escrita
supo sostener con retorcida y barroca elegancia.
Lleno de compasión por aquel príncipe Inka descono-
cido, Shanti lo vio morir en su velado sueño o recuerdo, aquella
tarde del 26 de julio de 1533, antes de morir, maldijo a sus verdugos
que ni siquiera se tomaron la molestia de explicarle por qué era tra-
tado de esa forma y condenado a la pena máxima. El Shanti sentía
el dolor de aquel inocente en carne propia, pero al mismo
tiempo comprendía que todo tenía sentido; como si aquellas
imágenes correspondieran con relatos entrecortados que había
escuchado de niño en la boca de sus instructores Hamuyiris.
268 Javier Lajo

En su corazón, el dolor de aquella muerte se fue convirtiendo


en una manta oscura de desolación, en una lliklla negra y des-
garrada, que cubriría hasta el último rincón del Tawantinsuyu;
la Confederación de los cuatro Suyu, por largo muy largo
tiempo.
Ya sea como sueño, recuerdo o alucinación, el Shanti fue
testigo de las imágines aquella noche triste en Caxamarca y cómo
todo confabuló para lograr el secuestro de Atawallpa y su presunto
asesinato público, y con esta farsa el descabezamiento del Tawan-
tinsuyu. Los invasores españoles no se detuvieron en su avance, el
Inka viajaba secuestrado por sus custodios hacia la costa y supo que
en algún lugar lejano, al otro lado del mar, un importante personaje
lo esperaba, obedeciendo acaso a motivos misteriosos, alejados esta
vez de la desmedida ambición material que impulsaba a los europeos
a depredar el mundo entero.
Amanecieron Iñigo, su prisionero y sus custodios, cabalgando
a trote rápido, siguiendo a un guía indígena, hecho prisionero con an-
terioridad; eran las lomas que bajan de los Andes a la ribera del mar;
acompañados de una liviana garúa que les humedecía el rostro, mas
luego siguieron hacia el norte paralelamente a las olas del mar. Pasado
el mediodía llegaron a un puerto de pescadores en las playas cercanas
a Lambayeque, desde donde divisaron anclado cerca de la playa, un
ligero y veloz bergantín llamado “Soledad”, que ya los esperaba para
iniciar la travesía marítima hacia Panamá, donde cruzarían el istmo
y luego se embarcarían en otro barco con rumbo al viejo mundo. Ata-
wallpa el último gran soberano y líder confederado, secuestrado vio-
lentamente, iniciaba un viaje sin esperanzas de retorno.
La serenidad del Inka, en el recuerdo del Shanti, le hacía
entender que Atawallpa parecía conocer las razones de su in-
tempestivo secuestro... y esto le explicaba al viejo paqho que era
obvio que el Inka, vivo, era más importante y valioso para la
¡Allin Kawsay! 269

corona española y el Vaticano, que las toneladas de oro de su


presunto “rescate”. En el pellejo de Pizarro, pensaba el Shanti,
esto sería motivo de gran preocupación, no solo por lo que el
inka podría “informar” al Papa, sino por las posibles transac-
ciones y tal vez hasta acuerdos a los que podrían llegar los pon-
tífices o “puentes” entre el cielo y la tierra de ambos mundos.
Pero al Shanti, portador de estos informes transmitidos
por sus maestros Hamuyiris convertidos en ensueños, ante su
posible muerte, le interesaba calcular y entender qué pensa-
mientos cruzaban en esos momentos por la mente del Inca:
Atawallpa sólo podía elegir entre la muerte o enfrentar a la
máxima autoridad religiosa de sus captores, dijo para sus aden-
tros el Shanti. Y así, el Shanti pensaba con Atawallpa: “Tal vez,
mi palabra sea la semilla que remueva la tierra árida de sus cora-
zones”. Y reflexionaban al unísono, enseñanzas comunes, que
habían recibido ambos de los Hamuyiris o Amautas ancestrales
de la Qhapaq Kuna: “Usos son de la guerra, vencer o ser vencido,
si pues, ambos guerreros del arco Iris sabían que en estas gue-
rras de salvajes y hombres rudimentarios siguen existiendo los
vencidos. Recordaba en silencio que Los hamuyiris, nos instru-
yeron que en una guerra ritual entre los Hanan y los Urin, ya no
hay vencedores ni vencidos, sino que ambas partes contendientes
deben ser vencedores. Los humanos luchamos contra el tiempo que
es el único adversario para una existencia humanamente digna y
que el tiempo es el único que puede y debe resultar vencido en una
contienda donde lo que está en juego es la supervivencia de la especie
humana. En caso contrario sucederá lo que está pasando ahora
ambos contendientes estamos vencidos, derrotados por el tiempo.
¿Tendremos que repetir nuestras vidas para tener otra oportunidad
de ser ambas partes vencedores?, ¿solidarios, íntegros humanos, her-
manos, amigos?
270 Javier Lajo

En esa mescla de sueños, recuerdos o alucinaciones,


Shanti creyó estar cerca de comprender por qué los Wiracochas
combatían de esa forma tan salvaje y contra su misma especie,
¿o acaso eran de otra especie diferente tal vez una especie pre-
dadora de los humanos? —se preguntó—, son peores que los
purun-runa u hombres primitivos y rudimentarios, que no bas-
tándoles con sujetar y desarmar a sus enemigos, los matan y
hasta destrozan sus cuerpos.
Ninguno de los Inkas que antecedieron a Atawallpa, hu-
biera deseado vivir la experiencia desgarradora que él soportó.
El destino lo había colocado en el peor recodo del camino y
debió enfrentar lo que todo soberano Inka debería temer: ¡El
encuentro con el otro mundo! Nadie esperó, sin embargo, que ese
momento llegara tan pronto, cuando la más grande confede-
ración andina estaba aún en pleno proceso del Tupay transi-
cional y la recuperación del equilibrio confederativo, después
de la muerte de Wayna Qhapaq. Su temprana muerte, —refle-
xionaba el Shanti— debió de significar un proceso de consolidación
del tinkuy de la confederación de los Ayllus y las Panakas. Nadie
pudo prever un pachakuti tan traumático como el que el Inka so-
portó. Pero lejos de doblegarse ante la adversidad, Atawallpa decidió
resistir y llevar la lucha hasta el final, con el estilo y la dignidad de
sus ancestros: Los Qhapaq. El Shanti entendió cómo Atawallpa usó
su gran arma: ¡Que la verdad brille siempre en sus palabras, que
su presencia en Roma deje una huella imborrable en el corazón y la
mente de los más altos jefes de los adversarios milenarios de los
Inkas!
Como si acompañara al Inka Atawallpa en sus cuitas y
reflexiones, el Shanti sentía como suya, toda la memoria del
Inka, y rememoraba velozmente todo cuanto el padre del inka
Wayna Qhapaq y sus Hamuyiris mayores le habían informado
¡Allin Kawsay! 271

e instruido como parte importante de su preparación: Existen


otras tierras más allá del mar, navegando hacia el Este —le dije-
ron—, allí donde existe una parte del planeta, donde aún reina el
desorden y la muerte y abunda el desamparo. Pero incluso allí, tam-
bién hay gente del Inka, sabios sacerdotes-guerreros que tienen la
misión de recuperar y enseñar el camino de la redención colectiva a
los Wiracochas.
Estrechamente identificado con el personaje al que su
mente seguía, como una antorcha en la oscuridad de la noche.
El Shanti sintió que reconocía cada uno de sus recursos y sus
motivos. Sabía que lo habían aleccionado para el momento de
tomar contacto con aquellos enviados del inka, allende el mar
de los sargazos que cubren la costa este de Panamá, a los que
llamaban kamayocs o “encargados”, para esa zona del planeta.
Estos kamayocs solían llegar en una poderosa flota de grandes
barcos, trayendo en sus velas y banderas, la insignia de las aspas
cruzadas, un símbolo que acaso procedía del mítico Tiwanaku,
ícono sagrado de la cruz cuadrada o Tawa Paqha, pero con otro
diseño encriptado, en forma de aspas o hélice. El inka recordó
también que en las historias narradas de sus antepasados, éstos
tuvieron al Este de Panamá, una especie de colonia penal de
clima gélido donde antiguamente eran expulsados los grupos
o pueblos de gente que se mostraba imposible de ser reeducada
o re—humanizada. Los barcos de Pizarro y sus wiracochas be-
licosos, habían llegado también con dichos símbolos de los ka-
mayocs en sus velas y banderas, lo cual había sido motivo de
sorpresa y gran confusión, sugestionando a los guerreros indí-
genas y a sus gobernantes locales, a bajar la guardia.
—¿Estaremos viajando hacia allá? —se preguntó el Inka
y el eco ausente de su voz seguiría retumbando varios siglos,
esta vez, en la mente del Shanti. ¿Quién soy?, ¿Una sombra?,
272 Javier Lajo

¿Un recuerdo? ¿Un paqho que puede viajar en el tiempo?, se


preguntaba y se sentía reducido a la condición de espectador
de unos hechos sobre los cuales no tenía control alguno. Y se-
guía recordando en silencio
Antes de surcar los sargazos y enrumbar hacia el continente
del otro lado del océano, Atawallpa y sus captores cruzaron a caballo
el istmo de Panamá.
El Shanti en su recuerdo, supo que el Inka reconocía
aquel lugar que ya había visitado un par de veces junto a su
padre, pero sólo el Shanti notaba la emoción del Inca, al re-
cordar su último encuentro con los maestros Mayas sus amigos.
Pero el Shanti sintió también la tristeza que envolvía al cora-
zón del Inka; y de sólo imaginar el desastroso final que aguar-
daba a los pueblos andinos que quedaban a merced de los
wiracochas, sintió un estremecimiento. Tenía ganas de hablarle,
pero esto no era posible.
La mirada del Inca parecía inexpresiva y su rostro magní-
fico, un diamante tallado, pero por dentro rugía, suspiraba, recla-
maba a sus Apus Y de cuando en cuando contemplaba el horizonte
que había dejado atrás, pero ya no divisaba lobos marinos en el
agua, ni aves en el cielo, menos podía ver alguna costa desgastada
por el olvido de su memoria; solo mar... puro mar.
Durante la travesía marina, la nave sufrió dos ataques de
barcos piratas. Atawallpa supo reconocer el emblema de la calavera
y dos huesos cruzados de tibias sobre un campo de paño negro en lo
más alto de sus mástiles. Aquella deformación del antiquísimo sím-
bolo andino de los brazos cruzados del Yanapakuy, el Ayni y otras
leyes inkas de la reciprocidad, le significaba otro pequeño adelanto
del desastroso y desesperado camino que habían recorrido los huma-
nos en el otro lado del mundo, el símbolo de la reciprocidad había
sido convertido en símbolo de pillaje y muerte.
¡Allin Kawsay! 273

Como si pudiera “ver” los pensamientos del Inka, el


Shanti de pronto percibió que Atawallpa recordaba a Francisco
Pizarro, el jefe de los invasores, y su talento especial para mentir,
dividir, destruir y matar, el mismo que pretendía apoderarse de todo
el Tawantinsuyu llamándose a sí mismo “ gobernador”, como si tu-
viera la más mínima noción de lo que significa gobernar. Como si
fuera testigo de los recuerdos del Inka, Shanti vio a Pizarro
muchas veces ante el libro que ellos llaman “sagrada Biblia”
orando.
Ante los ojos y la mente del Shanti, el Inka no aparecía
derrotado, sino optimista. El Shanti podía saber, sin palabras,
que Atawallpa esperaba sacarle el mayor provecho a su desgracia
pues iría a conocer al enemigo en su propio mundo, ¡en sus propias
entrañas! Sabía, además, que allí habría más gente suya, hecha pri-
sionera
—Tal vez haya una esperanza, pensó el Shanti, repi-
tiendo las palabras del Inca: Tal vez pueda regresar y enderezarlo
todo ¡Por algo soy un Amaro Runa, para el que todo es posible! Ya
antes escapé de la prisión de los Wiracochas del Cusco, convertido
en serpiente.
Como en una visión fulgurante el Shanti vio al Inka es-
capando de la prisión de Tumipampa convertido en serpiente
y se le encendió la esperanza que pudiera escapar de la nueva
prisión en que se encontraba.
Las enseñanzas que el Shanti había recibido en su niñez
y juventud lo vinculaban con el secreto de la creación del
Sumaq Kawsay, la vida plena o la Espléndida Existencia y re-
cordaba que... Los “hijos del sol” habían sido los forjadores del
Sumaq Kawsay, de la vida en su plenitud para el planeta entero y
para los habitantes del Tawantinsuyu, la Confederación de los Suyu,
y eran sus principales sostenedores y mantenedores.
274 Javier Lajo

En la imaginación o recuerdos del Shanti, soñaba que


con el Inka viajaban juntos o como si fueran una misma persona
sentían y pensaban como un solo ser que en aquel largo viaje
había mucho tiempo para desmenuzar cuanto había vivido en
la prisión de Caxamarca y conocer mejor lo que motivaba a los
invasores, para hacer las barbaridades que perpetraban. Enton-
ces, sin saber si era él mismo o Atawallpa, recordó cuando, un
día, el cura Valverde le preguntó por qué llamaban a los españoles
“Wiracochas”, ¿acáso nos creen dioses o enviados del Dios Wira-
cocha?, le preguntó; y él le respondió con sincera voluntad algo
que el cura no pudo comprender: No creemos que ustedes sean dio-
ses, ni creemos que Wiracocha sea un Dios, ni nada parecido a lo
que ustedes predican. Les decimos Wiracochas porque los hemos
observado desde que aparecieron en Panamá y su marcha es solo
de hombres violentos y guerreros...solo son varones y solo saben
ser violentos.
Y el cura soberbio le respondió aquella vez: “Pero, ¡por su-
puesto!, o ¿qué esperabas? ¡Las guerras de conquista son victorias
de hombres valientes y muy osados!” y el inka argumentó: “no sola-
mente marchan sin sus mujeres, sucede que percibimos que en su
conciencia, en su conocimiento, no aparece el espíritu de la mujer, y
lo peor es que no parece existir, en su yachay.”
El diálogo amistoso continuó:
“¿Qué te hace pensar eso noble Inkarey?”, replicó Valverde.
Ante lo cual el Inka no vacilo en responder:
“En los pueblos que han asolado y saqueado, lo que más les
place es cebarse con las mujeres. Las más hermosas, las más delicadas
y débiles son pasto de sus depravaciones y crueldades Escúchame bien
sacerdote cristiano: ningún humano, ni siquiera alguno bestiali-
zado, trata así a las hembras con las que se aparea, ni menos matan
a los críos inocentes de su propia especie sin atisbo de pena ni piedad.
¡Allin Kawsay! 275

Por eso, nunca como ahora queremos conocer bien al espíritu que
anima a vuestra gente, porque creemos —que es una especie desco-
nocida— en cuyo mundo solo habita el espíritu “Wiracocha”, porque
tal vez desconocen y no saben de aquel otro espíritu que es el com-
plemento y equilibrio que otorgan las mujeres y su mundo femenino,
que es el amor, la ternura, las ansias de vivir y procrear en paz y
todo lo que en este mundo puede significar y animarse con Pacha-
kamac.”
“ Y ¿quién es ese otro espíritu Pachakamac?”, preguntó Val-
verde, interesado sobremanera.
“Junto con Wiracocha, ambos constituyen los paradigmas o
tussan de los Pachas en su naturaleza Yanantin, es decir son pari-
dad, y ambos permanecen en Tinkuy de complemento y oposición,
que es la ley que rige todo en este mundo, en el Kay Pacha Yanan-
tinkuy, que es el principio fundamental de la vida.”
Dadme un ejemplo sencillo mi señor Inkarey...
“Te daré el mejor ejemplo: Mi hermano Waskar, el escogido
del Cusco, es un Inka Urin, pero sin mí, que soy su Inka Hanan, él
quedaría reducido, y solamente, a ser un “wiracocha” local. ¿Enten-
diste wiracocha Vicente? “
—Manan —fue la respuesta evasiva del religioso, entonces,
y lo dijo en runa simi o lengua quechua, ocurrencia que arrancó al-
gunas risas amigables a ambos. Luego, el cura se retiró del lugar
rascándose la cabeza. “¡Cosas de los indios!”, dijo el aturdido Val-
verde, antes de perderse tras el portón, y luego agregó casi susu-
rrando: “creencias del demonio”.
Pero el inka alcanzó a escucharlo y reflexionó “a fin de cuen-
tas, él solo sabe de Dios y del demonio... no es tan ch’ulla ese solitario
Dios Jesucristo”, pero... ¿será el demonio, paridad de Dios?; qué
complejas son las ideas del hombre europeo, del cristiano; pensó fi-
nalmente.
276 Javier Lajo

El Shanti vislumbró entre sus recuerdos como fue que


Atawallpa dejó su diálogo interno, sin embargo, esa vez esta
reflexión de ambos personajes trascendería en la historia aún
no contada.
Como si fuera una película donde el tiempo se condensa
o se acelera, en la secuencia de imágenes de las que el Shanti
era testigo, pasaron cuatro semanas y algunos días más antes de
divisar tierra española. Cuando por fin abandonaron la embarca-
ción, el Inka, investido con todo su carisma y su porte de cerca de un
metro noventa, caminando por el puerto y algunas calles de Cádiz
cercanas al lugar del desembarco, pudo percatarse y convencerse más
del terrible hedor y hediondez espiritual que emanaba de sus calles
atestadas de mendigos y niños hambrientos que suplicaban por un
poco de pan, mientras apestaba la opulencia y ambición desmedida
de los señores y mujeres ricas, desbordando en sus magníficos trajes
y zapatos brillantes.
Ante la vista de tantos niños y ancianos mendicantes y ham-
brientos, y mujeres que ofrecían su cuerpo públicamente, el Inka,
lleno de asco, gritó para sus adentros: “¡Nada!, ¡estos wiracochas no
han aprendido nada!” y en su trance el Shanti podía leer la
mente y sentir el corazón del Inka.
Luego el paqho, vislumbro en sus recuerdos cómo fue
que el Inka cautivo fue llevado a caballo hasta el cercano Con-
vento de la Rábida, y luego recluido en una celda de tránsito a
Roma, percatándose allí que, en efecto, era prisionero de la
curia romana, de la Iglesia católica y que el rey y emperador
de España, Carlos V, solo prestaba a sus servidores militares al
propósito del Vaticano.
Al día siguiente de su llegada, sin embargo, sucedió algo
que le sorprendió mucho en sus recuerdos al Shanti: Desde la
celda contigua llegó una voz entonando aquel viejo harawi:
¡Allin Kawsay! 277

Quri ginti Takiy , taky Canta, canta, quri qinti


Takiyniki karuman chayachun que tu canto llegue lejos
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas
¡Ay, ay, ay! ¡Ay, ay, ay!
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas,
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas.

Quri qinti paway, paway Vuela, vuela, quri qinti


rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas
rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas
¡Ay, ay, ay! ¡Ay, ay, ay ¡
Kusisqallaykim solo tu alegría
Kusisqallaykim solo tu alegría
rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas
Ay, ay , ay solo tu alegría
Kusisqallaykim solo tu alegría

Chayachun karuman takiyniki Que llegue lejos tu canto,


takiyniki waqachun takita que tu canto trine tanto
rikcharichichun punchawta que despierte al Punchaw,
chay punchaw munayniki kachun que el Punchaw sea tu encanto
munayniki sunquyki kachun y el encanto sea tu corazón
¡Sumaq Kawsay, Sumaq Kawsay! ¡Sumaq Kawsay, Sumaq Kawsay!

Y fue notorio el cambio en el estado de ánimo del Inka, que


casi instintivamente respondió acompasando su voz a la de su com-
pañero de desgracia que permanecía en la celda contigua y cuyo
canto melancólico llegaba en runa simi, su lengua paterna, y por si
fuera poco, con santo y seña de los Hanan-Qosqo. Y aunque los se-
paraba una gruesa pared de piedra de burdo acabado, que distaba
mucho de los finos muros pétreos del Cusco, el improvisado dúo en-
278 Javier Lajo

tonó la última estrofa, en perfecta armonía.


El Shanti quiso sumar su voz al coro, pero una parálisis
o abismo de 5 siglos se lo impedía. Solo podía observar y es-
cuchar. Después se le hizo en la mente un silencio sepulcral y
pensó... Aquel harawi solían cantarlo únicamente algunos hara-
wikus escogidos, y una vez al año, durante las ofrendas para los
cuerpos embalsamados de los primeros inkas del Qosqo.
Esta vez sin embargo, el harawi, en la voz del inka, — re-
sonando en la mente febril del Shanti— traspasó aquella prisión
en el vuelo de algún q’ente-colibrí, y llegó lejos, muy lejos, hasta la
cima de los Apus andinos para que se grabara en los pergaminos de
la nieve, con la tinta perpetua de la esperanza.
Ante los ojos y oídos atentos del Shanti, las escenas del
encierro y viaje del Inca proseguían
—¿Quién eres tú? —preguntó por fin Atawallpa, en qha-
paq simi o puquina, que es el idioma secreto de los Inkas del Cusco.
—Yo soy Titu Q’espe, tarpuntae de la Casa del Sol, amado
padre Inka —le respondió en el mismo idioma, y continuó—: Pero
dime, ¿cómo es posible que tú, amado Señor, Hijo del Sol, Soberano
del Tawantinsuyu, estés aquí y tratado peor que al peor de los hu-
manos?
—Así es Tarpuntae, ¡la ignorancia es atrevida y criminal!
Dime, Titu, ¿cuál es nuestra situación y qué sabes de esta prisión?
¿Crees tú que podamos escapar?
—Amado Inka esta no es una prisión, sino una casa de sa-
cerdotes, un convento, y los rumores dicen que estás aquí de tránsito
hacia la misma Roma, que es donde reina el máximo sacerdote de
los Wiracochas Aquí te retendrán una semana, dijeron los guardias,
y se espera la presencia de un importante personaje.
Durante esos días, la visión del Shanti se desenfocaba y
por momentos se aceleraba, como si pudiera recorrer semanas
¡Allin Kawsay! 279

y meses en un breve instante. Así observo que los guardias es-


pañoles por turnos habían intentado acercarse al Inka con la
intención de descuidarlo y arrancarle los dijes de oro que ador-
naban la maskaypacha sobre la cabeza o el collar dorado que
pendía de su cuello, pero al encontrarse con su mirada, retro-
cedían intimidados. Ninguno supo explicar la razón del pánico
que les provocaba los ojos negros y penetrantes del Inka y sólo
evitaban verle de frente.
—Es el diablo —aludían ante el poder que de él emanaba,
advertidos de antemano por los curas del convento—; ¡el mismísimo
demonio!.
Por fin un día tercios al mando de Iñigo que resguardaban
la celda de Atawallpa, recibieron e hicieron pasar, no sin antes so-
meterlo a un interrogatorio, a un hombre que se acercaba a los cin-
cuenta años de edad, vestido a la usanza franciscana y que tenía
permiso del mismo emperador Carlos V para entrevistar al Inka.
Cuando se presentó ante el capitán Iñigo, —el Shanti pudo escu-
char que— el recién llegado decía que por encargo de su majestad,
se dedicaba a buscar obras impresas y manuscritas en el afán de lo-
grar una gran biblioteca universal para los estudiosos e investiga-
dores.
Sin embargo el Shanti comprendió de inmediato que el
visitante guardaba información y como si pudiera leer su mente
supo que...
Bajo esa labor aquel hombre pretendía hallar mayor informa-
ción sobre el conocimiento primigenio que les fue dado a ciertos elegi-
dos hacía milenios atrás, por una antiquísima y extraña doctrina
trasmitida por una misteriosa raza cobriza allende los mares. Tam-
poco mencionó que su padre, el famoso Cristóbal Colón le había con-
fiado que tuvo estrecha amistad con “los elegidos”; los maestros de la
desmantelada pero aún clandestina Orden del Temple, cuya poderosa
280 Javier Lajo

flota tenía el puerto de La Rochelle, en la costa atlántica de Francia,


exclusivo para sus barcos, manteniendo una estrecha comunicación y
comercio con un poder desconocido hacia el Oeste por el Atlántico.
El Shanti era testigo mudo y asombrado de hechos his-
tóricos, pero que por su pertenencia a otro tiempo o época le
permitía entender la proyección de aquellos sucesos en el
tiempo. Como si el rompecabezas de la historia se fuera ar-
mando ante sus ojos de una manera diferente, coherente y creí-
ble. Así aparecía en su imagen mental que la secta a la que había
pertenecido Cristóbal Colón, padre del visitante que dialogaba con
Atawallpa, había conspirado en secreto contra los reyes católicos y
el Vaticano, con el objeto de cambiar radicalmente sus políticas de
gobierno y dogmas religiosos, y asumir extraños designios y creencias
provenientes de ese lejano reino gobernado por Inka—reyes. Todo
esto provocó que esta orden del Temple fuera casi exterminada desde
el año 1,307 por la colusión del papa Clemente V con el rey Felipe
IV de Francia. Aunque no pocos de sus seguidores lograron escapar
a la persecución y subsistían en la clandestinidad.
—El emperador quiere saber más sobre este tema de primera
mano, del propio Inkarey —dijo el hombre recién llegado.
Con un ademán militar, Iñigo ordenó que lo dejaran entrar
a la celda del Inkarey prisionero.
El visitante mostraba hidalguía y porte de noble, pero al en-
contrarse cara a cara con el Inka, no pudo soportar su aplastante
magnificencia; bajó el rostro y se inclinó.
—Su majestad, mi Inkarey —le dijo—. Me llamo Her-
nando Colón y soy hijo de Cristóbal Colón, el descubridor de vues-
tras tierras.
—Nadie descubrió las tierra de los Inkas, pero sí fueron in-
vadidas y ahora están siendo ocupadas y saqueadas salvajemente
—respondió el Inka, haciendo uso de un buen castellano.
¡Allin Kawsay! 281

—Perdone mi impertinencia, señor. Sé que entiende el


idioma castellano, pero por si acaso vengo acompañado de un an-
ciano indígena como intérprete.
A pesar de haber perdido la cuenta de su estadía en la lejana
España, el anciano, apenas vio al inka, reconoció su investidura y
se postró hasta tocar el piso con la frente, en señal de respeto y vene-
ración. Atawallpa, desconfiado, esperó en silencio a que el hijo de
Cristóbal Colón explicara la razón de su visita.
—Es cierto, mi noble Señor —recalcó Hernando—, mi padre
fue considerado como el descubridor del nuevo mundo, de donde
usted proviene, pero ambos sabemos la verdad de la historia.
El inka asintió con la cabeza, luego de escuchar al intérprete
que seguía intimidado ante su presencia.
En la pantalla mental del Shanti, el rostro del anciano
parecía familiar. ¿Acaso era él mismo el que le traducía al Inka?
—Mi padre me preparó para el momento en que hablara con
un gobernante Inkarey —continuó hablando el hijo de Cristóbal
Colón—. Pero ahora que me encuentro frente a usted, me resulta
difícil explicarlo todo. Sin embargo, trataré de hacerlo. Como verá,
aquí aún reina la injusticia, el desorden y la corrupción. Poco pu-
dieron lograr vuestros “encargados” para encaminar y redimir a los
pueblos de este pequeño continente que es Europa. La misión que
tenían en la época de mi padre, muchos años después que comenzara
la persecución contra la Orden, era preparar a estos reinos para abrir
el puente entre los dos continentes, de acuerdo al plan concebido por
el Inkarey Pachakutec, amigo y guía de los grandes maestros y fun-
dadores de la Orden del Temple.
Atawallpa escuchaba y observaba a Hernando, estudiando
la expresión de su rostro, y luego escuchaba al intérprete para estar
más seguro de que había entendido bien. Hernando Colón siguió
exponiendo:
282 Javier Lajo

—El abuelo de mi padre Cristóbal, de niño fue arrancado


de sus maestros poco antes de la “noche del exterminio”, noche terro-
rífica en donde fueron asesinados la mayoría de los Hermanos, acu-
sándolos de conspiración y herejía. Mi familia guardaba algunos
secretos de navegación y la información suficiente para recomponer
las rutas hacia un “nuevo mundo” y por ello a mi padre y a los que
pudieron apresar los torturaron para sacarles los secretos de las “In-
dias occidentales” y del refugio permanente de los templarios, pero
la mayoría murió sin decir nada, aunque alguna información salió
a luz. Desde entonces, los papas y reyes prepararon la reconquista
del “paraíso”. Para ello, mi padre Cristóbal, aun siendo adolecente,
fue sometido mil veces a diversas técnicas de persuasión coercitiva y
chantaje para cuando fuera adulto se dispusiera a llevarlos hacia el
gran continente allende el mar Atlántico, pues conocía la ruta, dado
que había estado antes por un archipiélago de islas de ese gran con-
tinente cruzando el “mar de los sargazos”, que es la puerta de las in-
dias occidentales.
—¡Pero el puente se abrió antes del tiempo señalado y ahora
destruirán todo lo avanzado en las tierras del Sol! —dijo el Inka,
alarmado.
—Así es. Los reyes católicos y el Vaticano están exterminando
sin piedad a los habitantes del nuevo mundo —continuó hablando
Hernando—, porque creen que son hijos de Caín. Incluso usan el
nombre del “inka”, para justificar las atrocidades de las matanzas,
cuyas noticias llegan aquí en forma continua.
Al ver el gesto de extrañeza de Atawallpa, Hernando repitió:
—Inka, in—kain, Kaín ¿Comprendes mi señor?
Sí, comprendo bien, contesto Atawallpa.
—Si no hubiera sido mi padre Cristóbal, otros exploradores
hubieran llevado a los invasores a vuestro reino. Los reyes católicos,
ayudados por el Papa, ya habían destruido con sus ejércitos a los
¡Allin Kawsay! 283

guerreros del Islam, la única barrera o tapón que impedía a sus


huestes zarpar a las tierras del Sol, no solo en la búsqueda de oro y
plata, sino a re—conquistar el paraíso y recuperar el Santo Grial y
otras sagradas reliquias que el Vaticano cree que ustedes han usur-
pado y ahora ocultan.
Atawallpa caminó de un lado a otro, cavilando. Luego, se
detuvo en seco y comentó:
—Al parecer, tu padre no te dijo mucho acerca de esas reli-
quias.
—No. Ese secreto, mi padre lo sabía pero lo mantuvo oculto
con dos o tres caballeros templarios supervivientes, más ninguno lo
delató. Vuestra señoría ¿podría explicarme de qué se trata?
—¡No lo comprenderías! —Respondió tajante el Inka—.
Ahora no te servirá de nada saberlo.
—Pero mi señor Inkarey, usted debe saber que los Cátaros y
los Templarios aquí lucharon hasta la muerte y se pudo conseguir
mucho, pero más pudo la ferocidad y el instinto asesino de los reyes
ambiciosos. Algo se logró y casi se triunfa, como por ejemplo liberar
países enteros, pero miles y miles de fieles, de los llamados albigenses,
fueron acuchillados y quemados vivos. El peor recuerdo es el de la
Occitania, país de gente rica, culta y piadosa, aunque con muchos
defectos y errores, pero “cátaros”, puros al fin, fieles a la “paridad
cósmica” y a la “línea de la verdad”, a la diagonal, al camino de La
Serpiente Sagrada o “Katari”, que es algo que me enseñó mi padre.
El Shanti pudo observar que Atawallpa se sorprendió
pero se mantuvo inmutable, y continuó escuchando a Her-
nando Colón.
—Sin embargo, los cristianos agrupados en hordas crimina-
les, azuzados en las llamadas “cruzadas”, compuestas por miles de
fanáticos, sitiaban por meses y años, ciudades amuralladas como
Montsegur, Carcasona, Queribus, Usson, Languedoc y tantas otras.
284 Javier Lajo

Y cuando lograban la rendición de sus defensores, las mesnadas cris-


tianas entraban furiosas arrinconando a los habitantes, y por miles
los reducían a la plaza mayor y allí los quemaban vivos, mujeres,
ancianos y niños, todos achicharrados en las hogueras, que ardían
de día y de noche. Es horrorosa la historia de cómo exterminaron a
los que recibieron la doctrina de los “kataris” o “puros”. Los cátaros
fueron acusados de herejía y mejor no recordar a las millones de mu-
jeres quemadas vivas en las piras, acusadas de brujería; millones de
seres humanos reducidos y eliminados a sangre y fuego. Y ahora estos
verdugos, como fieras, han cruzado el mar y están en el Tawantin-
suyu en la misma matriz de los kataris.
—Si los kataris o Amarus fueron exterminados fue porque
tenían alguna fuerte debilidad —acotó Atawallpa—. Algo salió
mal, y si ahora los wiracochas están acabando con nuestro nido, el
Tawantinsuyu, significa que algo todavía no comprendemos de su
insania. Algo que les condiciona y les causa un gran desequilibrio,
debe ser una enfermedad del alma, cuya raíz u origen aún no al-
canzamos a conocer y comprender, es una “cojera primordial” la que
los hace predadores de su propia especie.
El Inka caminó un trecho, como queriendo hablar más y con-
frontar sus ideas con las de Hernando pero éste se mostró inquieto,
como si quisiera evadir un tema prohibido que ya le causaba mucho
dolor, o peor aún, que le removía o le regeneraba un trauma. Apu-
rado en escabullirse y terminar el coloquio, agregó con visible preo-
cupación y afán evasivo.
—El Papa lo está esperando en Roma, mi señor Inkarey. Le
suplico ser cuidadoso con lo que le diga porque no dudarán en tor-
turarlo y hasta matarlo.
—Si he de morir aquí, nada puedo hacer por evitarlo —con-
testó el Inka—, pero sé qué decir y cómo decirlo.
—No lo dudo, mi Señor. Pero ahora quiero que sepa que es-
¡Allin Kawsay! 285

taré pendiente de sus pasos. Dígale usted a sus posibles ayudantes


que me busquen si me necesitan.
—Bien, Hernando. Por ahora necesito que me prometas una
cosa.
—Dígamelo, su señoría. Yo sabré cumplir mi promesa.
—Si muero en este continente, debes asegurarte que mi co-
razón retorne al Cusco, convertido en cenizas, y que se las entreguen
a los sobrevivientes de mi Panaka o a los guardianes del Punchaw,
ellos se pondrán en contacto con quien lleve este encargo.
—Así se hará, así se hará, gran Inkarey, cuando llegue el mo-
mento —finalizó Hernando Colón y se retiró tras una venia de
despedida.
El Shanti, que se veía a sí mismo en su ensueño identi-
ficándose con el intérprete, hubiera deseado quedarse al lado
de Atawallpa por más tiempo y decirle tantas cosas, pero no
podía. Solo su imagen en el recuerdo
—Fue un honor y un privilegio haber podido contemplar tu
rostro, Inkarey, hijo del Sol, luz de la Tierra, fuerza de los desam-
parados —fue lo único que alcanzó a decirle, y se retiró siguiendo a
Hernando.
XXXI

Inkas vs. Papas

A medida que parecía languidecer la pequeña llama que


alumbraba la vida del Shanti, paqho altomisayoc, torturado por
los curas “guardianes de la fe”, allí en un sótano de la Prefectura
del Cusco, el anciano curandero puquina iba recordando más
y más, las informaciones y las enseñanzas de sus amautas sobre
los años finales de Atawallpa el último Inka. Como un sueño
cargado de rememoraciones y de fantasía, el Shanti “rebobi-
naba” sus visiones y recuerdos uno por uno, uniendo sus imá-
genes febriles con la información que le proporcionaron sus
amautas sobre el Inka Atawallpa de paso por el convento de
La Rábida secuestrado rumbo a Roma.
Entre los pliegues de su inconsciencia y su ensueño, el
Shanti desplegaba su recuerdo lo más que podía… en su ima-
ginación tomaba la forma de un cuento teatralizado:
…Más tarde, después de profundas reflexiones, Atawallpa
llamó la atención a Titu Q’espi, el de la celda contigua, y le dijo, en
su lengua materna: Afina tu memoria, sagrado Tarpuntae. Tú re-
gresarás a nuestra tierra y cuando estés en el Tawantinsuyu, vas a
transmitir mi última orden a todos mis kamayoc, para los ayllus y
Panakas. Primero a los de las panakas del Sol y luego a mis parien-
tes y yanapakus…
288 Javier Lajo

—Yo escucho, mi señor. Yo transmitiré tu ley. Pero, si no es


molestarte, mi Señor, ¿por qué estás tan seguro de que regresaré a
las tierras del Sol?
—Anoche te soñé, mi amado tarpuntae. Tú ibas cabalgando
un cóndor que sobrevolaba el Cusco, hasta posarte en Machu Picchu,
llevando mis kipus a mis kamayoc generales de Willkapampa.
El tarpuntae sonrió. No dudaba de las palabras del Inka,
pero a la vez sintió tristeza. Su felicidad no sería completa si el Inka
se quedaba allí, prisionero para siempre, o peor aún, muerto en tie-
rras extrañas.
—Diles a mis generales —ordenó Atawallpa—, que a estos
extranjeros Wiracochas, no se les podrá derrotar con sus propias
armas, que son la violencia y la guerra; tendremos que usar una con-
tienda que ellos no conocen. Usaremos la fuerza del rito, de la música
y la danza que surge del tiempo y del cosmos. Usaremos el poder de
la danza y del ritmo del tiempo del Pachakuti, que es la inteligencia
misma de la Pacha y de su pasión por la vida. No con muerte, ni
violencia; ellos quieren esto para convertirnos en sus caricaturas cri-
minales como ellos… y allí su triunfo habrá sido total y permanente.
—¿Cómo pelearemos con rito y con ritmo… música y danza?
Perdóname por no comprenderlo.
—Estos barbudos, solo conocen de la guerra de rapiña, la de
los caníbales; no han aprendido nada de la fuerza de la vida en su
plenitud, de la magia de su música y de su danza. No conocen el
Yanantin, la vida en paridad, ni vivir en paz con la pareja, son
como danzantes que bailan solos y sin música. No conocen ni reco-
nocen las leyes de la vida plena. Su música es la marcha militar y
fúnebre de la muerte, música sincopada…Su ritmo vital, su vida
misma no es una vida acompasada con la Pacha, no danzan en la
vida al ritmo del cosmos, al contrario, su vida es una “danza en-
ferma” y a ellos, nuestro Sumaq Kawsay, el compás de la vida plena,
¡Allin Kawsay! 289

la vida nuestra, les parecerá igual: Una enfermedad de la danza.


¡Un Taki Onqoy!... ¡Que así sea!
—Ya voy entendiendo, mi señor.
—¡Bailen, dancen para derrotarlos! ¡Nuestro ritmo los ven-
cerá! Estoy seguro de que eso sanará su enfermedad y los redimirá,
porque el ritmo de la vida se hace entre dos pies, entre dos personas,
no es arte de uno solo, el arte de los Wiracochas es la danza de la
muerte, el lamento de los ch’ullas o impares. Con violencia nada lo-
graremos, la resistencia con el trance de la danza, atraerá a nuestras
Wakas y ellas vendrán en nuestro auxilio. Esta contienda espiritual
puede durar años o siglos, pero ganaremos… porque nosotros dan-
zamos la vida, luchamos por la vida, en cambio, ellos están hechos
para la vanidad y el poder, para el placer extremo sin equilibrio,
por lo que la vida los obliga al sufrimiento extremo, por eso su vida
es un martirio, y sus cultos son a un muerto crucificado, practican
un culto a la muerte en la cruz. Y lo peor, adoran a un hombre que
después que sufre y muere en la cruz, dicen que resucitó. Extraña
devoción y función de la cruz como un cadalso o instrumento de tor-
tura y de muerte, cuando más bien para nosotros es un instrumento
para la vida plena.
—¡Así se hará, mi Señor! Como lo ordenas se hará, Intip-
churin —hijo del Sol— Inkarey. Así será entregada tu orden para
desatar el Taki Onqoy.
—Toma esto —le dijo el Inka, sacando de su maskaypacha
una pequeña borla de color amatista adornada con diminutas plu-
mas de wakamayo del mismo color, pero sostenida por un pequeño
engaste de oro en la forma de un pequeño idolillo como empuñadura,
y se la alcanzó—. Entrégales esto y así sabrán mis kamayoc gene-
rales que es orden de su Inka.
Así, iban surgiendo estas imágenes en la pantalla mental
del Shanti. Mientras que el nuevo mundo ardía por todos los
290 Javier Lajo

rincones donde pasaban los españoles, sus bárbaras huestes


empezaron la macabra labor de desmembrar el Tawantinsuyu
al tiempo que daban rienda suelta a su insaciable ambición de
placer, poder y riquezas.
El temido pachakuti cósmico que interrumpió el flore-
cimiento de la sociedad andina, había comenzado. El “orden
idolátrico” del Dios “I” de los puquinas, el orden del “eje” de la
Tierra y de los demás “C’ejes” del Cusco y del Tawantinsuyu,
empezó a ser cambiado por aquel “orden cristiano” del Dios
Jesucristo, de aquella “idea” de un dios que se hizo humano
para “redimir” los pecados de la humanidad, de ese Dios que
gobierna desde el Vaticano y desde Roma.
Atawallpa fue sacado de la mazmorra y conducido nueva-
mente a un barco. Viajó largo tiempo otra vez por mar, resguardado
por Iñigo y sus seis bravos tercios de la guardia imperial de Carlos
V, surcando el mar mediterráneo, hasta Roma, sede de la máxima
autoridad católica y residencia del Papa Clemente VII. Conducido
encadenado a las mazmorras del Vaticano, sus custodios se despi-
dieron del Inka prisionero y lo dejaron que esperara impaciente la
llegada del sumo pontífice.
Pasado el mediodía, se creó un tumulto entre los celadores,
pues entraba por el arco de la puerta principal un hombre ricamente
vestido, obeso y con un gran sombrero o casco puntiagudo. Poco des-
pués se paró frente al Inka intentando mirarlo a los ojos, pero rápi-
damente desvió la mirada. Aquel hombrecito pequeño y regordete
contrastaba mucho con la imponente figura de Atawallpa, alto y
atlético, tanto que el propio Papa le preguntó:
—¿Es usted campesino, señor Inkarey?...
El Inka no respondió. Entonces, el Papa, tratando de inti-
midarlo, estiró su mano para que la besara, pero el Inka no hizo el
menor gesto de sometimiento ni subordinación, a pesar de haber ob-
¡Allin Kawsay! 291

servado las incansables muestras de pleitesía que le prodigaban a la


autoridad religiosa todos sus vasallos. El Inka se mantuvo erguido
y, cerrando los ojos con cierto desdén, preguntó:
—¿Por qué fui traído a la fuerza a estas lejanas tierras?
Esta vez, el intérprete era un hombre joven, secuestrado hacía
varios años de tierra americana, cuando comerciaba sus productos
entre Quito y Centroamérica. El risueño mercader hablaba con
fluidez el español y el quechua, y tenía algún conocimiento de otras
lenguas nativas andinas. Pero antes de que la pregunta del Inka
fuera respondida, el Papa llevó las manos hacia atrás y caminó pau-
sadamente para hablar. Luego se paró nuevamente frente a Ata-
wallpa y lo miró fijamente, insistiendo en intimidarlo, pero la
mirada del Inka era tan penetrante que se clavó como lanza en su
cerebro, obligándolo a parpadear primero y a retirar la vista de los
ojos fijos que mantenía el Inka… finalmente, con la mirada en el
techo, el Papa, intentando disimular la contienda perdida, dijo:
—Supe que despreció usted la sagrada Biblia, Atawallpa, y
lejos de respetarla, la lanzó al suelo, agraviando su divina majes-
tad.
—Del mismo modo como tu gente despreció la chicha sagrada
que ofrecí en signo de amistad —contestó el Inka.
—¡No puede usted comparar el texto escrito por Dios, con una
bebida fermentada!
—Tu libro sagrado no me quiso hablar..., pero la chicha hace
hablar a todos.
La ocurrencia del Inka hizo que tanto el intérprete como los
celadores de seguridad allí presentes tuvieran que hacer esfuerzos
para contener la risa. Sin embargo Atawallpa permanecía inmu-
table.
—¡Silencio! —dijo el Papa, molesto, y agregó—: Eso le pasó,
Inkarey, porque usted no sabe leer.
292 Javier Lajo

—No entiendo vuestros símbolos ridículos que representan


sonidos o palabras fraccionadas, ñutas, pero sí comprendo las figuras
de la geometría sagrada, que danzan música diferente cada vez que
uno las lee. Cada una dice más a cada quien y no oculta la verdad
a nadie —aclaró el Inka mostrando con orgullo los tukapus de su
hermoso unku o especie de camisa sin mangas, en tono carmesí.
—Entiendo… —susurró el Papa—, pero no le hice cruzar
el mar para hablar de lo que dicen sus vestidos, sino…
—¿Sino…? —Interrumpió Atawallpa—. ¿por qué me hizo
cruzar el mar, encadenado?
—¿Es que no lo adivinas, apreciado Inkarey? Tú y yo sabe-
mos el por qué y la trascendencia de todo esto: después de milenios,
nuevamente un Papa y un Inka estamos frente a frente… —con-
tinuó hablando el Papa—. Y yo quiero saber cómo luce hoy el Edén
y… el Árbol de la Vida que tanto nos hizo rivalizar, el que conoci-
mos y disputamos hace tantísimo tiempo en ese gran continente, que
para nosotros era el Centro del Mundo, el Edén, el Paraíso del que
fuimos expulsados por ustedes, injustamente.
—¡Farsante! A ustedes los expulsaron por ociosos, mentirosos
y ladrones —respondió Atawallpa—. Sólo los Inkas amamos y cus-
todiamos la santa tierra, la Pachamama y sus sagradas reliquias;
por eso las conservamos. Ustedes no tienen la menor idea de lo que
significa amar al Paraíso que es todo este mundo. Pudren todo lo
que tocan… y un irreparable daño habrían hecho al asaltar el Árbol
de la Vida que nosotros hemos alimentado y conservado por milenios
y gracias al cual logramos el Sumaq Kawsay; la “Vida Plena” sobre
el planeta, y la inmortalidad de la cultura y la especie humana… si
ustedes hubieran profanado el Árbol de la Vida, ahora el planeta y
la vida estarían destruidos, no existirían más. Acaso ustedes no in-
ventaron, o ¿dicen que descubrieron el conocimiento del bien y del
mal? Ustedes “descubren” cosas que les conviene para apropiarse de
¡Allin Kawsay! 293

ellas y luego las usan para delinquir contra su propia especie. Qui-
sieron adueñarse de todo, como “únicos poseedores del bien”, ¿acaso
no se proclamaron los favoritos de su Dios, para luego desaparecer
a la Diosa Madre de la faz de los cielos? Pretendieron ser los dueños
de la vida y de la muerte, propietarios de los seres humanos, gue-
rreando y matando a media humanidad, tal como hasta ahora lo
practican. Por todo esto fueron confinados a esta pequeña península
fría que ahora llaman Europa…
—Hablas como si ya hubieras confrontado estas barbaridades
que me dices, con otros cristianos ¿o me equivoco…? — interrogó
el Papa.
—Ya sé lo suficiente del significado que le dieron ustedes, los
cristianos, a esas palabras e ideas, por las innumerables noches de
conversación y debate que tuve con Vicente Valverde y Hernando
de Soto —contestó Atawallpa.
—¿Y qué de Francisco Pizarro?, ¿no hablaste con él, acaso?
—Él es un pobre ignorante y de espíritu muy rudimenta-
rio… ¿qué podría haber indagado en un estropicio humano, tal
como es, ese miserable que quiere gobernar en un cementerio, en ese
panteón en que convertirá al Tawantinsuyu?
—¿Y te has enterado de dónde provienen tus más antiguos
antepasados?... Tal parece que, por la información que recibo, lo su-
cedido con tu infortunado hermano Waskar, legítimo Inkarey…, los
inkas hijos de Caín, no han variado sus costumbres fratricidas.
—¿Otra vez con eso? —masculló Atawallpa—. Tenía razón
Hernando Colón.
El inka acercándose más al Papa, lo miro fijamente y des-
mintió lo que dijeron los españoles, referente a la muerte de Waskar.
—Eso que dicen sobre la orden mía de matar a mi propio
hermano, es una vil calumnia. En mi pueblo solamente un mal na-
cido puede acusar a alguien de asesinar a su hermano.
294 Javier Lajo

—¿No crees que es causa suficiente para aplicar nuestra jus-


ticia? —levantó la voz el Papa.
—¿Justicia? o venganza… ¿Justicia? o carnicería… ¿Acaso
no contradice eso vuestra doctrina? Además, señor Papa, con la can-
tidad de gente que matan cada día, lo más probable es que ustedes
sean los verdaderos descendientes del Caín que cuenta su Biblia. Si
te explicara todo lo que me preguntas, dudo mucho que entenderías
el significado del “Árbol de la Vida”, del Santo Grial que buscan de-
sesperadamente y del “Paraíso” del que fueron echados. ¡Qué!…
¿Acaso no es el “Dios I” del pueblo Puquina, el tan buscado por tus
sacerdotes franciscanos, dominicos y jesuitas, que hablan de “I—do-
latría”?…
El inka caminó dos pasos, tratando de calmar su ímpetu, pero
no pudo. Si el Papa no había sido capaz de comprender y reconocer
los frutos de la Verdad del nuevo mundo, solo le quedaba lanzar sus
semillas hechas palabra, en la esperanza de que alguna hallase tierra
fértil en el espíritu árido y reseco de ese hombre que se decía repre-
sentante de Dios en la Tierra, y le dijo:
—¡Hay en ustedes tanto desequilibrio en su espíritu, que
han creado enfermedades del cuerpo y de la mente que nosotros
jamás conocimos y que ahora caminan junto a aquellos que enviaste
a mis tierras, sembrando pústulas en la piel de los hombres y mu-
jeres, deformando su mente, matando su corazón —dijo Atawa-
llpa— ¡Son tan ignorantes tú y tus enviados, tan escasos de mente
y de corazón que no pueden entender sobre el Paraíso y sus reli-
quias, y pudiendo recuperar su conocimiento y su custodia; en vez
de enviar hombres santos, has enviado hordas asesinas que lo des-
truirán todo!
—Hombres santos… ¿cómo quién? —preguntó el Papa, que
con verdadera astucia quería sonsacar hasta dónde sabía el inka.
Pero terminó sorprendido por su respuesta, en italiano:
¡Allin Kawsay! 295

Nelmezzo del cammin di nostra vita


miritrovai per una selva oscura
ché la dirittavia era smarrita.
—Y se lo repitió en español:
A mitad del viaje de nuestra vida
me encontré en una selva oscura,
por haberme apartado del camino recto.

—Hummmm… es Dante Aligheri, “La Divina Comedia”,


primer capítulo, primera frase… —aseveró el Papa—. ¿Cómo sabes
esto?...
—Me lo enseñó el padre Valverde —dijo el Inka—, él tenía
aquel libro. Allí también el Harawiq Dante escribe que Adán sabía
que el verdadero pero secreto nombre de Dios era “I”.
A estas alturas del debate, las imágenes en el cerebro del
Shanti transcurrían como en una película, y como si estuviera
viendo a Atawallpa como protagonista y héroe de una con-
tienda superior, el corazón del Shanti se henchía de emoción,
presintiendo que esa guerra verbal que presenciaba terminaría
con una victoria contundente del Inka.
Atawallpa respiró profundo para continuar hablando. Lo
que iba a revelar no solo removería las tripas del distinguido per-
sonaje que tenía enfrente, sino también el magma candente de los
Apus ocultos a los ojos de los hombres, aquellas montañas marinas
que permanecen sumergidas en los océanos del mundo, enlazando
los continentes en cadenas de volcanes palpitantes de vida.
—En ambos textos, Dante escribe sobre un “camino recto”;
como el que tenemos en el Tawantinsuyu y que llamamos Qhapaq
Ñan… —dijo el Inka—. Desde que fue construido por los antiguos
puquinas, lo usamos para rectificar el equilibrio del mundo, a través
de su eje, que Fray Vicente llamaba “axis mundi”, y componer las
296 Javier Lajo

estaciones y los climas sanos y estables que son el origen del Sumaq
Kawsay o de la vida plena… ¿Ese es el Dios que buscan combatir
y matar? ¿Ese es el Dios, al que los antiguos Hamuyiris, nuestros
maestros llamaron “I”, y que ustedes llaman “I—dolo”… al que us-
tedes intentan destruir?
El Papa no fue capaz de comprender la magnitud de aquella
revelación, y caminó dando las espaldas al Inka.
—¿De dónde crees, Papa, que el poeta Dante sacó estos datos?
—preguntó Atawallpa.
—¡Bah!… ¿Enviar hombres santos al nuevo mundo? —re-
accionó el Papa, destilando furia en cada palabra—. Hombres san-
tos les llamas a tus cómplices: Dante Aligheri, René de Anjou,
Leonardo Da Vinci y otros, todos Maestros de la “fede santa”, “fideli
da amore”, “prioratos secretos”; ¡sectas y guaridas de los Templarios!
¡Todos adoradores del demonio!... ¡Agentes infiltrados por ustedes
y por sus socios los Sufis del Islam, los Derviches de los turcos y hasta
los Cátaros occitanos! ¡Pero logramos descubrirlos y les dimos mere-
cido final! Eres hábil e inteligente Inkarey, supe que aprendiste muy
rápido el ajedrez y que les ganaste a todos los de esa sarta de inútiles
que enviamos a tus tierras. Pero a mí no me podrás ganar…
—¿Hacemos la prueba? —retrucó Atawallpa sonriente… y
agregó—: fueron tan estúpidos tus vasallos que para ocultar sus de-
bilidades, llamaron “rescate” a las ingentes cantidades de oro con
que todos, incluyéndolo a Pizarro cayeron bajo mi influencia y mi
poder; todos querían oro y yo les puse encima más oro del que podían
imaginar y soportar… solo Valverde se resistió, porque él, además
del oro, quería mi alma, y más aún, el alma de todos los inkas. ¡Si
no hubiera sido por Valverde todos tus enviados se hubieran postrado
como mis vasallos, solamente dos noches antes de mi secuestro!
—Supe que Fray Vicente te bautizó, ¿no es así?
—Y qué mal me pudo hacer un poco de agua en la cabeza,
¡Allin Kawsay! 297

además era tu prisionero, podía hacer de mí su voluntad. Los ritos


deben ser conscientes para ser efectivos, no pueden hacer nada contra
la voluntad de las personas —contestó el Inka.
—Fray Vicente nos informó que tu nombre cristiano es
“Juan”, ¿sabes por qué te bautizó así?...
El inka respondió: —Dejémonos de palabrerías. Fray Vi-
cente me contó casi todo. El “lugar del Preste Juan” es el lejano reino
que ustedes andan buscando, para perseguir a nuestros aliados los
Templarios, pues yo te digo que en mis tierras, están el “Centro del
Mundo”, el “Santo Grial”, el “árbol de la vida” y todas las demás
reliquias que ustedes han convertido en “ídolos” y que andan bus-
cando, por las que han depredado y matado a medio mundo. ¡Así,
nunca podrán conseguir el reino de su Dios en la Tierra, así se apo-
deren de esas sagrados objetos o “reliquias” que ustedes creen que les
van a dar poder sobre el mundo!... Lo único que conseguirán será
autodestruirse; la Pachamama castigará su soberbia y los borrará
de la faz del planeta.
—Y ahora, voy a pasar por alto sus impertinencias, señor In-
karey, porque entiendo que mi intérprete no es muy culto —dijo el
religioso, más sosegado—. Y mejor aún; voy a lo que me interesa…
pero antes sáqueme de la duda, es solo una curiosidad mía… ¿Por
qué sus “agentes”, aquí en Europa, esperaron tanto?, si ya tenían
conocimiento de todo lo que ha expuesto, incluso se habían infiltrado
en todos los reinos europeos y más allá en el oriente, y todos les de-
bíamos cantidades inimaginables de dinero en oro y plata, que se-
guramente ustedes les proporcionaban… ¿Por qué ustedes no
iniciaron la invasión militar, antes que nosotros lo hiciéramos con
Colón, Cortés y Pizarro? Los Templarios eran magníficos sacerdo-
tes—guerreros… ¿Qué les pasó?, ¿fue acaso un error de estrategia?
—Tal vez demoramos mucho, si es que hubiéramos sabido
vuestros arrestos bélicos, pero no estaba en nuestros planes la invasión
298 Javier Lajo

militar a Europa. Queríamos más bien asegurarnos y retornarlos a


ustedes a la humanidad…, a la verdadera humanidad, al equilibrio.
Entendimos que el “Unu pachakuti” que ustedes llaman “diluvio
universal”, les desató un proceso traumático, un pánico y a la vez
fobia desmedida contra la Pachamama, lo que los hace poseedores de
una furia incontenible contra las mujeres en general… pero esto las
hace amarlas mucho más porque deben procrear, y esta es su ardorosa
tortura y sanguinaria penitencia. En estas condiciones era imposible
cualquier convivencia. Nunca quisimos invadirlos ni someterlos, por
eso los desterramos a este continente pequeño y frío. Esperábamos sí,
el retorno furioso de ustedes, pero nunca tan temprano. Habíamos
introducido a través de nuestros aliados, los Templarios, un misterio
que les devolvería la cordura y el equilibrio, en forma de la Diosa
Madre, escondida en el mito sagrado del Santo Grial, pero ustedes
lo transformaron rápidamente en otra de sus ideas y pensamientos
contra—hechos, como es aquello de “la sangre de los reyes”, o “la mujer
del hijo de Dios”. El Santo Grial no sirvió de remedio, ni servirá
para sanar la enfermedad que les pudre el espíritu.
En ese punto álgido de aquella guerra verbal y verdadero
enfrentamiento psíquico en que se había tornado esta entre-
vista…. Teniendo al Shanti como mudo e invisible testigo, ob-
servaba bien los gestos nerviosos del Papa y su total
incomodidad, sobre todo cuando estos gestos fueron seguidos
de fuertes tics en el rostro descompuesto del obeso religioso.
—Hasta acá nomás —se dijo el Inka y comprendió que no
podía seguir presionando la enclenque psicología del Papa, pues éste
evadía todo entendimiento y parecía a punto de estallar si seguía
escuchando más develamientos. Lo mismo había pasado con Her-
nando Colón.
—Basta de charla —dijo el Papa—. Permitiré el retorno a
su reino y abogaré por su pueblo sí, y solo sí, me entrega el Santo
¡Allin Kawsay! 299

Grial y nos muestra aquel “Árbol de la Vida”. De lo contrario dejaré


libre albedrío a los conquistadores para que despojen a los inkas de
su reino, evangelicen a su pueblo y torturen y quemen a todos si es
necesario para que confiesen lo que queremos saber. ¡Haré que les
caiga la justicia de Dios!... ¡Sin piedad alguna!
—Y yo te propongo —retrucó el inka— que retires tus huestes
de mis tierras y en su lugar ingrese un grupo de escogidos para que
conozcan y aprendan por sí mismos lo que los inkas hemos logrado
para nuestros pueblos. Les mostraremos y enseñaremos la verdadera
riqueza de la vida plena, el poder de compartir, la piedad y el amor
a la Pachamama, todo lo que pueda ser compartido con el mundo
entero, la vida plena; nuestro Sumaq Kawsay, el mayor bienestar
para todos.
—¡Imposible! ¡No tentarás al Señor tu Dios, Inkarey, hijo
de Caín! La supremacía del mundo no puede ser compartida entre
Dios y el demonio. O me entregas esas reliquias o no hay trato.
—No podría entregártelas y aunque quisiera explicarte el
porqué, no lo entenderías. Ustedes los cristianos nunca comprendie-
ron la naturaleza de esas “reliquias” —fue la respuesta tajante del
inka.
—Bien, señor Inkarey. Le doy treinta y tres días, como la
edad que tenía nuestro señor Jesucristo cuando lo crucificaron, para
que lo piense bien. De lo contrario usted y su pueblo sufrirán las
consecuencias. Lo lamento de veras pero no soy el único responsable.
Hay mucha gente y muchos intereses detrás de esto. ¡Pero sobre todo
están los intereses de Dios y de su pueblo escogido!
El Shanti estaba más que desconcertado. Nunca se ima-
ginó la claridad y franqueza de aquel debate entre el Papa y el
Inkarey, sobre aquellos objetos misteriosos, como el Árbol de
la Vida o el Santo Grial; pero de lo que estaba seguro es que
los días del Inka estaban contados.
300 Javier Lajo

En la avalancha de imágenes que se precipitaban en la


mente del Shanti, vio pasar como un torbellino el tiempo del
encierro de Atawallpa. Supo que una dama celadora de origen
helvético lo visitaba con frecuencia, entendió que ella aprove-
chando su tarea de llevar los alimentos al Inca, en realidad que-
ría aprender su idioma y conocer sobre aquel “culto a la
Madre”, del que se decía que el Inka había mencionado y de
aquel reino llamado Tawantinsuyu.
El Shanti veía en su ensueño agónico imágenes clarí-
simas de la poderosa y noble mujer de unos 45 años, y cómo
pasaba de la curiosidad a la admiración y al enamoramiento;
percibió la perturbación de su ánimo y de su conducta, cada
vez que se encontraba en presencia del Inka y vio como él
mismo hijo del Sol conmovido por aquel afecto inesperado,
correspondía con ternura a los sentimientos de la monja. Y
así, el Shanti fue testigo de la preparación y realización de
la fuga secreta, guiado por su celadora y con la ayuda de
Hernando Colón y de sus colaboradores y amigos. Recor-
daba también el Shanti que la pareja fue protegida y alber-
gada en diversos parajes hasta llegar a Suiza donde vivía la
potentada familia de la enigmática mujer que amaba al Inka.
En secreto y con la ayuda de diversos contactos, Atawallpa
el Inkarrei, fue incorporado a la nobleza Helvética y en
forma secreta y anónima, con su sabiduría política, social y
sobre todo la sabiduría enigmática para el manejo del oro y
demás riquezas, y con sus prudentes consejos y recomenda-
ciones de estadista, las élites locales consolidaron la confe-
deración de los cuatro pueblos helvéticos en los Alpes, en
una geografía muy similar a los Andes, y con el emblema
de la cruz cuadrada o Tawa Paqha dentro de un círculo
blanco y sobre un campo rectangular rojo, tal y como es la
¡Allin Kawsay! 301

cruz de los confederados Suyu del Sol, unidos con el nombre


de Tawantinsuyu.
Tranquilizado por sus recuerdos el Shanti que para sus
verdugos no era más que un viejo agonizante vio en imágenes
vívidas todo aquello que le fue informado en la forma de Ha-
rawis. Le habían sido entregados así, estos relatos orales al
Shanti, cuando de niño sus maestros, los Hamuyiris puquinas
pasaban periódicamente por la Isla del Sol; los mismos que ve-
nían del Salar de Uyuni, territorio Chipaya, con rumbo a la
selva amazónica del norte pasando también por Cusco y
Madre de Dios. Durante años y poco a poco en la medida de
su instrucción, el último descendiente de la Panaka del gran
maestro Thunupa, había sido instruido en estas artes del re-
cuerdo o rememoración de datos históricos de gran significa-
ción para los pueblos del Tawantinsuyu.
Así, el Shanti, muy golpeado y agonizante aparentemente,
recordaba que Hernando, el hijo de Cristóbal Colón, acompañó
a Atawallpa y a su amante europea en sus aventuras, para refor-
zar y recrear la confederación de los cuatro puntos cardinales,
en pleno corazón de Europa. Posteriormente apoyó cuanto
pudo al Inkarey en sus intentos de regresar a su amado Tawan-
tinsuyu, y le fue leal hasta la muerte. Supo además que la noble
helvética tuvo con Atawallpa dos hijos, un varón y una mujer,
ambos de cabellera rubia o amarilla como el oro del Tawantin-
suyu, y que años después el Inkarey murió de tristeza mientras
dialogaba con un Apu o montaña nevada al pie de la cordillera
de los Alpes Suizos, a orillas del lago Leman, recordando a su
familia de Quito y del Cusco, y a sus Apus que esperaron inú-
tilmente su regreso en la lejana cordillera de los Andes...
En su trance febril que apenas duró una horas, pero que le
parecieron años, el viejo paqho recordó que el hijo de Cristóbal
302 Javier Lajo

Colón cumplió con extraer el corazón del cuerpo sin vida del
inka, convertirlo en ceniza, y enviarlo al Cusco, en un pequeño
cofre de bronce y en manos del tarpuntae que conociera Atawa-
llpa en La Rábida, portando un salvoconducto conseguido por
él y sus influencias en la corte de Carlos V. Ya en su tierra, el tar-
puntae cusqueño fue testigo de cómo fue el apocalipsis andino,
pero nunca fue tarde para transmitir las órdenes del inka con el
fin de implementar el Movimiento de la “Enfermedad de la Danza”
o Taki Onqoy. No en vano, antes de ser prisionero y secuestrado,
él había formado parte de la élite de los sacerdotes del Sol.
Recordó también el alucinado paqho en sus desvaríos, que
el mismo día en que Atawallpa moría, en una villa relativamente
cercana a Suiza, en Montmartre, Francia, surgía el primer grupo
europeo de hermanos y hermanas sacerdotes—guerreros “Amaro
Runa” o “Illawikuna”, adiestrados por el mismo Inka como cul-
tores de la sagrada cosmogonía del “Yanantinkuy”, y con una sola
misión: “recuperar y mantener el equilibrio del mundo”. Parale-
lamente y muy cerca de allí, nacía el embrión de la Compañía
de Jesús. Ambas instituciones tendrían marcado protagonismo
en la historia de los últimos Inkas de Willkapampa. En aquellos
años, también se logró oficializar el culto a la Virgen María,
madre de Jesús, en el llamado Concilio de Trento. Tras esa ima-
gen, un misterioso personaje e influyente sacerdote y de alto
puesto en la jerarquía católica, que tuvo el privilegio de ser ins-
truido por el Inka, pugnaba febrilmente por recuperar “oficialmente”
el culto a la misteriosa y clandestina Diosa Madre.
Finalmente, como ya dijimos antes, los recuerdos, sueños
o la imaginación mítica del Shanti, y que aceleradamente le
fluían en las difíciles condiciones de su situación de interro-
gado, torturado y en franco proceso de terminar allí su vida,
conforman otra historia… una muy singular y larga historia,
¡Allin Kawsay! 303

que, casi quinientos años después continúa personificada en


los guardianes de las reliquias principales de los Inkas en las
profundidades de la selva del Antisuyu, o en algún rincón de
los Andes cordilleranos, en donde el recuerdo del Inka Atawa-
llpa permanece vivo en el corazón de los hombres y mujeres
fieles a los Hijos del Sol, dispersos en miles de comunidades
andino—amazónicas invencibles que disolvieron su resistente
confederación, como gotas de aceite en un vaso lleno de agua
turbia y agitada, en espera que las condiciones del no—tiempo
se desactiven.
Y pensando, sentía el viejo Hamuyiri de la Isla del Sol que
la vida lo abandonaba. Esta verdadera historia de los derrota-
dos, pero nunca vencidos… sobrevivirá bajo el aroma de mitos
como el del Inkarey y de todas las leyendas de la resistencia de
los Ayllus y Panakas invencibles…pensaba. Luego… entre los
estertores de su agonía y con sus últimos hálitos repetía… el
Inkarey, el Inkarey… volverá.
Sin embargo, sólo una pequeña élite, como la que con-
forman el Shanti y sus maestros y discípulos sabrían que éste
episodio del choque de Caxamarka y sus entretelones, fue el
desenlace de un episodio más de una larga y milenaria con-
tienda psíquica y física de civilizaciones, que tampoco terminó
allí, sino que continúa, con protagonistas que a veces emergen
de la clandestinidad de un feroz sometimiento colonial, que ya
va durando poco más de 500 años. Protagonistas como el
mismo Shanti, un viejo y querido Paqho o curandero, habitante
y líder de las comunidades de la Isla del Sol en el lago Ttiti-
kaka, al cual le fue encomendada una noble misión y debido a
la cual había padecido la persecución y la tortura en manos de
la religión de los wiracochas cuyas motivaciones secretas en este
relato y en otros, poco a poco nos serán reveladas.
XXXII

La marcha continúa

Regresamos al Cusco y al Shanti con sus rememoracio-


nes, que yacía inmovilizado por la golpiza. ¿Agonizaba acaso?
repitiendo una y otra vez: ¡El Inkarey volverá!
La tortura aplicada por el representante del Opus Dei
ya no tenía mayor efecto sobre ese maltrecho cuerpo. As-
queado, el jesuita, testigo de la injusticia cometida contra el
Paqho, salió en busca del arzobispo con la esperanza de detener
al verdugo, pero este había salido de su despacho sin destino
conocido. Al retornar con las monjas dominicas al ambiente
convertido en sala de torturas, hallaron al Shanti tirado e in-
movilizado en el suelo, como un costal de papas.
—El viejo es una tumba, no soltó prenda —dijo el ver-
dugo—. Échenle un poco de agua para despertarlo.
Pero el Shanti no despertó a pesar de varios intentos por
revivirlo. Valeria, evaluó su estado y su tez canela palideció.
—No respira…, no tiene pulso… —dijo con temblor en
sus labios—. Está muerto… ¡Este hombre está muerto!
Esperaron unos minutos y el arzobispo retornó raudo,
intuyendo la desgracia. Buscó el pulso en la yugular del Shanti
y convencido de su muerte, montó en cólera. Tomó de las so-
lapas al representante del Opus Dei y le gritó:
306 Javier Lajo

—¡Te advertí que tuvieras cuidado, estúpido! ¡Este cu-


randero tiene muchos seguidores! ¡Ahora tendremos proble-
mas!, si esto trasciende al público te entregaré a la justicia y
negaré cualquier relación contigo y tu crimen.
—¡Es cierto! Tenía muchos seguidores, más que cual-
quier otro hereje. Pero muerto el perro, muerta la rabia;
muerto el brujo, “muertos” los aprendices. Ya me agradecerá
usted, después.
El arzobispo soltó al verdugo y volviéndose hacia el je-
suita y la religiosa, les ordenó:
—Sáquenlo de aquí cuando oscurezca. Que parezca un
asalto y que nadie los vea.
Todos allí estaban conmovidos ante lo sucedido; el ar-
zobispo temeroso de su reputación y por la probable reacción
violenta de los seguidores del Shanti, el religioso del Opus
Dei por no haber logrado su objetivo, el jesuita por su impo-
tencia frente a los hechos, y las monjas por la injusticia come-
tida. Pero Valeria estaba más que conmovida, no solo porque
sabía que las panakas perdían a su más grande líder espiritual
sino también porque, sin saber cómo, había nacido hacia él un
inmenso cariño desde que la primera vez que lo vio y escuchó
hablar; y al saberlo solo, sin su par sentimental, había nacido
en ella una ilusión casi adolescente, al punto de querer aban-
donar todo y seguir al Shanti.
El arzobispo y su verdugo se retiraron, y cuando la
puerta se cerró, Valeria sostuvo la cabeza del Qhapaq en su re-
gazo y lloró con entera libertad. Ella jamás había pensado trai-
cionarlo, y ahora, con mayor razón, se prometió continuar la
obra del Shanti con más empeño y fuerza, sin importar la re-
acción de la propia Iglesia.
—Shanti… Shanti… no pude evitarlo… —repetía la re-
¡Allin Kawsay! 307

ligiosa—. Perdóname, por favor… ¿Qué les diré a tus hijos, y


a los hermanos de las panakas…?
—Lo lamento mucho… —atinó a decir el jesuita—.
Debió morir a consecuencia de una hemorragia interna de-
bido a los golpes.
—¿Qué es lo que querían? —preguntó Valeria entre so-
llozos—. ¿Por qué tanto ensañamiento con él?
—Han pasado ya siglos de búsqueda del Santo Grial,
hermana. Y muchos creen que está oculto entre los templos y
wakas en esta parte del continente. Su búsqueda ha costado
la vida de sus posibles custodios desde que los españoles pi-
saron estas tierras, y seguirán muriendo muchos paqhos hasta
sacarles el secreto de su ubicación. El arzobispo juraba que el
Shanti sabía de su paradero e incluso sospechaba que lo lle-
vaba consigo. Pero su muerte no será en vano, Valeria. Pronto
se sabrá la verdad porque estamos viviendo la era del conoci-
miento que ha desplazado a la época de los secretos, del ocul-
tismo y la superchería.
—¡En las comunidades nunca hubo superchería! —le
aclaró Valeria, consternada—. Y tú, como jesuita deberías sa-
berlo. Te puedo asegurar que el conocimiento siempre estuvo
presente aquí…; un saber más grande que la religión y que toda
la ciencia conocida. La Qhapaqkuna, organización madre de los
Inkas, recuperaba periódicamente el equilibrio del mundo…,
tan solo con muchos corazones de los ayllus y panakas y la
fuerza de nuestros aliados los Apus... El Shanti nos lo dijo.
—Ya no hables más, Valeria —suplicó el jesuita—. No
quiero renegar de mi religión... Lástima que el mundo haya
perdido a un gran líder espiritual. Él estaba más cerca de Dios
que muchos que usan sotana y se sientan a escuchar en el con-
fesionario.
308 Javier Lajo

—Yo soy religiosa porque de esa manera puedo llevar


ayuda a mis hermanos indígenas más pobres, pero te juro que
cada día tengo más ganas de incendiar el Vaticano y con todos
sus patriarcas adentro…
—¡Silencio, hermana, silencio, que te pueden oír! Yo
también reniego de tanta injusticia, pero recuerda que el Papa
y los religiosos somos hombres, no dioses. Cometemos errores
como cualquiera.
—¿Y entonces, qué nos da autoridad espiritual?, ¿la so-
tana?, ¿el hábito? Si es así, los violadores y pedófilos religiosos
deberían recibir doble condena; una por el delito en sí y otra
por haber sacado ventaja y escudado en su imagen de conse-
jero y protector de los desamparados, para cometer sus fecho-
rías.
—Comprendo tu pena, Valeria, pero hay muchos reli-
giosos y religiosas que practicamos la caridad, y con verdadera
honestidad.
—¡Si existiera justicia, la caridad estaría de sobra! —le
increpó la religiosa.
El sacerdote se sintió golpeado por esa acusación. Ella
tenía razón, mucha razón, pero en un mundo tan desigual, la
caridad era mejor que nada. Arrodillándose cerca del Shanti,
trató de consolar a la religiosa que no dejaba de llorar.
—Este hombre estaba condenado a morir como un
héroe —le dijo—. Ese era su destino, como el de muchos otros
guías indígenas, temidos por la curia … y el Vaticano. Su sa-
biduría es veneno para la doctrina cristiana y lastimosamente
con su pútrido poder, lograron esta vez su objetivo…
Valeria intentó sobreponerse a sus sentimientos, pero se
sentía huérfana, tal y como se iban a sentir muchos hermanos
de las panakas y de tantas comunidades al enterarse de lo ocu-
¡Allin Kawsay! 309

rrido. Pero ella también se sentía culpable.


—No dejaremos a este hombre tirado en la calle como
un perro ——sentenció Valeria—. Lo llevaré con los suyos.
—Y yo te ayudaré, hermana Valeria—. Yo te ayudaré.
La religiosa lo miró, desconfiada. Apenas conocía al je-
suita.
—No soy seguidor de la “doctrina” de este hombre —le
dijo él—, a pesar de que la conozco en parte, tanto como la
conocen en el Vaticano. Pero sé que los Apus no son demonios,
sino ángeles y arcángeles… Simpatizo mucho con su sabiduría
porque soy mestizo cusqueño. Yo quería decirle al Shanti que
podemos trabajar juntos para este Pachakuti o transformación
de la humanidad; cada quien desde su “trinchera” como una
nueva religión integradora de Jesucristo y Pachamama, de
Padre y Madre... pero ya no será posible.
Esa noche se reunieron nuevamente las panakas pero
ya no para escuchar al maestro, sino para velarlo sobre una
chakana de palos a la usanza andina, tal y como dispuso el más
anciano de los Yupanqui. Afuera, el viento cantaba en su pro-
pia lengua un himno casi olvidado, un ayataki ancestral, per-
teneciente a los antiguos sacerdotes del Intiwasi...
—Nunca debimos dejarlo ir, nunca lo debimos dejar
solo… —lamentaban unos mientras chacchaban su tristeza en
la coca.
—Esos desgraciados se salieron con su gusto —renegó
otro—. Asesinaron a nuestro guía, pero no lograrán su come-
tido. Cobraremos más fuerza y lograremos culminar la tarea
del Shanti. ¡El retorno de los Qhapaq será una realidad!
De pronto, Arnawan llegó hasta el lugar. Había corrido
como loco al enterarse de lo ocurrido. Al ver el cuerpo inerte
de su padre, se quedó paralizado en el sitio, con una serenidad
310 Javier Lajo

que pocos comprendieron. Extrajo el q’epe que llevaba en sus


espaldas, cerró sus ojos y lo estrechó contra su pecho. Un diá-
logo silencioso, misterioso, pareció llevarse a cabo entre el
Shanti, él y la reliquia sagrada. Un juramento tal vez…, nadie
osó preguntar; todos guardaron silencio. El olor a incienso,
wiraqollas, conujas y otras yerbas aromáticas, se adueñó del es-
pacio y salió por los resquicios del tiempo hasta enlazar los
tres pachas…
Los cuatro ancianos observaron al Shanti por un mo-
mento y se retiraron a un rincón del salón, a discernir sobre la
misión que no se pudo concluir y otras cosas de vital impor-
tancia. Nadie escuchó lo que decían.
Intempestivamente, los gritos de Saraku hirieron al re-
cinto acostumbrado al silencio y la meditación. Apenas entró
al salón, buscó al Shanti y abrazó su cuerpo, llorando y recla-
mándole que regresara. Valeria la ayudó a reincorporarse y
trató de consolarla, pero la muchacha fue incapaz de serenarse;
seguía reclamando por su maestro:
—¡Ustedes lo dejaron solo! ¡Cobardes! ¿Dónde estaban
cuando lo mataron? ¿Bajo la cama o bajo las polleras de sus
madres? ¡Cobardes!
Pero nadie contestó a sus agravios. Todos allí entendían
su dolor y frustración. Solo se limitaron a contemplar sus
muestras de dolor y sus lágrimas que estremecieron hasta al
más valiente.
Pasada la media noche, Arnawan se retiró a una habi-
tación de la casa, sólo. Nadie supo si lloró esa interminable
noche o se mantuvo sereno, esperando el amanecer.
Al día siguiente, algunos jefes de las panakas, indigna-
dos, corrieron el rumor de una revuelta y motín para vengar
al Shanti. Valeria, al enterarse, corrió al recinto donde perma-
¡Allin Kawsay! 311

necía la mayoría de ellos velando al maestro y les suplicó que


no hicieran ninguna demostración de venganza, ni siquiera
alguna protesta pública, pues ello solo los expondría más ante
las autoridades alarmadas por la movilización indígena; y tam-
bién sería muestra ingenua de haber caído en la provocación
del Opus Dei.
Unos apoyaron lo dicho por Valeria y otros le refutaron,
hasta que, en plena discusión, Arnawan, acaparando la aten-
ción de todos, tomó la palabra:
—No sé qué decidan ustedes al respecto, pero por mi
parte voy a terminar la misión de mi padre —les dijo—. Lle-
varé personalmente su q’epe hasta su destino, marcharé yo
personalmente hasta el Paititi. Las revueltas abortivas están
demás, porque lo que se viene es algo inexorable: La Rebe-
lión Andina, que recuperará y compondrá el equilibrio de este
mundo.
Luego, mirando de reojo a Saraku, recalcó:
—¡Y lo haré solo!
La joven entendió que ya no quería más su compañía, y
bajó la mirada, sumamente compungida y desolada. El más
longevo de los ancianos, un paqho que se acercaba a los no-
venta años de edad, y ajeno al drama que vivía Saraku, dijo:
—Estamos de acuerdo, Arnawan. Eres tú el llamado a
continuar lo dejado por el Shanti. Te acompañaremos hasta
Ollantaytambo para que sigas por el camino Inka hasta
Machu Picchu. En el Templo de la Luna serás reconocido por
los que esperan la llegada del Shanti. Ellos sabrán qué hacer.
El tiempo apremia y deberás partir hoy mismo. Vestirás como
un porteador cualquiera, un carguyoc… Varios paqhos saldrán
del Cusco y por distintas direcciones para confundir a los per-
seguidores.
312 Javier Lajo

Arnawan aceptó su misión. Era lo menos que podía


hacer por el Shanti; convertir su vida en testimonio de todo
lo aprendido como su hijo y discípulo.
—¿Y qué pasará con… el cuerpo de mi padre? —pre-
guntó.
—Será enterrado en un lugar secreto; una waka donde
reposan otros sabios paqhos.
Mientras llegaban las flores púrpuras de alhelí, mezcla-
das con el encarnado de las flores de cantuta y pisonay para ser
colocadas a los pies del Shanti, Arnawan se despidió con un
beso en la frente de su padre y, tras realizar las últimas coor-
dinaciones con los ancianos, se retiró del lugar, sin mirar si-
quiera a Saraku. Ella, presa de una tremenda desolación,
caminó sola hacia el Qurikancha y se sentó en las gradas de
piedra que llevan a la puerta principal del templo. Ya no temía
por su seguridad aunque algunos miembros de las panakas
cumplían con vigilar a distancia prudencial. Mil cosas pasaron
por su mente: quedarse allí para apoyar a las panakas inkas;
volver con sus padres o simplemente llorar hasta morir de
pena... nada la consolaba. Allí estuvo por largo rato, mientras
los turistas abarrotaban el templo, indiferentes a la agonía de
aquella “gringuita”.
Al día siguiente, Arnawan fue conducido a Ollantay-
tambo, el santuario de las interminables escalinatas, la que hace
medio milenio se tornó fortaleza para resistir una feroz batalla
entre inkas y españoles con sus aliados indígenas y refuerzos
de otras naciones extranjeras. El lugar se mostraba ahora apa-
cible, visitado por cientos de turistas que no acababan de sor-
prenderse de la magnificencia del lugar ni de fotografiar la
imagen gigante de Thunupa, tallada en la roca más alta y cuyos
ojos se prestan a los efectos del sol en el amanecer para dar la
¡Allin Kawsay! 313

clara impresión de abrirse, con los primeros rayos de luz.


Al cruzar el puente sobre el río Urubamba, la comitiva al-
canzó el camino Inka que lleva a Machu Picchu. Arnawan se des-
pidió de sus custodios y marchó solo, llevando un peso descomunal
en la espalda, pero no por el material con que estaba hecha la re-
liquia en sí, sino por la enorme responsabilidad asumida. Sin em-
bargo, algo en ese objeto, codiciado por tantas personas, parecía
concederle la fuerza y el valor que necesitaba para cumplir su mi-
sión, pero nada ni nadie fue capaz de aliviar la tristeza que lo em-
bargaba por lo sucedido con su padre... y con Saraku.
“¿Habrá sufrido mucho mi padre? ¿Permitiré que ese
crimen se quede impune?”, se flagelaba sin querer. “¿Cómo
pudo ocurrir esto? Tan solo un par de días atrás yo era feliz,
tenía a mi lado a mi padre sabio y protector y el amor de una
linda chica, compañera de vida y socia en la empresa que lle-
vamos a cabo. ¿Qué más podía pedirle a la vida? Pero ahora…
estoy sólo en esta empresa, muy sólo…”
En esos momentos, la soledad que siempre había sido
una perfecta aliada para detenerse a pensar, meditar y escuchar
la voz del viento, el riachuelo y la piedra para rumiar el alma,
de pronto se tornó agresiva, desgarradora… Pero Arnawan no
podía darse el lujo de desmoronarse ante la adversidad. Debía
caminar tres o cuatro días más para alcanzar al fin la posada
más maravillosa hecha por la mano del hombre andino, sueño
de Pachacútec hecho realidad: el santuario de Machu Picchu. En
aquella travesía tenía además que hacer un alto en cada Waka
para cumplir con las ceremonias de conexión con ellas.
Las primeras horas fueron de total silencio interrum-
pido de cuando en cuando por el canto de las aves con el que
la Pachamama intentaba devolverle la paz al joven Qhapaq,
pero era inútil; el caminante apenas levantaba la vista para ver
314 Javier Lajo

el camino y volvía a bajarla hacia el suelo. La kamanchaka,


como tratando de mitigar su tristeza, mojaba su tez y luego
escurría como lágrimas en sus mejillas, o tal vez se confundía
con ellas..., los Apus no sabían decirlo.
Cuando escuchaba un ruido extraño entre los arbustos
o una sombra cubría sus espaldas, Arnawan tensaba los mús-
culos creyendo sentir la presencia de los k’arasiri y echaba
mano del machete corto que ocultaba entre sus ropas.
En un momento la niebla se apoderó del paisaje. Arna-
wan, que apenas podía ver a dos pasos frente a él, se desvió
del camino y cayó por un pequeño barranco. Cuando se re-
puso, un dolor agudo en el pie izquierdo le impidió pararse.
Esperó a que despejase la neblina para retomar el camino pero
no pudo apoyar el pie; entonces cogió una rama lo suficiente-
mente gruesa para usarla como bastón y trató de avanzar, te-
meroso de que una serpiente venenosa se cruzara por el lugar.
Lo sucedido le produjo un sentimiento de frustración que
trocó su tristeza, la más pesada de sus cargas, por ira.
—¡Camina, carajo! —se dijo a sí mismo—. ¡Demuestra
que eres un Qhapaq!
Maltrecho, logró subir la cuesta y alcanzar el camino.
Había perdido algunas cosas suyas en el precipicio, pero el
q’epe de su padre lo tenía tan sujeto a él, como su alma. Co-
jeando, la primera noche llegó al puesto de vigilancia, el lugar
indicado para pernoctar, aunque mucho más tarde de lo pla-
neado. El vigilante, al verlo herido, se ofreció a curarle el pie,
pero un nuevo temor se apoderó de Arnawan. “¿Y si el vigi-
lante es un espía? ¿Si me asesina mientras duermo?” pensaba
en silencio.
Curiosamente, el vigilante que le dio asilo en la caseta
de vigilancia, al verlo nervioso, se puso a cantar en quechua:
¡Allin Kawsay! 315

Quri ginti Takiy , taky Canta, canta, quri qinti


Takiyniki karuman chayachun que tu canto llegue lejos
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas
¡Ay, ay, ay!… ¡Ay, ay, ay!…
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas,
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas

Quri qinti paway, paway Vuela, vuela, quri qinti


rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas
rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas,
¡Ay, ay, ay! Ay, ay , ay
kusisqallaykim solo tu alegría…
kusisqallaykim solo tu alegría,
¡Ay, ay, ay!… ¡Ay, ay, ay!…
Kusisqallaykim solo tu alegría

Chayachun karuman takiyniki Que llegue lejos tu canto,


takiyniki waqachun takita que tu canto trine tanto,
rikcharichichun punchawta que despierte al Punchaw,
chay punchaw munayniki kachun que el Punchaw sea tu encanto
munayniki sunquyki kachun y el encanto sea tu corazón
¡Sumaq Kawsay, Sumaq Kawsay! ¡Sumaq Kawsay, Sumaq Kawsay!

Arnawan recordó cuando su padre, después de entonar


ese cántico, le aseguró que los Qhapaqkuna lo usaban para
identificarse, y que según la historia secreta de los Inkas, la
cantó un tarpuntae, cuando el Inka Atawallpa estaba preso en
una prisión de España donde ambos fueron confinados.
Recién entonces, el muchacho permitió al vigilante cu-
rarle el pie e intentar luego dormir para recuperar fuerzas. Sin
embargo, mil pesadillas lo asaltaron esa noche, casi siempre
316 Javier Lajo

creía perder su preciosa carga o que lo perseguían los k’arasiri,


y muchas veces despertó sobresaltado en la noche más oscura
de su vida. El haber perdido a su padre, guía y compañero de
aventura, significó un duro golpe para Arnawan, y la ausencia
de Saraku terminó por sumirlo en una gran depresión que no
podía vencer, aunque pretendía ignorar. Por un momento ya
no pudo distinguir cuál era su mayor pesadilla, si aquella con
la que soñaba en medio de la oscuridad de la noche, o la de la
vigilia al despertar y encontrarse solo y abandonado.
El Salkantay asomó con toda su magnificencia por el
horizonte a la mañana siguiente, y las orquídeas seducían a
los insectos para llevar su polen a otros campos, sin preocu-
parse por el futuro ni las dificultades que la vida les imponía.
Y ese mismo sol le devolvió a Arnawan el ímpetu, el espíritu
guerrero que siempre lo había caracterizado, y juró seguir ade-
lante, sea como sea, leal a la causa de los Qhapaqkuna.
El vigilante, sin embargo, le aconsejó quedarse un
tiempo más en el puesto de vigilancia, no solo hasta que bajase
totalmente la inflamación del pie, sino también porque la nie-
bla volvería a cubrir el camino, y sin un guía corría el riesgo
de perderse. Arnawan, obstinado, decidió partir a como diera
lugar. La única razón por la que ahora vivía era llevar el q’epe
a su destino, después… no sabía.
Al cabo de una hora de caminata, la kamanchaka se
adueñó del paisaje impidiéndole a Arnawan ver más allá de
dos pasos, y a las aves volar. Arnawan no podía distinguir el
camino y medía cada paso que daba. Para empeorarlo todo, el
pie dañado se inflamó más y el dolor ya casi le impedía el ca-
minar. Recién entonces comprendió que había errado al ig-
norar los consejos del hermano vigilante de la Qhapaqkuna.
Ahora estaba impedido de avanzar o retroceder y no podía
¡Allin Kawsay! 317

quedarse en el lugar y exponerse al frío, sin una carpa que lo


proteja. Entonces continuó avanzando como podía, tanteando
el camino, pero el dolor de su alma empezó a mermar la vo-
luntad de vivir, sumiéndolo en la desolación. ¡Cuánta falta le
hacía la compañía de su padre y más aún el calor y la voz de
Saraku.
Son estas condiciones extremas y difíciles en donde se
dan los elementos suficientes para que sucedan las cosas más
extrañas y alucinantes, tramadas tal vez, por los Apus, para que
la consciencia de los protagonistas caiga en la cuenta de que
lo maravilloso es también algo cotidiano y que la sincronici-
dad entre lo real y lo imaginario no es más continuo de lo que
comúnmente… imaginamos.
Aquí es donde al fin, Arnawan cae en el abismo donde
encuentra en lo más profundo de la selva vírgen, la vida en su
plenitud, en el placer extremo que le otorga una mujer ama-
zónica. Este el fue el comienzo de nuestra historia y es tam-
bién el comienzo de su final.
XXXIII
Retorno desde el
Uku Pacha

Arnawan observó a su alrededor, cerrando y abriendo sus


ojos, confundido. Miró la hora en su reloj digital, pero se dio
con la sorpresa de que habían transcurrido… cinco días desde
su estrepitosa caída por el precipicio, y no sabía ni recordaba
nada de lo qué le había ocurrido en todo ese tiempo.
El cielo estaba despejado pero no su mente. Solo recor-
daba que debió abandonar el Cusco mientras velaban a su
padre, que había sufrido la traición de su amada Saraku y que
sin embargo debía cumplir con la sagrada misión de llevar la
reliquia a su destino. Estaba claro que en su recorrido por el
camino Inka tenía un pie muy lastimado y luego había caído
al precipicio, pero luego… nada, no recordaba nada, sin em-
bargo habían pasado cinco días en la penumbra de su desme-
moriado recuerdo. Ahora su pie estaba completamente sano y
lo más importante: aún llevaba la preciosa carga que le confiara
su padre, el Shanti.
Por un momento creyó volverse loco, pero trató de cal-
marse, de relajarse, y de pronto llegaron a su mente vagos re-
cuerdos de un mundo en la espesura de la selva que parecía de
ensueño o encanto, con mujeres hermosas y exóticas… ¿las
Amazonas acaso? Las que le pudieron hacer olvidar ¿hasta la
320 Javier Lajo

sagrada misión de trasladar la reliquia en el q’epe del Shanti?


—¿Alucinación, desvarío… sueño o qué? —se pregun-
taba mientras trepaba la montaña hasta alcanzar el camino
Inka que va a Machu Picchu. Aceleró el paso mientras gruesas
gotas de sudor caían por su frente debido al esfuerzo y el calor
del sol. Caminó hasta caer la tarde y más de un cargayuk, amigo
de los paqhos lo vio pasar, saludándolo ceremoniosamente. De
cuando en cuando recordaba vagamente, como ensueños, a una
aldea de mujeres y el aroma de una de ellas, tan dulce, que le
dolía el corazón al tratar de precisar su recuerdo, el que le traía
un bienestar tan profundo, era un recuerdo tan hermoso como
el paisaje que tenía enfrente, inmenso de floresta y exuberan-
cia.
—Qué extraño sueño he tenido mientras estuve incons-
ciente —se dijo—, un placentero y muy extraño sueño.
Caminaba tratando de recordar su penumbrosa semana
perdido en la selva y en su inconsciencia. De pronto, una voz
conocida de mujer lo llamó…
—¡Arnawan!... ¡Arnawan!
Al voltear, reconoció a Valeria, sorprendiéndose mucho
con su presencia.
—Hola, Arnawan —lo saludó cuando estuvo frente a él,
pero éste se mostró desconfiado dándole las espaldas y apre-
tando el paso, pero ella insistió:
—¡Espera! ¡Tengo un encargo de tu padre!
Recién entonces se detuvo. La religiosa, vestida como
campesina y sin su hábito acostumbrado, se le acercó y, con una
voz que buscaba inspirar confianza, le dijo:
—Arnawan, soy Valeria.
—Lo sé. ¡Tú llevaste el cuerpo de mi padre al recinto de
las panakas! ¡Estuviste con él cuando lo torturaron y no sé
¡Allin Kawsay! 321

cuánto de responsabilidad tuviste en todo eso!


—Es cierto, Arnawan. Yo llevé su cuerpo al recinto de
las panakas pero no su cadáver.
—¿Cómo…? —levantó la voz, Arnawan—. ¡Qué demo-
nios quieres decir con eso!
—Que el Shanti no murió, mejor dicho ¡regresó! —le
dijo Valeria, sonriendo, y mirando hacia la floresta.
Como un aparecido, el Shanti salió caminando, vestido
como un porteador más de los muchos que recorren a diario
esa ruta.
—Estoy vivo, hijo —le dijo el Shanti—, solo me fui por
un momento—. ¡Ven, ven que quiero abrazarte!
Arnawan intentó acercarse pero sus piernas no le res-
pondían. Solo cuando su padre lo alcanzó y lo abrazó, se con-
venció de que en realidad él estaba vivo. Ambos se miraron y
rieron de felicidad, los abrazos continuaron hasta que Arnawan
rompió a llorar como un niño, descargando de esa manera toda
una montaña de sentimientos encontrados.
—Perdóname, hijito —le dijo—. Perdona por haberte
hecho pasar tan mal momento. En verdad fui golpeado en la
prefectura y pensé que no descansarían hasta matarme. En mi
desesperación recordé algo que practiqué con los tibetanos que
moran en el abra de La Raya, hace varios años. Y aunque con
mucho temor, logré bajar mi pulso cardiaco y todo mi meta-
bolismo al punto de hacerles creer que había muerto. Si no
fuera por Valeria, me hubieran echado lejos, quién sabe dónde.
Pero gracias a ella, los ancianos maestros me ayudaron a volver,
solo ellos se percataron de que yo estaba vivo.
—¡Pero entonces debieron haberme dicho lo que ocu-
rría! —reclamó Arnawan.
—Los maestros no estaban seguros si lograrían resuci-
322 Javier Lajo

tarme del todo, si me quedaría en estado de coma o si moriría.


Es la primera vez que me atreví a hacer esto, solo. Pero el q’epe
con la reliquia sagrada tenía que llegar a su destino, por eso se
mantuvieron callados, y no solo para evitar que ustedes se pa-
ralizaran en el sitio, sino también para que el enemigo, creyén-
dome muerto, dejase de buscarme.
—Pero volviste, tayta —dijo Arnawan, aún con lágrimas
en los ojos.
—Así es. Logré recuperarme aunque no del todo. Aún
me duele el cuerpo por la golpiza que recibí de ese supay del
Opus Dei.
Luego, el Shanti retomó su q’epe. Arnawan liberó un sus-
piro largamente contenido. No solo estaba feliz de tener nue-
vamente a su padre, sino también de poder retornarle la
responsabilidad de conducir la preciosa reliquia a su destino,
la misma que le había puesto los pelos de punta más de una
vez. Más calmado, se acercó a Valeria, tomó sus manos entre
las suyas y le dijo:
—Gracias, Valeria, por rescatar a mi padre. Al parecer,
la historia se repite.
—¿Qué historia?
—Atawallpa fue rescatado de su prisión en Roma por
una mujer que se interesó mucho por sus enseñanzas.
—¿Atawallpa en Roma…? ¿De dónde sacaste semejante
ocurrencia?
—Ya te contaré en el camino, Valeria —se adelantó el
Shanti—. Es una historia que muy pocos conocen. Una historia
triste y romántica a la vez… Aquella mujer, una noble Suiza, ter-
minó amando al Inka, con un amor que perduró hasta su muerte.
Arnawan, sin percatarse de lo que su padre le insinuaba
a Valeria, con aquella historia de amor entre el Inka Atawallpa
¡Allin Kawsay! 323

y la mujer servidora del Papa, creyó conveniente hablarle de lo


ocurrido con Saraku.
—Tayta… hay algo más que debo decirte —se confió
Arnawan—; es sobre Saraku.
—Lo sé, hijo. Lo sé todo, ella misma me lo contó y creo
que te precipitaste al tomar una determinación sin haberla es-
cuchado siquiera. Fue apresurado de tu parte. Un Paqho alto-
misayoc, no puede dejarse arrastrar por los celos.
—Sí… lo sé, pero ya es tarde. No sé dónde pueda estar.
Tengo un deseo inmenso de correr a su encuentro y abrazarla.
—Bueno, hijo. Hay deseos que pronto se hacen realidad
—musitó el Shanti— Nunca es tarde para enmendar errores.
Luego me contarás dónde estuviste estos cinco días.
—¿Cinco días…? —preguntó Arnawan para quien el
tiempo no había transcurrido desde que cayera al precipicio.
Pero antes de esclarecer lo ocurrido, el Shanti señaló con
el rostro sonriente a la floresta de donde momentos antes él
mismo se apareció… y alzando la voz dijo:
—¡Hija, ya puedes venir!
Era Saraku saliendo sonriente de entre los árboles, lo
que desató en el joven una emoción indescriptible. El Shanti
creyó pertinente dejarlos solos por un momento, mientras se
retiraba llevándose a Valeria.
—Qué guapo te vez con ese poncho y sombrero tan co-
loridos —le dijo Saraku a Arnawan.
—No puedo decir lo mismo de ti, con ese traje de turista
desubicada que llevas puesto —le respondió Arnawan, son-
riendo—. Eres más linda con polleras, chaleco y montera...
¡Mentira, Saraku, ahora te veo más linda que nunca! ¡Verda-
deramente linda!
El Shanti y Valeria observaron con satisfacción a los mu-
324 Javier Lajo

chachos abrazarse y besarse sin mediar explicaciones. Cuando


sentimientos como el munay, waylluy y khuyay se funden en
uno solo, las palabras salen sobrando y resulta imposible per-
manecer lejos uno del otro, como imposible es detener el cauce
de un río creciente bajo la lluvia...
Saraku, luego de lamentar lo sucedido, en las puertas del
Qurikancha aquella vez, había tomado la decisión de volver con
las panakas, convencida de que no había otro camino por re-
correr en su vida. Por su parte, el Shanti, luego de la última ex-
periencia sufrida, sintió que en verdad había vuelto a nacer, y
eso despertó en él las ganas de vivir con mayor alegría, de re-
cuperar lo que había venido postergando tanto tiempo.
“Así es, pues” pensó mientras contemplaba a Valeria, “el
amor recíproco es la fuerza más poderosa del mundo, el munay
la fuerza vital del cosmos... lo que siento por Valeria, es lo más
cercano al poder de la sagrada reliquia.”
Y dejándose llevar por la alegría del momento, tomó de
la mano a Valeria y comprobó que ella también quería dejar
atrás una historia de tristezas y amarguras, la que había tratado
inútilmente de superar en el convento. Ella respondió con una
sonrisa a la propuesta del Shanti.
—Perdóname —le dijo el Shanti—. Yo sé que eres una
monjita y no tengo derecho a alterar una vida de oración y re-
cogimiento…
—Soy religiosa pero no fanática, querido Shanti —se
adelantó ella—. Conocí a un curita español muy guapo y que
tenía obsesión por las religiosas dominicas. Y yo, de vez en
cuando dejaba que me absuelva de mis pecados... a su estilo.
El Shanti soltó una carcajada que sacudió las ramas de
los árboles espantando a los jilgueros y loros. Luego, volvió a
la seriedad del momento.
¡Allin Kawsay! 325

—No sé si volveré —murmuró, tras liberar un suspiro—,


pero mi corazón tiene un nuevo brío para completar mi misión;
y se llama Valeria. Saberme correspondido me hace feliz; com-
pleto… Sol y Luna, yanantin.
—Algo me dice que volverás, Shanti, y yo te estaré es-
perando. Ya no serás más un ch’ulla. Ja ja ja.
XXXIV
El tiempo mal calculado,
el plazo mal deinido

El Shanti no sabía qué le deparaba la vida al llegar al


Templo de la Luna. Ese instante, miró hacia la ruta que con-
ducía a Machu Picchu, con cierta nostalgia, y dejó que su ima-
ginación volara. Se vislumbró a sí mismo, compartiendo una
vida con Valeria en una casita al estilo andino a orillas del Tti-
tikaka, pero pronto “bajó a tierra”; no era su derecho pensar en
su propia felicidad si demasiada gente dependía de su éxito o
fracaso en la misión que le fue encomendada. Su futuro era in-
cierto y era mejor dejar que los Apus discernieran entre ellos.
—¿Qué te sucedió? —le preguntó Saraku a Arnawan—
. Te hemos buscado estos cinco últimos días.
—Yo… me lastimé el pie. Un vigilante me condujo a su
vivienda —improvisó la respuesta, Arnawan—, y debí esperar
varios días para recuperarme.
—Qué extraño. Preguntamos a todos los cargayuk que
hallábamos y nadie supo decirnos. Pero no importa; ahora es-
tamos juntos otra vez.
En eso, Saraku descubrió algo que no había visto antes
en la muñeca de Arnawan.
—Qué bonita y qué delicada tu pulsera —le dijo—. ¿De
dónde la sacaste?
328 Javier Lajo

Arnawan se quedó en una pieza. Recién se percataba del


detalle en su muñeca. Una serie de recuerdos ametrallaron su
mente; recuerdos sucesivos pero vagos. Juraba que todo aquello
lo había soñado pero de pronto empezó a dudar. Se puso pálido
y luego morado.
—¿Qué te sucede? ¿Te encuentras bien? —se preocupó
Saraku.
—Sí. Por supuesto que estoy bien. Me… encontré esta
pulsera… en el camino, no tiene importancia.
Apenas pudo encontrarse con su padre a solas, Arnawan
le confió aquello que martillaba su mente. En voz baja le contó
lo que creía haber soñado cuando cayó por el precipicio, aun-
que apenas podía recordarlo.
—¡Por las polleras de mi abuelita! —exclamó el
Shanti—. Eso explica tu ausencia por cinco días.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Es que en verdad gocé…
digo, pasé todo eso?
—Que no te extrañe nada, hijo —le contestó el Shanti—.
Si esas mujeres vienen de las sacerdotisas que se perdieron en la
selva, te dieron algo para que olvidaras lo vivido. En estos mo-
mentos ya deben haber abandonado la aldea para esconderse selva
adentro. Pero, no me has contado si alguna de ellas te sedujo, solo
dices que las encontraste muy bellas y atractivas, sobre todo a una
de ellas, dime ¿cómo se llamaba la que te puso esa pulsera tan
linda?
—Shinanya…, se llama… Shinanya —recordó Arnawan,
preso de una sensación ardiente que le brotaba como un volcán
en actividad. Y quedó en profundo silencio, cerró sus ojos y
frunció el ceño tratando de recordar todo lo ocurrido en los
días que estuvo perdido y sobre todo sus noches. El Shanti, en
cambio, lo dio por hecho:
¡Allin Kawsay! 329

—¡Ay, madre santa! Creo que su reina consiguió lo que


buscaba; voy a ser abuelo.
—¿Quéeeeee?
—Olvídalo todo, hijo. Es mejor así —cerró el capítulo
el Shanti, sentenciando: Las cosas que son tuyas y para ti, re-
gresan a tu lado, así las arrojes y las eches muy lejos de ti.
—Pero…
Ya no se pudo continuar la conversación. Saraku y Vale-
ria volvían a reunirse con ellos. La caminata se reanudó. Algu-
nos recuerdos asaltaron a Arnawan, a pesar de todo; las
palabras de la sacerdotisa cuando le aseguró que su padre lo
buscaba, es decir, que ella sabía que el Shanti no estaba muerto.
Pero era mejor no torturarse más. Ya habría tiempo para des-
menuzar esa historia.
Tras cruzar un pequeño puente, el pequeño grupo al-
canzó un bosque nuboso que los condujo al paraje más alto y
frígido de la ruta, el abra de Warmihuañusca sobre los cuatro
mil doscientos metros sobre el nivel del mar. El paisaje iba
cambiando sus vestiduras desde el verde arbóreo hasta el ama-
rillento grisáceo propio de algunas gramíneas de las alturas.
De pronto el cielo se despejó, recompensando a los caminantes
con una impresionante vista de los Apus nevados Ausangate,
Salqantay y Willkaweke. Allí realizaron una pequeña pero sus-
tanciosa ceremonia a las montañas tutelares y a aquellas que
sostenían el camino por donde marchaban.
Y mientras el ritual se llevaba a cabo, los peregrinos mi-
raban el paisaje con los ojos de aquellos que construyeron el
camino Inka; un paisaje que inspira respeto y devuelve al ser
humano la humildad con que está hecha la hierba del campo,
un paisaje donde el soplido del viento se torna aullido, donde
no hay lugar para la soberbia a pesar de tocar el cielo con las
330 Javier Lajo

manos…, y donde el lenguaje que nos acerca a los Apus neva-


dos es el aliento sobre las hojas de coca y la contemplación si-
lenciosa…
Luego descendieron por el camino sinuoso hasta alcan-
zar un pequeño valle donde almorzaron algo tarde, riendo y
bromeando entre ellos. Saraku, recordando, les comentó que
había leído un libro acerca de la presunta muerte de Jesús
Cristo en la cruz, y que no había sido tal cual lo dice la Biblia,
sino que en realidad había hecho lo mismo que el Shanti para
hacer creer que había fallecido. De cómo los ungüentos con
que frotaron su cuerpo las mujeres, eran cicatrizantes de heri-
das, y no untos para cadáveres. Que la cripta donde fue depo-
sitado Jesús estaba ubicada, a propósito, en el huerto de José
de Arimatea, un conocido líder de la secta secreta de los ese-
nios, quien más tarde lo rescató y lo ayudó en su recuperación,
y que tiempo después, el Cristo de Jerusalén viajó a Cachemira,
en la India, donde volvió a sus prédicas, hasta bien entrada la
ancianidad.
—Claro, es algo que los yogis y avatares más entrenados
suelen lograr —aclaró el Shanti—, yo nunca lo hice hasta
ahora que lo necesité.
Valeria aprovechó el relato para pedirle algo:
—Espero que tú y tu propósito hagan justicia a las mu-
jeres; que transforme esa imagen patriarcal de Dios que tanto
daño nos hace, que el mundo occidental acabe de una vez con
la minusvalía contra la mujer y la Tierra.
—Así será, Valeria. Así será, porque no lo haremos solos,
tendremos muchos aliados... y no olvides de decirle al hermano
jesuita Juan Carlos Morales, el que te ayudó en el Cusco, que es
cierto; cada quien debe trabajar duro por este gran pachakuti, cada
uno desde su “trinchera”. Ustedes deberán estar atentos a su labor.
¡Allin Kawsay! 331

El brillo delatador en los ojos de la dominica cada vez


que miraba al Shanti, fue percibido claramente por Saraku,
la que sonriendo para sus adentros, juró que haría todo lo po-
sible para unirlos. A pesar de que el solitario Shanti se acer-
caba a los setenta años, nada le impedía volver a gozar de la
compañía de una mujer. A propósito, Saraku preguntó a Ar-
nawan:
—Entonces… ¿ya me perdonaste el no haberte confiado
que tenía un novio?
—¿Qué tenías? o… que tienes novio.
—Tonto…, mi único “novio tonto”, ahora eres tú. Y qué
pues, ¿me has perdonado, o no? ¡Novio tonto! — Saraku estaba
seriamente enfadada, pero felíz.
—Nooo… lo que quiero decir es que no debemos pedir
perdón, Saraku. El maestro Thunupa decía: o aprendemos a
pedir perdón y ser perdonados o aprendemos a rectificarnos…
un pequeño detalle, pero una gran diferencia ¿no?
—Bien. Ahora explícame...
Valeria miró sorprendida al Shanti. Este sonrió, satisfe-
cho por todo lo que su hijo sabía. Ya era todo un maestro.
—Solamente al que se le ha acabado el tiempo —en caso
de muerte— se le puede ocurrir pedir perdón porque ya no
puede rectificarse —continuó Arnawan—, porque al que es
dueño de su tiempo, es decir al que tiene tiempo o sigue vi-
viendo, el perdón no le sirve de nada, pues solo tiene que rec-
tificarse. Nada le impide rectificarse y terminar bien lo que
hizo mal, o no terminó de hacer. Pero también tiene que ver
en esto el modelo que se tiene para hacer las cosas bien o mal.
Un día de estos te explicaré en extenso que quiere decir esto
del “tiempo mal calculado”, “el plazo mal definido” y “el bien y el
mal absolutos, como modelos imposibles de realizar”, al que se re-
332 Javier Lajo

fiere el Shanti sobre los ch’ullas cristianos, musulmanes, judíos


y otros monomaniáticos o monotéicos.
—Pero nunca estará demás decir: “siento mucho el haber
errado”, siempre y cuando se enmiende el error.
—Humm…, eso no sirve de nada. Primero es la en-
mienda realizada; hecha, la rectificación hecha realidad, los gol-
pes de pecho no tienen ningún objeto. Hacerlo al contrario, es
como poner el parche antes de la herida… El Shanti dice: El
error o pecado no existe, lo que existe son tareas o proyectos que no
se comienzan, o una vez comenzados, no se terminan. Lo que “ha-
cemos” los Qhapaq lo hacemos al servicio del Wiñaypacha, hacemos
cosas para la eternidad, espléndidamente
—Un momento —replicó Saraku—, explícame ahora…
si “el bien y el mal” no existen como dice el Shanti, ¿cómo ten-
dremos que manejar la ética o la moral?, ¿cómo se maneja esto
en el mundo andino?
—Eso no es tan simple, sobre todo cuando los cristianos
han hecho del bien y del mal generalizaciones absurdas, repre-
sentan una “falsa paridad” que en realidad no existe porque una
niega a la otra, no hay equilibrio posible entre las dos; tu ni
nadie puede encontrar una proporcionalidad o complementa-
riedad entre ambas. Eso mismo sucede entre todos los valores
monomaniacos que occidente tiene que polarizar “dualizán-
dolos”. Fíjate Saraku —dijo Arnawan, esforzándose por expli-
carle a través de metáforas—: Lo que pasa es que los curas y
monjas cristianos te dicen que “el mal está en tu cuerpo”, pero
como la teoría dice que al cuerpo lo mueve el alma y el alma
es la parte de Dios que está en ti, entonces esa parte no puede
ser el origen o la responsable del mal, así que inventaron “el
espíritu”, que es la parte incorruptible del alma….. ¡Tonterías
para dividir tu interior!
¡Allin Kawsay! 333

—Valeria, que también escuchaba, levantó una ceja, ex-


trañada.
—¿Y…? —preguntó Saraku.
—Bueno —continuó Arnawan—. Entonces cuando te
han convencido de que “hay mal” en ti, dudas de ti misma y
quieres intervenir en ti... De eso se aprovechan los curas y
monjas para desdoblarte y tratar de manejar con la religión la
parte de “bien” o de “buena” que ellos mismos te señalan con
sus códigos o “mandamientos”... y así mismo, que debes apren-
der “la psicomaquía”, es decir aprender a “torear hasta matar a
la bestia que hay en ti”… ja ja ja
—Eso es enseñar la ridiculez de “reprimir” tus instintos,
en lugar de canalizarlos o aprender a conducirlos —expreso
Saraku.
—No todas las monjas han hecho eso —interrumpió
Valeria.
—Bueno, bueno. Con algunas excepciones como Valeria
—aclaró Arnawan, pero luego se dio cuenta de algo, y dirigién-
dose a la religiosa, preguntó:
—Y ¿cómo diablos hiciste para no perder el alma andina
mientras profesabas la religión cristiana, al mismo tiempo?
—Esa, mi querido Arnawan, es una historia que te con-
taré algún día. Hay algunas coincidencias andino—cristianas
que serían interesantes para ti conocerlas, pero otro día, porque
hoy eres tú el maestro. Continúa hablando que Saraku espera
respuestas… y no es aconsejable para un varoncito hacer espe-
rar a una mujer ansiosa.
—¡Minuto, minuto! —Alertó el Shanti—. Recojamos
todo que debemos continuar andando o la noche nos agarrará
caminando al borde de algún precipicio.
En un abrir y cerrar de ojos, las cosas estuvieron en su
334 Javier Lajo

lugar y, cada quien con su q’epe a la espalda, retomó el sendero.


Los colibríes se cruzaban sobre ellos y a veces se detenían
en pleno vuelo para observar a los caminantes. Las pequeñas
aves competían en belleza por sus colores iridiscentes. Una en
especial se posó en el aire, batiendo sus alas frente a ellos, tan
grande como la especie Patagona gigas pero muy diferente en
el color de su plumaje. Era negro con reflejos azules, y en sus
alas, pecho y cola unas bandas doradas, que lo hacían único en
su género.
El espécimen, luego de observar a los peregrinos y dar
vueltas en torno a ellos, se marchó raudo. El Shanti se puso
más contento que nunca. Para él, la Pachamama o Madre Na-
turaleza tiene formas simpáticas de comunicar sus mensajes a
los que están a tono, ritmo y compás, con ella. El colibrí dorado
tenía especial significancia para los Inkas.
—¿Y?… ¿y?, ¿y? — insistía ansiosa, Saraku, reclamando
por las respuestas truncas de Arnawan. Y éste continuó con su
explicación, mientras caminaban a paso descansado:
—Te decía que, como los monoteicos manejan la reli-
gión… una vez que estás como “desdoblada” ya estás frita...
porque desde allí te manejarán, te dominarán... estarás inse-
gura; porque en el arte de la psicomaquia ellos son los maestros y
saben manejar a “la bestia” con sus principales herramientas que
son la represión de los instintos —como tu bien lo señalaste— y el
manejo del miedo o terror.
—Esa bendita razón… siempre temerosa y reprimida —
murmuró Saraku.
—Por eso, lo que debemos evitar es desdoblarnos, no
“crear dobles” o “pilotos” de uno mismo. Eso de buscar “el yo
mismo” es una trampa porque se cae en la expectativa del
“súper-yo”, o “cuerpo de principios” o “moral” artificial, que te
¡Allin Kawsay! 335

la imponen, esas religiones imparitarias o ch’ullas, con una serie


de valores y mandamientos que al final constituyen, como una
especie de fotografía arreglada “rígida y estática” de ti misma y
que debes re-tener en tu memoria, como una foto que debes
guardar para recordarla cuando “dudes de ti” o cuando “vayas
a pecar”. Y eso, es el inicio de la locura: creer que tu “yo” puedes
tenerlo presente para usarlo como si fuera “tu parte buena”. Eso
significa tener una idea fija de ti misma y toda idea fija es una
locura…, el inicio de la locura monoteica… “lo-cura” viene de
“locus” que significa “fijo”, localizado. Sobre esto último, el
Shanti dice que se valen de un arte de los reyes cazadores eu-
ropeos que usan esas aves de rapiña en sus correrías, que es el
de la “cetrería” sobre el género humano, para dominarlo y usarlo
como lo han hecho con esas pobres aves; para “fijarlas”, domes-
ticarlas y manipularlas, esas aves cazadoras, que son los anima-
les más libres… ¡porque vuelan!
—¿Todo eso lo aprendiste del Shanti? —preguntó Va-
leria.
—Pues sí, aunque a veces con palabras algo más sofisti-
cadas y otras veces con palabras más simples. Él me enseñó a
leer filosofías foráneas para comparar con el pensamiento an-
dino, sustraer lo mejor de ellas y denunciar lo que envenena y
destruye nuestra consciencia natural.
—Digo… —dudó Saraku—, ¿no hubiera sido más sim-
ple responderme: “acepto tus disculpas Saraku”, que soltarme
todo ese rollo?
—Ja ja ja… —rieron, y Arnawan siguió con las bro-
mas—: Y no hay que olvidarse de la monja impenitente con el
cura confesor, que le hace pecar todas las noches, porque sabe
que la puede perdonar al día siguiente… ja ja ja —Y Valería
puso una cara adusta de “yo no fui”.
336 Javier Lajo

Y todos rieron a más no poder, y sus risas se perdieron


en los precipicios. En esos momentos parecían ser los únicos
seres humanos sobre el mundo, con las nubes bajo sus pies, y
rodeados de la inmensa floresta llena de vida.
De pronto, Valeria miró hacia el bosque y observó algo
que la dejó perpleja.
—¡Por Jesús y la Magdalena…! ¿Quiénes son esos… gi-
gantes?
Al levantar la vista, el Shanti y los muchachos recono-
cieron a los paqhopakuris que los saludaban con las manos en
alto, y que al parecer marchaban vigilantes por un camino pa-
ralelo al de ellos, pero entre la floresta.
—Ahhh… son unos viejos y pacíficos amigos —respon-
dió el maestro.
—¿Me vas a decir que los conoces…?
—Sí. Los vimos una vez —dijo Saraku— y de cerca, son
los hermosos Paqhopakuris.
—¡Oh, mi Dios! —exclamó Valeria que apenas podía
creer lo que veía— Y pensar que mis abuelos me hablaron de
ellos, pero nunca los creí posibles ni reales…
Los enormes y nobles personajes volvieron a desaparecer
entre la espesura de la vegetación y del misterio nuboso de la
kamanchaka.
—En verdad, esto es increíble —agregó Saraku, quien
se sentía secuestrada al mundo de los seres feéricos o maravillas
del “más allá”—. No sé si mis padres me crean cuando les
cuente toda esta locura... felizmente que es una locura de un
mundo alegre, porque la locura del mundo triste de antes, no
la quiero ni recordar.
—Esa es una buena definición de nuestro mundo —dijo
el Shanti.
¡Allin Kawsay! 337

—Sí —contestó Valeria—, un mundo de locos alegres.


—Ja ja ja — todos rieron hasta más no poder.
—Yo lo he visto y no lo creo —agregó Valeria refirién-
dose a la presencia de los Paqhopakuris—. No lo puedo creer…
debo estar soñando.
—Entonces ni se te ocurra despertar —bromeó el
Shanti.
—No, no quiero despertar, y menos si tú no vas a estar a
mi lado… —le respondió susurrandole al oído del Shanti—.
Hoy solo quiero vivir el Kay Pacha.
XXXV
El arte de la cetrería
divina

Cuando oscurecía, eran los únicos caminantes de la Ruta


Inka, hasta que llegaron al lugar llamado Pacaymayo, cerca de
un pequeño lago. Un porteador verdadero, chaski al servicio de
las Panakas del Cusco, les esperaba con un par de carpas ar-
madas y una rica y nutritiva cena andina ya preparada.
—Los wawquis de las panakas hicieron bien su trabajo,
¿no es así? —comentó Arnawan, refiriéndose a la oportuna
ayuda del porteador, el que respondió a tal cumplido levan-
tando la mano y chocándola con la de Arnawan, al estilo de
los negros de Harlem.
—Así parece —respondió el Shanti—. Pensaron en
todo.
La noche transcurria serena y silenciosa… —Me siento
feliz… —murmuró Valeria, en la simpleza de sus comentarios.
—Arnawan, ¿Y… qué dicen lo paqhos acerca de la “lo-
cura alegre” del mundo andino? —preguntó Saraku, acurru-
cada en los brazos de su amante, antes de dormir, como
buscando un tierno arrullo.
Arnawan, al sentir nuevamente la tibieza del cuerpo de
Saraku junto al suyo, extravió su mente por un instante entre
el limbo de los sueños enredados, mezclados con la realidad
340 Javier Lajo

que como un frágil cristal no permitía distinguir lo real de lo


imaginado. Pensó en la mujer que le había regalado momentos
inolvidables de pasión desenfrenada, sin pedir nada a cambio;
algo que cualquier varón desearía, pero que para él trascendía
inexorablemente. Y pensó: “¿Quién era esa mujer que marcó
mi vida para siempre? ¿Volveré a verla algún día? ¿Saraku com-
prenderá lo ocurrido?”.
—Arnawan… ¿me has escuchado? —murmuró Saraku.
—Sí, mi amor, pero primero responde tú. ¿Qué pasaría
si el ave se detiene en el aire?, ¿o si algo detiene al ave en su
vuelo? —respondió Arnawan, dejando de lado, por el mo-
mento, el intenso y placentero recuerdo de aquella mujer inol-
vidable.
—¿Hummmm…?
Y ante la cara incrédula que puso Saraku, Arnawan se
esforzó en la explicación.
—Te pondré el ejemplo más sencillo —dijo—: cuando
estás en bicicleta y te detienes abruptamente... ¿qué pasa?
—Pero uno nunca se detiene abruptamente…
—Pero imagínate pues; ¿qué pasaría...?
—Lo que pasaría es que ¡me caigo de la bicicleta pues…
!
—¡Eso! Te caes pues.
—Ja ja ja ¿y…?
—Eso mismo... no puedes detener el tiempo porque tu
espíritu viaja en él. Si lo intentas... te caes, te enfermas del es-
píritu, porque el espíritu, el ajayu, —como dice el Shanti—, “es
un ave que vuela libre en el tiempo...”
—O sea que el espíritu tiene que estar libre… ¿para volar
en el tiempo…?
—¿Acaso tú no lo sientes volar... cuando estás alegre...?
¡Allin Kawsay! 341

—¡Síiiiii! Así como ahora. ¡Qué lindo! —exclamó Sa-


raku, mostrando su hermosa sonrisa, tal vez la más hermosa
que recordaba Arnawan. Él no se aguantó las ganas y la beso
apasionadamente… Luego volvió al diálogo:
—La alegría que dura mucho... es la señal o la brújula
que te indica que estás bien... que estás sana ¡que estás volando!
No tienes por qué detenerte a pensar “en ti misma”… ni menos
“sacar tu foto” para mirarla y recordar quién misma “eres”…
Solo ¡Vuela!
—Cuando sientas alegría en tu corazón —agregó el
Shanti—, solo debes seguir alegre, feliz, haciendo tus cosas; la
vida y la conciencia no son ningún “ser”, no puedes detener el
tiempo, ni desaparecerlo con el pensamiento. No existe “el ser”,
sino que todo es “el hacer”… pero, el “hacer las cosas bien he-
chas y juntos”. Esta forma de “hacer” y no solo “pensando”, está
grabada en las piedras de Machu Picchu y en todos los templos del
Qhapaq Ñan, que es el “hardware” o disco duro del mundo an-
dino, de los pueblos indígenas.
—Pero también de otros pueblos —agregó Saraku—.
Mi abuela paterna catalana y rubia como yo, cantaba: “No hay
que preocuparse sino solo ocuparse… y serás feliz...”
—El “Ser” dice: “yo soy el que soy” —continuó el
Shanti— ese es el resumen del arte del cazador europeo, el ce-
trero que entrena aves de rapiña doblegando su voluntad y
apropiándose de su libertad.
—Explícate Shanti, suplicó Saraku.
—El cetrero captura aves de rapiña, en una trampa, no
importa la edad del ave, si es muy tierna, mejor. Las captura, y
para quitarles su autonomía, las lleva a un cuarto oscuro, sin
ninguna luz que penetre por su techo y paredes; en ese cuarto
amarra una cuerda floja en donde pone al animal atado con un
342 Javier Lajo

cintillo de cuero, de tal forma que la pobre ave no tenga esta-


bilidad en su recurso de aferrarse de la cuerda floja, quedando
así en un desequilibrio permanente, tratando de estabilizarse
con las alas, sin poder lograrlo, pues hora se cae a la izquierda,
hora cae hacia la derecha. Pasando unas horas el “domador”,
llega silbando y libra al ave de su tormento, haciéndola posar
en su mano enguantada de cuero firme y seguro, dándole des-
canso, seguridad y comida con la saliva de su boca, olor de la
carne fresca que el ave identificará muy pronto como su única
seguridad existencial. Así mantendrá al ave por una semana,
entre la inseguridad de la cuerda floja y el brazo firme de su
domador. Aquella ave acostumbrada a volar libre, y sentirse se-
gura y soberana en el espacio infinito ahora estará condicio-
nada al silbido del cazador, a su brazo firme y al olor de la carne
fresca y ensalivada del cetrero. Y por más que después vuele
libre, regresará al guante firme del cazador, por el miedo a re-
gresar a la cuerda floja, así pues, habrá perdido la seguridad que
le daban sus dos alas para volar y la habrá sustituido por el
brazo enguantado de cuero del cetrero. Ustedes deben descu-
brir cuáles son las enseñanzas que nos da esta metáfora del ce-
trero para el caso del dominio espiritual de los “ch’ullas” sobre
los humanos; pero yo les digo que la mejor forma de domesti-
car a la gente, es quitarle la madre al niño desde la cuna, para
formar luego al adulto amedrentado, aterrorizado frente a la
libertad de tomar decisiones con voluntad propia.
Valeria miró de reojo al Shanti y murmuró: —¿de
veras?—. El Shanti le respondió con un guiño de ojo y con el
dedo índice sobre los labios como pidiéndole silencio para es-
cuchar ahora lo que dirán los chicos. Ella entendió perfecta-
mente el gesto y se sintió más que contenta acomodándose en
su regazo. Sin proponérselo, el destino la había puesto en el
¡Allin Kawsay! 343

lugar y el tiempo perfecto para beberse toda la felicidad del


mundo al lado del Shanti, de tan magníficos discípulos y en
medio de un paisaje de embriagante vitalidad.
Pero en ese instante, Valeria ya no escuchaba ninguna
lección; las palabras salían sobrando frente a la oportunidad
impostergable que la vida les estaba ofreciendo.
—Falta leña —pretextó el Shanti—. Valeria y yo vamos
a recoger unas ramas por allí.
Valeria cubierta con una manta, lo acompañó y empe-
zaron a recoger una que otra rama, sin alejarse mucho pero in-
tentando perderse en la oscuridad. Mientras los muchachos
permanecían inmersos en su diálogo.
—Siii… —reafirmó Saraku—. Hay mucha verdad en esa
sabiduría popular. Seguro que mi abuela aprendió eso de los
campesinos cataros y árabes que le enseñaron a la bisabuela:
¡No hay que preocuparse sino ocuparse! ¡Esoooo! Cuando uno
hace las cosas bien, ya de por sí, el ser tiene que ser positivo.
—¡No, Saraku! ¡No hay Ser! ¡Olvídate del “Ser”! Piensa
solo en que tú existes por lo que “haces”.
—Sí, sí, Arnawan, es que la costumbre no me deja...
—No te pongas triste, mi rubia bonita. No es tarde para
formatear tu disco duro.
—¿Si?... ¿podré algún día? —retrucó la gringa—. ¡Re-
formatéame tú, por favor, a fuego lento, lo más lento posible!
ja ja ja
—Uno es lo que hace, y haciendo bien las cosas y jun-
tos... estaremos alegres siempre.
—¡Chispas, Arnawan! ¿No crees que eso sea fundamen-
talismo?
—Ja ja ja. No necesitas custodios. Dios y Diosa, padre y
madre nos han creado para ser libres pero juntos, si estamos
344 Javier Lajo

juntos no vamos a querer pasar los límites de cada uno, porque


eso se llama: Respeto y es una máxima en los ayllus y comuni-
dades, ellos dicen: “respetos guardan respetos”. La libertad
tiene un límite que es el respeto por “el otro”, respeto para se-
guir haciendo bien las cosas, cuidando tu vida y la de los que
quieres. ¿Acaso pensar y actuar sobre estos principios es ser
fundamentalista y totalitario?
—Está bien, Arni... solo estoy tratando de que no seas
tan dogmático con lo que te enseñó el Shanti. Ya entendí que
así se consigue más alegría y felicidad para los tuyos. Pero ya
cálmate.
Sin embargo, Arnawan continuó: —¡Eso! ¿No es acaso
eso lo que te mandan tus instintos?
—Bueno —dijo Saraku—, comenzaré a formatear mi
memoria, pero hay que tener cuidado con los instintos, ¿no?
—Tu espíritu esencial o “ajayu” funciona automática-
mente bien. No necesitan de una “Saraku buena” para funcio-
nar bien, no debemos como los occidentales “hacer las cosas”
según “el bien”, sino solo “hacer las cosas bien” como andinos.
Es más, “esa Saraku buenita”, estorba, dificulta, perturba,
arruina y te quita todo tu tiempo... y a veces te hace doler la
cabeza. ¿Acaso no es así?
—¡Vaya teoría sobre la migraña! —sentenció Saraku—,
sin embargo... ¡si supieras todo lo que he hecho, no hablarías
igual!… hummmm ja ja
Al ver la sonrisa sarcástica y malévola de Saraku, Arna-
wan se puso serio.
—¿A qué te refieres?
—Nada, nada. Cosas del pasado que no necesitan per-
dón... ja ja. Pero repítemelo más claro, ¿qué me dices del bien
y del mal?
¡Allin Kawsay! 345

Arnawan se quedó observándola por un momento


mientras la jovencita se contenía detrás de una sonrisa de oreja
a oreja.
—El bien y el mal no existen —contestó el joven
amante, resignado. Ya habría tiempo suficiente para averiguar
qué travesuras se escondían detrás de esa sonrisa pícara y solapa
de la rubia—. Solo existen los equilibrios de las “paridades” de
la vida, es como cuando la fiebre rompe el equilibrio de tu
cuerpo entre el calor y el frio. Entonces pregunto: entre el frio
y el calor ¿cuál es el mal y cuál el bien?
—Ninguno, contestó la joven: lo templado es lo más
agradable. Mucho frio es malo, mucho calor también… ok,
ok… me voy dando cuenta ¡magnífica filosofía!
—Claro, lo templado es el equilibrio, según el momento
y la circunstancia. A veces hay más frio, a veces hay más calor;
tu cuerpo mismo busca ese lugar de encuentro o “chawpin”
entre la oposición y el complemento del frío y el calor. Lo dis-
funcional es cuando se rompe ese equilibrio.
Luego, Saraku preguntó: —¿entonces tampoco le pode-
mos decir mal al desequilibrio y bien al equilibrio?
En eso Arnawan poniéndose de pie, buscó a su padre
con la vista y dijo:
—¿Por qué demoran tanto? ¡Tal vez les pasó algo!
—Tranquilo —lo calmó Saraku—. No estarán lejos —y
pícaramente agregó—: ¡deben estar en su “chawpin”, buscando
el equilibrio! Ja ja ja.
Pero, la broma de Saraku le hizo entrar en cuenta. Ar-
nawan se percató de que había leña suficiente para la noche.
Entonces, miró incrédulo a Saraku, pero ella lo tranquilizó:
—¡Hay leña, pues! Déjalos que lo pasen bien, juntos. Ya
son mayorcitos, ¿no?
346 Javier Lajo

—¿Quéeeee? ¡Pero, no puede ser! Mi padre sufre del co-


razón, le puede hacer daño…
—¿Qué daño le va a hacer? ¡Vamos, Arnawan, no me
decepciones! Mejor que muera feliz por las caricias de una
monja profesional enfermera y no en las garras de un k’ara-
siri… o en el santo oficio del Opus Dei. Deja que la “medicina
de mujer” haga su mejor papel —Saraku le había tendido una
trampa.
—Por un momento, Arnawan recordó los dulces labios
de Shinanya, y miró suspirando, su pulsera de esmeraldas; sutil
actitud que no podía pasar desapercibida para Saraku y
cuando esta lo iba a interrogar… aquél reaccionó evasivo y ex-
clamó:
—¡Saraku, estás hablando de mi padre!
—Deja al Shanti en paz que es mayorcito para cuidarse
de Valeria. Pero tú ya me contarás de dónde sacaste esa pul-
sera… seguro buscando tu equilibrio en quién sabe qué “pari-
dad”. Y de seguro todo fue culpa de la alegría ¿no?, ¿o es
mentira todo lo que dijiste acerca de “sentirse volar cuando se
está alegre”, o lo de “encausar tus instintos”?
La gringuita era más sensible e intuitiva de lo que el
joven paqho podía imaginar. El muchacho no sabía si renegar,
reírse o confesar. Saraku y su poderoso “ Yllanay” había pene-
trado en su corazón y percibido la presencia de otra mujer, pero
con mucho equilibrio, pues no había en ella muestras de celos
ni de rencor, porque sentía la profunda autenticidad del cora-
zón de su amado. Arnawan no necesitó confesar nada y final-
mente se dio por vencido. Saraku era una alumna eficiente;
aprendía demasiado rápido. Sin embargo, la reacción de Ar-
nawan por la actitud de su padre, obedecía a otra herida abierta
en su corazón.
¡Allin Kawsay! 347

—Es que, pienso en mi madre… —la sorprendió, en-


sombreciendo la mirada.
Saraku comprendió el sentir de Arnawan y le permitió
un respiro. No es fácil para nadie aceptar a otra mujer ocu-
pando el lugar de su madre. Y el ambiente alrededor de ellos
se aquietó más de la cuenta, como si la misma naturaleza hu-
biera solicitado a las aves, grillos, ranas y sapos, un minuto de
silencio en memoria de la madre de Arnawan.
—¿Es verdad que el Shanti sufre del corazón…? —pre-
guntó Saraku.
—¡Achachaw! —dijo Arnawan—. Olvidé que a mi tayta
no le gusta que hable de eso. Pero bueno… Sí, sí quedó muy
delicado del corazón desde que mi madre murió. Y hacer lo
que hizo en la prefectura, provocarse un paro cardiaco volun-
tario fue demasiado riesgoso, pudo haberse ido sin retorno. Es
un verdadero milagro que siga aquí con nosotros. Sin embargo,
él confía en que los hamuyiris del Paititi lo ayuden. Al parecer,
ellos conservan muchos secretos de la medicina Inka.
—¿Entonces crees en los milagros? ¿Qué son los mila-
gros para ti Arnawan?
—Así suelen llamar a los prodigios que ocurren
cuando uno está en conexión íntima con la Pachamama. Por
eso la fe ciega produce milagros en los creyentes, porque su
plena convicción en un Dios, sea cual fuera, produce una
especie de puente entre la conciencia del hombre y el cos-
mos al que permanecemos unidos porque somos fermento
de su misma naturaleza. Pero no es lo mismo “fe ciega” que
“fe con conocimiento”, porque la fe ciega subyuga y se presta
a toda clase de manipulación, en cambio la “fe que conoce”
es un vínculo, una “conexión” que no funciona si no es au-
téntica.
XXXVI
El munay: medicina
de mujer

—¿Quieres que te diga una cosa? — y llamó la atención


de Arnawan.
—Dime, Saraku.
—Creo que… tal vez el Shanti ya no necesita que lo
curen.
—¿Por qué?
—Tal vez “la medicina de mujer” sea el mejor remedio
para ese mal del corazón.
—Eres imposible… —dijo Arnawan, riendo—. Y
bueno… ¿En qué íbamos?
—Estaba por preguntarte si a veces se necesita desequi-
librio para crecer, para avanzar... ¿no?, o para pasar a otra
etapa...
—Todo es un juego de paridades —respondió Arnawan,
tomándola de las manos—, y el equilibrio y desequilibrio es
una paridad más.
—¡Pensé bien entonces! El desequilibrio es necesario
para crecer —exclamó Saraku—. Supongo que por eso, cuando
mis padres me llevaron a ver al Shanti, cuando comenzó esta
gran aventura que cambió mi vida… estaba más drogui que
con un troncho de marihuana, ja ja ja.
350 Javier Lajo

—Claro —sugirió Arnawan—, tus instintos son tu más


preciado tesoro, porque son tus defensas y tus armas, jamás
atentaran contra ti, ni contra tu especie. Pero a los instintos
hay también que educarlos, no reprimirlos sino más bien
aprender a conducirlos, tal como educas a tu razón en la es-
cuela. Y entre ambos, razón e instinto, también debe haber un
equilibrio. Pero ¿cómo se consigue ese equilibrio? Eso es lo
fundamental del aprendizaje de vivir bien. Cada segundo de
tu vida también es un equilibrio entre la vida y la muerte. Vives
un segundo y ese mismo segundo lo mueres. Vives un día más
y mueres un día más. La muerte de millones de tus células cada
día es lo que soporta tu vida, porque es lo que ha generado la
energía para que tú puedas seguir en vida. Acuérdate lo que
dice el Shanti: si quieres alumbrar debes de quemarte, lo que
alumbra es la vida y lo que se ha quemado para alumbrar es la
muerte.
—Pobre Shanti —se apenó Saraku—, alumbró la vida
de tantos, que casi muere.
—Sí, pero ahora mi padre está más que recompensado,
¿no?
—Entonces, siempre los instintos en equilibrio nos con-
ducen por buenos caminos. Por eso mismo se dice que ¡hay un
instinto de vida, pero también un instinto de muerte!
—Exacto, Saraku, pero en la vida todo debe ser alegría.
Siempre recuerda eso: ¡tu brújula es tu alegría! Aunque a veces
nos ganen las penas.
Al hablar de la alegría, Arnawan recordó que hacía poco,
la tristeza se apoderó de él, casi sepultándolo en vida, aunque
el equilibrio le regresó abundante en las exuberantes y volup-
tuosas formas de una mujer amazónica; un sueño que Arnawan
no quería recordar por el momento, ni compartir con nadie.
¡Allin Kawsay! 351

—Ahora comprendo lo que viviste antes de iniciar esta


travesía junto a nosotros —le dijo a Saraku, con la voz que-
brada—. Tu depresión y ganas de morir… Es horrible. Lo he
sentido yo también cuando creí que mi padre había muerto
y que te había perdido para siempre. A pesar de tener que
llevar el q’epe a su destino, ya no deseaba vivir más, como si el
tiempo se hubiese detenido, como si el agua de aquel estan-
que se congelara y la piedra que tiras rebotara en la dureza
del hielo… como si fuera imposible de percibir el aquí y el
ahora…
—Solo abrázame —dijo Saraku—, que la vida continúa.
—No es solo por mi padre —le confesó Arnawan—.
Eres tú… No quisiera volver a perderte jamás, me sentí muy
mal.
—Saraku abrazó a Arnawan y se juró a sí misma que
siempre estaría a su lado. Ambos coincidieron en ese Illanay
compartido.
—Todo estará bien, bien —dijo Saraku, retomando la
alegría—. Todo cuanto me has instruido hoy, quedará gra-
bado en mi alma, sobre todo eso de que la alegría es nuestra
brújula ¡me gustó mucho!
Pero el Shanti y Valeria no regresaban, y Saraku, en el
afán de que Arnawan continuara distraído y no fuera a inte-
rrumpir a los amantes, volvió a la carga:
—Pero si el mal ni el bien existen, ¿cómo sabes si algo
que haces, está bien o está mal?
—¿Seguro te preguntarás sobre la moral y la ética o buen
comportamiento entre los humanos, y los pecados y demás
tonterías que siempre perturban a los chicos... y más a las chi-
cas, no? Pues bien, yo te contestaré tal como lo hizo el Shanti:
al parecer el frio es la ausencia del calor… ¿no es así?
352 Javier Lajo

—Pues sí —contestó la joven.


—Y la oscuridad es la ausencia de luz… ¿no?
—Así parece…
—Pues bien, vamos entonces, si eso es así, el mal sería la
ausencia del bien… ¿no es cierto?
—Pues claro
—Y… ¿la mujer sería la ausencia del varón?
—Pues nada de eso —reclamó Saraku, molesta y con-
fundida por la pregunta.
—Prosigamos: si entonces, ni el frio es la ausencia de
calor, ni la oscuridad es la ausencia de luz, ni el mal es la au-
sencia del bien; todas son paridades de cosas opuestas y com-
plementarias, todas son categorías irreductibles, la una a la otra,
esencias diferentes que tienen las características de oponerse
una a la otra, pero también de complementarse y encontrar su
equilibrio para dar fundamento a la alegría y al Sumaq Kawsay.
Solo el bien y el mal son una falsa paridad, son generalidades
que se niegan mutuamente la una a la otra, no generan bienes-
tar porque ninguno de los dos busca equilibrio con el otro, ni
se complementan, más bien buscan su destrucción o negación
total. Ese Dios ch’ulla de los cristianos no podrá negar que él
ha creado también al diablo y toda su maldad, que igualmente
es su propia creación… ¡patrañas!, ¡puras patrañas!
—Y creo que los cristianos eluden toda responsabilidad
achacando al “diablo” ser el causante o promotor de sus propias
decisiones equivocadas. Eso es inconsciencia, irresponsabilidad
y hasta cobardía. La necesidad de atribuir a la mujer, la gene-
ración del mal, de ese mal eterno y generalizado.
—Yo dejé de creer en el diablo y en un Dios Padre soli-
tario cuando el Shanti me explicó esto y desde ese momento
creí en una Diosa Madre que Shanti le llama Pachakamac, que
¡Allin Kawsay! 353

es la “energía interna” que mueve al mundo, pero pronto me


enseñó también a no dejar de creer en un Dios Padre o Wira-
cocha que es “el Sol de los Soles” o centro del cosmos de donde
viene la “energía exterior”, el calor y la luz del espacio exterior.
—¡Ahhh, ya! —expresó Saraku— hay una energía ab-
soluta que viene de afuera y otra energía del cosmos interior,
del centro de la Tierra, la que viene de la Madre Pachakamaq.
Muy bien pensado y sentido. ¡Qué lindo!
La rubicunda joven volvió a abrazar muy fuerte y con
más alegría a su joven amante.
—Por eso —le dijo ella—, lo que pasó con Peter es el
pasado que ya rectifiqué; y no tengo porqué pedirte perdón por
el mal rato que pasaste. —Bueno, aquí va mi última pregunta
del día —dijo Saraku.
—¡Pregunta, nomás!
—Y si vivimos juntos por siempre, ¿te vas a pasar todas
las noches con sermones y nada más?, ¿nada de alegría?, ¿nada
de instintos?, ¿nada de… nada?
Arnawan entendió la insinuación de Saraku, la tomó por
la cintura y la apretó contra su cuerpo, pero el Shanti y Valeria
ya retornaban de su paseo fingido.
—No pudimos encontrar leña seca —pretextó el Shanti.
—Me lo imagino —respondió Arnawan, y con un tono
sarcástico les preguntó, ¿y por qué no siguen buscando más
lejos?
Esa noche, todo pareció confabularse para que ambas
parejas vivieran su propio idilio. Valeria y el Shanti se amaron
como dos jóvenes en la flor de su vida.
A la mañana siguiente, mientras desayunaban, Arnawan
le plantaba una mirada inquisidora a su padre cada vez que
podía y éste se ponía a silbar, mirando al cielo, como si nada.
354 Javier Lajo

Al percatarse Saraku, se acercó y le pellizcó tan fuerte el muslo


que le hizo gritar. ¡Deja de molestar al Shanti! parecía decirle.
El muchacho entendió y optó por sonreírles a todos.
—Uy… al parecer la niebla va a ganarnos. Perderemos el
camino —advirtió el Shanti, pero Arnawan miro a su alrededor;
respiró profundo y con una seguridad envidiable, dijo—: no hay
porqué preocuparse. Será un día espléndido para caminar. Solo
su padre notó en él esa seguridad que poseían los altomisayoc
más poderosos y supo que los días que estuvo con las amazonas
había fortalecido extraordinariamente su percepción del tiempo
y su condición de varón frente al cosmos y la naturaleza. Y no
se equivocaba; las “brujas” Layka Qota y Shinanya, habían
hecho un excelente trabajo con sus artes y sus pócimas. Al con-
tinuar la marcha, el paisaje y el tiempo le dieron la razón a Ar-
nawan.
Muchas aves oropéndolas de azul plumaje volaban en
dirección al santuario de Machu Picchu, como señalándoles el
camino.
Tras una segunda abra en Runku raqay ascendieron hacia
la laguna Yanacocha y luego a Conchamarka. Más allá un
túnel, el ascenso a la tercera abra y luego el pueblo de Phuyu-
patamarca o “Pueblo sobre las nubes” porque yacía al borde de
un precipicio. La hermoseaban sus impresionantes terrazas de
cultivo y fuentes ceremoniales. Más tarde descendieron por es-
caleras empedradas y llegaron a la ciudadela de Wiñaywayna
o “Juventud eterna”, colmada de orquídeas. Allí descansaron y
cruzaron impresiones por última vez para finalmente acceder
a Machu Picchu por la portada donde hacían su ingreso los
antiguos inkas; el Intipunku o puerta del sol, mientras en lo
alto del cielo, varios cóndores planeaban en el aire, majestuo-
sos... sempiternos…
¡Allin Kawsay! 355

Esa mañana, la niebla se extendía y recogía sobre la


montaña, ya envolviendo a los visitantes, ya retomando su ca-
mino para alejarse y dar paso a los rayos del sol sobre la arqui-
tectura inka de fina y mágica cantería. La llacta inka,
inspiración de Pachakuteq, forma un yanantin perfecto con su
entorno, capaz de doblegar al corazón más reacio y trasmitirle,
con sutileza, la grandeza del Sumaq Kawsay que una vez com-
partieron los hombres y mujeres con el cosmos. Desde el hogar
de los Qhapaq que fue y seguirá siendo el mágico santuario de
Machu Picchu, puede contemplarse al solitario Putukusi, como
centro de una geografía sacra repujada de montañas vestidas
con sus ponchos de terciopelo esmeralda.
Después de recuperar el aliento, el Shanti y sus seguido-
res realizaron una ceremonia en la portentosa waka y solicita-
ron licencia a los Apus Machu Picchu, Waynapicchu y Putukusi,
para ingresar al santuario. Al traspasar el Inti Punku, se des-
pojaron del calzado como un acto simbólico para que el polvo
de otros páramos no mancille el lugar sagrado. Curiosamente,
ningún policía de turismo intentó impedirles que llevaran a
cabo el ritual, y luego pudieron recorrer el hermoso santuario.
—Si alguien no logró entender a cabalidad el significado
y resultado del “Sumaq Kawsay”, aquí lo tiene en vivo y directo
—comentó feliz el Shanti, señalando al santuario inka—. No
se requiere de palabras ni textos impresos. Aquí está expuesto,
“oleado y sacramentado”, horneado y decorado, parido y ves-
tido, matrimonio consumado, ¿qué más puedo decirles?
—Es cierto, tayta —susurró Arnawan—. Todo aquí nos
habla, cada piedra pulida sobre la roca enraizada, cada espacio,
cada sombra proyectada…
Saraku y Valeria abrazaron al Shanti. Las palabras no
hacían falta. Y la montaña se apuró en abrir los pétalos de las
356 Javier Lajo

orquídeas para perfumar el camino, agradecida al paqho que


acababa de enlazarla con la magia del ritual, a otras poderosas
Wakas desde Tiwanaku, la Isla del Sol, Amantaní, Racchi y el
Qurikancha. Al caer la tarde, el grupo ascendió hacia el Way-
napicchu y tras un breve descanso, cuando ya los turistas habían
descendido del lugar, se encaminaron bajando hacia el Templo
de la Luna, por la parte posterior del Waynapicchu.
—Ya es tarde, Shanti —advirtió Valeria—. Debemos re-
gresar o nos sorprenderá la noche.
El Shanti se puso melancólico y besó a Arnawan y a Sa-
raku en la frente. Más allá, la pareja de paqhopakuris volvió a
aparecer entre los arbustos. Al comprender que había llegado
el difícil momento, el paqho les dijo a sus hijos:
—Aquí se separan nuestros caminos, hijos míos, pero te-
nemos un mismo destino. Ustedes han cumplido su parte; vivir
la experiencia. Son muy buenos hijos y ahora ya son casi paqhos
altomisayoqs, por todo lo que han aprendido en el viaje y por
valor propio. Ahora regresen a Aguas Calientes donde los es-
peran cuatro paqhos para su retorno al Cusco. Allí trabajarán
junto a los hermanos de las panakas inkas. Antes hagan una
ofrenda de agradecimiento al padre Inti, la madre Tierra y los
Apus por permitirnos llegar a esta Waka. Aun me falta recorrer
una parte del camino llevando la preciosa carga, pero estaré
acompañado. Yo aún tengo mucho que aprender de aquellos a
quienes protegen los paqhopakuris; de los kipukamayoc, por
ejemplo. De solo pensar que aprenderé a interpretar los kipus
que ellos conservan, y los tukapus inkas; me siento feliz. Es un
sueño hecho realidad…
—Pero, ¿volverás, tayta? —preguntó Arnawan.
—La verdad es que… yo iba al Antisuyu a morir, porque
ya me siento cansado. Ustedes Arnawan y Saraku me rempla-
¡Allin Kawsay! 357

zarán junto con mis menores hijos. Y mirando a Valeria,


agregó, pero han surgido poderosas razones y pasiones que
buscan en mí un segundo aire, y me siento con las ganas de vi-
virlo. Ojala me alcancen las fuerzas para…
—¿Para qué….? —preguntó Valeria.
—Pues ¡Para domesticar a una dominica!
Todos, hasta los pakopakuris, estallaron en carcajadas. El
Shanti, entonces, se despidió de Valeria, con un besó intermi-
nable.
—Ve con Dios y la Virgen, hombre santo —le dijo ella.
—¿Dios y la Virgen? —cuestionó el Shanti.
—Eso dije; Dios y la Virgen, padre y madre, ambos con
igual poder para nosotros los cristianos andinos.
El Shanti frunció el ceño, y luego sonrió, pero al despe-
dirse de los muchachos, preguntó, suspicaz:
—¿Nunca supieron en verdad qué contiene mi q’epe?
—No —respondieron al unísono, ambos.
—¿Están seguros…?
Por respuesta, Saraku y Arnawan cruzaron una mirada
de complicidad y gritaron a voz en cuello, al tiempo que le-
vantaban los brazos y los cruzaban en el aire, a la manera de
Kotosh:
—¡GLORIA ETERNA AL PUNCHAW!
¡HAYLLI, HAYLLI AL PUNCHAW!
—¡Gloria eterna al Shanti qhapaq que llevará el Pun-
chaw a su destino! —gritó Valeria.
—¡Haylli! ¡Haylli! —respondió el Shanti, grito jubiloso
al que se unieron los paqhopakuris, saliendo de la densa floresta.
Estos recibieron al Shanti con abrazos y juntos caminaron
hacia la tupida selva, por un camino bellamente empedrado
con mampostería Inka, cantando al unísono:
358 Javier Lajo

Quri ginti Takiy , taky Canta, canta, quri qinti


Takiyniki karuman chayachun que tu canto llegue lejos
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas
¡Ay, ay, ay!… ¡Ay, ay, ay!…
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas,
manaña pawayta atispapas aunque volar ya no puedas

Quri qinti paway, paway Vuela, vuela, quri qinti


rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas
rikrayki manam kachkan pakichu que tus alas no están rotas,
Ay, ay, ay Ay, ay , ay
kusisqallaykim solo tu alegría…
kusisqallaykim solo tu alegría,

Chayachun karuman takiyniki Que llegue lejos tu canto,


takiyniki waqachun takita que tu canto trine tanto,
rikcharichichun punchawta que despierte al Punchaw,
chay punchaw munayniki kachun que el Punchaw sea tu encanto
munayniki sunquyki kachun y el encanto sea tu corazón
¡Sumaq Kawsay, Sumaq ¡Sumaq Kawsay, Sumaq
Kawsay! Kawsay!

Arnawan y Saraku se unieron al canto, y todos repitieron


la estrofa varias veces, en un concierto de voces que juntos en-
sancharían más el puente que, según la leyenda, están constru-
yendo los cabellos dorados del último soberano Inka, uniendo
los continentes.
La voz del Shanti y de sus custodios gigantes se confun-
dieron con el soplido del viento cuando estos se perdieron en
la lejanía, pero antes de que sus figuras desaparecieran, el brillo
del Punchaw que llevaba el Shanti en la espalda, traspasó el
¡Allin Kawsay! 359

manto que lo contenía, como si estuviese ávido por mostrarse


al mundo.
Y se fueron hacia las inmensas e impenetrables monta-
ñas ataviadas de árboles, arbustos y orquídeas... Y la kaman-
chaka, niebla oscura y tenebrosa para los profanos, los cubrió
en el horizonte de aquel bosque húmedo, entre las montañas
de Willkapampa. Se fueron hacia un lugar escondido, invisible
a los ojos de los hombres pero abierto a la mirada de los Apus,
para culminar con los preparativos del gran pachakuti humano
que habrá de remecerlo todo, para finalmente recuperar el
equilibrio del mundo, el que otorgará la paz al planeta y al alma
humana. ¿Alcanzará el tiempo…?
Esta historia continuará…
Glosario

Aclla Escogida, selecta, elegida.

Ácora Provincia de la Región Puno.

Achachila Viejo, anciano.

Aimara Civilización que floreció en el altiplano


del Titicaca. Queda en uso extensivo el
lenguaje aimara.

Ajayu Principio de la vida o energía vital (pu-


quina).

Akllasqa Escogida, selecta, elegida.

Akllaywasi Casa de las escogidas.

Allin ruway Hacer bien.

Altomisayoq Gran sabio sacerdote.


362

Altomisayoq Sacerdote andino del estatus más alto o


“primer nivel”.

Amaru Mayu Antiguo nombre con que era conocido


el río Madre de Dios.

Amaru Runa Hombre serpiente.

Amaru Serpiente mítica.

Ampayado De “ampay”, juego de niños donde uno


de ellos debe descubrir a los que se es-
conden.

Andahuaylillas Pueblito o distrito al sur de la ciudad del


Cusco.

Anti runa Poblador de anti.

Antis Poblador del Antisuyu.

Antisuyo Región por donde amanece o “sale” el sol.

Apu Kunurana Nombre antiguo del nevado Santa Rosa


en la Región Puno.

Apu Espíritu de la montaña.

Asháninka Pueblo o etnia de la Selva Central del


Perú.
363

Atawallpa Último Inka, recibió a Pizarro en Caxa-


marca.

Atoq Zorro.

Away Acción de tejer.

Awayu Tejido.

Awichus Abuelas.

Ayarmakas Primer pueblo del valle del rio Willka-


mayu-Cusco.

Ayataki Canto de los entierros o canto a las


almas.

Ayllu Hatun Familia extensa andina

Ayllukuna Familias andinas.

Ayllu-runas Hombres y mujeres del Ayllu o familia


andina.

Ayni Trabajo reciprocitario, compromiso de


reciprocar una próxima vez.

Brichero(a) Personaje enamorador de extranjeros(as)


con el fin de sacarles provecho.

Cantuta o Qantu Flor representativa del Inkario.


364

Cargayuq Préstamo lingüístico del español: “carga-


dor”.

Caxamarka Localidad del encuentro entre Atawallpa


y Pizarro o entre Inkas y españoles en
1532.

Cumbemayu Cerró al norte de la ciudad de Caxa-


marka.

Cush’o Sombrero piramidal del pueblo puquina.

Cushma Traje de los pueblos de la selva, túnica


simple de algodón.

Ch’ampa Kawsay Vivir a la “ch’ampa”, en desorden, enre-


dado, de cualquier forma.

Chacchaban Masticaban, deglutían, rumiaban (tiem-


po pasado, castellanizado).

Chakcharaku Masticaban, deglutían, rumiaban.

Challar Ritual de “encuentro” o “inauguración”


(castellanizado).

Challay Acción de rociar con agua u otro liquido.

Charki Carne deshidratada y salada.

Chaskañawi Ojos de estrella u ojos brillantes.


365

Chawpi Lugar de encuentro, justo medio, lugar


donde se consigue el equilibrio según el
momento y las circunstancias.

Cheqalluwa Diagonal recta que une los ángulos


opuestos de figura o campo; línea de la
verdad escondida.

Chikchimpay Hierba de hojas pequeñas de olor in-


tenso para culinaria o medicina.

Chipaya Etnia habitante de la región sur de Bo-


livia, Salar de Coipasa, Potosí.

Chipirocko Animal mítico, cuerpo de serpiente con


cabeza humana, aparece cuando erup-
cionan los volcanes al sur-oeste del Perú
(puqina).

Chockora Animal mítico, serpiente anfisbena (pu-


quina).

Chúas Platos pequeños, cerámicos de bordes


altos para tomar sopa.

Chulla Impar, sin paridad, sin pareja.

Chullpas Edificios circulares y cuadrados de pie-


dra, aparentemente mausoleos.

Chullumpi Ave migratoria altiplánica


366

Chumpi Faja contenedora de energía, correa para


amarrar la cintura.

Chuño Papa deshidratada, secada al frío.

Churintin El padre con su hijo inseparablemente


unidos.

Diaguita Pueblo indígena de la zona nor-este de


Argentina.

Hakuchuy Vámonos, nos vamos.

Hamuyiri Maestro, guía espiritual.

Harawi Poemas, obras poéticas.

Harawiq Poeta, cantor, juglar.

Hato Casa o lugar de descanso (puquina).

Hatun paqho Gran curandero, taumaturgo Inka sanador.

Hatun qhapaq Gran señor, gran virtuoso, grande y po-


deroso.

Hatun runa Gran hombre, gran persona, gran ciuda-


dano.

Huaorani Pueblo indígena de la zona norte de la


América amazónica.
367

Huasao Localidad o poblado al sur del Cusco.

Illanay “Rumiar del alma”. Meditar profunda-


mente, pensando y sintiendo a la vez.

Illawi “Ídolo” de Ilave-provincia de Puno, es-


tatuilla que representa un varón y una
mujer amarrados por serpientes por la
cintura.

Imataq Cheqari ¿Y qué es la verdad?.

Imilla Muchacha joven (Aymara).

Inka Aimbo Mujer Inca.

Inkarey Mito del retorno del Inka.

Intihuatana Pequeño monolito de piedra donde se


amarra el ángulo de incidencia del sol
sobre la Tierra.

Intinpacharuna Dícese de un vínculo entre el Sol, la Tie-


rra y el Hombre.

Intipchurin Hijo del Sol.

Intipunku Puerta del Sol.

Intiwasi Casa o templo del Sol.


368

Ispe Pequeño pez del lago Titicaca.

Jainacho Macho dominante de una manada de


auquénidos.

Jakajllo Ave alto andina.

Jallalla Interjección o grito de júbilo o triunfo.

K’arasiri Vampiro de grasa humana.

Kalasasaya Templo cuadrado principal del Tiwa-


naku.

Kalchaki Pueblo indígena o etnia habitante del


nor-este argentino.

Kallawaya Pueblo indígena habitante del nor-este


del lago Titicaca.

Kamanchaka Niebla o penumbra nubosa.

Kamayocs Portadores del poder delegado.

Kankacho ( kanka) Carne de llama o de oveja, asada.

Karachi Pez diminuto del lago Titicaca.

Karal Civilización que floreció 200 años a.C.,


lugar de pirámides de piedra, templos
circulares y cuadrados.
369

Kariwas Arbusto altiplánico.

Katari Serpiente mítica (aimara).

Kawide General Inka que dirigió la defensa de


Sacsayhuaman.

Kay Pacha El mundo de aquí y de ahora.

Khuyas Piedras de poder.

Kintu Manojos de hojas de coca escogidas


pares o impares, para fines rituales.

Kinua Cereal andino de alto poder nutritivo.

Kipukamayoc Lectores e interpretadores de los Kipus.

Kipus Cuerdas con nudos combinados, para


guardar memoria cuantitativa y/o cuali-
tativa.

Koanos Cerro de la isla de Amantani, donde está


el templo al “Padre Cosmos” o Pacha-
tata.

Kolle Árbol nativo altoandino.

Kopakawana Mito o deidad mujer del lago Titicaca.


370

Kotosh Templo pre-inca ubicado en Huánuco al


norte del Perú, donde se ubicaron las
“manos cruzadas” como símbolo ances-
tral.

Kunu-runa Hombre de las nieves.

Kutimpu Lugar arqueológico donde se ubican las


chullpas de Kutimpu, en el altiplano de
Puno.

Kutín Acción de retornar, volver o invertirse la


acción inicial.

Lauraques Dijes de adornos para el cabello de las


mujeres Chipayas.

Lawa Sopa de chuño o papa deshidratada.(


algún liquido espeso)

LaykaQota Mujer sabia, curandera o “bruja”.

Layo Tipo de pasto o grama muy suave.

Llatan Salsa picante para acompañar comidas.

Lliklla Mantilla usada por las mujeres.

Lloqe Arbusto alto andino de madera muy


dura y fuerte.
371

Lluqlla Quebrada y avenida estacional o aluvional.

Lucma Fruta andina, de cascara verde y carne


amarilla y dulce.

Machiguenga Pueblo indígena de la selva central del Perú.

Machu Picchu Pueblo Inka, una de las siete maravillas


del mundo. Restos arqueológicos en el
Cusco.

Mama Killa Madre Luna.

Mama Ocllo Mujer mítica fundadora del Tawantin-


suyu, esposa de Manco Qhapaq.

Mamanchik Mujer sabia, curandera o “bruja”.Mujer


sabia, curandera o “bruja”.

Manan “No” o negación rotunda.

MankoQhapaq Primer Inca, fundador del Tawantin-


suyu, esposo de Mama Ocllo.

Manoa Junto con el Paititi es una de las utopías


o mitos de ciudades derefugio de los
Inkas en la Amazonía.

Mapacho Cigarro precario hecho de las hojas de


tabaco silvestre, muy usado por los cu-
randeros.
372

Maskaypacha Corona o tocado de los Inkas, emblema


de poder máximo en el Tawantinsuyu.

Misti Montaña volcánica en cuyas faldas se


encuentra la ciudad de Arequipa.

Munay Amor, cariño, ternura, pasión.

Murmunta Alga negra, propia de las vertientes alto


andinas, muy apreciada en la cocina an-
dina.

Muyuqmarka Lugar arqueológico que corona Sacsay-


huaman, o “lugar donde se inicia el mo-
vimiento”.

Niñacha Diminutivo de niña (préstamo del cas-


tellano)

Ñawi Ojo.

Ñoqanchik allinta
purinchik Nosotros caminamos bien.

ÑustasWarmi Mujer adulta.Mujer.

Ñuta Alimento u otro similar mollido o apre-


tado (puquina).

Ojotas Sandalia de jebe de llanta.


373

Ollantaytambo Localidad en el valle sagrado. Bastión o


fortaleza del general Inka Ollanta.

Otavalos Pueblo indígena al norte del Ecuador,


provincia de Imbabura.

Otorongo Jaguar o pantera amazónica.

Pacha y Paqha Cosmos espacio y cosmos energía se-


creta, oculta o misteriosa.

Pachakamac Madre cósmica, animadora o que anima


al mundo. Oráculo pre-inka al sur de
Lima.

Pachakuti El mundo que se invierte, el cosmos al


revés.

Pachamama Madre cósmica.

Pachatata Padre cósmico.

Paititi Ciudad inka de refugio en el anti-suyu o


selva amazónica.

Pallay Imágen dentro del tejido.

Panaka Familia matrilineal.

Panicha Hermanita o diminutivo de hermana.


374

Panqarita Florcita.

Pantiacollo Meseta a la entrada del Paititi.

Paña -Ichuq Izquierda, lado izquierdo del cuerpo.

Paqarina Lugar de la aparición u origen de la vida


o de una familia.

Paqhastiti Cerro de la isla de Amantani donde está


construido el templo circular de Pacha-
mama.

Paqho Sabio, curandero, brujo.

Paqhopakuris Etnia o pueblo cuyos guerreros cuidan


las ciudades de refugio de los inkas en el
Antisuyu o Amazonía.

Parihuanas Aves migratorias o flamenco andino de


color rojo y blanco.

Patapampa Anden plano amplio, lugar de esta ma-


nera.

Phaqcha Fuente de agua, con caída u origen de


vertiente.

Phuyupatamarca Lugar arqueológico, antiguo “tampu” a


Machupicchu.
375

Pikillaqta Lugar arqueológico al sur del Cusco, en-


trada desde el kollasuyu.

Pinkullu Instrumento musical de viento, parecido


a la quena, pero este tiene “boquilla”.

Piro Etnia o pueblo indígena propio de la


selva del Cusco y Madre de Dios en Perú.

Pirqa Pared de piedra sobrepuesta y “encajada”


a modo de rompecabezas.

Pisonay Árbol nativo alto andino, de flores rojas


y muy hermosas.

Pukara Bastión o fortaleza roja.

Pukuy-pukuy Ave nocturna de canto característico.

Punchaw ¡El gran día!. Waka o ídolo de oro, que


conmemora este gran día, tiene una pe-
queña urna conteniendo la ceniza del
corazón de los Inkas.

Punku Puerta.

Pupu Ombligo o lugar de energía corporal a la


altura de la cintura.

Puquina Pueblo o etnia de la zona sur andina o


región del Kollasuyu.
376

Puriq paqo Curandero itinerante o “que camina”.

Puriq runa Hombre caminante.

Puriq-ñannintin El caminante y el camino indisoluble-


mente unidos.

Purun Pacha El cosmos o tiempo de los salvajes u


hombres rudimentarios o arcaicos

Purun runa Hombre arcaico.

Purynintin Con su caminar.

Puspu Mote de maíz o de habas.

Putukusi Motaña al nor-este del Cusco

Pututo Instrumento musical de viento, hecho de


una caracola de mar enorme cuyo sonido
es grave y lúgubre.

Q’apo Maleza alto andina muy inflamable por


lo que se usa para fogatas y hornos.

Q’epe Fardo o “atado” hecho con una manta li-


gera que se “cruza” por un hombro y por
debajo del otro.

Q’espe Piedras cristalina transparente blanco o


más gris.
377

Qañiwa Cereal andino de gran poder nutritivo.

Qari Varón joven o soltero.

Qena Instrumento de viento hecha de caña y


sin boquilla.

Qeñuwa Árbol alto-andino.

Qeñuwakuna Bosque de queñua.

Qhapaq Cheqa La verdad de los justos.

Qhapaq Ñan Camino de los Justos.

Qhapaq Simi Lengua de los Justos.

Qhapaqkuna Plural de “justo”.

Qillqa Letra o escritura pre-Inka.

Qollasuyu Región sur-oriental del Inkario, opuesta


al Chinchaysuyu.

Qoya Raymi Fiesta de la Coya o de la Madre celeste.

Qullasuyo Región al sur-oeste del cusco y del lago


Titikaka.

Quri qinti Colibrí dorado.


378

Qurikancha Templo principal de oro. Lugar de culto


mayor del Cusco.

Raqchi Lugar al sur-este del Cusco en el valle


del río Vilcanota, donde está construido
el templo de Wiracocha.

Runa simi Quechua o lengua del hombre

Runku raqay Lugar arqueológico, antiguo “tampu” a


Machupicchu.

Sanqayo Fruto de una cactácea, dulce y agradable.

Sapa Inca Único y exclusivo Inca.

Sikuri Instrumento bipolar de viento, hecho


con cañas en gradiente.

Sukucho Rincón, casucha pequeña. Escondrijo


(puquina).

Sullu Feto muerto de animal o humano.

Sumaq
Kawsay Vida plena o también “espléndida exis-
tencia”.

Sumaq
qantu tika Bellísima flor de Qantu.
379

Supay (qaqakunap
supaynin) Demonio de los cerros o lugares agres-
tes.

Supaypa wawan Hijo del demonio del cerro.

Suri Ave corredora, avestruz andina.

Suyu Lugares o regiones correspondientes a


los cuatropuntos cardinales.

Taki Onqoy Movimiento de la resistencia inca, o de


la “danza enferma” o enfermedad de la
danza.

Tarkas Instrumento de viento de madera o palo.

Tarpuntae Sacerdote de la religión de los inkas.

Tawa Paqha Cruz del Tiwanaku, literalmente signi-


fica “cruz misteriosa o escondida”.

Tawantinsuyu Confederación de los cuatro puntos car-


dinales o “suyus”-regiones cardinales.

Taypiqala Piedra del centro.

Tayta Padre, mayor de mucho respeto y cariño.

Taytacuras Sacerdote o párroco cristiano.


380

Thunupa Fundador de la cultura andina, personaje


paradigmático. Montaña al sur de Boli-
via, en la orilla oeste del salar de Uyuni

Timpu Vertiente originaria hirviente. Ojo de


agua

Tinkuy Encuentro irreversible de dos fuerzas o


fenómenos. Segunda ley de la termodi-
námica.

Tiquina Estrecho entre el lago Titicaca y el lago


anexo llamado Wiñaymarka o “Pueblo
eterno”.

Titu Q’espi Nombre personal que significa Piedra


brillante (Q’uespe),pero incomprensible,
ininteligible (T’itu) ( J. Lira) .

Tiwanaku Ciudad y Templos principales del Pro-


yecto histórico andino al sur del Titicaca,
parte importante del QhapaqÑan.

Tola Vegetación silvestre de las punas y ce-


rros.

Ttitikaka Lago altiplánico, el más alto navegable


del mundo, entre Perú y Bolivia

Tukapu Símbolo tejido u en colores, hecho en


manta y otro tejido en telar.
381

Tukuyu Tejido de algodón resistente, usado co-


munmente para la fabricación de ropa o
bolsas.

Tupaq Amaru, Hijo de Manco Inka asesinado por el


Virrey Toledo.

Tupay Choque o encuentro de dos fuerzas, si-


milar a Tinku, pero en confrontación
mayor.

Uchunuyu Quebradita donde nace un arroyo “pi-


cante”.

Uku Pacha Cosmos o “mundo” de abajo-adentro


opuesto a Hanan-Pacha o mundo de
arriba-afuera.

Unku Camisa o pequeño “poncho” con aguayos


y pallays o figuras y símbolos de colores.

Unquña Pequeña “lliclla” o manta pequeña mayor-


mente cuadrada, donde se guardan y ex-
ponen las hojas de coca para “chacchar”.

Unu-pachakuti Diluvio Universal o gran reverso del


tiempo con catástrofe de lluvias abun-
dantes.

Urcos Localidad o Distrito al Sur del Cusco.


382

Urus Pueblo o etnia habitantes del lago Titi-


caca o en sus alrededores.

Varayuq Alcalde mayor poseedor de la “Vara” de


mando.

Vitcos Ciudad de refugio de los Inkas en el An-


tisuyu, similar al Paititi.

Wajcha Abandonado, pobre y sin pariente o


amigos que lo socorran o le den afecto.

Wakakamayoc Personaje sabio, servidor de una Waka y


depositario de su sabiduría y riquezas.

Wakas Seres espirituales de las montañas, vol-


canes y cerros.

Wakaya Raza o tipo de alpaca, auquénidos de


lana fina.

Wallata Ave palmípeda voladora del altiplano.

Wañuchun ñaqhap ¡Muerte a los vampiros de grasa! Similar


a K’arasiri.

Waraka Onda o cuerda para lanzar piedras.

Waskar Último Inka, de la dinastía de los Urin-


Cusco.
383

Watajata Puerto boliviano en el lago Titikaka.

Wawa Niño de pecho, en el decir de la madre.

Wawqicha Hermano querido.

Wawqipanakuna Hermanos-hermanas.

Waycu Torrente en quebrada, aluvión.

Wayna picchu Apu que queda al costado de Machupic-


chu significa joven (Wayna) montaña
parecido a un bolo de coca o“Picchu”.

Wayna Qhapaq Inca padre de Waskar y Atawallpa.

Wayra Viento.

Wayruro Especie de semilla roja con negro, usa-


das como amuleto o adornos “para la
suerte”.

Wihinjira El “llamador”.

Wilalayoy qollpa Sulfato de fierro para teñir fibra de lana


o algodón (Aymara)

Willka Huma Cabeza sagrada.

Willkamayu Río Sagrado o anciano.


384

Willkapampa Pampa o lugar descampado sagrado o


antiguo.

Wincha Tocado, cinta para amarrarse el cabello,


rodeando la frente.

Wiñay Pacha Cosmos eterno o mundo ancestral.

Wiñaymarka Pueblo eterno, sagrado o ancestral.

Wiñaypacha Cosmos eterno oancestral.

Wiñaywayna Joven eterno o ancestral.

Wira Grasa o cebo de las olas del mar o de las


“cochas” o lagos.

Wiracocha Mito o divinidad paterna, nombre alter-


nativo de Thunupa, fundador de la civi-
lización andina.

Wiraqolla Yerba aromática de uso en sahumerios.

Yachaq Sabio.

Yachay Sabiduría, conocimiento.

Yachaysapa mama Mujer sabia, curandera o “bruja”.Mujer


sabia, curandera o “bruja”.
385

Yakumama Serpiente mítica del agua, melliza de Sa-


chamama o serpiente de la selva.

Yanachalay Querida, amadísima.

Yanantin Paridad o algo “con su pareja”.

Yanantinkuy Paridad opuesta y complementaria.

Yanapakuy Institución de compromiso en paridad


en el trabajo mancomunado.

Yanavicos Pueblo o etnia de la región central del


Perú.

Yupanqui Nombre de una dinastía Inka.

Nota: Estos significados son de uso corriente en el sur del Perú y


por el norte hasta Huancavela, Apurimac y Ayacucho. Hay mucho
desacuerdo entre los académicos en usar tres o cinco vocales para la
escritura del Runa Simi.
Índice
Presentación 9
I Arnawan y las Amazonas 13
II La agonía del Shanti 29
III La Isla del Sol 39
IV ¡Chockora! 49
V ¿Un nuevo pachakuty? 59
VI El gallo cazador de serpientes 67
VII Una mirada salvaje 73
VIII La partida 77
XI La Cruz de Tiwanaku 83
X El Qhapaq Ñan: Camino de Sabiduría 95
XI Amant’u y Quesint’u 103
XII Pachatata y Pachamama 109
XIII Yanantin: La Paridad Andina 117
XIV Par-i-verso 125
XV En Qhapaq Ch’eqa 137
XVI La Verdad de los Qhapaq 147
XVII ¿Y qué es la Espléndida Existencia? 159
XVIII Purintin 163
XIV Los Paqho Pakuris 169
XX Pukara: más que razón y verdad 177
XXI El abra: La Raya 189
XXII Tipón: el santuario del agua 201
XXIII Cusco: el puma que caza la serpiente 207
XXIV Las Panakas del Cusco 215
XXV El árbol de la vida 227
XXVI Ch’ulla 235
XXVII Muyuqmarka: Donde nace el movimiento 239
XXVIII Ama sua, ama llulla, ama quella 245
XXIX Saraku, my love 251
XXX De Caxamarca a Roma 261
XXXI Inkas vs. Papas 287
XXXII La marcha continúa 305
XXXIII Retorno desde el Uku Pacha 319
XXXIV El tiempo mal calculado, el plazo mal deinido 327
XXXV El arte de la cetrería divina 339
XXXVI El munay: medicina de mujer 349
XXXVII Glosario 361

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