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CASO Máximo

En la época en que nos enteramos que yo estaba embarazada de nuestro primer


hijo, vivíamos en Santo Domingo. Como todos los padres novatos, estabamos
emocionados y un poco nerviosos. El embarazo parecía desarrollarse
normalmente aunque sentía las molestias habituales y un virus persistente me
había atacado durante el tercer mes. Ni siquiera se lo mencioné al médico porque
pensé que la fatiga extrema era simplemente el resultado del embarazo y que el
dolor de garganta crónico era alérgico.

Recé para que todo estuviera bien con el bebé nos hicieron las pruebas
habituales y las ecografías y todo parecía normal. Sin embargo, algo me decía
que no todo estaba bien. Supongo que será ese sexto sentido que tenemos a
veces.

El 15 de abril de 2013, a las 38 semanas de gestación y después de un parto


normal, Máximo nació. Cuando me lo trajeron me sorprendió lo difícil que era
cambiarle su batita ya que sus brazos estaban tan duros, pero lo atribuí a la
inexperiencia. Al día siguiente mi médica vino a verme y me dijo que Máximo
tenía la cabeza muy pequeña para su cuerpo. Era su esperanza que los huesos
de la cabeza se hubieran fusionado y que una operación pudiera separarlos. Yo
pensé que si este era el mejor de los casos, ¿cuál sería el peor?

Después de una resonancia magnética, el neonatólogo vino a verme y me dijo


que había daño cerebral y que no sabían qué problemas Mximo tendría en el
futuro. Mencionó epilepsia, parálisis cerebral, ceguera, sordera y otras
posibilidades pero dijo que tendríamos que esperar para saber. También me dijo
que consideraba injusto para él tener que darme la noticia ya que no me conocía.
¡Habrá considerado que no era injusto para mi tener que recibirla!

Cuando estaban por darme el alta, vino otro neonatólogo para decirme, sin tacto
alguno, que my hijo nunca pasaría de un vegetal y que nunca nos reconocería.
Nos aconsejó llevarlo a casa y esperar a que muriera ya que probablemente
Máximo dejaría de respirar en su sueño (Síndrome de muerte súbita). Agregó
que debíamos pasar por su consultorio al día siguiente para comunicarle nuestra
decisión sobre qué haríamos cuando lo encontráramos muerto. También nos
informó que Máximo tenía una infección urinaria y que debía quedarse en el
hospital de 7 a 10 días. Pedí verlo antes de irme, pero me dijo que era imposible
porque ya lo habían trasladado a una sala neonatal de terapia intermedia. Fui
demasiado ingenua; tendría que haberme impuesto.

Durante todo ese tiempo, el único consuelo que recibimos vino de mi médica
personal, la Dra. Bertha Medina. Luego de haberse ido el neonatólogo, comenzó
a llorar y nos dijo que su primer hijo había muerto de una anomalía cerebral.
Lloró con nosotros y después nos dio un consejo que jamás hemos olvidado.
Nos dijo que esta crisis consolidaría o rompería nuestro matrimonio y que
teníamos que tratar de unirnos aún más.

Nos enteramos que el CMV (citomegalovirus), que hasta entonces yo no


conocía, había probablemente causado la lesión cerebral y sucedió quizá en
aquél momento en que me sentí tan mal al final del primer trimestre. Nadie fue
el causante y nadie pudo haberlo evitado. Aún si hubiéramos sabido que tenía el
virus, el médico no podría haber hecho nada más que recomendar un aborto, a
lo que estamos completamente en contra. Lo único que hubiéramos conseguido
es tener miedo y espanto por el nacimiento. Por eso estoy contenta de no haber
sabido hasta después del nacimiento, pero también aliviada de que fuera
inmediatamente.

Supimos que la rigidez muscular y la dificultad para vestir a Máximo era el


resultado de la parálisis cerebral. Cuando tenía tres meses descubrimos que era
ciego, excepto por una mínima visión periférica. Es sordo de un oído pero el otro
funciona bien y tiene un retardo mental serio.

Cuando tenía 6 semanas, empezó a gritar día y noche pensamos que eran
cólicos pero no se le pasaba. A los nueve meses tuvo su primera consulta con
un neurólogo, quien nos dijo que los gritos eran normales en niños como Máximo
y nos recomendó probar con Klonopin para calmarlo. No queríamos drogarlo ya
que recién había comenzado a sonreír, pero decidimos probar por unos pocos
días. Luego de un período de prueba, nuestra única queja fue ¿por qué nadie
nos lo había recetado antes? Una de sus terapeutas estaba en contra de la
terapia con drogas, pero ella no tenía que pasar día y noche con él. Se convirtió
en un niño feliz que reía a cada ruido pequeño y nuestras vidas cambiaron del
día a la noche.

El tono muscular de Máximo es extremadamente rígido y la parálisis cerebral


afecta todas las partes de su cuerpo. Nos pasábamos el día tratando de
alimentarlo; por eso a los tres años, aunque no queríamos tomar la vía fácil,
tomamos la difícil decisión de colocarle un tubo de alimentación.

Máximo tiene una vejiga neurogénica, así es que he aprendido a colocarle el


catéter. He también aprendido a hacer la succión, cambiar el tubo de
alimentación y otras cosas que nunca hubiera esperado hacer; a veces me siento
como un médico.

Ahora que Máximo llegó a los siete años pensábamos en la posibilidad de


escolarizarlo, vivimos ahora en Latacunga y en el distrito hemos averiguado que
si hay escuelas para niños como nuestro hijo. Sin embargo estamos
desorientados en cuáles serán los procesos, cómo atenderán en una escuela las
necesidades de Máximo, qué podría aprender con el grado severo de dificultad
cognitiva que tiene?

No hemos tenido más hijos, pero cuando viene mis sobrinos o los de mi esposo,
observamos que Máximo se pone muy feliz, aunque no los ve los escucha .

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