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Qdoc - Tips Tu Mente Es Extraordinaria
Qdoc - Tips Tu Mente Es Extraordinaria
EXTRAORDINARIA
Gregory Cajina
Créditos
D.L.B.: 3.551-2015
ISBN: 978-84-9019-967-1
GREGORY CAJINA
Febrero de 2015
INTRODUCCIÓN
En el andén
1. De manera consciente,
observando y percibiendo
nuestro entorno inmediato en el
acto y decidiendo —o
reaccionando automáticamente—
acorde a la mejor de las
opciones de las que tenemos
conocimiento en ese preciso
momento.
2. De modo subconsciente, fuera de
nuestro control volitivo, esto es,
no nos percatamos de que no nos
percatamos de nuestros propios
procesos mentales de
percepción, pues subyacen muy
profundamente en nuestra mente.
Es en este plano cuando muchas
de las decisiones que tomamos se
tornan autolimitadoras al
cimentarse en años de creencias
magnificadas a través del hábito,
educación o mimesis con el
grupo social en el que nos
desenvolvemos. Así, aunque
desearíamos diametralmente lo
contrario, optamos por negociar
a la baja un salario en una
entrevista de trabajo porque
creemos que no tenemos la
necesaria experiencia —sin ser
el caso—; dejamos de hablar con
una persona porque creemos que
es demasiado atractiva —
sentenciando que con certeza ya
está comprometida—, o
toleramos que nos den órdenes
porque creemos que necesitamos
una autoridad que nos diga lo que
tenemos que hacer.
OSCAR WILDE,
El retrato de Dorian Gray, 1891
La explicación de un
rendimiento a nivel de experto
es el resultado de los esfuerzos
prolongados de un individuo en
mejorar su desempeño mientras
supera limitaciones externas y
motivacionales... Las
diferencias entre individuos,
incluso entre los que rinden en
un nivel de élite, están muy
relacionadas con el número de
horas de práctica deliberada.
Muchas de las características
que solíamos creer reflejaban
un talento innato, en realidad
son el resultado de una práctica
intensa extendida durante un
mínimo de diez años.
La manipulación se diferencia de la
persuasión en que aquella es
empleada para fines cuestionables a
través de una hipnosis soterrada o un
alelamiento profesionalizado que
controla a un grupo organizado,
particularmente a través de su dinero o
con dogmas revelados acerca de lo
que debe o no, y con quién, hacer en su
alcoba. A cambio, el que confía en ese
nuevo líder proveedor de respuestas
recibe periódicamente una inyección
de sensaciones emocionales y
adictivas que anulan su capacidad
pensante consciente y que, pronto, lo
dirigirán a un camino sin salida. «Tú
cree en mí, que lo demás vendrá solo
—le prometerán—, pero, mientras, no
te olvides de hacer el ingreso en
cuenta.» Un pueblo aunado es
particularmente crédulo, fácilmente
manipulable.
Pero afortunadamente el espíritu de
un grupo es diferente al de un
individuo: lo que hacemos en la
intimidad de nuestro dormitorio no lo
haríamos en la grada de un estadio —o
al menos habitualmente—, ni lo que
hacemos frente a nuestros amigos no lo
haríamos frente a nuestros adversarios.
Lo que pensamos cuando tenemos
espacio para reflexionar en soledad,
momentáneamente guardando una
distancia respecto al grupo, suele
discurrir de modo diferente a lo que
este exigiría que pensáramos, sobre
todo si cuestiona la acordada sensatez
de la mayoría.
Por ello es tan valioso reservar un
momento privado cada día y cada
noche para continuar destilando del
conjunto de nuestras creencias cuáles
son realmente propias y cuáles, sin el
necesario juicio, hemos estado
absorbiendo inadvertidamente de la
masa que nos rodea.
Hay quien encuentra una tribu a la
que pertenecer, pues se percata y toma
conciencia de que piensa como ella.
Pero el trabajo es el inverso:
primero reflexione, decida, concluya
por sí mismo, y después halle esa tribu
que comparta lo que usted piense.
Ahora bien, mantengámonos alerta:
mucho tiempo inmersos en ella y
quizás acabemos por acomodarnos a la
idea, sin apenas darnos cuenta, de que
lo que hay y es reside solamente
dentro de esa tribu.
Ese será el preciso momento en que
habremos de volver a cuestionar
nuestras creencias y decidir si
someternos a la mayoría.
O continuar por nuestro camino fuera
del entorno que nos vio germinar,
puesto que hace tiempo que ya no nos
permite crecer más.
Por ejemplo, emprendiendo en
Berlín.
DIECISÉIS
Berlín
Simplificación: El precio de la
independencia
Un inspector de la policía
recibe una llamada anónima
por la que es informado de que
hay, dentro de una casa, un
peligroso narcotraficante de
nombre José.
Se organiza una operación
para detenerlo y los agentes, al
asaltar la casa, se encuentran a
cuatro individuos a la mesa
repartiéndose dinero.
Uno de ellos trabaja en
fontanería; otro, en la
construcción; el tercero
conduce camiones, y el cuarto
es electricista.
La policía, inmediatamente,
arresta al conductor.
¿Cómo han sabido quién era
el sospechoso?
En un inquietante experimento
realizado en 1963, el psicólogo de
Yale Stanley Milgram quiso probar
hasta qué punto ciudadanos de orden
estarían dispuestos a infligir daño a
otras personas que acababan de
conocer simplemente cuando eran
ordenados a hacerlo.
Para asegurar la participación, invitó
a una serie de sujetos normales con el
pretexto de averiguar las interacciones
que se desarrollaban en nuestra mente
entre un aprendizaje y un castigo. Una
vez en el laboratorio, instó a los
sujetos a que efectuaran una serie de
preguntas a un determinado estudiante
situado en otra sala diferente y a ad-
ministrarle, por cada error en su
respuesta, una descarga
progresivamente ascendente en tramos
de 15 voltios, incluyendo la
posibilidad de aplicar un máximo de
450 voltios. Si alguna vez ha vivido la
muy desagradable experiencia de
meter los dedos en un enchufe
accidentalmente cuando era pequeño,
imagine: ahora estamos hablando de
más del doble de la tensión que tiene
en su hogar.
La suficiente para matar a alguien.
Lo que no sabían estos individuos
era que el estudiante al que
hipotéticamente estaban descargando
electricidad en realidad era un actor
confabulado quien, en su interpretación
dramática, incluso gritaba implorando
que el experimento concluyera y que le
dejaran marchar.
Cuando los sujetos decidían aplicar
una descarga lo suficientemente alta —
pero ficticia— para ser potencialmente
mortal, el actor dejaba de gritar de
repente y se quedaba en absoluto
silencio, con lo que se podía inferir
que estaba inconsciente... o había sido
ejecutado.
Más del 60 % de los sujetos del
experimento castigaron al estudiante
con una descarga de 450 voltios, la
suficiente como para aniquilar a una
persona.
Permanentemente estamos en un
proceso generativo de entidades, de
seres con vida propia. No nos
referimos aquí al jovial proceso
reproductivo humano sino a nuestro
papel en la constante y diaria creación,
participación, involucración,
desarrollo, interacción y disolución en
y de grupos de individuos con la
capacidad de adquirir una
personalidad propia sin importar si
esas asociaciones están compuestas
por familias ancestrales,
departamentos de ventas de una start-
up de reciente creación, por parejas
propias y ajenas, por seguidores de
trending topics en su red social azul
favorita o por las siempre tonificantes
colas al embarcar en un vuelo de
Ryanair.
Cada vez que una serie de individuos
separados conectan, automáticamente
articulan una cultura, un espíritu, una
personalidad propia en ese grupo que
va más allá de lo que definía a sus
miembros previamente. Desde el
momento en que entramos a formar
parte de un grupo, se genera un circuito
de retroalimentación por el que ambos,
grupo e individuo, se nutren y
refuerzan mutuamente, sea para
expandir a la nueva asociación, para
cohesionarla o para extinguirla.
Estos grupos no siempre son
formados de manera expresa o
siguiendo unas directrices previamente
escritas. Al contrario, a través de la
socialización en nuestra infancia
aprendemos a convivir con una serie
de normas intangibles que permiten
mantener un cierto orden en la
estructura societaria, pues los grupos
humanos demasiado grandes nos tornan
ingobernables. Una vez que el grupo
acepta íntimamente estas exigencias de
comportamiento, pasan a formar parte
de la identificación propia del
individuo, que ahora se define como
miembro de algo, autoimponiéndose
por el camino una lealtad o una
subordinación a lo que percibe que es
el consenso de la mayoría: el
pensamiento-grupo.
Cuántas veces nos habremos
encontrado aguardando en una cola
ante una ventanilla, mirando con
vacilación cómo el mostrador de al
lado se hallaba vacío, pero nos
habremos asegurado a nosotros
mismos que, sin cuestión, ese
mostrador disponible no está operativo
aun cuando hayamos observado
durante minutos al que despacha
ensimismándose en sus uñas como si
fuera la primera vez que las ve. Sin
haberlo decidido conscientemente,
habremos formado entre todos un
grupo informal con los demás
individuos que estamos en la cola de
los masoquistas, mientras nos
aliviamos entre nosotros maldiciendo
entre dientes al tipo de las uñas.
Hasta que uno se decide a romper la
disciplina de partido.
– «Soy responsable
comercial.» (Ah, este es un
vendedor, pobre.)
– «Trabajo en Recursos
Humanos.» (Este es un
«terminator» que despide
gente.)
– «Soy emprendedor.» (Otro
insensato.)
– «Hago la contabilidad de
empresas clientes.» (A ver si le
saco un precio de amigo.)
El liderazgo no se explica, se
evidencia. No es aquella fortaleza
sobre la que se brama en reuniones de
caoba y se tasa al kilo en cátedras
universitarias y sesudas
investigaciones, sino la que exhibe ese
tipo que se quita la chaqueta, se
remanga y hace lo que es esencial para
lograr lo que es imperativo. Sobre
todo si exige mancharse de barro.
Liderar es exhibir la fuerza que no se
—sabe que se— tiene cuando le
tiemblan las piernas por la duda del
siguiente paso y, aun así, crea caminos
nuevos para sí y para su gente.
Es el permiso que uno se concede
para no solo saberse grande, sino para
mostrar esa grandeza ante el público.
Es indiferente que los mediocres
confundan su osadía con arrogancia,
pues no son ellos en quienes el líder
genuino se centra: si quieren seguirlo a
destino, así sea; si deciden ignorarlo,
así se haga. Pero si cometen la
insensatez de intentar entorpecerlo en
su camino, el líder los arrollará con su
determinación. No hay nadie en su
sano juicio que pueda interponerse
entre un individuo, cualquier
individuo, y su meta cuando hace de
esta su misión innegociable en este
planeta.
El líder tiene la suficiente audacia
para trazar sus objetivos en el reino
que los sacerdotes de la desidia
consagran como irrealizable, pues
sabe que, a fin de cuentas, todo lo que
hoy es y existe solo fue creado en el
pasado a partir de la profanación del
sagrado dogma de lo imposible.
Mejor vivir en el infierno de la
crítica que en el limbo de la bendición
de los mediocres.
Ningún logro se alcanzó nunca por
parte de los que respetan demasiado el
territorio de lo imposible.
Comunicarse a través de un satélite al
otro lado del Pacífico era imposible.
La penicilina era imposible. Iluminar
una ciudad con bombillas
incandescentes era imposible. Crear un
automóvil con una impresora 3D era
imposible. La regeneración de tejidos
humanos a partir de unas pocas células
en una placa de Petri era imposible.
El líder es ese tipo irrazonable que
halla, o se inventa, las razones por las
que, sin negociación ni acuerdo
parcial, consigue sí o sí lo que se
propone, le lleve un mes o una vida.
Para ser razonable siempre habrá
tiempo: el que tarde ese tipo en ser
olvidado y no ocupar jamás el panteón
de los que sí escriben la historia.
El líder insensato es el que construye
con astucia una red de aliados para la
travesía, pues sabe que la
individualidad de un tipo con arrojo no
es el individualismo desesperado del
cazador extraviado de la manada.
El líder que llevamos dentro cada
uno de nosotros es el que se resiste a
la tentación de un plan B subóptimo
que le distraiga de lo que realmente
quiere y aspira: el trapecista
incrementa hasta el 500 % su
concentración cuando sabe que no hay
red debajo; el escalador, cuando
asciende la roca helada por donde ayer
nadie le aseguró un anclaje.
La historiadora de la Universidad de
Utah Frances Titchener nos relata el
detalle de lo que sucedió aquella
gélida noche del 11 de enero del año
49:
La felicidad se puede
comprar.
El proceso de comprar un
determinado producto activa nuestro
mecanismo de recompensas en el
cerebro a través de la liberación de un
neurotransmisor, la dopamina, en el
nucleus accumbens, un grupo de
células nerviosas bajo nuestro córtex
cerebral y que está tan vinculado con
la experiencia de sentirnos bien que
los científicos denominan a esa zona
del cerebro el «centro de placer». El
mismo que se estimula cuando se
consume un psicotrópico, se gana la
lotería o se disfruta de una apasionada
velada con un amante.
Cuando una determinada decisión o
evento genera una liberación de
dopamina de una manera
particularmente rápida o intensa,
entonces tenemos los ingredientes
necesarios para asegurar una adicción
a aquello que está causando que nos
sintamos bien: la región del
hipocampo generará un recuerdo
acerca del evento, que se grabará a
fuego en un formato estímulo -
respuesta en nuestra amígdala. Es así
como el nucleus accumbens, a quien
le encanta estar dopado, le manda una
orden al lóbulo prefrontal, responsable
de diseñar y ejecutar planes de futuro,
para exigirle que halle los modos de
repetir el evento —u otros similares—
que le hagan volver a sentirse bien.
Es a través de esta sucesión de
comunicaciones entre las distintas
regiones del cerebro como se articula
lo que, en una sola palabra, conocemos
como «motivación».
1. Tuitéenos a @GregoryCajina
#LZE o #LaZona (la
publicaremos también en
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organizaremos por varias
ciudades en las que podrá
presentar sus ideas a gente que
también piensa en extraordinario.
Como usted.