El primero de los cuatro grandes films de Hitchcock reeditados, La ventana
indiscreta (1954) se libra al furor de la interpretación, se presta a todos los fantasmas y se entrega al placer del espectador.
"Wehave become a race of peepingtoms" (Nos hemos convertido en una
raza de mirones), afirma, desde el comienzo de La ventana indiscreta, la profética Stella (una admirable Thelma Ritter), enfermera que todos los días viene a masajear la flaca espalda de L.B. Jeffries, conocido como "Jeff" (James Stewart), fotógrafo inmovilizado en su departamento neoyorkino (a causa de una pierna rota y, por ende, enyesada), gran misántropo desgarbado roído por la inactividad (¿no espía acaso, algo viciosamente, a los vecinos, enfocándolos con su teleobjetivo?), abrumado por la canícula (los veranos neoyorkinos son de una humedad terrible: se atraviesan en pijama), y acosado por la snob Lisa Fremont (Grace Kelly, bellísima), criatura de ensueño que aprovecha su dolencia pasajera para intentar imponerle sus sueños de matrimonio burgués. Un mirón "inmovilizado", ¿qué vendría a ser? Un espectador, claro. Un hombre clavado en su asiento, condenado a una "visión bloqueada" (bella expresión de Pascal Bonitzer), un cinéfilo, nosotros. Pero ¿qué quiere, este espectador? Espectáculo, por supuesto. Y no cualquier espectáculo. Para él, lo ideal sería sorprender "por azar" un acontecimiento que fuera en el sentido de sus deseos más turbios y, por ende, informulables. Hacerse la película de sus malos pensamientos. Si, aun por interpósita persona (lo que se llama un "personaje"), realiza su deseo (desembarazarse por ejemplo de la mujer que lo acosa), no habrá perdido su tiempo. Si, en cambio, toma conciencia a lo largo del camino de que su deseo es feo e impresentable, tendrá vergüenza, será castigado y, masoquista como es, tal cosa incluso le agradará. Al pequeño juego de la culpabilidad todo le viene bien. Tomemos a Jeff, su gran teleobjetivo y su larga pierna enyesada. A fuerza de escrutar la comedia humana que se desarrolla en las ventanas de enfrente como en otras tantas pantallas, descubre uno o dos detalles sospechosos. La mujer (enferma) de uno de sus vecinos de enfrente desaparece un día de su campo visual. ¿Y si el marido (harto) hubiera terminado por matarla? Persuadido de que eso es ni más ni menos lo que ocurrió, Jeff moviliza (en vano) a un amigo policía y (con éxito cierto) a Lisa y Stella. Esta última, que había lanzado la pequeña frase sobre la "raza de mirones", se transforma en cuestión de segundos en una supermirona. En cuanto a la afanosa Lisa, más aún que en su brazo derecho, se transforma en verdadera "mitad" de Jeff. Por sí solos, presas de hormigueante excitación, los tres se lanzan a la solución del enigma. Y nosotros, que en la tiniebla de la sala en sombras miramos La ventana indiscreta de Hitchcock, somos en el fondo como ellos, es decir, consentimos el deseo jeffiano, anhelamos que haya "visto bien". Y estamos preparados, si hace falta, para tener (un poco de) miedo. Después de todo, ¿no hemos pagado de antemano en la caja nuestro derecho a la visión bloqueante y a los deseos desbloqueantes? ¿A nuestro lugar de espectador? De mirón, sí. Hay dos tipos de mirones en el cine. El tipo Rossellini y el tipo Hitchcock. Uno, que se inclina a lo obsceno; otro, que le echa el ojo a lo pornográfico. Si espío a alguien que, por definición, no podrá nunca "devolverme" esta mirada, me confronto con la obscenidad (¡es duro!). Si miro a alguien como si fuera un objeto y éste de repente torna hacia mí sus ojos de objeto y me mira, estoy en una situación pornográfica, del lado de Hitchcock (¡qué perverso!). Quienquiera que, seguro de tener sus objetos humanos en la punta de sus anteojos, haya creído al menos cruzar su mirada, sabrá de qué hablo. Y de qué miedo hablo. Para que el espectáculo tenga su moraleja, es necesario, simplemente, que el juego entre los dos gatos (aquí, Jeff y Hitchcock) y los dos ratones (aquí, el criminal y el espectador) se equilibre poco a poco, que el ciego juego de manos que funciona como adivinanza se precipite, y que "el infierno es los otros" se transforme a lo largo del film en "cada uno, a su turno, en el papel del diablo". Y esto, hasta el vertigo... quiero decir, hasta el vértigo. Fue a este precio que Hollywood contaba precisamente las historias que ya soñaba su público. Fue así que un hombre, uno solo, contó mejor que los otros aquello que él había analizado mejor que los otros: Sir Alfred Hitchcock. Finalmente, Jeff no había (sólo) soñado la culpabilidad del vecino. El gran Thorwald (Raymond Burr) había cortado escuetamente a su mujer en pedazos. Y como termina por saber que Jeff lo sabía, helo aquí (es el final de la película) cruzando el patio, subiendo las escaleras, entrando en el departamento de Jeff por la puerta, haciéndole, con voz extrañamente fuerte y desamparada, una sola pregunta: "What do youwantfrom me?" (¿Qué quiere Ud. de mí?). No contaré el final: todavía quedan personas que, entre 1954 y 1984, no han visto aún este film de culto. ¿Por qué film de culto? En principio porque en eso fue en lo que se convirtió con el tiempo. En razón de su (casi) invisibilidad. Hombre de negocios experimentado, Sir Alfred decidió (al igual que con tres de sus otros films: Vertigo, El hombre que sabía demasiado, La soga, todos con James Stewart) volver a estrenarlo, con copias nuevas y un público del todo nuevo. Y también, porque, culto, lo había sido siempre. Tal como acabo de resumirlo, no hago más que machacar sobre melodías conocidas. Desde hace treinta años, es difícil relatar La ventana indiscreta sin pasar ipso facto de rana cinéfila a buey teórico. Gracias a este film, las mejores mentes tuvieron siempre la sensación de comprender perfectamente a Hollywood, su arte del suspenso, su retorcida moral y sus más íntimos secretos. Más que un "film que piensa", es éste un film que da para pensar. Generosamente. Hasta el vértigo. Y hoy, sin embargo, lo admirable no es que La ventana indiscreta sea (evidentemente) un film sobre el cine, un resumen perfecto del arte poética según Hitch, la puesta en abismo más lograda de aquello que consiste en consumir imágenes en tinieblas (como pecados), sino más bien que con todo y a pesar de todo, el film haya conservado su color, su carne, su humedad. Que esta lonja de vida estilizada y finamente picada no haya perdido nada de su sanguinolenta y básica maldad. Un último, sorprendente punto. Consiste en decir que La ventana indiscreta, film a propósito del cual se ha hablado siempre de mirada, voyeurismo y pulsión escópica, es también (y quizás ante todo) una partitura sonora formidable, sin la cual no habría probablemente "envejecido" tan bien. Es extraño, pero es esto lo que más impresiona hoy en día. Como director "visual", Hitchcock sigue siendo fundamentalmente un cineasta del mudo. Es decir que considera todos los sonidos como igualmente artificiales. A Truffaut, no teme confesarle: "El diálogo es un ruido entre otros, un ruido que sale de la boca de personajes cuyas acciones y miradas cuentan una historia visual." Esto es lo que le permitió, en el marco del cine hollywoodense de los años cincuenta, ser —a su manera— un contemporáneo de los Tati o los Bresson que, en Europa, se planteaban —a su manera— las mismas preguntas. El patio sobre el que da la ventana es ante todo un baño sonoro, saturado, urbano, colmado de rumores y de promiscuidades, de aire cálido e inconfesables reverberaciones. En ese magma sonoro hay una pequeña canción que se abre camino, y de la que, finalmente, depende todo. Escuchemos La ventana indiscreta. [8 de febrero de 1984]