Está en la página 1de 490

Andrew Worth, periodista especializado en temas de divulgación

científica, rechaza investigar una nueva y misteriosa enfermedad


mental, la Angustia; en su lugar acepta un reportaje en la isla artificial
de Anarkia, donde se celebra el Congreso del Centenario de Einstein
y en el que se presentan a debate varias teorías candidatas a la TOE,
la Teoría del Todo soñada por los físicos. Pero allí descubre una
trama que amenaza la vida de los físicos más eminentes y se ve
abocado a una carrera contrarreloj mientras se acerca el Instante
Aleph, una catástrofe de dimensiones cósmicas que se extenderá por
el tiempo hasta alcanzar el mismísimo Big Bang.
El Instante Aleph es una novela rigurosa que ataca con una valentía
singular un tema que rara vez ha sido abordado por la ciencia ficción:
la posibilidad de que se llegue a formular la TOE definitiva. Pero
además, Greg Egan explora diversas y fascinantes premisas
metafísicas y durante el trayecto elabora una de las novelas más
complejas, personales y sugerentes que ha dado el género en toda su
historia.

2
Greg Egan

El instante Aleph
ePUB v1.1
Abraxas 24.07.11

3
Título: El Instante Aleph
Autor: Greg Egan
Título original: Distress
Traductor: Adela Ibáñez
ISBN: 9788493066376

4
PRESENTACIÓN

Greg Egan podría haber sido un espléndido escritor de


terror.
Para comprobarlo basta con leer el primer capítulo de la
novela que tienen entre manos. Adelante, hagan la prueba,
no son más que unas pocas páginas. Yo espero aquí.
¿Listo? Bien.
¡Qué fantasía tan aterradora! De pronto te despiertas en
un hospital, crees estar a salvo, pero no tardas en descubrir
que simplemente te han resucitado durante unos segundos
para cooperar en la investigación policial de ¡tu propio
asesinato! Incluso la escena comienza con una frase, «De
acuerdo. Está muerto. Adelante, habla con él»,
deliciosamente paradójica, señalándonos que el firme de la
realidad puede desaparecer en cualquier momento.
Y de eso se trata. La experiencia de Daniel Cavolini es la
de cualquier lector de Greg Egan. Estás leyendo
tranquilamente, y de pronto, sin avisar, lo que habías
considerado como base firme de tu existencia, desaparece y
te encuentras flotando en el aire preguntándote cuándo
empezará la caída. En las ficciones de Greg Egan, no sólo la
realidad no es lo que parece; en ocasiones, simplemente no
hay realidad a la que aferrarse. Poniendo en duda cualquiera

5
de nuestras preciadas creencias, los relatos y novelas de
Greg Egan siempre llevan con rigor y lógica sus ideas hasta
las últimas consecuencias, y a pesar de ser ciencia ficción,
producen ese sentimiento de terror metafísico que tanto
amaba Philip K. Dick.
En particular, la búsqueda del fundamento final de la
realidad es la base de la trilogía informal de la cosmología
subjetiva, formada por Cuarentena, Ciudad permutación y la
novela que hoy presentamos. Cosmología subjetiva porque la
presencia de observadores inteligentes es imprescindible
para la propia existencia del universo. En Cuarentena, la
existencia de la mente humana fija una realidad cuántica
entre las muchas posibles. En Ciudad permutación, es tarea
de la mente ordenar el caos de puntos incoherentes del
universo. En El Instante Aleph... No, mejor dejo que lo
descubran por sí mismos.
Sí puedo decirles que El Instante Aleph es una novela
apasionante, donde la fértil imaginación de su autor recrea
un futuro cercano simultáneamente creíble, sólidamente
anclado en las elucubraciones científicas, y extraño, porque
sus habitantes (que para nosotros forman casi un catálogo
teratológico: autistas voluntarios, muertos vivientes, nuevos
géneros sexuales[1] y millonarios con ADN reconvertido) se
han adaptado a vivir en él.
Por entre las peripecias de la novela, que se mueve
inexorable hacia su conclusión rigurosa, Greg Egan introduce
sus preocupaciones. Dos son claras, y es fácil leer algunos
párrafos como declaraciones del autor. Tenemos la presencia
continua de la idea que afirma la ciencia debería ser una
actividad regida por condicionantes culturales y raciales, en
lugar de un cuerpo de conocimiento objetivo. Es una idea
tonta para cualquiera con conocimientos científicos y el autor
la ridiculiza continuamente. Pero hay una variante que a

6
Greg Egan le toca más de cerca: la idea de que no se puede
hacer ciencia ficción a secas, sino que hay que hacer ciencia
ficción australiana (en su caso). Idea intolerable para un
autor que ha defendido siempre su derecho a elegir
libremente su forma de escribir.
Y otro tema que lo preocupa es el culto a la ignorancia,
tan común hoy en día y que es el antagonista real de su
obra. Para un autor que ha hecho del rigor el eje de su obra,
la idea de no saber le parece absurda. Si no se sabe, es
imposible decidir ni actuar. Uno de los personajes de la
novela lo articula muy bien al describir el sistema educativo
de Anarkia y no me resisto a citarlo: «Si las personas
conocen las fuerzas biológicas que influyen sobre ellas y
quienes las rodean, por lo menos tendrán la oportunidad de
adoptar estrategias inteligentes para conseguir lo que
quieren con un conflicto mínimo, en lugar de dar tumbos por
ahí cargados de mitos románticos y buenas intenciones
cortesía de algún filósofo político muerto».
Me alegra mucho que Greg Egan escriba ciencia ficción en
lugar de terror. El efecto de Greg Egan sólo puede obtenerse
en la ciencia ficción, que al ser una literatura primero de
ideas y luego de todo lo demás, permite al lector
experimentar directamente el impacto de una noción, de una
cábala informada, sin que un personaje la debilite. Poco
valen las distinciones literarias clásicas con Greg Egan; se
escapa y, como Borges, se extravía periódicamente en la
metafísica.
Greg Egan no escribe novela social. Greg Egan no escribe
novela psicológica. Greg Egan escribe novela neurológica.
Puestos a analizar el ser humano, ¿por qué hacerlo desde
aproximaciones toscas como la sociología o la psicología?
Greg Egan desciende a niveles más profundos. No es un
autor fácil, pero es un autor rico que nos obliga a pensar

7
sobre lo que damos por supuesto.
Pasen y lean. Y maravíllense.

PEDRO JORGE ROMERO

8
No es cierto que se habrá completado el mapa de la
libertad
cuando desaparezca la última frontera infame
mientras aún tengamos que trazar los polos del trueno
y delinear las arritmias de la sequía
para desvelar los dialectos moleculares de la sabana y
el bosque
tan ricos como un millar de lenguas humanas
y comprender la historia más profunda de nuestras
pasiones
más antiguas que cualquier mitología
Por ello declaro que ninguna empresa tiene el
monopolio de los números
ninguna patente puede abarcar ceros y unos
ninguna nación tiene soberanía sobre la adenina y la
guanina
ningún imperio gobierna las ondas cuánticas
Y debe haber sitio para todos en la celebración del
entendimiento
porque hay una verdad que no se puede comprar ni
vender
imponer por la fuerza, contener
ni evitar.

MUTEBA KAZADI, Technolibération (2019)

9
PRIMERA PARTE

1
—De acuerdo. Está muerto. Adelante, habla con él.
Eil bioético era un ásex lacónica y joven de pelo rubio
estilo rasta. Su camiseta lucía el eslogan ¡NO A LA TOE! entre
los anuncios de pago. Refrendó el impreso de autorización en
la agenda electrónica de la forense y se retiró a una esquina.
El traumatólogo y el enfermero apartaron el equipo de
reanimación y la forense se abalanzó, jeringa hipodérmica en
mano, a administrar la primera dosis de neuroconservante.
Era inútil antes de la muerte legal, pues en cuestión de horas
varios órganos acusaban su extrema toxicidad, pero el cóctel
de antagonistas de glutamato, bloqueantes de los canales de

10
calcio y antioxidantes detendría los procesos bioquímicos más
perniciosos en el cerebro de la víctima casi de forma
inmediata.
El ayudante de la forense la siguió de cerca con un carrito
que contenía toda la parafernalia de la reanimación post
mortem: una bandeja de instrumentos quirúrgicos
desechables, varios estantes con equipo electrónico, una
bomba arterial alimentada desde tres depósitos de cristal de
unos veinte litros y algo parecido a una redecilla para el pelo
hecha de cable superconductor gris.
Lukowski, el inspector de homicidios, estaba a mi lado.
—Worth, si todo el mundo estuviera equipado como tú —
reflexionó en voz alta—, nunca tendríamos que hacer esto.
Sería facilísimo reproducir el crimen desde el principio hasta
el fin. Como si abriéramos la caja negra de un avión.
—Si todo el mundo tuviera derivaciones de nervio óptico,
¿no crees que los asesinos arrancarían los chips de memoria
de sus víctimas? —Hablé sin apartar la vista de la mesa de
operaciones. Luego podría eliminar nuestras voces con suma
facilidad, pero quería una toma continua de la forense
mientras conectaba el suministro de sangre.
—A veces. Pero nadie se entretuvo en dañar el cerebro de
este tío, ¿no?
—Espera a que vean el documental.
El ayudante de la forense roció el cráneo de la víctima con
una enzima depilatoria en aerosol, y a continuación apartó el
pelo negro, rapado, con un par de pases de la mano
enguantada. Mientras lo metía en una bolsita de muestras
entendí por qué se mantenía compacto en lugar de
dispersarse como la basura de una barbería: varias capas de
piel iban incluidas en el lote. El ayudante pegó la «redecilla»,
una madeja de electrodos y detectores SQID, al desnudo y
rosado cuero cabelludo. La forense terminó de revisar el

11
suministro de sangre y procedió a hacer una incisión en la
tráquea, en la que introdujo un tubo conectado a una
pequeña bomba que reemplazaría los pulmones colapsados.
No para mantener la respiración; simplemente como ayuda
para el habla. Era posible controlar electrónicamente los
impulsos nerviosos hasta la laringe y sintetizar los sonidos
que la víctima intentara emitir, pero al parecer la voz
siempre resultaba menos confusa si se emitía
experimentando algo parecido a la sensación táctil y auditiva
que produce una columna de aire que vibra. El ayudante le
colocó una venda acolchada sobre los ojos; en casos
extremos, la víctima podía recuperar esporádicamente la
sensibilidad de la piel de la cara, y dado que se eludía a
propósito reanimar las células de la retina, era más fácil
mentir, alegando algún tipo de lesión ocular que explicara la
conveniente ceguera.
«En mil ochocientos ochenta y ocho —me imaginé como
posible comentario—, los cirujanos de la policía fotografiaron
las retinas de una víctima de Jack el Destripador, con la vana
esperanza de descubrir el rostro del asesino embalsamado en
los pigmentos sensibles a la luz del ojo humano...»
No. Demasiado previsible. Y demasiado engañoso; la
reanimación no consistía en extraer información de un
cadáver pasivo. Pero ¿cuáles eran las referencias
alternativas? ¿Orfeo? ¿Lázaro? ¿«La pata de mono»? ¿«El
corazón delator»? ¿Reanimator? Ni la mitología ni la ficción
habían imaginado la verdad. Mejor ahorrarse las
comparaciones fáciles y dejar que el cadáver hablara por sí
mismo.
El cuerpo de la víctima sufrió un espasmo. Un marcapasos
provisional obligaba a latir a su corazón dañado; utilizaba
una potencia tan elevada que envenenaría todas las fibras
musculares cardiacas con subproductos electroquímicos en

12
cuestión de quince o veinte minutos como mucho. En lugar
del suministro de los pulmones se introducía sangre artificial
preoxigenada en el ventrículo izquierdo del corazón, se
bombeaba una vez por todo el cuerpo, se extraía a través de
las arterias pulmonares y se desechaba. A corto plazo, un
sistema abierto daba muchos menos problemas que la
recirculación. Las heridas de arma blanca a medio coser del
abdomen y el torso estaban hechas un asco: supuraban un
líquido muy fluido, escarlata, que caía por los conductos de
drenaje de la mesa de operaciones, pero no suponían
amenaza alguna; se le sacaba una cantidad de sangre cien
veces mayor a cada segundo, deliberadamente. Nadie se
había molestado en quitar las larvas quirúrgicas, de modo
que éstas seguían trabajando como si nada hubiera
cambiado: cosiendo y cauterizando químicamente las venas
más pequeñas con sus mandíbulas, limpiando y
desinfectando las heridas, husmeando a ciegas en busca de
tejido necrosado y coágulos que llevarse a la boca.
Mantener el flujo de oxígeno y nutrientes del cerebro era
esencial, pero no revertiría el deterioro. Los verdaderos
catalizadores de la reanimación eran los miles de millones de
liposomas, cápsulas microscópicas de droga hechas con
membranas lipídicas, que se administraban junto con la
sangre artificial. Una proteína clave insertada en la
membrana abría la barrera entre sangre y cerebro,
permitiendo que los liposomas emergieran de los capilares
cerebrales al espacio interneuronal. Otras proteínas hacían
que la propia membrana se fundiera con la pared celular de
la primera neurona adecuada que encontrase, vertiendo un
elaborado paquete de maquinaria bioquímica que volvía a
suministrar energía a la célula, limpiaba una parte de los
detritus moleculares de las lesiones isquémicas y la protegía
del shock provocado por la reoxigenación.

13
Le habían introducido también otros liposomas, hechos a
medida para los distintos tipos de células: las fibras
musculares de la cavidad bucal, la mandíbula, los labios, la
lengua y los receptores del oído interno. Todos contenían
drogas y enzimas de efectos similares: secuestraban la célula
moribunda y la obligaban, brevemente, a reunir sus recursos
en un último e insostenible estallido de actividad.
No se trataba de una reanimación total llevada hasta
extremos heroicos. Este tipo de reanimación sólo se permitía
cuando la supervivencia del paciente dejaba de tenerse en
cuenta porque habían fallado todos los intentos de
mantenerlo con vida.
La forense echó un vistazo a la pantalla del carrito del
material. Seguí su mirada; había ondas que mostraban el
errático ritmo del cerebro y gráficos de barras que fluctuaban
midiendo la cantidad de toxinas y productos de desecho que
se extraían del cuerpo. Lukowski, expectante, se acercó. Lo
seguí.
El ayudante pulsó un botón de un teclado. La víctima se
contorsionó y tosió sangre, en parte todavía suya, oscura y
coagulada. Las ondas de la pantalla se dispararon y se
volvieron más pausadas y regulares.
Lukowski agarró la mano de la víctima y la apretó. El
gesto me pareció cínico, aunque no sabía si reflejaba un
impulso compasivo sincero. Eché un vistazo al bioético. En
ese momento, en su camiseta ponía: LA CREDIBILIDAD ES
UN ARTÍCULO DE CONSUMO. No sabía si se trataba de un
mensaje patrocinado o de una opinión personal.
—¿Daniel? ¿Danny? —dijo Lukowski—. ¿Me oyes?
No hubo ninguna respuesta física aparente, pero las ondas
cerebrales bailaron. Daniel Cavolini era un estudiante de
música de diecinueve años. Lo habían encontrado alrededor
de las once, sangrando e inconsciente, en una esquina de la

14
estación de Town Hall. Todavía conservaba el reloj, la agenda
electrónica y los zapatos, por lo que era improbable que se
tratara de un atraco fortuito que se hubiera desmadrado. Me
había pasado quince días con la brigada antihomicidios
esperando que sucediera algo como esto. Las órdenes
judiciales para la reanimación sólo se expedían si había
sospechas fundadas de que la víctima podía identificar a su
agresor; era poco probable conseguir una descripción verbal
útil de un desconocido, y mucho menos un retrato robot del
asesino. Lukowski había despertado a un juez justo después
de medianoche, en cuanto el dictamen estuvo claro.
A medida que más y más células reanimadas empezaban
a recibir oxígeno, la piel de Cavolini adquiría un extraño tono
carmesí. La molécula intrusa portadora de la sangre artificial,
que le confería aquella tonalidad, era más eficaz que la
hemoglobina, pero como el resto de las drogas
reanimadoras, resultaba tóxica en última instancia.
El ayudante de la forense pulsó unas cuantas teclas más.
Cavolini empezó a contorsionarse y a toser de nuevo. Había
que mantener un delicado equilibrio: era necesario aplicar
pequeñas descargas eléctricas al cerebro para restablecer la
coherencia de los impulsos principales que producían la
consciencia, pero demasiada intromisión externa podía borrar
los restos de la memoria reciente. Incluso después de la
muerte legal, las neuronas podían permanecer activas en lo
más recóndito del cerebro y mantener la representación
simbólica de los patrones asociados a los recuerdos recientes
durante varios minutos. La reanimación podía restablecer de
forma temporal la infraestructura neuronal necesaria para
extraer esos vestigios, pero si ya se habían extinguido, o si
se sepultaban en el intento de recuperarlos, el interrogatorio
no tenía sentido.
—Ya estás bien, Danny —dijo Lukowski con voz

15
tranquilizadora—. Estás en el hospital. A salvo. Pero tienes
que decirme quién te ha hecho esto. Dime quién empuñaba
el cuchillo.
Un suspiro ronco surgió de la boca de Cavolini: una sílaba
débil, aspirada, y luego silencio. Se me puso la carne de
gallina con un horror premonitorio de pata de mono, pero al
mismo tiempo sentí un estúpido arranque de júbilo, como si
una parte de mí se negara a aceptar que ese signo de vida
no era un signo de esperanza.
Cavolini lo intentó de nuevo y la segunda tentativa fue
más prolongada. Su exhalación artificial, desprovista de
control voluntario, hizo que sonara como si se estuviera
ahogando; el efecto era digno de lástima, pero en realidad no
le faltaba oxígeno. Su discurso era tan entrecortado y
tortuoso que no pude entender ni una palabra, pero tenía
una matriz de sensores piezoeléctricos pegada a la garganta
y conectada a un ordenador. Dirigí la vista hacia la pantalla.
¿Por qué no puedo ver?
—Llevas los ojos vendados —dijo Lukowski—. Tenías un
par de venas dañadas, pero ya te las han curado; no habrá
secuelas, te lo prometo. Así que... quédate quieto y relájate.
Cuéntame qué ha pasado.
¿Qué hora es? Por favor, tengo que llamar a casa. Tengo
que decirles...
—Ya hemos hablado con tus padres. Están de camino y
llegarán enseguida.
Eso era cierto, pero aunque hubieran aparecido dentro de
los noventa segundos siguientes, no les habrían permitido
entrar en la habitación.
—Estabas esperando el tren para volver a casa, ¿verdad?
Andén cuatro. ¿Te acuerdas? El de las diez y media para
Strathfield. Pero no has llegado a cogerlo. ¿Qué ha pasado?
Vi cómo la mirada de Lukowski se fijaba en el gráfico que

16
había debajo de la ventana de transcripción, en el que media
docena de curvas ascendentes, que registraban las
constantes vitales restablecidas, se completaban con los
pronósticos intermitentes del ordenador. Todas las
estimaciones alcanzaban su cota más alta en un plazo
aproximado de un minuto y luego descendían de forma
abrupta.
Tenía un cuchillo.
El brazo derecho de Cavolini empezó a temblar, y sus
laxos músculos faciales volvieron a la vida por primera vez,
adoptando una mueca de dolor.
Todavía me duele. Ayúdeme, por favor.
Eil bioético observó con calma unas cifras de la pantalla,
pero decidió no intervenir. Cualquier anestesia eficaz
mermaría demasiado la actividad neuronal e impediría
continuar con el interrogatorio. Era todo o nada, abandonar o
proseguir.
—La enfermera ha ido a buscar analgésicos —dijo
Lukowski suavemente—. Aguanta, tío, no tardará. Pero dime,
¿quién tenía el cuchillo?
En ese momento, ambos tenían la cara empapada de
sudor; el brazo de Lukowski estaba rojo hasta la altura del
codo.
«Si te encontraras a alguien en el suelo agonizando en un
charco de sangre —pensé—, le harías las mismas preguntas,
¿verdad? Y le dirías las mismas mentiras alentadoras.»
—¿Quién ha sido, Danny?
Mi hermano.
—¿Tu hermano tenía el cuchillo?
No, él no. No recuerdo qué ha pasado. Pregúntemelo
después. Ahora estoy demasiado confuso.
—¿Por qué has dicho que ha sido tu hermano? ¿Ha sido él
o no?

17
Claro que no ha sido él. No le diga a nadie que he dicho
eso. Estaré bien si deja de confundirme. ¿Puede darme los
calmantes, por favor?
Su cara se contrajo y se paralizó, se contrajo y se
paralizó, como una secuencia de máscaras, haciendo que su
sufrimiento pareciera estilizado, abstracto. Empezó a mover
la cabeza adelante y atrás; débilmente al principio, luego con
velocidad y energía frenéticas. Supuse que sufría algún tipo
de ataque: las drogas reanimadoras estarían estimulando en
exceso alguna vía neuronal dañada.
Entonces levantó la mano derecha y se arrancó la venda.
Su cabeza dejó de dar sacudidas de inmediato; tal vez la
piel se había vuelto hipersensible y la venda le provocaba
una molestia insoportable. Parpadeó varias veces y miró con
los ojos entrecerrados hacia las brillantes luces de la
habitación. Pude ver cómo se le contraían las pupilas,
mientras movía los ojos resueltamente. Levantó un poco la
cabeza y examinó a Lukowski; a continuación bajó la vista y
miró su cuerpo y los extraños adornos que lo decoraban: el
chillón cable plano del marcapasos, los pesados tubos de
plástico del suministro de sangre, las heridas de cuchillo
llenas de gusanos blancos resplandecientes. Nadie se movió,
nadie habló, mientras inspeccionaba las agujas y los
electrodos enterrados en su pecho, el extraño torrente rosa
que fluía de él, los pulmones destrozados, el respirador
artificial. La pantalla quedaba a su espalda, pero todo lo
demás estaba ahí y podía asimilarlo de un vistazo. Lo supo
casi de inmediato; pude ver cómo caía sobre él el peso de la
comprensión.
Abrió la boca y la volvió a cerrar. Su expresión cambió
deprisa; a través del dolor asomó un repentino destello de
puro asombro, y luego una casi placentera comprensión de
toda la extrañeza, y puede que incluso el perverso

18
virtuosismo, de la hazaña a la que lo habían sometido.
Durante un instante pareció realmente alguien que admiraba
una broma genial, atroz y sanguinaria hecha a su costa.
Entonces, entre los jadeos de la respiración asistida se
oyó claramente su voz.
—No... creo... que... esto... sea... una... buena... id... dea
—dijo—. No... quie... ro... hablar... más.
Cerró los ojos y se hundió en la mesa. Las constantes
vitales descendían rápidamente.
—¿Cómo es que le han funcionado las retinas? —preguntó
Lukowski girándose hacia la forense. Estaba pálido, pero aún
sujetaba la mano del chico—. ¿Qué ha hecho? Estúpida... —
Levantó la otra mano como si fuera a golpearla, pero se
contuvo. En la camiseta del bioético ponía: EL AMOR ETERNO
ES UNA MASCOTA. HECHA CON EL ADN DE TU SER
QUERIDO.
—Tenía que forzarlo, ¿verdad? —le gritó la forense a
Lukowski, sin ceder terreno—. ¡Tenía que insistir una y otra
vez en lo del hermano, mientras su índice de tensión
hormonal subía directamente al rojo!
Me pregunté quién decidía cuál era el índice de adrenalina
normal para el caso de haber muerto por heridas de arma
blanca, pero por lo demás estar relajado. A mi espalda,
alguien soltó una larga lista de obscenidades incoherentes.
Me volví y vi al enfermero, que había venido con Cavolini
desde la ambulancia; ni siquiera me había dado cuenta de
que seguía en la habitación. Miraba fijamente al suelo, con
los puños cerrados, y temblaba de ira.
Lukowski me cogió por el codo manchándome de sangre
sintética.
—Podrás filmar la siguiente, ¿de acuerdo? —me susurró,
como si esperara que sus palabras no quedaran registradas
en la pista de sonido—. Nunca había ocurrido algo así, nunca,

19
y si le enseñas a la gente un problema técnico entre un
millón como si fuera...
—Creo que las directrices del Comité Taylor sobre
limitaciones opcionales —aventuró con timidez eil bioético—
establecen que...
—¿Quién ha pedido tu opinión? —dijo el ayudante de la
forense, encarándose con éil—. El procedimiento no es
asunto tuyo, patética...
Una alarma estridente se disparó en alguna parte de las
entrañas electrónicas del equipo de reanimación. Como un
niño frustrado que ataca un juguete roto, el ayudante de la
forense se inclinó sobre el teclado y lo aporreó hasta que
cesó el ruido.
En el silencio que siguió entrecerré los ojos, invoqué a
Testigo y dejé de grabar. Había visto suficiente.
Entonces Daniel Cavolini volvió en sí y empezó a gritar.
Vi cómo lo llenaban hasta arriba de morfina mientras
esperaban a que las drogas reanimadoras acabaran con él.

20
2
Acababan de dar las cinco cuando bajé por la colina desde la
estación de Eastwood. El cielo estaba pálido e incoloro y
Venus se apagaba lentamente en el este, pero la calle ya
tenía el mismo aspecto que tendría durante el día. Sólo que
en aquel momento estaba inexplicablemente desierta. En el
vagón también había viajado solo. Era la hora del último
hombre vivo.
Los pájaros trinaban con fuerza en la tupida línea de
arbustos que delimitaba las vías del tren y en el laberinto de
parques arbolados que se desplegaba por el barrio residencial
colindante. Muchos de los parques parecían auténticos
bosques, pero todos los árboles, todos los arbustos, se
habían creado artificialmente, como mínimo a prueba de
incendios y sequías, diseñados para no tener que despojarse
de molestas e inflamables ramitas, cortezas y hojas. El tejido
muerto de la planta se reabsorbía, se canibalizaba. Lo había
visto en secuencias fotográficas a intervalos definidos (un
tipo de fotografía que yo nunca hacía): una rama marchita
entera de color marrón se encogía y volvía al tronco vivo.
Casi todos los árboles producían una pequeña cantidad de
electricidad, en última instancia a partir de la luz solar, pero
la química del proceso era compleja y permitía la emisión

21
continua de la energía almacenada veinticuatro horas al día.
Raíces especializadas buscaban los superconductores del
subsuelo, serpenteando a través de los parques, y
descargaban su aportación. Una corriente de dos voltios y
cuarto se podía considerar segura, pero se requería una
resistencia cero para que la transmisión fuera eficaz.
También se había modificado parte de la fauna: las
urracas eran dóciles incluso en primavera, los mosquitos
odiaban la sangre de los mamíferos y las serpientes más
venenosas eran incapaces de hacer daño a un niño. Ligeras
ventajas sobre sus primos salvajes, vinculadas a la
bioquímica de la vegetación artificial, garantizaban a las
especies alteradas el dominio de esta microecología, y
pequeños inconvenientes les impedían prosperar si
conseguían escapar a una de las verdaderas reservas
naturales, alejadas de la población humana.
Tenía alquilado un pequeño módulo independiente dentro
de un grupo de cuatro. Estaba rodeado por un jardín que no
requería mantenimiento y que se mezclaba a la perfección
con la vegetación de las zonas verdes al final de un callejón
sin salida. Llevaba ocho años viviendo allí, justo desde mi
primer trabajo para SeeNet, pero aún me sentía un intruso.
Eastwood estaba a sólo dieciocho kilómetros del centro de
Sydney, lo que todavía parecía tener un inexplicable peso
sobre los precios inmobiliarios, aunque cada vez menos
gente tuviera motivos para ir allí. No me podría haber
comprado la vivienda ni en cien años. El alquiler, que apenas
podía permitirme, era simplemente un oportuno subproducto
de los elaborados planes de evasión de impuestos de su
propietario, y probablemente era cuestión de tiempo que el
aleteo de una mariposa en los mercados del mundo
financiero volviera a las cadenas de televisión algo menos
generosas, o al dueño menos necesitado de infravalorar sus

22
propiedades, para que me echaran y me dejaran caer
cincuenta kilómetros al oeste, de vuelta a las afueras a las
que pertenecía.
Me acerqué con cautela. Mi casa debería haberme
parecido un refugio después de lo ocurrido por la noche, pero
me quedé dudando en la puerta, con la llave en la mano,
durante casi un minuto.
Gina estaba despierta, vestida y con el desayuno a
medias. No la había visto desde la misma hora del día
anterior; era como si no me hubiera ido.
—¿Qué tal el rodaje? —preguntó. Le había mandado un
mensaje desde el hospital explicándole que al final habíamos
tenido suerte.
—No quiero hablar de ello.
Me retiré al salón y me hundí en una silla. La acción de
sentarme pareció repetirse en mi oído interno; seguía
bajando, una y otra vez. Fijé la vista en el dibujo de la
alfombra y la sensación desapareció lentamente.
—Andrew, ¿qué ha pasado? —Me siguió hasta la
habitación—. ¿Es que algo ha salido mal? ¿Tendrás que
volver a grabar?
—He dicho que no quiero...
Me contuve, levanté la vista, la miré y me obligué a
concentrarme. Estaba desconcertada, pero todavía no se
había enfadado. «Regla número tres: cuéntale todo, por muy
desagradable que sea, a la primera oportunidad. Tanto si te
apetece como si no. Cualquier otra cosa la interpretará como
una exclusión deliberada y se la tomará como una afrenta
personal.»
—No tendré que volver a grabar —dije—. Se acabó. —Le
conté lo que había pasado.
—¿Merecía la pena algo de lo que... «extrajisteis»? —Gina
tenía el rostro descompuesto—. ¿La mención de su hermano

23
tiene algún sentido, o sencillamente padecía una lesión
cerebral y desvariaba?
—Aún no está claro. Es evidente que el hermano tiene un
historial violento; estaba en libertad condicional por agredir a
su madre. Lo han detenido para interrogarlo..., pero podría
quedar en nada. Si la víctima hubiera perdido la memoria
reciente, podría haber creado una reconstrucción falsa del
apuñalamiento, con la primera persona capaz de hacerlo que
le viniera a la mente. Y puede que no cambiara su versión
para proteger a nadie, sino, simplemente, porque se hubiera
dado cuenta de que tenía amnesia.
—Incluso si el hermano lo mató... —dijo Gina—, ningún
jurado aceptaría un par de palabras, de las que además se
retractó de inmediato, como prueba válida. Si lo condenan,
no tendrá nada que ver con la reanimación.
Era difícil refutárselo; tuve que hacer un esfuerzo para
recuperar algo de perspectiva.
—No, en este caso no. Pero en otras ocasiones ha sido
crucial. La palabra de la víctima por sí sola nunca bastaría en
un juicio, pero se ha juzgado por asesinato a personas que
en otras circunstancias ni siquiera se habrían considerado
sospechosas. A veces, las declaraciones efectuadas durante
la reanimación ponen a los investigadores sobre la pista
correcta y les permiten encontrar pruebas para obtener una
condena.
—Puede que eso haya pasado una o dos veces —dijo Gina
con desdén—; pero aun así, no merece la pena. Deberían
prohibir todo el procedimiento: es obsceno. —Dudó—. No vas
a usar esas secuencias, ¿verdad?
—Pues claro que voy a usarlas.
—¿Vas a mostrar a un hombre agonizando en una mesa
de operaciones sorprendido en el momento en que se da
cuenta de que aquello que le ha devuelto la vida va a

24
arrebatársela? —Hablaba con calma. Parecía más incrédula
que escandalizada.
—¿Qué quieres que utilice en su lugar? —dije—. ¿Un
montaje en el que todo sale de la forma prevista?
—No. Pero ¿por qué no un montaje en el que todo sale
mal? Exactamente como pasó anoche.
—¿Para qué? Ya ha pasado y lo tengo filmado. ¿A quién
beneficiaría una reconstrucción?
—A la familia de la víctima, para empezar.
«Es probable —pensé—. Pero ¿acaso una reconstrucción
les iba a hacer menos daño? Y en cualquier caso, nadie los
obliga a ver el documental.»
—Sé razonable —dije—. Este material tiene fuerza; no
puedo tirarlo a la basura así como así. Y tengo derecho a
usarlo. La poli y el hospital me habían dado permiso para
estar allí. Y conseguiré la autorización de la familia.
—Quieres decir que los abogados de la cadena los
intimidarán para que firmen algún documento de renuncia
«por el interés general».
No tenía respuesta para eso; era exactamente lo que
pasaría.
—Tú has dicho que la reanimación es obscena —dije—.
¿Quieres que la prohíban? Pues esto, sin duda, favorecerá tu
causa. Es la mejor dosis de frankenciencia que podría pedir
un estúpido ludita.
—Me he doctorado en física de materiales, paleto —Gina
parecía herida; no sabía si estaba fingiendo—, así que no me
llames...
—No lo he hecho. Sabes a qué me refería.
—Si aquí hay un ludita, ése eres tú. Todo este proyecto
me empieza a sonar a propaganda edenita. ¡ADN basura!
¿Cuál es el subtítulo? ¿«La pesadilla de la biotecnología»?
—Caliente.

25
—Lo que no entiendo es por qué no has incluido ni una
sola historia positiva...
—Ya lo hemos discutido otras veces —dije agotado—. No
depende de mí. Las cadenas no compran nada a no ser que
tenga un enfoque claro. En este caso, los inconvenientes de
la biotecnología. Ése es el tema elegido, es de lo que va. No
pretende ser objetivo. La objetividad desconcierta al personal
de marketing; no se puede dar mucho bombo a algo que
contiene dos mensajes contradictorios. Pero al menos
contrarrestará los himnos de alabanza a la ingeniería
genética que todo el mundo entona últimamente. Y junto con
el resto, sí que muestra una visión de conjunto, añadiendo lo
que los demás han obviado.
—Eso es tendencioso. —Gina seguía impertérrita—.
«Nuestro sensacionalismo compensa su sensacionalismo.» Es
mentira. Sólo consigue polarizar la opinión pública. ¿Qué hay
de malo en presentar los hechos de forma tranquila y
razonable? Contribuiría a que la reanimación y unas cuantas
atrocidades degradantes más quedaran al margen de la ley,
sin recurrir a toda la consabida mierda de la transgresión
contra la naturaleza. Mostrando los excesos, pero
poniéndolos en su contexto, ayudarías a la gente a tomar
decisiones con conocimiento de causa sobre lo que le pide a
las autoridades reglamentarias. Me parece que ADN basura
va a incitar al público a salir a la calle y poner una bomba en
el laboratorio biotecnológico más cercano.
—Vale, me rindo —dije después de acurrucarme en el
sillón y apoyar la cabeza en las rodillas—. Todo lo que dices
es verdad. Soy un gacetillero anticientífico, manipulador y
sensacionalista.
—¿Anticientífico? —dijo frunciendo el ceño—. Yo no diría
tanto. Eres sobornable, vago e irresponsable, pero todavía no
eres terreno abonado para las Sectas de la Ignorancia.

26
—Tanta fe me conmueve.
Me dio con un cojín afectuosamente, creo, y volvió a la
cocina. Me tapé la cara con las manos y la habitación empezó
a dar vueltas.
Debería haber estado radiante. Se había acabado. La
reanimación era la última secuencia de rodaje para ADN
basura. Se acabaron los multimillonarios paranoicos que se
convertían en ecosistemas autónomos andantes. Se acabaron
las aseguradoras que diseñaban implantes actuariales de uso
personal para vigilar la dieta, el ejercicio y la exposición a la
polución de sus clientes, con el fin de calcular una y otra vez
la fecha y el motivo más probables de su muerte. Se
acabaron los Autistas Voluntarios que presionaban por el
derecho a mutilarse quirúrgicamente el cerebro para alcanzar
la condición que la naturaleza les había negado...
Entré en mi estudio y desenrollé el umbilical de fibra
óptica del costado de la consola de edición. Me levanté la
camisa, me quité un resto incalificable del ombligo y extraje
la tapa de color carne con las uñas, dejando al descubierto
un pequeño tubo de acero inoxidable que terminaba en un
puerto láser opalescente.
—¿Estás haciendo otra vez cosas obscenas con esa
máquina? —me gritó Gina desde la cocina.
Estaba demasiado cansado para pensar en una réplica
ingeniosa. Conecté el cable y la consola se encendió.
La pantalla lo mostraba todo a medida que se descargaba.
Ocho horas de trabajo en sesenta segundos. La mayor parte
era una imagen borrosa incomprensible, pero de todos
modos aparté la mirada. No me apetecía revivir nada de lo
que había pasado esa noche, por muy brevemente que fuera.
Gina entró con un plato de tostadas; pulsé un botón para
ocultar la imagen.
—Sigo sin entender cómo puedes tener cuatro mil

27
terabytes de RAM en la cavidad abdominal y ninguna cicatriz
visible —me dijo.
—¿A esto lo llamas tú invisible? —le pregunté mirando el
conector.
—Demasiado pequeño. Los chips de ochocientos terabytes
tienen una anchura de treinta milímetros. Me he leído el
catálogo del fabricante.
—Ya estamos. Más puntillosa que Sherlock... Pero las
cicatrices se pueden borrar, ¿no?
—Sí. Pero... ¿te habrías borrado las marcas de tu principal
rito de iniciación?
—Ahórrate el rollo antropológico.
—Tengo una teoría alternativa.
—No confirmo ni niego nada.
Deslizó la mirada por la pantalla en blanco de la consola,
hasta fijarla en el póster de Repo Man que había en la pared:
un policía motorizado de pie tras un coche desvencijado. Me
llamó la atención y señaló el rótulo: ¡NO MIRES EN EL
MALETERO!
—¿Por qué no? ¿Qué hay en el maletero?
—No puedes aguantarlo más, ¿verdad? —dije riéndome—.
Necesitas ver la película.
—Sí, sí.
La consola pitó. Me desenganché. Gina me miró con
curiosidad; la expresión de mi rostro debió de dejar traslucir
algo.
—Entonces ¿a qué se parece más? ¿A follar o a cagar?
—Yo diría que a confesarse.
—Tú no te has confesado en la vida.
—No, pero lo he visto en el cine. Era una broma. No se
parece a nada en absoluto.
Echó un vistazo al reloj y me besó en la mejilla,
dejándome pegadas migas de tostada.

28
—Tengo prisa. Duerme un poco, so idiota. Tienes una
pinta horrible.
Me senté y la oí moverse de un lado a otro, muy deprisa.
Todas las mañanas tenía que hacer un viaje de noventa
minutos en tren hasta el centro de investigación de turbinas
eólicas del CSIRO, al oeste de las Montañas Azules.
Normalmente me levantaba a la misma hora que ella; era
mejor que despertarse solo.
«La quiero —pensé—. Y si me concentro, si sigo las reglas,
no hay razón para que no dure.»
Mi récord de dieciocho meses se aproximaba, pero no
tenía nada que temer. Lo batiríamos fácilmente.
—Entonces —dijo asomándose por la entrada—, ¿de
cuánto tiempo dispones para el montaje?
—Ah. Tres semanas exactamente. Contando hoy. —La
verdad es que no quería que me lo recordaran.
—Hoy no cuenta. Duerme un poco.
Nos besamos. Se marchó. Giré la silla para colocarme
frente a la consola en blanco.
Nada había terminado. Tendría que ver morir a Daniel
Cavolini cien veces más antes de poder librarme de él.
Me arrastré hasta el dormitorio y me desnudé. Colgué la
ropa en el armario de limpieza y lo encendí. Los polímeros de
los diversos tejidos expulsaron toda la humedad en una
suave exhalación, convirtieron los restos de suciedad y el
sudor seco en un polvillo fino y lo expelieron
electrostáticamente. Observé cómo se amontonaba en el
receptáculo; siempre era de un azul desconcertante: algo
relacionado con el tamaño de las partículas. Me di una ducha
rápida y me metí en la cama.
Puse el despertador a las dos de la tarde.
—¿Quiere que le prepare un tratamiento de melatonina
para que se despierte a tono mañana por la noche? —

29
preguntó la unidad farmacéutica que había junto al reloj.
—Sí, vale.
Pegué el dedo al tubo que recogía las muestras, cuando
me extrajo sangre sentí un pinchazo apenas perceptible. Los
modelos no invasivos de RMN llevaban en venta un par de
años, pero todavía eran caros.
—¿Quiere algo que le ayude a dormir en este momento?
—Sí.
La farmacia emitió un débil zumbido mientras creaba un
sedante a la medida de mi estado bioquímico actual, en una
dosis proporcional al tiempo que me proponía dormir. El
sintetizador interno empleaba una gama impresionante de
catalizadores programables, diez billones de enzimas
electrónicamente reconfigurables unidas a un chip
semiconductor. Cuando se sumergía en el pequeño depósito
de moléculas precursoras, el chip era capaz de reunir unos
cuantos miligramos de cualquiera de las diez mil drogas
disponibles. O al menos, de cualquiera para la que yo tuviera
software, siempre que siguiera pagando la cuota por las
licencias.
La máquina vomitó una pequeña pastilla, todavía tibia. La
mastiqué.
—¡Con sabor a naranja después de una noche dura! ¡Te
has acordado!
Me tumbé y esperé a que la droga me hiciera efecto.
Había visto la expresión de su cara, pero sus músculos
estaban agarrotados, sin control. Había oído su voz, pero el
hálito con el que hablaba no era suyo. No tenía forma de
saber lo que él había experimentado.
Ni «La pata de mono» ni «El corazón delator».
Más bien «El entierro prematuro».
Pero no tenía ningún derecho a llorar por Daniel Cavolini.
Iba a vender su muerte al mundo.

30
Ni siquiera tenía derecho a sentirme identificado con él, a
imaginarme en su lugar.
Como indicó Lukowski, no podría haberme pasado a mí.

31
3
Una vez vi una moviola en una urna de cristal de un museo.
El celuloide de treinta y cinco milímetros recorría un camino
tortuoso a través de las entrañas de la máquina, pasando
adelante y atrás entre dos carretes impulsados por correas
que estaban sujetos por unos brazos verticales tras la
diminuta pantalla. El gemido del motor, el rechinar de los
engranajes, el zumbido de helicóptero de las palas del
obturador —sonidos que procedían de una grabación de la
máquina en funcionamiento que se mostraba en un panel de
la parte inferior de la urna— hacían que pareciera más una
trituradora que una herramienta de montaje.
Una imagen sugerente. «Lo siento mucho, pero esa
escena se ha perdido para siempre. La moviola se la ha
comido.» La práctica habitual, por supuesto, era trabajar con
una copia del original (normalmente un negativo imposible
de ver, de todos modos), pero la idea de que el desliz de un
diente del engranaje convirtiera en confeti varios metros de
valioso celuloide se me quedó grabada desde entonces, una
fantasía gloriosa e ilícita.
La consola de montaje 2052 Affine Graphics que tenía
desde hacía tres años era incapaz de destrozar nada. Todas
las tomas que le cargaba se grababan en dos chips de

32
memoria independientes de sólo lectura, y además se
codificaban y se enviaban a las filmotecas de Mandela,
Estocolmo y Toronto. Todas las modificaciones que se
llevaran a cabo posteriormente suponían sólo una
reordenación de las referencias del intocable original. Podía
escoger fragmentos del metraje original (y era metraje, sólo
los horteras usaban el pretencioso neologismo «bytaje») con
un criterio tan selectivo como deseara. Podía parafrasear,
sustituir e improvisar sin que ningún fotograma del original
resultara dañado o se descolocara hasta el punto de no
poderse reparar o recuperar.
En realidad no envidiaba a mis homólogos de la era
analógica; la meticulosa mecánica de su oficio me habría
vuelto loco. La fase más lenta de la edición digital era la
toma de decisiones, y sabía por experiencia que no conseguía
acertar hasta el décimo o duodécimo intento. El programa
podía forzar el ritmo de una escena, ajustar todos los cortes,
eliminar paseantes inoportunos e incluso mover edificios
enteros si era necesario. Se encargaba de todos los detalles
del proceso; nada distraía del contenido.
Así que todo lo que tenía que hacer con ADN basura era
transformar ciento ochenta horas de tiempo real en cincuenta
minutos coherentes.
Había rodado cuatro historias y ya sabía por qué orden las
pondría: una progresión gradual del gris al negro. Ned
Landers, la biosfera andante. El implante de las compañías
de seguros Guardián de la Salud. El grupo de presión
Autistas Voluntarios. Y la reanimación de Daniel Cavolini.
SeeNet me había pedido exceso, transgresión,
frankenciencia; no me supondría ningún problema darles
exactamente lo que querían.
Landers hizo fortuna con los ordenadores secos, sin
biotecnología, pero había comprado varias empresas

33
dedicadas a la I+D de genética molecular para que lo
ayudaran en su transformación personal. Me pidió que lo
grabara en una cúpula geodésica estanca llena de dióxido de
azufre, óxidos de nitrógeno y compuestos de bencilo; yo en
traje de buzo, él en bañador. Lo intentamos, pero el exterior
del cristal de la escafandra no paraba de empañarse con
residuos orgánicos cancerígenos, así que tuvimos que volver
a quedar en el centro de Portland. Aunque la cúpula nociva
me pareció muy prometedora, el cielo azul inmaculado del
estado, que impulsaba a California a promulgar leyes de
emisión nula de todos los contaminantes conocidos, resultó
ser un escenario mucho más surrealista.
—No necesito respirar si no quiero —me confió Landers,
rodeado de una evidente abundancia de aire limpio y puro.
Esta vez lo convencí para que se dejara entrevistar en un
pequeño parque cubierto de hierba frente a la modesta
oficina central del grupo NL. (Al fondo, unos niños jugaban al
fútbol, pero la consola estaría atenta a cualquier problema de
continuidad y me permitiría solucionarlo pulsando una tecla.)
Landers rondaba los cincuenta años, pero podía pasar por un
joven de veinticinco. De complexión fuerte, pelo rubio, ojos
azules y reluciente piel rosada, parecía más un granjero de
Kansas en versión de Hollywood (en sus buenos tiempos)
que un millonario excéntrico con el cuerpo plagado de algas
modificadas y genes extraños. Lo veía en la pantalla plana de
la consola y lo escuchaba por unos simples altavoces. Podría
haberme conectado la grabación directamente a los nervios
óptico y auditivo, pero casi todos los espectadores utilizarían
una pantalla o unos cascos, y necesitaba asegurarme de que
el programa creaba una trama rectilínea de pixels estable y
verosímil a partir de la taquigrafía visual comprimida que
producían mis retinas.
—Los simbiontes que pueblan mi torrente sanguíneo

34
pueden transformar dióxido de carbono en oxígeno
indefinidamente. Consiguen energía solar a través de la piel y
ceden toda la glucosa que pueden, pero con eso no me basta
para vivir y necesitan una fuente alternativa de energía en la
oscuridad. Ahí entran en juego los simbiontes del estómago y
los intestinos; tengo treinta y siete tipos distintos, y entre
todos pueden procesar cualquier cosa. Puedo comer hierba.
Puedo comer papel. Podría alimentarme de neumáticos
usados, si encontrara la forma de cortarlos en trozos
suficientemente pequeños para tragármelos. Si mañana
desapareciera de la Tierra la vida vegetal y animal, yo podría
sobrevivir comiendo neumáticos usados durante mil años.
Tengo un mapa que muestra todos los vertederos de
neumáticos de la zona continental de los Estados Unidos.
Está previsto que casi todos se sometan a recuperación
biológica, pero he entablado demandas judiciales para
asegurarme de que perduren unos cuantos. Aparte de mis
motivos personales, creo que forman parte de nuestra
herencia para las generaciones venideras y no deberíamos
tocarlos.
Retrocedí e intercalé imágenes de microscopio de las algas
y bacterias hechas a medida que poblaban su sangre y su
aparato digestivo, y a continuación puse un plano del mapa
de los vertederos de neumáticos que me había enseñado en
su agenda. Jugueteé con una animación que había
preparado, un esquema de sus ciclos personales de carbono,
oxígeno y energía, pero todavía no tenía claro dónde
quedaría bien.
—Así que es usted inmune al hambre y a las extinciones
masivas, pero ¿y los virus? —provoqué—. ¿Qué hay de las
armas biológicas y las epidemias accidentales? —Eliminé mis
palabras; eran redundantes y prefería inmiscuirme lo menos
posible.

35
Sin embargo, el cambio de tema resultaba un poco
incongruente tal y como estaban las cosas, así que sinteticé
una toma de Landers diciendo:
—Además de usar simbiontes —programé la voz para que
se fundiera a la perfección con sus verdaderas palabras—,
estoy reemplazando gradualmente las estirpes celulares con
mayor potencial de infección vírica. Los virus se componen
de ADN o ARN, comparten la composición química básica con
cualquier otro organismo del planeta. Por eso pueden
infiltrarse en las células humanas para reproducirse. Pero el
ADN y el ARN se pueden elaborar con una composición
química totalmente nueva: con pares base no estándar que
ocupen el lugar de los normales. Un nuevo alfabeto para el
código genético: en lugar de guanina con citosina, adenina
con timina, en lugar de G con C, A con T; puedo tener X con
Y, W con Z.
Cambié sus palabras a partir de «timina» por: «Se pueden
utilizar cuatro moléculas alternativas que no se dan en la
naturaleza». Tenía el mismo sentido y dejaba más clara la
cuestión. Pero cuando pasé la escena otra vez no sonaba
auténtica, así que volví al original.
Todos los periodistas parafraseaban a los entrevistados; si
me negara rotundamente a usar esa técnica no tendría
trabajo. El truco era hacerlo con honradez, lo que resultaba
tan difícil como imponer el mismo criterio a todo el proceso
de montaje.
Inserté unos cuantos gráficos de patrones moleculares de
ADN normal que mostraban cada uno de los átomos de los
pares base que enlazaban los filamentos de la hélice, y
codifiqué con colores y rotulé un ejemplo de cada base.
Landers se había negado a especificar las bases no estándar
que utilizaba, pero encontré muchas posibilidades en la
bibliografía. Hice que el programa de gráficos sustituyera las

36
bases de la hélice por cuatro nuevas bases posibles, y repetí
el zoom a cámara lenta y la rotación de la primera toma con
este hipotético segmento del ADN de Landers. Corté y volví a
su cabeza parlante.
—Por supuesto, la simple sustitución de base por base en
el ADN no es suficiente. Las células necesitan enzimas
íntegramente nuevas para sintetizar las nuevas bases, y casi
todas las proteínas que interaccionan con el ADN y el ARN
han de adaptarse al cambio, así que los genes de esas
proteínas se tienen que «traducir»; no basta con volver a
escribirlos en el nuevo alfabeto. —Improvisé unos cuantos
gráficos que ilustraban la cuestión, robando un ejemplo de
cierta proteína de enlace nuclear de uno de los artículos
científicos que había leído, pero volviendo a dibujar las
moléculas con un estilo distinto para no violar los derechos
de autor—. Todavía no somos capaces de manipular todos los
genes humanos que hay que traducir, pero hemos creado
unas estirpes celulares específicas que funcionan bien, con
minicromosomas que sólo contienen los genes necesarios.
»Me han cambiado el sesenta por ciento de las células
madre de la médula ósea y del timo por versiones que usan
neoADN. Las células madre dan origen a las células
sanguíneas y a las del sistema inmunológico. Mi sistema
inmunológico ha tenido que retroceder temporalmente a un
estado de inmadurez para que la transición se lleve a cabo
sin complicaciones. He tenido que pasar de nuevo por
algunas de las fases infantiles de supresión para eliminar
cualquier cosa que pudiera provocar una respuesta
autoinmune. Pero, fundamentalmente, ahora soy capaz de
meterme un chute de VIH puro y reírme de ello.
—Pero existe una vacuna totalmente eficaz...
—Desde luego. —Corté mis palabras e hice que Landers
dijera: «Desde luego, existe una vacuna adecuada».

37
—Y además —continuó—, tengo simbiontes que me dotan
de un segundo sistema inmunológico independiente. Pero
¿quién sabe lo que nos depara el futuro? Sea lo que sea,
estaré preparado. No anticipándome a los detalles, cosa que
nadie puede hacer, sino asegurándome de que ninguna célula
vulnerable de mi organismo hable el mismo lenguaje
bioquímico que cualquier virus de la Tierra.
—¿Y a largo plazo? Se requiere un montón de
infraestructura muy caro para dotarle de todas esas
salvaguardas. ¿Y si esa tecnología no perdura lo suficiente
para sus hijos y nietos? —Todo esto resultaba redundante,
así que lo deseché.
—A largo plazo, por supuesto, mi objetivo es modificar las
células madre que producen mi esperma. Carol, mi mujer, ya
ha empezado un programa de recolección de óvulos. Cuando
hayamos traducido todo el genoma humano y sustituido los
veintitrés cromosomas del esperma y los óvulos, todo lo que
hagamos será hereditario. Cualquier hijo nuestro tendrá
neoADN puro, y todos los simbiontes se transmitirán de
madre a hijo en el útero.
»También traduciremos el genoma de los simbiontes a un
tercer alfabeto genético para protegerlo de los virus y
eliminar cualquier riesgo de intercambio de genes accidental.
Será nuestra cosecha y rebaño, nuestro por derecho de
nacimiento, un dominio inalienable que vivirá en nuestra
sangre para siempre.
»Y nuestros hijos serán una nueva especie. Más que una
nueva especie: todo un nuevo reino.
Los futbolistas del parque gritaron entusiasmados; alguien
había metido un gol. Lo dejé en la cinta.
De repente, Landers sonrió radiante, como si estuviera
imaginando esa extraña Arcadia por primera vez.
—Eso es lo que estoy creando. Un nuevo reino.

38
Me pasaba dieciocho horas al día sentado frente a la consola,
y me obligaba a vivir como si el mundo se hubiera reducido
no ya a la habitación misma, sino a las horas y lugares
atrapados en el metraje. Gina me dejaba hacer; había
sobrevivido al montaje de Escrutinio excesivo de la identidad
sexual, así que ya sabía lo que le esperaba.
—Me comportaré como si te hubieras ido de la ciudad —
dijo alegremente—. Y como si el bulto de la cama fuera una
gran bolsa de agua caliente.
La farmacia me programó un pequeño parche cutáneo
para el hombro que administraba dosis de melatonina o de
un bloqueante de melatonina, cuidadosamente sincronizadas
y calibradas, que incrementaban o reducían la señal
bioquímica normal de la glándula pineal, transformando los
altibajos habituales de la capacidad de atención en una
planicie seguida de una sima muy profunda. Todas las
mañanas me despertaba, tras cinco horas de sueño REM
enriquecido, con los ojos tan abiertos y con tanta energía
como un niño hiperactivo y con la cabeza dándole vueltas a
miles de sueños evanescentes (la mayoría elaboradas
mezclas del trabajo de montaje del día anterior). Hasta las
doce menos cuarto de la noche ni siquiera bostezaba, pero
quince minutos después me extinguía como una llama. La
melatonina es una hormona circadiana natural, mucho más
segura y precisa que los estimulantes rudimentarios como la
cafeína o las anfetaminas. (He probado la cafeína varias
veces; me hacía sentir concentrado y lleno de energía, pero
mi criterio se iba a la mierda. El uso generalizado de la
cafeína explicaba muchas cosas sobre el siglo XX.) Sabía que
cuando dejara la melatonina sufriría una breve fase de
insomnio y somnolencia diurna: una sobredosis provocada

39
por los intentos del cerebro de contrarrestar el ritmo
impuesto. Pero los efectos secundarios de las alternativas
eran peores.
Carol Landers no quiso que la entrevistara. Qué pena,
habría sido un golpe maestro conversar con la próxima Eva
mitocondrial. Landers no quiso comentar si su mujer usaba o
no los simbiontes; quizá esperaba a ver si él seguía
floreciendo o alguna cepa de bacterias mutantes
experimentaba una explosión demográfica y le provocaba
una crisis tóxica.
Se me permitió hablar con algunos de los directivos de
Landers, entre los que se encontraban dos genetistas
encargados de casi toda la I+D. Se mostraron evasivos
cuando hablaba de cualquier cosa que no fueran tecnicismos,
pero su actitud en general parecía indicar que cualquier
tratamiento voluntario que contribuyera a proteger la salud
de un individuo y que no supusiera una amenaza para el
público era éticamente intachable. Tenían algo de razón, al
menos desde el punto de vista del riesgo biológico; trabajar
con neoADN no implicaba ningún peligro de recombinaciones
accidentales. Incluso si tiraban al váter todos sus
experimentos fallidos e iban a parar directamente al río más
cercano, ninguna bacteria natural podría absorber los genes
y utilizarlos.
Sin embargo se necesitaba algo más que I+D para
convertir en realidad la visión de Landers de la perfecta
familia superviviente. Realizar cambios hereditarios en
cualquier gen humano era ilegal en los Estados Unidos (y en
casi todos los lugares), exceptuando una lista de unas
cuantas «reparaciones autorizadas» para erradicar
enfermedades como la distrofia muscular y la fibrosis
quística. La leyes podían revocarse, claro, pero hasta el
principal abogado especializado en biotecnología de Landers

40
insistía en que cambiar los pares base, e incluso traducir
unos cuantos genes para albergar ese cambio, no violaría en
realidad el espíritu antieugenésico de las leyes vigentes. No
alteraría el aspecto de los niños en lo tocante a la altura, la
complexión y el color. No afectaría a su coeficiente de
inteligencia, ni a su personalidad. Cuando mencioné la
cuestión de su presunta esterilidad (exceptuando el incesto),
adoptó la interesante postura de que no sería culpa de Ned
Landers el que los hijos de otras personas fueran estériles
con respecto a los suyos. A fin de cuentas, no había personas
estériles, sino parejas estériles.
Un experto en la materia de la Universidad de Columbia
dijo que todo eso era una gilipollez: sustituir cromosomas
enteros, cualesquiera que fueran sus efectos sobre el
fenotipo era, sencillamente, ilegal. Otro experto de la
Universidad de Washington no estaba tan seguro. Si hubiera
dispuesto de tiempo, probablemente habría reunido un
centenar de comentarios irrebatibles de eminentes juristas
que expresaran todos los matices de opinión imaginables
sobre el tema.
Hablé con unos cuantos detractores de Landers, entre los
que se encontraba Jane Summers, una asesora
biotecnológica independiente establecida en San Francisco y
miembro destacado del grupo Biólogos Moleculares por la
Responsabilidad Social. Seis meses antes (en un artículo para
la revista electrónica semipública del BMRS, que mi buscador
siempre escrutaba con diligencia) afirmó tener pruebas de
que varios miles de personas acaudaladas de los Estados
Unidos y otros lugares habían encargado una traducción de
su ADN, célula tipo por célula tipo. Afirmaba que Landers era
el único que lo había hecho público para servir de señuelo:
un excéntrico solitario, que restaba importancia al asunto
convirtiéndose en la fantasía ridícula (casi quijotesca) de un

41
hombre. Si los medios de comunicación hubieran hecho
pública la investigación sin asociarla a una persona en
concreto, se habría desatado la paranoia: no habrían existido
límites para los posibles miembros de la anónima elite que
planeaba divorciarse de la biosfera. Pero como todo había
salido a la luz y se limitaba al inofensivo Ned Landers, en
realidad no había nada que temer.
Aquella teoría tenía mucho sentido y Summers no aportó
ninguna prueba. Me puso en contacto de mala gana con una
fuente de la industria que supuestamente estaba implicada
en un trabajo de traducción de genes para un cliente distinto,
pero la fuente lo negó todo. Cuando la presioné, Summers se
volvió evasiva. O en realidad no tenía nada, o había llegado a
un acuerdo con otro periodista y mantenía alejada a la
competencia. Era decepcionante, pero al final no disponía de
tiempo ni de recursos para continuar con la historia por mi
cuenta. Si en verdad había una conspiración de separatistas
genéticos, tendría que conformarme con leer la exclusiva en
el Washington Post como cualquier otro.
Terminé con una mezcla de comentarios de otros
especialistas: bioéticos, genetistas y sociólogos, casi todos
minimizaban la importancia del asunto. «El señor Landers
tiene derecho a vivir su vida y a criar a sus hijos como mejor
le parezca. No perseguimos a los Amish por su endogamia,
sus extrañas ideas acerca de la tecnología y su deseo de
independencia. ¿Por qué perseguirlo a él prácticamente por
los mismos delitos?»
El montaje definitivo duraba dieciocho minutos. En la
versión que se emitiría sólo entraban doce. Corté sin
contemplaciones, resumiendo y simplificando, procurando
hacer un buen trabajo, pero sin preocuparme demasiado por
la pérdida de detalles. Casi todas las emisiones en tiempo
real de SeeNet servían únicamente para captar la publicidad

42
y conseguir reseñas en los medios de comunicación más
conservadores. ADN basura estaba programado para un
miércoles a las once de la noche; la inmensa mayoría de la
audiencia se conectaría a la versión completa interactiva
cuando le viniera bien. Además de tener la trama principal un
poco más larga, la interactiva se aderezaría con enlaces
opcionales a otras fuentes: todos los artículos de
publicaciones técnicas que había consultado en mi
investigación (y todos los que se citaban a su vez); otras
noticias sobre Landers (y sobre la teoría de la conspiración de
Jane Summers); las leyes pertinentes estadounidenses e
internacionales; e incluso enlaces al cenagal de
jurisprudencia potencialmente relevante.
La noche del quinto día de montaje dentro del plazo
previsto —un buen motivo para una pequeña celebración—
até todos los cabos sueltos y revisé el segmento por última
vez. Intenté olvidarme de todos los recuerdos del rodaje y de
todas mis ideas preconcebidas para observar la historia como
un espectador de SeeNet que no hubiera visto nada sobre el
tema con anterioridad, excepto unos cuantos anuncios
engañosos del documental.
Me sorprendió la simpatía que inspiraba Landers. Creía
que había sido más duro con él, que por lo menos le había
dado la oportunidad de condenarse con el concienzudo relato
de sus ambiciones surrealistas. Sin embargo, parecía más
jovial que lunático; daba la impresión de que bromeaba con
el público. ¿Alimentarse de neumáticos? ¿Chutarse VIH? Lo
contemplaba asombrado. No podía distinguir si realmente
había un ligero trasfondo de ironía deliberada en su actitud,
un indicio de autodesprecio que de algún modo se me había
escapado hasta entonces, o quizá sólo era que todo el asunto
imposibilitaba que un espectador cuerdo interpretara sus
palabras de otra manera.

43
¿Y si Summers tenía razón? ¿Y si Landers era un señuelo,
una distracción, un payaso consumado? ¿Y si en realidad
varios miles de las personas más ricas del planeta tenían
intención de conseguir para sí y su descendencia un
aislamiento genético perfecto, una inmunidad absoluta contra
todos los virus?
¿Importaba? Los ricos siempre se habían separado de la
chusma, de una forma u otra. Los niveles de contaminación
seguirían descendiendo, hubiera o no simbiontes de algas
que hicieran innecesario el aire puro. Y si alguien más elegía
seguir los pasos de Landers, no supondría una gran pérdida
para el patrimonio genético de la humanidad.
Sólo quedaba una pequeña pregunta por responder, e
intenté no pensar demasiado en ella.
Inmunidad vírica absoluta... ¿contra qué?

44
4
En Biosistemas Delphic fueron extremadamente generosos.
No sólo me concertaron diez veces más entrevistas con sus
relaciones públicas de las que podría haber hecho de
disponer de tiempo, sino que también me colmaron de ROM
repletos de micrográficos seductores y animaciones
deslumbrantes. El software de los organigramas del implante
Guardián de la Salud se presentaba en forma de fantasías
aerografiadas de imposibles máquinas cromadas, cintas
transportadoras azabache que llevaban incandescentes
pepitas de plata de «datos» de subproceso en subproceso.
Esquemas moleculares de proteínas en procesos de
interacción envueltos en preciosistas e innecesarios mapas
de densidad de electrones, velos de auroras rosa y azules
que se fundían y combinaban, transformando el enlace
químico más humilde en una fantasía microcósmica. Podría
haberlo ambientado con Wagner o Blake y vendérselo a los
miembros de Renacimiento Místico, para que se lo pusieran
una y otra vez siempre que quisieran quedarse boquiabiertos
de numiniosa incomprensión.
Aun así, me abrí paso por ese cenagal y al final mi
esfuerzo se vio recompensado. Enterradas entre el
tecnoporno y la ciencia psicodélica había unas cuantas tomas

45
que merecía la pena rescatar.
El implante Guardián de la Salud utilizaba el último chip
programable que se había probado: una selección de
proteínas muy elaboradas enlazadas a silicio, en muchos
aspectos como el sintetizador de la farmacia, pero diseñado
para contar moléculas en vez de fabricarlas. La generación
anterior de chips usaba una multitud de anticuerpos muy
específicos, proteínas con forma de Y implantadas en el
semiconductor siguiendo un patrón ajedrezado, como
campos colindantes de cien cultivos distintos. Cuando una
molécula de colesterol, insulina o lo que fuera chocaba por
casualidad exactamente con el campo adecuado y se topaba
con un anticuerpo combinable, se le unía el tiempo suficiente
para que se detectara el minúsculo cambio en la capacidad
eléctrica y fuera registrado en un microprocesador. Con el
tiempo, este recuento de colisiones casuales daba la cantidad
de cada sustancia en sangre.
Los nuevos sensores utilizaban una proteína que se
parecía más a una planta atrapamoscas inteligente que a una
plantilla de anticuerpos pasiva y con un único objetivo. La
«ensayina» en estado receptivo era una molécula alargada
con forma de campana, un tubo que se abría hasta formar un
embudo ancho. Esta disposición era metaestable; la
distribución de la carga en la molécula la hacía
extremadamente sensible, como un conjunto de resortes.
Cualquier cosa de tamaño suficiente que chocara contra la
superficie interna del embudo provocaba instantáneamente
una onda de deformación que se tragaba y envolvía en vacío
al intruso. Cuando el microprocesador detectaba que se había
activado la trampa, podía sondear la molécula cautiva en
busca de una forma de la ensayina que se le ajustara aún
más. Ya no había más colisiones desperdiciadas, que no
combinaban; no más moléculas de insulina que chocaran

46
contra anticuerpos de colesterol sin aportar ninguna
información. La ensayina siempre sabía con qué tropezaba.
Era un avance técnico digno de hacer público, de
explicarlo, de desmitificarlo. Cualesquiera que fueran las
repercusiones sociales del implante Guardián de la Salud, no
era posible presentarlas aisladas, separadas de la tecnología
que hacía posible el dispositivo, ni al contrario. Cuando las
personas dejaban de entender cómo funcionaban en realidad
las máquinas que las rodeaban, el mundo que habitaban se
disolvía en un paisaje onírico incomprensible. La tecnología
avanzaba sin control, sin debate, provocando adoración u
odio, dependencia o alienación. Arthur C. Clarke comentó,
refiriéndose a un posible encuentro con una civilización
alienígena, que una tecnología suficientemente avanzada
sería indistinguible de la magia. Pero si un periodista
científico tenía una responsabilidad por encima de todas era
la de evitar que los humanos aplicaran la ley de Clarke a su
propia tecnología.
(Nobles sentimientos... y ahí estaba yo traficando con
frankenciencia, porque ése era el nicho que había tenido que
cubrir. Acallé mi conciencia, o la atonté durante un rato, con
las trilladas ideas sobre caballos de Troya y cambiar el
sistema desde dentro.)
Cogí los gráficos de la ensayina en acción de Biosistemas
Delphic e hice que la consola les quitara la decoración
excesiva para que se pudiera ver con claridad qué sucedía.
Descarté los comentarios exagerados y escribí otros. La
consola los mandó al perfil de dicción que había elegido para
la narración de ADN basura, una clonación de muestras de un
actor inglés llamado Juliet Stevenson. La pronunciación del
inglés estándar, hace tiempo desaparecida, todavía se
entendía con facilidad en todo el mundo anglófono, a
diferencia de cualquier acento británico contemporáneo.

47
Aunque cualquier espectador que quisiera oír una voz distinta
podía cambiarla a su antojo. Yo escuchaba a menudo
programas doblados a los acentos de las regiones que me
resultaban más difíciles de seguir, como el sudeste de los
Estados Unidos, Irlanda del Norte y el este de África Central,
con la esperanza de acostumbrar mi oído a ellos.
Hermes, mi software de comunicaciones, estaba
programado para filtrar a casi cualquier persona de la Tierra
mientras trabajaba en el montaje. Lydia Higuchi, la
productora ejecutiva de SeeNet al cargo del Pacífico Oeste,
era una de las raras excepciones. La llamada sonó en mi
agenda, pero la desvié a la consola; la pantalla era más
grande y clara. La cámara estampó su señal con las palabras
AFFINE GRAPHICS EDITOR MODEL 2052-KL y un código de
hora. No resultaba muy sutil, ni se pretendía que lo fuera.
—He visto la versión definitiva del material de Landers —
dijo Lydia sin rodeos—. Es buena. Pero quiero que hablemos
de lo que va después.
—¿El implante Guardián de la Salud? ¿Hay algún
problema? —No intenté ocultar mi enfado. Le había enseñado
trozos del metraje sin montar, y todas mis notas de
posproducción. Si quería que cambiara algo importante,
llegaba jodidamente tarde.
—Andrew —dijo riéndose—, para el carro. No hablo de la
siguiente historia de ADN basura, sino de tu próximo
proyecto.
La miré como si me hubiera planteado con indiferencia la
posibilidad de un viaje inminente a otro planeta.
—No me hagas esto, Lydia —dije—. Por favor. Sabes que
en estos momentos no puedo pensar en ninguna otra cosa de
forma racional.
—Supongo que habrás seguido la historia de la nueva
enfermedad —dijo después de asentir con comprensión—. Ya

48
no se trata de ruido; se han recibido informes oficiales de
Ginebra, Atlanta y Nairobi.
—¿Te refieres al síndrome de ansiedad clínica aguda? —le
pregunté con un nudo en el estómago.
—También conocido como Angustia. —Parecía saborear la
palabra, como si ya la hubiera incluido en su vocabulario de
materias altamente telegénicas. Se me ensombreció el ánimo
más aún.
—Mi buscador ha ido recopilándolo todo —dije—, pero no
he tenido tiempo de ponerme al día. —«Y francamente, en
estos momentos...»
—Se han diagnosticado unos cuatrocientos casos, Andrew.
Eso supone un aumento del treinta por ciento en los últimos
seis meses.
—¿Cómo pueden diagnosticar algo si no tienen ni idea de
lo que es?
—Proceso de eliminación.
—Sí, yo también creo que es una chorrada.
—Seamos serios —dijo, parodiando un breve gesto de
sarcasmo—. Se trata de una enfermedad mental
completamente nueva. Posiblemente contagiosa.
Posiblemente provocada por un agente patógeno que se le ha
escapado al Ejército.
—Posiblemente traída por un cometa. Posiblemente un
castigo de Dios. Es increíble cuántas posibilidades hay,
¿verdad?
—Sea cual sea la causa —dijo encogiéndose de hombros
—, se propaga. Hay casos en todas partes excepto en la
Antártida. Es una noticia de primera plana, y más. La junta lo
decidió anoche: vamos a dedicar un especial de treinta
minutos a la Angustia. Destacados y bombardeo publicitario
que culminarán en una emisión mundial sincronizada en
horario de máxima audiencia.

49
«Sincronizada» no significaba lo que debería: en la jerga
de la red quería decir en la misma fecha y a la misma hora
local para todos los espectadores.
—¿Mundial? Te refieres al mundo anglófono.
—Me refiero al mundo mundial. Estamos culminando los
preparativos para la venta a cadenas en otros idiomas.
—Bueno... Pues bien.
—¿Te estás haciendo de rogar, Andrew? —dijo Lydia con
una rígida sonrisa de impaciencia—. ¿Tengo que
deletreártelo? Queremos que lo hagas tú. Eres nuestro
especialista en biotecnología, la elección lógica. Y harás un
gran trabajo. Así que...
Me llevé una mano a la frente e intenté averiguar por qué
sentía tanta claustrofobia.
—¿Cuánto tiempo tengo para decidirme? —dije.
—Lo emitiremos el veinticuatro de mayo —contestó con
una sonrisa aún más amplia, que significaba que estaba
sorprendida, molesta o las dos cosas—. Dentro de diez
semanas a partir del lunes. Tienes que empezar la
preproducción en cuanto termines ADN basura. Así que
necesitamos tu respuesta cuanto antes.
«Regla número cuatro: Háblalo todo antes con Gina.
Aunque no reconozca que se ofende si no lo haces.»
—Mañana por la mañana —dije.
—Está bien —me dijo no muy contenta.
—Si decido que no —me armé de valor—, ¿hay algo más
en marcha?
—¿Qué te pasa? —dijo Lydia visiblemente sorprendida—.
¡Emisión mundial en máxima audiencia! Ganarás cinco veces
más que con Escrutinio.
—Lo sé. Y, créeme, te agradezco la oportunidad. Sólo
quería saber si había alguna opción.
—Siempre puedes ir a buscar monedas en la playa con un

50
detector de metales. —Vio la cara que ponía y se ablandó.
Levemente—. Hay otro proyecto que va a entrar en
preproducción —continuó—. Aunque casi se lo he prometido
a Sarah Knight.
—Cuéntame.
—¿Has oído hablar de Violet Mosala?
—Desde luego, es... ¿física? ¿Una física sudafricana?
—Dos de dos, impresionante. Sarah es una gran
admiradora suya; me dio la paliza hablando sobre ella
durante una hora.
—¿Cuál es el proyecto?
—Un perfil de Mosala, que tiene veintisiete años y ganó el
premio Nobel hace dos. Pero eso ya lo sabías, ¿no?
Entrevistas, biografía, valoraciones de sus colegas, bla, bla,
bla. Su trabajo es puramente teórico, así que no hay mucho
que mostrar salvo simulaciones de ordenador, y nos ha
ofrecido sus propios gráficos. Pero el núcleo del programa
será el congreso del centenario de Einstein.
—¿No fue en el mil novecientos setenta y algo? —Lydia
me fulminó con la mirada—. Ah, el centenario de su muerte
—dije—. Encantador.
—Mosala asistirá al congreso. El último día, tres de los
físicos teóricos más importantes del mundo presentarán
versiones rivales de la TOE, la Teoría del Todo. Y no dispones
de tres intentos para adivinar quién es el gran favorito.
Me mordí la lengua y contuve las ganas de decir: «No es
una carrera de caballos, Lydia. Pueden tardar cincuenta años
en averiguar cuál de las teorías es la correcta».
—¿Cuándo se celebra el congreso?
—Del cinco al dieciocho de abril.
—Tres semanas a partir del lunes —palidecí.
—No te da tiempo, ¿verdad? —dijo complacida después de
pensarlo un poco—. Sarah lleva meses preparándose.

51
—Hace un momento —contesté irritado— me hablabas de
empezar la preproducción de Angustia en menos de tres
semanas.
—Para eso no necesitas prepararte. ¿Cuánto sabes de
física moderna?
—Bastante —contesté fingiendo indignación—. Y no soy
estúpido. Puedo ponerme al día.
—¿Cuándo?
—Encontraré el tiempo. Trabajaré más deprisa; terminaré
ADN basura antes de lo previsto. ¿Cuándo se emitirá el
programa de Mosala?
—A principios del año que viene.
Eso significaba ocho meses de relativa cordura, en cuanto
se acabara el congreso.
—No te entiendo —dijo Lydia mirando el reloj con
insistencia—. Un especial de alta prioridad sobre Angustia
sería el punto culminante lógico de todo lo que has hecho
durante los últimos cinco años. Después de eso podrías
pensar en dejar la biotecnología. Además, ¿a quién voy a
poner en tu lugar?
—A Sarah Knight.
—No seas sarcástico.
—Le diré lo que has dicho.
—Por mí no te cortes. No me importa lo que haya hecho
en política; sólo ha realizado un programa de ciencia, y
trataba de cosmología alternativa. Era bueno, pero no lo
bastante para que la ascienda directamente a algo como
esto. Se ha ganado quince días con Violet Mosala, pero no
una emisión de máxima audiencia sobre el virus más
importante del mundo.
Nadie había descubierto ningún virus relacionado con la
Angustia; llevaba una semana sin ver las noticias, pero mi
buscador me habría avisado de una novedad de esa

52
magnitud. Tenía la desagradable sensación de que si no
hacía yo el programa se subtitularía: «Cómo un patógeno
perdido del Ejército se convirtió en el sida mental del siglo
XXI».
Vanidad pura. ¿Qué me creía, que era la única persona del
mundo capaz de desinflar los rumores y la histeria que
suscitaba la Angustia?
—Aún no he decidido nada —dije—. Debo comentarlo con
Gina.
—De acuerdo —dijo Lydia con escepticismo—. Háblalo con
Gina y llámame por la mañana. Escucha —volvió a mirar el
reloj—, tengo que dejarte. Algunos tenemos trabajo. —Abrí la
boca para protestar—. Te pillé —dijo con una dulce sonrisa,
señalándome con dos dedos—. Los autoruchos no tenéis
sentido del humor. Adiós.
Me aparté de la consola y me quedé sentado mirándome
los puños cerrados, intentando averiguar qué sentía; aunque
sólo fuera para poder dejarlo todo de lado y volver a ADN
basura.
Había visto una breve noticia en la que salía alguien con
Angustia unos meses atrás. Estaba en una habitación de
hotel de Manchester, cambiando de canal entre una cita y
otra. Una joven de aspecto saludable pero desaliñado estaba
tumbada en el pasillo de un edificio de viviendas de Miami.
Agitaba los brazos con frenesí, pegaba patadas en todas
direcciones, sacudía la cabeza y todo su cuerpo se retorcía
adelante y atrás. Sin embargo, no me pareció que sufriera
una simple disfunción neurológica: todo estaba demasiado
coordinado, era demasiado intencionado.
Antes de que la policía o los enfermeros pudieran
mantenerla inmóvil, al menos lo bastante para clavarle una
aguja e inyectarle algún tranquilizante muy potente por
orden judicial, como el Camisa de fuerza o el Medusa —ya lo

53
habían intentado sin éxito con los aerosoles—, se desmoronó
y gritó como un animal agonizante, como un niño poseído
por una furia solipsística, como un adulto en las garras de la
más negra desesperación.
No podía dar crédito a lo que veía y oía, y cuando
piadosamente la dejaron en estado de coma y se la llevaron,
me esforcé por convencerme de que no había sido nada fuera
de lo normal, sino una especie de ataque epiléptico, alguna
rabieta psicótica, o en el peor de los casos, un dolor físico
insufrible cuya causa se identificaría con facilidad y se
trataría.
Nada de lo cual resultó cierto. Las víctimas de Angustia
rara vez tenían un historial de enfermedades neurológicas o
mentales, y no mostraban síntomas de lesiones o
enfermedades. Nadie tenía la más remota idea de cómo
tratar la causa de su sufrimiento; el único «tratamiento» en
curso consistía en la administración continuada de fuertes
sedantes.
Cogí mi agenda y toqué el icono de Sísifo, mi buscador
inteligente.
—Prepara un resumen sobre Violet Mosala —dije—, el
congreso del centenario de Einstein y los avances de los
últimos diez años en teoría de campo unificado. Necesito
digerirlo todo en unas... ciento veinte horas. ¿Es factible?
Hubo una pausa mientras Sísifo se bajaba las fuentes
relevantes y las examinaba.
—¿Sabes qué es un MTT? —me preguntó.
—¿Un Monstruo de Tripa Tensa?
—No. En este contexto, un MTT es un Modelo de Todas las
Topologías.
Me sonaba vagamente; probablemente había ojeado un
breve artículo sobre el tema cinco años atrás.
Hubo otra pausa, mientras se bajaba y evaluaba más

54
material introductorio elemental.
—Ciento veinte horas bastarían para escuchar y asentir —
añadió—. No para hacer preguntas inteligentes.
—¿Cuánto para...? —gemí.
—Ciento cincuenta.
—Adelante.
Pulsé el icono de la unidad farmacéutica.
—Vuelve a calcular mi dosis de melatonina. Dame dos
horas más de atención máxima al día, desde este momento.
—¿Hasta cuándo?
El congreso empezaba el cinco de abril. Si entonces no era
un experto en Violet Mosala, sería demasiado tarde. Pero no
podía correr el riesgo de desligarme de los ritmos forzados de
la melatonina y caer en patrones erráticos de sueño a mitad
de rodaje.
—Hasta el dieciocho de abril.
—Lo lamentarás —dijo la farmacia.
No era una advertencia genérica, sino una predicción
basada en la experiencia de cinco años de íntimo
conocimiento bioquímico. Pero no tenía elección, y si pasaba
la semana posterior al congreso sufriendo una arritmia
circadiana grave, sería desagradable, pero no acabaría
conmigo.
Hice unos cálculos mentales. De alguna manera, acababa
de sacar de la nada cinco o seis horas de tiempo libre.
Era viernes. Llamé a Gina al trabajo.
«Regla número seis: Sé imprevisible. Pero no demasiado a
menudo.»
—A la mierda ADN basura —dije—. ¿Quieres ir a bailar?

55
5
Fue idea de Gina que nos adentráramos en la ciudad. Las
Ruinas no me atraían en absoluto y la vida nocturna cerca de
casa era mucho mejor, pero (regla número siete) no valía la
pena discutirlo. Después de que el tren entrara en la estación
de Town Hall y subiéramos con las escaleras mecánicas
dejando atrás el andén donde habían matado a Daniel
Cavolini a puñaladas, me olvidé de todo y sonreí.
—Hay algo aquí que no siento en ningún otro lugar —dijo
Gina mientras se colgaba de mi brazo—. Una energía, una
vibración. ¿Lo notas?
—No más que en Pompeya —contesté después de mirar
las paredes de la estación alicatadas con azulejos blancos y
negros, a prueba de pintadas y literalmente asépticas.
El centro demográfico de Sydney quedaba al oeste de
Parramatta desde hacía por lo menos medio siglo, y
probablemente ya se habría extendido hasta Blacktown a
aquellas alturas. Pero la muerte del centro histórico empezó
en los años treinta cuando las oficinas, los cines, los teatros,
las galerías de arte reales y los museos públicos se quedaron
obsoletos más o menos a la vez. Desde la primera década del
siglo se habían conectado cables de fibra óptica de banda
ancha a todas las fincas de viviendas, pero la red tardó

56
veinte años más en madurar. En los años veinte se
demolieron los edificios desvencijados, de normas
incompatibles, equipo informático ineficaz y sistemas
operativos arcaicos que habían improvisado los dinosaurios
de la informática y las comunicaciones de final de siglo. Y
sólo entonces, después de años de prematuro despliegue
publicitario y merecidas burlas y reacciones adversas, el uso
de la red para el ocio y el teletrabajo pasó de ser una
modalidad de tortura psicológica a convertirse en una
alternativa natural y cómoda al noventa por ciento de los
desplazamientos físicos.
Salimos a George Street. No estaba desierta ni mucho
menos, pero había visto imágenes de la época en la que la
población del país era la mitad y aun así dejaba en evidencia
aquel exiguo gentío. Gina alzó la mirada y sus ojos reflejaron
las luces; muchas de las antiguas torres de oficinas aún
resplandecían, sus ventanas decoradas con baratas cubiertas
luminiscentes que acumulaban la luz del sol para los turistas.
Lo de «las Ruinas» era una broma, por supuesto: ni el
vandalismo ni el tiempo habían dejado mucha huella, pero
aquí todos éramos turistas que veníamos para quedarnos
boquiabiertos con los monumentos legados, no por nuestros
antepasados, sino por nuestros hermanos mayores.
Se reformaron pocos edificios para uso residencial, ya que
la arquitectura y la economía nunca habían ido de la mano y
algunos tradicionalistas urbanos hicieron una activa campaña
en contra. Había okupas, desde luego, probablemente un par
de miles, diseminados por todo lo que aún se llamaba el
Distrito Central de Negocios, pero sólo contribuían a enfatizar
la atmósfera postapocalíptica. El teatro y la música en directo
sobrevivían en las afueras, con pequeñas representaciones
en escenarios pequeños o grupos colosales que arrastraban a
las masas en estadios, pero la tendencia dominante era el

57
teatro representado en la red en tiempo real y escenarios
virtuales. (Se pronosticaba que la Ópera, cuyos cimientos
estaban descomponiéndose, se hundiría en el puerto de
Sydney en el año 2065, una idea muy agradable, aunque
sospechaba que algún grupo de aguafiestas con sangre de
horchata reuniría el dinero necesario para rescatar el inútil
icono en el último momento.) Hacía mucho tiempo que el
pequeño comercio tradicional se había desplazado por
completo a los centros regionales. Algunos hoteles seguían
abiertos en la periferia, pero en el corazón muerto sólo
quedaban restaurantes y locales nocturnos diseminados
entre las torres vacías como puestos de recuerdos entre las
pirámides del Valle de los Reyes.
Nos dirigimos hacia el sur, a lo que antes había sido
Chinatown; las fachadas decorativas semiderruidas de los
desiertos emporios todavía lo atestiguaban, aunque no así la
comida.
Gina me dio un ligero codazo y me llamó la atención sobre
un grupo de personas que paseaba hacia el norte, al otro
lado de la calle.
—¿Eran...? —preguntó cuando ya habían pasado.
—¿Qué? ¿Ásex? Creo que sí.
—Nunca estoy segura. Hay naturales que tienen el mismo
aspecto.
—De eso se trata. Nunca se puede estar seguro, pero ¿por
qué nos empeñamos en pensar que se puede descubrir algo
importante de un desconocido a primera vista?
«Ásex» no era nada más que un término que englobaba
una amplia gama de filosofías, formas de vestir, cambios
cosmeticoquirúrgicos y profundas alteraciones biológicas. Lo
único que les ásex tenían en común entre sí era que sus
parámetros sexuales (neuronales, endocrinos, cromosómicos
y genitales) sólo eran asunto suyo, normalmente (pero no

58
siempre) de sus amantes, probablemente de su médico y en
ocasiones de unos pocos amigos íntimos. Lo que en realidad
hacían para reflejar esa actitud iba desde algo tan nimio
como marcar la casilla «A» en los impresos del censo hasta
elegir un nombre ásex, reducirse el pecho o el vello corporal,
modificarse el timbre de la voz, operarse la cara, hacerse un
embolsamiento (cirugía para retrotraer los genitales
masculinos) y someterse a todos los cambios necesarios
hasta alcanzar la completa asexualidad física y neuronal,
hermafroditismo o exotismo.
—¿Y por qué molestarse en mirar a la gente para intentar
adivinar? —dije—. Masc, fem, ásex... ¿A quién le importa?
—No me hagas quedar como una intolerante cualquiera —
dijo Gina frunciendo el ceño—. Sólo siento curiosidad.
—Perdona —me disculpé apretándole la mano—. No
quería decir eso.
—Tú te pasaste un año sin pensar en nada más —dijo
soltándose—; fuiste tan mirón y metomentodo como te dio la
gana. Y encima te pagaban. Yo sólo vi el documental
terminado. No entiendo por qué supones que debería tener
una opinión formada sobre la migración sexual, por el simple
hecho de que tú hayas dado el tema por zanjado. —Me
incliné y le di un beso en la frente—. ¿A qué ha venido eso?
—Porque eres la espectadora ideal, por no mencionar
todas tus otras virtudes.
—Creo que voy a vomitar.
Giramos hacia el este, en dirección a Surry Hills, y
entramos en una calle aún más tranquila. Un joven
meditabundo caminaba a solas con paso enérgico, era muy
musculoso y probablemente se había hecho la cirugía
facial..., aunque, de nuevo, no había manera de saberlo con
certeza. Gina me miró, todavía enfadada, pero incapaz de
resistirse.

59
—Eso —dijo, suponiendo que era un umasc— aún lo
entiendo menos. Si alguien quiere una complexión como
ésa..., bueno. Pero ¿para qué cambiarse la cara? Como
mucho, lo podrían tomar por un masc sin ella.
—Cierto, pero que lo confundieran con un masc sería un
insulto: ha emigrado de ese género con tanta convicción
como cualquier ásex. Si se hacen umasc es para distanciarse
de la debilidad patente de los mascs naturales de hoy día.
Declaran que su «identidad consensual», y deja de reírte, es
mucho menos masculina que la nuestra, que efectivamente
pertenecen a otro sexo. Con eso pretenden decir que «un
simple masc no puede hablar en mi nombre, como tampoco
podría hacerlo una fem».
—Ninguna fem puede hablar en nombre de todas las fems,
en lo que a mí respecta —dijo Gina fingiendo mesarse los
cabellos—. ¡Pero no me siento en la obligación de
transformarme en ufem o ifem para demostrarlo!
—Bueno, claro. Yo opino lo mismo. Siempre que un
cretino engreído escribe un manifiesto en nombre de todos
los mascs, prefiero decirle a la cara que no dice más que
chorradas en lugar de desertar del género y dejar que se
crea que habla en nombre de los que quedan. Pero ésa es la
razón más común que las personas aducen para la migración
sexual, que están hartas de tantos autoproclamados
figurones sexopolíticos y pretenciosos gurús de Renacimiento
Místico que afirman representarlas. Y hartas de que las
calumnien por crímenes sexistas reales e imaginarios. Si
todos los mascs son violentos, egoístas, dominantes,
jerárquicos... ¿qué se puede hacer salvo cortarse las venas o
migrar de masc a imasc o a ásex? Si todas las fems fueran
víctimas débiles, pasivas, irracionales...
—Ahora caricaturizas a los caricaturistas. —Gina me dio
un golpe de amonestación en el brazo—. No creo que nadie

60
hable así.
—Porque te mueves en los círculos equivocados. ¿O
debería decir en los adecuados? Pero creía que habías visto el
programa. Algunas personas que entrevisté hicieron esas
mismas declaraciones, palabra por palabra.
—Entonces la culpa es de los medios de información por
darles publicidad.
—En parte tienes razón —dije. Habíamos llegado al
restaurante, pero nos quedamos fuera—. Aunque no sé cuál
es la solución. ¿Cuándo conseguirá alguien que se alce y
proclame: «Sólo hablo en mi nombre» tanta cobertura como
alguien que dice hablar en nombre de la mitad de la
población?
—Cuando la gente como tú se la dé.
—Sabes que no es tan sencillo. Y... piensa, ¿qué habría
pasado con el feminismo o con el movimiento por los
derechos civiles si no se permitiera a nadie hablar en nombre
de cualquier grupo, sin su consentimiento unánime por
escrito? Sólo porque algunos de los lunáticos de hoy en día
sean parodias de los antiguos líderes, no significa que nos
irían mejor las cosas si los productores de televisión hubieran
dicho: «Lo siento, doctor King; lo siento, señora Greer; lo
siento, señor Perkins, pero si no evitan esas generalizaciones
y limitan sus declaraciones a sus circunstancias personales,
tendremos que quitarles el micrófono».
—Eso es historia antigua. —Gina me miró con
escepticismo—. Y sólo defiendes esa postura para eludir tu
responsabilidad.
—Por supuesto. Pero el caso es que la migración sexual es
una cuestión política en un noventa por ciento. Algunos
medios de comunicación todavía la tratan como una moda
decadente y arbitraria que imita la reasignación de género de
los transexuales, pero la mayoría de los emigrantes de

61
género se limita a asexuarse superficialmente. No van más
allá; no lo necesitan. Es un acto de protesta, como darse de
baja de un partido político, renunciar a la ciudadanía o
desertar del campo de batalla. Aunque ignoro si se
estabilizará en un nivel bajo y hará que se tambaleen las
actitudes que provocan la emigración hasta el punto de
erradicarlas, o si la población acabará dividida
equitativamente entre los siete géneros dentro de un par de
generaciones.
—Siete géneros —dijo con una mueca—, y todos parecen
monolíticos. Todo el mundo estereotipado de una mirada.
Siete etiquetas en lugar de dos no es progreso.
—No. Pero quizá a largo plazo sólo habrá ásex, umasc y
ufems. Los que quieran estar encasillados lo estarán, y los
que no, serán un misterio.
—No, no, a la larga no tendremos más que cuerpos
virtuales y todos iremos de misteriosos o de reveladores a
días, según nuestro estado de ánimo.
—Lo espero impaciente.
Entramos. Gustos Antinaturales estaba en un edificio
reformado de unos antiguos grandes almacenes. Era un lugar
de aspecto tenebroso aunque bien iluminado, comunicado
mediante un gran agujero elíptico en el centro de cada
planta. Acerqué mi agenda al torniquete de acceso, una voz
nos confirmó la reserva y añadió: «Mesa quinientos
diecinueve. Quinta planta».
—Quinta planta: peluches y lencería. —Gina sonrió con
picardía.
—Pórtate bien —dije mientras echaba una ojeada al resto
de los comensales, en su mayoría parejas de umasc y ufems
—, o la próxima vez iremos a cenar a Epping.
Al menos tres cuartas partes del local estaban llenas, pero
tenía menos capacidad de lo que aparentaba; el agujero

62
central ocupaba casi todo el volumen del edificio. En lo que
restaba de cada planta, camareros humanos de esmoquin se
movían entre las mesas cromadas; todo muy arcaico y
estilizado, casi propio de los Hermanos Marx. No era un gran
admirador de la Cocina Experimental; en realidad éramos
conejillos de indias que probábamos productos inocuos, pero
manipulados genéticamente y sin verificar. Gina dijo que por
lo menos la comida estaría subvencionada por los
fabricantes, pero yo no estaba tan seguro. Últimamente, la
Cocina Experimental estaba tan de moda que probablemente
atraía a una muestra estadística significativa de comensales
para cada novedad, incluso sin descuentos.
La mesa nos mostró la carta cuando nos sentamos, y los
precios parecían confirmar mis dudas sobre la subvención.
—¿Ensalada de alubias carmesí? —gemí—. No me importa
de qué color sean, quiero que me digan a qué saben. Lo
último que comí aquí tenía el aspecto de las judías y sabía
igual que la col hervida.
Gina se tomó su tiempo, seleccionó los nombres de media
docena de platos para ver el producto acabado y las pantallas
de datos sobre el diseño de los ingredientes.
—Es posible averiguarlo si se presta un poco de atención
—dijo—. Sabiendo qué genes han cogido, de dónde y por
qué, se puede hacer una buena predicción del sabor y la
textura.
—Sigue, deslúmbrame con tu ciencia.
—La cosa verde con forma de hojas será como pasta con
sabor a espinacas —dijo después de pulsar el botón de
CONFIRMAR PEDIDO—, pero el hierro que contenga lo
absorberemos con tanta facilidad como el de la carne, y las
espinacas pasarán a la historia. Las cosas amarillas que
parecen maíz sabrán como un cruce de tomate con pimiento
verde aromatizado con orégano, pero los nutrientes y el

63
sabor se ven menos afectados por las malas condiciones de
almacenamiento y la excesiva cocción. Y el puré azul sabrá
casi a queso parmesano.
—¿Por qué azul?
—Lleva un pigmento azul, una enzima fotoactiva, en las
nuevas lactobayas de autofermentación. Podrían eliminarlo
cuando lo procesan, pero resulta que se convierte
directamente en vitamina D y es mucho más seguro que
metabolizarla de la manera normal, con rayos ultravioleta en
la piel.
—Alimentos para gente que nunca ve el sol. ¿Cómo podría
resistirme? —Pedí lo mismo.
El servicio fue rápido y las predicciones de Gina más o
menos correctas. En conjunto resultó bastante agradable.
—Es un desperdicio que te dediques a las turbinas eólicas
—dije—. Podrías diseñar la colección de primavera de
Agrónomos Unidos.
—No me digas. Gracias, pero ya tengo todo el estímulo
intelectual que necesito.
—Por cierto, ¿qué tal va el gran Harold?
—Sigue siendo el pequeño Harold y es probable que
continúe así una temporada. —El pequeño Harold era el
prototipo a escala 1:1000 de una turbina de doscientos
megavatios—. Aparecen modos de resonancia caótica que se
nos habían escapado en las simulaciones, y todo indica que
tendremos que volver a evaluar la mitad de los supuestos del
modelo del programa.
—No lo entenderé nunca. Conocéis toda la física básica,
las ecuaciones básicas de la dinámica de la circulación del
aire y disponéis de tiempo de acceso ilimitado a
superordenadores...
—¿Cómo es posible que metamos la pata? Porque no
podemos calcular el comportamiento de miles de toneladas

64
de aire en circulación por una estructura compleja a partir de
un análisis molécula por molécula. Todas las ecuaciones de
grandes cantidades de fluidos son aproximaciones y estamos
trabajando deliberadamente en una región en la que fallan
las aproximaciones que mejor se entienden. No es que entre
en juego nada nuevo ni mágico en la física, sino que estamos
en una zona de penumbra, a medio camino entre dos
conjuntos de supuestos sencillos muy cómodos de usar. Y
hasta ahora, el mejor grupo nuevo de supuestos no es ni
cómodo ni sencillo. Ni siquiera es correcto, a la vista de los
resultados.
—Lo siento.
—Es frustrante —dijo encogiéndose de hombros—, pero de
una forma interesante que evita que me vuelva loca.
Sentí una punzada de añoranza; sabía muy poco de esa
parte de su vida. Me explicaba todo lo que yo podía
entender, pero seguía sin tener ni idea de qué le rondaba por
la cabeza cuando estaba sentada en su puesto de trabajo
haciendo malabarismos con simulaciones sobre la circulación
del aire o cuando trepaba por el túnel de viento haciendo
ajustes en el pequeño Harold.
—Ojalá me dejaras grabarlo.
—Ni lo sueñes, señor Frankenciencia —dijo lanzándome
una mirada torva—. No antes de que me digas
categóricamente si las turbinas eólicas son buenas o malas.
—Sabes que no depende de mí —contesté encogiendo los
hombros—. Y cambia todos los años. Se publican nuevos
estudios, el apoyo a las alternativas viene y va...
—¿Alternativas? —Me interrumpió con amargura—. Plantar
bosques transgénicos fotovoltaicos que ocupan diez mil veces
el terreno necesario por megavatio me suena a vandalismo
medioambiental.
—No te lo discuto. Podría hacer un documental en el que

65
presentara las turbinas como algo positivo, y si no lo vendo
de inmediato, esperar a que vuelva a cambiar la tendencia.
—No puedes permitirte hacer nada por libre.
—Cierto, tendré que encontrar un hueco entre otras
grabaciones.
—Yo no lo intentaría —dijo Gina riéndose—. Ni siquiera
puedes arreglártelas para...
—¿Qué?
—Nada. Olvídalo. —Hizo un gesto con la mano,
retractándose del comentario. Podría haberla presionado,
pero habría sido una pérdida de tiempo.
—Hablando de rodar... —dije. Le describí los dos
proyectos que me había ofrecido Lydia. Gina me escuchó
pacientemente, pero cuando le pedí su opinión creo que la
desconcerté.
—Si no quieres hacer Angustia, no lo hagas. No es asunto
mío.
—También te afecta a ti —dije dolido—. Supondría un
montón de dinero. —Noté cómo se ofendía—. Lo único que
digo es que podríamos irnos de vacaciones o algo así. Salir al
extranjero la próxima vez que tengas un permiso. Si es que
te apetece.
—No voy a tomarme un permiso en los próximos dieciocho
meses —dijo Gina con frialdad—. Y puedo pagarme mis
vacaciones.
—Olvídalo. —Me acerqué para cogerle la mano; se apartó
irritada.
Comimos en silencio. Miraba fijamente el plato, repasando
las reglas, e intentaba averiguar en qué me había
equivocado. ¿Habría roto algún tabú sobre el dinero?
Teníamos cuentas separadas y pagábamos el alquiler a
medias, pero los dos nos ayudábamos en muchas ocasiones
y nos permitíamos pequeños lujos. ¿Qué debería haber

66
hecho? ¿Aceptar Angustia sólo por el dinero y preguntarle
después si le apetecía que nos lo gastáramos en algo que
valiera la pena?
Quizá dedujo que esperaba que ella eligiera mis proyectos
y se ofendió porque no sabía apreciar la independencia que
me ofrecía. La cabeza me daba vueltas. La verdad era que no
tenía ni idea de lo que ella pensaba. Era todo demasiado
difícil, demasiado resbaladizo. Y no encontraba nada que
decir para arreglar las cosas sin arriesgarme a empeorarlas
más.
—¿Dónde se celebrará el congreso? —preguntó Gina al
rato.
Abrí la boca y me di cuenta de que no lo sabía. Saqué la
agenda y consulté rápidamente el resumen que había
preparado Sísifo.
—Ah, en Anarkia.
—¿Anarkia? —Se rió—. Con lo quemado que estás de
tanta biotecnología, te mandan a la isla de coral artificial más
grande del mundo.
—Sólo huyo de la mala biotecnología. La de Anarkia es
buena.
—Oh, ¿en serio? Díselo a los gobiernos que mantienen el
embargo. ¿Estás seguro de que no te meterán en la cárcel
cuando vuelvas a casa?
—No voy a comerciar con los malvados anarkistas. Ni
siquiera voy a grabarlos.
—Anarcosindicalistas, dilo bien. Aunque ellos no utilizan
esa denominación, ¿verdad?
—¿A quién te refieres con «ellos»? —dije—. Dependerá de
a quién se lo preguntes.
—Deberías haber incluido un fragmento sobre Anarkia en
ADN basura. A pesar del embargo, prosperan, y todo gracias
a la biotecnología. Compensaría lo del cadáver parlante.

67
—Pero entonces no podría haberlo titulado ADN basura,
¿verdad?
—Cierto. —Sonrió.
No sabía qué había hecho, pero me había perdonado.
Sentí que el corazón me latía con fuerza, como si me
hubieran rescatado en el último momento del borde de un
abismo.
El postre que elegimos sabía a cartón con nieve, pero
rellenamos con amabilidad el cuestionario de la mesa antes
de irnos.
Nos dirigimos hacia el norte subiendo por George Street
hasta Martin Place. En el antiguo edificio de correos había un
local nocturno llamado Cuarto de Clasificación. Ponían música
njari de Zimbabue, con temas múltiples, hipnótica,
martilleante pero no metronómica, y que dejaba marcas de
ritmo en el cerebro igual que los arañazos rastrillan la carne.
Gina bailaba extasiada y la música estaba tan alta que hablar
resultaba, afortunadamente, casi imposible. En este lugar sin
palabras no podía meter la pata.
Nos fuimos poco después de la una. En el tren de vuelta a
Eastwood nos sentamos en un extremo del vagón y nos
besamos como adolescentes. Me preguntaba cómo se las
apañaban en la generación de mis padres mientras conducían
sus preciosos coches en aquel estado. (Mal, sin duda.) El
viaje a casa duró diez minutos, casi demasiado poco. Quería
que todo se desarrollara lo más despacio posible. Quería que
durara horas.
Paramos una docena de veces mientras bajábamos por el
camino de la estación. Nos quedamos tanto tiempo frente a
la puerta de casa que el sistema de seguridad nos preguntó
si habíamos perdido las llaves.
Cuando nos desvestimos, nos metimos juntos en la cama
y se me nubló la vista, pensé que era un efecto secundario

68
de la pasión. Pero cuando se me durmieron los brazos me di
cuenta de lo que pasaba.
Me había pasado con los bloqueantes de melatonina, y eso
había mermado las reservas de neurotransmisores de la
región del hipotálamo donde se controla la capacidad de
atención. Había tomado prestado demasiado tiempo y la
planicie se derrumbaba.
—No me lo puedo creer —dije afligido—. Lo siento.
—¿El qué?
Todavía mantenía la erección. Me obligué a concentrarme,
me estiré y pulsé un botón de la farmacia.
—Dame media hora —dije.
—No. Límite de seguridad...
—Quince minutos —rogué—. Se trata de una emergencia.
—No hay ninguna emergencia —dijo la farmacia después
de dudar y consultar el sistema de seguridad—. Estás a salvo
en la cama y la casa no sufre ninguna amenaza.
—Despedida, a reciclar.
—¿Ves lo que pasa cuando transgredes los límites
naturales? —dijo Gina más divertida que decepcionada—.
Espero que grabes esto para ADN basura. —La burla sólo la
hacía mil veces más deseable, pero yo ya sufría lapsos de
microsueños.
—¿Me perdonas? —dije apesadumbrado—. Quizá mañana
podamos...
—No creo. Mañana te quedarás trabajando hasta la una de
la madrugada y no voy a esperarte levantada. —Me cogió por
los hombros y me volvió boca arriba, se arrodilló y se puso a
horcajadas sobre mi estómago. Protesté un poco. Se inclinó
sobre mí y me besó en la boca con ternura—. Vamos. No
querrás desperdiciar esta oportunidad única, ¿verdad? —
añadió mientras extendía la mano y me tocaba la polla. Noté
que respondía a su tacto, pero ya apenas parecía formar

69
parte de mi cuerpo.
—Violadora —murmuré—. Necrófila. —Quise hacer un
largo y encendido discurso sobre el sexo y la comunicación,
pero Gina parecía dispuesta a refutar mi tesis antes de que
pudiera empezar—. Mira que llega a ser oportuno.
—¿Eso es un sí o un no? —dijo.
—Adelante. —Dejé de intentar abrir los ojos.
Empezó a pasar algo vagamente agradable, pero mis
sentidos se desvanecían y mi cuerpo caía dando vueltas en el
vacío.
Escuché una voz, a años luz, que me susurraba algo sobre
dulces sueños.
Pero me sumergí en la oscuridad sin sentir nada. Y soñé
con las silenciosas profundidades del océano.
Soñé que me precipitaba por unas aguas oscuras. Solo.

70
6
Tenía entendido que Londres se vio muy afectada por la
llegada de la red, pero tenía menos de ciudad fantasma que
Sydney. Las Ruinas eran más extensas, pero se explotaron
con mucha más diligencia, incluyendo las últimas torres de
cristal y aluminio que se construyeron para los banqueros y
agentes de bolsa en el cambio de milenio. Las últimas
imprentas de «tecnología avanzada» que «revolucionaron» la
edición de periódicos (antes de que quedaran totalmente
obsoletos) se calificaron de históricas y el sector turístico se
hizo cargo de ellas.
A pesar de todo, no tuve tiempo de visitar las silenciosas
tumbas de Bishopsgate y Wapping. Fui con un vuelo directo a
Manchester, una ciudad que parecía prosperar. Según el
resumen que me había hecho Sísifo, el equilibrio entre los
precios inmobiliarios y el de las infraestructuras favoreció a la
ciudad en los años veinte, y miles de empresas del sector de
la información, con una gran plantilla de teletrabajadores,
pero que también necesitaban una pequeña oficina central,
se trasladaron allí desde el sur. Este resurgimiento industrial
reforzó el sector académico, y la Universidad de Manchester
mantenía un liderazgo mundial reconocido al menos en una
docena de materias que incluían la neurolingüística, la

71
química neoproteica y las técnicas avanzadas de
visualización.
Volví a pasar lo que había grabado en el centro de la
ciudad, lleno de peatones, bicicletas y quads, y elegí unas
tomas como referencia. Había alquilado una bicicleta, yo
solo, en uno de los almacenes automatizados que había a la
salida de la estación Victoria; diez euros y era mía durante
un día. Era un modelo Whirlwind reciente, una máquina
preciosa: ligera, elegante y casi indestructible, fabricada en
la cercana Sheffield. Podía comportarse como una bici de
pedales si se quería (una opción que se añadía fácilmente y
que alegraba a los puristas masocas), pero no había ninguna
conexión mecánica entre los pedales y las ruedas; en
esencia, era una bici eléctrica propulsada por energía
humana. Bobinas de superconductores ocultas en el chasis
almacenaban energía a corto plazo para suavizar la
aportación del ciclista y aprovechar al máximo la energía de
frenado. Ir a cuarenta kilómetros por hora no requería más
esfuerzo que andar a paso ligero y las cuestas apenas tenían
importancia; el ascenso y el descenso casi se contrarrestaban
mutuamente, entre la energía perdida y la ganada. Debía de
valer unos dos mil euros, pero el sistema de navegación, los
faros y los candados eran casi a prueba de manipulación:
para robarla habría necesitado una pequeña fábrica y un
doctorado en criptología.
Los tranvías llegaban casi a cualquier sitio de la ciudad,
pero el carril bici cubierto también, así que había ido en la
Whirlwind a la cita de la tarde.
James Rourke era el directivo a cargo de las relaciones
con la prensa de la asociación Autistas Voluntarios. Era un
masc delgado y anguloso de treinta y pocos años, y en
persona me dio la impresión de estar muy incómodo;
mantenía poco contacto visual y no evidenciaba ningún tipo

72
de lenguaje corporal. Se expresaba con soltura, pero distaba
de ser telegénico.
Sin embargo, al verlo en la pantalla de la consola me di
cuenta de lo equivocado que había estado. Ned Landers
había puesto en escena una actuación deslumbrante, tan
pulida y perfecta que no dejaba lugar para preguntarse qué
había bajo la superficie. Pero lo de Rourke no era ninguna
actuación, y el efecto resultaba a la vez hipnótico e
inquietante. Ver aquel reportaje justo después de los
portavoces de Biosistemas Delphic, elegantes y seguros de sí
mismos (dentadura y piel a cargo de Masarini de Florencia;
sinceridad de Condicionamiento Operativo), sería como
despertarse de un sueño de una patada en la cabeza.
Tendría que atenuarlo como fuera.
Yo tenía un primo autista total, Nathan. Sólo lo había visto
una vez, cuando éramos niños. Era uno de los pocos
afortunados que no padecían ninguna otra lesión cerebral
congénita, y en aquella época todavía vivía con sus padres en
Adelaide. Me enseñó su ordenador, y mientras describía
todas sus características de forma exhaustiva no sonaba muy
distinto de cualquier otro niño entusiasta de trece años
apasionado por la técnica con un juguete nuevo. Pero
después empezó a enseñarme sus programas favoritos:
solitarios aburridos, juegos de memoria raros y
rompecabezas geométricos; me parecieron arduas pruebas
de inteligencia en lugar de juegos. No prestó ninguna
atención a mis comentarios sarcásticos. Me quedé allí,
insultándolo cada vez con más saña, y él se limitó a mirar la
pantalla y sonreír, no tolerante sino ajeno.
Me había pasado tres horas entrevistando a Rourke en su
pequeño apartamento; AV no tenía oficina central en
Manchester ni en ningún otro lugar. Contaba con miembros
en cuarenta y siete países, casi mil personas en el mundo,

73
pero sólo Rourke accedió a hablar conmigo y únicamente
porque ése era su trabajo.
Por supuesto, no era autista total. Pero me enseñó la
imagen de su escáner cerebral.
Volví a pasar la grabación sin montar.
—¿Ve esta pequeña lesión en el lóbulo frontal izquierdo?
—El puntero señaló un espacio negro diminuto, un minúsculo
vacío en la materia gris—. Ahora compárelo con la misma
región de un individuo de veintinueve años autista total. —
Otro espacio negro, tres o cuatro veces mayor—. Y aquí tiene
un sujeto no autista de la misma edad y sexo. —Ninguna
lesión—. La patología no es siempre tan obvia; la estructura
puede sufrir malformaciones en lugar de no estar presente,
pero estos ejemplos demuestran que existe una base física
precisa para nuestras peticiones.
La toma pasaba en ángulo de la agenda a su cara.
Testigo creó una suave transición desde un punto fijo de
cámara a otro, además de suavizar los movimientos rápidos
y bruscos de los globos oculares que recorrían la escena una
y otra vez incluso cuando se fijaba la mirada de forma
subjetiva.
—Nadie le negará que tiene lesiones en la misma zona del
cerebro —dije—. Pero ¿por qué no agradecer que sean
lesiones leves y dejarlo estar? ¿Por qué no considerarse
afortunado por poder funcionar en sociedad y seguir con su
vida?
—Ésa es una pregunta complicada. Para empezar,
depende de lo que se entienda por «funcionar».
—Puede vivir sin estar internado en una institución.
Desempeñar trabajos especializados. —La ocupación principal
de Rourke era la de ayudante de investigación de un lingüista
de la universidad: no se trataba exactamente de un empleo
para minusválidos.

74
—Desde luego —dijo—. Si no pudiéramos nos clasificarían
como autistas totales. Ése es el criterio que define el autismo
parcial: podemos sobrevivir en la sociedad normal. Nuestras
deficiencias no son abrumadoras y normalmente somos
capaces de fingir para compensar gran parte de nuestras
carencias. A veces, incluso podemos convencernos a nosotros
mismos de que nada va mal. Durante un tiempo.
—¿Durante un tiempo? Tienen trabajo, dinero,
independencia. ¿Qué más hace falta para funcionar?
—Relaciones interpersonales.
—¿Se refiere a relaciones sexuales?
—No necesariamente, pero son las más complicadas. Y las
más... reveladoras. —Pulsó una tecla de su agenda y
apareció un complejo mapa neuronal—. Todas las personas,
o casi todas, intentan de manera instintiva entender a los
otros seres humanos. Adivinar lo que piensan. Prever sus
acciones. Conocerlos. Las personas crean en el cerebro
modelos simbólicos de los demás. Estos modelos actúan
como representaciones coherentes, relacionando toda la
información que se puede observar en realidad: habla,
gestos, acciones pasadas. —Mientras hablaba, el mapa
neuronal se disolvió, y se formó en su lugar un diagrama
funcional del modelo de una «tercera persona»: una
elaborada red de bloques etiquetados con rasgos objetivos y
subjetivos—. También contribuyen a hacer suposiciones
fundamentadas sobre los aspectos que no se pueden saber
de manera directa: motivos, intenciones, emociones.
»Esto sucede con muy poco o ningún esfuerzo consciente
por parte de casi todas las personas, que tienen una
habilidad innata para crear modelos de otros individuos. Se
perfecciona con el uso durante la infancia y un aislamiento
absoluto paralizaría su desarrollo, del mismo modo que la
oscuridad total inutilizaría los órganos visuales. La educación

75
no tiene relevancia cuando hay una carencia de tal magnitud.
Las únicas causas del autismo son las lesiones cerebrales
congénitas o, más adelante, los daños físicos adquiridos en el
cerebro. Hay factores de riesgo genéticos que implican una
propensión a las infecciones virales en el útero, pero el
autismo en sí no es una simple enfermedad hereditaria.
Ya había grabado a un experto de bata blanca que decía
casi lo mismo, pero el conocimiento detallado de los
miembros de AV de su condición era una parte crucial de la
historia, y la explicación de Rourke era más clara que la del
neurólogo.
—La estructura del cerebro afectada ocupa una pequeña
región del lóbulo frontal izquierdo. Los detalles específicos
que describen a los otros individuos están repartidos por todo
el cerebro, como cualquier recuerdo, pero esta estructura es
el único lugar en el que estos detalles se integran de forma
automática y se interpretan. Si está dañada, las acciones de
otras personas se pueden percibir y recordar, pero pierden
cualquier relevancia especial. No generan las mismas
asociaciones obvias y no tienen el mismo sentido inmediato.
—Volvió a aparecer el mapa neuronal, esta vez con una
lesión. De nuevo se transformó en un diagrama funcional,
ahora claramente trastocado y cubierto por docenas de líneas
rojas discontinuas que mostraban las conexiones perdidas—.
Probablemente, la estructura en cuestión empezó a
evolucionar hacia su forma humana actual en los primates,
aunque tenía precursores en los mamíferos anteriores. En el
año dos mil catorce, un neurólogo llamado Lamont identificó
y estudió esta estructura en los chimpancés por primera vez.
Unos años después se trazó el mapa de la versión humana.
»Puede que el primer papel crucial que desempeñó el área
de Lamont fuera posibilitar el engaño, aprender a ocultar las
verdaderas intenciones mediante el entendimiento de la

76
percepción ajena. Si sabes aparentar que eres servil o
cooperativo, con independencia de lo que tengas en mente,
tienes más oportunidades de robar comida o echar un polvo
rápido con la pareja de otro. Pero entonces, la selección
natural subió la apuesta y favoreció a quienes podían ver qué
había tras la treta. Una vez inventada la mentira no podía
haber vuelta atrás; el desarrollo fue a más.
—Así que los autistas totales no pueden mentir ni
distinguir si alguien miente —dije—. Pero ¿y los autistas
parciales?
—Algunos pueden y otros no. Depende del tipo de lesión.
No somos todos idénticos.
—De acuerdo, pero ¿qué hay de las relaciones?
—La creación correcta de modelos de otras personas
puede favorecer la cooperación tanto como el engaño. —
Rourke apartó la vista, como si el tema le provocara un dolor
insoportable, pero continuó sin dudar; parecía un orador
profesional que pronuncia con fluidez un discurso conocido—.
La empatía puede mejorar la cohesión social en muchos
aspectos. Pero a medida que los primeros humanos
desarrollaron un mayor grado de monogamia, al menos en
comparación con sus antepasados inmediatos, los procesos
mentales implicados en el emparejamiento se complicaron.
La empatía por nuestra pareja reproductora alcanzó una
condición especial: su vida podía ser, en determinadas
circunstancias, tan crucial para la transmisión de los genes
como la propia.
»Desde luego, casi todos los animales protegen de
manera instintiva a sus crías y parejas, incluso en su
detrimento; el altruismo es una estrategia de
comportamiento antigua. Pero ¿cómo se puede compatibilizar
el altruismo instintivo con la conciencia humana de la propia
identidad? Cuando emergió el ego, un sentido creciente del

77
"yo" detrás de cada acción, ¿cómo se evitó que
ensombreciera todo lo demás?
»La respuesta es que la evolución inventó la intimidad. La
intimidad nos permite atribuir algunas o todas las cualidades
determinantes asociadas con el ego, el modelo del yo, a
modelos de otras personas. Y no sólo lo posibilita, sino que lo
hace placentero. Un placer reforzado por el sexo, pero que no
está restringido al acto en sí. A diferencia del orgasmo. Y
entre los humanos, ni siquiera está restringido a las parejas
sexuales. La intimidad es la creencia, recompensada por el
cerebro, de que se conoce a los seres queridos casi de la
misma forma que a uno mismo.
La palabra «queridos» me sorprendió mucho en medio de
toda esa sociobiología. Pero la utilizó sin el más leve indicio
de ironía o afectación, como si fundiera a la perfección los
vocabularios de la emoción y la evolución en un solo
lenguaje.
—¿Incluso el autismo parcial imposibilita la intimidad al no
poder crear un modelo de otra persona suficientemente
correcto para conocerla en realidad? —pregunté.
—Como he dicho antes, no somos todos idénticos. —
Rourke no creía en las respuestas sencillas—. A veces los
modelos son bastante precisos, tanto como los de cualquiera,
pero no se recompensan: se han perdido las partes del área
de Lamont que hacen que casi todas las personas se sientan
bien con la intimidad y la busquen activamente. A los que les
ocurre esto se los considera fríos, distantes. Y a veces sucede
lo contrario: buscan la intimidad, pero sus modelos son tan
insuficientes que no pueden aspirar a encontrarla. Pueden
faltarles las aptitudes sociales necesarias para establecer
relaciones sexuales duraderas, e incluso si son lo bastante
inteligentes y cuentan con suficientes recursos para sortear
los problemas sociales, el cerebro puede juzgar que el

78
modelo es defectuoso y negarse a recompensarlo. Así que el
impulso nunca se satisface, porque físicamente resulta
imposible.
—Las relaciones sexuales son difíciles para todos —dije—.
Se ha llegado a decir que ustedes simplemente se han
inventado un síndrome neurológico que les permite eludir la
responsabilidad de enfrentarse a los problemas como
cualquiera hace a diario.
—¿Y deberíamos sobreponernos e intentarlo con más
ganas? —dijo Rourke mirando fijamente al suelo y sonriendo
con indulgencia.
—Eso o permitir que les hagan un injerto para curar la
lesión.
Se podía extraer una pequeña cantidad de neuronas y
células gliales del cerebro sin causar daños, retrotraerlas a
un estado embrionario, multiplicarlas en un tejido de cultivo
y volverlas a introducir en la zona dañada. Se mantenían
artificialmente los niveles hormonales que marcan el estado
embrionario para engañar a las células, hacerles creer que
estaban en un cerebro en desarrollo y guiarlas en un nuevo
intento de crear las conexiones sinápticas necesarias. El
porcentaje de éxitos era insignificante para los autistas
totales, pero para los enfermos con lesiones relativamente
leves se acercaba al cuarenta por ciento.
—Los Autistas Voluntarios no nos oponemos a esa opción.
Lo único que pedimos es la legalización de la alternativa.
—¿El aumento de la lesión?
—Sí. Hasta incluir la extirpación del área de Lamont.
—¿Por qué?
—Esta pregunta también es complicada. Cada uno tiene
sus motivos. Para empezar, diría que se trata de una
cuestión de principios. Deberíamos disponer del mayor
número posible de opciones. Como los transexuales.

79
Era una referencia a otro tipo de neurocirugía que fue muy
polémico en su momento: la RNG o «reasignación neuronal
de género». Hacía casi un siglo que las personas que nacían
con un desequilibrio entre el género neuronal y el físico
podían operarse el cuerpo, cada vez con más precisión. En
los años veinte apareció otra opción: cambiar el género del
cerebro, alterar el mapa neuronal integrado de la imagen
corporal para que coincidiera con el cuerpo real. Muchas
personas, incluso muchos transexuales, hicieron una
apasionada campaña en contra de legalizar la RNG; temían
coacciones y la operación de bebés. Sin embargo, en los años
cuarenta ya era aceptada en general como una opción
legítima, que escogía libremente alrededor del veinte por
ciento de los transexuales.
Entrevisté a personas que se habían hecho todo tipo de
operaciones de reasignación para Escrutinio excesivo de la
identidad sexual. Un masc neuronal de nacimiento con
cuerpo de fem proclamó en estado de éxtasis, después de
que le operaran el cuerpo y lo convirtieran en masc: «¡Lo
conseguí! ¡Soy libre, estoy en casa!». Y otro en las mismas
circunstancias que optó por la RNG miró su cara sin cambios
en un espejo y dijo: «Es como si despertara de un sueño,
una alucinación. Al fin puedo verme como soy en realidad». A
juzgar por la respuesta de las pruebas de audiencia de
Escrutinio, la analogía suscitaría una enorme simpatía... si
permanecía en la versión final.
—El objetivo de cualquier operación de migración sexual
consiste en convertirse en un masc o una fem sano —dije—.
No tiene nada que ver con volverse autista.
—Pero también sufrimos un desajuste como los
transexuales —replicó Rourke—. No entre el cuerpo y el
cerebro, pero sí entre el deseo de intimidad y la incapacidad
de conseguirla. Nadie, excepto unos cuantos

80
fundamentalistas religiosos, tendría la crueldad de decirle a
un transexual que ha de aprender a vivir con lo que es y que
esa intervención quirúrgica supondría una perversa
autocomplacencia.
—Pero nadie les impide elegir la cirugía. Los injertos son
legales y seguro que el porcentaje de éxitos mejora.
—Y, como he dicho, AV no se opone. Para algunas
personas es la elección correcta.
—¿Cómo podría ser la incorrecta?
Rourke dudó. Sin duda se había preparado de antemano y
había ensayado todo lo que quería decir, pero éste era el
quid de la cuestión. Sus esperanzas de ganar el apoyo del
público para su causa se basaban en que comprendiera por
qué no quería que lo curaran.
—Muchos autistas totales padecen daños cerebrales
adicionales y diversos grados de retraso mental —dijo con
cuidado—. En general, en nuestro caso no es así. Sea cual
sea el daño en el área de Lamont, la mayoría somos
suficientemente inteligentes para entender nuestra condición.
Sabemos que los no autistas pueden creer que han
conseguido la intimidad. Pero en AV hemos decidido que nos
iría mejor sin ese talento.
—¿Por qué mejor?
—Porque es un talento de autoengaño.
—Si el autismo implica la imposibilidad de comprender a
los demás —dije— y la cura de la lesión les garantizara que
esa pérdida...
—Pero ¿cuánto es comprensión y cuánto una vana ilusión
de comprensión? —interrumpió Rourke—. ¿Es la intimidad
una forma de conocimiento o sólo una falsa creencia
reconfortante? A la evolución no le interesa si percibimos la
verdad, excepto en el sentido más práctico. Y puede haber
falsedades igual de prácticas. Si el cerebro necesita dotarnos

81
de un sentido exagerado de nuestra capacidad de conocer a
los demás para que el emparejamiento resulte compatible
con la conciencia de la propia identidad, mentirá sin reparos
tanto como sea necesario para que su estrategia tenga éxito.
Me había quedado callado, sin saber qué responder.
Viendo a Rourke en pantalla mientras esperaba a que yo
continuara, parecía tan cohibido y tímido como siempre, pero
había algo en su expresión que me dejó helado. Creía
sinceramente que su condición le otorgaba una sagacidad
que no compartía ninguna persona normal, y aunque no le
diéramos exactamente lástima con nuestra capacidad
integrada de plácido autoengaño, no podía evitar
considerarse dotado de una visión más amplia, más clara.
—El autismo es... una enfermedad trágica, una
discapacidad —dije titubeando—. ¿Cómo puede... idealizarla
en... un simple estilo de vida alternativo?
—No hago eso en absoluto —dijo Rourke con cortesía,
pero desdeñoso—. He conocido a más de cien autistas totales
y a sus familias. Sé cuánto sufren. Si mañana pudiera
erradicar esa condición, lo haría.
»Pero tenemos nuestras propias historias, nuestros
problemas y nuestras aspiraciones. No somos autistas
totales; la extirpación del área de Lamont en la madurez no
nos dejará en el mismo estado que a alguien que haya
nacido así. Casi todos hemos aprendido a compensar la
carencia creando modelos de los demás de manera
consciente, explícita. Supone un esfuerzo mucho mayor que
el que requiere la habilidad innata, pero aunque perdamos lo
poco que tenemos no nos quedaremos desamparados. Ni
seremos egoístas, despiadados o incapaces de identificarnos
con los demás, o cualquiera de las otras cosas que le gusta
decir a la prensa amarilla. Y que nos concedan la cirugía que
pedimos no implica que perdamos nuestros empleos ni

82
mucho menos que tengamos que ingresar en una institución.
Por lo tanto, no le supondrá un gasto a la comunidad...
—El gasto es el menor de los problemas —dije enfadado
—. Está hablando de deshacerse deliberadamente, por medio
de la cirugía, de algo que es... fundamental para los
sentimientos humanos.
—Exacto —dijo Rourke después de levantar la vista del
suelo y asentir, como si al fin hubiera dicho algo en lo que
estábamos totalmente de acuerdo—. Y hemos vivido durante
décadas con una verdad fundamental sobre las relaciones
humanas: que elegimos no rendirnos a los reconfortantes
efectos de un injerto cerebral. Todo lo que queremos hacer
ahora es completar nuestra elección. Que dejen de
castigarnos por nuestra renuncia a vivir engañados.

Al final conseguí dar forma a la entrevista. Me aterrorizaba


parafrasear a James Rourke; con casi todas las personas
resultaba bastante fácil juzgar lo que era justo y lo que no,
pero aquí pisaba terreno resbaladizo. Ni siquiera estaba
seguro de que la consola pudiera imitar sus gestos de forma
convincente; cuando lo intenté, el lenguaje corporal parecía
absolutamente incorrecto, como si el programa, para llenar el
vacío, bombeara uno tras otro todos sus supuestos
predeterminados (que normalmente servían para desarrollar
un perfil gestual casi completo a partir del sujeto). Acabé por
no cambiar nada; simplemente extraje las mejores frases, las
monté con otro material y recurrí a la narración cuando no
me quedaba otro remedio.
Hice que la consola me mostrara un diagrama de los
segmentos que había utilizado en el montaje, cortes
diseminados a lo largo de toda la secuencia lineal del metraje
completo. Cada toma y cada secuencia entera de película

83
estaba claramente marcada: etiquetadas con la hora, el lugar
y un fotograma de muestra al principio y al final. Había unas
cuantas tomas de las que no había sacado nada. Las puse
por última vez para asegurarme de que no me había dejado
nada importante.
Había unas secuencias en las que Rourke me enseñaba su
«despacho», un rincón de un piso de dos habitaciones. Vi una
fotografía suya, en la que tendría veintipocos años, con una
fem de la misma edad aproximadamente.
—Mi ex mujer —contestó cuando le pregunté quién era.
La pareja estaba en una playa abarrotada, algún sitio con
aspecto mediterráneo. Estaban cogidos de la mano e
intentaban mirar a la cámara, pero los habían sorprendido,
incapaces de resistirse, mientras intercambiaban una mirada
cómplice. Con mucha carga sexual, pero también
conocimiento mutuo. Si esto no era un retrato de intimidad,
era una imitación muy buena.
«A veces, incluso podemos convencernos de que nada va
mal. Durante un tiempo.»
—¿Cuánto tiempo estuvo casado?
—Casi un año.
Sentía curiosidad, por supuesto, pero no le pedí más
detalles. ADN basura era un documental científico, no un
reportaje sórdido; su vida privada no era asunto mío.
También había una conversación informal que mantuve
con Rourke un día después de la entrevista. Paseábamos por
los jardines de la universidad, justo después de grabarlo
mientras trabajaba ayudando a un ordenador a examinar las
pautas del habla hindi en busca de cambios vocálicos.
(Normalmente trabajaba en su casa, pero yo estaba
desesperado por cambiar de escenario, aunque supusiera
distorsionar la realidad.) La Universidad de Manchester tenía
ocho recintos universitarios repartidos por la ciudad y

84
estábamos en el más moderno. A los paisajistas se les había
ido la mano con la vegetación manipulada: hasta la hierba
tenía un verdor imposible. Durante los primeros cinco
segundos, incluso a mí me pareció que la toma era un
fotomontaje mal hecho, con el cielo rodado en Inglaterra y la
tierra en Brunei.
—¿Sabe? —dijo Rourke—. Envidio su trabajo. Con AV
tengo que concentrarme en una estrecha área de cambios,
pero usted tiene una visión global de todo.
—¿De todo? ¿Se refiere a los avances en biotecnología?
—Biotecnología, visualización, inteligencia artificial... todo.
Toda la batalla de las palabras «S».
—¿Las palabras «S»?
—La pequeña y la grande —dijo con una sonrisa
enigmática—. Es por lo que se recordará este siglo. Una
batalla de dos palabras. Dos definiciones.
—No tengo ni la más remota idea de lo que dice. —
Pasábamos por un bosque en miniatura en mitad del patio
interior, denso y exótico, tan caprichoso e inquietante como
una jungla pintada por un surrealista.
—¿Qué es lo más condescendiente que puede ofrecerse a
hacer por las personas con las que no está de acuerdo o a las
que no entiende? —me preguntó mirándome.
—No lo sé. ¿Qué?
—Curarlas. De ahí la primera «S». De salud.
—Ah.
—La tecnología médica está a punto de convertirse en
supernova, por si no lo había notado. Así que, ¿con qué fin se
va a utilizar todo ese poder? El mantenimiento o la creación
de la salud. Pero ¿qué es la salud? Olvide las gilipolleces
obvias que todo el mundo supone. Cuando el último virus, el
último parásito y el último oncogén se borren del mapa, ¿cuál
será el objetivo final de la sanidad? ¿Que todos

85
representemos nuestro papel predestinado en algún orden
natural paradisíaco? —Se detuvo para señalar con gesto
irónico las orquídeas y las azucenas que florecían a nuestro
alrededor—. Y devolvernos a la única condición para la que
nuestra biología está optimizada: cazar y recolectar, y morir
a los treinta o los cuarenta. ¿Es eso? O... ¿poner a nuestra
disposición todas las formas de existencia técnicamente
posibles? Quien se apropia la autoridad de delimitar la
frontera entre la salud y la enfermedad se apropia de... todo.
—Tiene razón —dije—. Es una palabra insidiosa, de
significado variable, y probablemente siempre será polémica.
—Tampoco podía discutirle lo de la condescendencia. Los de
Renacimiento Místico siempre se ofrecían para «curar» a la
población mundial de su «entumecimiento psíquico» y
transformarnos en seres humanos perfectamente
equilibrados. En otras palabras: copias perfectas suyas, con
las mismas creencias, prioridades, neurosis y supersticiones.
—¿Cuál es la otra palabra «S»? La grande.
—¿De verdad no la adivina? —dijo inclinando la cabeza, y
mirándome con astucia—. Le daré una pista. ¿Cuál es la
forma más pobre intelectualmente que se le ocurre para
ganar una discusión?
—Va a tener que explicármelo. No se me dan bien los
acertijos.
—Decir que su oponente carece de sentimientos.
Me había quedado callado, avergonzado de repente o por
lo menos incómodo, preguntándome hasta qué punto lo
habían ofendido algunas de las cosas que dije el día anterior.
El problema de volver a ver a las personas después de
entrevistarlas es que a menudo se pasan todo el tiempo
analizando la conversación, minuto a minuto, y llegan a la
conclusión de que han quedado mal.
—Es el arma semántica más antigua que existe —añadió

86
Rourke—. Piense en todas las categorías de personas a las
que se califica como carentes de sentimientos o faltas de
humanidad en distintas culturas y en diferentes épocas.
Personas de otras tribus. Personas con distinto color de piel.
Esclavos. Fems. Enfermos mentales. Sordos. Homosexuales.
Judíos. Bosnios, croatas, serbios, armenios, kurdos...
—¿No cree que hay una ligera diferencia entre meter a
alguien en una cámara de gas y usar la frase de forma
retórica? —dije a la defensiva.
—Por supuesto. Pero suponga que me acusa de carecer de
sentimientos. ¿Qué significa en realidad? ¿Qué se supone que
he hecho? ¿Asesinar a alguien a sangre fría? ¿Ahogar a un
cachorro? ¿Comer carne? ¿No haberme emocionado con la
Quinta de Beethoven? ¿O sólo ser incapaz de tener, o buscar,
una vida emocional idéntica a la suya en todos los aspectos?
No ser capaz de compartir todos sus valores y aspiraciones.
No contesté. Oía el zumbido de los ciclistas en la oscura
jungla detrás de mí. Empezó a llover, pero la cubierta nos
protegía.
—La respuesta correcta es: cualquiera de las anteriores —
continuó Rourke alegremente—. Por eso es tan jodidamente
pobre. Cuestionar la humanidad de alguien es situarlo en el
mismo grupo que a los asesinos en serie, lo que evita el
problema de decir nada inteligente sobre sus opiniones. Y
exige un vasto consenso imaginario, el respaldo completo de
una mayoría indignada. Cuando afirma que los Autistas
Voluntarios intentan librarse de sus sentimientos, no sólo
define esa palabra como si tuviera un derecho divino que se
lo permite, sino que también da a entender que cualquier
otro habitante del planeta, reencarnaciones de Adolf Hitler y
Pol Pot aparte, está de acuerdo con usted punto por punto.
¡Depongan ese bisturí —declamó a los árboles con los brazos
extendidos—, se lo imploro... en nombre de la humanidad!

87
—De acuerdo —dije sin convicción—. Quizá debería
haberme expresado de otro modo ayer. No pretendía
insultarlo.
—No me ha ofendido —dijo Rourke divertido, negando con
un gesto—. Es una batalla, a fin de cuentas, no debo esperar
una rendición inmediata. Es usted leal a una definición
restrictiva de la gran «S» y quizá incluso cree sinceramente
que los demás la comparten. Yo apoyo una definición más
amplia. Estaremos de acuerdo en discrepar. Nos veremos en
las trincheras.
¿Restrictiva? Abrí la boca para negar la acusación, pero no
supe cómo defenderme. ¿Qué podría haber dicho? ¿Que una
vez hice un documental que simpatizaba con los que
emigraban de género? (Qué magnánimo.) ¿Y que ahora tenía
que compensarlo con una historia de frankenciencia sobre los
Autistas Voluntarios?
Así que él dijo la última palabra (por lo menos en tiempo
real). Me dio la mano y nos despedimos.
Volví a pasar la toma una vez más. Rourke resultaba
sorprendentemente elocuente, casi carismático, a su extraña
manera, y todo lo que decía era relevante. Pero su
terminología particular, los estallidos maníacos... Resultaba
demasiado raro, confuso y polémico.
Dejé la toma sin utilizar; no incluí nada.
Había acudido a otra cita en la universidad: una tarde con
el famoso GIVM (Grupo de Investigación de Visualización
Médica) de Manchester. Me pareció una oportunidad
demasiado buena para desperdiciarla; al fin y al cabo, la
visualización estaba detrás de la identificación definitiva del
autismo parcial.
Eché un vistazo a lo que había rodado. Gran parte del
material era bueno y probablemente podría sacar un
reportaje independiente de cinco minutos que valiera la pena

88
para uno de los programas de entrevistas de SeeNet, pero
estaba claro que la concisa presentación de la agenda de
Rourke me había proporcionado todas las imágenes de
escáner cerebral que necesitaba para ADN basura.
En el principal experimento que grabé, una estudiante
voluntaria leía poesía en silencio mientras el escáner
subtitulaba la imagen de su cerebro con cada verso que leía.
Había tres subtítulos que se calculaban de manera
independiente, basados en los datos primarios visuales, en el
reconocimiento de la forma de las palabras y en las
representaciones semánticas del cerebro. El último sólo
coincidía con los otros brevemente, antes de que el
significado estricto de la palabra se difuminara en una nube
de asociaciones. Sin embargo, por muy convincente e
inquietante que resultara, no tenía nada que ver con el área
de Lamont.
Al final de la jornada, una de las investigadoras, Margaret
Williams, directora del equipo de desarrollo del programa, me
propuso que me metiera en el escáner. Quizá querían darle la
vuelta a la tortilla, escrutarme y grabarme con sus máquinas
como yo había hecho con ellos durante las últimas cuatro
horas. Williams fue muy insistente, como si creyera que se
trataba de una cuestión de justicia.
—Podrías grabar el punto de vista del sujeto —dijo—. Y
podríamos echar una ojeada a tus extras ocultos.
—No sé si los campos magnéticos afectarán al equipo —
me resistí.
—En absoluto, te lo prometo. Casi todo debe de ser óptico
y lo demás lo protegeremos. Coges aviones constantemente,
¿verdad? ¿Pasas por los detectores de seguridad?
—Sí, pero...
—Nuestros campos no son más potentes. Incluso
podríamos intentar leer la actividad de tu nervio óptico con el

89
escáner y comparar los datos con tu grabación directa.
—No llevo el módulo de descarga encima. Está en el hotel.
—Qué pena —dijo frunciendo los labios, frustrada;
obviamente se moría de ganas de decirme que me callara,
obedeciera y entrara en el escáner—. Y supongo que tendrás
problemas con la garantía si improvisamos un cable y una
interfaz.
—Me temo que sí. El programa registraría el uso de un
equipo no estándar y me vería en un grave aprieto en la
próxima revisión anual.
—Antes hablabas de los Autistas Voluntarios. —Aún no
estaba dispuesta a rendirse—. Si quieres algo espectacular
para ilustrarlo, podríamos visualizar tu área Lamont mientras
piensas en una serie de personas. Lo grabamos todo y te lo
ponemos luego. Así podrías mostrar a los espectadores una
copia en tiempo real de cómo funciona el asunto. No una
animación pulcra, sino en carne y hueso, capturada en el
acto. Las neuronas bombeando iones de calcio, las sinapsis
disparándose. Podríamos transformar la arquitectura
neuronal en un diagrama funcional; calibrar e identificar los
rasgos simbólicos. Disponemos de todo el programa...
—Te agradezco mucho la oferta —dije—, pero... ¿qué
clase de periodista de segunda sería si recurriera a utilizarme
como sujeto de mis historias?

90
7
Dos semanas antes de la fecha prevista para el comienzo del
congreso del Centenario de Einstein firmé un contrato con
SeeNet para Violet Mosala: defensora de la simetría. Mientras
garabateaba mi nombre en el documento digital con el lápiz
electrónico de la agenda, intentaba convencerme de que me
habían dado el trabajo porque lo haría bien, no simplemente
porque había abusado de mi posición para pedir un favor. Sin
duda, a Sarah Knight le faltaba experiencia, tenía cinco años
menos que yo y había dedicado su carrera principalmente al
periodismo político. Confesar que era una fan de Mosala
incluso podía haberla perjudicado; nadie de SeeNet quería
una efusiva hagiografía. Pero a pesar de toda la
profesionalidad que alegué, sólo había podido echar un
vistazo al resumen de Sísifo y seguía sin tener una idea
exacta de lo que estaba aceptando.
Lo cierto era que no me importaban los detalles; lo único
que contaba era dejar atrás ADN basura y huir tan lejos
como pudiera de Angustia. Después de doce meses
sumergido en los peores excesos de la biotecnología, el
mundo prístino de la física teórica relucía en mi mente como
un paraíso matemático anestesiado, donde todo era frío,
abstracto y gloriosamente intrascendente..., una imagen que

91
se fundía a la perfección con el copo de coral blanco de
Anarkia, que se extendía por el Pacífico azul como una
estrella fractal perfecta. Una parte de mí entendía demasiado
bien que si me tomaba a pecho esos preciosos espejismos
acabaría decepcionado, e incluso me esforcé por imaginarme
las maneras más desagradables en las que me devolverían a
la realidad. Podía contraer una variedad de neumonía o de
malaria resistente a múltiples medicamentos, cepas a las que
los nativos eran inmunes. Por culpa del bloqueo no
dispondría de las farmacias avanzadas que analizaban los
organismos patógenos y diseñaban una cura en el acto, y
estaría demasiado débil para coger un vuelo de vuelta a la
civilización. No era una hipótesis descabellada; el bloqueo
había matado a cientos de personas a lo largo de los años.
Aun así, cualquier cosa sería mejor que encontrarme cara
a cara con una víctima de Angustia.
Dejé un mensaje para Violet Mosala. Supuse que todavía
estaba en su casa de Ciudad del Cabo, aunque el programa
que contestaba su teléfono no daba ningún detalle. Me
presenté, le agradecí su generosidad por concedernos parte
de su tiempo para el proyecto y solté un montón de clichés
de cortesía. No dije nada que la animara a devolverme la
llamada; sabía que en una conversación en tiempo real no
tardaría mucho en revelar mi ignorancia total sobre su vida y
obra. Neumonía, malaria..., ponerme en ridículo. No me
importaba. Sólo podía pensar en escapar.

Me mentalicé para obligarme a revivir la reanimación de


Daniel Cavolini, pero debería haber sabido desde el principio
que era absurdo. El proceso de montaje nunca era una
recreación del pasado; recordaba más a una autopsia.
Trabajé en la secuencia con frialdad, y a medida que le daba

92
forma, la tarea de imaginarme la reacción de un espectador
que la viera por primera vez se convirtió más en una cuestión
de cálculo e instinto que en algo relacionado con lo que sentí
durante el suceso. Incluso la versión final, superficialmente
fluida e inmediata, me parecía una reanimación post mortem
de una reanimación post mortem. Había sucedido, y se había
acabado; la fugaz ilusión de vida que creó la tecnología daba
igual, y era tan incapaz de salir de la pantalla y caminar por
la calle como cualquier otro cadáver inquieto.
Luke, el hermano de Daniel, fue acusado de asesinato y
declarado culpable. Me conecté al sistema de los archivos del
juzgado y eché una ojeada a la grabación de las tres vistas
que se habían hecho hasta el momento. El juez había
solicitado un informe psiquiátrico en el que se concluía que
Luke Cavolini padecía ataques esporádicos de «ira
injustificada» que no lo distanciaban lo suficiente de la
realidad para declararlo enfermo mental y administrarle un
tratamiento contra su voluntad. Estaba capacitado y era
culpable, y entendía perfectamente lo que había hecho,
incluso tenía un «motivo»: una discusión la noche anterior
por una cazadora que le había cogido a Daniel. Acabaría en
una cárcel normal, por lo menos durante quince años.
La grabación del juicio era de dominio público, pero no
tenía tiempo para utilizarla en la versión que se emitiría. Así
que redacté un breve epílogo para el reportaje de la
reanimación ciñéndome estrictamente a los hechos: los
cargos presentados y la declaración de culpabilidad. No
mencioné el informe psiquiátrico; no quería enredar las
cosas. La consola leyó las palabras sobre una imagen
congelada de Daniel Cavolini gritando.
—Fundido a negro —dije—. Pasa los rótulos.
Eran las cuatro y siete minutos de la tarde del martes
veintitrés de marzo.

93
Había terminado ADN basura.

Dejé una nota en la entrada para Gina y fui andando hasta


Epping a vacunarme para el viaje que se avecinaba. Los
científicos de Anarkia publicaban «informes del tiempo»
locales, meteorológicos y epidemiológicos en la red, y a pesar
de los demás extraños actos de ostracismo político, los
organismos pertinentes de la ONU trataban estos datos como
si procedieran de un estado miembro consagrado. Resultó
que no se registraban brotes de neumonía ni malaria, pero
había estallidos recientes de varias cepas nuevas de
adenovirus. Ninguna era mortal, pero todas podían
debilitarme y arruinar mi estancia. Alice Tomasz, mi médico
de cabecera, descargó secuencias de péptidos que
mimetizaban las proteínas virales de superficie adecuadas,
sintetizaban su ARN y ensamblaban los fragmentos creando
un adenovirus inocuo a medida. Todo el proceso duró unos
diez minutos.
—Me gustó Escrutinio excesivo de la identidad sexual —
dijo Alice mientras yo inhalaba la vacuna viva.
—Gracias.
—Aunque lo del final, lo de Elaine Ho sobre el género y la
evolución, ¿de verdad te lo crees?
Ho afirmaba que los humanos se habían pasado los
últimos millones de años invirtiendo el dimorfismo sexual y
las diferencias de comportamiento de los antiguos
mamíferos. De forma gradual habíamos desarrollado
anomalías bioquímicas que interferían activamente en los
antiguos programas genéticos de las vías neuronales
específicas de cada sexo. Los esquemas independientes
todavía eran hereditarios, pero el efecto de las hormonas
sobre el útero impedía que se desarrollaran por completo: en

94
esencia, «masculinizaban» el cerebro de los embriones
femeninos y «feminizaban» el cerebro de los masculinos. (La
homosexualidad era el resultado que se obtenía cuando el
proceso sobrepasaba, muy ligeramente, el límite normal.) A
largo plazo, incluso si adoptábamos una postura edenita y
renunciábamos a la ingeniería genética, los sexos seguirían
convergiendo. Alteráramos o no la naturaleza, la naturaleza
se alteraba a sí misma.
—Me pareció una buena manera de acabar el programa. Y
todo lo que decía era cierto, ¿no?
—¿En qué estás trabajando ahora? —preguntó Alice sin
comprometerse.
No me apetecía confesar que era el autor de ADN basura,
pero también me asustaba mencionar a Violet Mosala por si
resultaba que mi doctora sabía más sobre la TOE en la que
trabajaba Mosala que yo. No era un temor infundado; daba
asco lo mucho que sabía Alice sobre cualquier tema.
—En nada, en realidad. Estoy de vacaciones.
—Me alegro por ti. Pero no te relajes demasiado —dijo
mientras volvía a mirar mi expediente en la pantalla del
escritorio que incluía los datos de mi farmacia.
Me sentí como un idiota al que han pillado mintiendo
descaradamente, pero al salir de la consulta dejó de
importarme. La sombra de las hojas moteaba la calle y la
brisa del sur era suave y fresca. Había terminado ADN basura
y me sentía aliviado, como si sufriera una enfermedad que
creía mortal y acabaran de anunciarme que tenía curación.
Epping era una tranquila zona residencial de las afueras: un
médico, un dentista, un pequeño supermercado, una
floristería, una peluquería y un par de restaurantes (no
experimentales). Sin Ruinas; demolieron la zona comercial
quince años atrás y destinaron el terreno a bosques
manipulados. Sin vallas publicitarias (aunque las camisetas

95
con anuncios casi compensaban la pérdida). Las pocas tardes
de domingo en que no teníamos nada que hacer, Gina y yo
veníamos paseando hasta aquí sin ningún motivo especial y
nos sentábamos junto a la fuente. Cuando volviera de
Anarkia, con ocho meses enteros para montar lo de Violet
Mosala, disfrutaríamos de más días así de los que habíamos
disfrutado en mucho tiempo.
Cuando abrí la puerta de la entrada, Gina estaba de pie en
el recibidor, como si me estuviera esperando. Parecía
nerviosa. Preocupada.
—¿Qué pasa? —le pregunté, acercándome a ella.
—Andrew, sé que ningún momento es bueno, pero he
esperado... —dijo apartándose y levantando los brazos, casi
como si se defendiera de un atacante.
Al final del recibidor había tres maletas.
El mundo se alejó de mí. Todo lo que estaba a mi
alrededor dio un paso atrás.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
—No te enfades.
—No estoy enfadado. —Era cierto—. Pero no entiendo
nada.
—Te he dado todas las oportunidades posibles de arreglar
las cosas —dijo Gina—. Y tú has seguido igual, como si nada
hubiera cambiado.
Algo raro le pasaba a mi sentido del equilibrio; sentía
como si oscilara violentamente, aunque sabía que estaba
totalmente quieto. Gina tenía un aspecto triste y le tendí los
brazos como si pudiera consolarla.
—¿No podías decirme que algo iba mal? —pregunté.
—¿Era necesario? ¿Estás ciego?
—Puede que sí.
—No eres un niño, ¿verdad? No eres estúpido.
—Sinceramente, no sé qué debería haber hecho.

96
—No, claro que no —dijo riéndose con amargura—. Sólo
empezaste a tratarme como una especie de... obligación
ardua. ¿Por qué ibas a pensar que había algo de malo en
eso?
—Que empecé a tratarte... ¿Cuándo? —dije—. ¿Te refieres
a las tres últimas semanas? Sabías lo del montaje. Creía
que...
—No estoy hablando de tu trabajo de mierda —gritó Gina.
Quería sentarme en el suelo, encontrar algo de estabilidad,
orientarme, pero temía que interpretara mal la acción—. Por
favor, no te quedes ahí cortándome el paso —añadió con
frialdad—. Me estás poniendo nerviosa.
—¿Qué crees que voy a hacer? ¿Cogerte prisionera? —No
me contestó. Pasé por su lado y entré en la cocina. Se giró y
se quedó en la puerta de cara a mí. No tenía ni idea de qué
decirle. No sabía por dónde empezar—. Te quiero —añadí.
—Te lo advierto, no empieces.
—Si la he cagado, déjame intentar arreglarlo. Me
esforzaré más.
—Eso es lo peor de todo. El esfuerzo es jodidamente
obvio.
—Siempre pensé que... —La miré a los ojos. Oscuros,
expresivos, de una belleza imposible. Incluso en aquel
momento, su sola visión se abrió camino a través de todo lo
que pensaba y sentía, y me convirtió en parte en un niño
indefenso, encaprichado. Pero todavía estaba concentrado;
siempre lo estaba, siempre prestaba atención. ¿Cómo había
llegado a esto? ¿Qué señales había pasado por alto?
¿Cuándo? ¿Cómo? Quería exigirle fechas, horas y lugares.
—Es demasiado tarde para cambiar nada —dijo Gina
apartando la mirada—. He encontrado a otro. Llevo tres
meses saliendo con él. Si ni siquiera lo sabías, ¿qué clase de
mensaje necesitabas? ¿Tenía que traerlo a casa y tirármelo

97
delante de ti?
—No me importa lo que hayas hecho —dije lentamente
con los ojos cerrados; no quería oír aquello: sólo era ruido
que complicaba aún más las cosas—. Todavía podemos...
—¡A mí sí me importa! —dijo a gritos avanzando hacia mí
—. ¡Egoísta imbécil! ¡Me importa! —Las lágrimas le
resbalaban por el rostro. Por encima de todo me esforzaba en
comprender, ansiaba abrazarla, seguía sin poder creer que
yo era la causa de todo su dolor—. ¿No ves cómo eres? —
añadió con desdén—. ¡Soy yo la que acaba de decirte que me
he tirado a otro a tus espaldas! ¡Soy yo la que se larga! Y
aun así, me duele mil veces más de lo que te dolerá a ti
cualquier cosa en la vida.
Debería haber pensado lo que hice a continuación, haberlo
planeado, pero no recuerdo haber ido al fregadero en busca
de un cuchillo, no recuerdo haberme abierto la camisa. Me
encontré de pie en la puerta de la cocina, haciéndome cortes
de un lado al otro del estómago con la punta de la hoja.
—Siempre quisiste cicatrices —dije con calma sin
detenerme—. Aquí tienes unas cuantas.
Gina se abalanzó sobre mí y me tiró al suelo. Empujé el
cuchillo lejos, debajo de la mesa. Antes de que pudiera
levantarme, se sentó sobre mi pecho y empezó a darme
bofetadas y puñetazos.
—¿Crees que eso duele? —me gritó—. ¿Crees que es lo
mismo? Ni siquiera sabes cuál es la diferencia, ¿verdad?
¿Verdad?
Me quedé tumbado en el suelo sin mirarla mientras me
aporreaba la cara y los hombros. No sentía nada; sólo
esperaba a que todo terminara, pero cuando se levantó
dispuesta a marcharse, lloriqueando mientras se tambaleaba
por la cocina, de repente me entraron ganas de hacerle
mucho daño.

98
—¿Qué esperabas? —dije tranquilo—. No puedo llorar
cuando toca, como tú. Mi nivel de prolactina no está por la
labor.
Oí cómo arrastraba las maletas por la entrada. Me imaginé
que la seguía hasta la calle y me ofrecía a llevarle algo, que
le montaba una escena. Pero mi deseo de venganza se había
desvanecido. La quería, deseaba que volviera... y seguro que
todo lo que se me ocurriese para intentar demostrárselo le
dolería, seguro que empeoraría las cosas.
Cerró la puerta de la casa de un portazo.
Me acurruqué en el suelo. Sangraba aparatosamente;
intentaba soportar tanto el hedor metálico y la irremediable
sensación de incontinencia como el propio dolor, pero sabía
que los cortes no eran profundos. No me habría cortado una
arteria llevado por los celos y la ira: en todo momento sabía
perfectamente lo que hacía.
¿Debía avergonzarme por eso? ¿Avergonzarme de no
haber roto los muebles, no haberme destripado ni haber
intentado matarla? Todavía me dolía el desprecio de Gina, y
si antes nunca sabía lo que pensaba, cuando me tiró al suelo
comprendí una cosa: como no me había dejado llevar por mis
emociones, como no había perdido el control..., a sus ojos
era algo menos que humano.
Envolví las heridas superficiales con una toalla y le dije a
la farmacia lo que había pasado. Zumbó unos cuantos
minutos y exudó una pasta de antibióticos, coagulantes y un
adhesivo parecido al colágeno. Se secó sobre mi piel
quedando como un vendaje ajustado.
La farmacia no tenía ojos, pero me planté al lado del
teléfono y le enseñé nuestra obra.
—Evita los movimientos abdominales bruscos. E intenta
no reírte demasiado —dijo.

99
8
—Me han dicho que venga —dijo Angelo sombrío.
—Entonces será mejor que entres. —Me siguió por el
recibidor hasta la salita—. ¿Cómo están las chicas? —le
pregunté.
—Bien. Son agotadoras.
Maria tenía tres años y Louise dos. Angelo y Lisa
trabajaban en su casa, en habitaciones insonorizadas, y se
encargaban de las niñas por turnos. Angelo era matemático
en una universidad virtual nominalmente canadiense; Lisa
era química de polímeros de una empresa con fábricas en
Holanda.
Era amigo de Angelo desde la universidad, pero no conocí
a su hermana hasta que nació Louise. Gina había ido a visitar
a la madre y a la recién nacida al hospital; me enamoré de
ella en el ascensor antes de saber quién era.
—Creo que sólo quiere saber cómo estás —dijo Angelo con
cautela cuando se sentó.
—Le he enviado diez mensajes en diez días. Ya sabe cómo
estoy.
—Dice que has dejado de mandárselos de repente.
—¿De repente? Diez actos de humillación ritual son todo lo
que conseguirá si no responde. —No pretendía que mis

100
palabras sonaran duras, pero Angelo empezaba a parecer un
emisario de paz abandonado en medio de un campo de
batalla—. Dile lo que quiera oír —añadí riéndome—. Dile que
estoy destrozado, pero que me recupero deprisa. No quiero
que se sienta insultada, pero tampoco culpable.
—Está pasándolo muy mal —dijo con una sonrisa forzada,
como si yo hubiera hecho un chiste de mal gusto.
—Lo sé, y yo también lo llevo mal —dije lentamente,
apretando los puños—, pero ¿no crees que se sentirá mejor
si le dices que...? —No terminé la frase—. ¿Qué te ha dicho
que me contestes si te pregunto si hay alguna oportunidad
de que vuelva?
—Que no.
—Claro. Pero... ¿lo decía de verdad? ¿Qué tenías que
contestar a eso?
—Andrew...
—Olvídalo. —Nos envolvió un silencio largo y extraño.
Consideré la posibilidad de preguntarle dónde estaba y con
quién, pero sabía que no me lo diría. Y la verdad era que no
quería saberlo—. Mañana me voy a Anarkia.
—Sí, eso he oído. Buena suerte.
—Hay otro periodista que quiere el proyecto. Sólo tendría
que hacer una llamada...
—No te molestes —dijo negando con un gesto—. No
cambiaría nada.
Volvimos a quedarnos en silencio. Al cabo de un rato,
Angelo buscó en un bolsillo de la cazadora y sacó un
frasquito de plástico con pastillas.
—Tengo unos cuantos D —dijo.
—Antes no tomabas esa mierda —gruñí.
—Son inofensivos —dijo mirándome dolido—. Me gusta
desconectar de vez en cuando. ¿Qué hay de malo en eso?
—Nada.

101
Los desinhibidores no eran tóxicos ni adictivos. Producían
una ligera sensación de bienestar e incrementaban el
esfuerzo necesario para concentrarse en algo, como una
moderada dosis de alcohol o cannabis, aunque con menos
efectos secundarios. Su concentración en sangre se
autolimitaba; cuando sobrepasaba cierto nivel, la molécula
catalizaba su propia destrucción, así que tomarse un bote
entero era lo mismo que tragarse una pastilla.
Angelo me ofreció el frasquito. Cogí un D con desgana y lo
dejé en la palma de la mano.
El alcohol casi había desaparecido de la vida de la
sociedad educada cuando yo tenía diez años, pero su uso
como «lubricante social» se evocaba siempre como algo
indudablemente beneficioso, y sólo se consideraban
patológicos la violencia y los daños que ocasionaba al
organismo. Sin embargo, me parecía que la bala mágica que
había ocupado su lugar era una síntesis del auténtico
problema. Por fortuna habían desaparecido la cirrosis, las
lesiones cerebrales, diversos tipos de cáncer y los peores
accidentes de tráfico y crímenes del mundo de la droga, pero
yo todavía no estaba dispuesto a aceptar que los seres
humanos eran físicamente incapaces de comunicarse o
relajarse sin la ayuda de drogas psicoactivas.
—Vamos, no te matará —dijo en tono de reproche
después de tragar una pastilla—. Todas las culturas humanas
conocidas han utilizado algún tipo de...
Fingí que me metía la pastilla en la boca, pero la escondí
en la palma. A la mierda todas las culturas humanas
conocidas. Sentí una punzada momentánea de culpa, pero no
tenía ganas de discutir. Además, mi mentira era
bienintencionada. Me imaginaba más o menos lo que Gina le
había dicho a su hermano: «Que se coloque o no hablará».
Me había enviado a Angelo con la esperanza de que me

102
liberara, lo soltara todo y me «curase». Un gesto
conmovedor por parte de ambos, y lo menos que podía hacer
a cambio era reducir el número de mentiras que tendría que
contarle para que se creyera que me había ayudado.
A medida que la sustancia química bloqueaba algunas vías
neuronales, a Angelo se le pusieron los ojos vidriosos. Se me
ocurrió que James Rourke debería haber añadido a su lista
una tercera palabra «S» contra la que luchar: sinceridad.
Freud había lastrado la cultura occidental con la extraña idea
de que las declaraciones espontáneas siempre eran, por arte
de magia, las más veraces. Que la reflexión no aportaba
nada y que el ego se limitaba a mentir o a censurar. Era una
idea fruto de la conveniencia más que nada: identificó la
parte de la mente más fácil de esquivar, con trucos como la
libre asociación de ideas, y declaró que el producto que
quedaba de todo eso era la sinceridad.
Pero ahora que mis palabras estaban químicamente
santificadas y por fin se las tomarían en serio, fui directo al
grano.
—Mira, dile a Gina que lo superaré. Siento haberle hecho
daño. Sé que he sido egoísta y voy a intentar cambiar.
Todavía la quiero, pero sé que se ha terminado. —Busqué
algo más que decir, pero ella no necesitaba saber nada más.
—No entendía por qué siempre rompías con las fems. —
Angelo hizo repetidos gestos de asentimiento, como si yo
hubiera dicho algo nuevo y profundo—. Creía que era
cuestión de mala suerte, pero tienes razón: eres un bastardo
egoísta. Lo único que te importa en realidad es tu trabajo.
—Cierto.
—¿Qué vas a hacer para resolverlo? ¿Dedicarte a otra
cosa?
—No. Vivir solo.
—Pero eso es peor —dijo con una mueca—. Te convierte

103
en el doble de egoísta.
—¿En serio? —Me reí—. ¿Quieres explicarme por qué?
—¡Porque ni siquiera lo intentas!
—¿Y sólo lo puedo intentar a costa de otras personas? ¿Y
si estoy harto de hacerles daño y decido no intentarlo más?
—Esta simple idea pareció confundirlo. Se había aficionado a
los D siendo adulto y quizá lo afectaban más que a alguien
que hubiera desarrollado una tolerancia desde la
adolescencia—. Creía sinceramente que podía hacer feliz a
otra persona y a mí mismo —añadí—. Pero después de seis
intentos creo que he demostrado que no puedo. Así que haré
el juramento hipocrático: No dañes. ¿Qué hay de malo en
eso?
—No te imagino viviendo como un monje —dijo sin
convicción.
—A ver si te aclaras. Primero soy un egoísta y luego un
beato. Espero que no pongas en entredicho mi habilidad
masturbatoria.
—No, pero las fantasías sexuales plantean un pequeño
problema: hacen que desees aún más la realidad.
—Puedo hacerme ásex neuronal —dije encogiendo los
hombros.
—Muy gracioso.
—Bueno, siempre es una opción. —Me estaba hartando de
todo el estúpido ritual, pero si lo despedía demasiado pronto
corría el riesgo de que le diera a Gina un informe de la
catarsis que no llegara al aprobado. Los detalles no
importaban, podía guardárselos, pero tenía que ser capaz de
decirle con cara seria que habíamos estado desnudando
nuestras almas hasta la madrugada—. Siempre decías que no
te casarías —añadí—. Que la monogamia es para los débiles
y que la promiscuidad es más sincera y satisfactoria para los
implicados.

104
—Tenía diecinueve años cuando dije eso. —Angelo
empezó a reírse pero se contuvo—. ¿Qué te parecería si
desenterrara unas cuantas maravillosas películas tuyas de la
misma época?
—Si tienes copias, pon tú el precio. —Parecía inconcebible,
pero dediqué cuatro años de mi vida y miles de dólares fruto
de diversos trabajos por horas a hacer media docena de
dramas experimentales pretenciosos en extremo. Mi versión
butoh submarina de Esperando a Godot era quizá la peor
obra de la era del vídeo digital.
—Sin embargo —dijo Angelo mirando fijamente la
alfombra, súbitamente pensativo—, en aquella época lo creía.
La idea de una familia me sonaba a estar enterrado vivo. —
Se estremeció—. No podía imaginarme nada peor.
—Así que has madurado. Enhorabuena.
—No seas gilipollas.
—Lo siento. —No bromeaba; le había tocado una fibra
sensible.
—Nadie madura —dijo—. Es una de las peores mentiras
que se pueden decir. Las personas cambian. Las personas se
comprometen. Se encuentran atrapadas en situaciones que
no desean... y les sacan el mejor partido posible. Pero no
intentes decirme que es una especie de glorioso ascenso
predestinado a la madurez emocional porque no es verdad.
—¿Ha ocurrido algo entre Lisa y tú? —le pregunté
preocupado.
—No —dijo con un gesto de disculpa—. Todo va bien. La
vida es maravillosa. Las quiero a todas. Pero... —Apartó la
mirada, tenía todo el cuerpo en tensión—. Sólo porque me
volvería loco si no fuera así. Sólo porque tengo que hacer
que funcione.
—Pero lo haces, funciona.
—Sí —dijo poniendo mala cara, frustrado porque yo no

105
captaba el quid de la cuestión—. Y ya ni siquiera me cuesta
mucho. Es pura rutina. Pero... creía que habría algo más.
Creía que si se pasa de valorar una cosa a valorar otra es
porque se ha aprendido algo nuevo, se ha entendido algo
mejor. Y no es eso en absoluto. Lo único que hago es darle
valor a lo que tengo. Así es, ésa es toda la historia. La gente
siempre hace una virtud de la necesidad. Idealiza aquello de
lo que no puede escapar.
»Quiero a Lisa y a las niñas de verdad... pero no hay
ninguna razón más profunda que el hecho de que es lo mejor
que puedo hacer con mi vida en estos momentos. No puedo
refutar nada de lo que dije cuando tenía diecinueve años,
porque ahora no sé más. No soy más sabio. Lo que me
molesta son todas esas mentiras pretenciosas de los cojones
que nos inculcaron sobre crecer y madurar. Nadie fue sincero
y admitió que el amor y el sacrificio son sólo lo que ponemos
en práctica para no enloquecer cuando nos encontramos en
otro tipo de encerrona.
—Estás hasta el cuello de mierda —dije—. Espero que no
tomes D en las fiestas.
Pareció dolido durante un momento, pero luego lo
entendió: le estaba prometiendo mantener la boca cerrada.
No iba a echarle en cara una palabra sobre esto cuando
estuviera sobrio.
Lo acompañe a la estación justo antes de la medianoche.
Soplaba una brisa cálida y había diez mil estrellas.
—Buena suerte con Anarkia.
—Buena suerte con tu informe.
—Ah. Le diré a Gina... —Su voz se fue apagando mientras
fruncía el ceño como un afásico.
—Ya se te ocurrirá algo.
—Sí.
«A fin de cuentas, ella me ha ayudado —pensé mientras

106
miraba cómo se iba el tren—. He conseguido olvidarme de lo
nuestro, durante un rato. Lo superará y yo también. Y
mañana estaré en una isla del Pacífico Sur intentando
marcarme un farol para salir indemne de mis dos semanas
con Violet Mosala.»
En otro tipo de encerrona.
¿Qué más podía pedir?

107
SEGUNDA PARTE

9
La isla viva y artificial de Anarkia estaba anclada a un guyot
sin nombre: un volcán extinto, sumergido y plano en su
parte superior, en medio del Pacífico Sur. A treinta y dos
grados de latitud, quedaba fuera de las aguas jurisdiccionales
de las naciones polinesias del norte, en aguas internacionales
sin reivindicar (demandas ridículas de los colonizadores de la
Antártida aparte). Parecía remota, pero sólo estaba a cuatro
mil kilómetros de Sydney, a menos de dos horas de vuelo
directo.
Me senté en la sala de tránsito de Pnom Pen e intenté
estirar los músculos del cuello. El aire acondicionado me

108
dejaba tieso, pero la humedad se colaba impunemente en el
edificio. Pensé en dar una vuelta por la ciudad, que no
conocía de primera mano, pero sólo disponía de cuarenta
minutos entre los vuelos y probablemente me llevaría la
mitad de ese tiempo conseguir el visado.
Nunca había entendido por qué el gobierno australiano era
un defensor acérrimo del bloqueo contra Anarkia. Los
sucesivos ministros de Asuntos Exteriores de los últimos
veintitrés años habían despotricado sobre «su influencia
desestabilizadora en la zona», pero en realidad contribuía
considerablemente a aligerar la tensión: aceptaba más
refugiados del efecto invernadero que cualquier otra nación
del planeta. Y aunque era cierto que los creadores de Anarkia
habían infringido incontables leyes internacionales y
utilizaban miles de secuencias patentadas de ADN sin
permiso, una nación fundada por la invasión y la masacre
(actos solemnemente lamentados en un tratado firmado hace
doscientos cincuenta años) no debería proclamar una
posición moral superior.
Estaba claro que habían condenado a Anarkia al
ostracismo por meras razones políticas. Pero nadie que
estuviera en el poder se sentía en la obligación de dar
explicaciones.
Así que me senté en la sala de tránsito, anquilosado
después de un vuelo de cuatro horas en la dirección
incorrecta, e intenté leer los apartados de la lección de física
de Sísifo que me había saltado en la primera lectura.
Estaban marcados en azul acusatorio y resultaban
mortificantes para la vista siempre que les dirigía la atención.

Al menos dos medidas generalizadas incompatibles se


pueden asociar a T, el espacio de todos los espacios
topológicos de base numerable. La medida de Perrini

109
[Perrini, 2012] y la medida de Saupe [Saupe, 2017] se
definen para todos los subconjuntos acotados de T, y son
equivalentes si se restringen a M, el espacio de las
variedades de Hausdorff paracompactas de dimensión n,
pero dan resultados contradictorios para conjuntos de
espacios más atípicos. Sin embargo, la relevancia física
(si existe) de esta discrepancia no está clara.

No lograba concentrarme. Desistí, cerré los ojos e intenté


dormir, pero la siesta parecía ser bioquímicamente imposible.
Dejé la mente en blanco e intenté relajarme. Al cabo de un
rato sonó mi agenda y me anunció el vuelo de enlace con
Dili: recogía los avisos del sistema de transmisión de la
habitación un momento antes de que los anunciaran los
altavoces plurilingües. Me dirigí al control de seguridad y,
mientras lo pasaba, me acordé del escáner de Manchester
que logró extraer poesía del cerebro de una estudiante. Sin
duda, dentro de veinte años se descubrirían las intenciones
de los atracadores desarmados con tanta facilidad como una
bomba o un cuchillo. El archivo de mi pasaporte incluía
información detallada sobre mis anomalías internas
sospechosas para asegurar a los nerviosos funcionarios de
seguridad que no me había llenado de cables con el propósito
de estallar en las alturas. Quizá la gente plagada de sueños
involuntarios de enloquecer a veinte mil metros necesitaría
certificados análogos de inocuidad en el futuro.
No había vuelos a Anarkia desde Camboya. China, Japón y
Corea estaban a favor del bloqueo, así que Camboya se unió
a sus principales socios comerciales para evitar ofenderlos.
Lo mismo hizo Australia, aunque su condena entusiasta de
los «anarkistas» fuera más allá de lo que exigía el realismo
político. Sin embargo, había vuelos de Pnom Pen a Dili y
desde allí podría alcanzar mi destino.

110
No era ningún misterio que ni siquiera se planteara una
línea Sydney-Dili. Después de que Indonesia se anexionara
Timor Oriental en 1976, se repartió los beneficios, los
yacimientos petrolíferos de la franja de Timor, con su socio
capitalista, Australia. En el año 2036, con medio millón de
timorenses orientales muertos y dada la irrelevancia de los
pozos de petróleo (las algas transgénicas producen moléculas
de hidrocarburos de cualquier forma y tamaño a partir de la
energía solar por una décima parte de lo que cuesta la
leche), el gobierno de Indonesia, coaccionado más por sus
ciudadanos que por cualquiera de sus aliados, accedió por fin
a regañadientes a las peticiones de autonomía de la provincia
de Timor Timur. La independencia formal tuvo lugar acto
seguido en el año 2040, pero quince años más tarde todavía
no se habían resuelto las demandas contra los ladrones de
crudo.
Embarqué por el tubo y me senté. A los pocos minutos,
una fem vestida con un sarong rojo intenso y una blusa
blanca se sentó a mi lado. Intercambiamos gestos de saludo
y sonrisas.
—No te puedes imaginar el lío que llevo —dijo—. Una vez
entre mil que mis compatriotas organizan un congreso fuera
de la red y han elegido el lugar del mundo más inaccesible.
—¿Te refieres a Anarkia?
—¿Tú también? —me preguntó con simpatía. Asentí—.
Pobrecito —continuó—. ¿De dónde vienes?
—De Sydney.
—Soy de Kuala Lumpur —dijo, aunque yo habría jurado
que su acento era de Bombay—, así que tú lo has tenido
peor. Me llamo Indrani Lee.
—Andrew Worth —dije mientras nos dábamos la mano.
—Desde luego —añadió—, no presento ninguna ponencia.
Y las actas estarán disponibles en la red un día después de

111
que termine el congreso. Pero... si no acudes te pierdes todo
el cotilleo, ¿verdad? —Sonrió con complicidad—. La gente se
muere de ganas de hablar fuera de la red sabiendo que no se
grabará nada, ni quedarán rastros para las auditorías. Así
que cuando llega el momento de un encuentro cara a cara
están dispuestos a contarte todos sus secretos en cinco
minutos. ¿No te parece?
—Eso espero. Soy periodista, cubriré el congreso para
SeeNet. —Una confesión arriesgada, pero no entraba en mis
planes hacerme pasar por un especialista en TOE.
Lee no mostró, aparentemente, ningún desdén. El avión
empezó su ascenso casi vertical; yo tenía un asiento
económico en el pasillo central, pero mi pantalla me mostró
Pnom Pen mientras retrocedía debajo de nosotros: una
sorprendente mezcla de estilos, desde templos de piedra
(reales y falsos) cubiertos de enredaderas hasta cerámica
negra reluciente, pasando por edificios de descolorido estilo
colonial francés (ídem). La pantalla de Lee comenzó a
mostrar la grabación del procedimiento de emergencia; mi
reciente cúmulo de vuelos en aviones idénticos me permitió
ahorrármelo.
—¿Puedo preguntarte cuál es tu especialidad? —dije
cuando terminó la grabación—. Ya sé que obviamente la TOE,
pero ¿con qué enfoque?
—No soy física. Me dedico a algo que se parece más a tu
trabajo.
—¿Eres periodista?
—Socióloga. O si prefieres el título completo, estudio la
dinámica de las ideas contemporáneas. Así que, si la física
está a punto de alcanzar el punto final, es mejor estar cerca
para ser testigo del acontecimiento.
—¿Quieres estar presente para recordarles a los científicos
que sólo son sacerdotes y cuentistas? —Había intentado

112
hacer un comentario gracioso, ya que el de ella había sido
irónico y quería estar a la altura, pero las palabras brotaron
como una acusación.
—No soy miembro de ninguna secta de la ignorancia —
contestó con una mirada reprobatoria—, y me temo que
llevas veinte años de retraso si piensas que la sociología es
un caldo de cultivo para ¡Ciencia Humilde! o Renacimiento
Místico. Hoy en día, en el mundo académico, están todos
metidos en los departamentos de historia. —Su expresión se
suavizó y pasó a una resignación cansina—. Aunque todavía
somos el blanco de todos los ataques. Es increíble, los
investigadores médicos siguen echándome en cara un par de
estudios mal planteados de los ochenta como si yo fuera la
responsable.
Me disculpé y ella le quitó importancia con un gesto. Un
carrito robot nos ofreció comida y bebida y la rechacé. Era
absurdo, pero la primera parte de mi camino en zigzag a
Anarkia me había dejado en peor estado que un vuelo sin
escalas por todo el Pacífico.
Mientras la frondosa jungla vietnamita daba paso a
agitadas aguas de color gris intercambiamos chistes sobre el
panorama y más lamentos sobre las penalidades para llegar
al congreso. A pesar de mi metedura de pata me intrigaba la
profesión de Lee y al final reuní el valor necesario para volver
a sacar el tema.
—¿Qué es lo que te atrae de los físicos para dedicarte a
estudiarlos? Quiero decir, si se tratara de la ciencia, podrías
hacerte física en lugar de observarlos desde fuera.
—¿No es exactamente eso lo que planeas hacer tú los
próximos quince días? —dijo con un gesto de incredulidad.
—Sí, pero mi trabajo es muy distinto del tuyo. En
definitiva sólo soy técnico en comunicaciones.
—Los físicos de este congreso acuden para hacer

113
progresos en las Teorías del Todo, ¿no? —dijo después de
echarme una mirada de «ya me encargaré de eso luego»—.
Desechar las malas y perfeccionar las buenas. Sólo les
interesa el producto final: una teoría que funcione, que
encaje con los datos conocidos. Es su trabajo, su vocación,
¿de acuerdo?
—Más o menos.
—Por supuesto, son conscientes de que todos los
procedimientos que utilizan para elaborarlas van más allá de
las matemáticas: el intercambio y la refutación de ideas, la
colaboración y la rivalidad. No pueden evitar saberlo todo
sobre el politiqueo, las camarillas, las alianzas. —Sonrió
declarando su inocencia—. No utilizo ninguna de esas
palabras en sentido peyorativo. La física no está
desacreditada como repiten sin cesar grupos del estilo de
Primera Cultura, sólo porque algo tan normal como el
nepotismo, la envidia y algunos actos esporádicos de
violencia extrema desempeñen un papel en su historia. Pero
no esperarás que los propios físicos pierdan el tiempo en
escribir todo eso para la posteridad. Quieren purificar y pulir
sus valiosos retazos de teorías y luego contar breves y
elegantes mentiras sobre cómo las elaboraron. ¿Y quién no?
No importa, al menos en un aspecto: la mayor parte de la
ciencia se puede valorar sin conocer ninguno de los detalles
de sus orígenes humanos. Pero mi trabajo consiste en meter
mano en tantas historias verdaderas como pueda. No para
«destronar» a la física, sino por su propio interés como
disciplina independiente. Una rama emancipada de la ciencia
—añadió con reprobación burlona—. Y créeme, ya no
tenemos envidia de sus ecuaciones. Un día de éstos vamos a
aventajarlos. Los físicos siguen combinando sus teorías o
descartándolas. Nosotros no paramos de inventar otras
nuevas.

114
—Pero ¿cómo te sentirías si hubiera metasociólogos que te
miraran por encima del hombro y grabaran todos los apaños
que improvisas continuamente? —dije—. ¿Si te impidieran
salir airosa con tus mentiras?
—No me gustaría nada, desde luego —confesó sin dudar
—, e intentaría encubrirlo todo, pero de eso va el juego, ¿no?
Los físicos lo tienen muy fácil con su materia, aunque no
conmigo. El universo no puede ocultar nada: olvídate de
todas las tonterías antropomórficas victorianas sobre
desvelar los secretos de la naturaleza. El universo no miente;
sólo hace lo que hace y no hay más que añadir. La gente es
justo al revés. No hay nada a lo que dediquemos más
tiempo, energía e ingenio que a enterrar la verdad.

Desde el aire, Timor Oriental era una densa y confusa


multitud de campos a lo largo de la costa y lo que parecían
ser jungla y sabana autóctonas en las tierras altas. Una
docena de hogueras diminutas punteaban las montañas, pero
los agujeritos ennegrecidos bajo las columnas de humo
quedaban empequeñecidos por las cicatrices de antiguas
minas abiertas. Hicimos una espiral sobre la isla con un giro
helicoidal de ciento ochenta grados y vimos cientos de
pueblecitos aparecer y luego alejarse.
Los campos no mostraban pigmentos de marcas
comerciales (aparte de los logos de la biotecnología de cuarta
generación). Al menos en apariencia, los granjeros resistían
la tentación de saltarse las normas y sólo utilizaban viejos
cultivos sin patentar. La producción agrícola para la
exportación casi había desaparecido; incluso el
hiperurbanizado Japón podía alimentar a su población. Sólo
los países más pobres, que no podían permitirse las cuotas
de las licencias de los productos de vanguardia, tenían que

115
luchar por su autosuficiencia. Timor Oriental importaba
alimentos de Indonesia.
Justo después del mediodía aterrizamos en la minúscula
capital. No había tubo y tuvimos que andar por el alquitrán
abrasador. El parche de melatonina del hombro,
preprogramado por mi farmacia, iba aproximándome
paulatinamente al horario de Anarkia, dos horas de retraso
con respecto a Sydney, pero Dili estaba a dos horas en
sentido contrario. Por primera vez en mi vida me afectó el
desfase horario: me dolía físicamente la visión del sol
cegador del mediodía y caí en la cuenta de lo
misteriosamente eficaz que era casi siempre el parche; podía
aterrizar en Fráncfort o Los Ángeles sin la menor sensación
de extrañeza. Me preguntaba cómo me sentiría si el reloj de
mi hipotálamo se hubiera sincronizado obedientemente a las
franjas horarias locales durante todas las absurdas vueltas de
mi plan de vuelo. ¿Era mejor, peor o molestamente normal
que parte de mi percepción del tiempo quedara al desnudo
como un simple fenómeno bioquímico?
El aeropuerto de una planta estaba repleto de personas
que despedían o daban la bienvenida a los viajeros, más de
las que había visto en Bombay, Shanghai y México DF, y
contaba con más personal uniformado del que me había
encontrado en ningún otro aeropuerto del planeta. Estaba
detrás de Indrani Lee en la cola para pagar los doscientos
dólares de tasas de tránsito de la ruta casi monopolística a
Anarkia. Era una simple extorsión, pero resultaba difícil
condenar su oportunismo. ¿Cómo si no un país de este
tamaño iba a conseguir las divisas necesarias para comprar
alimentos?
—Con gran dificultad —contestó Sísifo después de que
pulsara unas cuantas teclas de la agenda electrónica.
Timor Oriental no disponía de ninguno de los minerales

116
exóticos que todavía era necesario extraer para satisfacer la
demanda mundial restante después del reciclaje, y hacía
mucho tiempo que se lo había despojado de cualquier cosa
que pudiera resultar útil para la industria local. Las leyes
internacionales prohibían el comercio del sándalo autóctono
y, en cualquier caso, las especies de las plantaciones
transgénicas producían un material mejor y más barato. Un
par de multinacionales de la electrónica construyeron fábricas
de montaje de componentes en Dili, durante el breve periodo
en el que parecía que se había aplastado el movimiento
independentista, pero todas cerraron en los años veinte
cuando la automatización llegó a ser más barata que
cualquier mano de obra. Eso les dejó el turismo y la cultura.
Pero ¿cuántos hoteles se podían llenar aquí? (Dos pequeños,
con un total de trescientas plazas.) Y ¿cuántas personas
podían ganarse la vida en la red como escritores, músicos o
artistas? (Cuatrocientas siete.)
En teoría, Anarkia se enfrentaba a todos esos problemas
básicos y más. Pero Anarkia era una renegada desde el
principio, su misma tierra se creó con biotecnología sin
licencia. Y nadie pasaba hambre allí.
A causa el desfase horario, tardé en darme cuenta de que
casi todas las personas que estaban en el aeropuerto no
habían ido en realidad para saludar a sus amigos. Lo que
había confundido con equipaje y regalos eran mercancías, y
los que no viajaban eran comerciantes que acompañaban a
sus clientes: turistas, viajeros y gente de la localidad. Había
un par de tiendas oficiales de aspecto agobiante en una
esquina, pero todo el edificio parecía servir también como
mercado.
Seguía en la cola. Cerré los ojos e invoqué a Testigo; una
secuencia de movimientos del globo ocular despertó al
software de mis tripas, que generó la imagen de un panel de

117
control y la envió al nervio óptico. Observé la ventana
SITUACIÓN del panel, en la que aún ponía Sydney. Lo borró
servicialmente. Imité el tecleo vertical con una mano y
escribí Dili. Miré directamente a GRABAR para resaltar las
palabras, y abrí los ojos.
—Dili: domingo cuatro de abril del dos mil cincuenta y
cinco, cuatro y treinta y cuatro minutos, diecisiete segundos
GTM. Bip —confirmó Testigo.
El departamento de aduanas cobraba las tasas de tránsito
y parecía que su equipo informático no funcionaba. En lugar
de hacer que nuestras agendas lo solucionaran todo
mediante un breve intercambio de datos, teníamos que
firmar papeles, mostrar los carnets de identidad materiales y
recibir una tarjeta de embarque de cartón con un sello oficial
impreso. Estaba casi seguro de que, a la menor oportunidad,
me encontraría con algún inconveniente sin importancia,
pero la funcionaria de aduanas, una fem de habla suave con
apretados rizos estilo Papúa bajo la gorra, me obsequió con
la misma sonrisa paciente que a los demás y tramitó mi
papeleo igual de deprisa.
Paseé por el aeropuerto, sin intención de comprar nada en
realidad, con la única idea de filmar la escena para mi álbum
de recuerdos. La gente gritaba y regateaba en portugués,
bahasa e inglés, y según Sísifo en tetum y vaiqueno,
dialectos locales que resurgían poco a poco. Probablemente
funcionaba el aire acondicionado, pero el calor de la multitud
contrarrestaba su efecto; a los cinco minutos ya estaba
sudando a mares.
Los comerciantes vendían alfombras, camisetas, piñas,
cuadros al óleo, estatuas de santos. Pasé por un puesto de
pescado seco y tuve que hacer un esfuerzo para que no se
me revolviera el estómago; el olor no suponía ningún
problema, pero por mucho que me enfrentara a la visión de

118
animales muertos para el consumo humano, siempre me
mareaba más que ver cualquier cadáver.
Los cultivos transgénicos igualaban o superaban todas las
ventajas nutritivas de la carne. Todavía existía un pequeño
comercio cárnico en Australia, pero se hacía con discreción y
mucho disimulo.
Vi unas perchas con lo que parecían chaquetas Masarini,
por la décima parte de lo que habrían costado en Nueva York
o Sydney. Les acerqué la agenda, que encontró una de mi
talla, interrogó la etiqueta del cuello y zumbó con
aprobación, pero yo tenía mis dudas.
—¿Son chips de identificación auténticos o...? —pregunté
al adolescente delgado que estaba al cargo. Me sonrió
inocentemente y no dijo nada. Compré la chaqueta, arranqué
la etiqueta y le devolví el chip—. Seguro que puedes
aprovecharlo —añadí.
—Creo que he encontrado a alguien más que acude al
congreso —me dijo Indrani Lee, a la que encontré junto a un
puesto de software.
—¿Dónde? —Sentí una mezcla de ansiedad y pánico; si se
trataba de Violet Mosala en persona aún no estaba preparado
para enfrentarme a ella. Seguí la mirada de Lee hasta una
anciana fem blanca que discutía apasionadamente con un
vendedor de pañuelos. Su cara me resultaba vagamente
conocida, pero de perfil no conseguía identificarla—. ¿Quién
es? —pregunté.
—Janet Walsh.
—No hablarás en serio.
Pero era ella.
Janet Walsh era una novelista inglesa muy galardonada y
una de los miembros más destacados de ¡Ciencia Humilde!.
Se puso de moda en los años veinte con Las alas del deseo
(«Una fábula deliciosa, pícara e incisiva», The Sunday

119
Times). Era la historia de una raza alienígena, que resulta
que tenía exactamente el mismo aspecto que los humanos...
exceptuando que los machos nacían con unas grandes alas
de mariposa que les salían del pene y que se dañaban y
sangraban inevitablemente cuando perdían la virginidad. Las
alienígenas hembras (que carecían de himen) eran
insensibles y brutales. Después de que durante casi toda la
novela cualquiera que pasara cerca lo violara y sometiera a
abusos, el héroe descubría una técnica mágica que permitía
que sus alas perdidas volvieran a crecerle sobre los hombros
y salía volando hacia la puesta de sol. («Trastoca
alegremente todos los estereotipos sexuales», Playboy.)
Desde entonces, Walsh se especializó en relatos morales
referentes a la maldad de la «ciencia masculina» (sic), una
actividad mal definida pero siempre funesta que incluso las
fems podían ejercer si se iban por el mal camino, aunque,
aparentemente, esto no era excusa para cambiarle la
etiqueta. Cité su comentario más jugoso sobre el tema en
Escrutinio excesivo de la identidad sexual: «Si es arrogante,
soberbio, dominante y deshumanizador ¿cómo podríamos
llamarlo sino masculino?».
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué está aquí?
—¿No te has enterado? Probablemente estarías ya de
viaje, yo lo vi en la red justo antes de partir. Alguien de la
prensa amarilla la contrató como enviada especial para cubrir
el Congreso Einstein. Creo que los de Informes Mundiales.
—¿Que Janet Walsh va a informar de los progresos en las
Teorías del Todo? —Incluso para Informes Banales era
surrealista. La idea de mandar a los miembros de la realeza
británica para cubrir las hambrunas y a estrellas de
culebrones para informar sobre las cumbres internacionales
ni siquiera se le acercaba.
—Puede que «informar» no sea la palabra adecuada —dijo

120
Lee con guasa.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dudé—. No he tenido la
oportunidad de ver la reacción de las sectas ante el congreso.
—Sísifo podía seleccionarme unas cuantas historias
relevantes, pero yo quería un resumen que se limitara a lo
esencial—. Supongo que no sabrás si se toman mucho
interés.
—Han estado fletando vuelos directos desde todo el
planeta durante toda la semana pasada —dijo Lee asombrada
—. Si Walsh ha hecho el camino largo, justo en el último
momento, es sólo para cubrir las apariencias a favor de su
jefe, dar una imagen superficial de imparcialidad. Anarkia
estará a rebosar de sus seguidores. ¡Janet Walsh! Eso hace
que el viaje merezca la pena —añadió alegremente.
—Dijiste que no eras una... —Me sentía traicionado.
—No soy una seguidora —dijo frunciendo el ceño—, pero
Janet Walsh es una de mis aficiones. Durante el día estudio a
los racionalistas, por la noche a sus opuestos.
—Qué... maniquea.
Walsh compró el pañuelo y se alejó del puesto. No venía
hacia nosotros directamente, pero volví el rostro para
ocultárselo. Nos habíamos visto una vez, en un congreso de
bioética en Zambia; no fue agradable. Me reí con torpeza.
—Así que ¿éstas son tus vacaciones de trabajo ideales?
—Y las tuyas también, por supuesto. —Lee parecía
perpleja—. Seguro que estabas ansioso por encontrar algo
más que unos aburridos seminarios para grabar. Ahora
tendrás a Violet Mosala contra Janet Walsh. La física contra
las sectas de la ignorancia. Puede que incluso revueltas
callejeras: la anarquía llega por fin a Anarkia. ¿Qué más
podrías pedir?

121
El avión (matriculado en Portugal) se dirigió hacia el Sudeste
por el océano Índico, ya que no tenía autorización para
entrar en el espacio aéreo de Australia, Indonesia y Papúa-
Nueva Guinea. Las aguas de color azul grisáceo barridas por
el viento tenían un aspecto amenazador, aunque el cielo
estaba despejado. Habíamos circundado el continente
australiano y no veríamos tierra hasta que llegáramos.
Estaba sentado detrás de dos polinesios de mediana edad
vestidos con trajes de chaqueta y que no paraban de hablar
en francés en voz muy alta. Por suerte, su dialecto me
resultaba tan poco familiar que casi podía desconectar; no
emitían nada que valiera la pena escuchar por los auriculares
y sin sonido no servían como tapones para los oídos.
Sísifo podía conectarse a la red por medio de infrarrojos y
el enlace por satélite del avión, así que consideré la
posibilidad de bajarme los informes que no me había leído
sobre la presencia de las sectas en Anarkia, pero no tardaría
en llegar y anticiparme me pareció masoquista. Me obligué a
concentrarme de nuevo en los Modelos de Todas las
Topologías.
El concepto de los MTT era bastante sencillo de exponer:
Se considera que el universo posee, en el nivel más
profundo, una mezcla de todas las topologías
matemáticamente posibles.
Incluso en las teorías cuánticas de la gravedad más
antiguas, el «vacío» del espaciotiempo se veía como una
masa llena de agujeros virtuales y otras distorsiones
topológicas más exóticas, que entraba y salía de la
existencia. La apariencia uniforme en magnitudes
macroscópicas y escalas de tiempo humanas era sólo el
promedio visible de un derroche de complejidad oculto. En
parte, era como algo corriente: una lámina de plástico
flexible no revelaba a simple vista nada sobre su

122
microestructura, sus moléculas, sus átomos, sus electrones y
sus quarks; pero el conocimiento de esos componentes
permitía calcular propiedades físicas como, por ejemplo, los
módulos de la elasticidad de la gran masa de la sustancia. El
espaciotiempo no se componía de átomos, pero sus
propiedades se entendían si se consideraba «construido» a
partir de una jerarquía más intrincada de desviaciones de su
aparente estado continuo y de curvatura suave. La gravedad
cuántica había explicado por qué el espaciotiempo
observable, sustentado por un número infinito de nudos y
desviaciones invisibles, se comportaba como en presencia de
masa (o energía), curvándose de la manera exacta necesaria
para producir la fuerza gravitatoria.
Los teóricos de los MTT intentaban generalizar el resultado
para explicar el (relativamente) uniforme «espacio total» de
diez dimensiones de la Teoría del Campo Unificado —cuyas
propiedades justificaban las cuatro fuerzas: fuerte, débil,
gravitacional y electromagnética— como resultado final de un
número infinito de estructuras geométricas elaboradas.
Nueve dimensiones espaciales (seis muy unidas) y una
temporal eran lo que parecía ser el espacio total si no se
examinaba a fondo. Sin embargo, cuando dos partículas
subatómicas interaccionan siempre queda la posibilidad de
que el espacio total que ocupan se comporte como parte de
una hiperesfera de doce dimensiones, o un toro de trece
dimensiones, o una figura en forma de ocho de catorce
dimensiones o como cualquier otra cosa. De hecho, igual que
un simple fotón podía viajar por dos caminos distintos a la
vez, cualquier combinación de esas posibilidades podía tener
lugar, «interfiriendo entre sí» para alcanzar el resultado final.
Nueve dimensiones espaciales y una temporal no eran sino
un resultado promedio.
Los teóricos de los MTT todavía no se habían puesto de

123
acuerdo sobre dos cuestiones importantes:
¿Qué quería decir exactamente «todas» las topologías?
¿Qué grado de singularidad podían tener las posibilidades
que contribuían al espacio total promedio? ¿Tenían que ser,
simplemente, aquellas que se podían hacer deformando y
anudando una lámina de dimensión n, o era lícito incluir
estados similares a un puñado (posiblemente finito) de
granos de arena diseminados, donde las nociones como
«número de dimensiones» y «curvatura espaciotemporal»
dejaban de existir?
Y ¿cómo se calculaba exactamente el efecto promedio de
todas estas estructuras diferentes? ¿Cómo debería
expresarse y resolverse el sumatorio sobre el número infinito
de posibilidades llegado el momento de verificar la teoría, de
hacer una predicción y calcular una cantidad física tangible
que un experimento pudiese medir?
Hasta cierto punto, la respuesta obvia a ambas preguntas
era: «Utiliza el método que dé los resultados correctos». Pero
las opciones que lo conseguían no eran fáciles de encontrar y
algunas olían a engaño. Las sumas infinitas eran notorias por
ser irresolubles o demasiado arbitrarias. Anoté un ejemplo
muy alejado de las ecuaciones tensoriales de los MTT, pero
suficientemente bueno para ilustrar la cuestión:

Si S = 1-1+1-1+1-1+1-...
Entonces S = (1-1)+(1-1)+(1-1)+...
= 0+0+0...
=0
Pero S = 1+(-1+1) + (-1+1) + (-1+1)
= 1+0 + 0 + 0...
=1

Era una paradoja matemática muy sencilla, y la solución

124
era que esta secuencia infinita en concreto no tenía ninguna
suma definitiva. Todos los matemáticos se quedarían
completamente satisfechos ante este veredicto; conocerían
las reglas para salvar los escollos, y los programas
informáticos podrían evaluar incluso los casos más difíciles.
Sin embargo, no era sorprendente que la gente se sintiera
tentada si era la teoría de un físico formulada tras muchos
esfuerzos la que daba como resultado ecuaciones ambiguas
similares, y había que elegir entre el estricto rigor
matemático y una teoría sin ningún poder de predicción, o
bien una teoría que rebosaba resultados preciosos en
perfecto acuerdo con todos los experimentos aunque
trampeara de forma pragmática con las reglas. A fin de
cuentas, casi todo lo que había hecho Newton para calcular
las órbitas planetarias habría indignado a los matemáticos de
la época.
El enfoque de Violet Mosala era polémico por un motivo
distinto. Le concedieron el premio Nobel por demostrar con
rigor varios teoremas claves de topología general que
eliminaron escollos y aclararon diversas ambigüedades y que
los físicos de los MTT adoptaron de inmediato como una caja
de herramientas matemáticas estándar. Había contribuido
más que nadie a asentar la materia sobre cimientos sólidos y
proporcionarle los medios para progresar con cuidado y
mesura. Incluso sus detractores acérrimos aceptaban que
sus desarrollos matemáticos eran meticulosos e
irreprochables.
El problema era que introducía demasiados datos sobre el
mundo en sus ecuaciones.
La prueba definitiva para una Teoría del Todo era
contestar preguntas como: ¿Cuál es la probabilidad de que
un neutrino de diez gigaelectronvoltios disparado contra un
protón estacionario produzca la dispersión de un quark down

125
en un ángulo determinado? O incluso algo tan sencillo como
cuál es la masa de un electrón. Mosala encabezaba todas
esas preguntas con la condición: «Dado que sabemos que el
espaciotiempo tiene aproximadamente cuatro dimensiones,
el espacio total tiene aproximadamente diez dimensiones y el
equipo que se utiliza para llevar a cabo el experimento se
compone, aproximadamente, de lo siguiente...».
Sus partidarios decían que se limitaba a ponerlo todo en
contexto. Ningún experimento se llevaba a cabo de forma
aislada: la mecánica cuántica llevaba ciento veinte años
insistiendo en ello. Pedir a una Teoría del Todo que predijera
la posibilidad de observar un acontecimiento microscópico sin
añadir la condición: «Hay un universo y contiene, entre otras
cosas, equipo para detectar el suceso en cuestión», tendría
tan poco sentido como preguntar: «Si se saca una canica de
una bolsa ¿qué probabilidad hay de que sea verde?».
Sus detractores decían que utilizaba razonamientos
circulares y que incorporaba los resultados que intentaba
demostrar desde el principio. Los detalles que aportaba a sus
cálculos incluían tanta información sobre la física conocida del
equipo experimental que descubrían el pastel de manera
indirecta pero inevitable.
Yo no era la persona más indicada para tomar partido por
ningún bando, pero me daba la impresión de que los
oponentes de Mosala eran unos hipócritas que utilizaban el
mismo truco con un disfraz distinto: las alternativas que
ofrecían postulaban un modelo cosmológico arbitrario.
Afirmaban que «antes» del Big Bang y la creación del tiempo
(o el suceso contiguo, para evitar la contradicción) no había
nada más que un «preespacio» de simetría perfecta en el que
todas las topologías tenían el mismo peso y el promedio de
las cantidades físicas habituales era infinito. A veces, el
preespacio se consideraba «infinitamente caliente»; se podía

126
pensar en él como el caos perfectamente equilibrado en que
se convertiría el espaciotiempo si se le administrara energía
suficiente para que, literalmente, todo llegara a ser igual de
posible. Todo y su opuesto; el resultado global era que no
sucedía nada.
Pero alguna fluctuación local había perturbado el equilibrio
de tal forma que dio origen al Big Bang. A partir de esa
singularidad, nuestro universo irrumpió en la existencia.
Cuando sucedió esto, lo «infinitamente caliente», la mezcla
de topologías infinita e imparcial, se vio obligado a ser cada
vez más parcial, porque ahora la temperatura y la energía
significaban algo y, en un universo en expansión que se
enfriaba, casi todas las viejas simetrías «calientes» serían
tan inestables como el metal fundido vertido en un lago. Y
cuando se enfriaron, las formas en las que se habían
solidificado favorecieron topologías próximas a cierto espacio
total de diez dimensiones, el que dio origen a partículas como
los quarks y los electrones y a fuerzas como la gravitatoria y
la electromagnética.
De acuerdo a este razonamiento, el único modo correcto
de realizar el sumatorio sobre todas las topologías era
incorporar el hecho de que nuestro universo emergió por
casualidad del preespacio de una forma determinada. Los
detalles de la ruptura de la simetría tenían que introducirse
en las ecuaciones «a mano», porque no había ningún motivo
por el que no hubieran podido ser completamente distintos. Y
si no parecía que la física resultante de este accidente fuera
propicia para la formación de estrellas, planetas y vida, era
porque este universo era sólo uno más de los muchos que se
habían materializado a partir del preespacio, cada uno con un
conjunto diferente de partículas y fuerzas. Si se habían
probado todos los conjuntos posibles, no resultaba
sorprendente que por lo menos uno hubiera resultado

127
favorable para la vida.
Se trataba del viejo principio antropológico, el apaño que
había salvado mil cosmologías. Yo no tenía nada que objetar,
ni siquiera aunque los otros universos estuvieran destinados
a ser hipotéticos para siempre.
Pero los métodos de Violet Mosala no me parecían ni más
ni menos circulares que los demás. Sus adversarios tenían
que «ajustar» unos cuantos parámetros de las ecuaciones
para tener en cuenta el universo particular que había creado
«nuestro» Big Bang. Mosala y sus partidarios se limitaban a
describir experimentos reales en el mundo real con tanto
detalle que «introducían» en las ecuaciones exactamente lo
mismo.
Me parecía que los dos grupos de físicos confesaban, a
desgana, que no podían explicar cómo se creó el universo...
sin mencionar el hecho de que ellos estaban en él y buscaban
la explicación.

La cabina se quedó en silencio cuando entramos en la zona


nocturna. A medida que los pasajeros se dormían, las
pantallas se apagaban una tras otra. Todos habían hecho un
largo viaje, cualquiera que fuera su procedencia. Miré cómo
se oscurecían los bancos de nubes bajo nosotros, un
crepúsculo violento, rápido, metálico y amoratado; luego me
conecté a un mapa de ruta mientras nos dirigíamos al
noreste, dejando Nueva Zelanda fuera del campo de visión.
Pensé en las sondas espaciales lanzadas en órbitas hacia
Venus usando Júpiter como trampolín gravitatorio. Era como
si tuviéramos que dar un enorme rodeo para adquirir
suficiente velocidad, como si Anarkia se moviera demasiado
deprisa para poder alcanzarla de otro modo.
Una hora después, la isla apareció por fin ante nosotros

128
como una pálida estrella de mar varada. Seis brazos
descendían suavemente de una planicie central. A sus lados,
la roca gris daba paso a bancos de coral que perdían
consistencia, pasando de una masa de afloramientos sólidos
a una presencia con aspecto de encaje que apenas rompía la
superficie del agua. Un resplandor azul pálido bioluminiscente
perfilaba los bordes intrincados del arrecife, rodeado por una
sucesión de otros tonos: las líneas de profundidad con
códigos cromáticos de una carta de navegación viva. Una
pequeña nube intermitente de luciérnagas naranja se
agrupaba cerca de las axilas de la estrella de mar; no sabía si
se trataba de barcos anclados en la bahía o de algo más
exótico.
En tierra, unas cuantas luces diseminadas insinuaban el
trazado ordenado de una ciudad. Me invadió una
momentánea sensación de intranquilidad. Anarkia era tan
bella como cualquier atolón y tan espectacular como un
transatlántico... sin ninguna de las cualidades
tranquilizadoras de ninguno de ellos. ¿Cómo podía estar
seguro de que aquel extraño artefacto no se hundiría en el
mar? Estaba acostumbrado a permanecer sobre roca firme de
mil millones de años de antigüedad o montarme en máquinas
de una modesta escala humana. Durante mi existencia, esta
isla no había sido nada más que una nube de minerales a la
deriva en el Pacífico, y desde la posición en la que estaba no
me parecía una idea descabellada que el océano emergiera a
través de mil poros y canales invisibles para disolverla y
engullirla en cualquier momento.
Sin embargo, a medida que descendíamos, la tierra se
extendió a nuestro alrededor. Se veían las calles y edificios, y
mi inseguridad se desvaneció. Un millón de personas había
convertido aquello en su hogar, apostando su vida a su
solidez. Si era humanamente posible mantener aquel

129
espejismo a flote, no tenía nada que temer.

130
10
El avión se vació lentamente. Los pasajeros somnolientos e
irritables empujaban para salir; muchos llevaban almohadas
y mantitas y parecían niños que siguieran levantados
después de su hora de irse a la cama. Allí sólo eran las nueve
de la noche y los relojes biológicos de casi todos estarían de
acuerdo, pero todavía estábamos adormilados, anquilosados
y cansados. Busqué a Indrani Lee, pero no pude localizarla
entre la multitud.
Había un control de seguridad al final del tubo, pero nadie
del personal del aeropuerto a la vista ni equipo para
interrogar a mi pasaporte. Anarkia no ponía restricciones a la
inmigración y menos aún a la entrada de visitantes
temporales, pero prohibía ciertas importaciones. Junto a la
puerta había un cartel en varios idiomas en el que ponía:
NO DEJE DE INTRODUCIR ARMAS SI QUIERE.
NOSOTROS NO DEJAREMOS DE INTENTAR DESTRUIRLAS.
SINDICATO DEL AEROPUERTO DE ANARKIA
Dudé. Si no leían mi pasaporte ni tenían en cuenta la
autorización de mis implantes, ¿qué me haría la máquina?
¿Incineraría el equipo valorado en cien mil dólares y de paso
me freiría gran parte del aparato digestivo?
Sabía que exageraba; seguro que no era el primer

131
periodista que pisaba la isla. Y seguro que el mensaje se
dirigía a los visitantes de ciertas islas sudamericanas de
propiedad privada, «reductos libertarios» que habían
establecido los supuestos «refugiados políticos» de las
reformas de la ley estadounidense sobre las armas de fuego
de los años veinte. De vez en cuando, algunos intentaban
convencer a Anarkia de su peculiar modo de pensar.
Sin embargo, no me acerqué durante varios minutos con
la esperanza de que apareciera alguien de uniforme para
quedarme tranquilo. Mi compañía de seguros se había
negado a darme ningún tipo de cobertura mientras estuviera
en Anarkia, y cuando en mi banco se enteraran de que había
estado aquí tampoco les iba a gustar nada: todavía eran los
propietarios de casi todos los chips de mis tripas.
Legalmente, no era yo quien debía asumir el riesgo.
No apareció nadie. Pasé. El marco del escáner estaba
suelto y tembló un poco cuando mi cuerpo atrapó una
diminuta porción de flujo magnético, la soltó y la hizo rebotar
como una goma elástica, pero ninguna descarga de
microondas me chamuscó el abdomen ni saltó ninguna
alarma.
El control daba paso a un aeropuerto moderno, no muy
distinto de los que había visto en muchas pequeñas ciudades
europeas, con un diseño de líneas limpias y asientos sueltos
que la gente agrupaba en círculos. Sólo había tres
mostradores de compañías aéreas y todos tenían logotipos
más pequeños de lo normal, como si no quisieran atraer
mucha atención. Al hacer la reserva para ir allí, no había
encontrado ningún vuelo anunciado abiertamente en la red y
había tenido que mandar una solicitud expresa para obtener
información. La Federación Europea, la India y muchos países
africanos y latinoamericanos sólo ejercían el boicot mínimo
sobre tráfico de tecnología punta que exigía la ONU; estas

132
líneas aéreas actuaban dentro de la legalidad de sus países
de origen. Aun así, cabrear a los japoneses, a los coreanos, a
los chinos y al gobierno estadounidense, por no mencionar a
las multinacionales de la biotecnología, siempre implicaba un
riesgo. Cometer la ofensa con discreción no ocultaba nada,
pero sin duda servía como gesto de obediencia y aminoraba
la necesidad patente de dar ejemplo con alguno de los
colaboracionistas.
Recogí la maleta y me quedé junto a la cinta
transportadora para orientarme. Vi cómo se alejaban los
otros pasajeros; algunos tenían amigos que les daban la
bienvenida y otros se iban solos. Casi todos hablaban en
inglés o francés, pues no había idioma oficial, pero
prácticamente dos tercios de la población estaba compuesta
por emigrantes de otras islas del Pacífico. Puede que vivir en
Anarkia fuera siempre una decisión política en última
instancia, y parecía que algunos refugiados del efecto
invernadero estaban dispuestos a pasarse años en los
campos de detención chinos con la esperanza de que los
aceptaran en esa emprendedora tierra de sueños. Aunque
suponía que, para alguien que había visto hundirse su casa
en el mar, una masa terrestre que se autorreparaba (y
crecía) tenía un atractivo especial. Anarkia representaba un
cambio de fortuna: el sol y la biotecnología pasando hacia
atrás la grabación de todo el desastre. Mejor que desafiar la
tormenta. Fiyi y Samoa ya cultivaban nuevas islas propias,
pero todavía no eran habitables y ambos gobiernos pagaban
miles de millones de dólares en licencias y minutas de
asesores por ese privilegio. Cargarían con la deuda hasta el
siglo XXII.
En teoría, las patentes sólo tenían validez durante
diecisiete años, pero las empresas de biotecnología habían
perfeccionado la estrategia de volver a solicitar la misma

133
cobertura con un enfoque distinto cuando se aproximaba la
fecha de vencimiento: primero para la secuencia de ADN de
un gen y todas sus aplicaciones, luego para la secuencia del
aminoácido correspondiente, después para la forma y función
de la proteína completa (con independencia de la
composición química exacta). No conseguía permanecer
indiferente ante el robo de conocimientos como si fuera un
crimen sin víctimas; siempre me había inclinado a favor del
argumento de que nadie derrocharía dinero en I+D si las
formas de vida transgénicas no se pudieran patentar, pero
era demencial que las herramientas más poderosas contra el
hambre, las herramientas más poderosas contra el deterioro
medioambiental y las herramientas más poderosas contra la
pobreza... tuvieran un precio que estaba más allá del alcance
de quienes las necesitaban.
Cuando me acercaba a la salida, vi a Janet Walsh que se
dirigía en la misma dirección y esperé a un lado. Walsh iba
junto a un grupo de una media docena de mascs y fems,
pero uno de ellos caminaba unos pocos metros alejado del
séquito, con un andar suave fruto de la práctica y la mirada
fija en ella. Reconocí la técnica al instante, y al que la
aplicaba, un momento después: David Connolly, un fotógrafo
de Informes Banales. Claro, Walsh necesitaba un segundo
par de ojos. Les habría costado mucho convencerla para que
se instalara toda esa asquerosa tecnología deshumanizante
en su interior y, peor aún, su equipo la habría dejado fuera
de todas las tomas. No tenía mucho sentido contratar a una
celebridad como periodista si no salía en pantalla.
Los seguí a una distancia discreta. Un grupo de cuarenta o
cincuenta partidarios la esperaba fuera en el aire cálido de la
noche con pancartas luminiscentes (más telegénicas en la
oscuridad relativa que en el interior) que cambiaban de
forma sincronizada entre ¡CIENCIA HUMILDE! ¡BIENVENIDA,

134
JANET! y ¡NO A LA TOE! Gritaron a coro cuando Walsh salió
por la puerta. Se alejó de su halo de acompañantes para dar
la mano y recibir besos; Connolly se situó detrás para
grabarlo todo.
Walsh pronunció un breve discurso, sus mechones de pelo
cano agitándose en la brisa. No se podía discutir su habilidad
con las cámaras o las multitudes: tenía el don de aparentar
dignidad y autoridad, sin parecer severa ni distante. Y
admiraba su resistencia: mostraba más energía después del
largo vuelo de la que yo habría conseguido reunir si peligrara
mi vida.
—Quiero agradeceros que hayáis venido a saludarme; me
emociona vuestra generosidad. Y también os agradezco que
hayáis hecho el largo y arduo viaje a esta isla para que
vuestras voces se unan a nuestra pequeña canción de
protesta contra las fuerzas de la arrogancia científica. Por
aquí hay personas que creen que pueden aplastar hasta la
última fuente de dignidad humana, hasta el último manantial
de enriquecimiento espiritual, hasta el último de los valiosos
misterios que nos sustentan, bajo el peso de su «progreso
intelectual». Que creen que pueden reducirnos a una
ecuación y escribirla en una camiseta como un eslogan
barato. Son personas que están convencidas de que pueden
adueñarse de todas las maravillas de la naturaleza y los
secretos del alma y decir: «Ya está. Esto es todo lo que
hay». Pues estamos aquí para decirles...
—¡NO! —rugió la pequeña multitud.
—Pero si no pueden quitarte tu preciosa dignidad, Janet —
dijo alguien a mi lado riéndose por lo bajo—, ¿para qué
montar tanto número?
Me volví. Quien había hablado era un ¿ásex?, ¿de unos
veinte años?; inclinó la cabeza y sonrió, dientes blancos que
resplandecían en contraste con la piel negra, ojos tan oscuros

135
como los de Gina, pómulos marcados como los de una fem,
aunque, claro, no lo eran. Llevaba vaqueros negros y una
camiseta holgada del mismo color, en la que aparecían
puntos de luz dispersos al azar como si tuviera que mostrar
alguna imagen pero se hubiera cortado el suministro de
datos.
—Menuda charlatana —dijo—. ¿Sabes que trabajaba para
DRR? Con esas credenciales pensaba que tendría una retórica
con más gancho. —Pronunció «cre-den-cia-les» en tono
irónico con acento ¿jamaicano?; las siglas DRR correspondían
a Dayton-Rice-Raley, la empresa de publicidad más grande
del mundo anglófono—. Eres Andrew Worth —añadió.
—Sí. ¿Cómo...?
—Has venido a filmar a Violet Mosala.
—Cierto. ¿Trabajas con ella? —le pregunté. Me parecía
demasiado joven para ser estudiante de doctorado; sin
embargo, Mosala se lo había sacado a los veinte años.
—No la conozco —dijo haciendo gesto de negación. Seguía
sin poder localizar su acento, a menos que procediera del
Atlántico medio: a mitad de camino entre Kingston y Luanda.
Dejé la maleta y le tendí la mano—. Akili Kuwale —añadió
mientras la estrechaba con firmeza.
—¿Has venido al congreso?
—¿Para qué si no?
—Habrá otras cosas en Anarkia —dije encogiéndome de
hombros. No me contestó. Walsh se había ido y su cuadrilla
de animadores se dispersaba—. Mapa de transportes —le dije
a la agenda.
—El hotel está a sólo dos kilómetros —dijo Kuwale—. A
menos que la maleta pese más de lo que parece... no costará
mucho ir andando, ¿no crees?
Éil no llevaba equipaje ni mochila, nada; habría llegado
antes y había regresado al aeropuerto a... ¿conocerme?

136
Tenía una necesidad perentoria de acostarme y no se me
ocurría nada que quisiera decirme que no pudiera esperar a
la mañana siguiente o no se pudiera contar en un tranvía,
pero ése era el motivo principal para escucharle.
—Buena idea —dije—. Me vendrá bien un poco de aire
fresco.
Kuwale parecía conocer el camino, así que guardé la
agenda y le seguí. Era una noche cálida y húmeda, pero
soplaba una brisa constante que se llevaba la sensación de
opresión. Anarkia no estaba más cerca del trópico que
Sydney y era probable que fuera más fresca en general.
El trazado del centro de la isla me recordaba a Sturt, una
neópolis del interior de Australia, situada al sur, construida
más o menos cuando se sembró Anarkia. Había calles anchas
pavimentadas y edificios bajos, como mucho de seis pisos, la
mayor parte de ellos con viviendas encima de comercios.
Todo lo que estaba a la vista se había fabricado con roca de
arrecife: un tipo de roca caliza reforzada y sellada con
polímeros orgánicos «cultivada» en las canteras de los
arrecifes interiores que podían autoabastecerse. Sin
embargo, ninguno de los edificios tenía el tono del coral
blanqueado; los oligominerales daban todos los colores del
mármol: grises, verdes y marrones brillantes, y rara vez,
carmín oscuro veteado de negro.
La gente de nuestro alrededor parecía relajada y
tranquila, como si todos hubieran salido a dar un placentero
paseo sin ningún destino en mente. No vi ninguna bicicleta,
pero tenía que haber alguna en la isla; los cables del tranvía
llegaban a menos de medio camino de los extremos de la
estrella, a cincuenta kilómetros del centro.
—Sarah Knight era una gran admiradora de Violet Mosala
—dijo Kuwale—. Creo que habría hecho un buen trabajo.
Esmerado. A conciencia.

137
—¿Conoces a Sarah? —pregunté desconcertado.
—Hemos estado en contacto.
—¿A qué viene esto? —Me reí cansado—. Sarah Knight es
una gran admiradora de Mosala y yo no, ¿y qué? Tampoco
soy un miembro de una secta de la ignorancia que haya
venido a hacer una crítica feroz; la trataré con imparcialidad.
—Ésa no es la cuestión.
—Es la única cuestión que estoy dispuesto a discutir
contigo. ¿Por qué piensas que es asunto tuyo cómo se haga
este documental?
—No es así —dijo Kuwale con calma—. El documental no
tiene importancia.
—Vale. Gracias.
—No te ofendas, pero no estoy hablando de eso.
—Bueno, ¿qué haces aquí exactamente? —dije después de
andar unos cuantos metros en silencio. Esperé a ver si
manteniendo la boca cerrada y fingiendo indiferencia
provocaba un repentino estallido revelador, pero no—. ¿Eres
periodista, física... o qué? ¿Socióloga? —Casi le pregunté si
era de una secta, pero ni siquiera los miembros de grupos
rivales como Renacimiento Místico o Primera Cultura se
habrían burlado de la profunda sabiduría de Janet Walsh.
—Soy un observador interesada.
—¿Sí? Eso lo explica todo. —Sonrió abiertamente, como si
yo hubiera hecho una broma. Vi la fachada curva del hotel en
la distancia, delante de nosotros; la reconocí por la grabación
de los organizadores del congreso.
—Pasarás mucho tiempo con Violet Mosala durante las
próximas dos semanas —dijo poniéndose seria—. Puede que
más que nadie. Hemos intentado mandarle algunos
mensajes, pero ya sabes que no nos toma en serio. Así que...
¿Al menos estarás dispuesto a mantener los ojos bien
abiertos?

138
—¿Por qué?
—¿Tengo que dártelo todo masticado? —dijo con el ceño
fruncido y mirando nervioso a todos lados—. Soy de CA. De
la corriente principal de CA. No queremos que le hagan daño.
Y no sé hasta qué punto simpatizas ni hasta dónde estás
dispuesto a llegar para ayudarnos, pero lo único que tienes
que hacer...
—¿De qué estás hablando? —Le interrumpí alzando una
mano—. ¿Que no queréis que le hagan daño? —Kuwale
estaba consternada y, de repente, le noté suspicaz—.
¿Corriente dominante de CA? —añadí—. ¿Se supone que
tiene que sonarme de algo? Si Violet Mosala no os toma en
serio —seguí al ver que no contestaba—, ¿por qué habría de
hacerlo cualquier otro?
—Sarah Knight no accedió a nada de forma explícita, pero
por lo menos comprendía lo que está pasando. —Kuwale
estaba reconsiderando claramente su opinión sobre mí. Aún
me preguntaba qué primera impresión le había causado—.
¿Qué clase de periodista eres tú? ¿Alguna vez sales a buscar
información? ¿O te limitas a agarrarte a una teta electrónica
y ver qué sale cuando mamas? —añadió mientras se dirigía a
una bocacalle.
—No leo la mente —grité—. ¿Por qué no me cuentas lo
que sucede?
Me quedé parado y vi cómo desaparecía entre la gente.
Podría haberle seguido y exigirle respuestas, pero empezaba
a sospechar que yo podía adivinar la verdad. Kuwale era un
admirador de Mosala ofendida por los aviones cargados de
sectarios que habían venido a burlarse de su ídolo. Y aunque
en teoría no era imposible que algún miembro perturbado de
¡Ciencia Humilde! o Renacimiento Místico quisiera hacer daño
a Violet Mosala, lo más probable era que sólo se tratara de
una retorcida fantasía de Kuwale.

139
Llamaría a Sarah Knight por la mañana; seguro que había
recibido una docena de mensajes extraños de Kuwale y al
final se le había quitado de encima respondiéndole: «Ya no
trabajo en eso. Ve a molestar a Andrew Worth, el capullo que
me ha robado la historia. Aquí tienes una foto suya
reciente». No podía culparla, era un acto de venganza
insignificante.
—¿Qué quiere decir CA? —le pregunté a Sísifo mientras
seguía hacia el hotel. Estaba muerto de cansancio y
caminaba como un sonámbulo.
—¿En qué contexto?
—Cualquiera. Aparte de «corriente alterna». —Hubo una
larga pausa. Miré el cielo y divisé la tenue fila de puntos
equidistantes que se disipaban poco a poco hacia el este
contra las estrellas y que aún me unían al mundo que
conocía.
—Hay cinco mil diecisiete significados distintos que
incluyen jerga especializada, argot subcultural, empresas
registradas y organizaciones humanitarias o políticas.
—Entonces cualquier cosa que tenga que ver con el uso
que le ha dado Akili Kuwale hace un momento. —Mi agenda
almacenaba veinticuatro horas de sonido en memoria—. Es
posible que Kuwale sea ásex.
—Los significados más probables son —dijo Sísifo
después de digerir la conversación y volver a examinar su
lista—: Control Absoluto, una consultora de Fiyi que trabaja
en el Pacífico sur, Católicos Ásex, un grupo con sede en París
que aboga por la reforma de la política de la Iglesia católica a
favor de los emigrantes de género, Cartografía Avanzada,
una empresa de simplificación de datos de satélites
sudafricana...
—Entonces —dije después de escuchar los treinta
primeros y los siguientes: las relaciones eran tan absurdas

140
que no suponían nada más que ruido—, ¿cuál es el
significado con pleno sentido, pero que no está en ninguna
base de datos respetable? ¿Cuál es la respuesta que no
puedo sacar de mi teta electrónica favorita?
Sísifo no se dignó a contestar.
Estuve a punto de disculparme, pero me contuve a
tiempo.

141
11
Me desperté a las seis y media, unos segundos antes de que
sonara la alarma del despertador. Atrapé fragmentos de un
sueño que se escapaba: imágenes de olas que golpeaban y
desintegraban el coral y la piedra caliza, pero si la sensación
había sido amenazante se disipó enseguida. La luz del sol
llenaba la habitación y hacía brillar las paredes gris perla de
roca de arrecife pulida. Algunas personas hablaban en la calle
de abajo; no distinguía las palabras, pero el tono parecía
suave, amistoso y civilizado. Si esto era Anarkia, superaba
con creces a despertarse con sirenas de policía de Shanghai o
Nueva York. Me sentía más descansado y optimista de lo que
me había sentido en mucho tiempo.
Y, por fin, iba a conocer al sujeto de mi reportaje.
La noche anterior había recibido un mensaje de Karin De
Groot, la ayudante de Mosala. Mosala daba una rueda de
prensa a las ocho y después estaría ocupada casi todo el día.
A las nueve, Henry Buzzo, de Caltech, presentaba una
ponencia que pretendía poner en entredicho todo un grupo
de TOE. Sin embargo, entre la rueda de prensa y la ponencia
de Buzzo, por fin tendría una oportunidad de comentar el
documental con ella. Aunque no tenía que decidir nada en
Anarkia, ya que si era necesario podría entrevistarla con

142
calma cuando volviera a Ciudad del Cabo, me preguntaba si
me vería obligado a cubrir su estancia como un periodista
más.
Pensé en ir a desayunar, pero después de obligarme a
comer en el vuelo desde Dili no había recuperado el apetito.
Así que me quedé en la cama, leí por encima las notas de la
biografía de Mosala una vez más y repasé mi posible plan de
rodaje para los siguientes quince días. La habitación era
funcional, casi ascética en comparación con muchos hoteles,
pero estaba limpia y era moderna, luminosa y barata. Había
dormido en camas menos cómodas y en habitaciones con
decoración más lujosa aunque más lúgubre que costaban el
doble.
Todo era demasiado bueno. Alrededores tranquilos y un
tema nada traumático: ¿qué había hecho para merecer
aquello? No averigüé a quién había enviado Lydia a la brecha
para hacer Angustia. ¿Quién se pasaría el día en un
psiquiátrico de Miami o Berna, mientras administraban
calmantes sin cesar a una víctima en camisa de fuerza tras
otra para comprobar los efectos de los medicamentos no
sedantes sobre el síndrome o para sacar lecturas
neuropatológicas inmaculadas gracias al efecto de los
fármacos?
De mal humor, borré la imagen de mi mente. Angustia no
era responsabilidad mía, yo no había originado la enfermedad
y no había obligado a nadie a ocupar mi puesto.
Antes de irme a la rueda de prensa llamé a Sarah Knight a
regañadientes. No me atraía la idea de enfrentarme a ella
por primera vez desde que le robé lo de Violet Mosala, pero
mi curiosidad por Kuwale no se había disipado... Seguro que
era una historia triste y sin sorpresas.
No tenía por qué preocuparme. En Sydney eran sólo las
seis menos diez de la mañana y un contestador genérico

143
cogió mi llamada. Aliviado, le dejé un mensaje breve y fui
abajo.
El auditorio principal, repleto, bullía con las
conversaciones del público expectante. Me había imaginado a
cientos de manifestantes de ¡Ciencia Humilde! que
protestaban en piquetes en la entrada del hotel o se
peleaban con los guardias de seguridad y los físicos en los
pasillos, pero no había ninguno a la vista. De pie junto a la
entrada, me costó un rato localizar a Janet Walsh entre el
público, pero cuando la vi fue muy fácil calcular la posición de
Connolly en una fila delantera, situado a la perfección para
pasar de Walsh a Mosala sin forzar casi el cuello.
Me senté en la parte de atrás de la sala e invoqué a
Testigo. Las cámaras electrónicas del escenario grabarían al
público y yo podía comprar la filmación a los organizadores
del congreso si había algo que valiera la pena.
Marian Fox, presidenta del Sindicato Internacional de
Físicos Teóricos, salió al escenario y presentó a Mosala.
Pronunció todas las palabras de alabanza que cualquiera
habría usado en su lugar: respetada, inspiradora, dedicada,
excepcional. No me cupo duda de que era sincera, pero
siempre me parecía que el lenguaje de los logros se deshacía
en una autoparodia. ¿Cuántas personas del planeta eran
excepcionales? ¿Cuántas podían ser únicas? No me hacía
gracia que describieran a Mosala igual que a casi todos sus
colegas mediocres, pero los panegíricos llenos de clichés no
transmitían nada; se limitaban a perder su significado.
Mosala subió al estrado intentando comportarse con
dignidad pero sin exagerar; un sector del público aplaudió
con entusiasmo y mucha gente se puso en pie. Tomé nota
mental de preguntar a Indrani Lee su opinión sobre cuándo y
por qué estos extraños ritos de adoración, tan habituales
para los actores y músicos, se habían empezado a practicar

144
para un puñado de científicos célebres. Sospechaba que se
debía a que las sectas de la ignorancia se habían esforzado
tanto por despertar el interés popular por su causa que no
era sorprendente que hubieran terminado por provocar un
entusiasmo contrario igual de vehemente. Además, en
muchos estratos sociales, las sectas eran la clase dirigente y
no había un acto de rebeldía mayor que idolatrar a un físico.
—Gracias, Marian —dijo Mosala cuando cesó el ruido—. Y
gracias a todos por venir. Les explicaré brevemente lo que
hago aquí. Durante el congreso participaré en un montón de
debates y contestaré preguntas sobre aspectos técnicos. Y,
desde luego, me encantará comentar las cuestiones que
suscite la ponencia que leeré el día dieciocho. Pero siempre
se dispone de poco tiempo en esas ocasiones y queremos
que las preguntas estén muy centradas. Sé que eso, a
menudo, resulta molesto para los periodistas, que preferirían
informar sobre una gama más amplia de temas.
»Así que el comité de organización ha convencido a unos
cuantos conferenciantes para ofrecer ruedas de prensa en las
que no se aplicarán esas restricciones. Esta mañana me toca
a mí. Por lo tanto, si hay algo que quieran preguntarme que
se pueda considerar irrelevante en sesiones posteriores, ésta
es su oportunidad.
Mosala se mostraba relajada e informal. En las
grabaciones que había visto de sus apariciones anteriores no
podía ocultar su nerviosismo, especialmente en la ceremonia
de los Nobel. Aunque todavía no era una veterana
experimentada, estaba claro que parecía más calmada. Tenía
una voz profunda y vibrante, que podría convertirse en
electrizante si se ponía a dar discursos, pero su tono se
acercaba más al de una conversación que al de un discurso.
Las cosas tenían buena pinta para Violet Mosala. Lo cierto era
que pocas personas quedaban bien en la pantalla de la salita

145
durante más de cincuenta minutos. No encajaban y salían
distorsionadas, como un sonido demasiado alto o bajo para
grabarlo. Ahora estaba seguro de que Mosala superaría las
limitaciones del medio... si yo no la cagaba del todo.
Las primeras preguntas las hicieron los corresponsales de
ciencia de los servicios informativos no especializados, que
resucitaron diligentemente todas las viejas incongruencias:
¿Significarán las Teorías del Todo el final de la ciencia? ¿Hará
una TOE que el futuro sea completamente predecible?
¿Resolverá la TOE todos los problemas pendientes de física y
química, biología y medicina..., ética y religión?
—Una teoría del todo es la formulación matemática más
sencilla que podemos encontrar que condensa todo el orden
subyacente del universo —contestó Mosala con paciencia y
concisión—. Con el tiempo, si una TOE candidata supera el
escrutinio teórico continuado y la contrastación experimental,
gradualmente podremos confiar en que represente un ápice
de conocimiento a partir del cual se podría explicar, en
principio y en el sentido más idealizado, todo lo que nos
rodea.
»Pero esto no implica que nada se vuelva "totalmente
predecible". El universo está lleno de sistemas que
entendemos perfectamente, sistemas tan sencillos como dos
planetas en órbita en torno a una estrella, cuya descripción
matemática es caótica o inmanejable, y para los que siempre
será imposible evaluar predicciones a largo plazo.
»Y tampoco implica el final de la ciencia. Ésta es mucho
más que la búsqueda de una TOE; es la explicación de las
relaciones dentro del orden del universo en cualquier nivel.
Alcanzar los cimientos no equivale a tocar techo. Hay muchos
problemas de la dinámica de fluidos, por no mencionar la
neurobiología, que necesitan nuevos enfoques o mejores
formas de abordarlos, no la descripción definitiva y exacta

146
del tema a escala subatómica.
Pensé en Gina, trabajando en su terminal, y me la
imaginé en su nueva casa, mientras le contaba todos sus
problemas y pequeñas victorias a su nuevo amante. Durante
un momento me sentí inquieto, pero se me pasó.
—Lowell Parker, de Atlántica. Doctora Mosala, dice que
una TOE es la formulación matemática más sencilla del orden
subyacente del universo, pero ¿no es la cultura la que
determina esos conceptos? ¿La simplicidad? ¿El orden? —
Parker era un joven serio con acento de Boston. Atlántica era
un netzine cultural que hacían, principalmente, académicos
con dedicación a tiempo parcial de las universidades de la
Costa Este.
—Por supuesto —contestó Mosala—. Y las ecuaciones que
elijamos para formular una TOE no serán únicas. Serán como
las ecuaciones del electromagnetismo de Maxwell, por
ejemplo. Hay media docena de maneras válidas de formular
las ecuaciones de Maxwell: se pueden barajar constantes,
utilizar distintas variables... incluso expresarlas en tres o
cuatro dimensiones. Los físicos y los ingenieros todavía no se
han puesto de acuerdo en cuál es la formulación más simple,
porque en realidad depende del uso que se les quiera dar:
diseñar una antena de radar, calcular el comportamiento del
viento solar o describir la historia de la unificación de la
electrostática y el magnetismo. Pero todas ofrecen resultados
idénticos en cualquier cálculo concreto, porque todas
describen lo mismo: el electromagnetismo.
—A menudo se ha dicho lo mismo sobre las religiones,
¿verdad? —dijo Parker—. Todas expresan las mismas
verdades básicas y fundamentales, aunque de una forma
distinta para acoplarse a las distintas épocas y lugares.
¿Admitiría que lo que usted hace sólo forma, en esencia,
parte de la misma tradición?

147
—No. No creo que eso sea cierto.
—Pero ha admitido que la TOE que sea aceptada estará
determinada por factores culturales. ¿Cómo puede entonces
afirmar que lo que hace es más «objetivo» que la religión?
—Supongo que si todos los seres humanos desaparecieran
del planeta mañana y esperáramos unos cuantos millones de
años a que emergieran especies nuevas con un conjunto de
religiones y culturas científicas —dijo Mosala con precaución
después de dudar—, ¿qué cree que las nuevas religiones
tendrían en común con las viejas, las de nuestro tiempo? Me
parece que lo único serían ciertos principios éticos que
compartirían influencias biológicas: reproducción sexual,
crianza de los niños, ventajas del altruismo y consciencia de
la muerte. Y si su biología fuera muy distinta no habría
ninguna coincidencia.
»Pero si esperamos a que en la nueva cultura científica
surja una TOE, creo que, por muy distintas que parecieran
sobre el papel, cualquiera de las culturas podría demostrar,
por medio de cálculos matemáticos, que hay algo que es
equivalente a nuestra TOE en todos los aspectos. Al igual que
cualquier estudiante de física puede demostrar que todas las
formulaciones de las ecuaciones de Maxwell describen
exactamente lo mismo.
»Ésa es la diferencia. Los científicos discrepan mucho en
principio, pero llegarán a un consenso independientemente
de su cultura. En este congreso hay físicos de unos cien
países distintos; hace tres mil años, seguro que sus
antepasados tenían veinte o treinta explicaciones
contradictorias para cada fenómeno que se puede dar en la
naturaleza. Y aun así, aquí sólo se presentan tres TOE
antagónicas. Y yo diría que dentro de veinte años o menos
sólo habrá una.
Parker no parecía nada satisfecho con la respuesta, pero

148
se sentó.
—Lisbeth Weller, de Grüne Weisheit. Me parece que su
enfoque de estos temas refleja el modo de pensar de un
masc occidental reduccionista que utiliza el lado izquierdo del
cerebro. —Weller era una fem alta, de aspecto soberbio, que
parecía entristecida y perpleja de verdad—. ¿Cómo puede ser
compatible con su lucha como fem africana contra el
imperialismo cultural?
—No tengo ningún interés en renunciar a las herramientas
intelectuales más poderosas que poseo —dijo Mosala con
calma—, por la creencia extraña y errónea de que son
propiedad de un grupo de personas: mascs, occidentales u
otros. Como he dicho, la historia de la ciencia converge hacia
una interpretación compartida del universo y no deseo que se
me excluya de ese proceso de convergencia por ningún
motivo. En cuanto a pensar con el lado izquierdo del cerebro,
me temo que ése es un concepto anticuado y reduccionista.
Personalmente, utilizo todo el órgano.
Sus admiradores le brindaron un gran aplauso, pero sonó
lastimero mientras se apagaba. La atmósfera de la sala
estaba cambiando. Se llenaba de tensión y polarizaba las
opiniones. Sabía que Weller era miembro orgullosa de
Renacimiento Místico, y aunque pocos periodistas estaban
afiliados a alguna secta, la minoría con opiniones
anticientíficas radicales se hacía notar.
—William Savimbi, de Proteus Information. Expresa su
conformidad con una serie de ideas que no respeta ninguna
cultura ancestral, como si su propia herencia no importara en
absoluto. ¿Es verdad que ha recibido amenazas de muerte
del Frente de Defensa de la Cultura Panafricana, después de
declarar en público que no se consideraba una fem africana?
—Proteus era la subsidiaria africana de una gran empresa
familiar canadiense. Savimbi era un masc fornido de pelo

149
cano que hablaba con tranquilidad y confianza, como si
llevara tiempo informando sobre Mosala.
Se pudo apreciar cómo Mosala se esforzaba por contener
la ira. Se sacó la agenda de un bolsillo y empezó a teclear.
—Señor Savimbi —dijo sin detenerse—, si lo desalientan
los aspectos tecnológicos de su profesión, quizá debería
dedicarse a algo más sencillo. Ésta es la cita textual del
reportaje original de Reuters que se grabó en Estocolmo el
diez de diciembre del dos mil cincuenta y tres. Y sólo me ha
costado quince segundos encontrarla.
Sujetó la agenda en alto y se oyó su voz grabada: «No me
levanto todas las mañanas y me digo: "soy fem y africana,
¿cómo debería reflejarse esto en mi trabajo?". No es mi
manera de pensar. Me pregunto si alguien pidió explicaciones
al doctor Wozniak sobre de qué manera influía su condición
de europeo en su enfoque de la síntesis de polímeros».
Hubo más aplausos, esta vez por parte de un sector más
amplio de público, pero noté un trasfondo predatorio
creciente. Era obvio que Mosala se estaba alterando, y por
mucho que en principio simpatizaran con ella los presentes,
sin duda les encantaría que la provocaran hasta que perdiera
el control.
—Janet Walsh, de Informes Mundiales. Señora Mosala
quizá pueda aclararme una cosa. Esta Teoría del Todo de la
que no para de hablar, que va a sintetizar la verdad definitiva
sobre el universo, me parece maravillosa, pero me gustaría
saber en qué se basa exactamente.
—Todas las TOE son un intento de encontrar una
explicación más profunda a lo que se llama la Teoría
Estándar del Campo Unificado —dijo Mosala, que aunque
debía de saber quién era Walsh no mostró ningún signo de
hostilidad—. Se completó a finales de los años veinte y ha
superado todas las comprobaciones experimentales hasta la

150
fecha. En sentido estricto, la TECU ya es una Teoría del Todo,
da una explicación unificada de todas las fuerzas de la
naturaleza. Pero es una teoría muy confusa y arbitraria, que
se basa en un universo de diez dimensiones con un montón
de singularidades extrañas que resultan difíciles de aceptar.
Casi todos nosotros creemos que hay una explicación más
sencilla detrás, esperando a que la encontremos.
—Pero esta TECU que intenta suplantar —dijo Walsh—,
¿en qué se basa?
—En unas cuantas teorías anteriores que explicaban una o
dos de las cuatro fuerzas básicas por separado. Pero si quiere
saber de dónde venían esas teorías anteriores, me vería
obligada a narrar cinco mil años de historia de la ciencia. La
respuesta breve es: una TOE se basa en última instancia en
la observación de todos los aspectos del mundo y la
búsqueda de pautas en esas observaciones.
—¿Eso es todo? —Walsh hizo un gesto de alegre
incredulidad—. Entonces todos somos científicos, ¿no?
Usamos nuestros sentidos, observamos y vemos pautas. Veo
pautas en las nubes que pasan por encima de mi casa cada
vez que salgo al jardín —añadió con una sonrisa modesta de
autocrítica.
—Eso es un comienzo —dijo Mosala—. Pero hay dos pasos
importantes más allá de esa clase de observación que
marcan toda la diferencia. Llevar a cabo experimentos
deliberados en situaciones controladas, en lugar de mirar lo
que revela la naturaleza. Y realizar observaciones
cuantitativas: hacer mediciones e intentar encontrar pautas
en los números.
—¿Como la numerología?
—No sirve cualquier pauta —dijo Mosala con gesto
paciente—. Hay que tener una hipótesis clara de partida y
saber cómo comprobarla.

151
—¿Se refiere a usar los métodos estadísticos adecuados y
todo eso?
—Exacto.
—Pero con los métodos estadísticos adecuados, ¿cree que
toda la verdad sobre el universo queda explicada en detalle
en los modelos que pueden obtenerse mirando
detenidamente una lista sin fin de números?
—Más o menos —contestó Mosala después de dudar. Era
probable que se preguntara si el proceso tortuoso de explicar
algo más sutil sería peor que aceptar esa caracterización de
la obra de su vida.
—¿Está todo en los números? ¿No mienten?
—No, no mienten. —Mosala perdió la paciencia.
—Qué interesante —dijo Walsh—. Porque hace unos
meses me tropecé con una idea absurda, ¡muy ofensiva!, que
se extendía en las redes europeas de ultraderecha. Pensé
que merecía ser refutada con propiedad, ¡científicamente!,
así que compré un pequeño paquete de estadística y le pedí
que comprobara la hipótesis de que cierta proporción, cierta
cuota de los premios Nobel desde el año dos mil diez se
hubiera reservado de forma explícita por criterios políticos
para los ciudadanos de los países africanos. —El público se
quedó atónito; hubo un momento de silencio seguido de una
ola de exclamaciones airadas que se extendió por toda la sala
—. Y la respuesta fue que hay un noventa y cinco por ciento
de probabilidades... —añadió Walsh mientras sostenía su
agenda en alto y alzaba la voz por encima de las protestas.
Algunos miembros de los clubes de fans de Mosala se
pusieron en pie y empezaron a gritar; los dos mascs de mi
lado empezaron a abuchearla—. La respuesta fue que hay un
noventa y cinco por ciento de probabilidades de que sea
cierto —insistió Walsh, con una expresión de desconcierto,
como si no comprendiera a qué venía tanto alboroto.

152
Una docena de personas más se levantó para insultarla.
Cuatro periodistas abandonaron el auditorio. Walsh seguía de
pie a la espera de una respuesta, con una sonrisa inocente.
Vi a Marian Fox acercarse hacia el estrado; Mosala le hizo
gesto de que se apartara.
Mosala empezó a teclear en su agenda. Los gritos y
silbidos cesaron poco a poco y todos menos Walsh volvieron
a sentarse.
El silencio no duró más de diez segundos, pero fue
suficientemente largo para que me diera cuenta de que el
corazón me latía con fuerza. Quería pegarle un puñetazo a
alguien. Walsh no era racista, pero sí una manipuladora
experta. Nos había puesto a todos de uñas; no habría
exaltado tanto los ánimos ni con doscientos seguidores que
chillaran y agitaran pancartas en la parte trasera del
auditorio.
—En los últimos diez años —dijo Mosala alzando la mirada
y sonriendo con dulzura— se ha examinado el renacimiento
científico africano con detalle en más de treinta informes. Le
daré con mucho gusto las referencias si no las puede
encontrar por sí misma. Verá que hay muchas hipótesis más
complejas que explican el brusco aumento del número de
artículos publicados en las revistas científicas más
prestigiosas y citadas, la frecuencia con que se citan dichos
artículos, el número de patentes que se han conseguido y el
número de premios Nobel de física y química.
»Sin embargo, cuando se trata de su campo, me temo
que está sola. No encuentro un solo estudio que ofrezca una
explicación alternativa a la probabilidad del noventa y nueve
por ciento de que una cuota de los premios Booker, desde su
inicio, se haya reservado para una minoría claramente
definida e intelectualmente en entredicho: gacetilleros que
deberían haberse quedado en la publicidad.

153
El público estalló en risas. Walsh se quedó de pie unos
instantes y se sentó con una dignidad sorprendente: sin
arrepentimiento, sin vergüenza y sin inmutarse. Me
preguntaba si todo lo que pretendía era que Mosala le
devolviera el golpe al mismo nivel. Sin duda en Informes
Banales encontrarían el modo de manipular las cosas para
que el suceso se viera como una victoria de Walsh:
PRODIGIO DE LA CIENCIA, AL ENFRENTARSE A LOS HECHOS
INSULTA A PERIODISTA RESPETADA. Pero casi todos los
medios de comunicación informarían de que Mosala había
respondido de forma muy comedida a una provocación
deliberada.
Hicieron unas cuantas preguntas más, inocuas y
ligeramente técnicas. Luego se levantó la sesión. Fui a la
parte trasera del escenario, donde me esperaba Karen De
Groot.
Sin lugar a dudas, De Groot era ifem. Su aspecto no
estaba en absoluto a medio camino del hermafroditismo, sino
que era mucho más distintivo. Mientras que las ufems y los
umascs exageraban los rasgos faciales establecidos de
identidad sexual y los ásex los eliminaban, los primeros ifems
e imascs habían sacado modelos del sistema visual humano y
encontrado grupos completamente nuevos de parámetros
que los excluían a primera vista, sin hacerlos a todos
homogéneos.
—Trátala bien, ¿quieres? —dijo con calma después de
darme la mano y conducirme a una de las salas de reuniones
pequeñas del hotel—. Lo de antes no ha sido muy agradable.
—No se me ocurre nadie que lo hubiera manejado mejor.
—Violet no es alguien a quien me gustaría tener por
enemiga; nunca devuelve un golpe sin habérselo pensado
bien. Pero eso no significa que sea de piedra.
La sala tenía una mesa y asientos para doce, pero Mosala

154
me esperaba a solas. Pensaba que habría algún guardia de
seguridad, pero a pesar de sus clubes de fans, no estaba en
la liga de las estrellas de rock. Y a pesar de los
presentimientos funestos de Kuwale, era probable que no
hiciera falta.
—Lamento que no hayamos podido hacer esto antes —dijo
Mosala luego de saludarme con cordialidad—, pero después
de tantas reuniones con Sarah Knight, suponía que todos los
planes de rodaje estaban claros.
¿Reuniones con Sarah Knight? La preproducción no
debería haber llegado tan lejos sin el permiso de SeeNet.
—Siento hacerle pasar por lo mismo otra vez —dije—,
pero es inevitable que se dupliquen algunos trámites cuando
un director nuevo asume un proyecto.
Mosala hizo un gesto de asentimiento sin prestar mucha
atención. Nos sentamos y repasamos el programa del
congreso mientras comparábamos notas. Mosala me pidió
que no la grabara en más de la mitad de las sesiones en las
que participaría.
—Me volvería loca si me mirara todo el tiempo y me
sorprendiera cada vez que pongo una cara rara por algo con
lo que no estoy de acuerdo.
Accedí, pero entonces regateamos sobre esa mitad. Yo
quería por encima de todo grabar sus reacciones en todas las
charlas en las que se discutiera explícitamente su obra. Nos
pusimos de acuerdo en tres sesiones de entrevistas, de dos
horas cada una; la primera el miércoles por la tarde.
—Todavía no entiendo cuál es el objetivo de este
programa —añadió Mosala—. Si el tema son las TOE, ¿por
qué no cubre todo el congreso en lugar de centrarse en mí?
—Las teorías resultan más accesibles para el público si se
presentan como algo que ha hecho una persona en concreto.
—Me encogí de hombros—. O de eso están convencidos los

155
directivos de las emisoras y, a estas alturas, es probable que
hayan convencido también a la audiencia. —El acrónimo
SeeNet quería decir en inglés «red de ciencia, educación y
ocio». Pero la ciencia se trataba a menudo como algo
embarazoso incapaz de resultar interesante por sí y que
necesitaba que la endulzaran al máximo—. Sin embargo, con
el perfil de una persona podemos tocar materias más
amplias, como por ejemplo de qué manera afectan su vida
cotidiana las sectas de la ignorancia.
—¿No cree que ya les dan bastante publicidad? —preguntó
Mosala con sequedad.
—Sí, pero casi siempre bajo sus condiciones. El perfil es
una oportunidad para que la audiencia los vea a través de
sus ojos.
—¿Quiere que le cuente a su público lo que opino sobre
las sectas? —Se rió—. Si empiezo, no le quedará tiempo para
nada más.
—Podría limitarse a las tres principales —dije. Mosala
dudó. De Groot me lanzó una mirada de advertencia, pero la
pasé por alto—. Primera Cultura.
—Primera Cultura es la más patética. Es el último refugio
de las personas que ansían considerarse intelectuales,
aunque sean analfabetos en temas científicos. Casi todos
sienten nostalgia de la época en la que un tercio del planeta
estaba dominado por personas cuya definición de una
educación civilizada era latín, historia militar europea y los
ripios escogidos de unos cuantos colegiales británicos.
—¿Renacimiento Místico? —Sonreí.
—Empezaron con muy buenas intenciones, ¿verdad? —
dijo Mosala con una sonrisa irónica—. Dicen que la mayoría
de las personas no ve el mundo que las rodea, pasean
dormidas por una rutina zombi de trabajo trivial y ocio que
atonta la mente. No podría estar más de acuerdo. Dicen que

156
quieren que los habitantes del planeta sintonicen con el
universo en que viven y compartan con ellos el
sobrecogimiento que se siente al contemplar su profunda
singularidad: las vertiginosas escalas de longitud y tiempo de
la cosmología, la riqueza sin fin de las complejidades de la
biosfera, las extrañas paradojas de la mecánica cuántica.
»Bueno, todas esas cosas también me sobrecogen, a
veces, pero Renacimiento Místico trata esa reacción como un
fin en sí mismo. Y no quieren que la ciencia investigue nada
de lo que provoca esa sensación; quieren que lo deje todo en
su estado prístino e inexplicable, no sea que dejen de sentir
lo mismo si lo entienden mejor. Últimamente no les interesa
en absoluto el universo, no más que a las personas que
idealizan la vida de los animales en un mundo de dibujos en
el que no se derrama sangre..., o a las personas que niegan
la existencia del deterioro medioambiental porque no quieren
cambiar su forma de vida. Los seguidores de Renacimiento
Místico sólo quieren la verdad si les conviene, si provoca las
emociones correctas. Si fueran sinceros se limitarían a
hacerse un puente en la zona del cerebro que les hace creer
que pasan por una constante epifanía mística, porque en
realidad eso es lo que buscan.
Esto no tenía precio, nadie de la altura de Mosala se había
soltado a hablar contra las sectas de esta forma. No en
grabaciones públicas.
—¿¡Ciencia Humilde!?
—Son los peores con diferencia. —Los ojos de Mosala
brillaban de ira—. Los más condescendientes, los más
cínicos. Janet Walsh es sólo una figura táctica que los
representa; casi todos los verdaderos líderes son muchísimo
más cultos. Y en su sabiduría colectiva han decidido que el
frágil capullo de la cultura humana no puede superar más
revelaciones sobre qué son los humanos en realidad o cómo

157
funciona el universo.
»Si se opusieran al abuso de la biotecnología, los apoyaría
sin dudarlo. Si se opusieran a la investigación en armamento,
haría lo mismo. Si apoyaran algún sistema coherente de
valores que hiciera que las verdades científicas más
despiadadas resultaran menos alienantes para la gente
corriente sin negar esas verdades, no tendría ningún motivo
de discrepancia con ellos.
»Pero han decidido que todo el conocimiento que esté más
allá de una frontera que les corresponde a ellos delimitar es
un anatema para la civilización y la cordura, y que una elite
autoproclamada es quien debe facilitar un conjunto
prefabricado de mitos sobre la vida que ocupen su lugar,
quien debe inculcar en la existencia humana un significado
que eleve el espíritu de forma adecuada y sea políticamente
correcto. Se han convertido, simplemente, en la peor clase
de censores y manipuladores de la sociedad.
De repente me di cuenta de que los brazos esbeltos de
Mosala, que estaban extendidos sobre la mesa enfrente de
ella, temblaban; no había notado que estaba tan enfadada.
—Son casi las nueve —dije—, pero podemos retomar el
tema después de la ponencia de Buzzo si tiene tiempo.
De Groot le tocó el hombro. Se acercaron y conversaron
sotto voce durante un buen rato.
—Tendremos una entrevista el miércoles, ¿no? —dijo
Mosala—. Lo siento, pero no dispongo de tiempo hasta
entonces.
—Claro, muy bien.
—Y esos comentarios que acabo de hacer no son oficiales.
No tiene que utilizarlos.
—¿Habla en serio? —Se me cayó el alma a los pies.
—Se suponía que ésta era una reunión para hablar de su
plan de rodaje. Nada de lo que he dicho aquí está dirigido al

158
público.
—Lo pondré en contexto —le rogué—. Janet Walsh se ha
pasado insultándola y en la rueda de prensa usted se ha
contenido, pero después ha expresado su opinión en detalle.
¿Qué hay de malo en eso? ¿Quiere que los de ¡Ciencia
Humilde! empiecen a censurarla?
—Ésa es mi opinión —dijo Mosala después de cerrar los
ojos un instante—, sin duda, y tengo derecho a expresarla.
También tengo derecho a decidir quién la oye y quién no. No
quiero enardecer más los ánimos en este horroroso desastre.
Así que, por favor, ¿respetará mi deseo y me dirá que no va
a utilizar nada?
—No tenemos que decidir esto ahora. Puedo mandarle una
versión sin montar...
—Firmé un acuerdo con Sarah Knight que decía que podía
vetar cualquier cosa al momento sin que me hiciera
preguntas —dijo con un gesto desdeñoso.
—Si lo hizo, fue personalmente con ella, no con SeeNet.
Lo único que ellos tienen es una autorización estándar.
—¿Sabe qué quería preguntarle? —dijo Mosala, que no
parecía muy contenta—. Sarah me dijo que me explicaría por
qué se puso usted al cargo del proyecto cuando faltaba tan
poco para el comienzo. Después de todo el trabajo que hizo,
lo único que me dejó fue un mensaje de diez segundos que
decía: «Ya no llevo el documental. Andrew Worth es el nuevo
director; él le explicará el motivo».
—Sarah puede haberle causado una impresión errónea —
dije con cuidado—. SeeNet no la había nombrado
oficialmente para hacer el documental. Y fue SeeNet la que
se dirigió a usted y preparó las cosas inicialmente, no Sarah.
No era un proyecto que ella estuviera desarrollando por libre
para ofrecérselo a la empresa. Era un proyecto de SeeNet
que ella quería dirigir, así que dedicó un montón de tiempo

159
libre a intentar conseguirlo.
—Pero ¿por qué? —dijo De Groot—. Toda la investigación,
los preparativos, el entusiasmo... ¿Por qué no se vieron
recompensados?
¿Qué podía decir? ¿Que le había robado el proyecto a la
persona que en realidad se lo merecía para hacerme con
unas vacaciones pagadas en el Pacífico Sur, lejos del estrés
de la frankenciencia seria?
—Los directivos de la red viven en un mundo propio —dije
—. Si pudiera entender cómo toman las decisiones, es
probable que fuera uno de ellos.
De Groot y Mosala no dijeron nada y me contemplaron
con incredulidad.

160
12
TechnoLalia, la principal competidora de SeeNet, insistía en
llamar a Henry Buzzo «el reverenciado gurú de la física
transmilenaria» y, con frecuencia, insinuaba que debería
retirarse cuanto antes y dejar el campo libre a colegas más
jóvenes que habían propiciado clichés más dinámicos:
Wunderkinder und enfants terribles «que navegaban por la
nouvelle vague de infinitas dimensiones del preespacio».
(Lydia despreciaba a TL calificándola de guccione: «un buen
culo y pocos sesos».) No se lo podía discutir, pero muchas
veces temía que SeeNet se encaminaba a un destino similar.
En el año 2036, Buzzo compartió el premio Nobel con los
otros siete artífices de la Teoría estándar del Campo
Unificado; pero ahora, él también intentaba rebatirla, o al
menos superarla. Me recordó a dos físicos de principios del
siglo XX: J. J. Thomson, que estableció la existencia de los
electrones como partículas diferenciadas, y George Thomson,
su hijo, que demostró que también se podían comportar
como ondas. Era una ampliación, no una contradicción, y sin
duda Buzzo esperaba realizar una proeza similar en una
generación.
Buzzo era un masc alto, calvo y con muchas arrugas;
tenía ochenta y tres años, pero no mostraba signos de

161
debilidad. Era un orador animado y parecía tener al público
de especialistas de los MTT en el bolsillo, pero ni siquiera me
hacían gracia sus chistes misteriosos con los que los demás
se desternillaban de risa. Su charla introductoria estaba llena
de frases familiares y de ecuaciones que había visto antes,
pero cuando empezaba a hacer cosas con esas ecuaciones,
me perdía. De vez en cuando mostraba gráficos: tubos
punteados de gris y blanco con superficies cuadriculadas en
verde cruzadas por líneas geodésicas serpenteantes de color
rojo vivo. Tríos de vectores en forma de flecha
perpendiculares entre sí brotaban de un punto, se
trasladaban por un rizo o un nudo y se inclinaban y retorcían
durante el trayecto. Sin embargo, en cuanto me parecía que
entendía los diagramas, Buzzo hacía un gesto de desdén con
la mano, señalando la pantalla y decía algo como: «No puedo
enseñarles el aspecto más crucial, lo que sucede en el
conjunto de estructuras lineales, pero estoy seguro de que
pueden hacerse una idea: imaginen que sumergimos esta
superficie en doce dimensiones...».
Me senté dos asientos (vacíos) a la izquierda de Violet
Mosala, pero casi no me atrevía a mirarla. Cuando lo hice,
mantuvo la mirada fija en Buzzo, pero su expresión se
endureció. Me preguntaba cuáles eran sus sospechas sobre
mis métodos para conseguir el contrato del documental.
(¿Soborno?, ¿extorsión?, ¿sexo?; ojalá SeeNet fuera de tal
amenidad bizantina.) En realidad, no importaba cómo lo
hubiera logrado; la injusticia del resultado final le parecía
evidente.
—¡Así que esta integral de línea se mantiene invariante! —
dijo Buzzo.
De repente, el último diagrama nítido de tubos anudados
se desdibujó en una neblina amorfa, gris y verde, que
simbolizaba el cambio de un espaciotiempo particular a su

162
generalización en el preespacio, pero los tres vectores que
había enviado a circunnavegar el universo simulado
permanecían fijos. Las «invariantes» en un modelo de todas
las topologías eran cantidades físicas y se podía demostrar
que eran independientes de cosas como la curvatura del
espaciotiempo en la zona de interés e incluso de su número
de dimensiones. Encontrar invariantes era el único modo de
obtener algún tipo de física coherente a partir de la
sobrecogedora indeterminación del preespacio. Me fijé en los
vectores estables de Buzzo; después de todo, no me había
perdido completamente.
—Pero eso es obvio. Ahora llega la parte peliaguda:
imaginen que extendemos el mismo operador a espacios que
no tienen curvatura de Ricci definida en ningún lugar.
Entonces sí me perdí.
Consideré seriamente volver a llamar a Sarah y
preguntarle si le gustaría recuperar Violet Mosala. Podría
darle lo que había grabado hasta el momento, resolver los
problemas técnicos con Lydia y arrastrarme hasta algún lugar
para recuperarme de la marcha de Gina y de ADN basura, sin
tener que fingir que hacía otra cosa aparte de convalecer. Me
dije que no podía permitirme dejar de trabajar, ni un mes,
pero eso era algo a lo que estaba acostumbrado; no iba a
morirme de hambre y, de todas formas, sin nadie que me
ayudara a pagar el alquiler tendría que mudarme. Angustia
me habría mantenido en el frondoso y tranquilo Eastwood
durante un año o más, pero en aquel momento daba igual lo
que hiciera: me devolverían a las destartaladas afueras.
No sabía qué me impedía salir de aquella ponencia
incomprensible y alejarme de la antipatía justificada de
Mosala. ¿Orgullo? ¿Obstinación? ¿Inercia? Quizá todo se
redujera a la presencia de las sectas. Seguro que las tácticas
de Walsh se volverían más desagradables, y por eso,

163
abandonar el proyecto sería aún más una traición. Había
accedido a la petición de SeeNet de incluir frankenciencia en
ADN basura y ésta era la oportunidad de expiarlo, mostrando
al mundo a alguien que estaba en contra de las sectas. No
era que la retórica fuera a dar paso a la violencia, daba igual
lo que dijera Kuwale. Se trataba de física arcana, no de
biotecnología, e incluso en el congreso de bioética de
Zambia, donde había visto a Walsh por última vez, los que
acribillaron a los oradores con embriones de mono y rociaron
a los periodistas no simpatizantes con sangre humana eran
de Imagen de Dios, como siempre, y no de ¡Ciencia Humilde!
Ningún fundamentalista religioso se preocupó por el
Congreso del Centenario de Einstein: las TOE estaban más
allá de su comprensión o de su desprecio.
—Eso es una tontería —dijo Mosala en voz baja. La miré
con cautela. Sonreía—. Está equivocado —me susurró,
mientras se volvía hacia mí, olvidando momentáneamente
todas las hostilidades—. Cree que ha encontrado un modo de
desechar las topologías discretas; se ha inventado un
isomorfismo que las asocia todas a un conjunto de medida
cero. Pero usa una medida equivocada. En este contexto
debería utilizar la de Perrini, ¡no la de Saupe! ¿Cómo puede
haberlo pasado por alto?
Sólo tenía una idea muy vaga de lo que estaba diciendo.
Las topologías discretas eran «espacios» donde nada tocaba
nada. Una «medida» era un tipo generalizado de longitud,
como un área o volumen de más dimensiones, sólo que
incluía abstracciones mucho más descontroladas. Cuando se
hacía el sumatorio de algo sobre todas las topologías, cada
contribución a la suma infinita se multiplicaba por una
«medida» del «peso» de la topología. Un poco como calcular
el promedio mundial de alguna estadística teniendo en
cuenta el peso relativo de la población de cada país, su

164
territorio, su producto interior bruto o alguna otra medida de
su importancia.
Buzzo creía que había encontrado una forma de abordar el
cálculo de cualquier cantidad física real que hacía que la
contribución efectiva de todas las topologías discretas fuera
igual a cero.
Mosala creía que estaba equivocado.
—Entonces, ¿se enfrentará a él cuando acabe?
—Esperemos y veamos. —Se volvió hacia el escenario
sonriendo—. No quiero hacerle pasar un mal trago y seguro
que alguien más se dará cuenta del error.
Llegó el momento de las preguntas. Exprimí mis limitados
conocimientos sobre el tema mientras intentaba determinar
si alguna de las cuestiones que se planteaban era la de
Mosala disfrazada, pero me pareció que no.
—¿Por qué no se lo ha dicho? —le pregunté directamente
al ver que no había intervenido cuando terminó la sesión.
—Podría estar equivocada —dijo molesta—. Tengo que
analizarlo mejor. No es una cuestión trivial y quizá tenga un
buen motivo para hacer esa elección.
—Esto era un preludio a su ponencia del domingo,
¿verdad? ¿No preparaba el terreno para su obra maestra? —
Estaba programado que Buzzo, Mosala y Yasuko Nishide, por
estricto orden alfabético, presentaran sus TOE rivales el
último día del congreso.
—Así es.
—Entonces, si ha elegido una medida errónea, ¿podría
fracasar estrepitosamente?
Mosala me lanzó una larga y dura mirada. Me preguntaba
si por fin me las había apañado para dejar la decisión en
otras manos. Si dejaba de colaborar conmigo por completo
me quedaría sin sujeto que grabar, sin motivo para
quedarme.

165
—Ya tengo bastantes problemas en determinar si mis
técnicas son válidas; no dispongo de tiempo para ser
también una experta en el trabajo de los demás. —Miró su
agenda—. Creo que ya se ha terminado el rodaje que
acordamos para hoy. Si me disculpa, he quedado para
comer.

Vi a Mosala dirigirse a uno de los restaurantes del hotel, así


que me fui en la dirección opuesta y salí del hotel. El cielo del
mediodía era deslumbrante y los edificios conservaban sus
tonos sutiles a la sombra de los toldos, pero bajo la luz solar
resplandeciente adquirían un aspecto que recordaba las
viejas viviendas de algunas ciudades del norte de África,
todas de piedra blanca contra el azul del cielo. Soplaba una
brisa del este con olor a mar, calurosa pero agradable.
Paseé por callejuelas al azar, hasta que llegué a una plaza
abierta. En el centro había un parque circular pequeño, de
unos veinte metros de ancho, cubierto de hierba silvestre
exuberante, sin cortar y punteada con pequeñas palmeras.
Era la primera muestra de vegetación que veía en Anarkia, a
excepción de los maceteros del hotel. La tierra era un lujo
allí; había trazas de todos los minerales necesarios en el
océano, pero intentar dotar a la isla de bastante terreno para
la agricultura habría significado procesar miles de veces la
cantidad de agua que la industria alimentaria, basada en las
algas y el plancton, requería para satisfacer las mismas
necesidades.
Miré la modesta parcela de vegetación y, cuanto más la
miraba, más me inquietaba su visión. Me costó un buen rato
entender el motivo.
Toda la isla era un artefacto, igual que cualquier edificio
de metal y cristal. Su mantenimiento dependía de formas de

166
vida manipuladas, pero sus antepasados naturales eran tan
remotos para ellas como los antiguos metales enterrados
para una brillante aleación de titanio. Aquel parque diminuto,
que no era más que una maceta exagerada, debería haber
logrado que lo viera con claridad y que se desvaneciera la
ilusión de que estaba en algo más que en la cubierta de una
gran máquina.
No fue así.
Había visto Anarkia desde el aire: extendía sus zarcillos en
el Pacífico y tenía tanta belleza orgánica como cualquier otra
criatura viva del planeta. Sabía que cada ladrillo y cada
azulejo de esta ciudad había surgido del océano, no de un
horno de cocción. Toda la isla parecía tan natural, a su
manera, que eran la hierba y los árboles los que parecían
artificiales. Esta parcela de auténtica naturaleza silvestre
parecía extraña y fuera de lugar.
Me senté en un banco de roca de arrecife, aunque más
blando que el pavimento (¿más polímero, menos mineral?).
Estaba parcialmente resguardado por la sombra de una de
las (¿irónicas?) esculturas con forma de palmera que
rodeaban el borde de la plaza. Nadie de allí pisaba la hierba,
así que no me acerqué. Como no había recuperado el apetito
me senté y dejé que me envolvieran la brisa cálida y la visión
de los transeúntes.
Sin querer, me acordé de mi fantasía absurda de las
interminables tardes de domingo con Gina. ¿Por qué pensé
que querría sentarse conmigo junto a una fuente de Epping
durante el resto de su vida? ¿Cómo pude creer durante tanto
tiempo que era feliz si al final lo único que conseguí fue que
se sintiera incomprendida e invisible, ahogada y atrapada?
Sonó mi agenda y la saqué del bolsillo.
—Acaban de salir las estadísticas epidemiológicas de la
OMS para marzo —anunció Sísifo—. Los casos oficiales de

167
Angustia ya ascienden a quinientos veintitrés. Eso supone un
incremento del treinta por ciento en un mes. —Apareció un
gráfico en la pantalla—. Se han producido más casos en
marzo que a lo largo de los seis meses previos.
—No recuerdo haberte pedido que me informaras sobre
esto —dije desconcertado.
—El siete de agosto del año pasado, a las nueve cuarenta
y tres de la tarde, en la habitación del hotel de Manchester,
dijiste: «Avísame si las cifras despegan realmente».
—De acuerdo. Sigue.
—También se han publicado veintisiete artículos nuevos
en los periódicos sobre el tema desde la última vez que lo
consultaste. —Apareció una lista de títulos—. ¿Quieres oír los
extractos?
—La verdad es que no.
Aparté la vista de la pantalla y vi a un masc que pintaba
en un caballete al otro lado de la plaza. Era blanco, bajo y
fornido, probablemente de unos cincuenta años, con la cara
arrugada y bronceada. Ya que no iba a comer, debería haber
aprovechado bien el tiempo y haber vuelto a ver la ponencia
de Henry Buzzo, o haber leído con detenimiento material de
apoyo relevante. Después de plantearme esta idea durante
unos minutos, me levanté y fui a ver qué estaba pintando.
El cuadro era una imagen impresionista de la plaza. O
impresionista en parte: las palmeras y la hierba parecían
manchas de luz verde reflejadas en el cristal irregular de una
ventana a través de la cual se veía el resto de la escena,
pero los edificios y el pavimento estaban retratados con tanta
sobriedad como si los hubiera hecho el ordenador de un
arquitecto. Lo hacía todo sobre Transición, un material que
cambiaba de color al pasarle un lápiz electrónico. Los
distintos voltajes y frecuencias hacían que cada tipo de ion
metálico subyacente saliera a la superficie de polímero blanco

168
en un porcentaje distinto; casi parecía pintura al óleo que
surgía de la nada. Me habían dicho que crear un color
determinado requería tanta destreza como mezclar óleos. Sin
embargo, borrar era fácil; si se invertía el voltaje,
desaparecían todos los pigmentos.
—Quinientos dólares —dijo el artista sin detenerse a
mirarme; tenía el acento de las zonas rurales de Australia.
—Si me tienen que desplumar —dije—, preferiría que lo
hiciera alguien de aquí.
—¿Diez años no me dan esa categoría? ¿Qué quieres? ¿Un
certificado de ciudadanía?
—¿Diez años? Perdona. —Diez años significaban que era
prácticamente un pionero. Anarkia se sembró en el 2032,
pero tardó casi una década en ser habitable y autónoma. Me
sorprendió; los fundadores y casi todos los primeros
pobladores eran americanos—. Me llamo Andrew Worth —
añadí—. He venido para el congreso Einstein.
—Bill Munroe. He venido por la luz. —No me ofreció la
mano.
—No puedo permitirme comprar el cuadro, pero si quieres,
te invito a comer.
—Eres periodista —dijo con acritud.
—Cubro el congreso. Nada más. Pero siento curiosidad por
la isla.
—Entonces lee sobre el tema. Está todo en la red.
—Sí, y es todo contradictorio. No sé diferenciar lo que es
propaganda de lo que no.
—Y ¿por qué piensas que puedes fiarte más de lo que yo
te diga?
—Cara a cara, lo sabré.
—¿Por qué yo? —Suspiró y dejó el lápiz—. De acuerdo,
comida y anarquía. Por aquí. —Empezó a cruzar la plaza.
—¿No irás a dejar esto...? —dije sin moverme, aunque

169
como él seguía andando me puse a su altura—. Quinientos
dólares más el caballete y el lápiz. ¿Estás seguro de que
nadie lo tocará?
Me miró irritado, se volvió y agitó su agenda hacia el
caballete, que emitió un chirrido breve y ensordecedor.
Algunas personas se volvieron para mirar.
—¿No existen los dispositivos de alarma en tu pueblo?
Noté que me ruborizaba.
Munroe eligió una cafetería al aire libre de aspecto barato
y pidió un mejunje hirviente de color blanco en la pantalla de
servicio instantáneo del mostrador. Olía a pescado
nauseabundo, aunque eso no implicaba necesariamente que
hubiera sido carne de un vertebrado alguna vez. Aun así,
perdí cualquier leve sensación de apetito que tuviera.
—No me digas, estás perplejo por el uso de crédito
internacional como forma de pago —dijo mientras yo ponía el
pulgar para pagar la comida—, la existencia de restaurantes
de empresas independientes, mi apego desvergonzado por la
propiedad privada y todos los otros símbolos de capitalismo
que ves a tu alrededor.
—Ya has hecho esto antes, así que ¿cuál es la respuesta
típica a la pregunta típica?
—Anarkia es una democracia capitalista —dijo mientras se
llevaba el plato a una mesa que le proporcionaba una buena
vista del caballete—. Y una socialdemocracia liberal. Y un
sindicato de colectivos. Y muchos cientos de cosas más para
las que no tengo nombre.
—¿Te refieres a que aquí las personas actúan libremente
como si estuvieran en esos tipos de sociedad?
—Sí, pero es algo más profundo. Casi todas las personas
se inscriben en agrupaciones que, en la práctica, son esos
tipos de sociedad. La gente quiere libertad de elección, pero
también cierto grado de estabilidad, así que acepta acuerdos

170
que le proporcionen un marco en el que organizar su vida.
Por supuesto tiene libertad para abandonar estos acuerdos,
al igual que muchas democracias permiten la emigración.
Puede que no haya un parlamento ni un jefe de estado, pero
me parece propio de la socialdemocracia que sesenta mil
personas de una agrupación convengan en destinar un
porcentaje de sus ingresos, sujeto a auditoría, a un fondo
que se utilice para la salud, la educación y el bienestar y que
se invierta según las directrices establecidas por los comités
de delegados electos.
—Así que la elección libre de «gobierno» no está
prohibida. Pero, en conjunto, ¿sois anarquistas o no? ¿No
tenéis leyes generales que todas las personas tengan que
acatar?
—Hay unos cuantos principios refrendados por una gran
mayoría de residentes. Ideas básicas sobre no admitir la
violencia ni la coacción. Son muy conocidas, y si hay alguien
a quien no le parezcan bien, no debería venir aquí. Sin
embargo, no hilaré tan fino: también podrían considerarse
leyes.
»Entonces ¿somos anarquistas o no? —Munroe hizo un
gesto de indiferencia—. "Anarquía" significa ni gobernante ni
leyes, pero nadie de Anarkia pierde el sueño por analizar la
semántica del griego clásico, o las obras de Bakunin, de
Proudhon y Godwin. Perdona, retiro eso, casi el mismo
porcentaje de población que encontrarías en Pekín o París se
apasiona por esos temas. Pero tendrías que entrevistar a uno
de ellos si quieres conocer su opinión.
»Mi opinión es que el mundo carga con demasiado bagaje
cultural para que lo salven. No es ningún drama. Casi todos
los movimientos anarquistas de los siglos diecinueve y
veinte, al igual que los marxistas, se quedaron
empantanados en la cuestión de arrebatar el poder a las

171
clases dirigentes. En Anarkia eso se solucionó con sencillez.
En el dos mil veinticinco, seis empleados de una empresa de
biotecnología de California llamada InGenIo se fugaron con
toda la información que necesitaban para hacer la siembra.
Casi toda era fruto de su trabajo, aunque no de su
propiedad. También se llevaron algunas células manipuladas
de varios cultivos, pero muy pocas para que no se notara.
Cuando el mundo se enteró de que Anarkia crecía, ya había
varios cientos de personas que vivían aquí por turnos y
habría dado muy mala imagen esterilizar el lugar por las
buenas.
»Ésa fue nuestra "revolución". Mucho mejor que medir la
vida en términos de cócteles molotov.
—Salvo que el robo implica que tenéis que soportar el
bloqueo.
—El bloqueo es muy molesto —dijo Munroe encogiendo los
hombros—. Pero Anarkia con bloqueo sigue siendo mejor que
la alternativa: una isla propiedad de una empresa y hasta el
último palmo de ella en manos privadas. Ya es bastante malo
que haya que pagar una licencia por cada cultivo decente del
planeta, imagínate si ocurriera lo mismo con el suelo que
pisas.
—De acuerdo —dije—, la tecnología os proporcionó un
atajo hacia una nueva sociedad e hizo que los viejos modelos
fueran irrelevantes. Sin invasión, sin genocidio, sin un
nacimiento sangriento ni reformas democráticas traumáticas.
Pero llegar hasta ahí es fácil; lo que no entiendo es qué evita
que se derrumbe este lugar.
—Pequeños organismos invertebrados.
—Me refiero a la política.
—Derrumbarse, ¿por qué? —Munroe parecía
desconcertado—. ¿El funcionamiento de la anarquía?
—La violencia, el saqueo, las mafias.

172
—¿Para qué molestarse en venir al medio del Pacífico en
busca de algo que se puede encontrar en cualquier ciudad del
mundo? ¿O crees que nos hemos tomado todas esas
molestias para representar El señor de las moscas?
—Intencionadamente no, pero cuando pasa algo así en
Sydney mandan a la brigada antidisturbios, y en Los Ángeles
a la guardia nacional.
—Disponemos de una milicia adiestrada que cuenta con el
consentimiento casi general para utilizar la fuerza de manera
razonable a fin de proteger los recursos vitales en caso de
emergencia. —Sonrió—. Recursos vitales, fuerzas de
emergencia... Suena como si estuvieras en casa, ¿verdad?
Con la diferencia de que nunca se ha dado el caso.
—De acuerdo, ¿por qué?
—¿Buenas intenciones? —Munroe se frotó la frente y me
miró como a un niño pesado—. ¿Inteligencia? ¿Alguna
extraña fuerza alienígena?
—En serio.
—Algunas cosas son obvias. Las personas vienen aquí con
un nivel de idealismo algo superior al de la media. Quieren
que Anarkia funcione, o no habrían venido, al margen de
algún que otro provocador a ultranza. Están dispuestos a
cooperar. No me refiero a vivir en casas comunales fingiendo
que todos forman parte de una familia ni a ir a trabajar en
grupos entonando himnos para elevar la moral..., aunque
hay algo de eso. Pero desean ser más flexibles y tolerantes
que el término medio de las personas que eligen vivir en
otros lugares, porque de eso se trata.
»Hay menos concentración de riqueza y poder. Quizá sólo
sea una cuestión de tiempo, pero con tanto poder
descentralizado por completo, es muy difícil comprarlo. Y sí,
hay propiedad privada, pero la isla, los arrecifes y el agua
son públicos. Las agrupaciones que recogen y procesan los

173
alimentos venden sus productos, pero no tienen el
monopolio: hay muchos que los sacan directamente del mar.
—De acuerdo —dije frustrado mientras miraba la plaza—.
No os dedicáis a robaros los unos a los otros ni a causar
disturbios en las calles, porque nadie pasa hambre ni es
demasiado rico... todavía. Pero ¿de verdad crees que puede
durar? La generación próxima no estará aquí por decisión
propia. ¿Qué pensáis hacer? ¿Adoctrinarlos en la tolerancia y
esperar que salga bien? Nunca ha funcionado. Cualquier otro
experimento similar ha acabado en violencia, con una
conquista, una absorción... o han desistido y se han
convertido en una nación con gobierno.
—Por supuesto que intentamos transmitir nuestros valores
a nuestros hijos —dijo Munroe—, como en el resto del
planeta. Y más o menos con el mismo éxito. Pero, al menos,
casi todos los niños de aquí aprenden sociobiología desde
pequeños.
—¿Sociobiología?
—Créeme —dijo sonriente—, es más útil que Bakunin. Las
personas nunca llegarán a un acuerdo detallado sobre cómo
debe organizarse la sociedad. ¿Por qué deberían hacerlo?
Pero a menos que seas un edenita que cree que hay una
condición natural utópica dictada por Gea a la que todos
hemos de regresar, cualquier forma de civilización que
adoptes implica elegir algún tipo de respuesta cultural, que
no sea una aceptación pasiva, al hecho de que somos
animales con ciertas tendencias de comportamiento innatas.
Y aunque esa respuesta suscite el compromiso más sutil o la
oposición más vehemente, contribuye a que comprendas
exactamente a qué intentas adaptarte u oponerte.
»Si las personas conocen las fuerzas biológicas que
influyen sobre ellas y quienes las rodean, por lo menos
tendrán la oportunidad de adoptar estrategias inteligentes

174
para conseguir lo que quieren con un conflicto mínimo, en
lugar de dar tumbos por ahí cargadas de mitos románticos y
buenas intenciones cortesía de algún filósofo político muerto.
Reflexioné sobre ello. Me había tropezado con un sinfín de
recetas detalladas de absurdas utopías «científicas» y
programas de sociedades organizadas que alegaban motivos
racionales; pero era la primera vez que oía a alguien abogar
por la diversidad a la vez que reconocía las fuerzas
biológicas. En lugar de explotar la sociobiología para intentar
justificar una doctrina política rígida, impuesta por el poder,
desde el marxismo hasta la familia nuclear, desde la pureza
racial hasta el separatismo de identidad sexual, en lugar de
«debemos vivir así porque la naturaleza humana lo exige»,
Munroe insinuaba que las personas podían utilizar el
conocimiento sobre su especie para tomar las decisiones que
más les convinieran.
Anarquía bien informada. Era una idea atractiva, pero no
podía evitar algo de escepticismo.
—No todos querrán que sus hijos estudien sociobiología.
Incluso aquí habrá unos cuantos fundamentalistas religiosos
y culturales a los que les parecerá amenazador. ¿Y los
emigrantes adultos? Si alguien tiene veinte años al llegar a
Anarkia, vivirá unos sesenta años más, tiempo de sobra para
perder su idealismo. ¿De verdad crees que todo el asunto
puede aguantar mientras la primera generación envejece y
se desilusiona?
—¿Acaso importa lo que yo crea? —Munroe estaba
desconcertado—. Si de verdad te interesa, en un sentido o en
otro, explora la isla, habla con la gente y saca tus propias
conclusiones.
—Tienes razón. —Aunque no estaba aquí para explorar la
isla ni para formarme una opinión de su futuro político. Miré
el reloj: era más de la una. Me levanté.

175
—Dentro de un momento va a pasar algo que quizá te
gustaría ver o incluso probar. ¿Tienes prisa?
—Depende —dudé.
—Supongo que podrías decir que es lo más parecido que
tenemos a... una ceremonia para nuevos residentes. —
Munroe se rió al ver mi falta de entusiasmo—. Te prometo
que nada de himnos, juramentos ni discursos largos. Y no, no
es obligatoria, pero parece que se ha puesto de moda entre
los recién llegados, aunque los turistas también son bien
recibidos.
—¿Vas a contármelo o he de adivinarlo?
—Puedo decirte que se llama «buceo de tierra». Pero
tienes que verlo para saber qué significa en realidad.

Munroe recogió su caballete y me acompañó. Sospechaba


que en el fondo disfrutaba haciendo de guía turístico radical y
veterano. Mientras el tranvía se dirigía hacia el brazo norte
de la isla nos quedamos al lado de la entrada para que nos
diera la brisa. Apenas se veían las vías: dos surcos paralelos
tallados en la roca, con la cinta gris del superconductor por el
centro, todo oculto bajo una capa de polvo calcáreo.
Cuando llevábamos recorridos unos quince kilómetros,
éramos los únicos pasajeros que quedaban.
—¿Quién paga el mantenimiento de estas cosas? —
pregunté.
—En parte se paga con los billetes, pero las agrupaciones
pagan el resto.
—¿Qué pasa si una agrupación decide no pagar? ¿Montar
por la cara?
—Todos se enterarían.
—Vale, pero ¿y si de verdad no pueden permitirse la
contribución? ¿Y si son pobres?

176
—Casi todas las cuentas de las agrupaciones se hacen
públicas por iniciativa propia, aunque resultaría muy raro que
las mantuvieran en secreto. Cualquiera en Anarkia puede
coger su agenda y averiguar si la riqueza de la isla se
concentra en una agrupación, se manda fuera o lo que sea, y
obrar en consecuencia como mejor le parezca.
Ya habíamos salido del centro urbanizado. Había edificios
que parecían fábricas y almacenes dispersos alrededor de las
líneas del tranvía, pero cada vez más, la vista consistía en
roca de arrecife desnuda, plana aunque ligeramente
irregular. La piedra caliza tenía todas las tonalidades que
había visto en la ciudad, marcando el paisaje como las rayas
de una cebra, con diseños claramente antigeológicos
determinados por la propagación de las distintas subespecies
de bacterias litofílicas. Sin embargo, este terreno no era
adecuado para el cultivo en roca, ya que el núcleo de la isla
era demasiado seco y duro, desvascularizado. Más adelante,
la roca era mucho más porosa, se anegaba con agua rica en
calcio y tenía los organismos manipulados necesarios para
abastecerla. Las líneas del tranvía no llegaban a la costa
porque el terreno era demasiado blando para soportar el
peso de los vehículos.
Invoqué a Testigo y empecé a grabar; si seguía así
tendría más grabación privada del viaje que material para el
documental, pero no pude resistirme.
—¿De verdad viniste por la luz? —dije.
—En realidad no. Necesitaba alejarme —dijo Munroe con
un gesto de negación.
—¿De qué?
—De todo el ruido. De toda la hipocresía. De todos los
«Australianos Profesionales».
—Ah.
Había oído por primera vez aquel término cuando

177
estudiaba historia del cine; se acuñó para describir la
corriente dominante de directores de las décadas de 1970 y
1980. Tal y como lo expuso un historiador: «No poseen
rasgos distintivos, salvo su nacionalidad; no tienen nada que
decir ni que hacer excepto endilgar a su público un
vocabulario claustrofóbico de mitos e iconos nacionalistas
gastados, a la vez que proclaman ser los que "definen el
carácter nacional" y los representantes de una nación que
encuentra su voz». Pensaba que era una forma muy dura de
juzgarlos hasta que vi algunas de sus películas. Casi todas
eran historias alienantes de vaqueros, melodramas rurales
coloniales o historias de guerra sentimentales. Sin embargo,
es probable que el nadir de la época fuera un intento de
comedia en la que Albert Einstein hacía de hijo de un
cultivador de manzanas australiano, «desintegraba átomos
de cerveza» y se enamoraba de Madame Curie.
—Creía que los medios audiovisuales habían superado eso
hace mucho —añadí—, y más en tu ámbito artístico.
—No hablo de arte. —Munroe frunció el ceño—. Me refiero
a toda la cultura dominante.
—¡Vamos! Ya no existe una cultura dominante. El filtro es
más poderoso que el emisor. —Por lo menos ése era el
argumento más arraigado en la red, aunque todavía no tenía
claro si me lo tragaba.
Munroe, desde luego, no.
—Muy zen —dijo—. Intenta exportar biotecnología médica
australiana a Anarkia y sabrás exactamente quién tiene el
control. —No tenía respuesta para eso—. ¿No estás harto de
vivir en una sociedad que se pasa la vida hablando de sí
misma y que además miente? —siguió—. Que define todo lo
que merece la pena: tolerancia, sinceridad, lealtad y justicia,
como si fuera sólo australiano. Que intenta fomentar la
diversidad pero no cesa de parlotear sobre su identidad

178
nacional. ¿No te cansas nunca del desfile continuo de bufones
que reivindican la autoridad de hablar en tu nombre:
políticos, intelectuales, celebridades, comentaristas, que te
definen y caracterizan hasta en el mínimo detalle, desde tu
distintivo sentido del humor australiano hasta tu «iconografía
del subconsciente colectivo» de mierda y que, en realidad, no
son más que unos mentirosos y unos ladrones?
Me desconcertó durante un momento, pero, después de
reflexionar, me pareció una descripción en la que reconocía
la corriente dominante de la cultura política y académica. O si
no la dominante, por lo menos la que más se oía.
Me encogí de hombros.
—Todos los países tienen un grado de gilipollez
provinciana como ésa en algún lugar. La de Estados Unidos
es casi igual de mala. Pero ya apenas la noto y menos en
casa. Supongo que he aprendido a desconectar casi todo el
tiempo.
—Entonces te envidio. Yo nunca lo conseguí.
El tranvía seguía deslizándose, mientras desplazaba polvo
con un suave silbido. Munroe tenía algo de razón: los
nacionalistas políticos y culturales que afirmaban ser la voz
de la nación podían privar del derecho al voto a aquellos a
quienes «representaban» con la misma eficacia que los
sexistas que afirmaban ser la voz de su sexo. Un puñado de
personas que dicen hablar en nombre de cuarenta millones o
de cinco mil millones siempre ejercería un poder
desproporcionado, simplemente por adjudicarse ese derecho.
Entonces ¿cuál era la solución? ¿Trasladarse a Anarkia?
¿Hacerse ásex? ¿O esconder la cabeza en un rincón
balcanizado de la red e intentar creer que nada de eso
importa?
—Pensaba que el vuelo desde Sydney era suficiente para
conseguir que a cualquiera le apeteciese marcharse para

179
siempre —dijo Munroe—, la prueba palpable de lo absurdas
que son las naciones.
—Casi. —Me reí con sequedad—. Es comprensible que
sean mezquinos y vengativos con Timor Oriental; piensa que
han ensuciado las bayonetas de nuestros socios comerciales
durante todos estos años y luego han cometido la temeridad
de revolverse y demandarnos. Sin embargo, no tengo ni idea
de en qué consiste el problema de Anarkia. Ninguna de las
patentes de InGenIo era australiana, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿qué demonios pasa? Ni siquiera Washington
se molesta en castigar a Anarkia de forma tan... exhaustiva.
—Yo tengo una teoría —dijo Munroe.
—¿Sí?
—Piensa en ello. ¿Cuál es la mayor mentira que se dice a
sí misma la clase dominante política y cultural? ¿En qué
consiste la mayor discrepancia entre la imagen y la verdad?
¿Cuáles son los atributos de los que más presume y más
carece cualquier Australiano Profesional que se precie?
—Si esto es un mal chiste freudiano, me vas a
decepcionar mucho.
—Atisbos de autoridad. Independencia de espíritu.
Disconformidad. Así que, ¿qué podría parecerles más
amenazador que una isla llena de anarquistas?

180
13
Nos dirigimos hacia el norte desde la terminal, atravesando
una explanada marmórea verdigrís. En algunos lugares
todavía quedaban vestigios de tubos ramificados, pequeños y
gruesos. Era el coral de las costas de la década anterior que
no había sido digerido del todo. La vista era muy chocante si
se tenía en cuenta en la escala temporal del lugar; era como
tropezarse con fósiles identificables de los años cuarenta,
modelos viejos de agendas abolladas y zapatos raros que
habían sido el último grito en la época, pero convertidos en
simples contornos mineralizados. Tenía la impresión de que
se notaba más la roca del suelo que en el pavimento
endurecido y denso de la ciudad, pero no dejábamos huellas
visibles a nuestro paso. Me paré y me agaché para tocar el
terreno, preguntándome si sería húmedo al tacto. No.
Probablemente, había una capa plastificada bajo la superficie
para controlar la evaporación.
A lo lejos había un grupo de unas veinte personas reunido
alrededor de un armazón de varios metros de altura con un
gran torno mecanizado en un lado; cerca, un autobús
pequeño de color verde con grandes ruedas de neumáticos
para superficies poco firmes. Media docena de toldos de color
naranja vivo brotaban del armazón y podía oír cómo

181
chasqueaban en la brisa. Un cable naranja iba del torno a
una polea que estaba colgada del armazón y supuse que caía
a un agujero del suelo oculto por el círculo de espectadores.
—¿Los bajan a algún tipo de pozo de mantenimiento? —
pregunté.
—Así es.
—Qué costumbre más encantadora. Bienvenido a Anarkia,
cansado y hambriento viajero... Pase a comprobar nuestras
cloacas.
—Mal —bufó Munroe.
A medida que nos acercábamos, vi que todos los del
grupo miraban atentamente el agujero que había debajo del
armazón. Un par de personas nos miró durante un momento
y una fem alzó la mano en una tentativa de saludo. Le
devolví el gesto; ella sonrió con nerviosismo y se volvió hacia
la entrada oculta.
—Parece que están en un accidente minero y esperan a
que saquen los cadáveres a la superficie para identificarlos —
susurré, aunque no estábamos lo bastante cerca para que
nos oyeran.
—Siempre resulta un poco tenso, pero ten paciencia.
Desde lejos me había parecido que estaban vestidos con
ropa informal, al azar, pero al acercarme vi con claridad que
casi todos llevaban bañador, varios con una camiseta
encima, y unos pocos llevaban trajes de buceo cortos.
Algunos estaban muy despeinados y un masc tenía el pelo
mojado.
—¿Dónde se sumergen? ¿En los depósitos de agua? —El
agua del océano se desalinizaba en plantas especializadas, en
los arrecifes, y el agua dulce se bombeaba a tierra para
complementar la reciclada.
—Eso sí que sería un reto —dijo Munroe—; ninguno de los
conductos tiene un diámetro mayor que el de un brazo.

182
Me detuve a una distancia respetuosa del grupo; me
sentía como un intruso. Munroe se adelantó y se abrió paso
con cuidado hasta el círculo exterior; no pareció importarle a
nadie y tampoco nos prestaron mucha atención. Al final me
di cuenta de que los toldos se movían y agitaban de forma
desproporcionada para la suave brisa del este. Me acerqué y
sentí un viento fuerte y frío que emergía del túnel y
arrastraba un olor rancio a mineral húmedo.
Atisbé por encima de la gente y vi que la boca del túnel
estaba coronada, a la altura de las rodillas, con un pequeño
pozo de roca de arrecife o biopolímero de alta resistencia con
un sello irisado que habían arrancado al abrirlo. El torno,
contemplado desde unos pocos metros, me parecía
monstruoso, demasiado grande y con un aspecto demasiado
industrial para que pudiera estar relacionado con ningún
deporte ligero. El cable era más grueso de lo que esperaba;
pensé en intentar calcular su longitud total, pero los topes
laterales de la bobina ocultaban el número de vueltas. El
motor era muy silencioso y sólo se oía el silbido del aire al
pasar por los cojinetes magnéticos; pero el cable chirriaba
cuando se enrollaba sobre la bobina y el armazón crujía
cuando el cable se deslizaba sobre la polea.
Nadie hablaba. No parecía un momento adecuado para
empezar a hacer preguntas.
De repente oí unos jadeos, casi sollozos. Hubo un
murmullo de nerviosismo y todos, impacientes, se inclinaron
hacia delante. Una fem salió del túnel aferrándose con
firmeza al cable, con bombonas de buceo sujetas a la espalda
y las gafas subidas sobre la frente. Estaba mojada, pero no
goteaba, así que el agua debía de estar bastante abajo.
El torno se paró. La fem desenganchó la cuerda de
seguridad que unía el arnés de buceo al cable y la gente se
acercó para ayudarla a subir al borde del pozo y de ahí hasta

183
tierra. Me adelanté y vi que la pequeña plataforma circular
sobre la que había estado de pie era un grueso entramado de
tubos de plástico. También vi una linterna que proyectaba
dos haces de luz paralelos sujeta al cable más o menos a
metro y medio por encima de la plataforma.
La fem parecía aturdida. Se alejó un poco del grupo, casi
tambaleándose, se sentó en la roca y miró al cielo; aún tenía
la respiración entrecortada. Se quitó las bombonas y las
gafas despacio, metódicamente, y se tumbó. Cerró los ojos,
estiró los brazos y, con las palmas de las manos hacia abajo,
extendió los dedos sobre la tierra.
Un masc y dos chicas adolescentes se separaron del resto,
se acercaron y la miraron preocupados. Empezaba a
preguntarme si necesitaría atención médica y estaba a punto
de pedirle discretamente a Sísifo que me refrescara la
memoria sobre los síntomas de los infartos y los primeros
auxilios cuando la fem se puso en pie de un salto con una
sonrisa radiante. Empezó a hablar muy nerviosa con su
familia en lo que me pareció una lengua polinesia. No
entendía una palabra de lo que decía, pero parecía estar
eufórica.
La tensión se desvaneció y todos empezaron a reír y
charlar.
—Hay ocho personas en la cola delante de ti —me dijo
Munroe—, pero te prometo que vale la pena esperar.
—No sé qué habrá ahí abajo, pero mi seguro no lo cubre.
—En Anarkia no creo que tu seguro cubra ni un paseo en
tranvía.
Un joven delgado con bañador corto a flores estaba
poniéndose el equipo de buceo que llevaba antes la fem. Me
presenté; parecía nervioso, pero no le importó conversar. Se
llamaba Kumar Rajendra y estudiaba ingeniería en Fiyi.
Llevaba menos de una semana en Anarkia. Saqué una

184
cámara del tamaño de un botón de la cartera y le expliqué lo
que quería. Miró a las personas que estaban alrededor del
agujero como si se preguntara si tenía que pedirle permiso a
alguien, pero accedió a bajar con ella. Mientras fijaba la
cámara a la parte superior de las gafas de buceo, como si
fuera un tercer ojo, vi un resto de residuo calcáreo en el
plástico transparente.
Una fem mayor que llevaba traje de buceo se acercó a
comprobar si se había ajustado bien el equipo y repasó las
medidas de emergencia con Rajendra, que la escuchó con
solemnidad. Me alejé y comprobé la recepción de mi agenda.
La cámara transmitía por ultrasonidos, radio e infrarrojos, y
si ninguna de esas señales conseguía transmitir, tenía
cuarenta minutos de memoria.
—Estás loco, ¿sabes? —Munroe se me acercó exasperado
—. No será lo mismo. ¿Por qué grabar la inmersión de otro si
puedes sumergirte tú mismo?
Era mi destino, incluso en Anarkia encontraba a alguien
que quería que me callara e hiciera lo que me decían.
—Quizá lo haga —dije—. Pero así sabré exactamente en
qué me meto. Además, sólo soy un turista, ¿verdad? Mi
experiencia de la ceremonia para los nuevos residentes no
sería muy auténtica.
—¿Auténtica? —Munroe puso los ojos en blanco—. A ver si
te aclaras, ¿cubres el congreso Einstein o haces Rito de
iniciación en Anarkia?
—Ya veremos. Si acabo con dos programas por el precio
de uno..., tanto mejor.
Rajendra subió al borde del pozo, se agarró del cable y
pasó a la plataforma, que se balanceó peligrosamente hasta
que consiguió centrarse en ella. La brisa hinchaba su bañador
y le ponía el pelo de punta de una forma muy cómica, pero la
visión daba más vértigo que risa. Parecía un paracaidista sin

185
paracaídas o un lunático que hacía equilibrios sobre el ala de
un avión. Al final enganchó la cuerda de seguridad, pero la
impresión de caída libre no desapareció.
Me sorprendió que a Munroe le entusiasmara tanto algo
que me parecía un ritual de valor cualquiera, uno de tantos
ritos iniciáticos que imponían pruebas exageradas. Incluso si
no existía verdadera presión para tomar parte y aunque el
riesgo fuera mínimo, menuda isla de inconformistas
radicales.
Alguien puso en marcha el torno, que empezó a soltar
cable. Los amigos de Rajendra, primero de pie y luego
arrodillados en el borde del pozo, estiraban los brazos y le
daban palmadas de ánimo en la espalda mientras descendía;
él sonreía con nerviosismo cuando desapareció de nuestra
vista. Me colé hasta la parte delantera y me incliné con la
agenda para mantener la línea de comunicación.
Probablemente, la memoria de la cámara sería más que
suficiente, pero no podía resistir la tentación del tiempo real.
No era el único, las personas empujaban para poder ver la
pantalla.
—Menuda autenticidad —gritó Munroe detrás del tumulto
—. ¿Te das cuenta de que has cambiado la experiencia de
todos?
—La del buceador no.
—Oh, claro, eso es lo único que importa. Capturar la
última imagen fugaz de lo auténtico antes de destruirlo de
forma irrevocable. Eres un etnovándalo. De todas formas —
añadió medio en serio—, te equivocas: también cambia las
cosas para el buceador.
El túnel tenía unos dos metros de anchura y sus paredes
eran cilíndricas de la misma forma que la superficie era
plana: demasiado perfectas para ser el resultado de un
proceso geológico, pero demasiado irregulares para ser obra

186
de una máquina. La morfogénesis de Anarkia era un proceso
complejo que no había investigado en detalle, pero sabía que
la intervención humana directa había sido necesaria en
muchos aspectos. Daba igual que este túnel se hubiera
formado espontáneamente por la confluencia de ciertos
niveles de gradientes de marcadores químicos porque las
bacterias litofílicas detectaron la señal y activaron los genes
adecuados, o bien que alguien hubiera tenido que verter un
cubo de catalizadores en la superficie para obligarlas a
hacerlo; cualquiera de las dos opciones superaba con creces
la de atacar la roca durante un mes o dos con una
perforadora con punta de diamante.
Vi cómo los reflejos de los haces gemelos de la linterna se
hundían lentamente en la oscuridad mientras la imagen
subjetiva de la arenisca verdigrís se deslizaba ante Rajendra.
Había más huellas de coral ancestral y se divisaban,
fugazmente, esqueletos de peces que habían quedado
atrapados cuando se formó el arrecife. Volví a notar la
extraña sensación que provocaba la escala temporal
comprimida de la isla. Tenía tan arraigada la idea de que las
profundidades subterráneas pertenecían a eones remotos e
inconcebibles que me costaba un esfuerzo constante aceptar
que los envases de refrescos y los neumáticos eran
anteriores a Anarkia y era perfectamente posible que alguno
acabara formando parte de la mezcla a partir de la cual se
constituyó aquella roca.
Los vestigios de minerales decorativos empezaron a
desaparecer, pues no iban a malgastarlos a una profundidad
en la que apenas se verían. A Rajendra se le aceleró la
respiración y miró hacia la superficie; algunos de los que
observaban la pantalla lo llamaron y lo saludaron, sus brazos
siluetas huesudas parcialmente devorados por el resplandor
del deslumbrante círculo de cielo. Apartó la mirada y la

187
dirigió directamente abajo; la rejilla de la plataforma no
suponía una obstrucción, pero ni los haces de la linterna ni la
luz del sol iluminaban demasiado en aquella profundidad.
Pareció recuperar la calma. Me había planteado pedirle que
hiciera un comentario sobre la marcha, pero ahora me
alegraba de no haberlo hecho; habría sido una carga injusta.
La pared de túnel estaba cada vez más húmeda; Rajendra
estiró un brazo y pasó los dedos por el líquido calcáreo. El
agua y los nutrientes penetraban en todos los lugares de la
isla (incluso en el centro, aunque allí el estrato superficial
seco y duro era más grueso). No importaba que la roca no
fuera a ser excavada nunca; el hecho de que el túnel no se
regenerara demostraba que la zona se había programado así
explícitamente. Los litófilos aún eran indispensables; no se
podía permitir que muriera el sustrato base.
Empecé a distinguir burbujas diminutas que se formaban
en el líquido y que revestían las paredes del muro, y a mayor
profundidad se apreciaba una efervescencia patente. Más allá
de los bordes del guyot no había nada que sostuviera la parte
inferior de Anarkia y un bloque macizo de piedra caliza de
cuarenta kilómetros de largo, reforzado por polímeros o no,
se habría quebrado al instante. El guyot era un anclaje útil y
soportaba una parte de la carga, pero la mayor parte de la
isla no tenía más remedio que flotar. Anarkia estaba
compuesta por tres cuartas partes de aire; el sustrato base
era una espuma fina y mineralizada más ligera que el agua.
El aire de esta espuma estaba sometido a un equilibrio de
presiones: la roca empujaba la parte superior y el agua del
mar la inferior. Había una pérdida constante de aire por
difusión a través de la roca; el viento que salía disparado del
túnel era la pérdida acumulada de cientos de metros
cuadrados, y lo mismo sucedía en cualquier otra parte,
aunque con menos intensidad.

188
Los litófilos impedían que Anarkia se colapsara como un
pulmón perforado y se hundiera como una esponja
empapada. Había muchos organismos naturales capaces de
producir grandes cantidades de gas, pero tendían a excretar
productos que no resultaría conveniente que salieran a la
superficie en grandes cantidades, como metano o ácido
sulfúrico. Los litófilos consumían agua y dióxido de carbono
(casi todo disuelto) para producir hidratos de carbono y
oxígeno (casi todo sin disolver), y dado que producían
carbohidratos con «bajo contenido de oxígeno» (como la
desoxirribosa), la cantidad de oxígeno que liberaban era
mayor que la de dióxido de carbono que absorbían y
proporcionaban un aumento neto de la presión.
Todo esto requería energía y materia prima; había que
alimentar a los litófilos que vivían en la oscuridad. Los
nutrientes que consumían y los productos que excretaban
formaban parte de un ciclo que se extendía más allá del
arrecife. En última instancia, la luz del sol que incidía sobre
las aguas colindantes era su principal fuente de energía.
Al poco rato, la superficie empezó a bullir, rociando la
cámara con gotitas calcáreas como babas. Y por fin me di
cuenta de que estaba completamente equivocado: la
inmersión no tenía nada que ver con ningún concepto edenita
de «rituales tribales» modernos. El coraje necesario no tenía
importancia; no era un fin en sí mismo. Se trataba de
descender a través de la exhalación palpable de la roca y ver
en persona lo que era Anarkia: entender la maquinaria oculta
que mantenía a flote la isla.
La mano de Rajendra apareció en una esquina de la
imagen cuando se ajustó el respirador y conectó el
suministro de aire. Claro, todo el líquido que se filtraba se
acumularía en la base del túnel. Miró una vez hacia abajo, a
lo que parecía un estanque oscuro y sulfuroso que hervía con

189
un calor volcánico; en realidad, era probable que estuviera
muy frío y fuera inodoro. Munroe tenía razón en una cosa: en
realidad, era necesario bajar hasta allí. Además, el viento
que se producía en el túnel sería más débil a aquella
profundidad que en la superficie, ya que gran parte de la
roca que lo filtraba y contribuía al flujo total de aire quedaba
más arriba. A Rajendra no le costaría notar la diferencia,
pero la imagen del gas que escapaba hacia una presión
mayor parecía indicar justo lo contrario.
Cuando la cámara se hundió bajo la superficie, la imagen
parpadeó y cambió a una resolución menor. Incluso a través
del agua turbia y turbulenta podía ver retazos ocasionales de
la pared del túnel, o al menos del muro de burbujas que
brotaba de la roca. Era una visión extraña que me
desorientaba; casi parecía que el agua fuera tan ácida que
podía disolver la piedra calcárea a ojos vistas..., pero una vez
más la impresión se habría desmentido al instante si hubiera
estado allí abajo en persona, sumergido en aquella sustancia.
La resolución volvió a disminuir y a continuación se redujo
la cantidad de fotogramas por segundo. La imagen se
convirtió en una serie de fotos fijas que se sucedían con
rapidez mientras la cámara intentaba mantener el contacto.
El sonido llegaba con bastante claridad aunque,
probablemente, no habría distinguido una distorsión en
medio del ruido que hacían las burbujas al chocar contra las
gafas de buceo. Rajendra miró hacia abajo; la imagen
mostraba diez mil perlas de oxígeno que manaban hacia
arriba a través del agua opalescente y, más allá de sus
rodillas, nada. Me pareció oír que inhalaba con intensidad
como si estuviera tenso, preparándose para tocar fondo, y
estuvo a punto de caérseme la agenda detrás de él.
Una imagen fija mostró un asustado pez rojo brillante que
miraba fijamente a la cámara. En la siguiente imagen ya no

190
estaba.
—¿Has visto...? —le pregunté a la fem que estaba a mi
lado. Lo había visto, pero no parecía sorprendida. Sentí un
escalofrío por todo el cuerpo. ¿Qué grosor tenía la roca sobre
la que estábamos? ¿Qué longitud tenía el cable?
Cuando Rajendra salió por el lado inferior de la isla dejó
escapar un sonido que podía significar cualquier cosa entre la
euforia y el terror. Con un tubo de plástico en la boca y las
demás complicaciones acústicas, todo lo que pude distinguir
fue un sonido entrecortado y apagado. Mientras descendía a
través del océano subterráneo, el agua que lo rodeaba se
hizo gradualmente más clara. Vi todo un banco de pececitos
blancos cruzar el haz de la linterna en la distancia, seguidos
de una raya gris de por lo menos un metro de anchura con la
boca completamente abierta en una eterna sonrisa filtradora
de plancton. Tembloroso, aparté la mirada de la pantalla.
Aquello no podía estar sucediendo bajo mis pies.
El torno se detuvo. Rajendra miró hacia arriba, hacia
Anarkia, haciendo pivotar la linterna sobre su eje y
balanceándola adelante y atrás.
Un agua lechosa se arremolinaba en una capa que colgaba
de la parte inferior de la isla. ¿Partículas finas de piedra
caliza? No acababa de entenderlo: ¿por qué no caían? Incluso
con las imágenes fijas estroboscópicas veía que la neblina
estaba en constante movimiento y se alzaba rítmicamente
hacia la roca oculta. También pude distinguir una especie de
corriente que arrastraba burbujas de gas unos pocos metros
hacia abajo antes de que escaparan, finalmente, hacia la
neblina. Rajendra dirigía el haz adelante y atrás, cada vez
con más control; estaba claro que era difícil manipular la
linterna con precisión y pude sentir su frustración, pero al
cabo de unos minutos su persistencia se vio recompensada.
Se formó una ola más fuerte que las demás, una corriente

191
de agua clara que ascendió a través de la capa superior
lechosa y dividió el manto durante un instante. El haz y la
cámara lo atravesaron y nos mostraron una roca grumosa
poblada por unas pocas lapas y pálidas anémonas de boca
frondosa. En el siguiente plano la imagen era borrosa;
todavía no se había oscurecido con la neblina de partículas
blancas, pero se veía ondulada y distorsionada por la
refracción. Al principio habíamos contemplado roca a través
de agua pura; ahora la veíamos a través de agua y aire.
Siempre había una fina capa de aire que permanecía
atrapada en el lado inferior a causa del flujo constante de
oxígeno que escapaba de la roca porosa.
Este aire dotaba al agua de una superficie en la que había
olas. Todas las que rompían contra arrecifes lejanos enviaban
una gemela sumergida bajo la isla.
No era de extrañar que el agua estuviera turbia. Una gran
lima irregular, vasta y húmeda, raspaba constantemente la
parte inferior de Anarkia. Las olas erosionaban las costas,
pero al menos se detenían a la altura de la marea alta. Allí, el
ataque se llevaba a cabo bajo la tierra seca, hasta llegar al
borde del guyot.
—Los detritos de caliza —dije dirigiéndome de nuevo a la
fem de mi lado, una de las amigas de Rajendra—, esas
partículas diminutas, tienen que perder el oxígeno que las
hace flotar. ¿Por qué no caen?
—Lo hacen. El color blanco es de las diatomeas
manipuladas genéticamente que extraen calcio del agua y lo
mineralizan, entonces ascienden y se adhieren a la roca
cuando las olas las lanzan contra ella. Los pólipos del coral no
pueden vivir en la oscuridad, así que las diatomeas son el
único mecanismo de reparación. —Sonrió con una lucidez
extraordinaria; había estado allí—. Eso es lo que mantiene la
isla a flote: tan sólo una fina bruma de calcio que se disuelve

192
en las profundidades y unos cuantos billones de criaturas
microscópicas que siguen las instrucciones de sus genes.
El torno empezó a recoger cable. No había nadie cerca; el
buceador debía de tener un mando a distancia que yo no
había visto, o bien la duración de la inmersión estaba
programada para limitar los riesgos de la descompresión.
Rajendra se puso la mano delante de la cara y nos saludó. La
gente rió y bromeó cuando empezó el ascenso. No tenía nada
que ver con el ambiente que noté al llegar.
—¿Tienes una agenda? —le pregunté a la fem.
—En el autobús.
—¿Quieres el programa de comunicación? Podrías
quedarte con la cámara...
—Buena idea. —Asintió con entusiasmo—. ¡Gracias! —
añadió mientras iba a buscar la agenda.
La cámara sólo me había costado diez dólares, pero
resultó que la copia del programa valía doscientos. Sin
embargo, no podía retractarme del ofrecimiento. Cuando
volvió, di mi aprobación a la transacción y las máquinas
conversaron por infrarrojos. Ella tendría que pagar las
siguientes copias, pero el programa se podía transmitir y
borrar gratis al pasar de un grupo de buceadores a otro.
Cuando Rajendra emergió empezó a gritar de alegría. En
cuanto se soltó de la cuerda de seguridad, corrió por la
explanada, todavía con las bombonas a cuestas, antes de
volver sobre sus pasos y desmoronarse exhausto. No sé si
exageraba, aunque no parecía de ésos, pero cuando se quitó
el equipo sonreía como un loco enamorado, eufórico y
tembloroso.
La adrenalina, sí, pero no sólo era la emoción de la
inmersión. Estaba de nuevo en tierra firme, aunque ahora
que había visto qué era exactamente lo que había debajo,
ahora que había atravesado buceando los endebles cimientos

193
de la isla, ésta ya nunca sería igual.
Aquello era lo que las personas de Anarkia tenían en
común: no simplemente la isla, sino el conocimiento de
primera mano de que estaban sobre una roca que los
fundadores habían cristalizado a partir del océano, que se
disolvía una y otra vez eternamente y que se sostenía gracias
a un proceso de reparación constante. La madre naturaleza
no tenía nada que ver con eso; el esfuerzo humano
consciente y la cooperación habían construido Anarkia, y ni
siquiera la vida genéticamente manipulada que la mantenía
podía considerarse un don de Dios infalible. El equilibrio
podía alterarse de mil maneras distintas: podían surgir
mutaciones o ser invadidos por competidores, los fagocitos
podían exterminar las bacterias y un cambio climático podía
trastocar el equilibrio vital. Había que controlar toda aquella
maquinaria elaborada; era necesario entenderla.
A largo plazo, la discordia podía hundir aquel lugar,
literalmente. El que nadie de Anarkia quisiera que su
sociedad se desintegrara no garantizaba la armonía, aunque
quizá darse cuenta de que la tierra que se pisaba podía hacer
lo mismo contribuía a que no lo perdieran de vista.
Y si era ingenuo considerar este conocimiento como una
especie de panacea, al menos tenía una ventaja innegable
sobre todas las mitologías artificiosas del concepto de nación.
Era cierto.
Copié el contenido de la memoria de la cámara para
obtener la escena en alta resolución. Cuando Rajendra se
calmó un poco, le pedí permiso para emitir el metraje y me
lo dio. No tenía nada decidido, pero en el peor de los casos
podría colarlo en la versión interactiva de Violet Mosala.
Munroe me acompañó cuando me fui a la parada. Todavía
llevaba a cuestas el caballete y el lienzo enrollado.
—Puede que lo pruebe cuando termine el congreso —dije

194
avergonzado—. En estos momentos me parece demasiado...
intenso. No quiero distraerme. Tengo trabajo pendiente.
—La decisión es tuya —dijo aparentando desconcierto—.
Aquí no tienes que justificarte ante nadie.
—Sí, claro. Y ya me he muerto y estoy en el cielo. —En la
parada pulsé el botón de llamada, la caja predijo una espera
de diez minutos.
—Supongo que dispondrás de información detallada sobre
las personas que acuden al congreso —dijo después de un
rato de silencio.
—No mucha. —Me reí—. Pero estoy seguro de que no me
pierdo gran cosa. Los culebrones de los físicos son tan
aburridos como los del resto. La verdad es que no me
importa quién folla con quién, ni quién le roba las ideas
brillantes a quién.
—Bueno, a mí tampoco. —Frunció el ceño amistosamente
—. Pero no me molestaría saber si el rumor sobre Violet
Mosala tiene algún fundamento.
—¿A qué rumor te refieres? —Dudé—. Circulan tantos... —
Hasta cuando lo dije daba pena. También podría haber sido
sincero y reconocer que no tenía ni idea de a qué se refería.
—Sólo hay una cuestión seria, ¿verdad? —Me encogí de
hombros. Munroe parecía irritado, como si pensara que
intentaba ocultarle información, cuando lo único que
intentaba ocultar en realidad era mi ignorancia.
—Violet Mosala y yo no nos contamos los secretos, ni
mucho menos —dije con franqueza—. Tal y como van las
cosas, si consigo llegar al final del congreso con una
cobertura decente de sus apariciones públicas me
consideraré afortunado. Incluso si tengo que pasarme los
próximos seis meses dedicado a perseguirla entre sus
obligaciones en Ciudad del Cabo para dar forma al material.
—¿Ciudad del Cabo? —Munroe asintió con una sonrisa de

195
satisfacción, como un malpensado cuyas ideas se acaban de
confirmar—. Entiendo. Gracias.
—¿Por qué?
—No me lo creía —dijo—. Quería oír la confirmación de
alguien que estuviera en una posición fiable. ¿Violet Mosala,
galardonada con el premio Nobel de física, fuente de
inspiración de muchos, la Einstein del siglo veintiuno, artífice
de la TOE con más probabilidades de éxito... abandona su
país de origen, justo cuando la paz en Natal parece más
firme que nunca, no para irse a Calcuta, a Bombay, al CERN
ni a Osaka... sino para unirse a la chusma de Anarkia?
»Ni en un millón de años.

196
14
—¿Conoces algún grupo de activistas políticos que tenga las
iniciales CA y pueda estar interesado en que Violet Mosala
emigre a Anarkia? —le pregunté a Sísifo mientras subía a mi
habitación por las escaleras del hotel.
—No.
—¡Vamos! «A» de anarquía...
—Hay dos mil setenta y tres organizaciones que tienen en
el nombre la palabra «anarquía» o un término relacionado,
pero todas constan de más de dos palabras.
—De acuerdo. —Quizá CA fuera, a su vez, la abreviatura
de una sigla más larga. Pero si confiaba en lo que decía
Munroe, ningún anarquista serio utilizaría la palabra
«anarquía». Lo intenté con un planteamiento distinto—: ¿Qué
tal «C» de cultura y «A» de africana, con cualquier número
de letras?
—Hay doscientas siete coincidencias.
Repasé la lista y CA no parecía la abreviatura probable de
ninguna. Sin embargo, había un nombre que me resultaba
conocido y reproduje un segmento de la grabación de sonido
de la rueda de prensa de la mañana: «William Savimbi, de
Proteus Information. Expresa su conformidad con una serie
de ideas que no respeta ninguna cultura ancestral, como si

197
su propia herencia no importara en absoluto. ¿Es verdad que
ha recibido amenazas de muerte del Frente de Defensa de la
Cultura Panafricana, después de declarar en público que no
se consideraba una fem africana?».
Mosala se había limitado a poner la cita en su contexto,
pero no contestó a la pregunta. Si por un comentario como
ése recibió una amenaza de muerte, ¿qué le supondrían los
rumores de «deserción», infundados o no?
No tenía ni idea; todavía sabía menos sobre la política de
Sudáfrica que sobre los MTT. Mosala no sería la primera
personalidad científica que abandonara el país, pero sí una de
las más célebres y la primera que emigrara a Anarkia. Una
cosa era que se incorporara a una institución de ámbito
mundial a cambio de fama y dinero, pero sería difícil
interpretar un traslado a Anarkia (que no podía ofrecer ni una
cosa ni otra) como algo que no fuera una renuncia deliberada
a su nacionalidad.
Me detuve en el rellano y miré mi inútil teta electrónica.
¿CA? ¿La corriente dominante de CA? Sísifo estaba en
silencio. Quienesquiera que fuesen, Sarah Knight había
conseguido encontrarlos. Empezaba a sentir una punzada en
la boca del estómago cada vez que pensaba en lo que le
había hecho. Estaba claro que había preparado el trabajo
meticulosamente y había investigado todas las cuestiones
referentes a Mosala. Además, como venía de la política,
donde nada de lo que se decía en la red era cierto,
probablemente se había dedicado a hablar con todo el mundo
en persona. Alguien le diría lo de los rumores y le
proporcionaría la pista que conducía a Kuwale, todo de
manera extraoficial, desde luego. Le robé el proyecto, lo
asumí sin ninguna preparación y ahora ni siquiera sabía si
estaba haciendo un documental sobre una física anarquista
amenazada de muerte o si perseguía fantasmas, y la peor

198
amenaza a la que podía enfrentarse alguien en Anarkia era la
de ser obligado a aconsejar a Janet Walsh sobre la forma de
enfocar su trabajo.
Pedí a Hermes que llamara a todos los hoteles de la isla y
preguntara si tenían un huésped llamado Akili Kuwale.
No hubo suerte.
Cuando llegué a la habitación conecté el aislamiento
acústico de la ventana e intenté mentalizarme para trabajar
un poco. A la mañana siguiente tenía previsto rodar una
ponencia de Helen Wu, la principal defensora de la opinión de
que la metodología de Mosala rayaba en la lógica circular.
Antes de dejar que Munroe me convenciera para ir a grabar a
los buceadores de tierra había planeado pasar la tarde
leyendo las publicaciones anteriores de Wu. Me faltaba
mucho para ponerme al día.
Sin embargo, primero...
Eché un vistazo a las bases de datos relevantes (no le
pedí ayuda a Sísifo y tardé tres veces más). Resultó que el
Frente de Defensa Cultural Panafricano era una asociación
poco definida de cincuenta y siete grupos tradicionalistas
radicales, con un consejo de representantes que se reunía
una vez al año para decidir las estrategias y los temas de sus
proclamas. El FDCPA se fundó veinte años antes como
consecuencia del resurgimiento del debate tradicionalista de
principios de los treinta, cuando unos cuantos académicos y
activistas, casi todos centroafricanos, empezaron a hablar de
la necesidad de restablecer la continuidad con el pasado
precolonial. Calificaron a los movimientos políticos y
culturales del siglo anterior, desde la négritude de Senghor y
la autenticidad de Mobutu hasta la Conciencia Negra en todas
sus formas, de corruptos y asimilacionistas, o bien
demasiado preocupados por responder al colonialismo y la
occidentalización. La respuesta correcta al colonialismo,

199
según los que más se hacían oír, era extirparlo de la historia;
intentar comportarse, en el periodo posterior, como si no
hubiera existido.
El FDCPA era la manifestación extrema de esta filosofía y
adoptaba una postura intransigente y nada populista.
Condenaban el Islam y lo consideraban una religión invasora,
igual que el cristianismo y el sincretismo. Se oponían a las
vacunas, a los cultivos transgénicos y a las comunicaciones
electrónicas. Puede que el grupo estuviera preocupado por
algo más que un catálogo de influencias extranjeras (o bien
locales, pero no lo bastante antiguas) a las que renunciaban
de manera explícita, pero le resultaba muy difícil definir su
identidad sin esa lista de los más buscados. Muchas de las
políticas que defendía, como el uso oficial más amplio de los
idiomas locales o un mayor apoyo a las tradiciones, ya eran
prioritarias para casi todos los gobiernos o contaban con el
apoyo de otros grupos de presión. La raison d'être del FDCPA
parecía consistir en ser más papistas que el Papa. Cuando la
vacuna contra la malaria más eficaz del planeta se empezó a
producir en Nairobi (partiendo de los resultados de la
investigación que se llevó a cabo en esa gran y conocida
superpotencia imperialista que era Colombia), rechazar su
uso por «traicionar de forma criminal los métodos de la
medicina tradicional» me sonaba a perversidad
fundamentalista pura y dura.
Supuse que les encantaría que Violet Mosala emigrara a
Anarkia porque así se librarían de ella. Puede que fuera una
heroína para medio continente, pero para el FDCPA no podía
ser nada más que una traidora. No encontré ningún informe
sobre las amenazas de muerte, y quizá lo que dijo Savimbi
sólo fuera una exageración; puede que, en realidad, sólo
hubiera recibido una llamada anónima en la redacción.
Sin embargo, decidí continuar; ¿acaso la misteriosa

200
facción de Kuwale se había revelado tras formar parte de la
oposición en el debate? La verdad es que no faltaban
detractores declarados del FDCPA: tradicionalistas
moderados, numerosas asociaciones de profesionales,
organizaciones pluralistas y los que se autodenominaban
technolibérateurs.
Aparte de que no coincidían las iniciales, no me imaginaba
a un miembro de la Unión Africana para el Advenimiento de
la Ciencia pescando periodistas en los aeropuertos y
pidiéndoles que hicieran de guardaespaldas extraoficiales de
físicos de renombre mundial. Y no creía que los de la Liga
Pluralista Africana dispusieran de tiempo para preocuparse
por Violet Mosala aunque organizaran programas de
intercambio de estudiantes por todo el mundo, giras de
teatro y danza y exposiciones de arte reales y virtuales, y
formaran un grupo de presión activo en contra del
aislamiento cultural y el trato discriminatorio de las minorías
étnicas, religiosas y sexuales.
Muteba Kazadi acuñó en su última época el término
technolibération, que consistía en dar poder a las personas
por medio de la tecnología y liberar a ésta de restricciones.
Muteba fue ingeniero de comunicaciones, poeta, divulgador
científico y ministro de Desarrollo de Zaire a finales de los
años treinta. Vi algunos discursos suyos: ruegos encarecidos
de que se pusiera el conocimiento al servicio de la libertad.
Pedía la rescisión de las patentes de los cultivos
transgénicos, que las comunicaciones pasaran a ser de
dominio público y el derecho de acceso universal a la
información científica. También defendía la utilidad obvia de
la «biología de la liberación» (aunque Zaire no se saltó las
normas y no utilizó cultivos sin licencia) y afirmaba que a la
larga sería imprescindible que las naciones africanas
participaran en la investigación pura en todas las áreas

201
básicas de la ciencia. Una postura extraordinaria en una
época en la que tales actitudes tenían muy mala acogida en
los países más ricos del planeta y eran inconcebibles dentro
de las prioridades más inmediatas de su gobierno.
Los tres biógrafos de Muteba coincidían en que tenía
algunas excentricidades. Mostraba inclinación por la
metafísica de Nietzsche, la cosmología alternativa y las
teorías de conspiraciones dramáticas, entre las que se
encontraba la conocida «El Nido de Ladrones», un refugio
que construyeron los traficantes de droga con genes
manipulados en la frontera entre Perú y Colombia, sobre el
que se lanzó una bomba atómica en el 2035. Según esta
teoría, el motivo no fue que la selva modificada estuviera
fuera de control y amenazara con barrer toda la cuenca del
Amazonas, sino que allí se había inventado una especie de
virus neuroactivo «peligrosamente volátil». Aquel acto fue
una aberración. Murieron miles de personas, y es probable
que la indignación general que suscitó librase a Anarkia de
un destino similar. Pero no podía evitar pensar que la
explicación más prosaica era la verdadera.
Los comentaristas bien informados de todo el continente
decían que el legado de Muteba seguía vivo y que los
technolibérateurs permanecían activos en toda África y más
allá. Sin embargo, me resultaba difícil encasillar a sus
descendientes intelectuales directos. Cientos de grupos
académicos y políticos y decenas de miles de individuos
citaban a Muteba como fuente de inspiración, y muchas
personas que se habían manifestado en contra del FDCPA, en
debates de la red se habían identificado de forma explícita
como technolibérateurs, aunque cada uno parecía haber
adaptado la filosofía a unas prioridades ligeramente distintas.
No dudaba de que a todos les horrorizaría la idea de que
dañaran a Violet Mosala, pero esto no me proporcionaba

202
información concreta sobre quién podría haber decidido velar
por su seguridad.
Bajé al vestíbulo alrededor de las siete. Sarah Knight aún
no me había devuelto la llamada y no podía reprocharle el
desaire. Pensé de nuevo en ofrecerle que retomara el
proyecto, pero me dije que era demasiado tarde y que
seguro que estaba haciendo otro trabajo. La verdad era que
a medida que las complicaciones en torno a Mosala ponían de
manifiesto lo absurda que era mi fantasía de refugiarme en
las abstracciones «intrascendentes» de las TOE, más difícil
me resultaba pensar en marcharme. Si ésta era la realidad
tras el espejismo, tenía la obligación de afrontarla.
Me dirigía al restaurante principal cuando vi a Indrani Lee
salir de uno de los pasillos que daban al vestíbulo. La
acompañaba un pequeño grupo de personas, que se estaba
dispersando entre ráfagas ocasionales de réplicas y de ideas
de último momento, como si salieran de una reunión larga y
agotadora y ya no soportaran más su mutua compañía pero
tampoco pudieran decidirse a poner fin a la conversación. Me
acerqué; Lee me vio y me saludó con la mano.
—Te perdí en el transbordo —dije—. ¿Qué tal te adaptas?
Se la veía contenta y animada; era obvio que el congreso
estaba a la altura de sus expectativas.
—Bien, bien. Pero tú tienes muy mal aspecto.
—Cuando estudiabas —dije riéndome—, ¿te encontraste
alguna vez sentada frente a un examen en el que todas las
preguntas que te hacían y las que te habías preparado hasta
el amanecer tenían tan poco en común que parecían de dos
asignaturas distintas?
—Muchas veces. Pero ¿qué te ha despertado ese
recuerdo? ¿Todas las matemáticas que te rondan por la
cabeza?
—Bueno, sí, aunque ése no es el problema. —Miré por

203
todo el vestíbulo; no era probable que nadie nos oyera, pero
no quería contribuir a difundir rumores sobre Mosala si podía
evitarlo—. Pero parece que tienes prisa. Ya te aburriré con
mis tribulaciones en el vuelo de vuelta a Pnom Pen.
—¿Prisa? En absoluto. Iba a salir a tomar el aire. Puedes
venir conmigo si no estás ocupado.
Acepté encantado. Había pensado en ir a comer, pero
todavía no tenía mucha hambre y se me ocurrió que quizá
Lee estuviera dispuesta a compartir sus conocimientos
profesionales sobre la technolibération.
Sin embargo, cuando atravesamos la puerta me di cuenta
de a qué se refería en realidad con «salir a tomar el aire».
Renacimiento Místico había decidido manifestarse en la calle
del hotel. Había pancartas en las que ponía: ¡EXPLICAR ES
DESTROZAR! ¡REVERENCIA EL NUMEN! ¡DÍ NO A LAS TOE!
En las camisetas llevaban a Jung, a Pierre Teilhard de
Chardin, a Joseph Campbell, a Fritjof Capra, a Günter Kleiner
—el fallecido fundador de la secta—, al artista de los
acontecimientos Alquimia Celeste, e incluso a Einstein
sacando la lengua.
Nadie entonaba consignas. Después de la polémica salva
de Janet Walsh, Renacimiento Místico había optado por una
atmósfera de carnaval: mimos, malabaristas y adivinos que
leían las manos y el tarot. Las antorchas de los malabaristas
proyectaban sombras de un azul intenso que oscilaban por
todas partes y conferían a la calle un aspecto oceánico. Los
nativos desconcertados se abrían paso a través de esta
carrera de obstáculos con resignación cansina; no habían
pedido que les metieran un circo por la garganta. Hasta
donde alcanzaba a ver, sólo había unos pocos miembros del
congreso con chapas de identificación que aprovechaban las
diversiones gratuitas o daban dinero a los músicos callejeros
y a los adivinos.

204
Uno de los miembros de la secta que se habían apropiado
de Albert estaba cantando «Puff, el dragón mágico» mientras
tocaba en un teclado que, como su camiseta, era de alguna
marca estándar: ambos tenían puertos de infrarrojos. Me
paré delante de él, sonriendo en señal de aprobación,
mientras invocaba un programa de mi agenda que había
escrito hace años y tecleaba discretamente unas
instrucciones. Cuando nos alejamos, su teclado se quedó en
silencio, con todos los controles de volumen a cero, y de
Einstein brotaba un bocadillo que decía: «Nuestra experiencia
hasta el momento justifica la creencia de que la naturaleza
es resultado de las ideas matemáticas más sencillas que se
puedan concebir».
Lee me lanzó una mirada de amonestación.
—¡Vamos! —dije—. Se lo estaba buscando.
Seguimos por la calle y vimos un pequeño grupo de teatro
que estaba a mitad de la representación de una versión
comprimida de The Iceman Cometh, traducida al lenguaje
común contemporáneo de RM. Una mujer vestida de payaso
se mesaba los cabellos y declamaba: «¡No he conseguido la
armonía psíquica! ¡Todos los de mi clan de la red habrían
permanecido más cerca del numen curativo si hubiera
respetado su necesidad de nutrirse de las narraciones que les
dicta la imaginación!». Imágenes de lágrimas cayeron por
sus mejillas.
—Bueno —añadí mirando a Lee—, me han convencido.
Mañana me apunto. Y pensar que tenía la manía de reducir la
frágil belleza del crepúsculo a desagradable tecnojerga.
—Si eso te resulta cargante, deberías oír su adaptación
del Mahabharata en forma de psicodrama jungiano de cinco
minutos. —Le dio un escalofrío—. Pero el original permanece
intacto, ¿no? Y tienen tanto derecho como cualquiera a hacer
su... interpretación. —No sonaba muy convencida.

205
—No sé qué esperan conseguir viniendo aquí —dije—.
Aunque consiguieran alterar el desarrollo del congreso, toda
la investigación ya se ha llevado a cabo y se publicará en la
red, pase lo que pase. Además, si la mera idea de una TOE
los ofende tanto, podrían cerrar los ojos, ¿no? Los han
cerrado ante cualquier otro conocimiento científico que no ha
estado a la altura de sus estrictos requisitos espirituales.
—Es una cuestión de defensa territorial —dijo Lee con un
gesto de negación—. Deberías darte cuenta. En realidad, una
TOE reivindica soberanía sobre... el universo y los que están
en él. Si los abogados de un congreso de Nueva York se
erigieran en soberanos del cosmos, ¿no te tentaría ir y, como
mínimo, burlarte de ellos?
—Los físicos no reclaman ninguna soberanía —gruñí—. Y
menos aquí, donde se trata de averiguar lo único sobre el
universo que los físicos y los técnicos no podrán cambiar. El
uso de metáforas políticas burdas como «soberanía» o
«imperialismo» es retórica sin contenido; nadie de este
congreso va a enviar tropas para anexionar la interacción
débil a la fuerte. La unificación no se legisla ni se refuerza;
sólo se traza su mapa.
—Ah, el poder de los mapas —dijo solemnemente.
—¡Oh, para ya! Sabes perfectamente que me refiero a
algo como un mapa celeste, no a uno de... Kurdistán. Y sin
dibujar ninguna constelación ni poner nombre a ninguna
estrella. —Lee sonrió con complicidad, como si tuviera en
mente una lista muchísimo más larga de atributos con
significado cultural y no fuera a dejarme soltar el anzuelo
hasta que hubiera pasado por todos ellos—. De acuerdo —
añadí—, ¡olvídate de toda la metáfora! La cuestión es que
una misma TOE es la base de todo el universo y mantiene a
estos sectarios con vida mientras hacen malabarismos y
sueltan sandeces, independientemente de que a los

206
malvados físicos reduccionistas se les permita descubrirla o
no.
—Los antropocosmólogos no piensan eso. —Lee me
ofreció una sonrisa conciliadora—. Por supuesto, las leyes de
la física son lo que son y hasta la mitad de los partidarios de
Renacimiento Místico reconocería eso... usando una jerga
evasiva y condicional adecuada. Casi todos aceptan que el
universo se rige a sí mismo de alguna forma... sistemática.
Pero una formulación matemática explícita de ese sistema los
ofende profundamente.
»Dices que deberían estar satisfechos con su ignorancia
en lugar de intentar mantener la TOE fuera del alcance de los
hombres. Y, desde luego, seguirán creyendo lo que quieran
incluso aunque se confirme que una TOE es correcta. Nunca
han permitido que la ortodoxia científica se inmiscuya en su
camino, pero las creencias que han elegido les dictan que no
pueden pasar por alto el hecho de que los físicos, los
genetistas y los neurobiólogos están excavando cada vez a
mayor profundidad bajo nuestros pies, sacan a la superficie
cualquier cosa que encuentran y lo que descubren influye a la
larga sobre todas las culturas de la Tierra.
—¿Y ése es motivo suficiente para venir aquí e intimidar a
las personas inocentes con el cadáver mutilado de Eugene
O'Neill?
—Sé justo: si reconoces que tienen derecho a creer en lo
que quieran, también has de admitir que puedan sentirse
amenazados. —La obra estaba a punto de acabar. Uno de los
actores recitaba un monólogo sobre la necesidad de mostrar
sólo compasión por los pobres científicos que habían perdido
el contacto con el alma de Gea.
—Entonces, ¿no te parece que su reivindicación de
conocer «la voluntad divina de la Tierra» no es sino la
apropiación de toda la tierra formulada en términos más

207
suaves y difusos?
—Claro. —Lee me miró con una mueca de asombro—. Los
de RM son como cualquiera; quieren definir el mundo con sus
términos, establecer los parámetros y dictar las normas.
Como es lógico, han desarrollado una estrategia elaborada
para intentar enmascararlo y se refieren a sí mismos con
palabras como «generosos», «abiertos» y «globales»;
aunque te aseguro que no afirmo que sean más humildes,
virtuosos o tolerantes que los racionalistas fanáticos. Sólo
intento explicarte sus creencias desde fuera lo mejor que
puedo.
—¿Con tu esquema para explicar el universo?
—Exacto. Ésa es mi ardua tarea: ser la guía experta y la
intérprete de todas las subculturas de la Tierra. Es la carga
de los sociólogos. ¿Quién la llevaría si no? —Sonrió con
solemnidad—. A fin de cuentas, soy la única persona objetiva
del planeta.
Seguimos paseando en la noche cálida y salimos de la
feria itinerante. Al cabo de un minuto o dos me volví a mirar
atrás. Desde lejos, era una visión extraña, comprimida por la
perspectiva y enmarcada por los edificios circundantes: una
extravagante barraca de feria incrustada en medio de una
ciudad, que seguía con su vida cotidiana. Y se había creado a
sí misma a partir del océano, molécula por molécula, y era
consciente de ello. Sin duda, las calles adyacentes parecían
anodinas y descoloridas en comparación y llenas de peatones
vulgares: ninguno iba vestido de arlequín, ninguno hacía
malabarismos con fuego ni tragaba sables. Pero el recuerdo
de la inmersión de la tarde y lo que me reveló sobre la isla
bastaba para que todo el exotismo consciente de la secta y el
montaje de alegría forzada se deshiciera en la insignificancia.
De repente me acordé de lo que me dijo Angelo la noche
antes de irme de Sydney: «La gente idealiza aquello de lo

208
que no puede escapar». Quizá ése era el quid de la cuestión
para los de Renacimiento Místico. Casi todo el universo había
sido inexplicable durante la historia de la humanidad y RM
había heredado la corriente cultural que, obstinadamente,
había convertido en virtud esa necesidad. Descartaban (o
pasaban por una trituradora cultural, en una mala imitación
de pluralismo) el bagaje cultural de casi todas las religiones y
los otros sistemas de creencias que hicieron lo mismo en su
día, y exageraban lo que quedaba en la esencia de la gran
«S»: si tienes «sentimientos» humanos plenos, santificas el
misterio; si no lo haces, eres menos que humano: un
desalmado en el que predomina la parte izquierda del
cerebro, un reduccionista necesitado de curación.
James Rourke debería haber estado aquí. La batalla de las
palabras «S» estaba en pleno apogeo.
Cuando volvíamos al hotel, me acordé de que quería
preguntarle algo a Lee.
—¿Quiénes son los antropocosmólogos? —El término me
sonaba como si debiera recordarme algo, pero aparte de
connotaciones semánticas vagas, no encontraba nada más.
—No creo que quieras saberlo. Si Renacimiento Místico te
indigna...
—¿Son una secta de la ignorancia? No he oído hablar de
ella.
—No son una secta de la ignorancia, y la palabra «secta»
tiene demasiadas connotaciones negativas y es peyorativa.
Aunque la utilizo en el sentido vulgar del término como
cualquiera, no debería hacerlo.
—¿Por qué no me dices en qué creen y así podré hacerme
una idea de lo intolerante y condescendiente que tengo que
ser con ellos?
—Los de CA son muy susceptibles a... la manera en que
se los define —dijo sonriendo, aunque parecía preocupada,

209
como si le hubiera pedido que revelara un secreto—. Me
costó mucho persuadirlos de que hablaran conmigo y no me
permiten publicar nada sobre ellos.
—¡Los de CA! —Intenté simular que estaba indignado para
ocultar mi alegría—. ¿A qué te refieres con «permitir»?
—Acepté ciertas condiciones de antemano y he de
mantener mi palabra si quiero que sigan colaborando —dijo
Lee—. Me han prometido que podré publicarlo todo en la red
más adelante, pero, hasta entonces, estoy en periodo de
prueba indefinido. Si revelara información a un periodista
acabaría con nuestra relación de inmediato.
—No quiero publicar nada sobre ellos. Te aseguro que es
completamente extraoficial, sólo por curiosidad.
—Entonces no te pasará nada si esperas unos cuantos
años, ¿verdad?
—¿Unos cuantos años? —dije—. Lo admito, es más que
curiosidad.
—¿Por qué?
Lo pensé bien, podía hablarle de Kuwale y pedirle que me
prometiera guardar el secreto para que Mosala no se viera
envuelta en conjeturas inoportunas. Pero ¿cómo podía
pedirle que traicionara una confidencia y suplicarle que
respetara otra? Sería hipocresía pura, y si estaba dispuesta a
intercambiar secretos conmigo, ¿qué validez tendría su
promesa?
—Por cierto —dije—, ¿qué tienen en contra de los
periodistas? Casi todas las sectas darían lo que fuera por
reclutar nuevos miembros. ¿Qué clase de valores y
actitudes...?
—No voy a permitir que me líes para que cometa más
indiscreciones. —Lee me miraba con desconfianza—. Que se
me haya escapado el nombre ha sido sólo culpa mía, pero se
acabó. No voy a hablar de los antropocosmólogos.

210
—¡Oh, vamos! —dije entre risas—. ¡Esto es absurdo!
Perteneces a esa secta, ¿verdad? Nada de saludos secretos,
tu agenda transmite por infrarrojos: «Soy Indrani Lee, suma
sacerdotisa de la Orden Reverenciada y Sagrada».
—Desde luego —dijo después de intentar darme un
manotazo del que me aparté a tiempo—, no tienen
sacerdotisas.
—¿Quieres decir que son machistas? ¿Sólo para mascs?
—Ni sacerdotes —dijo frunciendo el ceño—. Y no pienso
decirte nada más.
Seguimos andando en silencio. Saqué la agenda y lancé a
Sísifo un montón de miradas significativas. Sin embargo, la
palabra completa no abrió ninguna cueva de Alí Babá llena de
datos; todas las búsquedas sobre Cosmología Antropológica
resultaron infructuosas.
—Lo siento —dije—. No más preguntas ni más
provocaciones. ¿Y si en realidad necesito ponerme en
contacto con ellos pero no puedo decirte por qué?
—Me parece poco probable. —Lee no se conmovió.
—Alguien llamado Kuwale ha intentado hablar conmigo —
dije después de dudar—. Me ha enviado varios mensajes
crípticos estos días, pero no acudió a una cita que teníamos
anoche. Sólo quiero saber qué pasa. —Casi todo era mentira,
pero no iba a admitir que había estropeado una oportunidad
perfecta de descubrir de qué iban los de CA. Aun así, Lee
seguía impasible; si había oído antes aquel nombre, no lo
demostró—. ¿No puedes hacerles llegar el mensaje de que
quiero hablar con ellos? —añadí—. ¿Darles la oportunidad de
que decidan si me rechazan o no?
Se detuvo. Una chica de la secta con zancos se agachó y
le arrojó un montón de panfletos comestibles en la cara, el
boletín informativo sobre el congreso de Einstein de RM en
versión no electrónica.

211
—Me pides mucho —dijo Lee mientras, irritada, apartaba a
la fem de un manotazo—. Si se ofenden y pierdo cinco años
de trabajo...
«No perderías cinco años de trabajo —pensé—, sino que
por fin tendrías libertad de publicarlo.» Pero decírselo no me
pareció muy diplomático.
—La primera persona que me habló de los
antropocosmólogos fue Kuwale, no tú. Así que ni siquiera es
necesario que les digas que me has comentado algo. Sólo
diles que he estado haciendo preguntas a personas del
congreso y, casualmente, a ti también. —Dudó—. Kuwale me
insinuó algo sobre posibles actos violentos —añadí—. ¿Qué
tengo que hacer? ¿Olvidarme de éil? ¿Intentar abrirme paso
a través de cualquier extraño equipo técnico que se utilice en
Anarkia para solucionar las desapariciones misteriosas?
—Supongo que si les digo que andas metiendo la pata por
ahí —dijo Lee molesta, con una mirada que daba a entender
que no la había impresionado—, no me echarán nada en
cara.
—Gracias.
—¿Actos violentos? —No parecía satisfecha—. ¿Contra
quién?
—No me lo dijo. —Negué con un gesto—. Seguro que no
será nada, pero he de investigarlo.
—Quiero que me lo cuentes todo cuando lo averigües.
—Te prometo que lo haré.
Habíamos vuelto al grupo de teatro, que ahora
representaba una fábula de un niño con cáncer que sólo se
podía salvar si no le decían la verdad (que era estresante e
inhibía el sistema inmunológico). ¡Mira, mamá, ciencia
auténtica! El problema era que hacía treinta años que los
efectos del estrés sobre el sistema inmunológico se podían
tratar con fármacos.

212
Me quedé un rato mirando la representación, haciendo de
abogado del diablo contra la primera impresión que me había
causado. Intenté convencerme de que la historia podía tener
algún contenido oculto interesante, una verdad eterna que
trascendiera las contingencias médicas desfasadas.
Sinceramente, si la había, no pude encontrarla. Por lo que
me transmitían acerca del mundo que supuestamente
compartíamos, me habría dado igual que aquellos fervorosos
payasos fueran enviados de otro planeta.
¿Y si yo estaba equivocado y ellos en lo cierto? ¿Y si todo
lo que me parecía un montaje falaz era, en realidad,
sabiduría iluminada? ¿Y si este cuento burdo y sentimental
revelaba la verdad más profunda sobre el mundo?
Entonces estaba más que equivocado y me habían
engañado por completo. Estaba perdido más allá de cualquier
posibilidad de redención, un expósito de otra cosmología con
una lógica absolutamente distinta sin lugar en ésta.
No había posibilidad de acuerdo ni opción de tender
puentes. Era imposible que ellos y yo tuviéramos una parte
de razón. Renacimiento Místico proclamaba sin descanso que
había encontrado el equilibrio perfecto entre misticismo y
racionalismo, como si el universo hubiera estado esperando
esta distensión acogedora antes de decidir cómo conducirse y
estuviera sinceramente aliviado de que las partes en conflicto
hubieran llegado a un acuerdo amistoso que no hería las
delicadas sensibilidades culturales de nadie y daba la
importancia adecuada a los puntos de vista de cada uno.
Salvo, desde luego, por el detalle de que los ideales humanos
de equilibrio y compromiso, sin importar lo loables que
fueran en el ámbito político y social, no tenían nada que ver
con la forma en la que se comportaba el universo.
Los de ¡Ciencia Humilde! calificarían a cualquiera que
expresara esta opinión de «tirano del cienticifismo» y los de

213
Renacimiento Místico lo llamarían «víctima del
entumecimiento psíquico» que necesita ser «curado». Pero
incluso si las sectas tenían razón, el principio en sí no se
podía atenuar, reconciliar con sus opuestos ni llevar al redil.
Era cierto o falso, o esas palabras habían perdido su
significado y el universo era una sombra incomprensible.
Y al fin, empatía. Si algo de esto era mutuo, si los de RM
se sentían tan alienados y desposeídos por la idea de una
TOE como lo estaba yo al pensar que sus nociones lunáticas
pudieran dar forma a la tierra que pisaba, entonces
comprendía por qué habían venido aquí.
Los actores saludaron. Algunos espectadores, casi todos
miembros de la secta disfrazados, aplaudieron. Supuse que
la obra había tenido un final feliz; yo había dejado de prestar
atención. Saqué la agenda y transferí veinte dólares a la que
habían puesto en el suelo delante de ellos. Hasta los
seguidores de Jung vestidos de payaso tenían que comer:
Primera Ley de la Termodinámica.
—Dime con sinceridad —dije, volviéndome hacia Indrani
Lee—, ¿en serio eres la única persona que puede distanciarse
de todas las culturas, los sistemas de creencias y de toda
causa de partidismo y ver la verdad?
—Por supuesto que sí. —Asintió sin presunción—. ¿Tú no?

Cuando volví a mi habitación me quedé mirando sin entender


nada la primera página del artículo del Physical Review más
controvertido de Helen Wu. Intenté reconstruir la manera en
que Sarah Knight se había tropezado con los
antropocosmólogos durante su investigación para Violet
Mosala. Quizá Kuwale se enteró del proyecto y se puso en
contacto con ella, igual que conmigo.
¿Cómo iba a enterarse?

214
Sarah venía de la política, pero había hecho un
documental de ciencia para SeeNet. Comprobé la
programación. El título era Sujetando el cielo y el tema era la
cosmología alternativa. No se emitiría hasta junio, pero
estaba en la biblioteca privada de SeeNet y yo tenía acceso
pleno.
Lo vi entero. Iba desde las teorías casi ortodoxas (aunque
probablemente indemostrables): universos paralelos
cuánticos que divergían a partir de un solo Big Bang,
múltiples Big Bangs que se materializaban a partir del
preespacio con distintas constantes físicas, universos que se
«reproducían» por medio de agujeros negros y transmitían
leyes físicas con mutaciones a su descendencia..., hasta los
conceptos más exóticos y descabellados: el cosmos como un
autómata celular, un subproducto fortuito de la matemática
platónica sin estructura como una nube de números
aleatorios que sólo poseía forma en virtud del hecho de que
una de sus formas posibles incluía observadores conscientes.
No se mencionaba a la Cosmología Antropológica, pero
quizá Sarah se la había reservado para un proyecto posterior,
para el momento en que esperaba haberse ganado su
confianza y asegurado su colaboración. O quizá la había
reservado para Violet Mosala, en caso de que existiera una
relación sustancial entre ambos, si era algo más que una
coincidencia que Kuwale les profesara devoción a los dos.
Envié a Sísifo a explorar hasta el último rincón de la
versión interactiva de Sujetando el cielo, pero no había
referencias solapadas ni pistas prometedoras. Y ninguna base
de datos pública del planeta contenía nada sobre los CA.
Todas las sectas tenían asesores de imagen para conseguir el
efecto adecuado con sus protestas ante los medios de
comunicación, pero la invisibilidad total implicaba un grado
de disciplina extraordinario, no relaciones públicas caras.

215
La secta de la Cosmología Antropológica. Significado: ¿El
conocimiento humano del universo? No era una etiqueta que
resultara clara al instante. Por lo menos Renacimiento
Místico, ¡Ciencia Humilde! y Primera Cultura no dejaban lugar
a dudas sobre sus prioridades.
Sin embargo contenía al hombre e, indirectamente, una
palabra «S». No me sorprendía que tuvieran facciones
opuestas: una corriente principal y otra marginal.
Cerré los ojos. Me parecía oír la respiración de la isla con
su exhalación constante y el océano subterráneo que
erosionaba la roca por debajo.
Abrí los ojos. A aquella escasa distancia del centro, estaría
encima del guyot. Debajo de la roca de arrecife había basalto
y granito hasta llegar al fondo del océano.
El sueño me alcanzó y logró vencerme, a pesar de todo.

216
15
Llegué tarde a la ponencia de Helen Wu. El auditorio estaba
casi vacío, pero Mosala ya había llegado y estaba estudiando
atentamente algo en su agenda. Me senté a un asiento de
distancia de ella. No levantó la vista.
—Buenos días.
—Buenos días —dijo con frialdad después de mirarme, y
siguió con lo que estuviera leyendo.
Siempre me quedaba el recurso de cambiar su lenguaje
corporal en el montaje.
Aunque no se trataba de eso.
—¿Qué le parece si le prometo que no utilizaré nada de lo
que dijo sobre las sectas ayer y, a cambio, acepta darme
algo que se haya pensado mejor más adelante? —dije.
—De acuerdo —dijo después de meditarlo sin apartar los
ojos de la pantalla—. Es justo. —Me miró—. No quiero ser
grosera, pero necesito terminar esto. —Me enseñó su
agenda; estaba a mitad de un artículo que Wu había
publicado en el Physical Review hacía unos seis meses.
No comenté nada, pero seguro que notó que me había
escandalizado durante un momento.
—El día sólo tiene veinticuatro horas —se defendió Mosala
—. Sé que debería haber leído esto hace meses, pero... —

217
Hizo un gesto de impaciencia.
—¿Puedo grabarla mientras lo lee?
—¿Y que se entere todo el mundo? —preguntó
horrorizada.
—Ganadora del premio Nobel pone al día sus deberes —
dije—. Demostraría que tiene algo en común con el resto de
los mortales. —Estuve a punto de añadir: «Es lo que
llamamos humanizar al personaje».
—Puede empezar a filmar cuando comience la ponencia —
dijo Mosala con firmeza—. Eso es lo que figura en el plan que
acordamos, ¿verdad?
—Verdad.
Siguió leyendo, ahora sin hacerme ningún caso; toda la
afectación y la hostilidad se habían desvanecido. Me invadió
una sensación de alivio: probablemente, entre los dos
acabábamos de salvar el documental. Hablaríamos de su
opinión sobre las sectas, pero tendría derecho a expresarse
con más diplomacia. Era un compromiso sencillo y obvio;
sólo deseé que se me hubiera ocurrido antes.
Miré a hurtadillas (sin grabar) la agenda de Mosala
mientras ella leía. Abría un programa auxiliar cada vez que
llegaba a una ecuación, y en la pantalla brotaban ventanas
llenas de comprobaciones algebraicas y análisis detallados de
los desarrollos que había entre los pasos de la argumentación
de Wu. Me pregunté si habría entendido mejor los artículos
de Wu con esta clase de ayuda. Probablemente no: algunas
de las anotaciones de las ventanas «aclaratorias» me
parecían más crípticas que el texto original.
Podía seguir, muy por encima, casi todos los temas que se
comentaban en el congreso, pero Mosala, con un poco de
ayuda de su ordenador, podía llegar claramente hasta el nivel
donde las matemáticas superaban el escrutinio riguroso o se
hacían pedazos. Nada de retórica seductora, metáforas

218
persuasivas ni llamadas a la intuición: sólo una secuencia de
ecuaciones en las que cada una conducía inexorablemente a
la siguiente o no. Aprobar aquella inspección no demostraba
nada, desde luego; una cadena inmaculada de razonamientos
sólo conducía a una fantasía elegante si los fundamentos
físicos de las premisas eran incorrectos. Pero era
imprescindible analizar las conexiones para comprobar cada
hilo de la telaraña de lógica que enlazaba dos posibilidades.
En mi opinión, todas las teorías y sus consecuencias
lógicas, todos los conjuntos de leyes generales y las
posibilidades concretas que dictaban, formaban un todo
indivisible. Las leyes universales de Newton del movimiento y
la gravedad, las órbitas elípticas idealizadas de Kepler y
cualquier modelo del Sistema Solar (anterior a Einstein)
formaban parte del mismo entramado de ideas, de la misma
capa de razonamiento firmemente tejida. Ninguna había
resultado ser totalmente correcta, así que toda la capa de la
cosmología newtoniana había sido arrancada (las uñas se
deslizaron bajo la esquina sin rematar en la que las
velocidades se aproximaban a la de la luz) en busca de algo
más profundo. Y lo mismo había pasado unas cuantas veces
desde entonces. El truco consistía en saber qué constituía
cada capa exactamente para arrancar el correspondiente
entramado de ideas falsadas y predicciones fallidas, y
solamente eso... hasta que se llegaba a una capa perfecta,
coherente y que encajaba con todas las observaciones
disponibles del mundo real.
Eso era lo que distinguía a Violet Mosala (de la mitad de
sus colegas, sin duda, pero también de los periodistas
científicos de tercera) y lo que ningún proceso de
humanización podría cambiar nunca: si se proponía una TOE
que no encajara con los datos experimentales o que se
deshiciera en medio de contradicciones, ella sería capaz de

219
seguir el razonamiento hasta donde fuera necesario y
arrancar la totalidad del precioso fallo como si fuera una capa
perfecta de piel muerta.
¿Y si no había un fallo precioso? ¿Y si resultaba que la TOE
en cuestión era perfecta? Mientras la veía analizar la
elaborada argumentación matemática de Wu como si
estuviera escrita en la prosa más sencilla, podía
imaginármela cuando llegara el día (daba igual que la TOE
fuera la suya) en que analizaría pacientemente las
consecuencias de la teoría en todas las escalas, las energías
y los niveles de complejidad, y haría todo lo posible para
tejer el universo en un todo indivisible.
El auditorio empezó a llenarse. Mosala acabó el artículo
justo cuando Wu subió al estrado.
—¿Cuál es el veredicto? —susurré.
—Creo que es casi todo correcto. —Mosala estaba
pensativa—. No ha demostrado del todo lo que se había
propuesto, todavía no, pero estoy prácticamente segura de
que va por el buen camino.
—¿Y eso no la preocupa...? —empecé a preguntar,
sorprendido.
—Paciencia. —Se llevó un dedo a los labios—. Vamos a
escucharla.
Helen Wu vivía en Malasia, pero durante los últimos
treinta años había trabajado para la Universidad de Bombay.
Era la coautora de al menos una docena de artículos de gran
importancia, entre los que se incluían dos con Buzzo y uno
con Mosala; pero, por alguna circunstancia, no había
alcanzado el mismo grado de celebridad. Probablemente era
tan ingeniosa e imaginativa como Buzzo y quizá tan rigurosa
y meticulosa como Mosala, pero parecía haber tardado
bastante más en alcanzar las fronteras del campo (algo sólo
perceptible en retrospectiva) y no había tenido la suerte de

220
escoger problemas que dieran resultados generales
imponentes.
Gran parte de la ponencia estaba, simplemente, más allá
de mis posibilidades. Cubrí todo el discurso y los gráficos con
esmero, pero mis pensamientos vagaban a la cuestión de
cómo podría parafrasear el mensaje y evitar los tecnicismos.
¿Quizá con un diálogo interactivo?

Elige un número entre diez y mil. No me lo digas.


[Piensa... 575]
Suma las cifras.
[17]
Súmalas otra vez.
[8]
Añade tres.
[11]
Resta esta cantidad del número inicial.
[564]
Suma las cifras.
[15]
Halla el resto que queda cuando lo divides entre
nueve.
[6]
Elévalo al cuadrado.
[36]
Súmale seis.
[42]
¿El número que tienes en mente es... cuarenta y dos?
[¡Sí!]
Inténtalo otra vez.

Desde luego, el resultado final era siempre el mismo.


Todos los pasos elaborados de este truco barato para fiestas

221
eran sólo una manera larga y complicada de decir que X
menos X es siempre igual a cero.
Wu insinuaba que el enfoque de Mosala para elaborar la
TOE venía a ser lo mismo: los desarrollos matemáticos,
simplemente, se cancelaban. A una escala mayor y de una
manera mucho menos obvia, pero, al final, una tautología
era una tautología.
Wu hablaba con calma mientras las ecuaciones fluían por
la pantalla que estaba situada tras ella. Para explicar paso
por paso estas relaciones, para atajar de una parte del
trabajo de Mosala a otra, Wu había tenido que demostrar
media docena de teoremas matemáticos nuevos, todos
difíciles y útiles en sí mismos. (Ésta no era mi opinión
ignorante; había comprobado en las bases de datos las citas
a sus trabajos anteriores, en los que había preparado el
terreno para aquella ponencia.) Y, para mí, eso era lo
extraordinario: que fuera posible una reformulación tan
exhaustiva y compleja de «X menos X equivale a cero». Era
como si al final resultara que una cuerda retorcida
minuciosamente, que entraba y salía de sus vueltas unos
cientos de miles de veces, no estaba anudada, sino que era
una lazada simple, dispuesta de forma recargada, pero que,
en última instancia, podía desenredarse por completo con un
tirón. Quizá esto sería una metáfora mejor y en la versión
interactiva el público con guantes de realidad virtual podría
comprobar que el «nudo», en realidad, sólo era una lazada.
Sin embargo, no se puede coger un par de ecuaciones
tensoriales de Violet Mosala y, simplemente, desarrollarlas
para averiguar cómo están relacionadas. Había que deshacer
el nudo falso con la mente (se podía contar con la ayuda de
un programa, pero no lo hacía todo). Siempre era posible
cometer errores sutiles. Los detalles lo eran todo.
Wu acabó y llegó el turno de preguntas. El público estaba

222
cautivado; sólo hubo un par de preguntas vacilantes para
aclarar dudas, pero que no indicaban aceptación ni rechazo.
—¿Todavía cree que va por el buen camino? —pregunté a
Mosala.
—Sí —dijo dubitativa.
El auditorio se estaba vaciando a nuestro alrededor. Veía
de reojo que las personas que pasaban a nuestro lado
detenían la mirada en Mosala. Era todo muy civilizado: nada
de adolescentes que se desmayaban o suplicaban autógrafos,
pero había destellos inconfundibles de entusiasmo,
reverencia y adoración. Reconocí a algunos de los miembros
del club de fans cuyo apoyo fue muy evidente durante la
rueda de prensa, pero no había visto a Kuwale en ningún
lugar del edificio, ni una vez. Si se preocupaba tanto por
Mosala, ¿por qué no estaba aquí?
—¿Qué significaría para su TOE que Wu tuviera razón?
—Quizá refuerce mi posición —dijo Mosala con una
sonrisa.
—¿Por qué? No lo entiendo.
—Es un asunto complicado. —Miró su agenda—. ¿Le
parece que lo veamos mañana? —Miércoles por la tarde,
nuestra primera sesión de entrevista.
—Desde luego. —Empezamos a salir juntos. Estaba claro
que Mosala tenía otra cita; era entonces o nunca—. Hay algo
que quería decirle —añadí—. No sé si es importante, pero...
—Adelante —dijo, aunque parecía distraída.
—Cuando llegué, alguien llamado Akili Kuwale me recibió
en el aeropuerto... —No mostró ninguna reacción ante el
nombre, así que proseguí—: Dijo que era de la corriente
principal de Cosmología Antropológica y... —Mosala dejó
escapar un gemido suave, cerró los ojos y se paró en seco.
—Voy a dejarle esto completamente claro —dijo
volviéndose hacia mí—. Si se le ocurre mencionar a los

223
antropocosmólogos en este documental, yo...
—No tengo intención de hacer eso —la interrumpí de
inmediato. Me miraba enfadada, desconfiada—. ¿Cree que
me dejarían aunque quisiera? —añadí.
—No sé de qué son capaces —dijo todavía alterada—.
¿Qué quería esa persona si no era publicidad para sus ideas
lunáticas?
—Le parecía que usted corre peligro —dije con cuidado.
Pensé en comentar la cuestión de la emigración a Anarkia,
pero Mosala estaba ya tan cerca de estallar que decidí que el
riesgo no valía la pena.
—Bueno —dijo con acritud—, eso son los
antropocosmólogos para usted y su preocupación es
conmovedora, pero no estoy en peligro, ¿verdad? —Señaló
con un gesto el auditorio vacío, para destacar la ausencia de
asesinos al acecho—. Así que ellos pueden tranquilizarse,
usted olvidarlos y nosotros seguir con nuestro trabajo, ¿no?
Asentí como un tonto. Empezó a alejarse, pero la alcancé.
—Escuche, yo no busqué a esa gente —dije—. Esa
persona misteriosa se me acercó nada más bajar del avión y
empezó a hacer comentarios crípticos sobre su seguridad.
Creo que tiene derecho a saberlo, simplemente. No sabía que
fuera un miembro de la secta que menos le gusta. Y si todo
el tema es tabú, está bien. No volveré a mencionar el
nombre en su presencia.
—Le pido disculpas —dijo Mosala, que se había parado y
estaba más tranquila—. No quería regañarlo, pero si supiera
la clase de tonterías perniciosas... —Interrumpió la frase—.
Da igual. ¿Ha dicho que el tema queda zanjado? ¿Que no le
interesan en absoluto? —Sonrió con dulzura—. Pues no hay
nada que discutir, ¿verdad? Entonces ¿nos vemos mañana
por la tarde? —añadió volviéndose cuando se dirigía hacia la
puerta—. Por fin podremos mantener una conversación sobre

224
cosas importantes. Estoy deseándolo.
Vi cómo se marchaba, me volví hacia la habitación vacía y
me senté en la primera fila. Me preguntaba cómo había
podido creer alguna vez que podría «explicar» a Violet
Mosala al mundo. Ni siquiera había sabido lo que pensaba mi
amante a pesar de vivir con ella, semana tras semana. ¿Qué
clase de juicios erróneos y absurdos emitiría sobre esta
desconocida tan susceptible e impulsiva cuya vida giraba en
torno a unas matemáticas que apenas entendía?
Mi agenda sonó con impaciencia y la saqué del bolsillo.
Hermes había deducido que la ponencia había terminado y
ya podía emitir una señal auditiva. Era un mensaje de
Indrani Lee para mí: «Andrew, puede que no sepas apreciar
la oportunidad que se te presenta, pero un representante de
las personas que mencionamos ayer ha accedido a hablar
contigo. De manera extraoficial, por supuesto. Chomsky
Avenue número veintisiete. Esta noche a las nueve en
punto».
—No voy a ir —dije mientras me sujetaba el estómago e
intentaba no reírme—, no me arriesgo. ¿Y si Mosala se
entera? Claro que siento curiosidad, pero no vale la pena.
—¿Ésa es la respuesta para el remitente? —dijo Hermes
después de un momento.
—No —dije con un gesto—. Y ni siquiera es verdad.

La dirección que me había dado Lee estaba a un paseo corto


de una parada del tranvía de la línea norte-este. Había que
atravesar lo que casi parecía una zona residencial de clase
media, salvo que no había vegetación, ni ostentosa ni
normal; sólo patios pavimentados relativamente grandes y
algunas estatuas kitsch. Tampoco se veían verjas
electrificadas. El aire era frío; a fin de cuentas, el otoño

225
dejaba sentir su presencia. El deslumbrante coral de Anarkia
causaba una impresión totalmente errónea; los primos
naturales de los pólipos manipulados genéticamente no
habrían sobrevivido a esta distancia de los trópicos.
Pensé que Sarah Knight había estado en contacto con los
antropocosmólogos sin que Mosala se enterase. No habría
hablado de ella en términos tan elogiosos de haber sabido
que tenía alguna clase de acuerdo con Kuwale. Sólo era una
suposición, pero tenía sentido: la investigación para
Sujetando el cielo debía de haber conducido a Sarah hasta
los CA, que eran, en parte, el motivo por el que se había
esforzado tanto en conseguir el contrato de Violet Mosala. Y
quizá los antropocosmólogos habían decidido ofrecerme el
mismo trato: Ayúdanos a cuidar de Violet Mosala y te
daremos una exclusiva mundial, el primer reportaje de los
medios de información sobre la secta más reservada del
planeta.
¿Por qué pensaban que era su deber cuidar de Mosala?
¿Qué papel desempeñaban los especialistas en TOE en los
planes de los antropocosmólogos? ¿Eran gurús
reverenciados? ¿Santos locos de otro mundo que necesitaban
que un cuadro de seguidores devotos los protegiera de sus
enemigos? Santificar a los físicos sería un cambio con
respecto a santificar la ignorancia, pero suponía que Mosala
encontraría aún más irritante que le dijeran que era una
especie de conducto valioso para visiones interiores místicas
(aunque en última instancia inocente y desamparada), que
oír que necesitaba ser humilde o curarse.
El número veintisiete era una casa de una planta, hecha
de coral con aspecto de granito gris plata. Era grande, pero
no una mansión; quizá de cuatro o cinco dormitorios. Tenía
sentido que los huidizos CA alquilaran una vivienda en las
afueras, desde luego; era más discreto que reservar

226
habitaciones en un hotel lleno de periodistas. Se filtraba una
cálida luz amarilla a través de las ventanas programadas en
modo opalescente, una configuración deliberada de
bienvenida. Pasé por la verja abierta, crucé el patio vacío, me
armé de valor y llamé al timbre. Si los miembros de
Renacimiento Místico se ponían trajes de payaso y hablaban
de «las narraciones que les dicta la imaginación» en medio
de la calle para que todo el mundo los viera, no tenía claro si
estaba preparado para una secta cuyas prácticas tenían que
llevarse a cabo a puerta cerrada.
Mi agenda emitió un chirrido débil y breve, como un
juguete empalado en un cuchillo. La saqué del bolsillo; la
pantalla estaba en blanco: era la primera vez que la veía así.
Una fem vestida con elegancia abrió la puerta.
—Debes de ser Andrew Worth —dijo con una sonrisa,
ofreciéndome la mano—. Soy Amanda Conroy.
—Encantado de conocerte —dije mientras le daba la
mano, con la agenda aún en la otra.
—No se ha estropeado —dijo mirando la máquina muerta
—, pero comprenderás que esto no es oficial.
Tenía acento de la costa oeste de los Estados Unidos y
una piel de color blanco lechoso desvergonzadamente
antinatural, suave como el mármol pulido. Podía tener
cualquier edad entre los treinta y los sesenta.
La seguí por un recibidor lujosamente enmoquetado hasta
la salita. Había media docena de cuadros en las paredes.
Grandes, abstractos y coloristas. Me parecían Primitivistas
Estilo Brasileño, el trabajo de un grupo de artistas irlandeses
de moda, pero no podía saber si eran auténticos:
«remezclas» que explotaban a conciencia el gueto artístico
de Sao Paulo de los años veinte, por las que se pagaba cien
mil veces el precio de los cuadros originales de Brasil. Sin
embargo, seguro que la pantalla mural de cuatro metros y el

227
mecanismo oculto que había convertido mi agenda en un
ladrillo eran caros. Ni siquiera me planteé invocar a Testigo;
me alegré de haber transmitido la grabación de la mañana a
la consola de edición de casa, antes de salir del hotel.
Parecía que estábamos solos.
—Siéntate, por favor —dijo Conroy—. ¿Quieres tomar
algo? —Se dirigió a un dispensador de bebidas que había en
una esquina. Miré la máquina y decliné la oferta. Era un
modelo sintetizador de veinte mil dólares, básicamente una
farmacia a mayor escala. Podía servir cualquier cosa, desde
zumo de naranja hasta un cóctel de aminas neuroactivas. Su
presencia en Anarkia me sorprendió; no me habían permitido
traer mi anticuada farmacia, pero como no me sabía de
memoria los términos de la resolución de la ONU, no sabía
muy bien qué tecnología estaba prohibida de forma universal
y cuál se prohibía sólo a las exportaciones australianas—.
Soy muy amiga de Akili Kuwale y le considero una persona
encantadora —dijo Conroy con voz tranquila después de
sentarse enfrente de mí y dudar un momento—, pero no es
demasiado diplomática. —Su sonrisa me desarmó—. Prefiero
no pensar en qué impresión te habremos causado después de
que te contara todas esas tonterías misteriosas. —Volvió a
mirar de forma significativa mi agenda—. Supongo que
nuestra insistencia en disfrutar de una intimidad absoluta
tampoco ayuda mucho, pero te aseguro que no se trata de
nada siniestro. Ya sabes el poder que tienen los medios de
comunicación: toman un grupo de personas y sus ideas y
distorsionan la imagen de ambas para acomodarla a
cualquier prioridad que tengan. No pretendo acusar a los de
tu profesión de ser difundidores de libelos —continuó
interrumpiéndome cuando intenté contestar, en realidad para
darle la razón—, pero he visto tantas veces lo que ha
ocurrido con otros grupos que no debería sorprenderte que

228
nos parezca una consecuencia inevitable de salir a la luz
pública.
»Así que hemos tomado el camino más difícil en beneficio
de la autonomía: hemos renunciado a que nos representen
de ninguna forma. No queremos que nos retraten ante el
mundo, justa o injustamente, con simpatía o sin ella. Si no
tenemos ninguna imagen pública, el problema de la
distorsión desaparece. Somos lo que somos.
—Aun así, me has pedido que venga.
—Y que malgastes tu tiempo. Además, corremos el riesgo
de empeorar las cosas —dijo asintiendo con pesar—. Pero no
teníamos elección. Akili despertó tu curiosidad y no era
razonable esperar que dejaras correr el asunto. Por lo tanto,
estoy dispuesta a comentarte nuestras ideas en persona, en
lugar de permitir que investigues y acabes con un montón de
rumores infundados de terceros. Pero todo tiene que ser de
forma extraoficial.
—No quieres que llame más la atención sobre vosotros
haciendo preguntas a personas que no son las adecuadas —
dije moviéndome intranquilo en el asiento—, así que estás
dispuesta a contestarlas sólo para que cierre la boca.
—Así es —contestó Conroy con calma. Yo había esperado
que contestara a esa valoración tan directa con negaciones,
actitud dolida y un aluvión de eufemismos.
Indrani Lee debía de haberse tomado mi sugerencia al pie
de la letra: «Sólo diles que he estado haciendo preguntas a
personas del congreso y, casualmente, a ti también». No era
de extrañar que me hubieran llamado enseguida si los de CA
pensaban que iba a repetir la historia improvisada que le
conté a Lee sobre Kuwale, eil confidente desaparecida, a
todos los periodistas y físicos de Anarkia.
—¿Por qué estás dispuesta a confiar en mí? —pregunté—.
¿Qué me impide utilizar todo lo que me cuentes?

229
—Nada —dijo Conroy con las manos extendidas—. Pero
¿por qué ibas a hacer algo así? He visto tus trabajos
anteriores; está claro que los grupos cuasicientíficos como el
nuestro no te interesan. Has venido para cubrir las
intervenciones de Violet Mosala en el congreso Einstein y eso
ya debe de ser un reto considerable sin necesidad de
distracciones adicionales. Puede que sea imposible mantener
a Renacimiento Místico o a ¡Ciencia Humilde! al margen: se
colarán en las tomas siempre que puedan. Pero nosotros no.
Y sin imágenes nuestras, a menos que te molestes en
falsificarlas, ¿qué pondrías en el documental? ¿Una entrevista
de cinco minutos contigo mismo relatando este encuentro?
No sabía qué decir; tenía razón punto por punto. Y por si
fuera poco, tenía que considerar la antipatía de Mosala y el
riesgo de perder su colaboración si me pillaba metiéndome
en este asunto.
Además, no podía evitar simpatizar un poco con la postura
de CA. Me parecía que casi todos los que había conocido en
los últimos años (desde los emigrantes de género, que huían
de las definiciones en materia de política sexual de otras
personas, hasta los refugiados de la hipocresía nacionalista
como Bill Munroe) estaban hartos de que otras personas se
creyeran con derecho a retratarlos. Incluso las sectas de la
ignorancia y los especialistas en TOE se echaban en cara lo
mismo aunque, en último término, se disputaban la definición
de algo infinitamente mayor que sus identidades.
—No puedo ofrecerte una promesa de silencio
incondicional —dije con cuidado—, pero intentaré respetar
tus deseos. —Esto pareció bastarle a Conroy. Quizá había
estado sopesándolo todo antes de que nos reuniéramos y
decidió que una entrevista tranquila sería el menor de los dos
males aunque no pudiera conseguir ninguna garantía.
—La cosmología antropológica es sólo el planteamiento

230
moderno de una idea antigua. No malgastaré tu tiempo con
una lista de nuestras coincidencias y discrepancias con varios
filósofos de la Grecia clásica, el antiguo Islam, la Francia del
siglo diecisiete o la Alemania del dieciocho; puedes investigar
la historia por tu cuenta. Empezaré con un hombre que estoy
segura de que conoces: un físico del siglo veinte llamado
John Wheeler.
Asentí. Lo conocía, aunque lo único que recordaba es que
desempeñó un papel fundamental en la teoría de los agujeros
negros.
—Wheeler era un acérrimo defensor de la idea de un
universo participativo —siguió Conroy—, un universo
configurado por los habitantes que lo observaban y lo
explicaban. Tenía una metáfora favorita para ese concepto:
¿conoces el viejo juego de las veinte preguntas? Una persona
piensa en un objeto y la otra hace preguntas a las que sólo
se puede contestar «sí» o «no» e intenta averiguar qué es.
»Sin embargo, hay otra forma de jugar. Al principio no se
elige ningún objeto. Sólo se responde sí o no más o menos al
azar, pero con la limitación de ser consecuente con lo que ya
se ha dicho. Si has contestado que es azul, no puedes
cambiar de opinión después y decir que es rojo, aunque aún
no tengas una idea precisa de qué es en realidad. Pero a
medida que se responden más y más preguntas van
disminuyendo las opciones de lo que puede ser.
»Wheeler decía que el universo se comportaba como un
objeto indefinido que sólo llegaría a ser algo concreto por
medio de un proceso similar de preguntas. Hacemos
observaciones, llevamos a cabo experimentos y nos hacemos
preguntas. Obtenemos respuestas, algunas más o menos al
azar, pero nunca son contradicciones absolutas. Y cuantas
más preguntas formulamos, más precisa es la forma que
adopta el universo.

231
—¿Te refieres a que es como medir objetos
microscópicos? —dije—. Algunas propiedades de las
partículas subatómicas no existen hasta que se miden y la
medida que se obtiene es un componente al azar, pero si se
mide lo mismo por segunda vez se obtiene el mismo
resultado. —Era algo muy viejo, bien establecido y aceptado
—. Es probable que Wheeler se refiriese a algo así —añadí.
—Ése es el ejemplo definitivo —accedió Conroy—. Se
remonta a Niels Bohr, desde luego, con quien Wheeler
estudió en Copenhague en la década de mil novecientos
treinta. Las medidas cuánticas eran, sin duda, la inspiración
de todo el modelo. Sin embargo, Wheeler y sus sucesores las
llevaron más allá.
»La medición cuántica trata de sucesos microscópicos
independientes, que ocurren o no de forma aleatoria, pero de
acuerdo con las probabilidades determinadas por un conjunto
de leyes preexistente. Trata sobre la cara o la cruz por sí
mismas, no sobre la forma de la moneda ni el resultado final
cuando se lanza repetidas veces. Es bastante fácil ver que
una moneda no es "cara" ni "cruz" mientras está en el aire
girando, pero ¿y si no fuera una moneda concreta? ¿Y si no
hubiera leyes preexistentes que rigen el sistema que se
intenta medir, al igual que no hay respuestas preexistentes
para ninguna de esas medidas?
—¿Qué pasaría entonces? —contesté con cautela.
Había venido esperando una ración de la jerga florida de
las sectas: parloteo sobre magos y brujas arquetípicos o la
necesidad urgente de volver a descubrir el reino perdido de
la alquimia. La estrategia de tomar la mecánica cuántica y
distorsionar las fronteras de su singularidad contraintuitiva
en cualquier dirección que se acomodara a la filosofía de la
secta era más difícil de seguir. En las manos de un charlatán
persuasivo, la mecánica cuántica podía ser cualquier cosa,

232
desde una base «científica» para la telepatía hasta una
«prueba» del budismo zen. Aun así no importaba que no
pudiera precisar el momento en el que Conroy pasara de la
ciencia establecida a la fantasía antropocosmológica; podría
analizarlo más tarde, cuando recuperara mi teta electrónica y
pudiera valerme de una guía experta.
—Lo que pasó en la historia es que la física se mezcló con
la teoría de la información —dijo Conroy continuando con el
lenguaje científico, mientras sonreía ante mi nerviosismo—.
O, por lo menos, muchas personas estudiaron la unión
durante cierto tiempo. Intentaban descubrir si tenía sentido
hablar de la creación no sólo de sucesos microscópicos
particulares, sino de toda la mecánica cuántica subyacente y
de todas las distintas ecuaciones de campo (que entonces no
estaban unificadas) a partir de una secuencia de preguntas a
las que se puede contestar «sí» o «no». La realidad a partir
de la información, de una acumulación de conocimientos.
Como lo expresó Wheeler: «un todo a partir de un
fragmento».
—Suena a una de esas ideas bonitas que no funcionan —
dije—. Nadie del congreso habla de ese tipo de cosas.
—La física de la información desapareció de toda discusión
cuando la Teoría Estándar del Campo Unificado se edificó
sobre las cenizas de las supercuerdas —admitió Conroy—.
¿Qué tenía que ver la geometría del espacio global de diez
dimensiones con las secuencias de información? Muy poco.
La geometría tomó el control. Y ha sido el enfoque más
productivo desde entonces.
—¿Y dónde encaja la cosmología antropológica? ¿Tenéis
una TOE basada en la física de la información que las figuras
consagradas no se toman en serio?
—No —dijo Conroy riéndose—. No podemos competir en
ese campo, ni queremos. Buzzo, Mosala y Nishide pueden

233
pelearse entre ellos. Estoy totalmente convencida de que, al
final, uno conseguirá una TOE perfecta.
—¿Entonces?
—Volvamos al viejo modelo de Wheeler del universo. Las
leyes de la física surgen de modelos y regularidades que se
encuentran en los datos aleatorios. Pero si un suceso no
tiene lugar a menos que sea observado, una ley no existe a
menos que se entienda. Pero eso suscita una pregunta,
¿verdad? ¿Quién es el que tiene que entenderla? ¿Quién
decide lo que es consecuente? ¿Quién decide la forma que
puede adoptar una ley o lo que constituye una explicación?
»Si el universo sucumbiera de forma instantánea a
cualquier explicación humana, viviríamos en un mundo en el
que la edad de piedra de la cosmología sería literalmente
cierta. O sería como las viejas sátiras de la vida después de
la muerte, con un cielo distinto para cada fe en conflicto...
incluso antes de morir. Pero el mundo no es así. Estamos
juntos discutiendo sobre la naturaleza de la realidad, y da
igual cuántas personas discrepen. No salimos flotando a
universos particulares en los que nuestras explicaciones son
la verdad absoluta.
—Bueno, no. —Tuve una imagen vívida de los miembros
del grupo teatral de RM que seguían a Jung, vestido de
flautista de Hamelín, a la boca de un agujero de gusano
psicodélico que conducía a un cosmos completamente
distinto, adonde no podía seguirlos ningún racionalista—. ¿Y
eso no te hace pensar que el universo, a fin de cuentas, no
es participativo? —pregunté—. ¿Que las leyes pueden ser
principios fijos, independientes de las personas que las
comprenden?
—No. —Conroy sonrió con amabilidad, como si esta idea le
pareciera ingenua y curiosa—. Toda la relatividad y la
mecánica cuántica rechazan cualquier telón de fondo

234
absoluto: tiempo absoluto, historia absoluta... y leyes
absolutas. Pero me hace pensar que es necesario que la idea
de participación se formule con rigor en las matemáticas de
la teoría de la información y que las distintas posibilidades
tengan que ser analizadas con mucho cuidado.
—¿Con qué objeto? —Era difícil refutarle lo anterior—. Si
no se compite por el descubrimiento de una TOE que
funcione...
—La cuestión es entender los medios mediante los que la
ciencia de las TOE puede dar lugar a una TOE activa. Cómo el
conocimiento de las ecuaciones puede llegar a fijar
firmemente la realidad que describen en un lugar... con tanta
firmeza que no podremos albergar la esperanza de ver lo que
hay detrás, de atisbar el proceso que la mantiene ahí.
—Si admites que no tenemos la esperanza de hacer eso —
contesté riéndome—, acabas de pasar directamente a la
metafísica.
—Cierto. —Conroy no se inmutó—. Pero creemos que, aun
así, puede hacerse con un espíritu científico: aplicar la lógica
y utilizar las herramientas matemáticas adecuadas. Eso es la
cosmología antropológica: el viejo enfoque teórico de la
información redivivo como algo externo a la física. Quizá no
sea necesario descubrir la TOE, pero creo que su existencia
tiene sentido.
Me incliné hacia ella; me pareció que sonreía, casi sin
querer, y estaba fascinado a pesar de mi escepticismo. Tal y
como estaban las pseudociencias de las sectas, éstas, por lo
menos, eran gilipolleces con clase.
—¿Cómo? ¿Qué posibilidad habéis analizado que pueda
darle a una teoría un poder que no existiera ya en la
naturaleza?
—Imagina la siguiente cosmología —dijo Conroy—: olvida
la idea del comienzo del universo con un Big Bang adecuado,

235
ajustado y necesario para crear estrellas, planetas, vida
inteligente y una cultura capaz de encontrarle sentido. En su
lugar, toma como punto de partida el hecho de que hay un
ser humano vivo que puede explicar todo el universo en los
términos de una teoría. Dale la vuelta a todo y da por
supuesto únicamente que esta persona existe.
—¿Cómo puede ser lo único? —dije irritado—. No se puede
tener un ser humano vivo y nada más. Y si se asume que
esta persona puede explicar el universo, será porque hay un
universo que explicar.
—Exacto. —Conroy sonrió con calma y sin síntomas de
locura, pero se me erizó el pelo de la nuca y, de repente,
supe lo que iba a decir a continuación—. A partir de esta
persona el universo «crece» gracias a la capacidad de
explicarse, en todas direcciones y hacia delante y atrás en el
tiempo. En lugar de salir despedido del preespacio, en vez de
«causarse» inexplicablemente al principio del tiempo, se
cristaliza tranquilamente alrededor de un ser humano.
»Por eso el universo obedece una sola ley, una Teoría del
Todo. Lo explica todo una persona a la que llamamos la
Piedra Angular. Todos los seres y todas las cosas existen
porque la Piedra Angular existe. El modelo cosmológico del
Big Bang no puede conducir a nada: un universo de polvo
frío, un universo de agujeros negros, un universo de planetas
muertos. Pero la Piedra Angular necesita todo lo que el
universo contiene en la actualidad, estrellas, planetas y vida
para explicar su propia existencia. Y no sólo los necesita:
puede explicarlo todo y darle pleno sentido, sin lagunas,
defectos ni contradicciones.
»Por eso es posible que miles de millones de personas
estén equivocadas. Por eso no vivimos de acuerdo a una
cosmología de la edad de piedra y ni siquiera a la de la física
newtoniana. La mayoría de las explicaciones no son lo

236
bastante fuertes, completas o coherentes para dar existencia
al universo... y para explicar una mente capaz de dar cabida
a esa explicación.
Me recliné y me quedé mirando a Conroy. No quería ser
grosero, pero no tenía nada educado que decir. Finalmente,
aquello era lenguaje de secta puro: podría estar diciéndome
que Violet Mosala y Henry Buzzo eran las encarnaciones de
un par de deidades hindúes enfrentadas o que la Atlántida
emergería del océano y las estrellas caerían del firmamento
mientras se escribía la ecuación definitiva.
Salvo que, si lo hubiera hecho, dudo que sintiera el mismo
cosquilleo inquietante que me bajaba por la espalda hasta los
antebrazos. Se había mantenido lo bastante cerca de las
orillas de la ciencia, durante bastante parte del recorrido,
para desarmarme un poco.
—No podemos ver cómo aparece el universo —continuó—;
somos parte de él, estamos atrapados en el espaciotiempo
creado por el acto de la explicación. Lo único que podemos
aspirar a presenciar, con el paso del tiempo, es la persona
que será la primera en llevar la TOE en su mente, captar las
consecuencias y, de manera invisible e imperceptible,
conferirnos la existencia a todos. —De pronto, empezó a reír
y rompió el hechizo—. Sólo es una teoría. Las matemáticas
que la sustentan tienen un sentido perfecto, pero la realidad
es imposible de comprobar por su misma naturaleza. Así que,
desde luego, podríamos estar equivocados.
»Pero ahora, ¿entiendes por qué alguien como Akili, que
cree, quizá con demasiada vehemencia, que podemos tener
razón, quiere asegurarse de que no le hacen ningún daño a
Violet Mosala?

Anduve hacia el sur más de lo necesario mientras buscaba

237
una parada de tranvía un poco alejada de aquella en la que
había bajado. Necesitaba estar al aire libre bajo las estrellas
durante un rato para volver a poner los pies en el suelo.
Incluso aunque Anarkia no pudiera considerarse tierra firme.
Las revelaciones de la noche me habían tranquilizado:
parecían atarlo todo y dar sentido, al fin, a todas las
distracciones que me habían apartado de mi trabajo.
Los de CA eran unos maniáticos inofensivos, y aunque
resultara entretenido incluirlos como nota a pie de página en
Violet Mosala, la integridad del documental no se vería
afectada si no los sacaba, como me habían pedido ellos y
Mosala. ¿Por qué ofender a ambas partes en nombre del
periodismo audaz sólo para provocar sonrisitas de
complicidad entre el público de SeeNet?
Y Kuwale estaba totalmente paranoica. Su postura era
comprensible aunque no justificable. La vida de una Piedra
Angular potencial no era un asunto para tomárselo a la
ligera. Tampoco lo era que el universo pudiera venirse abajo:
si Mosala moría antes de «conferirnos la existencia a todos
nosotros», estaba claro que otra persona tendría que hacerlo
y que, simplemente, ella no era la elegida. Esto no excluía
una gran reverencia por los todavía meros candidatos a
creadores, y los rumores de la emigración de Mosala
debieron de bastar para que Kuwale empezara a ver
enemigos que salían a rastras de la roca de arrecife.
Esperé el tranvía en una calle desierta. Mientras miraba
arriba a través del aire frío, veía la riqueza deslumbrante de
las estrellas (y satélites) y le daba vueltas a la fantasía
perversamente elegante de Conroy. Si Mosala era la Piedra
Angular, me alegraba de que tratara a los CA con tanto
desdén. Si su explicación del universo incluía una TOE
convencional y nada más, todo iría bien. Pero si se tomara la
cosmología antropológica en serio... seguro que eso la

238
expulsaría del complejo entramado de explicaciones que
hilvanaba para todos. Una Teoría del Todo no era una Teoría
del Todo si existía otro nivel, un estrato más profundo de
verdad.
Originar un universo en el que uno mismo tuviera cabida
me parecía una tarea demasiado dura; había que explicar la
existencia de los propios ancestros (necesaria para explicar la
propia), la de los miles de millones de primos humanos (una
consecuencia lógica inevitable, lo mismo que los parientes
más lejanos: animales y plantas), el mundo que se habitaba,
el sol alrededor del cual se giraba y otros planetas, soles y
galaxias que no eran necesarios de forma tan obvia para
sobrevivir, pero que, posiblemente, permitían que una TOE
relativamente sencilla (que se podía albergar en la mente)
pudiera ser reemplazada por otra con triquiñuelas que la
hicieran más ahorrativa en el mercado inmobiliario cósmico.
«Conferir la existencia a todo eso» sería ya bastante duro; no
resultaría nada agradable estar obligado también a crear el
poder de crearlo, tener que conferir la existencia a la
cosmología antropológica que permitiera conferir la
existencia a las cosas.
Una separación de poderes sabia. Dejar la metafísica para
otro.
Subí al tranvía. Un par de pasajeros me sonrió, nos
saludamos y conversamos... sin que nadie sacara un arma ni
pidiera dinero.
Mientras andaba por la calle hacia el hotel, revisé unos
cuantos documentos de mi agenda para comprobar que no
había perdido nada durante el apagón. Había preparado una
lista de las preguntas que quería hacerles a los
antropocosmólogos y las repasé para ver qué tal me había
ido. Sólo me había dejado un punto: no estaba mal para
alguien acostumbrado a una muleta electrónica, pero, aun

239
así, me resultó molesto.
Kuwale dijo que era de la «corriente principal» de CA. Así
que, si toda la metafísica salvaje que Conroy me había
endosado era la corriente principal de la cosmología
antropológica, ¿qué creerían los marginales?
Mi complacencia empezaba a desvanecerse. Lo que había
oído era una versión de la doctrina de CA. Conroy decidió
hablar en nombre de todos, pero eso no implicaba que todos
estuvieran de acuerdo. Como mínimo necesitaba volver a
hablar con Kuwale, pero tenía cosas mejores que hacer que
vigilar la casa con la esperanza de que apareciera.
En mi habitación hice que Hermes buscara en los
directorios de comunicaciones mundiales. Había unos siete
mil Kuwale con direcciones en una docena de países, pero
ningún Akili. Lo que significaba que, probablemente, era un
apodo, un diminutivo o un nombre de ásex no oficial. Sin
saber ni de qué país procedía, iba a ser imposible delimitar la
búsqueda.
No había grabado mi conversación con Kuwale, pero cerré
los ojos, invoqué a Testigo y jugué con las opciones del
programa de identificación hasta que vi su cara con claridad:
en forma digital en la memoria que había en mis entrañas,
así como en el ojo de mi mente. Conecté el cable umbilical,
pasé la imagen a la agenda e inspeccioné las bases de datos
mundiales de noticias en busca de su nombre o cara. No todo
el mundo tenía sus quince minutos de fama, pero con nueve
millones de revistas sin ánimo de lucro en la red además de
todos los anuncios, no hacía falta ser una celebridad para
estar en los archivos. Gana un concurso agrotécnico en la
Angola rural, marca un gol para el equipo de fútbol más
desconocido de Jamaica y...
No hubo suerte. La teta electrónica fallaba de nuevo... con
un coste de trescientos dólares.

240
¿Dónde tenía que buscarle si no era en la red? Fuera, en
el mundo. Pero no podía peinar las calles de Anarkia.
Volví a invocar a Testigo y marqué la imagen del
programa de identificación para una búsqueda continuada en
tiempo real. Si Kuwale se asomaba siquiera en un rincón de
mi campo de visión, estuviera o no grabando y lo notara o
no, Testigo me avisaría.

241
16
Karin De Groot me acompañó a la suite de Mosala. A pesar
de la diferencia de tamaño, tenía la misma atmósfera soleada
y espartana que mi habitación individual. Una claraboya
aumentaba la sensación de espacio y luz, pero ni siquiera ese
toque conseguía dar la impresión de opulencia que habría
dado en otro edificio, en otro lugar. Nada en Anarkia me
parecía un despilfarro, daba igual que fuera enorme, pero no
sabía si este juicio era consecuencia de la arquitectura o se
debía al conocimiento de la política y biotecnología que yacía
tras la superficie.
—Violet no tardará —dijo De Groot—. Siéntate. Está
hablando con su madre, pero ya le he recordado vuestra
entrevista... dos veces.
—¿Ha pasado algo? Puedo volver más tarde. —Eran las
tres de la madrugada en Sudáfrica y no quería molestar en
medio de una crisis familiar.
—No pasa nada —me tranquilizó De Groot—. Wendy lleva
un horario extraño, eso es todo.
Me senté en una de las sillas que alguien había agrupado
casi en medio de la habitación; parecía que las habían dejado
así después de una reunión. ¿Una especie de encuentro
nocturno para intercambiar ideas entre Mosala, Helen Wu y

242
algunos colegas más? Quienesquiera que fuesen, yo debería
haber estado aquí grabándolos. Tendría que insistir más en
que Mosala me diera acceso libre o me arriesgaba a que me
dejara al margen hasta el final. Pero antes tendría que
ganarme su confianza, o mi insistencia sólo lograría que me
volviera a cerrar las puertas. Mosala había dejado claro que
no tenía ningún interés especial en que le diera publicidad;
nada que ver con la necesidad casi desesperada de un
político o un gacetillero. Lo único que podía ofrecerle era la
oportunidad de dar a conocer su trabajo.
—¿Cómo la conociste? —le pregunté a De Groot, que
estaba de pie con una mano apoyada en el respaldo de una
silla.
—Contesté un anuncio. No conocía a Violet en persona
antes de aceptar el trabajo.
—También tendrás conocimientos de ciencia, ¿verdad?
—También. —Sonrió—. Aunque mis conocimientos,
probablemente, se parecen más a los tuyos que a ninguno de
Mosala. Me gradué en ciencias y periodismo.
—¿Has trabajado alguna vez como periodista?
—Fui corresponsal científica de Proteus durante seis años.
El encantador señor Savimbi es mi sucesor.
—Entiendo. —Si prestaba atención, podía oír a Mosala
hablar en la habitación de al lado—. ¿Tiene algún fundamento
lo que dijo Savimbi el lunes sobre las amenazas de muerte?
—continué en voz baja.
—No saques ese tema, por favor. —De Groot me miró
cansada—. ¿De verdad quieres ponerle las cosas tan difíciles?
—No, pero ponte en mi lugar —protesté—. ¿Pasarías por
alto ese tema? No quiero exaltar los ánimos, pero si un grupo
cultural purista amenaza de muerte a los mejores científicos
de África, ¿no crees que merece la pena tratarlo seriamente?
—No la han amenazado —dijo De Groot con impaciencia—.

243
Para empezar, la cita de Estocolmo estaba tergiversada por
un netzine del Volksfront, para transmitir la extraña idea de
que Violet había dicho que el Nobel no era suyo ni de África
sino que, en realidad, pertenecía a la «intelectualidad
blanca», de la que ella sólo era una figura políticamente
oportuna. Esa historia tuvo eco en otros sitios, pero nadie,
salvo el público original al que iba dirigido, se habría creído ni
durante un momento que se trataba de algo más que
propaganda absurda. En cuanto al FDCPA, siempre se han
limitado a reconocer la existencia de Violet.
—De acuerdo. Entonces, ¿qué llevó a Savimbi a sacar
conclusiones equivocadas?
—Basura de quinta mano. —De Groot miraba hacia la
puerta.
—¿Sobre qué? No sería sólo propaganda del netzine.
Seguro que él no es tan ingenuo.
—Entraron en casa de Violet —dijo inclinándose hacia mí
con una expresión de angustia y debatiéndose entre la
discreción y el deseo de sincerarse—, ¿de acuerdo? Hace
unas semanas. Un ladrón, un adolescente con una pistola.
—Mierda. ¿Qué pasó? ¿La hirió?
—No, tuvo suerte. Se disparó la alarma: él había
desconectado la principal, pero no la secundaria, y pasó un
coche de policía cerca en aquel momento. El ladrón le dijo a
la policía que le habían pagado para asustarla. Pero no pudo
dar nombres, desde luego. Era una excusa patética.
—Entonces, ¿por qué Savimbi se la tomó en serio? ¿Y por
qué hablas de informes de quinta mano? Seguro que leyó
toda la historia.
—Violet no presentó cargos. Fue una idiotez, pero hace
esas cosas. Así que no hubo juicio ni versión oficial de los
hechos. Supongo que alguien de la policía se fue de la
lengua.

244
Mosala entró en la habitación y nos saludamos. Miró con
curiosidad a De Groot, que todavía estaba tan cerca de mí
que se notaba que habíamos intentado que no nos oyera.
—¿Qué tal está su madre? —dije para romper el silencio.
—Bien. Aunque no duerme mucho porque está negociando
un trato importante con Artesanía del Pensamiento. —Wendy
Mosala dirigía una de las principales empresas de
programación de África; la había ido consolidando durante
treinta años, desde que la fundó ella sola—. Ha hecho una
oferta para la licencia de distribución de los clonelets de
Kaspar, dos años antes de que salgan a la venta, y si todo
sale bien... —Se interrumpió—. Todo esto es estrictamente
confidencial, ¿de acuerdo?
—Desde luego.
Kaspar era la próxima generación de programas
pseudointeligentes, que empezaban a salir de su prolongada
infancia en Toronto. A diferencia de Sísifo y sus numerosos
primos, que se crearon hechos y derechos, adultos al
instante, Kaspar pasaba por una fase de aprendizaje, con un
estilo mucho más antropológico que cualquier intento
anterior. Me parecía un poco inquietante y no estaba seguro
de querer tener un clonelet (una copia reducida del original)
instalado en mi agenda y esclavizado con tareas de ínfima
categoría, si el programa completo se había pasado un año
cantando canciones infantiles y jugando con construcciones.
De Groot nos dejó. Mosala se desplomó en una silla
enfrente de mí, iluminada por la luz del sol que entraba por
la claraboya. La llamada de su casa parecía haberla alegrado,
pero bajo la luz intensa tenía aspecto cansado.
—¿Dispuesta a empezar? —pregunté.
—Cuanto antes empecemos —asintió y sonrió un poco
animada—, antes acabaremos.
Invoqué a Testigo. El rayo de luz se desplazaría de forma

245
considerable durante la entrevista, pero durante el montaje
podría devolverlo todo a sus valores originales y cambiarlo
por un grupo fijo de fuentes de iluminación más
favorecedoras.
—¿Fue su madre la que le inspiró su interés por la ciencia?
—dije.
—¡No sé! —gruñó Mosala en tono enfadado—. ¡No sé!
¿Fue su madre la que le inspiró a venir con esa especie de
patético...? —Se calló, consiguiendo parecer arrepentida y
acusadora a la vez—. Lo siento, ¿podemos volver a empezar?
—No hace falta. No se preocupe por la continuidad, no es
problema suyo. Siga hablando. Y si está a mitad de una
respuesta y cambia de opinión, limítese a detenerse y
empezar de nuevo.
—De acuerdo. —Cerró los ojos e inclinó la cara de forma
cansina hacia la luz—. Mi madre. Mi infancia. Mis modelos de
comportamiento. —Abrió los ojos y suplicó—: ¿No podemos
dejar todas esas sandeces de lado y hablar de la TOE?
—Sé que son sandeces —dije pacientemente—, usted lo
sabe, pero si los directivos de la cadena no ven la cuota
exigida de influencias formativas en la niñez, emitirán su
programa a las tres de la madrugada, después de un cambio
de programación de último momento y pondrán delante un
especial sobre las enfermedades de la piel resistentes a los
medicamentos. —SeeNet que, desde luego, decía tener
derecho a hablar en nombre de sus espectadores, tenía unas
instrucciones estrictas para los perfiles: tantos minutos de
infancia, tantos de política, tantos de relaciones actuales,
etcétera: Una guía en plan corta-pega-y-colorea para
conformar seres humanos al mismo tiempo que un modelo
con el que convencerte de que los habías explicado. Una
especie de versión externa del área de Lamont.
—¿A las tres de la madrugada? —dijo Mosala—. No

246
hablará en serio, ¿verdad? —Lo meditó—. De acuerdo. Si ése
es el riesgo, puedo seguir el juego.
—Hábleme de su madre. —Contuve las ganas de decir:
«conteste más o menos al azar, pero no se contradiga».
—Mi madre me dio una buena educación, y no me refiero
a un colegio. —Improvisaba con fluidez, soltando un resumen
de su vida sin trazas visibles de ironía—. Me conectó a la red
y me dejó usar un buscador de datos para adultos cuando
tenía siete u ocho años. Me abrió las puertas de... todo el
planeta. Tuve suerte: podíamos permitírnoslo y ella sabía
exactamente lo que hacía. Pero no me empujó hacia la
ciencia. Me dio las llaves de ese recreo gigantesco y me dejó
suelta. Podría haberme dedicado a la música, al arte, a la
historia... a cualquier cosa. No me dirigió hacia nada; se
limitó a dejarme a mi aire.
—¿Y su padre?
—Mi padre era policía. Lo mataron cuando yo tenía cuatro
años.
—Debió de ser traumático. Pero, ¿no cree que esa pérdida
temprana pudo darle el empuje, la independencia...?
—A mi padre le pegó un tiro en la cabeza un francotirador
en un mitin político cuando ayudaba a proteger a unas veinte
mil personas cuyas ideas le repugnaban. —Mosala me lanzó
una mirada más de pena que de ira—. Y, por cierto, esto no
es oficial y me dan igual las consecuencias que tenga en sus
horarios de programación: era alguien a quien quería y
todavía quiero, no un grupo de engranajes perdidos en la
psicodinámica de mi mecanismo interno. No era una ausencia
que haya tenido que compensar.
Noté que me ruborizaba. Miré la agenda y me salté varias
preguntas igual de necias. Siempre podía completar el
material de la entrevista con recuerdos de sus amigos de la
infancia, imágenes de archivo de los colegios de Ciudad del

247
Cabo de los años treinta o lo que fuera.
—Ha dicho en otras ocasiones que se enganchó a la física
cuando tenía diez años y que entonces ya sabía que era a
eso a lo que quería dedicarse durante el resto de su vida...
por motivos personales, para satisfacer su curiosidad. Pero,
¿cuándo cree que empezó a considerar el ámbito más amplio
en el que se encuentra la ciencia? ¿Cuándo cree que se dio
cuenta de los factores económicos, sociales y políticos?
—Supongo que unos dos años después —contestó Mosala
tranquila; había recuperado la calma—, cuando empecé a
leer a Muteba Kazadi. —No lo había mencionado en ninguna
de las entrevistas anteriores que había leído y era una suerte
que me hubiera tropezado con el nombre cuando investigaba
al FDCPA, o habría quedado como un tonto. ¿Muteba qué?
—Así que tuvo influencias de la technolibération.
—Claro. —Arqueó las cejas, sorprendida, como si le
acabara de preguntar si había oído hablar de Albert Einstein.
No estaba seguro de si era sincera o si intentaba, de manera
servil y cínica, satisfacer la demanda de clichés de SeeNet,
pero ése era el precio que tenía que pagar por pedirle que
siguiera el juego—. Muteba explicó en detalle el papel de la
ciencia con más claridad que nadie de la época —continuó—.
Y con un par de frases podía... «incinerar» cualquier duda
que yo pudiera albergar sobre saquear todo el almacén
planetario de cultura y ciencia y coger exactamente lo que
quería.
Después de dudar, recitó:

Cuando Leopoldo II se levante de la tumba


y diga: «Mi conciencia me atormenta, ¡llevaos
el marfil, el caucho y el oro que no son belgas!»,
renunciaré a los beneficios ilícitos que no son africanos
y, piadosamente, cederé el cálculo y toda su progenie

248
a... no sé quién, porque Newton y Leibnitz
murieron sin descendencia.

Me reí.
—No tiene ni idea de lo que suponía oír una voz cuerda
que se abría paso entre todo el ruido —dijo Mosala, seria—.
La reacción violenta anticientífica y tradicionalista no adquirió
fuerza en África hasta los cuarenta, pero cuando lo hizo,
muchas personalidades de la vida pública, que habían
hablado con sensatez hasta el momento, parecieron venirse
abajo y llegaron a decir que la ciencia era una propiedad
inherente del mundo occidental que África no necesitaba ni
quería, o que era tan sólo un arma de asimilación cultural y
genocidio.
—Así es como se ha utilizado exactamente.
—No me fastidie. —Mosala me lanzó una mirada torva—.
Se ha abusado de la ciencia para todos los propósitos
concebibles y ése es un motivo más para poner el poder que
da en manos del mayor número posible de personas, lo antes
posible, en lugar de mantenerlo en manos de unos pocos. No
es un motivo para refugiarse en la fantasía ni declarar que el
conocimiento es un artefacto cultural, que no hay verdades
universales y que sólo nos salvarán el misticismo, la
ofuscación y la ignorancia. —Extendió los brazos y fingió que
cogía un puñado de espacio—. No existe un vacío masculino
o femenino. No existe un espaciotiempo belga o zaireño. Vivir
en este universo no es una prerrogativa cultural ni una
elección de estilo de vida. No tengo que perdonar ni olvidar
un acto de esclavitud, robo, imperialismo o patriarcado para
ser física ni para estudiar la materia con cualquier
herramienta intelectual que necesite. Todos los científicos
ven mucho más lejos si miran desde encima de una montaña
de muertos y, francamente, no me importa qué genitales

249
tenían, el idioma que hablaban ni el color de su piel.
Intenté no sonreír: era un material muy bueno. No tenía
ni idea de cuáles de estos eslóganes eran sinceros y cuáles
teatro consciente; dónde terminaba el recubrimiento de
azúcar que le había pedido y dónde empezaban los
verdaderos sentimientos de Mosala, pero puede que ella
tampoco tuviera los límites muy claros.
Dudé. En mi siguiente nota ponía: «¿Rumores de
emigración?». Era el momento lógico de plantear el tema,
pero podría reconstruir el orden adecuado en el montaje. No
iba a correr el riesgo de estropear la entrevista hasta que
tuviera más material grabado a salvo.
—Sé que no quiere revelar los detalles de su TOE antes de
la conferencia del día dieciocho. —Decidí pasar a terreno
seguro—. Pero quizá podría hacerme un esquema a grandes
rasgos de la teoría, basado en lo que ya se ha publicado.
—Desde luego. —Mosala se relajó claramente—. La razón
fundamental por la que no puedo darle todos los detalles es
que ni siquiera yo los conozco. —Se explicó—: He elegido el
marco matemático completo y ya he fijado las ecuaciones
generales, pero para conseguir los resultados específicos que
necesito hay que hacer un montón de cálculos con
superordenadores, que todavía se están llevando a cabo,
incluso ahora mismo, mientras mantenemos esta charla.
Espero que estén listos unos días antes del dieciocho, si no
ocurre ningún desastre imprevisible.
—De acuerdo. Hábleme de ese marco matemático.
—Esa parte es muy sencilla. A diferencia de Henry Buzzo y
Yasuko Nishide, no busco la manera de conseguir que
nuestro Big Bang no parezca una «coincidencia». Buzzo y
Nishide opinan que un número infinito de universos surgió
del preespacio y se ha materializado a partir de esa simetría
perfecta con distintos conjuntos de leyes físicas. Intentan

250
reevaluar la probabilidad de que ese conjunto infinito incluya
un universo que sea «más o menos como el nuestro». Es
relativamente fácil encontrar una TOE en la que nuestro
universo sea posible pero espantosamente improbable. Para
Buzzo y Nishide una TOE válida sería la que garantizase que
hay tantos universos similares al nuestro que éste no sería,
por tanto, demasiado improbable; que no somos una especie
de diana perfecta y milagrosa en un tablero de dardos
metacósmico, sino un punto nada excepcional de un blanco
mucho mayor.
—Un poco como probar —dije—, a partir de principios
astrofísicos básicos, que no sólo la Tierra, sino miles de
planetas de la galaxia, deberían tener vida basada en el
carbono y el agua.
—Sí y no. Sí porque la probabilidad de otros planetas
similares a la Tierra se puede calcular teóricamente, pero es
que también se podría contrastar por medio de la
observación. Se pueden observar millones de estrellas y ya
hemos deducido la existencia de unos cuantos miles de
planetas extrasolares, y puede que incluso lleguemos a
visitar algunos y encontrar otras formas de vida basadas en
el carbono y el agua. Pero aunque hay un sinfín de marcos
elegantes con los que asignar probabilidades a otros
universos hipotéticos, no existe la posibilidad de observarlos
o visitarlos; no hay un método concebible de comprobar la
teoría. Así que no creo que debamos elegir una TOE con esa
base.
»El motivo de ir más allá de la Teoría Estándar del Campo
Unificado es que, en primer lugar, es bastante fea y confusa
y, en segundo lugar, que hay que introducir diez parámetros
completamente arbitrarios para hacer que funcionen las
ecuaciones. En cambio, si se utiliza un Modelo de Todas las
Topologías, fundir el espacio total en el preespacio nos libra

251
de la fealdad formal y las arbitrariedades de la TECU. Pero
que para conseguirlo haya que trastear con la forma en la
que se integra sobre todas las topologías del preespacio,
excluyendo, por ejemplo, ciertas topologías sin ninguna
razón aparente, y se deba descartar una medida para
adoptar otra nueva cuando no se obtienen las respuestas
esperadas, me parece un paso en falso. Así, en lugar de
"ajustar los mandos" de la máquina de la TECU para poner
diez números arbitrarios en los indicadores, todo lo que se
consigue es una pulcra caja negra sin indicadores a la vista,
aparentemente completa, pero que en realidad se ha tenido
que abrir para sacarle todos los componentes molestos que
impedían obtener los mismos resultados.
—De acuerdo. ¿Y cómo se puede evitar ese problema?
—Creo que hemos de adoptar una postura difícil y declarar
que las probabilidades no importan —contestó Mosala—. Hay
que olvidar el conjunto hipotético de otros universos. Hay
que olvidar la necesidad de ajustar el Big Bang. Este universo
existe. La probabilidad de que existamos es del ciento por
ciento. Se debe asumir como algo dado, en lugar de
retroceder en un intento de arreglar supuestos que hacen
todo lo posible para ocultar esa certeza.
«Hay que olvidar la necesidad de ajustar el Big Bang. Se
debe asumir nuestra existencia como dada.» El paralelismo
con la perorata de Conroy de la noche anterior me llamaba la
atención, pero no debería de sorprenderme. Todo el modus
operandi de la pseudociencia intentaba acercarse al máximo
al lenguaje y a las ideas de la ortodoxia vigente para adoptar
un camuflaje adecuado. Los antropocosmólogos habrían leído
todos los artículos de Mosala, pero el que sus palabras
sonaran de forma similar no les confería la misma
legitimidad. Y aunque estaba claro que compartían el
desagrado vehemente de Mosala por la fantasía de que todas

252
las culturas, de alguna forma, podían habitar la cosmología
que eligieran, y no me cabía ninguna duda de que a ella le
repelía infinitamente más su alternativa, en la que una
especialista de la TOE tenía el papel de monarca absoluto.
Era peor que un espaciotiempo belga o zaireño: suponía un
cosmos de Buzzo, de Mosala o de Nishide.
—Así que usted presupone el universo —dije—. Se opone
a forzar las matemáticas para que se ajusten a la necesidad
percibida de demostrar que lo que vemos a nuestro alrededor
es «probable». Pero lo que hace tampoco equivale a ajustar
los indicadores de la maquinaria de la TECU.
—No. En su lugar he introducido descripciones completas
de los experimentos.
—Elige el Modelo de Todas las Topologías más general
posible, pero rompe la simetría imponiendo una probabilidad
del ciento por ciento a la existencia de varias disposiciones
determinadas de aparatos experimentales.
—Sí. ¿Me permite? —Se levantó de la silla, entró en el
dormitorio y volvió con su agenda. Me mostró la pantalla—.
Aquí tiene un ejemplo —dijo—: un experimento sencillo con
un acelerador: se hacen chocar dos haces de protones y
antiprotones con una energía determinada y se utiliza un
detector para recoger cualquier positrón que se emita desde
el punto de colisión en cierto ángulo y en un cierto rango de
energías. El experimento se ha llevado a cabo, de varias
formas, durante los últimos ochenta o noventa años. —La
animación mostraba la estructura de un anillo acelerador de
tamaño natural y la imagen se acercaba a uno de tantos
puntos en que los haces de partículas, que giraban en
sentidos opuestos, se cruzaban y proyectaban el resultado
sobre elaborados dispositivos de detección—. Ahora bien, ni
siquiera intento hacer un modelo de todo este sistema, un
equipo de diez kilómetros de diámetro, que lo describa a

253
escala subatómica, átomo por átomo, como si necesitara
empezar con una TOE en blanco, «inocente», que tuviera que
llegar a decirme que los imanes superconductores producirán
determinados campos con determinados efectos mesurables,
que las paredes del túnel se deformarán de cierta manera a
causa de la presión a la que están sometidas y que los
protones y antiprotones circularán en sentidos opuestos. Ya
sé todas esas cosas, así que les asigno una probabilidad del
ciento por ciento. Tomo estos hechos establecidos como una
especie de anclaje y desciendo al nivel de la TOE, al de los
sumatorios infinitos sobre todas las topologías. Calculo las
consecuencias de mis supuestos y las desarrollo hasta volver
al nivel macroscópico para predecir el resultado final del
experimento: cuántas veces por segundo registrará un
suceso el detector de positrones.
La animación evolucionaba con sus palabras, acercando la
imagen desde el esquema del detector entrecruzado por
trazas de partículas, hasta la espuma del propio vacío, treinta
y cinco órdenes de magnitud más allá del alcance de la
visión, y en el caos de agujeros de gusano que se
contorsionaban y las deformaciones de más dimensiones
codificadas cromáticamente de acuerdo a su clasificación
topológica. Un nido de serpientes de colores brillantes que se
retorcían hasta convertirse en una mancha blanca en el
centro de la pantalla, donde se movían y cambiaban
demasiado deprisa para seguirlas. Pero se forzaba a aquellas
convulsiones, por lo demás perfectamente simétricas, a tener
en cuenta la existencia del acelerador, los electroimanes y el
detector, un proceso que se atisbaba cuando la blancura
pancromática adquiría un tono azul definido. Después, la
imagen retrocedía y se ampliaba de nuevo hasta una escala
humana, para mostrar la huella del enfoque submicroscópico
en el comportamiento final y visible del sistema de circuitos

254
del detector.
Desde luego, la animación era casi en su totalidad
metafórica, un brochazo colorista de licencia poética. Pero,
en algún lugar, un superordenador estaba masticando los
cálculos serios y nada metafóricos que hacían de estas
imágenes algo más que fantasías estilizadas.
Y después de toda la lectura precipitada y superficial de
artículos científicos incomprensibles y el suplicio de las
matemáticas casi impenetrables de los MTT, por fin, creí
entender la filosofía de Mosala.
—Así que en lugar de pensar en el preespacio como algo a
partir de lo cual se deriva todo el universo de golpe —dije
con cautela—, lo ve más como un enlace entre los sucesos
que podemos observar con nuestros sentidos. Algo que...
une todo el conjunto de cosas macroscópicas que
encontramos en el mundo. Se tiende un puente a través de
las escalas espaciales y energéticas que separan una estrella
llena de hidrógeno en fusión y un ojo humano lleno de
moléculas de proteínas... de forma que sean capaces de
coexistir y se afecten mutuamente, porque en el nivel más
profundo, ambas cosas rompen la simetría del preespacio de
la misma forma.
—Un vínculo. —A Mosala pareció gustarle esta descripción
—. Un puente. Eso es. —Se inclinó, extendió su mano y tomó
la mía.
«Salgo en el plano; no podré usarlo», pensé mientras
bajaba la mirada.
—Sin preespacio que medie entre nosotros —añadió—, sin
una mezcla infinita de topologías capaz de representarnos a
todos con un solo parpadeo de asimetría, nadie podría ni
siquiera tocarse.
»Eso es la TOE. Incluso si estoy equivocada en todos los
detalles, si Buzzo está equivocado y Nishide también y no se

255
resuelve nada en mil años, todavía sé que está ahí,
esperando a que la encuentren. Porque tiene que haber algo
que nos permita tocarnos.

Descansamos un rato y Mosala llamó al servicio de


habitaciones. Después de tres días en la isla seguía sin tener
hambre, pero comí unos canapés de la bandeja que había
salido del dispensador de servicio cuando me los ofreció,
para no quedar mal. Mi estómago protestó ruidosamente en
cuanto tragué el primer bocado y consiguió el efecto
contrario.
—Yasuko todavía no ha llegado —comentó Mosala—. ¿No
sabrá por qué se retrasa?
—Me temo que no. Le he dejado tres mensajes a su
secretaria en Kyoto para intentar concertar una entrevista y
todo lo que he conseguido son promesas de que pronto se
pondrá en contacto conmigo.
—Qué raro. —Apretó los labios, claramente preocupada,
pero intentando no ensombrecer la conversación—. Espero
que esté bien. Me enteré de que estuvo enfermo a principios
de año, pero les dijo a los organizadores que vendría, así que
supongo que esperaba encontrarse bastante bien para viajar.
—Venir a Anarkia es algo más que viajar —dije.
—Eso es cierto. Yasuko debería haber dicho que era de
¡Ciencia Humilde! y hacerse con un pasaje en uno de sus
vuelos chárter.
—También podría haber tenido suerte con Renacimiento
Místico. Dice que es budista, así que casi le perdonan que
trabaje en la TOE. Mientras no les recuerde que una vez
escribió que el Tao de la física era al zen lo que un texto de
biología básica al catolicismo.
—Me habría traído a Pinda si el vuelo fuera más corto —

256
dijo Mosala. Se estiró y se masajeó la nuca como si el
comentario sobre el viaje le reviviera los síntomas—. Le
habría encantado esto. Me dejaría con mis aburridas
conferencias y arrastraría a su padre a explorar el arrecife.
—¿Cuántos años tiene?
—Tres y un poquito. —Miró su reloj y se quejó con
añoranza—: En casa son las cuatro de la madrugada. No hay
posibilidades de que me llame hasta dentro de dos o tres
horas.
Era otra oportunidad de hablar de los rumores de
emigración, pero me volví a contener.
Reanudamos la entrevista. El rayo de luz de la claraboya
se había desplazado hacia el este y Mosala era casi una
silueta contra el deslumbrante azul del cielo que se veía por
la ventana. Cuando volví a invocar a Testigo, hizo algunos
ajustes en mis retinas que me permitieron grabar todos los
detalles de su cara a pesar del contraluz.
Pasé a la cuestión del análisis de Helen Wu.
—Mi TOE predice el resultado de varios experimentos —
explicó Mosala—, si se describe detalladamente el equipo que
se utiliza. Estos detalles revelan pistas sobre la física menos
fundamental que, según algunos, una TOE debería sacar por
su cuenta de la nada. Pero desentrañar esas pistas no es un
asunto trivial en absoluto. Ni usted ni yo podemos mirar un
acelerador de partículas parado y predecir, de forma
instantánea, el resultado de cualquier experimento que se
pueda llevar a cabo con esa maquina.
—Pero un superordenador programado con su TOE sí
puede. ¿Eso es bueno, malo o indistinto? ¿Es cierto que
utiliza lógica circular o no?
—Helen y yo lo hemos discutido en detalle y hemos
intentado averiguar qué significa con exactitud. —Mosala no
parecía segura del veredicto—. He de admitir que al principio

257
me ofendió lo que hacía; luego decidí no prestar atención a
sus trabajos y ahora, sin embargo, empiezo a encontrarlos
apasionantes.
—¿Por qué?
Dudó. Estaba claro que su opinión sobre el tema era
demasiado reciente y todavía no estaba formada; no quería
añadir nada más. Pero esperé pacientemente, sin meterle
prisa, y al final cedió.
—Pregúntese por qué si Buzzo o Nishide presentan una
TOE en la que todo el universo está más o menos implícito en
una descripción detallada del Big Bang, con los detalles
deducidos aquí y ahora a partir de mediciones sobre la
abundancia de helio, los grupos de galaxias, la radiación de
fondo cósmica y demás, nadie los acusa a ellos de lógica
circular. Aparentemente está bien visto incluir los resultados
de cualquier número de «experimentos de telescopio».
Entonces, ¿por qué ha de ser más circular presentar una TOE
en la que el universo está implícito en los detalles de diez
experimentos contemporáneos de física de partículas?
—De acuerdo —dije—. Pero ¿no dice Helen Wu que sus
ecuaciones carecen, virtualmente, de contenido físico? Me
refiero a que ninguna cantidad de matemáticas puras podría
crear la ley de la atracción universal de Newton, porque no
hay ninguna razón puramente matemática por la que la ley
del inverso de los cuadrados no pudiera ser algo distinto. Su
fundamento se reduce a la manera en la que funciona el
universo. ¿No intenta Wu demostrar que su TOE no se basa
en nada que esté en el mundo, que se desmorona en un
montón de afirmaciones sobre números que, simplemente,
deben ser ciertas?
—¡Sí! —contestó Mosala frustrada—. Pero incluso si tiene
razón, cuando esas «afirmaciones que deben ser ciertas» se
asocian a experimentos reales y tangibles, que «están en el

258
mundo», la teoría deja de ser pura matemática... de la
misma forma en que la simetría pura del preespacio deja de
ser simétrica.
»Newton dedujo la ley del inverso de los cuadrados por
medio del análisis de observaciones astronómicas existentes.
Trataba el Sistema Solar de la misma manera en la que yo
trato un acelerador de partículas: afirmamos que eso es lo
que podemos dar por sentado. Después se utilizó esa ley
para hacer predicciones que resultaron ser correctas.
Entonces, ¿dónde reside con exactitud el contenido físico de
todo este proceso? ¿En la misma ley o en los movimientos de
los planetas que observó y de los que dedujo esa ecuación en
primera instancia? Porque si dejamos de considerar la ley de
Newton algo evidente, como una verdad absoluta más allá de
toda demostración, y observamos... el enlace, el puente
entre los distintos planetas que trazan órbitas alrededor de
diferentes estrellas, que coexisten en el mismo universo y
tienen que comportarse de forma coherente, lo que hacemos
empieza a parecerse muchísimo a las matemáticas puras.
Me pareció entender lo que quería explicar.
—Es un poco como decir que... el principio general de que
«las personas se agrupan en la red con otras personas con
las que tienen algo en común» no tiene nada que ver con la
naturaleza de esos intereses comunes. Es el mismo proceso
el que une a los admiradores de Jane Austen, a los
estudiantes de la genética de las avispas o a los que sean.
—Cierto. Jane Austen "pertenece" a las personas que la
leen, no al principio sociológico que dice que se unen para
hablar de sus libros. Y la ley de la atracción universal
"pertenece" a todos los sistemas que la obedecen, no a la
TOE que predice que se unieron para formar el universo.
»Y quizá la Teoría del Todo debería reducirse a
afirmaciones sobre números que deben ser ciertas. Quizá el

259
preespacio ha de deshacerse en la simple aritmética, la
simple lógica, y dejarnos sin ninguna elección sobre su
estructura.
—Creo que hasta al público de SeeNet le costará entender
eso —dije riéndome; a mí me costaba—. Mire, puede que a
usted y a Helen Wu les lleve cierto tiempo encontrar sentido
a todo esto. Podemos actualizarlo cuando vuelva a Ciudad del
Cabo, si encuentran algo importante. —Mosala accedió
aliviada. Plantear ideas era una cosa, pero estaba claro que
no quería adoptar una postura oficial sobre este tema,
todavía no—. ¿Cree que seguirá viviendo en Ciudad del Cabo
dentro de seis meses? —añadí antes perder el valor. Me
preparé para una reacción como la que habían provocado las
palabras «Cosmología Antropológica».
—Bueno —dijo Mosala secamente—, suponía que no
podría mantenerlo en secreto durante mucho tiempo, deben
de estar comentándolo todos los del congreso.
—No creo. Se lo oí decir a alguien de aquí.
—Hace meses que estoy en contacto con las asociaciones
académicas de Anarkia —asintió sin sorprenderse—. Es
probable que ahora lo sepa toda la isla. —Esbozó una sonrisa
irónica—. No respetan mucho la confidencialidad, estos
anarkistas. Pero ¿qué se puede esperar de transgresores de
las leyes sobre patentes y ladrones de la propiedad
intelectual?
—Entonces, ¿qué la atrae de aquí?
—¿Puede dejar de grabar, por favor? —Acepté—. Cuando
todos los detalles se hayan resuelto haré una declaración
pública, pero no quiero que antes se publique un comentario
improvisado.
—Lo entiendo.
—¿Qué me atrae de los transgresores de las leyes sobre
patentes y los ladrones de la propiedad intelectual? —dijo—.

260
Exactamente eso. Anarkia es un país rebelde que desacata
las leyes sobre las licencias de biotecnología. —Se volvió
hacia la ventana y estiró los brazos—. ¡Y mírelos! No son los
más ricos del planeta, pero nadie se muere de hambre.
Nadie. Eso no pasa en Europa, en Japón ni en Australia, por
no hablar de Angola o Malawi. —Volvió sobre sus pasos y me
estudió un momento, intentando decidir si realmente había
dejado de filmar, si podía confiar en mí. Esperé—. ¿Qué tiene
eso que ver conmigo? —continuó—. A mi país le va bien y yo
no corro el riesgo de padecer desnutrición, ¿verdad? —Cerró
los ojos y gimió—. Me resulta duro decirlo, pero, me guste o
no, el premio Nobel me ha dado cierto poder. Si me traslado
a Anarkia y explico los motivos, será una noticia sonada.
Causará impacto en algunos ámbitos.
—Sé mantener la boca cerrada —dije al ver que dudaba.
—Lo sé —dijo sonriendo levemente—. Creo.
—¿Qué clase de impacto quiere causar? —Se fue hacia la
ventana—. ¿Es un gesto político contra los tradicionalistas
como el FDCPA? —añadí.
—No. —Se rió—. No, no. Bueno, quizá también lo sea,
accidentalmente. Pero ésa no es la cuestión. —Se armó de
valor—. Ciertas personas que ocupan puestos importantes
me han asegurado, me han prometido, que si me traslado a
Anarkia..., no porque yo importe, sino porque será noticia y
servirá como pretexto..., el gobierno de Sudáfrica retirará
todas las sanciones contra la isla de manera unilateral en seis
meses.
Se me puso la carne de gallina. Puede que un solo país no
cambiara gran cosa, pero Sudáfrica era el principal socio
comercial de unas treinta naciones africanas.
—Las votaciones de la ONU no lo muestran —añadió
Mosala con calma—, pero el hecho es que la facción en
contra de la sanción no es una minoría insignificante. Hoy en

261
día, vemos un bloque solidario y un acuerdo general sobre el
bloqueo porque todos piensan que no pueden ganar y no
quieren crearse enemistades, pero eso es sólo la superficie.
—¿Y si alguien da el empujoncito adecuado iniciará una
avalancha?
—Quizá. —Se rió avergonzada—. Puede decir que son
ilusiones de grandeza. La verdad es que me pongo enferma
cada vez que lo pienso y no creo que vaya a suceder nada
espectacular.
—Una persona que rompa la simetría, ¿por qué no?
—Ha habido otros intentos de cambiar la tendencia de
voto —dijo negando con un gesto firme—, y todos han
fracasado. No hay nada malo en intentarlo, pero he de
mantener los pies en el suelo.
Me pasaron muchas cosas por la cabeza a la vez, aunque
lo que pudiera suceder en el mundo si desaparecieran las
leyes de las patentes biotecnológicas me parecía demasiado
distante para planteármelo. Pero estaba claro que Mosala
encontraba una utilidad mayor al documental de la que
nunca habría imaginado y me lo contaba todo para
informarme y darme el material que quería que empleara,
porque así se aseguraba de que su emigración provocaría un
gran revuelo.
También estaba claro que sus intenciones, aunque fueran
quijotescas, serían extremadamente impopulares en ciertos
ámbitos.
¿En quién pensaba Kuwale? No en las Sectas de la
Ignorancia ni en los fundamentalistas del FDCPA, ni siquiera
en los nacionalistas sudafricanos prociencia que se
indignarían con la deserción de Mosala, sino en los poderosos
defensores del statu quo de la biotecnología. ¿Y si el ladrón
adolescente no había mentido al decir que le habían pagado
para asustarla?

262
—Ahora ya conoce mis secretos más íntimos, así que la
entrevista se ha terminado. —Se sirvió un vaso de agua de
una mesa auxiliar—. Vive la technolibération! —añadió medio
en broma, alzándolo.
—Vive!
—De acuerdo —dijo en serio—, hay rumores. Quizá la
mitad de Anarkia sabe exactamente lo que sucede, pero aun
así, no quiero que esos rumores se confirmen hasta que
ciertos preparativos y acuerdos sean mucho más firmes.
—Lo comprendo. —Me di cuenta, un poco sorprendido, de
que poco a poco, de alguna manera, me había ganado parte
de su confianza. Era evidente que me utilizaba, pero debía de
creer que mi corazón estaba en el lugar adecuado y que
podía hacerlo—. La próxima vez que hable con Helen Wu de
lógica circular en mitad de la noche —añadí—, ¿cree que
podría...?
—¿Venir y grabarlo? —No parecía tenerlo claro—. De
acuerdo —dijo, sin embargo—, si me promete que no se
dormirá antes que nosotras.
—Tenga cuidado —dije cuando nos dimos la mano en la
puerta.
Sonrió con serenidad, un poco divertida por mi
preocupación y como si pensara que no tenía ningún
enemigo en el mundo.
—No se preocupe, lo tendré.

263
17
Me despertó una llamada justo pasadas las cuatro. El timbre
sonó cada vez más alto y estridente, hasta que invadió mis
sueños de melatonina y expulsó la oscuridad de mi cráneo.
Durante un instante, el simple hecho de la consciencia fue
chocante e indescriptible; me indigné como un recién nacido.
Estiré un brazo y busqué la agenda a tientas por la mesita de
noche. Parpadeé ante la pantalla, cegado momentáneamente
por su resplandor.
La llamada era de Lydia. Estuve a punto de rechazarla,
pues supuse que se habría equivocado al calcular la
diferencia horaria, pero me desperté lo suficiente para darme
cuenta de que ella también estaba en mitad de la noche.
Sydney sólo iba dos horas por detrás de Anarkia.
Geográficamente, aunque no políticamente.
—Andrew —dijo—, siento molestarte, pero creo que tienes
derecho a enterarte en tiempo real. —Tenía un aspecto
sombrío, nada habitual en ella, y aunque yo todavía estaba
demasiado grogui para hacer cábalas sobre lo que vendría a
continuación, estaba claro que no sería agradable.
—No te preocupes —dije con voz ronca—. Adelante. —
Intenté no pensar en el aspecto que tendría mirando
boquiabierto a la cámara con cara de sueño. Parecía que

264
Lydia estaba en una habitación a oscuras; su cara sólo
estaba iluminada por mi imagen en la pantalla... iluminada
por la suya. ¿Era posible? De repente, me di cuenta de que
tenía un dolor de cabeza terrible.
—Vamos a tener que volver a montar ADN basura y quitar
la historia de Landers. Si dispusieras de tiempo te pediría que
lo hicieras tú, pero supongo que no será posible. Así que se
lo daré a Paul Kostas. Era montador en nuestra redacción,
pero ahora trabaja por cuenta propia. Te mandaré su versión
definitiva, y si algo te parece muy mal, podrás cambiarlo.
Pero no olvides que se emite en menos de dos semanas.
—De acuerdo, me parece bien. —Conocía a Kostas y no
creía que mutilara el programa—. Pero ¿por qué? ¿Hay algún
problema legal? No me digas que Landers nos ha
demandado.
—No, los acontecimientos se nos han adelantado. No
intentaré explicártelo ahora; te he mandado un avance de la
oficina de San Francisco. Todo será público por la mañana,
pero... —Estaba demasiado cansada para entrar en detalles,
pero yo sabía a qué se refería: no quería que me enterara de
esto como un espectador cualquiera. La cuarta parte de ADN
basura y unos tres meses de trabajo se habían quedado
obsoletos, y Lydia estaba haciendo todo lo posible para
salvar algún vestigio de mi dignidad profesional. De esta
forma, al menos, llevaría unas pocas horas de adelanto sobre
las masas.
—Te lo agradezco —dije—, de verdad.
Nos deseamos buenas noches y vi el «avance»: un
paquete de imágenes y textos preparado de manera
precipitada, que informaba de los hechos a otros grupos de
noticias y les dejaba elegir si preferían esperar a la historia
pulida que se emitiría pronto o montar el material en bruto
por su cuenta y sacar su versión. Casi todo eran informes del

265
FBI junto con algún material introductorio de archivo.
Habían detenido a Ned Landers, a sus dos principales
genetistas y a tres de sus ejecutivos de Portland. En Chapel
Hill (Carolina del Norte) habían detenido a otras nueve
personas que trabajaban para una empresa totalmente
independiente. En redadas efectuadas antes del amanecer
requisaron equipo de laboratorio, muestras bioquímicas y
archivos de los ordenadores de los dos sitios. Las quince
personas habían sido acusadas de transgredir las leyes
estadounidenses de seguridad biotecnológica, pero no por la
investigación de neoADN y simbiontes de Landers que tanta
publicidad había tenido. En el laboratorio de Chapel Hill,
según los cargos, los trabajadores habían manipulado virus
infecciosos de ARN natural, en secreto y sin autorización.
Landers se había hecho cargo de todos los gastos de forma
encubierta.
Se desconocía el propósito de estos virus: todavía no
habían analizado los datos ni las muestras.
No había ninguna declaración de los acusados; sus
abogados les habrían aconsejado que guardaran silencio. Vi
unas cuantas tomas exteriores del laboratorio de Chapel Hill,
cercado por barreras policiales. Todas las imágenes de
Landers eran relativamente antiguas, y las más recientes se
habían extraído de mi entrevista con él (que a fin de cuentas,
no se había desperdiciado por completo).
La falta de detalles era frustrante, pero estaba claro lo que
significaba aquello. Landers y sus colaboradores se habían
creado una inmunidad vírica perfecta que estaba más allá de
la protección específica de las vacunas o los medicamentos y
del temor a que brotes mutantes vencieran sus defensas, al
tiempo que desarrollaban nuevos virus capaces de
infectarnos a los demás. La pantalla se había quedado con la
última imagen del reportaje: Landers, como lo había visto en

266
persona, sonriendo ante la visión de su nuevo reino. Aunque
era reacio a aceptar la conclusión obvia, ¿qué otra finalidad
podía tener un virus nuevo destinado a los humanos aparte
de la de reducir la población?
Corrí hasta el baño y vomité el escaso contenido de mi
estómago. Me quedé de rodillas ante la taza, sudoroso y
temblando. Me dormía por momentos y casi perdía el
equilibrio. La melatonina me reclamaba, pero no acababa de
convencerme de que había acabado de devolver. Era un
hipocondríaco mimado y habría consultado a la farmacia de
inmediato, si la hubiera tenido, en busca de un diagnóstico
preciso e instantáneo y una solución óptima. La idea de
ahogarme en mi propio vómito mientras dormía hizo que me
planteara la posibilidad de arrancarme el parche del hombro,
pero el intento simbólico de rendirme a los ritmos circadianos
naturales habría tardado horas en hacer efecto, y en el mejor
de los casos me habría dejado hecho un zombi durante el
resto del congreso.
Me provoqué arcadas durante un par de minutos y, como
no salió nada más, me arrastré de vuelta a la cama.
Ned Landers había ido más lejos que cualquier emigrante
de género, anarquista o autista voluntario. «¿Que ningún
hombre es una isla? Miradme.» Y aun así, le parecía que no
se había alejado lo suficiente. Todavía se sentía rodeado,
amenazado e invadido por demasiadas personas. No le
bastaba un reino biológico; aspiraba a más espacio libre del
que podía proporcionarle incluso ese abismo genético sobre
el que no se podían tender puentes.
Y casi lo había conseguido. Eso era lo que su conocimiento
de las especies le había dado: una definición de la palabra
«S» precisa y molecular que podía trascender
personalmente, antes de volverla en contra de cualquiera
que quedara en su abrazo.

267
Vive la technolibération! ¿Por qué no tener un millón de
Ned Landers? ¿Por qué no permitir que todos los grupos
étnicos, que se consideraban los salvadores, y los lunáticos
solipsistas y paranoicos del planeta ejercieran el mismo
poder? El paraíso para ti y tu clan y el Apocalipsis para el
resto.
Ése era el fruto del conocimiento perfecto.
«¿Qué pasa? ¿No te gusta el sabor?»
Me apreté el estómago y llevé las rodillas a la altura de la
barbilla. El tipo de náusea se hizo diferente, pero no
desapareció. La habitación dio vueltas y se me durmieron las
extremidades mientras me esforzaba por alcanzar un estado
de vacío absoluto.
Si hubiera excavado a mayor profundidad, si hubiera
hecho mi trabajo como debía, podría haber sido el que lo
descubriera, el que lo detuviera...
Gina me tocó la mejilla y me besó con ternura. Estábamos
en Manchester, en el laboratorio de visualización. Yo desnudo
y ella vestida.
—Sube al escáner —dijo—. Puedes hacerlo por mí,
¿verdad? Quiero que estemos mucho más unidos, Andrew,
así que necesito ver qué hay dentro de tu cerebro. —Empecé
a seguir sus instrucciones, pero, de repente dudé. Me
asustaba lo que pudiera descubrir—. No más peleas —añadió
mientras volvía a besarme—. Si me quieres, cierra la boca y
haz lo que te digo.
Me obligó a tumbarme y cerró la máquina. Vi mi cuerpo
desde arriba. El aparato era algo más que un escáner normal
y me barrió con rayos ultravioleta. No sentía dolor, pero los
haces arrancaban capa tras capa de tejido vivo con una
precisión inmisericorde. Toda la piel y toda la carne que
ocultaban mis secretos se disolvieron en una bruma rojiza a
mi alrededor y luego la bruma empezó a desaparecer.

268
Soñé que me despertaba gritando.

A las siete y media entrevisté a Henry Buzzo en una sala del


hotel. Era encantador y se expresaba muy bien, un actor
nato, pero no quería hablar de Mosala; sólo quería contar
anécdotas sobre famosos muertos.
—Desde luego, Steve Weinberg intentó demostrar que yo
estaba equivocado sobre el gravitino, pero enseguida lo puse
en su sitio.
SeeNet ya había dedicado tres documentales largos a
Buzzo, pero parecía que todavía le quedaban más nombres
que necesitaba desesperadamente citar ante la cámara antes
de morir.
No estaba de humor para seguirle el juego; las tres horas
que había dormido después de la llamada de Lydia habían
sido tan reparadoras como un martillazo en la cabeza. Seguí
sus explicaciones, mientras fingía que me fascinaban e
intentaba a medias llevar la entrevista en una dirección que
me proporcionara algún material útil.
—¿Qué lugar en la historia cree que ocupará el
descubrimiento de una TOE? ¿No sería el grado sumo de
inmortalidad científica?
—No existe la inmortalidad para los científicos —dijo
Buzzo con humildad—. Ni siquiera para los mejores. Newton
y Einstein todavía son famosos, pero ¿durante cuánto
tiempo? Seguro que Shakespeare los sobrevivirá, y quizá
incluso Hitler.
Me supo mal comunicarle la noticia de que ninguno de los
dos era ya demasiado conocido.
—Las teorías de Newton y Einstein se han asimilado por
completo —dije—, y han sido absorbidas en estructuras más
generales. Sé que puso su nombre en una TOE que resultó

269
ser provisional, pero todos los artífices de la TECU dicen que,
en su momento, fue un paso definitivo hacia las actuales.
¿No cree que la próxima TOE será la auténtica, la teoría
definitiva que durará para siempre?
—Es posible —dijo Buzzo, que había reflexionado sobre el
tema mucho más que yo—, muy posible. Puedo imaginarme
un universo en el que no podamos demostrar nada más, en
el que las explicaciones más profundas sean literal y
físicamente imposibles, pero...
—Su TOE describe un universo como ése, ¿verdad?
—Sí, pero podría tener razón en todo lo demás y estar
equivocado en ese punto. Lo mismo que Mosala o Nishide.
—Entonces, ¿cuándo sabremos algo? —dije con acritud—.
¿Cuándo estaremos seguros de que hemos tocado fondo?
—Bueno, si tuviera razón, nunca se sabría con certeza que
la tengo. Mi TOE no permite demostrar que es definitiva y
completa aunque lo sea. —Buzzo sonreía encantado ante la
idea de ese legado perverso—. El único tipo de TOE que
dejaría menos lugar a dudas sería uno que requiriera su
propia finalidad, que hiciera de ese hecho algo
absolutamente primordial.
»Newton fue digerido y asimilado, Einstein fue digerido y
asimilado... y la vieja TECU desaparecerá de la misma forma
en cuestión de días. Todos eran sistemas cerrados y, por
tanto, vulnerables. La única TOE que podría ser inmune a
este proceso sería una que se defendiera activamente, que
volviera la mirada hacia fuera para describir no sólo el
universo, sino también cualquier teoría alternativa concebible
que pudiera desbancarla y demostrara que es falsa, todo a la
vez.
»Pero aquí no hay ninguna oferta de esas características
—negó alegremente con un gesto—. Si quiere certezas
absolutas, ha venido al lado equivocado de la ciudad.

270
El «otro lado de la ciudad» estaba justo a la salida del hotel:
el carnaval de Renacimiento Místico no se había terminado.
Salí a la calle. Necesitaba, urgentemente, una dosis de aire
fresco si quería estar algo más que semiconsciente en la
conferencia sobre las técnicas de los programas informáticos
de los MTT a la que Mosala acudiría a las nueve. El cielo
estaba resplandeciente y el aire era cálido; Anarkia parecía
incapaz de decidir si se rendía a las temperaturas del otoño o
se quedaba en el veranillo de San Martín. El sol me levantó el
ánimo ligeramente, pero todavía me sentía lisiado, molido y
abrumado.
Me abrí paso entre los puestos y las pequeñas carpas,
esquivando a los artistas callejeros que hacían malabarismos
con peceras y a los que andaban haciendo el pino sobre
zancos, casi todos impresionantes. La sensación de agobio se
debía sólo al sonsonete de las canciones de los músicos
callejeros. Mientras que los miembros de ¡Ciencia Humilde!
habían acudido a todas las ruedas de prensa y se habían
esforzado por mantener el tono del encuentro entre Walsh y
Mosala, Renacimiento Místico, en comparación, parecía
inofensivo y hasta simpático. Sospechaba que era una
estrategia deliberada: jugaban a la secta buena y la secta
mala para aumentar su atractivo combinado. ¡Ciencia
Humilde! no tenía nada que perder con el extremismo: los
pocos miembros que la abandonaron cuando se disgustaron
por las tácticas de Walsh (casi todos para unirse a RM) se
sentirían más que compensados por la llegada de grupos
como Sabiduría Celta y Luz Sajona, los equivalentes del norte
de Europa del FDCPA, aunque más influyentes.
Me acordé de un pasaje de una de las biografías de
Muteba Kazadi que había leído por encima. Cuando un

271
periodista de la BBC le preguntó en tono recriminatorio por
qué había rechazado la invitación a tomar parte en una
ceremonia de fertilidad de la tradición de Lunda, le sugirió
con educación que se fuera a casa y reprendiera a unos
cuantos ministros por no ir a celebrar el solsticio en
Stonehenge. Diez años después, unos cuantos
parlamentarios se habían tomado la sugerencia al pie de la
letra. Aunque ningún ministro había participado... todavía.
Me paré a ver el grupo de teatro de RM, que se disponía a
representar descubre-el-clásico-mutilado. Después de unos
fragmentos desconcertantes de jerga imposible de situar,
pero extrañamente familiar, se me pusieron los pelos de
punta. Habían visto las noticias sobre Landers y sus virus y
estaban representando una versión improvisada de la
historia. Casi toda la descripción de la bioquímica modificada
de Landers salía directamente del texto de ADN basura; los
redactores de SeeNet debían de haber incluido el segmento
descartado del documental como material de apoyo técnico
cuando montaron la versión final de la noticia.
No debería haberme sorprendido, pero era inquietante la
velocidad a la que sucesos acaecidos a miles de kilómetros
de distancia se habían reciclado en una parábola instantánea,
y oír mis palabras como un eco que formaba parte del bucle
de retroalimentación rayaba en el surrealismo.
—¡Este conocimiento podría destruirnos a todos! —
proclamó un actor que representaba a un agente del FBI al
que habían enviado a investigar los archivos del ordenador
de Landers, mientras miraba al público (a los tres que
estábamos allí)—. ¡Debemos estar atentos!
—Sí —contestó su compañero, abrumado por el dolor—,
pero esto es sólo la locura de un hombre. ¡La explicación
detallada de los mismos misterios sagrados se encuentra en
otros diez millones de máquinas! ¡Nadie estará a salvo hasta

272
que se borren todos esos archivos!
Sentí una punzada de dolor en la cabeza y se me secó la
garganta. No podía negar que, durante la noche, confuso y
dolido, había compartido por completo esos sentimientos.
¿Y entonces?
Seguí andando. No tenía tiempo que perder con Landers o
RM; mantenerme al día con Violet Mosala ya me resultaba
casi imposible. El documental no paraba de transformarse
cada vez en algo nuevo ante mis ojos, y aunque su física
arcana perteneciera, gloriosamente, a otro mundo, Mosala
estaba enredada en tantas complicaciones políticas que
empezaba a perder la cuenta.
¿Conocía Sarah Knight los planes de Mosala de emigrar a
Anarkia? Si era así, la idea le habría resultado mil veces más
atractiva que cualquier trato con los Cosmólogos
Antropológicos. ¿Habría ocultado esa baza de negociación a
SeeNet? Quizá quisiera utilizarla para otro trabajo, pero en
ese caso, ¿por qué no estaba aquí conmigo haciendo Violet
Mosala: Technolibérateur? Quizá Mosala le había hecho
prometer que guardaría el secreto y mantuvo su palabra aun
a costa de perder el trabajo.
Me estaba desquiciando. Sarah, incluso ausente, parecía ir
siempre un paso por delante de mí. Como mínimo debería
haberle ofrecido que colaborara. Habría valido la pena
repartirme la paga con ella y nombrarla codirectora sólo para
averiguar lo que sabía.
Un gráfico rojo brillante apareció en mi campo visual, un
pequeño círculo con una cruz, en el centro de uno mayor. Me
quedé quieto, confuso. Mientras levantaba la mirada, el
objetivo se fijó en una cara de la multitud. Era una persona
vestida de payaso que repartía panfletos de RM.
¿Akili Kuwale?
Eso creía Testigo.

273
El payaso llevaba una careta de maquillaje activo que, en
aquel momento, lucía un arlequinado verde y blanco. Desde
la distancia a la que estaba, podría pertenecer a cualquier
género, ásex incluido. Tenía la complexión y la altura
adecuada y sus rasgos no eran tan diferentes, al menos por
lo que podía apreciar entre los cuadrados que llevaba
pintados en la cara. No era imposible, pero no estaba seguro
de que fuera éil.
—¡Coja El Diario del Arquetipo! —gritó el payaso cuando
me acerqué—. ¡Entérese de la verdad sobre los peligros de la
frankenciencia! —El acento, aunque no pudiera situarlo
geográficamente, era inconfundible, y su grito de vendedor
ambulante sonaba aún más irónico que los comentarios que
hizo Kuwale sobre Jane Walsh.
—¿Cuánto? —dije al acercarme al payaso, que me miró
impasible.
—La verdad no cuesta nada, pero un dólar contribuiría a la
causa.
—¿Qué causa? ¿La de RM o la de CA?
—Todos representamos un papel —dijo con calma—. Yo
hago de RM, tú de periodista.
—Bastante justo. —El comentario me había dolido—.
Admito que no sé ni la mitad que Sarah Knight, pero voy
acercándome y llegaría antes con tu ayuda. —Kuwale me
miraba sin ocultar su desconfianza. De repente, el damero de
su cara se deshizo en rombos azules y rojos. Desorientaba,
pero su mirada fija durante la transición hacía que el
desprecio resultara más patente.
—¿Por qué no coges un panfleto y te vas a tomar por
culo? —dijo mientras me daba uno—. Léelo y cómetelo.
—Ya me he tragado bastantes malas noticias por hoy. Y la
Piedra Angular...
—Ah, Amanda Conroy te llama a su lado y crees que lo

274
sabes todo —dijo con una sonrisa irónica.
—Si pensara que lo sé todo, ¿estaría aquí rogándote que
me cuentes lo que me he perdido? El domingo por la noche
me pediste que mantuviera los ojos abiertos —añadí al ver
que dudaba—. Dime el motivo y qué debo buscar y lo haré.
Al igual que tú, no quiero que hagan daño a Mosala, pero
necesito saber qué está pasando con exactitud. —Kuwale lo
meditó, todavía con desconfianza, pero sintiéndose tentada.
Sin la colaboración de los colegas de Mosala ni de Karin De
Groot, yo era, probablemente, lo más cercano a su ídolo a lo
que podía aspirar.
—Si trabajaras para el otro lado, ¿para qué intentarías
parecer tan incompetente?
—Ni siquiera estoy seguro de saber quiénes son los del
otro lado. —Me tomé el insulto con calma.
—Nos veremos en este edificio dentro de media hora —
dijo Kuwale por fin, cediendo.
Tomó mi mano y escribió una dirección en la palma; no
era la casa donde me entrevisté con Conroy. Al cabo de
media hora tenía que grabar a Mosala en otra conferencia,
pero el documental podría sobrevivir con menos tomas de
sus reacciones entre las que elegir, y seguro que Mosala se
alegraría de que, para variar, la dejara en paz.
Kuwale me metió un panfleto enrollado en la mano antes
de que me fuera. Estuve a punto de devolvérselo, pero
cambié de opinión. Salía Ned Landers en la portada. Llevaba
dos tornillos en el cuello y un efecto óptico de tipo Escher
hacía que saliera del retrato y se pintara a sí mismo. El titular
era: EL MITO DE UN HOMBRE QUE SE HIZO A SÍ MISMO. Al
menos era más ingenioso que cualquiera de las cosas que se
le ocurrirían a la prensa amarilla. Sin embargo, cuando pasé
al artículo, vi que no hablaba de controlar ni restringir el
acceso a los datos del genoma humano, no comentaba la

275
resistencia china y estadounidense a las inspecciones
internacionales de los lugares con equipo de síntesis de ADN
ni planteaba soluciones prácticas para evitar otro Chapel Hill.
Aparte de la petición de que se borraran y eliminaran todos
los mapas del ADN humano, tan práctica como pedir a las
personas del mundo que se olvidaran de la verdadera forma
del planeta, no había nada más que jerga de la secta: los
peligros de inmiscuirse en los misterios de la quintaesencia,
la «necesidad humana» de que existiera el misterio inefable
de la vida y la violación tecnológica del alma colectiva.
Si los de Renacimiento Místico querían de verdad hablar
en nombre de la humanidad, definir las fronteras del
conocimiento y dictar o censurar las verdades más profundas
del universo... iban a tener que mejorar.
Cerré los ojos y me reí con alivio y gratitud. Ahora que ya
había pasado, podía admitirlo: durante un rato, casi creí que
me representaban. Casi pensé que podría acabar entrando a
gatas en la tienda de reclutamiento, con la cabeza inclinada
en un gesto adecuado de humildad (al fin), mientras decía:
«¡Estaba ciego, pero ahora veo! ¡Estaba psíquicamente
obnubilado, pero ahora me siento en sintonía! ¡Era todo yang
sin yin, parte izquierda del cerebro, lineal y jerárquico, pero
ahora estoy preparado para abrazar el Equilibrio Alquímico
entre lo racional y lo místico! ¡Decid la palabra... y me habré
curado!».

La dirección que me había dado Kuwale era de una


panadería. Aparte de las importaciones lujosas, la comida de
Anarkia provenía del mar, pero las proteínas y el almidón de
los nódulos de las algas modificadas que crecían en los
límites del arrecife eran idénticos a los del trigo, al igual que
el olor que desprendían cuando se horneaban. El aroma

276
familiar hizo que me mareara de hambre, pero la idea de
tragar un bocado de pan recién hecho bastaba para darme
náuseas. A aquellas alturas, ya debería haber sabido que me
pasaba algo, aparte del efecto del vuelo, el ritmo forzado de
la melatonina, la tristeza por la pérdida de Gina y el estrés de
encontrarme metido en una historia que no mostraba indicios
de solución. Pero no tenía mi farmacia para identificar la
enfermedad, no me fiaba de los médicos locales ni disponía
de tiempo para ponerme enfermo. Así que me dije que la
única cura posible era hacer caso omiso.
Kuwale apareció, sin traje de payaso, justo a tiempo para
evitar que me desmayara o vomitara. Pasó de largo,
rebosante de energía, sin mirarme siquiera. Le seguí y
empecé a grabar mientras contenía las ganas de gritar su
nombre y acabar con todo ese secretismo exagerado.
—Por cierto, ¿qué significa «corriente principal de CA»? —
dije cuando me puse a su altura.
—No sabemos quién es la Piedra Angular —se dignó
contestar con una mirada esquiva e irritada—. Aceptamos
que quizá nunca lo sabremos con seguridad, pero
respetamos a las personas que parecen ser posibles
candidatos.
—¿Respetáis o reverenciáis? —Todo aquello sonaba
demasiado moderado y razonable.
—La Piedra Angular es sólo una persona más —dijo
poniendo los ojos en blanco—. La primera en entender la TOE
por completo, pero no hay razón por la que miles de millones
de individuos no puedan hacer lo mismo después de ella.
Alguien tiene que ser el primero, es así de sencillo. La Piedra
Angular no es, ni remotamente, un dios. Ni siquiera necesita
saber que ha creado el universo; todo lo que tiene que hacer
es explicarlo.
—¿Mientras las personas como tú permanecen al margen

277
y explican ese acto de creación?
Kuwale hizo un gesto despectivo, como si no tuviera
tiempo que perder buscándole tres pies al gato.
—Entonces, ¿por qué estáis tan preocupados por Violet
Mosala si, a fin de cuentas, no es nada especial desde el
punto de vista cósmico?
—¿Es necesario que una persona sea un ente sobrenatural
para que no merezca que la maten? —preguntó perpleja—.
¿Tengo que ponerme de rodillas y adorar a esa fem como la
Diosa Madre del Universo para que me importe si vive o
muere?
—Llámala Diosa Madre del Universo a la cara y desearás
ser tú el muerto.
—Y con razón. —Kuwale sonrió—. Sé que piensa que CA
es incluso peor que las sectas de la ignorancia —añadió con
estoicismo—; el hecho de que no hablemos de dioses sólo
nos hace más insidiosos ante sus ojos. Cree que somos
parásitos que nos alimentamos de la ciencia, que seguimos
los trabajos de los teóricos de las TOE y los robamos y
desvirtuamos, sin ni siquiera tener la decencia de hablar el
lenguaje de los irracionalistas. —Se encogió de hombros—.
Nos desprecia, pero a pesar de eso, la respeto. Y sea o no la
Piedra Angular, se cuenta entre los mejores físicos de su
generación y es una poderosa arma para la technolibération.
¿Por qué tendría que deificarla para valorar su vida?
—Entendido. —Esta actitud me parecía demasiado
razonable para ser verdad, pero era coherente con lo que
había dicho Conroy—. Ésa es la corriente principal de los CA.
Ahora, háblame de los herejes.
—Las permutaciones no tienen fin —gruñó Kuwale—.
Piensa en cualquier variación que quieras y seguro que habrá
alguien del planeta que la abrace como verdad. No tenemos
una patente sobre la cosmología antropológica. Hay diez mil

278
millones de personas ahí fuera y todos pueden creer lo que
quieran, sin importar lo cerca de nosotros que estén en el
plano metafísico ni lo lejos que estén en el espiritual.
Eso era una evasiva, pero no tuve oportunidad de insistir.
Kuwale vio un tranvía delante de nosotros que se ponía en
marcha y corrimos para cogerlo. Me esforcé en llegar y los
dos lo alcanzamos, pero me costó un buen rato recuperar el
aliento. Nos dirigíamos al oeste, rumbo a la costa.
El tranvía no estaba lleno, pero Kuwale se quedó en la
entrada. Se cogía de la barra y se inclinaba hacia fuera para
que le diera el aire.
—Si te muestro las personas que has de reconocer, ¿me
avisarás si las ves? —dijo—. Te daré un número de contacto
y un algoritmo cifrado. Todo lo que tienes que hacer es...
—Frena —dije—. ¿Quiénes son esas personas?
—Un peligro para Violet Mosala.
—Te refieres a que sospechas que son un peligro.
—Lo sé.
—De acuerdo, ¿quiénes son?
—¿Qué importancia tiene que te diga sus nombres? No
significarían nada para ti.
—No, pero puedes decirme para quién trabajan. ¿Para qué
gobierno o empresa de biotecnología?
—Le dije demasiado a Sarah Knight. —Su expresión se
endureció—. No cometeré otra vez el mismo error.
—¿Por qué demasiado? ¿Te traicionó a SeeNet?
—¡No! —dijo enfadada porque yo no entendía la cuestión
—. Sarah me contó lo que había pasado con SeeNet. Usaste
tu influencia y no tuvieron en cuenta todo el trabajo que
había hecho. Estaba enfadada, pero no sorprendida. Dijo que
así funcionaban las cadenas y que no te guardaba rencor.
También dijo que estaba dispuesta a pasarte todo lo que
había averiguado si aceptabas reembolsarle los gastos con tu

279
presupuesto de investigación y guardar el secreto.
—¿De qué estás hablando? —dije.
—Le di permiso para contarte todo lo que supiera sobre
CA. ¿Por qué crees que me puse en ridículo en el aeropuerto?
Si hubiera sabido que no tenías ni idea, ¿crees que me habría
acercado a ti de esa manera?
—No. —Al menos, eso tenía sentido—. Pero ¿por qué te ha
dicho que iba a informarme y no lo ha hecho? No sé nada de
ella; no responde a mis llamadas.
—Tampoco a las mías —dijo Kuwale mirándome a los ojos,
triste y avergonzada pero, de pronto, totalmente sincera.

Bajamos del tranvía en una parada de las afueras de un


pequeño complejo industrial y andamos hacia el sudeste. Si
nos seguía un profesional, todo este movimiento incesante
no nos serviría de nada, pero si Kuwale creía que así
podíamos hablar con más libertad, yo estaba dispuesto a
seguirle.
No se me pasó por la cabeza que pudiera haberle ocurrido
algo a Sarah. Tenía motivos para no desear saber nada de
ninguno de nosotros, un deseo que le podían conceder unas
pocas palabras en su programa de comunicaciones. Pensé
que habría tenido una breve fantasía magnánima de hacerme
partícipe del asunto a pesar de lo que le había hecho, sólo
por pura solidaridad entre periodistas: todos trabajando
juntos por la verdadera historia de Mosala que se tiene que
contar, ra, ra, ra. Pero que había cambiado de opinión a la
mañana siguiente cuando el efecto del consuelo químico se le
pasó del todo.
Además, empezaba a replantearme la amenaza a Mosala.
—Si los intereses de la biotecnología provocaran el
asesinato de Mosala, la convertirían, de forma inmediata, en

280
una mártir de la technolibération —dije mirando a Kuwale—.
Como cadáver también serviría de mascota y sería una
excusa igual de buena para que el gobierno de Sudáfrica
encabezara un movimiento en contra del embargo en la ONU.
—Quizá —admitió—, si los titulares contaran la historia
verdadera.
—¿Cómo se les iba a escapar esa historia? Los que apoyan
a Mosala no se callarían.
—¿Sabes quiénes son los dueños de casi todos los medios
de comunicación? —dijo Kuwale con una sonrisa irónica.
—Lo sé, así que no me vengas con rollos paranoicos. Cien
grupos distintos, mil personas distintas...
—Cien grupos distintos, casi todos propietarios de
empresas que tienen que ver con la biotecnología. Mil
personas distintas, casi todas pertenecientes a los consejos
de administración de una de las principales, por lo menos,
desde AgroGénesis hasta VivoTec.
—Es cierto, pero hay otros intereses con otras prioridades.
No es tan sencillo como insinúas.
Estábamos solos, en una gran extensión de roca de
arrecife uniforme pero sin pavimentar, dispuesta para que se
empezara a edificar. Vi maquinaria ligera de construcción
agrupada en la distancia, pero parecía que no se utilizaba.
Munroe me había dicho que nadie podía poseer tierra en
Anarkia, de la misma manera que no se podía poseer el aire,
pero en realidad tampoco había nada que impidiera poner
cercas y monopolizar el uso de grandes superficies de
terreno. Que decidieran no hacerlo me intranquilizaba porque
me parecía un ejercicio antinatural de autocontrol, un
consenso de equilibrio delicado que pendía de un hilo y podía
venirse abajo con una avalancha de apropiaciones de
terrenos, la creación de títulos de propiedad de facto y la
reacción, probablemente violenta, de los que no habían

281
llegado primero.
Y aun así... ¿Por qué venir hasta aquí sólo para
representar El señor de las moscas? Ninguna sociedad elige
destruirse a sí misma. Y si un turista ignorante era incapaz
de imaginar lo desastrosa que sería la fiebre de la
especulación inmobiliaria, los residentes de Anarkia debían
de haberlo pensado unas mil veces con todo detalle.
—Si de verdad crees que las empresas de biotecnología
pueden salir impunes del asesinato —dije, extendiendo los
brazos con un gesto que abarcaba toda la isla rebelde—,
dime por qué no han convertido Anarkia en una bola de
fuego.
—Cuando bombardearon El Nido perdieron la oportunidad
de volver a utilizar esa solución. Necesitan un gobierno que
lo haga por ellos, y ahora ninguno se arriesgaría a las
consecuencias.
—¿Y sabotearla? Si los de InGenIo no pueden presentar
algo que vuelva a disolver su creación en el mar, los Beach
Boys estaban equivocados.
—¿Los Beach Boys?
—«Los biotecnólogos de California son los mejores del
mundo.» ¿No era una canción suya?
—InGenIo está vendiendo versiones de Anarkia por todo
el Pacífico —dijo Kuwale—. ¿Por qué iban a sabotear su mejor
modelo de muestra, su mejor anuncio, esté autorizado o no?
Puede que no lo planearan así, pero la verdad es que Anarkia
no les ha costado nada... siempre que ninguna otra isla siga
su ejemplo.
—¿Quieres enseñarme tu galería de presuntos asesinos de
la empresa y explicarme, con todo detalle, lo que planeas
hacer exactamente cuando te diga que he visto a uno de
ellos? —No me había convencido, pero la discusión no nos
llevaba a ninguna parte y decidí cambiar de tema—. Si crees

282
que voy a involucrarme en una conspiración de asesinato
aunque sea en defensa de la Piedra Angular o de Anarkia...
—No se trata de violencia —me interrumpió Kuwale—. Lo
único que queremos es vigilar a esas personas, reunir la
información necesaria y avisar a los de seguridad del
congreso en cuanto tengamos algo tangible. —Sonó su
agenda. Se paró, la sacó del bolsillo, miró la pantalla un
momento y anduvo con cuidado unos pasos en dirección sur.
—¿Te importa que te pregunte qué haces? —dije.
—La seguridad de mis datos está vinculada al GPS. No se
pueden abrir los archivos más importantes, ni siquiera con
las contraseñas correctas, a menos que se esté en el lugar
adecuado, que cambia cada hora. Y soy eil único que sabe,
exactamente, cómo cambia.
Casi le pregunté por qué no memorizaba una lista de
contraseñas en lugar de posiciones. Una pregunta estúpida.
El GPS estaba allí, así que había que utilizarlo y un esquema
de seguridad más enrevesado era mejor, no sólo porque
resultaba más seguro sino porque la complejidad del sistema
era un fin en sí misma. La tecnofilia era como cualquier otra
estética; no tenía sentido preguntar por qué.
Kuwale era sólo media generación más joven que yo y,
probablemente, compartíamos el ochenta por ciento de
nuestra visión del mundo, pero éil había llevado todas las
cosas en las que ambos creíamos mucho más lejos. La
ciencia y la tecnología parecían haberle dado todo lo que
deseaba: un escape de la virulenta batalla de los sexos, un
movimiento político por el que valía la pena luchar e incluso
una cuasirreligión, bastante descabellada a su manera, pero
que, a diferencia de otros credos que simpatizaban con la
ciencia, no era una síntesis artificiosa de la física moderna y
una reliquia histórica para tontos como el necio simulacro de
tregua de la Iglesia del Big Bang Judeocristiano Estándar

283
Revisado.
Le veía hacer pequeños ajustes en el programa, mientras
esperaba una conjunción de satélites y relojes atómicos y me
pregunté si yo habría sido más feliz tomando las mismas
decisiones. Como ásex, salvado de una docena de relaciones
que se habían arruinado. Como technolibérateur, con un
fervor ideológico que me protegiera de cualquier duda sobre
Nagasaki o Ned Landers. Como cosmólogo antropológico, con
una explicación definitiva de todo que me situaba a la altura
de los teóricos de las TOE y me vacunaba contra las
religiones en la vejez.
¿Habría sido más feliz?
Quizá, pero la felicidad estaba sobrevalorada.
El programa de Kuwale dio un pitido de éxito. Me acerqué
y acepté los datos que había desbloqueado, un haz prieto de
infrarrojos que fluyó entre nuestras agendas.
—Supongo que no quieres contarme cómo has sabido de
esas personas ni cómo podré verificar lo que me dices de
ellas —dije.
—Eso es lo que me preguntó Sarah.
—No me sorprende. Ahora te lo pregunto yo.
—Pásalo todo ahí en la primera oportunidad que tengas —
me indicó con solemnidad Kuwale, dando el tema por
zanjado, mientras señalaba mi abdomen con la agenda—.
Una seguridad perfecta. Tienes suerte.
—Claro. Mientras un asesino de InGenIo da vueltas por
Anarkia con tu agenda para encontrar las coordenadas
geográficas correctas, los otros ahorrarán tiempo abriéndome
las entrañas.
—Así me gusta —se rió Kuwale—. Puede que no seas un
buen periodista, pero aún podremos hacer de ti un buen
mártir revolucionario. Volveremos a la ciudad por rutas
distintas. Si vas en esa dirección —dijo mientras señalaba a

284
través de la extensión de roca de arrecife verde y plata
brillante bajo la luz del sol matinal—, llegarás a la línea
sudoeste del tranvía en veinte minutos.
—De acuerdo. —No tenía ganas de discutir. Sin embargo,
cuando se volvió para irme, añadí—: Antes de que
desaparezcas, ¿quieres contestar a una última pregunta?
—No hay nada de malo en preguntar —dijo encogiendo los
hombros.
—¿Por qué haces esto? Sigo sin entenderlo. Dices que no
te importa en realidad si Violet Mosala es la Piedra Angular o
no. Pero aunque sea una persona tan excepcional que su
muerte suponga una tragedia universal, ¿por qué lo asumes
como responsabilidad tuya? Sabe exactamente en qué se
mete al emigrar a Anarkia, es adulta, tiene recursos y más
peso político del que tú o yo tendremos en la vida. No está
desamparada ni es estúpida, y si supiera lo que haces,
probablemente te estrangularía con sus propias manos. Así
que, ¿por qué no dejas que se cuide sola?
Kuwale dudó y bajó la mirada. Parecía que, al fin, le había
tocado una fibra sensible; tenía el aire de alguien que busca
las palabras adecuadas para liberarse.
Seguía en silencio, pero esperé pacientemente. Sarah
Knight había conseguido toda la historia, ¿verdad? No había
ningún motivo por el que yo no pudiera hacer lo mismo.
—Como he dicho, no hay nada de malo en preguntar —
contestó con toda tranquilidad, mirándome.
Se volvió y se marchó.

285
18
Miré los datos que me había dado Kuwale mientras esperaba
el tranvía. Dieciocho caras sin nombre. Las imágenes eran
retratos estándar en 3D. Se había eliminado el fondo y
homogeneizado la luz, como en los de la policía. Eran doce
mascs y seis fems de diversas edades y etnias. Me parecían
muchos; Kuwale no había dicho que todos estuvieran en
Anarkia, pero ¿cómo había conseguido los retratos de los
dieciocho asesinos pagados por las empresas con más
probabilidades de que los enviaran a la isla? ¿Qué clase de
fuente, filtración o robo de datos podía haberlo informado
con tanta exactitud?
En cualquier caso, no tenía la intención de dejar que los
CA supieran que había descubierto uno de esos rostros entre
la multitud. No se debía al temor a ponerme en peligro si
colaboraba con los technolibérateurs radicales en su lucha
contra los intereses creados, sino a la sospecha persistente
de que Kuwale había perdido todo contacto con la realidad y
era un admirador de Mosala tan paranoica como me había
parecido en un principio o más. Sin modo alguno de
confirmar su historia, no podía arriesgarme a desencadenar
un castigo incierto sobre un completo desconocido que
paseara demasiado cerca de Mosala. Por lo que sabía podía

286
ser un grupo de miembros de una secta de la ignorancia
inofensivos a los que habían fotografiado al bajar de un
chárter. El hecho de que Mosala no careciera de enemigos
potenciales no demostraba que Kuwale supiera quiénes eran
ni que me hubiera dicho la verdad.
Incluso la versión de los Cosmólogos Antropológicos que
me había largado sonaba demasiado razonable y ecuánime
para ser cierta. «La Piedra Angular es sólo una persona más.
Sinceramente, nuestra preocupación por Violet Mosala se
debe a sus otras virtudes.» ¿Por qué inventarse una secta
que eleva a alguien a la categoría de Primera Causa de Todo
y tratar ese hecho como una insignificancia? Kuwale había
protestado demasiado.
Cuando llegué al hotel, la conferencia sobre los programas
de los MTT casi había terminado, así que me senté en el
vestíbulo a esperar que saliera Mosala.
Cuanto más lo pensaba, menos me creía lo que me habían
dicho Kuwale y Conroy, pero sabía que podía tardar meses
en averiguar cuáles eran las intenciones de los
antropocosmólogos. Aparte de Indrani Lee, sólo había otra
persona que podía conocer las respuestas y estaba harto de
estar en la inopia por culpa de un orgullo mal entendido.
Llamé a Sarah. Era pleno día en la costa este de Australia,
pero me respondió el mismo contestador que las otras veces.
Le dejé otro mensaje. No conseguí ser sincero y admitir
claramente: «Me he aprovechado de mi posición en SeeNet
para robarte un proyecto que no me merecía. Estuvo mal y lo
siento». En lugar de eso, le ofrecí participar en Violet Mosala
con el cargo que quisiera y con las condiciones que le
parecieran justas para ambos.
Me despedí. Con este intento tardío de arreglar las cosas
esperaba sentirme, al menos, un poco aliviado. Sin embargo,
me invadió una sensación de inquietud. Miré el vestíbulo,

287
muy iluminado, y me fijé en los reflejos del sol en el suelo
decorado con un diseño dorado y blanco (tan espartano como
todo en Anarkia) esperando que esa luz pudiera inundarme a
través de los ojos y disipar la niebla de pánico de mi mente.
No fue así.
Me senté con la cabeza entre las manos, incapaz de
encontrar sentido a aquella sensación aterradora. Las cosas
no iban tan mal. Todavía me faltaba mucho por entender,
pero menos que cuatro días atrás.
Estaba progresando, ¿no?
Me mantenía a flote.
A duras penas.
El espacio que me rodeaba pareció expandirse. El
vestíbulo y el suelo iluminado por el sol se alejaron, un
movimiento infinitesimal, pero que no podía pasar por alto.
Mareado por la sensación de miedo, miré el reloj de la
agenda. Faltaban tres minutos para que se acabara la
ponencia de Mosala, pero el tiempo parecía expandirse ante
mí y crear un vacío infranqueable. Tenía que entrar en
contacto con alguien o algo.
Antes de que pudiera cambiar de opinión, hice que
Hermes llamara a Calibán, la cabeza visible de un consorcio
de piratas informáticos. En la pantalla salió una cara
andrógina, con una sonrisa irónica, cuyos rasgos cambiaban
y fluían cada segundo mientras hablaba; sólo el blanco de los
ojos era constante, como si atisbaran desde detrás de una
máscara de maleabilidad absoluta.
—Se avecina mal tiempo, peticionario. Hay hielo en las
señales. —Se empezó a arremolinar nieve en la sucesión de
rostros; entre los tonos de sus pieles predominaban el gris y
el azul—. Nada está claro, nada es fácil.
—Ahórrate la publicidad —dije mientras le transmitía el
número de Sarah Knight—. ¿Qué puedes decirme sobre esto

288
por... cien dólares?
—La Laguna Estigia está helada —dijo Calibán con una
mirada lasciva mientras se formaba hielo en sus diversos
labios y pestañas.
—Ciento cincuenta.
Calibán no parecía impresionado, pero Hermes me
mostró una ventana con una solicitud de transferencia y le di
la confirmación de mala gana.
Salió una pantalla llena de texto verde, desenfocada en
plan burlón, que iluminaba las caras del programa.
—El número pertenece a Sarah Alison Knight, ciudadana
australiana. Lugar de residencia habitual: Parade Avenue,
diecisiete E, Lindfield (Sydney). Fem. Nacimiento: cuatro de
abril del dos mil veintiocho.
—Ya sé todo eso, mierda inútil. ¿Dónde está ahora
exactamente? ¿Cuándo fue la última vez que aceptó una
llamada en persona?
—Los lobos aúllan en las estepas. —Calibán se
estremecía mientras se oscurecía el texto—. Los ríos
subterráneos están convirtiéndose en glaciares.
—Te daré cincuenta. —Me abstuve de gastar más
inventiva.
—Vetas de hielo sólido bajo la roca. Nada se mueve, nada
cambia.
—Cien —contesté entre dientes. Se me acababa el
presupuesto de investigación y aquello no tenía nada que ver
con Violet Mosala, pero necesitaba saberlo.
—La última llamada que aceptó nuestra Sarah en persona
en este número —anunció Calibán con símbolos naranja que
bailaban sobre la piel gris— procedía del área metropolitana
de Kyoto, en Japón. Fue a las diez horas, veintitrés minutos y
catorce segundos, hora universal, del veintiséis de marzo del
dos mil cincuenta y cinco.

289
—¿Y dónde está ahora?
—No se ha conectado ningún aparato a la red con esta
identificación desde la llamada mencionada.
Significaba que no había utilizado la agenda para ponerse
en contacto con nadie ni acceder a ningún servicio. Ni
siquiera había visto las noticias ni había descargado un vídeo
musical de tres minutos. A menos que...
—Cincuenta pavos por su nuevo número de comunicación;
lo tomas o lo dejas.
—Mala suerte —dijo Calibán después de tomarlo—. No
tiene número ni cuenta nuevos.
—Eso es todo —dije como un tonto—. Gracias.
Calibán imitó un gesto de desconcierto ante esa cortesía
injustificada y me lanzó un beso de despedida.
—Llama cuando quieras. Y recuerda, peticionario, los
datos quieren ser libres.
¿Por qué Kyoto? La única conexión que podía encontrar
era Yasuko Nishide. ¿Qué significaba? ¿Que todavía planeaba
cubrir el congreso Einstein, pero con el perfil de un teórico
rival, y la única razón por la que no había llegado a Anarkia
era la enfermedad de Nishide?
Sin embargo, ¿por qué ese apagón en las
comunicaciones? La sospecha sombría y no expresada de
Kuwale no tenía sentido. ¿Por qué querrían las empresas de
biotecnología hacer daño a Sarah Knight si había dejado claro
que abandonaba a Mosala por otro físico completamente
apolítico?
Algunas personas empezaron a cruzar el vestíbulo
hablando sin parar. Alcé la mirada; el auditorio del final del
pasillo estaba vaciándose. Helen Wu y Mosala salieron juntas
y fui a su encuentro.
—¡Andrew! —Mosala estaba resplandeciente—. ¡Se ha
perdido toda la diversión! Serge Bischoff ha desarrollado un

290
nuevo algoritmo que me ahorrará días de tiempo de
ordenador.
—Nos los ahorrará a todos —le corrigió Wu—, por favor.
—Desde luego. Helen todavía no se ha dado cuenta de
que está de mi lado, le guste o no —me susurró Mosala en
un aparte—. Tengo un resumen de la conferencia. ¿Quiere
verlo? —añadió.
—No —dije en tono apagado. Me di cuenta de que había
sido muy categórico, pero me sentía tan desplazado y
desconectado que no me importó. Mosala me miró con
curiosidad, más preocupada que enfadada.
—¿Ha sabido algo más de Nishide? —pregunté a Mosala
cuando se marchó Wu.
—Ah. —Se puso seria—. Parece que no va a venir al
congreso. Su secretaria les ha dicho a los organizadores que
han tenido que hospitalizarlo. Neumonía, otra vez. Si sigue
así —añadió triste—, no sé, quizá tenga que retirarse.
Cerré los ojos, el suelo empezó a inclinarse.
—¿Se encuentra bien, Andrew? —preguntó una voz
distante. Imaginé que la cara me resplandecía, al rojo vivo.
—¿Puedo hablar con usted, por favor? —dije. Abrí los ojos.
Creía haber entendido por fin qué pasaba.
—Desde luego.
—No se enfade —dije mientras el sudor me resbalaba por
las mejillas—. Escúcheme.
—Está ardiendo —dijo Mosala frunciendo el ceño. Se había
inclinado sobre mí y, después de dudar, me había puesto una
mano en la frente—. Necesita que lo vea un médico, de
inmediato.
—¡Escuche! —le grite con voz ronca—. ¡Escúcheme! —Las
personas del vestíbulo nos miraron. Mosala abrió la boca
indignada y dispuesta a ponerme en mi sitio.
—Adelante —dijo, cambiando de opinión—. Lo escucho.

291
—Tiene que hacerse un análisis de sangre, un informe
microbiológico completo..., todo. De momento no muestra
síntomas, pero... da igual cómo se sienta... ¡Hágalo! No sé
qué periodo de incubación puede tener. —Sudaba a mares y
me tambaleaba; cada inhalación parecía llenarme los
pulmones de fuego—. ¿Qué pensaba que iban a hacer?
¿Mandar una patrulla de asalto con metralletas? No creo
que... quisieran que yo enfermara..., pero el virus debe de
haber sufrido una mutación por el camino. Estaba
programado para su genoma... pero se ha liberado de algún
modo. —Me reí—. En mi sangre, en mi cerebro.
Me flaquearon las piernas y caí de rodillas. Sufrí una
convulsión por todo el cuerpo, como un espasmo peristáltico
que intentara sacar la carne a través de la piel. Las personas
de alrededor gritaban, pero no podía entender qué decían.
Me esforcé en levantar la cabeza, pero cuando lo conseguí,
brevemente, florecieron manchas negras y moradas en mi
campo de visión.
Dejé de resistirme. Cerré los ojos y me acosté sobre las
baldosas frías y acogedoras.

En el hospital, durante mucho tiempo, no presté atención a lo


que me rodeaba. Me movía en un amasijo de sábanas
empapadas de sudor y dejaba que el mundo permaneciera,
piadosamente, sin enfocar. No quería información de las
personas que me rodeaban; en mi delirio, creía que tenía
todas las respuestas.
Ned Landers estaba detrás de todo. Cuando nos
conocimos me infectó con uno de sus virus secretos. Y ahora,
por el hecho de haber viajado tan lejos para escaparme, por
mucho que Helen Wu hubiera demostrado que el mundo no
era más que una lazada y todo nos devolvía al punto de

292
partida, empuñaba el arma secreta de Ned Landers contra
Violet Mosala, Andrew Worth y el resto de sus enemigos.
Había contraído Angustia.
Un masc alto de las Fiyi, vestido de blanco, me puso un
gotero en el brazo. Intenté quitármelo, pero me sujetó.
—¿No te das cuenta de que no sirve de nada? —mascullé
triunfalmente—. ¡No hay curación! —Angustia no era tan
mala como me imaginaba. No estaba gritando como la fem
de Miami, ¿verdad? Tenía náuseas y fiebre, pero estaba
seguro de que me esperaba una especie de inconsciencia
preciosa e indolora—. ¡Me he ido para siempre! —Sonreí al
masc—. ¡Me he marchado!
—Me parece que no —dijo—. Creo que has estado muy
lejos y estás volviendo.
Negué con un gesto de desafío, pero se me escapó un
grito de sorpresa y dolor. Sufrí un espasmo del intestino; lo
estaba vaciando, de manera incontrolada, en una cuña que
estaba debajo de mí y no había notado. Intenté parar. No
pude. Pero no era la incontinencia lo que me horrorizaba,
sino la consistencia. Aquello no era diarrea, era agua.
—¿Qué me pasa? —supliqué una explicación cuando por
fin cesó el movimiento, aunque seguía temblando.
—Tienes cólera, una variedad resistente a los
medicamentos. Podemos controlar la fiebre y mantenerte
hidratado, pero la enfermedad tendrá que seguir su curso,
así que te queda un camino largo y difícil.

293
19
Cuando remitió la primera oleada de delirio intenté evaluar
mi posición fríamente, armarme con los hechos. No era un
bebé ni un viejo. No padecía desnutrición ni tenía parásitos,
el sistema inmunológico dañado ni ninguna otra
complicación. Me cuidaba personal especializado. Se
controlaba mi estado de manera constante con aparatos
sofisticados.
Me dije que no iba a morir.
La fiebre y las náuseas, que no aparecían con el cólera
«clásico», indicaban que tenía el biotipo de México DF, que
se descubrió después del terremoto del 2015 y se había
extendido por todo el planeta. Se alojaba en el torrente
sanguíneo y en los intestinos, y producía más síntomas y
suponía un riesgo mayor para la salud. Sin embargo,
millones de personas lo superaban todos los años; a menudo,
en peores circunstancias: sin antipiréticos que controlaran la
fiebre, sin electrolitos intravenosos y sin ningún antibiótico,
por lo que la resistencia de la enfermedad a los
medicamentos era puramente teórica. En los hospitales de
las grandes ciudades como Santiago y Bombay se podía
hallar la secuencia completa de la cepa particular de vibrio
cholerae y sintetizar un medicamento a medida en cuestión

294
de horas. Sin embargo, muy pocas personas de las que
contraían la enfermedad tenían alguna posibilidad de recibir
esa cura milagrosa. Las demás, simplemente, vivían el
nacimiento y la caída del imperio bacteriano en su interior.
Sobrellevaban el proceso.
Yo podía hacer lo mismo.
Sólo había un pequeño fallo en esta composición de lugar
lúcida y optimista: casi ningún enfermo tenía motivos para
sospechar que sus intestinos estaban infectados por un arma
genética que había detonado un paso antes de alcanzar su
objetivo y que en realidad estaba diseñada para parecerse lo
más posible al cólera natural, pero también para hacer
verosímil que el conjunto de síntomas pudiera llegar a matar
a una fem sana de veintisiete años que recibiera los mejores
cuidados que Anarkia fuera capaz de darle.

La sala estaba limpia y era luminosa, amplia y tranquila. Casi


todo el tiempo me aislaban de los otros pacientes con unos
biombos, pero los paneles blancos y translúcidos dejaban
pasar la luz del sol y, hasta cuando ardía de fiebre, la caricia
leve de la calidez radiante que llegaba a mi piel resultaba
curiosamente reconfortante, como un abrazo familiar.
El primer día, avanzada la tarde, los antipiréticos
empezaron a hacer efecto. Miré el gráfico del monitor que
tenía al lado de la cama; mi temperatura todavía era
elevada, pero el riesgo inminente de lesiones cerebrales
había pasado. Intentaba ingerir líquidos, pero no retenía
nada, así que me humedecía los labios y la garganta resecos
y dejaba que el gotero intravenoso hiciera el resto.
No había nada que pudiera detener los retortijones y
espasmos del intestino. Cuando llegaban eran como una
posesión demoniaca, como ser cabalgado por un dios del

295
vudú, como si algo poderoso, ajeno y constrictor me diera un
obsceno abrazo de oso en las entrañas. Era imposible que
ningún músculo de mi cuerpo de muñeca de trapo tuviera
todavía tanta fuerza. Intentaba conservar la calma, aceptar
cada convulsión brutal como algo inevitable y mantener la
mente fija en la certeza absoluta de que aquélla también
pasaría. Pero la aparición de las náuseas barría una y otra
vez el estoicismo que tanto me costaba adoptar, como si
fuera una casita de cerillas bajo un maremoto, y me dejaba
tembloroso y compungido. Me convencía de que iba a morir y
me hacía creer a medias que aquello era lo que deseaba más
que ninguna otra cosa: un alivio inmediato.
Me habían quitado el parche de melatonina; el sueño
abisal que provocaba era demasiado peligroso. Pero no podía
diferenciar entre las pautas erráticas provocadas por el
descenso del nivel hormonal y mi estado natural, que
consistía en largos periodos de estupor paralizante de
relativa cordura, interrumpidos por breves sueños violentos y
momentos de lucidez con ataques de pánico cada vez que
creía que se me iban a romper los intestinos y sumergirme
en una marea roja y gris.
Me dije que era más fuerte y paciente que la enfermedad.
Podían llegar y marcharse generaciones de bacterias; lo
único que tenía que hacer era aguantar. Lo único que tenía
que hacer era sobrevivir a ellas.

Mosala y De Groot vinieron a visitarme el segundo día por la


mañana. Me parecían viajeras del tiempo; mi vida previa en
Anarkia ya formaba parte del pasado remoto.
—He seguido su consejo —me dijo Mosala, impresionada
por mi aspecto—. Me he sometido a un examen completo y
no estoy infectada. He hablado con su médico y cree que

296
puede haberlo contraído por la comida del avión.
—¿Alguien más del mismo vuelo? —dije con voz ronca.
—No, pero puede que un paquete no se radiara y no
estuviera completamente esterilizado. Es una posibilidad.
No tenía fuerzas para discutir. Y la teoría tenía cierto
sentido: un problema técnico fortuito había atravesado la
barrera entre el tercer mundo y el primero, y se había
saltado, por un momento, la lógica incontestable del mercado
libre que contrataba los servicios de alimentación más
baratos del planeta y se deshacía de los riesgos con un
estallido de rayos gamma igual de barato.
Aquella noche, mi temperatura volvió a subir. Michael, el
masc de las Fiyi que me atendió cuando me desperté por
primera vez y me explicó que hacía de médico y enfermera
(si me empeñaba en usar esos términos foráneos y arcaicos
en ese lugar), estuvo sentado al lado de mi cama casi toda la
noche o, al menos, durante los momentos de lucidez que
experimenté. El resto del tiempo, no sabía si había alucinado
su presencia.
Dormí tres horas seguidas desde el amanecer hasta media
mañana, lo bastante para tener mi primer sueño coherente.
Mientras la consciencia se abría paso, me aferraba al final
feliz: la enfermedad había seguido su curso y había pasado,
los síntomas habían desaparecido y Gina había venido
durante la noche para llevarme de vuelta a casa.
Me despertó un retortijón intenso y, un momento
después, excreté agua gris llena de mucosa intestinal, solté
unos cuantos tacos y deseé morir.
Por la tarde, mientras la luz del sol iluminaba la sala tras
la pantalla, tan vaga y luminosa como el cielo, representé por
enésima vez el ritual de las convulsiones y cagué hasta la
última gota de líquido que me había suministrado el gotero.
Emití un aullido agudo, mientras enseñaba los dientes y

297
temblaba como un perro o una hiena enferma.

Al comienzo del cuarto día empezó a bajarme la fiebre. Todo


lo que había vivido me parecía una pesadilla anestésica
violenta y terrorífica, pero intrascendente. Una secuencia
onírica brumosa.
Una solidez gris inmisericorde se aposentó en todo lo que
veía. Las pantallas que me rodeaban estaban cubiertas de
polvo; las sábanas, manchadas de amarillo por el sudor seco,
y mi piel, cubierta de una capa de suciedad. Tenía los labios,
la lengua y la garganta resecos y doloridos: se deshacían de
las células muertas y segregaban un líquido que sabía más a
sal que a sangre. Tenía todos los músculos, desde el
diafragma hasta la ingle, lesionados, inútiles y torturados sin
remedio, pero tensos como los de un animal que se
estremece bajo una lluvia de golpes, preparado para recibir
más. Notaba las articulaciones de las rodillas como si hubiera
estado agazapado una semana sobre un suelo duro y frío.
Los retortijones y los espasmos volvieron a empezar.
Nunca me había sentido tan lúcido; nunca habían sido
peores.
No podía soportarlo más. Todo lo que deseaba era
ponerme en pie y largarme del hospital dejando mi cuerpo
atrás. La carne y las bacterias podían seguir luchando entre
sí; yo había perdido el interés.
Lo intenté. Cerré los ojos y lo imaginé. Quería que
sucediera. Aunque no deliraba, abandonar esta confrontación
desagradable e inútil me parecía una opción tan sensata que,
durante un momento, logró suspender mi incredulidad.
Al final comprendí, de una forma que no me había
ocurrido antes, ni siquiera en cosas como el sexo, la comida,
la pérdida de la desbordante energía física de la infancia ni

298
los inconvenientes de cien heridas nimias y enfermedades
curadas al instante, que la visión de la huida no tenía
sentido, que era un sueño idiota de falsa aritmética.
Aquel cuerpo enfermo era todo mi ser. No el refugio
temporal de un hombre dios diminuto que vivía en la
oscuridad segura tras mis ojos. Desde el cráneo hasta el
pútrido agujero del culo, ése era el instrumento de todo lo
que haría, sentiría y sería.
Nunca había creído otra cosa, pero no lo había sentido ni
sabido realmente. No me había visto forzado a abrazar todos
los aspectos de la verdad visceral, convulsiva y sórdida.
¿Era eso lo que había entendido Daniel Cavolini cuando se
quitó la venda? Miré al techo; estaba tenso, temblaba y
sentía claustrofobia. Las náuseas y el dolor se extendían por
mi abdomen y se endurecían en bandas rígidas de metal que
se clavaban en la carne.
A mediodía me empezó a subir de nuevo la temperatura.
Me alegré: ansiaba el delirio y la confusión. Aunque, la fiebre
fustigara las terminaciones nerviosas y agudizara e hiciera
aumentar las sensaciones, tenía la esperanza de que al
menos borraría ese nuevo conocimiento, que era mucho peor
que el dolor.
No fue así.
Mosala volvió a visitarme. Le sonreí y asentí a lo que
decía, pero no hablé ni pude concentrarme en sus palabras.
Las dos pantallas de los lados de la cama seguían en su sitio,
pero habían apartado la tercera y, cuando levantaba la
cabeza, veía al paciente que había delante de mí, un chico
delgado y triste que tenía puesto un gotero. Sus padres
estaban a su lado: el padre le leía despacio y la madre lo
tomaba de la mano. Me parecía que toda la escena estaba a
una distancia imposible, separada de mí por un abismo
infranqueable; pensaba que no volvería a tener energías para

299
ponerme en pie y andar cinco metros.
Mosala se fue; yo me desmoroné.
Noté que alguien estaba a los pies de mi cama y un
escalofrío me recorrió el cuerpo como una sacudida de
sobrecogimiento trascendental.
Era un ángel que avanzaba a través de la realidad
implacable.
Janet Walsh se volvió hacia mí.
—Creo que ahora entiendo vuestros motivos —dije
aterrorizado y en trance. Conseguí incorporarme sobre los
codos—. No sé cómo, pero sí por qué.
Me miraba directamente, un poco asombrada pero
imperturbable.
—Por favor, háblame —añadí—. Estoy dispuesto a
escuchar.
Walsh frunció el ceño levemente, tolerante pero perpleja,
mientras movía las alas pacientemente.
—Sé que te he ofendido. Lo siento, ¿me perdonas? Quiero
saberlo todo y entender cómo lográis que funcione.
Me miraba en silencio.
—¿Cómo podéis decir tantas mentiras sobre el mundo? —
dije—. ¿Cómo conseguís creéroslas? ¿Cómo podéis ver y
saber toda la verdad y hacer como si no importara? ¿Cuál es
el secreto, el truco o la magia?
Tenía la cara al rojo blanco, ardiendo, pero me incliné
hacia ella con la esperanza de que su resplandor puro me
infectara con su gran visión interior transformadora.
—¡Lo intento! —grité—. ¡Tienes que creerme! —Aparté la
mirada; de pronto me había quedado sin palabras y atontado
por el misterio inefable de su presencia. Entonces sentí un
retortijón; la cosa que ya no podía imaginar como una
serpiente demoniaca estrujó mis entrañas.
—Pero cuando la verdad, el infierno y la TOE os alcanzan,

300
os cogen entre sus garras y aprietan... —continué. Levanté la
mano para enfatizar, pero estaba rígida y sin control—.
¿Cómo los soportáis? ¿Cómo los negáis? ¿Cómo lográis
seguir engañados por la creencia de que alguna vez
estuvisteis por encima de ellos, de que manejabais las
riendas y dirigíais el espectáculo? —El sudor se me metía en
los ojos y me cegaba. Me lo enjugué con el puño rígido
mientras me reía—. Cuando todas las células y todos los
putos átomos del cuerpo graban a fuego el mensaje sobre la
piel y veis que todo lo que valoráis, lo que respetáis y por lo
que vivís es sólo una capa superficial de porquería del vacío
más absoluto, ¿cómo seguís mintiendo? ¿Cómo podéis cerrar
los ojos ante algo así?
Esperé la respuesta. El consuelo y la redención estaban al
alcance de mi mano. Extendí los brazos hacia ella en actitud
de súplica.
Walsh sonrió levemente y se marchó sin decir palabra.

Me desperté de madrugada. Otra vez ardía de fiebre, y


estaba empapado de sudor.
Michael estaba sentado en la silla de mi lado y leía algo en
su agenda. Una lámpara del techo iluminaba suavemente la
sala, pero el brillo del texto destacaba.
—Hoy he intentado convertirme en todo lo que desprecio
—susurré—, pero ni siquiera lo he conseguido. —Dejó la
agenda y esperó a que continuara—. Me siento perdido,
completamente perdido.
—Lo superarás —dijo Michael, negando con un gesto,
mientras miraba el monitor de la cama—. Dentro de una
semana no recordarás cómo te sientes en estos momentos.
—No me refiero al cólera. —Me reí y me dolió—. Estoy
pasando por lo que Renacimiento Místico llamaría una crisis

301
existencial y no tengo adónde acudir en busca de consuelo.
Ningún lugar en el que buscar fuerzas. Ni amante ni familia
ni nación. Ninguna religión ni ideología. Nada.
—Entonces eres afortunado —dijo Michael con calma—. Te
envidio. —Me quedé boquiabierto ante su actitud despiadada
—. Ningún lugar en el que esconder la cabeza —continuó—,
como un avestruz en la roca de arrecife. Te envidio: puede
que aprendas algo.
No tenía respuesta para eso. Empecé a temblar; estaba
sudado y dolorido, pero helado.
—Retiro lo que he dicho del cólera. Es mitad y mitad;
estoy jodido por las dos cosas.
—Eres periodista —dijo después de ponerse las manos
detrás de la nuca, estirarse y acomodarse en la silla—.
¿Quieres oír una historia?
—¿No tienes ninguna urgencia médica que atender?
—Lo estoy haciendo.
—De acuerdo. —Sentí que me subía una oleada de náusea
desde los intestinos—. Te escucharé si me dejas grabarlo.
¿De qué trata la historia?
—De mi crisis existencial, por supuesto. —Sonrió.
—Debería haberlo imaginado.
Cerré los ojos e invoqué a Testigo. La acción era
instintiva y duró medio segundo... y me sorprendió. Me
sentía al borde del colapso, pero aquella máquina, que
formaba parte de mí como cualquier órgano, seguía
funcionando a la perfección.
—Cuando era pequeño —empezó—, mis padres me
llevaban a la iglesia más bonita del mundo.
—Eso ya lo he oído antes.
—Esta vez es verdad. La Iglesia Metodista Reformada de
Suva, un edificio blanco enorme. Desde fuera no era nada
aparente, sino austero como un almacén, pero tenía una fila

302
de ventanales con vidrieras que mostraban escenas de las
Escrituras, generadas por ordenador, en azul cielo, rosa y
oro. Todas las paredes del interior estaban rematadas hasta
el techo con cientos de flores distintas: hibiscos, orquídeas,
azucenas... Y los bancos siempre estaban repletos de
personas que vestían sus mejores ropas. Todos cantaban y
sonreían: era como entrar directamente en el Cielo. Incluso
los sermones eran bonitos: nada de llamas del infierno; sólo
consuelo y alegría. No despotricaban contra el pecado y la
condena eterna; sólo daban algunas sugerencias modestas
sobre la amabilidad, la caridad y el amor.
—Parece perfecto —dije—. ¿Qué pasó? ¿Dios mandó una
tormenta del efecto invernadero para poner fin a toda esa
felicidad y moderación blasfemas?
—A la iglesia no le pasó nada; todavía sigue allí.
—Pero te apartaste de ella, ¿por qué?
—Me tomé las Escrituras demasiado al pie de la letra.
Decían que había que renunciar a las cosas infantiles. Y lo
hice.
—Ahora te haces el gracioso.
—Si de verdad quieres saber la ruta de escape exacta... —
Dudó—. Todo empezó con una parábola. ¿Has oído la historia
del óbolo de la viuda?
—Sí.
—Durante años, cuando era un colegial, no podía
quitármela de la cabeza. El pequeño donativo de la pobre
viuda era más valioso que el grande del rico, de acuerdo.
Bien, comprendía el mensaje. Veía la dignidad que confería a
todos los actos de caridad, pero podía ver muchas más cosas
ocultas en esa parábola que no conseguía quitarme de la
cabeza.
»Veía una religión a la que le importaba más sentirse bien
que hacer el bien. Una religión que valoraba más el placer o

303
el dolor de dar que el efecto tangible que provocaba. Una
religión que anteponía la salvación del alma por medio de
buenas obras a las repercusiones de esas obras en el mundo.
»Quizá interpretaba demasiado a partir de una anécdota,
pero si no hubiera empezado con eso, habría sido con
cualquier otra cosa. Mi religión era preciosa, pero necesitaba
algo más; exigía más. Tenía que ser verdadera y no lo era.
Sonrió con tristeza, levantó las manos y las dejó caer.
Creo que podía ver la pérdida en sus ojos y que lo entendía.
—Crecer con fe es como crecer con muletas —dijo.
—Pero tiraste las muletas y seguiste adelante.
—No. Tiré las muletas y me caí de bruces. Toda la fuerza
se había ido con ellas: no me quedó nada. Tenía diecinueve
años cuando todo se desmoronó. El final de la adolescencia
es la edad perfecta para una crisis existencial, ¿no crees? Tú
has dejado la tuya para muy tarde. —Me ruboricé. Michael
estiró el brazo y me dio una palmada en el hombro—. Llevo
una guardia muy dura y hablo sin pensar; no pretendía ser
cruel. —Se rió—. Fíjate en lo que digo, una ristra de sandeces
que sirve para todo, como los edenitas cuando conocen al
Duce: «¡Que los trenes emocionales circulen con
puntualidad!». —Se reclinó y se pasó una mano por el pelo—.
Pero tenía diecinueve años, no hay que olvidarlo, y había
perdido a Dios. ¿Qué puedo decir? Leí a Sartre, a Camus, a
Nietzsche... —Me estremecí—. ¿Tienes algún problema con
Friedrich? —Michael estaba desconcertado.
—En absoluto —contesté entre dientes; el retortijón se
hizo más fuerte—. Los mejores filósofos europeos se
volvieron locos y se suicidaron.
—Cierto. Y los he leído a todos.
—¿Y?
—Durante un año, más o menos, me lo creí. —Sonrió
avergonzado—. Aquí estoy, mirando al abismo con Nietzsche,

304
al borde de la locura, la entropía y la incertidumbre: la
indescriptible condena de la ilustración, carente de dios y
racional. Un paso en falso y me precipitaré al vacío.
Dudó. Lo miré atentamente; de repente había despertado
mis sospechas. ¿Se lo estaba inventando todo sobre la
marcha? ¿Era una táctica improvisada de asistencia integral
al paciente? Aunque no fuera así, teníamos vidas e historias
distintas. ¿De qué podía servirme todo aquello?
Sin embargo, lo escuché.
—Pero no caí porque no hay abismo —añadió—. No hay
una sima enorme al acecho para engullirnos cuando
descubrimos que no hay Dios, que somos animales como los
demás, que el universo no tiene ningún propósito y nuestras
almas están hechas de la misma materia que el agua y la
arena.
—En la isla hay dos mil miembros de sectas que opinan lo
contrario.
—¿Qué esperas de quienes creen que la tierra es plana, si
no el miedo a caerse? —Se encogió de hombros—. Si quieres,
desesperada y apasionadamente, precipitarte al abismo, por
supuesto que es posible; pero sólo si te esfuerzas. Sólo si
deseas que sea real y te lo trabajas hasta el último
centímetro a medida que desciendes.
»No creo que la sinceridad nos lleve a la locura ni que
necesitemos mentiras para seguir cuerdos. Tampoco creo
que la verdad esté plagada de trampas a la espera de
tragarse a cualquiera que piense demasiado. No hay lugar
donde caer, a menos que caves el hoyo.
—Cuando perdiste la fe te caíste, ¿verdad?
—Sí, pero ¿hasta dónde? ¿En qué me he convertido? ¿En
un asesino psicópata? ¿Un torturador?
—Sinceramente, espero que no, pero perdiste algo más
que las cosas infantiles, ¿no? ¿Qué hay de todos aquellos

305
sermones conmovedores sobre la amabilidad, la caridad y el
amor?
—No te olvides de la fe. —Se rió con suavidad—. ¿Qué te
hace pensar que lo he perdido todo? He dejado de suponer
que las cosas que valoro están encerradas en una especie de
cámara mágica llamada Dios y que se encuentran fuera del
universo, del tiempo y de mí mismo. Eso es todo. Ya no
necesito mentiras reconfortantes; sólo intento tomar mis
propias decisiones y llevar una vida que me parezca buena.
Si la verdad se hubiera llevado esas cosas... era que en
realidad no estaban allí.
»Y pese a todo, aquí estoy limpiándote la mierda, ¿no? Y
pese a todo te cuento historias a las tres de la madrugada. Si
necesitas milagros mayores que ésos, no estás de suerte.

Ya fuera una autobiografía genuina o una terapia ad hoc muy


hábil, la historia de Michael empezó a eliminar el pánico y la
claustrofobia. Me parecía que sus argumentos tenían mucho
sentido y atravesaban mi autocompasión como un alambre al
rojo. Aunque el universo no fuera una creación de la cultura,
el terror gris que sentía al verme como parte de él sí lo era.
Nunca había tenido la sinceridad de admitir la naturaleza
molecular de mi existencia, pero la sociedad en la que
habitaba había sido igual de evasiva. La realidad siempre se
había adornado, censurado o despreciado. Había vivido
treinta y seis años en un mundo infestado por un dualismo
persistente y con un atontamiento espiritual tácito, en el que
las películas y las canciones hablaban aún del alma inmortal,
mientras que la gente tragaba drogas de diseño
amparándose en el más puro materialismo. No era de
extrañar que la verdad supusiera un duro golpe.
El abismo, como todo lo demás, se podía comprender.

306
Había perdido el interés en cavar mi hoyo.
El vibrio cholerae rehusó seguir mi ejemplo.
Estaba acurrucado sobre un lado, con la agenda apoyada
en otra almohada, mientras Sísifo me mostraba lo que
pasaba dentro de mí.
—La subunidad B de la molécula coleragénica se adhiere a
la superficie celular de la mucosa intestinal, y la subunidad A
se libera y atraviesa la membrana. Esto cataliza el
incremento de la actividad de la ciclasa de adenilato, que a
su vez eleva el nivel del ácido adenílico cíclico y estimula la
secreción de iones de sodio. Se invierte el gradiente normal
de la concentración y se bombea líquido en el sentido
incorrecto: hacia fuera, al espacio intestinal.
Veía cómo se entrelazaban las moléculas en un baile
aleatorio e inmisericorde. Eso era yo tanto si me consolaba
saberlo como si no. La misma física que me había mantenido
con vida durante treinta y seis años tenía el poder de
destrozarme por accidente, pero si no podía admitir esa
verdad simple y obvia, no me correspondía explicar el mundo
a nadie. El consuelo y la redención podían irse a la mierda.
Las sectas de la ignorancia me habían tentado y quizá ahora
entendía en parte qué las guiaba, pero ¿qué podían ofrecer
en verdad? Alienación de la realidad. El universo
contemplado como un horror innominable que debía negarse
hasta la saciedad y envolverse en misterios artificiales
edulcorados. Había que supeditar las verdades a principios
contradictorios y cuentos de hadas.
A la mierda. Estaba harto de la falta de sinceridad, no de
su exceso. De demasiados mitos sobre la palabra «S», no de
pocos. Una vida de enfrentarse a la verdad con calma me
habría preparado mejor para la dura prueba que una vida
dedicada a enumerar las negaciones más seductoras.
Miré un diagrama del peor de los casos posibles.

307
—Si el vibrio cholerae de México DF, resistente a los
antibióticos, consigue cruzar la barrera hematoencefálica, los
inmunosupresores pueden limitar la fiebre, pero es probable
que las toxinas de las bacterias provoquen daños
irreversibles.
Las moléculas mutantes del cólera se adhirieron a las
membranas neuronales y las células se desmoronaron como
globos pinchados.
Temía morir tanto como siempre, pero la verdad había
perdido su aguijón. La TOE me había cogido con sus garras y
había apretado, pero al menos me demostró que había tierra
firme bajo mis pies: la ley definitiva y la pauta más sencilla
que mantenían al mundo en toda su singularidad.
Había tocado fondo, y cuando se roza el soporte del
mundo inferior, los cimientos del universo, ya no queda otro
lugar en el que caer.
—Es suficiente —dije—. Ahora busca algo que me alegre
un poco.
—¿Qué tal los poetas beat?
—Perfecto. —Sonreí.
Sísifo saqueó las bibliotecas y los representó leyendo sus
obras. A Ginsberg aullando: «¡Moloch! ¡Moloch!». A
Burroughs recitando con aspereza «Las Navidades de un
yonqui» con todos los miembros cercenados en maletas y en
medio de un viaje perfecto.
Y el mejor de todos, Kerouac en persona, salvaje y
melódico, colocado e inocente: «¿Y si los tres títeres fueran
reales?».
La luz del sol de la tarde cruzaba en ángulo la sala y me
acariciaba un lado de la cara cruzando abismos de espacio,
energía, escala y complejidad. Y no era motivo para
aterrorizarse ni para sobrecogerse; era la cosa más normal
del mundo.

308
Estaba tan preparado como podría llegar a estarlo nunca.
Cerré los ojos.

—Despierta, por favor —dijo una voz por cuarta o quinta vez.
Alguien me estaba zarandeando.
Ya no tenía elección. Abrí los ojos.
Una fem joven a la que no había visto nunca estaba a mi
lado. Tenía ojos oscuros y serios, piel aceitunada y pelo
negro largo. Hablaba con acento alemán.
—Bébete esto. —Me tendió una ampolla de líquido claro.
—No retengo nada, ¿no te lo han dicho?
—Esto sí.
Me daba igual; vomitar me resultaba tan natural como
respirar. Cogí la ampolla y vacié el contenido en mi garganta.
Tuve un espasmo en el esófago y noté acidez en el paladar,
pero nada más.
—¿Por qué no me lo han dado antes? —dije después de
toser.
—Acaba de llegar.
—¿De dónde?
—Mejor que no lo sepas.
—¿Llegar? —Parpadeé; la cabeza se me iba despejando—.
¿Qué clase de medicamento tendría que enviarse desde otro
sitio?
—¿Tú qué crees?
—¿Estoy soñando? —Noté un escalofrío en la base de la
columna—. ¿O estoy muerto?
—Akili tenía muestras de sangre tuyas; las hizo llegar a...
cierto país y le pidió a unos amigos que las analizaran.
Acabas de beberte un conjunto de balas mágicas para todas
las fases del arma. Estarás en pie dentro de unas horas.
Me estallaba la cabeza. El arma. Acababa de confirmar y

309
eliminar mi peor sospecha con una frase. Estaba
desorientado.
—¿Todas las fases? ¿Qué venía a continuación? ¿Qué me
he perdido?
—Mejor que no lo sepas.
—Creo que tienes razón. —Todavía no me creía lo que
pasaba—. ¿Por qué? ¿Por qué se ha tomado Akili tantas
molestias para salvarme?
—Teníamos que averiguar con exactitud qué te pasaba.
Violet Mosala puede seguir en peligro aunque no presente
ningún síntoma, y necesitamos tener una cura disponible
para ella en la isla.
Lo asimilé. Por lo menos no había dicho que no les
importaba quién fuera la Piedra Angular y que estaban
dispuestos a arriesgar la vida por cualquiera.
—¿Qué tengo? ¿Y por qué ha detonado antes de tiempo?
—Todavía no conocemos todos los detalles. —La joven CA
frunció el ceño con solemnidad—. Pero falló el temporizador.
Parece ser que las bacterias generaron unas señales internas
confusas debido a una disparidad entre los relojes
moleculares intracelulares y los ritmos bioquímicos del
anfitrión. Los receptores de melatonina estaban obstruidos,
saturados... —Se interrumpió alarmada—. No lo entiendo,
¿de qué te ríes?

Cuando dejé el hospital el martes por la mañana me había


recuperado y estaba enfurecido. El congreso casi había
terminado, pero para entonces las TOE eran lo de menos, y
si Sarah Knight, por cualquier motivo incomprensible, había
abandonado la batalla por Mosala para sentarse
incomunicada junto al lecho de Yasuko Nishide, no tendría
más remedio que descubrir la complicada verdad por mi

310
cuenta.
En la habitación del hotel me conecté la fibra umbilical, le
pasé a Testigo las dieciocho fotos de archivo policial que me
había dado Kuwale y las puse en búsqueda constante en
tiempo real.
Llamé a Lydia.
—Necesito cinco mil dólares extra para la investigación:
acceso a bases de datos y honorarios de los piratas. Lo que
está pasando aquí no puedo ni contártelo. Y si dentro de una
semana no estás de acuerdo en que vale hasta el último
céntimo, te lo devolveré todo.
Discutimos durante quince minutos. Improvisé, dejé caer
pistas sobre el FDCPA y sobre una tormenta política
inminente para despistar, pero no le dije nada sobre la
emigración de Mosala. Al final, Lydia cedió. Estaba
asombrado.
Utilicé el programa que me había dado Kuwale para
enviarle un mensaje codificado: «No, no he descubierto a
ninguno de tus matones, pero si esperas recibir más ayuda
por mi parte, aparte de que haya hecho de cultivo
ambulante, vas a tener que darme todos los detalles:
quiénes son esas personas, quién las ha contratado, tus
análisis del arma..., todo. Lo tomas o lo dejas. Nos veremos
en el mismo sitio que la última vez dentro de una hora».
Me senté y evalué lo que sabía, lo que creía. ¿Armas
biotecnológicas? ¿Intereses de las empresas de
biotecnología? Fuera cierto o no, el embargo había estado a
punto de matarme. Siempre había intentado entender las dos
posturas sobre las leyes de patentes de genes, siempre había
desconfiado por igual de las empresas y de los rebeldes; pero
ahora se había roto la simetría. Tenía un largo historial de
apatía y ambivalencia y me avergonzaba reconocer que había
necesitado algo tan grave para tomar partido, pero ahora

311
estaba dispuesto a abrazar la technolibération y contribuir a
su causa, preparado para hacer todo lo posible para
descubrir a los enemigos de Mosala.
Sin embargo, los Beach Boys no mentían. No podía creer
que un arma de InGenIo y sus aliados hubiera fallado por
algo tan tonto como mi ciclo de melatonina irregular. Parecía
más un trabajo de aficionados inteligentes y hábiles que
hacían lo que podían con conocimientos y herramientas
limitados.
¿El FDCPA? ¿Las sectas de la ignorancia? No lo creía.
¿Otros technolibérateurs que habían decidido que la idea
original de Mosala funcionaría mejor con una mártir
galardonada con el premio Nobel, sin saber que iban a
enfrentarse a otro grupo que compartía sus objetivos pero
que no sólo era reacio a tratar a las personas como algo
prescindible, sino que había elevado a la celebridad víctima
del sacrificio a la categoría de creadora del universo?
Había cierta ironía en todo aquello: aquella facción fría y
pragmática de la technolibération, partidaria de la Realpolitik,
parecía ser infinitamente más fanática que los
cuasirreligiosos Cosmólogos Antropológicos.
Una ironía o un malentendido.
La respuesta de Kuwale llegó cuando estaba en la ducha,
restregándome la piel muerta y el olor acre que no me había
podido quitar en el baño del hospital.
—Los datos que insistes en conocer no se pueden
desbloquear en el lugar que has especificado. Nos
encontraremos en estas coordenadas.
Miré un mapa de la isla. No valía la pena discutir.
Me vestí y salí hacia los arrecifes del norte.

312
TERCERA PARTE

20
La forma más fácil de ir adonde no llegaban las líneas del
tranvía consistía en subirse a uno de los camiones de ruedas
grandes y ligeras que se utilizaban para transportar los
alimentos tierra adentro. Los camiones eran automáticos;
seguían unas rutas predeterminadas y la gente los
consideraba un transporte público, aunque en la práctica, los
granjeros del mar controlaban los horarios por los retrasos
que imponían cuando los cargaban y descargaban. La
superficie de cada camión estaba dividida por varias barreras
bajas que delimitaban espacios en los que se ponían las cajas
y que servían también de bancos para los pasajeros.

313
No vi a Kuwale; quizá había elegido otra ruta o había
salido hacia el lugar de encuentro con antelación. Me senté
junto con otras veinte personas, más o menos, en el camión
que salía en dirección norte desde la parada del tranvía.
Contuve las ganas de preguntarle a la fem de mi lado qué
pasaría si uno de los granjeros se empeñaba en cargar tantos
cajones que no quedara sitio en el camión para que
volviéramos, o qué les impedía a los viajeros robar la
comida. La armonía de Anarkia seguía pareciéndome
inestable, pero cada vez era más reacio a expresar en voz
alta preguntas que se resumían en: ¿Por qué no enloquecéis
y hacéis que vuestras vidas se vuelvan insoportables?
No pensé ni durante un momento que el resto del planeta
pudiera funcionar así, ni que alguien de Anarkia lo
pretendiera, pero empezaba a entender el optimismo cauto
de Munroe. Si viviera aquí, ¿intentaría destrozar el lugar? No.
¿Haría algo que pudiera desencadenar revueltas y masacres
para conseguir unas ganancias a corto plazo? Esperaba que
no. Así pues, ¿qué vanidad absurda me daba derecho a
pensar que era mucho más razonable o inteligente que los
residentes de la isla? Si podía darme cuenta del difícil
equilibrio de su sociedad, ellos también se daban cuenta, y
actuaban en consecuencia. Era un equilibrio activo pendiente
de un hilo: la supervivencia por medio del conocimiento de
uno mismo.
Una lona impermeabilizada cubría la superficie del camión,
pero los lados estaban abiertos. A medida que nos
acercábamos a la costa, el terreno iba cambiando y se veían
formaciones coralinas parcialmente compactadas, húmedas y
granulares, que refulgían al sol como ríos cubiertos de nieve
en polvo color gris y plata. Probablemente, la entropía hacía
que los bancos de roca de arrecife firmes se disolvieran en
este fango y se perdieran, pero favorecía aún más el flujo de

314
energía solar hasta las bacterias litofílicas que infestaban los
restos del coral y unían el agregado de piedra caliza a la
matriz de polímero mineral, más densa, que lo rodeaba. Los
caminos biológicos fríos y efectivos catalizados por enzimas
que se acoplaban a la perfección, como moldes de inyección
a escala molecular, siempre se habían burlado de la química
industrial de alta temperatura y presión de los siglos XIX y
XX. Allí se burlaban hasta de la geología. La cinta
transportadora de subducción, que llevaba los sedimentos
oceánicos a las profundidades de la tierra para que se
pulverizaran y metamorfosearan a lo largo de eones, era tan
obsoleta en Anarkia como el proceso de Bessemer para el
acero o el de Haber para el amoniaco.
El camión se desplazaba entre dos amplios ríos de coral
aplastado. Otros se ensanchaban y unían en la distancia; los
segmentos de la roca de arrecife que había entre ellos se
estrechaban y desvanecían, hasta que el terreno que nos
rodeaba se convirtió en una especie de fango. El coral,
digerido en parte, era cada vez más grueso, y la superficie de
los canales más irregular. Empezaron a aparecer charcos
brillantes. Vi vetas de color que destacaban entre la piedra
calcárea blanquecina; no eran los trazos de minerales
apagados de la mampostería de la ciudad, sino rojos,
naranjas, verdes y azules brillantes y vistosos. El camión ya
apestaba a mar cuando nos subimos, pero entonces, la brisa
que había disipado el olor hasta aquel momento empezó a
hacerlo más intenso.
El paisaje se transformó en pocos minutos. Vastos bancos
de coral vivo, cubiertos de agua, rodeaban los caminos
estrechos y serpenteantes. La policromía del arrecife era
deslumbrante. Los simbiontes de las algas que vivían en las
diversas especies de pólipos coralinos tenían un arco iris de
pigmentos fotosintéticos. Incluso desde lejos distinguía

315
muchas variaciones en la morfología de los esqueletos
mineralizados de cada colonia: agregados de guijarros,
montones de ramificaciones tubulares gruesas y
construcciones delicadas con aspecto de helecho. Sin duda
era una aplicación práctica de la diversidad en aras de la
solidez ecológica, pero también una exhibición deliberada y
opulenta de virtuosismo biogenético.
El camión se detuvo y bajaron todos menos las dos
personas que habían descargado las cajas en un tranvía de
mercancías de la parada. Dudé un momento y seguí al resto
de la gente; aunque yo iba un poco más adelante, no quería
llamar la atención.
El camión siguió su camino. Casi todos los pasajeros
llevaban gafas, tubos y aletas de buceo; no sabía si eran
turistas o isleños, pero todos se encaminaron directamente
hacia el arrecife. Paseé con ellos y me quedé un rato mirando
cómo avanzaban con cautela hacia aguas más profundas por
el coral que sobresalía. Di la vuelta y me dirigí al norte por la
línea de costa, alejándome de los buceadores.
Vi por primera vez el océano abierto, a cientos de metros
por delante. Había unas cuantas barcas amarradas en el
puerto que estaba en una de las bahías que formaban los
seis brazos de la estrella de mar gigante. Recordé la vista
desde el aire; me había parecido frágil y exótica. ¿Sobre qué
estaba? ¿Una isla artificial? ¿Una máquina oceánica? ¿Un
monstruo marino biotecnológico? Las distinciones perdieron
todo significado.
Alcancé el camión al llegar al puerto; los dos trabajadores
que lo cargaban me miraron con curiosidad, pero no me
preguntaron qué hacía allí. Mi inactividad me hacía sentir
como un intruso; todos los que veía cargaban cajas o
clasificaban marisco. Había maquinaria, pero no era de
tecnología avanzada: toros de carga eléctricos, pero ninguna

316
grúa gigante ni amplias cintas transportadoras que
alimentaran las instalaciones de procesamiento.
Probablemente, la roca de arrecife era demasiado blanda
para aguantar algo tan pesado. Podrían haber construido una
plataforma flotante fuera del puerto que soportara el peso de
la grúa, pero parecía que nadie creía que la inversión valiera
la pena, o quizá a los granjeros, simplemente, les gustaba
más así.
Seguía sin haber rastro de Kuwale. Me aparté del muelle
de carga y me acerqué a la orilla. Desde la roca se emitían
señales bioquímicas que mantenían el puerto libre de coral, y
el plancton transportaba sedimentos a los lugares de los
arrecifes donde fueran necesarios. El agua no parecía tener
fondo y era de un verde azulado intenso. Entre la espuma del
suave oleaje me pareció distinguir una efervescencia
antinatural; subían burbujas por todas partes. El gas de la
roca presurizada que había visto salir de la parte inferior de
Anarkia escapaba a la superficie por aquí.
En el puerto, los granjeros estaban izando lo que parecía
una red de pesca llena; los tentáculos gelatinosos que
abrazaban el botín resplandecían al sol. Uno de los granjeros
se estiró y tocó la parte superior de la «red» con algo que
estaba en la punta de una pértiga larga y el contenido se
derramó bruscamente por el muelle y dejó los tentáculos
flácidos y temblorosos. En cuanto cayeron los últimos restos,
la criatura translúcida se hizo casi invisible. Tuve que forzar
la vista para seguirla cuando la bajaron de nuevo al océano.
—¿Sabes cuánto le pagan a Ocean Logic por una
cosechadora como ésa los que siguen las normas? —dijo
Kuwale a mis espaldas—. Cogieron todos los genes,
directamente de especies existentes, y lo único que hizo la
empresa fue patentarlos y reorganizarlos.
—Ahórrate la propaganda —dije mientras me volvía hacia

317
éil—. Me pondré de tu parte si me das las respuestas
correctas. —Kuwale parecía preocupada, pero no dijo nada—.
¿Qué tengo que hacer para que confíes en mí como confiabas
en Sarah Knight? —continué, abriendo los brazos en un gesto
de frustración—. ¿Tengo que morir por la causa?
—Lamento que te infectaran. La variedad natural ya es
bastante mala; lo sé porque la he sufrido.
Llevaba la misma camiseta que cuando le vi en el
aeropuerto, con puntos de luz que parpadeaban de forma
aleatoria. De pronto, me sorprendió lo involucrado que
estaba para lo joven que era: un poco más que la mitad de
mi edad.
—No fue culpa tuya —dije un poco molesto—. Y te
agradezco lo que hiciste, aunque salvarme la vida no fuera el
objetivo. —Kuwale parecía bastante incomodada, como si le
acabara de dedicar un cumplido inmerecido—. No fue culpa
tuya, ¿verdad? —insistí un poco inseguro.
—Directamente no.
—¿Qué significa eso? ¿Era tuya el arma?
—¡No! —dijo con amargura después de apartar la mirada
—. Pero aún me siento, en parte, responsable de todo lo que
hagan.
—¿Por qué? ¿Porque no trabajan para las empresas de
biotecnología? ¿Porque son technolibérateurs como tú? —
Apartó la mirada y sentí una sensación de triunfo; por fin
había acertado en algo.
—Por supuesto que son technolibérateurs —contestó
Kuwale impaciente, como diciendo: «¿no lo es todo el
mundo?»—. Pero ése no es el motivo por el que intentan
matar a Mosala.
Se nos acercaba un masc con una caja al hombro; cuando
lo miré, unas líneas rojas cruzaron mi campo de visión. Tenía
la cara vuelta hacia otro lado y un sombrero de ala ancha

318
casi le tapaba el resto, pero Testigo, que reconstruía las
partes que faltaban por simetría y reglas de extrapolación
anatómicas, había visto lo suficiente para estar seguro.
Guardé silencio.
—¿Quién era? —preguntó Kuwale en tono apremiante
cuando el masc ya no nos podía oír.
—¿Me lo preguntas a mí? No me diste nombres,
¿recuerdas? —Pero consulté el programa—. El número siete,
si eso significa algo para ti.
—¿Qué tal nadas?
—Bastante mal, ¿por qué? —Kuwale se volvió y se
sumergió en el agua del puerto; me incliné y esperé—. ¿Qué
haces, loca? —añadí cuando emergió—. Ya se ha ido.
—No me sigas aún.
—No tengo ninguna intención de...
—Espera hasta que sepamos quién de los dos se
encuentra mejor —dijo nadando hacia mí. Sacó la mano
derecha, me agaché para cogerla y empecé a izarle. Se negó
con un gesto impaciente—. Déjame en el agua a menos que
empiece a flaquear —añadió mientras flotaba en posición
vertical—. La inmersión inmediata es la mejor manera de
librarse de algunos tipos de toxinas dérmicas, aunque con
otros es lo peor que se puede hacer: hace que las puntas de
lanza hidrófobas se adentren en la piel mucho más deprisa.
—Se sumergió por completo, me hundió hasta el codo y
estuvo a punto de dislocarme el hombro.
—¿Y si es una mezcla de los dos? —dije cuando emergió
de nuevo.
—Entonces la habremos cagado.
—Podría ir a pedir ayuda —dije mirando el muelle de
carga.
A pesar de la enfermedad que había padecido (provocada,
sin duda, por un desconocido que pasó por mi lado con un

319
aerosol), una parte de mí todavía se negaba a creer en las
armas invisibles. Quizá pensaba que existía algún principio
de doble riesgo que significaba que el mundo molecular ya no
podía ejercer ningún poder sobre mí, que no tenía derecho a
un segundo intento. Nuestro presunto atacante se alejaba
con calma; era imposible sentirse amenazado.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó Kuwale,
mirándome nerviosa.
—Bien, salvo que me estás rompiendo el brazo. Esto es
una locura. —Notaba un cosquilleo en la piel.
—Te estás poniendo azul. —Kuwale soltó un gruñido de
«se ha cumplido la peor expectativa»—. Salta.
—¿Para hundirme? —La cara se me adormecía y las
extremidades me pesaban—. Creo que no. —Arrastraba las
palabras y no me sentía la lengua.
—Te sujetaré.
—No. Sal y pide ayuda.
—No te queda tiempo.
Gritó en dirección a la bahía de carga; el sonido me
pareció débil. Puede que yo no oyera bien o que éil hubiera
asimilado bastantes toxinas y le hubieran afectado a la voz.
Intenté volver la cabeza para ver si respondían. No pude.
Kuwale salió, sin parar de maldecirme por mi obstinación,
y me arrastró al agua. Me hundí. Estaba paralizado y
atontado; no sabía si todavía me sujetaba. El agua sería
transparente si no tuviera burbujas, pero allí era como caer a
través de cristal esmerilado. Esperaba con todas mis fuerzas
no estar inspirando; no podía saberlo con seguridad.
Las burbujas pasaban por delante de mi cara en corrientes
de direcciones contradictorias que me impedían distinguir la
vertical. Intenté orientarme por la inclinación de la luz, pero
los reflejos eran ambiguos. Sólo oía los latidos fuertes y
lentos de mi corazón, como si la toxina bloqueara las vías

320
que deberían haberlo hecho palpitar de forma acelerada.
Tenía una extraña sensación de déjà vu. Como había perdido
el tacto, no me parecía estar más mojado que cuando miraba
la imagen del túnel a través de la cámara del buceador. Vivía
una experiencia ajena con mi cuerpo.
De pronto, las burbujas se desdibujaron, aceleradas, la
turbulencia que me rodeaba se hizo más brillante y, sin
previo aviso, asomé la cara al aire y lo único que vi fue el
cielo azul.
—¿Estás bien? —me gritó Kuwale al oído—. Te tengo bien
sujeto; intenta relajarte. —Sonaba distante y sólo pude
emitir un gruñido de indignación—. Dentro de un par de
minutos nos habremos recuperado —añadió—. Me ha
afectado a los pulmones, pero creo que se me está pasando.
—Miré el cielo inalcanzable que se hundía al revés.
Kuwale me tiró agua a la cara. Me encontraba mejor; al
menos, me daba cuenta de que me la estaba tragando casi
toda. Tosí enfadado. Los dientes me castañeteaban; el agua
estaba más fría de lo que pensaba.
—Tus amigos dan pena. Un ladrón de pacotilla al que
pillan por la alarma secundaria. Un cólera que se lía por un
parche de melatonina. Y toxinas que se van con un baño de
mar. Violet Mosala no tiene nada que temer.
Alguien me cogió del pie y me hundió.
Conté cinco personas con trajes y equipo de buceo;
estaban cubiertas de polímero desde los tobillos hasta las
muñecas y llevaban guantes y gorros. No tenían nada de piel
expuesta. ¿Por qué? Luché débilmente, pero dos buceadores
me sujetaban con firmeza e intentaban ponerme una especie
de aparato metálico en la cara. Lo aparté.
La cosechadora emergió en la distancia translúcida;
apenas resultaba visible a través del agua iluminada por la
luz solar. Sentí mi primer ataque auténtico de pánico

321
visceral. Si habían envenenado los tentáculos, devolviendo
un gen de la especie modificada a su estado natural, éramos
hombres muertos. Me solté lo bastante para volverme y ver a
otros tres buceadores que rodeaban a Kuwale e intentaban
mantenerle inmóvil.
Una de mis secuestradores volvió a agitar el aparato
delante de mí. Era un regulador conectado a una bombona
de aire. La miré y apenas podía distinguir su expresión a
través de las gafas, pero Testigo identificó de inmediato a
otro objetivo. No sabía qué contenía la bombona, pero
aunque fuera nocivo, sólo iba a tardar unos minutos en
ahogarme.
Los ojos de la buceadora parecían decir: «La decisión es
tuya. Lo tomas o lo dejas».
Volví a mirar a mi alrededor. A Kuwale le habían atado los
brazos a la espalda, le habían dado el gas y lo había
aceptado. Yo todavía estaba débil por la toxina y me faltaba
el aire. No tenía ninguna oportunidad de escapar.
Dejé que me ataran las manos, abrí la boca y mordí con
fuerza el tubo del respirador. Aspiré agradecido el aire,
mientras me recuperaba entre el pánico y el alivio. Si lo
hubieran querido, ya nos habrían metido un cuchillo de pesca
entre las costillas. Pero aún no estaba preparado para la
alternativa.
La cosechadora se acercaba y los buceadores se
adelantaron a su encuentro, arrastrándonos con ellos. Quería
protegerme la cara con las manos, pero no podía. La madeja
de tentáculos transparentes de la medusa se abrió ante
nosotros. Se contorsionaba como las topologías patológicas
del preespacio, como si el vacío hubiera adquirido vida.
Entonces la red se cerró firmemente.

322
21
Las toxinas de la cosechadora debilitaban pero no eran
dolorosas. En realidad, hacían el viaje más tolerable:
relajaban los músculos tensos a causa de las náuseas y la
claustrofobia y atenuaban la sensación de ser comido vivo.
Probablemente, la criatura era una especie comercial y no el
arma biotecnológica privada que me había imaginado.
Empecé a grabar con retraso; los ojos me escocían a causa
de la sal, pero si los cerraba me daba vértigo. Veía a Kuwale
y a los buceadores que le custodiaban, pero borrosos, como
si los mirara a través de un cristal cubierto de escarcha.
Tranquilizados por las toxinas y arropados por gelatina
transparente, nos desplazábamos a través del agua clara.
Suponía que nos izarían con un torno y nos dejarían caer
en cubierta sin miramientos, como la captura que había visto
desparramar antes, pero alguien hizo que la cosechadora se
relajara con una vara hormonal mientras todavía estábamos
en el agua, y los buceadores nos llevaron a cuestas por unas
escalas laterales de cuerda. En cubierta, Testigo identificó
tres rostros más. Nadie nos dirigió la palabra y yo estaba
demasiado colocado para pensar en alguna pregunta
coherente. La fem que me había ofrecido el regulador me ató
los pies juntos y pasó una cuerda para sujetar mis manos

323
atadas a las de Kuwale, de forma que quedamos unidos por
la espalda. Otro de los buceadores se llevó las agendas, nos
pasó una red de pesca (inerte) por debajo de los brazos, nos
envolvió con ella, la enganchó al torno y nos bajó a una
bodega vacía. Cuando cerraron la trampilla nos quedamos
totalmente a oscuras.
Noté que mi estupor bioquímico se desvanecía; el olor a
algas pútridas parecía contribuir a ello. Esperé a que Kuwale
me ofreciera un análisis de nuestra situación.
—Conoces todas sus caras y ellos conocen tus códigos de
comunicación —dije al cabo de unos minutos de silencio—.
Dime quién está ganando la batalla de la información.
—Déjame decirte una cosa —se movió irritada—: no creo
que nos hagan daño; son moderados y lo único que quieren
es que nos mantengamos al margen.
—¿Y qué quieren hacer mientras tanto?
—Matar a Mosala.
La cabeza me daba vueltas a causa del hedor; las «sales»
habían sobrepasado su ciclo útil y habían puesto la marcha
atrás.
—Si los moderados quieren matar a Mosala, ¿qué tendrán
en mente los extremistas? —No contestó. Me quedé mirando
fijamente la oscuridad. En los muelles, Kuwale había insistido
en que la amenaza a Mosala no tenía nada que ver con la
technolibération—. ¿Quieres aclararme un pequeño punto de
la doctrina antropocosmológica? —pregunté.
—No.
—Si Mosala muriera antes de convertirse en la Piedra
Angular... no pasaría ni cambiaría nada, ¿verdad? Tarde o
temprano, otro ocuparía su lugar, o de lo contrario ni siquiera
estaríamos aquí hablando de ello. —No hubo respuesta—.
Aun así estás intentando mantenerla a salvo. ¿Por qué? —Me
maldije en silencio: había tenido la respuesta delante de mis

324
narices desde que hablé con Amanda Conroy—. Estas
personas no son enemigos políticos de alguien que,
casualmente, es una Piedra Angular en potencia, ¿verdad?
Son una afrenta viviente para la corriente principal de la
Cosmología Antropológica porque se han apropiado de
vuestras ideas y las han llevado hasta su conclusión lógica.
Son de CA, como vosotros, pero han decidido que no quieren
que Violet Mosala sea la creadora del universo.
—No es ninguna conclusión lógica —contestó Kuwale
indignada—. Es una locura intentar elegir la Piedra Angular.
El universo existe porque la Piedra Angular está «dada».
¿Acaso intentarías cambiar el Big Bang?
—No, pero este acto de creación aún no ha tenido lugar,
¿cierto?
—No importa. El propio tiempo forma parte de lo que se
crea. El universo existe en este momento porque la Piedra
Angular lo creará.
—Pero todavía se pueden cambiar las cosas —insistí—,
¿no? Nadie sabe aún con certeza qué TOE es la verdadera.
—¡Ésa no es la manera correcta de enfocarlo! —Kuwale se
volvió a mover; noté que se ponía rígida de ira—. ¡La Piedra
Angular está dada! ¡La TOE es única!
—No malgastes saliva conmigo defendiendo la corriente
principal —dije—. Creo que tu encefalograma es tan plano
como el suyo. Sólo intento hacerme una idea de en qué
consiste la versión más peligrosa. ¿No crees que tengo
derecho a saber a qué nos enfrentamos?
—Creen que la identidad de la Piedra Angular está
determinada —me explicó con desgana, después de respirar
hondo intentando calmarse—. Que está preestablecida, igual
que el resto de la historia, incluso el posible asesinato de
cualquier rival. Pero el determinismo no elimina la ilusión de
poder. ¿Has conocido a algún extremista islámico que fuera

325
pasivo? No es que la mano de Dios vaya a surgir del cielo y
salvar a la Piedra Angular, ni que un golpe improbable del
destino vaya a detenerlos si van tras el físico equivocado. No
hace falta ninguna intervención sobrenatural si todo el
universo y sus habitantes son sólo una conspiración para
justificar la existencia de la Piedra Angular. No pueden
equivocarse; da igual a quién maten y por qué motivo.
—Entonces, si matan a todos los rivales del teórico de la
TOE que apoyan, la suya será la que dé la existencia al
universo. Y, hayan elegido algo o no, el resultado es el
mismo. La TOE que quieren y la que consiguen acaban
siendo idénticas.
»Y también están en Kyoto. —Por fin caí en la cuenta—.
¿Crees que han llegado hasta Nishide y que por eso está
enfermo? ¿Y que llegaron hasta Sarah antes de que pudiera
denunciarlos?
—Es muy probable.
—¿Se lo habéis dicho a la policía de Kyoto? ¿Tenéis algún
contacto allí? —Me callé; no podía hablar de las
contramedidas porque era casi seguro que nos estaban
vigilando—. Por cierto, ¿qué tiene de particular la teoría de
Buzzo? —añadí cansado.
—Creen que deja abierta la posibilidad de acceder a otros
universos que otros Big Bangs originaron en el preespacio —
dijo en tono de burla—. Tanto Mosala como Nishide descartan
por completo esa posibilidad: podrían existir otros universos,
pero son inalcanzables. Los agujeros negros y de gusano de
sus TOE sólo nos conducen de vuelta a este cosmos.
—¿Y quieren matar a Mosala y Nishide porque no les basta
con un universo?
—Piensa en las infinitas riquezas a las que renunciaríamos
si elegimos un cosmos independiente —protestó Kuwale con
sorna—. Adopta una perspectiva a largo plazo. ¿Adónde

326
escaparíamos cuando llegara el Big Crunch? Una o dos vidas
no son un precio demasiado elevado por el futuro de toda la
humanidad, ¿no crees?
Volví a pensar en Ned Landers, que intentaba apartarse
de la especie humana para controlarla. No era posible
apartarse del universo, pero usar la antropocosmología para
ir más allá de las explicaciones de los teóricos de las TOE y
jugar a «elige a tu creador» se le parecía mucho.
—Puede que Mosala haga bien en despreciarnos si
nuestras ideas nos conducen a esto —dijo Kuwale con
desánimo.
—¿Sabe que hay CA que quieren matarla? —No pensaba
discutirle lo anterior.
—En parte sí y en parte no.
—¿Qué quieres decir?
—Hemos intentado avisarla, pero nos desprecia tan
profundamente, incluso a la corriente principal, que no se
toma la amenaza en serio. Creo que piensa que las malas
ideas no pueden afectarla, que si la antropocosmología no es
nada más que superstición, no puede hacerle daño.
—Díselo a Giordano Bruno. —Mis ojos se estaban
adaptando a la oscuridad; podía ver una tenue franja de luz
en el suelo de la bodega a lo lejos—. ¿Me he perdido algo o
estamos hablando todo el rato de los que llamas
«moderados»? —Kuwale no contestó, pero noté que se
desplomaba hacia delante, como si finalmente le venciera la
vergüenza—. ¿Qué defienden los extremistas? —insistí—. Dilo
con delicadeza, pero suéltalo de una vez. No quiero más
sorpresas.
—Se podría decir que forman un híbrido con las sectas de
la ignorancia —confesó Kuwale abatida—. Todavía son CA en
el sentido amplio del término: creen que se confiere
existencia al universo por medio de su explicación, pero

327
piensan que sería posible e incluso deseable tener un
universo sin ninguna TOE, sin ninguna ecuación definitiva ni
ninguna pauta unificadora. Que no haya niveles más
profundos, leyes definitivas ni imposibles absolutos. Ningún
límite para la posibilidad de trascendencia.
—Pero la única manera de conseguir eso sería asesinar a
cualquiera que pudiera convertirse en la Piedra Angular...

Parecía que mi ropa había alcanzado un punto de equilibrio


con el aire húmedo de la bodega... en el nivel de humedad
más incómodo posible. Necesitaba orinar, pero me aguantaba
por mantener la dignidad y con la esperanza de que sabría
identificar correctamente el momento en que el problema
supusiera una amenaza para la vida. Me acordé de Tycho
Brahe, un astrónomo que murió después de que le estallara
la vejiga en un banquete porque le daba demasiada
vergüenza preguntar por los servicios.
La franja de luz del suelo no se movía, pero a medida que
pasaban las horas, se fue haciendo más brillante y después
se fue debilitando. Los sonidos que llegaban a la bodega no
significaban mucho para mí; eran crujidos y golpes metálicos
aleatorios, voces apagadas y pasos. Se oían zumbidos y
ruidos de vibración distantes; algunos eran continuos y otros
intermitentes. Sin duda, cualquiera mínimamente aficionado
a las embarcaciones podría identificar el sonido de un motor
MHD de propulsión a chorro con imanes superconductores.
Pero yo era incapaz de distinguir entre un motor a máxima
potencia y el sonido de un tripulante en la ducha.
—¿Cómo se hace alguien de Cosmología Antropológica si
nadie sabe de vuestra existencia? —pregunté.
Kuwale no contestó y le di un empujón suave con el
hombro.

328
—Estoy despierta. —Sonaba más deprimida de lo que yo
estaba.
—Entonces háblame o perderé la calma. ¿Cómo reclutáis
nuevos miembros?
—Hay foros de debate en la red que tratan de ideas
relacionadas: cosmología alternativa y metafísica de la
información. Participamos, sin revelar demasiado, y si alguna
persona nos parece simpatizante y digna de confianza, nos
dirigimos a ella de forma individual. Alguien, en algún lugar,
reinventa la antropocosmología dos o tres veces al año. No
intentamos convencer a nadie de que es verdad, pero si
llegan a las mismas conclusiones por su cuenta, les hacemos
saber que no están solos.
—¿Y la corriente marginal hace lo mismo? ¿Pesca
personas en la red?
—No, todos son disidentes que antes estaban con
nosotros.
—Ah. —No era de extrañar que la corriente principal se
sintiera obligada a proteger a Mosala. Ellos eran quienes,
literalmente, habían reclutado a todos sus posibles asesinos.
—Es triste —dijo Kuwale con voz queda—. Algunos creen
sinceramente que son los verdaderos technolibérateurs;
toman la ciencia en sus manos y se niegan a ser arrollados
por una teoría ajena: no quieren renunciar a tener voz en el
asunto.
—Sí, muy democrático. ¿Se les ha ocurrido alguna vez
convocar elecciones para elegir a la Piedra Angular en lugar
de matar a todos los candidatos rivales del suyo?
—¿Y ceder todo ese poder voluntariamente? No creo.
Muteba Kazadi tenía una versión «democrática» de la
antropocosmología que no implicaba ningún asesinato.
Aunque nadie la entendía y no creo que ni siquiera lograse
que las matemáticas le funcionaran.

329
—¿Muteba Kazadi era de CA? —Me reí asombrado.
—Desde luego.
—No creo que Violet Mosala lo sepa.
—No creo que Violet Mosala sepa nada que no quiera
saber.
—Eh, un poco de respeto por tu deidad. —El barco se
sacudió suavemente—. ¿Nos ponemos en marcha o
acabamos de parar? —Kuwale se encogió de hombros. El
lastre adaptable hacía la navegación tan suave que era
imposible saber qué pasaba; no había notado oleaje durante
el tiempo que llevábamos a bordo y menos aún las sutiles
aceleraciones del viaje—. ¿Conoces a alguno de los que están
aquí?
—No. Todos abandonaron la corriente principal antes de
unirme yo.
—Así que no puedes estar seguro de lo moderados que
son.
—Sé con seguridad a qué facción pertenecen. Y si
quisieran matarnos, ya estaríamos muertos.
—Hay sitios mejores que otros para deshacerse de
cadáveres. Lugares en los que los vertidos ilegales tienen
menos probabilidades de llegar a la orilla. Cualquier
programa medio decente de navegación podría calcularlo.
El barco dio otro bandazo y algo golpeó el casco. Resonó a
nuestro alrededor y me dio dentera. Esperé tenso. El sonido
se fue apagando y no pasó nada.
—¿De dónde eres? —Me esforzaba en romper el silencio—.
No consigo localizar tu acento.
—Te equivocarías si lo hicieras. —Kuwale se rió desganada
—. Nací en Malawi, pero a los dieciocho meses me sacaron de
allí. Mis padres son diplomáticos, funcionarios del ministerio
de Comercio; viajábamos por toda África, Sudamérica y el
Caribe.

330
—¿Saben que estás en Anarkia?
—No. Nos distanciamos hace cinco años, cuando emigré.
A ásex.
—¿Hace cinco años? ¿Cuántos tenías?
—Dieciséis.
—¿No te parece que eras demasiado joven para operarte?
—Sólo era una suposición, pero hacía falta algo más que
tener un aspecto andrógino para romper una familia normal.
—En Brasil no.
—¿Y se lo tomaron mal?
—No lo entendieron —dijo con amargura—. La
technolibération, el ser ásex... todo lo que me importaba
carecía de sentido para ellos. En cuanto tuve opiniones
propias empezaron a tratarme como un expósito ajeno. Eran
muy cultos, tenían un sueldo alto, eran sofisticados,
cosmopolitas... y tradicionalistas. Se sentían unidos a Malawi,
a su clase social y a los valores y prejuicios que suponía todo
eso... fueran adonde fueran. Yo no era de ninguna parte; era
libre. —Se rió—. Viajar revela las constantes: las mismas
hipocresías que se repiten una y otra vez. Cuando cumplí los
catorce había vivido en treinta culturas distintas y ya sabía
que el sexo era para conformistas atontados.
—¿Te refieres al género o al acto físico? —dije con
cuidado, aunque lo anterior casi me había enmudecido.
—A las dos cosas.
—Algunas personas necesitan las dos cosas. No sólo de
forma biológica; ya sé que puedes desconectar de eso. Sino
por el sentimiento de identidad y por la autoestima.
—La autoestima es un producto que se inventaron las
sectas de autoayuda del siglo veinte —bufó Kuwale muy
divertida—. Si quieres autoestima o un centro emocional, ve
a Los Ángeles y cómpralo. ¿Qué os pasa a los occidentales?
—añadió más comprensiva—. A veces me parece que toda la

331
psicología precientífica de Freud y Jung y todas sus
regurgitaciones mercantilistas estadounidenses han
secuestrado vuestro lenguaje y cultura de tal manera que ni
siquiera podéis pensar en vosotros mismos si no es con jerga
de las sectas. Y ya está tan arraigada que no sabéis cuándo
la utilizáis.
—Quizá tengas razón. —Empezaba a sentirme
insoportablemente viejo y tradicionalista. Si Kuwale era el
futuro, la generación siguiente estaría más allá de mi
comprensión. Seguro que no era nada malo, pero asimilarlo
resultaba doloroso—. ¿Qué utilizas en lugar del rollo
psicológico occidental? Casi entiendo lo de ser ásex y
technolibérateur, pero ¿dónde está la gracia de la
antropocosmología? Si necesitas una dosis de tranquilidad
cósmica, ¿por qué no eliges, al menos, una religión que
ofrezca vida después de la muerte?
—Deberías unirte a los asesinos de cubierta si piensas que
puedes decidir qué es cierto y qué es falso.
Recorrí la bodega oscura con la mirada. La tenue franja de
luz se estaba apagando muy deprisa y parecía que íbamos a
pasar una noche gélida allí. Mi vejiga estaba a punto de
estallar, pero no acababa de atreverme a soltarla. Cada vez
que creía haber aceptado mi cuerpo y lo que me pudiera
hacer, el inframundo volvía a tirar de la correa. No había
aceptado nada; sólo había atisbado bajo la superficie y ahora
quería enterrar todo lo que había aprendido, seguir como si
nada hubiera cambiado.
—La verdad es cualquier cosa que te permite salirte con la
tuya —dije.
—No, eso es el periodismo. La verdad es aquello de lo que
no se puede huir.

332
Me despertó el haz de una linterna en la cara y alguien que
cortaba el polímero que me unía a Kuwale con un cuchillo
cubierto de enzimas. Hacía tanto frío que debía de ser de
madrugada. Parpadeé y temblé, cegado por el resplandor. No
distinguía cuántas personas había y menos aún las armas
que llevaban, pero me quedé muy quieto mientras me
soltaban, porque suponía que si hacía algo distinto me
meterían una bala en la cabeza.
Me engancharon a una eslinga rudimentaria, me izaron y
me quedé colgando por encima de cubierta mientras tres
personas salían de la bodega por una escala de cuerda y
dejaban a Kuwale atrás. Miré alrededor de la cubierta
iluminada por la luz de la luna; hasta donde podía distinguir
estábamos en alta mar. La idea de estar tan lejos de Anarkia
me heló la sangre; si nos quedaba alguna posibilidad de
recibir ayuda, estaba en la isla.
Cerraron la escotilla de la bodega de un golpe, me
bajaron, me desataron los pies y luego me llevaron a
empujones hacia un camarote que estaba en el otro extremo
del barco. Después de rogar un poco, me dejaron parar y
mear por la borda. Durante unos instantes me sentí tan
agradecido que habría despachado a Violet Mosala con mis
propias manos si me lo hubieran pedido.
El camarote estaba lleno de pantallas y equipo electrónico.
No había estado en un barco de pesca en la vida, pero
aquello me pareció una exageración; probablemente, una
flota de tamaño medio se podía dirigir con un microchip.
Me ataron a una silla en mitad del camarote. Había cuatro
personas; Testigo ya había identificado a dos: los números
tres y cinco de las fotos de Kuwale, pero no sabía nada de las
otras, dos fems de mi edad, aproximadamente. Grabé y
archivé sus caras: diecinueve y veinte.
—¿Qué era todo el ruido de antes? —pregunté sin

333
dirigirme a nadie en particular—. Creí que habíamos
encallado.
—Nos han embestido —dijo Tres—. Te has perdido toda la
diversión. —Era un umasc blanco, muy musculoso, y tenía
ideogramas chinos tatuados en los antebrazos.
—¿Quién? —Tres pasó por alto la pregunta con demasiada
frialdad; ya había dicho demasiado.
—No sé qué te habrá contado Kuwale —dijo Veinte,
haciéndose cargo de la conversación. Había permanecido en
el camarote mientras los otros me recogían—. Sin duda, te
habrá dicho que somos unos fanáticos. —Era una fem negra,
alta y esbelta, con acento francófono.
—No, me ha dicho que sois moderados. ¿No nos habéis
escuchado?
Negó con un gesto de inocencia, sorprendida, como si
fuera evidente que escuchar a escondidas era indigno de ella.
Tenía un aire de tranquila autoridad que me ponía nervioso;
me la imaginaba ordenando a los otros que hicieran cualquier
cosa concebible, sin perder la imagen de que era
absolutamente razonable.
—Moderados pero herejes, por supuesto.
—¿Cómo esperas que te llamen los otros CA?
—Olvídate del resto de CA. Deberías juzgar por ti mismo
después de oír todos los hechos.
—Creo que perdisteis cualquier oportunidad de una
opinión favorable cuando me infectasteis con vuestro cólera
casero.
—No fuimos nosotros.
—¿No? Entonces, ¿quién?
—Los mismos que infectaron a Yasuko Nishide con una
cepa natural virulenta de neumococos. —Sentí un escalofrío.
No sabía si creerla, pero aquello encajaba con la descripción
de Kuwale de los extremistas.

334
—¿Estás grabando? —dijo Diecinueve.
—No. —Era verdad, aunque había capturado sus caras,
había parado la filmación continua horas atrás, cuando
estaba en la bodega.
—Entonces empieza, por favor.
Diecinueve tenía acento y aspecto escandinavos. Daba la
impresión de que todas las facciones de CA eran
internacionalistas a ultranza. Desde luego, los escépticos que
decían que quienes forjaban amistades por todo el mundo en
la red nunca se conocían en persona estaban equivocados.
Sólo hacía falta un buen motivo.
—¿Por qué?
—Has venido a hacer un documental sobre Violet Mosala,
¿verdad? ¿No quieres contar toda la historia hasta el final?
—Cuando Mosala muera —explicó Veinte— se armará un
lógico revuelo y tendremos que ocultarnos. No nos interesa
convertirnos en mártires, pero no tememos que nos
identifiquen cuando hayamos cumplido la misión. No nos
avergüenza lo que hacemos aquí; no hay motivo para ello, y
queremos que una persona objetiva, imparcial y digna de
confianza cuente al mundo nuestra versión de la historia.
Me quedé mirándola. Parecía totalmente sincera e incluso
hablaba en tono de disculpa formal, como si pidiera un favor
un poco incómodo.
Eché una ojeada a los otros. Tres me miraba con
estudiada indiferencia. Cinco jugueteaba con los aparatos
electrónicos. Diecinueve me devolvió la mirada, firme en su
solidaridad.
—Olvídalo. No hago películas snuff. —Quedaba muy bien;
si no me hubiera acordado del interrogatorio de Daniel
Cavolini en cuanto lo dije, podría haber sentido un resplandor
cálido en mi interior durante horas.
—No esperamos que filmes la muerte de Mosala —me

335
aclaró Veinte con delicadeza—. Sería poco práctico y de mal
gusto. Sólo queremos que puedas explicarles a los
espectadores por qué era necesaria su muerte.
La realidad se me escapaba de las manos. En la bodega
había anticipado torturas, me había imaginado con todo
detalle el proceso de hacerme parecer una posible víctima del
ataque de un tiburón.
Pero aquello no.
—No me interesa una entrevista en exclusiva con los
asesinos de la persona sobre la que hago el reportaje —dije
esforzándome por hablar con calma. Me pasó por la mente la
idea de que la mitad de los ejecutivos de SeeNet no me
perdonarían esas palabras si averiguaban que las había
pronunciado—. ¿Por qué no contratáis un espacio publicitario
de pago en TechnoLaila? —añadí—. Seguro que sus
espectadores os darían un voto de apoyo incondicional si les
explicarais que era necesario matar a Mosala para
salvaguardar la posibilidad de viajar a otros universos a
través de agujeros de gusano.
—Sabía que Kuwale te llenaría la cabeza de mentiras
perniciosas. —Veinte frunció el ceño ante una calumnia
injusta—. ¿Es eso lo que te ha dicho?
Estaba aturdido; todo me parecía increíble. Su obsesiva
preocupación por los convencionalismos más insignificantes
era surrealista.
—¡No importa cuál sea el maldito motivo! —grité. Intenté
extender las manos e implorarle que entrara en razón, pero
las tenía firmemente atadas al respaldo de la silla—. No sé —
continué atontado—, quizá penséis que Henry Buzzo tiene
más peso, un estilo más presidencial y unos aires de Jehová
adecuados. O puede que penséis que sus ecuaciones son más
elegantes. —Estuve a punto de decirles lo que me había
confiado Mosala: que Buzzo había cometido un error fatal en

336
su metodología y que su aspirante favorito nunca sería la
Piedra Angular. Me contuve a tiempo—. No importa: sigue
siendo un asesinato.
—No es eso; es defensa propia. —Me volví, la voz había
venido de la puerta del camarote—. Los agujeros de gusano
no tienen nada que ver —añadió con tristeza Helen Wu
mirándome a los ojos—. Buzzo no tiene nada que ver. Pero si
no intervenimos, Violet tendrá pronto el poder de matarnos a
todos.

337
22
Después de que Helen Wu entrara en el camarote, lo grabé
todo.
No para SeeNet. Para la Interpol.
—He hecho lo que he podido para encaminarla hacia un
terreno más seguro —dijo Wu solemnemente—. Creía que si
lograba que Violet entendiera hacia dónde se dirigía,
cambiaría sus métodos, por motivos científicos
convencionales y para conseguir una teoría con contenido
físico, que es lo que los otros físicos esperan de una TOE. —
Alzó las manos en gesto de desesperación—. ¡Nada la
detiene! Ya lo sabes. Digirió todas las críticas que le hice y
les sacó provecho. Sólo he conseguido empeorar las cosas.
—No creo que Amanda Conroy te diera una imagen real
de la complejidad de la cosmología de la información —me
dijo Veinte—. ¿Qué te describió? ¿Un modelo en el que la
Piedra Angular crea un universo absolutamente perfecto, sin
ningún tipo de fenómeno que viole nunca la TOE? ¿Sin la
posibilidad de llegar hasta la metafísica subyacente?
—Así es. —Había desistido de exteriorizar mi ira; la mejor
estrategia que se me ocurría era seguirles la corriente, dejar
que se incriminaran todo lo que quisieran y aferrarme a la
esperanza de tener alguna oportunidad de avisar a Mosala.

338
—Ésa es sólo una posibilidad entre millones. Y es tan
simplista como los primeros modelos de la Relatividad
General de los principios del siglo pasado: universos
homogéneamente perfectos, simples y vacíos como globos
gigantes. Se estudiaron sólo porque cualquier cosa más
verosímil era demasiado difícil de analizar matemáticamente.
Nadie se creía que describieran la realidad.
—Conroy y sus amigos no son científicos, sino aficionados
entusiastas —dijo Wu, elaborando la idea—. Adoptaron la
primera solución que se les presentó y decidieron que era
todo lo que necesitaban. —No sabía nada acerca de los
demás, pero Wu tenía mucho prestigio profesional y llevaba
una vida acomodada que estaba tirando por la borda delante
de mí. Quizá el esfuerzo intelectual que había dedicado a la
antropocosmología ya le había costado cualquier logro que
hubiera podido obtener en los MTT, pero ahora lo estaba
sacrificando todo—. Ese tipo de cosmos perfecto y estable no
es imposible, pero depende por completo de la estructura de
la teoría. La física observable y la metafísica de la
información subyacente sólo tienen garantías de ser
independientes y separables bajo ciertas condiciones
rigurosas. El trabajo de Mosala muestra todos los indicios de
violar esas restricciones de la manera más peligrosa posible.
Wu se me quedó mirando un rato, como si intentara
decidir si había recalcado suficientemente la gravedad de la
situación. No había nada en su forma de expresarse que
traicionara ningún indicio de paranoia o fanatismo; por muy
equivocada que estuviera, me sonaba igual de sensata que
los científicos del Proyecto Manhattan a los que les
aterrorizaba la posibilidad de que la primera prueba de la
bomba atómica produjera una reacción en cadena y
destrozara el mundo.
—Enséñaselo —le dijo a Cinco al ver que yo tenía un

339
aspecto consternado adecuado. Y se marchó.
—¿Adónde va? —dije. Se me cayó el alma a los pies. ¿De
vuelta a Anarkia en otro barco? Ninguno de los allí presentes
tenía tantas oportunidades de acercarse a Mosala como Wu.
Me acordé de cuando las vi pasar por el vestíbulo del hotel
riéndose, casi codo a codo.
—Helen ya sabe demasiado sobre la TOE de Mosala y
sobre la cosmología de la información —explicó Diecinueve—.
Ampliar esos conocimientos podría resultar peligroso, así que
ya no asiste a las sesiones en las que hablamos de los
nuevos resultados. No hay por qué correr riesgos.
Lo asimilé en silencio. La obsesión por el secretismo de los
CA iba mucho más allá del supuesto miedo al ridículo ante los
medios de comunicación de Conroy, o de la necesidad de
planear asesinatos sin que los vieran. Estaban totalmente
convencidos de que sus ideas eran tan peligrosas como
cualquier arma física.
Oía el rumor del océano que se movía tranquilamente a
nuestro alrededor, pero las ventanas sólo reflejaban el
interior. Mi imagen parecía la de otra persona: el pelo pegado
de forma rara, los ojos hundidos... y una escena de fondo
equivocada. Me imaginé el barco inmóvil en el mar en calma,
y en él, el camarote, una diminuta isla de luz en la oscuridad.
Intenté separar las muñecas para calcular la resistencia del
polímero y la topología del nudo. No cedió ni se deslizó nada.
Desde que me despertaron y subieron a cubierta me
angustiaban el miedo, las ataduras y la ira, pero durante un
momento sentí que recuperaba algo parecido a la
clarividencia de la habitación del hospital. El mundo perdió
toda pretensión de significado: sin consuelo, misterio ni
amenaza.
Cinco, un masc italiano de mediana edad, acabó de
trastear con los aparatos electrónicos. Se dirigió a mí tan

340
cohibido como si lo estuviera iluminando con un foco de mil
vatios y le hubiera puesto una cámara de mediados del siglo
pasado en la cara.
—Éste es el último supuesto del superordenador según
todo lo que Mosala ha publicado hasta la fecha —dijo—.
Hemos evitado deliberadamente extrapolarlo a una TOE por
razones obvias, pero es posible obtener una aproximación de
los efectos que produciría la conclusión de su trabajo.
De repente se encendió la pantalla más grande del
camarote; tenía unos cinco metros de anchura por tres de
altura. La imagen que mostraba parecía una masa de hebras
finas multicolores que se habían entretejido de forma
elaborada. No había visto nada parecido en el congreso;
aquello no era la espuma anárquica del vacío cuántico que se
contorsionaba. Parecía más una bola compacta de tubo
flexible y luminoso de neón, que hubieran ovillado Escher y
Mandelbrot por turnos con un cuidado exquisito a lo largo de
muchos siglos. Había simetrías dentro de las simetrías, nudos
en los nudos y pautas y diseños que llamaban la atención,
pero eran demasiado intrincados y enrevesados para
seguirlos hasta ningún tipo de final.
—Eso no es el preespacio, ¿verdad? —dije.
—Por supuesto que no. —Cinco me miraba dubitativo,
como si sospechara que mi ignorancia resultaría
infranqueable—. Es un mapa muy burdo del espacio de la
información en el instante en que la Piedra Angular potencial
se convierte en Piedra Angular definitiva. Llamamos a esta
configuración «Aleph» para abreviar. Imagina que es una
foto del Big Bang explicativo —añadió con desgana al ver que
no respondía, como si se viera forzado a rebajarse a hablar
para niños.
—¿Éste es el punto de partida de todo? ¿La premisa para
un universo entero?

341
—Sí. ¿De qué te sorprendes? El Big Bang físico y
primordial es órdenes de magnitud más simple; se puede
representar con sólo diez números. El Aleph contiene cien
millones de veces más información. La idea de crear galaxias
y ADN a partir de esto es mucho menos descabellada.
Eso era cuestión de opiniones.
—Pues si ése es el contenido del cerebro de Violet Mosala,
no se parece a ninguna imagen cerebral que haya visto
nunca.
—Espero que no —dijo Cinco con sequedad—. No es una
imagen anatómica de un escáner ni un mapa neuronal
funcional, ni siquiera una red simbólica cognitiva. Las
neuronas de la Piedra Angular, por no hablar de su cerebro,
«todavía» no existen. Esto es la información pura que
precede, desde el punto de vista lógico, a la existencia de
todos los objetos físicos. Los «conocimientos» y la
«memoria» de la Piedra Angular vienen primero. El cerebro
en el que se codifican va después.
Hizo un gesto en dirección a la pantalla y la bola de tubos
estalló, enviando rizos brillantes hacia la oscuridad en todas
direcciones.
—La Piedra Angular está, en último término, armada con
una TOE y es consciente de su existencia y de un conjunto
canónico de observaciones y resultados experimentales que
deben ser justificados, independientemente de que sean
suyos o de otra persona. Si le falta la densidad de la
información o el esquema de organización necesarios para
explicar su existencia de forma coherente, todo el suceso
sería subcrítico: no implicaría ningún universo. Pero si se
diera un Aleph con los datos suficientes, el proceso no se
detendría hasta que se creara un cosmos físico completo.
»Desde luego, el proceso no "empieza" ni "acaba" en el
sentido convencional de las palabras: no tiene lugar en el

342
tiempo. La sucesión de imágenes de esta simulación sólo
corresponde a incrementos de su extensión lógica, como los
pasos de una demostración matemática, que añaden capas
sucesivas de consecuencias a un conjunto inicial de premisas.
La historia del universo está implícita en esas consecuencias,
como... la secuencia de un asesinato que se reconstruye por
deducción pura a partir de las pruebas de la escena del
crimen.
Mientras hablaba los diseños que había visto en la
superficie del «Aleph» se tejían una y otra vez en el «vacío
de información» circundante. Era como mirar un tapiz
deslumbrante que se creaba a cada segundo a partir del que
había debajo, con las hebras bastante sueltas para que se
pudieran estirar un poco más y un millón de manos invisibles
volvieran a combinarlas. Mil variaciones sutiles hacían eco del
canon original, pero también había temas nuevos y
sorprendentes que parecían surgir de la nada. Islas fractales
entretejidas de color rojo y blanco se alejaban y
recombinaban, luchando por conquistarse entre sí, y
acababan fundidas en un archipiélago de híbridos. Huracanes
dentro de huracanes, violeta y oro, giraban y tensaban más
los hilos; sus vórtices diminutos rodaban en sentido contrario
y disolvían toda la jerarquía. Fragmentos irregulares de plata
cristalina se difuminaban lentamente a través del caos y el
orden, se infiltraban y entraban en interacción con todo.
—Es un tecnoporno precioso, pero ¿qué representa
exactamente?
—Ésta es la edad de la Tierra —dijo Cinco después de
dudar y, finalmente, condescender a nombrar unas pocas
características—; está siendo afinada a un valor concreto, de
acuerdo con diversas conclusiones geofísicas y biológicas que
se han introducido. Éstas son las características del código
genético, que se encaminan a dar lugar al conjunto definido

343
de posibilidades del origen de la vida. Aquí, la regularidad
subyacente en la química de los elementos...
—Y esperáis que Violet Mosala entre en una especie de
trance y piense todas estas cosas justo después del momento
de su apoteosis.
—¡No! —gritó—. Todo esto se deduce de forma lógica a
partir de la información que posee la Piedra Angular en el
Instante Aleph; no es una predicción del proceso de
pensamiento de la Piedra Angular. ¿Crees que tiene que
contar desde uno hasta un billón, en voz alta, para crear
todos los números intermedios antes de que la aritmética
pueda utilizarlos? No. El cero, el uno y la adición bastan para
«presuponer» todos esos números y más. El universo no es
diferente; sólo brota de una semilla distinta.
Me volví hacia los otros. Miraban la pantalla fascinados e
inquietos, pero sin mostrar síntomas de nada que se
pareciera al terror religioso. Podrían estar observando un
modelo climático del efecto invernadero que se hubiera
descontrolado o la simulación del impacto de un meteorito. El
secreto había aislado a estas personas de cualquier
refutación seria a sus ideas, pero todavía conservaban cierta
semejanza con la racionalidad. No se habían inventado la
supuesta necesidad de matar a Mosala a partir de la nada y,
acto seguido, la antropocosmología para justificarse. Todos
creían firmemente que la razón los había llevado a esta
desagradable conclusión.
Y quizá la misma lógica implacable se podía utilizar para
hacerlos cambiar de opinión. Era un profano del exterior,
pero querían disponer de mi escrutinio para explicar sus
acciones al mundo. Me habían llevado allí para que pudiera
defender su caso ante la posteridad, pero si decidía entrar en
su juego y lograba rebatirlos en s propio terreno, tal vez
tuviera una pequeña oportunidad de hacerlos dudar hasta el

344
punto de impedir que mataran a Mosala.
—De acuerdo —dije con precaución—. La consecuencia
lógica es suficiente; la Piedra Angular no tiene que pensar
hasta el último detalle microscópico. Pero aun así, ¿no tendrá
que sentarse en algún momento a calcular, al menos, el
alcance de su TOE y asegurarse de que no quedan cabos
sueltos? Eso supondría el trabajo de toda una vida. Quizá la
tarea de completar la TOE es sólo el primer paso en la tarea
de convertirse en Piedra Angular. ¿Cómo se puede «conferir
la existencia» a algo antes de que la Piedra Angular sepa que
se ha explicado?
—Una Piedra Angular es inconcebible sin toda la historia y
los conocimientos humanos previos —me interrumpió Cinco
impaciente—. Y al igual que todos los antepasados o primos
biológicos requieren su cuota de espacio que habitar y
tiempo para observar, así como sus cuerpos, su comida, su
aire y un trozo de tierra en el que asentarse, todos los
intelectuales predecesores o contemporáneos requieren su
explicación parcial del universo. Todo encaja en un mosaico
que retrocede hasta el Big Bang. Si no fuera así, no
estaríamos aquí.
»La labor de la Piedra Angular es ocupar el punto en el
que todas las explicaciones convergen en una semilla
bastante concisa para que una mente pueda aprehenderlas.
No tiene que recapitular toda la ciencia y la historia para
codificarlas.
Era inútil. No podía ganarlos en su terreno; llevaban años
ponderando las objeciones obvias y convenciéndose de que
las habían contestado. Si la corriente principal de CA, que
compartía casi el mismo planteamiento, no había podido
hacerlos cambiar de opinión, ¿qué esperanzas tenía yo?
—¿Y os sentís satisfechos con la creencia de que no sois
más que actores secundarios que os habéis colado en el

345
sueño de un teórico de las TOE? —dije intentando otro
enfoque—. ¿Metidos en un complot que la salve de tener que
inventar una manera de que la inteligencia evolucione a
partir de un solo miembro de la especie?
—Utilizas términos contradictorios. —Cinco me miraba
apenado—. El universo no es un sueño. La Piedra Angular no
es el avatar de un dios informático que duerme en la realidad
de un plano superior y amenaza con despertarse y
olvidarnos. La Piedra Angular ancla el universo desde dentro.
No hay otro lugar donde hacerlo.
»Un cosmos no puede tener unos cimientos más firmes
que la explicación coherente de un observador. ¿Qué
considerarías menos etéreo que eso? ¿Una TOE que es
cierta... por ningún motivo en especial? ¿Qué seríamos
nosotros entonces? ¿Un sueño del preespacio inanimado? ¿El
producto de la imaginación del vacío? No, porque todo es
exactamente lo que parece, da igual lo que haya debajo. Y
sea quien sea la Piedra Angular, sigo vivo y consciente y —le
dio una patada a la silla— el mundo que habito es sólido. Lo
único que me preocupa es que siga así.
Me volví hacia los otros. Tres miraba al suelo, parecía
molesto con todo este asunto innecesario de intentar
justificarse ante el desagradecido mundo. Diecinueve y
Veinte me observaban esperanzadas, como si pensaran que
me daría cuenta en cualquier momento de la estupidez de mi
resistencia a abrazar sus ideas.
¿Cómo podía discutir con aquella gente? Ya no distinguía
qué era o no razonable. Eran las tres de la madrugada,
estaba empapado, helado, cautivo y aislado, y ellos eran
varios. Tenían de su parte la jerga iniciática, los ordenadores,
los gráficos ingeniosos y la retórica condescendiente. Los
antropocosmólogos poseían todas las armas de intimidación
necesarias para, según Primera Cultura, ser una ciencia, tan

346
buena o mala como el resto.
—Decidme un experimento que podáis hacer para
discriminar toda esta cosmología de la información de una
TOE que es «cierta por ningún motivo en especial».
—Aquí tienes un experimento —dijo Veinte tranquilamente
—. Es una demostración empírica. Podemos dejar que Violet
Mosala termine su trabajo sin molestarla. Y si tienes razón,
no pasará nada. Diez mil millones de personas seguirán vivas
después del dieciocho de abril; casi ninguna sabrá que se ha
completado y presentado una Teoría del Todo.
—Sin embargo, si estás equivocado... —Cinco señaló la
pantalla y el proceso se aceleró—. Como es lógico, el proceso
debe retroceder hasta el Big Bang físico para establecer el
valor de los diez parámetros de la Teoría Estándar del Campo
Unificado y explicar toda la historia de la Piedra Angular. Por
eso cuesta tanto calcular la simulación. Aunque, en tiempo
real, las «consecuencias visibles» empezarán a los pocos
segundos del Instante Aleph y, al menos localmente, sólo
deberían durar unos minutos.
—¿Localmente? ¿Te refieres a Anarkia?
—Me refiero al Sistema Solar, que sólo duraría unos pocos
minutos. —Mientras hablaba, un fragmento oscuro de la capa
exterior del tapiz de la información empezó a crecer. El hilo
de explicaciones se deshacía; a su alrededor los nudos que
no eran tales se estaban desanudando. Tuve una sensación
de déjà vu que me angustió y mareó; estaban representando
delante de mí la metáfora descabellada que hice de las
críticas de Wu a la lógica circular de Mosala como prueba
acreditativa para una sentencia de muerte—. Conroy y la
corriente principal dan por hecho que toda la cosmología de
la información tiene que tener simetría temporal, que la
misma física que haya antes del Instante Aleph se mantendrá
después. Pero se equivocan. Después del Aleph, la TOE de

347
Mosala empezaría a socavar toda la física que presuponía
inicialmente. Pasaría por todo el proceso de crear un pasado,
sólo para llegar a la conclusión de que no hay futuro.
La oscuridad de la pantalla se extendió con más rapidez,
haciéndose eco de aquellas palabras.
—Eso no demuestra nada. Esta simulación no se ha
comprobado, ¿verdad? Sólo estáis analizando un conjunto de
ecuaciones de la teoría de la información y no es posible
saber si describen la verdad.
—No hay forma de saberlo —dijo Cinco, dándome la razón
—. Pero supón que pasa sin haberse probado.
—¿Por qué? —supliqué—. ¡Si Mosala es la Piedra Angular,
no necesita nada de esto para explicar su existencia! —Tiré
de las manos; quería señalar la pantalla—. ¡Su TOE no lo
predice ni lo permite!
—No, pero su TOE puede sobrevivir a su propia
formulación. Puede convertirla en la Piedra Angular,
concederle un pasado perfecto y crear veinte mil millones de
años de cosmología. Pero en cuanto se haya enunciado de
manera explícita, la TOE se descompondrá en matemáticas y
lógica puras. —Unió las manos con los dedos entrelazados y
las separó lentamente—. No se puede mantener un universo
unido con un sistema que explica con todo detalle su propia
falta de contenido físico. Ya no habría más fricción. Ya no
habrá más fuego en las ecuaciones.
Detrás de él, el tapiz se deshacía; todos los diseños
elaborados y deslumbrantes se desintegraban. No los
devoraba la entropía ni se detenían y retrocedían como el
vuelo de las galaxias. El proceso, sencilla pero
implacablemente, los iba empujando hacia una conclusión
implícita en su propio comienzo. Todos los posibles cambios
de significado habían sido extraídos del «nudo» Aleph, salvo
el último. No era un nudo en absoluto, sino una simple

348
lazada que no llevaba a ningún lado. Los colores de mil
hebras explicativas distintas sólo habían codificado la
carencia de conocimiento de sus conexiones ocultas. Y el
universo, que había potenciado su existencia tejiendo esas
explicaciones en un millón de jerarquías enmarañadas de
complejidad creciente, se estaba destejiendo al final en una
afirmación desnuda de su tautología.
Un círculo liso y blanco giró en la oscuridad durante un
segundo y a continuación se apagó la pantalla.
La demostración había concluido. Empezaron a desatarme
de la silla.
—Hay algo que debo comunicaros —dije—, se lo he
ocultado a SeeNet, a Conroy y a Kuwale. Sarah Knight no lo
descubrió. No lo sabe nadie más excepto Mosala y yo, pero
es necesario que os lo diga.
—Te escuchamos —dijo Veinte. Estaba al lado de la
pantalla apagada y me miraba pacientemente; era el modelo
perfecto de atención cortés.
Ésta era la última oportunidad de hacerlos cambiar de
opinión. Me esforcé por intentar ponerme en su lugar.
¿Cambiarían sus planes al saber que Buzzo estaba
equivocado? Probablemente no. Mosala era igual de peligrosa
aunque no hubiera otros candidatos para ocupar su puesto.
Si Nishide moría, podrían seguir adelante con su legado
intelectual y se limitarían a proteger a sus sucesores y
asesinar a los de Mosala.
—Violet Mosala completó su TOE en Ciudad del Cabo —
dije—. Los cálculos que hace ahora son sólo comprobaciones;
hace meses que acabó su verdadera obra. Así que ya se ha
convertido en la Piedra Angular y no ha pasado nada; el cielo
no se ha caído y todavía estamos aquí. —Intenté reírme—. El
experimento que pensáis que es demasiado peligroso para
llevarse a cabo se ha realizado ya y hemos sobrevivido.

349
Veinte seguía mirándome sin cambiar de expresión. Me
invadió una oleada de vergüenza. De pronto, me notaba
todos los músculos de la cara, el ángulo de la cabeza, la
posición de los hombros y la dirección en que miraba. Me
sentía un montón de arcilla con forma apenas humana que
necesitaba que lo moldearan, minuciosamente, en algo que
se pareciera de manera convincente a un ser humano que
decía la verdad.
Y sabía que todos los huesos, los poros y las células de mi
cuerpo traicionaban el esfuerzo que estaba haciendo para
fingirlo.
Regla número uno: nunca permitas que haya ninguna
regla.
Veinte hizo un gesto a Tres y éste me desató de la silla.
Me llevaron de vuelta a la bodega, me bajaron con el torno y
me ataron otra vez a Kuwale.
Mientras los otros subían por la escala de cuerda, Tres se
volvió y se agachó a mi lado.
—No te culpo por intentarlo, tío —me susurró como un
buen amigo que da un consejo desagradable pero necesario
—, pero ¿no te ha dicho nadie que eres el peor mentiroso del
mundo?

350
23
—No creas que tenías ninguna oportunidad —dijo Kuwale
cuando terminé de relatarle mi conversación con los asesinos
y su presentación para los medios de comunicación—, nadie
habría podido convencerlos con palabras.
—¿No?
No lo creía; ellos se habían convencido, sistemáticamente,
por medio de palabras. Tenía que haber una forma de
deshacer aquella supuesta lógica, que ellos veían clara como
el agua, y de obligarlos a enfrentarse a lo absurdo que era
todo.
Pero no la había encontrado. No había logrado meterme
en su cabeza.
Comprobé la hora con Testigo; pronto amanecería. No
podía parar de temblar; el limo resbaladizo de las algas que
recubrían el suelo me parecía más húmedo que nunca, y el
polímero duro de debajo se había enfriado tanto como el
acero.
—Mosala estará protegida. —Kuwale estaba abatida
cuando le dejé, pero en mi ausencia parecía haber recobrado
un optimismo desafiante—. Mandé una copia del genoma de
tu cólera mutante a los de seguridad del congreso, así que
sabrán el riesgo que corre aunque ella no quiera reconocerlo.

351
Y hay muchos otros CA de la corriente principal en Anarkia.
—Pero nadie de la isla sabe que Wu está involucrada,
¿verdad? Y, de todas formas, podría haber infectado a Mosala
con un arma biológica hace días. ¿Crees que lo habrían
confesado todo ante la cámara si el asesinato no fuera un
hecho consumado? Quieren asegurarse de que les reconocen
el mérito; tienen que entrar en escena pronto y evitar la
confusión, antes de que todos, desde el FDCPA hasta
InGenIo, estén bajo sospecha. Pero seguro que es lo último
que harían, antes de confirmar su muerte y huir de Anarkia.
¿Significaba eso que lo que había dicho en cubierta no
servía para nada? No lo creía. Puede que también hubieran
diseñado un antídoto, una bala mágica de reserva.
Kuwale se calló. Presté atención por si oía voces o pasos
distantes, pero no distinguía nada aparte del crujido del
casco y la estática de mil olas.
Menuda visión grandiosa de renacer superando la
adversidad como un valiente defensor de la technolibération.
Sólo había logrado darme de bruces con un juego
sanguinario entre creadores de dioses lunáticos y que me
devolvieran a mi lugar en la vida: emisario de los mensajes
ajenos.
—¿Crees que nos vigilan desde cubierta en este
momento? —dijo Kuwale.
—¿Quién sabe? —Miré alrededor de la bodega oscura; ni
siquiera sabía con seguridad si la tenue luz gris que debía de
ser el mamparo de enfrente era real o sólo una imagen
estática de la retina combinada con la imaginación—. ¿Qué
pueden temer que hagamos? —añadí riéndome—. ¿Dar un
salto de seis metros, hacer un agujero en la escotilla y nadar
seiscientos kilómetros unidos como hermanos siameses?
Noté un tirón brusco de la cuerda que me ataba las
manos. Me irrité y estuve a punto de protestar en voz alta,

352
pero me contuve a tiempo. Parecía que Kuwale había
aprovechado la hora en la que no había tenido las muñecas
atrapadas entre nuestras espaldas. ¿Habría soltado algo de
cuerda de sus ataduras y la habría ocultado entre las manos,
aprovechando para separarlas un poco cuando nos volvieron
a atar juntos? Cualquiera que fuese la imitación de Houdini
que hubiera hecho, después de unos minutos de
manipulación meticulosa, la cuerda se aflojó. Kuwale sacó los
brazos del confinado espacio que había entre los dos y los
estiró.
No pude evitar sentir un torrente de euforia pura y tonta,
aunque esperara el incipiente sonido de pasos en cubierta.
Con cámaras de infrarrojos controladas por un programa que
grabara ininterrumpidamente, habrían descubierto esta
transgresión sin problemas.
El silencio se prolongó. Debían de haber tomado la
decisión de capturarnos sobre la marcha, cuando
interceptaron el mensaje que le envié a Kuwale. Si lo
hubieran planeado con antelación, por lo menos habrían
llevado esposas. Quizá el equipo de vigilancia que pudieron
improvisar era de tecnología tan obsoleta como las cuerdas y
las redes.
Kuwale se estremeció de alivio y volvió a dedicarse a
deshacer nudos. Le envidiaba: yo tenía los hombros
anquilosados y doloridos.
La cuerda de polímero era resbaladiza, estaba anudada
firmemente y Kuwale llevaba las uñas muy cortas (acabaron
en mi carne muchas veces). Cuando por fin tuve las manos
libres fue un anticlímax; el sentimiento de júbilo se había
desvanecido tiempo atrás y sabía que no teníamos ninguna
posibilidad de escapar, aunque aquello fuera mejor que estar
sentado en la oscuridad mientras esperaba el honor de
anunciar al mundo la muerte de Mosala.

353
La red de plástico inteligente se adhería de manera
selectiva a su superficie opuesta, probablemente para
facilitar las reparaciones, y la unión era tan fuerte como el
propio material. Cuando teníamos los brazos atados a la
espalda no quedaba ningún resquicio, pero ahora que
teníamos las manos libres había una holgura de cuatro o
cinco centímetros. Nos pusimos en pie con dificultad, ya que
los zapatos resbalaban en el limo de algas. Dejé escapar el
aire de los pulmones y metí el estómago, agradecido por mi
reciente ayuno.
Los primeros intentos fallaron. A oscuras, estuvimos
colocándonos en diversas posturas tortuosas durante diez o
quince minutos, hasta que encontramos una erguida que
reducía al mínimo todo nuestro contorno. Parecía una prueba
ardua e inane destinada a los participantes de un concurso
televisivo del infierno. Cuando la red tocó el suelo, yo había
perdido la sensibilidad en las pantorrillas; di unos cuantos
pasos por la bodega y estuve a punto de caerme. Oía el ruido
débil que hacen las uñas al rozar el plástico; Kuwale estaba
soltando la cuerda que tenía en los pies. Nadie se había
molestado en atarme las piernas al volver, así que anduve
unos cuantos metros en la oscuridad para relajar los
músculos y disfrutar al máximo de la ilusión visceral de
libertad mientras durara.
Volví adonde estaba Kuwale sentada y me incliné hasta la
altura de sus ojos. Me puso un dedo en los labios y yo asentí.
Hasta el momento parecía que habíamos tenido suerte y no
había cámara de infrarrojos, pero podía haber micrófonos y
no sabíamos lo inteligente que era el programa de escucha.
Kuwale se levantó, se volvió y desapareció. Su camiseta
se había apagado por la carencia de luz solar durante tanto
tiempo. Oía, de vez en cuando, el crujir de las suelas
húmedas de sus zapatos; parecía que estaba circunvalando

354
lentamente la bodega. No tenía ni idea de qué buscaba. ¿Una
brecha improbable en el casco? Me quedé de pie y esperé. La
tenue franja de luz del suelo era otra vez visible, pero muy
débil. Amanecía y la luz del día sólo podía representar más
personas despiertas en cubierta.
Oí acercarse a Kuwale; me tocó el brazo y me cogió del
codo. Le seguí a un rincón. Puso mi mano sobre el mamparo
a un metro de altura. Había encontrado una especie de panel
de control tapado por una cubierta protectora, una
portezuela incrustada que se abría con un resorte. No la
había visto cuando nos bajaron porque los mamparos
estaban llenos de manchas y salpicaduras; eran un camuflaje
muy eficaz.
Exploré el panel con la punta de los dedos. Había un
enchufe para corriente continua de bajo voltaje y dos bocas
de metal de rosca de un par de centímetros de anchura, con
llaves de paso. No sabía qué verterían o bombearían ni me
parecían de mucha utilidad, a menos que Kuwale hubiera
pensado en inundar la bodega para que saliéramos de allí
flotando.
Casi se me escapó. En la parte derecha del panel había
una abertura circular poco profunda, de unos cinco o seis
milímetros de anchura.
Un puerto de conexión óptico.
¿Conectado a qué? ¿Al ordenador principal de a bordo? Si
la embarcación se destinaba originalmente al transporte de
mercancías, quizá un miembro de la tripulación con un
terminal portátil podía introducir los datos del inventario
desde allí. En un barco de pesca alquilado por
antropocosmólogos, no albergaba grandes esperanzas de que
estuviera configurado para hacer nada.
Me desabroché la camisa mientras invocaba a Testigo. El
programa tenía una tosca opción de terminal virtual que me

355
dejaría ver todos los datos que llegaran y dar instrucciones
moviendo los dedos como si manejara un teclado. Me quité el
sello del puerto de interfaz del ombligo, me mantuve pegado
al mamparo e intenté alinear las dos conexiones. Era
incómodo, pero después de ingeniármelas para escapar de la
red de pesca no suponía un gran reto.
Todo lo que pude conseguir fue una oleada breve de texto
sin sentido y un mensaje de error del programa. Recibía una
señal de respuesta, pero no podía reconocer los datos.
Ambos puertos eran enchufes diseñados para conectarse por
medio de un cable umbilical. Las pestañas protectoras los
mantenían demasiado alejados; los fotodetectores quedaban
un milímetro más allá del plano focal de sus respectivas
señales láser.
Me aparté e intenté no expresar mi frustración en voz
alta. Kuwale me tocó el brazo preguntando por el resultado.
Me llevé su mano a la cara, hice un gesto de negación y
luego llevé su dedo hasta mi ombligo artificial. Me dio una
palmada en el hombro: «Lo entiendo; al menos lo hemos
intentado».
Me desplomé contra el mamparo al lado del panel. Se me
ocurrió que si ocultaba la confesión de CA culparían a
InGenIo. Si Helen Wu y sus amigos ocultos se declaraban
culpables después de los hechos, lo más probable era que los
calificaran de lunáticos. Nadie había oído hablar de la
Cosmología Antropológica y Mosala convertida en mártir
podría romper el bloqueo.
Ya me imaginaba repitiéndome a mí mismo aquel
razonamiento una y otra vez para consolarme: «Ha pasado lo
que ella quería».
Me quité el cinturón y me clavé el pincho de la hebilla en
la carne que rodeaba el ombligo. Alrededor del acero
quirúrgico había una capa fina de tejido conjuntivo artificial

356
que sellaba la herida permanente y la protegía contra las
infecciones. Me dio dentera el sonido del colágeno cuando lo
arranqué, pero no tenía terminaciones nerviosas que me
informaran de los daños. A un par de centímetros de la
superficie, di con la pestaña de metal que sujetaba el puerto
en su sitio. Aparté la carne del tubo y conseguí introducir el
pincho por el borde de la pestaña.
Parecía un apaño de cirugía casera; sólo tenía que
aumentar el agujero de la pared abdominal unos siete u ocho
milímetros. Mi cuerpo no estaba de acuerdo. Insistí,
profundicé alrededor de la parte interior de la pestaña e
intenté soltarla, mientras brotaban de la zona, por turnos,
oleadas contradictorias de mensajes químicos de rechazo
absoluto y consuelo analgésico. Kuwale se acercó y me
ayudó a sujetar la abertura. Mientras sus dedos cálidos
rozaban las cicatrices que me hice delante de Gina me
encontré con que tenía una erección. Era una reacción
incorrecta por tantos motivos que estuve a punto de estallar
en carcajadas. El sudor se me metía en los ojos y la sangre
me corría hacia la ingle mientras mi cuerpo evidenciaba
ciegamente mi deseo. Lo cierto era que si Kuwale hubiera
estado dispuesta, me habría encantado tumbarme en el suelo
para hacer el amor con éil de todas las maneras posibles,
sólo para sentir más piel suya sobre la mía y pensar que
habíamos conectado de alguna forma.
El tubo de acero enterrado emergió arrastrando un corto
segmento de fibra óptica cubierto de sangre. Me volví y
escupí un líquido ácido. Afortunadamente, nada más.
Esperé a que dejaran de temblarme los dedos, lo limpié
todo con la camisa y destornillé la cubierta exterior dejando
el puerto al descubierto, desnudo. Se parecía más a una
circuncisión que a una faloplastia, aunque suponía
demasiados problemas para consumar una penetración de un

357
milímetro. Me guardé el prepucio metálico en el bolsillo,
localicé el puerto del mamparo y volví a intentarlo.
Unas letras blancas sobre fondo azul, grandes y alegres,
aparecieron delante de mí. Aunque no deslumbraran,
resultaron muy chocantes.

Mitsubishi Shangai Marine


Modelo LMHDV-12-5600
Opciones de emergencia:
B - lanzar bengalas
S - activar señal de socorro

Tecleé todos los códigos posibles de escape, esperando


encontrar un menú más amplio, pero aquélla era la lista
completa de opciones. Las fantasías gloriosas, que no me
había atrevido a albergar, consistían en alcanzar el ordenador
principal del barco, conseguir acceso inmediato a la red y
archivar la confesión grabada de los CA en veinte sitios
seguros, mientras mandaba copias a todos los asistentes del
congreso Einstein. Este puerto no era nada más que los
restos de un sistema de emergencia que, probablemente, se
incluyó en el diseño para cumplir las normas vigentes de
seguridad y que los propietarios olvidaron al equipar el barco
con un sistema de navegación y comunicaciones apropiado.
¿Lo olvidaron o lo desconectaron?
Hice el gesto de teclear la «S».
El texto de la emisión de la llamada de socorro fluyó por la
pantalla virtual. Transmitía el modelo del barco, el número de
serie, la latitud y la longitud —si recordaba el mapa de
Anarkia correctamente estábamos más cerca de la isla de lo
que pensaba— y decía que los «supervivientes» estaban en
la bodega principal. De repente tuve la sospecha de que si
nos molestáramos en buscar por el resto de la bodega,

358
encontraríamos otro panel que ocultaba dos botones rojos
del tamaño de puños con las palabras SOCORRO y
BENGALAS inscritas, pero prefería no pensar en ello.
En algún lugar de cubierta empezó a sonar una sirena.
—¿Qué has hecho? —Kuwale estaba consternada—.
¿Activar la alarma de incendios?
—He emitido la señal de socorro; pensé que tirar bengalas
podría ocasionarnos algún problema. —Cerré el panel y
empecé a abotonarme la camisa ensangrentada, como si
sirviera de algo intentar ocultar las pruebas.
Oí a alguien correr por la cubierta. Unos instantes después
se apagó la sirena, se entreabrió la escotilla y Tres se asomó.
Llevaba una pistola, de forma casi descuidada.
—¿De qué creéis que servirá eso? Ya hemos enviado el
código de falsa alarma; nadie prestará atención. —Parecía
más divertido que enfadado—. Lo único que tenéis que hacer
es sentaros y dejar de joder. Pronto os liberaremos, así que
¿por qué no cooperáis un poco?
Desenrolló la escala de cuerda y bajó, solo. Miré la franja
de cielo pálido del amanecer detrás de él; distinguía un
satélite que se apagaba, pero no tenía modo de alcanzarlo.
—Sentaos y ataos los pies juntos —dijo Tres mientras nos
lanzaba dos trozos de cuerda—. Hacedlo bien y quizá os dé
algo para desayunar. —Dio un gran bostezo y luego se giró y
gritó—: ¡Giorgio! ¡Anna! ¡Echadme una mano!
Kuwale corrió hacia él; se movió con una rapidez que no
había visto en mi vida. Tres levantó la pistola y le disparó en
el muslo. Kuwale se tambaleó e hizo una pirueta mientras se
movía hacia delante. Tres continuó apuntándole con la pistola
hasta que a Kuwale se le doblaron las rodillas e inclinó la
cabeza. Cuando la reverberación del disparo se apagó en mi
cráneo, oí su respiración entrecortada.
Me levanté e insulté a Tres, apenas consciente de lo que

359
decía. Estaba enajenado; quería coger la bodega, el barco y
el océano y barrerlos como si fueran telarañas. Me adelanté
mientras agitaba los brazos de manera salvaje y gritaba
obscenidades. Tres me miró perplejo, como si no entendiera
a qué venía tanto follón. Di otro paso y me apuntó con la
pistola.
Kuwale saltó y lo derribó. Antes de que pudiera levantarse
se le tiró encima, lo atrapó por los brazos y golpeó su mano
derecha contra el suelo. Durante un instante me quedé
paralizado; estaba convencido de que la lucha era inútil, pero
luego corrí a ayudar.
Tres debía de ser la viva imagen de un padre indulgente
jugando con dos niños belicosos de cinco años. Tiré del cañón
de la pistola que sobresalía de su inmenso puño, pero el
arma parecía incrustada en un bloque de piedra. Parecía
dispuesto a ponerse de pie en cuanto recuperara el aliento;
el cuerpo esbelto de Kuwale no sería ningún impedimento.
Le di una patada en la cabeza y protestó indignado. Seguí
atacando la misma zona repetidas veces, mientras vencía mi
repugnancia. Se le abrió la piel bajo un ojo y enterré el talón
en la herida a la vez que me agachaba y tiraba del arma.
Gritó de dolor, la soltó y medio incorporado lanzó a Kuwale a
un lado. Disparé al suelo detrás de mí con la esperanza de
desanimarlo y evitar que me obligara a usar el arma contra
él. Otro disparo resonó arriba y miré hacia allí. Diecinueve
(¿Anna?) estaba tumbada boca abajo y se asomaba por la
trampilla.
Apunté a Tres con la pistola mientras retrocedía unos
pasos. Me miraba, ensangrentado y enfadado, pero con
curiosidad; intentaba entender mis acciones sin sentido.
—Quieres que Mosala «deshaga» el mundo, ¿verdad? —Se
rió y negó con un gesto—. Llegas demasiado tarde.
—Nada de esto es necesario —gritó Anna—. Por favor, tira

360
el arma y volveréis a Anarkia dentro de una hora. Nadie
quiere haceros daño.
—Tráeme una agenda —grité—. Ya. Dispones de dos
minutos antes de que le vuele los sesos. —Lo decía en serio,
por lo menos mientras hablaba.
Anna se alejó del borde y oí un murmullo de voces
enfadadas mientras hablaba con los otros.
Kuwale se arrastró hasta mí. Su herida sangraba mucho;
la bala no le había dado en la arteria femoral, pero respiraba
con dificultad. Necesitaba ayuda.
—No lo harán —dijo Kuwale—. Seguirán intentando ganar
tiempo; ponte en su lugar.
—Tiene razón —dijo Tres con calma—. No importa que mi
vida esté en juego; si Mosala se convierte en la Piedra
Angular, moriremos todos. Si intentas salvarla, no tienes
nada con qué negociar, porque cualquier cosa con la que los
amenaces se cumplirá, accedan o no.
Miré hacia cubierta; todavía los oía discutir, pero si tenían
tanta fe en su cosmología como para matar a Mosala,
destrozar sus vidas y convertirse en fugitivos con
pretensiones de superioridad moral escondidos en la zona
rural de Mongolia o el Turkistán sin siquiera un porcentaje
sobre los derechos de emisión... la amenaza de una muerte
más no iba a hacer mella en su convicción.
—Creo que vuestro trabajo necesita una revisión urgente.
Le pasé el arma a Kuwale, me quité la camisa y se la até
alrededor del muslo. Yo había dejado de sangrar y el tejido
cicatrizante rasgado rezumaba un bálsamo incoloro de
antibióticos y coagulantes.
Regresé al panel de control y me conecté de nuevo. No
podían anular el sistema de emergencia porque era
independiente del ordenador. Repetí el mensaje de socorro y
disparé las bengalas. Oí tres silbidos fuertes de gas y un

361
resplandor actínico despiadado avanzó por el otro mamparo,
desplazando la luz suave del amanecer. La pátina marrón de
manchas de algas nunca había recibido una iluminación
mejor y perdió su función de camuflaje. Vi los bordes de otro
compartimiento empotrado: el hueco negro que rodeaba la
cubierta de protección resaltaba de forma descarnada. Miré
dentro; había dos botones grandes, como sospechaba, y
también una toma de aire de emergencia. Al inspeccionarlo
mejor vi un logotipo críptico casi borrado, incomprensible
para personas de cualquier idioma y cultura, a través de las
manchas de la puerta del compartimiento.
La conversación de arriba había cesado. Esperaba que no
les entrara pánico y nos atacaran.
A Tres pareció tentarle decir algo desdeñoso, pero
mantuvo la boca cerrada. Miraba a Kuwale con nerviosismo;
quizá había llegado a la conclusión de que éil era el auténtico
fanático que deseaba el fin de todo, y yo sólo alguien a quien
Kuwale había embaucado.
La bengala alcanzó su cenit y la luz llenó la bodega.
—No lo entiendo —dije—. ¿Podéis llegar al extremo de
asesinar a una fem inocente sólo porque un ordenador os
diga que puede desencadenar el Apocalipsis? —Tres ponía la
cara de indiferencia con la que se obsequia a los locos—.
Tenéis una teoría que puede tragarse cualquier TOE, de
acuerdo. Un sistema que puede llegar más lejos que las leyes
físicas. Pero no os engañéis: no es una ciencia. Igual podríais
haber tropezado con un sistema numerológico para hacer
que «Mosala» equivaliera a seis-seis-seis.
—Pregunta a Kuwale si todo es un rollo cabalístico —dijo
Tres con suavidad—, pregúntale sobre Kinshasa en el
cuarenta y tres.
—¿Cómo?
—Eso es sólo una mierda apócrifa. —Kuwale estaba

362
empapada en sudor y mostraba síntomas de estar a punto de
entrar en estado de shock. Le cogí la pistola y fue a sentarse
contra el mamparo.
—Pregúntale cómo murió Muteba Kazadi —insistió Tres.
—Tenía setenta y ocho años —dije mientras intentaba
recordar lo que habían escrito los biógrafos sobre su muerte;
dada su edad, no había prestado mucha atención—. Creo que
las palabras que buscas son «hemorragia cerebral».
Sentí un escalofrío al oír la risa incrédula de Tres. Por
supuesto que había algo más que pura teoría de la
información detrás de sus creencias: también contaban con
al menos una muerte mítica debida al conocimiento prohibido
para dar validez a todo y convencerse de que la abstracción
tenía dientes.
—De acuerdo —dije—, pero si Muteba no deshizo el
universo con sus acciones, ¿por qué iba a hacerlo Mosala?
—Muteba no era un teórico de las TOE; no podría haber
sido la Piedra Angular. Nadie sabe exactamente qué hacía; se
han perdido todas sus notas. Pero algunos pensamos que
encontró una forma de mezclar la física con la información y,
cuando lo hizo, el shock lo mató.
Kuwale resopló con sorna.
—¿Qué significa «mezclar la física con la información»? —
pregunté.
—Cualquier estructura física contiene información —dijo
Tres—, pero normalmente, las leyes de la física controlan el
funcionamiento de la estructura. —Sonrió—. Suelta una Biblia
y una copia de los Principia, y caerán al suelo a la vez. El
hecho de que las leyes de la física sean «información» en sí
mismas es invisible e irrelevante. Son tan absolutas como el
espaciotiempo newtoniano: un escenario fijo y no un
personaje.
»Pero nada es puro ni independiente. El tiempo y el

363
espacio se mezclan a altas velocidades; las posibilidades
macroscópicas se mezclan a nivel cuántico; las cuatro fuerzas
fundamentales se mezclan a altas temperaturas, y la física y
la información se mezclan por medio de un proceso
desconocido. El grupo de simetría no está claro, por no
hablar de los detalles de su dinámica. Pero el proceso podría
desencadenarse tanto por medio del conocimiento puro, el
conocimiento de la propia cosmología de la información
cifrado en una mente humana, como por una situación física
extrema.
—¿Con qué efecto?
—Es difícil saberlo. —A la luz de la bengala, su cara
parecía envuelta en un saco amniótico negruzco—. Quizá
deje al descubierto la unificación más profunda y revele con
precisión que la física se crea a partir de su explicación... y
viceversa. Cambiaría el sentido del vector, de forma que toda
la maquinaria oculta quedaría a la vista.
—¿Seguro? Si Muteba hubiera tenido esa gran revelación
cósmica, ¿cómo puedes saber que no se convirtió en la
Piedra Angular justo antes de morir?
Sabía que sería una pérdida de tiempo, pero no podía
abandonar mi intento de salvar a Mosala.
—Lo sé. —Tres sonreía ante mi ignorancia—. He visto
modelos de un cosmos de la información con una Piedra
Angular que las mezcló y no vivimos en un universo así.
—¿Por qué?
—Porque después del Instante Aleph arrastraría consigo a
todos los demás de forma exponencial: se mezclaría una
persona, luego dos, cuatro, ocho... Si eso hubiera sucedido
en el cuarenta y tres, a estas alturas, ya habríamos seguido
todos a Muteba Kazadi. Todos sabríamos de primera mano
qué lo mató.
La bengala descendió, quedó fuera de nuestra vista y el

364
mundo volvió a hundirse en la penumbra. Invoqué a Testigo
y mis ojos se adaptaron a la luz ambiental de inmediato.
—¡Andrew! —dijo Kuwale—. ¡Escucha!
Era un sonido grave de pulsos rítmicos que atravesaba el
casco y cuya intensidad iba en aumento. Había aprendido por
fin a reconocer un motor MHD y aquél no era el nuestro.
Esperé angustiado por la incertidumbre. Me temblaban las
manos tanto como a Kuwale. Después de unos minutos
oímos gritos lejanos. No podía distinguir las palabras, pero
había voces nuevas con acento polinesio.
—Mantened la boca cerrada o tendrán que matarlos a
todos —dijo Tres con calma—. ¿O es que Mosala vale más
para vosotros que unos cuantos granjeros?
Lo miré aturdido. ¿Pensaría lo mismo el resto de los CA?
¿Con cuántas muertes tendrían que cargar antes de admitir
que podían estar equivocados? ¿O se habían rendido
incondicionalmente a un cálculo moral en el que incluso la
mínima oportunidad de «deshacer» el universo justificaba
todos los crímenes y atrocidades?
Las voces se acercaron y el motor se detuvo. Sonaba
como si el barco de pesca se hubiera puesto a nuestro lado,
pero podía oír otro más alejado.
—Pero os alquilé el barco, así que es responsabilidad mía.
El sistema de emergencia no debería fallar —oí que decía
alguien. Era una voz profunda de fem y sonaba asombrada,
razonable e insistente. Miré a Kuwale; tenía los ojos cerrados
y los dientes firmemente apretados. Verle sufrir de esa
manera me dolía; no me acababa de creer lo que empezaba
a sentir por éil, pero ésa no era la cuestión. Necesitaba que
le curaran, teníamos que escapar.
Pero si pedía ayuda, ¿a cuántas personas pondría en
peligro?
Oí que se aproximaba un tercer barco. «Socorro... Falsa

365
alarma... Socorro... Bengalas.» Parecía que la flota local
pensaba que era bastante extraño, hasta el punto de venir a
echar un vistazo. Incluso si no estaban armados, superaban
en número de forma abrumadora a los CA.
—Aquí dentro —grité alzando la cabeza.
Tres se puso tenso, como si se dispusiera a moverse.
Disparé con el arma al suelo cerca de su cabeza y se paró en
seco. Sentí una oleada de vértigo y esperé una descarga de
las automáticas. Estaba loco: ¿qué había hecho?
Se oyeron fuertes pisadas en cubierta y más gritos.
Una fem polinesia con mono azul y Veinte se acercaron a
la entrada de la bodega. La granjera nos miró con el ceño
fruncido.
—Si os han amenazado, recoged las pruebas y
presentadlas ante un árbitro de la isla. No sé qué habrá
pasado, pero ¿no crees que sería mejor separaros?
—Se esconden en el barco —dijo Veinte fingiendo ira—,
nos intimidan con armas de fuego y cogen a un rehén. ¿Y
esperas que te los entreguemos para que los dejes en
libertad?
La granjera me miró directamente a los ojos. No podía
hablar, pero le devolví la mirada y dejé caer la mano derecha
a un lado.
—No tengo inconveniente en testificar a vuestro favor
sobre lo que he visto —dijo dirigiéndose a Veinte con cara de
póquer—. Así que si liberan al rehén y nos acompañan, te
doy mi palabra de que se hará justicia.
Otros cuatro granjeros se asomaron por la escotilla de la
bodega. Kuwale, que seguía sentada contra el mamparo, los
saludó con una mano y dijo algo en polinesio. Uno de los
granjeros se rió de forma escandalosa y le contestó. Sentí un
brote de esperanza. El barco estaba lleno de personas y, al
enfrentarse a la idea de una masacre, los CA se habían

366
doblegado.
—¡Lo dejamos en libertad! —grité mientras me guardaba
el arma en el bolsillo trasero. Tres se incorporó con una
expresión hosca y, en voz baja, añadí hacia él—: Al fin y al
cabo, ya está muerta. Eso es lo que nos has dicho. Ya eres
uno de los salvadores del universo. —Me di una palmada en
el vientre—. Piensa en tu lugar en la historia y no vayas a
estropear tu imagen. —Intercambió una mirada con Veinte y
empezó a subir la escala de cuerda.
Arrojé la pistola a un rincón y fui a ayudar a Kuwale.
Subió por la escala muy despacio, y yo le seguí de cerca, con
la esperanza de poder sujetarle si se caía.
Había aproximadamente unos treinta granjeros en
cubierta, y ocho antropocosmólogos, casi todos armados, que
parecían estar mucho más tensos que los anarkistas
desarmados. Me horroricé al pensar en lo que podía haber
sucedido. Busqué a Helen Wu, pero no estaba a la vista.
¿Habría vuelto a la isla durante la noche para supervisar la
muerte de Mosala? No había oído ningún barco, pero podría
haberse puesto un equipo de buceo para marcharse en la
cosechadora.
Empezamos a avanzar hacia el borde de cubierta, donde
había un puente retráctil que unía los dos barcos.
—¡No creas que vas a marcharte con propiedad robada! —
gritó Veinte.
—¿Quieres vaciarte los bolsillos y ahorrarnos tiempo? —
me dijo la granjera, que empezaba a perder la paciencia—.
Tu amigo necesita un médico.
—Lo sé.
Veinte se acercó y señaló hacia la cubierta con una mirada
cargada de significado que me heló la sangre. Todavía no se
había acabado. Esperaban que lo que le habían hecho a
Mosala fuera irreversible, pero aún no tenían la certeza y

367
estaban dispuestos a abrir fuego si me marchaba con una
grabación que demostraba que el peligro era real.
Conocían a Mosala demasiado bien. No tenía ni idea de
cómo la convencería sin esa cinta; ella creía que ya la había
avisado de una falsa alarma.
No tenía elección. Invoqué a Testigo y lo limpié todo.
—De acuerdo, ya está. Lo he borrado.
—No te creo.
—Conecta una agenda, haz un inventario y compruébalo
—dije señalando la fibra que sobresalía.
—Eso no demuestra nada. Podrías ocultarlo.
—Entonces, ¿qué quieres? ¿Que me meta en un
microondas y fría toda la memoria?
—Aquí no disponemos de ese equipo —dijo con un gesto
solemne de negación.
Miré el puente que suspiraba bajo la presión de los dos
barcos que cabeceaban y se balanceaban en el suave oleaje.
—De acuerdo, deja que se marche Kuwale, yo me quedo.
—No. No puedes confiar... —gruñó Kuwale.
—Es la única salida —interrumpió Veinte—. Te doy mi
palabra de que te devolveremos a Anarkia sano y salvo en
cuanto se acabe todo.
Me miraba con calma y parecía totalmente sincera. En
cuanto muriese Mosala me liberarían.
Pero si sobrevivía, completaba su TOE y demostraba que
estas personas no eran más que homicidas frustrados, ¿qué
harían con el mensajero?
Me puse de rodillas. Pensé, entre otras cosas, que cuanto
antes empezara, antes acabaría.
Enrollé la fibra en mi mano y empecé a tirar de los chips
de memoria de mis tripas. La herida del puerto óptico era
demasiado pequeña, pero las cubiertas protectoras de los
chips con forma de cápsula la fueron forzando y emergieron

368
a la luz una a una, como los segmentos brillantes de un
extraño parásito cibernético que luchara por quedarse dentro
de su anfitrión. Cuanto más fuerte bramaba, más
amortiguaba el dolor.
El procesador emergió en último lugar. La cabeza
enterrada del gusano arrastraba un cable fino de oro que
conducía a la espina dorsal y a las terminaciones nerviosas
del cerebro. Lo corté por donde se insertaba en el chip y me
incorporé, doblado por la mitad y con un puño apretado
contra el agujero desgarrado.
Empujé la ofrenda sangrienta hacia Veinte con el pie. No
podía incorporarme lo suficiente para mirarla a los ojos.
—Puedes irte. —Su voz sonó afectada, pero no
arrepentida.
Me preguntaba qué tipo de muerte había escogido para
Mosala. Limpia e indolora, sin duda; directa a un coma de
cuento de hadas sin una pizca de sangre, mierda ni vómito.
—Devuélvemelo por correo cuando hayas terminado o
tendrás noticias del director de mi banco.

369
24
En la abarrotada enfermería del barco, la imagen del escáner
de la pierna de Kuwale mostraba diversos vasos sanguíneos
y ligamentos rotos, un reguero de daños como el que deja un
avión al estrellarse que conducía hasta la bala enterrada en
la parte trasera del muslo. Kuwale miraba la pantalla con
sombría fascinación. El sudor le caía por la cara mientras el
antiguo programa chirriaba al hacer una evaluación detallada
de la herida. En la última línea ponía: «Probable herida de
bala».
—Así que me han dado, ¿eh?
Prasad Jwala, uno de los granjeros, nos limpió y vendó las
heridas y nos atiborró de medicamentos (genéricos) para
controlar la pérdida de sangre, la infección y el traumatismo.
Los únicos analgésicos disponibles a bordo eran unos
rudimentarios opiáceos sintéticos que me dejaron tan
colocado que no habría podido dar una explicación coherente
de los planes de CA aunque el destino del universo
dependiera de ello. Kuwale perdió la consciencia; me senté a
su lado, con la vana ilusión de poner mis pensamientos en
orden. Menos mal que tenía el estómago vendado
firmemente, porque sentía la necesidad imperiosa de
atravesar el portal y explorar la maquinaria que quedaba

370
dentro de mí: la espiral suave y firme de los intestinos, esa
serpiente demoniaca que la bala mágica de Kuwale había
domesticado y el hígado cálido y empapado de sangre, con
diez mil millones de fábricas de enzimas microscópicas
conectadas directamente al torrente sanguíneo, una farmacia
de contrabando que dispensaba todo lo que le dictaba su
intuición química. Quería sacar todos los órganos oscuros y
misteriosos a la luz del día, uno a uno, y colocarlos delante
de mí en su posición correcta hasta que yo no fuera más que
un armazón de piel y músculo enfrentado, al fin, a mi gemelo
interior.
Al cabo de unos quince minutos, esas fábricas de enzimas
empezaron a reducir el nivel de opiáceos en la sangre y fui
saliendo a rastras del cielo de algodón dulce. Pedí una
agenda; Jwala me la dio y se fue a cubierta.
Conseguí ponerme en contacto con Karin De Groot de
inmediato. Me limité a lo esencial. De Groot me escuchó en
silencio; seguro que mi aspecto daba cierto grado de
credibilidad a la historia.
—Tienes que decirle a Violet que regrese a la civilización.
Aunque no crea en el peligro, no tiene nada que perder;
puede dar la conferencia definitiva desde Ciudad del Cabo.
—Créeme —dijo De Groot—, se tomará todas tus palabras
en serio. Yasuko Nishide murió anoche. Tenía neumonía y
estaba muy delicado, pero Violet ha quedado muy afectada.
Y ha visto el análisis del genoma del cólera que ha hecho un
conocido laboratorio de Bombay. Aunque...
—¿Te irás con ella? —La muerte de Nishide me entristeció,
pero que Mosala hubiera abandonado su actitud escéptica era
una noticia estupenda—. Sé que es un riesgo; puede que
enferme en el avión, pero...
—Escucha —me interrumpió De Groot—. Hemos tenido
problemas durante tu ausencia. No despega ni aterriza

371
ningún vuelo.
—¿Por qué? ¿Qué clase de problemas?
—Un barco lleno de... mercenarios, creo. Llegaron a la isla
de repente y han ocupado el aeropuerto.
Jwala entró para ver cómo estaba Kuwale y oyó la última
parte de la conversación.
—Agents provocateurs —dijo con sorna—. Cada tantos
años, un grupo distinto de gorilas con camuflaje de diseño
aparece, intenta causar problemas, fracasa y se va. —Parecía
tan preocupado como alguien de una democracia normal que
se queja de la molestia periódica de las campañas electorales
—. Los vi anoche cuando atracaron en el puerto. Iban muy
bien armados y tuvimos que dejarlos pasar. —Sonrió—. Pero
les esperan algunas sorpresas. Les doy seis meses como
mucho.
—¿Seis meses?
—Nunca ha durado más —dijo encogiéndose de hombros.
Un barco lleno de mercenarios que intentaban causar
problemas... ¿El barco que había chocado con el de los CA?
En cualquier caso, seguro que por la mañana Veinte y sus
colegas ya sabían que habían ocupado el aeropuerto y que mi
testimonio no le daría a Mosala más probabilidades de
salvarse.
No podrían haber sido menos oportunos, pero no me
sorprendía. El congreso Einstein confería demasiada
respetabilidad a Anarkia, y los planes de emigración de
Mosala causarían un revuelo aún mayor. Pero InGenIo y sus
aliados no intentarían asesinarla para no hacer de ella una
mártir instantánea, ni disolverían la isla de nuevo en el
océano para no correr el riesgo de asustar a los clientes
legales que les proporcionaban miles de millones de dólares.
Todo lo que podían hacer era intentar, una vez más, acabar
con el orden social de Anarkia y demostrar al mundo que

372
aquel experimento inocente estaba condenado al fracaso
desde el principio.
—¿Dónde está Violet en estos momentos? —pregunté.
—Hablando con Henry Buzzo. Intenta convencerlo de que
vaya con ella al hospital.
—Buena idea. —Inmerso en los planes de los
«moderados», casi me había olvidado de que Buzzo estaba
en peligro y Mosala amenazada por dos frentes. Los
extremistas habían tenido éxito en Kyoto, y probablemente
quien me infectó con el cólera de camino a Sydney estaba en
Anarkia esperando una oportunidad de compensar el primer
intento fallido.
—Les enseñaré esta conversación de inmediato —dijo De
Groot.
—Y dales una copia a los de seguridad.
—Bien. Por si les sirve para algo. —Parecía aguantar la
presión mucho mejor que yo—. Hasta ahora no hemos visto a
Helen con las aletas puestas, pero te mantendré informado.
Acordamos vernos en el hospital. Me despedí y cerré los
ojos, mientras luchaba contra la tentación de volverme a
sumergir en la niebla aislante de los opiáceos.
Los de CA habían tardado cinco días en conseguirme una
cura con el aeropuerto abierto. Después de pasar por tantas
cosas, no estaba dispuesto a asumir el hecho de que Mosala
era un cadáver andante, pero como no llegara una invasión
de technolibérateurs africanos que consiguiera salvar una
distancia de diez mil kilómetros en uno o dos días, no veía
posibilidades de que sobreviviera.
Me senté a mirar a Akili mientras el barco se acercaba al
puerto del extremo norte. Tenía muchas ganas de cogerle la
mano, pero me daba miedo empeorar las cosas. ¿Cómo podía
haberme enamorado de alguien que se había extirpado
quirúrgicamente hasta la posibilidad de sentir deseo?

373
Aparentemente, era bastante sencillo: un trauma
compartido, una experiencia intensa y la ausencia
desconcertante de rasgos sexuales. No era ningún misterio.
Las personas se sentían atraídas por les ásex
constantemente. Y, sin duda, se me pasaría pronto, en
cuanto aceptara el simple hecho de que lo que sentía nunca
sería correspondido.
Al cabo de un rato descubrí que no soportaba seguir
mirándole a la cara; me dolía demasiado. Así que me fijé en
los trazos brillantes del monitor y escuché su respiración
profunda mientras intentaba entender por qué no se me
pasaba el dolor.

Nos dijeron que los tranvías seguían en funcionamiento, pero


una de las granjeras se ofreció a llevarnos directamente
hasta la ciudad.
—Más rápido que esperar una ambulancia —explicó—:
sólo hay diez en la isla. —Era una joven de Fiyi llamada
Adelle Vunibobo. Recordaba haberla visto asomada a la
bodega del barco de los CA.
Kuwale se sentó entre los dos en la cabina del camión,
medio despierta, pero todavía aturdida. Miré las
incrustaciones de coral de colores intensos que iban
disminuyendo a nuestro alrededor; era como ver una escena
a cámara rápida del lento proceso de compactación del
arrecife.
—Arriesgaste la vida en el barco —dije.
—Nos tomamos muy en serio las llamadas de socorro en
el mar. —Su tono era ligeramente burlón, como si intentara
hacer mella en el mío de deferencia.
—Pues es una suerte que no estuviéramos en tierra... —
Insistí—: Pero os disteis cuenta de que el barco no estaba en

374
peligro. La tripulación os dijo que os largarais y os metierais
en vuestros asuntos. Y recalcaron la sugerencia con armas.
—Entonces ¿piensas que fue imprudente? ¿Una locura? —
Me miraba con curiosidad—. Aquí no hay policía, ¿quién, si
no, os iba a ayudar?
—Nadie —admití.
—Hace cinco años iba en un barco de pesca que volcó —
dijo con la mirada fija en el terreno irregular del camino—.
Nos pilló una tormenta. Estaba con mis padres y mi
hermana. Mis padres se habían quedado inconscientes por
los golpes y se ahogaron inmediatamente. Mi hermana y yo
nos pasamos diez horas en el mar mientras intentábamos
mantenernos a flote y nos sujetábamos por turnos.
—Lo siento. Las tormentas provocadas por el efecto
invernadero se han llevado a tantas personas...
—No quiero tu compasión —gruñó—, sólo intentaba
explicártelo. —Esperé en silencio. Después de un rato añadió
—: Diez horas. Todavía tengo pesadillas. Me crié en un
pesquero y he visto tormentas que se llevaban pueblos
enteros. Creía que sabía lo que sentía por el mar, pero
aquella vez con mi hermana en el agua lo cambió todo.
—¿En qué sentido? ¿Tienes más respeto, más miedo?
—Más chalecos salvavidas, en realidad. Pero no me refiero
a eso —dijo, negando con un gesto impaciente. Hizo una
mueca de frustración, y luego añadió—: ¿Me haces un favor?
Cierra los ojos e intenta imaginarte el mundo. Los diez mil
millones de habitantes a la vez. Sé que es imposible, pero
inténtalo.
—De acuerdo —accedí desconcertado.
—Ahora describe lo que ves.
—La tierra vista desde el espacio. Aunque es más un
bosquejo que un foto. El norte está arriba y el océano Índico
en el centro, pero la vista abarca desde África Occidental

375
hasta Nueva Zelanda, desde Irlanda hasta Japón. Hay
muchas personas de pie encima de todos los continentes e
islas, aunque no están a escala. No me pidas que las cuente,
pero supongo que en total serán un centenar.
Abrí los ojos. Había dejado fuera del mapa tanto el
antiguo hogar de Vunibobo como el nuevo, pero tenía la
impresión de que no se trataba de un ejercicio para despertar
la conciencia sobre la fuerza marginadora de las
representaciones geográficas.
—Yo también veía algo parecido, pero eso cambió desde el
accidente. Cuando cierro los ojos y me imagino el mundo,
veo el mismo mapa y los mismos continentes, pero la tierra
ya no es tierra. Lo que parece terreno firme es, en realidad,
una masa de personas. No hay suelo, ningún lugar en el que
asentarse. Estamos todos flotando en los océanos y nos
sostenemos mutuamente. Así es como hemos nacido y así es
como moriremos: luchando para ayudarnos unos a otros a
mantener la cabeza por encima de las olas. —Se rió,
avergonzada de pronto—. Bueno, me has pedido una
explicación —añadió desafiante.
—Cierto.
Las deslumbrantes incrustaciones de coral se habían
convertido en ríos de barro de tierra caliza, pero la roca de
arrecife de nuestro alrededor estaba ribeteada de tonos
suaves, de verde y de gris plata. Me preguntaba qué habrían
contestado los otros granjeros a la misma pregunta.
Probablemente, respuestas diferentes. Anarkia parecía
funcionar gracias a personas que se ponían de acuerdo para
hacer lo mismo por motivos totalmente distintos. Era un
sumatorio sobre topologías contradictorias que hacía
palidecer a los cálculos del preespacio; sin política, filosofía ni
religión impuestas, sin la adoración idiota de banderas o
símbolos..., pero el orden prevalecía a pesar de todo.

376
Todavía no tenía claro si era milagroso o completamente
obvio. El orden surgía y sobrevivía por todos lados porque
había bastantes personas que lo deseaban. Cualquier
democracia era una especie de anarquía pasada a cámara
lenta: con tiempo suficiente, era posible cambiar cualquier
estatuto o constitución con el tiempo y quebrantar cualquier
acuerdo social escrito o verbal. En última instancia, las redes
de seguridad eran la inercia, la apatía y la ofuscación. En
Anarkia tenían la valentía, probablemente fruto de la locura,
de «deshacer» todo el nudo político y reducirlo a su forma
más sencilla para mirar las estructuras sin adornos del poder
y la responsabilidad, de la tolerancia y el consenso.
—Me salvaste de ahogarme —dije—. ¿Cómo podría
agradecértelo?
—Procura nadar mejor. —Vunibobo me miraba calibrando
mi seriedad—. Ayúdanos a todos a mantenernos a flote.
—Lo intentaré si alguna vez tengo la oportunidad.
—Nos encaminamos directamente hacia una tormenta —
me recordó con una sonrisa ante la evasiva de medio
promesa—. Creo que tendrás tu oportunidad.

Como mínimo, esperaba encontrar las calles del centro de la


isla desiertas, pero aparentemente no había cambiado nada.
No había muestras de pánico, colas para acaparar
provisiones ni tiendas acordonadas. Sin embargo, cuando
pasamos por el hotel vi que había desaparecido el carnaval
de Renacimiento Místico; yo no era el único turista que sentía
un deseo repentino de volverse invisible. En el barco había
oído que hirieron a una fem cuando ocuparon el aeropuerto,
pero la mayor parte del personal se había limitado a
marcharse. Munroe me habló de una milicia de la isla y, sin
duda, sobrepasaba en número a los atacantes, pero no sabía

377
cómo serían su equipo, su entrenamiento ni su disciplina. Por
el momento, los mercenarios parecían satisfechos con
encerrarse en el aeropuerto, pero si el objetivo no era tomar
el poder sino traer la «anarquía» a la isla, tenía la inquietante
sospecha de que muy pronto presenciaríamos algo mucho
menos agradable que la ocupación de puntos estratégicos sin
derramamiento de sangre.
El ambiente del hospital era de calma. Vunibobo me ayudó
a llevar al edificio a Kuwale, que sonreía somnolienta e
intentaba arrastrarse, pero tuvimos que sujetarle entre los
dos para que no se cayera de bruces. Prasad Jwala había
enviado la imagen del escáner de la herida de bala y tenían
un quirófano preparado. Le miré mientras se le llevaban en la
camilla e intenté convencerme de que no sentía nada más
que la misma ansiedad que habría sentido por cualquier otra
persona. Vunibobo se despidió.
Después de esperar mi turno para que me curaran, me
pusieron anestesia local y me dieron puntos. Me las había
apañado para matar el injerto transgénico que habría
acelerado la curación y sellado la herida, pero la doctora que
me trató envolvió la herida con un esponjoso polímero
bactericida de carbohidratos, que se iría degradando poco a
poco ante la presencia de factores de crecimiento en las
secreciones del tejido circundante. Me preguntó cómo me
había hecho el agujero. Le dije la verdad y pareció muy
aliviada.
—Empezaba a pensar que algo te había comido desde
dentro para abrirse paso al exterior. —Me levanté con
cuidado; tenía la zona dormida, pero notaba la ausencia de
piel y tirones musculares por todo el cuerpo—. Intenta evitar
los movimientos abdominales bruscos y la risa fuerte —
añadió.
Me encontré con De Groot y Mosala en la sala de espera

378
del laboratorio de visualización. Mosala parecía cansada y
nerviosa, pero me saludó con amabilidad y me dio la mano
mientras me cogía del hombro.
—Andrew, ¿estás bien?
Después de todo lo ocurrido, había decidido tutearme; me
pareció una buena idea.
—Sí, pero me temo que el documental tendrá una laguna.
—Están haciéndole un escáner a Henry —dijo logrando
componer una sonrisa—. Todavía no han terminado de
procesar mis datos; les llevará algún tiempo. Buscan
proteínas extrañas, pero no saben si la resolución les
permitirá encontrarlas. La máquina es de segunda mano, de
hace veinte años. —Cruzó los brazos e intentó reírse—. Ya lo
ves. Si decido quedarme aquí, será mejor que me
acostumbre a lo que hay.
—No he podido encontrar a nadie que haya visto a Helen
Wu desde anoche —dijo De Groot—. Los de seguridad han
entrado en su habitación y está vacía.
—¿Por qué se mezclaría con los antropocosmólogos? —
Mosala todavía parecía impresionada por la noticia de la
implicación de Wu—. Es una teórica brillante por derecho
propio, ¡no una parásita de la pseudociencia! Entiendo que
algunas personas puedan pensar que hay algo místico en
trabajar en las TOE cuando se dan cuenta de que no
entienden los detalles, ¡pero Helen comprende mi trabajo
casi mejor que yo! —Pensé que no era el momento de decirle
que eso formaba parte del problema—. En cuanto a esos
otros matones que crees que asesinaron a Yasuko... He
convocado una rueda de prensa para esta tarde en la que
explicaré los problemas de la medida que eligió Henry Buzzo
y lo que significa para su TOE. Eso les dará algo que pensar a
esas mentes mezquinas. —Su voz casi sonaba tranquila, pero
tenía los brazos cruzados y se sujetaba las muñecas con las

379
manos para disimular que le temblaban de ira—. Y cuando
anuncie mi TOE el viernes por la mañana, ya se pueden
despedir de su «trascendencia».
—¿El viernes por la mañana?
—Los algoritmos de Serge Bischoff están haciendo
maravillas. Los cálculos estarán listos mañana por la noche.
—Si te han infectado con un arma biológica y te pones
demasiado enferma para trabajar —dije con delicadeza—,
¿hay alguien que pueda interpretar los resultados y darle
forma a todo?
—¿Qué quieres que haga? —Mosala retrocedió sorprendida
—. ¿Nombrar a un sucesor para que sea el próximo objetivo?
—¡No! Pero si tu TOE se completa y se divulga, los
moderados tendrán que admitir que estaban equivocados y
puede que te proporcionen el antídoto. No te pido que hagas
público ningún nombre, pero si puedes arreglar las cosas
para que alguien dé los toques finales...
—No tengo nada que demostrar a esa gente —dijo con
frialdad—. Y no voy a poner en peligro la vida de nadie más
por intentarlo.
La agenda de De Groot sonó antes de que pudiera
defender mi postura. Joe Kepa, el encargado de seguridad
del congreso, había visto la copia que le había mandado De
Groot de nuestra conversación del barco y quería hablar
conmigo. Personalmente. De inmediato.
Kepa me acribilló a preguntas en una pequeña sala de
reuniones del último piso del hotel durante casi tres horas.
Quiso enterarse de todo desde el momento en el que le pedí
a SeeNet que me diera el documental. Ya había visto los
informes de algunos granjeros sobre lo ocurrido en el barco
de los CA (los habían mandado directamente a las redes
locales de noticias) y también los análisis del cólera, pero
todavía estaba enfadado y desconfiaba; me dio la impresión

380
de que quería desmenuzar mi historia en pedacitos. Me
molestó su trato hostil, pero no podía reprochárselo. Hasta la
captura del aeropuerto, su problema más grave había sido el
de unos músicos callejeros vestidos de payaso, pero en aquel
momento podía ser ya cualquier cosa, incluso un despliegue
militar completo alrededor del hotel. Mis explicaciones sobre
teóricos de la información cargados de armas biotecnológicas
cuyo objetivo era matar a los físicos de más renombre del
congreso debía de sonarle como una broma de mal gusto o la
prueba de que era el elegido para recibir un castigo divino.
Sin embargo, cuando me dijo que se había terminado la
entrevista, creo que había conseguido convencerlo: Kepa
estaba más enfadado que nunca.
Mi declaración se grabó conforme a las normas jurídicas
internacionales. Todos los fotogramas tenían inscrito un
código de tiempo verificado y se envió una copia cifrada a la
Interpol. Antes de que firmara el archivo de forma
electrónica, me ofrecieron comprobarlo para asegurarme de
que no estaba manipulado. Repasé varios puntos al azar; no
pensaba ver las tres horas enteras.
Me fui a mi habitación y me di una ducha. Me tapaba de
manera instintiva la herida recién vendada, aunque sabía que
no era necesario mantenerla seca. El lujo del agua caliente y
la solidez de la decoración sencilla y elegante me parecían
irreales. Veinticuatro horas antes tenía intención de hacer lo
posible para ayudar a Mosala a acabar con el bloqueo,
cambiar el documental y centrarlo en la noticia de su
emigración. Pero para entonces ¿qué podía hacer por la
technolibération? ¿Comprar una cámara externa y
documentar su muerte sin sentido con el hundimiento de
Anarkia como telón de fondo? ¿Era eso lo que quería?
¿Recuperar mis ilusiones de objetividad y grabar
tranquilamente la suerte que ella pudiera correr?

381
Me miré al espejo. ¿Qué utilidad podía tener para nadie?
El cuarto de baño tenía un teléfono en la pared y llamé al
hospital. No se habían presentado complicaciones en la
operación, pero Akili seguía bajo los efectos de la anestesia.
Decidí que le visitaría de todas formas.
Atravesaba el vestíbulo del hotel cuando la gente salió de
las sesiones de la mañana. El congreso avanzaba de acuerdo
al programa, pero las pantallas anunciaban un acto de
homenaje a Yasuko Nishide que tendría lugar más tarde y los
participantes estaban claramente nerviosos y preocupados.
Hablaban en voz baja en grupos pequeños o miraban
alrededor furtivamente como si esperaran oír alguna
información vital sobre la ocupación, independientemente de
que fuera fiable.
Distinguí un grupo de periodistas a los que conocía de
vista y me dejaron unirme a ellos mientras intercambiaban
rumores. Parecía que todos estaban de acuerdo en que la
armada estadounidense (o neozelandesa o japonesa)
evacuaría a los extranjeros en cuestión de días, aunque nadie
tenía pruebas de tal afirmación.
—Aquí hay tres estadounidenses ganadores del premio
Nobel —dijo confidencialmente David Connolly, el fotógrafo
de Janet Walsh—. ¿Creéis que van a dejarlos en la estacada
mientras se hunde Anarkia?
También se mostraban de acuerdo en que el aeropuerto
había sido ocupado por «anarquistas rivales», los notorios
«refugiados» que no acataban la ley estadounidense sobre el
armamento. No mencionaron ni una vez los intereses de las
empresas de biotecnología; aunque todos los habitantes de la
isla conocían el plan de Mosala de emigrar, nadie de aquel
grupo se había molestado en hablar con los lugareños el
tiempo suficiente para poder enterarse.
Estas personas serían las que informarían de todo lo que

382
sucediera en Anarkia al resto del mundo y ninguna tenía ni la
más remota idea de qué estaba pasando en realidad.
De camino al hospital encontré una tienda de electrónica.
Me compré una agenda nueva y una cámara para llevar al
hombro. Introduje mi código personal en la agenda, que
cargó la última copia de seguridad vía satélite de la vieja y
empezó a ponerse al día. La pantalla fue un borrón de
actividad durante varios segundos.
—Se han producido más de tres mil casos de Angustia —
anunció Sísifo.
—No me interesa eso. —¿Tres mil? Se habían multiplicado
por seis en quince días—. Muéstrame un mapa de las
incidencias.
Parecía más el desarrollo de un cáncer espontáneo que el
de cualquier tipo de enfermedad infecciosa. Se extendía de
forma aleatoria por todo el planeta, independiente de
cualquier factor social o medioambiental, y se concentraba
sólo en función de la densidad de población.
¿Cómo podían incrementarse tan rápidamente las cifras
sin ningún estallido localizado? Había oído que los modelos
que se basaban en la transmisión por el aire, el contacto
sexual, el suministro de agua y los parásitos no encajaban
con esta epidemia.
—¿Alguna otra noticia sobre el tema?
—No es oficial, pero hay una grabación guardada en la
biblioteca de SeeNet de John Reynolds, un compañero tuyo,
que incluye los primeros informes sobre declaraciones
coherentes de las víctimas.
—¿Hay personas que se recuperan?
—No, pero algunas muestran un cambio intermitente en la
patología.
—¿Un cambio o una reducción?
—El discurso es coherente, pero el contexto del asunto

383
sobre el que hablan no es el adecuado.
—¿Te refieres a que son psicópatas? ¿Cuando al fin dejan
de gritar y se calman lo suficiente para juntar dos palabras
es sólo para decir que se han vuelto locos?
—Eso es algo que tienen que dictaminar los expertos.
—De acuerdo. —Casi había llegado al hospital—.
Enséñame los cambios en la patología, todas esas cosas
encantadoras que me he perdido últimamente.
Sísifo saqueó la biblioteca y puso un vídeo. No estaba
bien visto curiosear el trabajo inacabado de otro, pero si
Reynolds no quería que se accediera a sus grabaciones,
debería haberlas cifrado.
Miré la escena en el ascensor del hospital, a solas, y sentí
que palidecía. No había ninguna explicación para aquello; no
tenía sentido.
Reynolds había archivado otras tres escenas de «discurso
coherente» de pacientes de Angustia. Las vi todas con los
auriculares puestos para escucharlas en privado mientras
pasaba por los pasillos rebosantes de actividad. Las palabras
exactas que utilizaban los pacientes eran distintas en cada
caso, pero siempre apuntaban a lo mismo.
Dejé de analizarlo. Quizá todavía estuviera en estado de
shock o bajo el efecto de los opiáceos que me habían dado
en el barco. Quizá veía una relación inexistente.
Cuando llegué a la sala, Akili estaba despierta. Sonrió
compungida cuando me vio y supe que me había dado fuerte.
No era sólo que su cara se hubiera grabado a fuego en mi
mente de tal forma que me costaba creer que alguna vez me
hubiera atraído ninguna otra persona. La belleza, al fin y al
cabo, era lo más superficial. Pero sus ojos negros mostraban
una pasión profunda, un sentido del humor y una inteligencia
que no poseía ninguna otra persona que conociera.
Me dije que era ridículo. Para un ásex total, aquéllos eran

384
los sentimientos de un juguete de las hormonas, un patético
robot biológico. Si se enteraba de lo que sentía, sólo podía
aspirar a darle pena.
—¿Te has enterado de lo del aeropuerto? —dije.
—Y de la muerte de Nishide. —Asintió abatida—. ¿Qué tal
se ha tomado Mosala todo esto?
—No se ha derrumbado, pero no estoy seguro de que
piense con claridad. —No como yo.
—¿Qué opinas? —le pregunté después de contarle la
conversación que habíamos mantenido—. Si se mantiene con
vida hasta que alguien anuncie la TOE en su nombre, ¿crees
que los moderados se retractarán y le proporcionarán el
antídoto?
—Quizá. —Kuwale no parecía muy esperanzada—. Si
tuvieran pruebas irrefutables de que la TOE se ha
completado. Pero ahora son fugitivos; no pueden facilitarle
nada.
—Podrían transmitir la estructura de la molécula.
—Sí. Y esperemos que haya un aparato en Anarkia que
pueda sintetizarla a tiempo.
—Si todo el universo es una conspiración para explicar la
Piedra Angular, ¿no crees que podría tener suerte? —No me
creía una palabra de todo aquello, pero no me pareció
adecuado decirlo.
—Explicar el Instante Aleph no implica recibir indultos
milagrosos. Mosala no tiene porqué ser la Piedra Angular, ni
siquiera con Nishide muerto y la TOE de Buzzo refutada. Si
sobrevive, será sólo porque las personas que intentan
salvarla lo habrán hecho mejor que las que intentan matarla.
—Se rió de forma cansina—. Eso es lo que significa una
Teoría del Todo: no hay milagros, ni siquiera para la Piedra
Angular. Todos viven y mueren obedeciendo las mismas
reglas.

385
—Lo comprendo. —Dudé—. Hay algo que quiero
enseñarte. Algunas noticias nuevas sobre Angustia.
—¿Angustia?
—Sígueme la corriente. Quizá no signifique nada, pero
necesito saber tu opinión.
Me sentía en la obligación de no divulgar la grabación de
Reynolds y la sala estaba llena, pero teníamos pantallas a
ambos lados y parecía que el masc escayolado de la cama
contigua estaba dormido. Le pasé la agenda a Kuwale y
reproduje uno de los vídeos con el sonido muy bajo.
Una fem de mediana edad, pálida y con melena negra
despeinada, miraba a la cámara directamente desde una
cama de hospital. No parecía drogada y desde luego no
exhibía el comportamiento característico del síndrome, pero
se dirigía a Reynolds con una fascinación intensa y
horrorizada.
—Esta pauta de información, este estado de ser
consciente y poseer todas las percepciones se envuelve a sí
mismo en un número creciente de capas de corolarios:
neuronas que codifican la información, sangre que nutre a las
neuronas, un corazón que bombea la sangre, intestinos que
le aportan nutrientes, una boca para proveer de alimentos a
los intestinos, comida que entra en ella, campos de cultivo,
tierra, luz solar, un billón de estrellas. —Su mirada se
desplazaba ligeramente al hablar, mientras estudiaba la cara
de Reynolds—. Neuronas, corazón, intestinos, células de
proteínas e iones y agua en las membranas lipídicas, tejidos
que se diferencian al desarrollarse, genes que se activan en
los marcadores de los gradientes hormonales, un millón de
formas moleculares que se entrelazan, carbono tetravalente,
hidrógeno monovalente, electrones compartidos en enlaces
entre núcleos de protones, neutrones para equilibrar la
repulsión electrostática y, en ambos, quarks cuyo spin se

386
empareja con el de los leptones en una jerarquía de niveles
de excitación de campo y que residen en una variedad de
dimensión diez, definiendo una ruptura de simetría en el
espacio de todas las topologías. —Se aceleró—. Neuronas,
corazón, intestinos, morfogénesis que retrocede a una célula,
un óvulo fecundado en otro cuerpo. Cromosomas diploides
que requieren un donante independiente. Ascendencia
iterativa. Mutaciones que dividen las especies a partir de los
linajes anteriores, vida unicelular, fragmentos que se
duplican por sí mismos, nucleótidos, azúcares, aminoácidos,
dióxido de carbono, agua, nitrógeno. Una nube protoestelar
que se condensa, rica en los elementos pesados que se
sintetizan en otras estrellas, lanzadas a través de un cosmos
gravitatoriamente inestable que empieza y termina en una
singularidad.
Se calló, pero sus ojos se seguían moviendo; casi podía
distinguir el contorno de la cara de Reynolds en el barrido de
su mirada. Y si éste le había parecido al principio una
aparición extraña, destellos de comprensión intensa
parecieron abrirse paso a través de su asombro, como si la
fem estuviera llevando el razonamiento cósmico hasta el
límite e integrara a aquel desconocido, aquel primo lejano,
lógico y necesario, en el mismo diagrama unificado.
Pero de pronto, algo pareció poner fin a su remisión
breve: una expresión de horror y pánico distorsionó sus
rasgos. La Angustia la había reclamado. Detuve el vídeo
antes de que empezara a patalear y gritar.
—Hay tres casos similares más —dije—. Así que, ¿son
imaginaciones mías o este desvarío te suena a lo mismo que
a mí? Porque, ¿qué clase de plaga haría creer a esas
personas que son la Piedra Angular?
—Andrew, si esto es una broma... —dijo Kuwale
mirándome después de dejar la agenda en la cama.

387
—¡No! ¿Por qué iba a hacer...?
—Para salvar a Mosala. Si es un engaño, no te saldrás con
la tuya.
—Si fuera a inventarme una Piedra Angular para salvarla
—gruñí—, habría hecho una simulación de Yasuko Nishide en
su lecho de muerte mientras tenía todas las revelaciones
cósmicas, no de un caso psiquiátrico aleatorio.
Le expliqué lo de Reynolds y el documental de SeeNet.
Escudriñó mi cara para decidir si estaba diciendo la
verdad. Le devolví la mirada, demasiado cansado y confuso
para ocultar nada. Hubo un destello de sorpresa y...
¿diversión? No sabría decirlo, y por su parte no dijo nada
sobre lo que sentía.
—Quizá lo ha falsificado algún miembro de la corriente
principal de los CA y lo ha colado en SeeNet. —Me aferraba a
suposiciones porque no le encontraba otro sentido.
—No —negó Kuwale de plano—. Me habría enterado.
—Entonces...
—Es auténtico.
—¿Cómo es posible?
—Porque todo lo que pensábamos era verdad, pero los
detalles eran incorrectos. —Me miró a los ojos sin
avergonzarse de su miedo—. Todos teníamos mal los
detalles. La corriente principal, los moderados y los
extremistas; todos hicimos suposiciones distintas y todas
eran erróneas.
—No lo entiendo.
—Lo entenderás, como todos.
De repente recordé la historia apócrifa que contó el
antropocosmólogo del barco sobre la muerte de Muteba
Kazadi.
—¿Crees que el origen de Angustia es mezclar la física y la
información?

388
—Sí.
—Si la Piedra Angular lo hace, ¿arrastra a los demás?
¿Crecimiento exponencial como en una plaga?
—Sí.
—Pero... ¿cómo? ¿Quién fue la Piedra Angular? ¿Quién lo
empezó todo? ¿Muteba Kazadi hace unos cuantos años?
—¡No! —Kuwale se rió como un loco. El masc de la cama
de al lado estaba despierto y lo escuchaba todo, pero ya me
daba igual—. Miller no llegó a explicarte lo más curioso sobre
el modelo cosmológico —añadió Kuwale. Miller era el umasc
al que yo llamaba Tres.
—¿A qué te refieres?
—Si desarrollas todos los cálculos, el efecto retrocede en
el tiempo. No mucho: el crecimiento exponencial hacia
adelante implica la descomposición exponencial hacia atrás.
Pero la certeza absoluta de la Piedra Angular al precipitar la
mezcla en el Instante Aleph implica una pequeña
probabilidad de que otras personas sean arrastradas
aleatoriamente incluso antes del acontecimiento. Es una
condición de continuidad; en ningún sistema hay nada que
sea un salto instantáneo de cero a uno.
Hice un gesto de negación; no lo entendía, no podía
asimilarlo.
Akili me cogió de la mano, la apretó con fuerza sin pensar
y me transmitió su miedo y una emoción vertiginosa de
anticipación directamente al cuerpo, de su piel a la mía.
—La Piedra Angular todavía no es la Piedra Angular. El
Instante Aleph aún no ha sucedido, pero ya notamos su
impacto.

389
25
Kuwale cogió la agenda e hizo un gráfico con los detalles de
los flujos de información que creía que había detrás de
Angustia. Incluso intentó utilizar un modelo informático
rudimentario para procesar los datos epidemiológicos,
aunque terminó con una curva mucho menos pronunciada
que la de las cifras reales del caso (que habían aumentado a
un ritmo mayor que el del crecimiento exponencial,
probablemente porque al principio no se tuvo constancia de
todos los casos) y una fecha estimada para el Instante Aleph
en el periodo comprendido entre el siete de febrero del
2055... y el doce de junio del 3070. Impertérrita, se esforzó
en ajustar el modelo. Gráficos, diagramas y ecuaciones
pasaban por la pantalla mientras tecleaba. Era tan
impresionante como cualquier cosa de las que hacía Mosala y
yo entendía casi lo mismo.
No podía evitar que me arrastrara un poco con su lógica
apremiante, pero cuando se desvaneció la primera impresión
de haber identificado qué era la Angustia, empecé a
preguntarme si no estaríamos proyectando lo que queríamos
interpretar en los extraños soliloquios de los cuatro
pacientes. La antropocosmología no había hecho hasta el
momento ninguna predicción contrastable. Estaba claro que

390
permitía una aproximación matemática elegante a cualquier
TOE, pero me parecía una base débil sobre la que asentar
todas mis creencias acerca del universo si la primera prueba
de la teoría consistía en los desvaríos de cuatro personas que
padecían una enfermedad mental nueva y atípica.
En cuanto al pronóstico de un mundo totalmente afligido
por Angustia, si Kuwale tenía razón, suponía un cataclismo
tan inconcebible como el universo «deshecho» de los
moderados.
No comenté mis dudas, pero cuando dejé la sala, mientras
Kuwale estaba inmersa en una conversación con los otros CA
de la corriente principal, volví a poner los pies en el suelo.
Toda aquella charla sobre los ecos de un futuro Instante
Aleph no merecía más crédito que las alternativas
convencionales más extravagantes.
Un experimento fallido del ejército con un patógeno
neuroactivo cuyo objetivo fuera una zona específica del
cerebro podría producir los síntomas comunes de Angustia en
casi todas las víctimas, además de los estallidos de
observaciones maníacas pero precisas en cuatro de los tres
mil casos. El razonamiento era un producto de reacciones
orgánicas del cerebro, como cualquier otro proceso mental, y
un esquizofrénico con ataques de paranoia cuya lesión se
debiera a meros accidentes genéticos era capaz de encontrar
un significado personal en todos los anuncios, las nubes y los
árboles. Quizá la combinación de una educación científica
adecuada y el daño centralizado causado por un arma vírica
podía desencadenar una avalancha de significados
incontrolables aunque rigurosos. Si el objetivo principal del
arma era trastornar el pensamiento analítico, no era
impensable que una versión que se les hubiera ido de las
manos terminara por sobreestimular las vías neuronales que
tenía que dañar.

391
Volví a la tienda de electrónica y me compré otra agenda.
Llamé a De Groot desde la calle; parecía preocupada, pero no
quería hablar por la red.
Quedamos en el hotel, en la suite de Mosala. Cuando
llegué, De Groot me hizo pasar en silencio.
—¿Está Violet...? —Vi cómo flotaban las motas de polvo
bajo la luz del sol; cuando hablé, la habitación sonó vacía.
—La han ingresado. Yo quería quedarme en el hospital,
pero me ha obligado a marcharme. —De Groot estaba
sentada enfrente de mí, tenía las manos recogidas en el
regazo y la mirada baja—. ¿Sabes?, hemos recibido
mensajes raros de casi todo el mundo —añadió con calma—.
Todas las sectas y los lunáticos del mundo querían contar a
Violet sus asombrosas revelaciones cósmicas o informarla de
que estaba profanando su adorada mitología y ardería en el
infierno, destrozaría la naturaleza de Buda o reduciría las
grandes civilizaciones del mundo a escombros nihilistas con
su prepotencia masculina occidental y simplista. Los
Cosmólogos Antropológicos eran sólo una voz más que
gritaba entre todo el ruido. —Me miró a los ojos—. ¿Los
habrías elegido como amenaza? ¿Por delante de los
fundamentalistas, de los racistas o de los psicópatas que le
mandaban descripciones detalladas de lo que planeaban
hacer con su cadáver? Esas personas mandaban largas
disertaciones sobre la teoría de la información y como
posdata: «Nos encantaría ver cómo crea el universo, pero
hay otras facciones que intentarán impedírselo».
—Nadie los habría elegido —dije. De Groot se tocó la sien
y permaneció en silencio, cubriéndose los ojos—. ¿Te
encuentras bien?
—Un dolor de cabeza —dijo asintiendo—, nada más. —Rió

392
sin ganas, hizo una inhalación profunda y se armó de valor
para proseguir—. Han encontrado restos de proteínas
extrañas en el torrente sanguíneo, en la médula ósea y en
los nódulos linfáticos. No han determinado la estructura
molecular y hasta el momento no muestra síntomas. Así que
le han dado un cóctel de antivíricos y, hasta que suceda algo,
lo único que pueden hacer es tenerla en observación.
—¿Y los de seguridad?
—Está custodiada, aunque sea un poco tarde.
—¿Y Buzzo?
—Parece ser que los análisis no detectaron nada. —De
Groot soltó un bufido de indignación y desconcierto—. No se
siente afectado por este asunto. Cree que Nishide murió por
causas naturales, que Violet tiene un contaminante inocuo y
que tu análisis del cólera es un montaje para conseguir
publicidad. Lo único que parece preocuparlo es cómo va a
volver a casa después del congreso si el aeropuerto sigue
cerrado.
—Pero tendrá guardaespaldas, ¿no?
—No sé, tendrás que preguntárselo a él. Ah, y Violet le ha
pedido que convoque la rueda de prensa para anunciar él
mismo el fallo de su TOE. Los medicamentos antivíricos la
están debilitando y tiene tantas náuseas que apenas puede
hablar. Buzzo hizo una promesa vaga, pero después me
susurró algo sobre estudiar mejor el asunto antes de
retractarse de nada. No tengo ni idea de qué hará.
—Buzzo ha oído todos los hechos —dije con una punzada
de ira y frustración—. Es decisión suya. —No tenía
demasiadas ganas de pensar en los enemigos de Buzzo.
Todavía no habían encontrado el cadáver de Sarah Knight,
pero la posibilidad de que su asesinato se hubiera cometido
en Anarkia me intranquilizaba más que ninguna otra cosa.
Los moderados me habían dejado en libertad cuando

393
estuvieron seguros de conseguir lo que querían. Los
extremistas casi me habían matado... y ni siquiera era su
intención.
—Incluso si el arma se activara en cualquier momento, en
Anarkia no se puede hacer nada que no se pueda hacer en
una ambulancia aérea, ¿verdad? Y seguro que tu gobierno
estará dispuesto a mandar un avión de campaña con equipo
médico completo.
—¿Seguro? —De Groot soltó una risa hueca—. Haces que
suene muy fácil. Violet tiene amigos en las altas esferas y
algunos enemigos declarados, pero casi todos son un montón
de pragmáticos de mierda que se limitan a utilizarla como
más les conviene. Se necesitaría un milagro para que
sopesaran los pros y los contras, adoptaran una postura, la
defendieran y tomaran una decisión en un día, incluso si
hubiera paz en Anarkia y el avión pudiera aterrizar en el
aeropuerto.
—¡Vamos! La isla es tan plana como una pista de
aterrizaje. Sé que los extremos son frágiles, pero hay terreno
firme en un radio de veinte kilómetros.
—Dentro del alcance de un misil lanzado desde el
aeropuerto.
—Sí, pero ¿por qué iban a preocuparse los mercenarios
por una evacuación médica? Supondrán que las armadas
extranjeras acudirán a rescatar a sus ciudadanos de la isla.
Esto no es distinto; sólo más rápido.
—Da igual lo que tú y yo pensemos sobre los riesgos —
dijo De Groot con tristeza; quería que la convenciera, pero
no encontraba sentido a lo que le decía—, son sólo
suposiciones y deseos sin fundamento. El gobierno tendrá
que evaluar la situación desde su punto de vista y no puede
tomar una decisión en treinta segundos. Una cosa es gastar
decenas de miles de dólares en un vuelo de rescate y otra un

394
avión derribado en Anarkia. Y lo último que querría Violet,
como cualquier persona cuerda, es que tres o cuatro
inocentes mueran en los aires para nada.
Me alejé de ella y fui hacia la ventana. Por el aspecto de
las calles parecía que Anarkia aún estaba en paz. Fuera cual
fuese la incursión sangrienta que estuvieran planeando los
mercenarios, lo último que querrían quienes los habían
contratado sería una mártir de la technolibération de fama
mundial. Por eso nunca había tenido mucho sentido señalar a
los de InGenIo como sus posibles asesinos; su muerte los
perjudicaría tanto como su supuesta emigración.
Sin embargo, sería una situación delicada. ¿Qué darían a
entender si hicieran una excepción con ella? ¿Y qué factores
considerarían más perjudiciales para el movimiento
antibloqueo? ¿El cuento con moraleja de la trágica muerte de
Mosala por un coqueteo imprudente con los renegados, o la
historia conmovedora de su salvación gracias a un vuelo de
socorro que la devolviera al redil (donde todos los genes
pertenecían a sus legítimos dueños y todas las enfermedades
se curaban al instante)?
Probablemente, todavía no sabían el difícil dilema al que
se enfrentaban. Así que venderles la decisión adecuada
dependía de quién los informara de la noticia.
—¿Y si se pudiera convencer a los mercenarios para que
garanticen la seguridad de un vuelo de rescate? —Me volví
hacia De Groot—. Si hicieran una declaración pública de ese
compromiso, ¿crees que se moverían las cosas? —Apreté los
puños e intenté contener el pánico. ¿Sabía lo que estaba
diciendo? Si hacía esa promesa, no podría echarme atrás.
Pero ya había prometido «nadar mejor».
—Violet todavía no se lo ha dicho a Wendy ni a Makompo.
—De Groot parecía desolada—. Me ha hecho prometer que
guardaré silencio, y Wendy está de viaje de negocios en

395
Toronto.
—Si puede hacer presión desde Ciudad del Cabo, la puede
hacer desde Toronto. Cuéntaselo a su madre y a su marido.
Díselo a Marian Fox y a todo el Sindicato Internacional de
Físicos Teóricos si es necesario.
—Vale la pena intentarlo —dijo insegura después de
vacilar—. Vale la pena intentar cualquier cosa. Pero ¿cómo
vamos a conseguir alguna garantía por parte de los
mercenarios?
—El plan A es confiar en que contesten al teléfono, porque
no me apetecería ir al aeropuerto y tener que negociar
personalmente.

El centro de la isla no parecía afectado por la invasión, pero a


cuatro calles del aeropuerto todo era distinto. No había
barricadas, señales de advertencia ni gente. Era por la tarde
y las calles detrás de mí bullían; las tiendas y los
restaurantes estaban abiertos a sólo quinientos metros de los
edificios ocupados, pero cuando crucé aquella línea invisible
fue como si Anarkia hubiera dado paso a sus Ruinas, una
imitación en miniatura de los centros muertos de las
ciudades asesinadas por la red.
No silbaban las balas; no era zona de combate, pero no
tenía experiencia previa que me guiara ni sabía qué me
esperaba. Me había mantenido apartado de los campos de
batalla y había elegido el periodismo científico porque sabía
que nunca me pedirían que filmara nada más peligroso que
un congreso de bioéticos.
La entrada de la terminal de pasajeros era un gran
rectángulo de negrura. Las puertas correderas yacían a diez
metros, hechas pedazos. Habían roto las ventanas, habían
destrozado las plantas y las estatuas, y los muros tenían

396
arañazos de formas extrañas, como si algo mecánico los
hubiera marcado con sus zarpas. Esperaba que hubiera un
centinela, muestras de orden o señales de una estructura de
mando, pero aquello se parecía más a una banda de
saqueadores que acechaban en espera de que alguien
entrara.
Pensé que Sarah Knight habría entrado aunque fuera sólo
por el reportaje.
Sí. Y Sarah Knight estaba muerta.
Me acerqué despacio; estudiaba el terreno con
nerviosismo y deseaba no haberle pedido a Sísifo hace
catorce años que se deshiciera de todo el correo basura de
los fabricantes de armamento en busca de periodistas
tecnófilos que les proporcionaran publicidad gratuita para sus
nuevas y flamantes minas antipersonas. Pero probablemente
las notas de prensa tampoco informarían de los trucos que
podían usarse contra ellas... salvo gastarse los cincuenta mil
dólares que valían los desactivadores correspondientes.
El interior del edificio estaba oscuro como la boca de un
lobo, pero los focos del exterior blanqueaban la roca de
arrecife. Parpadeé ante las fauces de la entrada; echaba de
menos a Testigo, que me habría adaptado las retinas. La
cámara del hombro no pesaba casi nada, pero aun así hacía
que me sintiera desequilibrado y deforme, casi tan cómodo,
centrado y funcional como si los genitales me hubieran
emigrado a la rótula. Y, de forma irracional o no, las
conexiones invisibles con el sistema nervioso y la RAM
siempre habían hecho que me sintiera protegido y escudado.
Cuando mis ojos y oídos lo grababan todo de forma digital
era un observador privilegiado, por lo menos hasta el
momento en que me desmembraran o me cegaran. Sin
embargo, aquella máquina se podía sacudir con la misma
facilidad que la caspa.

397
No me había sentido tan desnudo en la vida.
Me paré a diez metros de la puerta vacía con los brazos
extendidos y las manos en alto.
—¡Soy periodista! —grité a la oscuridad—. ¡Quiero hablar!
Esperé. Aún oía el barullo de la ciudad detrás de mí, pero
el aeropuerto estaba en silencio. Volví a gritar y a esperar.
Estaba casi a punto de pasar de la sensación de miedo a la
de vergüenza; quizá la terminal de pasajeros estaba
abandonada, los mercenarios se habían establecido en el
extremo más alejado de la pista de aterrizaje y yo estaba allí
haciendo el ridículo a solas.
Entonces noté una leve vibración del aire húmedo y la
oscuridad de la entrada escupió una máquina.
Me estremecí, pero me mantuve firme; si me hubiera
querido matar, no la habría visto venir. La cosa dejaba
entrever una sucesión intermitente de siluetas parciales
cuando se movía, distorsiones tenues pero coherentes de la
luz que el ojo distinguía como sus bordes, pero cuando se
detuvo, me quedé mirando sólo reflejos y suposiciones. ¿Un
robot de seis patas y tres metros de altura que analizaba lo
que lo rodeaba y programaba una cubierta activa que
igualaba la luminosidad? No, más que eso. Sobresalía en
medio de la zona iluminada sin proyectar siquiera una
sombra, lo que significaba que creaba hologramas en tiempo
real de las fuentes de iluminación que bloqueaba, que su piel
de polímero proyectaba un haz sustitutivo frecuencia por
frecuencia. De pronto entendí con aprensión a qué se
enfrentaban los habitantes de Anarkia. Aquello era tecnología
militar de última generación que costaba millones. InGenIo
no pensaba andarse con chiquitas en aquella ocasión.
Querían recuperar su propiedad intelectual sin perjudicar la
reputación del producto, y cualquier cosa que se interpusiera
en su camino sobre la roca de arrecife sería eliminada.

398
—Ya hemos decidido quiénes formarán parte del grupo de
periodistas —dijo el insecto—, Andrew Worth, y usted no
figura entre los favoritos de la invasión. —Hablaba con un
tono un poco irónico y una inflexión perfecta, pero el acento
era inquietantemente neutro. No podía discriminar si su
discurso era autónomo o estaba hablando en tiempo real con
los mercenarios o sus relaciones públicas.
—No quiero cubrir la guerra. He venido a ofrecerles la
oportunidad de evitar cierta publicidad negativa.
El insecto se inclinó hacia delante enfadado, mientras
unos delicados diseños de muaré con flecos de interferencias
brotaban y se apagaban en su superficie de camuflaje. Me
quedé inmóvil; el instinto me decía que corriera, pero me
temblaban las piernas. La cosa se detuvo a dos o tres metros
y volvió a desaparecer de la vista. No me cupo ninguna duda
de que podría alzar las patas delanteras en cualquier
momento y decapitarme al instante.
—Hay una fem en la isla que morirá si no es evacuada en
unas horas —dije al aire sólido después de recuperar la
compostura—. Y si eso sucede, SeeNet está dispuesta a
emitir un documental titulado: Violet Mosala: mártir de la
technolibération.
Era verdad, aunque Lydia se había resistido un poco al
principio. Le había enviado una grabación falsificada de
Mosala en la que explicaba los motivos de su emigración, con
más o menos lo mismo que había dicho en realidad, aunque
no lo había filmado. Tres montadores de la sala de redacción
estaban trabajando sin cesar para incluirlo junto con material
auténtico de archivo en un obituario que iban poniendo al
día. Sin embargo, no había incluido nada sobre la Cosmología
Antropológica. Mosala había estado a punto de convertirse en
la figura emblemática del mayor desafío al bloqueo de la
historia, pero la habían infectado con un arma vírica y

399
Anarkia estaba ocupada. Seguro que Lydia había sacado sus
conclusiones y dado las instrucciones pertinentes a los
montadores.
El insecto permaneció en silencio durante largos minutos.
Yo estaba inmóvil, con las manos en alto. Me imaginaba
cómo ascendía la amenaza del chantaje por la cadena de
mando. Quizá la alianza biotecnológica se estaba planteando
la opción de comprar SeeNet y enterrar la historia. Pero
luego tendrían que tratar con otras redes y seguir pagando
para asegurarse el enfoque adecuado. Si la dejaban vivir,
podían conseguir lo que querían gratis.
—Si Mosala sobrevive, pueden impedir que vuelva. Pero si
muere aquí, el público relacionará su imagen con Anarkia
durante los próximos cien años. —Noté una sensación
punzante en el hombro y miré la cámara; la había incinerado
y las cenizas se esparcían desde un minúsculo punto
calcinado de mi camisa.
—El avión puede aterrizar y puede irse con ella. Cuando
esté fuera de peligro, prepare una nueva versión de sus
planes de emigración y lo que ha sido de ellos desde Ciudad
del Cabo. —Era la misma voz de antes, pero el poder tras las
palabras venía de mucho más allá de la isla.
No hubo necesidad de añadir: «Si el enfoque es el
correcto, será recompensado».
—Lo haré —dije con un gesto de asentimiento.
—¿Seguro? —dudó el insecto—. Creo que no. —Sentí un
latigazo de dolor abrasador en el abdomen, grité y caí de
rodillas—. Ella volverá sola —añadió—. Usted puede quedarse
en Anarkia y documentar la caída.
Alcé la mirada y vi un tenue rastro verde y violeta que
oscilaba en el aire mientras la cosa se retiraba, como un
destello de luz solar percibido a través de ojos entrecerrados.
Me costó bastante levantarme. El láser me había quemado

400
un ribete horizontal a lo ancho del estómago y el rayo se
había entretenido unas milésimas de segundo en la herida
anterior. El polímero de carbohidratos se había caramelizado
y un líquido marrón acuoso se me escapaba por el ombligo.
Mascullé unos tacos a la puerta vacía y empecé a renquear
hacia la salida.
Cuando estuve de nuevo entre la gente, dos adolescentes
se me acercaron y me preguntaron si necesitaba ayuda.
Acepté agradecido y me acompañaron mientras me
arrastraba hacia el hospital.
Llamé a De Groot desde la sala de urgencias.
—Han sido muy civilizados y han autorizado el aterrizaje.
—¡Fantástico! —A De Groot se le iluminó la cara
demacrada.
—¿Alguna noticia sobre el vuelo?
—Todavía no, pero he hablado con Wendy hace un rato y
esperaba una llamada de la presidenta, nada menos. —Dudó
—. Violet tiene fiebre. Todavía no resulta peligrosa, pero...
Pero el arma se había activado. A partir de ahora sería
una carrera contra el virus. ¿Qué esperaba? ¿Otro error de
cálculo? ¿Inmunidad mágica para la Piedra Angular?
—¿Estás con ella?
—Sí.
—Nos veremos ahí dentro de una hora.
Me atendió la misma doctora que la vez anterior. Había
sido un día muy largo para ella.
—No quiero oír tu excusa esta vez —dijo irritada—. La
última ya fue bastante mala.
Miré la sala inmaculada y los armarios ordenados de los
medicamentos y me atenazó la desesperación. Aunque
evacuaran a Mosala a tiempo, había un millón de personas en
Anarkia que no tenían ningún lugar al que huir.
—¿Qué haréis cuando empiece la guerra? —dije.

401
—No habrá guerra.
Intenté imaginarme el montaje de las máquinas y el
destino que aguardaba a aquellas personas en las
profundidades del aeropuerto.
—Me parece que no tenéis elección —dije con suavidad.
La doctora dejó de ponerme crema en las quemaduras y
me miró como si hubiera dicho algo imperdonable, ofensivo y
denigrante.
—Vienes de fuera; no tienes ni idea de cuáles son
nuestras opciones. ¿Qué te crees? ¿Que hemos pasado los
últimos veinte años en una especie de letargo utópico y
extasiado, satisfechos con la idea de que nuestra energía
kármica positiva repelería todas las invasiones? —Volvió a
ponerme crema de forma brusca.
—No. —Estaba desconcertado—. Supongo que estaréis
preparados para defenderos, pero esta vez creo que sus
armas os superan con creces.
—Escucha —dijo mirándome con dureza mientras
desenrollaba una venda—, porque sólo lo diré una vez.
Cuando llegue el momento, será mejor que confíes en
nosotros.
—¿Sabéis qué hacer?
—Lo sabemos mejor que tú.
—Eso no es mucho —dije con una sonrisa forzada.

Cuando volví al pasillo que conducía a la habitación de


Mosala vi a De Groot hablando en voz baja, pero muy
nerviosa, con los dos guardias de seguridad. Me vio y me
saludó con la mano. Aceleré el paso.
Cuando llegué a su altura, De Groot me enseñó la agenda
sin decir nada, pulsó una tecla y apareció un boletín de
noticias.

402
—Las últimas noticias sobre la isla renegada de Anarkia
son que el grupo escindido de anarquistas violentos que
ocupa el aeropuerto acaba de acceder a la petición de los
diplomáticos sudafricanos de evacuar inmediatamente a
Violet Mosala, la ganadora del premio Nobel de veintisiete
años de edad que participaba en el controvertido Congreso
del Centenario de Einstein. —De fondo se veía un globo
terrestre estilizado que giraba tras una foto de Mosala. La
imagen se acercaba a Anarkia y luego daba paso a Sudáfrica
—. A causa del primitivo equipo médico de la isla, los
médicos no han podido dar un diagnóstico preciso, pero se
cree que su estado de salud es crítico. Nos han llegado
informes desde Mandela que dicen que la presidenta
Nchabaleng hizo la solicitud en persona a los anarkistas y ha
recibido su respuesta hace tan sólo unos minutos.
Abracé a Karin De Groot, la levanté y di vueltas hasta que
me mareé de alegría. Los guardias de seguridad nos miraban
sonriendo como niños. Quizá era una victoria microscópica
comparada con la invasión, pero me parecía la primera cosa
buena que pasaba en mucho tiempo.
—Ya basta —dijo De Groot con delicadeza. Paré y nos
separamos—. El avión aterrizará a las tres de la madrugada,
a quince kilómetros del aeropuerto en dirección oeste.
—¿Lo sabe Violet? —Contuve la respiración.
—Aún no le he dicho nada —dijo haciendo un gesto de
negación—. Está dormida; la fiebre todavía es alta, pero se
mantiene estable. Los médicos no saben qué hará el virus a
continuación, pero pueden llevar en la ambulancia una gama
de medicamentos que cubra las emergencias más probables.
—Ahora sólo me preocupa una cosa —dije serio.
—¿Qué?
—Conociendo a Violet, cuando averigüe lo que hemos
hecho a sus espaldas, seguro que, por obstinación, no querrá

403
irse.
De Groot me miró de forma extraña, como si no supiera si
bromeaba o no.
—Si piensas eso en serio —dijo—, es que no conoces a
Violet en absoluto.

404
26
Le dije a De Groot que dormiría un poco y volvería a eso de
las dos y media. Quería desearle buen viaje a Mosala.
Busqué a Akili para comunicarle la buena noticia, pero le
habían dado el alta. Le mandé un mensaje, volví al hotel, me
lavé la cara y me cambié la camisa que había chamuscado el
láser. El dolor de las quemaduras estaba adormecido,
ausente; el anestésico local lo había hecho desaparecer como
por arte de magia. Me sentía maltrecho, pero triunfante, y
demasiado inquieto para descansar; dormir, ni me lo
planteaba. Eran casi las once, pero las tiendas todavía
estaban abiertas. Salí, me compré otra cámara para el
hombro y paseé por la ciudad grabando todo lo que veía. ¿La
última noche de paz en Anarkia? El ambiente de la calle no
tenía nada que ver con la atmósfera de asedio que reinaba
entre los físicos y los periodistas del hotel, pero se notaba
una sensación de nerviosismo, como en Los Ángeles durante
una alerta por terremoto (estuve en uno que resultó ser una
falsa alarma). En la mirada de los transeúntes notaba
curiosidad e incluso desconfianza, pero no mostraban señales
de hostilidad. Era como si pensaran que podía ser un espía
de los mercenarios y aun así, se tratara sólo de un rasgo
atípico que no tenían la intención de echarme en cara.

405
Me detuve en medio de una plaza muy iluminada y
consulté las noticias de la red. Buzzo no había convocado la
rueda de prensa para admitir su error, pero ahora que
Mosala mostraba síntomas, quizá se tomara en serio la
amenaza de los extremistas y lo reconsiderase. La
información sobre la situación de Anarkia apestaba, sin
excepciones, pero SeeNet se adelantaría a todos con el
anuncio de los verdaderos motivos de la ocupación. Aunque
Mosala sobreviviera, la verdad perjudicaría enormemente a la
alianza probloqueo.
El aire era húmedo y frío. Miré los satélites que rodeaban
el planeta e intenté encontrar sentido al hecho de que estaba
en una isla artificial del Pacífico Sur a punto de entrar en
guerra.
¿Estaba toda mi vida codificada en aquel momento, en
mis recuerdos y en las circunstancias en que me encontraba?
¿Podría reconstruir el resto sólo con estos datos?
Me parecía que no. Mi niñez en Sydney era inimaginable,
tan remota e hipotética como el Big Bang. Incluso el tiempo
que había pasado en la bodega del barco pesquero y el
encuentro con el robot en el aeropuerto se habían alejado
como fragmentos de un sueño.
No había padecido cólera. No tenía órganos internos.
Las estrellas tenían un brillo glacial.
A la una de la madrugada, las calles todavía estaban
llenas, y las tiendas y los restaurantes, abiertos. Nadie
parecía tan sombrío como debería estar; quizá todavía creían
que sólo se enfrentaban al hostigamiento al que habían
sobrevivido otras veces.
Vi un grupo de mascs jóvenes que bromeaban y se reían
alrededor de una fuente. Les pregunté si pensaban que la
milicia atacaría el aeropuerto pronto. No se me ocurría otro
motivo para esa alegría que demostraban. Quizá tomarían

406
parte y estaban preparándose mentalmente.
—¿Atacar el aeropuerto? —Me miraban sin dar crédito—.
¿Para que los masacren?
—Puede que sea vuestra única oportunidad.
Intercambiaron miradas divertidas.
—Todo irá bien —dijo solícito uno de ellos poniéndome la
mano en el hombro—. Mantén una oreja pegada al suelo y
agárrate fuerte.
Me pregunté qué drogas tomaban.

—Violet está despierta —me dijo De Groot cuando volví al


hospital—. Quiere hablar contigo.
Entré solo. La habitación estaba en penumbra y una
pantalla cerca de la cabecera de su cama brillaba con datos
verdes y naranja.
—¿Irás en la ambulancia conmigo? —La voz de Mosala era
débil, pero lúcida.
—Si quieres.
—Quiero que lo grabes todo y hagas buen uso de la
grabación si hace falta.
—Lo haré. —No sabía muy bien a qué se refería: ¿acusar a
InGenIo de su muerte si llegaba el caso? No le pedí detalles;
estaba harto de política de mártires.
—Karin me ha dicho que fuiste al aeropuerto y negociaste
mi evacuación con los mercenarios. —Buscó algún indicio en
mi cara—. ¿Por qué?
—Tenía que devolver un favor.
—¿Qué he hecho para merecerlo? —Se rió con suavidad.
—Es una larga historia. —Ya no estaba seguro de si había
intentado compensar a Adelle Vunibobo, contribuir a la causa
de la technolibération, mostrar mi respeto y admiración por
Mosala o impresionar a Akili como salvador de la Piedra

407
Angular. Aunque el nombre sonaba menos a creador
reverenciado y más a una especie de Santa María Tifoidea,
teórica de la información.
De Groot nos trajo noticias sobre el vuelo: todo iba según
lo previsto y era hora de partir. Nos acompañarían dos
médicos. Me quedé atrás y filmé con la cámara del hombro el
traslado de Mosala en una camilla, todavía conectada a la
pantalla y a los goteros.
En el garaje, de camino a la ambulancia, vi que llenaban
unos cuantos vehículos de ruedas grandes y ligeras con
equipo médico, vendas y medicamentos. Quizá trasladaban
suministros a otros lugares por si ocupaban el hospital. Me
animó ver que alguien se tomaba la invasión en serio.
Cruzamos la ciudad despacio, sin poner en marcha la
sirena. Había más personas en las calles de las que nunca
había visto durante el día. Mosala le pidió a De Groot una
agenda, la puso en la camilla a su lado y empezó a teclear.
Lo que estaba haciendo parecía exigir una concentración
intensa, pero me habló sin apartar la mirada de la pantalla.
—Andrew, me sugeriste que nombrara un sucesor para
asegurarme de que se concluye el trabajo. Me estoy cuidando
de eso ahora.
No veía qué importancia podía tener a aquellas alturas,
pero no discutí. Un escáner de alta resolución en Ciudad del
Cabo hallaría las estructuras moleculares de las proteínas
extrañas al instante y diseñaría y sintetizaría los
medicamentos precisos para impedir su avance en cuestión
de horas. Demostrar que los moderados estaban equivocados
y pedirles la cura ya no suponía ganar un tiempo precioso.
—El programa está trabajando en diez experimentos
canónicos —dijo Mosala a la cámara mientras me miraba—.
Un análisis completo y combinado nos dará lo que se conocía
como los diez parámetros del espacio total, los detalles de la

408
geometría de dimensión diez que subyace en todas las
partículas y fuerzas. En términos modernos, esos diez
experimentos revelarán conjuntamente y con exactitud cómo
se rompe la simetría del preespacio para nosotros. Nos dirán
qué tiene en común todo lo que hay en este universo.
—Comprendo.
—No me interrumpas —dijo con un gesto de impaciencia
—. Lo que se lleva a cabo en la red de superordenadores, en
este momento, sólo son los cálculos. Quería que el programa
me dejara los honores: las comprobaciones, la organización
de todo y la redacción de un artículo que explique los
resultados de forma que todo el mundo los entienda. Pero
eso es trivial. Ya sé con exactitud lo que se tiene que hacer
con los resultados en cuanto estén disponibles. —Tecleó una
ráfaga de instrucciones, miró el resultado y dejó la agenda a
un lado—. Todo acaba de ser automatizado. Mi madre me
envió una versión de prueba del clonelet de Kaspar la
semana pasada y probablemente escriba los resultados de
forma más elegante que yo. Por lo tanto, esté muerta, viva o
en un estado intermedio, el viernes a las seis de la mañana
se escribirán esas conclusiones y se mandarán a la red con
acceso gratuito universal. También se enviarán copias a
todos los profesores y estudiantes de las facultades de física
de todas las universidades del planeta. ¿Qué harán ahora los
antropocosmólogos? —dijo con una sonrisa de júbilo
desafiante—. ¿Matar a todos los físicos del mundo? —Miré a
De Groot; tenía los labios apretados y estaba pálida—. No
pongáis esa cara, maldita sea —gruñó Mosala—. Sólo me
preparo para cualquier contingencia.
Cerró los ojos. Su respiración era irregular, pero aún
sonreía. Miré la pantalla; la fiebre le había subido a cuarenta
grados con nueve décimas.
Dejamos la ciudad atrás; las ventanas de la ambulancia

409
sólo mostraban nuestros reflejos. La conducción era suave y
el motor no hacía ruido. Al cabo de un rato, me pareció que
podía oír la exhalación de la roca de arrecife a través de una
perforación distante, pero me di cuenta de que era el silbido
del avión que se aproximaba.
Mosala perdió el conocimiento y nadie intentó despertarla.
Llegamos al punto de encuentro y salí de la ambulancia
rápidamente para cubrir el aterrizaje, más por la promesa
que había hecho que por ningún vestigio de profesionalidad.
El avión descendió en vertical a unos cuarenta o cincuenta
metros de nosotros, el fuselaje gris iluminado por la luz de la
luna y los motores de aterrizaje vertical arrancando un polvo
cáustico de piedra caliza de la matriz de roca. Quería
saborear aquel momento de victoria, pero la imagen del
pulcro avión militar que aterrizaba a oscuras en medio de
ninguna parte hizo que se me cayera el alma a los pies.
Supuse que pasaría lo mismo en la evacuación naval: el
mundo exterior entraría de puntillas, recogería a sus
ciudadanos y se marcharía. Los anarkistas tendrían que
asumir lo que se les venía encima.
Los dos mascs que descendieron en primer lugar llevaban
uniforme de oficial y pistola, pero quizá fueran médicos.
Formaron un corrillo y cuchichearon con los doctores; sus
voces se perdían entre el zumbido de los motores que,
aunque estaban parados, seguían refrigerándose para que no
se recalentaran. Bajó un masc joven con ropa de civil
arrugada y un aspecto demacrado y desorientado. Me costó
un poco reconocerlo: era Makompo, el marido de Mosala.
De Groot fue a saludarlo y se abrazaron en silencio. Me
quedé atrás mientras lo acompañaba hasta la ambulancia.
Me volví y miré a lo lejos, más allá de la roca de arrecife gris
y verde, donde vetas de minerales dispersos atrapaban la luz
de la luna y brillaban como la espuma de un océano

410
imposiblemente sereno. Cuando me volví, los soldados
llevaban a Mosala, sujeta a la camilla, hasta el avión.
Makompo y De Groot los seguían. De repente, me sentí muy
cansado.
—¿Vienes con nosotros? —gritó De Groot, que había
bajado y se me acercaba—. Dicen que sobra espacio.
La miré. ¿Qué me retenía allí? Mi contrato con SeeNet era
para hacer un perfil de Mosala, no para grabar la caída de
Anarkia. El insecto invisible me había prohibido unirme al
vuelo, pero si me iba, ¿se enterarían los mercenarios? Una
pregunta estúpida. Al aire libre, los satélites militares eran
capaces de ver las huellas dactilares de las personas y leer
conversaciones en los labios por infrarrojos. Pero
¿dispararían al avión y echarían a perder todo el ejercicio de
relaciones públicas además de provocar una represalia sólo
para castigar a un oscuro periodista? No.
—Ojalá pudiera —dije—, pero hay alguien aquí a quien no
puedo abandonar.
—Buena suerte a los dos —dijo De Groot después de
asentir. No pidió más explicaciones y me dio la mano—.
Espero verte pronto en Ciudad del Cabo.
—Lo mismo digo.
Los dos médicos guardaron silencio mientras volvíamos al
hospital. Estaba seguro de que querían hablar de la guerra,
pero no delante de un extranjero. Comprobé lo que había
grabado con la cámara del hombro porque aún no me fiaba
de aquella tecnología poco familiar y lo mandé a la consola
de casa.
La ciudad estaba más llena que nunca, aunque había
pocas personas levantadas. La mayoría estaba de acampada
en la calle con sacos de dormir, sillas plegables, hornillos
portátiles e incluso tiendas de campaña pequeñas. No sabía
si animarme ante la imagen o deprimirme por el optimismo

411
patético que implicaba. Quizá los anarkistas se preparaban
de la mejor forma posible para la ocupación de las
infraestructuras de la ciudad. Todavía no había visto
muestras de pánico, revueltas ni saqueos. Tal vez Munroe
tuviera razón y sus conocimientos sobre los orígenes y la
dinámica de aquellas reverenciadas actividades culturales
bastasen para que pensaran en las consecuencias y se
negaran a tomar parte en ellas.
Pero ante un equipo militar que valía mil millones de
dólares iban a necesitar mucho más que hornillos, tiendas y
sociobiología para que no los asesinaran.

412
27
Me despertó el bombardeo. El estruendo parecía venir de
lejos, pero la cama temblaba. Me vestí en unos segundos y
me quedé en mitad del cuarto, paralizado por la indecisión.
Allí no había sótanos ni refugios. ¿Cuál sería el lugar más
seguro? ¿La planta baja? ¿Fuera, en la calle? Era reacio a la
idea de quedar al descubierto, pero ¿cuatro o cinco pisos
sobre la cabeza me ofrecerían alguna protección, o sólo
serían un montón de escombros más pesado?
Acababan de dar las seis y apenas había luz. Me acerqué a
la ventana con cautela sobreponiéndome a un temor absurdo
a los francotiradores: como si yo le importara a alguien de
cualquier bando. Se veían cinco columnas de humo blanco a
media distancia, que brotaban de vértices ocultos como
tornados lánguidos. Le pedí a Sísifo que buscara en las redes
imágenes más cercanas: muchas personas habían mandado
grabaciones. La roca de arrecife era elástica y antiinflamable,
pero los proyectiles debían de estar cargados con algún
agente químico hecho a medida para infligir más daños que
los provocados por el calor y el impacto, porque los
resultados no parecían edificios destrozados, sino los
desechos de yacimientos mineros vertidos en solares vacíos.
Seguro que nadie había sobrevivido dentro, pero a las calles

413
adyacentes no les había ido mucho mejor: estaban
enterradas bajo varios metros de polvo calcáreo.
Las personas que acampaban fuera del hotel no parecían
sorprendidas; la mitad ya había recogido y se ponía en
marcha, y el resto desmontaba las tiendas, doblaba mantas,
enrollaba sacos de dormir y empaquetaba los hornillos. Oía el
llanto de los bebés y la atmósfera entre el gentío era muy
tensa, pero nadie había resultado aplastado en la huida.
Todavía. Si miraba más allá de la calle, podía distinguir una
corriente lenta y estable de personas que se dirigían al norte,
lejos del centro de la ciudad.
Esperaba encontrarme con algo mortal y silencioso: a fin
de cuentas, los de InGenIo eran ingenieros biológicos; pero
debería haberme imaginado que no sería así. Una lluvia de
explosiones, edificios reducidos a cenizas y un torrente de
refugiados eran imágenes mejores para La anarquía llega a
Anarkia. Los mercenarios no habían venido a tomar el mando
de la isla con eficiencia clínica, sino a demostrar que todas
las sociedades renegadas estaban condenadas a derrumbarse
en un caos telegénico.
Un proyectil estalló al este del hotel, el más cercano hasta
el momento. Llovió polvo blanco del techo y una esquina de
la ventana de polímero se soltó del marco y se arrugó como
una hoja marchita. Me senté en el suelo y me cubrí la cabeza
mientras me maldecía por no haberme ido con De Groot y
Mosala y maldecía a Akili por no responder a mis mensajes.
¿Por qué no podía aceptar el hecho de que no significaba
nada para éil? Le había sido de utilidad en la lucha para
proteger a Mosala de los CA herejes y le había dado la noticia
que supuestamente desvelaba la verdad sobre Angustia, pero
ahora que se acercaba la gran plaga, yo era irrelevante.
Se abrió la puerta. Una fem mayor de las Fiyi entró en la
habitación; los empleados del hotel no llevaban uniforme,

414
pero me pareció que la había visto antes trabajando en el
edificio.
—Estamos evacuando la ciudad —me dijo de forma seca
—. Coge sólo lo que puedas llevar. —El suelo ya no se movía,
pero me puse en pie vacilante y sin saber si la había oído
bien.
Cogí la maleta que tenía hecha y la seguí hasta el pasillo.
Mi habitación estaba justo al lado de las escaleras y ella se
dirigía a la siguiente puerta.
—¿Has comprobado...? —Señalé con un gesto la otra
mitad del pasillo: unas veinte puertas.
—No. —Durante un momento no parecía dispuesta a
confiarme la tarea, pero cedió. Me dio la llave de acceso y
dejó que mi agenda copiara su firma digital.
Dejé la maleta junto a las escaleras. Las primeras cuatro
habitaciones estaban vacías. Estallaban proyectiles
constantemente, casi todos piadosamente alejados. Mantenía
un ojo en la pantalla mientras acercaba la agenda a las
cerraduras; alguien se dedicaba a recoger todos los informes
sobre los daños y transmitía un mapa de la ciudad con
anotaciones. Hasta entonces, habían demolido veintiún
edificios, casi todos de viviendas. Sin duda, si hubieran
elegido objetivos estratégicos, los habrían alcanzado; quizá
no atacaban las infraestructuras más valiosas porque las
reservaban para instalar un gobierno títere en la segunda
oleada de la invasión que «rescataría» la ciudad de la
«anarquía». Quizá se trataba simplemente de arrasar tantas
viviendas como pudieran y obligar al mayor número de
personas a dirigirse al desierto.
Me encontré con Lowell Parker, el periodista de Atlántica
que había visto en la rueda de prensa de Mosala, agachado
en el suelo y tembloroso, en el mismo estado en que me
había encontrado la fem del hotel. Se recuperó rápidamente

415
y pareció aceptar las noticias de la evacuación con gratitud,
como si todo lo que esperara fuera una palabra sobre un plan
definitivo aunque viniera de alguien que no sabía nada.
En las diez o doce habitaciones siguientes me encontré
con cuatro personas más, probablemente periodistas o
académicos, aunque no reconocí a ninguno; casi todos
habían hecho las maletas y esperaban que les dijeran qué
hacer. Nadie cuestionó el mensaje que transmitía. Yo
también estaba ansioso por huir del bombardeo, pero la idea
de un millón de personas saliendo de la ciudad empezaba a
asustarme. Los mayores desastres de los últimos cincuenta
años habían sucedido entre los refugiados que huían de las
zonas de combate. Quizá fuera más sensato arriesgarme a
jugar a la ruleta rusa con los proyectiles.
Sabía que la última habitación era una suite, el reflejo de
la de Mosala y De Groot; la simetría arquitectónica del
edificio lo exigía. La firma clonada de la llave abrió la
cerradura, pero había un pasador que sólo dejaba una
abertura estrecha.
Llamé a gritos, pero no contestó nadie. Intenté utilizar el
hombro y me hice bastante daño sin conseguir ningún
resultado. Sudoroso, le di una patada a la puerta cerca de la
cadena; fue el doble de doloroso y casi se me abrieron los
puntos, pero funcionó.
Henry Buzzo estaba tirado boca arriba en el suelo bajo la
ventana. Me acerqué asustado mientras pensaba que no
tendría muchas oportunidades de conseguir ayuda en medio
del caos. Buzzo llevaba un albornoz de terciopelo rojo y tenía
el pelo mojado, como si acabara de salir de la ducha. ¿Un
arma biológica de los extremistas que, por fin, había hecho
efecto? ¿O un ataque al corazón ocasionado por las
explosiones?
Ninguna de las dos cosas. El albornoz estaba empapado

416
de sangre y tenía un agujero en el pecho. No había sido un
francotirador porque la ventana estaba intacta. Me agaché y
le puse dos dedos sobre la carótida. Estaba muerto, pero
todavía tibio.
Cerré los ojos y apreté los dientes para no gritar de
frustración. Había costado mucho sacar a Mosala de la isla,
pero Buzzo se podría haber salvado con facilidad. Si hubiera
admitido el fallo de su teoría estaría vivo.
Sin embargo, no lo había matado el orgullo, coño. Tenía
derecho a ser obstinado, a defender su teoría aunque tuviera
fallos. Estaba muerto sólo por una razón: algún
antropocosmólogo psicópata lo había sacrificado como
ofrenda al espejismo de la trascendencia.
Encontré dos umascs, guardas de seguridad, en el
segundo dormitorio: uno totalmente vestido y otro al que,
probablemente, habían sorprendido mientras dormía. Parecía
que les habían disparado a ambos en la cara. Estaba
impresionado, más aturdido que asqueado, pero por fin tuve
la presencia de ánimo necesaria para empezar a grabar.
Quizá hubiera un juicio, y si iban a reducir el hotel a
escombros no quedarían otras pruebas. Tomé un primer
plano de los cadáveres y fui de una habitación a la otra
haciendo un barrido indiscriminado con la cámara, con la
esperanza de grabar los detalles necesarios para una
reconstrucción completa del crimen.
La puerta del cuarto de baño estaba cerrada y sentí un
brote estúpido de esperanza: quizá una cuarta persona había
presenciado los asesinatos y se había puesto a salvo allí. Giré
el picaporte y estaba a punto de gritar unas palabras de
ánimo cuando, por fin, el significado de la cadena de la
puerta principal atravesó mi letargo.
Me quedé absolutamente quieto durante unos segundos;
al principio no podía creérmelo y luego tuve miedo de

417
moverme.
Porque oía respirar a alguien. Suave y profundamente,
pero no lo bastante suave. Parecía esforzarse en mantener la
calma. A unos pocos centímetros.
No podía soltar el picaporte; se me habían agarrotado los
dedos. Puse la palma de la mano izquierda sobre la superficie
fría de la puerta, a la altura a la que estaría la cara del
asesino, como si esperara notar su contorno, calcular la
distancia entre piel y piel por la resonancia de todas las
terminaciones nerviosas.
¿Quién era? ¿Quién sería el criminal de los extremistas?
¿Quién había tenido la oportunidad de infectarme con el
cólera transgénico? ¿Algún desconocido que me había
cruzado en la sala de tránsito de Pnom Pen o en el bazar
atestado del aeropuerto de Dili? ¿Uno de los mascs polinesios
con traje de negocios que se sentaron detrás de mí en el
último tramo del viaje? ¿Indrani Lee?
Temblaba de espanto, convencido de que una bala me
reventaría el cráneo en cuestión de segundos, pero una parte
de mí quería desesperadamente abrir la puerta y mirar.
Podía emitir en directo a la red y morir en un destello de
revelación.
Otro proyectil estalló cerca; la onda de choque resonó en
todo el edificio con tanta potencia que el marco estuvo a
punto de liberarse de la cerradura.
Me di la vuelta y huí.

La procesión que salía de la ciudad era un duro suplicio, pero


quizá no más de lo que tenía que ser. Desde mi perspectiva
de caracol, todos los integrantes de la multitud parecían tan
aterrorizados, claustrofóbicos y desesperados por la
velocidad como yo, pero hacían gala de una paciencia

418
obstinada y desafiante. Avanzaban centímetro a centímetro
como funámbulos novatos que calcularan todos los
movimientos mientras sudaban a causa de la tensión entre el
miedo y el autocontrol. Oía niños gimiendo a lo lejos, pero
los adultos que me rodeaban hablaban en susurros entre las
detonaciones que agitaban la tierra. Esperaba que en
cualquier momento un edificio de viviendas cayera derribado
delante de nosotros, enterrara a cien personas y cien más
murieran aplastadas en el pánico de la retirada, pero no
sucedió, y después de veinte minutos espantosos dejamos el
bombardeo atrás.
La procesión seguía moviéndose. Durante mucho tiempo
nos mantuvimos apretados como una manada, hombro con
hombro, sin ninguna opción excepto mantener el paso, pero
cuando salimos de los límites edificados de la ciudad y
entramos en la zona industrial con fábricas y almacenes
desperdigados en grandes áreas de roca desnuda, de pronto
hubo espacio para moverse con libertad. A medida que la
marabunta opaca de mi alrededor se deshizo hasta volverse
casi transparente, pude ver unos cuantos quads en la
distancia por delante de nosotros, y hasta un camión
eléctrico que mantenía nuestro paso.
Llevábamos andando unas dos horas, pero el sol todavía
estaba bajo, y cuando la muchedumbre se dispersó, una
brisa fresca pasó entre nosotros. Me levantó el ánimo,
levemente. A pesar de la escala del éxodo, no había
presenciado estallidos de violencia. Lo peor que había visto
hasta el momento era una pareja enfadada que se gritaba
acusaciones de infidelidad mientras avanzaba, cada uno con
un extremo del fardo de sus posesiones envuelto en tela
naranja de tienda de campaña.
Estaba claro que habían ensayado la evacuación o, al
menos, la habían preparado en detalle mucho antes de la

419
invasión. «Plan de defensa civil D: Dirigirse a la costa.» Una
evacuación planificada, con tiendas, mantas y hornillos de
energía solar no tenía por qué suponer allí el desastre que
podría ser en cualquier otro lugar. Nos acercábamos a los
arrecifes y a las granjas marinas, las fuentes de todos los
alimentos de la isla. Se podían conectar bombas a los
conductos de agua potable con relativa facilidad, lo mismo
que a los de aguas residuales. Si el frío, el hambre, la
deshidratación y la enfermedad eran los grandes asesinos de
la guerra moderna, los habitantes de Anarkia parecían estar
equipados de forma única para hacerles frente.
Lo único que me preocupaba era la certeza de que los
mercenarios sabían todo aquello perfectamente. Si el
objetivo del bombardeo era sacarnos de la ciudad, deberían
saber que causarían relativamente poco sufrimiento. Quizá
creían que una grabación selectiva del éxodo bastaría para
confirmar el fracaso político de Anarkia ante los ojos de casi
todo el público, y aunque no hubiera escenas de disentería y
hambre, estaba claro que la posición de las naciones
antibloqueo ya se había debilitado. Sin embargo, tenía la
inquietante sospecha de que desahuciar a un millón de
personas a tiendas de campaña no iba a ser suficiente para
InGenIo.
Había transmitido la grabación de la suite de Buzzo junto
con una declaración breve en la que les aclaraba algunos
detalles al FBI y a la oficina central de la empresa de
seguridad, que estaba en Suva. Me parecía la manera
correcta de que las familias de las tres víctimas se enteraran
de su muerte y hacer que se pusiera en marcha una
investigación, dentro de lo que permitían las circunstancias.
No había mandado copia a SeeNet, no tanto por respeto
hacia los familiares de los difuntos como por lo reacio que era
a elegir entre reconocer ante Lydia que le había ocultado

420
hechos sobre Mosala y los CA y complicar el crimen fingiendo
que no tenía ni idea del motivo por el que habían asesinado a
Buzzo. Hiciera lo que hiciera, a la larga estaba jodido, pero
quería retrasar lo inevitable durante unos días más; si podía.
A unas tres horas de marcha lenta de la ciudad vi una
masa multicolor borrosa en la distancia, que fue adquiriendo
resolución hasta transformarse en un extenso rompecabezas
de cuadrados de verde y naranja intenso esparcidos por la
roca a pocos kilómetros de distancia. Acabábamos de dejar
atrás la planicie central y el terreno iba descendiendo poco a
poco hasta la costa. No sabía si era por la pendiente suave o
por la visión del final de la caminata, pero, de pronto, la
marcha parecía más fácil. Media hora después, las personas
de mi alrededor se detuvieron y empezaron a montar
tiendas.
Me senté sobre la maleta y descansé un poco. Luego,
cumpliendo con mi deber, comencé a grabar. Aunque la
evacuación no se hubiera ensayado, la isla colaboraba con los
refugiados de tal modo que, mientras montaban el
campamento, el proceso se parecía más al acoplamiento de
los componentes que faltaban en una maquinaria compleja y
al cumplimiento lógico de una función implícita en la roca
desnuda que a cualquier intento desesperado de improvisar
ante una emergencia. Una gota del tamaño de una lágrima
bastaba para dar comienzo a la cascada que ordenaba a los
litófilos que abrieran un pozo hasta un conducto enterrado de
agua potable, y después de ver instalar tres bombas ya
reconocía la espiral característica de los trazos verdes y
azules de los minerales que marcaban los lugares donde se
podían perforar pozos de agua potable. Los de las aguas
residuales costaron un poco más: se necesitaban pozos más
anchos y profundos y había menos lugares de acceso.
Ésta era la otra cara de la moneda de la desquiciada

421
pesadilla de sobrevivir a base de comer neumáticos de Ned
Landers: autonomía gracias a la biotecnología, pero sin el
extremismo y la paranoia. Sólo esperaba que los fundadores
y diseñadores de Anarkia, los anarquistas californianos que
habían trabajado para InGenIo varias décadas atrás, todavía
estuvieran vivos para ver cómo su invención cumplía su
propósito.
A mediodía, al ver los toldos azules que daban sombra a
las bombas de agua, las tiendas de color rojo intenso que
cubrían las letrinas e incluso un centro de primeros auxilios
rudimentario, creía que entendía lo que quiso decir la doctora
cuando me dijo que no pensara que sabía más que los de
aquí. Comprobé el mapa de daños de la ciudad; ya no lo
actualizaban, pero en el último informe se hablaba de unos
doscientos edificios arrasados, entre los que estaba el hotel.
Era posible que la technolibération nunca pudiera
transformar la roca implacable de los continentes en algo tan
hospitalario como Anarkia, pero en un mundo acostumbrado
a las imágenes de sórdidos campos de refugiados que se
ahogaban en el polvo o se hundían en el barro, quizá el
contraste de la visión del poblado de los renegados
simbolizara las ventajas de acabar con las leyes de las
patentes genéticas de manera más persuasiva de lo que
habría podido demostrar la isla en tiempos de paz.
Lo filmé todo y mandé la grabación a la redacción de
SeeNet con un texto que esperaba que limitara el perjuicio
retorcido que podían implicar las imágenes: cuanto menos
dramática fuera la situación de los anarkistas, menos
oportunidades habría de una reacción política violenta contra
la invasión. No quería ver desacreditada a Anarkia con
comentaristas que declaraban sabiamente en tono de crítica
que siempre había estado destinada a hundirse en el abismo,
pero cuando costaba mil cadáveres al día provocar un

422
parpadeo de interés en el espectador medio, si pintaba una
escena demasiado optimista, el éxodo no sería noticia.
El primer camión de la costa que vi se quedó sin alimentos
mucho antes de llegar hasta nuestra altura. Sin embargo, a
las tres de la tarde, en la sexta entrega, ya se habían
plantado dos tiendas mercado cerca de una de las bombas de
agua y estaban construyendo un restaurante improvisado.
Cuarenta minutos después, me senté en una silla plegable
bajo la sombra de un toldo fotovoltaico con un cuenco de
estofado marino humeante en el regazo. También estaban
comiendo otras personas que se habían visto obligadas a huir
sin su equipo de cocina. Miraban la cámara con recelo, pero
admitieron que había planes previstos para la evacuación de
la ciudad que se habían establecido hacía mucho tiempo y se
revisaban todos los años.
Me sentía más optimista y menos sincronizado con el
espíritu de los isleños que nunca. Parecían dar por sentado el
buen funcionamiento del éxodo (un pequeño milagro para
mí), pero ahora que, como siempre habían supuesto, habían
salido indemnes y esperaban a que los mercenarios hicieran
su próxima jugada, todo parecía menos seguro.
—¿Qué crees que pasará en las próximas veinticuatro
horas? —le pregunté a una fem que tenía un niño pequeño
en brazos.
Abrazó al niño y no dijo nada.
Fuera, alguien gritó de dolor. El restaurante se vació al
instante. Conseguí colarme entre el gentío que se había
formado en la estrecha plaza entre los mercados y el
restaurante y, acto seguido, me obligaron a echarme atrás
mientras se apartaban aterrorizados.
Una maquinaria invisible había elevado a un joven masc
de las Fiyi a varios metros de altura; tenía los ojos como
platos por el pánico y gritaba pidiendo socorro. Intentaba

423
resistirse, pero los brazos le colgaban a los lados,
ensangrentados e inútiles, y un hueso blanco le asomaba
entre la carne de un codo. La cosa que lo había cogido era
demasiado fuerte para enfrentarse a ella.
Las personas gemían, chillaban e intentaban salir de la
plaza. Me demoré demasiado, paralizado por el horror, me
empujaron y caí de rodillas. Me tapé la cabeza y me agaché,
pero todavía suponía un obstáculo para la estampida. Alguien
tropezó conmigo, me golpeó con las rodillas y los codos y se
apoyó en mí para recuperar el equilibrio; estuvo a punto de
romperme la columna. Me cubrí en el suelo mientras
continuaba el embate. Quería levantarme, pero estaba
seguro de que si lo intentaba sólo conseguiría caerme de
espaldas y que me aplastaran la cara. La súplica desesperada
del masc era como una segunda ráfaga de golpes, y hundí la
cabeza entre los brazos para no oír el sonido. En algún lugar
cercano, una tienda cayó suavemente al suelo.
Pasaron varios segundos en los que nadie chocó conmigo.
Levanté la cabeza y vi que la plaza se había quedado
desierta. El masc todavía estaba vivo, pero los ojos se le
quedaban en blanco de forma intermitente y su mandíbula se
movía débilmente. Tenía las dos piernas destrozadas. La
sangre caía sobre su torturador invisible, cada gota se paraba
a media caída y se extendía durante un momento, al golpear
contra una superficie tangible, antes de desvanecerse en el
caparazón oculto. Busqué mi cámara por el suelo mientras
emitía sonidos ahogados de ira. Tenía un nudo en la garganta
y notaba una opresión en el pecho; todas las inhalaciones y
los movimientos eran como un castigo. Encontré la cámara,
me la coloqué, me levanté tembloroso y empecé a grabar.
—Ayúdame —dijo mirándome a los ojos sin dar crédito a
lo que estaba pasando.
Extendí una mano en su dirección, impotente. El insecto

424
no me hizo caso y supe que no corría peligro: quería que lo
vieran, pero yo estaba aturdido de ira y frustración y me
caían gotas punzantes de sudor frío por la cara y el pecho.
Un brillo delicado de interferencias se deslizó por la figura
del robot cuando elevó más al masc. La cámara siguió la
dirección de mi mirada hacia arriba, hasta que supe que sólo
enfocaba el cuerpo roto y el cielo impasible.
—¿Dónde está ahora la milicia de los cojones? —me oí
bramar—. ¿Dónde están vuestras armas? ¿Dónde están las
bombas? ¡Haced algo!
La cabeza del masc estaba colgando; yo esperaba que
hubiera perdido el conocimiento. Unas pinzas invisibles se
cerraron alrededor de su columna y lo lanzaron a un lado. Oí
el cuerpo golpear el toldo de la bomba de agua y deslizarse
hasta el suelo.
Los diez mil habitantes del campamento parecían gemir
dentro de mi cabeza y yo gritaba incoherencias, pero
mantuve los ojos fijos en el lugar en el que tenía que estar el
robot.
Se oyó un sonido de tierra arañada delante de mí. Un
silencio angustioso descendió por los callejones de alrededor
de la plaza. El insecto jugaba con la luz, mientras dibujaba su
contorno para nosotros, en roca de arrecife gris contra el
cielo y en azul celeste contra la roca. El cuerpo que colgaba
de las seis patas vueltas hacia arriba en forma de «V» era
largo y estaba segmentado; una cabeza giratoria burda en
cada extremo se volvía con curiosidad mientras husmeaba el
aire. Cuatro tentáculos ágiles que acababan en garras
afiladas se deslizaban dentro y fuera de unas vainas del
caparazón.
Me quedé atontado en medio del silencio, a la espera de
que pasara algo, de que alguien con un chaleco lleno de
explosivos plásticos saliera de una calle y corriera

425
directamente hacia la máquina con la idea de un abrazo
kamikaze..., aunque antes de que pudiera acercarse a menos
de diez metros ya lo habría lanzado contra la muchedumbre
para que incinerara a un grupo de amigos.
La cosa arqueó el cuerpo, alzó un par de miembros y los
extendió en un gesto de triunfo.
Después se fue dando bandazos hacia un hueco entre dos
tiendas mientras las personas se lanzaban contra las lonas y
las arañaban de forma desesperada para abrirse paso y
apartarse de su camino.
Corrió por un callejón y desapareció en dirección sur, de
vuelta a la ciudad.

Acurrucado en el suelo detrás de las letrinas, sin fuerzas para


enfrentarme a las personas desmoralizadas del campamento,
envié la grabación del asesinato a SeeNet. Intenté componer
un texto de acompañamiento, pero todavía estaba
impresionado y no podía concentrarme. Pensé que los
corresponsales de guerra veían cosas peores día tras día.
¿Cuánto tiempo necesitaría para habituarme a aquello? Miré
las noticias internacionales. Todos seguían hablando de
anarquistas rivales, incluso SeeNet, que no había emitido
nada de lo que había mandado.
Me pasé cinco minutos intentando calmarme y llamé a
Lydia. Me costó media hora que me pasaran con ella. A mi
alrededor sólo se oía el llanto de los refugiados. ¿Cómo sería
después del décimo ataque? ¿Del centésimo? Cerré los ojos y
pensé en Ciudad del Cabo, en Sydney, en Manchester... en
cualquier lugar.
—Estoy aquí cubriendo esto —dije cuando contestó—,
¿qué ha pasado con mi grabación? —Lydia no estaba al cargo
de las noticias, pero era la única persona que podía darme

426
una respuesta directa.
—Tu obituario de Violet Mosala tenía una escena completa
falsificada —dijo Lydia con expresión fría e iracunda—. Y no
decías nada de la secta que ha matado a Yasuko Nishide y a
Henry Buzzo. He visto lo que mandaste a la empresa de
seguridad sobre el cólera y el barco de pesca. ¿A qué juegas?
Busqué excusas e intenté encontrar alguna adecuada;
sabía que «Mosala habría muerto si yo no te hubiera
utilizado» no era lo bastante buena.
—En realidad dijo todo lo que falsifiqué —dije—. De forma
extraoficial. Pregúntaselo.
—Sigue siendo inaceptable —dijo Lydia sin inmutarse—.
Viola las directrices. Y no podemos preguntarle nada porque
ha entrado en coma.
No quería oír eso; si Mosala sufría lesiones cerebrales,
todo habría sido inútil.
—No podía contarte el resto... porque no quería alertar a
CA haciendo público todo el asunto. —Era una tontería; los
antropocosmólogos ya sabían exactamente cuánto había
contado a las autoridades.
—Mira —dijo mientras su expresión se suavizaba, como si
fuera evidente que había ido tan lejos que merecía
compasión en vez de una reprimenda—, espero que
encuentres la manera de volver a casa sano y salvo. Pero el
documental está cancelado: has violado las condiciones del
contrato y a los de las noticias no les interesa tu información
sobre los problemas políticos de la isla.
—¿Problemas políticos? Estoy en medio de una guerra
provocada por la mayor empresa de biotecnología del
planeta. Soy el único periodista de la isla que tiene una idea
de lo que está pasando, y el único de SeeNet. ¿Cómo puede
no interesarles?
—Estamos negociando con otro.

427
—¿Sí? ¿Quién? ¿Janet Walsh?
—No es asunto tuyo.
—¡No te creo! Los de InGenIo están asesinando gente, y...
—No quiero oír más... propaganda tuya —dijo Lydia
mientras levantaba una mano para silenciarme—,
¿entiendes? Lamento que hayas pasado por tantas
dificultades y que los anarquistas se estén matando entre
ellos. —Me pareció que lo sentía de verdad—. Pero si has
tomado partido y quieres atacar el bloqueo y las leyes de
patentes con material falso, es tu problema. No puedo
ayudarte.
»Ten mucho cuidado, Andrew. Adiós.

Al anochecer paseé por el campamento, mientras filmaba y


enviaba la grabación en tiempo real a la consola de casa,
para que quedara constancia de todo por si llegaba a ser de
alguna utilidad.
Las infraestructuras del pueblo de refugiados todavía
estaban intactas; las bombas seguían funcionando y los
servicios sanitarios eran impecables. Había luces por todos
lados, halos naranja y verdes que atravesaban las lonas. El
aroma a comida salía de casi todas las puertas. La
electricidad fotovoltaica que almacenaban las tiendas duraría
horas. No se habían causado grandes daños ni se habían
perdido las comodidades.
Pero las personas con las que me cruzaba estaban tensas,
asustadas y silenciosas. El robot podía regresar en cualquier
momento del día o la noche y matar a otro o a mil.
Al enviar a los robots fuera de la ciudad para que atacaran
al azar, los mercenarios podían hundir la moral y obligar a los
del campamento a retirarse a mayor distancia, más cerca de
la costa. Si forzaban a los refugiados del efecto invernadero a

428
ir hasta la línea de la costa para esperar la siguiente
tormenta fuerte, el destino que intentaron evitar cuando
vinieron a Anarkia, estarían dispuestos a abandonar la isla en
grupo.
No sabía qué podía haber pasado con la milicia; quizá ya
los habían asesinado a todos durante una resistencia idiota
en la ciudad. Busqué en la red local; había informes sombríos
de unos cuantos ataques como el que había presenciado,
pero poco más. No esperaba que los anarkistas emitieran
secretos militares, pero la ausencia de propaganda de aliento
y proclamas de una inminente victoria para elevar la moral
me pareció extraña y escalofriante. Quizá el silencio
significara algo, pero si ése era el caso, no pude descifrarlo.
Me estaba quedando frío. Era reacio a pedir refugio en la
tienda de un desconocido; no temía que me rechazaran, pero
aún me sentía como un intruso a pesar de todos mis gestos
de solidaridad. Aquellas personas estaban bajo asedio y no
tenían motivos para confiar en mí.
Me senté en el restaurante a beber una sopa caliente y
clara. Los otros comensales hablaban entre ellos en voz baja
y me miraban más con cautela estudiada que con hostilidad
manifiesta, pero me excluían igualmente.
Había destrozado mi carrera por Mosala y la
technolibération, pero no había conseguido nada. Mosala
estaba en coma y Anarkia al borde de un declive largo y
sangriento.
Me sentía atontado, paranoico e inútil.
Entonces recibí un mensaje de Akili. Había escapado de la
ciudad sana y salva y estaba en otro campamento a menos
de un kilómetro.

429
28
—Siéntate donde te sea más cómodo.
En la tienda sólo había una mochila y un saco de dormir
extendido. El suelo transparente parecía seco a pesar del
rocío de fuera, pero era tan fino que se notaba la arena a
través del plástico. Un parche negro de la lona radiaba un
calor agradable; funcionaba con la energía solar que se
almacenaba en los polímeros de desplazamiento de carga
entretejidos en todas las fibras del material de la tienda.
Me senté en un extremo del saco. Akili se sentó con las
piernas cruzadas a mi lado. Miré alrededor agradecido; por
muy sobria que fuera, era mucho mejor que la roca desnuda.
—¿Dónde has encontrado esto? No sé si disparan a los
saqueadores en Anarkia, pero diría que vale la pena
arriesgarse.
—No lo he robado —bufó Akili—. ¿Dónde crees que me he
alojado durante las últimas dos semanas? No todos podemos
permitirnos el Ritz.
Intercambiamos novedades. Akili ya había oído casi todas
las mías de otras fuentes: la muerte de Buzzo, la evacuación
de Mosala y su condición incierta. Pero ignoraba la broma
que había preparado para CA: la difusión automática de su
TOE por el mundo.

430
Akili frunció el ceño y se quedó en silencio un buen rato.
Algo había cambiado en su rostro desde que le vi en el
hospital. El profundo impacto que le causaron las noticias de
la supuesta plaga de la información había dado paso a una
mirada expectante, como si estuviera dispuesta a contraer
Angustia en cualquier momento y casi deseosa de abrazar la
experiencia a pesar de la ansiedad y el horror que mostraban
todas sus víctimas. Incluso los pocos que, a su extraña
manera, habían tenido momentos breves de calma y lucidez
habían sufrido una recaída inmediata. Si yo creyera que el
síndrome era nuestro destino, no querría seguir viviendo.
—Aún no hemos conseguido adaptar los modelos a los
datos —confesó Akili—. Nadie sabe qué pasa. —Parecía
resignada a que la plaga eludiera un análisis preciso a corto
plazo, pero confiaba en que su explicación fuera correcta—.
Los nuevos casos aparecen demasiado deprisa, a un ritmo
más acelerado que el del crecimiento exponencial.
—Entonces puede que estéis equivocados con lo de la
mezcla de la información. Hicisteis una predicción de
crecimiento exponencial y ha fallado. Quizá habéis
interpretado demasiada antropocosmología en los desvaríos
de cuatro enfermos.
—Ya son diecisiete —dijo con un gesto que descartaba esa
posibilidad—. Tu colega de SeeNet no es el único que ha
presenciado el fenómeno; otros periodistas han empezado a
informar sobre lo mismo. Y hay un modo de explicar la
discrepancia en el número de casos.
—¿Cómo?
—Varias Piedras Angulares.
—¿Cuál sería el nombre colectivo? —Me reí cansado—.
Seguro que no será un arco de Piedras Angulares. ¿Una
cúpula? ¿La premisa de los antropocosmólogos no es una
persona con una teoría que confiere existencia al universo

431
por medio de su explicación?
—Una teoría, sí; y una persona siempre nos ha parecido lo
más probable. Sabíamos que la TOE se transmitiría al
mundo, pero pensábamos que el descubridor revelaría todos
los detalles. Nunca nos habíamos planteado que pudiera
estar en coma cuando la TOE completa se entregara a miles
de personas a la vez. Es algo que no podemos adaptar a un
modelo: las matemáticas se vuelven inmanejables. —
Extendió los brazos en un gesto de resignación—. No
importa. Todos averiguaremos la verdad muy pronto.
—¿Y cómo la averiguaremos? —dije, mientras se me ponía
la piel de gallina. Cuando estaba con Akili no sabía en qué
creía—. La TOE de Mosala no predice la telepatía de la Piedra
Angular o de las Piedras Angulares más de lo que predice que
se vaya a deshacer el universo. Si tiene razón, vosotros
debéis estar equivocados.
—Depende de en qué tenga razón.
—¿En todo? ¿Como su teoría?
—Se podría deshacer el universo esta noche y casi
ninguna TOE tendría nada que decir. Las reglas del ajedrez
no aclaran si un tablero es bastante resistente para aguantar
todas las configuraciones permitidas de las piezas.
—Pero una TOE tiene mucho que decir sobre la mente
humana, ¿no? Es un vulgar trozo de materia sujeto a las
leyes ordinarias de la física. No empieza a mezclarse con la
información sólo porque alguien completa una Teoría del
Todo al otro lado del planeta.
—Hace dos días habría estado de acuerdo —dijo Akili—.
Pero si una TOE no puede aclarar su propia base informativa,
es tan incompleta como la Teoría de la Relatividad General,
que requería que tuviera lugar el Big Bang y más allá de ese
punto se venía abajo. Fue necesaria la unificación de las
cuatro fuerzas para solventar esa singularidad. Y parece que

432
hará falta una unificación más para entender el Big Bang
explicativo.
—Pero hace dos días...
—Estaba equivocada. La corriente principal siempre había
asumido que una TOE incompleta era lo que tenía que haber.
La Piedra Angular lo explicaría todo, salvo cómo podía entrar
en vigor una TOE. La antropocosmología aclaraba la cuestión,
pero esa parte de la ecuación nunca sería visible. —Akili
extendió las dos manos con las palmas juntas en posición
horizontal—. Creíamos que la física y la metafísica nunca se
unirían. Parecía una premisa razonable porque siempre
habían estado separadas. Como la de que hubiera sólo una
Piedra Angular. —Entrelazó los dedos y giró las manos en un
ángulo de cuarenta y cinco grados—. Pero resulta que es una
equivocación. Quizá porque la TOE que unifica la física y la
información, la que mezcla ambos niveles y establece su
propia autoridad, es la antítesis de lo que sería deshacer el
universo. Es más estable que cualquier otra posibilidad
porque se afirma a sí misma y estrecha el nudo.
De pronto me acordé de la noche en que visité a Amanda
Conroy y le dije medio en broma que la separación de
poderes entre Mosala y los Cosmólogos Antropológicos era
algo positivo. Más tarde, Buzzo había postulado en tono de
burla una teoría que se sustentaba a sí misma, se defendía,
descartaba a todas las rivales y se negaba a que la
absorbieran.
—Pero ¿de quién es la teoría que va a unificar la física y la
información? —dije—. La TOE de Mosala no intenta
«establecer su propia autoridad».
—Nunca fue su intención hacerlo —dijo Akili, sin que mi
comentario le pareciera un obstáculo—, pero no entendió
bien el alcance de su obra, o alguien de la red cogerá su TOE
puramente física y la ampliará para que abarque la teoría de

433
la información. Es cuestión de días o de horas.
Miré al suelo. De repente me sentí enfadado y me cayeron
encima todos los horrores mundanos del día.
—¿Cómo puedes estar aquí sentada dando vueltas a todas
esas sandeces? ¿Qué ha pasado con la technolibération?
¿Con la solidaridad con los renegados? ¿Con acabar con el
bloqueo? —Mis habilidades y contactos insignificantes se
habían quedado en nada ante la invasión, pero me imaginaba
que Akili tendría mil veces más recursos, que desempeñaría
un papel crucial en el núcleo de la resistencia y orquestaría
un contraataque brillante.
—¿Qué esperas que haga? —dijo con calma—. No soy
soldado ni sé cómo ganar la guerra de Anarkia. Pronto habrá
más personas con Angustia que habitantes hay en la isla, y si
CA no intenta analizar la plaga de la información, nadie más
lo hará.
—¿Ahora estás dispuesta a creer que entenderlo todo nos
enloquecerá? —Me reí con amargura—. ¿Que las sectas de la
ignorancia tenían razón? ¿Que la TOE nos enviará al abismo
entre gritos y pataleos? Justo cuando me había hecho a la
idea de que algo así no podía ocurrir.
—No sé por qué la gente se lo toma tan mal. —Akili se
agitó incómoda. Por primera vez detecté un rastro de miedo
en su voz, abriéndose paso entre su resuelta aceptación—.
Será que la mezcla antes del Instante Aleph es imperfecta y
está distorsionada —añadió—. Porque si no hubiera un error
de alguna clase, la primera víctima de Angustia lo habría
explicado todo y se habría convertido en la Piedra Angular.
No sé cuál será el fallo, qué es lo que falta ni qué hace que el
entendimiento parcial sea tan traumático, pero cuando se
complete la TOE... —Su voz se había ido apagando. Si el
Instante Aleph no ponía fin a la Angustia, las miserias de la
guerra de Anarkia no significarían nada. Si no se podía

434
afrontar la TOE, lo único que nos esperaba era la locura
universal.
Los dos nos quedamos en silencio. El campamento estaba
tranquilo salvo por los llantos distantes de algunos niños y el
ruido apagado de los cacharros de cocina de las tiendas
cercanas.
—¿Andrew? —dijo Akili.
—¿Sí?
—Mírame.
Volví la cara y le miré directamente por primera vez desde
mi llegada. Sus ojos oscuros estaban más luminosos que
nunca: inteligentes, curiosos y comprensivos. La belleza
natural de su rostro provocaba una resonancia profunda y
sorprendente en mi interior, un escalofrío de reconocimiento
que reverberaba desde la oscuridad del cráneo hasta la base
de la columna. Al mirarle, me dolía todo el cuerpo, todas las
fibras musculares y los tendones. Pero era un dolor grato
como si me hubieran golpeado hasta matarme y entonces
descubriera que me despertaba de manera imposible.
Eso era Akili: mi última esperanza, mi resurrección.
—¿Qué quieres? —dijo.
—No sé a qué te refieres.
—Vamos, no estoy ciega. —Buscó algún indicio en mi cara
frunciendo el ceño ligeramente, sorprendida pero no
acusadora—. ¿He hecho algo para incitarte? ¿Te he dado una
idea equivocada?
—No. —Quería que se me tragara la tierra y deseaba
tocarle más que respirar.
—Les ásex neuronales pueden perder la pista de los
mensajes que transmiten. Creía que lo había dejado todo
claro, pero si te he confundido...
—Sí —interrumpí—. Claro que sí. —Oía cómo se me
desintegraba la voz. Esperé un momento y me obligué a

435
respirar profundamente; quería deshacer el nudo que tenía
en la garganta—. No es culpa tuya. Perdona si te he
ofendido. Me iré —dije mientras me levantaba.
—No. —Akili me puso una mano en el hombro y me
detuvo con delicadeza—. Eres mi amigo y si sufres hemos de
encontrar una solución juntos. —Se incorporó a medias y
empezó a desatarse los zapatos.
—¿Qué haces?
—A veces crees que sabes algo, que lo has asumido. Pero
no es así hasta que lo ves en realidad. —Se quitó la
camiseta. Su torso era esbelto, ligeramente musculoso y
perfectamente liso, sin pechos, pezones..., nada. Aparté la
mirada y me puse en pie decidido a marcharme. En aquel
momento estaba dispuesto a abandonarle sin ningún motivo
mejor que el de preservar un deseo que siempre había
sabido que no conducía a ningún lado, pero me quedé
paralizado, mareado de vértigo.
—No es necesario que lo hagas —dije aturdido.
Akili se levantó y se puso a mi lado. Yo mantenía la
mirada fija al frente. Me cogió la mano derecha y se la llevó
al estómago, que era plano, suave y sin vello; luego obligó a
mis dedos sudorosos a bajar entre sus piernas. No había
nada más que piel suave, fría y seca, y al final una diminuta
abertura para la uretra.
Me solté. Ardía de humillación, pero conseguí tragarme a
tiempo una pulla envenenada sobre las tradiciones africanas.
Me retiré a la distancia máxima que permitía la tienda.
Todavía me resistía a mirarle la cara y me barrió una oleada
de dolor e ira.
—¿Por qué? ¿Cómo podías odiar tanto tu cuerpo?
—Nunca lo odié, pero tampoco lo adoraba. —Hablaba con
suavidad y se esforzaba en ser paciente, pero parecía harto
de la necesidad de justificarse—. No te tomo por un edenita.

436
Las sectas de la ignorancia veneran las jaulas más pequeñas
que encuentran: los accidentes del nacimiento, la biología, la
historia y la cultura. Y luego se vuelven contra cualquiera que
se atreve a enseñarles los barrotes de una jaula diez mil
millones de veces mayor. Pero mi cuerpo no es un templo ni
un estercolero. Ésas son las opciones de una mitología
estúpida, no las de la technolibération. La verdad más
profunda sobre el cuerpo es que lo único que lo domina, en
última instancia, es la física. Podemos cambiar su forma por
la de cualquier cosa que nos permita la TOE.
Aquella lógica fría solo hizo que retrocediera aún más.
Estaba de acuerdo en todo, pero me aferraba a mi horror
instintivo como a un clavo ardiendo.
—La verdad más profunda es que aún serías real si no
hubieras sacrificado...
—No he sacrificado nada. Salvo unos patrones de
comportamiento ancestrales inscritos en mi sistema límbico,
que se activaban por ciertos impulsos visuales y por las
feromonas, y la necesidad de sentir pequeños estallidos de
opiáceos endógenos en el cerebro.
Me volví y le miré. Me devolvió una mirada desafiante. La
cirugía era impecable, no parecía desequilibrada ni deforme.
No tenía derecho a lamentarme por una pérdida que sólo
existía en mi mente. Nadie le había mutilado por la fuerza;
había tomado la decisión de forma consciente. No tenía
derecho a desear devolverle la «salud».
Sin embargo, todavía me sentía afectado y enfadado. Aún
quería castigarle por lo que me había arrebatado.
—¿Adónde te lleva eso? —pregunté con ironía—. ¿La
extirpación de los instintos animales te confiere una visión
interior más amplia y valiosa? No me digas que puedes
conectar con la sabiduría perdida de los santos célibes
medievales.

437
—No. —Akili sonrió divertida—. Pero el sexo tampoco
ofrece más de lo que puede dar un chute de heroína, por
mucho que las sectas sermoneen sobre los «misterios
tántricos y la comunión de las almas». Dale a uno de RM un
par de setas mágicas y te dirá, sinceramente, que acaba de
tirarse a Dios. Porque el sexo, las drogas y la religión
dependen de los mismos fenómenos neuroquímicos simples:
la adicción, la euforia y la excitación; y todos son igualmente
fútiles.
Era una verdad que me resultaba familiar, pero en aquel
momento caló hondo. Porque todavía le deseaba y la droga a
la que estaba enganchado no existía.
—Si casi todos eligen seguir siendo adictos al orgasmo —
añadió Akili mientras levantaba las manos en señal de
tregua; no quería hacerme daño, sólo defender su filosofía—,
están en su derecho. Ni siquiera eil ásex más radical soñaría
con obligarlos a seguirnos, pero no quiero que mi vida gire
en torno a unos cuantos trucos bioquímicos baratos.
—¿Ni siquiera para hacerte a imagen de tu amada Piedra
Angular?
—Todavía no lo entiendes, ¿verdad? —Se rió cansada—.
La Piedra Angular no es un punto final teológico ni un ideal
cósmico. Dentro de mil años su cuerpo será el mismo chiste
obsoleto que los nuestros.
—No me importa —dije. Se me había acabado la ira—. El
sexo puede ser mucho más que la simple emisión de
opiáceos endógenos.
—Por supuesto que sí. Puede ser una forma de
comunicación, pero también lo contrario, con la misma
biología en juego. Sólo he renunciado a lo que tienen en
común el mejor y el peor sexo. ¿No te das cuenta? Lo único
que he hecho es eliminar el ruido.
No encontraba sentido a aquellas palabras. Aparté la

438
mirada derrotado. Sabía que el dolor, que creía fruto del
deseo, se debía sólo a los golpes que había recibido de la
multitud cuando huía del robot, la punzada de la herida del
estómago y el peso del fracaso.
—Pero ¿no necesitas nunca algún tipo de contacto físico?
—dije sin esperanza—. ¿No deseas que te acaricien, que te
toquen?
—Sí —dijo con suavidad mientras se acercaba a mí—. Eso
es lo que intentaba decirte. —Me quedé sin habla. Me puso
una mano en el hombro y la otra en la mejilla, y me alzó la
cara para encontrar mi mirada—. Si eso es lo que tú quieres
y no te resulta frustrante. Si entiendes que no puede
transformarse en nada parecido al sexo. Yo no...
—Comprendo —dije.
Me desvestí deprisa antes de que pudiera arrepentirme.
Temblaba como un adolescente nervioso y quería que me
bajara la erección; no lo conseguí. Akili subió la calefacción y
nos tumbamos de lado en el saco de dormir; los ojos
atrapados, prácticamente sin tocarnos. Estiré una mano y le
acaricié tímidamente el hombro, el cuello y la espalda.
—¿Te gusta?
—Sí.
—¿Puedo besarte? —pregunté después de vacilar.
—Creo que no sería buena idea. Relájate. —Me rozó la
mejilla con dedos fríos y bajó con el dorso de la mano por el
pecho hacia la venda de mi abdomen.
—¿Todavía te duele la pierna? —le pregunté tembloroso.
—A veces. Relájate. —Me hizo un masaje en los hombros.
—¿Has estado así con... alguien que no fuera ásex?
—Sí.
—¿Masc o fem?
Se rió con suavidad.
—Fem. Deberías ver la cara que pones. Mira, el mundo no

439
se va a acabar si te corres. Ella se corrió. No voy a vomitar
de asco. —Deslizó una mano hasta mi cadera—. Sería mejor
que lo hicieras; te relajarías un poco.
Me estremecí con su tacto, pero la erección iba
reduciéndose poco a poco. Toqué la piel sin marcas donde
debería haber un pezón, busqué la cicatriz con las yemas de
los dedos y no encontré nada. Akili se estiró perezosamente.
Empecé a masajearle el cuello.
—Estoy perdido —dije—. No sé qué hacemos ni adónde
nos conduce esto.
—A ninguna parte. Podemos parar si quieres y sólo hablar.
O podemos hablar sin detenernos. Se llama «libertad» y
puede que te acostumbres a ella.
—Es muy extraño. —Nuestros ojos seguían atrapados y
Akili parecía bastante satisfecha, pero yo todavía sentía que
debía hacer que todo fuera mil veces más intenso—. Sé por
qué me parece que esto está mal —añadí—. El placer físico
sin sexo...
—Sigue.
—El placer físico sin sexo normalmente se considera...
—¿Qué?
—No te va a gustar.
—Escúpelo. —Me dio un golpe en las costillas.
—Infantil.
—De acuerdo. —Suspiró—. Es la hora del exorcismo.
Repite conmigo: «Tío Sigmund, renuncio a ti por
embaucador, bravucón y tergiversador. Por corruptor del
lenguaje y destructor de vidas ajenas».
Accedí y le estreché entre mis brazos mientras yacíamos
con las piernas entrelazadas; teníamos las cabezas apoyadas
en los hombros y nos acariciábamos en la espalda. Toda la
carga sexual fútil que había sentido desde el barco de pesca
se disipó finalmente. El placer venía de la calidez de su

440
cuerpo, los contornos desconocidos de su carne, la textura de
su piel y la sensación de su presencia.
Y le encontraba tan bella como siempre. Le quería tanto
como siempre.
¿Era lo que había buscado toda mi vida? ¿Amor asexual?
Una idea inquietante, pero la analicé con calma.
Quizá durante todo aquel tiempo me había tragado
inconscientemente la mentira edenita de que todo en una
relación moderna, perfecta y armoniosa manaba por arte de
magia de la madre naturaleza. Que la monogamia, la
igualdad, la sinceridad, el respeto, la ternura y el altruismo
eran instintivos, biología sexual pura, y seguían su curso sin
restricciones, a pesar del hecho de que los criterios de
perfección habían cambiado radicalmente a través de los
siglos y las culturas. Los edenitas afirmaban que cualquiera
que no alcanzase el ideal resplandeciente y se opusiera a la
madre Gea de forma perversa estaba corrompido por una
niñez traumática, la manipulación de los medios de
comunicación o las estructuras de poder profundas y
antinaturales de la sociedad moderna.
De hecho, las fuerzas de la civilización coartaban los
impulsos reproductores, las restricciones culturales los
inhibían, y ambas los habían puesto al servicio de la creación
de la cohesión social de maneras incontables, pero no habían
cambiado en realidad en decenas de miles de años.
Contradecían y silenciaban las convenciones actuales con la
misma frecuencia con que las apoyaban. La infidelidad de
Gina no había sido un crimen contra la biología y cualquier
cosa que yo hubiera hecho para alejarla de mí había sido una
falta de esfuerzo consciente, una falta de cortesía que a
cualquier antepasado de la Edad de Piedra le habría parecido
secundaria. Prácticamente todo lo que los humanos
modernos valorábamos en las relaciones, por encima del acto

441
sexual y cierto grado de protección hacia la pareja y la
descendencia, surgía de una voluntad independiente. Había
una cubierta maciza hecha de convenciones morales y
sociales que envolvía el diminuto núcleo de comportamiento
instintivo, y la semilla de arena se parecía muy poco a la
perla.
Yo no había tenido intención de abandonar, pero si había
fallado de forma tan estrepitosa una y otra vez a la hora de
conciliar ambas cosas...
Si la elección se reducía a la biología o la civilización...
Ahora sabía cuál valoraba más.
Al cabo de un rato, nos metimos en el saco de dormir para
no enfriarnos. Todavía estaba aturdido por la desesperación
ante la tragedia de Anarkia, el medio asesinato sin sentido de
Mosala y mi carrera arruinada. Pero Akili me besó en la
frente y se esforzó por desentumecerme la espalda y los
hombros doloridos. Hice lo mismo por éil, con la esperanza
de que pudiera sobrellevar mejor su temor a la gran plaga de
la información en la que yo todavía no creía.

Me desperté confuso con el sonido de la respiración de Akili a


mi lado. Una luz gris azulada sin sombras, como la del
mediodía, bañaba la tienda. Vi el disco de la luna en lo alto,
un foco de luz blanca orlado con un arco iris debido a la
difracción que atravesaba el tejido del techo.
Pensé que Akili había ido a recibirme al aeropuerto. Podría
haberme infectado con el cólera transgénico porque sabía
que lo llevaría hasta Mosala.
Y cuando el arma falló me proporcionó el antídoto para
ganarse mi confianza con la esperanza de utilizarme por
segunda vez, pero los moderados no lo sabían, nos raptaron
a los dos y no hubo necesidad de volver a atacar a Mosala.

442
Era pura paranoia. Cerré los ojos. ¿Para qué iba a fingir un
extremista que creía en la plaga de la información? Y si la
creencia era sincera, ¿por qué matar a Buzzo cuando el
Instante Aleph era inevitable? En cualquier caso, ahora que
Mosala estaba en Ciudad del Cabo y su trabajo seguiría en
marcha con o sin ella, ¿qué utilidad podía tener yo para los
extremistas?
Me separé y salí del saco. Akili se despertó mientras me
vestía.
—La tienda de las letrinas está iluminada en rojo —
murmuró medio dormida—, no tiene pérdida.
—No tardaré.
Anduve sin rumbo mientras intentaba aclarar las ideas.
Era más temprano de lo que creía, apenas pasadas las
nueve, pero hacía un frío sorprendente. Algunas tiendas
todavía tenían la luz encendida, pero las calles estaban
desiertas.
Pensar en Akili como asesino extremista no tenía sentido.
¿Por qué habría luchado por sacarnos del pesquero? Pero la
duda que había sentido arrojaba una sombra sobre todo,
como si mi desconfianza fuera igual de desastrosa que
cualquier posibilidad de tener razón. ¿Cómo era posible que,
después de que hubiéramos pasado juntos por tanto, al
despertarme a su lado me preguntara si todo era mentira?
Llegué al extremo sur del campamento. Aquellas personas
debían de haber sido las últimas en encaminarse al norte,
porque a partir de allí no se veía nada excepto roca de
arrecife desnuda hasta el horizonte.
Dudé y estuve a punto de regresar. Pero pasear por los
callejones me había hecho sentir como un espía y no estaba
preparado para volver a la tienda de Akili, a la calidez de su
cuerpo ni a la esperanza que parecía ofrecerme. Media hora
antes había considerado seriamente la posibilidad de emigrar

443
a ásex total y extirparme los genitales y varios fragmentos
vitales de materia gris como panacea para todas mis
aflicciones. Necesitaba dar un largo paseo a solas.
Me dirigí hacia el desierto iluminado por la luna.
Volutas de trazos minerales brillaban por todas partes, y
después de haber visto varios de aquellos jeroglíficos
descifrados, el terreno había cambiado y estaba lleno de
significado, aunque dados mis conocimientos, la mayor parte
de los dibujos podía ser sólo una decoración aleatoria.
La ciudad abandonada estaba a oscuras o escondida tras
una pendiente del terreno; no veía ninguna luz en el
horizonte sur. Me imaginé un enjambre de insectos invisibles
que salían correteando de sus nidos del centro, pero sabía
que el campamento no era más seguro y que aquellas cosas
sólo mataban por el espectáculo, por el pánico que
inspiraban. A solas corría menos peligro.
Me pareció que notaba un temblor de tierra, tan ligero que
lo puse en duda de inmediato. ¿Todavía seguía el
bombardeo? Creía que todos habían dejado la ciudad a
merced de los soldados, aunque quizá unos cuantos
disidentes no hubieran hecho caso del plan de evacuación, o
era posible que la milicia se hubiera quedado oculta y por fin
empezara la confrontación. Era una idea deprimente; no
tenían ninguna oportunidad.
Volvió a suceder. No podía distinguir la dirección de la
explosión ni oía ningún sonido; sólo notaba la vibración. Di
una vuelta entera buscando humo en el horizonte. Quizá
bombardeaban los campamentos. Por la mañana, las
columnas de humo blanco de la ciudad se habían visto desde
kilómetros, pero los proyectiles para las tiendas de la roca
desnuda llevarían cargas distintas con efectos distintos.
Seguí andando hacia el sur con la esperanza de ver la
ciudad junto con alguna señal de que la acción pirotécnica se

444
restringía a ella. Intenté imaginarme que superaba la guerra
sano y salvo pero acostumbrado a la miríada de tecnologías
de la muerte, y que ofrecía a las cadenas a las que no
importaba lo que hubiera falsificado una grabación completa
con mi comentario experto sobre el sonido característico de
un misil de seguimiento chino al dar en el blanco, o la traza
inconfundible que dejaba un proyectil de Tecpacífica de
cuarenta milímetros al estallar en campo abierto.
Noté que me barría una oleada de resignación. Me había
tragado demasiados sueños en los últimos tres días: la
technolibération, el final de las leyes de patentes, la felicidad
personal y la dicha asexual. Era hora de despertar. La locura
habitual del mundo había acabado por alcanzar Anarkia, así
que, ¿por qué no mantenerme al margen, recuperar la
perspectiva e intentar sacar algo de todo aquello para
ganarme la vida? La invasión no era una tragedia mayor que
diez mil conquistas sangrientas anteriores y siempre había
sido inevitable. La guerra había llegado de una manera u otra
a todas las culturas humanas conocidas.
—A la mierda todas las culturas humanas conocidas —
susurré sin mucha convicción.
La tierra rugió y me derribó.
La roca de arrecife era blanda, pero me di de bruces y me
hice sangre en la nariz; quizá me la había roto. Sin aliento y
sorprendido, me incorporé sobre las manos y las rodillas,
pero el suelo no había dejado de temblar y no me atrevía a
ponerme en pie. Miré a mi alrededor en busca de la
constancia de un impacto cercano, pero no había resplandor,
humo, cráter ni nada.
¿Qué era aquel nuevo terror? ¿Después de robots
invisibles, bombas invisibles?
Me arrodillé, esperé y me incorporé con inseguridad. La
roca de arrecife todavía reverberaba. Caminaba en círculos,

445
como un borracho, mientras miraba el horizonte y me resistía
a creer que no hubiera ninguna señal de la explosión.
Sin embargo el aire estaba en silencio. Era la roca la que
había transmitido el sonido. ¿Una detonación subterránea?
¿O submarina, bajo la isla?
¿Ninguna detonación?
La tierra volvió a convulsionarse. Aterricé de mala manera
y me torcí un brazo, pero el pánico lo arrastraba todo y
convertía el dolor en una insignificancia. Clavé las uñas en el
suelo e hice un esfuerzo para no hacer caso de mi instinto,
que me gritaba que permaneciera quieto y no me arriesgara
a moverme; sabía que si no me levantaba y corría sobre el
coral muerto más deprisa de lo que había corrido en la vida,
estaría perdido.
Los mercenarios habían matado los litófilos que dotaban
de flotabilidad a la roca de arrecife. Nos habían sacado de la
ciudad porque sólo se mantendría a flote el centro de la isla.
Sin el sustento del guyot, el saliente se hundiría.
Me volví para examinar el estado del campamento. Los
cuadrados verdes y naranja me devolvieron una mirada de
incomprensión; casi todas las tiendas seguían en pie. No
pude distinguir a nadie que corriera por el desierto: era
demasiado temprano, pero no tenía ningún sentido regresar
a avisarlos, ni siquiera a Akili. Seguro que los buceadores de
tierra habían entendido lo que sucedía mucho antes que yo.
Lo único que podía hacer era intentar ponerme a salvo.
Me puse de pie y empecé a correr. Recorrí unos diez
metros antes de que la tierra se moviera y me derribara. Me
levanté, di tres pasos, me torcí un tobillo y me volví a caer.
Se oía un crujido constante y tortuoso que me inundaba la
cabeza y me atravesaba el cuerpo. Iba desde la roca de
arrecife hasta mis huesos mientras resonaba de un mineral
vivo a otro. El mundo inferior llegaba hasta mí y compartía

446
su desintegración.
Empecé a gatear gritando sin palabras, casi paralizado por
la imagen del océano que se abalanzaba sobre los arrecifes
hundidos, arrastraba cuerpos, los lanzaba tierra adentro y los
estampaba contra el suelo que se abría. Miré atrás y sólo vi
el plácido poblado de tiendas que seguía intacto en vano,
mientras toda la isla rugía en mi cráneo; seguro que sólo
faltaban unos minutos para el aluvión.
Me puse en pie de nuevo, corrí durante unos segundos a
pesar de las estrellas que se balanceaban, aterricé
bruscamente y se me abrieron los puntos. La sangre tibia
empapó los vendajes. Descansé mientras me tapaba los
oídos y me atrevía a preguntarme por vez primera si no sería
mejor detenerme y morir. No sabía a qué distancia estaba
del guyot. Y aunque llegara a tierra firme, tampoco sabía
hasta dónde llegaría el océano. Busqué la agenda en el
bolsillo, como si pudiera averiguar mi posición por el GPS,
consultar unos mapas y tomar alguna decisión. Me dejé caer
de espaldas y empecé a reírme. Las estrellas se convertían
en estelas a intervalos.
Me levanté, volví la cabeza y vi que alguien corría por la
roca detrás de mí. Me dejé caer a gatas, en parte de forma
voluntaria, pero seguí mirando la figura. Tenía la piel oscura
y era esbelta, pero no se trataba de Akili; llevaba el pelo
demasiado largo. Forcé la vista; era una adolescente. La luz
de la luna le iluminaba la cara, tenía los ojos como platos por
el pánico, pero la boca cerrada con determinación. La tierra
se arqueó y los dos nos caímos. La oí gritar de dolor.
Empecé a arrastrarme hacia ella. Si estaba herida lo único
que podría hacer era sentarme a su lado hasta que el océano
nos atrapara, pero no podía irme y dejarla atrás.
Cuando la alcancé estaba tumbada de lado, se frotaba una
pantorrilla y murmuraba enfadada.

447
—¿Crees que podrás ponerte de pie? —grité agachado a
su lado.
—¡Es mejor que nos quedemos aquí! —dijo negando con
un gesto—. ¡Estaremos a salvo!
—¿No sabes qué pasa? —dije mirándola—. ¡Han matado
los litófilos!
—¡No! Los han reprogramado y están absorbiendo gas de
manera activa. Matarlos habría sido demasiado lento y los
habría puesto sobre aviso.
Aquello era surrealista. No podía concentrarme en lo que
me decía; la tierra temblaba con demasiada violencia.
—¡No podemos quedarnos aquí! ¿Es que no lo entiendes?
¡Nos vamos a hundir!
Volvió a hacer un gesto de negación. Durante un instante,
dos oleadas de movimiento opuestas se cancelaron. Me
sonreía como si yo fuera un niño asustado por una tormenta.
—¡No te preocupes! ¡No nos pasará nada!
¿Qué creía que ocurriría cuando el océano entrara
bramando? ¿Que nos sujetaríamos el uno al otro? ¿Que un
millón de refugiados unirían sus manos y lucharían juntos
contra el agua?
Anarkia había hecho enloquecer a sus hijos.
Nos cubrió una lluvia de rocío. Me agaché y me cubrí la
cabeza mientras me imaginaba el avance del agua de las
profundidades a través de la roca despresurizada mientras
hacía estallar fisuras en ella al salir a la superficie. Y cuando
levanté la mirada estaba allí: en la distancia había un géiser
que subía hasta el cielo, un terrible hilo de plata a la luz de la
luna. Estaba unos cientos de metros al sur y significaba que
se había socavado el camino hasta el guyot y que no
teníamos posibilidades de escapar.
Me desplomé junto a la chica.
—¿Por qué corrías en sentido contrario? —me gritó—. ¿Te

448
habías perdido? —Me incorporé y la cogí por un hombro para
enfocar mejor su cara. Nos miramos con mutua
incomprensión—. Estaba de vigilancia —insistió—. Debería
haberte detenido al final del campamento, pero pensé que
sólo te alejarías un poco para obtener una vista mejor para la
cámara.
Todavía llevaba la cámara del hombro. Ni siquiera había
pensado en usarla para grabar el campamento mientras se
inundaba y emitir el genocidio al mundo.
La llovizna se convirtió en lluvia durante un par de
segundos y después se detuvo. Miré hacia el sur y vi que el
géiser se hundía.
Por primera vez, noté que me temblaban las manos.
La tierra estaba quieta.
¿Qué significaba? ¿Que la zona sobre la que estábamos se
había soltado de sus alrededores, como un iceberg que nacía
gritando de un glaciar, y flotaba en relativa calma antes de
que el agua lo inundara desde los bordes?
Me zumbaban los oídos y me temblaba el cuerpo, pero
miré el cielo y las estrellas estaban firmes como rocas. O
viceversa.
Entonces la chica me obsequió con una sonrisa vacilante,
mareada, borracha de adrenalina, los ojos brillantes con
lágrimas de alivio. Ella creía que se había terminado la dura
prueba y a mí me habían advertido que no creyera que sabía
más que ellos. La miré sorprendido; tenía el corazón
desbocado por el terror y el pecho atenazado por la
esperanza y la incredulidad. Me di cuenta de que sollozaba de
forma profunda y entrecortada.
—¿Por qué no hemos muerto? —pregunté cuando
recuperé la voz—. El saliente no puede flotar sin los litófilos.
¿Por qué no nos hemos hundido?
Se incorporó y se sentó con las piernas cruzadas para

449
masajearse la pantorrilla herida, distraída durante un
momento. Luego me miró, entendió el alcance de mi
ignorancia y agitó la cabeza.
—Nadie ha tocado los litófilos del saliente —me explicó
con paciencia—. La milicia ha mandado los buceadores al
borde del guyot para bombear una imprimación que hace que
los litófilos eliminen el gas de la roca de arrecife que hay
justo encima del basalto. El agua ha entrado... y la roca de la
superficie del centro es más pesada que el agua.
»Yo lo veo de esta manera —añadió con una amplia
sonrisa—: hemos perdido una ciudad, pero hemos ganado
una laguna.

450
CUARTA PARTE

29
En el campamento reinaba el júbilo. Bajo la luz de la luna,
miles de personas comprobaban si había alguien herido,
alzaban las tiendas caídas, celebraban la victoria, se
lamentaban por la pérdida de la ciudad o recordaban con
seriedad a cualquiera que los escuchara que quizá la guerra
no había terminado. Nadie sabía con certeza si los
mercenarios habían ocultado efectivos y armamento fuera de
la ciudad, a salvo de la devastación del hundimiento del
centro, ni qué podía salir a rastras de la laguna.
Encontré a Akili ilesa. Estaba ayudando a levantar los
toldos caídos de las bombas de agua. Nos abrazamos. Yo

451
estaba lleno de heridas, tenía la cara cubierta de sangre y los
puntos, que se me habían abierto por tercera vez, me
enviaban descargas de dolor como si fueran arcos voltaicos,
pero nunca me había sentido vivo con tanta intensidad.
—A las seis de la madrugada —dijo Akili mientras se
separaba con delicadeza—, la TOE de Mosala se enviará a la
red. ¿Te sentarás conmigo a esperar? —Me miró a los ojos
sin ocultar que le asustaba la plaga y la perspectiva de
enfrentarse a ella sola.
—Por supuesto —dije mientras le daba un apretón en el
brazo.
Me fui a las letrinas a limpiarme. Afortunadamente, los
conductos de aguas residuales seguían abiertos, y lo que se
había vertido con anterioridad no había salido a la superficie
empujado por las ondas sísmicas del terremoto. Me lavé la
sangre de la cara y me quité el vendaje del estómago con
cuidado.
La herida todavía sangraba un poco. El corte del láser del
insecto era más profundo de lo que pensaba. Cuando me
incliné sobre la pila noté que los segmentos de carne a
ambos lados del tajo, que tenía unos siete u ocho
centímetros de longitud, se rozaban entre sí y sólo estaban
unidos por los extremos. La quemadura había cauterizado el
tejido a lo largo de toda la pared abdominal y las costuras se
habían abierto.
«No es una buena idea», pensé mirando alrededor; no
había nadie a la vista. Pero dado que me habían atiborrado
de antibióticos para prevenir una infección...
Cerré los ojos y metí tres dedos en la herida. Toqué el
intestino delgado; estaba tibio como la sangre y no frío como
una serpiente. Parecía un músculo elástico y no resultaba
resbaladizo al tacto. Aquella parte del cuerpo era la que casi
me había matado cuando estuvo socavada por enzimas

452
extraños que me exprimían implacablemente hasta dejarme
seco.
«Pero el cuerpo no es un traidor: sólo obedece las reglas
necesarias para poder existir.»
El dolor casi me paralizó y pensé que tendría que pasarme
el resto de la vida como Napoleón o un inquisitivo santo
Tomás, pero saqué la mano, me apoyé en el lavabo de
plástico y le di un puñetazo en un lado.
Quería mirarme al espejo y proclamar: «Esto es todo. Sé
quién soy y acepto sin condiciones mi vida de máquina
impulsada por sangre, de criatura de células y moléculas, de
prisionero de la TOE».
Pero no había espejos. No en las letrinas de un campo de
refugiados, ni siquiera en Anarkia.
Y si esperaba unas horas más, aquellas palabras tendrían
más peso, porque al amanecer sabría por fin toda la verdad
sobre la TOE que me permitiría pronunciarlas.

Mientras volvía al encuentro de Akili saqué la agenda y


consulté las noticias de los medios de comunicación
internacionales. En todas partes se hablaba sin cesar del
contraataque de los anarkistas a los mercenarios.
Sin embargo, la mejor cobertura era la de SeeNet.
Empezaba con una imagen de la laguna. A la luz de la
luna parecía enorme y en calma, de una manera extraña e
inquietante. Era casi un círculo perfecto, como un antiguo
cráter volcánico inundado, un eco del guyot que ocultaba
debajo. A pesar de todo, sentí una punzada de pena por la
muerte de los mercenarios cuyos rostros no había visto, a
quienes la roca firme había traicionado y que se habían
ahogado en el terror sólo por dinero y los derechos de los
accionistas de InGenIo.

453
—Puede que tardemos décadas en saber exactamente
quién financió la invasión de Anarkia y por qué —se oyó decir
a la reportera, una profesional con implantes en el nervio
óptico—. En este momento, ni siquiera está claro si el
sacrificio que han hecho los residentes de la isla los salvará
de los agresores.
»Pero hay algo que se sabe con certeza: Violet Mosala, la
ganadora del premio Nobel que tuvo que ser evacuada a
causa del estado crítico de su salud hace menos de
veinticuatro horas, tenía la intención de hacer de esta isla su
hogar. Esperaba dar a los renegados la suficiente
respetabilidad para que el grupo de naciones que se oponen
al bloqueo de la ONU pueda por fin hablar con libertad. Si la
invasión ha sido un intento de silenciar esas voces disidentes,
parece condenada al fracaso. Violet Mosala está en coma,
debatiéndose entre la vida y la muerte después de un ataque
por parte de una secta violenta, y la población de Anarkia
tendrá que luchar más que nunca para sobrevivir durante los
años venideros aunque la paz le haya llegado esta noche,
pero el asombroso coraje que han demostrado una y otros no
caerá en el olvido.
Había más: parte de mi grabación de Mosala durante el
congreso e imágenes de aquella periodista con el bombardeo,
el éxodo digno de la ciudad, el establecimiento de los
campamentos y un ataque de uno de los robots de los
mercenarios.
Estaba filmado y montado de manera impecable. Tenía
fuerza, pero no caía en el sensacionalismo. Y de principio a
fin era abiertamente, pero de forma totalmente honrada,
propaganda a favor de los renegados.
Yo no podría haberlo hecho ni la mitad de bien.
Sin embargo, lo mejor estaba por llegar.
La periodista se despidió con una imagen de las oscuras

454
aguas de la laguna.
—Sarah Knight desde Anarkia para los servicios
informativos de SeeNet.

Según la red de comunicaciones personales, Sarah Knight


seguía incomunicada en Kyoto. Lydia no contestó a mis
llamadas, pero encontré un ayudante de producción de
SeeNet que accedió a pasarle un mensaje a Sarah. Me llamó
media hora después, y Akili y yo le sacamos toda la historia.
—Cuando Nishide se puso enfermo en Kyoto, les dije a las
autoridades japonesas lo que creía que estaba sucediendo
exactamente, pero el ADN del neumococo era de una
variedad natural y no quisieron creer que lo había inoculado
un troyano. —Los troyanos eran microorganismos que podían
reproducirse a sí mismos y a su carga patógena oculta sin
provocar síntomas ni una respuesta inmunológica durante
varias generaciones, y cuando una infección masiva pero
aparentemente natural sobrecargaba las defensas corporales
se destruían sin dejar rastro—. Después de montar tanto
follón y que nadie me creyera, ni siquiera la familia de
Nishide, pensé que sería sensato no llamar la atención.
No pudimos hablar mucho tiempo, ya que Sarah tenía que
entrevistar a un buceador de la milicia.
—El documental de Mosala —dije con voz entrecortada
cuando estaba a punto de cortar la conexión—. Te merecías
el trabajo; deberían habértelo dado.
Hizo un amago de restarle importancia al tema entre risas
como si fuera agua pasada.
—Es cierto —dijo luego, dejando de reírse—. Me pasé seis
meses asegurándome de que estaba mejor preparada que
nadie y aun así apareciste y me lo robaste en un día porque
eras el niño bonito de Lydia y quería tenerte contento.

455
No podía creer lo difícil que me resultaba pronunciar
aquello. La injusticia era descaradamente obvia y a solas lo
había admitido mil veces, pero una esquirla de orgullo y falso
sentimiento de superioridad moral se me resistían en cada
paso del camino.
—Abusé de mi posición —dije—. Lo siento.
—De acuerdo —asintió Sarah con los labios apretados—.
Acepto tus disculpas, Andrew, pero con una condición: que
Akili y tú dejéis que os entreviste. La invasión es sólo la
mitad de la historia y no quiero que los mamones que
dejaron en coma a Mosala queden impunes. Quiero saber
exactamente qué pasó en el barco.
—Claro —dijo Akili cuando le miré.
Intercambiamos coordenadas. Sarah estaba al otro lado
de la isla, pero iba recorriendo los campamentos en los
vehículos de la milicia.
—¿A las cinco de la madrugada? —propuso Sarah.
—¿Por qué no? —dijo Akili con una carcajada mientras me
lanzaba una mirada cómplice—. Nadie va a dormir esta noche
en Anarkia.

Los sonidos de la celebración llenaban el campamento. No


paraban de pasar personas por delante de la tienda entre
risas y gritos, siluetas recortadas contra la luz de la luna. La
música de los satélites, de Tonga, de Berlín o de Kinshasa,
salía a todo volumen de la plaza principal, y alguien se las
había apañado para encontrar o fabricar petardos. Todavía
estaba eufórico por la adrenalina pero destrozado por la
fatiga, y no sabía si quería unirme a la fiesta o acurrucarme e
hibernar un par de semanas. Sin embargo, había prometido
no hacer ninguna de las dos cosas.
Akili y yo nos sentamos en el saco, vestidos con ropa de

456
abrigo y con la puerta de la tienda cerrada; se estaba
acabando la electricidad. Nos pasamos las horas hablando,
consultando la red o en silencios incómodos. Deseaba poder
extender hasta éil el aura de invulnerabilidad que había
sentido después de sobrevivir a mi apocalipsis imaginario.
Quería consolarle como fuera. Sin embargo, no me aclaraba;
su lenguaje corporal se había tornado opaco y no sabía cómo
ni cuándo tocarle. Habíamos estado tumbados juntos,
desnudos, pero no lograba que aquel recuerdo, aquella
imagen, significara más para mí de lo que podía significar
para éil. Así que nos sentamos separados.
Le pregunté por qué no le había mencionado la plaga de la
información a Sarah.
—Porque podría tomársela en serio, divulgar la noticia y
hacer cundir el pánico.
—¿No crees que habría menos pánico si se conociera la
causa?
—Ni siquiera tú crees en lo que te he contado sobre la
causa —gruñó Akili—. ¿Piensas que el público reaccionaría
ante la noticia con algo que no fuese incomprensión o
histeria? No importa, después del Instante Aleph, las víctimas
sabrán mucho más de lo que les pueda decir cualquiera que
no lo haya experimentado. Y no será una cuestión de pánico;
la Angustia habrá desaparecido. —Lo dijo casi todo con
convicción absoluta y sólo pareció dudar en la última frase.
—¿Por qué estaban tan equivocados los moderados? —
pregunté con precaución—. Disponían de superordenadores y
parecían saber de antropocosmología tanto como el que más.
Si se confundieron con el hecho de que el universo se
desharía...
Akili me lanzó una mirada larga y dura; todavía no tenía
claro hasta qué punto podía confiar en mí.
—No sé si han cometido un error en ese punto. Espero

457
que sí, pero no estoy segura.
—¿Te refieres a que la distorsión en la mezcla antes del
Instante Aleph podría haber evitado el final hasta el
momento —dije después de analizar sus palabras—, pero que
cuando la TOE esté completa...?
—Exacto.
—¿Y aun así intentaste salvar a Mosala? —Sentí un
escalofrío, más de incomprensión que de miedo—. ¿Creyendo
que podía acabar con todo?
—Si sucede —dijo Akili, que seguía mirando el suelo en
busca de las palabras adecuadas—, no tendremos tiempo de
saberlo, pero sigo pensando que matarla habría estado mal.
A menos que tuviéramos la certeza de que el universo se
desharía y no hubiera otra forma de evitarlo. Nadie puede
tomar decisiones a partir de una posibilidad incierta de que el
universo se acabe. ¿Cuántas personas se pueden asesinar
por una causa como ésa? ¿Una? ¿Cien? ¿Un millón? Es como
intentar manipular un objeto infinitamente pesado al final de
una palanca infinitamente larga. Por mucho que afines el
movimiento, sabes que no puedes ajustar lo suficiente. Lo
único que puedes hacer es admitirlo y marcharte.
—Creo que querrás ver esto —dijo Sísifo antes de que
pudiera decir nada.
Habían interceptado el barco de pesca de los moderados
cerca de la costa de Nueva Zelanda. Las imágenes mostraban
a varias personas esposadas con la mirada baja mientras las
llevaban a tierra en una barca patrullera y las bajaban en
muelles iluminados por focos. «Cinco», Giorgio, que me había
instruido sobre la destrucción; «Veinte», que no me dejó
abandonar el barco con su confesión en mi interior, pero
faltaban otros.
Salieron unos marineros que llevaban los cadáveres en
camillas. Estaban cubiertos por sábanas, pero «Tres», el

458
umasc, era inconfundible. El periodista habló de un pacto de
suicidio. Se mencionó que Helen Wu había muerto
envenenada.
Las primeras escenas de la detención me llenaron de
euforia justiciera ante la perspectiva de que aquellos
fanáticos tuvieran que dar cuentas ante la justicia, pero
luego, cuando intenté entender qué les había pasado por la
cabeza en el último momento, sólo sentí horror. Quizá habían
visto informes de las palabras de las víctimas de Angustia y
unos habían llegado a la conclusión de que el fin era
inevitable y otros de que era imposible. O quizá la lógica
retorcida de sus acciones se había puesto en evidencia y
tuvieron que enfrentarse a la realidad de lo que habían
hecho.
No podía juzgarlos. No sabía cómo me habría abierto
camino de haber caído en la pesadilla de compartir sus
creencias. Tal vez me habría esforzado en hacer desaparecer
toda la antropocosmología por medio de la razón, pero si
fallaba, ¿habría tenido la humildad (o la irresponsabilidad
genocida) de desentenderme de las consecuencias y
negarme a intervenir?
Fuera, la gente se reía a carcajadas. En la plaza alguien
puso la música a un volumen de locura durante un instante y
se distorsionó en una explosión de estática de graves que
agitó la tierra.

Akili estuvo hablando con otros de la corriente principal de


CA. Uno se había colado en un ordenador de la OMS para
conseguir las últimas cifras extraoficiales de los casos de
Angustia.
—Nueve mil veinte. —Se volvió hacia mí mientras inhalaba
aire de forma brusca; no sabía si era pánico o la sensación de

459
euforia de la caída libre—. Se ha triplicado en tres días.
¿Todavía piensas que es un virus?
—No. —Incluso sin aquel inexplicable estallido de
contagios, sabía que mi teoría sobre un arma neuroactiva
biológica mutante no superaría ningún análisis detallado—.
Pero aún podemos estar los dos equivocados, ¿verdad?
—Quizá.
—Si ahora es tan rápido —dudé—, después del Instante
Aleph...
—No sé. Podría barrer el planeta en una semana. O en
una hora. Cuanto más deprisa mejor, menos sufrirán las
personas que lo vean venir y no lo entiendan. —Akili cerró los
ojos y se acercó las manos a la cara, pero se detuvo y apretó
los puños—. Cuando llegue, más vale que esté bien. Si es
inevitable, será mejor que nos guste.
Me acerqué, le rodeé con un brazo y acuné nuestros
cuerpos con dulzura a un lado y a otro.

Sarah llegó apenas un minuto más tarde de lo prometido. Se


sentó en mi maleta y hablamos para sus ojos cámara. A
veces teníamos que gritar para oírnos nosotros mismos, pero
el programa de montaje reduciría el ruido de las
celebraciones a un murmullo de fondo.
Sarah y yo no nos conocíamos mucho; sólo había hablado
con ella unas cuantas veces, pero para mí, representaba el
mundo que estaba más allá de Anarkia y el tiempo anterior al
congreso. Era la prueba viviente de aquella época de
cordura. Y necesitaba a otra persona, de carne y hueso, para
anclarme en la realidad, para tener la certeza, una vez más,
de que Akili estaba equivocada. Angustia era un horror
comprensible, igual que el cólera. El universo era ajeno a la
explicación humana. Las leyes de la física siempre habían

460
sido y siempre serían firmes hasta el lecho de roca de la TOE,
se entendieran o no.
Aunque no emitía en directo, ella representaba al público.
Consciente de que podía estar hablando para diez millones de
personas, ¿qué otra cosa podía hacer sino pensar lo que
esperaban que pensara, rendirme ante su consenso y seguir
las directrices?
Akili también pareció relajarse, pero no sabía si la
presencia de Sarah le proporcionaba el mismo tipo de anclaje
o simplemente le servía como una distracción oportuna.
Sarah nos guió con destreza en la interpretación de
nuestros papeles en Violet Mosala: Víctima de la Cosmología
Antropológica. La declaración que hice para Joe Kepa se
había limitado a los hechos que afectaban a la ley; aquella
entrevista pretendía mostrar la profundidad moral y filosófica
de la conspiración de los CA. Pero Akili y yo hablamos del
barco de pesca y de las locuras de los moderados como si no
tuviéramos duda de que su visión del mundo y sus métodos
violentos sólo eran dignos de desprecio, como si nada similar
pudiera habernos pasado por la mente en mil años.
Y todo fue noticia. Todo se hizo historia. Sarah realizaba
un trabajo perfecto, pero de cara a la galería, los tres
enterramos a conciencia todos los miedos y los reparos que
nos callábamos y cualquier sombra de duda de que el mundo
podía ser distinto a la pálida imitación que la red ofrecía de
él.
Casi habíamos acabado y estaba a punto de contar lo de
la ambulancia cuando sonó mi agenda. Era un timbre que
indicaba que la llamada era de carácter privado. Si
contestaba, el programa de comunicaciones la descifraría de
forma automática, pero si la agenda detectaba otras
personas cerca, cortaría la conexión.
Me disculpé y salí de la tienda. El cielo mostraba una capa

461
gris ante las estrellas. La música y las risas todavía salían a
raudales de la plaza que estaba detrás de los mercados y los
refugiados deambulaban por el campamento, pero encontré
un rincón solitario no muy lejos.
—¿Andrew? —dijo De Groot—. ¿Te encuentras bien?
¿Puedes hablar? —Parecía ojerosa y tensa.
—Estoy bien. Algunas heridas sin importancia por el
terremoto, nada más... —Dudé: no me atrevía a
preguntárselo.
—Violet ha muerto. Hace unos veinte minutos. —Se le
quebró la voz, pero se armó de valor y siguió de forma
cansada—: Todavía se desconoce la causa exacta. Una
especie de trampa que activó una de las balas mágicas
antivíricas. Quizá una enzima en una concentración que no se
detectaba y que se transformó en una toxina. —Hizo un
gesto de incredulidad—. Convirtieron su cuerpo en un campo
de minas. ¿Qué les hizo para merecer algo así? Intentaba
encontrar unas cuantas verdades elementales, unos modelos
sencillos para el mundo.
—Los han cogido —dije—. Irán a juicio. Y a Violet se la
recordará durante siglos. —Era un consuelo vacuo, pero no
sabía qué otra cosa decir.
Creía que estaba preparado para la noticia desde que supe
que había entrado en coma, pero fue un golpe inesperado,
como si el sorprendente cambio de suerte de los anarkistas y
la reaparición milagrosa de Sarah hubieran cambiado las
expectativas. Me cubrí los ojos con el antebrazo un momento
y la vi sentada en la habitación del hotel bajo la luz del cielo
cuando me cogió de la mano. «Incluso si estoy equivocada,
tiene que haber algo allí abajo o ni siquiera podríamos
tocarnos.»
—¿Cuándo podrás salir de la isla? —dijo De Groot. Parecía
un poco preocupada. Era conmovedor pero extraño; no

462
habíamos intimado tanto.
—¿Por qué? —Me reí sin ganas—. Los anarkistas han
ganado. Estoy seguro de que lo peor ha pasado. —De Groot
no parecía nada segura—. ¿Te has enterado de algo por tus
contactos políticos? —Noté un escalofrío en el intestino, como
la incredulidad que había sentido antes de cada espasmo del
cólera: no podía suceder de nuevo.
—No se trata de la guerra. Pero estás atrapado, ¿verdad?
—De momento. ¿Vas a decirme qué pasa?
—Hemos recibido un mensaje justo después de la muerte
de Violet. Una amenaza de Cosmología Antropológica. —Se le
contorsionó la cara de ira—. No de los del barco, obviamente.
Así que han debido de ser los que mataron a Buzzo.
—¿Qué dicen?
—Que interrumpamos todos los cálculos de Violet y les
presentemos un registro certificado de la cuenta del
superordenador que demuestre que se han borrado todos los
archivos de la TOE sin que se hayan copiado ni leído.
—¿Sí? —Hice un sonido de burla—. ¿Qué creen que van a
conseguir con eso? Ya se han publicado todos sus métodos e
ideas. Alguien lo duplicaría todo como mucho dentro de un
año. —A De Groot parecían no importarle los motivos; sólo
quería que terminase la violencia.
—He enseñado el mensaje a la policía de aquí, pero dicen
que no se puede hacer nada tal y como está la situación en
Anarkia. —Se calló; todavía no lo había dicho todo—. La
amenaza es que si no les mandamos el registro certificado
dentro de una hora, te matarán.
—Entiendo. —Me parecía lógico. De Groot y la familia de
Mosala estarían demasiado vigilados para que fuera posible
amenazarlos directamente, pero no iban a permitir que los
extremistas me mataran después de lo que había hecho por
la evacuación de Violet.

463
—Cuando me he conectado, los cálculos ya estaban
acabados. Por suerte, Violet programó la emisión a la red
para las seis. —De Groot se rió con suavidad—. Quería que
fuera un acontecimiento formal. Evidentemente, haremos lo
que nos han pedido. La policía me ha aconsejado que no te
avise y sé que la noticia no te ayuda, pero creo que tienes
derecho a conocerla.
—No hagas nada —dije—; no borres ningún archivo. Te
volveré a llamar en seguida. —Corté la comunicación.
Me quedé en aquel lugar durante un momento
analizándolo todo a conciencia mientras escuchaba la música
salvaje y el viento me dejaba helado.
Cuando entré en la tienda, Sarah y Akili estaban riéndose.
Quería inventarme una excusa para salir con Sarah
tranquilamente y marcharme con ella, pero pensé que no me
serviría de nada. Habían matado a Buzzo de un disparo, pero
los métodos que preferían eran los biológicos. Si me iba, lo
más probable era que llevara el arma dentro.
Estiré los brazos, cogí a Akili de la chaqueta y le estampé
contra el suelo. Me miró fingiendo sorpresa, confusión y
enfado. Me arrodillé y le di un puñetazo en la cara con
torpeza, sorprendido de haber llegado tan lejos. No se me
daba bien la violencia y esperaba que se defendiera con la
misma agilidad que había demostrado en el barco antes de
que pudiera ponerle un dedo encima.
—¡Andrew! —Sarah estaba indignada—. ¿Qué haces? —
Akili me miraba sin decir nada; parecía dolida y seguía
haciéndose el loco. Le levanté con una mano. No se resistió y
le volví a pegar.
—Quiero el antídoto —dije—. ¡Ya! ¿Entiendes? No más
amenazas a De Groot, archivos destruidos ni negociaciones.
Vas a tener que dármelo.
Akili me escrutaba la cara y se aferraba a su

464
representación con una mirada de inocencia en los ojos de
amante injustamente acusada. Durante un instante, quise
hacerle mucho daño y tuve visiones estúpidas de una catarsis
sangrienta que arrastrara el dolor de la traición. Pero cuando
pensé que Sarah lo estaba grabando todo me controlé. No
sabía qué podría haber hecho de haber estado a solas.
Poco a poco se me pasó la ira. Me había infectado con el
cólera, había asesinado a tres personas, había manipulado
mis patéticas necesidades emocionales y me había usado
como rehén, pero ni remotamente me había traicionado.
Todo había sido una actuación desde el principio; nunca
había existido entre nosotros nada que se pudiera sacrificar
por la causa. Y si el consuelo que nos habíamos ofrecido sólo
existía en mi mente, la humillación también.
Lo superaría.
—¡Andrew! —dijo Sarah de forma cortante. Me volví para
mirarla. Estaba pálida; debía de pensar que me había vuelto
loco.
—Era una llamada de De Groot —expliqué con impaciencia
—. Violet ha muerto y los extremistas amenazan con
matarme si no destruye los cálculos de la TOE. —Akili fingió
estar consternada. Me reí en su cara.
—Comprendo, pero ¿por qué piensas que Akili trabaja
para los extremistas? Podría ser cualquiera del campamento.
—Akili es la única persona aparte de De Groot y de mí que
estaba al tanto de la broma que preparó Mosala para los CA.
—¿Qué broma?
—Fue en la ambulancia. —Casi me había olvidado de que
no le había contado el final de la historia a Sarah—. Violet
preparó un programa para que escribiera los cálculos, puliera
la TOE y la enviara a la red. Y el trabajo se ha completado;
De Groot lo ha detenido antes de que se envíe.
Sarah se calló. Me volví hacia ella con cautela porque aún

465
esperaba que Akili hiciera algún movimiento si bajaba la
guardia.
—Levántate, por favor, Andrew. —Sarah empuñaba una
pistola.
—¿Todavía no me crees? —Me reí cansado—. ¿Prefieres
confiar en esta mierda porque fue tu fuente de información?
—Sé que éil no le ha mandado el mensaje a De Groot.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque se lo he mandado yo. —Me levanté despacio y
me encaré a ella; me negaba a creer aquella idea ridícula. La
música de la plaza sonó altísima de nuevo e hizo vibrar la
tienda—. Sabía que se estaban llevando a cabo los cálculos
—prosiguió—, pero creía que faltaban días para su
conclusión. No tenía ni idea de que fuéramos tan justos de
tiempo.
Me zumbaban los oídos. Sarah me miraba con calma y me
apuntaba con la pistola, con convicción inquebrantable. Debía
de haberse puesto en contacto con los extremistas cuando
investigó Sujetando el cielo, y sin duda pensaba
desenmascararlos en cuanto tuviera la historia acabada. Pero
se dieron cuenta de lo valiosa que podía ser para ellos y
antes de recurrir a matarla, seguro que hicieron todo lo
posible por convencerla de su punto de vista.
Y tuvieron éxito. Al final, la habían convencido para que se
lo tragara todo: «Cualquier TOE sería una atrocidad, un
crimen contra el espíritu humano y una jaula insufrible para
el alma».
Por eso se había esforzado tanto por conseguir el
reportaje de Violet Mosala, y cuando lo perdió hizo que
alguien me infectara con el cólera para realizar su tarea de
forma indirecta. Pero se habían equivocado con la previsión
temporal al tenerse que adaptar a un cambio de planes de
última hora.

466
Ella se encargó de Nishide y de Buzzo personalmente.
Yo acababa de destrozar cualquier atisbo de confianza, de
amistad y de amor que pudiera haber encontrado en Akili. Lo
había echado todo a perder. Me cubrí la cara con las manos y
me quedé envuelto en la oscuridad de la soledad, haciendo
caso omiso de sus órdenes. No me importaba lo que hiciera;
no tenía motivos para seguir viviendo.
—Andrew —dijo Akili—, haz lo que dice. Todo irá bien.
Miré a Sarah, que me apuntaba con el arma y no paraba
de repetirme enfadada que llamara a De Groot.
Saqué la agenda y la llamé. Hice un barrido con la cámara
para ilustrar la situación. Sarah dio instrucciones detalladas a
De Groot del procedimiento que le transferiría los privilegios
de la cuenta del superordenador de Mosala.
Al principio, De Groot estaba tan impresionada y
asombrada de enterarse de la colaboración de Sarah que
obedeció sin decir una palabra, pero después su ira bulló
hasta desbordarse.
—¿Tantos recursos y experiencia y ni siquiera podéis
entrar en la cuenta de una académica? —dijo con ironía.
—No es que no lo hayamos intentado. —Sarah casi se
disculpaba—. Pero Violet era una paranoica y tenía una
protección muy buena.
—¿Mejor que la de Artesanía del Pensamiento? —De Groot
no se lo creía.
—¿Cómo?
—Intentaron un truco infantil cuando Wendy estaba en
Toronto. —De Groot se dirigía a mí—. Se colaron en Kaspar
e hicieron que escupiera sus teorías estúpidas. ¿Para qué?
¿Para intimidarnos? Los programadores tuvieron que cerrarlo
y recurrir a las copias de seguridad. Wendy ni siquiera sabía
qué significaba hasta que le expliqué quién intentaba matar a
su hija.

467
Oí que Akili, sentada en el suelo a mis pies, hacía una
profunda inhalación. Y entonces yo también lo entendí.
«Caída libre.»
Sarah frunció el ceño irritada por la distracción.
—Miente. —Sacó la agenda y comprobó algo mientras me
apuntaba con la pistola—. Corta la comunicación, Andrew. —
Lo hice.
—¿Sarah? —dijo Akili—. ¿Has seguido las noticias sobre
Angustia?
—No, he estado ocupada. —Examinó su agenda con
cautela, como si fuera una bomba que tenía que desactivar.
La obra de Mosala estaba en sus manos y tenía que
asegurarse de destruirla por completo y de forma irrevocable
sin que la contaminara.
—Habéis perdido, Sarah —insistió Akili—. El Instante
Aleph ya ha pasado.
—¿Quieres hacerle callar? —me dijo, levantando la mirada
de la pantalla—. No quiero hacerle daño, pero...
—El origen de la plaga de Angustia es la mezcla de la
información —dije—. Creía que era un virus orgánico, pero
Kaspar es la prueba de que estaba equivocado.
—¿Qué dices? —soltó con cara de pocos amigos—. ¿Crees
que De Groot ha leído la TOE acabada y se ha convertido en
la Piedra Angular? —Elevó la agenda con un gesto triunfal, se
veía el sello de autenticidad del registro certificado—. Nadie
ha leído el resultado. Nadie ha accedido a la información.
—Excepto el autor. Wendy mandó a Mosala un clonelet de
Kaspar que ha escrito la ponencia, ha unificado los cálculos
y se ha convertido en la Piedra Angular.
—¿Un programa informático? —dijo incrédula.
—Busca en la red las víctimas lúcidas de Angustia —dijo
Akili—. Escucha lo que dicen.
—Si es un farol ridículo, perdéis el tiempo.

468
—Hay que codificar la pautas de información en cristales
de fosfuro de germanio —interrumpió Sísifo alegremente—,
en un artefacto diseñado con la colaboración de seres
orgánicos...
Sarah me gritó sin palabras mientras agitaba el arma
sobre la cabeza y proyectaba sombras beligerantes en las
paredes de la tienda. Apagué el sonido con una tecla y la
declaración continuó en silencio con un texto que pasaba por
la pantalla. Mi mente sentía vértigo ante lo que significaba
aquello, pero había perdido las ganas de morir y Sarah
requería toda mi atención.
—Escúchame —dijo Akili con calma pero apremiante—.
Las cifras de Angustia ya deben de haberse disparado. Con
una Piedra Angular informática y la visión del mundo de una
máquina, las personas seguirán enloqueciendo hasta que
alguien lea el artículo de la TOE.
—Estás equivocado. —Sarah no se inmutó—. No hay
Piedra Angular. Hemos ganado, hemos logrado dejar la
última pregunta sin respuesta. —De pronto me dirigió una
sonrisa radiante, perdida en una apoteosis privada—. Da
igual lo pequeña que sea la fisura o el residuo de
incertidumbre; en el futuro sabremos cómo agrandarlo. Y no
seremos simples máquinas ni meros entes físicos mientras
nos quede la esperanza de la trascendencia.
Puse cara de póker. Aumentó el volumen de la música.
Las dos fems polinesias altas, ¿miembros de la milicia?, que
habían entrado sigilosamente a su espalda alzaron las porras
y golpearon al unísono; Sarah cayó de golpe.
—¿Cuál era el problema? —me preguntó una de ellas con
curiosidad mientras la otra se arrodillaba para registrarla.
—Ha tomado algo fuerte. —Akili se incorporó a mi lado.
—Ha entrado aquí diciendo incoherencias y le ha robado la
agenda —dije—. No hemos entendido nada de lo que decía.

469
—¿Es verdad?
Akili asintió dócilmente. Las milicianas parecían
desconfiar. Cogieron la pistola con desagrado patente, pero
le dieron la agenda a Akili.
—De acuerdo. Nos la llevaremos a la tienda de primeros
auxilios. Algunas personas no saben divertirse.

—Hemos de reiniciar el procedimiento de envío de Mosala y


dispersar la TOE por la red. —Akili se sentó a mi lado, tensa
por la urgencia, con la agenda en una mano.
Me esforcé por centrarme. La situación eclipsaba todo lo
que había sucedido entre nosotros, pero no podía mirarle a
los ojos. En cinco minutos, el buscador de Akili había
encontrado más de cien nuevos casos de Angustia en los
informes de las personas que caían en las calles.
—No podemos difundirlo hasta que sepamos si mejorará o
empeorará las cosas —dije—. Todos vuestros modelos y
predicciones han fallado. Quizá Kaspar demuestra que la
mezcla es real, pero el resto son suposiciones. ¿Quieres que
enloquezcan todos los teóricos de las TOE del planeta?
—¡No provocaré eso! —Akili se volvió hacia mí enfadada—.
Es la causa, pero también la curación. Sólo falta el último
paso: la interpretación de un humano. —Pero no sonaba
convencida. Quizá la verdad era peor que la visión
distorsionada que provocaba Angustia. Puede que sólo nos
aguardara la locura—. ¿Quieres que te lo demuestre? —
añadió—. ¿Quieres que la lea primero?
—¡No seas estúpida! —dije sujetándole el brazo cuando
alzó la agenda—. Hay muy pocas personas que entienden
qué está pasando; no podemos arriesgarnos a perder una de
ellas.
Nos sentamos inmóviles. Miré la mano con la que le

470
sujetaba y vi que me había rasgado la piel cuando le pegué.
—¿Crees que la visión de Kaspar es demasiado intensa
para que se la traguen las personas? ¿Crees que alguien ha
de entrometerse e interpretarla para establecer un puente
entre las distintas perspectivas?
»Entonces no necesitas a un experto en TOE o en
antropocosmología. Necesitas a un periodista científico.
Akili dejó que le quitara la agenda.
Pensé en la fem de Miami que gritaba desesperada en el
suelo y en las víctimas con breves momentos de lucidez que
se aferraban a la cordura durante unos minutos. No quería
seguir su ejemplo.
Sin embargo, si me quedaba un propósito en la vida, era
demostrar que siempre se puede afrontar la verdad,
explicarla, desmitificarla y aceptarla. Aquélla era mi
profesión, mi vocación. Tenía una última oportunidad de
estar a la altura.
—He de irme del campamento. —Me mantuve firme—. No
puedo concentrarme con todo este ruido, pero lo haré.
Akili estaba acurrucada en el suelo con la cabeza gacha.
—Sé que lo harás —dijo con calma sin levantar la mirada
—. Confío en ti.
Dejé la tienda de inmediato y me dirigí hacia el sur. Las
estrellas todavía brillaban tenuemente en parte del cielo claro
y el viento que soplaba del arrecife era más frío que nunca.
Cuando me hube adentrado unos cien metros en el
desierto, paré y alcé la agenda.
—Enséñame Una Teoría del Todo provisional, de Violet
Mosala.
Me quité la venda de los ojos.

471
30
Seguí andando mientras leía, volviendo sobre los pasos que
había dado unas ocho horas antes, casi sin darme cuenta. El
terremoto no había agrietado la roca de arrecife, pero me
parecía que había modificado sutilmente la textura del
terreno. Quizá las ondas sísmicas habían reajustado las
cadenas de polímeros y forjado un nuevo tipo de material; la
primera metamorfosis geológica de la isla.
En pleno desierto, lejos de las facciones de
antropocosmólogos, del regocijo inconsciente de los
anarkistas y de los informes que se amontonaban sobre
Angustia, no sabía en qué creía. Si hubiera sentido el peso de
diez mil millones de personas que enloquecían a mi
alrededor, me habría quedado paralizado. Me debió de salvar
por una parte un escepticismo persistente y por otra la pura
curiosidad. Si me hubiera rendido a los «sentimientos
humanos apropiados», el pánico ciego y la humildad
atemorizada ante la magnitud de todo lo que supuestamente
pendía en equilibrio, habría tirado el cáliz envenenado de la
agenda.
Así que me olvidé de todo lo demás y dejé que las
palabras y las ecuaciones tomaran el control. El clonelet de
Kaspar había hecho un buen trabajo y no tuve ningún

472
problema para entender el artículo.
La primera parte no contenía ninguna sorpresa. Hacía un
resumen de los diez experimentos canónicos de Mosala y de
la manera en que había calculado las propiedades de la
ruptura de la simetría. Terminaba con la ecuación de la TOE,
en la que se asociaban los diez parámetros de la ruptura de
la simetría al sumatorio sobre todas las topologías. La
medida que Mosala había elegido para dar peso a cada
topología era la más sencilla, la más elegante y la más obvia
de todas las elecciones posibles. Su ecuación no aseguraba
que el universo se hubiera materializado de manera
«inevitable» a partir del preespacio, como habían intentado
demostrar Buzzo y Nishide, sino que mostraba cómo los diez
experimentos, y por extensión todo, desde los mosquitos
hasta las estrellas que chocaban, estaba relacionado y podía
coexistir. En un espacio imaginario de gran abstracción, todo
ello ocupaba exactamente el mismo punto.
El pasado y el futuro también estaban enlazados. Desde el
propio nivel de la aleatoriedad cuántica, la ecuación de
Mosala codificaba el orden compartido que se encontraba en
todos los procesos, desde la estructura de una proteína hasta
el despliegue de las alas de un águila. Delineaba el abanico
de posibilidades que relacionaban cualquier sistema, en
cualquier momento, con cualquier cosa en la que pudiera
devenir.
En la segunda parte, Kaspar había buscado en las bases
de datos otras referencias para los mismos cálculos
matemáticos y similitudes para las mismas abstracciones. En
aquella búsqueda escrupulosa y exhaustiva había encontrado
bastantes paralelismos con la teoría de la información para
llevar la TOE un paso más allá. Kaspar había unido con
serenidad todo lo que Mosala había desdeñado y lo que Helen
Wu había temido combinar.

473
No podía haber información sin física. El conocimiento
siempre tenía que codificarse de alguna forma. Marcas en un
papel, nudos en un hilo o fracciones de carga en un
semiconductor.
Pero no podía haber física sin información. Un universo de
sucesos totalmente aleatorios no sería un universo en
absoluto. Las pautas profundas y las regularidades decisivas
eran la base de la existencia.
Así que cuando hubo determinado qué sistemas físicos
podía compartir un universo, Kaspar preguntó: «¿Qué
pautas de información pueden contener esos sistemas?».
Una segunda ecuación análoga surgía de las mismas
matemáticas casi sin esfuerzo. La TOE de la información era
la otra cara de la moneda de la TOE de la física, un corolario
inevitable.
Entonces Kaspar unificaba las dos ecuaciones y las hacía
encajar como imágenes de un espejo que se entrelazan (a
pesar de todo, me quedé con la sensación de que la
Defensora de la Simetría se habría sentido orgullosa), y
todas las predicciones de la Cosmología Antropológica
salieron a la luz. La terminología era distinta; Kaspar había
acuñado nuevos términos con ingenuidad porque no estaba
al corriente de los precedentes no publicados, pero los
conceptos eran inconfundibles.
El Instante Aleph era tan necesario como el Big Bang. El
universo no podría haber existido sin él. Kaspar había
rehuido reclamar el honor de ser la Piedra Angular e incluso
se había negado a garantizar la primacía del Big Bang
explicativo sobre el físico, pero la ponencia dejaba claro que
la TOE tenía que divulgarse y ser entendida para poder
entrar en vigor.
La «mezcla» también era inevitable. El conocimiento
latente de la TOE infectaba el tiempo y el espacio y todos los

474
sistemas de este universo lo codificaban, pero cuando se
entendía de forma explícita, aquella información oculta
cristalizaba dondequiera que surgiera una posibilidad y se
filtraba a través de la espuma de la aleatoriedad cuántica. Se
parecía más a la siembra de nubes que a la telepatía; nadie
leería la mente de la Piedra Angular, pero la seguirían cuando
leyeran la TOE que ya estaba codificada en sus mentes y sus
cuerpos.
Y la mezcla tendría lugar incluso antes del Instante Aleph,
si bien es cierto que de forma imperfecta.
Pero no durante mucho tiempo.
En la última parte, Kaspar predecía que el universo se
desharía. El Instante Aleph estaría seguido, en cuestión de
segundos, por la degeneración de la física en matemáticas
puras. Al igual que el Big Bang implicaba el preespacio
anterior, una abstracción infinitamente simétrica y turbulenta
en la que nada existía ni sucedía en realidad, el Instante
Aleph traería otra infinita tierra baldía sin tiempo ni espacio a
la imagen especular de la información.
Estas palabras que profetizaban el final del universo se
habían escrito media hora antes de que yo las leyera.
Kaspar no se había convertido en la Piedra Angular.

Bajé la agenda y miré a mi alrededor. Podía ver la laguna en


la distancia, gris plata con la luz del amanecer. Quedaban
algunas estrellas brillantes en el oeste y todavía oía la música
de la celebración, un murmullo apenas perceptible, distante y
poco melodioso.
La mezcla tuvo lugar de forma tan fluida que casi no noté
su inicio. Cuando escuché a las víctimas de Angustia de
Reynolds, supuse que estaban dotadas de visión de rayos X y
algo más, asaltadas por imágenes de moléculas y galaxias

475
que giraban en torno al universo en cada grano de arena; y
ellos eran los afortunados. Me preparé para lo peor: que los
cielos se abrieran y me revelaran alguna paja mental de
Renacimiento Místico de estupefacción sobre una puerta
estelar en un viaje de ácido, el final del pensamiento y la
incineración confitada de la razón.
La realidad no podía ser más distinta. Al igual que las
marcas codificadas de la roca de arrecife, la superficie del
mundo empezó a hablar de sus profundidades y sus
conexiones ocultas. Era como aprender a leer un lenguaje
nuevo en segundos y ver la caligrafía preciosa, pero hasta
entonces sólo decorativa, de un alfabeto extranjero que se
transformaba ante los ojos y adquiría significado sin cambiar
su aspecto en absoluto. Las estrellas se consumían en fuegos
de fusión, la atracción gravitatoria compensada por la
liberación de energía nuclear. El aire pálido que se enrojecía
en el Este retrataba hábilmente su peculiar dispersión de los
fotones. El agua cuya leve agitación insinúa la presencia de
las fuerzas intermoleculares, la intensidad del enlace
covalente y la suave elasticidad de una superficie que intenta
minimizar el contacto con el aire.
Y todos aquellos mensajes estaban escritos en un lenguaje
común. De una mirada quedaba claro que estaban hechos el
uno para el otro.
No eran ruedas dentro de ruedas, tecnoporno cósmico
asombroso ni diagramas infernales.
No eran visiones. Sólo comprensión.
Me guardé la agenda en el bolsillo y di vueltas riéndome.
No había sobrecarga ni inundación agobiante de información.
Los mensajes estaban ahí y podía tomarlos o dejarlos. Al
principio, era como leer por encima un texto con los ojos
vidriosos; requería un esfuerzo constante para enfocar, pero
después de un poco de práctica se convertía en algo natural.

476
Aquél era el mundo que siempre me había esforzado en
ver: de una belleza majestuosa, intrincado y singular, pero
con un núcleo armonioso y, por tanto, comprensible en
última instancia.
No era un motivo para aterrorizarse ni para sobrecogerse.

La mezcla empezó a alcanzar niveles profundos.


Fui consciente de mi cualidad física, de mi naturaleza
escrita en la TOE. Las conexiones que había presenciado en
el mundo me alcanzaron y me unieron con todo lo que
estaba a la vista. Seguía sin tener visión de rayos X ni
sueños de doble hélice, pero sentía la inmutable gramática
de la TOE en los miembros, en la sangre y en el oscuro
planeo de la consciencia.
Era la lección del cólera, pero más dura y más clara. Yo
era materia, como todo lo demás.
Podía sentir el lento declive del cuerpo y la certeza
absoluta de la muerte. Todos los latidos del corazón hablaban
de una nueva prueba de mortalidad. Todos los instantes eran
un entierro prematuro.
Inspiré a fondo mientras estudiaba los sucesos que
provocaba la entrada del aire y pude trazar la dulzura del
olor y el enfriamiento de las membranas nasales, la plenitud
satisfecha de los pulmones, la oleada de sangre y la claridad
que llegaba al cerebro... todo hasta llegar de nuevo a la TOE.
La claustrofobia desapareció. Para habitar el universo y
coexistir con todo, tenía que ser materia. La física no era una
jaula. Su delineación entre lo posible y lo imposible era la
mínima que requería la existencia, y la simetría rota de la
TOE, extirpada de las infinitas opciones paralizantes del
preespacio, era la base de roca sobre la que me asentaba.
Era una máquina que se moría compuesta de células y

477
moléculas. No podría volver a dudarlo.
Pero no suponía un camino hacia la locura.

La mezcla tenía más que enseñarme y los mensajes de


introspección se hicieron más complejos. Había leído los hilos
explicativos que se abrían en abanico desde la TOE y me
unían al mundo, pero en aquel momento, los que explicaban
mis pensamientos empezaron a volverse hacia su origen. Así
que los seguí en el descenso y entendí lo que la mente
creaba a partir de la comprensión:
Los símbolos interactivos codificados como modelos de
activación en las vías neuronales. Las reglas del crecimiento
y conexión de las dendritas, el ajuste del peso sináptico, la
difusión por los neurotransmisores. Una química de
membranas, bombas de iones, proteínas, aminas... Todo el
comportamiento detallado de las moléculas y los átomos,
todas las leyes que regulaban sus constituyentes necesarios.
Capa tras capa de regularidad convergente...
Hasta llegar a la TOE.
No había espacio alguno para la física imparcial. No había
una capa firme de leyes objetivas. Sólo una corriente
explicativa de convección que circulaba por las
profundidades, un magma causal que ascendía del mundo
inferior, volvía a sumergirse en la oscuridad, pasaba
arremolinándose de la TOE al cuerpo a la mente a la TOE, y
sólo lo sustentaba el motor de la comprensión.
No había lecho de roca, punto fijo ni lugar para descansar.
Era un agua que corría sin fin.
Caí de rodillas luchando contra la sensación de vértigo. Me
tumbé boca abajo y me agarré a la roca de arrecife. La
solidez fría de la tierra no refutó nada.
Pero ¿era necesario? Se mantenía, y daba igual que

478
estuviera sujeta por leyes intemporales y distantes o por la
secuencia de instrucciones iniciales de la explicación.
Pensé en los buceadores de tierra adentro que descendían
a través de todas las capas del ecosistema artificial que
mantenía esta isla a flote y que habían presenciado cómo el
océano corroía sin cesar la roca desde abajo.
Salieron aturdidos, pero llenos de entusiasmo.
Yo podía hacer lo mismo.

Me puse de pie con inseguridad. Pensé que se había


terminado, que había salido indemne de la mezcla. Kaspar
no había podido convertirse en la Piedra Angular, pero aun
así, el Instante Aleph debía de haber pasado sin peligro,
había eliminado la distorsión y la Angustia había
desaparecido. Quizá alguien de la corriente principal de la CA
se había colado en el sistema de Mosala al enterarse de su
muerte y había corregido un error crucial en el análisis de
Kaspar antes de que yo lo leyera.
Akili se acercaba; era sólo una figura indistinguible en la
distancia, pero sabía que no podía ser nadie más. Levanté
una mano con timidez y la agité triunfalmente. La figura me
devolvió el saludo y su sombra gigante se alargó hacia el
oeste a través del desierto.
Y todo lo que había averiguado se reunió como un trueno,
como una emboscada.
Yo era la Piedra Angular. Había conferido existencia al
universo mediante su explicación, había envuelto la semilla
de aquel momento con una capa tras otra de preciosa y
enrevesada necesidad. La tierra baldía deslumbrante de las
galaxias, veinte mil millones de años de evolución cósmica,
diez mil millones de primos humanos, cuarenta mil millones
de especies... Toda la ascendencia elaborada de la

479
consciencia manó de aquella singularidad. No necesitaba
alcanzar y explicar hasta la última molécula, planeta ni
rostro. El momento los codificaba a todos.
Mis padres, mis amigos, mis amantes, Gina, Angelo,
Lydia, Sarah, Violet Mosala, Bill Munroe, Adelle Vunibobo,
Karin De Groot. Akili. Incluso los desconocidos indefensos
que gritaban, víctimas de la misma revelación, sólo habían
articulado los ecos distorsionados del horror que sentí al
entender que los había creado a todos.
Aquélla era la locura solipsista que había visto reflejada en
la cara de aquella pobre fem. Eso era la Angustia: no el
miedo a la maquinaria gloriosa de la TOE, sino la
comprensión de que estaba solo en la oscuridad con cien mil
millones de telas de araña deslumbrantes que envolvían mis
ojos inexistentes...
Y ahora que lo sabía, el aliento de mi comprensión las
barrería todas.
No se podría haber creado nada sin el conocimiento pleno
de cómo se hacía: sin la TOE unificada, la de la física y la de
la información. Ninguna Piedra Angular podía actuar desde la
inocencia y forjar el universo sin saberlo.
Pero aquel conocimiento no se podía contener. Kaspar
tenía razón. Los moderados tenían razón. Todo lo que
insuflaba fuego en las ecuaciones se desharía en una
tautología vacía.
Elevé la cara hacia el cielo vacío, dispuesto a apartar el
velo del mundo y descubrir que no había nada detrás.
Entonces Akili me llamó y me quedé inmóvil. Le miré; tan
bella como siempre, tan inalcanzable como siempre.
Incognoscible como siempre.
Y vi el camino.
Vi el fallo del razonamiento de Kaspar que le había
impedido convertirse en la Piedra Angular: un supuesto sin

480
examinar, una pregunta sin contestar que aún no era verdad
ni mentira.
¿Podía una mente conferir existencia a otra por medio de
su explicación?
La ecuación de la TOE no decía nada. Los experimentos
canónicos no decían nada. No tenía ningún lugar en el que
buscar la respuesta salvo en mis recuerdos, en mi vida.
Y todo lo que tenía que hacer para arrancarme del centro
del universo, todo lo que tenía que hacer para evitar que éste
se deshiciera, era renunciar a una última falsedad.

481
EPÍLOGO
Empiezo a grabar mientras el avión aterriza.
—Ciudad del Cabo, miércoles quince de abril de dos mil
ciento cinco. Siete horas, doce minutos, diez segundos GMT
—confirma Sísifo.
Karin De Groot ha venido al aeropuerto a recogerme.
Tiene un aspecto sorprendentemente saludable, mucho más
en persona, aunque todos los viejos tenemos las pérdidas
grabadas en lo más profundo. Intercambiamos saludos y
miro alrededor para intentar captar la profusión de estilos en
la anatomía y en la forma de vestir. No hay más variedad
que en otras partes, pero cada lugar tiene una mezcla
distinta, un conjunto de modas diferente. Parece que las
capuchas retráctiles llenas de simbiontes fotosintéticos
morados se llevan mucho en el sur de África. En Anarkia
abundan más las elegantes adaptaciones anfibias para
respirar y alimentarse debajo del agua.
Después del Instante Aleph, la gente temió que la mezcla
impusiera la uniformidad. Pero no sucedió, al igual que en la
Edad de la Ignorancia las verdades brutales ineludibles, como
que el agua estaba mojada y que el cielo era azul, no habían
obligado a todos los del planeta a pensar y actuar de manera
idéntica. Hay infinitas formas de responder ante la verdad

482
única de la TOE. Lo que ha resultado imposible ha sido
mantener la pretensión de que cada cultura podía crear una
realidad independiente, mientras todos respirábamos el
mismo aire y andábamos por la misma tierra.
—Así que no has venido directamente desde Anarkia —
dice De Groot después de hacer unas comprobaciones con el
ojo de la mente.
—No. De Malawi. Tenía que ver a alguien, quería
despedirme.
Bajamos al metro, donde nos espera un tren que enciende
un camino para nuestros ojos que nos guía hasta la puerta
del vagón. Han pasado casi cincuenta años desde la última
vez que estuve en esta ciudad y casi todas las
infraestructuras han cambiado. En entornos no familiares, la
TOE resplandece en todas las superficies, espontáneamente,
como un niño desbordante de vida y entusiasmo que
presume de las cosas nuevas y brillantes que ha hecho.
Incluso las novedades más sencillas, como la cubierta
antideslizante que se come la suciedad de los azulejos del
suelo o los pigmentos luminosos de las esculturas vivientes,
captan mi atención mientras describen sus maneras únicas
de coexistencia.
Nada es incomprensible. Nada se puede confundir con la
magia.
—Cuando oí que construían un jardín de infancia en
memoria de Violet Mosala —digo—, pensé que se habría
sentido insultada. Lo cual demuestra lo poco que la conocí.
No sé por qué me han invitado.
—Me alegro de que no hayas hecho un viaje tan largo sólo
por la ceremonia —se ríe De Groot—. Podrías haber
participado desde la red; no le habría molestado a nadie.
—No hay nada como estar aquí.
El tren nos recuerda la parada y nos abre las puertas.

483
Paseamos por las impecables afueras de la ciudad, no muy
lejos de la casa donde Mosala pasó su niñez, aunque las
calles están bordeadas con especies de plantas que ella no
habría reconocido. Tampoco vio árboles en Anarkia. Los
transeúntes nos adelantan con paso enérgico, contemplando
la lógica elegante del cielo azul y despejado.
El jardín de infancia es un edificio pequeño convertido en
auditorio para la ocasión. Hay media docena de oradores
para los cincuenta niños. Me quedo medio dormido hasta que
una de las biznietas de Violet, que trabaja en el proyecto
Alción, explica el sistema de propulsión de la nave estelar.
Los principios básicos, cercanos a la TOE, son fáciles de
entender. Karin De Groot habla sobre Violet y cuenta
anécdotas de generosidad y de intransigencia. Uno de los
niños prepara mi intervención y les habla a los demás de la
Edad de la Ignorancia.
—Cuelga como una estalactita del cosmos de la
información. —El uso del presente es sofisticación, no
solecismo; la relatividad lo exige—. No es autónomo, no se
explica a sí mismo; necesita unirse al cosmos de la
información para existir. Nosotros también lo necesitamos. Es
una historia necesaria, un producto lógico si intentáis
remontaros a la época anterior al Instante Aleph.
Evoca ecuaciones y diagramas intensos en el aire. El
grupo estelar brillante del cosmos de la información,
densamente envuelto en hilos explicativos, sostiene el cono
simple y apagado de la Edad de la Ignorancia que nos lleva
de vuelta al Big Bang físico. El público de niños de cuatro
años menos precoces se pelea con los conceptos. ¿Tiempo
antes del Instante Aleph? A pesar de los abuelos, es casi un
contrasentido.
Me pongo en pie y recito la versión de los hechos de hace
cincuenta años que he preparado y consigo estallidos de risas

484
incrédulas en los momentos adecuados. ¿Propiedad de los
genes? ¿Autoridad centralizada? ¿Sectas de la Ignorancia?
La historia antigua siempre suena pintoresca, y las viejas
victorias predestinadas, pero intento transmitirles lo larga y
dura que fue la lucha de sus antepasados para aprender lo
que todos dan por supuesto: que la ley y la moralidad, la
física y la metafísica, el espacio y el tiempo, el placer, el
amor y el significado son la dura carga de los participantes.
No hay centros inamovibles que nos concedan absolutos
como si fueran maná: no hay Dios, Gea ni soberanos
caritativos. Ninguna realidad salvo el universo al que se ha
conferido existencia por medio de su explicación. Ningún
propósito en la vida a menos que lo creemos, juntos o solos.
Alguien me pregunta sobre la confusión en los días
siguientes al Instante Aleph.
—A todos les costó digerir la verdad —digo—. A los
científicos ortodoxos porque resultó que la TOE no se basaba
en nada más que en su poder explicativo. A las Sectas de la
Ignorancia porque incluso el universo participativo, la
realidad más subjetiva posible, no era la síntesis de sus
mitos favoritos, que no habrían podido crear nada, sino el
producto de la comprensión científica universal de lo que
significaba realmente la coexistencia. Incluso la Cosmología
Antropológica estaba equivocada: estaba tan obsesionada
con la idea de una Piedra Angular que apenas reparó en la
posibilidad de que todos pudieran desempeñar ese papel por
igual. Había pasado por alto la solución más simétrica y
estable, en la que todas las mentes obedecen la TOE pero
necesitan crearla juntas.
Un oyente astuto ve que estoy eludiendo la cuestión, un
niño del que habría dicho que tenía «sentimientos» antes de
que la palabra «S» estallara y se entendiera al fin: la TOE es
lo que todos tenemos en común.

485
—La mayoría de las personas no eran científicos, no
pertenecían a sectas ni eran de Cosmología Antropológica,
¿verdad? A ellos no les afectaban esas ideas, así que, ¿por
qué estaban tan tristes?
Tristes. Hubo nueve millones de suicidios. Nueve millones
de personas que no pudieron soportar que todas las
apariencias de solidez se desvanecieran. Y todavía no estoy
seguro de que no hubiera otra manera, de haber encontrado
el único enlace posible con el cosmos de la información. Si
me hubiera dejado llevar por la locura de la Angustia, ¿habría
planteado alguien una última pregunta distinta y habría
encontrado otro camino?
Nadie me ha acusado ni juzgado. Nunca me han
maldecido como criminal ni aclamado como salvador. Ahora
se considera absurda la idea de que una única Piedra Angular
pudiera haber conferido existencia a diez mil millones de
personas por medio de su explicación. La Angustia no se ve
de forma distinta a la ilusión vana de que todas las galaxias
se alejan de nosotros, cuando en verdad no hay ni puede
haber ningún centro.
Hablo con titubeos del área de Lamont.
—Hacía que las personas pensaran que se conocían, que
podían hablar en nombre de otras y entenderlas mucho más
de lo que es posible en realidad. Puede que algunos todavía
la tengáis en el cerebro, pero ante la evidencia, resulta fácil
pasarla por alto.
Intento explicarles la falsa impresión de intimidad y
cuánto se había dependido de ella en el pasado. Me escuchan
con educación, pero veo que no tiene sentido para ellos
porque saben demasiado bien que no han perdido nada. El
amor ante la verdad ha resultado ser más fuerte que nunca.
La felicidad nunca dependió realmente de las viejas mentiras.
No para estos niños que han nacido sin muletas.

486
En su casa, en medio de la selva transgénica pródiga y
deslumbrante de Malawi, le dije a Akili que estaba
muriéndome. «Después de ti no ha habido nadie.» Y nos
tocamos por última vez.
Sigo hablando deprisa.
—Otras personas lamentaron el final del misterio —añado
—. Como si no fuera a quedar nada por descubrir cuando
entendiéramos lo que había bajo nuestros pies. Y es verdad
que no hay más sorpresas profundas ni queda nada por
averiguar sobre las razones de la TOE y de nuestra
existencia. Pero no habrá límite al descubrimiento de lo que
puede contener el universo; siempre habrá historias nuevas
que se escriban en la TOE, sistemas y estructuras nuevos a
los que se dará la existencia por medio de su explicación.
Podría incluso haber otras mentes en otros mundos,
cocreadores cuya naturaleza no alcanzamos a imaginar.
»Violet Mosala dijo una vez: "Alcanzar los cimientos no
significa tocar techo". Nos ayudó a todos a tocar los
cimientos; sólo deseo que hubiera vivido para veros edificar
sobre ellos hasta más altura de lo que nadie había hecho
antes.
Vuelvo a sentarme. Los niños aplauden con educación,
pero me siento como un tonto senil por decirles que el futuro
no tiene límites.
Ya lo sabían, por supuesto.

487
NOTA DEL AUTOR
Entre las muchas obras que me inspiraron al escribir esta
novela debo destacar El sueño de una teoría final de Steven
Weinberg, Cultura e imperialismo de Edward W. Said y "Out
of the Light, Back Into the Cave" de Andy Robertson
(Interzone 65, noviembre de 1992). El extracto del poema
«Technolibération» se inspira en un pasaje de Cahier d'un
retour au pays natal de Aimé Césaire.

488
Notas
[1]Greg Egan introduce en particular un género «neutro»
que ha comportado numerosos problemas de traducción,
dada la imposibilidad de verterlo de forma natural al
castellano. Se ha optado finalmente por la introducción del
artículo determinado «eil», el pronombre «éil» y un
tratamiento gramatical mixto: adjetivos en femenino,
construcciones leístas y los demás casos en masculino. (N.
del E.)

489

También podría gustarte