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LA IDOLATRIA EN EL HOMBRE

EL VERDADERO CRECIMIENTO DEL HOMBRE

Fray Mario José Petit de Murat O.P.


Seguramente, llegara el día en que todos los seguidores de Fray Mario Petit de Murat
trabajaremos juntos para editar toda su obra.
El Padre nos guiará.
EAC VI

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La Idolatría del Hombre

Dios ha puesto en nuestros corazones un deseo real y profundo de


felicidad y de paz.

Y este deseo natural de felicidad es verdadero porque ha sido puesto


por Dios y nos impulsa a la búsqueda del bien y de una manera obscura a la
búsqueda y al amor de Dios mismo, único objeto que puede hacernos real y
profundamente felices. Por consiguiente el deseo natural de felicidad es algo
bueno e incluso indestructible como el ser y el alma misma que tenemos. Por
eso siempre hay en nosotros un trasfondo religioso, incluso en los ateos y
pecadores, si bien muchos no se dan cuenta de ese impulso vital y profundo de
su ser hacia Dios, impulso que es anterior incluso a nuestra propia libertad
humana.

Pero en el plano de nuestra libertad nosotros tenemos que elegir el


objeto concreto de nuestra felicidad humana. En este sentido nosotros nos
colocamos frente a Dios y frente a las creaturas y puestos así tenemos que
elegir, tenemos que decidir libremente a quien vamos a poseer o con quién
vamos a encontrarnos para ser felices. Todos queremos ser felices, pero no
todos elegimos el mismo lugar y el mismo objeto para que nos proporcione la
felicidad verdadera. Podemos elegir bien o elegir mal y ser felices o
desgraciados según que elijamos al Dios verdadero o las creaturas.

Elegimos mal cuando pecamos creyendo poder encontrar en las


creaturas puestas en la ausencia de Dios, la felicidad suprema que añoramos.
Cuando pecamos nos apartamos de Dios y nos convertimos de una manera
desordenada a las creaturas... Queremos ser felices en ellas, por ejemplo en
la carne de la mujer, en el dinero, en el poder, en la venganza, y en tantas
otras cosas. Les pedimos a ellas que nos dejen contentos y felices hasta un

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punto tal que procedemos como si ellas fueran capaces de llenar las
aspiraciones más profundas de nuestras almas.

Pero esto es una vana ilusión. Porque es tan grande la aspiración del
corazón humano que sólo Dios puede llenarlo y rebasarlo. Las creaturas
pueden proporcionar al corazón del hombre pedazos de alegría pero nunca
llenarlo. Y cuando las creaturas apartan al hombre de Dios, entonces en su
corazón, junto a una pasajera y engañosa alegría, se realiza una destrucción
profunda y como un mar de desdichas que tarde o temprano tiene que aflorar
y percibirse. Por eso el pecador se da cuenta de su estado, es lógico que
sienta adentro la desnudez de su espíritu, la vaciedad de su vida, y la locura
de una vida frustrada.

Cuando pecamos y les pedimos a las creaturas aquella felicidad que


sólo Dios puede darnos las tratamos a ellas como si fueran dios y por ello
mismo, en nuestra ilusión y en los espejismos que nos fabricamos, las
convertimos en dioses. Y empezamos así a fracasar en nuestra aspiración
religiosa porque empezamos a convertirnos en idólatras, de momento que
dedicamos a las creaturas objeto de nuestro pecado, lo mejor de nuestros
esfuerzos y afanes y llegamos a considerarlas como el centro de nuestra
aptitud humana e incluso de nuestra vida misma. Así por ejemplo el dinero es
el dios de los avaros.

Cuando crecen los pecados los hombres se inclinan a representar a


estos falsos dioses en símbolos o imágenes. Imágenes que fueron ayer para
los antiguos las estatuas de Venus, diosa de la lujuria, o de Baco, dios del vino
o tantas otras de que nos habla la historia. Imágenes que encontramos hoy al
descubierto en las revistas, en los cines y en tantos medios de propaganda
consagrados al culto ilegítimo de la lujuria, del dinero y del poder y que
guardamos tan bien escondidas en los recovecos de nuestra fantasía y de

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nuestros pensamientos en los largos momentos de ilusión pecaminosa que
continuamente vivimos.

Al desplazar al Dios verdadero del ámbito libre de nuestro corazón, y


al arrojarnos en brazos de las puras creaturas para implorarles felicidad,
adoramos a las creaturas, aunque no nos demos cuentas de ello. Y empezamos
a vivir como ciegos, dejándonos “arrastrar – como dice San Pablo – hacia los
ídolos mudos” (I Corintios XII, 2), es decir hacia los dioses que no son sino la
caricatura del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Pero si por el pecado ejercitamos una solicitud abominable que


engendra dioses falsos, siguiendo este mismo proceso, es lógico que si somos
pecadores, empecemos a considerarnos nosotros mismos como a dioses,
porque podemos considerarnos por lo menos tan grandes como las realidades
que engendramos. Por eso dice San Pablo refiriéndose a los que desprecian la
Cruz de Cristo por los placeres de los sentidos, que “su Dios es el vientre”
(Filipenses, III, 19).

Por ello en la parábola del fariseo y el publicano, el fariseo que


desprecia al publicano en su soberbia se adora a si mismo, porque no glorifica
a Dios sino que se glorifica a sí mismo: “te doy gracias porque no soy como los
demás hombres” (Lucas, XVIII, 11 y ss.) y tiende a convertirse en el objeto
primario y último de todas las preocupaciones y alabanzas, como centro
supremo del mundo, como principio y fin de todas las cosas.

Y por eso también el demonio cuando en el paraíso indujo a Adán y Eva


al pecado les hizo esta promesa: “seréis como dioses” (Génesis, III, 4).

En definitiva que la idolatría del hombre aparece como término


connatural del pecado humano y de la idolatría de las otras creaturas; y que la

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idolatría del hombre empieza a inundarnos aunque muy pocos se den cuenta
de ello.

Pero si podemos elegir mal los caminos de la felicidad también es


cierto que con la ayuda de Dios podemos elegir bien. La Gracia divina nos
levanta en la Fe, en la Esperanza y en el Amor para guiarnos hacia el Dios vivo
y verdadero y unirnos a El como a una única realidad absolutamente perfecta
capaz de hacernos absolutamente felices.

Hay una oposición radical y profunda entre felicidad verdadera e


idolatría del hombre. No hay felicidad en la idolatría. Nuestro propio y
caricaturesco endiosamiento no puede llevarnos sino a la soledad, a la
corrupción personal y social, y hacia las angustias espantosas del infierno en
donde el fondo de nuestro ser sigue pidiéndonos la felicidad verdadera que
sólo en Dios se consigue. Y nuestra libertad obstinada en el mal sigue
llevándonos a beber de las aguas impuras de nuestra soberbia maldita.

Pero no hay contradicción entre felicidad verdadera y adoración del


Dios verdadero. Por el contrario si somos religiosos y amamos a Dios sobre
todas las cosas, Dios habita en nuestros corazones y en la otra vida se nos
entregara cara a cara y nos deja saciados con la riqueza de su ser y en plena
posesión de nosotros mismos y de todas las cosas.
Estamos frente a la alternativa: o nos constituimos como adoradores del Dios
vivo y verdadero, en espíritu y en verdad; o nos ponemos en los caminos de la
adoración del hombre, entendido como abominable caricatura y simulacro de
Dios.

Nosotros tenemos que elegir al Dios vivo revelado en Jesucristo.

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El verdadero crecimiento del Hombre

El hombre moderno, incluso el cristiano común, piensa que nace con


una naturaleza inmutable, capaz tal como se da por el nacimiento y
crecimiento físico, de cumplir un destino humano.

No puede haber mejor error para precipitarlo en la frustración y en el


infierno.

La verdad es otra muy distinta. Por nacimiento recibimos una


naturaleza de una plasticidad inmensa. Más aún: la humana es la naturaleza
más plástica del Universo. Ni ángeles, ni animales están abiertos como el
hombre, a tanta posibilidad de realización o frustración; a todas las
posibilidades de bien y de mal, a combinaciones casi infinitas e imprevisibles.

Por eso, sobre este ser extraño – el humano – complejo y nunca bien
conocido, conviene pronunciar aquello de Chesterton: “Sabes donde comienza
el mal pero no sabes donde termina”; y lo otro, de San Gregorio Magno: “Los
placeres de la tierra atraen mientras no se conocen pero una vez conocidos,
hastían; los celestiales no atraen cuando no se conocen, pero una vez
conocidos, arrebatan”.-

La suerte del hombre está en sus manos. Su primera tarea, de vida o


muerte - que no admite tregua – es la de terminar de darse forma humana a sí
mismo. Por nacimiento recibe sus tendencias, tanto las espirituales como las
sensibles, en una cierta indeterminación. A él le toca tomarlas y darles
medida humana. Este es el terrible privilegio de nuestra libertad.

Libertad y responsabilidad se identifican. Se trata en este caso de


una responsabilidad que afecta el orden operativo propio, el cual, al final de
cuentas, es una sola cosa con el ser esencial: Completa colma a éste, o bien,

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convierte sus potencias en actos disformes, torturantes de esas mismas
tendencias.

A la razón como facultad rectriz; a la voluntad como potencia


ejecutiva, les toca ceñir en forma humana final a nuestra naturaleza. Si no se
entra en esta tarea previa a toda felicidad, el acervo de potencias permanece
en cierta manera informe, en riesgo de derramarse sobre objetos
infrahumanos y terminar en deformidades contradictorias con respecto de la
propia esencia y del apetito natural que, de inmediato, fluye de ella.

Las virtudes son al alma lo que los músculos son al cuerpo. El esfuerzo
que es el placer para un cuerpo bien desarrollado, resulta padecimiento para
el demedrado. Así también el hombre, la mujer sin virtudes están desarmados
de aptitudes suficientes con respecto de su propia vida, siempre llena de
arduas exigencias. Por eso, la vida aplasta al común de los hombres y los
precipita en la neurastenia.

Crecer en virtudes es crecer en forma humana final. Cuando faltan se


produce un disloque trágico cuya manifestación vulgar es el ridículo, fuente
de humorismo en boga: Hallamos a tantos y tantos hombres que peinan canas
con mentalidad de colegial; mujeres de edad y, sin embargo, pueriles, las
cuales tiemblan por lo que acaeció y por lo que acaecerá.

La vergüenza y deshonra real no consiste en no tener hacienda o


títulos, automóvil o traje pulido, sino en no poseer esas perfecciones que dan
definición humana a las múltiples energías de nuestra naturaleza.

Los ojos ciegos de los hombres de todos los días no notan como, a
pesar de la apariencia impecable de sus vestidos, se les desborda la podre de
sus tendencias sueltas en las miasmas de sus palabras, en lodo de sus
parpados, en la proclama de sus humores y sus gestos.

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Es que sólo el virtuoso es verdadero hombre. Los demás son en ellos
mismos un puñado amorfo de apetitos dispersos, los cuales, desprendidos de
la armonía que en la unidad personal sólo la razón les puede dar, constituyen
un estado de real descomposición, la peor. Esta como lava derramada,
desolando todo a su paso – hogares, prójimo, sociedad, artes, ciencias,
sabiduría – corre hacia las regiones del infierno. “Rubén mi primogénito; tú, mi
fortaleza y el principio de mi dolor, el primero en los dones, el mayor en el
mando: Te derramaste como agua, no crezcas” (Génesis XLIX, 3 y 4).

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Como piensa la mayoría:
“Yo no mato, no robo; no hago mal a nadie”;

El que no ama a Dios, mata al hombre.

Al hombre que hay en él y en los demás.

Lo destruye:

Con los vicios en sus grados más groseros

con los pecados y miserias que encubren con las decencias del mundo.

Otro tanto se hace todos los días, poco a poco,

con esas bondades que son concesiones;

con sus justicias que son durezas;

con sus alegrías que son aturdimientos;

con sus tristezas que son suicidios;

con su veracidad que es detracción e instrumento de venganza;

con sus mentiras piadosas que son mentiras;

con sus ingeniosas o bonachonas maledicencias

que convierten su garganta en sepulcro de sus hermanos.

Y, sobre todo,

con su horrible amor, con su espantoso amor,

el cuál ceba y saquea en el amado su carne

matando de una y otra manera, el espíritu.

Del Soliloquio en la VIII Estación del Vía Crucis.

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Amicales

Si mones
Ediciones

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