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COMO UNA NOVELA (Adaptación de la primera parte). Daniel Pennac.

Al verbo leer no le gusta el imperativo. Es un odio que comparte con otros verbos,
como amar o soñar, que tampoco se pueden conjugar en imperativo. Aunque se podría
intentar, venga: “¡Ámame!” “¡Sueña!” “¡Lee, lee!”. “¡Pero lee de una vez, te ordeno que
leas, caramba! ¡Sube a tu cuarto y lee!”
¿Resultado? Ninguno. El niño se ha dormido sobre el libro. O bien la ventana, de
repente, le ha parecido inmensamente abierta y se ha puesto a mirar por ella algo que le
atrae. Y es por ahí por donde ha huido para escapar al libro. Pero su sueño está alerta y
el libro sigue abierto delante de él. Aunque nosotros hayamos subido a hurtadillas,
desde la superficie de su sueño nos habrá oído llegar. Por poco que abramos la puerta de
su habitación le encontraremos sentado ante su mesa, ocupado en leer, muy formal.
“¿Qué, te gusta?” No nos dirá que no, sería un gran delito. El libro es sagrado. No, nos
dirá que las descripciones son demasiado largas.
Al principio nosotros pensábamos únicamente en su placer. Sólo después se nos ocurrió
imponerle la lectura como deber. Estábamos maravillados delante de aquella vida
nueva. Por él, desde que era bebé, nos convertimos en narradores, le contamos o le
leímos en voz alta historias. Su placer nos inspiraba. Por él, multiplicamos los
personajes, encadenamos los episodios, ingeniamos nuevas tramas. Igual que el viejo
Tolkien a sus nietos, le inventamos un mundo. ¿Os acordáis de aquella intimidad?
En resumen, que le enseñamos todo acerca del libro cuando todavía no sabía leer. Le
abrimos a la infinita variedad de las cosas imaginarias. Las historias que le leíamos
estaban llenas de hermanos, de hermanas, de ángeles de la guarda, de amigos. El niño se
había convertido en un lector. De esos viajes leídos, el niño regresaba mudo. Sus
encuentros con Blancanieves o con cualquiera de los siete enanitos pertenecían a su
intimidad. ¡Gran placer del lector, este silencio de después de la lectura! Sí, le
enseñamos todo acerca del libro. Abrimos su apetito de lector. ¡Hasta el punto,
acordaos, hasta el punto de que tenía prisa por aprender a leer!
Aquel ritual de la lectura, cada noche, al pie de la cama, cuando él era pequeño, se
parecía un poco a la oración. Aquella paz que seguía al estruendo del día, aquel
reencuentro en silencio antes de las primeras palabras del relato, nuestra voz recorriendo
las líneas del libro sujeto entre las manos… Era un regreso al paraíso de la intimidad,
una tregua a las luchas del día. Y era gratuito. Como precio de este viaje, no se le pedía
nada, ni un céntimo, no se le exigía ninguna contrapartida. Ni siquiera era un premio.
Porque los premios hay que ganárselos antes. Pero con la lectura no. Aquí todo ocurría
en el país de la gratuidad.
Más tarde llegó la escuela: leer, escribir, contar… El niño se entregó con entusiasmo.
¡Qué bonito era que todos aquellos palotes, aquellas curvas, aquellos redondeles y
puentecitos formaran letras! Y aquellas letras juntas, sílabas y aquellas sílabas, una tras
otra, palabras! No salía de su asombro. ¡Y que algunas de aquellas palabras le resultaran
tan familiares, era mágico! Mamá, por ejemplo, mamá, tres puentecitos, un redondel,
una curva, otros tres puentecitos, un segundo redondel, otra curva, resultado: mamá.
¡Es un prodigio!
Hay que intentar imaginárselo. El niño se ha levantado temprano. Ha salido, bajo una
llovizna de otoño, se ha dirigido a la escuela rodeado todavía por el calor de su cama, un
regusto de chocolate en la boca, caminando deprisa, deprisa, la cartera bamboleándose
sobre su espalda. La puerta de la escuela. Se ha sentado detrás de su pupitre,
inmovilidad y silencio. Todos los movimientos del cuerpo esforzándose en domesticar
el desplazamiento del bolígrafo sobre el papel. La lengua fuera, los dedos
entumecidos… puentecitos, palotes, curvas, redondeles y puentecitos… y he aquí la
reunión de las primeras letras… y el niño asiste a la eclosión silenciosa de la palabra
sobre la hoja blanca, allí, delante de él: mamá.
Ya la había visto en la pizarra, claro, la había reconocido varias veces, pero allí, debajo
de sus ojos, escrita con sus propios dedos… Con una voz primero insegura, balbucea las
dos sílabas separadamente: “Ma – má”. Y de repente: “¡mamá!”

Este grito de alegría celebra lo que acaba de conseguir, una especie de primer paso del
hombre en la luna. ¡Está escrito ahí, delante de sus ojos, pero es algo que sale de él! Ya
nada volverá a ser igual. El niño sale cambiado de este aprendizaje que acaba de hacer
de la lectura.
Y sin embargo ahora, unos años después, al niño ya no le gusta leer. Pero no ha perdido
el placer de leer, sólo se ha extraviado. Es fácil de recuperar. Basta con esperar la caída
de la noche, abrir de nuevo la puerta de su cuarto, sentarnos a la cabecera de su cama y
reanudar nuestra lectura común. Leer. En voz alta. Gratuitamente. Sus historias
preferidas. Al principio no se cree lo que está oyendo, desconfía, espera la trampa:
“¿Qué acabo de leer?”, “¿Lo has entendido?
Pero resulta que no le hacemos estas preguntas. Ni ninguna. Nos limitamos a leer.
Gratis. El niño o el adolescente se relaja poco a poco. Nosotros también. Recupera
lentamente aquella concentración ensoñadora que era su cara por la noche. Otra noche
el niño dirá: “¡leo contigo!”. Con su cabeza por encima de nuestro hombro, seguirá por
un momento con los ojos las líneas que le leemos. O bien dirá: “¡Comienzo yo!” y se
lanzará al asalto del primer párrafo. Lectura costosa al principio, jadeante, atropellada,
vale… No importa, recuperada la paz, lee sin miedo. Y leerá cada vez mejor, cada vez
con más ganas. “¡Esta noche leo yo!” Hace poco tiempo no salía de su asombro al
reconocer “mamá”. Hoy es un relato entero el que entiende en la lluvia de las palabras.
Hay que leer, hay que leer… ¿Y si, en lugar de exigir la lectura, el profesor decidiera
compartir su propia dicha de leer? Bien, dice el profe, soy yo quien os leerá los libros.
Abre su cartera y saca de ella un libro enorme, una cosa cúbica, realmente inmensa, con
una portada brillante. ¿Preparados? No dan crédito ni a sus ojos ni a sus oídos. ¿Ese tipo
les va a leer todo eso? ¡Pero le llevará el año entero! Perplejidad… cierta tensión,
incluso… Aquí hay gato encerrado. Vamos a tener que hacer listas de vocabulario,
redacciones… Algunos sacan una hoja y un bolígrafo. “No, no, no hace falta tomar
notas. Intentad escuchar, eso es todo”.
Se plantea entonces el problema de la actitud. ¿En qué se convierte un cuerpo en un aula
si ya no tiene que escribir? ¿Qué hacer con uno mismo en una circunstancia semejante?
“Poneos cómodos, relajaos”. Judit exclama: “Ya no tenemos edad para que nos lean”.
Es una idea que suelen tener aquellos que jamás han recibido el auténtico regalo de una
lectura. Los otros saben que no hay edad para ese tipo de regalos. “¿De qué trata?”
pregunta Carles. “Es difícil de decir antes de haberlo leído. Bien, ¿preparados?
Adelante”. Los chicos están preparados, escépticos pero preparados. “Capítulo
primero…”.
PARA REFLEXIONAR.
1. ¿Por qué crees tú que el verbo leer no se puede conjugar en imperativo?
2. ¿Por qué tampoco se puede hacer con los verbos “amar” y “soñar”?
3. Piensa en una historia que hayas leído en un libro y que también has podido ver
adaptada en una película. ¿Qué diferencias hay entre leer la historia y verla en el cine o
en la tele?
4. En este texto aparece “el niño” (que no tiene nombre). ¿Qué otros personajes hay?
¿Quiénes crees que son esos “nosotros” que aparecen durante todo el texto?
5. ¿Te has sentido identificado con el niño? ¿Te has sentido identificado con algún
personaje de los libros que has leído? ¿Con qué personaje te has identificado más?
6. “El libro es sagrado”. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Estás de acuerdo?
7. ¿Te han contado/leído o has contado/leído alguna vez historias en voz alta? ¿Dónde,
cuándo, con quién? ¿Qué te pareció la experiencia?
8. ¿Te acuerdas cuando todavía no sabías leer ni escribir? ¿Recuerdas qué sentiste
cuando pudiste leer por primera vez?

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