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Artículos

Kurt Tucholsky

¿Cómo juzgaban sus contemporáneos a Franz Kafka cuando aún no era Kafka? Esta reseña,
publicada en 1926, ofrece no pocas luces al respecto.

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Agarro El proceso de Kafka (publicado por la editorial Die Schmiede en Berlín), el más inquietante y
poderoso libro de los últimos años, y no puedo explicarme bien los motivos de mi conmoción. ¿Quién
habla aquí? ¿Qué es todo esto?

“Primer capítulo. Arresto. Conversación con Frau Grubach. Luego con Fräulein Bürstner. Alguien tenía
que haber calumniado a Josef K., pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo”. Así
comienza. Se trata de un empleado de banco y de los dos mensajeros del juzgado que entran por la
mañana en su habitación con la intención de detenerlo. Pero no lo detienen: al lado de una mesa de
noche, el “supervisor” lo interroga, y luego simplemente lo deja marcharse. “Por favor, usted está libre”…
El proceso flota.

Todos los que tomamos un libro en las manos sabemos a más tardar después de veinte o treinta páginas
qué debemos esperar del autor, de qué se trata, cómo avanza, si dice las cosas en serio o no; sabemos, al
menos a grandes rasgos, cómo hemos de maniobrar con el libro. Pero aquí no sabes absolutamente nada.
Aquí andas a tientas en la oscuridad. ¿Qué es esto? ¿Quién habla?

El proceso flota en el aire, pero jamás nos dicen qué clase de proceso es. Claramente, el hombre ha sido
acusado por un delito, pero jamás se nos dice por qué delito. No se trata de un tribunal terrenal, ¿pero
entonces qué tipo de tribunal es? ¿Uno, por el amor de Dios, alegórico? El autor narra con calma
imperturbable, y pronto me doy cuenta de que no se trata de una alegoría. Interpreto, sigo interpretando,
pero no puedo llegar al final de la interpretación. No: no logro llegar al final.

Josef K. es citado a un interrogatorio. Va. El interrogatorio tiene lugar, bajo extrañas circunstancias, en
un quinto piso de un barrio a las afueras. Uno lee y no sabe nada.

Y sin uno notarlo, la idea se va imponiendo, contagia al lector, y de repente ya no hay nada freudiano, y
las palabras cultas, los extranjerismos grandilocuentes no ayudan en absoluto.

Resulta que Josef K. se ha extraviado al interior de una maquinaria gigantesca, en la subsistente,


disciplinada y bien aceitada maquinaria del tribunal. K. descuida su trabajo en el banco, consulta con
abogados, asiste a los interrogatorios aunque se ha jurado a sí mismo no asistir, se queja del
comportamiento de los empleados del juzgado en su casa. Lentamente se filtra la información de que
tiene “un proceso”, parece que todo el mundo está al tanto, o al menos muchos, y que se trata de algo
legítimo. Así, hasta que el proceso lo pilla en el banco.

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“Cuando K, una de las noches siguientes, atravesó el pasillo que separaba su oficina de las escaleras –esta
vez era uno de los últimos en irse a casa, solamente en el departamento de expedición quedaban dos
empleados en el pequeño radio luminoso de una bombilla–, oyó detrás de una puerta, que siempre había
creído que daba a un trastero aunque nunca lo había constatado con sus propios ojos, una serie de
quejidos”. Abre la puerta. Ve a un hombre de pie, vestido con un traje de cuero oscuro, y frente a él a los
dos empleados del juzgado. “¿Qué hacen aquí?”, les pregunta. “¡Señor! Nos van a azotar porque usted se
quejó de nosotros ante el juez”. ¿En el banco? ¿En este banco tan real? K. negocia con ellos, intenta
tranquilizar al azotador; sus quejas, dice, no eran para tanto… Pero los empleados tienen que desnudarse,
de repente ya tienen el tronco desnudo, el látigo azota. Entonces K. cierra la puerta de un golpe. El grito
del azotado es ahogado abruptamente.

Al día siguiente pasa con timidez frente a la puerta que oculta su secreto frente al banco. Abre como si
fuera una costumbre de siempre. “Quedó desconcertado con la inesperada escena que se mostró ante sus
ojos. Todo estaba exactamente igual que la noche anterior. Los formularios y los frascos de tinta se
acumulaban detrás del umbral; el azotador con el látigo; los empleados, completamente vestidos; la vela
sobre el estante. Los empleados comenzaron a quejarse y gritaron: ¡Señor! K. Cerró la puerta de
inmediato”.

Ofrezco esta prueba para mostrar la siniestra mezcla de la más aguda realidad con lo sobrenatural, de
igual modo que el azotador, vestido en cuero negro, como si lo hubieran extraído de una fotografía
masoquista, esgrime el látigo junto a los funcionarios.Y K. cierra la puerta. No: él “la golpeó con los
puños, como si solo así pudiera quedar cerrada del todo”. El proceso flota.

El proceso necesita un abogado. K. encuentra uno, pero en este punto el libro prácticamente ha
abandonado el planeta Tierra. En el despacho del abogado se encuentra un compañero de sufrimientos,
un hombrecillo, quejumbroso, torturado, y arriba y abajo hay abogados, y lo más terrorífico es que nadie
puede ver la punta de esta pirámide; nadie, al parecer, ha penetrado alguna vez esas alturas…

¿Es entonces una sátira de la justicia? Nada de eso.

Así como En la colonia penitenciaria no es una sátira militar ni La metamorfosis una sátira de la
burguesía. Son creaciones independientes, que jamás podrán ser interpretadas por completo.

El fiel amigo Max Brod, quien ha escrito un precioso epílogo para el libro y a cuyos incansables esfuerzos
hemos de agradecer la publicación de este tesoro y de casi todos los libros de Kafka, nos cuenta que El
proceso es solamente un fragmento. Uno lo nota, y a este respecto creo ser de otra opinión que Brod. Por
primera vez me parece que el magnífico prosista que es Kafka no es del todo equilibrado, sobre todo en el
grandioso capítulo final, donde la última parte se me antoja algo precipitada, si bien se trata en sí de una
obra maestra. Le pedí a Max Brod que me diera a conocer su opinión sobre El proceso. Aquí está:

“El proceso que se lleva a cabo en la obra es el eterno proceso que un hombre sensible debe llevar a cabo
con su propia conciencia. El héroe K. se halla frente a su juez interno. El fantasmagórico procedimiento
tiene lugar en los escenarios más improbables y de tal modo que, al final, parecería que K. siempre
tuviese la razón. Del mismo modo, somos tercos y respondones con nuestra conciencia e intentamos
minimizarla. Lo especial es la fatal sensibilidad contra la voz interior, que a pasos agigantados se vuelve
cada vez más vital.

”Con Kafka mismo era por supuesto imposible hablar de interpretaciones, ni siquiera en la mayor
intimidad. Según él, las interpretaciones exigen cada vez más interpretaciones. Del mismo modo en que
el proceso jamás se puede decidir de una vez por todas”.

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Claramente, este proceso –como también se desprende de lo dicho por Brod en el epílogo– jamás fue una
alegoría. Fue concebido de inmediato como símbolo, y el símbolo se hizo independiente, vive su propia
vida. Y qué vida.

Hay una escena con un pintor algo depravado, sobre el cual se le dice al acusado K. que acaso podría serle
de utilidad en su propio proceso si intercediera por él ante el juez supremo. El tipo vive en el último piso
de un edificio, en una diminuta y desordenada habitación. Al final de la conversación el pintor le pide a
K. que compre uno de sus cuadros, quizá varios. Y saca de debajo de la cama una y otra vez el mismo
paisaje de landa, siempre el mismo. Y luego acompaña a K. hasta la puerta y K. está de nuevo en los
temidos corredores del tribunal. “¿De qué se asombra?”, pregunta el pintor. “Son dependencias del
tribunal. ¿No sabía que aquí hay dependencias judiciales? Este tipo de dependencias las hay en
prácticamente todas las buhardillas, ¿por qué habrían de faltar aquí?”.

¿Entonces se trata de un sueño? Nada más errado que querer mediante esta vaga palabra empezar algo
con Kafka. Todo esto es mucho más que un sueño. Es un sueño a plena luz del día con uno despierto.

Algo tan desenfrenado solo se encuentra en las fantasías sexuales infantiles, en las cuales la escuela, la
casa, la ciudad y el mundo están subsumidos en una misma idea, donde las personas llevan vestidos de
vidrio o, ¡un momento!, mejor aún: vestidos con pequeños tragaluces de vidrio, para que uno las pueda
ver mejor. El libro no es un desvarío, es completamente razonable, es en su propia concepción tan
razonable como muchos locos son razonables: lógicos, matemáticos en su orden. Falta justamente esa
pequeña dosis de irracionalidad que hace posible a las personas cuerdas seguir teniendo un apoyo
interno. No hay nada más terrible que un matemático puro del intelecto, nada más siniestro.

Ahora bien, Kafka es un poeta de formato extraordinario, y esta idea básica ultralógica está cubierta de
figuras fantásticas reales. No hay lugar para la pregunta acerca de si todo esto existe: todo existe, es tan
real como que en la colonia penitenciaria haya una máquina de la muerte; tan real, como aquel viajante
de comercio que se convirtió en un escarabajo. Así de simple.

El penúltimo capítulo contiene la interpretación teológica de una pequeña historia de Kafka que se
encuentra en el volumen Un médico rural y se llama “Ante la ley”, una obra maestra de la prosa. Aquí la
historia se hincha y, en las palabras mismas del autor, pierde su forma. Un capellán de prisión se la
explica en la catedral al atento y disputador Josef K.: está implicado, nada lo puede salvar.

La forma en que muere es mejor leerla. El minuto postrero es una visión de una fuerza nunca antes
escuchada. “Su mirada se detuvo en el último piso de la casa que lindaba con la cantera. Del mismo modo
en que una luz parpadea, así se abrieron las dos hojas de una ventana. Un hombre, débil y delgado por la
altura y la lejanía, se asomó con un impulso y extendió los brazos hacia afuera. ¿Quién era? ¿Un amigo?
¿Un buen hombre? ¿Alguien que participaba? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era solo una persona? ¿Eran
todos? ¿Era ayuda? ¿Había objeciones olvidadas en el camino?”.

El libro cierra con una imagen óptica que no quisiera extraer aquí de su contexto, una fotografía vieja de
una atrocidad inolvidable.

Desde Oskar Panizza1 no hemos vuelto a ver un poder de fantasía más intenso. El alemán es pesado,
limpio y, con excepción de algunos pocos pasajes, admirablemente pulido. ¿Quién habla?

En los años venideros, sin duda que Franz Kafka va a seguir creciendo. No hay que convencer a nadie de
que lo lea: Kafka obliga. Los muros cobran vida, los armarios y las cómodas empiezan a susurrar, las
personas quedan petrificadas, los grupos se diluyen y sus miembros de nuevo permanecen de pie como si
estuvieran cargados de plomo, solo la voluntad sigue temblando silenciosamente en ellos. Cuentan que
Tamerlán hizo emparedar parcialmente a sus prisioneros en un gran muro de cemento fresco, un gran

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muro rugiente, horriblemente vivo, que se estremecía lentamente. Es algo así. Un dios remodela un
mundo, ensambla sus partes de nuevo, un corazón flota en el firmamento y no brilla sino que palpita; un
ídolo de bronce deambula, una máquina cobra vida simplemente por el hecho de estar allí, y la pregunta
“¿por qué?” es tan imbécil, casi tan imbécil como en el mundo real.

Todas sus partes están allí, pero se ven de la misma manera en que el paciente observa, antes de la
cirugía, los instrumentos del médico: muy nítidamente, con una claridad exagerada, absolutamente
material; pero detrás de las piezas relampagueantes hay algo más, el pavor grita desde cada uno de los
poros de la materia, la mesa de operaciones se eleva despiadadamente: “¡Ten compasión!”, le dice el
enfermo, “¡también tú!”. La cama es tan extraña, y sin embargo está confederada con el dolor.

Una voluntad así instaura sectas y religiones. Kafka ha escrito libros, algunos pocos, inaccesibles libros
que jamás podremos leer hasta agotarlos. Si el Creador lo hubiera decidido de otra forma, si Kafka
hubiese nacido en Asia, millones se aferrarían a sus palabras y cavilarían con ellas sobre la vida entera.

Podemos leer, asombrarnos, agradecer.

1. Oskar Panizza (1853-1921). Crítico desvergonzado de la pudorosa sociedad alemana de finales del XIX
y de la Iglesia, sus obras le propiciaron fama de excéntrico y varias estadías en la cárcel. Su obra principal
es El concilio del amor (1894), una furiosa sátira anticatólica. También escribió –de aquí la insinuación
de Tucholsky– los raros, entodo sentido, Cuentos crepusculares (1890) en donde mezcla, de forma un
tanto perturbadora para su tiempo, realismo y fantasía. (N. del T.)

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