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Han pasado ya varios años, pero lo recuerdo todo como si hubiera ocurrido ayer.
Los sonidos, sombras y olores, todas las sensaciones de aquel día, inundan aún
hoy mis sentidos y me transportan una y otra vez a mi terrible pasado.
Aquella era una noche de verano de un mes de Agosto. Me encontraba con mis
amigos pasando unos días de acampada en la sierra. Éramos el grupo de
veinteañeros de siempre. Amigos desde pequeños y compañeros para todo.
Después de la cena de un largo día repleto de emociones, nos reunimos en torno
al fuego siguiendo la costumbre diaria de acabar la jornada con un buen rato de
charla.
En aquella ocasión, habíamos bajado al pueblo y traído unas bolsas de hielo,
refrescos y alcohol, con los que alegrar la velada. Tras un largo rato de
conversación muy animada y bromas, sin saber cómo, terminamos contando
historias de miedo. Esas historias tontas, pensadas para asustar a los niños y
absurdas siempre. O al menos así me lo parecieron en aquél momento.
La noche invitaba al misterio. Sin luna, el cielo se mostraba totalmente estrellado.
Una suave y fresca brisa hacía que las llamas de la hoguera se movieran como
queriendo ascender al infinito. Más allá de los escasos metros que iluminaban las
llamas, dominaba la oscuridad más absoluta. Se veían las tiendas de campaña y a
penas las primeras líneas de árboles que delimitaban el claro donde estábamos
acampados. Recuerdo bien cuando mi mejor amigo Enrique, ya muy borracho,
comenzó a hablar de la vida y de la muerte. Del premio en el cielo y el castigo del
infierno.
La muerte... ¡que lejana palabra para los que piensan que tienen toda la vida por
delante!.
Las caras y gestos se tornaron serios y la charla pasó a ser áspera, cuando
Enrique comenzó a hablar del Diablo y el desprecio que sentía, por lo que él
consideraba el invento religioso más rentable de todos los tiempos. Mi amigo
explicaba que el Demonio no era más que un bicho con patas de cabra, cuernos,
rabo y tridente, pintado de rojo e inventado por los curas para amedrentar a la
gente. No fue eso lo que enrarecía los ánimos. Era su continua mofa a Satanás.
Llegó a decir voz alta y en pié:
³¡Si existe Lucifer, que venga y se nos lleve!´.
En aquel momento, lo único que se me ocurrió fue interrumpirle y hacerle
abandonar la reunión con la excusa de que viniese a ayudarme al río a traer agua.
Todos estaban serios y molestos con Enrique cuando abandonamos el
campamento iluminados por la tenue luz del farol que portábamos. Llenando las
cantimploras, no me di cuenta cuando mi amigo se tumbó a mi lado a dormir al
borrachera.
Tampoco reparé cuando comenzaron las señales a mi alrededor. Fue como si el
tiempo se hubiera congelado. La brisa se paró. El monótono y persistente canto de
las chicharras se detuvo. El silencio y la oscuridad se adueñaron de todo. Mis
intentos por despertar a Enrique fueron vanos. Una fuerte sensación invadía mi
alma. En mi interior yo sabía que algo ni iba bien.
Decidí entonces ir al campamento por ayuda para traer de vuelta a Enrique. Lo
acomodé de costado por si vomitaba en mi ausencia y mientras me alejaba, pude
ver cómo la oscuridad lo envolvía rápidamente a medida que caminaba en busca
de los otros. Pero al llegar no encontré a nadie. Habían desaparecido. Quise
pensar que era una mala broma, quise pensar que estaban escondidos. Mil ideas
desfilaron como rayos por mi cabeza, cuando algo me impulsó a darme la vuelta.
Levanté la mirada y allí estaba Enrique.Permanecía quieto. Ya no parecía
borracho. Su cara estaba inexpresiva y la mirada de sus ojos vacía. Sé que no fue
él quien habló cuando me dijo:
³Por vosotros vendré cuando os llegue la muerte´. Luego se desplomó
inconsciente. Y en mi mente ya, una sola palabra. Satanás. Aquella voz diferente
al resto, aún rebota por todos los rincones de mi ser. Del grupo que éramos, a
excepción de mi amigo y el que os cuenta lo sucedido, no se supo nunca nada.
Jamás aparecieron. Los recuerdos de Enrique de aquella noche, se cortan en el
río. Él piensa en animales salvajes como explicación a lo sucedido, y con eso
logra dormir por las noches.
No le he contado lo que no recuerda de aquella noche ni las palabras que salieron
de su boca. Además de que no me creería nunca, no quiero que sepa lo que nos
espera al morir. Él sigue sin creer en el Diablo. Por lo que a mí respecta, espero
poder vivir muchos años. Ojalá no muriese nunca y pudiera estar para siempre en
este infierno que me acompaña desde aquel día maldito.
 

La bestia estaba allí, agazapada, vigilante, escondida en algún lugar de la casa esperando mi
llegada, dispuesta a saltarme feroz sobre el cuello para destrozármelo en segundos. Era una
horrible criatura que se movía sigilosa por los rincones. Su olor fétido inundaba todas las
dependencias. A veces, tenía que taparme la nariz para que el penetrante aroma de su
sudorosa piel no me irritara las mucosas.
La había sentido varias veces, pero sólo en un par de oportunidades se cruzó delante de mí
con la rapidez de una pantera, para luego refugiarse entre las sombras del comedor o la sala
de lectura. Paciente, a la espera del momento justo, me observaba con sus ojos cargados de
un iridiscente rojo sangre, mientras yo permanecía paralizado por el terror. Con el tiempo fui
comprendiendo cuál era el propósito de su presencia: ocupar mi lugar. Entonces me di cuenta
de que debía ser más astuto y calmo, tenía que tratar de introducirme en su perversa mente y
ser más inteligente a la hora de actuar.
La casa donde vivía era de esos caserones antiguos y fantasmales, cargado de habitaciones,
dependencias y por qué no, alguno que otro espectro de tiempos pasados. Pero aquella
criatura que rondaba los pasillos y cuartos, no era un ser espiritual atrapado en un anacrónico
siglo veintiuno, sino una abominable encarnación del mismo infierno, cebada con el instinto
más criminal que se conozca y un odio ancestral que le daba razón a su naturaleza destructiva.
¿Cómo podía deshacerme de ese monstruoso animal? ¿Alguien creería mi historia?
Es muy probable que no. Dirían que la locura se había apoderado de mi mente y que, el lugar
ideal para pasar el resto de mis días sería el hospicio. No había otra solución: enfrentarla,
demostrarle que ya no le tenía más miedo y que por más que lo intentara una y otra vez, nunca
lograría destruirme. Mi vida o su execrable existencia se debatían a cada segundo.
Cuando entré en la casa, un frío visceral recorrió mi cuerpo. Escuché el jadear de su
respiración y a su espumosa boca emitir un espeluznante ronquido desde el desván. Había
olido mi presencia y se preparaba para la embestida final. Sabía, al igual que yo, que el
enfrentamiento era de muerte. Avancé por el living con el paso lento, tratando de no ser oído.
Mis ojos estaban atentos y vivaces, observando en distintas direcciones. Esperaba
encontrarme con sus amenazantes ojos en la penumbra, abalanzarme sobre ella en un
momento de descuido y acabar así con su vida en una feroz lucha. Detrás de un ropero, la
vitrina, bajo la cama o el juego de sillones; podía estar en cualquier lado, incluso en los
espejos. Así que tomé mis precauciones. No debía dejarla atacar primero, tenía que ser más
rápido y sorprenderla antes de que ella lo hiciese conmigo. Tampoco podía sucumbir a sus
engaños; era muy hábil y seguramente trataría de inventar algún ardid para desorientarme y
obligarme a bajar la guardia. En estos últimos años de convivir juntos había aprendido a
conocerla casi como a mí mismo y sabía y cuáles podían ser sus artimañas.
Continué avanzando por el centro del living. Una opresión en el pecho comenzaba a fatigarme
y un sudor nervioso me bajaba desde la frente hasta la punta del mentón. Mis manos
comenzaron a temblar, inquietas, ávidas de poder aplastar su cráneo como si fuera una
cáscara de nuez y terminar con este macabro juego.
De repente, un rugido ensordecedor hizo temblar el ambiente, los vidrios de las ventanas se
sacudieron como delgadas hojas de papel y una andanada de su fétido hedor inundó el recinto
hasta hacer insoportable la respiración.
¡Dios mío! pensé
La bestia comenzó a desplazarse hacia mí; sus pasos retumbaban grotescamente en el
silencio de la noche. Sus enormes garras rasgaban la madera, quebraban el aire con
lacerantes chasquidos que enloquecían al más cuerdo. Hubo otro bramido y un resople furioso.
Mi corazón palpitaba desbocado. No podía morir ahora, tenía que aguantar, serenarme y
enfrentarla. La bestia sabía que mi corazón no resistiría y jugaba con eso.
Se ocultaba, y volvía a bramar, como llamándome hacia a sus fauces.
Tomé coraje y salí decidido en su búsqueda. Me aseguré que la pistola que llevaba conmigo
estuviese cargada, con la bala en la recámara y sin seguro, justo entonces la vi salir del gran
espejo de living, como un enorme animal en celo. Se paró frente a mí con una mueca burlona
en su rostro.
Uno de los dos debe morir
Lo sé le contesté y no sentí miedo de ver aquel rostro tan similar al mío, pero a la vez tan
desconocido ¿Por qué tanto tiempo?
Quizá porque en el fondo me amas y me odias a la vez« y nunca tuviste el coraje de
enfrentarme
Me miró fijamente y sus ojos refulgieron en la oscuridad.
¡Es inútil que te resistas! sus garras garabatearon en el aire como un hervidero de serpientes
¡Ven conmigo, deja que fluya por tu cuerpo el Universo de la oscuridad, el reino de la
ignominia, el placer y la lujuria!
Trataba de no escucharla, sus palabras surgían dulces a mis oídos, eran como un bálsamo
para mis sentidos.
¡No te escucho! bramé ¡Soy libre! ¡Y no te tengo miedo!
La bestia rió y aquella carcajada resultó ser la más aterradora que haya oído en mi vida.
Imágenes terribles subieron a mi mente, poblaron mi razón, el sentido común, la capacidad de
pensar. Me estaba acorralando. Era un títere manejado por sus oscuras fuerzas. El infierno
ardía en mi cabeza. Mis rodillas comenzaron a flexionarse. ¿Un acto de genuflexión ante el
propio Satán?
¡No tienes alternativa! ¡Arrodíllate ante mí y muere!
¡No! grité
Alcé la pistola y disparé repetidas veces sobre el espejo hasta agotar el cargador. Un ruido
ensordecedor sobrevino. Luego, el silencio. La calma. Los cristales se esparcieron sobre el piso
como infinitos mundos que parecían observarme. La bestia ya no estaba, sólo quedaba el
aroma de su piel flotando en el ambiente.
Permanecí helado, aunque bañado en una pegajosa transpiración, mi mano temblorosa aún
sostenía el arma caliente y humeante. Vacilante, busqué en mi bolsillo, saqué otro cargador
completo y lo cambié por el vacío. Comencé a caminar en busca de los otros espejos. Sabía
que la bestia todavía estaba en la casa.
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Un nuevo día, un día mas de dolor...
La mañana era tan opaca y gris como ayer, mis manos temblorosas jugueteaban
con mi paciencia mientras intentaba ponerme en pie, mis ojos grises y cansados
se resentían al recibir la poca luz que entraba a la habitación, Marta estaba a mi
lado, pero al igual que mi voluntad ya casi no me acompañaba.
Poco a poco logro incorporarme, lentamente, paso a paso me dirijo a algún lugar
que olvido al llegar, alguien pasa a mi lado, ¿acaso hay alguien mas aquí?, ¿quien
se habrá tomado la molestia de venir a visitarme? ¿será alguno de mis hijos?,
retrocedo para ver quién es y aquí me lo encuentro, un viejo, se ve aun mas
decrepito que yo, es en estos momentos en que agradezco ser como soy pues
ahora veo la evidencia de quienes están peor; pobre diablo, le compadezco.
Lentamente levanto mi mano para saludarle, mi garganta seca se cierra y queda
corta de aire y lo único que pude decir fue "jhem", total, ni creo que ese vejestorio
humano me escuche; pero, si lo hizo, no solo contesto mi saludo sino que lo hizo
también al mismo tiempo. Extiendo mi mano para saludarle y toco la barrera que
nos separa, ¡que imbécil soy!, no puedo creer que me haya pasado otra vez, ese
no es ningún viejo decrepito, es solo ese maldito espejo, debí saberlo ¿quien se
interesaría en venir a visitar este viejo endeble?, "¡Marta, recuérdame quitar ese
espejo!", esa mujer ya ni me contesta, ya mañana me encargare de ese espejo.
mmm...
Que es lo que estaba contando?...
¡Ah!... ya lo recordé, mis disculpas por eso, mi mente suele fallarme, extrañamente
puedo recordar detalles de mi infancia, pero no recuerdo lo que me paso hace
cinco minutos, y es lamentable, es lo que más detesto de mi estado, mis pies no
me permiten correr, mis manos no me permiten sentir, mis ojos grises y cansados
de tanto andar ya no me dejan contemplar las bellezas de los detalles. Lo único
que me quedan son mis memorias, añoranzas de una vida pasada que ya no
volverá, los gratos recuerdos de lo que fui son ahora lo único que me permite ser
quien soy. Recuerdos, en eso me he convertido, mi cuerpo poco a poco va
fallando y los recuerdos a los cuales me aferro mueren junto con las neuronas en
mi cabeza. Todo se desvanece, todo me abandona, mis hijos, mis nietos y ahora
hasta mis propios recuerdos...
Me siento en la cama, junto a Marta, ella es mi consuelo, es quien comparte
conmigo esta abrumadora soledad, pero ahora hasta ella me ha abandonado,
hace más de tres días que no se ha movido de esa cama, creo que ya no le
importo, setenta años juntos es suficiente para colmar a cualquiera. Me acerco
suavemente a ella, le acaricio la mejilla, pero un trozo de su piel se queda en mis
manos, ¿qué le ha pasado? ella no hace nada, no se mueve, solo me ignora. El
cansancio es mayor que las ganas de seguir, me recuesto en la cama...
A veces no me doy cuenta que duermo hasta el momento en que despierto, pero
no sé si en verdad abre dormido o solo son los recuerdos que escapan de mi
mente?, el sueño ya no aplaca la fatiga. Veo hacia un costado, y ahí esta Marta,
dormida como siempre, no sé cómo puede dormir tanto...
Recuerdo cuando veía los atardeceres desde mi patio, lucían dorados, llenos de
vida, ahora son tan monótonos y grises como cuando amanece. Mi patio también
luce muerto, lleno de árboles secos que antaño perdieron sus hojas, en el suelo,
una soga, como desearía poder tener las fuerzas para atarla a una rama y
colgarme de ella, que mi cuerpo se meciera el vaivén del viento entonando su
misma sonata. Encontrar el momento en el que mis pies se eleven del suelo y
coincidirlo con el final del día. Si... el final, como desearía poder tener la fuerza
para colgar esa soga y apreciar la puesta del sol mientras me columpio de ella
como un niño jugando en el parque, quisiera tener las fuerzas para atar esa soga y
hacer ese columpio, subirme en el, despegar mis pies del suelo, mecerme con el
viento y disfrutar un día mas...

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