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EL EDUCADOR COMO SUJETO ACTOR DE LA EDUCACIÓN

Todos somos educadores. La esencia humana y las exigencias óntica y


moral del educador.

Si el ser humano es por su esencia educando, no menos es por su propia


esencia educador. En efecto, todo aquel que coopera, en alguna medida, en el desarrollo
de las cualidades de otra persona con la intención de que se perfeccione en la línea de
persona humana, merece ser llamada “educador”. En este sentido, todos somos
permanentemente educadores en cuanto ayudamos a los demás en las circunstancias
más variadas y de los más diversos modos, a que se perfeccionen en sus
conocimientos, en sus experiencias, en su salud, en sus personas y en sus actividades.
Los niños y los jóvenes con todo derecho son educadores, ya que se ayudan no sólo
a sí mismos sino también a los demás a realizar nuevos progresos. Seguramente todos
tengamos la experiencia de haber observado que en el jardín de infantes o en la
primaria, algunos niños apoyan y orientan a sus compañeros. Lo mismo sucede entre
hermanos, siendo los mayores quienes tienden a cuidar a los más pequeños.
Podríamos decir que todos llevamos dentro esta faceta o rol de educador.
Quizás algunos más y otros menos; unos son más lentos o medidos al momento de
ayudar o dirigir a otros, ya sea por indiferencia, inhibición o timidez, y otros están más
inclinados a enseñar, ayudar y corregir a los demás apenas ven en ellos una deficiencia,
error o necesidad. Pero, en mayor o menor grado, todos llevamos dentro este espíritu
educador. Es un hecho de la experiencia. Y el fundamento de este modo de ser del
ser humano surge de su misma esencia.

La razón de nuestra tendencia a ser educadores se funda, ante todo, en una


exigencia óntica. En el fondo de nuestro ser experimentamos un impulso a
comunicar a los demás nuestros conocimientos y experiencia. Vivimos en relación
con otras personas hacia las cuales queremos comunicar nuestras vivencias,
conocimientos y experiencias en un afán no sólo de comunicación sino también de
mejoramiento. La persona experimenta esta exigencia interior de educar a los demás,

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esto es, de comunicar los conocimientos y las experiencias, prevenir los peligros y
cooperar a que los otros sean personas menos imperfectas. Esta exigencia óntica no
es un agregado en nuestras vidas del cual podamos prescindir, como si se tratara de
un adorno. Nosotros estamos esencialmente vinculados con los demás, conformamos
una comunidad con los otros o, en otros términos, todos compartimos un mismo
destino que tenemos que alcanzar, todos somos responsables los unos de los otros o
todos nos encontramos navegando en un mismo barco. Pero esto no es suficiente
todavía para que la exigencia de educar sea moral, esto es, que tenga el sentido de
“obligación” de conciencia. Bien podríamos hallarnos en un mismo barco
accidentalmente, sin que el hecho de compartir la embarcación conlleve la solidaridad
entre sus tripulantes, preocupándonos cada uno de nosotros en su lugar por lo que le
sea cómodo o útil. Al respecto dice Ismael Quiles:
Pero en el impulso a educar a los demás sentimos algo más que un interés de utilidad o
comodidad o desahogo comunicativo. Sentimos un «deber», una responsabilidad; y por
ello, nos encontramos mal en nuestro propio ser interior cuando no respondemos a esa
exigencia de educar, enseñar, participar, orientar, fortalecer, u otras formas de educación
de nuestros semejantes.1

La última base de este deber de educar radica en la toma de consciencia de que


estamos “en el mismo barco”, solidarios de una misma travesía y destino, en este mar
de la vida, no porque sí, sino puestos por “otro” sin que se nos haya consultado con
anterioridad. En este aspecto nos abrimos a la trascendencia o divinidad, a ese gran
“Otro” responsable de nuestro ser y de nuestras circunstancias cósmicas, históricas,
materiales y sociales (que tampoco hemos elegido). Ante ese Otro, que vela para que
se cumpla la naturaleza de los seres (especialmente la de las personas), nos sentimos
responsables, siendo siempre libres de rechazar nuestra relación con ese Otro, aunque
esto esté sujeto a las consecuencias de nuestro propio rechazo. De esta manera, ser
educador es para toda persona humana una exigencia moral, una obligación sagrada,
inherente a nuestro ser.

1QUILES, ISMAEL, Filosofía de la educación personalista, Universidad del Salvador, Buenos Aires, 2005, pp. 101-
102.

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Podemos concluir, entonces, que todo ser humano, por ser justamente
persona, es, por su esencia, educando y educador, no sólo por una exigencia óntica,
sino también por una exigencia moral, responsable y autoconsciente de sí.

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