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EL GOZO O LA MUERTE, EL CIELO O EL INFIERNO

CAPITULO II

CONSECUENCIAS DE INFRIGIR LA LEY DE DIOS

Dios se ocupa de todos los seres que ha creado, por muy pequeños que ellos sean. Nada es
demasiado poco para su bondad. De acuerdo al principio de orden divino, es imposible que él esté
fuera del cuidado de su creación; no obstante, lo determinado por él obedece a la autoridad de su
palabra. Por ejemplo: Dios le puso límites al mar, y el mar no puede traspasar su mandamiento.
Todo está ya establecido por el diseño de Dios; así como el mar, también el sol, la luna, las
estaciones, la rotación de la tierra, la procreación de los seres humanos, etc. Por lo tanto, aunque
Dios tiene el poder y la autoridad sobre todo, no necesariamente tiene que estar ahí para que
aquello funcione. Dios posee sus leyes, que rigen todas nuestras acciones, siendo las más
importantes: Amaras a Dios sobre todas las cosas y amaras a tu prójimo como a ti mismo, los
demás mandamientos salen por añadidura de estos dos. “El SEÑOR tu Dios te manda hoy que
cumplas estos estatutos y ordenanzas. Cuidarás, pues, de cumplirlos con todo tu corazón y con
toda tu alma” (Deuteronomio 26:16). Si las violáis, nuestra es la culpa, así como hemos llevado la
culpa de transgresión de Adán y Eva (Génesis 3:16). A no dudarlo, cuando un hombre comete un
exceso Dios no pronuncia un juicio contra él para decirle, por ejemplo: “Porque te comiste lo que
deje a tu hermano y voy a castigarte”. Pero Él ha trazado un límite. Las enfermedades, y muchas
veces la misma muerte, son consecuencias de los excesos cometidos. He aquí la punición.
Constituye el resultado de haber infringido la ley. Así sucede en todo. Todas nuestras acciones se
hallan sometidas a las leyes de Dios. Ninguna hay, por insignificante que nos parezca, que no
pueda ser una violación de tales leyes. Si sufrimos las secuelas de dicha violación, sólo a nosotros
mismos debemos achacarlo, que así nos convertimos en los artesanos de nuestra dicha o de
nuestra desgracia venideras. Esta verdad se torna palpable en el siguiente fábula: Un padre ha
dado a su hijo educación e instrucción. Vale decir, los medios para salir adelante. Le cede un
campo para cultivar y le expresa: “Esta es la normal que has de seguir, y estas las herramientas
precisas para lograr que la tierra sea fértil y asegures así tu subsistencia. Te di instrucción para que
comprendieses esa norma. Si la obedeces, el campo te rendirá mucho, proporcionándote
descanso en tu vejez. Si no lo haces, la tierra nada producirá y morirás de necesidad”. El hijo,
pues, será en su ancianidad dichoso o desgraciado, conforme haya seguido o descuidado la norma
que su padre le trazó. Por su parte, Dios nos advierte a cada instante si estamos haciendo bien o
mal. Nos envía siempre al Espíritu Santo para que nos inspiren “Pero yo os digo la verdad: os
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me
voy, os lo enviaré” (Juan 16:7), pero no los escuchamos. Hay, además, la diferencia de que Dios
otorga siempre al hombre un recurso, en sus vivencias, para que repare sus pasados errores,
“Enséñalo, pues, a tus hijos, que es preciso que todos los hombres, en todas partes, se
arrepientan, o de ninguna manera heredarán el reino de Dios, porque ninguna cosa inmunda
puede morar allí, ni morar en su presencia…” (Moisés 6:57). Venimos a la tierra con el propósito
de crecer y progresar, lo que constituye un proceso de toda la vida. Durante ese período, todos
pecamos (véase Romanos 3:23), por tanto, todos tenemos la necesidad de arrepentirnos. Algunas
veces pecamos por ignorancia, otras por debilidad y en otras ocasiones debido a nuestra
desobediencia deliberada. En la Biblia leemos que “…no hay hombre justo en la tierra que haga el
bien y nunca peque” (Eclesiastés 7:20) y que “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos
a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8). Amen Amen

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