Está en la página 1de 10

L A F O R M A C I Ó N I N T E L E C T U A L

Dr. Emilio Komar

Nuestra época no es muy sensible a la necesidad de la formación intelectual, simplemente

porque no es sensible a la formación del hombre en general. Cierto éxito de algunas obras que tratan la

cuestión, como la de Werner Jaeger o los libros de Scheler, no debe engañarnos. Unas lecturas no

cambian la manera de ser; a lo sumo llegan a acreditar algunas ideas nuevas. Para la formación

intelectual vale lo mismo que para la formación moral: el estudio de un libro sobre la humildad no nos

hace humilde. Para que la virtud se forme se necesita mucho más. (Filoedujon)

La formación del hombre es formación de hábitos. Bajo este último vocablo se entienden

disposiciones estables del espíritu humano, es decir del intelecto y de la voluntad que determinan al

hombre en relación con su propia naturaleza y que aún permaneciendo en el orden de los accidentes, tan

cerca están de la substancia humana, que merecen el nombre de segunda naturaleza. No se deben

confundir los hábitos con las costumbres que son habilidades mecánicas y rutinas, teniendo su sede en

los centros nerviosos. Mientras éstas carecen de espontaneidad viviente, los hábitos por ser espirituales,

participan de la capacidad del espíritu de elevar el nivel de su ser por su propia iniciativa. Los hábitos se

presentan como exigencias dinámicas de progreso o regresión; mediante ellos el hombre se dispone bien

o mal con respecto a su propio ser. No hay hábitos neutrales, sólo los hay buenos o malos, o como

decimos con otros términos: hay virtudes y vicios.

Para la mayoría de los contemporáneos la educación es información. Así se explican la exigencia

de algunos educadores en la ilustración sexual. Con una información exhaustiva pretenden resolver

problemas que son esencialmente de formación olvidando que cuando ésta es pobre o inexistente, los

conocimientos excesivos hacen más mal que bien. Los neuróticos que hubieran necesitado reeducación,

devoran libros de psicología, buscando ilusoriamente el alivio a sus torturas íntimas mediante la

información. El primer ministro francés Gambetta proponía un sólo remedio a los desastres causados por

la revolución de los comunardos en 1871: fundar más escuelas.

No importaba reparar las injusticias sociales o reformar las costumbres morales, sino combatir la

ignorancia, que según él y según numerosos hijos tardíos del Siglo de las Luces es la única fuente de los

males. Cuando se habla de la llamada cultura general, se piensa, lamentablemente, más en un conjunto

de conocimientos que en un desarrollo armónico de las distintas potencias de la mente. Antiguamente la


1
finalidad de la enseñanza secundaria fue en primer lugar darle al alumno una formación mental completa

que los habilitara para los estudios universitarios. El bachillerato se llamaba y síguese llamando todavía

en algunos países (por ej Italia y Alemania) "exámen de madurez".

Sin formación general, difícilmente pueda haber madurez intelectual, puesto que el desnivel

entre varias potencias de la mente impide el equilibrio y la solidez, componentes inconfundibles de la

mente madura.

La formación intelectual es inseparable de cierta formación moral, que el hombre tiene que

lograr no ya en vista de la perfección total de su ser, sino para imprimir a la voluntad aquellos hábitos sin

los cuales no es posible alcanzar ningún grado más elevado de la vida intelectual.

Se podría hablar así de las virtudes morales realizadas fuera de la vía maestra de la vida moral,

en una línea lateral, dirigidas y subordinadas a la perfección del intelecto (1).

De acuerdo con lo dicho cabría reintroducir en el temario de la formación intelectual las antiguas

virtudes morales.

En primer lugar la Templanza, virtud de la justa medida en los placeres y por ende de salud

mental (los griegos la llamaban "sophrosyne", es decir, salud mental). Aunque el objeto de esta virtud

esté constituido por los placeres de los sentidos, que ella procura reducir a sus reales proporciones, sin

embargo no debería resultar contradictorio hablar de templanza intelectual en una época que le toca

conocer en escala tan amplia el hedonismo, esto es la búsqueda desordenada de los placeres del

intelecto. El intelectual moderno anda a menudo detrás de las vivencias extraordinarias que suavicen su

aburrimiento íntimo, típico de las mentes alejadas del severo pero salubre clima de la verdad.

El estudio sólido a base de profundizaciones, de repeticiones (antaño se decía: "repetitio est

mater studiorum"), de rumiaciones, para llegar a ver claro y con precisión, ya no tiene muchos

partidarios.

El universitario moderno pide comida liviana, premasticada y predigerida, presentada en forma

dogmática y categórica, para evitar casi del todo el temido trabajo de pensar. Se junta a esto la exigencia

del cambio frecuente del panorama, la codicia de lo nuevo y lo último que introducen en la casa austera

de las ciencias la moda y la frivolidad. Es sabido que es antipedagógico estudiar las disciplinas según sus

versiones últimas y últimisímas, cuando no se posee la base suficiente y, como muchas veces ocurre, no

sólo se desconocen las teorías anteriores, sino no se tienen ni cuatro conceptos claros al respecto. Sin

2
embargo lamentablemente no faltan maestros ni autores que deslizándose por la misma barranca

hedonista están dispuestos a hacer cuanta concesión se quiera a un público viciado.

Sin cierta templanza intelectual es imposible evitar la tentación del efectismo y del éxito barato.

La realidad que estudian las ciencias, es como toda realidad: prosaica. La mente hedonista que busca lo

excitante y lo dramático, nunca podrá ofrecer visiones veraces de las cosas. El estudio del método poco

ayudará a quien no se ha formado hábitos buenos.

Por otra parte no se debe entender la templanza en un sentido rigorista y puritano. La templanza

no elimina los placeres, sino los restituye a sus justos límites. Al temperante que no busca el placer por el

placer, las satisfacciones auténticas no le faltan. Un saber superficial nunca puede ofrecer aquellas

profundas alegrías, que experimenta el estudioso al llegar a la visión clara de los problemas, alegrías

éstas que hacen olvidar el cansancio y restauran las energías gastadas en los esfuerzos laboriosos.

La pesadez doctoral no es fruto de la sobriedad de las costumbres, sino al contrario, es

consecuencia de un esfuerzo no llevado a fondo. El saber sólido es ágil, claro y sin embargo lleno de

vigor.

En segundo lugar cumple mencionar la Fortaleza. Las ciencias y las artes exigen lucha, porque la

realidad en la cual deben penetrar, es a menudo abrupta y ofrece resistencias. Todo investigador y todo

humanista tienen mucho de luchador. La claridad de pensamiento y el arte de guardar las proporciones

son rara vez fruto de una innata disposición apolínea, sino que son comúnmente premio para los

choques dolorosos sostenidos con la realidad, en los cuales las hipótesis personales supieron ajustarse a

las dimensiones de lo existente.

Muchos escepticismos ocultos se deben a la timidez intelectual y a la huida ante las adhesiones

vigorosas que hubieran podido imponer el deber de la lucha. El escéptico no se atreve a salir de sí mismo,

manteniéndose en una cómoda inmanencia. Pero, por no abandonarse a lo real, tampoco puede llegar a

tener conocimientos ciertos, porque la certidumbre es justamente "firmeza de adhesión de la capacidad

cognoscitiva a la cosa que se conoce" (2).

Sin embargo la mente del escéptico, como toda mente humana tiende hacia la certidumbre,

porque tiende hacia lo que realmente existe. Pero al faltarle a ésta tendencia su término natural, se le

sustituye un término postizo: el dogmatismo rígido (3). Con la actitud dogmatista se pretende disfrutar

3
del efecto de la certidumbre sin pagar su precio, imponiendo autoritariamente a uno mismo y a los

demás las verdades a las cuales íntimamente el dogmatista no se ha adherido.

De esa misma raíz de timidez intelectual brotan varios eclecticismos raquíticos y falsas amplitudes

de criterio, que tanto mal hacen a la cultura. A aquel que no se atreve a sostener una opinión propia,

porque no la tiene, no le cuesta ser amplio con las demás opiniones. Además, si no tiene una opinión

propia, porque ha esquivado la dura lucha por lo real, ¿cómo podemos esperar de él, enemigo de la lucha,

que adopte para con las demás opiniones actitudes que no sean de un pacifismo hueco?

La verdadera amplitud de ánimo es según la ética aristotélico-tomista fruto del hábito anexo al

de la fortaleza, cuyo nombre es magnanimidad. El fuerte no tiene miedo a los grandes horizontes no sólo

porque está convencido de la justeza de sus ideas, sino porque buscando en el fondo sólo la verdad,

someterá con gusto sus conclusiones a toda confrontación que se le ofrezca. Conocer la verdad es

empresa grande y no admite pequeñez de ánimo.

"Magnanimidad y visión" le pedía Platón al joven sabio (4).

Otro producto poco glorioso de la falta de coraje intelectual es la costumbre de monologar. El

filósofo o el estudioso de las ciencias expone su pensamiento sin tener en cuenta lo que dicen los demás,

tomándose un poco como única fuente infalible del saber. Hoy se está perdiendo el gusto de dialogar, es

decir, de medir el pensamiento propio con el de los demás para liberarlo de los puntos débiles y llegar a

través de la prueba de la discusión a una expresión más clara y coherente.

Antaño en las universidades los grados académicos se ganaban defendiendo las tesis propias

contra todo un fuego de objetores que a su vez se ganaban laureles arruinando las del candidato.

Un médico psiquiatra se lamentaba hace poco de que no hay ninguna comunicación entre las

varias corrientes de su especialidad: los reflexólogos ignoran la existencia de los psicoanalistas, estos a su

vez no quieren saber nada de los que siguen la psicología individual, etc. El mismo cuadro ofrecen varias

otras disciplinas. El monólogo y con él las instituciones que lo hacen posible: corrientes exclusivistas,

sectas científicas, grupos filosóficos cerrados, en los cuales la vida es soportable para cualquier mediocre,

han entrado en las costumbres intelectuales contemporáneas como algo tristemente característico. Si el

término "diálogo" se puso de moda hace algunos años, se trató más de una novedad superficial que de

un viraje serio de la mentalidad ambiente.

Hablando de la fortaleza, es necesario subrayar que es relativamente fácil conseguir gente

dispuesta a luchar hasta en el campo intelectual, con tal que la batalla no dure mucho. Todo lo que tiene
4
que ver con la lucha atrae por lo espectacular y excitante. Pero no es en las situaciones difíciles, pero

breves, en las cuales es posible lucirse, que se demuestra el carácter guerrero: la verdadera prueba lo

espera a uno en el batallar prolongado, monótono, del cual el mundo tiene poca noticia, en donde no sólo

se debe resistir a las dificultades externas, sino también al propio envilecimiento.

Sin cierta valentía intelectual es imposible ser justo, esto es, dar a cada uno lo suyo. El hombre

no deja de ser un animal social aún cuando se dedique al trabajo intelectual. Su existencia no transcurre

en un espacio vacío, sino entre otros hombres, que tienen sus ideas, y ocupa un lugar que dejaron libre

los que desaparecieron: con los vivientes y con los muertos hay que practicar la virtud de la justicia.

Es necesario reconocer el mérito de cada uno y evitar iconoclastias insípidas. Es común que los

que no saben fundamentar las tesis propias se ayuden desahogándose contra las anteriores y las ajenas.

Henri Poincaré, hablando de las doctrinas científicas que rápidamente cambian, demostraba que
sin embargo ninguna pierde del todo su valor. Lo que afirmaba Ampère de la electrodinámica, lo rechazó
Helmholz; lo que decía Helmholz lo criticó Maxwell; lo que sostenía Maxwell lo refutó Lorenz, etc. Sin
embargo todas estas teorías tuvieron su mérito, y todas ayudaron al hombre a acercarse a la verdad.
Las hipótesis son como metáforas, que pueden ser distintas y aparentemente contradictorias
aunque tengan en vistas la misma realidad. Las opiniones diversas revelan aspectos ocultos pero por esto
nada menos reales de las cosas (5). Siendo justo, el intelectual no pierde nada, sino gana mucho a los
efectos de la meta que persigue.

Finalmente, para completar el número de las virtudes cardinales, viene el turno de la Prudencia.
Como tantas otras virtudes, también la prudencia perdió su significado primitivo, del cual se conserva
sólo la parte negativa. El prudente como se lo concibe hoy, es aquel que se cuida mucho, que no se
expone a los riesgos, que no se mete en empresas difíciles y cuya vida se desenvuelve en un marco de
circunspección y prevención. Así el término prudencia adquiere hasta un sabor peyorativo, muy cercano
a la mezquindad.
Sin embargo nada más lejos que esto de la verdadera prudencia, que es virtud intelectual y
moral: intelectual, porque descubre como están las cosas y nos indica lo que conviene hacer de acuerdo
con la situación real; moral, porque inclina a la voluntad a hacer lo que de veras corresponde.
También en el trabajo científico o humanístico se presenta a menudo el problema de aquello que
conviene hacer. Una visión clara de la realidad ayuda en primer lugar a establecer los fines razonables y

5
en segundo lugar a encontrar los medios aptos para alcanzarlos. Es lícito entonces hablar de prudencia en
el campo intelectual.
Desde la época de Descartes los cultores de las disciplinas científicas y humanísticas se han
preocupado mucho más en elaborar métodos y establecer reglas fijas para el trabajo intelectual que en
formarse los hábitos oportunos. Sin embargo, el método (la palabra significa en griego: camino hacia
algo) no tiene ninguna autonomía científica, es un puro instrumento que se relaciona con determinada
realidad.
No es la realidad la que debe ajustarse al método, sino el método a la realidad y por consiguiente
no puede establecerse un método antes de conocer la realidad en cuestión. ¿Cómo podría saberse en el
caso opuesto, si el método elegido apriorísticamente nos lleva de veras a conocer la cosa que queremos
investigar?
Por esto no hay métodos universales que podrían aplicarse a toda clase de realidades, como
pensaban los cartesianos con el método cartesiano o los marxistas con el método dialéctico. Y aún dentro
del ámbito de una sola ciencia la realidad es tan variada por lo cual exige un ajuste más perfecto de la
mente a los casos distintos que el permitido por la aplicación de reglas fijas.
Hoy se exagera mucho el método y el metodologismo es una de las plagas más perniciosas de la
cultura moderna: en lugar de descubrirnos el orden intrínseco de las cosas, nos harta con el espíritu
libresco de sistema. Mientras que el método se aplica como de afuera a los actos del espíritu, el hábito de
conveniencia, siendo algo vivido y espontáneo, es una disposición implícita al intelecto y a la voluntad.
Una mente bien formada no puede pensar sino ordenadamente. Su orden es fruto de la adecuación al
orden de las cosas.
Además de la adecuación intelectual a la realidad hay la adecuación volitiva que llamamos amor.
Quien ama una cosa se ajusta al objeto amado queriendo su bien y no rebajándolo a ser mero
instrumento del bien del pretendido amante. El amor verdadero se distingue así del falso. Una madre que
ama realmente a su hijo, lo ama según le conviene al hijo; si por el contrario con el amor al hijo quiere
llenar sus afectos insatisfechos de esposa, busca sus intereses y no los de su hijo, que en casos
semejantes sufre serios menoscabos. El bien del objeto amado le imprime un determinado estilo al
verdadero amor.
Así el amor genuino al hijo es de otra clase que el amor al esposo, el amor a una causa política o
ideológica, distinto del amor erótico.
Sin embargo frecuentemente podemos observar por ejemplo en la lucha política ciertos celos y
pasiones, que traicionan una oculta hambre afectiva que poco tiene que ver con lo político o ideológico.
Algo análogo ocurre en el campo intelectual. El amor que le corresponde al intelectual es el amor a la
verdad. Es un amor clamo y firme, en el cual la voz de las otras pasiones está silenciada por la presencia
de una gran pasión: descubrir la verdad.

6
El espíritu sectario, celoso, polémico, fanático, cuando incide excesivamente en el trabajo
intelectual, habla claro que éste no ha sido querido y buscado en cuanto tal, sino que representa una
línea de repliegue de otros intereses. Muchas vocaciones políticas frustradas se refugian en disciplinas
humanísticas para continuar desde allí una lucha hecha imposible en terreno propio.
Otras veces una cátedra cuidadosamente atendida puede servir para satisfacer la sed insaciable
de sentirse amado y escuchado, y no es raro que una polémica acerba y estéril contra las autoridades
reconocidas dentro de la materia prolongue un odio infantil al padre. El progreso intelectual, si quiere ser
genuino, difícilmente podrá eludir lo que los maestros de ascética llaman purificación de las intenciones.

Ahora bien, ¿cómo se forman estos hábitos morales en servicio de la perfección del intelecto?
Se forman como todas las otras virtudes morales: mediante el ejercicio prolongado, luchando
pacientemente contra los vicios opuestos, con la ayuda del ambiente propicio y con el estímulo de los
ejemplos vivientes.
La filosofía aristotélico-tomista conoce además de las virtudes morales o éticas, las virtudes
intelectuales o dianoéticas. No es este el lugar adecuado para desarrollar ni siquiera esquemáticamente
la respectiva doctrina, que a pesar de ser sencilla en sí resultaría demasiado abstrusa para todo aquel que
sólo la conociera arrancada de su contexto total.
De estas virtudes no se habla porque se ignora su existencia. Sin embargo capacidad de
observación y de intuición, sentido crítico, mente lógica, espíritu científico, espíritu histórico, sensibilidad
humanística, son todas expresiones harto usadas que significan hábitos o virtudes intelectuales.
No es necesario que el individuo que posee muchos conocimientos sobre determinada disciplina,
tenga también su espíritu. Es bastante frecuente encontrar al estudioso de la historia que carece de
espíritu histórico o al profesor de ciencia que tiene escasa o ninguna mentalidad científica. Un gran
jurista italiano, Santi Romano, afirmaba que muchos abogados, jueces, y no pocos profesores
universitarios de la materia están desprovistos del espíritu jurídico. Las disciplinas que prefiere esta gente
son las […], por la imperfección de su desarrollo, o sea por su reciente constitución - como es el caso de las
nuevas especialidades-, no se han depurado suficientemente y pueden ofrecer terreno propicio para las
improvisaciones, locuacidades y diletantismos. En cambio es posible encontrar el genuino sentido
jurídico, el verdadero ojo clínico entre los cultores modestos del derecho, cuya razón sin embargo hubiera
perdido la rectitud si hubiesen dejado el caso concreto para formular teorías (6).
Otras veces una formación previa en determinado sentido obstaculiza la adquisición del hábito
propio para las restantes clases de ciencias o de artes. Es frecuente que una formación secundaria o
universitaria cientista imposibilite la comprensión de materias humanísticas o filosóficas. Tal es el caso
del grosero espíritu geométrico que caracteriza a tantos libros modernos de psicología. A la misma razón

7
se debe el espectáculo escasamente edificante que ofrecen médicos legos en humanidades que se
dedican a escribir libros sobre problemas culturales o espirituales.
Algunas veces en cambio una fuerte predisposición funciona cual hábito inoportuno según
sucede a aquellos maestros del derecho o filosofía que como Kelsen recibieron formación humanística,
pero sin embargo tienen un deleite especial por las construcciones monolíticas hechas a priori allí donde
cabría una mayor auscultación de la realidad.
En sentido inverso una formación literaria o humanística separada del rigor lógico hace imposible
el estudio de disciplinas como el derecho o la filosofía, que sin ser ciencias exactas exigen una capacidad
notable de recto raciocinio.
La escuela secundaria de antes, basada en el latín y en las matemáticas formaba al alumno tanto
en el espíritu geométrico como en el espíritu de finura. Ya el latín sólo llegaba a dar tal fruto polivalente.
Pero quien los estudiase no con los métodos secundarios tradicionales sino encontrándose con él en el
nivel universitario en forma de una filosofía positivista tipo Meillet llegaría a conocerlo sin adquirir los
hábitos tan vinculados con su estudio. Las unilateralidades y deformaciones pueden ocurrir también
dentro de la misma disciplina. Se decía de Sigmund Freud que combinaba una intuición genial con una
absoluta falta de espíritu crítico y rigor lógico.
De los ejemplos mencionados resulta claro que no es lo mismo el conocimiento que la formación
intelectual, que consiste en el desarrollo de los hábitos que perfeccionan al intelecto en general y
contemplando determinadas disciplinas en especial.
Para la adquisición de los hábitos intelectuales es necesario la continuidad del estudio y la
enseñanza (la repetición de actos, como decían los escolásticos).
Ahora bien, los establecimientos de enseñanza impregnados de individualismo, donde no hay
espíritu de equipo y cada catedrático tiene su método, aseguran muy poco la continuidad de estudio, que
sin embargo, es "conditio sine qua non" de toda formación intelectual. Si no es factible la renovación del
espíritu de equipo es preciso volver a la enseñanza personal según la cual un profesor o un pequeño
grupo de profesores acompañe al alumno a lo largo de toda la carrera, responsabilizándose de su
progreso.
De igual manera como las virtudes intelectuales, también los vicios intelectuales son disposiciones
estables y duraderas del espíritu y cuesta trabajo desalojarlos. El individuo que adquirió la costumbre de
hablar de una novedad científica después de haber ojeado superficialmente el libro que la traía, al llegar
a la cátedra universitaria difícilmente cambiará su manera de ser. El vicio de no saber pensar en forma
lógicamente correcta no tiene en sí ninguna tendencia a mejorarse con el tiempo sino sólo a consolidarse
y corroborarse.
Todo hábito es una disposición dinámica tendiente a perfeccionarse: dejados a sí mismos los
vicios tienden a aumentar. Por esto la lucha contra los vicios intelectuales no es menos dura que la lucha

8
contra los vicios morales. ¿Cuántos catedráticos o profesionales adelantados en su carrera estarían
dispuestos a someterse a una severa disciplina a fin de destruir un hábito malo y adquirir el
correspondiente bueno?
Por esto importa mucho más darles a los alumnos bases modestas pero sólidas, semillas sanas
del futuro desarrollo que impresionarlos y confundirlos con la erudición frondosa que a menudo sirve sólo
para cubrir fallas serias de formación.
No es fácil tratar en nuestra época el tema de la formación de hábitos, cuando la mentalidad
común en el ambiente tiene una pronunciada pendiente cuantitativa: más obras, más conocimientos,
más dominio.
El crecimiento espiritual, en cambio, no puede ser sino cualitativo.
Abriendo más escuelas, escribiendo más libros, haciendo más trabajos no se ha crecido todavía
intelectualmente. La cualidad no es reductible a lo cuantitativo.
Miles de parches de color rojo pálido, decía Pierre Duhem, no hacen tejido de color rojo vivo
¿Cuantas bolas de nieve son necesarias para encender una estufa?, preguntaba Diderot.
Centenares de catedráticos mediocres no equilibran la ausencia de uno de buena ley. Por esto en
la formación intelectual vale el dicho caro a Louis Pasteur: "omne vivum ex vivo", todo lo vivo proviene
de lo vivo. Donde no hay genuina vida intelectual, de allí no se propagará ninguna genuina vida
intelectual.
Por otra parte la formación es maduración y como tal cae bajo aquella norma de la naturaleza
que no admite saltos ni hiatos. Es un proceso lento y constante y por eso poco popular en una época
apurada e intolerante con los ritmos naturales. Al no tener esto presente en las discusiones al respecto,
se corre el riesgo de confundir la substancia con el puro barniz.
Donde no hay mayor voluntad de remontar la pendiente cuantitativa y donde se quiere con
ánimo liviano apresurar los procedimientos, allí el deber elemental de sinceridad manda que no se hable
de la formación intelectual.-

Revista "Criterio", 14 de junio de 1956.

Notas:
1. Compárese: J.Maritain,"Arte y escolástica",Ed. Espiga de Oro, pp104-105.
2. Tomás de Aquino: "In III Sent." disp. 26,2,a.4.
3. Se llama dogmatismo al procedimiento de aquellos que declinando todo examen crítico imponen
arbitrariamente una tesis. El dogmatismo nada tiene que ver con el dogma católico. Estos son verdades
de las cuales no es posible dudar, pero la teología debe probar que han sido reveladas por Dios, y por eso
no las acepta sin examen crítico.
4. "República",VI,486, a-6.
9
5. Ver opúsculo "Science et hypotese", passim.
6. Frammenti di un dizionario giuridico, pp 113 y sig.

# Subrayados y cursivas nuestros.

10

También podría gustarte