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Miguel Donoso Pareja

Krelko

Estaba allí, recortado contra el mar y el cielo apenas diferenciados por una
tenue línea. Su perfil se delineaba estilizado, debiendo admitir que su figura,
desconocida por cierto, era bella. Los cabellos, por el fuerte viento que venía
del océano, volaba hacia atrás.

El ruido del mar era hondo. Sordo. Misterioso, aunque debía reconocer que la
presencia de él le imprimía más misterio.
Krelko, por su parte, estaba estático. Sólo sus ojos verticales observaban, sin
pestañear, pues, carecía de aquellos adminículos, la figura recortada contra el
mar.

La figura, cuyas frágiles caderas remataban en dos casi equinas extremidades,


largas y delicadas, dio dos pasos.

Krelko dio también dos pasos, pero en sentido contrario, hacia atrás.
A su lado estaban sus hermanos. Ellos también, con el mismo temor, dieron
dos acompasados pasos hacia atrás, como si fuesen un cuerpo de gimnastas
rítmicos.

La figura volvió a quedar estática. Miraba al mar como si buscara en él una


aguja perdida, igual que si hubiese estado así, mirándolo, durante siglos. Es
que el mar es un poco la eternidad.

Krelko no pudo siquiera hablar con sus hermanos. Tenía la mente embotada,
sin comunicación, sin contacto. Todos estaban extasiados. La figura llenaba
sus últimos rincones, aún la coraza rojiza que no los agobiaba como se podría
suponer.

El mar estaba más azul que nunca.

El hombre sólo miraba al mar. Sobre la inmensa playa, lejana a todo vestigio de
civilización, no alcanzó a divisar señales de vida. Estaba solo con la naturaleza.
Inmenso, dueño absoluto del mar y del cielo, un poco esclavo también de su
soledad y de su paz.

Pudo, por otra parte, comprobar su vacuidad. Ni un pensamiento podía


delinear, únicamente, tal vez, cierto sentido de eternidad y quietud que nunca
antes había podido sentir. Era, no lo dudaba, algo un poco así como la muerte.

Probablemente, se dijo, es la soledad.

Krelko corrió con agitados pasitos. La figura volvióse en sentido contrario al


mar. Tuvo cierto gesto que Krelko quiso pensar que era de fastidio. Luego se
sentó y con sus manos empezó a jugar en la arena. Tapé un pequeño orificio
que había sobre la playa. Luego otro.
Los ojillos de Krelko dejaron su posición horizontal queriendo comprender. Una
honda rabia lo inundó. Después se acercó un poco más, movido por una
profunda curiosidad.

Sus hermanos, acompasando sus movimientos a los de él, también se


acercaron.

La figura tomó una posición horizontal sobre la arena. Como un militar, Krelko
se detuvo. Sus hermanos pararon sincronizadamente.

El hombre miraba directamente hacia las nubes. Estas, como movidas por
fuerzas extrañas, fueron tomando formas inauditas. Una sensación de estar
vigilado le llegó al hombre.

Se sentó y miró a su alrededor. Nada.

-Son las nubes- se dijo, con voz fuerte. Las nubes tenían raras formas que
jugueteaban en el cielo.

Krelko juzgó la voz de la figura como un grito de guerra. El y también sus


hermanos -como es natural- buscaron refugio escondiéndose en los lugares
apropiados y que desde antes, estaban construidos.

Sólo lo verticales ojos asomaban. Si hubiera sido de noche habrían brillado


como luciérnagas diabólicas.

El hombre permaneció un gran rato sentado. Luego, como impelido por un


resorte, se puso en pie. Caminó largamente a través de la playa.

La camisa flotaba contra el viento. Solamente el mar le importaba y todo


vestigio de vida le parecía inútil dentro de esa inmensa vida única. Toda vida
particular e independiente le era imposible imaginar.

Todo, incluso él, le parecía inmenso en la eternidad del mar.

"La eternidad es azul", pensó. Saboreó la frase con voluptuosidad.

Repitió, esta vez en voz alta:

-La eternidad es azul.

Krelko, y también sus hermanos, volvieron, a ocultarse. La figura caminaba una


veces en linea recta, otras casi en círculo, unas veces en un sentido y otras en
sentido contrario. Todos, encabezados por Krelko, seguían con agitados
pasitos los movimientos de la figura que ahora ya no se recortaba contra el
mar.

El hombre comenzó a sentir aburrimiento. Sobre la playa había sólo conchas


que pisaba con cierta fruición tratando de quebrarlas. Habría querido matar
algo, lo cual es -en cierto modo- vivir.
Entonces se puso a patear pequeños troncos diseminados sobre la playa.

Todos tenían formas de seres vivientes, igual que las nubes pero, al contrario
que éstas, sin movimiento, como si se tratase de un gran cementerio de
animales embalsamados.

Y no se puede matar lo que está muerto.

El hombre volvió a mirar hacia el mar. Sus ojos tenían una extraña luz cuando
hacia él miraban.

El ruido del mar era sordo y solemne.

Krelko vio que se le venía encima uno de los troncos que la figura había
empezado de nuevo a patear. Plegó los ojos y se escondió bajo su coraza.

Luego, lentamente, empezó a tomar su posición natural. Todos sus hermanos


hicieron lo mismo.

La figura empezó a tapar, con sus pies, los huecos que había en la playa. Cada
vez había más huecos. La figura, en su nueva diversión, no se alcanzaba. El
podía notar los mil ojitos verticales que lo miraban.

Krelko, sintió un odio profundo, igual que sus hermanos.

El hombre se sorprendió de ver como cada vez era mayor el número de


orificios en la arena. Miró una vez más al mar. Su mirada era casi como una
despedida y hasta podría uno creer que era una salutación. Amorosa. Serena.
Honda.

Los orificios eran cada vez más. Una extraña atracción movía al hombre hacia
el sitio donde los pequeños huecos eran más tupidos. Una especie de música
lo llevaba hacia allá, un extraño zumbido, una solemne voluntad. Algo así como
la necesidad de un encuentro.

Sus cabellos, ahora contra el mar, se alborotaron hacia delante cubriéndole


parte del rostro.

Sus flexibles caderas parecieron aún más flexibles. Había cierta fragilidad en él
como la de algo que se va a derrumbar, a quebrarse.

El hombre no miró más al mar.

Los pasitos empezaron a sonar como un tun tun agitado. Acompasado. Los
ojos verticales a veces, otras horizontales. Unas veces sólo coraza. Otras sus
cuerpos completos. Pero los pasitos iban creciendo, multiplicándose como un
mensaje.

Krelko solamente miraba.


El hombre sintió un leve dolor en una de sus piernas. Luego otro. Y otro. Mil,
miles. El dolor se fue subiendo como un gran oleaje. De los orificios pequeñitos
que lo rodeaban fueron emergiendo extrañas figuras acorazadas, las mismas
que se le subieron por las piernas hasta cubrirlo todo. Nada pudo determinar.

Ni siquiera supo lo que eran. Sólo los mil dolores crecientes por su cuerpo eran
una realidad. Luego, el contacto con la arena y los terribles picotones, o
mordiscos, cubriéndolo todo.

Quiso mirar al mar. Solamente veía una gran mancha roja.

Sintió muy cerca un sentimiento puro y absoluto de eternidad.

Krelko estaba rígido como un General. Movió sus grandes manos y empezó a
morder con ellas una oreja de la figura, cubierta ahora por corazas rojas y
voraces.

Después, dando el ejemplo, empezó a limpiar los huecos que había tapado el
hombre.

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