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Lo que sabemos es que la palabra es un poder y que, entre la corporación y la clase social, un
grupo de personas se define bastante bien por lo siguiente: son las que detentan, en diverso
grado, el lenguaje de la nación.
Pero desde este mismo momento hay que admitir el halo de nostalgia que envuelve los largos
funerales de los intelectuales clásicos. ¡Es que todos crecimos bajo la sombra inmensa de esos
famosos «grandes»! Los más sensatos de nosotros tienen plena conciencia de que nuestra
sombra será mucho más pequeña y transitoria. Hasta podría decirse, tal vez erradamente, que
nosotros, los manieristas, hemos llegado al fin del Renacimiento, que tratamos vanamente de
preservarlo, de imitarlo y hasta de volver a sumergirnos en él. (pagina 7)
En Francia, si uno forma parte de la elite intelectual y tose, Le Monde publica un artículo en
primera plana. Esta es una de las razones por las que la cultura intelectual francesa es tan
burlesca: es como Hollywood. Noam Chomsky, Understanding Power, 2002. (pagina 80)
¿Quién puede ser llamado «hombre de letras»? Voltaire da una respuesta clara y precisa: De
ningún modo se puede llamar así a un hombre que, con pocos conocimientos, cultiva un solo
género. Al que, no habiendo leído más que novelas, no hará más que novelas; al que, sin
ninguna literatura, haya compuesto al azar algunas piezas de teatro; quien, desprovisto de
ciencia, haya escrito algunos sermones no se contará entre la gente de letras […]. Las
verdaderas gentes de letras se han preparado para incursionar en esos diferentes terrenos,
aun cuando no puedan cultivarlos todos (página 82)
Además, para tener derecho a ese calificativo ambicionado, hace falta tener un gusto refinado
e inspiración filosófica. Voltaire asimila a veces al «hombre de letras» y al «filósofo», pero en
otros momentos sólo atribuye este último término a gente de letras que da testimonio de una
sabiduría excepcional. La misión del filósofo es clara y compleja: a él le incumbe preconizar la
moral elevada y, paralelamente, emplear toda su inteligencia en buscar la verdad, pulir las
maneras del pueblo, sin dejar por ello de dispensar, al mismo tiempo, instrucción a los reyes y
a los príncipes. (página 83)
Julien Benda, quien creció en una familia bien establecida y de fortuna, nunca tuvo que
preocuparse por sus medios de subsistencia. A mediados de la década de los veinte, su
condición social era la de un escritor y crítico reconocido y su republicanismo, laico y
moderado, armonizaba plenamente con los círculos de la elite cultural de su tiempo. La
actividad del intelectual, tal como él la define, no debe dirigirse hacia objetivos prácticos sino
que, antes bien, debe apuntar al placer y la satisfacción en las artes, la ciencia o la
especulación metafísica. En resumen, el intelectual no es alguien cuya actividad consiste en
conquistar ventajas materiales; por el contrario, debe declarar: «Mi reino no es de este
mundo» (página 92)
Y, mientras Benda había estigmatizado el compromiso político como una traición de los
intelectuales, de los clérigos, a su estatus y a su misión, Nizan terminaba su libro instando a la
gente de letras a atreverse a traicionar a su corporación, uniéndose a otra clase: « No es
cuestión de hacer algo por los obreros, sino con los obreros. A su servicio. Ser una voz entre
sus voces. Y no la voz del espíritu» (página 96)
Los escritores y filósofos que aparecen en el centro del espacio público como profetas
encolerizados tenían el don de irritar profundamente a Raymond Aron. El sociólogo liberal
afirmaba que, en Francia, «las ambiciones políticas de los novelistas de éxito chocan con las
ambiciones literarias de los hombres de Estado. Estos sueñan con escribir una novela y
aquellos con llegar a ser ministros»[34]. (página 99)
Aron expresa su repugnancia particular por la parte de hipocresía contenida en el discurso de
izquierda dominante y no pudo refrenar un cuestionamiento corrosivo muy próximo al tono de
un reproche: Pero ¿por qué los intelectuales no se confiesan a sí mismos que están menos
interesados en el nivel de vida del obrero que en el refinamiento de las obras y de las
existencias? ¿Por qué se aferran a la jerga democrática, cuando en realidad se esfuerzan por
defender, contra la invasión de los hombres y de las mercancías en serie, valores
auténticamente aristocráticos?[39]. (página 101)
Esa voluntad de tomar distancia le valió que varios de sus colegas lo acusaran de
antiintelectualista teórico, acusación que siempre impugnó y de la que siempre se defendió.
Sin embargo, oponiéndose a la tradición que va de Voltaire a Sartre, Bourdieu declara, sin
vacilar: «En realidad, es muy frecuente que los intelectuales se atribuyan la competencia (en
un sentido casi jurídico del término) que les es reconocida socialmente para hablar con
autoridad, mucho más allá de los límites de su competencia técnica, en particular en el terreno
de la política»[43]. (página 102)
Con todo, durante la década de los ochenta, después de la muerte de Sartre y de Foucault y
con el ocaso de la moda de la izquierda radical en los círculos intelectuales parisienses y, sobre
todo, como consecuencia de mutaciones importantes ocurridas en el posicionamiento
intelectual del mismo Bourdieu (alcanza el apogeo de la gloria con su elección en el Collège de
France en 1981), su discurso de sociólogo de la cultura experimenta un cambio de tono. El
comienzo de esa deriva hacia una posición normativa y positiva figura en un breve artículo
necrológico que dedica a Michel Foucault en 1984: [Los intelectuales] no son los voceros de lo
universal, menos aún una clase universal, sino que se da la circunstancia de que, por razones
históricas, a menudo tienen interés en lo universal […]. Hoy es urgente crear una internacional
de los artistas y los científicos capaz de proponer o de imponer reflexiones y recomendaciones
a los poderes políticos y económicos. Diré solamente –y creo que Michel Foucault habría
estado de acuerdo– que el único fundamento posible de un poder propiamente intelectual,
intelectualmente legítimo, reside en la autonomía más completa en relación con todos los
poderes[44]. (página 103)