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J O R G E PAV E Z O J E DA

Músicos y tambores en la etnomusicología de la transculturación:


Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla
y la etnografía afrocubana

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R E S U M E N : En este artículo nos interesamos a las formas de producción de la “autoridad


etnográfica” en la obra musicológica de Fernando Ortiz, como autor fundador de una na-
rrativa etnológica de la nación cubana en la cual la música afrocubana fue llamada a ocupar
un lugar central. Podremos ver la emergencia e inscripción de los agentes de la dialogía et-
nográfica —los tambores y los tamboreros de Regla (La Habana) como objetos y sujetos
etnológicos— en el texto de la representación musical.

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palabras clave: etnomusicología, tambores, historia de la antropología, estudios afro-


cubanos, Fernando Ortiz

A B S T R AC T:In this article I study the form of production of the “ethnographic authority”
in the musicological work of Fernando Ortiz, founding author of an ethnological narrative
for the Cuban nation, in which Afro-Cuban music occupies a central place. In this way, we
will be able to see the rise and inscription of the ethnographic dialogic agency—the drums
and the drummers from Regla (Havana) as ethnomusicology objects and subjects—in the
texts of music representation.

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keywords: ethnomusicology, drums, history of anthropology, Afro-Cuban studies, Fernando


Ortiz

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Sujetos y objetos de la musicología: El laboratorio etnográfico orticiano


A diferencia del “paradigma iniciático” y su producción de una narrativa
testimonial sobre el modo de acceso y captura de un texto cultural preexis-
tente (Clifford [1983] 1995), en la narrativa “realista” los mediadores de la
producción de sentido (antropólogos y “colaboradores”) desaparecen para
que el texto presente la cultura como dato anterior a la mediación, es de-
cir, como totalidad no mediada, continua y sin fisuras (Geertz 1989), en la
Latin American Music Review, Volume 37, Number 2, Fall/Winter 2016
© 2016 by the University of Texas Press
DOI: 10.7560/LAMR37203
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 209

cual se asume una misma posición y una supuesta “convergencia de in-


tereses” con los “representados” (Sklodowska 1993, 83). Al igual que para
la teoría de la “transculturación” del polígrafo cubano Fernando Ortiz y
su aplicación a la narrativa latinoamericana por Ángel Rama, el realismo
etnográfico (y más ampliamente las narrativas positivistas de la cultura
en América Latina) aparecen como “una fantasía de reconciliación de cla-
ses, razas y géneros (siendo, en el caso del primero, una fantasía liberal y
en la del segundo, socialdemócrata)” (Beverley 1999, 47). Esta “fantasía”
tuvo además, en el caso de Ortiz, una expresión explícitamente política,
que permite entender la práctica narrativa de la transculturación: tanto
en su llamamiento a la unidad de todos los bandos parlamentarios de la
vida política nacional para superar la crisis política del país (Moore 1994),
como en la alegoría de una unidad profunda en la coincidentia opposito-
rum del tabaco y el azúcar o del negro africano y el blanco de España (Díaz
Quiñones 1999), se observa una ilusión de síntesis orgánica sustentada en
un saber metafórico que desconoce el principio de contradicción y las lógi-
cas de la dominación operando en la historicidad de los conflictos.
Este artículo propone una doble lectura de la musicología de Fernando
Ortiz y su relación con la transculturación. En primer lugar analizaremos
el paso de una organología a una musicografía afrocubana, es decir, desde
el interés por el estudio de los instrumentos musicales como descripción
de su materialidad al interés por la música como escritura de su composi-
ción. Veremos que este tránsito está en gran parte determinado por las re-
laciones etnográficas que establece Ortiz con los fabricantes e intérpretes
de los tambores afrocubanos. Este análisis nos llevará a un segundo paso
analítico y descriptivo, que es el de la historia de los tamboreros de Regla
como informantes de la musicología de Ortiz y de su teoría de la trans-
culturación musical. Como una forma de contrarrestar la opacidad en la
que Ortiz mantiene el protagonismo de los tamboreros informantes, re-
construiremos brevemente la historia de tres de estos intérpretes: Pablo
Roche “Akilakuá”, Trinidad Torregrosa, y Raúl Díaz. Terminaremos esta
lectura contrastando el lugar de estos tamboreros en la narrativa orticiana
con el que ocupan los conocidos músicos compositores, Amadeo Roldán,
Gilberto Valdés, Gaspar Agüero, como trascriptores de los textos musico-
gráficos que ofrece Ortiz. La propuesta se sustenta principalmente en la
bibliografía secundaria existente sobre la música afrocubana, los textos de
Ortiz y otros autores contemporáneos a él, algunos documentos que he-
mos podido encontrar en el archivo cubano en nuestro breve paso por La
Habana hace algunos años, y las imágenes que ofrece el mismo Ortiz de
los tambores y tamboreros que incluye en sus estudios. De manera que
el objetivo de este artículo está en ofrecer una propuesta analítica para la
lectura del corpus musicológico afrocubano que pueda ser útil para futu-
ros estudios de la documentación de primera mano, considerando que la
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desclasificación documental implica no solo la producción y redescubri-


miento de fuentes sino también un reordenamiento analítico y de las cla-
ves de lectura de la documentación histórica.
La investigación sobre el lugar de los tambores y los tamboreros afro-
cubanos que contribuyeron al conocimiento etnográfico de la musicolo-
gía afrocubana, nos permite reconocer en el movimiento epistemológico
de Fernando Ortiz, no tanto el paso de un paradigma iniciático a un pa-
radigma dialógico, ni su permanente tránsito entre el “ahí” de los suje-
tos afrocubanos y el “aquí” de su gabinete etnológico, sino más bien, las
transformaciones de una escritura realista que opera como sistema ce-
rrado y se impone sobre los sujetos estudiados y sus inscripciones. Ana-
lizando la escritura etnográfica de la música afrocubana como dispositivo
de producción de la cultura, se podrá saber hasta qué punto el sabio cu-
bano se permitió acoger la polifonía gramatológica de los sujetos, aunque
sea bajo la forma de huellas referenciales (nombres propios, retratos foto-
gráficos y textuales, reconocimientos personales) y nunca de testimonios
completos o discursos propios de los agentes “informantes” —los maes-
tros “tamboreros” como intérpretes—, diferenciados de varias maneras de
los maestros “compositores” que sí obtuvieron otro estatus, como autores
de la representación etnográfica. También podremos ver si la presencia re-
ferencial del mundo de los músicos informantes de Ortiz se impone en el
texto como una necesidad narrativa para la validación de su propia auto-
ridad etnográfica en términos iniciáticos, o por la presión de los agencia-
mientos político-culturales de aquellos que contribuyen a la producción
del texto musicológico.
La dimensión dialógica que buscamos resaltar, cuando no se encuen-
tra abiertamente expuesta en una narrativa testimonial de la interacción,
puede encontrarse en el archivo mismo de la antropología, como lugar de
heteroglosia de voces y registros socialmente estratificados: como la “et-
nografía histórica debe empezar por construir su propio archivo”, esta
requiere de una teoría no sólo de lo social “sino también del rol de las ins-
cripciones de varios tipos en la producción de la ideología y el argumento
[coloniales]” (Comaroff y Comaroff 1992, 33–34). A contrapelo de este pro-
ceso, la historia de la etnografía que busque reconstituir y analizar las es-
cenas de la producción etnográfica debe “exhumar los procesos por los
cuales discursos disparates e incluso escindidos fueron fusionados en una
ideología consistente” (35), al mismo tiempo que entender los “sistemas de
expectativas” que han orientado la creación de estos archivos y sus clasi-
ficaciones por los etno-ideólogos (Stoler 2009; Zeytlin 2012). Es entonces
indispensable contar con herramientas que permitan conocer las teorías y
prácticas de las inscripciones nativas y etnológicas (registros, escrituras,
textualidades, anotaciones y marcas) que concurren en forma coordinada
o antagónica a la producción ideográfica de la etnología. Se trata de pen-
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 211

sar el lugar, el uso y el valor que se disputan en la producción del archivo


(musicológico en este caso), antes del proceso de subsunción, cooptación
o hegemonización de unos discursos por otros. En los archivos de la an-
tropología, donde se sustenta la “función-autor” etnográfica, se podrá ob-
servar el despliegue de alianzas y antagonismos, luchas de clasificaciones,
producción de secretos, transacciones y acuerdos, donde intereses y deseos
se conjugan y se enfrentan para producir una versión consistente de lo que
se decide llamar “cultura”.
En un principio, el llamado de Ortiz a “estudiar la música afro-
cubana” —la que él mismo destaca como un aspecto aún más importante
que el tabaco y el azúcar para entender la “transculturación”— propone
enfocarse etnográficamente sobre la producción musical y los producto-
res de la música (Ortiz 1945–1946, 8–11), rescatando también el método
empleado con los glosarios de afronegrismos lingüísticos, como las cla-
sificaciones por “ascendencia étnica” y el “carácter de motivos y composi-
ciones” (12–16). Esta estrategia es orientada por un nacionalismo musical
anti-autoctonista, que busca sustituir definitivamente la teoría indige-
nista ciboneyista de Sánchez de Fuentes por una teoría africanista de la
música nacional cubana (Ortiz 1940, 11; Cushman 2005; Rae 2008). Sin
embargo, el resultado de los estudios musicológicos de Ortiz (1939, 1945–
1946, [1950] 1993, [1951] 1993, 1952–1955) organiza la descripción etnológica
a partir de la descomposición anatómica —una disección organográfica—
de los instrumentos musicales que concurren a la escena de producción
e interpretación musical, produciendo con ello, no una etnografía o una
etnomusicología que implicaría describir los sujetos (compositores, in-
térpretes) y sus relaciones con los objetos (instrumentos musicales) que
participan en la acción (ritos religiosos, fiestas, enseñanza de la música),
sino una “organología” donde los sujetos son invisibilizados y serializa-
dos, como oficiantes subordinados al servicio de los objetos-instrumen-
tos: los órganos o instrumentos musicales son clasificados en categorías
y metacategorías de un sistema formal que se rige por la forma física de
los instrumentos (el método Sachs-Hornbostel), luego ordenados en una
clasificación alfabética, cada uno observado, anatomizado y diseccionado
desde diferentes ángulos (Brown 2003, 192; Chornik 2010). De esta ma-
nera, la densidad descriptiva de los textos desplegados en torno a estos
artefactos, permitirá discriminar entre objetos-especímenes y otros ob-
jetos cuya singularidad, nombre propio, fotografía e historia podrá des-
tacar entre los ejemplares, alcanzando el aura de un tambor-fetiche y su
subjetivación como personaje-cosa que se desprende de las series y cla-
ses de instrumentos e intérpretes. El descubrimiento de la importancia
del rito de consagración y de la carga mágica del órgano musical obligará
posteriormente al etnógrafo a valorar al autor e intérprete de esa carga, el
oficiante que produce el fundamento del tambor-fetiche como afirmación
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singular del instrumento vivo y su agencia, en oposición a su sentido ne-


gativo representacional o al “aura serial” de su pura reproducción (Palmié
2002; Thayer 2006; Bazin 2008; Menard 2011–2012). De manera que
cuando Ortiz tendrá que reconocer la singularidad de un objeto tambor,
se verá llevado a también a singularizar la potencia subjetiva de los tambo-
reros como autores de eventos y marcas materiales y musicales que distin-
guen y otorgan diferentes vitalidades, individualidades y sonoridades a los
tambores, sonidos que se volverán entonces la lengua por inscribir y regis-
trar como código sagrado y canónico que alimenta la transculturación. Al
mismo tiempo, la arbitrariedad de la organización alfabética de los instru-
mentos tiene el efecto de constitución de una totalidad orquestal nacional
de sello único y unificador definido como “música afrocubana”, un diccio-
nario donde se disuelven las diferencias de los conjuntos históricos y sus
filiaciones étnicas, sociales o religiosas. De esta manera, la “transcultura-
ción” musicológica orticiana opera un doble movimiento: por una parte,
se expresa en la etnología como una operación de nacionalización y diso-
lución de la diferencia y la singularidad de los sujetos intérpretes y los ins-
trumentos de la interpretación,1 y por otra parte, subjetiva la vida de los
objetos materiales como fetiches testimoniales que protagonizan la posi-
tividad de la narrativa etnológica y articulan el agenciamiento de los suje-
tos intérpretes y de las “voces” (sonidos) que los intérpretes extraen de sus
instrumentos.
Las operaciones de clasificación etnológica (que en el caso de Ortiz son
etno-nacionales) estaban también pensadas para capturar los informes e
informantes, sus voces, sus instrumentos y sus textos, subordinándolos
hasta disolver su singularidad en una gran máquina narrativa cuya autori-
dad estaba dada por su capacidad para producir un criterio “científico”, es
decir, desprendido de toda afección y positivo en sus datos. En la inmensa
mayoría de sus textos, las fuentes etnográficas de Ortiz no tienen nombre
propio ni biografías, no hablan en primera persona, y son absorbidas en
el discurso objetivista de una tercera persona neutra. Como señaló David
Brown (2003, 191–192) para los estudios de Ortiz sobre los ñañigos, aun-
que lo mismo se puede decir para los otros colectivos rituales estudiados
por el etnólogo cubano, “la sociedad abakuá, sus adeptos, y sus creaciones
no existen en, y para, sí mismas, sino como ilustraciones documentales
de categorías filológicas, históricas y antropológicas de un orden mayor”
(ver también Moore 1994; Rodríguez-Mangual 2004, 51–55).2 Si bien en al-
gún momento parece Ortiz haberse planteado el proyecto de una historia
social de la música afrocubana, que diera el espacio individual y colectivo
que se merecían los músicos como creadores e intérpretes de la tradición
musical, esta obra, como otras que anunció muchas veces, nunca se con-
cretó. Como recuerda Argeliers León ([1981] 1993, 8), la “funcional socia-
lidad de la música prometió Ortiz desarrollarla en un libro que no llegó
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a dar a la estampa, y que trataría de la historia social de la música afro-


cubana, y que al concluir este libro anunció junto al de los instrumentos
musicales, que comenzó a publicar en 1952”. Para Georges Stocking (2001,
338 y 350), los libros inconclusos o no publicados de los “padres fundado-
res” de la antropología, como proyectos de obras que no alcanzaron a ser
terminadas, constituyen el síntoma de un pensamiento antropológico atra-
pado entre el cientificismo de lo universal y el relativismo de lo particular,
tensión donde la abundancia empírica —etnográfica y documental— acu-
mulada opone resistencia a la formulación de leyes generales o universa-
les, generando así el “fracaso o frustración del impulso científico” en una
disciplina particularista como la antropología cultural. De esta manera,
el común denominador de estos “libros inconclusos” sería el de consti-
tuir “marcadores silenciosos de un punto de inflexión mayor”. En la larga
y densa trayectoria de Ortiz, los proyectos como el de la “historia social de
la música afrocubana” o el de Los negros ñañigos, mencionado este último
desde el principio hasta el final de su carrera (Díaz 2005; Palmié y Pérez
2005), parecen señalar los límites infranqueables de las opciones políticas
y epistemológicas orticianas.
Los efectos de la invisibilización de autores y productores de la llamada
“cultura popular” han sido subrayados desde varias perspectivas: ya sea
en relación a la musicología y el folklore musical, donde las creaciones po-
pulares son consideradas productos colectivos u obras “anónimas” here-
dadas de la tradición, o en la museología y la historia del arte, donde las
producciones que forman el llamado “arte primitivo” no son asignadas a
un creador individual sino a colectivos étnicos o tribales. En ambos casos,
la anonimación de músicos afrocubanos o escultores africanos, favorece
ciertos dispositivos y agentes de apropiación de las obras: ya sean las com-
pañías y corporaciones de la música que se apropian así de los derechos de
autor de obras consideradas un patrimonio “colectivo” y por lo tanto dis-
ponible para su privatización (Acosta [1983] 2005; Moore 1995), o los mu-
seos y coleccionistas de arte que reinscriben la historia de los objetos con
el nombre de sus propietarios, los que se vuelven más importantes que los
productores en la historia del arte “tribal” (Price [1989] 2012). La invisi-
bilización de la firma de autor en el “arte tribal” permite que se imponga
el pedigree (lista de poseedores del objeto) como criterio de valor tanto en
el mercado de arte como en los espacios de culto de estas obras, reprodu-
ciendo así también la jerarquía entre arte “culto” y arte “popular”, entre
el propietario occidental y el autor “primitivo”, entre las firmas de autores
blancos y los colectivos anónimos negros (Price [1989] 2012).
Inicialmente la máquina narrativa orticiana reproduce estas jerarquías
culturales a partir de la anonimación sistemática de sus informantes au-
tores o intérpretes musicales, anonimación que permite la simulación
de una unanimidad cultural por medio de la totalización descriptiva. Al
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mismo tiempo, los objetos puestos en escena (“instrumentos de la música


afrocubana”) son inicialmente presentados en función de su “pedigree”: a
qué museo o coleccionista pertenece (incluyéndose el mismo Ortiz como
coleccionista). Sin embargo, tanto en los textos como en los archivos sobre
los que se sustenta esta narrativa se pueden rastrear las huellas, anotacio-
nes, textos, grafismos y marcas dejadas por los informantes etnográfi-
cos de Fernando Ortiz —músicos, compositores, interpretes y escultores
de instrumentos como los tambores— a lo largo de su trayectoria de in-
vestigación, lo que nos permitirá acercarnos precisamente a la disfuncio-
nalidad de los dispositivos de captura e invisibilización, tanto como a las
tensiones y crisis a las que se ven sometidos los saberes alegóricos de las
estrategias narrativas orticianas y su proyecto de integración cultural.

Del gabinete organológico al laboratorio musicográfico


Artefactos musicales, marcas gráficas, trayectorias individuales y lenguaje
colectivo se conjugan para producir la música popular, y esa conjugación
es precisamente de lo que da cuenta el texto orticiano, a pesar de estar pro-
duciéndose constantemente ante él. Por eso, la reducción biológica de las
clasificaciones del “joven Ortiz” se volverán en el “viejo Ortiz” una reduc-
ción de la música a la descripción técnica de su instrumental, en torno al
cual se despliegan algunos nombres propios, historias y descripciones de
mecanismos y usos, como si todos se sometieran a la soberanía técnica del
objeto. En sus inicios, por su focalización en la tecnología instrumental,
esta etnomusicología organológica no dependerá de una relación etnográ-
fica, sino que se bastará con una importante cantidad de instrumentos in-
cautados por las redadas sorpresas de la policía en los plantes ñañigos, las
ceremonias santeras y los ritos paleros. En este sentido, se puede decir que
Ortiz y los policías trabajaron juntos durante toda la primera mitad del si-
glo: el control de los objetos “paso de las manos de la policía a las de los et-
nógrafos” al mismo tiempo que por medio de ese intercambio, “una mano
lavó la otra” (Brown 2003, 157).
Así por ejemplo, la redada efectuada el 20 de mayo 1914 a la poten-
cia Eforí Muna Tanzé, de la cual resulta heroizado el policía de Pogolotti,
Estanislao Mansip, abastecerá al etnólogo Ortiz, el médico Israel
Castellanos y el criminólogo Rafael Roche de muchos de sus ejemplares
de estudio para los siguientes cuarenta años. El tambor conocido como se-
séribo incautado en esa oportunidad devendrá en el tipo que Ortiz llamará
“sesé criollo” o “sesé de copón”, con sus plumeros y los mokuba esculpi-
dos, y resulta un objeto clave en la revisión histórica de la música abakuá
en Cuba ofrecida en la enciclopedia orticiana bajo la rúbrica Ñ: “tambo-
res ñañigos”. Este tambor seséribo, conservado en el Museo Nacional, es
comparado con otro sesé, requisado en 1902 y conservado en el Museo
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 215

Montané (Ortiz 1952–1955, 5:63–64), comparación por medio de la cual


Ortiz va a identificar el primero como un sesé “criollo”, en oposición al se-
gundo que sería un sesé “arcaico” de formas “africanas” mas puras, com-
parando a ambos con otro observado en un plante de la “potencia” abakuá
Ebion Efó en 1927, ceremonia a la cual asistía probablemente en compañía
del compositor Amadeo Roldán. Aprovechando la rotura del cuero del “sesé
de copón” de la potencia Eforí Muna Tanzé, Ortiz examina el contenido
del copón sagrado preparado por el oficiante del rito, Nasakó (5:67), encon-
trando en su interior “depósitos de materiales oscuros, informes e impo-
sibles de identificar”, y precisando que “años después pudimos saber que
eso era, de hecho, la ‘carga’ del sesé” (5:75). Con exámenes de laboratorio,
Ortiz identifica cuatro cargas específicas que, señala, protegen a los cua-
tro dignatarios de una potencia (Iyambá, Mocongo, Empegó e Isué), lo que
lo lleva a diferenciar entre este sesé namokimban, con carga de “brujería”
Efó, propia de la fusión religiosa reformista del abakuá Andrés “Kimbisa”
Petit, y el sesé “vacío” de tipo Efi. Para Ortiz, Andrés Petit, el “reformador
protestante” de Abakuá, habría introducido el seséribo de copón, cerrando
el fondo para cargar el tambor con “brujería” (como “cargas” manáticas)
que pudiera proteger a los primeros blancos recién introducidos a abakuá
(5:74). Esta lectura fetichista del objeto tambor que se potencia con “car-
gas” mágicas, nos acerca a las relaciones entre la tecnología musical, la tec-
nología de la escritura y la magia, y a las formas de su mutua afectación y
potenciación, como se ha estudiado más recientemente para los amuletos
gráficos e incantaciones escritas que se insertan al interior de los tambores
batá para consagrarlos (Marcuzzi 2011). Sin embargo, después de todo un
proceso de auratización del objeto tambor y sus atributos mágicos, Ortiz
rebaja la importancia de la carga del sesé, recentrando el “fundamento” se-
creto del tambor ya no en su forma e inscripción material sino en la me-
diación oral entre la magia y el objeto, apuntando al sonido del tambor
Ecué como “el verdadero secreto . . . la palabra de Nasakó”, y reinstalando
así al intérprete musical como núcleo del fundamento abakuá, pero en
forma metafísica, sin haberle antes prestado atención al modo de existen-
cia del músico mismo, sin el cual “Ecué seguía callado” (Ortiz 1952–1955,
4:75–76; ver también Brown 2003, 164–166). En cambio, los informantes
de Lydia Cabrera, Jacinto y Policarpo Semaná, vuelven a subrayar la im-
portancia de la materialización del poder mágico de los tambores, desta-
cando como cuestión clave de la potencia Eron Ntá, su posesión de un sesé
eribó que “fue, por los méritos personales de [Jacinto] Semaná y el compa-
drazgo que les unía estrechamente ‘cargado’ por el gran Andrés Facundo
Cristo de los Dolores Petit” (Cabrera 1958, 24). La cuestión de las cargas
mágicas de los tambores que actúan como potencias fetichistas afirma-
tivas, muestra una parte de las contradicciones y distancia entre lo que
dice buscar Ortiz (valorar funcionalmente un sonido), lo que realmente
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hace (describir positivamente los objetos, registrando la singularidad má-


gica de algunos de ellos), y lo que perciben y practican los adeptos, devotos
y cultores de la música afrocubana (la relación histórica indisoluble entre
el agente, el sonido y el objeto).
En relación al simulacro de 1889, cuando la sociedad abakuá intentó
“desaparecer” como organización, otorgando un “falso” triunfo a la poli-
cía que de esta manera dejaría de perseguirla activamente (Brown 2003;
Palmié 2006; Miller 2009), el mismo Ortiz establecerá que las poten-
cias abakuá fabricaron y entregaron atributos “judíos”, “no consagrados”,
o sea, “falsos tambores ñañigos”, a la policía y los tribunales, para pre-
servar los suyos “reales” u “auténticos” (Ortiz 1952–1955, 4:49). A estas
reproducciones “facsimilares”, solo les faltaba la “carga [mágica], la consa-
gración de los [cueros de] chivos, y los rezos invocatorios requeridos”. De
esta manera, el performance de 1889 “potenció mas que arruinó” el se-
creto abakuá, mostrando que “el secreto puede ser ‘algo’, o puede no ser
‘nada’ y aún así cumplirá con su efecto social y político” (Brown 2003, 151).
Sesenta años después, orientado a la producción de un juicio “experto”
sobre los problemas de autenticidad y verdad de los objetos afrocubanos,
Ortiz esbozará en su monografía sobre los tambores batá de la religión
santera, una suerte de colección canónica de los tambores “auténticos”
(consagrados con “aña” o “fundamento”), listando veinticinco juegos de
batá construidos en Cuba desde la primera fabricación de un juego por el
olúbatá Atandá, y asociando a estos tambores unos veinte olúbatá consa-
grados como tamboreros autorizados (Ortiz 1952–1955, 5:320). De esta ma-
nera, el etnólogo se vuelve la autoridad que certifica la autenticidad de los
tambores batá “originales” o “con fundamento” y valida los linajes autori-
zados a practicarlos, sin que ningún otro discurso sea aquí llamado a co-
rroborar este arbitraje respecto a la pureza de la tradición.
En los años 1920, mientras Ortiz avanzaba en investigaciones histórico-
filológicas sobre las agrupaciones afrocubanas (“Los cabildos afrocuba-
nos”, 1921; “Los negros curros”, 1924), la herencia lingüística africana
(Glosario de afronegrismos, 1923) y el rescate del folklore como ciencia de
lo nacional popular (los Archivos del folklore cubano), poetas y músicos ha-
baneros se acercaban con cada vez más interés a las expresiones musica-
les y poéticas que surgían de la ritualidad y la festividad afrocubana. Los
músicos compositores Ignacio Piñeiro, Amadeo Roldán, Alejandro García
Caturla y Gilberto Valdés, y los escritores, dramaturgos y poetas Alejo
Carpentier, Ramón Guirao, Marcelino Arozarena, y Nicolás Guillén, ini-
ciarán el movimiento de letras y sonidos del afrocubanismo (Pérez Firmat
1989; Moore 1995, 1997; di Leo 2001; Cushman 2005; Rae 2008; Park
2012). Tanto Piñeiro como Roldán serán pioneros en la incorporación de
letras y sonidos abakuá en sus composiciones, Piñeiro por ser él mismo
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 217

iniciado de la potencia abakuá Eforí Enkomó de Pueblo Nuevo, y Roldán


por interesarse tempranamente en asistir a plantes y ceremonias de los
criminalizados ñañigos. Roldán colaborará con Carpentier desde el año
1923 cuando empiezan a trabajar en obras conjuntas de ballet (Carpentier
1946; Moore 1997; Cushman 2005; Rae 2008), mientras que ese mismo
año, Piñeiro compone “Los cantares del abakuá” (Miller 2009). De esta
manera, la música polirítmica, antifonal (o “responsorial”) de los ritos
abakuá y su métrica de seis octavos, así como los coros de clave, conso-
lidados desde la prohibición de los tambores en 1884, van siendo amplia-
mente reconocidos a la vez que reducidos a la escritura musical occidental
(Carpentier 1946; Agüero y Barreras 1946; Ortiz [1951] 1993). Al mismo
tiempo, el emergente son habanero cultivado por las agrupaciones de sex-
tetos va a permitir composiciones inspiradas en el lenguaje y la cultura
abakuá (Moore 1995) —como las creaciones “Errante o Ecué”, “Chévere”
y “Con su guaraguara” del Iyambá de Sangirimoto Efó, Santos Ramírez
(Miller 2009)—, así como se observa un proceso de recuperación de va-
lores e instrumentos de la rumba en la música comercial consumida por
los sectores blancos de la población (Moore 2005). En 1927, Piñeiro crea el
Sexteto Nacional mientras los hijos de Julio Chappotin, Félix y Miguel, de
la potencia Ikanfioró, crean el Sexteto Belén, y un autor de la élite vanguar-
dista como Alejo Carpentier escribía su novela Ecué Yamba Oh! en la cár-
cel, después de “tropezarse” con Lydia Cabrera en un “plante” en Marianao
(Park 2012). Ese año también, Ortiz empieza sus primeras colaboraciones
con el maestro Amadeo Roldán, visitando plantes abakuá y estudiando la
pluritonalidad de los tambores, por ejemplo las tres notas del bonkó (Ortiz,
1952–1955, 4:85, donde se menciona la visita conjunta al plante de Ebion
Efó el 16 de julio de 1927). El año siguiente sigue la efervescencia creativa
inspirada en buena parte por el mundo abakuá: Carpentier y Roldán pre-
sentan el ballet La rebambaramba con la Filarmónica de La Habana (Rae
2008), mientras que en Regla se presentaba la obra teatral Apapá Efí o
por culpa de un ñañigo, cuyos participantes serán sancionados por los mis-
mos abakuá por revelar secretos iniciáticos (Ortiz [1951] 1993, 341). Felipe
Neri Cabrera del Sexteto Habanero escribe la canción “Criolla Carabalí”,
la primera que usa lenguaje brícamo en su texto, y Ramón Guirao publica
su poema afrocubanista “Bailadora de rumba”. Toda esta efervescencia
se verá en parte mermada por el progresivo endurecimiento del régimen
del dictador Gerardo Machado, lo que llevará a Fernando Ortiz y muchos
otros al exilio en los Estados Unidos. Entre los estudiosos, existe hoy un
cierto acuerdo para establecer que esta etapa de exilio lo llevará a una
nueva concepción práctica y política de sus relaciones con el mundo afro-
cubano (Iznaga 1989; Ibarra Cuesta 1990, 1342; Coronil 1995), a un posi-
cionamiento estratégico en relación al africanismo transnacional liderado
218 ■ J O R G E PAV E Z O J E D A

por Melville Herkovitz, Richard Patee, Arthur Ramos, Jean Price-Mars y


otros (da Cunha 2007, 239), conservando al mismo tiempo la matriz epis-
temológica de su pensamiento (Moore 1994; Rodríguez-Mangual 2004;
de Barros 2012).
El año 1933 en el que cae la dictadura de Machado y que Ortiz vuelve
de su exilio, Carpentier publica su primera novela, escrita en la cárcel con
título y trama ñañiga, Ecué Yamba Oh! (Rae 2008; Park 2012), Nicolás
Guillén su poemario musical Songoro Cosongo donde reconoce influen-
cias del Sexteto Habanero (León [1974] 1984, 141), e Ignacio Piñeiro pre-
senta públicamente con el Sexteto Nacional el género de su invención,
la “clave ñañiga”. Esta presentación de la clave de seis octavas con fraseo
abakuá, inspirada en los “coros de clave” de finales del siglo XIX, le valdrá
a Piñeiro ser suspendido de su potencia Eforí Enkomo por “revelar secre-
tos musicales” (Miller 2009), habiendo sido previamente impedido de ob-
tener el grado de Enkrikamo abakuá por su uso del lenguaje abakuá en
sus creaciones musicales (Miller 2000, 186–187). Es decir que la música
afrocubana —el “fraseo” musical y la “oración” como lengua y plegaria,
la sonoridad del lenguaje y sus potencialidades para la escritura— estaba
permeando las artes y la sociabilidad cubana, inaugurándose así la lla-
mada “edad de oro” de la música en Cuba (Moore 1997). Fernando Ortiz
no estuvo ajeno a este movimiento y el rumbo de sus investigaciones se
verá claramente influenciado el intento de una purificación de la música
popular para su aceptación y valoración por parte del público y su tole-
rancia por las autoridades (Courlander 1944; Moore 1995). A mediados de
estos años treinta se inicia entonces la etapa etnográfica de mayor apren-
dizaje para Ortiz, la que alcanzará una forma textual acabada recién en
los años cincuenta. Estas obras tardías, resultado de la inmersión de Ortiz
en la música y los bailes afrocubanos, mostrarán tanto la extensión como
los límites del conocimiento y del enfoque orticiano para el estudio etno-
gráfico de la música afrocubana. En lo que sigue, queremos entender este
proceso siguiendo de cerca las huellas textuales que el etnólogo fue de-
jando sobre sus principales informantes y colaboradores.

Músicos “informantes”: Los “tamboreros de Regla”


en el laboratorio de la transculturación

Pablo Roche “Akilakuá”


Pablo Roche “Akilakuá” (“brazo poderoso”) fue a mediados y finales de los
años 30 el principal músico afrocubano colaborador de Fernando Ortiz
en sus investigaciones sobre la música sagrada. El oluaña (maestro con-
sagrado para los tambores del conjunto aña o batá) Akilakuá era hijo de
Andrés Roche apodado “El Sublime”, quién había aprendido y se había
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 219

consagrado en los tambores batá con los africanos que trajeron con ellos
los conocimientos de su fabricación e interpretación. El olúbatá Andrés “El
Sublime” heredó el tambor batá bautizado Añabí, en honor a su primer
dueño Juan “El Cojo” Añabí, quién hacia 1830 solicita al agbegüi Filomeno
García “Atandá” esculpir un conjunto aña para él, el primero consagrado
con su “fundamento” en la isla de Cuba (Ortiz 1955, 310). Pablo Roche he-
redó este conjunto batá de su padre, y también un segundo juego aña ju-
rado por Atandá y Añabí, bautizado metonímicamente Atandá, para el
cabildo Yemayá de Ño Remigio Herrera “Adechina” en Regla, los cuales
habrían sido alguna vez requisados también. Todo este relato sobre la fa-
milia y el patrimonio del maestro Pablo Roche se encuentra en la “historia
de los tambores batá en Cuba” redactada por Ortiz a partir de los infor-
mes del músico (Ortiz 1955, 315–316), mientras que Trinidad Torregrosa
(1965, 18) recuerda que Roche, al igual que los músicos Aguedo Hinojosa,
Jesús Pérez y el mismo Trinidad, fueron presentados a Ortiz por “Pepa”
Josefina Herrera “Echubí”, dueña del cabildo de Regla e hija de Ño Re-
migio “Adechina”. Fernando Ortiz no dio a ningún otro sujeto individual
afrocubano un lugar tan preponderante en su texto y tampoco en la his-
toria afrocubana, destacando así Akilakua como personaje histórico, más
que como colaborador o “informante” de los trabajos de investigación. Al
prestigioso linaje religioso musical del tamborero del cabildo de Regla, se
suma su oficio de agbegüi consagrado escultor de tambores sagrados. Es-
cribe Ortiz al respecto:

Ha fabricado y jurado varios juegos de batá-añá. Dos en 1943, uno para


el olosáin Gregorio Torregrosa, más conocido por Goyo, muerto el 22 de
abril de 1949, cuyos batá están en el antiguo cabildo de Yemayá en Re-
gla, hoy regido por la yalocha Beba; y otro juego, de caoba, para el ex-
celente olúbatá José Calasanz Frías a quien llaman Moñito. Otro juego
hizo Okilákpá en 1950 para el mismo alaña Sr. Frias. (Ortiz 1952–1955,
5:319)

El protagonismo de Roche en la trayectoria musicológica de la investiga-


ción orticiana se remonta a la vuelta de Ortiz de su exilio en los Estados
Unidos, cuando se acerca a los cabildos santeros y sus ceremonias y fies-
tas. En 1936, el mismo año de fundación de la Sociedad de Estudios Afro-
cubanos y de reorganización de las comparsas carnavaleras en La Habana,
Ortiz convoca a un inédito espectáculo de música afrosacra con tambo-
res batá en el Teatro Campoamor de La Habana, introducido por lo que
él mismo llamó su “conferencia ‘libertadora’”, intitulada “La música re-
ligiosa de los yoruba entre los negros cubanos”, logrando la difusión pú-
blica y radiofónica comercial de la música para batá (Ortiz 1946, 19–60;
Ortiz 1955, 322; León 1984, 42). En el evento, el “conferenciante” actúa de
220 ■ J O R G E PAV E Z O J E D A

maestro de ceremonia y de alguna manera de director musical. Después


de un desarrollo etnohistórico sobre los tambores y la música que identi-
fica como “yoruba”, presentará los tambores (no así los tamboreros): “Pase-
mos ahora a la demostración musical. / Primero. Tocará solo unas notas el
Okonkólo. / (Así lo ejecuta el músico correspondiente). / Ahora el tambor
Itótele. (Este suena unos compases). / Y ahora el Iyá. (Este tañe en los dos
cueros del tambor algunos ritmos). / Ahora tocaran los tres tambores jun-
tos” (Ortiz 1946, 30).
Luego de lo cual, viene un “programa de los ritmos tañidos por los
batá”. Veinte años después, Ortiz, como para potenciar la épica de su tra-
yectoria asociándola a la de los batá en Cuba, señala que él había “pro-
fetizado” en 1930 que los batá (aquí se cita a él mismo para probar su
profecía auto-cumplida) “algún día saldrán de sus templos para resonar
por el mundo [. . .] Los batá son los instrumentos de más mérito de la mú-
sica afrocubana y su salida al limpio, su aparición en los parajes libres de
fronda religiosa, será saludada por la complacencia artística de la música
universal” (Ortiz 1952–1955, 5:322). Además de la complacencia que mues-
tra específicamente con estos tambores con los cuales Ortiz alimenta el
mito de su propia figura —tardíamente, escribe también que “toda la no-
menclatura yoruba y vernácula de los batá fue publicada por mí en 1906”
(Ortiz 1952–1955, 5:340)—, interesa destacar aquí que nada de lo que ocu-
rrió en el Teatro Campoamor, el día 30 de mayo de 1936, hubiera sido posi-
ble sin el compromiso del kpuatakí (director de conjunto batá) “Akilakuá”
Roche con su tambor iyá, y sus compañeros Aguedo Morales con el itótele
y Jesús Pérez, de diecisiete años, con el kónkolo, conjunto de batá construi-
dos por el mismo agbegüí Akilakuá, por cuenta de Ortiz, quienes luego se
los entregaran al compositor vanguardista Gilberto Valdés para ser incor-
porados a su Orquesta filarmónica, aunque Ortiz señala en 1955 que este
director ya “no los conserva” (Ortiz 1952–1955, 5:324).
A los cuatro años del evento, Ortiz publica la citada conferencia y un
artículo programático “Estudiemos la música afrocubana” en la revista
Estudios Afrocubanos de la Sociedad homónima. Junto al texto de la con-
ferencia, publica dos fotografías que muestran el conjuntos batá liderado
por Akilakuá y la escena de presentación de los toques y bailes sobre el es-
cenario del teatro, sin que sea mencionado el nombre de ninguno de los
artistas presentes. El único personaje identificado en las fotografías es el
mismo Ortiz, de pie a un costado del escenario, como “el conferenciante”
que autoriza y explica el acontecimiento (Ortiz 1946, 18–60). Quince años
después en cambio, Ortiz también ofrece dos fotografías de “Brazo Po-
deroso”. La primera es reproducción de la misma foto del trío de batá de
publicó en los Estudios Afrocubanos, pero ahora identificado con nombre
propio como kpuatakí con su “orquesta de batá”. La otra fotografía es un re-
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 221

trato de primer plano, donde también se le identifica con su nombre, ape-


llido y jerarquía musical (Ortiz 1952–1955, 5:235 y 323). En el mismo texto
el autor lo describe como “moreno cubano, hijo de padres criollos y nieto
de cuatro abuelos africanos, que comprenden arará, lucumí y gangá [. . .]
representa la tercera generación en Cuba de una familia de aláña que pro-
bablemente procede de otras generaciones remotas de tamboreros” (5:323).
Sin duda que el evento fue un turning point en la historia de la etno-
musicología afrocubana, tal como lo ha resaltado Argeliers León (1965,
[1981] 1993). Sin embargo, se trata de un giro lleno de ambigüedades: por
una parte, se mantiene el anonimato y la despersonalización de los inter-
pretes de la música afrocubana subsumiendo los sujetos bajo la fetichiza-
ción organológica de los tambores cuya sacralidad esta llamado a testificar
la vigilancia del etnólogo; por otra parte, la escena de los tambores sagra-
dos sonando en el Teatro Campoamor está llamada a redefinir el lugar
de lo sagrado y lo profano, los límites y espacios de la ritualidad; y final-
mente, el coming out de los tambores sagrados de la mano de Fernando
Ortiz habría marcado “una nueva forma de trabajo: su recurrencia al in-
formante [. . .] con los tamboreros y conocedores de los cultos de santería:
Pablo Roche y Alberto Zayas, como fueron después, entre otros, Trinidad
Torregrosa y Raúl Díaz, cuyos aportes a la información reconoció en la
Introducción de este libro [de 1951]” (León [1981] 1993, 15). Es sugerente que
el tamborero abakuá Alberto Zayas, quién se introduce en el laboratorio
orticiano en la misma época que Pablo Roche, sea invisibilizado por Ortiz
en las obras que dan cuenta de esta época. Zayas en cambio se volverá el
principal informante de Harold Courlander durante su estadía en Cuba en
1941, y ante el norteamericano este músico celebra el empeño de Ortiz en
cambiar la visión de las élites cubanas sobre la música negra (Courlander
1944). Argeliers León observa un giro y una diferencia en la relación de
Ortiz con los informantes, negándole calidad de tal a los colaboradores
anteriores: “desde sus trabajos más tempranos de búsqueda informativa,
Ortiz recurrió a muchos viejos, algunos africanos que quedaban ya muy
ancianos, pero fueron más en el plano de las entrevistas muy generales y
como para corroborar algún que otro dato, que el trabajo más amplio que
abordó, para aquella conferencia [de 1936]” (León [1981] 1993, 15). La poca
relevancia que León le otorga a los “viejos africanos” como informantes
claves del “jóven Ortiz”, parece motivada por un afán de desligar comple-
tamente al “viejo Ortiz” del racismo de su juventud. En cambio podemos
ver en 1936 un giro en el tipo de búsqueda que Ortiz emprende con los
“informantes” afrocubanos, orientándose decididamente a la colaboración
significativa con sujetos definidos por sus “especialidades”, y ya no por su
“raza”, criminalidad o procedencia étnica, como lo hizo en su juventud
(Ortiz 1917). Sin embargo, tampoco se puede considerar una ruptura entre
222 ■ J O R G E PAV E Z O J E D A

una etapa y otra ya que la obra madura de los años 50 está llena de refe-
rencias a los “viejos africanos” que entrevistó y lo informaron durante los
años 10 y 20.
Se trata entonces de un giro metodológico más que epistemológico, que
sin embargo tendrá consecuencias que el mismo Ortiz no sabrá sopesar,
siendo la principal de ellas el problema del control de la difusión y circula-
ción de los conocimientos musicales esotéricos, su banalización, estanda-
rización y comercialización, hecha posible por la aparición pública en un
escenario profano. Si la apuesta de Ortiz era la dignificación de la música
afrocubana por su reconocimiento elitista como música sacra, purificada
y autentificada por la etnología como una “reserva” o “reducto” cultural
africano, el resultado no fue muy exitoso: su formalización etnomusicoló-
gica contribuyó a su rigidización y a la pérdida de la creatividad ritual, la
élite no cambió mayormente su opinión estigmatizada de las “cosas de ne-
gros”, y los músicos “informantes” recibieron importantes reprimendas y
a veces castigo de los especialistas rituales que los acusaron de difundir
secretos religiosos (Torregrosa 1965; Guiteras Holmes 1965; Moore 1995,
2006). En cambio para el mismo Ortiz esta performance fue muy bene-
ficiosa: además de contribuir a la épica del héroe liberador de la cultura
afrocubana y de la “integración de blancos y negros”, se inició para él todo
un programa de investigación etnomusicológica que resultará en los volu-
menes musicográficos de los años 50:

Inmediatamente después de aquella conferencia, Ortiz emprendió al-


gunos viajes a provincias, hasta hacer algunos recorridos más sistemá-
ticos después de 1940, que aunque no pudiéramos hoy definirlos como
verdaderas investigaciones de campo, junto a un trato creciente con in-
formantes que concurrían a su gabinete de trabajo, le situaron en el
umbral de incorporar, a sus procedimientos de investigación, los apor-
tes y los valores individuales, las características y visiones personales, el
papel, en fin, de cada hombre representante de la capa social en la cual
encontraba una información que respondía a unas determinadas for-
mas de vida, pero que todavía diluía en una noción generalizadora de:
la vida del negro en Cuba. (León [1981] 1993, 15)

Como dijimos, en la obra en cinco volúmenes publicada entre 1952 y 1955,


se insertan las mismas fotos que acompañan la conferencia publicada
en 1946, pero se identifican cada uno de los tamboreros. En esos trece a
quince años de intervalo, Ortiz hace espacio para recordar los sujetos. De
esta manera, se instala en las obras una contradicción nunca resuelta: por
una parte, los tamboreros como sujetos creadores de interpretaciones mu-
sicales y agentes de una forma de sociabilidad artística y religiosa se insta-
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 223

laban en el texto como coproductores del conocimiento etnomusicológico,


mientras que al mismo tiempo “la enorme acumulación de citas tomadas
de las más dispares fuentes, le hizo, equivocadamente, negar una capaci-
dad estética, una forma conciencial artística del africano, que en otras lí-
neas del libro [de 1951] admitió y defendió, y que ahora cede como si fuera
el europeo el que poseyera este molde y patrón de lo concebible como esté-
tico” (León [1981] 1993, 13).
Luego del evento del Teatro Campoamor, los textos no muestran nue-
vos proyectos conjuntos con Akilakuá,3 aunque el etnólogo africanista
William Bascom habría conocido a Pablo Roche durante su visita a Cuba
en 1948, posiblemente introducido por Fernando Ortiz (Palmié 2007, 97).
Sin embargo, en los años 50 no faltarán las muestras de mutuo recono-
cimiento entre Roche y Ortiz. Mientras que el oluaña aparece como per-
sonaje clave en la monografía que Ortiz destina a los tambores batá, en
el mismo año en que esta se publica Akilakuá participa de un grupo de
“decanos y miembros del grupo de tamboreros yoruba en Cuba” que “en
nombre de todos los tamboreros olu-aña que quedamos en Cuba y de los
descendientes de los africanos que hoy nos enorgullecemos de la Repú-
blica de Cuba”, adhieren al homenaje para

quien tanto a hecho por el estudio y la comprensión de nuestras tra-


diciones de los antepasados [Fernando Ortiz], muchas de las cua-
les hoy forman parte del folklore nacional de nuestro pueblo cubano
[.  .  .] Así blancos como negros estamos unidos para asegurar la com-
pleta integración de la sociedad cubana, nuestra patria común, y su fu-
tura prosperidad por la unión fraternal de todos. Por estas razones le
manifestamos a Ud. nuestra cordial adhesión a dicho homenaje y el
deseo de tomar parte en él de una manera ostensible tocando con los
tambores rituales algunos de los himnos que heredamos de nuestros
abuelos.4

Además de Pablo Roche, firman esta adhesión cinco tamboreros, dos de


los cuales habían colaborado estrechamente con Fernando Ortiz en los
últimos quince a veinte años: Trinidad Torregrosa y Raúl Díaz.5 Es nota-
ble que tanto Roche como Torregrosa ya aparecían organizados como re-
presentantes públicos, en lo que Ortiz califica como el primer “sindicato”
de tamboreros, al publicar un documento intitulado “Circular a los san-
teros” y fechado en 1950, donde Roche, Somodevilla, José Valdés Frías y
Torregrosa plantean en varios puntos cuales son las condiciones mínimas
que deben proveer las casas de santo para que los tamboreros ejerzan su
labor en adecuadas condiciones (p. ej., alimentación, lugar de descanso,
retribución) (Ortiz 1952–1955, 5:314–315). Como en otros contextos (Pavez
224 ■ J O R G E PAV E Z O J E D A

Ojeda 2015), el laboratorio etnográfico se constituye en una agencia polí-


tica para los colaboradores, sujetos e informantes de la etnología.

Trinidad Torregrosa
Hemos mencionado varias veces a Trinidad Torregrosa, quién será proba-
blemente el más fiel de los “informantes” de Fernando Ortiz. Tamborero
consagrado “E Meta Lóken” de su olúbatá (Ortiz 1952–1955, 5:310), Trinidad
señala haber sido presentado a Ortiz por la misma Pepa Herrera “Echubí”,
probablemente desde mediados o finales de los años 30 ( Torregrosa 1965,
18; Guiteras Holmes 1965, 7). Ortiz había seguramente conocido a Echubí
varios años antes, él como presidente honorario de la Sociedad Santa
Bárbara, y ella como iyaloricha del antiguo cabildo lucumí de Regla. Entre-
vistado por Calixta Guiteras y Miguel Barnet en 1965, Torregrosa cuenta
que Echubí lo había recomendado a Ortiz como “persona que sabía del
tambor y la lengua yoruba” (Guiteras Holmes 1965, 5). Trinidad recuerda
que en los eventos del cabildo de Pepa Herrera en Regla, Ortiz “le pregun-
taba a ella por el padre [Ño Remigio Herrera], de cómo hablaba, cómo can-
taba, que creía del sol, que comía, todo [. . .] Ortiz preguntaba muchísimo.
Pero con elegancia y respeto [.  .  .] el respeto era lo que lo caracterizaba”
( Torregrosa 1965, 18). En cuanto a la colaboración etnográfica, Trinidad
señala que el objetivo estaba claro desde un principio: “Lo primero que
me pidió [Ortiz] fue que le cantara todos los cantos de la santería. Que-
ría escribirlos en papeles de música. Entonces yo me busqué a Raúl Díaz,
más conocido por Nasacó y empezamos. Un tal Agüero nos ayudaba es-
cribiendo las notas. A veces teníamos que cantar más de cinco veces un
mismo canto” (18).
Torregrosa presenta su propia biografía en la filiación de aquella rama
de tamboreros de Regla inaugurada por Juan “El Cojo” Añabí, continuada
por Andrés “El Sublime” y su hijo “Akilakuá”. Cuenta Trinidad que es de
hecho Andrés Roche el que “me pusiera entre las piernas el tambor se-
gundo, itótele, consagrándome uno de los mejores tamboreros después de
ellos” (Guiteras Holmes 1965, 6). La importancia que Torregrosa daba a la
familia religiosa de los maestros del batá y a su propia inclusión en ella,
se confirma en la propia “Libreta de santería” que fue escribiendo este olú-
batá a lo largo de su vida, a la cual tuvo acceso y cita Argeliers León. En su
libreta, Torregrosa entrega una lista de “tamboleros [sic] antiguos”, donde
se encuentran entremezclados tamboreros de las tres generaciones afro-
cubanas, varios de los cuales contemporáneos del mismo Trinidad, quién
también se anota en la lista, junto a “Miguel Lomo de Villa [Somodevilla],
Quintin [Angulo], Pablo Roche, Alejandro Adolfo” los cuales se recono-
cen como miembros del citado “sindicato” de 1950 (León 1971, 148; Ortiz
1952–1955, 5:314–315). En la libreta de santería, León también destaca un
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 225

“extenso vocabulario lucumí” (con nombres de animales, plantas, yer-


bas), procedimientos para la consagración de tambores, y la historia de
los tambores batá consagrados de propiedad del dueño de la libreta: “El
9  de septiembre de 1943 se inauguraron los tambores que yo Trinidad
hice comprada la madera por Goyo pagándole a Paulo Roche la cantidad
de 124 pesos para darle su voz y su reconocimiento // Sacando como nom-
bre Acobí Aña // Y lo roció Goyo, Vicente y Trinidad” (León 1971, 147).
Torregrosa también se enorgullecía de su amistad con el gran Luciano
“Chano” Pozo, congosero, miembro del Sexteto Belén, de la Comparsa
Los Dandys de Belén, y ocobio de Muñanga Efó, comparsa de los belenis-
tas (del barrio de Belén) en La Habana (Díaz 2012; Acosta [1983] 2005).
Chano Pozo graba una de las grandes canciones de la rumba “Tumbando
caña” en 1941, y parte a Nueva York en 1947, donde tendrá gran éxito in-
troduciendo las congas en el jazz de Dizzy Gillespie, contribuyendo así a
la creación del bebop y el latin jazz, componiendo junto a Gillespie los te-
mas “Manteca” y “Afro-Cuban Suite”, y registrando la primera grabación
conocida en lenguaje ritual abakuá “Abasí” (1947) (Miller 2009; 2012, 91 y
99). Al año siguiente, es asesinado por un narcotraficante. Ortiz no parece
muy sensible a esta historia trágica, mencionándola con la frialdad del cri-
minólogo que describe a un drogadicto, “alocado y ‘trujano’”, casi respon-
sable de su propio homicidio (Ortiz 1952–1955, 5:216), y aunque publica su
foto tocando la conga (3:399), no dedicará casi ninguna línea a los logros
musicales del congosero, jazzista y connotado rumbero que había logrado
hacerse un nombre conocido desde Belén de La Habana hasta Harlem en
New York City (Acosta [1983] 2005). Para cuando la muerte de su amigo
Chano Pozo (1942), Trinidad Torregrosa tenía alrededor de 37 años, y es-
taba probablemente por conocer a Fernando Ortiz e iniciar una carrera
de informante etnográfico paralela a su oficio de tamborero. Esta afinidad
con la representación etnográfica de la música afrocubana lo llevará a tra-
bajar con musicólogos cubanos como Rogelio Martínez Furé ([1979] 2005,
42–47) —a quién cuenta que a los 18 años aprendió a fabricar tambores y
antes de eso, alrededor de los 10 años, tuvo la oportunidad de tocar el itó-
tele de Andrés “El Sublime” en casa de Papá Silvestre—, y Argeliers León
(1971), a quién conoció también en el cabildo de Regla y le prestó su libreta
de santería, además de Miguel Barnet (1965) y Calixta Guiteras Holmes
(1965) a quienes ofreció el relato de su experiencia como informante de
Fernando Ortiz. En estos relatos, Torregrosa destaca la importancia que
le otorgaba al reconocimiento de su aporte personal a las investigaciones
musicológicas, subrayando también que su colaboración era indispensable
para el éxito del trabajo del etnógrafo. Sus palabras son bastante explícitas
respecto al lugar privilegiado que quiere ocupar en el texto orticiano: “La
verdad es que el doctor no se atrevió a escribir ningún libro sin consultar-
nos. Todo lo que escribía nos lo enseñaba y nosotros se lo rectificábamos
226 ■ J O R G E PAV E Z O J E D A

[. . .] Todos sus libros están agotados. Yo no los he leído bien pero estoy en
todos, con foto o con mi nombre puesto ahí, en cada página. Y son unas
cuantas. El que lea un libro de Ortiz y no vea trinidad torregrosa es
porque está ciego” (Torregrosa 1965, 18).
Para cuando se publican estos comentarios en homenaje a Ortiz,
Trinidad formaba parte hace algunos años del Conjunto Folklórico Nacio-
nal (creado en 1962 por el gobierno revolucionario) junto a Jesús Pérez,
el iyá del conjunto batá de Pablo Roche que había actuado en el Campoa-
mor en 1936 (Moore 2006). Esta continuidad entre el rol de tamborero
informante y el de músico de la institucionalidad estatal del folklore en
un régimen socialista y popular dice mucho de las posibilidades que se
abrían desde el laboratorio o agencia orticiana para los tamboreros afro-
cubanos. Así como los informantes ocupan un lugar subalterno en el labo-
ratorio etnográfico orticiano y en su narrativa organológica, este Conjunto
Folklórico Nacional, creado al calor de las transformaciones culturales de
la revolución, incubará en su seno los problemas y contradicciones de la
estandarización musical combinada a la comercialización y divulgación
de géneros cultivados en forma esotérica o en redes de sociabilidad his-
tóricamente contra-institucionales (Moore 1995; 2006, 15–19). De alguna
manera, el régimen socialista patrimonializa la operación del laboratorio
musicográfico orticiano como institución estatal, y por ese movimiento,
visibiliza las tensiones y contradicciones entre la subalternización del ar-
tista popular (bajos sueldos, baja legitimidad cultural y política), su lealtad
con un discurso etnológico oficial de integración racial, y las posibilidades
de una libertad artística dada por la individualidad de las trayectorias y no
por la subsunción al aparato de Estado y su narrativa totalizadora.

Raúl Díaz
En el cabildo de Pepa Herrera, Trinidad Torregrosa introducirá también
el jóven Raúl Díaz “Omó-Ológun” a Fernando Ortiz, presentándolo como
“excelente informante de los grupos congo y abakuá o ñañigo” (Guiteras
Holmes 1965, 5; Ortiz 1952–1955, 5:310). Hijo de un ex esclavo, mambí y
masón, Díaz empezó a tocar cajón con sus amigos, visitando los toques
de tambor y plantes abakuá de Regla. En torno a los diez años, los amigos
fabricaron un juego de tambores batá para imitar a los tamboreros con-
sagrados, “hasta que un día Akilakuá los oyó. Roche lo preparó inclusive
para ser su propio sustituto”, enseñándole el idioma yoruba y el tambor
(Guiteras Holmes 1965, 6). Aunque más jóven que todos los demás infor-
mantes o colaboradores afrocubanos, Raúl Díaz se volverá el más indis-
pensable de ellos, mereciéndose múltiples reconocimientos de Ortiz por
su colaboración, por ejemplo cuando menciona su estudio de las “tona-
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 227

lidades” y “melodismo” de los cuatro tambores musicales ñañigos, en el


cual “hubimos de honrarnos con la colaboración directa del reputado y
ya fallecido maestro Sr. Gaspar Agüero y del muy conocedor de la música
afrocubana ortodoxa Sr. Raúl Díaz” (Ortiz 1952–1955, 4:25), o cuando des-
cribe sus experimentos sobre los batá “auténticos” con los mismos músi-
cos maestro Agüero y oluaña Díaz (Ortiz [1950] 1993, 272–274; 1952–1955,
5:240), sesiones de las cuales siempre saldrán partituras de las diferen-
tes músicas afrocubanas, como las que publica en todas sus obras desde
1950, por ejemplo los toques lucumí ([1950] 1993, 279–320; [1951] 1993,
212–328), toques congo ([1951] 1993, 320–327), o los toques abakuá ([1950]
1993, 322–325; [1951] 1993, 347–351, 382–383 y 387–388; 1952–55, 4:31–33).
León también confirma la importancia que tuvo Díaz en la trasliteración
y formalización de los toques afrocubanos en el laboratorio orticiano, sus-
tituyendo de manera exitosa al especialista en escritura musical Gaspar
Agüero:

Ortiz recurrió a las transcripciones que trabajaron el maestro Gaspar


Agüero y el tamborero Raúl Díaz (quién conocía algunos elementos de
la notación musical desde el atril de tuba que ocupó durante mucho
tiempo en una banda municipal), las cuales desde el esquematismo im-
puesto por las nociones de métrica de la música posrenacentista, al uso
en la formación académica de nuestros profesores, dan, sin embargo,
una imagen aproximada de esta música. (León [1981] 1993, 17)

Las diferentes obras donde participan Agüero, Díaz y Torregrosa serán in-
troducidas con importantes reconocimientos:

en la redacción de este libro como en la del anterior nos han ayudado


muy eficazmente el maestro Gaspar Agüero, prestigioso musicólogo
cubano, hoy director del Conservatorio Musical de Santa Amelia [. . .]
y los señores Raúl Díaz y Trinidad Torregrosa, consagrados tambore-
ros en los ritos afroides. A estos tres señores músicos, cada uno en su
respectivo campo artístico y erudito, se debe principalmente la prepara-
ción y análisis de los ejemplos musicográficos que se insertarán en es-
tas páginas. Queremos testimoniarles nuevamente y de modo especial
nuestra gratitud por lo que sin duda significa un positivo servicio a la
etnografía, a la historia y a la cultura de Cuba en general. (Ortiz [1950]
1993, 363; [1951] 1993, 25)

El trabajo colectivo de este laboratorio musicológico en el que se ha con-


vertido el gabinete etnográfico de Ortiz está descrito con bastante detalle
por Díaz y Torregrosa. En su época de trabajo más intenso, probablemente
228 ■ J O R G E PAV E Z O J E D A

en la segunda mitad de la década del 40, este equipo se concentraba hasta


cuatro veces por semana en la casa de Ortiz a la entrada del barrio haba-
nero del Vedado, cuando “las fichas en blanco estaban siempre listas so-
bre el escritorio” junto al diccionario yoruba del obispo africano Samuel
Crowther (Guiteras Holmes 1965, 7). Cuenta Trinidad: “Cuando nosotros
llegábamos a su casa, nos metía a la biblioteca que él tiene, que es la más
grande de Cuba y hasta del mundo, y empezaba a preguntar y a colocar
papelitos en un tarjetero que tenía en un rincón. Ponía en orden alfabé-
tico todo lo que nosotros le decíamos. El que vaya a registrar eso ahora se
encuentra con un tesoro” (Torregrosa 1965, 18). Las fiestas y ceremonias
“eran la ocasión de más aprendizaje”, aunque Ortiz “nunca tomó notas
durante una ceremonia por larga que fuese ‘porque tenía mucha reten-
tiva’ [.  .  .] Al día siguiente, en entrevista con sus dos informantes se re-
construía lo que se había presenciado y estos explicaban el significado de
cada objeto, de cada palabra, de cada gesto y el por qué del orden obser-
vado” (Guiteras Holmes 1965, 8). También “ambos recuerdan [. . .] la tem-
porada en que la mayor atención se prestaba a la música, los cantos, la
clave, el sonido peculiar a cada uno de los tambores de los Abakuá, estu-
diados en la casa del maestro Gaspar Agüero en el Vedado, mientras can-
taba Trinidad o tocaba Raúl”. Allí “Raúl llegó a sustituir varias veces al
maestro [Gaspar] Agüero cuya precaria salud le impedía continuar ano-
tando” (Guiteras Holmes 1965, 7).
Otra estrategia metodológica destacada eran los viajes a poblados rura-
les lejanos de La Habana, donde se encaminaban en automóvil o en tren
para conocer practicantes de cultos antiguos. Para estas misiones, “sus in-
formantes le servían de exploradores: iban a un pueblo a cerciorarse de
que lo que allí había podría interesarle. Ellos sabían lo que tenían que ha-
cer para abrirle el camino. Aquí se aunaba la generosidad de Ortiz con las
relaciones que poseían aquellos” (Guiteras Holmes 1965, 7). Como señala-
mos más arriba, estas expediciones comenzaron después de las represen-
taciones públicas de música sagrada afrocubana del año 1936 (León 1965,
10). En su entrevista con Calixta Guiteras, Raúl Díaz cuenta una visita al
antiguo cabildo Kunalambo de Sagua La Grande, para una fiesta de San
Francisco de Asís patrón de este cabildo. Esta visita, realizada después del
año 1947 será de gran utilidad para las investigaciones de Ortiz sobre los
tambores de origen congo, especialmente los tambores makuta que con-
servaba este cabildo, cuyo gran tambor mayor (caja que tenía campanillas
“ichaworó” en su interior) tenía dos nombres: nsumbi (o zumbi: espíritu o
fetiche en lenguas bantú, significando también el patrono San Francisco
de Asís, al cual era dedicado este tambor) y Catalina, en honor a antigua
reina del cabildo Kunalambo (Ortiz 1952–1955, 3:439–441). Sobre su lle-
gada a Sagua, Guiteras cuenta citando a Díaz: “Ortiz permaneció en el
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 229

hotel mientras Raúl bajó al barrio y habló con los tamboreros sus colegas
Pavel y Tiburcio, y éstos, después de oírle dijeron: ‘Sí, traigan al doctor’. Se
trataba del famoso Cabildo de Kunalumbo. ‘Allí se cantaba en congo, allí
se hablaba en congo, porque todos eran descendientes de negros de na-
ción’”. De hecho, todo el pueblo de Sagua se rayaba en Kunalumbo y el
tambor tocaba cada vez que moría alguien rayado en palo monte:

Ortiz fue allí bien recibido y pudo hablar con Pavel, con el hermano
Juan y con la madre, quien tenía por lo menos ochenticinco años. Al
despedirse les aconsejó que enseñaran a los muchachos a tocar el tam-
bor “para que no se perdiera la religión” y teniendo en cuenta la deplo-
rable situación de la familia les extendió un cheque para la restauración
de la casa. Termina Raúl diciendo: “Siempre hacía un presente a los lu-
gares donde iba [. . .] siempre entraba a hablar con la anciana de la casa”,
era generoso: pagaba bien, por eso sabe tanto. (Guiteras Holmes 1965, 7)

En la monografía de Ortiz sobre el conjunto batá, se encuentra también


una fotografía de Raúl Díaz y dos acompañantes con el título “Orquesta
de batá de Raúl Díaz” (Ortiz 1952–1955, 5:233). Esta fotografía ya había sido
publicada en 1950 (1993, 271) y en su leyenda se precisaba que los acom-
pañantes de Díaz y su tambor iyá eran Giraldo Rodríguez (a la derecha
con el itótele) y Trinidad Torregrosa (a la izquierda con el okónkolo). En
1955, Ortiz también menciona que “los batá afrocubanos han salido de La
Habana llevados por un show para los Estados Unidos y han sonado, con
extraordinario éxito, en Las Vegas (Nevada)”, sin señalar que estos batá
han viajado a Las Vegas precisamente de la mano de Raúl Díaz, Trinidad
Torregrosa y Giraldo Rodríguez (Ortiz 1952–1955, 5:324). En el archivo de
la correspondencia de Fernando Ortiz, encontramos una carta que Díaz
remite de Las Vegas, el 24 de octubre de 1952:

Brandon Julio 4 de 195[2]


Amigo Ortiz. Son mis deseos de que al recibo de la presente se encuen-
tre bien en unión de los sullos.
Lo primero que quiero decirle es que tengo hecho algunos descubri-
mientos si cabe la palabra con respecto al folklor y el ritmo de la mu-
sica Afronorte Americana por ejemplo aquí en el show hay un bailador
de tap que cuando baila se le pueden apreciar reminisencias de cier-
tos toques de los Egbado; puede ser mera casualidad o pueden ser rit-
mos del vodu que existe actualmente en USA pues uno de los músicos
de aqui del Shoe [show] me aseguro que en Wassington DC hay vodu.
Ademas en Evansville Indiana una tarde se dirigio a mi un moreno que
nesecitaba trabajar de moso en el show y estando hablando con el noté
230 ■ J O R G E PAV E Z O J E D A

que tenía un collar de cuentas negras y blancas me picó la curiosidad y


le pregunte en el Ingles malo este que hablo yo y me contesto que eso
era vodu Y ahora ba la tercera noticia, en Winnipeg Canada estando pa-
rado en la puerta del show me dice Giraldo [Rodriguez] yo no se porque
estos negros se ponen esos sombreros, al fijarme en el individuo ense-
guida comprendí de que hera un africano pues el sombrero en cuestion
lo he visto en la revista Nigeria.
Paso aquello y al poco rrato el susodicho individuo se dirijio presisa-
mente a mi para preguntar me que en que consistia el show de los cu-
banos, entonces le mostre las fotos donde estamos nosotros con los bata
y el tipo al ver los tambores por poco se sube de alegria pues es Yoruba
de Ibadan se llama Abiayé Ikun Ogunniyí y es bailador de Egungun.
Entramos en amistad y se entendió perfectamente en Yoruba con migo.
El individuo en cuestion habla cinco idiomas y le faltan dos años
para graduarse de doctor en medicina; me regalo un gorro Yoruba igual
al que el usa.
Bueno Dr no quiero cansarlo mas, cuando me conteste digame como
quedo el omenaje y como se portaron los muchachos que le mande, re-
cuerdos a la Sra y a la niña
Sinceramente Raúl Díaz6

Aunque Ortiz responde dos semanas después con un lacónico “Son muy
interesantes las noticias que Ud. me dá, ya hablaremos de eso cuando re-
grese”, la carta muestra el entusiasmo que generaba en un músico afro-
cubano el encuentro con otros afroamericanos o africanos, compartiendo
géneros y técnicas musicales (un posible origen egbado del tap dance, bai-
les Egungun), vestimentas (collares de cuentas vudú, sombreros yoruba),
y confluencias del vudú y los ritos yoruba. Un interés que se va trasla-
dando y estableciendo puentes entre diferentes regiones de Norteamérica
(Indiana, Las Vegas, Canadá), África (Ibadan, la revista Nigeria Magazine)
y Cuba, con la lengua yoruba como código común. Cuatro años después,
Raúl Díaz escribe a Ortiz en menos buenas condiciones, necesitado de re-
cursos por haber quedado fuera del circuito musical comercial habanero.
Se observa aquí otra faceta del “informante” principal, la de un músico
humilde que tiene que vivir de su música, lo que resulta difícil en una so-
ciedad donde la comercialización supone adoptar ciertos códigos de de-
puración musical (Moore 1995, 2006) y el Estado no ofrecía una política
de la cultura popular. Si bien Raúl Díaz fue probablemente el colaborador
que más aportó en contenidos a las investigaciones de Ortiz —por su co-
nocimiento de todos los complejos religiosos y musicales afrocubanos, en
tanto oluaña, abakuá, palero y babaloricha, por su capacidad de escritura
que permitió que escribiera las partituras cuando el maestro Agüero ya no
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 231

podía hacerlo, por su apoyo en los viajes “de terreno” a los cabildos de re-
giones retiradas—, todas estas contribuciones no lo eximieron de su po-
breza material y su dependencia proletarizada del circuito comercial de los
“cabarets” habaneros para sobrevivir económicamente:

Guanabacoa [calle Fuentes 301] Febrero 2 de 1956 Amigo Ortiz, son mis
deseos de que al recibo de la presente, se encuentre bien en union de
los sullos. Dr. el objeto de la presente, es ver si Ud a traves de sus amis-
tades, me puede conse guir algo en que trabajar; pues figurese como
Ud sabe esta temporada, no he podido engancharme en ningun Caba-
ret, y estoy atrabesando un mal tiempo; así que cualquier cosa que Ud
me consiga, se lo agradeceré, pues estoy jugandome las diez de ultima.
de Ud. sinceramente, su amigo
Raúl Díaz7

Las semanas siguientes, Fernando Ortiz lo manda a llamar por telegrama,


reiteradamente, por lo que podemos suponer que en algo ayudó a su anti-
guo colaborador a salir del mal paso. Esto nos obliga a recordar que la co-
laboración con Ortiz no era siempre bien vista por músicos y religiosos
afrocubanos. Hasta al menos los años 40:

La gente era muy desconfiada: Ortiz mismo podía ser de la policía y


consiguientemente, la actitud de Trinidad y de Raúl era mal vista, ha-
biéndose llegado a llamarles traidores [. . .] A Trinidad y a Raúl se les
increpaba lazándoles a la cara la acusación de entregar los secretos al
blanco, de divulgar los conocimientos que sólo poseen los iniciados.
Pero al mismo tiempo se les respetaba y se les necesitaba, ya que po-
drían negarse a tocar cuando se les llamase. Poco a poco esta actitud
fue vencida y muchos se convencieron de que Ortiz los protegía, y recu-
rrían a él cuando tenían dificultades con la policía, o iban espontánea-
mente a proporcionarle datos que sabían habían de interesarle, y otros
buscaban a Raúl o a Trinidad para que les sirviera de intermediario
para trabar conocimiento con él. (Guiteras Holmes 1965, 8)

Otra memoria de la desconfianza que generaba la llegada de Ortiz a las


ceremonias la ofrece para la misma época el babalawo, babalorisha y olú-
batá Julito Collazo: “Estando yo tocando Égun con Raúl Díaz y Trinidad
Torregrosa, llegó Fernando Ortiz, y paramos la ceremonia, porque vino
Ortiz con cámaras y periodistas. Cambiamos la hora para que él no viera
lo que había allí. Después que se fue, al otro día, se le cantó a Égun, y yo
estaba con Pablo Roche. Había babalawos bailando las caretas de Changó
Tedún, estando el babalawo ‘Tin’”.8
232 ■ J O R G E PAV E Z O J E D A

De manera que así como la cercanía de Ortiz y su propensión a publi-


citar los eventos podía ser entendida como beneficio u oportunidad, tam-
bién podía ser vista como una intrusión de la cual había que protegerse,
escondiendo o suspendiendo las ceremonias.

Músicos “compositores”: Roldán, Valdés y Agüero


en el laboratorio musicológico
Diferente a estas historias son los casos de músicos criollos blancos que
fueron convocados por Ortiz para colaborar en las tareas de descripción y
trascripción de las pautas musicales afrocubanas, interesado como estaba
en incorporar a su laboratorio etnográfico una lecto-escritura profesional
de la música, tarea para la cual el mismo no tenía la formación necesa-
ria. Tres personajes resaltan en la investigación orticiana, los tres compo-
sitores, directores de orquesta y colaboradores en la puesta en página de
los ritmos, fraseos y canciones lucumí, congo y abakuá, y los tres desta-
cados activistas del nacionalismo musical cubano y sus acercamientos a
la fuente afrocubana para la producción de una música “culta” nacional
que se alimentara del folklore y la música popular. El primero de ellos,
Amadeo Roldán considerado el “Stravinsky cubano”, frecuentó a Ortiz du-
rante los años 20 y 30 hasta su muerte prematura en 1939, siendo el “pri-
mer compositor que escribió obras sinfónicas, utilizando ritmos y temas
netamente cubanos y de procedencia africanas [. . .] el primero también en
representar gráficamente los ritmos de los instrumentos típicos de Cuba,
así como las formas de notación utilizadas por él y perfeccionadas en sus
obras sucesivas” [primero en Obertura sobre temas cubanos (1925)] y final-
mente el “primero que utilizó regularmente como propios de la orquesta,
los instrumentos de percusión típicamente cubanos” (Ortiz 1939, 111).
A Roldán, hay que sumar el compositor y amigo de Pablo Roche,
Gilberto Valdés, considerado este el “Gershwin cubano”, quién en 1937
lleva los tambores batá a una orquesta sinfónica, inventando un “sistema
de señales para darles las entradas a tiempo”, ya que los olúbatá “no sa-
ben leer música” (Ortiz 1952–1955, 5:324–325). Esto le pareció al purismo
de Carpentier una “falacia estética” por “escribir partituras que sólo podía
ejecutarse con el concurso de determinados elementos populares —muy
difícilmente movilizables,  además—, para  los cuales la batuta del direc-
tor era letra muerta”. Sin embargo, bastante diferente fue la opinión el es-
critor francés residente en Senegal André Demaison, que de paso por La
Habana en 1937 asistió a una de las tres presentaciones afrocubanistas de
Valdés en el Anfiteatro de La Habana. Demaison celebra que Valdés, de
veinticinco años y autodidacta, logre establecer una “pasarela mágica en-
tre los dos bordes del Atlántico” y comenta “que se vio obligado a incul-
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 233

car la partitura a cada uno de los cincuenta músicos de su orquesta y que


ese trabajo lo obligó a un sin número de trasnoches”. El francés termina
señalando que “nunca Africa me había sacudido como a través de la mú-
sica de Gilberto Valdés [. . .] esa Africa, nunca la había entendido tan bien”
(Demaison 1938). Ortiz, que apoyaba y defendía los experimentos sinfó-
nicos afrocubanistas y rumberos de Valdés, también se benefició de sus
capacidades para la escritura musical de los sonidos afrocubanos, incorpo-
rándolo a finales de los años 30 a su laboratorio musicográfico.
Finalmente, hay que destacar la ya mencionada figura de Gaspar
Agüero, ideólogo nacionalista de una pedagogía musical cubana al es-
tilo del húngaro Kódaly, que propugnaba la enseñanza de valores nacio-
nal a través de la música. Reconocido por sus aficiones pedagógicas en
conservatorios y escuelas de música, y leal colaborador de Ortiz en la tras-
cripción de los cantos y toques lucumí, congo y abakuá, junto a los maes-
tros tamboreros Raúl Díaz y Trinidad Torregrosa, Agüero comparte la
matriz evolucionista del nacionalismo musical cubano (Alejo Carpentier,
Eliseo Grenet, Ernesto Sánchez y Fuentes, y Fernando Ortiz), y propone
la identificación de siete “células rítmicas africanas” a partir de las cua-
les se compondría toda la tradición y las potencialidades de la música na-
cional cubana (Agüero y Barreras 1946, 126–127). En 1948, con Raúl Díaz
y Gaspar Agüero, Ortiz estudia las tonalidades del tambor abakuá bonkó
enchemiyá, ante lo cual concluye Agüero que este tambor se asemeja a un
piano de tres teclas, produciendo una nota grave (fa sostenido), una media
(sol sostenido), y una aguda (re sostenido), dando el sonido más grave de
la orquesta abakuá (mas que el tambor grave obiapá) y el más agudo (mas
que el tambor agudo binkome), a partir de cuatro golpes diferentes (“en-
guecao”, “tapao”, “canteado”, y el golpe seco que no da una nota sino un
“ruido”). En un segundo experimento con los mismos maestros músicos,
el bonkó enchemiyá dará otras tres notas (la bemol grave, la bemol agudo
y mi bemol) (Ortiz [1950] 1993, 273–274; 1952–1955, 4:25–27). Con Agüero
y Díaz, Ortiz revisará sus estudios y experimentos musicográficos ante-
riores, especialmente los realizados con Gilberto Valdés en 1936 en torno
a la música yoruba, considerando que estos últimos se habían hecho con
“tambores profanos hechos a imitación aproximada de los ortodoxos” y afi-
nados para que compartieran una orquesta con violines y otros “instru-
mentos blancos”, mientras que los estudios realizados con Agüero en 1948
se realizaron con “auténticos ilú [batá] tañidos por verdaderos olúbatá y afi-
nados por cada uno de estos” (Ortiz [1950] 1993, 272; 1952–1955, 5:240).
Se confirma así el giro desde una musicología positivista (instrumental)
hacia una organología que reconoce la necesidad de una fuerza o funda-
mento mágico-carismático que habilita el sonido, magia que solo podían
producir los oficiantes mágico del batá o del sesé.
234 ■ J O R G E PAV E Z O J E D A

Nota final

Entre la criminología orticiana (primera etapa) y su etnomusicología (se-


gunda etapa), el concepto de transculturación viene a invertir el criterio
de valoración de los ritos afrocubanos: en un principio se propone la eli-
minación de los cultos “fetichistas” y especialmente de los cultores “bru-
jos”, vistos como “supervivencias” o “atavismos”, para luego elaborar un
criterio de conservación de los cultos como “reservas culturales”, es de-
cir una patrimonialización de los cultos e incluso de los cultores, fetichi-
zados como cargas u operadores manáticos que hacen hablar los tambores
fetiches de la antropología de la transculturación. La transculturación or-
ticiana de la etnomusicología mal puede leerse entonces como una forma
de “contra-fetichismo” como propone Coronil (1995), sino precisamente
como un fetichismo organológico por el cual el mismo Ortiz se vuelve
un “negro brujo” (Palmié 2002), que hace hablar los tambores sagrados
en el registro etnonacional. Los tamboreros de Regla se le presentaron a
Ortiz como una renovada oportunidad para realizar lo que no supo ha-
cer en las décadas anteriores: entender y registrar la música como una tex-
tualidad completa (ya no como un puro léxico o gramática) produciendo
a partir de los tambores y sus tamboreros un canon de música sagrada,
cuya formalización y estandarización Ortiz esperaba que legitimaría la
sonoridad, la instrumentalidad y los interpretantes en el espacio público.
En algún momento, esto efectivamente empezó a ocurrir, como recuerda
John Amira de Nueva York, cuando hacia 1963, se consigue los libros de
Fernando Ortiz para interpretar las trascripciones musicales (Altmann
2013). Sin embargo, el movimiento musical afrocubano, que antecedía y
excedía por todas partes los intentos etnológicos de contención o cristali-
zación en reductos de autenticidad o pureza, operaba en sentido inverso
al de la reproducción de un canon, combinando y recreando pautas mu-
sicales e interpretaciones libres de las cuales fueron apareciendo nuevos
géneros, músicos y estilos. De ahí la contradicción entre la transcultura-
ción como concepto histórico, donde se combinan elementos de diferentes
orígenes (los que Ortiz se afana en descomponer como “ingredientes” de
una mezcla, que tendrían existencia pura antes de incorporarse a la mez-
cla), y el ejercicio práctico de reconstitución purista de la fuente (“yoruba”,
“congo” o “carabalí”) donde el antropólogo propone el descubrimiento de
un canon ritual que no estaría sujeto a la transformación histórica. Esta
ambigüedad fundamental ha permitido que tanto “criollistas” como “nue-
vos revisionistas afrocentristas”, vean en Ortiz una fuente indispensa-
ble para la comprensión de la cultura afrocubana, ya sea defendiendo la
transculturación en contra del pensamiento diaspórico, o el nacionalismo
americanista en contra del transnacionalismo africanista (Palmié 1998).
Obsesionado por la necesidad de “restregarle a la clase dominante la ima-
Fernando Ortiz, los tamboreros de Regla y la etnografía afrocubana ■ 235

gen del negro como portador de valores culturales” (León 1993, 17), Ortiz
sacó al “negro” cubano de la historia y lo transformó en un ingrediente
“precocido” de la totalidad nacional sin permitirse destacar la individuali-
dad de los sujetos históricos y la singularidad modernista de su capacidad
creadora, tal como lo reconoce el mismo Argeliers León: “la enorme acu-
mulación de citas tomadas de las más dispares fuentes, le hizo, equivoca-
damente, negar una capacidad estética, una forma conciencial artística del
africano, que en otras líneas del libro admitió y defendió, y que ahora cede
como si fuera el europeo el que poseyera este molde y patrón de lo conce-
bible como estético” (13).

Notas
Este trabajo fue redactado gracias a la beca del Institut d’études Avancées (IEA) de
París, Francia, donde tuve la oportunidad de residir en 2013, apoyado por el pro-
grama Investissements d’Avenir de la Agence Nationale de la Recherche (ANR-11-
LABX-0027-01 Labex RFIEA).
1. Por ejemplo, los instrumentos de uso de la sociedad secreta abakuá en sus
ritos están esparcidos en tres volúmenes diferentes: los “tambores con membra-
nófono abierto” donde se trata del tambor ecué (volumen V), el capítulo Ñ para
“tambores ñañigos” (volumen IV), y el capítulo de los “instrumentos sacuditivos
y hierros”, como el erikundé, la maruga, el ekón (hierro percutido con un palo), la
enkaniká (aparece en subcategoría “campanas”) (volumen IV) (Brown 2003, 192).
2. El mismo Argeliers León (1993, 16), discípulo de Ortiz, señaló: “su trabajo
con informantes se dirigía a corroborar o detectar determinados órdenes menta-
les, o modos perfilables, como tales, de conducta social, capaces estos de facilitarle
un repertorio delimitado de generalizaciones [. . .] los hechos externos que confi-
guraban las danzas, eran clasificables en un repertorio concreto de significados
de marcado sentido religioso. Estos significados —determinadores de la mimesis
mas ostensible— polarizan, no una mentalidad primitiva o prelógica, sino una cate-
goría socialmente más genérica: la del negro en Cuba”.
3. Aunque el intercambio sobre temas religiosos seguirá durante los años 40,
como atestigua la transcripción mimeografiada por Ortiz de la libreta congo de
Pablo Roche, fechada el 8 de marzo de 1946, donde se encuentran registrados los
trabajos, oraciones firmas, lugares, prenda, fechas y fundamentos de la práctica
palera de Roche, de su padrino Narciso Coez y del mayordomo de su prenda Justo
Traba (Biblioteca Nacional José Martí, Fondo Ortiz).
4. BNJM, Fondo Ortiz, carpeta 340, documento fechado en Habana el 19 de
noviembre de 1955.
5. Completan la lista de firmantes los tamboreros Quintín Angulo, Gabino
Felloves, Miguel Somodevilla.
6. BNJM, Fondo Ortiz, carpeta 340. Díaz se encuentra de gira con Trinidad
Torregrosa, Giraldo Rodríguez (que también había colaborado con Ortiz) y
“Mercedita”.
7. BNJM, Fondo Ortiz, carpeta 340.
236 ■ J O R G E PAV E Z O J E D A

8. Entrevista de Julito Collazo por Ivor Miller, New York City, 28 de febrero y
2 de abril 2000. Agradezco a Ivor Miller haber compartido este documento.

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