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La guerra de los mundos,

cien años después.


Por Miguel Uceda

Hace cien años, en 1898, Herbert George Wells publicó en Londres su memorable
novela La guerra de los mundos. Cuando este libro vio la luz se vivía las postrimerías
de un siglo que había sido muy fecundo en descubrimientos científicos y desarrollos
técnicos. Ya se había consolidado la revolución industrial en las naciones más
desarrolladas, con todas sus consecuencias: la aparición de una sociedad de consumo;
acortamiento de distancia por el desarrollo del ferrocarril, los barcos de vapor y el
telégrafo; desigualdad social una burguesía industrial enriquecida, frente al
proletariado que vivía explotado por un sistema liberal a ultranza; necesidad de
apertura de nuevos mercados aún por la fuerza. Por todas estas circunstancias se llegó
a una globalización de la política internacional. Las naciones pugnaban en una carrera
sin cuartel de ambición por conseguir la máxima extensión colonial. En esa sociedad
orgullosa de sí misma, el ejército era la espina dorsal sobre la que se vertebraba toda
la estructura nacional. Los países se veían los unos a los otros como enemigos, prestos
a entrar en combate. Los únicos derechos nacionales reconocidos eran los de aquellos
que poseían una milicia capaz de defenderlos. Así países abiertos como Polonia a lo
largo de su ajetreada historia han tenido que soportar innumerables repartos
territoriales sin contar con el pueblo polaco, acordados exclusivamente entre sus
militaristas vecinos: el Imperio Ruso (y también como Unión Soviética), Prusia (y
también como Alemania) y el Imperio Austrohúngaro. A la sombra de este principio,
la ley de la selva, los países africanos y asiáticos fueron presa de las naciones
económicamente más pujantes: Gran Bretaña, Francia, Alemania, Bélgica y al que
más tarde se sumó Japón que como prueba de la asimilación de la cultura occidental
apoyó, como en las naciones europeas, una política que fomentaba el militarismo, el
nacionalismo fanático, el racismo, el odio y el desprecio hacia las víctimas de este
despiadado imperialismo. En otros casos se invocaba incluso a razones metafísicas
como la doctrina del Destino manifiesto mantenida en los EE.UU. en el siglo XIX
durante su expansión territorial hacia la costa del Pacífico, que justificaba cualquier
acción, sea la que fuere, encaminada a aumentar su influencia sobre cualquier parte de
todo el continente norteamericano, porque estaba predestinado a ello, mostrando un
sentimiento hacia la población autóctona que se puede resumir en la terrible y
tristemente conocida frase "el mejor indio es el indio muerto". Su autor, el general
Custer, es tomado aún hoy como héroe nacional y mitificado innumerables veces por
la industria cinematográfica.

Ciertamente la sociedad había progresado mucho materialmente, pero no creando una


sociedad igualitaria ni solidaria. La burguesía europea creía en el progreso, en la
técnica, confiaba en la ciencia y en la sociedad que había creado a su imagen, sin
preocuparse en la justicia social, solo miraba una cara de la moneda. Frente a este
aparente buen orden en que se vivía en las ciudades europeas, las mentes más
sensibles lanzaron su voz de alerta, las mismas voces que pocos años después
llamarían a la sensatez, frente a la conciencia popular que por odio y sentimiento
revancha apoyaba la barbarie que supondría la Primera Guerra Mundial. Una de estas
personas sería Wells que mediante artículos periodísticos y conferencia intentaba
crear una sociedad más justa. Propugnaba un sistema político que estuviera a medio
camino entre el capitalismo que él conoció y el socialismo, que corrigiera los excesos
en un sentido como en otro, de hecho llegaría a entrevistarse tanto con Stalin como
con Roosevelt. Wells fue un profundo defensor de los derechos humanos y nacionales.
Apoyó la Sociedad de Naciones, como único garante posible de la convivencia
pacifica entre naciones y también como el único foro válido de resolución de
contenciosos internacionales.

Su trayectoria literaria se puede dividir en varios periodos, el primero como escritor


de novelas de fantasía, de ciencia - ficción o de anticipación, de donde proceden sus
títulos más conocidos "La máquina del tiempo" (1895), "La isla del doctor
Moreau" (1896), "El hombre invisible" (1897) y "La guerra de los mundos" (1898)
donde utiliza la fantasía como fábula del mundo que vivía para realizar una crítica
social, que enmarca su transición hacia el siguiente periodo, adscribiéndose a la
tradición de Dickens, dominado por el realismo narrativo y una crítica más directa
hacia la sociedad como en "Kips, historia de un alma simple" (1905). En su
novela "Ann Veronica" (1909) se anticipa a lo que serían los movimientos feministas
de liberación de la mujer del siglo XX. El siguiente periodo se caracteriza por publicar
obras de carácter enciclopédico, pero siempre centrado en la sociedad, en el devenir
de la historia, y el futuro de la humanidad, "El perfil de la historia" (1919), "La
conspiración abierta" (1922). Murió al poco de terminar la Segunda Guerra Mundial,
sin que los horrores cometidos por los estados le hicieran desesperar de su intento de
crear un mundo mejor, más justo y solidario, no obstante sus últimos escritos "El
destino del homo sapiens" (1939), "La mente a la orilla del abismo" (1945) están
teñidos de pesimismo ante su impotencia frente una humanidad que por ambición y
odio se destruye a si misma.

"La guerra de los mundos" no fue la primera vez que se abordó en literatura la
existencia de seres extraterrestres, pero sí desde un nuevo punto de vista, pues
anteriormente el tema era tratado por los escritores de la arrogante era industrial como
encuentros con otras civilizaciones más primitivas. Pues para muchos era impensable
otra tecnología más avanzada que la disponible por la sociedad finisecular, así por
ejemplo el director de la oficina de patentes de Nueva York solicitó en 1899 la
clausura del servicio que dirigía, aduciendo la sencilla razón de que "ya estaba
inventado todo lo que podía inventarse".

Evidentemente esta no era la opinión de una persona de la imaginación de Wells, no


solo para idear premoniciones como las vertidas en esta novela -como las naves
espaciales, el rayo láser, la guerra química o la organización de ayuda internacional
ante desastres en gran escala-, sino que utiliza la fantasía para plasmar su concepción
del colonialismo.

En aquella época Londres estaba inmerso en la era victoriana, vivía su momento de


máximo apogeo, era la capital del mayor imperio colonial que jamás conoció la
Tierra, treinta millones de kilómetros cuadrados, un quinto de la superficie terrestre
del planeta con zonas tan extensas como Canadá, la India, Australia y, en África,
desde Egipto hasta Sudáfrica. En Londres, el colonialismo era considerado un acto de
patriotismo beneficioso para Inglaterra e incluso para los países conquistados, pues les
acercaba al progreso, a la civilización, al orden británico y al cristianismo. Wells no
compartía esta visión idílica y pueril del colonialismo, por eso en esta novela presenta
a la civilización marciana técnicamente muy superior a la humana, la conquista a la
tierra se puede identificar como una conquista de un territorio cuyo moradores viven
en el paleolítico. Londres, la orgullosa cabeza del imperio británico, sucumbe
rápidamente sin que el ejército, ni la ciencia o el ingenio humano pueda hacer nada
para frenar el avance enemigo. Cuando todo está perdido ya, cuando Inglaterra se
convierte de hecho en colonia de Marte, los marcianos quedan aniquilados víctimas de
los microorganismos, los seres más diminutos de nuestro planeta. Donde la técnica y
la estrategia humana fallaron, vencieron estos seres cuya existencia pasa
desapercibida. Era una auténtica lección de humildad ante una época dominada por el
triunfalismo de la técnica. Por todos estos factores, esta novela fue un golpe contra la
mentalidad de sus coetáneos, ya que presenta al colonialismo no desde la prepotencia
del ejercito vencedor, sino visto desde la sociedad que se ve conquistada, sus valores y
su propia autoestima aniquilados. De todas formas el optimismo de Wells queda
patente en el hecho de que duró poco tiempo la invasión marciana, tan sólo quince
días, mientras que los problemas coloniales perduran aún, en nuestro tiempo, después
incluso de la expulsión de la administración extranjera, pues para poder dominar un
país inmenso es táctica común de los invasores hacer irreconciliables las distintas
etnias, culturas o religiones con el fin de que no se unan contra el enemigo común,
tras la descolonización, una vez que no existe este invasor, la semilla del odio
sembrada provoca innumerables guerras y matanzas.
En la propia novela Wells escribe acerca de la
brutal conquista por parte de los marcianos: "Antes
de juzgarlos con excesiva severidad debemos
recordar que nuestra propia especie ha destruido
completa y bárbaramente no tan sólo a especies
animales, como el bisonte y el dodo, sino razas
humanas culturalmente inferiores. Los
tasmanienses, a despecho de su figura humana,
fueron enteramente borrados de la existencia en
una guerra exterminadora de cincuenta años, que
emprendieron los inmigrantes europeos. ¿Somos
tan grandes apóstoles de misericordia que
tengamos derecho a quejarnos porque los
marcianos combatieran con ese mismo espíritu?"

El estilo literario de Wells es muy realista, aunque


describiese situaciones muy imaginativa en sus
novelas, las presenta de forma muy creíble. Ahí
radica su éxito, el lector se ve transportado al
mundo donde lo fantástico convive con lo cotidiano. En la noche del 30 de octubre de
1938, cuando el mundo temblaba por la ambición insaciable de un dictador, Orson
Welles realizó una adaptación radiofónica de esta novela que causó una ola de terror
en Estados Unidos por creerse millones de radioyentes que se trataba de una conquista
marciana real en New Jersey. Varios sicólogos aprovecharon este pánico colectivo
para estudiar el comportamiento humano en tales casos. A pesar de la divulgación que
se dio a este hecho, se escribieron libros, se realizó una película, no fue suficiente
porque de nuevo se repitieron las escenas de terror el 14 de Febrero de 1949 cuando se
radió una versión similar en Quito (Ecuador). El 25 de junio de 1958 se repitió la
misma transmisión, esta vez desde Lisboa, con el mismo pánico por parte de los
radioescuchas no advertidos. La policía ordenó la suspensión de la emisión debido al
colapso telefónico de llamadas de personas aterrorizadas a los responsables del orden
público y a las redacciones de los periódicos. Todo estos hechos demuestran el gran
poder expresivo del autor y del relato en particular.

Entre los lectores que esta novela cautivó figura Robert Hutchings Goddard (1882-
1954) que leyó la obra de Wells a los dieciséis años y esto sería para él un hecho
crucial en su vida. Le despertó su imaginación y dedicó toda sus energías en hacer
realidad ese sueño juvenil, que tuvo una tarde de verano subido a un cerezo, de
construir un aparato capaz de viajar a Marte. Hoy se le considera pionero de la
astronáutica, construyó cohetes que se autorregulaban para evitar desvíos en su
trayectorias, consiguiendo alcanzar alturas hasta entonces inalcanzables. Demostró la
posibilidad de los viajes a través del vacío interplanetario, propuso cohetes de varias
etapas para alcanzar alturas máximas.

Marte es el planeta rojo, el dios de guerra. Tiene una tenue atmósfera. Aunque carece
de océanos sí posee casquetes polares de hielo carbónico. Todos los astrónomos están
de acuerdo en asegurar que después de la Tierra es el mundo del Sistema Solar que
mejor se adapta a que exista vida tal y como nosotros la conocemos. En 1877, cuando
el planeta realizaba una de sus máximas aproximaciones periódicas a la Tierra, Asaph
Hall descubrió sus dos pequeños satélites y Giovani V. Schiaparelli anunció que había
descubierto líneas que atravesaban el planeta, a las que denominó canales. En aquella
época se estaban abriendo canales para la navegación en todo el mundo (apertura del
canal de Illinois y Michigan en 1848, que conecta Chicago y Nueva York con la
cuenca del Mississippí, el canal de Caledonia en 1849 que atraviesa Escocia a través
del lago Ness, el canal de Corinto en 1893 entre el mar Egeo y el Jónico, el canal de
Suez en 1869, inicio de las obras del canal de Panamá en 1897) por lo que se estimuló
a la imaginación popular y científica en suponer que esas líneas se trataban de obra de
ingeniería marciana. Todo los observatorios intentaban escudriñar el planeta para
descubrir indicios de civilización. Uno de estos asiduos observadores de Marte sería
Percival Lowell quien construyó en 1894 un observatorio con el fin exclusivo de
analizar Marte, aunque desde allí realizó notables descubrimientos en el movimiento
de los otros planetas. A principios del siglo XX este astrónomo lanzó una audaz teoría
según la cual una civilización avanzada construyó la red de canales en un intento
desesperado de obtener agua de los casquetes polares para abastecer a las sedientas
ciudades de la zona ecuatorial en un planeta que se estaba desertizando. Más tarde, la
fiebre marciana terminó cuando se abandonó la idea de los canales al comprobarse
que se trataba de un error óptico de observación.

Tras los análisis efectuados por las sondas espaciales parecía que estaba cerrado el
tema de la vida en Marte, pues si bien es imposible demostrar que no existe vida en
aquel planeta, sí al menos se consideraba como muy improbable. No obstante
confirmaron parcialmente la hipótesis de Lowell al verificar que ciertamente el
planeta se desertizó, pues en tiempos pretéritos estaba lleno de cauces fluviales,
aunque no guardan relación alguna con los supuestos canales. Sin embargo hace dos
años, en vísperas del centenario de la novela de Wells, se reabrió de nuevo de nuevo
la polémica de la vida marciana tras el hallazgo de glóbulos de carbonato encontrados
en un meteorito procedente de Marte, similares a los microfósiles de las nanobacterias
terrestres.

Es evidente que en progreso científico no hemos avanzado lo suficiente para poder


responder a los interrogantes que ya teníamos planteados hace cien años. Ahora cabe
preguntarse si hemos progresado social y humanamente lo suficiente y eso es
responsabilidad de cada uno de los que formamos la sociedad. Una responsabilidad
para vivir en un mundo más abierto, más solidario, más tolerante, sin
discriminaciones, sin odios a países extranjeros y sobretodo un mundo más unido, sin
invasiones ni guerras.

La ilustración de la cabecera del artículo es de Peter Goodfellow; la segunda


ilustración es un fragmento de la realizada por Geoff Taylor. Ambas pertenecen al
folleto de la adaptación musical de la obra de H.G. Wells realizada en 1978 por Jeff
Wayne, con letras de Gary Osborne, grabada para la CBS.

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