Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Chernov Carlos - Amores Brutales
Chernov Carlos - Amores Brutales
Amores brutales
-----------------------
Carlos Chernov
2
Para Débora
3
El arte existe para que no muramos a
causa de la verdad.
Friedrich Nietzsche
4
Wally, el asesino agrario
5
Al gordo Wally le costaba mucho encontrar su sexo. No sólo porque, en un sentido literal y
groseramente anatómico, estaba perdido bajo capas y delantales de grasa, sino más bien,
porque nada lo excitaba. No existía objeto conocido por él capaz de provocarle una erección.
Wally odiaba su cuerpo. Evitaba los espejos; no alcanzaba a divisar sus pies (calzados cada
mañana por la vieja María, su única criada). Le daba asco ser una montaña de ciento ochenta
kilos de grasa colgando de un sufrido esqueleto. Se veía parecido a las estatuillas de aquellas
arcaicas diosas de la fecundidad de las cuales penden cientos de tetas. Para que Wally no
enfermase de hongos de la piel, María entalcaba con cuidado cada una de las solapas y
pliegue y lo espolvoreaba con fécula hasta el fondo. Parecía una rémora limpiando los dientes
de un tiburón.
Wally siempre se preguntó por qué la ausencia de deseo sexual le producía tanta
infelicidad, no recordaba haber gozado con esa zona nunca en su vida. ¿Cómo era posible
6
echar de menos lo que jamás se tuvo? Su pene, apelmazado entre enmarañados macizos de
grasa, enterrado en los espesos tejidos del pubis, le era casi desconocido. Wally descuidaba la
cultura de su sexo, prefería orinar sentado con tal de ahorrarse el trabajo de buscarlo. Después
de años de fracasos, ya no le importaba que su imagen fuera más o menos viril; por lo menos
éso decía.
de un bello rostro. (La gordura empequeñece los rasgos, alisa las arrugas. La gente dice:
"Sería buen mozo si no fuera tan gordo".) Cuando todavía era un muchacho, durante un breve
período, Wally estudió canto lírico. Una profesora le había dicho que tenía la complexión ideal
para la ópera (se refería a su torso voluminoso como una mezcladora de cemento).
Respecto de su dentadura, Wally profesaba una opinión ambivalente. Nunca había tenido
una caries, la fortaleza de sus dientes le confirmaba que estaba especialmente diseñado para
comer. Se sentía como una máquina perfecta; sus grandes músculos maseteros le permitían
desgarrar las carnes más fibrosas, incluso crudas. En ocasiones, por ponerse a prueba, Wally
masticaba huesos de vaca. Admiraba a los animales de gran mordida, como los bull-dogs, los
cocodrilos o las salamandras gigantes del Japón -aquéllas cuyas mandíbulas trabadas no se
Todo esto exaltaba su alicaída vanidad. Pero cuando amanecía de humor refinado, estas
demostraciones de fuerza bucal le resultaban tontas; sus dientes llegaban a darle asco. Wally se
refería a ellos como "mis planos molares vacunos" o "esos pedazos de hueso salidos afuera de
la carne".
Era "Gran Cuchillo" del club Le Bacanal de Buenos Aires y especialista en cocina francesa
de la Belle Epoque. En los momentos sensibles detestaba las carnicerías y pescaderías como si
7
se tratara de visiones de la morgue o de una insoportable pornografía.
Comer era su único interés visible. Wally cultivaba su pasión hasta llevarla al nivel de un
arte. En ese sentido mezclaba sus inclinaciones clásicas con tendencias vanguardistas y
Wally siempre se ocupaba de ampliar los límites del gusto. Comía de todo. Cosas vivas y
las ratas, capaces de masticar -con igual placer o indiferencia- un cable de teléfono, cemento
fraguado, o una nariz humana. Ésto no chocaba con su afición por los patés de cerdo y
ternera, el conejo "a la Bretona" con cebollas, mostaza y crema o las pescadillas en colère,
(llamadas así porque el pescado se fríe mordiéndose su propia cola, lo que le da aspecto de
estar enojado). Su especialidad era el caracú con cardos (los cuales no deben ser tocados por
cuchillos de metal porque sus tallos ennegrecen, a menos que los cubiertos se froten
extractos artificiales para empresas químicas. Pero nunca estuvo obligado a ganar dinero. Era
un hombre emancipado desde lo veintidós años, cuando sus padres murieron en un accidente
Wally vivía solo en un caserón estilo Tudor, en las barrancas de San Isidro. En las épocas
de gloria, a principios de siglo, su abuela lo había decorado con muebles de laca china (para
hacer juego con los muebles, toda la servidumbre era china). Pero ese esplendor ya había
pasado. Él casi no paraba en la mansión, sus horas transcurrían en lo que llamaba "la casa
8
chica". Una construcción de planta cuadrada, parecida a un bunker, edificada en los fondos del
parque. Contaba con una gigantesca cocina provista de una parrilla descomunal donde, en una
oportunidad, se asó un buey que contenía un cordero, el cual había sido rellenado, a su vez,
con pollos cocinados cuyo interior estaba colmado de pescados, previamente atiborrados de
huevos duros. Este manjar fue servido a cien invitados disfrazados de beduinos, en los jardines
Además, la cocina estaba equipada con un gran horno de ladrillos refractarios, alimentado a
gas y leña (alcanzaba los setecientos grados en menos de dos horas). El lugar parecía un
laboratorio, con pisos de mármol negro, azulejos blancos hasta el techo y tubos fluorescentes
que no dejaban ningún ángulo en sombras. En contraste, el comedor era pequeño, íntimo. "No
se puede ofrecer una comida decente a más de seis personas" afirmaba Wally. La mesa se
hallaba rodeada de antiguos sillones giratorios de peluquería, cuyos asientos habían sido
retapizados en cuero negro y los apoyabrazos vueltos a enlozar. Todas las paredes estaban
cubiertas de pesados cortinajes de terciopelo de seda, rojo y bordó, "como los colores del
interior del cuerpo", pensaba Wally. La superficie del sótano era equivalente a la planta total
humano."
9
"... huesos pequeños gelatinizan con facilidad. Jóvenes huesos con poco calcio, médula
"El gato debe marinarse en vino durante, por lo menos, veinticuatro horas. El gusto de su
carne es ácido si murió con miedo... Demasiados nervios y tendones. ¿De ahí lo de gato por
liebre?"
"No salar la carne, se arruina su sabor verdadero que vuelve en el regusto, desde la
garganta hacia la lengua. ¿Cómo conocer el paladar auténtico de las comidas? ¿Cómo
neutralizar el gusto de la propia saliva? Purgar mis glándulas para calibrar mi aparato en cero.
antibióticos?"
"En Hungría compiten en descabezar pájaros de una dentellada, con las manos atadas en la
espalda. No especifican el tipo de ave, sólo aclaran que para que no se muevan les clavan las
patas en una madera. Imagino el gusto a sangre en la boca, los picotazos en los labios, el sabor
"¡Qué felicidad comer cosas con vida!, superar las estúpidas náuseas que nos limitan a los
cadáveres".
"Peces, hormigas, langostas... gritan, en silencio, más alto que las gallinas. ¡Qué goce la
carne cruda!"
"La cocina es el arte más parecido a la vida. En ambas la creación se realiza a partir de
10
Impiadoso como ciertos jóvenes, quizás cruel, pero sobre todo muy curioso, su lengua era
Sobre sus años infantiles circulaban diversas versiones. Algunas afirmaban que Wally había
La ínfima cuota de rebeldía adolescente de Wally fue sofocada por su madre. Solía
perseguirlo enarbolando su arma preferida: un palo de golf -más precisamente un hierro 5-.
Wally siempre recuerda su propia imagen de gordito a la carrera, chocando contra los marcos
de las puertas en las curvas cerradas. Para ella su hijo era algún tipo de monstruo gigantesco,
Su desarrollo sexual fue tardío, a tal punto que a los diecisiete años aún no sabía si algún
día se transformaría en hombre. Con cierto pesimismo Wally suponía que permanecería
Por suerte una noche lo despertó su primera polución, fue una de las pocas señales de vida
que dieron sus genitales. A pesar de lo magro de la confirmación, alcanzó para aliviarlo.
Para su cumpleaños número veintitrés -todavía era virgen-, invitó a su prima Margarita.
Una chica flaca, enteca, exoftálmica; mayor que Wally y famosa por su apetito venéreo.
Cuando María se enteró, dijo con acento madrileño, entre risitas y meneando la cabeza: "es
una joven muy cachonda". Wally no podía evitar compararla con un reseco bacalao del Mar
del Norte, pero la angustia por su falta de erección era tan grande que se arriesgó a seducirla.
11
Le ofreció Vino Brulé, afrodisíaco certero y excelente remedio contra el resfrío. Se prepara
con vino borgoña hervido con pimienta rosa, clavo de olor, canela, naranja amarga y una pizca
de miel. Tuvieron una buena borrachera, ella ardió como un tronco en medio de un incendio
forestal. En cambio, a Wally toda caricia le hacía cosquillas, estaba asustado y arisco. La prima
no le dio tregua hasta que, frustrada y harta, se quedó dormida. Luego, durante una larga
temporada, Wally probó con prostitutas y afrodisíacos pero nada de esto dio resultado.
Mucho tiempo más tarde -por las fechas en que ocurrieron los primeros crímenes ya había
cumplido los veintinueve años-, tuvo lugar el episodio del mendigo prepotente. Leemos en su
diario:
"Esa tarde paseaba pensando que, así como los sabores no se disfrutan si uno está
(Su ausencia de deseos abortaba toda aproximación amorosa, "¿qué puedo ofrecerle a una
"Era uno de esos días en los que uno anda con sueño y dolor de cabeza y hay mierda de
perro en todas las veredas. Me sentía triste, con escozor en los ojos y tensión en el cuero
cabelludo. Tenía caspa, todo me picaba. Arrastraba mi cuerpo por la calle, con malhumor, con
dificultad. Me inquietaba una idea: ¿qué pasaría si un día dejaba de interesarme la comida?"
(Algunos atisbos de esto ya habían aparecido, muchas veces no sentía el gusto de los
"Caminaba por las calles tranquilas de la zona de casa, cuando de repente soy casi asaltado
por un hombre. Me pide plata. Dice que no come desde hace dos días. Es flaco y agresivo. Me
escupe al hablar, con su cara a pocos centímetros de la mía, parece loco. Me niego, más por
12
orgullo, por no dejarme atropellar, que por otra cosa. Pero él insiste. Es muchísimo más débil
que yo, pero le tengo miedo, imagino que puede tener un cuchillo. En la garita de vigilancia de
la esquina no hay nadie, seguramente el guardia se fue a comer. Al fin se me ocurre invitarlo a
y sal. Tostadas Melba con arenques, caviar, langostinos y huevos de codorniz. Entretanto le
digo que le voy a preparar un pollo a la Financière, con trufas negras, zanahorias, hongos, y
mollejas de corazón cocidas en vino Madeira. Noto por su expresión estúpida que no entiende
nada, pero traga todo como desesperado. Agrego pepinillos en salmuera, aceitunas negras,
pickles, jamón serrano y cantimpalo. Cada vez que me pide de beber le digo que mi criada está
por llegar con un vino de marca. El pollo se está cocinando, pondero con vehemencia el mejor
de mis encurtidos: un ají chile. Al principio el mendigo se opone, pero observa mi expresión de
disgusto y acepta, no quiere ofenderme. Le comento que es una vieja costumbre peruana,
"Apenas lo mastica, se le llenan los ojos de lágrimas; grita, un calor de infierno le sube por
la nariz. Corre como desaforado al jardín, desconecta la manguera del aspersor de riego y bebe
directamente de ella. Yo me río. Con el agua empeora su situación, sólo consigue que el ají
baje por su esófago, diluido como fuego químico. Para aliviar este nuevo ardor, sigue
tomando y tomando -también, por los alimentos tan salados que ha comido-. Tiene un instante
de mejoría, pero luego sobreviene el dolor: se llenó de demasiada agua, más de la que puede
contener. Se abre la camisa rompiendo los ojales y se desabrocha los pantalones con gestos
13
"Hasta aquí estoy contento y divertido por el éxito de mi venganza; entonces, de pronto,
siento que mi pene asoma por debajo de mi panza, crece. Es la primera vez en mi vida que
barriga sufriente y brillosa del mendigo, se alza mi pene. Debo acabar con la excitación entre
mis propias manos. La sensación de felicidad y triunfo de ese primer orgasmo es lo más fuerte
"Entretanto, el mendigo prepotente, está tirado de costado sobre el barro formado por el
agua de la manguera. Gime débilmente, con la cara abotagada y los labios azulados. Su
respiración es superficial, apenas un jadeo de parturienta. Muere de algo del corazón -creo-
Wally no había previsto un desenlace tan grave. Estaba sorprendido por completo. Junto
con la excitación sexual, descubrió otra cosa: no le importaba que el hombre hubiese muerto
remordimientos. Siempre se había considerado bueno, quizá demasiado generoso. Como todos
los bondadosos buscaba ser querido, esa era su prioridad. En la adolescencia les regalaba a los
compañeros sus zapatillas sin uso, sus libros y, antes, sus juguetes; invitaba a sus amigos a
comer y al cine. Por supuesto no conseguía con ello ser más popular. Por el contrario, lo
rodeaba un blando y secreto desprecio: prostituía la amistad. "Pero, ¿qué podía hacer para ser
totalmente nuevo.
14
Wally estaba muy ansioso por repetir la experiencia, su corazón latía enloquecido cada vez
que la recordaba. Sobre todo porque al no sentir culpa no había precio a pagar. A la vez se
Sabía por un amigo, que hizo la conscripción en la Escuela Superior de Guerra, que a los
caballos se les debe dar primero el agua y luego el forraje, si no se enferman. "Se afrechan",
decían. Recordaba la satisfacción de su amigo cuando un sargento odiado había cometido este
error y debió pasear a una yegua por el picadero, durante toda una tarde, para evitar que
muriera.
Su próxima visita fue un obeso taxista. En esa semana subió a más de cincuenta taxis.
Siempre a la pesca de alguna presa. Disfrutaba por anticipado de lo insólitas que resultarían
sus intenciones para el otro. Le encantaba tener un deseo tan raro y secreto. La cara de
Eligió un hombre gordo y maduro ("maduro para comérselo", se decía Wally divertido).
Eran los que más le atraían –“también los más incautos: creen que ya lo han visto todo”-, fue
fácil inducirlo a hablar de comidas, el físico de ambos los motivaba. Minutos antes de
concertar la invitación, charlaban sobre fiambres. Estaban de acuerdo en que ahora, los
jamones eran una pasta sintética inyectada de grasa o plástico, no muy diferente del relleno de
las salchichas. Dado vuelta hacia atrás, apoyado en el respaldo de su asiento, el taxista miraba
con ojos agradecidos a este señor que tomaba en consideración sus opiniones. Como sucede
Wally lo invitó a cenar a su casa. Le dio a escoger entre el boeuf bourguignon y el ciervo
"a la normanda"; el hombre se decidió por este último. La descripción de la carne morena,
15
ahumada, acompañada de salsa de grosellas, arándanos y peras le provocó una enorme
anfitrión. Pero el halago insólito de ser convidado con un plato exótico en una casa señorial lo
deslumbraba.
Wally sabía que por la cabeza de todo el mundo circula permanentemente una red de
pensamientos idiotas. Movidos por el placer y la ambición más que por la lógica, y cuyo
argumento esencial es una trama de fantasías de grandeza. La fortuna ejerce una fascinación
Su víctima no le quiso cobrar el viaje. Cuando bajaron del auto, a Wally le desagradó notar
Sonrió para sí, "las pavadas de los ricos", se dijo. Primero hicieron algunos brindis mientras el
peluquero dispuesto a hacer fomentos con toallas calientes, tomó la cabeza del taxista con
ambas manos y la echó hacia atrás, ubicó la boca de su víctima apuntando al cielo, separó los
dientes con los dedos e introdujo entre ellos un embudo metálico de los que usaban
en forma tal que llegara hasta la faringe, para evitar que el material cayera en los pulmones.
Cuando le colocó el embudo, el hombre tuvo leves reflejos de vómito -muy leves porque
estaba saturado de droga-. Wally virtió un chorro de vaselina líquida dentro del embudo para
lubricarlo y luego una olla llena de granos de cebada, trigo sarraceno, avena y centeno. El
grano estaba tostado y partido (de esta forma absorbería mejor el agua). A medida que lo
16
dejaba caer, del cereal se elevaba una nube de fino polvillo mezclado con restos de fibras de
salvado y delicadas cáscaras secas. A pesar de eso el hombre no tosía porque no pasaban a su
vía respiratoria. Luego Wallt echó medio kilo de sal gruesa, más vaselina y agua hasta que
Wally terminó de calentar el ciervo y lo sirvió para ambos. Los platos eran blancos, de
porcelana china con transparencias vítreas de granos de arroz. Como sucede con los manjares
de alta cocina, las rodajas de ciervo y las peras parecían muy chicas sobre el plato. Wally
consolarse.
de canas tan amarillentas que causaba la impresión de ser rubio. El mismo aspecto presentaba
su bigote nicotinizado. Wally pensó, risueño, que la fealdad justificaba el asesinato. Esperaba
impaciente a que el hombre se despabilara, sólo sentía una enorme y gozosa excitación, un
estado parecido al de jugar a las escondidas y estar ansioso por ser descubierto.
Al rato, el hombre despertó por el dolor. Estaba confuso, aturdido. Miró a su anfitrión con
gestos de disculpa pero, luego, al darse cuenta de que algo andaba mal en su interior, su cara
mudó en una mueca de miedo. No comprendía su estado, sentía una sed terrible. La sal lo
quemaba por dentro. Comenzó a tomar vaso tras vaso de una jarra que había sobre la mesa.
Entre tanto, el gordo lo contemplaba con su mejor cara de asombro. El taxista se incorporó y,
entre lamentos, con paso vacilante, fue a la cocina a buscar más agua. Hasta allí lo siguió
Wally, con aire solícito, como preocupado por su huésped. Después de tomar durante un largo
17
rato del pico de la canilla, el hombre trastabilló y cayó sobre el piso de mármol negro. Trató
Wally con voz débil que llamara a un médico o una ambulancia. Intentaba liberar su vientre de
las ropas, se arrancaba la camisa, no cabía dentro de los botones. Al fin apareció la panza,
reluciente de sudor frío. Era la señal esperada, el gordo comenzó a masturbarse mientras, a la
vez, le mostraba triunfante su pene al taxista. Este, aturdido, al fin se pudo poner de pie. Con
tropezones de ciego vagó por el cuarto. Pretendió agarrarse de las ropas del gordo, lo miraba
con los ojos hinchados y la cara abotagada. Quería vomitar, procuraba meterse los dedos en la
ya comprendía por completo de qué se trataba, esto enardecía aún más al gordo. La cara del
hombre fue adquiriendo un color morado, casi negruzco. Se desplomó en el suelo, de costado,
Luego de la escena, el asesino permaneció inclinado con las manos apoyadas sobre la
a consignar su experiencia con velocidad febril. Daba por sentado que el taxista había muerto;
sin embargo éste se incorporó a sus espaldas y lo aferró por el cuello. Wally, con los reflejos
propios de quien permanece indiferente frente al peligro, se dio vuelta, lo tiró al suelo y le
clavó la lapicera en la tráquea. Se escuchó un silbido, como el de una fuga de aire, y el hombre
cocina". Como pudo, metió el cuerpo en el horno de ladrillos refractarios y cerró la puerta. Se
deshizo del taxi; lo abandonó en un barrio lejano. Al regresar prendió el horno. Mientras
cremaba el cadáver, desde la calle vigiló el humo del muerto. Lo alarmó lo espeso que era,
18
debía cuidarse.
Como recuerdo -o acaso por algún impulso atávico-, al día siguiente Wally rescató los
dientes ennegrecidos del piso del horno -algunos todavía estaban unidos al maxilar inferior-,
los guardó en una bolsita de cuero y ésta en el lugar más recóndito de su biblioteca culinaria.
Wally no contaba con que la culpa le impediría dormir. Mientras vivió la escena, la
excitación sexual no dejó sitio para el remordimiento; lo que pasaba era irreal, pero ahora, en
frío, advertía lo monstruoso del acto. Todo el tiempo lo asaltaba la imagen del taxista con la
cara congestionada y llorosa, sus gestos de desesperación al darse cuenta de que lo estaban
matando.
Había supuesto que este crimen, igual que el primero, no le dejaría secuelas. Quizás
resultaba diferente por haberlo premeditado, o porque el taxista le había caído bien. Tal vez
era padre de familia y él lo había hecho desaparecer; sus hijos nunca sabrían qué le había
ocurrido.
Durante un período lo torturó su conciencia, Wally era atacado por imágenes de la agonía
de la víctima en sus sueños y en la vigilia. Una noche, en un arranque de rabia contra sí mismo,
se clavó la lapicera asesina en el vientre. Esta quedó colgando de la pluma durante un instante
mientras se duchaba, notó un punto azul en la zona del ombligo, se había hecho un tatuaje
involuntario. Esa noche volvió a repetir su impulso de odio, se incrustó nuevamente la lapicera
19
en el vientre y se produjo otro tatuaje. Sin embargo, esta segunda señal se debía más a la
vanidad que al remordimiento. Equivalía a las marcas que adornan las cachas del revólver de
que la condena lo salvaría del cargo de conciencia. Perdió mucho peso, casi cincuenta kilos.
Con el curso de los meses se fue aplacando, se acostumbró a la idea de que era un asesino.
Justificaba sus homicidios diciéndose: "por algo lo habré hecho". En esta frase incluía todos
los sufrimientos que su cuerpo y la gente le habían ocasionado y también la casualidad atroz
que lo hizo toparse con el mendigo que le proporcionó su primer goce genital. Era tan
comprensivo consigo mismo, que todo lo obrado comenzó a parecerle lógico y esperable. Al
entender sus móviles, los crímenes se convertían en la consecuencia natural de una cadena de
Pasados ocho meses, el sexo lo torturaba con fruición. Antes, cuando Wally no conocía
otro placer fuera de la comida, su vida era melancólica; ahora, la tentación de tener un nuevo
Su pene no se conformaba con los recuerdos de los asesinatos -no llegaban a estimularlo lo
suficiente-; como un dios antiguo, le exigía sacrificios humanos: quería carne fresca.
En el sentido vulgar (de sustancia sexual acumulada hasta el límite de lo tóxico, como si se
estado rijoso de los adolescentes y como uno de ellos decidió que una prostituta tenía que
20
aliviarlo, al fin y al cabo para eso estaban.
profesión. También se convencía prometiéndose que ésta sería la última vez: iba a filmar el
encuentro; de esta manera contaría con imágenes para usarlas más adelante. Instaló un
reflectores y otros aditamentos. Más tarde, después de los crímenes siguientes, Wally se
pasaba los días en tareas de montaje. Verse a sí mismo le resultaba excitante. En las películas
descubrió que gritaba durante el acto, hasta ese momento no se había dado cuenta. De todos
modos los videos vistos demasiadas veces lo aburrieron, nunca podrían sustituir a la escena
real.
Por ello, a pesar de sus buenas intenciones, Wally siguió matando. Después de la primera
prostituta cazó a otras dos, ¡era tan sencillo! Sólo tenía que prometerles un pago y llevarlas a
su casa de noche. Las prefería gordas y pobres, caían en sus manos aquellas que estaban a un
paso de la mendicidad. Wally calculaba que nadie se ocuparía en averiguar qué les había
sucedido. Las invitaba a cenar, narcotizaba la bebida, les colocaba el embudo y se sentaba a
No quería tipificar su perfil delictivo, establecer un modus operandi, eso le facilitaría las
cosas a la policía. Por ello alternó sus capturas de prostitutas con las de homosexuales. Tal vez
en esta modificación intervenía aquello de que la variedad hace al gusto, porque sin duda el
También en este caso prefería a aquellos que cobran por sus servicios. Los acechaba en la
calle con un urgente juego de miradas. No iba a los bares que ellos frecuentan ni a otros
lugares donde luego pudieran identificarlo. "Al final todos pasan por el embudo", decía con
21
una sonrisa entre amarga y vanidosa.
De esta forma, con ínfimas variantes, Wally continuó con los asesinatos. A lo largo de los
años lo fue invadiendo un cinismo triste, no podía evitar la compulsión de matar, sufría por ser
tan monstruoso. Experimentaba una permanente sensación de extrañeza por el giro insólito
que había tomado su vida. Si tiempo atrás alguien le hubiera dicho que se convertiría en
asesino, Wally ni siquiera se habría ofendido, le hubiera resultado tan gracioso como que le
Durante una época la culpa y el exhibicionismo lo llevaron a dejar evidencias. Cargaba los
cuerpos en el baúl del auto y los abandonaba en terrenos baldíos o en zanjones a los costados
del camino. Enseguida los diarios comenzaron a hablar de las muertes por "afrechamiento".
Los llamaban "crímenes agrarios" porque encontraban los cadáveres llenos de cereal, con gran
congestión de las vísceras y un descomunal agujero en medio de la frente. (Dado que sus
muertos a veces tardaban en morir, para evitar sorpresas, Wally les disparaba un tiro de gracia.
Había conseguido un arma muy curiosa. Un enorme pistolón a resorte, de los usados por los
largo. Lo apoyaba en la frente la víctima y causaba un agujero similar al que hubiera dejado un
golpe dado con un pico). Luego Wally notó que le desagradaba la sangre, manchaba todo.
Reemplazó este método por una inyección endovenosa de un anestésico potente y un rápido
En ocasiones, Wally dejó caer por el embudo algunos dientes carbonizados de sus víctimas
anteriores, una pista para la policía. De esta manera establecía que los homicidios formaban
una serie, otra de sus marcas de asesino. Creía que se arriesgaba para mitigar sus culpas. No le
22
las concesiones que hacen los grandes deportistas, una especie de hándicap. Después también
se cansó de esto y volvió a incinerar los cadáveres. "Si no hay cuerpo del delito no hay delito",
Por supuesto, Wally mejoró su técnica. Cada tanto acechaba a algún mendigo o mendiga.
Sabía cambiar la carnada sondeando con habilidad los intereses de la presa. A él mismo ya no
lo seducían las comidas extravagantes, a veces intuía que lo mejor era ofrecer un simple asado;
muchacho usaba una corbata de seda con dibujos búlgaros. Antes de empezar a comer, por
hábito se echó la corbata sobre el hombro como una bufanda -no se la quería manchar-, no
utilizó la inmaculada servilleta de batista puesta sobre la mesa. Comía como si estuviera
sentado en su escritorio.
El tratamiento siempre era el mismo, una y otra vez seguía idéntico procedimiento.
Resultaba evidente que la diferencia entre hombres y mujeres no influía en sus gustos. Wally
Confió, en algún momento, en que los asesinatos serían una forma aberrante de curación de
su impotencia. Imaginaba que luego de algunos orgasmos su sexo se pondría en marcha, como
un motor que necesita ser cebado para arrancar. Sin embargo, aunque varió sus intereses,
perdió mucho peso y prácticamente dejaron de atraerle sus actividades de gourmet, nunca
Tres años y dieciséis cadáveres después ya no era el gordo tímido y melancólico de toda la
vida. Se había convertido en un cazador que aterrorizaba a sus presas. Había bajado ochenta o
23
noventa kilos, la piel le colgaba floja como las sábanas a un fantasma viejo. Era un hombre
flaco, atormentado por su horroroso vicio. Pasaba las tardes mirando sus videos, mientras
jugueteaba nervioso con los dientes quemados, recorriéndolos con los dedos como si rezara
un rosario. No tenía calma, pero tampoco se entregaba a la policía. Suponía que la cárcel le
Dado que no deseaba ser castigado por otros, había diseñado su propio infierno nocturno.
Dormía sobre la mesa del comedor rojo, rodeado por los dientes de sus víctimas. Sobre la
dura madera tenía con frecuencia sueños horribles en los cuales lo devoraban las bocas de los
muertos. "Es la mordedura del remordimiento", decía para sí con gesto melodramático. Pero
en verdad, los años y la repetición de los asesinatos habían embotado su sentimiento de culpa.
Wally se daba cuenta de que dormir sobre la mesa y gimotear de dolor toda la noche era una
goce. En realidad no sufría por sus víctimas, estaba inmunizado contra el dolor ajeno. Le
encantaba ser verdaderamente poderoso. (¿Quién puede enfrentarse con un auténtico asesino?)
A la gente le gusta creer que los asesinos son muy distintos de las personas comunes.
tranquiliza ciertos temores. En la mayoría de los casos no es así, no suelen invertir la polaridad
de asesino a asesinado.
Wally todavía lucha con todas sus fuerzas para no ser descubierto. Por las noches se
24
La enfermedad china
25
Everything is gonna be all right, ésa era nuestra canción preferida cuando fuimos al
congreso de Bruselas en octubre del ´86 con las chicas de COYOTE. Era nuestro lema.
Teníamos mucha confianza, estábamos pensando bien. (COYOTE es la sigla de Cast off your
Old and Tired Ethics, cuya traducción aproximada es: despréndete de tu vieja y gastada ética).
pornografía, eran del grupo gay. Nosotras no teníamos nada en contra de los videos "porno"
-excepto las que afirmaban que nos quitaban clientes-. Al contrario, la mayoría aspiraba a ser
"porno-star" para no seguir viviendo como vivíamos, de manera tan peligrosa y cansadora,
En nuestra delegación todas éramos fanáticas del artículo de Joan Nesle My mother liked
to fuck ("A mi madre le gustaba coger"), texto donde se cuentan las penas, alegrías y peligros
a los que se expone una mujer proletaria -la madre de la autora- que no desea renunciar al
En el avión conocí a Nancy. Por ese tiempo yo pasaba por un período -por suerte breve- de
26
cierto rechazo por los hombres. En el último año había trabajado demasiado, me producían
alergia. Intimaba con ella. Dormía feliz con mi cabeza apoyada sobre sus pechos tibios y
enormes. (Nancy nunca llegó a usar el corpiño colegial. Pasó directamente a uno especial -de
poplín reforzado con ballenas-, más apropiado para distribuir el crecimiento descontrolado de
sus senos que se desparramaban hacia todas partes.) Era de Kansas. Siempre estaba de muy
buen humor. Durante el congreso llevaba encima un ejemplar de la revista Time donde se
burlaban de la prohibición de los vibradores, las vaginas artificiales y los demás cachivaches
usados para la "estimulación de los órganos genitales humanos". Reíamos como locas cuando
Ella estaba muy ansiosa por conocer a Peter, un taxi-boy blanco como leche, andrógino y
juvenil. Parecía de veinte y decían que ya había cumplido los treinta y tres. No era de los que
tienen problemas con la erección, -pesadilla de los muchachos del oficio-. No, su pájaro
enseguida alzaba la cabeza, bastaba con llamarlo. Cuando actuaba; no lo inhibían los equipos
de filmación aunque, a veces, sumaban más de veinte entre artistas y técnicos. Se erguía cada
vez que lo necesitaban, Peter se excitaba con cualquier cosa -yo creo que se calentaba viendo
cómo se calentaba, así sucede con la mayoría-. Ese era el hombre que Nancy quería conocer.
Bob, su amigo, había viajado con él, hacían una recorrida turística. No estaban invitados al
Nosotras nos alojábamos con otras dos chicas en una pequeña pensión en la zona
delegación, al Hilton. Decíamos que no tenía gracia ir a conocer la Vieja Europa y hospedarse
en un Gran Hotel Americano. En realidad a Nancy, a mí y a varias más nos daba vergüenza
estar en medio de una delegación de mujeres explícitamente identificadas como putas. Puede
27
parecer raro, ya que en nuestra profesión no solemos ocultarnos, pero aquí nadie nos conocía,
Según Peter, Bob tenía veintitrés años y era un superdotado en todos los sentidos. Su
Senior. Su miembro medía diez pulgadas -reales-, y era casi del ancho de mi cuello. (Tiempo
después, Bob se burlaba de mí. Aseguraba que por mi cabeza no circulaba más sangre que por
la cabeza de su pene.) Nadie podía decir de él: "mucha dinamita para tan poca mecha", como
una oye de los muchachos que se dedican al fisicoculturismo y usan esos slips sintéticos, como
bombachitas de seda, donde sus órganos parecen diminutos comparados con lo grueso del
cuerpo.
Conocí a Bob en el lobby del Hilton, él pasaba con violencia las páginas de un diario en
francés. Era obvio que hacía ruido para llamar la atención, lo hojeaba tan rápido que no podía
ver ni las fotos. Alto y hermoso, echaba vigilantes vistazos a su alrededor para averiguar si lo
Con Bob comprendí en forma cabal lo que significa el amor a primera vista. Apenas lo
descubrí suspiré de deseo y pensé "¡Bueno...!, quiero a ese muchacho ¡ya! en mi cama". Y
enfilé directo hacia él, -de una manera, tal vez, un tanto masculina-. De repente se me había
pasado todo el malestar y el rechazo que sentía hacia los hombres. Volví a ser la chica animosa
de siempre. Entablamos conversación de inmediato; Bob se reía todo el tiempo con los ojos, al
punto de que una no sabía si se estaba burlando o qué. Era de las poquísimas personas que son
más lindas cuando no se ríen; como Robert de Niro, se le achicaban demasiado los ojos,
parecía chino.
Entramos a un cuarto y, mientras hablábamos de los belgas o de cualquier otra tontera, sin
28
más aviso, le puse una mano sobre el pene. Bob abrió la boca -o fue su mandíbula que cayó al
piso- fingiendo una sorpresa que no podía estar sintiendo, pero su miembro, mucho más
sincero que él, de inmediato se puso duro. Cuando se lo comenté más tarde, me respondió con
tono neutro: "Slim es muy inteligente, a veces más que yo". Lo llamaba Slim, me explicó que
ese nombre le recordaba a un simpático cowboy de Texas. "Saluda también a Slim", se hizo la
costumbre de pedirme cada vez que entraba a la habitación. Yo se lo sacudía como si le diese
la mano. Bob aseguraba que su pene gozaba de discernimiento propio. "Uno está dormido y él
puede entrar en erección, ciertas chicas le gustan y otras no, tiene memoria, se le puede
enseñar a funcionar más rápido o más lento, a cambiar de ritmo,... es muy temperamental." El
resto de las noches dormí con Bob -y con Slim-. Peter se iba a otro cuarto y nos dejaba el
lugar libre.
Fue estupendo porque además yo estaba en una época en la que no trabajaba. No es fácil
"limpiar los órganos", que es como llamo a que mi sexo vuelva a estar a mi disposición y
pueda gozar de nuevo. Mi médico dice que yo me anestesio mucho, pero ocurre que de todos
modos, una no se olvida de las escenas sexuales actuadas mil veces. Las caras y los gritos de
los clientes nos asaltan en la mitad del polvo y confunden y arruinan todo. Cuando tomo
Si menstrúo es mejor, siento que se me limpia más rápido. Pero en realidad casi nunca me
hombre a quien le guste encamarse con nosotras cuando estamos con el período. La regla
significa lucro cesante. Por eso, en aquella época, también las tomaba para aumentar mi plazo
de disponibilidad sexual y, después de casarme con Bob, para hacer que mi menstruación
coincidiera con los tiempos en los que no estaba filmando.) Creo que soy muy sana, luego de
29
descansar un tiempo vuelve a normalizarse. Hasta ahora fue así.
Bob poseía un miembro asombroso (Slim era asombroso). Lo afirmo con cierta autoridad
ya que conocí cantidad de ellos -al punto que, con sólo mirarle las manos a un tipo, por el
ancho y largo de sus dedos, sé cuáles son sus medidas-. El suyo era desmesurado, como
meterse adentro un poste o una maceta. En una temporada en Las Vegas. Bob ejecutaba un
número de chuparse a sí mismo con eyaculación incluida. Le causaba mucha gracia; "en más
de un sentido `Dios da pan a quien no tiene dientes'", comentaba, "no te imaginás cómo le
gusta a Slim". Estaba muy orgulloso. Bob me explicaba que, según el Informe Kinsey,
complicadas posiciones: acostados de espaldas, con las piernas sobre la cabeza, usando una
pared como soporte tras ellos, con la columna vertebral tan retorcida que la incomodidad les
No me cansaba de admirarlo. Tampoco yo estoy tan mal. Tres horas de gimnasio por día,
excepto los domingos, mantienen todo en su lugar. Las líneas de mis músculos me gustan
ligeramente marcadas, apenas definidas, sobre todo en los muslos y nalgas. Ahora soy delgada,
pero sé que no me sienta estar demasiado flaca, me queda la cara como de pescado.
Paseamos por Europa cerca de dos meses, yo no me tomaba vacaciones desde hacía tres
años. Llegué a estar verdaderamente distendida; fue nuestra mejor época. Sin embargo, ya en
ese tiempo Bob comenzaba a preocuparse por su salud. Antes de dormir me hablaba del sida.
Un amigo suyo se había contagiado, no sabían de quién. Era gay y también trabajaba en la
Industria, llevaba una vida bastante promiscua. Agonizaba con un sarcoma de Kaposi en una
seropositividad. Las productoras, por una cuestión de mostrar el máximo realismo, exigían
30
que la eyaculación ocurriera ante las cámaras. Por eso, a pesar de todo, en las películas
todavía no se acostumbraba a usar preservativos. Bob se jactaba, decía que de todas maneras
Europa. De ahí volvimos a Los Angeles, que estaba tan sucia y soleada como siempre. A los
Nuestras infancias no habían sido precisamente un modelo de amor familiar. Hacía cuatro
años yo me había marchado a la costa Oeste desde Fort Lauderdale, Florida. Estaba harta de
mi papá y sus perros. Eran galgos de carrera, tres en el momento en que me mandé a mudar:
Little John, Cash y Snowball. Perros que ya no servían para perseguir a la liebre mecánica en
el Canódromo, porque se les había apagado la velocidad, y con los cuales mi papá se había
Mamá se había ido hacia rato. Mis últimos recuerdos de ella son de los once años.
iban a embarcarse. Se quejaba sin parar de los cubanos; siempre estaba borracha.
Yo me pasaba el día en casa, con los perros, comiendo manteca de maní, hamburguesas
con papas fritas y otros supercongelados que sacaba del freezer. A los diecisiete ya no iba al
cosas de administración y contabilidad indispensables para que una chica consiga un trabajo
decente. Así que, cuando me harté de que mi papá también perdiera al póker, y arrancara los
teléfonos de la pared en ataques de furia, y de que nuestra poca plata se gastara en alimento
31
para los perros, y de que él les hablara -conmovido- de las grandes carreras que pudieron
haber ganado e, incluso, de las que habían ganado pero hacía ya mucho tiempo. Cuando me
harté de todo, empecé a salir con un muchacho y con otro y otro, y en los hoteles miraba
videos porno y el resto del día estaba en el gimnasio de Michael. De ser una gordita "manteca
Michael me conseguía clientes por una comisión, pero me daba cuenta de que lo mejor era
hacer películas. Soñaba día y noche con filmar. Mis actrices favoritas eran las hermanitas
Susan y Vivian Jones, Cinderella Byron y sin duda la magnífica, la más grande: Victoria
“Sleeping Beauty” Morrison -ahora un poco madura-, que se había hecho famosa por escenas
en las que la poseían, dormida como una muñeca, entre varios hombres. Siempre trabajaba
para el gran John “Bigstick” Williams, el más taquillero de los videastas de la costa Oeste. Y
de tanto ver películas decidí viajar a conocer ese ambiente. Pero no pude entrar a los estudios
A él no le había ido mejor con su familia. Me contaba que cuando tenía cinco años, su
madre se hacía la muerta, a él lo aterraba no poder despertarla. También jugaban a "La mano
muerta", que consistía en acostarse juntos en la cama y que su madre, con los ojos cerrados,
dejara caer su mano, al azar, sobre cualquier parte del cuerpo de Bob. A veces le aplastaba los
recortaba la grasa al jamón. Su madre, a propósito, le hacía sándwiches con esa grasa. Decía
La única vez que visitamos a sus padres y hermanos en Wichita Falls, su madre me
sorprendió. Era petisa, gorda, desinhibida y con una voz gruesa y rasposa. Tuve miedo de ella;
32
me fui con la extraña sensación de que en esa casa todos eran hombres. Bob me contó, muy
sobre sí mismo, se orinaba encima, era terrible. "Los chicos son los que están más solos", me
decía. "No se pueden comunicar". Nunca supe con exactitud a qué se refería, incluso llegué a
pensar que le habían hecho algo más que no me quería contar; una violación o algún tipo de
ataque sexual.
preparatoria hacían circular, entre risitas, un libro de tapas forradas. La profesora se los quitó
de las manos, se paró en el pasillo en medio de las filas de pupitres y lo encendió con un
fósforo. Sorpresivamente el libro ardió con una gran llamarada, chisporroteaba como si
Después de casados nos instalamos en Santa Mónica, en una casa de los suburbios, y
comenzamos a pagar las cuotas de la hipoteca y de los dos autos. Entré a la Industria a través
de mi esposo. Siempre hice papeles chicos, me resultaba difícil actuar. No porque tuviera
vergüenza, en realidad las que más me costaban eran las escenas no sexuales. Aquellas en las
sobresaliente. Y casi todos los que trabajan en la Industria -porno o no porno- las tienen.
Algunos, como Bob o Nancy, poseen enormes órganos; otros, un prodigioso desarrollo
muscular, algunos -hombres o mujeres- son increíblemente hermosos y apuestos, otros -esos
también son un fenómeno- son maravillosos actores. Al final una se da cuenta de que todos
son extraordinarios en algo. Yo no contaba con ningún atributo, nunca me destaqué, ni llegué
33
a interpretar papeles protagónicos.
atender clientes, que es lo más desagradable. (Siempre es mejor trabajar con gente de la
profesión, es menos salvaje y peligroso. Las relaciones sexuales que se muestran al público
ocurren entre compañeros de oficio, todos obedecen las órdenes del director. En el caso del
encuentro con un cliente el vínculo es desparejo: ellos pagan y exigen.) No toda la gente de la
Industria me gustaba, pero estábamos en el mismo oficio. No había lugar para el desprecio. Es
cierto que existían jerarquías pero, en un sentido, nos encontrábamos en el mismo plano.
Era un artista en fingir el orgasmo. Había adquirido esta habilidad en su larga etapa de taxi-
boy, cuando se acostaba con siete u ocho homosexuales por día. Era materialmente imposible
eyacular cada vez. "Slim retenía el semen y yo gritaba como un cerdo en el matadero, Slim es
Decía que un ambiente ideal para una porno es la carnicería, "el amante carnicero te dice la
moto. Después de estar todo el día en el cuarto, tocando la guitarra, él salía ahumado por el
No nos resultaba fácil aceptar nuestro trabajo. Sabíamos que por el momento no podíamos
hacer otra cosa. Ahorrábamos para el futuro, como tantos otros que dependen del rendimiento
34
de sus cuerpos -en esto no éramos diferentes de cualquier deportista-. Estábamos hartos de las
resbalosas sábanas de satén color crema, de los guantes de seda negra largos hasta más allá del
codo, de abrir y cerrar braguetas, de engrasar órganos, de las uñas postizas esmaltadas de rojo
sangre, de los infinitos consoladores y, sobre todo, de los machacantes y repetidos gritos de
"Honey, I'm coming, I'm coming, Honey" en voces de hombres y mujeres, acompañados de las
muecas correspondientes.
Bob les ponía nombre a nuestros trabajos actorales: éste se llamaba cinco mil dólares, aquél
tres cuotas de la hipoteca, el otro medio auto. Odiábamos algunas escenas, particularmente
aquellas en las que pervertían animales. (Nos gustaban los animales.) Recuerdo en especial los
ejercicios de un cerdito con el pene como un tirabuzón y otra donde un delfín se masturbaba
Evitábamos ir a nuestras mutuas filmaciones, aunque a veces nos tocaba trabajar juntos y
no podíamos negarnos. No me gustaba ver a mi pobre Bob atado sobre una mesa de torturas;
o colgado del techo de una mazmorra medieval, con péndulos de plástico suspendidos de su
pene, ("el bueno de Slim cargado de cadenas", bromeaba Bob), mientras varias mujeres lo
acariciaban, chupaban y mordían. O que señoras vestidas de cuero negro, con el pelo peinado
con gel, lo flagelaran con látigos de utilería. Siempre lo contrataban para videos dirigidos a un
público de lesbianas sadomasoquistas, entre ellas era una verdadera estrella. Encontraban en
A él, por su parte, lo entristecía verme como "tragasables". Al principio, para lograr un
control sobre mis náuseas, tuve que entrenarme durante muchos días presionando la base de
mi lengua con los dedos. Eso reducía en parte el reflejo del vómito. Con el tiempo me convertí
en una experta. Me tomó varias semanas dominar la técnica hasta lograr aceptar un pene en lo
35
profundo de mi garganta. Me acostaba con la cabeza colgando por debajo del borde de la
cama y así lo tragaba. Si debían repetir las tomas varias veces terminaba con un fuerte mareo
por estar con la cabeza por debajo del nivel de mi cuerpo. No conseguía hacerlo si estaba
resfriada: me asfixiaba.
Bob me suplicaba que nunca tragara el semen. Me llevaba al dentista muy seguido, tenía
miedo de que la enfermedad entrara por una caries. Contaba de un amigo que se contagió a
A mí el esperma me da asco. Algunas chicas recomiendan tragarlo de golpe, dicen que así
escena, la dejaba caer de costado, por la comisura de mis labios, sobre un Kleenex o una
toalla. Describen su sabor como algo amargo, pero para mí es como una mezcla de harina y
Cierta vez Bud Schultz, alias "el papero" -porque su familia tiene plantaciones de papas en
Arkansas-, a quien también llamaban "La pistola más rápida del Oeste", se ofendió porque
escupí y me limpié su semen en sus propios muslos. El hombre eyaculaba como un burro,
lanzaba baldes de esperma. ¿Qué creía?, ¿que lo suyo era un don de los dioses?
Sólo una vez vi sonreír a Bob durante una filmación. Me observaba en una toma en la cual
yo montaba y espoleaba a Helga, una sueca acromegálica de casi dos metros de altura, con
nalgas y pechos bamboleantes como globos llenos de agua. Le habían puesto una montura y
riendas de seda negra atravesaban sus labios como una mordaza. A él le causaba gracia verme
clavarle las espuelas de goma -pintadas imitación metal-, y gritarle insultos de apostador que
Por suerte todos éramos experimentados. Se consideraba una falta de profesionalismo que
36
un actor se calentara de verdad. Esto perturbaba el trabajo de sus compañeros de escena. Es
cierto que los hombres alcanzan un grado de excitación real, entran en erección; pero siempre
A los que se descontrolaban y lo hacían en serio, se los despreciaba. Eran los babosos -los
era que muchos no gozaban de momentos íntimos: estaban solos, esos eran los más peligrosos.
Buscarles novios o amantes se convertía en una cuestión de salud mental para el resto del
equipo. Después de alguna escena especialmente fuerte decíamos en forma casi ritual: no fue
nada personal. Es un viejo chiste del gremio, pero nunca pierde vigencia.
Habíamos festejado nuestro tercer aniversario de casados y sin duda éramos una de las
parejas más estables entre nuestros amigos, cuando le di a Bob la noticia de mi embarazo.
Él estaba en el set, persiguiendo a Sally y a otras dos chicas que aparentaban tener doce
pero, en verdad -por cuestiones legales-, ya habían cumplido los dieciocho. (Nunca supe
dónde las encontraba Lucille, la persona encargada del casting y con quien todos tratábamos
de congraciarnos.) Como decía, estaban esas chicas jugando badminton con sus polleritas de
tenis y sin bombacha, con cintas en el pelo y chupetines de colores en las manos, correteando
por un parque florido mientras Bob las acosaba desnudo. En un intermedio le anuncié que iba
a ser padre. Mi marido era muy profesional, siguió filmando todo el día como si no le hubiera
Atravesamos varias etapas. Al principio me exigía que abortara; era un suplicio para Bob
no saber quién era el padre, no había sido un hijo buscado. Casi nos separamos. Yo tenía la
37
certeza femenina de que era de él, estaba segura. Con el tiempo lo convencí o dejó de
Por unos días estuvo tranquilo, pero de inmediato lo acometió la vergüenza. Nunca vi a
nadie sentirse más indigno. Decía que él no debía tener hijos, verían las películas y después no
podría mirarlos a los ojos. Se deprimió tanto que llegó a meterse en cama varias semanas.
Fuimos de vacaciones a México, nos hacía falta. Allí jugó con los niños alojados en el
hotel, antes jamás le habían interesado. Después del almuerzo solía contarles cuentos
provincianos del Medio Oeste, a un grupo de chicos que se rebelaban cuando sus padres los
mandaban a dormir y solían vagar aburridos por el hotel a la hora de la siesta. Bob nadó,
desempolvó sus habilidades deportivas, unos cuantos adolescentes admiraron su destreza para
ejecutar saltos ornamentales. Y, sobre todo, nadie lo reconoció; ese era en el fondo su gran
temor.
Cuando regresamos todo parecía andar bien. Una vez se despertó a la madrugada y me dijo
que quizás, dentro de unos años, las películas ya no le interesaran a nadie y podríamos
comprar el lote completo por poco dinero y destruirlo. Para que se quedara tranquilo le dije
que me parecía una buena idea. Pero él solo se dio cuenta de que se trataba de una de aquellas
soluciones brillantes, concebidas durante el sueño y que, a la luz del día, se revelan como
disparates. No sería posible juntarlas a todas, el material estaría disperso por el mundo.
Yo había dejado de trabajar. Cierto día, cuando cursaba el quinto mes de embarazo -y la
curva lisa de mi vientre era bien visible-, le alcancé un Martini en la ducha. Me asusté cuando
advertí que se había afeitado el culo. Le pregunté si lo había hecho por alguna exigencia del
guión, pero no quiso contestarme. Me pareció un detalle siniestro, Bob tenía mucho vello, sus
38
Por esa misma época empezó a no poder dormir. Alquilaba muy seguido videos de
cualquier clase y se quedaba despierto hasta la mañana. Cuando yo abría los ojos me
encontraba con la habitación bañada por la luz grisácea del televisor. Semanas más tarde me
comentó que estaba preocupado por un hombre que veía en los videos. Esta persona parecía
ajena a la escena que se proyectaba. A veces miraba directamente hacia la cámara, otras,
pasaba por el fondo del decorado o entre los actores como si fuera invisible. Una vez se
acercó a la pantalla y lo miró directo a los ojos. Tomó aire como para hablarle, Bob se asustó,
pero después el hombre pareció arrepentirse y se retiró fuera de su visión. Siempre era el
mismo tipo.
"Es un alma desencarnada que vaga atrapada en las películas, un fantasma del video", decía
Bob. "Debe ser alguno de nosotros muerto." Afirmaba que se lo topaba en distintos filmes que
no tenían relación entre sí. Había intentado encontrar un común denominador, quizás habían
sido producidos por la misma compañía, filmados en el mismo estudio o con los mismos
técnicos. Comparaba los repartos de cada una y no hallaba similitudes. Le sugerí que
con nadie, temía que la productora no volviera a contratarlo si pensaban que estaba loco.
Según el convenio con el sindicato de actores todos sus trabajos se consideraban free-lance.
Yo tenía pocas amigas a quienes contarles y no fueron de gran ayuda. Me recomendaron que
esperara, decían que estaba atravesando por una crisis, ya se le iba a pasar. Y así fue, se le
Una mañana durante el desayuno me dijo que se iba a buscar un trabajo decente, no podía
destruir los videos pero no iba a continuar haciéndolos. Si se lo explicábamos con inteligencia,
nuestro hijo lo entendería. Lo tomaría como una etapa de nuestras vidas que habíamos dejado
39
atrás. Yo estuve de acuerdo, en realidad, me emocionaron tanto sus palabras que lloré toda la
Comenzó a trabajar en los gimnasios. Fue instructor de aparatos, dio clases de aerobics, se
empleó como guardavidas en las playas de Santa Mónica. Ganaba el diez por ciento de lo que
Cuando estaba a un mes de la fecha del parto, una noche tuve ganas de tener relaciones
con él, hacía mucho tiempo que no lo hacíamos. Lo destapé con delicadeza y le bajé los
exhausto. Llevaba el pene atado al muslo con un grosero esparadrapo cubierto de tela
Sin pensarlo intenté quitárselo. Al tirar, arranqué los pelos pegados a la tela adhesiva, se
cabecera de la cama. "Slim se quiere meter adentro", me dijo aterrado, mientras agarraba con
desesperación su pene con la mano derecha como si se tratara de una serpiente venenosa, "por
por la fuerza con que lo apretaba. "Te estás lastimando", le dije tomándolo por el brazo. Él me
alejó nuevamente y me pidió cinta adhesiva. "Vos no entendés", me gritó mientras yo buscaba
cuando estuviera descuidado, su pene se enterraría en su panza. Al fin dimos con un médico
40
Yo hubiera esperado encontrarlo en el barrio chino, pero su consultorio quedaba en el
barrio chicano de Los Angeles, cerca del mercado de cítricos de la John Lennon Avenue. Me
devolvió la confianza descubrir la sala de espera atestada, parecía un vagón de subte en la hora
pico. Había gente de todos los colores y nacionalidades. Después de un largo rato, nos hizo
pasar. Era un chino viejo, con unos bigotes largos y ralos. Tenía manos bondadosas, no
hablaba en inglés. Nos habían contado que atendía en forma alternada: dos meses en Los
Angeles y dos en Hong Kong. A su lado, otro chino -también viejo- oficiaba de intérprete. No
había mucho que explicar. Bob se bajó los pantalones -por comodidad ya no usaba
calzoncillos-; su pene estaba atado contra el muslo, sujeto por tres vueltas de tela adhesiva,
"Lo llevo anclado", intentó bromear Bob, aunque transpiraba de angustia. El médico dijo
algo que el intérprete tradujo como: "Temor de que se marchite...er... encoja..., se meta dentro
estas palabras, Bob lloró de miedo; temblaba como afiebrado y apretaba su miembro contra el
muslo. El médico dijo algo breve, su traductor exclamó con tono severo: "Mucha
El médico abrió un armario laqueado de negro y tomó una cajita de cartón, de ella sacó un
raro instrumento y se lo extendió a Bob con una leve sonrisa de compasión. Su gesto
expresaba piedad, daba a entender que estaba desahuciado. Le dio una larga explicación,
mostrando con ademanes elocuentes como se usaba el aparato aquel. El intérprete dijo: "Li-
teng-hok... pone aquí adentro y ata... fuerte a la cintura...". El artefacto semejaba dos cucharas
enfrentadas por su concavidad, allí se colocaba el glande y se las cerraba con una grampa.
Ambas estaban unidas entre sí por el mango y éste, a su vez, a una cuerda que se ataba a la
41
cintura. El pene sujeto por la cabeza y amarrado no podría escapar hacia el interior del cuerpo.
El médico chino, a modo de despedida, dijo en inglés: "Muy bueno". Mientras nos
acompañaba hasta la puerta, el intérprete comentó en tono confidencial pero con mucha
Pero a Bob no le importó; se fue de allí desconsolado. Fabricó una copia del aparato adecuada
Pocos días antes del parto desapareció y desde entonces no he vuelto a verlo, ni supe nada
de él. Yo también necesité que me cuidaran; las chicas se turnaban en el hospital. Los primeros
tiempos fueron muy duros, después me fui arreglando. Hacía pequeños papeles y, como con
eso no nos alcanzaba para vivir, conseguí entrar en la oficina de casting. Al principio el
sindicato de actores se opuso, me presionaron para que eligiera una cosa o la otra, pero los
De Bob nunca recibí noticias, ni siquiera los chismes habituales del estilo de: lo encontré en
un bar en New York, o actúa para tal director. A veces pienso que regresó con su madre;
otras, que se casó con otra, con la condición de no tener hijos -no podría soportarlo-. Cuando
Bobby ya cumplió seis años, en este momento está comiendo cereal con leche, me pregunta
si se puede sonar los mocos en la pileta de la cocina. Afuera, en el patio trasero, un gorrión
picotea entre las baldosas andando a los saltitos. Pienso que algún día le mostraré a Bobby las
42
Eugenia convertida en obra de arte
43
Sin duda fue la bellísima Eugenia quien llevó al más alto grado de perfección el papel de
objeto sexual. Pasó los primeros trece años de su existencia hamacándose en una mecedora y
Tercera y rezagada hija de una madre añosa (la tuvo a los cuarenta y tres), desde que fue
dada a luz todo anduvo mal. Se habló de fiebres meníngeas que literalmente habrían quemado
su cerebro. Otros opinaron que se trataba de una psicosis infantil de las más graves.
Algunos autores clasifican los autismos precoces en dos variedades. El tipo "crustáceo"
-de coraza rígida, hiperespasticidad y reflejos vivos- y el tipo "molusco": indefenso, laxo, de
retracción muscular lenta y plasticidad de cera. Eugenia pertenecía a esta última categoría.
44
los hermanos ya eran veinteañeros. Al poco tiempo la mayor se casó con un pintor y se radicó
y los campos que poseían en Junín. Además fundó su propia familia, casi no le quedaba tiempo
desconocidos, ser inhallable. Engendraron a Eugenia durante su última aparición, ella fue el
Estaba decorado con falsas columnas dóricas, vigas de madera de cedro en el cielo raso y
cenefas con volutas de yeso que algún arquitecto moderno, para darle un toque alegre, había
mandado pintar de verde y rojo. Eusebio, un uruguayo de dientes prominentes y gordos labios
y cadete para todo tipo de trámites. Dos mujeres completaban el personal: Ecilda y Zunilda,
respectivamente la grande y la chica. La primera, con más de setenta años, ya había criado a
mucama, apenas daba abasto para limpiar el departamento, a pesar de que varias habitaciones
estaban clausuradas.
La niña era hermosa, rubia y tierna; mostraba un débil interés por la música y una ardiente
pasión por la caña de azúcar. Ecilda le traía un atado cada vez que visitaba su Tucumán natal.
Eugenia chupaba y mordía con frenesí las cañas dulces -era el único alimento al que le clavaba
los dientes-; el jugo pegajoso mezclado con su propia saliva chorreaba por las comisuras de
sus labios. Luego su haya, con la punta de un cuchillo, sacaba las fibras de caña que le habían
45
Eugenia no daba otros indicios de estar conectada; se ocultaba detrás de una masa de
alucinaciones negativas que le borraban los objetos del mundo. Escondida en sus ojos vacíos,
nadie supo que desde los tres años soñaba con grandes incendios.
La preocupación de Ecilda era que tomara sus tres comidas diarias, hechas papilla en la
licuadora y cambiarla cuando defecaba o se orinaba. Por las tardes, si el clima era agradable,
Eusebio la llevaba a pasear en coche. Eugenia iba sentada en el asiento trasero, muda, con la
vista fija en algún punto del tapizado, en un brillo sobre una manija niquelada o en la nuca
Cierto día, después de muchos años, el aburrimiento mecánico de estas tareas se alteró
para siempre. Fue cuando su cuidador, al ayudarla a entrar al auto, olió por primera vez el
sudor agrio de la niña que, alcanzada por el brote puberal, de repente desarrolló pechos y
caderas de mujer. Eugenia, como siempre, permanecía ajena. Respiraba la brisa soleada de la
Eusebio estacionó el auto en una calle oscura, cubierta de árboles frondosos. Se quitó la
gorra, giró hacia atrás y empezó a tocarla. Con temor, atento a su reacción, acarició primero
el pelo rubio y largo que caía en pesadas ondas, después la piel de nena de su cara. Ella,
inmutable, seguía admirando fijamente los dibujos del aire. Eusebio se animó entonces entre
los botones de la blusa, palpó los pechos con dedos tímidos y también el interior húmedo de
las axilas. Le resultaba raro encontrar detrás de la chica de sociedad -que por su aire ausente le
parecía desdeñosa e inalcanzable-, a la hembra salvaje, sin depilar, con su transpiración de olor
Eusebio metió la mano bajo la pollera de tela escocesa, ella usaba medias escolares blancas,
46
tres cuartos, sus muslos estaban desnudos. Con facilidad alcanzó el pubis. Eugenia bajó la
vista hacia sus genitales con un gesto de extrañeza, como si no fuesen parte de su cuerpo. Él
estaba encantado, todas las mujeres eran tan complicadas, en cambio ésta no le hacía
Después de este episodio, el momento más ansiado -para Eusebio al menos- era el del
paseo. Sin embargo, esto cambió en poco tiempo. Ciertas dificultades operativas -manosear a
una menor en un auto, penetrarla a plena luz del día- pronto lo hicieron adoptar el hábito de
introducirse en su habitación por la noche. Ecilda y Zunilda se enteraron, pero él las superó
con terribles amenazas, exhibición de armas blancas y regalos que las transformaron
automáticamente en cómplices.
Hubo alguna tímida oposición, cuchicheos alarmados y ofendidos entre las mujeres. El
chofer deliraba por Eugenia, había enloquecido de pasión, en el sentido literal del término.
Ecilda se dio cuenta con claridad desde el principio, le pareció peligroso denunciarlo. Era
demasiado vieja, se sentía a la vez indignada y cansada, harta de todo. Para colmo, no pudo
comenzó a prender sola la radio de su cuarto, se movía más, señalaba lo que quería con el
dedo y empezó a masticar comida después de tirar al piso varias veces el puré acuoso que le
daban. En la hora del crepúsculo lanzaba unos gemidos raros e inhumanos, caminaba por su
cuarto como enjaulada; por su mirada de excitación cuando se presentaba Eusebio era obvio
que lo reconocía.
El la poseía en la mecedora, en el mismo lugar donde durante tantos años Eugenia se había
hamacado en soledad. Se arrodillaba en el piso, con la actitud de quien venera a una diosa, y la
47
penetraba en esa posición. Entretanto Eugenia musitaba medias palabras como hablando en
sueños, su mirada vagaba extraviada por las cosas del cuarto, una de las cuales era el propio
Eusebio. La relación entre ellos no era distinta, por su grado de contacto, de tantas otras,
consideradas normales, que también transcurren en medio de un abandono lejano que borra la
Sus amoríos fueron tristes, espantosamente breves. Eugenia los vivió con intensidad. Como
una primavera nórdica, su comienzo y final fueron abruptos. Terminó cuando se dieron cuenta
luego informaron al hermano. Eusebio ya había escapado aterrorizado, imaginando las peores
El hermano consiguió un médico que aceptó hacer el aborto. No era hubiera sido ilegal -
habría entrado en la categoría de los embarazos que se interrumpen por causas eugenésicas, ya
que sería un hijo de madre autista, con enormes posibilidades de padecer la misma
trámite burocrático solía prolongarse más que el mismo embarazo. La intervención fue muy
cara porque se trataba de una menor, débil mental, de una familia rica y con una preñez
avanzada.
De nuevo, como con su nacimiento, todo resultó mal -o acaso bien, según cómo se lo mire-
, apenas la anestesiaron Eugenia tuvo un paro cardíaco y murió. El abortero recordó las
antiguas muertes blancas producidas por el cloroformo. Sin asustarse, este hombre decidido se
ofreció para deshacerse del cuerpo. Sugirió que la familia radicase una denuncia policial por
48
dar tantas explicaciones. En medio de la pena y el estupor, hizo lo que el médico le indicaba.
Fiel a su estilo, no quiso exponerse a peritajes, denuncias, autopsias y todas las consecuencias
de la vía legal.
El abortero se contactó con el gordo Gómez, uno de los más activos proveedores de la
comunidad necrofílica de Buenos Aires. (Es prudente informar al amable lector que no se trata
de una sociedad secreta constituida, sino de un número disperso de gente con una pasión en
común. La mayoría de ellos forman parte de ese grupo sin siquiera saberlo. Son los que se
lavan y maquillan cadáveres en las empresas de pompas fúnebres, o durante veinte años son
oscuros disectores o jefes de trabajos prácticos en las cátedras de anatomía, consagrados por
entero a su tarea por un sueldo absurdo. Son personal de los cementerios y depósitos de
cadáveres. Aceptan con gusto los empleos que todos rechazan, y no lo hacen porque no
consigan nada mejor, es una elección vocacional: un profundo amor por los cuerpos humanos
El aludido "gordo Gómez", escribiente de la morgue judicial, conocía todo sobre ese vasto
universo subterráneo. No se limitaba sólo a comerciar con cuerpos no reclamados sino que
finado dentro de la ley. Sin embargo, para algunas personas se convertía en la cosa más
fascinante.
49
Los clientes que abastecía eran gente muy rica. Pagaban precios exorbitantes porque nada
les resultaba más atractivo. Estudiaban técnicas de conservación, sus armarios estaban llenos
del antiguo Egipto, rellenaban cadáveres con estopa, siliconas, gomaespuma, pelo de caballo.
Por tubos de teflón circulaba agua caliente con la cual mantenían su temperatura. Empleaban
acartonara. Con flejes de plástico reemplazaban músculos y ligamentos internos para sostener
Eugenia soportó otro destino. Fue comprada por un cliente poco usual del gordo. Se
trataba de un neurocirujano jubilado, el doctor Gilles de la Tourette. Solía pedirle niños con
Gómez, por lo común, no recibía ese tipo de material. El médico a modo de justificación y sin
que nadie se lo preguntara, siempre le aclaraba al traficante que empleaba los cuerpos en
cliente dentro de la ley nunca inquiría por el destino de su mercadería, por el mismo motivo
No obstante, era cierto: el cirujano deseaba hallar en la anatomía cerebral los correlatos
corporales de la maldad y la bondad. Suponía que cada una de estas conductas debía dejar
criatura humana: los niños nacidos con problemas mentales muy graves no conocen el mal, de
la misma forma que los ciegos de nacimiento no conocen la luz. Por eso se los llama
50
"angelitos". No tienen la inteligencia suficiente como para mentir. No saben del doble sentido,
inocencia.
El médico se proveía sobre todo de los que morían en dos asilos de la provincia de Buenos
Aires, de los cuales era un poderoso socio benefactor. Las monjitas lo querían -aunque no
compartían sus teorías- porque él era muy bueno con los "angelitos", tanto con los vivos como
sus cerebros para estudiarlos. Buscaba, bajo las trazas de humanización truncada, la estructura
primigenia previa al aprendizaje del lenguaje. Sabía que con el lenguaje ingresaban la maldad y
la mentira. El doctor sentía una profunda piedad por estos seres extranjeros, absolutamente
Cuando recibió a Eugenia le ocurrió algo por completo diferente e inesperado. Como
provenía del gordo no obtuvo sólo el cerebro, el cadáver estaba entero. De una sola mirada
Era tan exquisita que sin estudiar su neuroanatomía, el doctor -agitado, irreconocible-
decidió embalsamarla. (De haberse enterado, el gordo Gómez hubiera sonreído con sabiduría:
para él todos buscaban lo mismo). Un hecho curioso merece señalarse: muerta, Eugenia no era
muy distinta que viva. Apenas había aumentado la palidez lechosa de su piel, sobre todo en los
pechos, la frente, la suave curva de su vientre. En las manos y el hueco de las rodillas se
distinguían las venas violáceas; encima de los labios y sobre los párpados el tono era
51
traslúcido. En cambio el pelo rubio se facetaba en oro del atardecer, brillaba con cualidades
casi metálicas. Unicamente sus ojos azules se habían opacado, pero el médico los hacía
Al verla, el doctor evocaba palabras poéticas como perla, alabastro, marfileña, suspiros,
silencio, armonía, casta, luna, pétalo... Las palabras que dominaron su adolescencia se habían
Por supuesto lo perturbaba descubrir que poseer un cadáver había sido su verdadero deseo
desde hacía mucho tiempo. Sospechaba que estaba loco, lo atribuía a los primeros avances de
una ilusión de vida. Al médico le producía cierto pudor conservar esta especie de fetiche en su
casa. Pasaron los años, durante largas temporadas ni la miraba y Eugenia -como decíamos al
principio-, acumulaba polvo. A veces la limpiaba con un plumero con mucho cuidado, (no era
una escultura de mármol, el menor roce descamaba la piel, en la franela quedaban restos de su
belleza).
Gilles la contemplaba arrobado, jamás la tocó. Era la mujer más parecida a Grace Kelly -
en particular en la película High Society- que había conocido, y era totalmente suya, en el
sentido más definitivo de la palabra. Acaso ser amada de manera tan absoluta no fuera un
Un solo pensamiento nublaba su ánimo: tenía un fuerte deseo de compartir esa perfección
con sus amigos pero sabía que no debía hacerlo. Lo entristecía encontrarse en la situación de
un gran coleccionista que compra una obra de arte robada y no puede exhibirla ante nadie.
52
La composición del relato
53
"And I Tiresias have foresuffered all
T. S. Eliot
Las mañanas de invierno, frías, soleadas y ventosas, se consideraban las mejores para los
encuentros. Era preferible que corriera aire porque su esparcimiento, por lo general, se
desarrollaba en lugares con fuertes olores. Lo más frecuente, era que el club -si se lo puede
54
llamar de esa manera- se reuniera en basurales o terrenos del cinturón ecológico. Ese día, sin
hinojos y los cardos. Esto lo alegraba, le gustaba el aroma anisado que flotaba en la brisa.
De todas formas el mal olor ya no les lastimaba el olfato: estaban acostumbrados. No era
así cuando recién habían ingresado en la cátedra de anatomía. Lloraban durante todo el trabajo
práctico, y no precisamente porque los muertos los entristecieran, sino por el penetrante olor
del formol.
viajado en ómnibus ciento cincuenta kilómetros hasta una pequeña estancia cerca de la
localidad de Baradero. Ante sus ojos se presentaba el espectáculo del campo dividido en
fracciones iguales, de nueve metros cuadrados, separadas entre sí por sogas rojas, con
banderines en las esquinas -en los cuales habían pintado números y letras para individualizar
cada lote- y pasarelas de tablones para transitar entre ellos. A él le correspondía el sector "C-
7". Esto significaba hilera "C", fila "7". Una multitud de "identificadores" ya ocupaban sus
sitios, cada uno en el sector que le había sido asignado. Sabían que un cadáver humano,
partido en pequeñas piezas, había sido diseminado al azar por el terreno. Debían encontrar el
paleaban, rastrillaban los terrones; cepillaban sus hallazgos como arqueólogos. Estudiaban los
materiales con el gesto reconcentrado de los detectives o los médicos forenses. Utilizaban
lupas, espátulas, palas de plástico, variados cepillos y pinceles para limpiar e identificar sus
sin mirarse- de una parcela a otra, mientras revisaban minuciosamente cada centímetro del
55
terreno que les había sido asignado. (Es notable lo grande que puede resultar un área de nueve
filtrarse debido a un fondo arcilloso- y mucha vegetación baja. Sobre todo, un tipo de pasto
amarillento, fibroso y difícil de arrancar. Resopló con fastidio, le esperaba una dura tarea de
Algunos ya caminaban por las pasarelas, acarreando las hierbas cortadas. Otros habían
tenido una suerte increíble: se pavoneaban, orgullosos, balanceando sus bolsas de nailon con
algún precoz descubrimiento en su interior. Unos y otros iban camino a los remolques que
estaban a doscientos metros, en los lindes del baldío. Los que a pesar de lo temprano de la
hora ya habían hecho algún hallazgo, lo llevaban para entregarlo a los "armadores". Estos
siempre se quejaban de que no les alcanzaba el tiempo para reconstruir el cuerpo de manera
decente.
Después de tres horas de registro, no encontró nada de interés. Solamente los habituales
carapachos de cucarachas con los élitros desprendidos, caracoles de tierra resecos, algunas
patas traseras con bordes aserrados de grillos y escarabajos, un cepillo de dientes descolorido
por el sol, plumas de gallina, paloma o gorrión, una correa de ventilación de auto, restos
oxidados de una lata de conservas, pelos de animales y de humanos y también hormigas vivas,
escapadas del exterminio de los que prepararon el terreno. (La norma especificaba que no
debían dejar con vida nada apreciable a simple vista; pero siempre algunas hormigas se
salvaban.)
El único resto que había hallado hasta el momento era un pedazo de algo semejante a carne
56
gomosa, se disgregaba entre los dedos, friable como la materia del cerebro. Presentaba algo de
sostén fibroso, no poseía cápsula ni estructura muscular: parecía el tejido de una glándula. Le
recordó vagamente una molleja hervida. No creía que el "Pollo" -nombre con que había
bautizado esta pieza maloliente- fuera de origen humano. Muchas veces los "sembradores"
dejaban trampas para confundirlos. Pero como por ahora no tenía otra cosa, la guardó en la
Acaso en forma prematura, se angustió por lo magro del producto de sus pesquisas. Se
sintió descorazonado. Evocó la ansiedad previa a cada domingo, rogando para que no lloviera
y ahora, después de tanto tiempo de búsqueda, no había dado con nada. Sabía que únicamente
la mitad de las parcelas albergaban trozos del cuerpo. Por otra parte, los "sembradores"
dejaban pistas -indicios suficientes como para construir un argumento- sólo en un pequeño
porcentaje de los restos. Esa noche, como era habitual, apenas se presentarían entre ocho y
diez relatos.
Tuvo miedo de que su lote estuviera vacío como le había sucedido los últimos dos
domingos. En esas ocasiones se deprimió tanto, que decidió volver a Buenos Aires en el
primer colectivo que salía; el de las tres, el colectivo de los fracasados. No aguantó
permanecer hasta la noche para escuchar los relatos de los otros socios. El ambiente que se
respiraba en esos viajes le recordaba la melancolía de las tardes de domingo de toda su vida:
tomar mate y escuchar los gritos de los comentaristas de fútbol por la radio.
Ahora descansaba sobre uno de los tablones que encuadraban su parcela, miraba distraído
hacia su izquierda. Una oriental joven (seguramente de raza sínida, brevilínea, con nariz de
perfil convexo y ojos oblicuos sin pliegue palpebral, de cara muy aplanada -que presagiaba un
culo chino de idéntico formato-) estaba sentada sobre sus talones. Gozaba de esas
57
articulaciones increíblemente laxas que él admiraba tanto en las asiáticas. Analizaba un manojo
de pelo.
Sospechó que, acaso, ella misma lo había traído. Algunos desesperados, para no quedar
excluidos, introducían en el campo restos de otros cuerpos. Siempre eran trozos difíciles de
vísceras huecas o macizas, fragmentos de músculo esquelético, raramente -por las diferencias
centímetros cuadrados-. (Menos que eso se denominaba "carne picada". Además de las
dificultades para la identificación, los restos trozados por debajo de ese tamaño se pudren más
por varias fechas. Los "armadores" estaban equipados con una moderna balanza digital de
precisión, para pesar pelo y materias aun más ligeras. La mujer usaba una gorra de béisbol de
dos viseras, una sombreaba su nuca y la otra la aliviaba del reflejo del sol en los ojos. Aunque
estaban en invierno, permanecer todo el día al sol sin sombrero era una imprudencia. Por
debajo de la gorra asomaba su pelo renegrido. Arañaba la tierra delicadamente con un rastrillo
de plástico, como los que usan los chicos para jugar en la playa.
Al fin, con enorme desgano, suspirando, él continuó la búsqueda. Aguardaba con ansiedad
que sonaran las sirenas de los remolques llamando a comer. Desde que empezó a sentir el
aroma del asado, su estómago hacía ruidos cada vez más urgentes. Esperaba que el almuerzo
lo rescatara de la depresión, otras veces ya le había ocurrido. Arrancó las hierbas de otro
sector y luego, sobre manos y rodillas, con la nariz a veinte centímetros del suelo, rastreó y
58
Por los tablones venía caminando "El zapador", también llamado "El loco de la pala".
Cavaba con tanta energía que, habitualmente, quedaba fuera de concurso por arruinar su
propia evidencia. La destrozaba hasta convertirla en pulpa, después no servía para armar el
por todas partes. Afirmaba que ésa era la única manera de hacerlo rápido. Contaban que en
cierta ocasión, los "sembradores" enterraron un perro envenenado con estricnina dentro de su
fracción. Él no sabía cómo interpretar su hallazgo, se le ocurrió abrirlo en canal. Dentro del
estómago encontró una nariz. Reconstruyó con facilidad el relato de una vagabunda atacada
Se preguntaba a qué se dedicaría "El zapador" en su vida cotidiana. Aquí nadie sabía quién
era el otro. Por razones obvias los socios conservaban sus nombres en secreto, todos tenían
practicaba karate en los ´70. En ellos se mezclaba la gente de izquierda con la de derecha,
aunque nadie revelaba su ideología siempre alguno salía lastimado en forma sospechosa. Casi
todos los miembros del club eran médicos (hay tantos médicos en este país...), otros
La institución no contaba con una sede, todos los domingos cambiaba de sitio. Las
actividades eran secretas, no recibían ningún tipo de publicidad, ni podían llevarse a cabo en
un lugar de encuentro estable. Todas las combinaciones se efectuaban a través del teléfono, en
El "Zapador" era un tipo mediterránido rubio, de labios carnosos, talla media y cráneo
mesocéfalo. Su cara, muy larga, estaba armada de poderosas mandíbulas porcinas. Presentaba
59
una deformación en la espalda, quizás una escoliosis. Tenía las piernas torcidas, una forma de
mirar torcida, era todo torcido, en falsa escuadra: un jorobado. Le resultaba antipático pero,
desgraciadamente, ese sentimiento no era mutuo. Por alguna ignota razón “El zapador”
siempre venía a saludarlo. El no sabía para qué lo visitaba. Le comentó algo del asado, y
sínida.
-Es el testigo mudo..., la dumb evidence, el ojo vio al asesino. Todavía no se me ocurrió
nada -sonrió.
-Puede ser..., lo voy a pensar... -comentó dubitativo y luego se fue caminando entre las
parcelas. El se asombró de que un órgano tan delicado como un ojo hubiera sobrevivido
Esto le recordó varios de los relatos clásicos del club. Aunque no siempre los restos
descubiertos se adecuaban, cada narrador reiteraba sus preferencias por cierto tipo de
historias. A algunos les gustaba hablar de atentados sexuales. Sentían predilección por las
marcas de dedos coronadas por escoriaciones semilunares -causadas por las uñas- sobre la piel
de las rodillas y la cara interna de los muslos de la víctima: señales de los intentos del
victimario por separarle las piernas. Restos de semen en la vagina y el recto daban cuenta de
una violación consumada. Para otros, el relato predilecto era el de las enfermedades dolorosas
60
de la pancreatitis aguda hemorrágica; cuando los jugos enzimáticos liberados en la cavidad
abdominal iniciaban la autodigestión de los órganos internos. Las heridas por armas de fuego
eran las favoritas de la mayoría. Les agradaba hablar de trayectorias "en sedal" en torno a una
costilla, orificios de entrada similares a los de salida -con la piel evertida, estallada por los
El ojo que había encontrado "El zapador" trajo a su memoria el relato preferido del viejo
coronel. Había hallado los restos destruidos de un ojo. La identificación positiva no dejaba
lugar a dudas, aunque se trataba de un globo vacío de humor vítreo, agujereado de lado a
lado, sólo sostenido por el manojo de los pequeños músculos rectos y el nervio óptico. El
ingresado por el ojo abierto, pero no se veía el orificio de entrada porque el occiso luego había
Continuó removiendo el predio durante otra hora. La vecina asiática masticaba una especie
centolla-. Estaba tentado de pedirle hasta que se acordó del "Pollo". La similitud entre las dos
carnes le quitó el apetito. Dentro de un rato los llamarían a comer y, aunque ella no probara el
asado, debería salir de su parcela como todos. No permitían que nadie permaneciese en el área
cuando los identificadores no estaban en sus lugares, se podían robar materiales entre sí.
Al fin se hartó de buscar y fue a dar una vuelta. Cargó un atado de hierbas malas y
comenzó a caminar hacia los remolques, guiado por el olor del asado. Cincuenta metros a la
derecha se topó con un conocido, un proctólogo que trataba con sadismo a sus pacientes. Era
un anatólido de tipo grueso y piernas cortas, piel morena y cejas cerdosas unidas en la línea
61
media. Años atrás lo había visto quemar con un encendedor la pierna de una chica que sufría
una crisis de nervios -en opinión del proctólogo se trataba de una simuladora-. También evocó
sus palabras frente a un homosexual a quien revisaba en posición genupectoral -el pecho sobre
la camilla y el culo para arriba-, tenía un chancro sifilítico en el ano. "¡¿Qué hiciste de tu
-No tuve que buscar mucho, -le dijo sonriente. Dentro de su bolsa se veía un pie izquierdo
peroné. Restos de una media de nailon arrancada y desgarrada, manchada de sangre seca, le
Por jactarse de su hallazgo le daba pistas. No estaba prohibido exhibir lo que cada uno
No había recorrido veinte metros cuando tropezó con un viejo amor: Daisy. Rememoró las
insistentes miradas que intercambiaban en el quirófano con los ojos subrayados por los
barbijos. Ella era una especie de inglesa, de nariz larga, piel blanco-rosada y cabello rubio.
-No sé si esta herida es post mortem o si los tejidos todavía conservaban la vitalidad -le
dijo. Extendía hacia él una pieza pero, sonriendo, se la mostraba a medias-. A veces la sangre
es tan espesa que cortan la piel y la herida no sangra. -Y sin cambiar de tono le informó:- Le
62
-Ah...
-Me pasó algo raro en el quirófano. Me di cuenta de que las curvas femeninas de Patricia,
digamos... sus gordas curvas -sonrió irónica-, habían pasado a un frasco. Era una grasa
amarillenta, que se enfriaba y se iba poniendo más blanca y dura, como grasa de vaca.
Tendrías que haberla visto. Pensar que los hombres se vuelven locos por esas redondeces... Es
increíble que la atracción sexual se base en la distribución de las grasas del cuerpo, ¿no te
parece raro?
El asintió en silencio, Daisy siempre estaba celosa. Pensó en retrucarle, decirle que cuando
tenía relaciones con ella le pasaba algo peor. La acariciaba y no podía evitar cierto sentimiento
de repulsión, -anulado, durante escasos momentos, por el deseo sexual-. Imaginaba todas sus
capas: la piel, la grasa subcutánea -líquida y macilenta-, los músculos rojizos -se los imaginaba
desollados-, los tendones y las aponeurosis con reflejos blancos, los huesos embebidos de
sangre.
El se alejó a paso lento. Detrás de las casas rodantes tiró las hierbas en el montón y volvió
camino a su parcela. Más adelante, observó a lo lejos a un hombre a quien apodaban "Piraña".
Examinaba lo que, a primera vista, parecía ser un cuello. ¿Lo engañaban sus ojos o presentaba
un "surco de ahorcadura"? Esa era una prueba casi perfecta sobre la cual basar un relato de
suicidio. Sintió cómo lo torturaba la envidia. "Encima ese pie hinchado... seguro que es el
cadáver de una vieja", pensó, "con eso puede agregar al alegato, la estadística de incremento
63
de suicidios en la vejez." Sufrió un escalofrío de angustia. El todavía no había descubierto
A las trece sonaron las sirenas llamando a comer. Todos abandonaron sus parcelas y
caminando sobre los tablones convergieron en la zona de los remolques. A un costado habían
instalado mesas y bancos sobre caballetes. En esas mismas mesas tendría que entregar, antes
Alrededor del asado merodeaban infinidad de perros. Acarició a uno que estaba echado con
las patas delanteras cruzadas. Su hocico negro y la dulzura de sus ojos húmedos le evocaron a
los ciervos. En realidad se trataba de perros bravos, los utilizaban para desanimar a los
curiosos ocasionales. Las actividades del club debían permanecer en secreto. El reclutamiento
antecedentes minuciosamente, temían a los infiltrados. El ingreso de cada socio nuevo debía
Por una desdichada casualidad le tocó sentarse al lado del "Cisco Kid", un nórdido,
dolicocéfalo moderado, de perfil recto y largas piernas. Lo llamaban de esta manera porque se
paseaba golpeando la caña de sus botas de montar con un rebenque de barba de ballena. No
usaba, como todos, las botas náuticas de goma amarilla, reglamentarias del club. Si bien no
componía relatos, casi siempre formaba parte del jurado: era uno de los socios fundadores.
Los rumores le atribuían un pasado de médico militar. Era cortés hasta la violencia. Se refería
una pelea que comenzó cuando él y otro hombre de mentalidad similar, se hallaban parados
64
frente a una puerta. Con gestos, cada uno invitaba al otro a entrar primero. Ninguno de los
dos podía ceder, estaba en juego demostrar quién era el más educado. La pugna terminó a los
empujones y trompadas.
"Cisco-Kid" comió en silencio toda la carne que le sirvieron y, después del postre, mientras
masticaba satisfecho un trozo de alquitrán para blanquear sus dientes, le contó que mantenían
en la casa a su tía débil mental, porque su padre la consideraba un depósito de órganos frescos
y en buen estado. Era consanguínea por parte de ambos progenitores. Decían que su idiotez se
debía a esta falta de cruzas, pero la gente los difamaba, algunos se atrevían a afirmar que había
sido causada por alcoholismo del abuelo. A esa tía le daban casa y comida, lo juzgaban un
buen negocio.
-Es como cuando uno compra un auto importado, necesita tener otro idéntico para sacarle
los repuestos.
A su derecha, dos socios hablaban acerca del crecimiento pasmoso del club y del
desprendimiento reciente de parte de sus miembros para fundar una nueva institución.
-La muerte es lo que más vende, mucho más que el humor y el sexo. Los atrae como a las
moscas.
-No sé cómo será en otros lados, pero la necrofilia es una pasión muy argentina.
El regresó con tristeza a su parcela. Hacía mucho frío, el cielo era de un celeste seco,
cristalino. No existía otra solución que la de meter las manos en el charco, ese ojo de agua en
65
medio de su lote. Si removiendo el fondo y escarbando no encontraba nada, estaría obligado a
látex, aun así, no se consideraba del todo protegido de lo que acechaba dentro del agua
barrosa. Pero no podía usar los guantes de electricista, de gruesa goma negra, porque perdería
Con asco y cautela metió las manos en el agua helada. Tanteó el fondo, sólo distinguía
ligeras irregularidades en el fango, después palpó con más confianza. Siguió haciéndolo
durante un largo rato, hasta que sus manos dentro de los guantes quirúrgicos quedaron
endurecidas por el frío. Las retiró del agua y aplaudió para hacerlas entrar en calor.
Sintió ganas de llorar; en ese momento de angustia, lo descubrió en la orilla del charco. Era
un objeto agusanado, a primera vista creyó que se trataba de una oruga -pálida, anillada-; era
un dedo.
Un dedo blancuzco, sucio de lodo, sobre todo en los pliegues de las articulaciones. Lo
limpió agitándolo en el agua, lo dejó en el suelo y tomó un trozo de diario. (Por abajo, el
diario estaba húmedo, negro, ya comenzaba a fundirse con la tierra en una pasta fértil. Por
arriba, la cara expuesta al sol estaba seca, aureolada de amarillo, arqueada como un
pergamino.) Respiró el aire silvestre de la tarde con enorme felicidad, un dedo era un resto
óptimo para urdir un relato de muerte. Dobló el diario en "U", y con un palito empujó el dedo
dentro de él.
Se trataba del anular izquierdo de una mujer regordeta, baja y cincuentona. (Aunque
pertenecían al mismo cuerpo, el dedo aparentaba menos edad que el pie que le había enseñado
66
el proctólogo esa mañana.) La uña estaba pintada de un rosa rococó, a la luz del sol brillaban
puntitos plateados dentro del esmalte. Observó una semiluna pequeña de color blanco, apenas
sobresaliendo de la cutícula. Supuso que esta mujer poseía una fantasía exuberante para
sobrecargar hasta tal punto su maquillaje. De acuerdo con su sociología casera, estaba ante un
dedo de clase media baja, pintado de manera artificiosa, con mal gusto.
Examinándolo, se hacía evidente que la persona no trabajaba con las manos. Se notaba por
su tamaño que era alguien con poca fortaleza física. El pulpejo estaba arrugado y blanquecino,
como si lo hubieran sumergido en agua largo tiempo. Esto tal vez era producto de la vejez, del
formol o acaso se debiera al rocío nocturno. Razonó que había sido de un ama de casa. Quizás
el dedo olía mal y provocaba cierto efecto adversativo sobre el olfato de los animales, que
impidió que lo devoraran los perros, gatos o ratas. Lo acercó a su nariz esperando encontrar
olor a ajo, cebolla, lavandina, limpiapisos con fragancia a pino, nicotina. Pero el dedo no olía a
nada.
Un estado de ánimo triunfal aguzaba sus inclinaciones detectivescas. Tiempo atrás, todas
estas conclusiones hubieran sido consideradas superfluas, pero ahora, con la nueva Comisión
Directiva, había triunfado la línea "historicista". Los primeros socios, los fundadores, se
ocupaban más del hallazgo anatómico, de las rarezas de la muerte; les interesaba la
actual privilegiaba la reconstrucción histórica por sobre los avatares del cuerpo, éste era sólo
El dedo, como todo resto humano -como la calavera a Hamlet-, invitaba a meditar. Pero él
no cavilaba acerca del sentido de la vida y la muerte, se preguntaba por cosas concretas.
Evaluó que el tajo había sido causado por un instrumento pesado y de filo poco preciso. La
67
herida era anfractuosa, de bordes irregulares y festoneados. La piel se retraía sobre el hueso
astillado, como labios que no alcanzan a cubrir dientes incisivos demasiado prominentes. No
se trataba del tipo de corte neto que produce un bisturí, un puñal afilado o un buen alicate. La
amputación había sido practicada con un golpe, como los que dan los carniceros para destazar
un hueso de res. La diferencia radicaba en que no habían utilizado una superficie de apoyo lisa
y dura -lo cual hubiera sido más eficaz para conseguir una herida recta-, en este caso, el dedo
había sido seccionado sobre la tierra y se había hundido unos milímetros, junto con el
instrumento de corte, lo cual había disminuido la fuerza del arma. (Como cuando los
Lo entusiasmó percatarse de que los "sembradores" habían dejado rastros de una historia
muy corriente y plausible. Estaba frente al relato forense del robo de un anillo y del ulterior
asesinato de la víctima. Era obvio que todo llevaba en esa dirección. Las líneas lógicas de lo
El ladrón había querido quitarle la alianza. Con los años, los dedos se hinchan, engordan,
quería abandonarla –en estas situaciones los nervios no ayudan-. Se figuró que el asaltante la
amenazaba con una cuchilla. (Visualizaba con claridad una pesada cuchilla de carnicero, de
aquellas con la hoja de hierro manchada de óxido y el mango de madera con remaches de
La mujer, entretanto, sin agua jabonosa para quitarse el anillo, estaría mojando su dedo con
saliva -la poca que podía reunir con la boca seca de miedo-. También gastaría sus fuerzas en
68
casa.
poder sacarle el anillo, la habría arreado a un lugar apartado. Por los rastros de tierra en el
morgue judicial o de algún entierro reciente- en cualquier otro sitio. Pero habían dispuesto los
El ladrón la habría empujado a punta de cuchillo por algún baldío ciudadano, pinchándola
sol, alambres de púas traicioneras. Ya lejos de las luces de la calle, mientras ella seguía
rogando, él la habría agarrado del pelo y tironeado hasta obligarla a ponerse de rodillas.
Habría colocado la mano izquierda de la mujer sobre la tierra, con la palma hacia arriba y, para
que no pudiera retirarla, se la habría pisado con firmeza. Luego habría apoyado el cuchillo
Recién en ese momento ella se habría dado cuenta cabal de lo que él iba a hacerle. (Aunque
lo intuía, la idea habría tardado en formarse con claridad en su mente porque era demasiado
horrible.) Todavía lo rechazaría. Lucharía con su mano libre, como una niña orgullosa que,
diría que sacara el resto de los dedos de abajo del filo o se los iba a tener que cortar todos. (Su
tono sería amable, como si estuviera preocupado por la mujer, como si quisiera evitarle un
daño innecesario. Ese mismo tono también daría a entender que la sentencia era inapelable.)
Ella habría llorado y gemido, pero al fin obedecería. Al hacerlo, tácitamente habría aceptado,
69
para salvar a los otros, perder el anular, el dedo del corazón.
Habría contraído con sufrimiento el auricular, mayor e índice sobre la palma de la mano, -
no resultaba fácil, sus dedos eran cortos y viejos, además, los dedos humanos tienden a
dorso de los dedos exceptuados quedaría apoyado contra la hoja del arma. Entonces, cuando
todo hubiera estado conforme él lo deseaba, pegaría un fuerte tacazo sobre el grueso lomo de
la cuchilla -como si punteara la tierra con el filo de una pala-, y el dedo se separaría de la
mano.
Ahora, él volvió a mirar el dedo que sostenía dentro del diario. Observó el surco del anillo
en la carne asalchichada. Razonó que, en medio del susto y el forcejeo, tal vez a la mujer no le
Repasó la escena que había reconstruido, le faltaba saber cómo y por qué él la había
estaba influido por sus propios gustos: a él no le atraían las cincuentonas gorditas. Pero debía
considerar que después de esa escena, ella se habría transformado. Ya no era la misma mujer.
Habría gritado, desesperada de dolor, humillada, en cuatro patas como una perra. Al mutilarla
él la había poseído totalmente. Un instante después de la amputación, ella sentiría una especie
de melancólico alivio: ya había pasado lo peor. "Ya pasó, ya pasó...", se diría intentando
calmarse. La mano sangraría sobre la tierra, la sangre sería oscura porque de noche no se
70
en el suelo. La mano del ladrón estaría entrelazada con el pelo de la mujer como quien sujeta
una rienda. El cierre de la pollera se habría roto por haberse agachado con brusquedad -a
través del agujero se verían enaguas o bombachas de satén-. Acaso eso lo había excitado. Ella
se le habría hecho deseable contra el deseo de ambos. Sería una mezcla de asco por la mujer
mutilada y una terrible piedad por lo que le había hecho. Posiblemente le fascinaba poseerla de
manera tan absoluta. La sujetaría del pelo nuevamente, le alzaría la pollera sobre la cintura y la
violaría. Ella le rogaría, le suplicaría, "por favor no, por favor no...", y de esa manera
estimularía aun más el sadismo del ladrón, que le pegaría en la boca para que se callara y
gozaría al hacerlo y la penetraría con una erección que se le habría hecho insoportable a él
mismo.
delincuente era un hombre joven. Deducía que haciendo este tipo de vida nadie podía llegar a
viejo -tampoco debía importarle-. Le maravillaba el desprecio absoluto del ladrón por el dolor
del otro; pero de repente le acometió un ataque de odio, se acordó de su abuela, también era
Para completar su relato debía explicar como llegaba el ladrón a asesinarla. Imaginó que
después de la violación ambos yacerían sobre la tierra húmeda del baldío. Ella apretaría un
pañuelo contra la herida para contener la pérdida de sangre. Estaría algo débil por la
al ladrón era remota. Estaría mentalmente humillada, paralizada por el miedo. De todas
71
tomaría la cuchilla del suelo. El delincuente enfurecido, primero le sujetaría los brazos,
después le pegaría con la mano abierta o directamente con el puño -hasta ahora el hombre
había demostrado ser muy eficaz en cuestiones de violencia-, la desarmaría de inmediato y sin
más trámite la acuchillaría hasta matarla. Sin embargo nada de esto le resultaba probable.
No era plausible que ella lo provocara, dándole un pretexto para nuevos castigos. El
opinaba que el ladrón la había matado por dos razones. Como cualquier delincuente
profesional sabía que una cosa es un robo con arma blanca y otra muy distinta una mutilación
y violación. La mujer era la única testigo del crimen, lo podría reconocer en una ronda de
sospechosos -por supuesto, el ladrón tenía antecedentes-. El otro motivo era subjetivo: verla
le daba repugnancia, la había convertido en un ser que suscitaba lástima. Sin duda la mujer ya
nunca sería la misma: era su creación, él la había engendrado. Acabar con ella era casi un acto
de piedad.
El estaba asombrado por la lógica de los cambios que habían ocurrido. Ella se había
También el dedo había mutado: como parte de la mano de la mujer, no tenía mayor
trascendencia, era un dedo más. Amputado, el agujero que dejaba, lo destacaba por su
ausencia. (Cuando estuviera acompañada, la gente no podría dejar de mirar hacia esa mano
donde faltaba un dedo.) El dedo mismo había adquirido el aire siniestro de cualquier pieza
anatómica separada del cuerpo y, como todas ellas, llamaba la atención. Por otra parte no
servía para nada. Era fascinante e inútil. Amputado, se había convertido en un cadáver en
miniatura, daba asco -a él le repugnaba tocarlo aun a través de los guantes de goma; lo
72
sostenía dentro de un diario y lo movía con un palito-, como algo impuro, contaminado.
Intuyó oscuramente que una gran excitación brota cuando alguien se convierte en cosa. Era
transformaciones de la masa en energía. Una pequeña cantidad de materia libera una gran
Alrededor de las cuatro de la tarde despertó de su febril ensueño forense con el relato listo.
Estaba seguro de que su narración ganaría el concurso de la semana y, quizás, el del mes.
búsqueda, a veces los "sembradores" esparcían pistas falsas en forma deliberada -al fin y al
Hacia las seis desistió, fue a tomar mate con un grupo que también había abandonado la
búsqueda. Calentaban una pava sobre el fuego de carbón de un brasero. Ya habían entregado
su material a los armadores. Cada uno lo hizo por separado como exigían las reglas. Lavaron
las piezas, ocultos detrás de los remolques y se dirigieron a la mesa que les correspondía según
el trozo hallado. Él fue a la que se anunciaba como "Brazos", entregó su fragmento y le dieron
un recibo que decía "Anular izquierdo". El cadáver de la mujer se restauraba por partes, luego
73
Al alejarse de los remolques lo sorprendió un pensamiento: ¿qué hacían con los cuerpos
reconstruidos una vez finalizado el juego? Lo mismo se había preguntado a los nueve años
cuando lo operaron de las amígdalas. Su padre le explicó que las habían tirado al incinerador
del sanatorio. Suponía que idéntico destino debían sufrir los despojos de los animales de
laboratorio cuando terminaban de experimentar con ellos. Se dijo que no importaba lo que
sucediera con el cadáver, tanto si lo cremaban como si lo enterraban, de todas formas lo único
inmortal era el nombre, que ni siquiera era de uno. Sabía que correspondía a los "armadores"
deshacerse del cuerpo, se rumoreaba que tenían una enigmática costumbre: todos los
Regresó caminando con lentitud hasta su parcela, debía esperar todavía un rato, hasta que
anocheciera. En los remolques le prestaron el Clarín. Le molestaba ensuciarse los dedos con la
tinta y en general no le interesaban las noticias de los diarios, pero estaba muy aburrido e
inquieto. A su alrededor los últimos identificadores terminaban de revisar sus lotes. Los que
habían hallado alguna pieza y logrado articular un relato en torno de ella, lo repasaban con los
ojos cerrados o la mirada puesta en el cielo, como los chicos cuando recitan una lección.
afanosamente con su rastrillito de plástico. "Qué paciencia", pensó él. Juntó sus pocos
instrumentos y los guardó en un bolso. Abajo del bolso descubrió el "Pollo"; sonrió al evocar
el desaliento de la mañana.
Extendió el diario sobre las rodillas y comenzó a leerlo. Al rato lo distrajo un sonido. La
oriental emitía finos suspiros y lamentos un poco disonantes, quejidos que se le antojaron
propios de un funeral asiático. Estaba sentada sobre los talones, éstos se clavaban en sus
74
nalgas. El se dijo que ese culo era tan chato que no daba pena usarlo para sentarse encima.
-¿Qué te pasa?
-No encontré nada, es el tercer domingo que me quedo afuera -respondió desconsolada.
-Y eso que inspeccionaste todo. Yo pensé: esta chica es una buena "identificadora", a lo
Ella asintió, mientras gordas lágrimas rodaban por sus mejillas. Descargaba la frustración
de todo un día de búsquedas estériles. El no soportaba ver llorar a una mujer. Estaba
-Yo encontré este pedazo de glándula, pero me parece una de las típicas trampas de los
-No sé si pasará la inspección. Siempre falta algo de páncreas en el cuerpo -comentó él-, es
tan frágil que nunca lo sacan sin romperlo. A lo mejor te lo aceptan. O quizás es otra cosa, por
ver?
Ella asintió con un movimiento de cabeza, sin decir palabra. En la penumbra creciente él no
veía su cara, se arrastró hasta la parcela de la mujer. Por los tablones todavía pasaban algunos
identificadores rezagados caminando hacia los remolques. Sentada sobre sus rodillas y
acercó por detrás en el helado crepúsculo del campo y la tomó del cuello. Ambos tenían las
75
manos secas y rojas y las narices rojas y mojadas por el frío. La empujó hacia adelante
sujetándola por la nuca, hasta que la mujer apoyó las palmas en tierra. Sin soltarla del pelo, él
la exploró con su pene, a ciegas, entre las ropas de tela de algodón acolchado, hasta que
encontró un orificio natural y se metió en él. El coito fue rápido, luego ambos se incorporaron
sin comentarios. Recogieron sus cosas y se dirigieron hacia los reflectores de sodio que
76
Hasta que la muerte los separe
77
Mientras contaba el dinero la mujer lloraba. Estaban en un departamento con puertas
blindadas y mirillas telescópicas, en una planta baja oscura. Guillermo había ido allí a cambiar
dólares. Él también contaba. Cuando terminó de hacerlo se quitó los anteojos para la presbicia
y los dejó con disgusto sobre el escritorio. Le molestaba mucho ya no ver bien de cerca, otro
signo de envejecimiento.
-Dos cosas aprendí de mi padre -dijo ella, mientras acomodaba los anteojos de él,
cuidadosamente, con las lentes orientadas hacia arriba y las patillas sobre el vidrio del
escritorio-. La primera, los anteojos no deben dejarse apoyados sobre los cristales porque se
rayan, la segunda -continuó mientras manoseaba los billetes- es que se los debe ordenar así
¿ve?, con las caras de los próceres todas para el mismo lado.
-Mi papá murió hace una semana -le aclaró la mujer antes de que él se animara a preguntar.
-Ah... -gesticuló el hombre con expresión de tristeza-. Mi pésame -dijo sintiéndose, como
siempre, demasiado acartonado-. El mío murió cuando yo tenía veintiséis y todavía lo extraño.
descubrieron increíbles parecidos entre sus historias. El padre de Isabel había fabricado
corbatas, el de Guillermo, sombreros de fieltro. Ambos consideraban que estaban muy mal
casados.
Guillermo le contó que su padre se proveía de pelos de desecho procedentes del curtido de
las pieles de conejo y liebre, luego las convertía en fieltros. Había muerto de una rara
78
enfermedad, un endurecimiento pulmonar producto de tanto respirar pelo de animal. Su
declinación coincidió con la caída en desuso de los sombreros para caballeros. El consiguió
casarse con una de las herederas de la peletería donde compraban el pelo. Al principio creyó
que había tenido suerte, aunque ella le llevaba ocho años. Era delgada, elegante y sexualmente
inapetente. Al poco tiempo de casados tuvieron un accidente de auto y la mujer perdió un ojo.
Empezó a usar uno de vidrio. Se peinaba con una espesa onda de pelo cubriendo el lado
herido, para esconder las cicatrices. Sin embargo, él siempre tenía presente ese ojo; iba
Isabel se quejó de su marido. El hombre pesaba más de cien kilos, tenía un temperamento
colérico y cada tanto le pegaba. Era muy fuerte. Comentó, burlona, como a él le gustaba
mostrar una foto de su juventud en la cual aparecía vestido con una malla imitación piel de
leopardo, sostenida por un sólo bretel, característica de los que practican lucha grecorromana.
De sus brazos extendidos en cruz colgaban como jamones, sendos luchadores, ambos con las
piernas recogidas para no tocar el suelo. El hombre decía que si no se hubiera dedicado a la
compostura de relojes hubiera sido acróbata de circo, de aquellos que sirven de base a las
pirámides humanas. En su taller hacía una figura deforme, frunciendo sus gordos párpados,
con la lupa de joyero incrustada en la órbita del ojo y el torso enorme inclinado sobre la mesa.
microscópico.
y apretaba con abrazos de morsa. Cuando ya la había exprimido hasta el borde de la muerte, la
dejaba salir, asfixiada, con los labios violáceos y derrames de sangre en los ojos: la quería
79
El padre de ella había bendecido la boda: "Con él vas a estar segura", solía tranquilizarla.
Isabel siempre supo que se había casado para darle una alegría a su padre. Mientras éste vivió
una vez, se sintió orientada hacia el lesbianismo. Por épocas, la idea de ser penetrada por su
podía decir: "Con Guillermo conocí el amor" o "El me transformó en mujer" (comentarios
podía hacerlo porque ya había suspirado por varios amantes, incluso alguno de ellos era el
padre de su hija Camila de trece años. Si su hijo mayor era una copia indiscutible de su
Guillermo comentó que Claudia, su mujer, se pasaba el día en cama comiendo, pero nunca
engordaba. Decía que un bicho adentro de ella devoraba todo lo que ingería. En esto
coincidía, pero a la inversa, con el marido de Isabel, quien hacía continuas dietas pero apenas
conseguía bajar de peso se asustaba, persuadido de que tenía cáncer, y rápidamente volvía a
Después de esa charla que abundó en otras protestas y reclamos, fueron a un hotel. Ambos
sintieron que, pasados los cuarenta, al fin habían encontrado su verdadero amor.
una manera que nada tenía que ver con una maniobra de seducción, del estilo de: "Mi mujer -
80
Luego, a lo largo de once años, practicaron las costumbres de los amantes hasta el
agotamiento. Celaron cada partícula de atención que uno y otro dispensaba a su respectivo
encontraron en horas extrañas -a veces antes del amanecer-, fraguaron con fervor cursos,
sus mentiras como de un supremo arte literario. Delante de su esposo sostenía conversaciones
contemporánea (estudiado clase por clase de una revista en fascículos que ya no se publicaba).
Nada más insoportable para su marido que escuchar a su mujer repetir lo aprendido acerca de
la pincelada esquizofrénica de Van Gogh o la etapa cubista de Georges Braque. Sólo mostró
un remoto interés cuando Isabel le contó los chismes que circulaban acerca de la potencia
amatoria de Toulouse-Lautrec.
Al principio la relación era esporádica. No contaban con un lugar fijo donde verse.
Ninguno de los dos disfrutaba de libertad para manejar dinero. Ella lo robaba de la billetera de
su marido cuando él se duchaba o dormía y ambos lo sabían desde mucho tiempo atrás. El
hombre aprovechaba los robos para tratarla de ladrona delante de los hijos y despreciarla con
más dureza. En verdad lograba avergonzarla, aunque ella decía que no le importaba.
Guillermo padecía otro tipo de problemas, tampoco podía disponer del dinero que
circulaba en la peletería. Nunca había logrado entrar realmente en la empresa. Los asuntos más
importantes eran manejados por los parientes sanguíneos y él pertenecía a los "políticos".
Además existían dos empleados de confianza viejísimos y alcahuetes que estaban a cargo de
81
las compras y los cobros. El se ocupaba de la producción. Fuera de los sueldos, se repartían
dividendos cada seis meses; su mujer los administraba con sabiduría, "no te hago faltar nada",
consiguió alquilar un departamento. Tardó casi un año en juntar el dinero para el depósito y la
comisión de la inmobiliaria. Barato, un segundo piso por escalera, sin teléfono. El pozo de aire
y luz miraba a un baldío húmedo y sombrío. A medida que fueron pasando los años en ese
terreno crecieron árboles. Ella los observaba a la hora del crepúsculo, las cortezas lustrosas
melancólica imaginando que él no volvería nunca. "Después de que te fuiste encontré pelos
tuyos mezclados con los míos, secos, pegados en el desagüe de la ducha. Te extrañé." Cuando
llovía, las gruesas gotas golpeaban con fuerza contra el toldo de latón que cubría el patio de la
planta baja. Isabel se sentaba frente a la vieja estufa de gas de falsos leños de cerámica, sentía
simulacro de matrimonio. "Al fin estoy con el hombre que amo", decía Isabel para sí. Tomaban
gin-tonic, charlaban de sus problemas familiares. Ella siempre estaba atormentada por sus
hijos. Comentaba con amargura: "Ellos se van a hacer su vida y a nosotros nos quedan las
82
fotos". El mayor la despreciaba en silencio. Desde la adolescencia trabajaba con el padre en la
relojería. La menor era cómplice y confidente de sus amores secretos, no soportaba las
escenas de violencia que ocurrían en la casa. Isabel se sentía muy culpable con ella. La
verdadero padre (ella misma no estaba del todo segura de cuál de sus amantes había sido).
Vivía sobresaltada, cada vez que Camila se acercaba a hablarle con un tono ligeramente fuera
de lo común, pensaba: "Ahora me lo dice, ya lo sabe, es la última vez en la vida que me dirige
la palabra...". Se disculpaba afirmando que su hija era producto de un amor ilegal pero
El adoraba sus pechos entre los botones de la camisa y la piel enrojecida en los hombros,
erizada en puntos de escozor donde la raspaba con la barba. Tardaban mucho en despedirse,
se daban interminables besos. El decía que no le había gustado el último beso y tenían que
repetirlo, "hasta que saliera bien". Esto pasaba muchas veces, al fin ella, a su pesar, se deshacía
de sus brazos y salía corriendo del departamento. Los excitaba el riesgo de que Isabel llegara
Para hablar por teléfono existían complicaciones de varios órdenes. En sus casas sus
respectivos cónyuges estaban al acecho, en el trabajo él era vigilado por los empleados adictos
a su mujer.
gozar de una existencia escondida, invisible, perdida entre los innumerables pliegues de la
ciudad. (Jamás hubiera podido vivir en un pueblo y que se supiese en todo momento en dónde
83
y con quién estaba. La sóla idea le producía claustrofobia.) Fantaseaba con un oportuno paro
Soñaban juntos con un paraíso para el momento en que sus esposos estuvieran muertos.
Pasaban horas devanando recíprocas promesas de amor para la vejez. Pero no se divorciaban,
ambos aducían motivos de seguridad económica. La peletería era un bien heredado por su
mujer; por su parte, el marido de Isabel la había amenazado con dejarla en la calle si se
separaban. Ella sabía que esto no era probable, su economía no cambiaría demasiado y, en lo
familiar, su hijo seguiría indiferente y su hija estaría de acuerdo porque no toleraba las peleas.
Sin embargo prefería no divorciarse. Sentía que si lo hacía quedaría reducida de manera
descarnada a lo que realmente poseía. No le gustaba ese estado restrigido de saber con
exactitud con cuánto contaba. Su marido hacía el efecto de una reserva ilimitada, de ese resto
Por largos períodos ella sufría de insomnio. Pero en particular cuando Guillermo viajaba a
chorreaba sobre las ventanas heladas y el frío contraía los vidrios. Isabel iba al baño y luego,
mientras escuchaba el ruido del tanque del inodoro, trataba de dormir; se sentía infantil, como
si sus huesos fueran demasiado blandos, capaces de doblarse como ramas verdes.
Siempre lo extrañaba, a veces, incluso estando con él. Guillermo era muy charlatán, sus
interminables relatos y anécdotas no dejaban lugar para la unión, que requiere silencio,
momentos para poder mirarse. Isabel pensaba: "Tantas palabras no nos dejan hablarnos. No
84
Le gustaba observarlo cuando Guillermo no se daba cuenta. Mientras tomaba mate y ella
estaba lista con la pava en la mano, examinaba su cuello todavía vigoroso, erizado de barba
castaña y canosa, con arrugas y una arteria latiendo en un costado. Percibía lo frágil que es la
repetición de los mismos rituales. Eso embotaba su discernimiento, como ver nuestra cara en
el espejo todas las mañanas. Como esas nubes que, captadas brevemente, aparentan estar
inmóviles o las agujas del reloj que, a simple vista, parecen quietas. No obstante, en algún
momento, ella dejó de usar anteojos cuando estaban juntos. Por una parte, para no distinguir
con claridad el progreso de las arrugas de Guillermo y, de paso, para exhibir sus ojos.
celos más grave que los habituales. Por períodos sospechaba de ella. La acusaba de que la
nena no era hija suya, eso lo ponía muy violento. Aunque no contaba con nada sólido en que
apoyarse, lo deducía con facilidad: había sido tan desagradable y la había tratado tan mal que
era imposible que ella no tuviera amantes. Esto mismo era luego motivo suficiente para nuevos
accesos de brutalidad.
Los acontecimientos se precipitaron por una serie de hechos fortuitos, sin conexión entre
sí. Un amigo le llevó su alianza a la joyería para que el marido de Isabel la examinara. Le
provocaba un eczema en el dedo y alguien le había asegurado que el oro no causa alergias.
Quería saber si su anillo era de oro auténtico. El gordo lo analizó y le dijo que se trataba de
oro bajo de ley. El amigo interpretó que era oro falso, escoria. Recibió la noticia muy mal,
85
como si un médico le hubiera comunicado un diagnóstico de cáncer. El anillo era para él un
símbolo de su matrimonio. "Nunca anduvimos bien", dijo con la cara iluminada por una brusca
revelación. Parecía haber encontrado la respuesta a una pregunta muchas veces esbozada.
Durante años había intuido que algo fallaba en su pareja y ahora lo invadía una certeza que lo
explicaba todo, sentía que la habían construido sobre bases falsas. La depresión del amigo
Como sucede con frecuencia, recibían llamadas telefónicas que se cortaban apenas
levantaban el tubo para atender. Eran tan comunes que ya ni siquiera hacían los consabidos
chistes acerca de supuestos amantes. Una llamada fue una broma intencional. El gordo atendió
y una voz femenina le preguntó: "¿Sabe dónde está su mujer ahora?". Estaban cenando juntos,
una bofetada la tiró al suelo. La encerró en el cuarto. A Isabel, el temor y la ira le duraron
semanas. El marido le dijo que había contratado un detective para seguirla y que uno de sus
Como en una reacción en cadena, Isabel, furiosa por tantas agresiones y prisionera, sin
poder ver a Guillermo, comenzó a llamar a Claudia. En las primeras llamadas sólo cortaba, le
gustaba escucharla decir "¡Hola!, ¡hola!", molesta, irritada, exasperada. Después la empezó a
insultar, sobre todo le decía cornuda, pero también frígida, tuerta, senil. Al final le pedía que
se separara de Guillermo, que él no la quería, le exigía que lo dejara en libertad. Claudia nunca
respondía, al principio cortaba rápido para no dejar entrar esas palabras a su casa, pero algo
siempre se filtraba. Más tarde no podía dejar de escuchar, sobre todo porque Isabel hacía
comentarios sobre hechos ciertos: "Le queda muy bien el traje gris, lo rejuvenece" o "Quelita
no cocines más `cordero a la menta', es muy fino pero a él después lo mata la acidez,
86
cuidámelo más por favor" o "¿Así que el nene menor les está robando plata de la caja fuerte?".
Terriblemente contenida, Claudia jamás le contó nada de los llamados a Guillermo. De esta
manera, él iba con toda inocencia de su casa al departamento llevando nueva información de la
vida en común con su esposa, sin sospechar que ambas hablaban dos o tres veces por día.
Claudia pensó que lo mejor era pelear para reconquistar a su marido. Lo consideraba un
vividor, siempre supuso que le era infiel, pero no le importaba, de ninguna manera se lo iba a
dejar a la otra.
Seguía flaca pero la piel le colgaba fláccida de los brazos y costados del cuerpo. Se hizo
cirugía estética, en la cara, los pechos y las nalgas. El posoperatorio fue doloroso. Conociendo
a Guillermo, temía que el esfuerzo no valiera la pena. Estuvo triste durante semanas; al final
no quedó bien, las cicatrices de los pechos adquirieron un color encarnado y vinoso, estaban
Claudia no se ofendió tanto cuando Isabel le hizo escuchar la grabación de una relación
sexual, como cuando le contó que a Guillermo las cicatrices le daban asco.
Quizás el intento de degollar a su marido fue el momento más real de la relación. Claudia
una silla baja de asiento de paja trenzada. Sostenía en su mano derecha una cuchilla casera,
fabricada con un fleje de metal muy afilado que se hallaba cubierto de bandas de goma negra
industrioso que no soportaba desperdiciar su tiempo de trabajo ni los restos de materia que
circulaban por la curtiembre.) El instrumento se parecía a las armas blancas de los presos.
Apenas lo vio, Claudia supo que no lo podría matar, de todas formas lo atacó, con la
87
obsesión de marcarlo como las operaciones la habían marcado a ella. Forcejearon hasta que
Guillermo pudo desarmarla. Quedaron grabadas para la historia de la pareja las palabras que el
hombre repitió, sin cesar, entre lágrimas: "Al final soy justo lo que no quise ser".
Durante varios meses, Guillermo no vio a Isabel, estaba auténticamente arrepentido. Las
llamadas no cesaron pero, para alivio de Claudia, no contenían información actualizada. Sin
embargo, al tiempo, él retomó los encuentros, no pudo evitarlo. Le pidió a Isabel que
Hacia el undécimo año Claudia sufrió un infarto y murió. En la hora de su muerte Isabel y
Cuando Isabel supo del fallecimiento se alegró, tenía expectativas de que al fin se realizaría
la promesa de estar juntos que habían cultivado durante tantos años. No pudo entender por
qué motivo él evitaba encontrarse con ella. Lo acechaba a la salida de la peletería y en su casa,
le tocaba el timbre, lo llamaba varias veces por día. El le daba explicaciones poco
convincentes. Hablaba de los hijos, del remordimiento, de daños causados. Ella creía que ya
estaba con otra mujer, tal vez más joven. Luego de un tiempo desistió, ofendida, cansada. "Lo
que no logró en vida lo logra con su muerte", machacaba con amargura, "con su muerte nos
separa."
El guardaba el ojo de vidrio de su mujer en el bolsillo del pantalón, entre monedas, llaves y
88
pelusas. Nunca pudo tirarlo. Se lo quitaron el día de su internación en terapia intensiva. Tuvo
misma tumba, encima de Claudia. Estarían juntos para siempre. A Isabel nadie le avisó, se
Plaisir d'amour
89
"I was sick -sick unto death with that long agony;..."
Era el cuarto día de mi adaptación a las lentes de contacto -me tocaba dejármelas puestas
90
seis horas seguidas-, estaba de un humor sorprendentemente equilibrado, casi ecuánime,
considerando la pena que arrastraba. Mi mujer me había abandonado. Con la excusa de visitar
a sus padres, había viajado a Paraguay y desde hacía diez meses que no tenía noticias de ella.
Tratando de recuperar una figura más seductora, decidí cambiar los anteojos por lentes de
contacto. El permanente lagrimeo causado por la irritación de mis córneas, le daba un brillo
espejo, no podía dejar de notar -auxiliado por los restos de mi sentido crítico- que, con las
En el último tiempo trabajaba poco los lunes. Si alguien me hubiera preguntado -nadie me
realidad, llevaba muy pocos casos. Mi desgracia había empezado a causa del escándalo de las
complicidad entre los peritos médicos, los abogados defensores y los jueces, estos últimos -
víctimas lesionadas. Los reemplazaron por tímidas indemnizaciones sobre las cuales regulaban
mis honorarios. Antes, estas demandas constituían mi mejor ingreso, ahora apenas ganaba para
Intentaba escribir. De esta manera esperaba aprovechar el tiempo libre. Era un viejo sueño
había emergido de la boca del subte y, mientras caminaba hacia mi estudio, iba repasando de
sentarme frente a la computadora. No tanto por el temor a la página en blanco, sino porque de
91
otra manera la depresión me conducía a correr un programa de videogame y quedarme
comienzo, a modo de epígrafe, citaba un comentario de Borges. (De "El primer Wells", Otras
inquisiciones). El poeta señalaba un padecimiento particular del hombre invisible, decía: "...El
acosado hombre invisible que tiene que dormir como con los ojos abiertos porque sus
Era una situación parecida a la de aquella vieja película, protagonizada por Ray Milland,
que trataba de un hombre con vista de rayos equis. Tampoco sus párpados lo defendían, su
drama era verlo todo. Su mirada atravesaba paredes y cuerpos, ninguna opacidad la detenía;
observaba los esqueletos y las intenciones humanas en una endoscopía feroz que terminaba
enloqueciéndolo.
Con mis telépatas sucedía algo similar, no poseían filtros mentales que los protegieran del
dolor, los torturaba penetrar todo. Sentían con absoluta exactitud el sufrimiento de los otros.
Acaso nuestra ineptitud para ponernos en el lugar del otro es nuestra mejor defensa. Los
telépatas no necesitaban imaginarse los sentimientos, todo los conmovía en forma directa.
Sufrían de una sobredosis de verdad. Me figuraba que mis personajes buscaban embotar al
Deducía que pocos telépatas verdaderos alcanzaban la adultez: los mataba darse cuenta de
92
que sus padres no los amaban por completo. Apenas comenzaban a entender el lenguaje,
escuchaban los pensamientos, sin poder distinguirlos de las palabras pronunciadas en voz alta.
perfección los sentimientos de sus madres, los golpeaba comprenderlas de manera plena. Las
deshidratados, morían con cuadros depresivos agudos en el Hospital de Niños o a los tres años
Algunos afirmaban que eran grandes amantes porque adivinaban lo que su pareja deseaba
sin que precisara formularlo en palabras. Otros sostenían exactamente lo contrario, decían que
no podían concentrarse, aturdidos por el estruendo mental de su compañero al borde del goce.
Los perturbaban miles de pensamientos ajenos, ideas distraídas de la madeja de hilos que
estudio. Apenas entré vi que la lucecita roja del contestador automático guiñaba señalando
siete llamados. Seguramente los había recibido durante el fin de semana. Antes de oírlos traté
de moderar mis esperanzas. Extrañaba mucho a mi mujer, necesitaba nuevos clientes, pero
desconfiaba de los mensajes acumulados los sábados y domingos: por lo general solían ser
números equivocados.
En el primero se oía un fragmento -mi cinta de entrada de mensajes está programada para
sobre el fondo de una cortina musical, una voz decía: "Todo preso es político". Otro locutor
93
si sería de Joe Cocker-. Luego cambiaban la cortina musical. Una voz de mujer anunciaba:
"Informaciones de FM Continental. El Ministro del Interior, José Luis Manzano, anticipó hoy
que la provincia de Río Negro podría contar con dos zonas francas...". En este punto, el
El segundo era parte de un monólogo del cómico Luis Landriscina. Hablaba del machismo
y la irascibilidad de los argentinos y de los italianos. "Somos como ellos: leche hervida -decía
ellos, somos capaces de salirnos de los carriles... pero tenemos grandeza para reconocerlo: `Se
me fue la mano, no sabía lo que decía', y si el otro tiene grandeza dice: `Está bien, ya pasó...'.
Y esto ocurrió en Italia entre dos italianos, enojados, hermano, como..." En esa palabra se
En el tercer mensaje, la voz de un adolescente explicaba: "Yo fui el que hizo los dos
llamados anteriores..., que usted escuchó anteriormente. Quería decirle que contienen una
clave que usted deberá descifrar porque corre riesgo su vida y no quiero dar mi nombre
porque tengo miedo de que corra peligro también la mía. Por cualquier cosa puede llamarme
al 123-4567 y preguntar por Milena porque seguramente yo no voy a estar, muchas gracias,
señor gracias".
El resto de la cinta estaba en blanco. Mientras escuchaba el siseo del avance del casete
Nunca nos habíamos entendido. Estaba casado con una chica paraguaya, quince años menor,
actriz de teleteatros, hija de un hacendado rural de la zona del río Bermejo. Eramos el uno
para el otro: un mutuo y simétrico espejismo. Ella veía en mí a un exitoso profesional porteño,
lanzado a un progreso sin caídas. Yo la consideraba hermosa, una especie de india con cara de
94
galleta y ojos rasgados, azules como el alcohol metílico (restos de la colonización alemana en
el Chaco Paraguayo). En público me lucía con su belleza, apropiada para el papel de esposa
del jefe Sioux en alguna película de Hollywood, pero en la intimidad casi no hablábamos;
tampoco queríamos tener hijos, ella decía que era demasiado joven, yo que no tenía tiempo.
Mi mente retornó a los mensajes. Devoto de Kafka, lo que más me había impresionado de
ellos fue el nombre Milena, a quien debía llamar para enterarme -y eventualmente conjurar- de
la amenaza de muerte que pesaba sobre mí. Era obvio que se trataba de una broma. Supuse
que quien me telefoneó era hermano o amigo de Milena -si ella existía-. Esperaban que yo me
comunicara y le contara todo esto a la chica, quien a su vez pensaría que era una nueva broma
Creo que en cualquier otro momento no hubiera llamado, me habría parecido un gesto
patético, pero en esos tiempos ésa era justamente mi condición. Además, sabemos a qué
extraordinarios actos de inmadurez somos capaces de llegar cuando suponemos que nadie nos
está mirando. También pesaba sobre mí una superstición: razonaba -sólo buscaba justificarme-
que por ser interlocutor de una Milena, por algún artificio mágico, lograría convertirme en un
Kafka. (Con mucho tiempo libre y atormentado por los deseos uno se vuelve realmente
imbécil).
En la contratapa decía que Milena Jesenska había sido traductora al checo de las primeras
obras cortas del escritor. El editor describía la historia de amor epistolar entre ambos como
argumentos bastaron para convencerme de no leer jamás ese libro. En la página doceava del
95
Ravensbrück, el 17 de mayo de 1944.
Recuerdo que antes de decidirme a llamar, pasó por mi mente un desenlace horrible -y muy
literario- para esta aventura: que la tal Milena existiera y comenzáramos a salir. Luego, algún
novio, marido, padre o ella misma me mataría -por celos, por loca maldad, quizás por
Llamé. Mientras esperaba que levantaran el auricular, se me ocurrió que acaso ya estaba
muerto. Quizás mi mujer no se había ido, tal vez era yo quien me desvanecía por etapas.
Me atendió una mujer adulta. Cuando pregunté por Milena sentí el endurecimiento de la
Las mamás siempre reafirman su autoridad ante los más jóvenes refiriéndose a sí mismas en
inventar excusas para explicar mi llamado-. Dije que no era urgente ni importante y corté.
Mientras hablaba, me causó miedo oír como ruido de fondo, fortísimos gruñidos, ladridos y
aullidos de un gran número de perros. Sonaba como una pelea o una cacería. La mujer los
Volví a intentarlo al día siguiente. Me atendió una voz de muchacha, de nuevo se oían los
ladridos. Era como si me hubiera comunicado con el Instituto Pasteur y los perros rabiosos
-Ella habla.
96
-Vos no me conocés. Ayer recibí un mensaje raro, donde me avisan que corre peligro mi
vida y que tengo que descifrar partes de audiciones de radio para entender no sé que cosa.
-Sí -dijo Milena con una rapidez que me preocupó. Si tomaba tan en serio lo que yo le
contaba quizás se debía a que no era sólo una broma telefónica-, es mejor que nos veamos
Nos citamos en un bar de Libertad y Lavalle a las dos de la tarde. Ella propuso el lugar,
como si supiera que mi estudio quedaba a una cuadra. Dijo que la reconocería porque iría
vestida con un pulóver negro y un jean con un agujero sobre las nalgas. La identifiqué con
facilidad.
Era una chica de piel blanca y pelo castaño, pecosa, con un eslavo y prominente labio
inferior, el suéter ajustado le marcaba los pechos. Empecé a relatarle con ansiedad el
contenido de los tres mensajes. Mientras hablábamos, Milena me tocaba las rodillas por debajo
de la mesa; ponía mi pierna entre las suyas, la apretaba y la frotaba con los muslos. Entre
tanto, continuábamos la charla con toda naturalidad, como si nuestras piernas no nos
pertenecieran. Yo estaba desconcertado, ella era muy joven. Me escuchaba con una
Insistí en mi versión. Milena me estudiaba de costado, con una mueca burlona dibujada en
los labios, dejaba en claro que no podía creer una historia tan absurda. Dio por terminado el
tema comentando:
De repente parecía apurada, me pidió que fuéramos a un sitio más cómodo. Pagué y
97
-¿Hacés "fierros"? -preguntó Milena sin verdadera curiosidad-. Te mantenés muy bien para
Yo había planeado invitarla a mi estudio, con el pretexto de que oyera el último mensaje
para ver si reconocía la voz del chico. Aunque ya no era necesario, de todos modos se lo dije,
tal vez arrastrado de manera inercial por mi costumbre de argumentar. Milena sonrió con
No aceptó el café ni el whisky. Se sentó en mi viejo sofá Chesterfield (al cual le faltaban la
mitad de los capitones y cuyo cuero cuarteado en las buenas épocas había sido de color
ciruela) y dando palmaditas con la mano sobre un almohadón, me indicó que me acomodara al
lado de ella. Pasó muy poco tiempo entre ese momento y el siguiente, cuando ya estábamos
desnudos y abrazados. Mientras duró la relación sentí que me ahogaba, levantaba la cabeza
como un buzo que emerge para buscar aire. Sus pechos estaban totalmente mojados, era como
meter la nariz entre trapos húmedos. Milena me atraía con una fuerza enorme, me apretaba la
espalda y me clavaba las uñas (hasta tal punto que después encontré en mi camisa largas líneas
de sangre, como delicados latigazos). Su cuerpo poseía la cualidad potente y gomosa que uno
le atribuye a los tentáculos de un pulpo. Estábamos magnetizados por una agitación pegajosa
que me enloquecía; nunca había tenido una relación sexual tan exasperante.
Agotados, nos quedamos dormidos. Desperté en la luz fatigada del crepúsculo con el brazo
Espuma de saliva seca blanqueaba la comisura de sus labios, tenía la cara hinchada y surcada
de arrugas rojizas. Apenas la toqué se despabiló. Fue un movimiento tan veloz que me causó
una impresión siniestra: como si hubiera estado despierta espiándome. Cuando se restregó los
ojos, me asqueó descubrir restos de mi piel sobresaliendo del borde de sus uñas.
98
Imperiosamente quise deshacerme de ella. Por desgracia, Milena no tenía los mismos
planes. Se incorporó, me tomó la cara entre las manos y me plantó un beso en la boca. Me
preguntó alegremente dónde podía hacer café. La inesperada ternura de su actitud debilitó en
parte mis propósitos. Comencé a decirle que debíamos irnos de allí, que yo estaba invitado a
una cena de trabajo a las nueve y todavía no me había cambiado. Pero ella insistió en quedarse,
mis excusas no le resultaban convincentes. Mientras bebíamos el café, Milena me acarició con
todas las escenas de la tarde. Profundizó con sus uñas las heridas de mi espalda. Después
pretendió acompañarme a mi casa -mi éxito como seductor empezaba a alarmarme-, le dije
que era casado. No se inmutó por ello, solamente dijo: -Ah... Por el espejo retrovisor del taxi,
En los próximos días Milena me llamaba al estudio a toda hora. Supuse que había copiado
mi número de teléfono del disco del aparato. Accedí a nuevos encuentros y volvió a
rasguñarme con saña. No había modo de impedírselo, yo le sujetaba los brazos por los codos o
las muñecas, pero en algún punto -no entiendo cómo lo lograba- conseguía liberarse y
alcanzaba mi espalda: durante el orgasmo, me arrancaba las cintas adhesivas y las gasas y me
Yo quedaba exánime. Milena me contemplaba impasible con sus ojos de muñeca, azules y
duros, y sus labios salientes como el pico de un pato. Las despedidas eran una lucha. A pesar
de todo, algo de ella me fascinaba de manera irresistible. No tenía voluntad para oponerme.
Suponía que me excitaba su cuerpo y que, antes de cada nuevo encuentro, la anticipación del
placer me hacía olvidar lo mal que había terminado el anterior. En verdad, no sabía por qué
99
volvía a estar con ella.
que era un material elaborado con suero de leche y formaldehído, que en una época se usaba
en reemplazo del asta de ciervo. Esos botones fabricados con leche me produjeron repulsión.
Recordaba los mensajes telefónicos y mi idea de que la muerte podía aparecer, justamente,
causada por ellos. Cuando los escuché por primera vez no les concedí importancia pero ahora,
la presencia de Milena les otorgaba realidad; me impedía olvidar la advertencia que contenían.
Ya no los podía interpretar como una simple broma, ella era verdadera y había entrado en mi
El jueves de esa semana caí enfermo. Tenía fiebre, temblores, los pies helados, vómitos y
dolor de cabeza. A la noche transpiraba y eso me concedía cierto alivio. Las heridas de mi
espalda supuraban, debía dormir boca abajo. Mi médico me dijo que se habían infectado. Me
-Por la fiebre parece que tuvieras malaria -dijo y, sin darme tiempo para jugar con la
palabra, riéndose, aunque pude percibir en su voz un tono de preocupación, agregó-: Vos
Dos días más tarde mi madre me llamó de urgencia en medio de la noche. Mi papá sufría
del corazón, tenía un nuevo episodio de arritmia. Debíamos llevarlo a la Unidad Coronaria del
Sanatorio Güemes. Estábamos tan habituados a estas emergencias que ya no nos alarmábamos
demasiado. De todas maneras éramos conscientes de que existía riesgo para su vida.
100
carozo de limón sobre el piso de las losas de mármol negro. Observaba al exterminador de
plagas rociar los zócalos con veneno contra las cucarachas. (Sobre la espalda cargaba el
cuando el hombre bombeaba para darle aire para fumigar.) Vagaba con la ropa de mi padre en
una bolsa de nailon, apenado porque tal vez tuvieran que inyectarle potasio por vena y eso le
dolía -decía que le quemaba-, cuando apareció el Ministro del Interior, José Luis Manzano.
alrededor de sesenta años, seguramente su madre: eran idénticos. Se reunieron con un grupo
de tres hombres trajeados que hablaban por teléfonos celulares. El ministro estaba vestido de
manera sencilla pero a la moda: jeans, remera gris aluminio y alpargatas chinas. Su vestimenta
Al día siguiente, llegó mi hermano de Azul donde trabaja como ingeniero agrónomo. Sacó
entradas para un recital de "Los redonditos de ricota". Las coincidencias con el contenido de
los mensajes empezaron a inquietarme. Dejé de atender las llamadas de Milena cuando me
crucé en un semáforo con Luis Landriscina. Yo lo miraba con gesto de confusión, el humorista
sonrió. No supe si interpretar su sonrisa como una muestra de simpatía o de burla ante mi cara
Recordé a un viejo amigo que se había radicado en España. En una oportunidad soportó
una serie siniestra que casi lo enloquece. Era viajante de comercio y durante un período todos
sus nuevos clientes se llamaban Eduardo. Fueron catorce "Eduardos" en el lapso de un mes, en
Esa noche me dormí aterrorizado. Soñé que Milena entraba a mi casa con una bolsa
101
plástica, de las que se venden en las estaciones de servicio como bidón; estaba llena de nafta.
En mi sueño ella era albina, sonreía con ojitos rojos de ratita blanca, parecía salida de un
dibujo animado. Me rociaba la espalda con nafta. El combustible se enfriaba sobre mi piel
lastimada, Milena soplaba para aliviar mi ardor como cuando se desinfecta una herida con
-Ya sabés como es esto..., una huele nafta y no puede evitar prender un fósforo.
Me desperté gritando, fui a la cocina y tuve que tomar gran cantidad de agua antes de
poder servirme un whisky. Bajo la luz de los tubos fluorescentes, me puse a escribir todo lo
que había sucedido hasta ese momento. Me impulsaba la idea de establecer una crónica de los
componer un cuento. Lo que antecede -lo que han leído hasta ahora-, con mínimas
correcciones, lo consigné aquella noche. Al hacerlo no entendí nada nuevo pero al menos,
después de la catarsis, me calmé como para poder dormir. Me prometí no volver a ver a
Me pareció que la mejor manera de ahuyentarla era inventar alguna enfermedad infecciosa
horrible. Se me ocurrió la hepatitis, la mononucleosis y al fin decidí que la mejor era la vieja y
siempre eficaz sífilis. Llamé a Milena para que se hiciera los análisis. Esta vez el sonido de
fondo de la línea era el de un natatorio cubierto. Resultaba fácil imaginarse los azulejos
mojados por el vapor, se escuchaba el retumbar de los gritos, la resonancia de la masa de agua
me producía un raro aturdimiento. No sabía qué síntomas provoca la sífilis, por si acaso le dije
Pero esto no bastó para alejarla, casi al contrario, la unió más a mí. Ni siquiera me lo
reprochó. Mientras esperaba los resultados del laboratorio ella no veía mayor inconveniente en
102
continuar nuestras relaciones usando preservativo. "Aparte, igual ya estamos enfermos", decía.
de Joe Cocker". Lo habíamos escuchado sin pausa en un veraneo en Villa Gesell, doce años
atrás. En esa época ambos éramos jóvenes y solteros. Habíamos pasado muy buenos
momentos juntos. El primer tema del disco era "Una ayudita de mis amigos". Pensé en
contarle todo a mi hermano, pero me pareció inútil, no hablábamos desde hacía tiempo. Mi
mujer adolescente y paraguaya y sus hijos y trabajos en el campo nos habían alejado. Me di
Entre tanto, todas las mañanas antes de entrar a mi estudio, tropezaba con Milena apostada
en los bancos de la plaza Lavalle. Seguía insistiendo en que nos viéramos. Si me negaba,
Milena me amenazaba con contarle todo a sus padres, otras veces decía que sus hermanos me
iban a matar apenas se enteraran de lo que yo le había hecho. Abuso sexual y contagio de
aterrorizaba recordándome que ella era una menor. Me preguntaba si conocía la diferencia
El jueves siguiente -increíblemente sólo habían pasado diez días desde que la había llamado
por primera vez-, encontré la palabra "PUTO" escrita con algún objeto punzante -una
aguja o una llave- sobre la puerta de mi estudio. Me consideré afortunado por no tener socios
ante quienes dar explicaciones. Imaginé que un grupo de jóvenes punk, amigos de Milena, me
asaltaba de noche cuando volvía a mi casa. Vestían gruesas camperas negras de cuero de oveja
103
Seguían pasando cosas horribles o yo estaba muy sensible a ellas y las advertía en
alquilar otro despacho o tomarme vacaciones (de todas formas, con la cantidad de trabajo que
recibía no tendría que lamentarme demasiado por el lucro cesante), cuando observé que una
gorda descomunal -calculé que pesaba más de ciento veinte kilos- se sentaba encima de una
nena ciega, de alrededor de diez o doce años ubicada en el primer asiento. La mujer no
entendía razones ni aceptaba que la chica fuera ciega, decía que el primer asiento le
de porquería", se desahogaba con los dientes apretados, mientras acomodaba sus gigantescas
nalgas aplastando el cuerpo de la chica. Algunos pasajeros intentaban sacarla del lugar
forcejeaban con ella, pero la mujer no se movía, se aferraba al asiento y al pasamanos. La nena
somníferos el efecto resultaría peor, el sueño profundo me atraparía en un encierro del cual
tardaría en salir. Soñaba constantemente con grupos de asesinos que filmaban sus propios
crímenes. Me aterraba que me observaran y yo no pudiera verles los rostros ocultos detrás de
las cámaras. En ese tiempo, tal vez para no sentirme tan solo, dejaba la radio prendida toda la
noche. En otra pesadilla recurrente, una Milena monstruosamente peluda, me perseguía con un
104
especializada en libros de Derecho. Su padre había muerto y él había quedado al frente de la
empresa. Los negocios no iban bien. Ernesto era bastante soñador y poco aplicado a ganar
dinero. Estaba angustiado porque los libros se amarilleaban en el depósito, las hojas se
hinchaban por la humedad y los lomos se descolaban. El conjunto olía a engrudo fermentado,
alcohol de madera y cuero rancio de zapatos mohosos. "Nadie quiere libros que parezcan
viejos aunque estén sin uso, a nadie le gusta lo viejo", me dijo. Siempre estaba imaginando
Ernesto no se sentía feliz con su pareja, estaban distanciados, abrumados por cuatro hijos.
"Con esta cantidad de hijos y la `malaria' ya soy un proletario completo", decía con su habitual
tono quejoso. Siempre parecía atribulado y con aire de desgracia. Yo me lamenté a la par de
él, le dije que también estaba con muy poco trabajo. No mencioné el acoso de Milena.
El ansia de mujeres de Ernesto era legendaria. Hablar con él en la calle resultaba incómodo,
se daba vuelta ante todas y cada una de las chicas que pasaban. Empleaba un criterio de
estético: le gustaban todas. A la mayoría les susurraba piropos aceitosos, tan cerca de sus
caras que daba la impresión de que las iba a lamer. Cultivaba un tono secreto, persuasivo y
dulzón; hablaba con una voz tan íntima que ellas, tal vez, ni siquiera alcanzaban a oír lo que les
decía.
-Ultimamente mi esposa está seria como un perro -protestó Ernesto-. ¿Viste que los perros
se toman todo en serio? Bueno, ella también. Primero están los chicos y después el trabajo y
después... nada más. Todos sus objetivos son sanos y lógicos, no pierde el tiempo conmigo.
105
Sabía que Ernesto, a pesar de estar sumido en un estado de permanente excitación con las
mujeres, no tenía relaciones sexuales. El sida le causaba pánico pero no quería usar
profliláctico. Decía que "con el globito no se siente nada". Siempre hablaba -con cara
soñadora- de unas prostitutas de quince años, muy hermosas y baratas, de Misiones, rubias y
de ojos celestes. "Por las colonias alemanas que había por allí", me explicaba, como si yo no
conociera el tema de sobra. Pero no se animaba a visitarlas. Cuando nos veíamos me hacía
preguntas acerca del sida; si se contagiaba por los besos, cuál era el riesgo en un contacto
Prometió que cuando inventaran la vacuna, se dedicaría a la lujuria más salvaje; pero por
ahora prefería mirar películas pornográficas. Solo, muy tarde de noche, cuando su mujer e
hijos ya dormían. Veía demasiadas. Tantas, que días atrás pasaban un recital de rock y, en un
un violento coito entre un negro y una rubia. "Me sale semen por las orejas", dijo alborozado y
los dos nos reímos de su infortunio. Le gustaba causar gracia con sus desdichas.
-Vos estás bien, te conservás flaco, ya no usás anteojos..., no estás desmantelado como yo
Comentamos que en los últimos tiempos, las aventuras sexuales eran las únicas factibles.
-Sí... bueno, también están la política, el crimen, los negocios. Hay otras formas de riesgo -
agregué.
-Sí -dijo tomando aire-, es la paradoja que no se puede resolver: uno vive como si estuviera
106
Me contó que había descubierto un argumento de seducción que consideraba infalible.
Aunque todavía no había hecho suficientes experiencias "de campo". La anunciaba como una
propuesta de diálogo a la que las mujeres normales no se podrían negar. La técnica funcionaba
súplica, mirada triste e intensa; con la que -según sus conjeturas- copiaba la cara típica de un
novio abandonado. Su intención era tratar el porqué de una ruptura imaginaria. "¿Qué pasó?,
argüía que el tiempo, pasado o futuro, no importaba en el amor; tampoco, que la escena de
Sin embargo, a pesar de charlar con ellas, no se las llevaba a la cama. "Lo que ocurre es
que yo soy un cazador, una vez que las capturé pierdo el interés", decía adelantándose a
supuestas críticas. Yo sabía que no era como él decía; en algún punto se detenía y no podía
avanzar más allá. Ernesto esperaba que la mujer tomara la iniciativa, asumiera todo el riesgo
Después Ernesto cambió de tema. Me contó que su gran pasión de ese momento era
publica exclusivamente los textos de Lovecraft y sus seguidores. Despreciaba los argumentos
de los relatos, sólo le gustaban los climas. "Los discípulos son medio flojos, pero igual los voy
a publicar" -se refería en particular a aquellos que habían escrito después de la muerte de
Lovecraft-. Le mandaron obras de todo el grupo. Se dedicaba a leerlos con su precario inglés,
con el diccionario a mano. Me confesó que planeaba lanzar una edición pirata con los relatos
107
inéditos en castellano.
Esa noche se me ocurrió que para deshacerme de Milena se la tenía que transferir a otro
que algún desdichado, apremiado por quitársela de encima, había dejado mensajes en varios
contestadores de Buenos Aires y otro infeliz mordió el anzuelo: ése fui yo.
Me recordaba las "cadenas de cartas", que amenazan con las desgracias más atroces a los
que no despachan las correspondientes siete cartas (o nueve o veinte según la versión),
condenando, de esta forma, a cierto número de amigos a elegir entre las labores epistolares o
simplemente no podía hacerlo. Por añadidura todo el asunto me parecía tan siniestro que no
creía que fuera eficaz ninguna forma de envío directa. Continuando con la costumbre iniciada
en mis recientes noches de insomnio -en las que extrañaba la tranquila rutina de mis
sufrimientos anteriores, ¡ah, si sólo pudiera volver a ser infeliz como antes!, rogaba-, me
dediqué a seguir mi crónica de los hechos. Se me ocurrió incluir el encuentro con Ernesto en
el relato. Quizás, de manera mágica, quedara unido a Milena por figurar ambos en la misma
historia. O bien, si le daba a leer esta crónica, Ernesto podía tentarse y llamarla en la realidad:
Cuando le comenté a Milena mi encuentro con él, sus ojos fulguraron con un brillo de
interés que me anudó el estómago de temor. Se mojó los labios con la punta de la lengua,
estaba ansiosa como una heroinómana en abstinencia frente a una jeringa cargada. Sentí pena
por Ernesto, pero me consolé pensando que era él o yo. Tenía miedo, el mejor de los motivos.
108
Además, en verdad, ¿quién iba a hacerle algo malo? ¿Quién creía en estas cuestiones mágicas?
Por otra parte, si desoyendo mis consejos y advertencias, él la llamaba, éso corría por su
cuenta.
Hablé con Ernesto al día siguiente y le pedí detalles precisos y exclusivos sobre la
encomienda que le había remitido la editorial Arkham House. Primero dije que le preparaba
una sorpresa, luego, ante su insistencia, le confesé que escribía un cuento y él era uno de los
personajes, por eso necesitaba detalles de la máxima verosimilitud. Comprendí que Milena
Casualmente, Ernesto conservaba la caja, le había dado pena tirarla, uno de sus hijos
guardaba en ella su colección de réplicas inglesas de autos en miniatura. Me dijo que había
contenido cinco libros, en el correo la encomienda pesó dos kilos con cuatrocientos gramos, el
papel de la envoltura era color ocre amostazado, muy grueso, parecía encerado. El logotipo de
la editorial era una antigua -y tenebrosa- casa de Nueva Inglaterra dibujada en tinta negra
objeto real.
Ernesto, muy excitado, me manifestó que sentía una terrible curiosidad por leer el cuento.
El no sabía que, más que escribir un relato, mi idea era evacuarlo, deshacerme de él. Cualquier
palabra dicha a otro es una descarga, supone una catarsis de aquello que ya no podemos -o
queremos- retener. Todo relato infecta, contamina a otros con aquello que ya no soportamos
en nuestro interior.
109
bostezo, el fuego. Los sentimientos. La moda como una enfermedad de lo idéntico. El deseo
derivados del asedio de esta mujer, versión ninfómana del Diablo. Tendría en su poder la
información completa. Por supuesto, le entregué el mismo material que el lector está leyendo
ahora. Quizás, de esta manera, esperaba calmar mi conciencia. Pero no dejaba de sentirme
culpable, era como ofrecerle comida a un hambriento y a la vez advertirle que está
envenenada.
La soledad y el deseo pueden ser terribles. Milena actuaba como el espejo de nuestra
En este punto de la historia le di una copia a Ernesto. Todavía no había llegado al final
Al día siguiente de entregarle el texto, Ernesto me llamó para decirme que le había
producido una agradable sensación de miedo, pero no sabía si funcionaría con un lector
regalo y -estaba advertido- también un acto de brujería. Le dije que no lo había escrito para
darlo a la imprenta. El explotó de risa, tanto que terminó con un ataque de tos. Para Ernesto,
todos los escritores le acercábamos nuestros relatos únicamente para que los publicara. En su
110
opinión, ninguno escapaba a esta regla. Nos despedimos a las carcajadas, pero reíamos por
motivos diferentes.
Esa misma tarde, me llamó la madre de Milena para decirme que su hija había sufrido un
accidente de moto y estaba internada en el Hospital Argerich. Pensé, aliviado, que la magia
había resultado eficaz: me había librado de ella. Pero la mujer, con moroso sadismo, me sacó
de mi error. "Mi hijo mayor va a pasar a buscarlo, Milenita quiere verlo." A nadie se le
hermano, como era de presumir, medía un metro noventa y usaba una campera negra de cuero
de oveja, tachonada con escudos de aviación. Era tal cual lo había soñado y, seguramente,
como en mi sueño, andaría armado de navajas, cadenas, nudillos de metal y amigos violentos.
Milena había sufrido varias fracturas, incluso una de cráneo, estaba inconsciente. A pesar
de eso, el cariñoso hermano juntó nuestras manos y vigiló que permaneciéramos en amorosa
Entraron practicantes o médicos jóvenes, el que los guiaba comentó divertido: -Nuestro
servicio es muy tranquilo, el ochenta por ciento de los pacientes está en coma.
caso de Milena, describía la fractura, hablaba de un hematoma en alguna región del cerebro.
La destapó para examinar sus reflejos. Antes nos miró con cara de invitarnos a salir, estuvo a
punto de decirlo -yo hubiera aceptado, feliz de que me permitieran irme-, pero algo en la
-La molesto un minutito... -se disculpó-. Observen el reflejo patelar... -anunció y, en ese
instante, antes de que el neurólogo alcanzara a golpearla con su martillito de goma, Milena
111
y piernas, se abría y cerraba con espasmos de navaja, movía la cabeza en grandes rotaciones,
se arañaba la cara con sus uñas mal pintadas, hacía jirones las sábanas desgarrándolas con los
dientes y, lo peor, se reía con un chillido loco parecido a los relinchos de festejo de un caballo
-Se está descargando -dijo como al pasar, no parecía preocupado. Al rato Milena se fue
calmando. Ahora masticaba a toda velocidad como un conejo; deglutía, mamaba, se lamía los
labios...
-Después volvemos -dijo el médico desde la puerta y salió presuroso con sus alumnos.
-Este lugar es una mierda -dijo el hermano-, ¿viste cómo la tratan? ¿Viste lo que le
hicieron?
cualquier precio. Acorralado por el pánico, hasta podía experimentar una aceptable y
convincente cantidad de sentimiento amoroso. Ella, pobre, estaba desmadejada sobre la cama,
respirando con gorgoteos. Pude conmoverme por Milena, aunque me resultaba absurdo sentir
pena por el Diablo. Percibí un fuerte olor a orina, el colchón goteaba rítmicamente sobre el
piso de mosaicos. Entre tanto, continuaba nuestra conversación. El hermano decidió que había
Proclamé que vendería mi auto, ya estaba resuelto, nadie lograría hacerme desistir. El me
sonrió de costado, mientras se concentraba en hacer trenzas con el larguísimo pelo de Milena,
que sobresalía en tirabuzones por debajo del casco de vendas que cubría su cabeza. Me habló
112
-Milenita se merece un lugar mejor que éste, la rehabilitación es cara, ella se merece lo
mejor -repitió abstraído, mientras enrollaba el pelo en blandos canelones y lo anudaba a los
de la profesión durante un tiempo. Un amigo me prestó su casa de fin de semana en una isla
Por supuesto Ernesto eligió, según su deseo, creer en algunos detalles y rechazar otros.
Por ejemplo, sé que desdeñó las amenazas que contenían los mensajes -no iban dirigidos a él-,
Al principio no supe cómo entró Malena en su vida. Imaginé que Ernesto la había llamado
al número que figuraba en mi relato y no me lo había querido contar por su concepción del
pudor viril, como si me hubiera robado la novia -cosa que no debe ocurrir entre amigos-. O
quizás por la vergüenza que le causaba lo infantil de su acto. Sin duda esa casa era una
verdad, se trataba siempre de la misma mujer. Una semana más tarde, recibí un telegrama de
Lo encontré exaltado, demasiado contento. Me contó que había conocido a una chica, se
llamaba Malena, una poeta que le había llevado un libro para que le cotizara una edición de
autor. Cuando, influido por mi cuento, Ernesto le preguntó si sabía de alguna Milena, ella le
respondió que ése había sido el nombre de una parienta suya. Milena Jesenska, una tía abuela
113
serio: estaba enamorado.
Me la pintó con arrobamiento. Describió una cara blanca y antigua, de labios rojos
dibujados y cejas delgadas, con los ojos en cuencas oscuras y húmedas. La piel mantecosa,
cremosa, lechosa. Era tímida, en la calle caminaba con los brazos cruzados sobre el pecho. Era
distraída, se paraba en el pasillo del edificio a esperar la llegada del ascensor sin haber
-Es un poco gordita, la primera vez nos citamos en un bar que se llama Tánger. Ella repetía
danger, peligro; danger, peligro. Me tocaba las rodillas por debajo de la mesa. Vos sabés: "A
caballo regalado no se le miran los dientes"... Lo único que me sorprende es que tiene el flujo
tan fuerte que quema el profiláctico, es como un ácido. Eso me preocupa. No quiero hijos ni
Nunca había visto a Ernesto tan desaprensivo respecto de las enfermedades. Durante años
había cultivado la hipocondría sexual y ahora, de golpe, se deshacía de ella de la manera más
expeditiva. Estaba desconocido. En realidad me alegré, pensé que tal vez no pasaba nada
malo, lo ocurrido había sido un sueño terrorífico y, acaso, pronto yo podría volver a mi casa y
a mi estudio y todo quedaría olvidado. Dos cualidades de lo sucedido facilitarían el olvido, por
una parte la naturaleza desagradable de los hechos y, por la otra, la dificultad para clasificarlos
114
felicidad y volví, esperanzado, a mi vacación forzosa en el Tigre.
A los pocos días Ernesto volvió a telegrafiarme, su tono era angustioso. Nos citamos en un
bar cercano a mi casa. Yo estaba más animado, a medida que transcurrían los días sentía
estudio. Para consolarme por el miedo que había padecido me repetía: "No hay mal que por
pasé por algo tan terrible -me decía- las próximas cosas que me ocurran serán buenas".
Cuando regresaba a Buenos Aires, un grupo de jóvenes punk subieron a la lancha colectiva
en un recreo del río Sarmiento. Entre ellos viajaba el hermano de Milena. Me sonrió casi con
afecto, aunque no nos saludamos ni nos dirigimos la palabra. En cierto momento me guiñó un
ojo, y comprendí lo que yo significaba para ellos, fue una revelación catastrófica: éramos
Encontré mi auto en el garage golpeado y rayado, abollado por todos lados, incluido el
techo. Hasta habían robado el motor. Era el último castigo. Yo se los debía, se los había
prometido. Pero ya no tenía motivo para temerles. Supe que no me iban a molestar más, no
-Me gotea el bicho -dijo Ernesto con tristeza, estaba asustado. Había orinado con sangre,
se impresionó tanto que casi se desmaya sobre el inodoro. Me preguntó si conocía a algún
departamento del tercer piso. En la planta baja del mismo edificio queda el local de ventas, que
115
funciona como librería. Ernesto estaba sentado frente a su escritorio, cerca de una ventana que
mira al oscuro y mustio pozo de aire y luz. Triste y aburrido, obligado a trabajar sobre papeles
con números que no le interesaban; se masturbaba casi distraído, sin entusiasmo, mientras
hacía cuentas en la calculadora. De golpe sonó el teléfono y una mujer -Malena- le dijo:
Efectivamente, una mano saludaba entre los pliegues de una cortina con manchas de hollín.
Así se conocieron. Ella llegó de inmediato, tan rápido que consumaron el coito con la
-Vino corriendo a sentarse sobre "El pináculo de la fama". Sin duda, eso le gusta -dijo
Ernesto con una sonrisa amarga. Para él, este encuentro fue un acto de piedad tan intenso que
-concluyó.
incomprensible.
-Hablaba en "lengua". O algo así, gutural, como los indios. Después me perseguía con una
barra de acero, de las que se usan para levantar pesas. Me quería romper los huesos.
En otra pesadilla, Malena era piromaníaca, vagaba por el depósito de la editorial -donde se
amarilleaban los libros de Derecho- con un bidón de bencina. En una tercera, Ernesto estaba
paralizado, sujeto por una maraña de raíces, ahogado en el barro, mientras un sapo arrastraba
hacia él un cuchillo con su mano de cuatro dedos. "Ya no duermo, las pesadillas me dan
pánico."
116
reproche, puedo asegurar que esto me atormentaba aun más. Me rasqué con cuidado las
costras de las heridas que marcaban mi espalda, algunas se habían convertido en delgadas
Ernesto suponía que en sus próximas apariciones se revelarían nuevas letras de su nombre
o se ordenarían de otra manera. "Siempre comenzaría con la letra `M', que es letra de mala
Sostenía que entre los humanos, se podía contraer o evitar un destino por la diferencia de una
letra.
-Se va desnudando su nombre. Tal vez todavía no llegó a su máximo grado de maldad.
Le dije a Ernesto que la solución era quemar mi manuscrito, su lectura era la puerta de
quiso devolver, temía el resultado inverso: que si lo hacíamos, se quedaría con la Diabla para
siempre.
Decía que lo único que podía salvarlo era publicar el texto y difundir la plaga. Una manera
de diluir la peste. Se basaba en la profunda mentira del dicho: "Mal de muchos, consuelo de
tontos".
-Es justo al revés -aseguraba-, ya que en la práctica el malestar y el bienestar son, como
todas, magnitudes relativas. El refrán corregido debería decir: "Mal de muchos, único
consuelo posible".
Estaba avanzado el trámite de su nuevo sello editorial para publicar los inéditos del grupo
Lovecraft. Incluiría mi texto con un nombre ficticio, como un escritor apócrifo de ese grupo
117
de Nueva Inglaterra. Ernesto se reía inventándome una pequeña biografía, yo sería un autor
-Te lo voy a publicar aunque no le diste un final -me reprochaba-. La nueva colección se
llamará Arenas Movedizas: cuanto más te movés para salvarte, más te hundís.
Algunas tardes acompañé a Ernesto al urólogo. Salía muy transtornado. Debilitado por el
dolor, después de una larga instilación uretral. A veces deliraba: -Sólo se la puede matar con
un cuchillo de caracol. Hecho con la espiral interna alrededor de la cual se forma la concha
indefinidamente alrededor de un eje, con cada vuelta se aleja del centro un poco más. Es el
Ha llegado el tiempo de los comentarios finales, no por que éste sea el final sino por que ya
he anotado todo lo ocurrido hasta el presente. (Continué escribiendo esta crónica hasta el
momento de su publicación.) Ernesto me dijo que consignara sólo la verdad acerca de los
alto grado de veracidad. Sabemos que lo relatado es verdadero pero poco verosímil, nadie va
La gente se halla desprevenida frente a los libros. Tienen buena opinión de ellos, piensan
que leer siempre es provechoso, o por lo menos inocuo. Leer hace mal.
Por ahora no tenemos nada más para contar. Los próximos incidentes pasarán de su lado.
Suponemos que lectores infectados nos llamarán a la editorial para insultarnos, para llorar o
para unirse a nosotros. Reconocemos que una infección es una forma muy descortés de
proselitismo.
118
INDICE
LA ENFERMEDAD CHINA...............................26
119
PLAISIR D'AMOUR...................................92
120