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“Percibir comparando, su influencia en las relaciones y el inicio del

cambio social”
Ruben Muñoz - Febrero 2018

Me enseñaron en el colegio que para situar un punto, había que establecer un sistema
de ejes con un origen y así poder definir su posición en relación a ese sistema. Ya
entonces me pareció demasiado simple y difícil de relacionar con la realidad. Nunca
me enseñaron a situar un punto respecto a varios sistemas a la vez, quizà sea
complicado de explicar, pero es lo que me pasa cuando intento situar una experiencia
en mi cotidianeidad.

También me dijeron - tienes que ser más no sé qué o mejor no sé cuantos, eso que
haces no es normal, o tenéis que hacer como Agapito que es obediente y se porta
bien-. En muchas ocasiones sentía que la comparación era la forma habitual para
definirme y proponerme cambios. Hubiera preferido que me ayudasen a conocer mis
sensaciones, mis emociones y mis recursos, y desde ahí, que me hubieran apoyado
para crecer teniendo consciencia, criterio y libertad para plantear el camino que
quisiera recorrer. Así lo veo ahora.

Describir algo comparándolo con otro algo es incompleto y simplificador, y en


ocasiones no me parece justo. No existe un molde fijo con el que las personas nos
podamos comparar sin caer en errores y pasar por alto elementos que pueden ser
realmente importantes. Puede resultar útil para hacernos una idea sobre cómo
integrarnos en la sociedad que tomamos como referencia, pero nunca para describir
la singularidad de cada una de nosotras y el modo particular en que nos relacionamos
con ese mundo.

Definirnos y definir las cosas como bueno o malo, mejor o peor, o dentro de una
escala que nos viene dada desde el exterior a partir de unos cánones sociales y
culturales que se definen sin nuestra participación, es una forma de interpretar el
mundo que nos limita, nos hace sufrir gratuitamente y no nos resulta saludable. La
Terapia Gestalt llama Introyección a esa forma de tragarnos ideas preestablecidas sin
haberlas digerido. Es como ingerir algo sin masticarlo que se mantiene dentro de
nuestro cuerpo sin ser digerido ni asimilado. Me atrevería a decir que a veces hasta
podemos notarlo atravesado en nuestro interior. Para que la relación con esa “cosa”
sea sana, propongo que la localicemos como objeto extraño, decidamos si queremos
digerirlo y, si es así, lo hagamos a nuestra forma particular, teniendo en cuenta
nuestros deseos y necesidades. Mark Twain dice “No es lo que no sabes lo que te
mete en problemas. Es lo que sabes con certeza que simplemente no es así”. Esas
certezas que creemos sagradas (si es que realmente es demostrable que existen si no
las comparamos con otras) pueden no estar bien digeridas y ser la causa de nuestra
dificultad para contactar con el entorno.

En nuestro imaginario pre-dado, existe una especie de verdad construida consciente


e inconscientemente, que nos cuesta flexibilizar y que interiorizamos como si las
demás formas de describir, de conocer o de valorar fuesen menos correctas. Otra vez
comparamos y nuestra forma de percibir está fatalmente condicionada si no
prestamos atención a esto. Esta rigidez es una de las mayores causantes de la falta de
contacto saludable con los demás y de las dificultades que se generan a la hora de
crear cosas junto a otros. Creo que habitualmente vemos la realidad en función de
ese imaginario pre-dado propio. Desde nuestra experiencia tiene sentido, pero es
probable que nos dejemos aspectos fundamentales para comprender al otro, si no
escuchamos con apertura y flexibilidad la experiencia que nos está contando. Puede
ocurrir que por obviar esos otros puntos de vista, diferentes a los nuestros, no
seamos capaces de ver la diversidad y la complejidad de la realidad, que al fin y al
cabo, cuenta con nosotros para que la sigamos construyendo juntos. En este sentido,
hacernos conscientes de que nuestros sentimientos y nuestra historia influyen en
cómo conocemos, describimos y valoramos la vida que vivimos, nos ayudaría a
situarnos y a construirla desde su pluralidad, su majestuosidad y su esencia colectiva.

Los otros puntos de vista de los que hablaba son merecedores de respeto y de
escucha. No digo que puedan definirse como ciertos, además de no creer en las
certezas absolutas, pienso que es importante que no todas las perspectivas nos
valgan. Me gusta que tomemos posturas ante la vida y no creo en los que se postulan
como neutros. Seguro que al escuchar otras ópticas, encontramos argumentos que
nos parecen erróneos, que no compartimos y que incluso consideramos indeseables y
asquerosos. Comprendo y veo sensato que al escucharlos, los situemos en función de
nuestros esquemas mentales. Lo que propongo es escucharlos no solo desde la
comparación, sino también desde la atención, el interés por el otro, el deseo de crear
juntos, la necesidad que tenemos de los demás y el amor. Propongo plantearse que
nuestro sistema no es el único respecto al cual se referencian las cosas y ser
coherentes con este pensamiento que puede parecernos obvio. Es mirar al otro
descubriéndolo en su singularidad.

Por otro lado, cuando interpretamos una experiencia comparándola desde ese
imaginario, podemos caer en hacerlo desde un referencia que soñamos utópica. Esto
nos conduce a centrar nuestra atención en lo que falta para llegar a esa idea perfecta
y pasar por alto o dar por sentado lo placentero y provechoso de lo que hay, que
incluso puede ser de mayor presencia y significatividad. Me refiero a ser conscientes
de lo beneficioso y nutritivo de las situaciones que vivimos. Dejar de ver esto puede
hacer que nuestra experiencia de vida sea insatisfactoria hasta un punto perjudicial.
Me refiero a esta extraña habilidad de criticar una cosa en detrimento de valorar sus
aspectos positivos. Es como si no pudiésemos dejar de centrar la atención en esa
imperfección. A veces, incluso nos definimos como si esa habilidad de criticar no
constructivamente fuese parte de nuestro carácter y no pudiésemos cambiarlo. A
veces, hacemos referencia a ella con cierto orgullo, nos creemos valiosos por haber
sido capaces de descubrir esos errores. Cuando me ocurre esto, y hago el esfuerzo por
darme cuenta, me siento enfadado conmigo mismo por no alimentar la capacidad de
centrar mi atención, también, en lo placentero y beneficioso de lo que estoy viviendo.

¿Y cómo puede influir todo esto en nuestra relación con los demás?

Compararse y juzgar de manera dicotómica favorece entrar en una dinámica de


“lucha de poder” con los demás, en muchas ocasiones de manera sutil y difícil de
reconocer. Si prestamos atención a todo lo que estamos exponiendo y cómo se da en
nuestras relaciones más cotidianas podemos ver que esta dinámica se da en dos
direcciones: desde nosotros y hacia nosotros. De este modo puede generarse una
especie de vaivén de comparaciones y juicios, en el que uno juzga y el otro es juzgado,
y después el que es juzgado juzga y el que juzgaba es juzgado, y así vamos entrando
en una espiral, a veces poco apreciable, de juzgar y ser juzgado como dinámica de
relación. Esta especie de intercambio genera desequilibrio, y de algún modo lo
percibimos y lo incorporamos inconscientemente. Empieza a darse una oscilación en
la que a veces me siento por debajo del otro y otras veces me siento por encima, y
puede costarnos salir del gano/pierdo. Esta inequidad puede generar algo parecido a
una competición en la que nos enfrentamos tú y yo, aunque sea solo a nivel de
sensaciones. Esto es a lo que me refiero como “lucha de poder”. En cuanto nuestra
relación con los otros sigue este patrón de competición y lucha surgen multitud de
dificultades para ser capaces de crear algo juntos.

La buena noticia es que ninguna dinámica de relación es única ni exclusiva. Nada de


todo esto es siempre o nunca, depende de nuestra historia y nuestros patrones, de
nuestras expectativas y deseos, y sobre todo del modo en que estamos y nos
relacionamos en el presente, lugar donde realmente vamos creando nuestra relación
con el otro. De este modo, encuentro saludable prestar atención a nuestras otras
formas de entrar en contacto con los demás (que coexisten con la lucha de poder) con
la determinación de desarrollarlas, elegirlas libre y conscientemente según nuestro
criterio y evitando dejarnos llevar por esa forma sombría de relacionarnos que puede
ser la comparación.

También puede ocurrir que si elegimos la lucha de poder como forma de


relacionarnos, y además tenemos habilidad en el arte de competir con el otro,
encontremos satisfacción cuando lo hagamos. A esto le llamo Exaltación fugaz de la
autoestima. Me refiero a esa sensación de “he ganado” en la que no prima el
esfuerzo, la superación y la satisfacción con lo vivido junto a los demás, sino cierto
aire de superioridad, de no prestar atención al otro y de complacencia fugaz en la que
no nos percatamos de lo necesario que es el otro para jugar, crecer y construir la
sociedad. Puede incluso ocurrir que necesitemos de esa sensación para mantener
nuestra autoestima y sentir que valemos. Según mi opinión, esta dinámica no es más
que un castillo de naipes que nos arrastra a una forma insustancial de entender las
relaciones humanas. El ejemplo más sencillo de todo esto, aunque sea simple, es
cuando para motivar a los más pequeños empleamos frases como “eres el mejor”,
“eres el más lo que sea”, “somos los más grandes”, “vamos a ganar”, etc. Pero en la
vida no todos ganan, y los que ganan no son los mejores. No creo que existan los
mejores ni los peores. Creo que usar adjetivos y argumentos, la escucha y la
observación, la admiración y la gratitud, y esforzarse en crear cosas con los demás,
ayuda a que nos situemos de forma madura y humana sin necesidad de compararnos
y resulta saludable y nutritivo.

En esta forma de relacionarnos en la que la comparación se cuela por dentro de


nuestras relaciones, abonado con frecuencia por un sistema que premia la
individualidad y fomenta la autosuficiencia, surge la envidia. Por un lado tenemos la
envidia sana. Yo la entiendo como el deseo de mejorar para alcanzar algo que otra
persona ha logrado. En este sentido lo importante no es tener lo que el otro tiene,
sino orientar y articular mi deseo, el cual descubro contemplando al otro. Y por otro
lado tenemos la envidia insana. Yo la entiendo como la rabia o la tristeza que
sentimos al compararnos con el otro por algo que posee y que nos mueve a
arrebatárselo (normalmente no nos mueve a compartirlo) o a desmoralizarnos por
sentirnos incapaces, impotentes o inferiores. Tengo la sensación de que se habla poco
de la envidia y de que forma parte de nuestro decidir diario más de lo que somos
conscientes. La envidia es un efecto colateral de valorar las cosas a través de la
comparativa y tiene sus efectos en nuestra forma de sentir y de elegir. Pero este es
otro tema que necesitaría de otra reflexión profunda.

¿Y qué podemos hacer para modificar, flexibilizar y/o reestructurar esta


forma de interpretar y valorar la realidad y el modo en que nos
relacionamos?

Mi respuesta es:
Abrirse a la diversidad: Fomentar de las mil maneras posibles, nuevas y antiguas,
creativas e imitadas, el respeto hacia la diversidad en cada uno de nosotros y en el
contacto con los demás. Convivir y experimentar la diversidad hace crecer nuestro
abanico de interpretación y favorece la capacidad de no juzgar de manera limitada lo
que vivimos. Entrar en contacto con la diversidad nos ayuda a percibir de otra
manera más rica y saludable. Entrar en contacto con otras culturas, otras religiones,
otras formas de pensar, otras ideologías, con personas con diversidad funcional, con
ancianos, con otras tribus, con otros estratos sociales, con los que consideramos
enemigos, con los que llamamos ignorantes, con los que obviamos, con los de las
otras aceras, con las niñas y los niños, con los vecinos, con los trabajadores de otros
campos, etc, etc, etc. La única forma de poder cambiar el mundo empieza por abrirse
a todas ellas, a la diversidad sabia e intrínseca de la vida.

Difuminar las líneas que separan la realidad como si fuera una


construcción de diferentes partes estancas, como si una de ellas fuese la
buena y la otra la mala. Y si por nuestra propia y humana imperfección, miramos la
realidad de manera estanca, en la que las cosas solo son blancas o negras y nos
creemos que existen aisladas unas de las otras, seamos sabedores de cuáles son los
motivos por los que actuamos así, seguro que aprendemos mucho de ellos. Porque no
nos engañemos: nuestra forma de ver las cosas es incompleta, está condicionada y es
relativa, digan lo que digan las encuestas, los estudios o aquellos que presentan de
manera absoluta lo que se considera como normal y correcto.

Cambiar el “o” por el “y”: Me refiero a darnos cuenta cuando parece que las cosas
solo pueden ser de una manera. En ese momento intentar probar a seguir la tertulia
como si las dos maneras de interpretar la situación pudiesen coexistir (hablo de dos,
pero podría ser de tantas como personas implicadas). Y con esto no me refiero a que
una sola persona pueda pensar de dos maneras diferentes al mismo tiempo sino que
los dos puntos de vista, con sus diferencias y puntos en común, puedan generar una
percepción nueva y conjunta. No es sumar las dos, sino crear una distinta con las
aportaciones de ambas. En este sentido, defiendo que la mejor forma de entendernos
es contar con las percepciones de las personas implicadas, en lugar de eliminar una
de ellas porque demos por hecho que son incompatibles y una descartaría a la otra.
Solo así las dos personas se sienten escuchadas y reconocidas, y podrán llegar a un
acuerdo construido juntas.

En definitiva, el reto que propongo es descubrir de qué manera influye la


comparación en cada una de nosotras y qué es lo que podemos hacer para crear
cosas junto a las demás, de manera que nos sintamos satisfechas y en camino hacia la
felicidad. Qué apoyos necesitamos, qué ritmo, qué tiempo, qué modos. Esta es una
cuestión fundamental para abordar el cambio social. Ahora, aquí, cada una debe
plantearse si quiere y cómo quiere dar el primer paso de esta complicada aventura.
¿Qué quieres hacer y con quién?

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