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LOS DONES DEL ESPIRITU SANTO

 
INTRODUCCIÓN
 
El pasado 9 de abril el Papa Francisco daba comienzo a una serie de catequesis
sobre los dones del Espíritu Santo. Antes de comenzar a hablar del primer don
presentaba una breve introducción:
 
 “Vosotros sabéis que el Espíritu Santo constituye el alma, la savia vital de la
Iglesia y de cada cristiano: es el Amor de Dios que hace de nuestro corazón su
morada y entra en comunión con nosotros. El Espíritu Santo está siempre con
nosotros, siempre está en nosotros, en nuestro corazón
 
El Espíritu mismo es «el don de Dios» por excelencia (cf. Jn 4, 10), es un regalo
de Dios, y, a su vez, comunica diversos dones espirituales a quien lo acoge. La
Iglesia enumera siete, número que simbólicamente significa plenitud, totalidad; son
los que se aprenden cuando uno se prepara al sacramento de la Confirmación y
que invocamos en la antigua oración llamada «Secuencia del Espíritu Santo». Los
dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia,
piedad y temor de Dios.
 
 
1.   EL DON DE SAIDURÍA.
 
El primer don es el de la sabiduría. Ésta no es fruto del conocimiento y la
experiencia humana, sino que consiste en una luz interior que sólo puede dar el
Espíritu Santo y que nos hace capaces de reconocer la huella de Dios en nuestra
vida y en la historia. Esta sabiduría nace de la intimidad con Dios y hace del
cristiano un contemplativo: todo le habla de Dios y todo lo ve como un signo de su
amor y un motivo para dar gracias.

Esto no significa que el cristiano tenga una respuesta para cada cosa, sino que
tiene como el “gusto”, como el “sabor” de Dios, de tal manera que en su corazón y
en su vida todo habla de Dios. También nosotros tenemos que preguntarnos si
nuestra vida tiene el sabor del Evangelio; si los demás perciben que somos
hombres y mujeres de Dios; si es el Espíritu Santo el que mueve nuestra vida o
son en cambio nuestras ideas o propósitos. Qué importante es que en nuestras
comunidades haya cristianos que, dóciles al Espíritu Santo, tengan experiencia de
las cosas de Dios y comuniquen a los demás su dulzura y amor.
 
2.   DON DE ENTENDIMIENTO.
Después de haber examinado la sabiduría, como el primero de los siete dones del
Espíritu Santo, hoy quisiera centrar la atención sobre el segundo don, es decir, el
entendimiento. No se trata aquí de la inteligencia humana, de la capacidad
intelectual de la cual podemos ser más o menos dotados. Es, en cambio, una
gracia que sólo el Espíritu Santo puede infundir y que suscita en el cristiano la
capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las
profundidades del pensamiento de Dios y de su designio de salvación.

El apóstol Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto, describe bien los efectos


de este don, es decir, qué cosa hace este don del entendimiento en nosotros. Y
Pablo dice esto: “lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que
Dios preparó para los que lo aman. Dios nos reveló todo esto por medio del
Espíritu…”.

Esto obviamente no significa que un cristiano pueda comprender cada cosa y


tener un conocimiento pleno de los designios de Dios: todo esto queda en espera
de manifestarse en toda su limpidez cuando nos encontraremos ante la presencia
de Dios y seremos de verdad una cosa sola con Él. Pero como sugiere la palabra
misma, el entendimiento permite “intus legere”, es decir, “leer dentro” y este don
nos hace entender las cosas como las entendió Dios, como las entiende Dios, con
la inteligencia de Dios. Porque uno puede entender una situación con la
inteligencia humana, con prudencia, y está bien. Pero, entender una situación en
profundidad como la entiende Dios es el efecto de este don.

Y Jesús ha querido enviarnos el Espíritu Santo para que nosotros tengamos este
don, para que todos nosotros podamos entender las cosas como Dios las
entiende, con la inteligencia de Dios. Es un hermoso regalo que el Señor nos ha
hecho a todos nosotros. Es el don con el cual el Espíritu Santo nos introduce en la
intimidad con Dios y nos hace partícipes del designio de amor que Él tiene con
nosotros.

Es claro, entonces, que el don del entendimiento está estrechamente relacionado


con la fe. Cuando el Espíritu Santo habita en nuestro corazón e ilumina nuestra
mente, nos hace crecer día a día en la comprensión de lo que el Señor ha dicho y
hecho. El mismo Jesús ha dicho a sus discípulos: yo les enviaré el Espíritu Santo
y él les hará entender todo lo que yo les he enseñado.

Entender las enseñanzas de Jesús, entender su Palabra, entender el Evangelio,


entender la Palabra de Dios. Uno puede leer el Evangelio y entender algo, pero si
nosotros leemos el Evangelio con este don del Espíritu Santo, podemos entender
la profundidad de las palabras de Dios. Y este es un gran don, un gran don que
todos nosotros debemos pedir y pedirlo juntos: ¡Danos Señor el don del
entendimiento!.
Hay un episodio del Evangelio de Lucas, que expresa muy bien la profundidad y
la fuerza de este don. Después de ser testigos de la muerte en la cruz y la
sepultura de Jesús, dos de sus discípulos, decepcionados y tristes, se van de
Jerusalén y vuelven a su aldea llamada Emaús.

Mientras están en camino, Jesús resucitado se une a ellos y empieza a hablarles,


pero sus ojos, velados por la tristeza y la desesperación, no son capaces de
reconocerlo. Jesús camina con ellos, pero ellos estaban tan tristes, tan
desesperados que no lo reconocen. Pero cuando el Señor les explica las
Escrituras, para que entiendan que Él debía sufrir y morir para luego resucitar, sus
mentes se abren y en sus corazones se reaviva la esperanza.

Y esto es lo que hace el Espíritu Santo con nosotros: nos abre la mente, nos abre
para entender mejor, para entender mejor las cosas de Dios, las cosas humanas,
las situaciones, todas las cosas.

¡Es importante el don del entendimiento para nuestra vida cristiana! Pidámoslo al


Señor, que nos dé, que nos dé a todos nosotros este don para entender cómo
entiende Él las cosas que suceden, y para entender, sobre todo, la palabra de
Dios en el Evangelio.

3.   EL DON DE FORTALEZA.


 
El Santo Padre, en la catequesis de la Audiencia General, ha mencionado los
primeros tres dones del Espíritu Santo que ya trató en las pasadas catequesis:
sabiduría, intelecto y consejo, y ha continuado hablando del cuarto: la
fortaleza. Para explicar su importancia ha recordado la parábola del sembrador.
Las semillas que caen en la carretera se las comen los pájaros, las que caen entre
las piedras se secan, pero solo las que caen en terreno bueno crecen y dan fruto.
El sembrador es el Padre que esparce las semillas de su Palabra. ”Las semillas
chocan a menudo con la sequedad de nuestro corazón y aunque se acepten, a
veces permanecen estériles. Con el don de la fortaleza, en cambio, el Espíritu
Santo libera el terreno de nuestro corazón del entumecimiento, de las
incertidumbres y de todos los temores que pueden pararlo, para que la Palabra del
Señor se ponga en práctica, de forma autentica y alegre”.

El Papa ha hablado de todos aquellos momentos difíciles y situaciones extremas


en las que el don de la fortaleza se manifiesta de manera extraordinaria y ha
recordado que en la actualidad hay muchos hermanos y hermanas que no tienen
miedo de dar su vida por continuar a ser fieles al Señor y a su Evangelio, y cómo
la Iglesia resplandece con estos testimonios. ”Todos conocemos personas que
han vivido situaciones difíciles, de mucho dolor. Pensemos en esos hombres y
mujeres que llevan una vida difícil, luchan para sacar a delante la familia, educar a
los hijos: hacen todo esto porque el espíritu de la fortaleza les ayuda… Estos
hermanos y hermanas son santos, santos del cotidiano, santos escondidos en
medio de nosotros: tienen el don de la fortaleza para llevar a cabo su deber como
personas, como padres, madres, hermanos, hermanas y ciudadanos… Y nos
vendrá bien pensar en esta gente: Si ellos hacen todo esto, si ellos pueden
hacerlo ¿Por qué yo no? Nos vendrá bien pedir al Señor que nos dé el don de la
fortaleza”.

”No hay que pensar -ha continuado- que el don de la fortaleza sea necesario solo
en determinadas ocasiones o situaciones. Este don debe constituir la nota de
fondo de nuestro ser cristiano, en lo habitual de nuestra vida cotidiana”. Por ello,
Francisco ha recordado la frase del apóstol Pablo destacando que el Señor está
siempre con nosotros: ”Puedo hacer todo a través de Él que me da la fortaleza”.
Antes de finalizar, el Pontífice ha añadido que ”a veces podemos estar tentados
por la pereza o peor aún, por el desaliento, sobre todo ante las dificultades y las
pruebas de la vida. En estos casos, no perdamos los ánimos, e invoquemos al
Espíritu Santo, para que con el don de la fortaleza levante nuestros corazones
dándonos nueva fuerza y entusiasmo en nuestra vida y en nuestro seguir a
Jesús”.
4.   DON DE CIENCIA
Hoy queremos resaltar otro don del Espíritu Santo, el don de ciencia. Cuando se
habla de ciencia, el pensamiento va inmediatamente a la capacidad del hombre de
conocer siempre mejor la realidad que lo circunda y de descubrir las leyes que
regulan la naturaleza y el universo. Pero la ciencia que viene del Espíritu Santo no
se limita al conocimiento humano: es un don especial que nos lleva a percibir, a
través de la creación, la grandeza y el amor de Dios y su relación profunda con
cada criatura.

Cuando nuestros ojos son iluminados por el Espíritu Santo, se abren a la


contemplación de Dios, en la belleza de la naturaleza y en la grandiosidad del
cosmos, y nos llevan a descubrir cómo cada cosa nos habla de Él, cada cosa nos
habla de su amor. ¡Todo esto suscita en nosotros gran estupor y un profundo
sentido de gratitud!

Es la sensación que sentimos también cuando admiramos una obra de arte o


cualquier maravilla que sea fruto del ingenio y de la creatividad del hombre: de
frente a todo esto, el Espíritu nos lleva a alabar al Señor desde lo profundo de
nuestro corazón y a reconocer, en todo lo que tenemos y somos, un don
inestimable de Dios y un signo de su infinito amor por nosotros.

En el primer capítulo del Génesis, precisamente al inicio de toda la Biblia, se pone


en evidencia que Dios se complace de su creación, subrayando repetidamente la
belleza y la bondad de cada cosa. Al final de cada jornada, está escrito: “Dios vio
que era cosa buena”. Pero si Dios ve que la creación es una cosa buena y una
cosa bella, también nosotros tenemos que tener esta actitud: de ver que la
creación es cosa buena y bella. Y con el don de la ciencia, por esta belleza,
alabamos a Dios, agradecemos a Dios por habernos dado ¡tanta belleza! Y este
es el camino.

Y cuando Dios terminó de crear al hombre no dijo “vio que era cosa buena”, dijo
que era “muy buena”, nos acerca a Él. Y a los ojos de Dios nosotros somos lo más
bello, lo más grande, lo más bueno de la creación. Pero padre, ¿los ángeles? ¡No!
Los ángeles están más abajo nuestro, ¡nosotros somos más que los ángeles! Lo
escuchamos en el libro de los Salmos. ¡Nos quiere el Señor! Debemos
agradecerle por esto.

El don de la ciencia nos pone en profunda sintonía con la Creación y nos hace
partícipes de la limpidez de su mirada y de su juicio. Y es en esta perspectiva que
logramos captar en el hombre y en la mujer el culmen de la creación, como
cumplimiento de un designio de amor que está impreso en cada uno de nosotros y
que nos hace reconocernos como hermanos y hermanas.

Todo esto es fuente de serenidad y de paz y hace del cristiano un gozoso testigo
de Dios, en las huellas de San Francisco de Asís y otros muchos santos que
supieron alabar y cantar su amor a través de la contemplación de la creación. Al
mismo tiempo, sin embargo, el don de ciencia nos ayuda a no caer en algunas
actitudes excesivas o equivocadas.

El primero es el riesgo de considerarnos dueños de la creación. Porque la


creación no es una propiedad, que podemos gobernar a voluntad; ni mucho
menos, es una propiedad de sólo algunos pocos: la creación es un regalo, es un
don maravilloso que Dios nos ha dado, para que lo cuidemos y lo utilicemos en
beneficio de todos, siempre con gran respeto y gratitud.

La segunda actitud equivocada es la tentación de quedarnos en las criaturas,


como si éstas pudieran ofrecer la respuesta a todas nuestras expectativas. Y el
Espíritu Santo con el don de la ciencia nos ayuda a no caer en esto.

Pero yo quisiera volver a la primera vía equivocada “cuidar la creación”, no


"adueñarse de la creación". Debemos cuidar la creación, es un don que el Señor
nos ha dado, para nosotros, ¡es el regalo de Dios a nosotros! Nosotros somos
custodios de la creación, pero cuando nosotros explotamos la creación,
¡destruimos el signo de amor de Dios!

Destruir la creación es decir a Dios: “no me gusta, esto no es bueno”. ¿Y qué te


gusta a ti? Me gusto a mí mismo: ¡éste es el pecado! ¿Han visto? La custodia de
la creación es precisamente la custodia del don de Dios. Y también es decir al
Señor: “gracias, yo soy el dueño de la creación. Pero para hacerla seguir adelante
yo no destruiré jamás tu don”.

Y esta debe ser nuestra actitud con respecto a la creación. Custodiarla, porque si
nosotros destruimos la creación, la creación nos destruirá. No olviden esto.

Una vez, yo estaba en el campo y escuché un dicho de parte de una persona


simple, a la cual le gustaban tanto las flores y él cuidaba estas flores y me dijo:
“debemos custodiar estas bellas cosas que Dios nos ha dado. La creación es para
nosotros; para que nosotros la aprovechemos bien. No explotarla, custodiarla.
“Porque, ¿usted sabe padre?” – así me dijo – “Dios perdona siempre”. Sí, y esto
es verdad, Dios perdona siempre. “Nosotros seres humanos, hombres y mujeres,
perdonamos algunas veces”. Y sí, algunas no perdonamos. “Pero la naturaleza,
padre, no perdona jamás y si tú no la cuidas, ella te destruirá”.

Esto debe hacernos pensar y pedir al Espíritu Santo: este don de la ciencia para
entender bien que la creación es el más hermoso regalo de Dios. Que Él ha dicho:
esto es bueno, esto es bueno, esto es bueno y este es el regalo para lo más
bueno que he creado, que es la persona humana. Gracias.
5.   DON DE CONSEJO

Hemos escuchado en la lectura aquella parte del libro de los Salmos que dice “el
Señor me aconseja, el Señor me habla interiormente”. Y este es otro don del
Espíritu Santo: el don del consejo. Sabemos cuánto es importante, sobre todo en
los momentos más delicados, el poder contar con las sugerencias de personas
sabias y que nos quieren. Ahora, a través del don del consejo, es Dios mismo, con
el Espíritu Santo, que ilumina nuestro corazón, para hacernos comprender el
modo justo de hablar y de comportarse y el camino a seguir. Pero ¿cómo actúa
este don en nosotros?

En el momento en el cual lo recibimos y lo acogemos en nuestro corazón, el


Espíritu Santo comienza inmediatamente a hacernos sensibles a su voz y a
orientar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras intenciones
según el corazón de Dios. Al mismo tiempo, nos lleva siempre más a dirigir la
mirada interior sobre Jesús, como modelo de nuestro modo de actuar y de
relacionarnos con Dios Padre y con los hermanos.

El consejo, es entonces el don con el cual el Espíritu Santo hace que nuestra
conciencia sea capaz de hacer una elección concreta en comunión con Dios,
según la lógica de Jesús y de su Evangelio. Y de este modo, el Espíritu nos hace
crecer interiormente, nos hace crecer positivamente, nos hace crecer en la
comunidad. Y nos ayuda a no caer en posesión del egoísmo y del propio modo de
ver las cosas. Así el Espíritu nos ayuda a crecer y también a vivir en comunidad.

La condición esencial para conservar este don es la oración. Pero siempre


volvemos sobre lo mismo ¿no? La oración. Pero es tan importante la oración,
rezar. Rezar las oraciones que todos nosotros sabemos desde niños, pero
también rezar con nuestras palabras. Rezar al Señor: Señor ayúdame,
aconséjame, ¿qué tengo que hacer ahora?

Y con la oración hacemos lugar para que el Espíritu venga y nos ayude en aquel
momento, nos aconseje sobre lo que nosotros debemos hacer. La oración. Jamás
olvidar la oración, jamás. Nadie se da cuenta cuando nosotros rezamos en el
autobús, en la calle: oramos en silencio, con el corazón. Aprovechemos estos
momentos para rezar. Rezar para que el Espíritu nos dé este don del consejo.

En la intimidad con Dios y en la escucha de su Palabra, poco a poco dejamos de


lado nuestra lógica personal, dictada la mayor parte de las veces por nuestra
cerrazón, por nuestros prejuicios y nuestras ambiciones, y en cambio, aprendamos
a preguntar al Señor: ¿cuál es tu deseo? ¡Pedirle consejo al Señor! Y esto lo
hacemos con la oración.

De esta manera madura en nosotros una sintonía profunda, casi innata con el
Espíritu y comprobamos qué verdaderas son las palabras de Jesús citadas en el
Evangelio de Mateo: "No se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo
que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes
los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes".

Es el Espíritu que nos aconseja. Pero nosotros debemos darle espacio al Espíritu
para que nos aconseje, y dar espacio es rezar. Rezar para que Él venga y nos
ayude siempre.

Y al igual que todos los otros dones del Espíritu, entonces, el consejo es también
un tesoro para toda la comunidad cristiana. El Señor nos habla no solamente en la
intimidad del corazón, nos habla sí, pero no solamente allí, sino también a través
de la voz y el testimonio de los hermanos.

¡Realmente es un gran don poder encontrar hombres y mujeres de fe que,


especialmente en los momentos más complicados e importantes de nuestra vida,
nos ayudan a iluminar nuestro corazón y a reconocer la voluntad del Señor!

Yo recuerdo una vez que yo estaba en el confesionario - y había una fila larga
adelante - en el Santuario de Luján. Y estaba en la fila un muchacho todo
moderno, ¿no? Con aritos, tatuajes, todas las cosas. Y vino para decirme lo que le
sucedía a él. Era un problema grande, difícil. ¿Y tú qué harías? Y me dijo esto: yo
le he contado todo esto a mi madre y mi madre me dijo: anda a ver a la Virgen y
Ella te dirá lo que debes hacer. ¡Esta es una mujer que tenía el don del consejo!
No sabía cómo salir del problema del hijo, pero le ha indicado el camino justo:
“anda a ver a la Virgen y Ella te dirá”.

Este es el don del consejo, dejar que el Espíritu hable. Y esta mujer humilde y
simple, ha dado al hijo el más verdadero consejo, el más verdadero consejo.
Porque este joven me dijo: “yo he mirado a la Virgen y he sentido que tengo que
hacer esto, esto y esto. Yo no tuve que hablar. Lo hicieron todo la madre, la Virgen
y el muchacho. ¡Éste es el don del consejo! Ustedes mamás, que tienen este don,
¡pidan este don para sus hijos! El don de aconsejar a los hijos. Es un don de Dios.
Queridos amigos, el Salmo 16 nos invita a orar con estas palabras: "Bendeciré al
Señor que me aconseja, ¡hasta de noche me instruye mi conciencia! Tengo
siempre presente al Señor: él está a mi lado, nunca vacilaré". Que el Espíritu
siempre pueda infundir en nuestro corazón esta certeza y nos llene así con su
consuelo y su paz! Pidan siempre el don del consejo. ¡Gracias!

6.   DON DE PIEDAD.

La piedad es la amorosa aptitud del corazón que nos lleva a honrar y servir a
nuestros padres y allegados. El don de piedad es la disposición habitual que el
Espíritu Santo pone en el alma para excitarla a un amor filial hacia Dios.

La religión y la piedad nos conducen ambas al servicio, de Dios: la religión lo


considera como Criador y la piedad como Padre, en lo cual esta es más excelente
que aquella. La piedad tiene una gran extensión en el ejercicio de la justicia
cristiana: se prolonga no solamente hacia Dios, sino a todo lo que se relacione con
El, como la Sagrada Escritura que contiene su palabra, los bienaventurados que lo
poseen en la gloria, las almas que sufren en el purgatorio y los hombres que viven
en la tierra.

Dice San Agustín que el don de piedad da a los que lo poseen un respeto
amoroso hacia la Sagrada Escritura, entiendan o no su sentido. Nos da espíritu de
hijo para con los superiores, espíritu de padre para con los inferiores, espíritu de
hermano para con los iguales, entrañas de compasi6n para con los que tienen
necesidades y penas, y una tierna inclinación para socorrerlos.

Este don se encuentra en la parte superior del alma y en la inferior: a la superior le


comunica una unción y una suavidad espiritual que dimanan de los dones de
sabiduría, de inteligencia; en la inferior excita movimientos de dulzura y devoción
sensible. De esta fuente es de donde brotan las lágrimas de los santos y de las
personas piadosas. Este es el principio del dulce atractivo que la lleva hacia Dios y
de la diligencia que ponen en su servicio. Es también lo que les hace afligirse con
los afligidos, llorar con los que lloran, alegrarse con los que están contentos,
soportar sin aspereza las debilidades de los enfermos y las faltas de los
imperfectos; en fin, hacerse todo para todos.

Es preciso señalar que hacerse todo para todos --como hacia el Apóstol-, no es,
por ejemplo, quebrantar el silencio con los que lo quebrantan, ya que es
imprescindible ejercitar la virtud y observar las reglas; sino que es estar grave y
comedido con los que lo están, fervorosos con los espíritus fervorosos y alegre
con los alegres, sin salirse nunca de los límites de la virtud: es tomar la presteza al
modo como lo hacen las personas perfectas, que son naturalmente fervientes y
activas; es practicar la virtud con miramiento y condescendencia, según el humor y
el gusto que tengan aquéllos con quienes tratan y tanto como lo permita la
prudencia.

Algunos condenan ciertas devociones fundadas en opiniones teológicas que, ellos


no sostienen, pero que otros defienden. No tienen razón, porque en asuntos de
devoción, toda opinión probable es suficiente para servir de fundamento. Por lo
tanto, esta crítica es injusta.
El vicio contrario al don de piedad es la dureza de corazón, que nace del
desordenado amor a nosotros mismos: este amor nos obliga a ser insensibles con
todo lo que no sea nuestros propios intereses, a que no vibremos más que, con lo
que con nosotros se relaciona, a que veamos sin pena las ofensas a Dios y sin
compasión las miseria del prójimo, a no molestarnos en servir a los demás, a no
soportar sus defectos, a enfadarnos con ellos por la menor cosa y a conservar
'hacia ellos en nuestro corazón sentimientos de amargura de venganza, de odio y
de antipatía.

Opuestamente, cuanta más caridad y amor de Dios tenga un alma, más sensible
será a los intereses de Dios y del prójimo. Esta dureza es extrema en los grandes
del mundo, en los ricos avariciosos, en las personas voluptuosas y en los que no
ablandan su corazón con los ejercicios de piedad y el uso de las cosas
espirituales. Esta dureza se encuentra también frecuentemente entre los sabios
que no unen la devoción con la ciencia y que para justificarse de este defecto lo
llaman solidez de espíritu pero los verdaderamente sabios han sido siempre los
más piadosos, como San Agustín, Buenaventura, Santo Tomás, San Bernardo y
en la Compañía, Lainez, Suárez, Belarmino, Lessius.

Un alma que no puede llorar sus pecados, por lo menos con lágrimas del corazón,
tiene o mucha impiedad o mucha impureza, o de lo uno y lo otro, como
ordinariamente sucede a los que tienen el corazón endurecido. Es una desgracia
muy grande cuando en la religión se estiman más los talentos naturales adquiridos
que la piedad. Alguna vez veréis religiosos, y hasta superiores, que dicen que
ellos prefieren tener un espíritu capaz para los negocios, que no todas esas
devociones menudas, que Son -dicen ellos-- propias de mujeres, pero no de un
espíritu fuerte; llamando fortaleza de espíritu a esta dureza de corazón tan
contraria al don de piedad. Deberían pensar que la devoción es un acto de religión
o un fruto de la religión y de la caridad, y por consecuencia, preferible a todas las
otras virtudes morales; ya que la religión sigue inmediatamente a las virtudes
teologales en orden de dignidad.

Cuando un Padre, respetable por su edad y por sus cargos, dice delante de Los
Hermanos jóvenes que estima los grandes talentos y los empleos brillantes, o que
prefiere a los que destacan en entendimiento y en ciencia más que a otros que se
distinguen por su virtud y piedad, perjudica mucho a esta pobre juventud. Es un
veneno que hace corroer el corazón y del que quizá no se cure, jamás. Una
palabra dicha a otro en confianza le puede perjudicar enormemente.

No se puede imaginar el daño, que hacen a las órdenes religiosas los primeros
que introducen en ellas el amor y la estimación a los talentos y a los empleos
brillantes. Es una leche envenenada que se ofrece a los jóvenes a la salida del
noviciado y que tiñe sus almas de un color que no se borra nunca.

La bienaventuranza perteneciente al don de piedad es la segunda:


«Bienaventurados los mansos». La razón es porque la mansedumbre quita los
impedimentos de los actos de piedad y la ayuda en su ejercicio. Los frutos del
Espíritu Santo que corresponden a este don son la bondad y la benignidad.  

7.   EL DON DE TEOMOR DE DIOS

El temor de Dios" no es "el temor a Dios" y si "el temor de Dios, es el principio de


la sabiduría" deja muy claro que se refiere al poder de hombre de "desear" el
conocimiento divino del bien y del mal (pecado primogenio)

En el judaísmo y el cristianismo, el temor de Dios es uno de los dones del Espíritu


Santo, el cual inspira reverencia de Dios y temor de ofenderlo, y aparta del mal al
creyente, moviéndolo al bien. Es el don que nos salva del orgullo sabiendo que lo
debemos todo a la misericordia divina. Por el temor de Dios se llega al sublime
don de la sabiduria.
El temor puede ser saludable, hay un temor propio y otro impropio. El temor puede
hacer que la persona proceda con la debida cautela frente al peligro y de este
modo evite la calamidad; o puede ser mórbido y acabar con la esperanza, lo que
debilita la resistencia emocional y puede llegar al extremo de ocasionar la muerte.
El temor de Dios es saludable; consiste en un sentimiento de
profunda reverencia hacia el Creador, y es un temor sano de desagradarle por el
aprecio que se tiene a su amor leal y bondad, y debido también al reconocimiento
de que es el Juez Supremo y el Todopoderoso, Aquel que puede castigar o
destruir a los que le desobedecen.
Se describen dos clases de temor de Dios: el temor filial y el servil. El temor de
Dios filial es aquel por el que se detesta el pecado o se aparta de él, no por las
penas con que son castigados los pecadores, sino porque aquello es una ofensa a
Dios, algo que le desagrada a Él. Por otra parte, temor servil es el que evita el
pecado por la pena que lleva consigo. Es decir, como dice San Basilio, "hay tres
estados en los que se puede agradar a Dios. O bien hacemos lo que agrada a
Dios por temor al castigo y entonces estamos en la condición de esclavos; o bien
buscando la ventaja de un salario cumplimos las órdenes recibidas en vista de
nuestro propio provecho, asemejándonos así a los mercenarios; o finalmente,
hacemos el bien por el bien mismo y estamos así en la condición de hijos".
Por otra parte, el Eclesiástico precisa qué se entiende por temor del Señor. No se
trata de un sentimiento que aturde y agobia, que provoca rigidez mental o
pequeñez de espíritu, anulando la voluntad. El temor del Señor nace más bien de
la mirada clara que lleva a descubrir que sólo el Señor es digno del servicio del
hombre; sus palabras, las únicas a las que se puede hacer caso; sus caminos, los
únicos que vale la pena seguir; su ley, la única que merece sumisión. Al mismo
tiempo, el Señor es el único ante el cual puede humillarse el hombre. El es el
único Señor verdadero, como - de acuerdo al judaísmo y al cristianismo- lo ha
demostrado con su inalterable y continua fidelidad a la confianza que los hombres
han puesto en Él. Solamente de Él, y de nadie más, se puede decir que «es
clemente y misericordioso, perdona el pecado y salva del peligro» Sin embargo,
según la fe católica, el temor del Señor es el único camino por el que el hombre
llega a ser libre y a liberarse por completo.

El temor de Dios, bíblicamente:


  El temor de Dios trae confianza y seguridad a los que andan en integridad
(Proverbios 14:26-27)
  El temor de Dios es aborrecer el mal (Proverbios 8:13)
  El temor de Dios es sabiduria (Job 28:28; Proverbios 1:7; 9:10)
El temor de Dios es una actitud de reverencia y respeto hacia Dios, que pasa
progresivamente por las siguientes etapas:

  Una conciencia de que Dios es el dueño de nuestras almas, y tiene el poder de


otorgarnos la salvación eterna o condenarnos a la destrucción. Aunque la
motivación que genera este temor es completamente egoísta, es preferible a
no tener ningún temor de Dios.

  Una conciencia de que Dios está permanentemente mirando todo lo que


pensamos, decimos y hacemos, y que Él tiene el poder para premiarnos o
castigarnos de acuerdo a nuestra conducta; lo cual nos debería motivar a ser
cuidadosos y apartarnos del mal.

  Un deseo consciente y permanente de agradar a Dios en todo lo que hacemos y


no ofender Su santidad.

  Un reconocimiento humilde de que Él es Dios y nosotros somos Sus criaturas, y


por lo tanto, Él es digno de ser temido y reverenciado. (Artículo tomado de las
catequesis del papa Francisco y de Cathonic net).

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