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El umbral de una escatología madura

Juan Luis Segundo


Jesuita. Doctor en Letras (Sorbona) y en Teología (Lovaina). Escritor.

«La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación por
perfeccionar esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia humana» (GS 39).
Con estas palabras el Concilio Vaticano II pone una barrera a las actitudes que sobrevuelan la historia.
Por eso no nos extraña que la Revelación divina tenga cierta sobriedad, aparentemente desconcertante, con
respecto a la escatología. No ha hecho mucho esfuerzo por rodear la vida de ultratumba de atracciones que
compitan con las que ofrece la historia. Por así decirlo lo que nos dice del más allá es para que desde allí
miremos con más riqueza y madurez hacia el más acá.
Juan Luis Segundo nos dejó un libro inédito: «Un absoluto menos», que tiene en prensa la Editorial
TRILCE, con cuya benevolencia adelantamos unos párrafos sobre el juicio de Dios. Para que desde él miremos
al más acá.
Pablo no es el inventor de una escatología particular. Los elementos del pensamiento paulino en esta
materia estaban ya presentes en los recuerdos que las primeras comunidades conservaban sobre cosas
enunciadas por Jesús. Y ello aun cuando no haya certidumbre de que guardaran un recuerdo preciso de las
mismísimas palabras de aquél.
Lo que sí es cierto es que la escatología paulina se extiende más y pone mayor énfasis sobre elementos
esbozados ya en la predicación (parabólica) de Jesús. Desearía tratar dos de esos énfasis que en Pablo dicen
estrecha relación con la madurez humana en lo que toca a la comprensión del juicio final de Dios.

El criterio del amor


El primer énfasis está puesto en una característica dentro del cuadro general que los autores del Nuevo
Testamento trazan del plan de Dios sobre la existencia del hombre. Todos ellos coinciden en que Jesús conoce
una sola obligación para el ser humano: el amor y servicio mutuo. Pablo indica a los Romanos: «Con nadie
tenéis otra deuda (=obligación) que la del amor mutuo» (Rom 13,8).
Para especificar algo más esta obligación, expresada en forma tan escueta y general, Jesús y Pablo no
quieren entrar en los vericuetos de una ley de infinitos artículos que apliquen ese criterio genérico a las
igualmente infinitas circunstancias donde un amor concreto sea indicado. Tanto Pablo como Jesús, según los
contextos en que vivieron, llamaron la atención sobre exigencias diferentes, para dejar primero a la iniciativa
creadora y honesta de los cristianos el acudir allí donde la necesidad ajena y las capacidades propias ofreciese
mejores posibilidades de amor y humanización. Jesús habló de un «reinado», o sea de un «gobierno» donde el
amor misericordioso de Dios se haría realidad en la tierra, sobre todo para aquellos que más sufrían por su
marginación social: pobres y pecadores.
Pablo, preocupado más bien por el dolor que procede del temor al castigo divino, de la angustia ante la
libertad, del ansia infantilizante por una ley que resuelva desde fuera los problemas del hombre, acentúa la
creatividad que habría que aportar al plan de Dios. Un plan designado por dos metáforas de un desarrollo
creador: «el cultivo de Dios» o «la construcción de Dios» (1 Cor 3,9). Sinónimos, en el fondo, del «reinado o
gobierno de Dios» tantas veces mencionado por las parábolas de los Sinópticos.
Sin embargo - y aquí llega uno al énfasis paulino - la frase que antecede va precedida de esta aclaración:
«somos colaboradores (= synergoi, o sea sumamos nuestra energía a la) de Dios». Ésta es para Pablo la buena
noticia cristiana: Dios necesita hombres para que le ayuden a su plan, pues ha querido depender en él del
amor que procede de la libertad humana. Una vez más, esta idea no está ausente del anuncio del mismo Jesús.
Lo dice a su manera la parábola de los talentos en Mt 25,24-26: Dios cosecha (gracias a la libertad creadora de
sus «colaboradores» humanos) donde no sembró. Hay más, hasta se podría decir que, «hablando en plata»,
Jesús lo dijo con mayor énfasis aún en la parábola del Juicio Final. Allí, en efecto, lo que se hace al hermano
que sufre, Dios lo acredita como hecho a él, que sufre con ese mismo dolor. Hasta tal punto se vuelve casi
desmesurado (pero no ilógico) el alcance de la libertad humana.
Tal vez, sin embargo, sea preciso decir que en un aspecto -el de la lógica- el énfasis paulino sobre la
synergeia, o cooperación, es superior al que se encontraría en los Sinópticos. En efecto, para Pablo la
consecuencia de ese trabajar juntos Dios y los hombres se vuelve tan central, que desde ese momento de la
madurez, el hombre se vuelve señor del universo creado, y sólo quien sienta esa responsabilidad ha dejado de
ser niño y podría decirse cristiano (Véase 1 Cor 3,1 y 21-23; Gal 4,1-7).
Pero, además del sinergismo, la descripción figurada de cómo Dios juzga, a cada cristiano primero y a
cada hombre después, contiene un segundo énfasis propio de Pablo y hondamente relevante para la madurez
del cristiano.

La calidad de la obra
El segundo énfasis consiste en una característica del imaginario que Pablo usa para describir el juicio
escatológico de Dios en el mismo capítulo tercero de la primera a los Corintios.
El conocimiento del pensamiento moral de Pablo en sus grandes cartas permite comprobar una
profunda unidad en lo que toca al criterio que dirimirá el juicio que Dios hará a todo ser humano. Desde ese
punto de vista, nada sugiere una diferencia perceptible entre el pasaje aludido de la primera carta a los
Corintios por una parte, y la parábola que se halla en el planteo sobre el Juicio Final, por otra. El criterio de ese
juicio es siempre el amor. Eso sí, un amor que se convierte en responsabilidad creadora frente a las
necesidades humanas de los demás en la historia. Esas ocasiones concretas del amor están como
ejemplarizadas en una línea de necesidades en la parábola mateana. A ellas alude Pablo cuando habla de la
«construcción» (histórica) en la que colaboran Dios y los hombres (1 Cor 3,9).
Hay, sin embargo, algo importante que varía en el lenguaje figurado que ambos textos emplean. En la
parábola que trae Mateo, el resultado del juicio divino se divide, así, en dos sentencias: « ¡Venid, benditos...!»
y « ¡Alejaos de mí, malditos...! » (Mt 26,34 y 41). La sentencia divide a los que aman y ayudan de los que no
aman ni ayudan. Y aquí viene el carácter distintivo o, si se prefiere, el énfasis distinto del lenguaje figurado
paulino. Para Pablo ¿qué es lo que será juzgado? «La calidad de la obra de cada cual la probará el fuego»
(1Cor 3,13).
Todo el lenguaje figurado cambia. Se está hablando del «edificio» o «construcción» de Dios y de cómo
se juzga la «cooperación» (sinérgica) de cada hombre a esa obra compartida. Y pues se trata de «edificar», la
actitud ante ese juicio será: « ¡Mire cada cual cómo edifica!» (Ibídem v.10). En efecto, el cimiento de ese
edificio es tan sólido como perfecto: es el que ha puesto con su propia historia Jesús mismo (v.11). Los
hombres que con él cooperamos, somos responsables de nuestra propia contribución -limitada sí, pero
insustituible- a la edificación común. El valor de tal contribución lo mide Pablo con una descripción de
materiales que darán diferente calidad y durabilidad a nuestra obra. Sabemos ya que la única calidad que
formará parte del edificio acabado, será la que puso su cimiento: es decir, el amor. Nuestra colaboración
histórica, empero, será siempre un amor «mezclado» de mil rodeos y escapatorias fabricadas por el egoísmo.
Ello equivale a decir, para continuar el lenguaje figurado de Pablo, que nuestra contribución al edificio de una
humanidad mejor, la estamos aportando con «materiales de distinta calidad» o, mejor, con materiales que
tienen distinta capacidad de solidez y resistencia. O sea que: edificamos «con oro, plata, piedras preciosas,
madera, heno, paja...» (v.12) ¿Qué es, entonces, lo que nos jugamos ante el juicio de Dios? Esto: «si la obra de
uno, construida sobre el cimiento (de la gracia de Cristo) resiste o no» (v. 14). Si la vida que puso el amor en
nuestros proyectos es más fuerte que las fuerzas de la muerte que trabajan como elementos negativos contra
lo que debería formar parte de un edificio definitivo.
Entiendo que esta transformación del lenguaje figurado sobre el juicio (escatológico) de Dios tiene que
haber sorprendido al lector. ¡Hace veinte siglos que Pablo lo escribió y se diría que la Iglesia no lo ha leído aún!
Con la excepción, claro está, del Vaticano II, pronto olvidado o, por lo menos, nunca tomado
(dogmáticamente) en serio.
Para ayudar a que lo sea, se podrá constatar que esta descripción del juicio de Dios tiene un doble
énfasis que constituye la contribución de Pablo a la parábola mateana. Esta última se limita a identificar el
criterio de ese juicio. Y, como los exégetas advierten sin cesar, los que interpretan luego la parábola tienen que
guardarse de «alegorizar» su contenido. Esto es, de querer buscar en cada detalle una aplicación figurada
querida por el autor. Concretamente, en el caso de la parábola, no se dice con qué cuenta y a partir de qué
lindes aritméticas, por así decirlo, alguien entra en -o sale de- la categoría de los benditos o en la de los
malditos.

Obra en singular
En cambio sí que importa y ése es el primer énfasis característico de Pablo en la descripción que se
acaba de presentar: la reducción del plural «obras» (como lo que da por entendido Mateo en su lista) al
singular «obra» como aquello que Dios juzga. En Mateo, el juicio tenía como resultado la separación de dos
grupos de personas según las obras que los integrantes de cada grupo habrían practicado. En Pablo se trata de
separar de la obra de cada uno, la calidad que le viene de poseer la fuerza de Dios que es el amor, de lo que en
esa misma obra obedezca a otros determinismos que, con su fragilidad, hayan reemplazado libremente el
amor por la costumbre, por el miedo a la ley, por la omisión, por la ley del menor esfuerzo... Para Pablo ¡es la
obra, no la persona, la que peligra!
El desplazamiento de la angustia por la suerte individual a la responsabilidad histórica de crear un
mundo más humano y solidario es lo más opuesto al solipsismo egocéntrico y la garantía más honda de
madurez psíquica en el enfrentamiento con la realidad sin subterfugios de ninguna especie. Sobre todo cuando
esa responsabilidad no se siente como un peso, como una exigencia desproporcionada y aterradora, sino
como el resultado de un crecimiento interno. Se trata, en efecto, de una madurez donde el interés se desplaza
de lo que le ocurrirá a la persona a lo que cada ser humano puede añadir -y de una manera definitiva- a la
historia del universo con una obra creadora de amor. No interesa si seré premiado o castigado, sino que
quedará como definitivo de mi aporte creador, único y personal, a la historia de todos.
Y no se trata de crear, en una proporción que sería irreal y desproporcionada con nuestras fuerzas. Cada
acto de amor que contesta de manera ajustada a las pequeñas exigencias concretas y reales de un hermano es
ya creación. Desde una humilde sonrisa al más ambicioso plan político o social. En efecto, lo que la hace
creadora de algo definitivo no es su dimensión externa, sino la fuerza interna, infalible, del amor que se resiste
al fuego destructor (metafórico) y nos introduce -como dice el Vaticano II- en lo que la primera comunidad
cristiana formuló como su más grande anuncio de esperanza: «el nuevo cielo (de Dios) y la nueva tierra (de los
hombres)" (2 Pe 3,13; Ap. 21,1).

Obra realizada durante la vida


El segundo aspecto de este mismo énfasis que contiene el lenguaje figurado de esta descripción paulina
del juicio, es que permite desligar ese mismo juicio del acento que parecía menester poner, de alguna manera,
explícita o implícita, en el último momento. Una pluralidad de obras obligaba, claro está, a señalar cuál de
ellas significaría un sí o un no dado a Dios. De lo contrario el hombre no sabría dónde ni cuándo se jugaba su
destino. De ahí asimismo, la parafernalia inhumana y monstruosa con que los seres próximos del moribundo
pretendían extraer de él un sí a Dios que lo salvara en el último instante. Así como el terror frente a la muerte
súbita, sin tiempo para ejercer una opción consciente supuestamente decisiva.
La historia de cada hombre forma un todo. Y como un todo será juzgada. Que la muerte venga antes o
después no altera esa unidad singular. Y esa historia vehicula una doble fuerza creadora: el doble amor mutuo.
El amor de Dios al hombre y el amor del hombre al hermano. Y esa unidad invertida en la historia tendrá más o
menos amor, más o menos de ese elemento absoluto, creador y definitivo. Y si llegara a faltar en el hombre,
no por culpa suya sino por la brevedad de su historia o por la debilidad de su mente, la capacidad de
responder activamente al amor de Dios, éste solo bastará para salvarlo (1 Cor 3,15). De ahí procede esa
certidumbre de la salvación de la humanidad como un todo.

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