reseñas
El oficio del poeta
Jorge Luis Borges: This craft of verse. Cambidge: Harvard University Press. 2000.
No hacen falta palabras rebuscadas,
o malabarismos verbales, cuando se
tiene una buena historia que contar o
un sentimiento profundo que expre-
sar. Esa lección la encontrará cual-
quier lector en una obra de Borges o,
mejor, cualquier afortunado oyente
en una de sus clases. El lector hispa-
no pudo imaginarse cómo sería es-
cuchar al profesor Borges, al leer las
cinco clases que dictó en la Univer-
sidad de Belgrano, Buenos Aires, en-
tre mayo y junio de 1978, gracias a la
editorial Emecé que las publicó en el
libro Borges oral, al año siguiente. No
tuvieron la misma suerte sus clases
en la Universidad Harvard, las famo-
sas Charles Eliot Norton Lectures, en-
tre octubre de 1967 y abril de 1968.
Después de más de treinta años acu-
mulando polvo en una biblioteca, las
cintas fueron, por fin, recuperadas y
transcritas. Éste no parece ser el pri-
mer caso de reposo involuntario de
unas Norton Lectures. Lo mismo ocu-
rrió con las dictadas por Igor Stravins-
ky en 1939-40 sobre “la poética de la
música”: fueron publicadas en 1970.
Este “nuevo” libro de Borges ofre-
ce no sólo la posibilidad de estable-
cer un contacto al menos imaginario
con el Borges oral, sino sobre todo
un acercamiento íntimo a su modo
particular de extraer placer de las
palabras, al amor por la palabra que
engendra una vida dedicada a la lite-
ratura y a su profundo conocimiento
de la lengua y la literatura inglesas.
El tema expreso de las clases era la
poesía; pero, como era de esperar,
Borges no dejó de referirse a temas
literarios, históricos y filosóficos, a los
cuales se entregó con pasión. Su
performance fue, según los asisten-
tes, “tan amena como atractiva
intelectualmente”. No en balde, como
se destaca en la solapa del libro,
Borges fue en su época “probable-
mente el ciudadano más leído de todo
el planeta”.
El editor, C lin-Andrei Mih ilescu,
profesor de lenguas y literaturas mo-
dernas de la Universidad de Ontario,
hizo un magnífico trabajo tanto al im-
pedir que el texto escrito perdiera el
tono y el estilo de una conversación,
como al ayudar al lector a orientarse
en la erudita red tejida en las char-
las. También era necesario, a veces,
corregir citas y referencias de memo-
ria. En los años sesenta, la ceguera
de Borges había llegado a ser casi
total. Según Mih ilescu: “no podía ver
más que un amorfo campo amarillo”.
Pero disponía de una memoria prodi-
giosa que le permitía enriquecer sus
clases con incontables ejemplos.
Entre sus fuentes favoritas se encon-
traban Homero, Virgilio, Beowulf, las
sagas nórdicas, las Mil y una noches,
el Corán y la Biblia, Cervantes,
Shakespeare, Keats, Poe, Stevenson,
Whitman, Joyce. Hay que añadir sus
frecuentes citas de frases e imáge-
nes de Emerson, Coleridge y Bernard
Shaw. Borges dominaba el inglés
como una lengua materna: “lo habla-
ba fluidamente, musicalmente, con
delicadas consonantes y un gusto
particular por el sonido ‘marcado y
vocálico’ del inglés antiguo”.
El enigma de la poesía
La primera clase, dictada el 24 de
octubre de 1967, trata de su idea de
la poesía y ofrece una guía para el
resto del libro. Los lectores de Borges
oral encontrarán en ella ideas y refe-
rencias similares a las de la primera
clase en la Universidad de Belgrano,
titulada “El libro”.
Desde el comienzo Borges acla-
ra que, a pesar del título, no puede
ofrecer revelaciones
sino, únicamente, sus perplejidades:
“Cada vez que hurgo en libros de
estética, tengo la sensación de estar
leyendo obras de astrónomos que
nunca han mirado las estrellas. Es-
criben acerca de la poesía como si
la poesía fuera una tarea y no lo que
realmente es: una pasión y un gozo”.
La poesía, dice, está siempre “ace-
chándonos”, puede sorprendernos
en cualquier momento. Su experien-
cia crucial se remonta a la niñez,
cuando escuchó a su padre leer unos
versos de John Keats. Aunque no
cree haber entendido las palabras,
sintió que algo le estaba ocurriendo:
era una
sensación corporal
más que intelectual. En adelante,
cada vez que leía un poema tenía esa
experiencia; pero, aclara, era una ex-
periencia nueva cada vez. Esa no es
otra que la experiencia de la belleza,
siempre acechando.
“En cuanto a si un poema ha sido
escrito por un gran poeta o no, eso es
importante sólo para los historiadores
de la literatura”. Lo importante es la
“ocurrencia” de la belleza. Sin embar-
go, Borges hizo gala de su profundo
conocimiento de la historia de la lite-
ratura y la etimología para mostrar
cómo habían evolucionado las formas
de la belleza en las palabras. En parti-
cular mostró dos casos: cuando el
tiempo degrada un poema, cuando las
palabras pierden su belleza, y cuan-
do el tiempo enriquece un poema.
¿Qué es, por fin, la poesía?
Borges explica que cometemos un
error al pensar que ignoramos algo
porque somos incapaces de defi-
nirlo. Una definición de la poesía
como “la expresión de la belleza
por medio de palabras dispuestas
ingeniosamente” puede ser buena
para un diccionario o un manual.
Pero le falta algo: lo más importan-
te, lo que puede animar a alguien
a escribir poesía, a disfrutarla, a
sentir que lo sabe todo acerca de
ella. Sabemos qué es la poesía. “Lo
sabemos tan bien que no podemos
definirla con otras palabras, así
como no podemos definir el sabor
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 del café, el color rojo o el amarillo, o
el significado de la ira, el amor, el odio,
el amanecer, el atardecer, o el amor
por nuestro país”. No hacen falta
otras palabras.
La metáfora
¿Por qué, si las posibles combinacio-
nes son casi infinitas, los poetas han
usado las mismas metáforas, en to-
dos los países y en todos los tiem-
pos? A partir de la expresión “las diez
mil cosas”, con que los chinos llama-
ban al mundo, Borges propone un
juego algebraico. Si las metáforas se
construyen vinculando cosas diferen-
tes, entonces las combinaciones po-
sibles se obtendrían multiplicando
10.000 por 9.999 por 9.998 y así su-
cesivamente. Quería insinuar que la
suma, sin ser infinita, podía resultar
inconcebible.
La pregunta retórica inicial pue-
de lucir exagerada. Pero Borges
muestra que, efectivamente, los poe-
tas han utilizado unos pocos mode-
los (patterns) que se repiten indefini-
damente. Utiliza la palabra “modelo”
en un sentido matemático, como
ecuación: “las metáforas que citaré
serán muy diferentes para la imagi-
nación, pero para el pensador lógico
serían casi las mismas”. Y citó una
variedad de metáforas relacionadas
con algunas comparaciones bási-
cas: ojos-estrellas, tiempo-río, muje-
res-flores, vida-sueño, dormir-morir,
batalla-fuego. “Si fuera un pensador
audaz (pero no lo soy; soy un pensa-
dor muy tímido, ando a tientas) diría,
por supuesto, que existe apenas una
docena más o menos de modelos y
que todas las demás metáforas son
simples juegos arbitrarios”. Esta era
su idea de las afinidades esenciales:
“puedes encontrar otras afinidades
que sean meramente asombrosas,
pero el asombro difícilmente dura más
allá de un momento”.
La idea de modelo deja abierta
también la posibilidad de inventar
metáforas que se salgan de los mol-
des aceptados, manidos, y cita dos
ejemplos: luna-espejo (del tiempo)
y viejo-(la mitad del) tiempo. En las
kenningar (paráfrasis de sustantivos
múltiples utilizadas en el verso ger-
mánico antiguo) encuentra también
una variedad de combinaciones aje-
nas a los modelos: mar-camino de
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la ballena, sangre-agua de la ser-
piente, batalla-encuentro (de hom-
bres, de espadas, de ira).
En esta clase expone una teoría
del poder de la metáfora: “cualquier
cosa sugerida es mucho más efectiva
que expresada directamente”. Para
Borges, la mente humana tiene una
tendencia a negar las afirmaciones.
En apoyo a su teoría citó a Ralph Waldo
Emerson, para quien los argumentos
no convencen a nadie; porque, al ser
presentados como argumentos, la
gente puede observarlos, sopesarlos,
darles vueltas y oponerse a ellos. En
cambio, cuando algo es “insinuado,
encuentra una especie de hospitali-
dad en nuestra mente”: nos encuen-
tra dispuestos a aceptarlo.
¿Cantar o contar?
La degeneración de la épica
Borges comenzó su tercera clase la-
mentando que la palabra “poeta” se
hubiera escindido. La noción de poe-
ta se ha reducido a la del “emisor de
notas líricas, canoras”. Mientras que,
para los antiguos, era también el na-
rrador de un relato. Los relatos de los
antiguos —la poesía épica— conte-
nían “todas las voces de la humani-
dad”: las líricas, nostálgicas y melan-
cólicas, pero también las voces del
coraje y la esperanza. Sus ejemplos
son, obviamente, la Ilíada, la Odisea
y los Evangelios.
Podría decirse que durante mu-
chos siglos esas tres historias -el re-
lato de Troya, el relato de Ulises, el
relato de Jesús- han sido suficientes
para la humanidad. La gente ha esta-
do narrándolas y renarrándolas una
y otra vez; les han puesto música; las
han pintado. La gente las ha repetido
muchas veces, pero las historias si-
guen ahí, ilimitables.
La novela es un producto de esa
escisión de la poesía en canto y cuen-
to. La diferencia entre épica y novela
va más allá de la diferencia entre ver-
so y prosa: “Uno está casi tentado a
pensar en la novela como una dege-
neración de la épica”. En la épica
aparece un hombre que se convierte
en modelo para todos los hombres.
En cambio, las novelas se ocupan de
la caída del hombre, de “la degene-
ración del personaje”.
En el mundo moderno, para Bor-
ges, ya no es concebible un “final
feliz”, como no sea para complacer
al público con fines comerciales. Si
durante siglos la gente creía since-
ramente en la felicidad y la victoria,
hoy cualquier aventura que se inten-
te está condenada al fracaso. El caso
de Franz Kafka es emblemático. Se-
gún Borges, todo comenzó a finales
del siglo XVIII o principios del XIX,
cuando el hombre empezó a inven-
tar historias que degeneraron en el
relato de ficción. Para el siglo XX se
había inventado toda clase de tra-
mas, las cuales pueden ser más in-
geniosas que las de la épica, pero
dejan la sensación de que “hay algo
artificial o, más bien, trivial en ellas”.
Quizá, dijo, como en el caso de las
metáforas, todas las tramas pertene-
cen a unos pocos modelos o tramas
esenciales.
Borges estaba convencido de que
había un hambre y una sed de épica,
y que Hollywood estaba llenando ese
vacío. Asoció su deseada posibilidad
de volver a encontrar juntos el cuen-
to y el canto con la existencia de un
sentido ético. Además, pensaba que
tal cosa quizá podía ocurrir en Esta-
dos Unidos: “como ustedes saben,
Estados Unidos tiene un sentido éti-
co de lo que está bien o mal”. Se des-
cribió, finalmente, como un anticua-
do, pero lleno de optimismo y espe-
ranza.
Musicalidad y traducción
La traducción ha sido tradicional-
mente un arte exigente; pero, en el
caso de la poesía, no han dejado de
plantearse dudas acerca de su posi-
bilidad real. El problema de la traduc-
ción de versos, de la posibilidad de
hacerla con éxito (o fracaso), condu-
ce al tema del sentido y el sonido en
la poesía.
Hay razones para creer que la tra-
ducción literal no es suficientemente
fiel al original. Piénsese en la traduc-
ción de “good morning” por “buena
mañana”. Sin embargo, explica
Borges, la extrañeza que produce la
traducción literal de un poema exóti-
co (outlandish) es precisamente lo
que se busca o espera: “Si no la en-
contramos, nos sentimos algo decep-
cionados”. La traducción literal crea
su propia belleza. Hoy se aceptan las
traducciones literales, para darle su
crédito a cada cual. Pero eso habría
considerado un “crimen” para los tra-
ductores del pasado: “Ellos estaban
pensando en algo mucho más valio-
so. Querían probar que la lengua
vernácula era tan capaz como la ori-
ginal de crear un gran poema”. Borges
atribuye un origen teológico a las
traducciones literales: “se suponía
que la Biblia había sido escrita por el
Espíritu Santo”. ¿Quién iba a estar al-
terando la palabra de Dios? En las
magníficas traducciones que se hi-
cieron de la Biblia, la gente comenzó
a descubrir cierta belleza en esas
“sacudidas” que producen las formas
de expresión ajenas.
Al comienzo de esta clase Borges
analizó dos ejemplos: la traducción
de versos del inglés antiguo al mo-
derno hecha por Alfred Tennyson y
varias versiones inglesas de unos
versos de San Juan de la Cruz, a
quien calificó “el más grande de los
poetas españoles”. Aunque no pue-
de decirse que las traducciones sean
inferiores a los originales, dice
Borges, se siente una diferencia que
va más allá de lo que pueda hacer el
traductor: “depende, más bien, de
nuestra manera de leer poesía”. El
problema radica en la carga de his-
toria con que se lee el poema. Al final
de la clase expresó un deseo: “Un
día llegará en que los hombres no se
ocupen tanto de los accidentes y las
circunstancias de la belleza, sino de
la belleza misma. Quizá ni siquiera
se ocupen de los nombres o las bio-
grafías de los poetas”.
Pensamiento y poesía
¿Dónde se encuentran el “significa-
do” y la “verdad” de la poesía? Bor-
ges parte de un “argumento históri-
co”: las palabras que ahora son abs-
tractas comenzaron siendo concre-
tas. Cada pueblo desarrolla las pa-
labras que necesita. El lenguaje, ad-
vierte Borges, no es una invención
de los académicos o los filólogos,
como podrían hacer pensar los dic-
cionarios; es, más bien, el resultado
de un largo desarrollo, en las voces
de campesinos, pescadores, caza-
dores, jinetes. “No viene de las bi-
bliotecas, viene de los campos, del
mar, de los ríos, de la noche, del
alba”. El intento de la poesía consis-
te en llevar el lenguaje a su fuente
original.
Borges comparte con la audiencia su
“sospecha” de que el significado es,
realmente, algo añadido al verso:
“Para mí es un hecho que sentimos
la belleza de un poema, aun antes de
comenzar a pensar en un significa-
do”. Hay un placer en las cadencias,
en la música, de las palabras. La poe-
sía puede utilizar palabras corrientes
y convertirlas en extrañas, “producir
magia a partir de ellas”. Pero esa idea
de que las palabras pueden ser cam-
biadas unas por otras, como si fueran
monedas, como en una “álgebra de
símbolos”, proviene de los dicciona-
rios: “el hecho de tener largos catálo-
gos de palabras y explicaciones nos
hace pensar que las explicaciones
agotan las palabras... Pero sabemos
-y el poeta debería sentirlo- que cada
palabra tiene un valor propio, que
cada palabra es única”.
Borges recurre a la fórmula de
Coleridge —la suspensión voluntaria
de la incredulidad— para explicar el
problema de la verdad en la literatura:
es esencial creer en lo que se lee.
“Aun si alguien me dijera que esas
cosas nunca ocurrieron, seguiría cre-
yendo en Don Quijote, como creo en
un amigo”. Ahora bien, el caso de la
poesía parece ser diferente. El escri-
tor trabaja con metáforas y las metáfo-
ras no necesitan ser creídas. En este
caso, lo importante es creer que esas
metáforas corresponden realmente a
las emociones del poeta.
El credo de un poeta
La última clase fue dictada el 10 de
abril de 1968 y constituye, según el
editor del libro, una especie de testa-
mento literario. Al comienzo Borges
explicó su idea de que los “miles y
miles” de instantes que componen la
vida de un hombre pueden reducirse
a uno solo: ese momento en que se
ve cara a cara y descubre quién es.
Luego recordó su experiencia de la
niñez (comentada en la primera cla-
se) y confesó que “el hecho central”
de su vida había sido descubrir la
existencia de las palabras y la posi-
bilidad de entretejer esas palabras en
la poesía.
¿Qué significaba para Borges ser
un escritor? Simplemente, ser fiel a
su imaginación.
Cuando escribo algo, pien-
so en ello no como algo ver-
dadero en un sentido fáctico
(el simple hecho es una red
de circunstancias y acciden-
tes), sino en un sentido más
profundo. Cuando escribo un
cuento, lo hago porque de al-
gún modo creo en él; no como
uno cree en una historia, sino
más bien como uno cree en
un sueño o una idea.
Cuando escribo, no pienso en
el lector (porque el lector es
un personaje imaginario), tam-
poco pienso en mí mismo (qui-
zá yo también soy un perso-
naje imaginario). Pienso en lo
que estoy tratando de comu-
nicar y hago lo posible por no
estropearlo.
Cuando estoy escribiendo
algo, no trato de entenderlo.
No creo que la inteligencia
tenga mucho que ver con el
trabajo de un escritor. Uno de
los pecados de la literatura
moderna es que es demasia-
do reflexiva.
Luego reiteró un tema tratado en
una clase anterior: su creencia en la
alusión más que en la expresión di-
recta. Las palabras son símbolos de
memorias compartidas. Si el lector no
tiene alguna experiencia de lo sim-
bolizado por la palabra, lo que lee ca-
recerá de significado. Por ello, al au-
tor no le queda más que aludir, inten-
tar que el lector “imagine”. Finalmen-
te, se despidió recitando un poema
suyo, en español; con ello quería ofre-
cer una demostración práctica de
que lo importante no era entender
sino sentir.
El estilo didáctico, amable, de
estas clases pone al descubierto
una faceta de Borges a la que sólo
pueden dar acceso las biografías:
la del profesor auténtico que trata
de comunicarse real y profunda-
mente con sus estudiantes. No es
posible, ni necesario, exagerar el
atractivo intelectual o la riqueza de
ideas y referencias que ofrece
cada charla. Basta con dar noticia
de su existencia. Las notas prece-
dentes tienen una sola finalidad:
incitar al lector a buscar y disfrutar
de estas clases magistrales, cuya
pérdida incomprensible durante
tanto tiempo ha sido merecidamen-
te reparada José Malavé
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