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SOTORREÁPOLIS

La Gran Arabia atacó. Ni las promesas de un mundo mejor, ni la invitación


a la paz, ni los intentos de reconciliación entre occidente y oriente lograron
evitar el enfrentamiento final.
En el año 2.031 las principales ciudades norteamericanas y europeas y
todas las ciudades santas de Oriente fueron devastadas. La guerra parió dos
generaciones de hijos y sacrificó en sus altares a casi todos los padres y
abuelos del mundo.
El 16 de noviembre del año 2.050, sobre cien millones de cadáveres, se
firmó una paz dudosa, más por agotamiento moral que por convicción, más
por miedo al exterminio de la raza humana que por ansias de poner punto
final. Los grandes archivos sucumbieron bajo el efecto de las bombas
desintegradoras. Ningún objeto derivado del carbono íntegro sobrevivió a la
catástrofe; papeles y cuadros se pulverizaron. La memoria humana perdió
sus registros. Firmada la paz, muchos no supieron qué hacer con ella.
Algunos deambularon por las ruinas del mundo hasta que cayeron muertos
de hambre y cansancio, otros, se refugiaron en los huecos abiertos por los
obuses y los menos, aquellos que no habían perdido su optimismo, alzaron
la vista a un cielo cruelmente ennegrecido que no auguraba ni llovizna. No
hubo festejos. Nadie tuvo el valor de celebrar el fin de la guerra. A los
hombres todavía les quedaba algo de dignidad para no engañarse
ensalzando la derrota.
Un siglo después los hombres habían recuperado la tecnología. Existía un
nuevo mundo, un mundo sin pasado.

Sotorreápolis, la ciudad que sustituiría a Madrid, la antigua capital ibérica,


se levantaría en las llanuras que se extendían bajo el macizo montañoso de
La Pedriza. Los encargados de la planificación urbanística que realizaban
unas excavaciones en un grupo de ruinas descubiertas en la falda de una de
las montañas maldecían el calor agobiante a pesar de llevar trajes
refrigerados y casquetes protectores. El sol quemaba el cielo y achicharraba
las ideas, decían, de no ser pobres ya se habrían mudado del planeta,
habrían huido de allí.

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Una madrugada, Tundra, una de las investigadoras, halló bajo su scanner
algo parecido a una habitación. Durante todo el día las máquinas trabajaron
para alcanzar la cavidad sepultada. “¿Qué esconderá?”, se preguntaba la
chica con impaciencia. Por fin, un pequeño hueco permitió acceder a la
cámara. Encendiendo una potente lámpara, Tundra iluminó el agujero. Vio
una especie de cripta de cemento con algunas sillas volcadas y un armario
cerrado. Tundra se sintió feliz. ¡Había encontrado algo después de pasarse
más de dos años removiendo hormigón y acero! Tal vez en esa cripta
encontraría la pista que le permitiría acceder al pasado de los suyos…
Tundra era optimista y discreta. Se conformaba con una pequeña prueba, no
aspiraba a más. Sólo quería corroborar que hubo un antes, nada más, luego
se dejaría llevar por el presente que le había tocado, atestado de ruinas.
Esa noche, Tundra soñó que alumbraba la oquedad con su lámpara. Al
contacto con la luz las sillas se desintegraron y el armario dejó de estar allí.
Tundra gritó y se despertó. A través del vidrio de su tienda de campaña
aislante vio un cielo quemado veteado de grises. “Estoy dormida”, le dijo
Tundra a León, su amante, un montañero que la acompañaba en la aventura
de la excavación. León no se movió, roncaba plácidamente escalando en
sueños algunas de las cimas de La Pedriza. Tundra volvió a tumbarse en el
colchón de agua. Segundos después, iluminaba de nuevo la cripta,
presenciaba la desintegración y la ausencia, gritaba y se despertaba. “¡Solo
quiero una oportunidad, una pequeña confirmación de lo que hubo, nada
más!”; susurraba su voz dentro de su cabeza.”¡Una prueba mínima que
pueda ver, qué pueda tocar!”.
Y vuelta al colchón de agua. Así toda la noche. Una noche negra como el
asfalto. Una noche de cemento y argamasa como todas las de su vida.

A la mañana siguiente trasladaron el armario al interior de una gran


carpa esterilizada montada desde que comenzaron las excavaciones y los
movimientos de terreno. La carpa era un laboratorio portátil de alta
contención, un P8 de última generación. “Un delirio de la tecnología-
comentó León- somos casi máquinas”; “Sí- respondió Tundra-, máquinas”.
Un numeroso grupo de expertos rodeó el armario. A Tundra le flaqueaban
las piernas de la emoción. Después de pasar el trasto por un aparato de

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rayos visores los científicos descubrieron fascinados que contenía materia
carbónica. ¡Era todo un hallazgo! Con un fino haz de luz amarilla cortaron
la vieja cerradura. Alguien propuso que Tundra abriese la puerta
comentando después, por lo bajo, que le correspondía por ser la autora del
descubrimiento. Tundra se ajustó las gafas protectoras y abrió despacio.
Quedaron estupefactos. Las bocas se abrieron sorprendidas debajo
de las mascarillas. El armario estaba casi vacío pero en una de sus repisas
había un pequeño libro.
Tundra lo agarró cuidadosamente con unas pinzas y lo depositó en
una bandeja de titanio. Lo hizo con precaución, como si colocase un niño
dormido en su cuna. Luego, introdujo la bandeja en un CM5 para verificar
los niveles de contaminación. El CM5 marcó los parámetros correctos. El
libro no estaba contaminado, por lo tanto se podía tocar. No desaparecería
cuando alguien le pusiese la mano encima como se esfumaron los millones
y millones de libros que existían en el mundo antes de la Última Guerra,
disueltos por los protones.

Estaba escrito en castellano. Tundra conocía ese idioma, aunque


hacía casi doscientos años que el inglés se había impuesto como lengua
mundial. El castellano era una rareza, un lujo de ociosos, como comentaban
los demás investigadores, lengua de muertos y de locos, de alucinados,
“Sólo lo hablas tú y un par de mujeres más que están del otro lado del
mundo, eso no sirve para nada”, le decían, “Tal vez algún día sea de
utilidad hablar castellano”, respondía la muchacha, “Nadie sabe”. Ahora el
castellano estaba allí, ante los ojos atónitos de los investigadores.
Tundra meditó unos instantes, luego dijo: “Es una revista literaria que se
llama El espejo del perro”. Los menos avezados en los asuntos de la cultura
preguntaron qué era una revista literaria. Tundra hizo otra pausa sin quitar
la vista del ejemplar. La carátula era rojiza, manchada por el encierro.
Acostumbrada a hurgar en los restos de los muertos, la vista de Tundra se
había agudizado mucho. Como los gatos, que veían en la oscuridad, o las
víctimas de la radioactividad, que traspasaban con las miradas algunas
zonas compactas, la joven era capaz de descubrir huellas que a simple vista
no se detectaban. Allí estaba, sutil, cuasi imperceptible, el fantasma de una

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mano humana, tal vez la última mano que tocó la revista antes de tirarla en
el armario. Por la violenta impresión de la huella, Tundra intuyó que la
persona que guardó el ejemplar lo hizo con desesperación y premura. “No
nos has dicho todavía qué es una revista literaria”, dijo un impaciente. Ella
regresó a la realidad. “Creo- dijo- que era una manera de hacer arte y de
cuidar la lengua que hablaban entonces”.

Las necesidades de la guerra hicieron que la informática tuviese un lenguaje


propio llamado eutsi. Los signos visuales del eutsi eran más parecidos a los
de la escritura cuneiforme que a los signos de la escritura latina. “Por fin
veo cómo era el lenguaje de los que se fueron”, pensó Tundra.

Se creó una comisión de expertos para estudiar el contenido del hallazgo:


Por qué y quién lo había escrito, cómo era la tinta de la impresión, cuáles
eran los componentes del papel y, sobre todo, qué contaban los signos.
“Esto es lo más importante- le dijo León a Tundra-, ahí está la clave de
todo. No valen unos pedazos de papel si no nos revelan nada del que
escribió en ellos”. A Tundra le encargaron decodificar los signos. Aquellos
enigmas eran demasiado crípticos para que alguien que no estuviese muy
curtido en el asunto de las lenguas muertas pudiese descifrarlos. Tundra se
acordó de Caño, su maestro, ya muerto, que había preservado en su cabeza
los trozos del castellano que le regalaron sus abuelos, enloquecidos por la
radioactividad. ¡Si Caño estuviese a su lado! ¡Cuánto habrían disfrutado al
corroborar que los signos escritos eran casi como los que imaginaron a
partir de los restos de escritura dejados por los ancianos dementes en las
piedras! ¡Entonces la radioactividad no logró destrozar del todo sus
cerebros! ¡Entonces los hombres no eran tan débiles como parecían! Tundra
amaba aquella lengua vasta y se preguntaba cómo había podido desaparecer
cuando en su tiempo fue hablada por doscientos millones de personas.
El texto había salido de la imprenta en el año 2.006 y era el número siete de
una serie. “Este libro no es un hecho aislado, tuvo su historia. Antes todo
tenía una historia. Es ahora cuando las cosas se mueren al nacer”. Era
medianoche y no había nadie más en el laboratorio. Tundra se inclinó
sobre el manuscrito y leyó:

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TERCERA PÁGINA
Hemos llegado al final... Sabíamos desde el principio que tarde o temprano
acabarían por cerrar la revista, pero eso no nos derrumba. Hemos
trabajado, hemos sido felices. El hombre es mucho más que la carne, los
huesos y la sangre. Un hombre ES si lucha por defender los principios de
todos los hombres. En un mundo irracional y esquemático, donde cada día
se respeta menos la diversidad, donde imperan el dinero y la fiebre de
poder, El espejo del perro ha sido nuestra tribuna. Desde aquí hemos
enviado a los excluidos un mensaje de amor, de solidaridad y de
esperanza.

¿Qué era aquello de los excluidos?, ¿A qué se refería la tercera página


cuando hablaba de encierro? “Entonces nunca hubo una época dorada,
como nos han hecho creer, entonces la culpa de todos los desmanes no la
tienen solamente los árabes”, pensó, “entonces, entonces...”, Tundra
comenzó a temblar, se le hizo un nudo en el pecho. “¡Tengo que llorar o me
moriré aquí mismo!”
Leyó:
Nuestro revista ha molestado a algunos, y ha molestado porque según
dicen pertenecemos al último estadio de las criaturas, y a este último
eslabón solo le está permitido respirar, que ya es demasiado, no puede
pensar, menos crear, y si crea ha de ser desde la pequeñez y cosas
mínimas, la grandeza queda a los seres superiores, a los perfectos, a los
cómplices del milagro de un sistema que vive encerrado en sus miedos,
tragado por los objetos, envenenando las cabezas. Sí, señores, somos
presos, y los presos también sufren, también aman, también son capaces de
escribir, también son capaces de generar emoción, amor, placer. El horror
y la belleza pueden darse la mano y parir un hijo hermoso.

Tundra tuvo vértigos. Sintió que sus ojos se oscurecían, ¡entonces El


espejo del perro era una revista literaria escrita por presos, entonces la
habitación que habían encontrado era la mazmorra de una cárcel!, “Y las
cárceles ya no existen, ahora se castiga con el destierro”; ¡entonces lo único

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que había sobrevivido del mundo antiguo era una revista escrita por los
excluidos de la sociedad! Tundra salió del laboratorio y alzó la vista al
cielo. Por primera vez en su vida pensó en Dios. “¡Le concedes la
trascendencia a los que nadie tuvo en cuenta!”, gritó. Del cielo azabache se
despegó una estrella.

Después de 10 meses de investigación el ponente del proyecto extendía el


informe definitivo.
A las autoridades de Sotorreápolis:
En el curso de las investigaciones realizadas al texto encontrado en
la cata 123.b, tenemos a bien exponer las siguientes conclusiones y
decisiones:
. El texto fue escrito en el año 2.006, en la antigua ciudad de Madrid, por
un grupo de reclusos que cumplían condenas por asesinato, robo y
narcotráfico en la cárcel de Soto del Real. ADJUNTAMOS LOS
NOMBRES DE LOS RECLUSOS EN PÁGINA APARTE, AUNQUE ESOS
NOMBRES YA NO NOS DICEN NADA.
. Los comentarios que se desprenden de los textos son nocivos para nuestro
actual sistema político. Se aplicarán las normas de seguridad, SDS,
consistentes en la no divulgación de los mismos y en la no publicación y
difusión del hallazgo.
. Los componentes de la Comisión de Investigación serán deportados por
un periodo de 10 años al Estado de la Unión Nº 32.
. El texto será clasificado como PD y estará la bajo la custodia de la UP.

El informe fue leído en alta voz a los integrantes del equipo de


investigación. Tundra no daba crédito a lo que estaba oyendo: Iba a ser
deportada a un lugar muy lejano, al Estado 32, a la antigua Albania. “¿Por
qué?- le preguntó al oficial que leía-. ¿Es tan peligroso saber cómo se
escribían los sonidos, cómo se plasmaban los sentimientos?”. El oficial se
limitó a salir del laboratorio. “Parece que sí- le dijo León-, nunca más
volveremos a vernos”; “Si algo me enseñó ese manuscrito es que la palabra
nunca no existe, León”, contestó ella.

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Tundra desafió las normas de seguridad y tomó una decisión. Nunca
antes lo había hecho, siempre había sido una celosa defensora del orden.
“Una tonta- caviló-, dejamos de interesar cuando somos capaces de pensar
por nosotros mismos”. Decidió quedarse con una copia del texto que tenía
guardada en su ordenador. Nadie sabía que existía esa copia, ni siquiera
León… ella la hizo por seguridad, por si le pasaba algo al libro, “Por
sumisa- se dijo-, alguna vez la sumisión tenía que servirme para algo”.
Había hecho la copia para evitar que el hallazgo se volatilizara bajo el
efecto de los protones.
Esa noche, mientras hacía su equipaje con dos miembros de la UP
en la puerta vigilando sus pasos, pensó que en el exilio tendría tiempo para
investigar y saber más de aquella publicación. En el exilio podría
desentrañar los secretos del perro y llegar más allá de las letras. Tal vez
lograra saber algo de las vidas de sus autores, algo de lo que escondieron en
sus corazones. “Lo blanco y lo negro”, pensó en alta voz. Los guardias de la
UP la miraron estupidizados. A ella no le importó que no entendiesen.
“Nunca entenderán nada si se quedan aquí”- les dijo, pero ellos continuaron
inmutables.

Sotorreápolis dejó de ser una especulación y se levantó como una


megaciudad tecnológica. El futuro se convirtió en presente. Los habitantes
de Sotorreápolis eran felices, se sentían protegidos y no deseaban
abandonar la ciudad. Los que se hartaban de vivir en aquel nirvana
mecánico eran sometidos a Sesiones de Concilio en las que les mostraban
los horrores del mundo exterior y las bondades y privilegios del presente
Sotorreapólico, el único que merecía la pena ser vivido.

Una mañana, los informativos de las principales cadenas de televisión


despertaron a la audiencia con la siguiente noticia:
Esta madrugada, en los muros del Museo de la Historia, han aparecido
unos extraños símbolos. Al parecer es la escritura que existía en el Estado
antes de comenzar la Guerra.

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Las cámaras enfocaron las pintadas en los paredones, medio apagadas ya
por el efecto de una capa fluorescente: ¡Viva El Espejo del Perro, Viva la
libertad!

Inmediatamente se puso precio a la cabeza de Tundra. Durante sus


años de exilio había creado un grupo de resistencia con otros que, como
ella, fueron desterrados de la Unión Central. El grupo se había convertido
en una célula cultural que enfrentaba la tiranía de las armas con acciones
relámpago en las que hacían un llamado a desenterrar la memoria humana y
a rescatar del olvido el derecho a expresar las emociones. El Espejo del
Perro se había convertido en la bandera de ese grupo. Un grupo que luchaba
contra el silencio.

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