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Intervenciones y apuestas
transdisciplinares
P
artamos de una premisa: la locura, la experiencia de la locura, impac-
ta, afecta al microespacio social donde se devela. Impacta y con ello no
hace más que confirmar lo que Auguste Comte escribía en 1822: la
desviación –decía el– muestra la fisura de la estructura social, dicho de otra
manera, la desviación, la locura nos alerta, nos advierte de las dificultades
en el hacer lazo social. La consigna tan llevada y traída en nuestros días
“hagamos comunidad” advierte con un cierto desdén un imposible que Lacan
subrayaba con casi un grito: no hay relación sexual, no hay unidad, no hay
síntesis final, hay conflicto, pugna, en fin… lucha de clases, diría el alemán
desde la perspectiva de otra episteme. Podríamos incluso estar en condicio-
nes de pensar que ya no se trata de la oposición yo-otro…
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una demanda del real cuya simbolización resultaba para el mismo Schreber
inadmisible: “la representación de lo hermosísimo que es sin duda ser una
mujer sometida al acoplamiento” (Freud, 1990: 14).
Antes de su llegada con Klein, Erna afectó a eso que hemos dado en lla-
mar familia, particularmente a su madre, aquella mujer que es advertida/
afectada por la excitación de su hija de apenas seis meses de nacida, cuando
al limpiarla rozaba sus genitales y su ano. Afectó/alertó también un segundo
micro espacio: la escuela. Erna no podía aprender. Así, fue llevada con Klein
quien lee en los juegos de la niña, territorio donde la analista no se colocaba
sino como un objeto lúdico más, aunque –a la postre– no cualquiera, sino
uno que registraba/observaba/leía aquello que Erna mostraba. El juego no
representaba la relación con la madre, la intervenía.
Schreber fue llevado a la clínica de Flechsig, donde fue diagnosticado,
vigilado, castigado, recluido. También él optó por el juego. Puesto que las
palabras le eran inaudibles, ¿para qué hablar si no hay quien pueda escu-
char?, o mejor aún, inspirados en Foucault y el canto, ¿para qué hablar si
sus notas no podrán leerse en ningún pentagrama? Si los sonidos no llevan al
interlocutor a ningún pliegue más que a las páginas de un Manual. Optó por
el juego. Por la sopa de letras, por la escritura y así escribió sus memorias/
diagramas que le permitieron salir del manicomio y regresar a la Presidencia
del Tribunal Superior. Optó por el juego con su cuerpo, mutó las sábanas en
vestidos; la camisa de fuerza que constreñía sus movimientos, en un corsé
con el que esculpió en su cuerpo una silueta femenina.
He ahí, una vez más el juego –no representación–. No se trata de un acto
simbólico, sino de una intervención en el real del cuerpo.
El escrito de Schreber es reconocido por Freud y ubicado en un paralelo a
su propia teoría de la libido. Si la locura impacta es por nuestra inadvertencia
de lo que el lazo social implica. Es en ese delicado horizonte que Schreber
escribe y Freud alcanza a leer y confesara:
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Queda para el futuro decidir si la teoría [la suya, la de Freud] contiene más
delirio del que yo quisiera, o el delirio [de Schreber], más verdad de la que
otros hallan creíble (Freud, 1990: 72).
A falta de ojos para mirar lo que aún no se inventa, cómo escuchar/leer aque-
llo que está teñido de lo que Bachelard llamaba resistencia epistemofílica? Es
decir, del ejercicio de un anagrama de infinitos “odios” a la diferencia, al tan
llevado y traído “otro”, otro que es yo, en el verso de Rimbaud. O bien, ¿cómo
escuchar/leer si lo que es dicho/escrito está en la fisura de la colonización
del lenguaje? Escribir una “arqueología del silencio” podría ser la declaración
del abandono de la locura a la norma, a la promoción de la “tranquilizadora”
razón cartesiana, al silencio del Logos pre-socrático/aristotélico/aristocráti-
co. Podría ser la firma de la boleta de desahuciado. “Los locos están curados
de lo que nosotros estamos irremediablemente (podríamos decir, deshaucia-
damente…) enfermos… de la inteligencia”.
El espacio microsocial que intervenimos es la vida manicomial. No se tra-
ta de un hospital psiquiátrico, eufemismo de lo que fue un nombre preciso:
manicomio. Así, se trata de un lugar donde eso, la vida, bulle, se mueve,
suena, se muestra… e intentar, cual pincel de Van Gogh, registrar ese fu-
ribundo movimiento cual locomotora, aquello que permite avistar en lo que
está cada uno de sus habitantes. Intervenir la vida manicomial es intervenir
un escenario donde unos cuerpos están sometidos por actos antiguos des-
critos en expedientes clínicos y recordados como anécdotas en las memorias
blancas de otros cuerpos añosos vestidos de batas blancas. Actos extirpados,
arrancados de sus tejidos orgánico-sociales, de los intersticios domésticos
secretos/indecibles/gritos a voces/performance de fractales microsociales
e injertados en otros –asépticos, diáfanos, policiacos…– los Tratados de Psi-
quiatría serán leídos en un tiempo porvenir como los Tratados Amorosos de
la fina orfebrería del odio.
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El registro
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[…] y no es de maravillar que se mezclasen yerros graves, pues en los más es-
tirados de los legisladores y filósofos se hallan, aunque entren Licurgo y Platón
en ellos. Y en las más sabias repúblicas como fueron la romana y la ateniense,
vemos ignorancias dignas de risa, que cierto que si las repúblicas de los me-
jicanos y de los incas se refiriesen en tiempo de los romanos o griegos fueran
sus leyes y gobierno estimado. Mas como sin saber nada de esto entramos por
la espada sin oírles ni entenderles, no nos parece que merecen reputación las
cosas de los indios, sino caza habida en el monte y traída para nuestro servicio
y antojo (Garcilazo, 1829: 81).
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La turgencia de lo inesperado
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vivimos, a no querer, vivimos aquí”. ¿De qué está hecha semejante frase?
Tolstoi no dudaría en reconocer la voz de Ivan Ilich pronunciándola. Vivir la
muerte, vivir el no querer vivir. Sin embargo, no es Tolstoi, es Consuelo que
llegó al hospital granja proveniente del Manicomio General La Castañeda.
Más de medio siglo (¡tiempo breve, sin embargo!) preparó a ese cuerpo para
una intervención que logre un desenlace sonoro inesperado.
Y, at last but not least, un dibujo, mejor aún, un mapa, una cartografía
realizada por Santiago en el cuaderno de Jesús, un estudiante de sociología
de la unam. En medio del mapa, es posible leer un aforismo: “Nada diferente
todo”.
Estamos fuera de la ley, nadie lo sabe; sin embargo, todo el mundo nos trata
como si lo supiera (Kafka, 17-22).
¿Qué de “niños” tiene el llamado “pabellón” (Hospital Psiquiátrico Samuel
Ramírez Moreno)? ¿Qué entendemos en general cuando se habla de niños?
¿Cuál es el lugar que tiene este concepto? ¿Un hospital, una universidad?
¿En un módulo llamado Desarrollo y Socialización? Convenía pues investigar
y quizás aproximarnos, si bien no a respuestas contundentes, a un territorio
que permita incorporar otras miradas, o quizás abrir uno, inventarlo, uno
que genere, tal vez, otra manera de intervenir, de leer, de conceptualizar…
En ese caminar nos encontramos con cuerpos, espacios ascépticos, tra-
bajadores de la salud, estudiantes de psicología y literatura, cuyo intento de
clasificar, definir, ubicar un cierto devenir lineal histórico/libidinal/social
deja precisamente a los cuerpos encontrados en calidad de “restos” de “cosas”
de “monstruos”, como le decían los médicos a Kenzaburó Oé, cuando asistió
por primera vez a la clínica para ver al hijo recién nacido.
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Protocolos de experiencia
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“[…] máquinas no solo son índices para un dispositivo más complejo que hace coexistir
maquinistas, piezas, materias y personales maquinados […]. El deseo es polívoco, lo
baña todo. […] a diferencia de los índices maquínicos y de las máquinas abstractas,
las características del dispositivo maquínico […] imponen no interpretación ni una re-
presentación social de Kafka, sino una experimentación, un protocolo social-político”
(Deleuze-Guattari, 1983: 85-86). […] en los cuentos, en los devenir-animales, no hay
alegoría, sino índices maquínicos que se montan, que funcionan sin que se sepa cómo
y también hay máquinas abstractas que ya están montadas: ahora bien, sucede que la
representación de la ley trascendente, con su cortejo de culpabilidad y de incognoscibi-
lidad, es una máquina abstracta de este tipo” (Deleuze-Guattari, 1983: 72-73).
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allí esperaba algo de nosotros –este hecho también lo podemos ubicar hasta
ahora con un poco más de claridad– y tal vez fue eso lo que nos hizo sentir
perdidos o expuestos a la incertidumbre. Pero nosotros insistimos con las
palabras, en comunicarnos con el lenguaje en espera de que nos contesta-
ran, los tocábamos para “hacerles saber que estábamos allí” como si de ellos
dependiera nuestra existencia, ya que no sabíamos soportar el silencio al que
nos enfrentabamos y queríamos darle significado a lo que algunos decían.
Sus limitaciones pueden ser también sus fuerzas. Su percepción parece
valiosa, precisamente porque transmite una versión del mundo, maravillosa,
directa no conceptualizada (Sacks, 1995: 299).
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dados y mientras hablaba con una enfermera me pidió que le ayudara a dar
de comer a uno de ellos que esperaba ser asistido. Se trata de Mario, que no
deja de emitir un sonido “se la pasa llorando, vamos a alquilarlo para los velo-
rios” dice una enfermera. Empecé a ayudarle a comer, cesó el sonido y comió.
Mario camina y camina. Hace del horizonte un camino. Camina. Llegó a
la puerta del pabellón. Se detuvo, estaba cerrada. Le propuse a quien estaba
con él que avisara a la enfermera que iba a acompañarlo fuera del pabellón.
Mario tenía la vista puesta en caminar.
Mis paseos son lo único que tengo y está dicho que eso debe bastar; por
el contrario, no hay todavía un lugar en el mundo donde no pueda pasearme
(Kafka, 1975: 17-22).
Así, transcurrieron los momentos de práctica/intervención de las sema-
nas subsiguientes. Cada una de ellas coincidieron con el horario de la comi-
da. Nos percatamos de que en ese estar y hacer tan cotidiano y repetitivo, el
de los alimentos, ocurre un montaje.
Gabriela, una estudiante, se encontraba en el comedor, se acercó a un
cuerpo depositado en una silla de ruedas junto a la puerta de entrada, se
puso frente a él. Quedó advertida por una voz-máquina, casi un grito…
“Belmont escupe” y que se podía manchar la ropa. Gabriela empezó a
dar de comer a Belmont no sin antes oler la comida, probarla y decirle que
comería puré de zanahoria. Se dio cuenta que él acomodaba la cabeza hacia
atrás a fin de que la comida pasara sin más. Esto era muy extraño, así que
le mostró la manera en que ella le daría de comer. Cada bocado iniciará su
recorrido en la lengua y de ahí pasará a ser deglutida. Vino una segunda
advertencia. “Belmont solo come la mitad de sus papillas”. Gabriela se dio
cuenta que al no escupir podía terminar su ración. Belmont sacaba la lengua,
limpiaba sus labios y continuó comiendo. Al final, Belmont la miró, algo que
no había hecho al principio… tomó la mano de Gabriela e intentó levantarse
y sostener más su cabeza. “El problema: de ninguna manera ser libre, sino
encontrar una salida, o bien una entrada, o bien un lado, un corredor, una
adyacencia” (Guattari-Deleuze, 1983: 17).
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“[…] las cadenas de la humanidad torturada están hechas con papel de mi-
nisterio” (Janouch, 1969: 87). “La palabra no la veo, la invento” (Kafka, 1975:
26). Propone Kafka una literatura menor, que no es otra que aquella que se
hace dentro de una lengua mayor por una minoría. Nos adscribimos a su pro-
puesta. Realizar en el horizonte de una cierta práctica clínica que privilegia
la palabra, es decir, la dimensión simbólica, la representación, la metáfora…
Las metáforas son una de las muchas cosas que me hacen desesperar en mi
actividad literaria (Kafka, 1975). Incluso aquella clínica cuyo propósito pueda
ser el fortalecimiento de un yo…
En cambio –dice el Buddha– yo enseño a arrancar la flecha. ‘Qué es la flecha?
Es el universo. La flecha es la idea del yo, de todo lo que llevamos clavado
(Borges, 1995: 87).
En fin, realizar una experiencia cuya convocatoria sea construir una clí-
nica que no privilegie nada, que no interprete, que no se guíe por ninguna
etapa, que no realice la abstracción maquínica de nada, que no intente con-
solidar un yo; una clínica que se oriente por las líneas de fuga, por lo que no
se entiende…
Casi ninguna de las palabras que escribo armoniza con la otra, oigo res-
tregarse entre sí las consonantes con un ruido de hojalata y las vocales unen
a ellas su canto como negros de barraca de feria (Kafka, 1975: 26).
Nosotros pensamos siempre en términos de sujeto, objeto, causa, efec-
to, lógico, ilógico, algo y su contrario; tenemos que rebasar esas categorías.
Según los doctores de la zen, llegar a la verdad por una intuición brusca,
mediante un respuesta ilógica. El neófito le pregunta al maestro qué es el
Buddha. El maestro le responde: “El ciprés es el huerto” (Borges, 1995: 94).
Una práctica que realice el desmontaje de toda jerarquía. Una interven-
ción que desterritorialice a la misma clínica… se trata de hacer una clínica
menor. Aquella que sostenga los cuerpos en su desvanecimiento subjetivo…
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“[…] un dispositivo de enunciación es un dispositivo maquínico de deseo. […] una má-
quina nunca es simplemente técnica, es técnica solo como máquina social cuando apre-
sa a los hombres y a las mujeres en sus engranajes […] o cuando son sus engranajes,
pero no solo porque forman parte de la máquina cuando trabajan, sino cuando no
trabajan, en sus […] actividades adyacentes, en sus descansos, en sus amores, en sus
protestas, en sus indignaciones, etc. […] la máquina es deseo, no que el deseo sea deseo
de la máquina […] sino porque el deseo no deja de formar máquina en la máquina y de
constituir un nuevo engranaje al lado del engranaje anterior, indefinidamente, incluso
si estos engranajes parecen oponerse o funcionar en forma discordante. Lo que produce
máquina, estrictamente hablando, son las conexiones, todas las conexiones que condu-
cen al desmontaje (Guattari-Deleuze, 1983: 118).
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Este evento repetitivo muestra tanto su carácter revelador, como una res-
puesta que lo oculta y lo lleva a la abstracción de una característica clasifi-
catoria doméstica. He ahí la eficacia del poder/deseo horizontal.
Cada segmento es poder, un poder al mismo tiempo que una figura del deseo.
Cada segmento es una máquina, o una pieza de máquina, pero la máquina no
se puede desmontar sin que cada una de sus piezas contiguas se reconstituya a
la vez en máquina, ocupando cada vez más lugar (Guattari-Deleuze, 1983: 86).3
Por un lado, muestra un cuerpo que se atraganta al comer y escupe y,
seguidamente, la reinstalación de un derivado doméstico de la clasificación:
retraso mental-escupe. Pequeño detalle que no hace sino desmontar la má-
quina de la clasificación en su conjunto. Esta no se aplica del dsm al cuerpo
sufriente a través de un engranaje/intermediario: el médico.
El poder no es piramidal como la ley quisiera que lo creyéramos, es seg-
mentario y lineal, procede por continuidad y no por altura y lejanía (de ahí la
importancia de los subalternos) (Guattari-Deleuze, 1983: 85).
No es desde la mirada médica y su diagnóstico donde se realiza la clasifi-
cación, dosificación, prognosis; es en los espacios nimios, contiguos, en los
microespacios, en la microfísica del poder, en el comedor del Pabellón de los
niños y a la hora diaria y sorprendente de los alimentos.
Lo importante no es lo que sucede con la ley, sino tras bambalinas, en
los corredores… no en la tribuna, no en los espacios jerárquicos, sino en la
contigüidad.
La observación e intervención en un evento cotidiano en el que la máqui-
na deseante funciona en su afán atrapador le permitió a Gabriela en una
intervención simple hacer reconocible en un cuerpo la soledad en su radical
conexión colectiva.
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“Finalmente, el dispositivo no equivale a una máquina que se está montando, de fun-
cionamiento misterioso, ni a una máquina completamente montada, que no funciona o
que ya no funciona: solo vale por el desmontaje que hace de la máquina y de la repre-
sentación; y al funcionar, de hecho no funciona, sino por y en su propio desmontaje”
Guattari-Deleuze, 1983: 73).
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Bibliografía
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