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Biopolítica / necropolítica / tecnopolítica:

(la cohesión en las estrategias de poder o una Racionalidad


Gubernam ental Integrada – RGI, en la era del capitalism o term inal).

Emilio Tarazona

1.

Aun cuando la palabra fuera enunciada desde los años Veinte (Roberto Esposito
desplegó una genealogía crítica de la misma, hace ya una década), es en la segunda
mitad de los años Setenta (aproximadamente de 1974 a 1979) que Michel Foucault
proporciona la forma teórica aun en uso del concepto de “biopolítica” a través de
conferencias, entrevistas, algunos libros y sobre todo sus clases en el Collège de
France, publicadas póstumamente (a comienzos de este siglo). El aporte de Foucault
a esta noción (que si bien no enuncia originalmente, en cierto modo, sí afianza) es
vincular ese concepto a un tipo específico de racionalidad gubernamental (prácticas
implementadas por las autoridades para el control y conducción de la conducta social)
propia de una modernidad en ciernes, donde históricamente los regímenes
monárquicos eran sustituidos sin remedio por las nacientes repúblicas europeas (lo
que implicaba el tránsito de la población, en las sociedades feudales, desde su
condición de súbditos a la de ciudadanos), fortaleciendo así formas más eficaces de
gobierno Estatal que permiten la consolidación del liberalismo económico.

Biopolítica y liberalismo pasaron entonces a ser términos estrechamente vinculados: el


proyecto político de propiciar las condiciones de vida de una población jugaba
nítidamente entonces un papel crucial en la producción y re-producción del sistema
económico al que esta vida debía ser entregada y, al mismo tiempo que esa
racionalidad pro-vida otorgaba una pátina de legitimidad al nuevo sistema, dejaba
también atrás el tiempo en que la existencia de cada quien era una propiedad que el
soberano podía tomar en cualquier momento. Pero es en paralelo a este intenso
proceso intelectual foucaultiano que se abre paso también sobre el mundo el modelo
económico neoliberal de la Escuela de Chicago (que en 1979 Foucault denomina
también “anarcocapitalismo” o “anarcoliberalismo”): primero en los ‘laboratorios’
sangrientos como el de las dictaduras perpetradas por Augusto Pinochet en Chile
(1973) y Jorge Rafael Videla en Argentina (1976), hasta el proceso de liberación de la
economía en China puesto en práctica por el gobierno de Deng Xiaoping (1978) y,
sucesivamente, Margaret Thatcher en Inglaterra (1979) y Ronald Reagan en los
Estados Unidos (1981). La omnipresencia global del neoliberalismo hoy (que Felix
Guattari denomina posteriormente Capitalismo Mundial Integrado - CMI) tiene un auge
a partir de dos acontecimientos sucesivos luego de esa primera expansión neoliberal
en América Latina: primero, a fines de los años Ochenta, con el fin de la cortina de
hierro y la debacle de todo el bloque comunista (iconizadas en la caída del muro de
Berlín); y luego la vía de la transnacionalización impulsada desde inicios de los
Noventa por la irrupción del comercio online. Internet, aquella herramienta cibernética
para conmutar paquetes informáticos con fines académicos y militares adquirió
entonces un rol decisivo en la implantación del nuevo modelo económico facilitando
movilidad de capitales, flujo de transacciones internacionales en tiempo real e
integración de los mercados.

Es en este contexto plenamente inscrito que se visibilizan otros modos específicos de


racionalidad gubernamental, avocadas al ejercicio estratégico de la dominación y la
producción de subjetividad: la necropolítica y la tecnopolítica son nociones en cierto
modo recientes, surgidas ya al interior de ese paradigma neoliberal establecido y
pueden entenderse como términos que definen nuevos conjuntos de prácticas
implicadas, añadidas a la biopolítica, así como al campo de análisis de sus efectos.
Hasta ahora no tenemos noticia de una genealogía crítica de ninguno de estos
términos, por lo que normalmente se atribuye la enunciación y definición de la
“necropolítica” a Ashile Mbembe (en los primeros años de este siglo), mientras, por
otro lado, la “tecnopolítica” parece recorrer un trayecto de definiciones y usos a veces
divergentes que se ensayan cuando menos desde fines de los años Setenta.

Marina Grzinic ha hecho importantes precisiones para entender esa “administración de


la muerte” (que la necropolítica supone) en el contexto neoliberal, donde aquella
formula foucaultiana de “dejar vivir” puede también significar paradójicamente lo
mismo que “hacer morir”. Luego del repliegue de las decisiones políticas ‘pro-vida’ que
habían formado parte de las funciones del Estado moderno, los seres humanos
quedan en un nuevo modo de indefensión posmoderna: ya no abandonados dentro de
un terreno cándido, salvaje o silvestre (sin normativas) como escenario para desplegar
su existencia, sino envueltos en un conjunto de dispositivos creados por el orden
‘civilizado’, dentro de los cuales vivir implica tener los medios para hacerlo, en un
mundo que privilegia determinados ejercicios de poder que convierten en armas la
procedencia, el estatus, el dinero, la autoridad o la fuerza. Existe así la consolidación
de un enorme campo difuso de exclusión y exterminio socio-económico donde,
además de los casos en los que determinados ejercicios del poder empujan
deliberadamente a grupos humanos hacia la muerte, la omisión y connivencia del
Estado la propicia y despliega, dejando a las personas en manos de la sociopatía de
las corporaciones multinacionales.

2.

El término “tecnopolítica” parece haber sido introducido por el politólogo Hugh Heclo a
fines de los Setenta para designar un tipo de prácticas sectarias en la administración
de políticas en Washington DC (que denomina red de “influencias” o de “asuntos”)
donde se diseñan y organizan aspectos del funcionamiento del gobierno, para ya
pasar en los años Noventa a referirse con el mismo término a las políticas Estatales
que definen los usos en medio de la apertura de la World Wide Web. No obstante, las
reflexiones que a fines de esa década introduce Stefano Rodotà sobre el papel de la
tecnopolítica abordan críticamente las trasformaciones de los sistemas políticos
operadas en el auge de las telecomunicaciones, las cuales parecen, desde entonces
(a diferencia de los modelos democráticos tanto “representativos” como “directos”,
caracterizados indistintamente por su “intermitencia”) anunciar la construcción de una
“democracia continua”, a la que teóricamente uno podría acceder desde cualquier
lugar y en cualquier momento. Al mismo tiempo advierte de la mercificación y las
estrategias de posicionamiento publicitarias con que los nuevos medios empiezan a
jugar un papel crucial en el campo de la política y tienden a privilegiar su lugar por
encima del debate, del conflicto de ideas o, incluso, del flujo de información
contestataria: para Rodotà, Internet no puede ser considerada solo una “solución
técnica” para la ansiada participación ciudadana: “Nos encontramos frente a diversos
modelos de sociedad y de organización política, que se proyectan más allá de las
técnicas empleadas, aun cuando éstas influyan sobre sus características. Para
afrontar el conjunto de las cuestiones suscitadas por la mutación tecnológica y por las
innovaciones que ésta determina, son necesarios una cultura política también ella
renovada, una experimentación paciente y un proyecto institucional acompañado por
la fantasía. Si todo esto falta o se retarda o no emerge con la claridad necesaria,
entonces las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación manifiestan
sólo su capacidad de banalizar, o de vaciar de todo significado, los procedimientos
democráticos construidos antes de su advenimiento.” Y más adelante sostiene que:
“Es necesario, entonces, llevar el análisis más a fondo para identificar con mayor
precisión el modo en que los instrumentos de la tecnopolítica estructuran el papel del
ciudadano.”

Sin verse premunidos de este último señalamiento, otro énfasis del término ha sido
recientemente difundido desde España por Javier Toret et. al. (pensando ‘en caliente’
las características de un movimiento social como el de las acampadas, también
denominado de los indignados, que se desata inmediatamente después de la
manifestación del 15m), quienes definen la tecnopolítica como la aplicación de las
tecnologías de la información para el diseño, realización e incluso medición de
convocatorias virales de ocupaciones o protestas políticas (haciendo énfasis en el lado
de sus usos por la ciudadanía y, podríamos decir, con un sesgo de democracia
liberal); literalmente: “el uso táctico y estratégico de las herramientas digitales para la
organización, comunicación y acción colectiva”, acercando así el término a nociones
conocidas dentro del hacktivismo o ciberactivismo (como el social media o el open
government) y sumando también otras herramientas existentes próximas al marketing
político que permiten medir el impacto social en la organización y seguimiento de las
campañas perfiladas de modo abierto a través de las redes sociales y otras
plataformas en línea. Es decir, una tecnopolítica que en muchos momentos parece
avocada a un asunto de hashtaks o trending topics, y que se vincula al uso que se
hace del término en estudios sobre la Orquesta del Caos en la ciudad de Barcelona en
relación a las “antropotecnias sonoras” que permiten diseminar un estado de ánimo
heterogéneo o el amplificado efecto movilizador de cierto estado de conmoción.

No se intenta aquí normar el uso adecuado o inadecuado de un término, sino


diferenciar los campos de acción delimitados por sus definiciones. Así, lo que esta
última acepción no permite pensar es la consolidación de una mecánica Estatal y
corporativa inscrita en la estructura física de Internet, haciendo énfasis en sus, sin
embargo, nada estériles posibilidades procedimentales: es posible entonces entender
la tecnopolítica (o, para ser más precisos en relación a internet, podemos decir
también ciberpolítica) como una estrategia emergente de racionalidad gubernamental
(paralela así a la bio-necro-política) con relaciones de poder vehiculadas por la forma
actual de las telecomunicaciones, lo que permite incluir tanto sus modalidades de
regulación y control como las posibilidades de empoderamiento o de apropiación de
un tecnopoder extendido más allá de las plataformas o ciberlugares que hoy,
ocasionalmente, lo articulan. Acaso la diferencia más importante entre estas
acepciones del término “tecnopolítica” parece residir en el modo ambivalente en que
puede entenderse también la “política”, a secas: mientras de un lado se hace énfasis
en su carácter inclusivo, social y participativo, como prácticas destinadas a la toma de
decisiones para la obtención de objetivos en una comunidad específica, del otro lado,
se enfoca una acepción que la vincula al ejercicio concreto del poder vertical:
particularmente a los modos de control ejercidos desde posiciones que hacen parte
medular del dominio y de la producción de sujeciones (cuerpos y subjetividades)
aplicadas sobre de una ciudadanía identificada como población. Siendo ambas
acepciones admitidas, es la segunda la que se destaca en el uso teórico de términos
como “biopolítica” y “necropolítica” (mientras otras terminologías de cuño colombiano
como “narcopolítica” o “parapolítica” pierden por completo su significado atribuido
cuando se tiene en mente la primera acepción inclusiva o participativa de la política).
Siguiendo el modelo adversarial de Chantal Mouffe, aquí parece necesario pensar “lo
político” de la palabra “política” adjunta: es decir, las relaciones de poder y
antagonismo que se inscriben dentro de ese lexema que sigue al prefijo “tecno”. Es en
esta ruta que se intenta pensar, también en los últimos años, la tecnopolítica desde
América Latina, anclando los ciberespacios posibles en el mapa de los geoterritorios
existentes: “alertando y accionando sobre aquellas dinámicas que limiten el poder
ciudadano en el ámbito de las telecomunicaciones”, en palabras de Farid Amed, quien
hace énfasis en el lugar toral de la cultura libre en la recuperación de los espacios
colectivos que han sido expropiados, e induciendo a pensar tanto la composición
como las mecánicas en transformación de los mismos.

3.

Dos escritos dan cuenta del drástico desplazamiento operado en lo que sin duda
constituye una de las herramientas más poderosas que se ha creado en las últimas
décadas: el bello poema de fines de los Sesenta (cuyo título fue tomado para un
extraordinario documental de Adam Curtis) con el que Richard Brautigan describe el
futuro cercano que imagina como una “ecología cibernética” en la cual maquinas y
seres vivos coexisten en equilibrio y armonía dentro de un mundo sin dominaciones:
“(…) donde los ciervos paseen en paz / entre computadores / como si fueran flores /
con pétalos giratorios.”, parece perturbado en la famosa declaración de John Perry
Barlow de mediados de los Noventa, que constituye una advertencia que intenta
blindar al ciberespacio en su lucha por una independencia entonces ya amenazada
por la expropiación gubernamental y corporativo-comercial de Internet: “Gobiernos del
Mundo Industrial, ustedes, cansados gigantes de carne y acero, vengo del
Ciberespacio, el nuevo hogar de la Mente. En nombre del futuro, les pido en el pasado
que nos dejen en paz. No son bienvenidos entre nosotros.”. No obstante, a mediados
de los Ochenta (temporalmente en medio del poema de Brautigan y la proclama de
Barlow), el manifiesto escrito por The Mentor traza los inicios de la ruta de proscripción
y criminalización de un espíritu y ética hacker cuyas desencadenadas acciones, del
lado del activismo o de la arena legal, continúan hasta el día de hoy procurando la
libertad irrestricta de la red de redes y confrontando a las fuerzas que buscan su
coerción: “Nosotros exploramos . . . / y ustedes nos llaman criminales. / Nosotros
buscamos detrás del conocimiento . . . / y ustedes nos llaman criminales. / (…)
Ustedes construyen bombas atómicas, / ustedes hacen la guerra, / asesinan, engañan
y nos mienten / y tratan de hacernos creer que es por nuestro bien, / ahora nosotros
somos los criminales.”

Al igual que la biopolítica y la necropolítica, la tecnopolítica es un aspecto decisivo


dentro de una racionalidad gubernamental que se presenta como un campo de batalla
cibernético atravesado por conceptos de propiedad y por vías de control donde, de
momento, pueden hoy identificarse más usuarios (aquellos que acceden a un conjunto
de servicios) que realmente habitantes (es decir, menos sujetos con posibilidades de
transformación de las plataformas que utilizan o con márgenes ampliados de
autonomía). El entusiasmo desmedido por la herramienta misma de Internet así como
por sus posibilidades para articular la revuelta se inclina demasiado del lado de la
“nube” (como si los datos en Internet flotaran en nebulosas intangibles) sin permitir el
desvío hacia una reflexión sobre el control de una estructura física medularmente
compuesta por backbones y datacenters: servidores de almacenamiento ubicados en
territorios y países (y por tanto legislados por jurisdicciones específicas) o cables de
fibra óptica de primer orden que cruzan los océanos y circundan los continentes
conformando una columna vertebral que es propiedad de un oligopolio de empresas
privadas de telecomunicaciones y corporaciones multinacionales, las cuales, junto a la
supremacía de algunos Estados, ejercen a través de estos dispositivos una vigilancia
sobre los sujetos a escala planetaria, así como sobre gobiernos de naciones más
débiles. Aquél saber tecnocrático que se erige para el control y administración de lo
digital es copia del saber que pretendía colocar a la ciencia económica cada vez más
lejos del alcance de los estudios sociales.

4.
Para afirmar Internet como un “espacio autónomo de flujos” (en palabras con las que
Manuel Castells se refiere a este, en un texto publicado hace un par de años) debería
antes ser un campo socializado y hacer imposible todo tipo de “interceptación en
masa” de datos o metadatos a una comunidad cada vez más próxima a la población
mundial por parte de diversas entidades privadas y servicios de inteligencia de Estado
(haciendo énfasis en el cuadrante noroeste del planeta), como desde hace tiempo lo
denuncia WikiLeaks (y más recientemente Edward Snowden). La realidad es hoy
absolutamente lo contrario del lema criptopunk: existe un hermetismo para la
concentración de poder y una permanente vulneración de la privacidad en la
ciudadanía.

Pero si bien la línea que divide la biopolítica de la necropolítica parece cada vez más
una suerte de división de campos de acción, muchas veces negociados, en donde una
existe con la otra en una cohesión o solidaridad cómplice (como ocurre en efecto con
la idea moderna de progreso, que es impensable sin la noción de explotación), acaso
de estas tres modalidades de racionalidad gubernamental, la tecnopolítica es la que
ha permitido la articulación más eficaz de las anteriores. Así como la necropolítica no
pretendía sustituir a la biopolítica, la tecnopolítica (en su condición de espacio aun no
recuperado y como zona de conflicto) no ha pretendido cancelar a ninguna de estas
sino que podría incluso, en su forma actual, consolidar para ambas una aptitud y
eficiencia inéditas. Estas tres podrían convertirse en facetas o modalidades de una
sola racionalidad gubernamental-corporativa que, junto a otras vinculadas (que
puedan emerger o afirmarse en los años sucesivos), denominamos aquí la
Racionalidad Gubernamental Integrada - RGI, surgida con el fin del capitalismo tardío:
una máquina de dominación que parece surgir desde ese neoliberalismo terminal en
donde lo único que parece posible socializar son la pérdidas (económicas, humanas y
ecológicas) y que también podría ser designado como un neoliberalismo farsante o, si
se quiere, “zombie” (post-mortem), donde las entidades financieras antes opuestas a
toda intervención o intromisión Estatal en materia económica (y regidas solo por las
leyes del mercado auto-regulado) tomaron mágicamente nueva vida con el dinero
público de los rescates Estatales que, de no haber ocurrido, habrían conseguido la
quiebra y el colapso de su sistema de corrupción y explotación.

Por debajo de ese mundo confinado a su diseminación en el ciberespacio, la


tecnopolítica es aquí entendida como un conjunto de prácticas, mecanismos,
dispositivos y relaciones de poder (la concentración procedimental de un conjunto de
“actores dominantes” anotada por Heclo, “decididos a modelar las políticas públicas
según sus proyectos”, que tienden a desconectar una determinada línea política
democráticamente elegida del hecho concreto de la tecnocracia del control
administrativo, que en Internet involucra intereses geopolíticos y económicos) y, al
mismo tiempo, se señala como aquel campo específico de investigación sobre la
función y composición de estas mismas, que espacios como la Fundación Casa del
Bosque han empezado a articular (un dispositivo conceptual que pensamos puede
eludir cierto anquilosamiento académico que parece en los últimos años haber
envuelto a los estudios de biopolítica): el conocimiento y la acción se erigen aquí como
vías a través de las cuales recuperar estos ámbitos tecnológicos desde su actual
expropiación por Estados y corporaciones que han establecido vínculos asimétricos de
dominación, en una paulatina pero radical cooptación de fuerzas cuyas bases habían
sido inicialmente fundadas en lo colectivo. Ese es el desafío del pensamiento sobre la
tecnopolítica: “Sin duda, pasar por alto el dinamismo de un sector que posee una de
las mayores capacidades de concentración y proyección económica, presencia global
y poder político vigente, sería un gran error de lectura de contexto”, en palabras de
Amed.

Así, de modo similar a como el rechazo de tratamientos y protocolos impuestos por un


saber médico que no admite críticas (y que forma además parte del cuantioso negocio
de producción de patologías y enfermedades que luego pasa a medicar) o a como el
apoyo de la legalización y despenalización del aborto pueden considerarse,
respectivamente, herramientas biopolíticas o necropolíticas en favor de la autonomía
del sujeto sobre determinados poderes Estatales y corporativos; en el ámbito de la
tecnopolítica pueden construirse espacios de confrontación que han de abrirse con el
análisis de la conformación de las fuerzas de dominación (geopolíticas, sociales,
ideológicas y jurídicas) que actúan en las telecomunicaciones, necesariamente
desplazadas a un territorio de acción social orquestada tanto dentro como fuera de
Internet: una ruta exterior offline o “away from keyboard” (para usar un término
popularizado por Peter Sunde en un documental sobre el proceso legal contra The
Pirate Bay), que toma distancia de ese sujeto “mediatizado” que se auto-asume como
punta de lanza de una suerte de neo-vanguardia y que la dupla de Antonio Negri y
Michael Hardt describen como subsumido por la red y desconectado de una revuelta
cuyo eje medular está en una coordinación en proximidad de los cuerpos, “base de la
inteligencia y acción política colectivas”.

Bogotá, julio de 2014.

Nota: el borrador de este artículo fue redactado en los primeros meses de 2014 durante la
última parte de mi residencia tecnocultural en la Fundación Casa del Bosque en Bogotá y esta
vinculado con —incluso toma ideas y copia algunos fragmentos de— el tercer capítulo de un
libro de mi autoría sobre arte colombiano contemporáneo, titulado: Cuerpo en disolvencia.
Flujos, secreciones, residuos (de próxima aparición).

Bibliografía / Páginas web:


(en orden de mención o alusión)

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originalmente en italiano en 2004).

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— Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber. Madrid: Siglo XXI, 2005 (publicado originalmente en
francés en 1976).
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Cuadernos de crítica de la cultura, España, 1989, pp. 84-92. (Originalmente en francés fue una
contribución a unas jornadas en el Centre d’Initiatives pour des Nouveaux Espaces de Liberté - CINEL en
1981, y publicado en la revista Chimères, disponible en: <http://www.revue-
chimeres.fr/drupal_chimeres/files/cmi.pdf> (última revisión: junio 2014). Se incluye también en: Felix
Guattari, Plan sobre el planeta. Capitalismo Mundial Integrado y revoluciones moleculares. (Edición y
notas: Raúl Sánchez Cedillo). Madrid, Traficantes de sueños, 2004, pp. 57-74.

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