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Pontificia Universidad Javeriana

Facultad de Filosofía

Seminario: La Consolación de la Filosofía

Director: Alfonso Flórez

Estudiante: Daniel Humberto Jiménez

23 de septiembre de 2020

LA DIALÉCTICA Y LA INTUICIÓN COMO PROCESO DE ASCENSO AL SUMO BIEN

Luego de haberse reconciliado con la Fortuna, Boecio le pide a su maestra que le


conceda aquellos remedios que en un principio dijo serle demasiado fuertes, puesto que ya
es capaz de vislumbrar qué le pertenece a ella y cómo es su naturaleza. Por otra parte, el reo
ha comprendido que su letargo era producto de la buena faz de la Fortuna (2.P.VIII), que
acostumbra a los hombres a sus favores, haciéndoles creer que los bienes que acarrea son de
su propiedad, cuestión que causa quejidos cuando, de forma legítima, la volátil diosa los
reclama de vuelta.1 Sin embargo, la Filosofía insiste que de este convencimiento solo es
culpable el hombre, porque su ignorancia de sí y del fin de todas las cosas lo aparta del bien

1
Vale la pena hacer mención del doble carácter de la Fortuna, cuya buena faz, irónicamente,
prodiga los bienes que acostumbran a los hombres a depender de su presencia. Al contrario, proclama
la Filosofía como bienvenida a la mala Fortuna, pues gracias a ella y a la ausencia de sus bienes
despiertan los hombres del letargo en que creían ser poseedores de los bienes corpóreos,
presentándose así la oportunidad de recuperar su señorío natural (2. P.VIII).
supremo. Por este motivo, al igual que Sócrates en el Menón, la augusta nodriza cree prudente
para el cabal reconocimiento de la verdad servirse de “palabras que quien pregunta admita
conocer.” (75d – e). En el caso del prisionero, esto implica dialogar acerca de los estados
incompletos de felicidad y bienes (felicitas) en los que la mayoría de los mortales están
sumidos, para poder, por medio de la inteligencia (nous), dar justo valor al estado de felicidad
en que se colma la vida (beatitudo).2

Según Gruber (p. 28 – 29, 2006), los bienes como la riqueza, el poder, la fama, la
gloria y el placer comparten la cualidad de ser préstamos de la Fortuna. Y como todo
préstamo, están suscritos a los términos de su devolución. Esto quiere decir que todo bien
que provenga de la Fortuna tiene una naturaleza temporal, pues ha de ser devuelto en algún
momento. Otro aspecto común de los bienes perecederos es que, por su carácter temporal,
pertenecen al orden de lo corpóreo y el movimiento, por lo que pueden fluctuar entre la
ausencia y la presencia, siendo así de naturaleza cambiante3. Ambos términos, la caducidad
y la posible ausencia, someten al ánimo humano a la ansiedad y al miedo constante de perder
estos bienes, por lo que sus acciones terminan siendo dirigidas por aquello que no le es
propio. De esta forma, el deseo de los mortales parece insaciable, gracias a que consideran
cada bien según su naturaleza fluctuante e intermitente, deseando en cada caso hacerse con
la mayor cantidad posible de estos. Siendo así, quien es rico teme siempre la pérdida del
dinero que guarda en sus arcas o el simple hecho de no tener suficiente; los monarcas temen

2
Como señalaba Platón en boca de Sócrates en la República (533c), no puede llamarse
conocimiento a la concatenación entre principios y conclusiones mientras se ignora el camino
intermedio entre ambos. Tal vez la Filosofía quiere expresar aquí que no puede valorarse
adecuadamente una proposición o un argumento sin conocer el camino que conduce a él. Hay una
especie de requisito o merecimiento propedéutico para conocer a Dios y a la idea del bien, como se
evidencia en 3. M. 1: “Quien quiere sembrar un campo virgen, primero libera de malezas la tierra,
corta con la hoz zarzas y helechos para que Ceres venga cargada con la nueva cosecha. (…)”

3
Esta cuestión, como señala Leonor Pérez (p. 211, 1997), remite inmediatamente al Timeo,
pues, de acuerdo a Platón, la sucesión y el movimiento son productos del creador (demiurgoi) a
imagen de lo inmóvil y eterno.
los levantamientos en los territorios en donde carecen de suficiente poder; quien es famoso,
por su parte, se obsesiona fútilmente porque no haya un sitio en la Tierra donde su nombre
no haya sido pronunciado; aquel que ansía la gloria enfoca todas sus fuerzas en hacerse con
todos los cargos públicos posibles; y, por último, quien dirige todos sus esfuerzos a llevar
una vida de placeres corporales, teme constantemente el detrimento del cuerpo. A pesar de
todo lo anterior, la Filosofía reconoce que “todas las aspiraciones de los hombres, que se
manifiestan en el empeño de múltiples actividades, avanzan por senderos diferentes, pero en
cualquier caso se esfuerzan por llegar a una única meta, la felicidad.” (3. P.II). De esta forma,
se llama felicidad a aquel bien por el cual todo esfuerzo es efectuado. Aquí radica el
arquetípico error humano. Si se llama felicidad al bien al que todo empeño se orienta es
porque se cree que este colma la vida, dejando a quien lo posee nada que desear. Lo anterior
significa que aquel bien que colma la vida se juzga como supremo. Pero, ¿cómo puede ser el
bien supremo aquel sujeto al paso del tiempo y el lugar, y no a la naturaleza del poseedor?
Y, ¿cómo puede llamarse bien supremo a uno que deja mucho que desear?

Precisamente, cuando los hombres dirigen su empeño a hacerse ricos, tarde o temprano,
necesitan de ayudas externas para gestionar el dinero amasado. Esto causa un persistente
temor a que algún colaborador le extraiga la más ínfima moneda de sus arcas, por lo que ve
ladrones imaginarios o potenciales en todo lugar y momento. Además, las riquezas no evitan
el hambre, los padecimientos u otras necesidades, al contrario, cuando se aplacan con dinero
“es necesario que surja una nueva que debamos satisfacer” (3. P. III).

La obtención de gloria es igual de problemática. El desempeño de un cargo no es signo de


virtud, antes bien, un hombre injusto como pretor o senador exhibe aún más su injusticia y
sus vicios por el poder que se le ha conferido. Por eso, dice la Filosofía que “su indignidad
sería menos notoria si no fueran distinguidos por ningún cargo.” (3. P. IV). A su vez, esta
indignidad produce desprecio por parte de gobernados y colegisladores, haciendo que quien
ejerce el poder con depravación quede falto de respeto. Por otro lado, por ser los cargos
públicos y el poder dependientes del momento y lugar en que se ejercen, cualquier tribuno
expuesto a la mirada extranjera es tomado por un hombre común y corriente. De esta forma,
todo lo que no posea gloria intrínseca depende de la opinión acerca de qué es esta, y el lugar
y el momento en que se profese.
El poder, por su parte, apenas disminuye produce la cólera y la ansiedad del gobernante. Es
temeroso de las posibles revueltas que hayan donde no goza de un ejercicio completo del
poder. Este complejo se manifiesta en los ejércitos, en los muchos guardias que necesitan los
reyes para cuidar de sí mismos y sus territorios, y en los funcionarios que debe asignar a las
tareas que, por su condición mortal, no puede llevar a cabo en soledad. Debido a la carencia
misma de poder que arrastra a las revueltas, terminan asignando cortesanos y amigos en
múltiples cargos de los que, en un punto, teme también la traición, ya que “aquel al que la
prosperidad ha hecho amigo, la adversidad lo hará enemigo.” (3. P. V)

El último bien en ser descartado como bien supremo es el placer. En efecto, cuando se busca
por todos los medios una vida placentera, lo único que queda es culpa y sufrimiento. En una
vida dedicada al placer la culpa es signo de poder haber vivido con metas más dignas, de
forma que se hubiese podido evitar el sufrimiento y las enfermedades producto de su abuso.
Otra cuestión es que los placeres corpóreos traen consigo a la descendencia, cuestión que
nunca deja de ser preocupante para un padre, ya sea por el bienestar de sus hijos o bien por
la negligencia con la que es tratado una vez es viejo y es percibido como una carga. Otra faz
del placer que es puesta en tela de juicio es la jactancia respecto a la belleza del cuerpo. La
Filosofía señala que un bien así no puede colmar la vida, pues es sumamente frágil (cualquier
parásito o fiebre pueden derribarlo durante días e, incluso, matarlo), además de depender su
belleza de la deficiente vista humana.

Gracias a todo lo anterior, señala la Filosofía que buscar la felicidad (beatitudo) en el poder,
el placer, la gloria, etc, es como ir a cazar un ciervo al fondo del mar Tirreno (3. M. 8). Esto
es así porque todos los bienes suscritos al cambio están emparentados al menos en dos
aspectos: primero, acarrean daño para el poseedor, bien por su ausencia o su presencia; y, en
segunda instancia, no cumplen lo que prometen, pues se pierde la independencia debido al
sometimiento de la tranquilidad propia a bienes exógenos y fluctuantes. De esta manera, el
ser humano orienta su vida de acuerdo a lo que siempre carece por naturaleza. Esta situación
robustece aún más el argumento de la Filosofía contra estos bienes, debido a que por ser
fluctuantes y por no cumplir lo que prometen, crean necesidades artificiales al enfrentar a los
hombres entre ellos en un interminable pugilato por lo que les hace falta. Esta situación es
descrita por Sócrates en la República, cuando insatisfecho por la austera ciudad descrita por
Sócrates como buena (pues los oficios solo cultivan bienes espirituales y se satisfacen las
necesidades más básicas), Glaucón repone en preguntar dónde quedan los sillones, los
postres, el marfil y el oro, por lo que el discípulo de Apolo se percata de que lo que su
interlocutor desea es una ciudad con lujos. En ese caso, ha de hacerse más grande la ciudad,
se hacen necesarios cocineros y reposteros y gente que cuide el ganado. Y con ese régimen
de vida es menesteroso tener muchos médicos. De esta forma, los recursos que antes se tenían
ya no son suficientes, por lo que habrá que expandir el Estado (373b), cuestión que implicaría
tomar las tierras del vecino para hacer las ciudades más grandes, y no un poco, sino lo
suficiente para que quepa un ejército entero. Toda esta descripción de necesidades artificiales
concluye en un espiral sin fin en que una comunidad de hombres tiene todo lo que necesita
hasta que decide que quiere más. Gracias a esto Sócrates dice:

No digamos aún —seguí— si la guerra produce males o bienes, sino solamente que,
en cambio, hemos descubierto el origen de la guerra en aquello en lo cual nacen las mayores
catástrofes públicas y privadas que recaen sobre las ciudades. (Rep. 373e)

Como se pone en evidencia, la adhesión a los bienes suscritos al préstamo temporal


de la Fortuna hace ciegos a los hombres, deseosos de una victoria constante sobre otros para
hacerse con sus bienes. Los reinos poderosos desean hacerse con la riqueza de otras ciudades,
las ciudades famosas utilizan su renombre para someter a las ciudades poderosas, las
ciudades abundantes en placeres los ofrecen en busca de alianzas que las hagan grandes en
renombre y en poder y así poder defenderse, etc. De esta manera, los hombres dividen los
bienes, no atendiendo al reconocimiento de la verdad y las leyes eternas que gobiernan el
mundo, sino movidos por las controversias y el disentimiento que implican tomar los bienes
del contrincante. Esta forma de tratar los bienes puede ser caracterizada como erística4, pues
responde solo al deseo inmediato de vencer y desposeer al otro por cualquier medio posible.

4
Se hace en este punto mención implícita a la distinción efectuada por Platón entre dialéctica
y erística en el Menón, entendida la primera como la problematización de un tema en aras de hallar
la verdad y aprender del proceso, mientras se entiende la segunda como controversia y
problematización de un tema cuyo objetivo único es vencer al contrincante. La primera suele ser de
un clima amigable, la segunda no, porque se busca desacreditar los argumentos de los interlocutores
por cualquier medio, inclusive, desacreditando al contrincante y no a sus palabras.
Este sometimiento del hombre y las sociedades a los bienes temporales es censurada de
manera nostálgica por la Filosofía al desear que el género humano fuera gobernado por las
leyes del amor que gobiernan el cielo, permitiéndole comportarse con simpleza (2. M. 5 y 2.
M. 8). Siguiendo a Gruber, podría interpretarse este verso como un protreptikos, es decir,
como una invitación a la actividad filosófica (p. 30, 2006). Desde luego, las leyes que
gobiernan al mundo son armoniosas y universales, por lo que no pueden ser captadas por la
inteligencia si esta no se pone al servicio de la verdad. Solo por medio de la dialéctica es
posible que el hombre viva según aquello que no es mutable ni sensible y que lo gobierna
todo. Esta ciencia permite:

“(…) dirigirse, con ayuda de la razón y sin intervención de ningún sentido,


hacia lo que es cada cosa en sí y cuando no desiste hasta alcanzar, con el solo auxilio
de la inteligencia, lo que es el bien en sí (…)” (Rep. 532a – b)

Teniendo en cuenta que solo por medio de la inteligencia (nous) y mediante un


proceso dialéctico (es decir, discutiendo en aras de acertar en la verdad y partiendo de lo ya
conocido por quienes la buscan), se entiende el motivo de la Filosofía para recorrer los
estados incompletos de felicidad ya conocidos por su pupilo, puesto que desde su definición
como bienes “imperfectos” puede intuirse que se predica este adjetivo en relación a la
perfección de un bien supremo, aquel que reúne a todos los demás en sí mismos, en grado
sumo y en completa unidad. Si lo que se desea es conocer las leyes eternas para orientar los
bienes terrenales y la vida en general de acuerdo a ella, significa que el estudio del derecho
y las normas debe tener el objetivo de atender a la verdad por medio de lo que ya se conoce,
en un proceso dialéctico. Así, si hay bienes supeditados al préstamo temporal de la Fortuna,
debe haber bienes suscritos a un derecho de carácter no temporal, al que el hombre puede
acceder sin importar el lugar y el momento, gracias a su naturaleza racional y su alma
inmortal. Toda esta capacidad intuitiva del ser humano es una hipótesis antropológica de un
talante optimista, pues su consecuencia es que el derecho universal y el bien supremo, que se
identifica con el estado completo de felicidad que colma el deseo, pueden ser tomados en
cuenta para la deliberación y el examen de los deseos propios, haciéndose causa eficiente de
la acción moderada de acuerdo a las virtudes intelectivas. Para Gruber, esto es clara señal de
que Boecio pertenece a una tradición de sabios que se consuelan a sí mismos, pues la
actividad filosófica no se reduce a la investigación de la naturaleza, por medio del Trivium,
además, tiene por objeto al hombre mismo, a sus derechos, sus límites y su naturaleza,
cuestión de la que si es consiente jamás ha de sentirse abandonado y solo (p. 30, 2006).

Referencias bibliográficas:

Boecio (1997). La Consolación de la Filosofía. Leonor Pérez (Trad). Madrid, España.


Ediciones Akal.

Gruber, J. (2006). Kommentar zu Boethius, De Consolatione Philosophiae. Berlin, Alemania.


Edición: Walter de Gruyter.

Platón (2018). La República. José Manuel Pabón, Manuel Fernández – Galiano (Trad).
Madrid, España. Alianza Editorial.

Platón (1987). Diálogos II: Gorgias, Menéxeno, Eutidemo, Menón, Crátilo. J. Calonge Ruiz,
E. Acosta Méndez, F. J. Olivieri, J. L. Calvo (Trad). Madrid, España. Biblioteca Clásica
Gredos.

Platón (1992). Diálogos VI: Filebo, Timeo, Critias. M.a Ángeles Durán, Francisco Lisi
(Trad). Madrid, España. Biblioteca Clásica Gredos.

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