Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Relatoría (5) - Daniel H. Jiménez. Seminario Boecio 23 de Septiembre
Relatoría (5) - Daniel H. Jiménez. Seminario Boecio 23 de Septiembre
Facultad de Filosofía
23 de septiembre de 2020
1
Vale la pena hacer mención del doble carácter de la Fortuna, cuya buena faz, irónicamente,
prodiga los bienes que acostumbran a los hombres a depender de su presencia. Al contrario, proclama
la Filosofía como bienvenida a la mala Fortuna, pues gracias a ella y a la ausencia de sus bienes
despiertan los hombres del letargo en que creían ser poseedores de los bienes corpóreos,
presentándose así la oportunidad de recuperar su señorío natural (2. P.VIII).
supremo. Por este motivo, al igual que Sócrates en el Menón, la augusta nodriza cree prudente
para el cabal reconocimiento de la verdad servirse de “palabras que quien pregunta admita
conocer.” (75d – e). En el caso del prisionero, esto implica dialogar acerca de los estados
incompletos de felicidad y bienes (felicitas) en los que la mayoría de los mortales están
sumidos, para poder, por medio de la inteligencia (nous), dar justo valor al estado de felicidad
en que se colma la vida (beatitudo).2
Según Gruber (p. 28 – 29, 2006), los bienes como la riqueza, el poder, la fama, la
gloria y el placer comparten la cualidad de ser préstamos de la Fortuna. Y como todo
préstamo, están suscritos a los términos de su devolución. Esto quiere decir que todo bien
que provenga de la Fortuna tiene una naturaleza temporal, pues ha de ser devuelto en algún
momento. Otro aspecto común de los bienes perecederos es que, por su carácter temporal,
pertenecen al orden de lo corpóreo y el movimiento, por lo que pueden fluctuar entre la
ausencia y la presencia, siendo así de naturaleza cambiante3. Ambos términos, la caducidad
y la posible ausencia, someten al ánimo humano a la ansiedad y al miedo constante de perder
estos bienes, por lo que sus acciones terminan siendo dirigidas por aquello que no le es
propio. De esta forma, el deseo de los mortales parece insaciable, gracias a que consideran
cada bien según su naturaleza fluctuante e intermitente, deseando en cada caso hacerse con
la mayor cantidad posible de estos. Siendo así, quien es rico teme siempre la pérdida del
dinero que guarda en sus arcas o el simple hecho de no tener suficiente; los monarcas temen
2
Como señalaba Platón en boca de Sócrates en la República (533c), no puede llamarse
conocimiento a la concatenación entre principios y conclusiones mientras se ignora el camino
intermedio entre ambos. Tal vez la Filosofía quiere expresar aquí que no puede valorarse
adecuadamente una proposición o un argumento sin conocer el camino que conduce a él. Hay una
especie de requisito o merecimiento propedéutico para conocer a Dios y a la idea del bien, como se
evidencia en 3. M. 1: “Quien quiere sembrar un campo virgen, primero libera de malezas la tierra,
corta con la hoz zarzas y helechos para que Ceres venga cargada con la nueva cosecha. (…)”
3
Esta cuestión, como señala Leonor Pérez (p. 211, 1997), remite inmediatamente al Timeo,
pues, de acuerdo a Platón, la sucesión y el movimiento son productos del creador (demiurgoi) a
imagen de lo inmóvil y eterno.
los levantamientos en los territorios en donde carecen de suficiente poder; quien es famoso,
por su parte, se obsesiona fútilmente porque no haya un sitio en la Tierra donde su nombre
no haya sido pronunciado; aquel que ansía la gloria enfoca todas sus fuerzas en hacerse con
todos los cargos públicos posibles; y, por último, quien dirige todos sus esfuerzos a llevar
una vida de placeres corporales, teme constantemente el detrimento del cuerpo. A pesar de
todo lo anterior, la Filosofía reconoce que “todas las aspiraciones de los hombres, que se
manifiestan en el empeño de múltiples actividades, avanzan por senderos diferentes, pero en
cualquier caso se esfuerzan por llegar a una única meta, la felicidad.” (3. P.II). De esta forma,
se llama felicidad a aquel bien por el cual todo esfuerzo es efectuado. Aquí radica el
arquetípico error humano. Si se llama felicidad al bien al que todo empeño se orienta es
porque se cree que este colma la vida, dejando a quien lo posee nada que desear. Lo anterior
significa que aquel bien que colma la vida se juzga como supremo. Pero, ¿cómo puede ser el
bien supremo aquel sujeto al paso del tiempo y el lugar, y no a la naturaleza del poseedor?
Y, ¿cómo puede llamarse bien supremo a uno que deja mucho que desear?
Precisamente, cuando los hombres dirigen su empeño a hacerse ricos, tarde o temprano,
necesitan de ayudas externas para gestionar el dinero amasado. Esto causa un persistente
temor a que algún colaborador le extraiga la más ínfima moneda de sus arcas, por lo que ve
ladrones imaginarios o potenciales en todo lugar y momento. Además, las riquezas no evitan
el hambre, los padecimientos u otras necesidades, al contrario, cuando se aplacan con dinero
“es necesario que surja una nueva que debamos satisfacer” (3. P. III).
El último bien en ser descartado como bien supremo es el placer. En efecto, cuando se busca
por todos los medios una vida placentera, lo único que queda es culpa y sufrimiento. En una
vida dedicada al placer la culpa es signo de poder haber vivido con metas más dignas, de
forma que se hubiese podido evitar el sufrimiento y las enfermedades producto de su abuso.
Otra cuestión es que los placeres corpóreos traen consigo a la descendencia, cuestión que
nunca deja de ser preocupante para un padre, ya sea por el bienestar de sus hijos o bien por
la negligencia con la que es tratado una vez es viejo y es percibido como una carga. Otra faz
del placer que es puesta en tela de juicio es la jactancia respecto a la belleza del cuerpo. La
Filosofía señala que un bien así no puede colmar la vida, pues es sumamente frágil (cualquier
parásito o fiebre pueden derribarlo durante días e, incluso, matarlo), además de depender su
belleza de la deficiente vista humana.
Gracias a todo lo anterior, señala la Filosofía que buscar la felicidad (beatitudo) en el poder,
el placer, la gloria, etc, es como ir a cazar un ciervo al fondo del mar Tirreno (3. M. 8). Esto
es así porque todos los bienes suscritos al cambio están emparentados al menos en dos
aspectos: primero, acarrean daño para el poseedor, bien por su ausencia o su presencia; y, en
segunda instancia, no cumplen lo que prometen, pues se pierde la independencia debido al
sometimiento de la tranquilidad propia a bienes exógenos y fluctuantes. De esta manera, el
ser humano orienta su vida de acuerdo a lo que siempre carece por naturaleza. Esta situación
robustece aún más el argumento de la Filosofía contra estos bienes, debido a que por ser
fluctuantes y por no cumplir lo que prometen, crean necesidades artificiales al enfrentar a los
hombres entre ellos en un interminable pugilato por lo que les hace falta. Esta situación es
descrita por Sócrates en la República, cuando insatisfecho por la austera ciudad descrita por
Sócrates como buena (pues los oficios solo cultivan bienes espirituales y se satisfacen las
necesidades más básicas), Glaucón repone en preguntar dónde quedan los sillones, los
postres, el marfil y el oro, por lo que el discípulo de Apolo se percata de que lo que su
interlocutor desea es una ciudad con lujos. En ese caso, ha de hacerse más grande la ciudad,
se hacen necesarios cocineros y reposteros y gente que cuide el ganado. Y con ese régimen
de vida es menesteroso tener muchos médicos. De esta forma, los recursos que antes se tenían
ya no son suficientes, por lo que habrá que expandir el Estado (373b), cuestión que implicaría
tomar las tierras del vecino para hacer las ciudades más grandes, y no un poco, sino lo
suficiente para que quepa un ejército entero. Toda esta descripción de necesidades artificiales
concluye en un espiral sin fin en que una comunidad de hombres tiene todo lo que necesita
hasta que decide que quiere más. Gracias a esto Sócrates dice:
No digamos aún —seguí— si la guerra produce males o bienes, sino solamente que,
en cambio, hemos descubierto el origen de la guerra en aquello en lo cual nacen las mayores
catástrofes públicas y privadas que recaen sobre las ciudades. (Rep. 373e)
4
Se hace en este punto mención implícita a la distinción efectuada por Platón entre dialéctica
y erística en el Menón, entendida la primera como la problematización de un tema en aras de hallar
la verdad y aprender del proceso, mientras se entiende la segunda como controversia y
problematización de un tema cuyo objetivo único es vencer al contrincante. La primera suele ser de
un clima amigable, la segunda no, porque se busca desacreditar los argumentos de los interlocutores
por cualquier medio, inclusive, desacreditando al contrincante y no a sus palabras.
Este sometimiento del hombre y las sociedades a los bienes temporales es censurada de
manera nostálgica por la Filosofía al desear que el género humano fuera gobernado por las
leyes del amor que gobiernan el cielo, permitiéndole comportarse con simpleza (2. M. 5 y 2.
M. 8). Siguiendo a Gruber, podría interpretarse este verso como un protreptikos, es decir,
como una invitación a la actividad filosófica (p. 30, 2006). Desde luego, las leyes que
gobiernan al mundo son armoniosas y universales, por lo que no pueden ser captadas por la
inteligencia si esta no se pone al servicio de la verdad. Solo por medio de la dialéctica es
posible que el hombre viva según aquello que no es mutable ni sensible y que lo gobierna
todo. Esta ciencia permite:
Referencias bibliográficas:
Platón (2018). La República. José Manuel Pabón, Manuel Fernández – Galiano (Trad).
Madrid, España. Alianza Editorial.
Platón (1987). Diálogos II: Gorgias, Menéxeno, Eutidemo, Menón, Crátilo. J. Calonge Ruiz,
E. Acosta Méndez, F. J. Olivieri, J. L. Calvo (Trad). Madrid, España. Biblioteca Clásica
Gredos.
Platón (1992). Diálogos VI: Filebo, Timeo, Critias. M.a Ángeles Durán, Francisco Lisi
(Trad). Madrid, España. Biblioteca Clásica Gredos.