Está en la página 1de 194

1

(Contraportada)

«En estas profundas, hermosas y aun


literarias páginas, pretende el insigne Prelado
mejicano hacer algunas muy acertadas reflexiones
para poner en nuestra vida espiritual y en lo
profundo de nuestras almas, un sólo fundamento de
amor, que nos ayude a fundar nuestros deseos de
santidad y caminar por este sendero, sin temor de
errar, si acudimos al guía principal de él, el Espíritu
Divino.
Señala en estos capítulos las diversas etapas
de la vida espiritual, en el camino por donde se
llega a la plenitud del amor, lo que constituye la
santidad y la felicidad verdadera del alma,
El fruto que desea sacar el autor para los
lectores de esta obra, es un estímulo para trabajar
con mayor ahínco en la propia santificación. Un
conocimiento más profundo del espíritu de la Cruz
de modo que entendamos qué a propósito es tal
ideal para alcanzar la santidad y por fin un gran
anhelo de trabajar en el camino hacia la misma.
Y para no desalentarse ante tan duro trabajo
como supone el camino para alcanzar la santidad
propone otros tres medios: una fuerza, la
Eucaristía; un modelo, la Virgen María, y un Guía,
el Espíritu Santo. (Revista Christus)

2
LUIS M. MARTÍNEZ
ARZOBISPO PRIMADO DE MEXICO

EL CAMINO REGIO
DEL AMOR

1961

3
Nihil obstat:
Don ANTONIO MUÑOZ.
Censor.

Reimprimatur:
† JOSÉ MARÍA,
Obispo Aux. y Vicario Gral.
Madrid, noviembre 1961

Mons. Luis M. Martínez

4
ÍNDICE

Proemio...............................................................................................6
Amor y felicidad..................................................................................7
Amor y consuelo...............................................................................14
Amor y fecundidad............................................................................21
Amor y desprendimiento...................................................................26
Concluye el mismo asunto................................................................34
Amor y humildad...............................................................................42
Amor y pobreza.................................................................................50
Amor y pureza...................................................................................54
Amor y pureza de corazón.................................................................60
Amor y obediencia............................................................................66
Concluye el mismo asunto................................................................71
Amor y sacrificio...............................................................................77
Amor y oración..................................................................................85
Prosigue el mismo asunto..................................................................93
Concluye el mismo asunto................................................................99
Amor y vida de oración...................................................................106
Amor y espíritu de la cruz en la vía purgativa.................................113
Amor y vía iluminativa....................................................................119
Concluye el mismo asunto..............................................................124
Amor y oración en la vía iluminativa..............................................129
Concluye el mismo asunto..............................................................135
Amor y cruz en la vía iluminativa...................................................142
Amor y vía unitiva...........................................................................146
Amor y unión transformante...........................................................151
Amor y misión del alma transformada............................................156
Amor y caracteres del espíritu de la cruz........................................161
Amor y dolor en la unión transformante.........................................167
Amor y fecundidad del alma transformada.....................................175
Epílogo............................................................................................181

5
PROEMIO

Lo primero que Jesús pide a un alma es amor; en cierto sentido, es lo


único que le pide, porque el amor lo abarca todo, porque todo lo que Jesús
desea de las almas es como un corolario del amor.
San Agustín, con su genio profundo y la prerrogativa que tuvo de
buscar fórmulas precisas y felices para expresarlo todo, dijo: Ama et fac
quod vis. «Ama y haz lo que quieras.» Con lo cual nos dio a entender
perfectamente que del amor procede todo.
Para alcanzar nuestra felicidad, para realizar la obra de nuestra
santificación, basta una sola cosa: AMAR.
Sin duda que ya lo amamos; pero el amor nunca dice basta. La
medida del amor, dijo Santo Tomás de Aquino, es no tener medida.
Cuando se ama, se anhela amar más: cuando se posee el amor, se anhela
más amor.
¡Y cuántas veces sucede que amando sinceramente a Jesús no
acabamos de comprender perfectamente que su amor es todo y que su
amor es lo único! Y aunque lo amamos, no lo amamos de esta manera
exclusiva que el amor exige ni de esa manera total que es indispensable
para el amor.
Por eso pienso que, ante todo y sobre todo, debemos poner en nuestra
alma el fundamento profundo y solidísimo del amor.
Para conseguirlo, voy a hacer algunas reflexiones que, si Dios las
bendice, pueden ayudar a hacer más hondo, más sólido, más profundo
nuestro amor.

6
CAPÍTULO PRIMERO

AMOR Y FELICIDAD

Desde luego, es utilísimo considerar que en el amor de Jesús


encontraremos la felicidad, nuestra única felicidad.
El amor a la felicidad, el deseo de poseerla, es algo fundamental de
nuestro corazón. Todos buscamos la felicidad, y todo lo que amamos, en el
fondo lo amamos para alcanzar la felicidad.
Hasta en esos grandes actos de generosidad en que es preciso
olvidarnos de nosotros mismos y abrazar los sufrimientos y las
humillaciones que Dios nos envía, en el fondo buscamos la felicidad;
porque hemos encontrado el secreto de hallar felicidad, como dijo Santa
Teresa del Niño Jesús, en el fondo del dolor. Hasta en los actos más he-
roicos buscamos la felicidad; porque es una ley psicológica de nuestro
espíritu, que todo lo que buscamos y que todo lo que queremos tenga por
base el anhelo de la felicidad.
Ahora bien: nuestra felicidad es Jesús, nuestra única felicidad es
Jesús. No hay, no puede haber otra felicidad que ésa. En vano andamos
buscando muchas veces cierto bienestar en las criaturas o en el fondo de
nosotros mismos. No, no hay más felicidad que Jesús.
El mismo San Agustín lo expresó también con la maestría que le era
propia: Hiciste, Señor, nuestro corazón para Ti, y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en Ti. Está hecho de tal manera nuestro
corazón y nuestra alma, que solamente Dios nos puede saciar.
Y Jesús es Dios; pero un Dios acomodado a nuestra pequeñez, un
Dios que se hizo pequeño para caber en nuestro corazón; un Dios que se
hizo visible para que, como dice la Iglesia, conociendo a Dios de una
manera visible, nuestros corazones fueran arrebatados al amor de lo
invisible y de lo divino, dum visibiliter Deum cognoscim per hunc in
invisibilium amoren rapiamur (1).
Nuestra felicidad es Jesús. En la medida en que poseamos a Jesús,
seremos felices.
1
Praef. Nativitate.
7
Por eso en la tierra no se puede tener la felicidad absoluta, porque en
la tierra no se puede poseer a Jesús de una manera perfecta.
En la tierra hay una felicidad imperfecta, pero real: consiste en
poseer a Jesús de la manera como aquí podemos poseerlo.
Y para que podamos poseer esa felicidad, en la tierra o en el cielo, de
la manera que es propio poseerla aquí o de la manera perfectísima como se
posee allá, es necesario que amemos a Jesús.
En su amor se encuentra nuestra felicidad, nuestra única felicidad.
***
Amar a Jesús es amar lo infinito, pero lo infinito acomodado a
nuestra pequeñez.
No tenemos idea completa en este mundo de lo que es lo infinito;
sólo tenemos una idea negativa: la palabra «infinito» significa lo que no
tiene límite. Pero no alcanzamos a comprender la inmensa riqueza que se
encierra en este Ser, que es infinito.
Allí encontramos la satisfacción plena de todas nuestras aspiraciones.
Todo lo que podemos anhelar está en Jesús: verdad, amor, belleza..., ¡todo!
Por eso dijo San Pablo: Omnia et in omnibus Christus (Col 3, 11).
«Todo y en todo Cristo.» Fuera de Él, nada puede satisfacemos, nada nos
puede hacer felices.
Hay en las almas, aun en las almas consagradas a Dios, ciertas
ilusiones por las que creen encontrar un destello de felicidad, algo de
bienestar en este o en aquel otro bien creado. Se engañan. Precisamente
perdemos la felicidad, porque nos dejamos llevar por esas ilusiones y
andamos queriendo encontrar la felicidad donde no se encuentra.
La felicidad única es Jesús.
Por eso necesitamos amarlo, por eso es preciso que Él sea el único
amor de nuestro corazón.
El día que Jesús sea el amor exclusivo de nuestra alma, el día en que
todo lo que amemos lo amemos en Él y por Él, el día en que ese amor se
desarrolle y marche triunfalmente hasta llegar a su plenitud, seremos
felices.
Todos los santos que han amado plenamente a Jesús han encontrado
en la tierra la felicidad. Y nos lo han dicho.

8
San Pablo decía: Sobreabundo de gozo en medio de mis tribulaciones
(2 Cor 7, 4).
Otro santo le pedía a Dios: Señor, ya no me des más felicidad, porque
mi espíritu no es capaz de resistirla.
Santa Teresa del Niño Jesús afirmó: Encontré en la tierra la felicidad
y la alegría.
Todos los santos encontraron la felicidad y la alegría en este mundo,
porque encontraron el amor de Jesús.
Y es natural que así sea, porque solamente el infinito puede satisfacer
nuestros anhelos y puede hacer feliz nuestro corazón: ¡si es la felicidad de
Dios, si es su propia felicidad! Lo que es capaz de satisfacer un Corazón
infinito, ¿cómo no había de ser capaz de satisfacer plenamente nuestro
pobre corazón limitado?
Y vuelvo a repetir: para que pudiéramos amar lo infinito, para que su
peso no aplastara nuestra pequeñez, para que sus esplendores no
deslumbraran nuestro espíritu, Dios quiso revestirse de nuestra pobre
naturaleza, para ocultar su luz y su majestad, y así pudiéramos acercamos a
Él, y sintiendo que Él es carne de nuestra carne y hueso de nuestros
huesos, encontráramos la delicia inefable de su amor.
Amar a Jesús es amar lo infinito, pero amar lo infinito acomodado a
nuestra pequeñez, adaptado a nuestra debilidad; y en ese amor
encontraremos la felicidad.
De manera que si no somos felices en la tierra es porque algo nos
impide ese amor, o porque no acabamos de comprender que ese amor es
todo para nosotros, o porque muchas veces, en torno de ese amor, nos
andamos buscando a nosotros mismos o andamos buscando a las criaturas.
El día en que el amor de Jesús triunfe perfectamente de nuestras
almas, seremos santos, seremos felices.
***
Pero sabemos muy bien que el amor, por su naturaleza, es mutuo;
quien busca amar, busca también ser amado. Es el complemento natural
del amor: el que ama quiere ser amado.
Jesús mismo, que nos ama tan desinteresadamente, busca, sin
embargo, el amor de nuestro corazón; se diría que mendiga nuestro amor,
puesto que está tocando, como dice la Escritura, a nuestras puertas, a
nuestro corazón (Apoc 3, 26).
9
Nosotros también queremos amar y ser amados: amar y ser amados
es lo que constituye nuestra felicidad.
Y Jesús nos ama, nos ama más allá de lo que podemos concebir; más,
mucho más de lo que podemos soñar. ¡Ah, si supiéramos cómo nos ama
Jesús! Sólo en el cielo lo sabremos, porque si lo supiéramos en la tierra,
moriríamos.
Amando a Jesús, acabo de decirlo, amamos lo infinito. Siendo
amados por Jesús, somos amados con un amor infinito.
¡Ah, si comprendiéramos esa expresión! ¡Si supiéramos lo que es ser
amados con amor infinito!
¡Cuántas veces sentimos de una manera muy intensa la necesidad de
ser amados! Es un anhelo natural e irresistible de nuestro corazón. Y para
saciarlo, ¡cuántas veces andamos buscando en la tierra las migajas del
amor!... ¿Para qué queremos otro amor que el de Jesús? Él nos basta, y,
pudiéramos decir, Él nos sobra, si en esta materia pudiera haber exceso.
Es un amor riquísimo que lo abarca todo, que lo encierra todo,
vuelvo a decirlo, que supera nuestros deseos y nuestros sueños.
El mismo Jesucristo, para expresamos su amor, en la víspera de su
Pasión, usó de una frase verdaderamente insondable: Como mi Padre me
ama, así os amo Yo (Jn 15, 9). ¿Cómo le ama su Padre? Con un amor
infinito: le ama con el Espíritu Santo, con su amor sustancial, con un amor
personal. La felicidad de Dios es ese amor que se tienen el Padre y el Hijo,
que es el Espíritu Santo; ésa es la felicidad de Dios, ése es el misterio
inefable de la Trinidad.
Pues como mi Padre os ama, así os amo Yo. Nos ama con un amor
infinito, con un amor capaz de llenar y de satisfacer el Corazón de Dios,
con ese mismo amor con que el Padre ama a Jesús, Jesús nos ama a
nosotros. ¿Podemos desear más?
¡Ni siquiera alcanzamos a sospechar nuestra dicha!... ¡Amar al
Infinito, ser amados infinitamente por el Infinito..., ésa es nuestra felicidad,
nuestra única, nuestra maravillosa felicidad!
Es una participación de la felicidad misma de Dios: Dios es feliz
contemplándonos y amándose a Sí mismo; Dios es feliz porque el Padre
engendra a su Hijo y porque el Padre y el Hijo se aman en el Espíritu
Santo. Esta es su bienaventuranza eterna. Y por una maravillosa condes-
cendencia de su amor, Él ha querido participamos de su propia felicidad.
***
10
Pero si no podemos conocer las profundidades de ese amor infinito,
por lo menos podemos entender un poco mejor los efectos y las
manifestaciones maravillosas de ese amor. Si no alcanzamos a entender la
frase de Jesús: Como mi Padre me ha amado, así Yo os amo, podemos
entender mejor las manifestaciones de amor que nos ha dado Jesucristo
Nuestro Señor.
La Iglesia las resume en una estrofa maravillosa de uno de los
himnos eucarísticos. Allí nos dice cómo Jesús se nos ha dado, y hacer el
don de nosotros mismos es amar:
«Naciendo se nos dio por compañero, en el Cenáculo se nos ofreció
como alimento, en la cruz se entregó como nuestro rescate, reinando en el
cielo se nos dará como premio.»2
Cada una de estas donaciones de Jesús serían suficientes para llenar
toda la vida, vislumbrando la magnitud inefable de su amor.
Naciendo se nos dio por compañero, es nuestro compañero, el com-
pañero fidelísimo e inseparable de nuestra vida. Se hizo hombre y vino a la
tierra para acompañarnos en nuestro destierro.
Por la Eucaristía hizo extensiva a todos los tiempos y a todos los
lugares la prerrogativa de que todos los hombres lo tuviéramos como
compañero inseparable. Para eso vive constantemente en el sagrario y
viene a habitar cada día en nuestro corazón. Es, pues, nuestro amigo, el
amigo que no olvida nunca, el que no abandona jamás. Porque aun en esos
períodos penosísimos de la vida espiritual, en que las sombras nos rodean
y parece que estamos solos en el mundo, en medio de las sombras y en
medio de nuestra desolación, está Jesús. No le vemos, no le sentimos, pero
le llevamos en nuestro corazón.
En el Cenáculo se nos ofreció como alimento, Todos los días
recibimos ese manjar celeste, ese manjar divino, nos alimentamos de
Jesús.
Tampoco podemos comprender en la tierra lo que es una comunión.
Si supiéramos en la tierra lo que es una comunión eucarística, moriríamos
de amor. Por la comunión, Jesús penetra en lo íntimo de nuestro ser y se
une inefablemente con nosotros: en los momentos de la comunión
podemos exclamar con el apóstol San Pablo: Ya no vivo yo; es Cristo
quien vive en mí (Gal 2, 20).

2
Hymnus «Verbum supernum».
11
En la cruz se entregó como nuestro rescate. Todas las gracias que
tenemos, toda la esperanza de ser felices en la tierra y en el cielo, todo se
lo debemos a Jesús: Él murió por nosotros en medio de dolores y de
humillaciones increíbles para pagar el precio de nuestro rescate y
conquistar para nuestras almas la felicidad eterna.
Reinando en el cielo se nos dará como premio. La última, la plena, la
esplendente, la inefable manifestación de su amor, será allá en el cielo,
cuando lo poseamos de una manera inefable y nos unamos con Él de una
manera estrechísima y eterna...
Si no alcanzamos a comprender lo infinito de ese amor, podemos, al
menos, comprender las manifestaciones de ese amor.
***
Pero para el que ama tienen un valor y un atractivo singular las
pruebas individuales de amor que Jesús le da. Y yo estoy seguro de que a
cada uno de nosotros Jesús le ha dado pruebas de amor durante toda su
vida suficientes para que le entreguemos el corazón.
Yo tengo para mí que la historia de cualquier alma es una maravilla
de amor divino. Muchas veces nos llenamos de admiración cuando leemos
con detenimiento y profundizamos un poco la vida de los santos. ¡Qué
maravillas realiza Dios en ellos! Sin duda, la Escritura lo dice: Dios es
admirable en sus santos (Salmo 67, 35) Pero podríamos sentir la misma
impresión o una impresión semejante si nos diéramos cuenta de nuestra
propia vida... Pero solamente en el cielo conoceremos nuestra propia
historia. Aquí la conocemos a medias; allá la conoceremos plenamente y
nos quedaremos asombrados, considerando todo lo que hizo Dios por
nosotros mientras vivimos en este mundo y todas las pruebas maravillosas
de amor que nos dio...
Mas, por lo que alcanzamos a comprender en el destierro, no
podemos menos de confesar que Nuestro Señor nos ha amado de una
manera singular.
¿Podemos contar las pruebas de amor que Nuestro Señor nos ha
dado? ¿Podemos apreciar la excelencia, el valor preciso de esas pruebas?
Antes de que naciéramos, ya Nuestro Señor estaba preparando nuestra vida
en nuestros padres, en el seno de la familia en que nacimos. Durante
nuestra infancia, ¡cuántas gracias de preservación nos hizo Nuestro Señor!
¡Cuántas semillas preciosas sembró en nuestras almas infantiles! ¡Cómo su

12
amor nos estaba cuidando con solicitud y rodeando de ternura y pre-
parando nuestro porvenir!...
Muy temprano se nos mostró, habló a nuestro corazón y nos llamó a
su intimidad... Aun cuando no hayamos podido entonces quizá comprender
plenamente su lenguaje, nos dimos cuenta de que Jesús pedía nuestro
amor, pedía nuestro corazón, quería que nos entregáramos a Él... Ese
llamamiento de Dios a una vida de virtud y de piedad trajo consigo un
cortejo de gracias incontables... ¿Quién puede contar las gracias que ha
recibido de la mano munificente de Nuestro Señor?
¡Ah, sí! ¡Jesús nos ha amado de una manera infinita, como Dios!
¡Jesús nos ha amado como el Padre le amó a Él! ¡Jesús nos ha enriquecido
con toda clase de bendiciones celestiales!
¿No es éste un nuevo motivo para que le amemos? ¿Y no es éste un
nuevo motivo para que comprendamos que podemos en la tierra y en el
cielo ser felices simplemente con Jesús? Amarle, y ser por Él amados,
amar al Infinito, y ser infinitamente amados por el Infinito. Ahí está
nuestra felicidad. No hay otra.
En la tierra no podemos poseer de una manera plena y perfecta a
Jesús; por eso no podemos tener aquí en la tierra la plena felicidad. Para
poseer a Dios plenamente, sólo después de la muerte.
Aquí, en la tierra, lo más que se llega a poseer a Dios es en esas
uniones inefables que, según San Juan de la Cruz, a vida eterna saben. Es
una percepción inmediata de Dios, pero de una manera negativa y en
medio de sombras. Y, sin embargo, es de tal manera suficiente para robar
el corazón, que quien ha sentido esos toques divinos ya no puede estar
tranquilo en la tierra: empieza a sentir el martirio del deseo, porque ha
vislumbrado la belleza de Dios...
***
En consecuencia, es preciso amarle, es necesario que confirmemos la
resolución que toda nuestra vida hemos tenido de amar a Nuestro Señor;
de tal manera, que ese amor sea el único amor de nuestras almas,
excluyéndolo todo; que sea el único amor, el amor pleno y total de nuestro
corazón. Ahí encontraremos la felicidad.
Con razón dice monseñor Gay que cuando llegamos a comprender
que el camino de la felicidad y el camino de la santidad son un mismo
camino, entonces comenzamos a ser santos.

13
Cuando llegamos a comprender que todos nuestros anhelos están en
Jesús, que poseer a Jesús es ser felices, entonces comenzamos a ser santos;
porque rechazamos todo, absolutamente todo lo que nos puede impedir esa
dulcísima posesión.
Y al encontrar a Jesús, no solamente encontramos la santidad, sino
también nuestra dicha...
Afirmémonos, pues, en el amor; digámosle a Jesús en lo íntimo de
nuestras almas que le amamos; digámoselo de una manera nueva:
¡Cantemos al Señor un cántico nuevo! (Salmo 95, 1). Ya dijo San Agustín:
¿Qué tiene un cántico nuevo, sino un nuevo amor? Es el mismo amor que
le hemos tenido siempre, pero renovado: ¡Cantemos al Señor un cántico
nuevo!

14
CAPÍTULO II

Amor y consuelo

Expuse en el capítulo anterior un motivo poderosísimo y decisivo


para buscar el amor de Jesús; este amor es toda nuestra felicidad. Para
alcanzar la felicidad y al mismo tiempo la santidad a la que estamos
destinados, necesitamos amar a Jesús, y sentir las delicias inefables de su
amor.
Voy a exponer ahora otro motivo más noble y más poderoso, porque
si es verdad que todo lo que ambiciona nuestra alma lo encontramos en el
amor de Jesús, todo lo que Jesús espera de nosotros lo encuentra también
en ese amor. Todo lo que Jesús nos pide tiene como base y como centro
ese amor mutuo de Jesús y nuestras almas.
Digo que es más noble y poderoso este motivo, porque cualquier
cosa que se necesitara para que le diéramos a Jesús lo que de nosotros
espera y lo que nos pide, estoy seguro de que la haríamos. Si para darle
gusto a Jesús, si para satisfacer sus anhelos, fuera preciso dar mil veces la
vida, sin duda que con su gracia lo haríamos, porque le amamos, porque
tenemos con Él una grande e inmensa gratitud, porque es el Soberano de
nuestras almas. ¿No es verdad que le queremos dar a Jesús todo, que
somos capaces de sacrificarlo todo por Él?
Pues bien: para darle a Jesús lo que nos pide es indispensable que
cultivemos el amor mutuo entre Jesús y nuestras almas.
***
En efecto, Jesús nos pide consuelo, ¿no es verdad? A las almas que
pertenecen a las obras de la cruz les ha cabido en suerte esta misión:
consolar al Corazón sacratísimo de Jesús. Son almas consoladoras.
Y digamos de paso que esta vocación es alta y dulcísima; de
manera que podemos exclamar con el Salmista: La suerte cayó para mí en
lo mejor, porque mi herencia es preclara (Salmo 15, 6).
Una de las cosas, aun en este mundo más nobles y más dulces, es
consolar. Cuando tenemos la ocasión y la suerte de impartir un consuelo,
15
sentimos que el corazón se dilata: vislumbramos que el consuelo es una
cosa divina.
Pero ¡consolar a Jesús!... ¿Puede darse una misión más alta y más
bella?
Y no es una ilusión pensar que consolamos a Jesús, porque si es
verdad que en estos momentos ya no necesita consuelo, porque es
impasible e inmortal, hubo un tiempo, en los días de su vida mortal en que
estaba ávido de consuelos; los que ahora le damos Él los recibió veinte
siglos antes,
Verdaderamente podemos consolar a Jesús. No es una ilusión, no es
un recurso piadoso para excitar nuestra devoción; es una realidad.
Y el Santo Padre Pío XI nos habla de estos consuelos al Corazón de
Jesús en la encíclica relativa al Corazón divino ( 3), y nos da la explicación
que acabo de indicar: desde que vivió aquí en este mundo. Nuestro Señor,
por la luz profética que llevaba en su alma, estaba viendo y sintiendo los
consuelos que ahora le damos.
¿Y no es verdad que para consolar a Jesús seríamos capaces de hacer
maravillas?
¡Qué triste que, refiriéndose a nosotros, Jesús pudiera repetir aquella
queja: Busqué quien me consolara, y no lo hallé (Salmo 43, 21). ¡Qué
palabras más amargas!
No, queremos y debemos consolar a Jesús, y eso es como lo
característico de nuestro espíritu, lo propio de nuestra misión.
Ahora bien: si no amamos a Jesús, no le podemos consolar, y en
tanto le podamos consolar, en cuanto le amamos. De manera que la medida
del consuelo es la medida del amor.
En efecto, aun en este mundo, lo único que consuela es el amor
La ciencia, que realiza tantas maravillas, no puede consolar; es
demasiado fría. La experiencia, tampoco. La riqueza, mucho menos. La
ciencia y la riqueza y la experiencia se pueden utilizar, pero al servicio del
amor; al servicio del amor, hasta la riqueza es buena.
Pero lo que verdaderamente llena de consuelo es el amor. Cuando
sufrimos, lo único que nos puede consolar es un corazón que nos ame, que
nos sepa decir una palabra que llegue hasta el fondo del alma; lo que nos
puede consolar es un corazón que con nosotros sufra, porque cuando hay

3
Encíclica «Miserentissimus Redemptor», del 8 de mayo de 1928.
16
un corazón que sufre con nuestro corazón, la carga se divide, porque entre
los dos corazones la llevan.
De manera que el único que consuela en este mundo es el amor.
Y de una manera especial tratándose de Nuestro Señor Jesucristo,
¿qué puede consolarle, sino el amor?
No nos damos cuenta de esa avidez de amor que existe en el Corazón
santísimo de Jesús. Cuando en la cruz pronunció aquella palabra, ya
próximo a morir: ¡Tengo sed! (Jn 19, 28), se refería, sin duda, a la sed
material que estaba sufriendo su cuerpo; pero muchos intérpretes así lo
entienden: ¡Yo tengo sed de amor, tengo sed de corazones, tengo sed de
almas!
Lo único que le puede satisfacer a Nuestro Señor, y, por consiguiente,
lo único que le puede consolar, es nuestro amor.
Cuando hace veinte siglos estaba Jesús en la tierra y llevaba en su
Corazón amarguras inefables, cuando puso Dios en Él las iniquidades de
todos nosotros, cuando sintió todos nuestros dolores, cuando su Corazón se
desgarraba, ¡ah!, sin duda que el único consuelo era pensar en la multitud
de almas que en el transcurso de los siglos le habían de amar. Él sintió, por
decirlo así, las dulces caricias de amor de esas almas.
Y tengamos por cierto que de una manera especial le llenaban de
consuelo las almas de la cruz, las almas que por su vocación y por los
designios de Él habían de ser oficialmente sus consoladoras.
Pero lo que consuela a Jesús es el amor. No precisamente nuestras
obras, no precisamente nuestros sacrificios, sino el amor; si las obras y los
sacrificios le sirven de consuelo, es porque esas obras y porque esos
sacrificios van impregnados de amor, porque son emanaciones del amor.
No necesito insistir mucho en esto, porque para comprenderlo nos
basta consultar nuestro propio corazón; cuando sufrimos, ¿qué nos ha
consolado? Únicamente el amor.
Lo que Jesús pide de nosotros es el consuelo de nuestro amor.
Por consiguiente, si le amamos, le podemos consolar.
Podemos venir a hacer oración, a adorar al Santísimo; podemos estar
arrodillados durante horas y recitar oraciones muy hermosas... Si no
amamos a Jesús, Jesús no se consuela. Y si llevamos en nuestro corazón el
amor, aun cuando hagamos cualquier cosa — ¡vamos!, hasta dormirnos en
el reclinatorio— consolamos a Jesús, porque Él ve lo profundo del corazón
y descubre allí el amor que le hace olvidar sus dolores.
17
Y cuanto más amamos a Jesús, más le consolaremos. ¿Queremos
impartirle más consuelo? Amémosle más. ¿Queremos consolarle mucho?
Amémosle mucho...
***
Pero hay otra manera de consolar a Jesús, y es por medio del dolor.
Ya lo indiqué hace poco: cuando queremos consolar a una persona, le
decimos que la acompañamos en sus sufrimientos, es decir, que los
compartimos con ella. A veces es una palabra de cortesía, a veces sí lo
decimos con sinceridad; y a las personas que verdaderamente amamos, sí
las acompañamos en sus penas y sufrimos con ellas. Y eso consuela mucho
cuando se sufre, saber que no estamos solos, que hay otras almas que
comparten nuestros sufrimientos. Entonces se reparten el dolor y la pena,
como si se juntaran las fuerzas de las dos almas para soportar aquella cruz.
Por eso Nuestro Señor quiere que suframos, especialmente penas
interiores, porque nos ha tocado en suerte la cruz del Sagrado Corazón; no
precisamente la cruz grande que se irguió sobre la cumbre del Calvario y
en la que Jesús fue crucificado, sino la cruz pequeña, la que corona al
Corazón santísimo de Jesús, que es el emblema de sus íntimos dolores.
¡Ah!, el sufrimiento tiene muchos sentidos profundos: es expiación, y
es luz que ilumina, y es lazo que une, y es virtud que transforma, y es
precio de gracias altísimas... Pero el dolor tiene, sobre todo, un sentido
íntimo y dulcísimo, cuando se le mira como una porción de lo que el Co-
razón de Jesús lleva dentro...
Imaginémonos que el dolor no purificara, ni iluminara, ni uniera, ni
transformara, ni nada de esas cosas; ¿no habría suficiente motivo para
soportarlo el saber que cuando sufrimos compartimos los sufrimientos
íntimos del Corazón de Jesús?
Apreciamos muchísimo tener una astillita de la verdadera cruz. Y con
razón, porque es algo de Jesús. Si tuviéramos un pedazo de su túnica, si
tuviéramos un cabello de su cabeza, ¡con qué amor lo guardaríamos!
Ahora bien: sufrir es tener algo de su Corazón, de aquella esencia
exquisita y divina que Jesús llevaba en su Corazón: el Corazón de Jesús es
un ánfora que tiene amor y dolor. Por eso es una dicha participar de los
sufrimientos de Jesús.

18
Pero, aparte de ser una dicha, es un servicio que le prestamos a Jesús,
un servicio íntimo; porque sufrir con Él es consolarle, es compartir con Él
sus sufrimientos.
Claro que Él sufre algo inmenso como el océano, y nosotros no
recibimos más que unas cuantas gotas de aquel dolor. ¡Poco importa! Pero
si recibimos aquello porque amamos a Jesús, Él siente que compartimos
con Él su cruz preciosa, que compartimos con Él sus penas, y su Corazón
se siente consolado.
¿Comprendemos esa manera finísima de consolar a Jesús, que
consiste en compartir sus penas? ¿Verdad que cuando se mira así el dolor
se siente hambre y sed de él? Cuando sabemos que nuestros sufrimientos
llevan una gota de consuelo al Corazón de Jesús, cuando sabemos que
nuestros sufrimientos son una astilla de la cruz íntima de Jesús, ¡oh, nos
sentimos dichosos!
***
Pero no se necesitan muchos argumentos para comprender que, si el
compartir el dolor consuela, es por obra y gracia del amor. Compartir el
dolor sin amor no aprovecha. En cierto sentido, los ladrones que estaban
crucificados a uno y otro lado de la cruz estaban compartiendo la Pasión
de Jesús; pero ¿aquello le serviría de consuelo? ¡Sobre todo del mal
ladrón! Del buen ladrón quizá, porque a última hora llegó a su corazón un
destello de amor. Pero el otro, que murió impenitente, ¿cómo había de
compartir sus dolores?
No si es dulce compartir el dolor, si esto consuela, es por gracia del
amor.
Y hasta nosotros podemos explorar más hondamente el por qué:
cuando tenemos por nuestra la pena de otro corazón es porque nos
sentimos identificados con aquel corazón. Y sólo el amor produce esta
maravillosa identificación: para el que ama, los dolores del amado son sus
propios dolores; las alegrías del amado son sus propias alegrías...
Sólo así se puede compartir el dolor de Jesús de una manera que le
consuele: amándole. Amar a Jesús, sufrir lo que Él sufre, será una
maravillosa manera de consolarle. Pero si no hay amor, no hay consuelo,
aun cuando suframos mucho.
¿Comprendemos que el fondo y la raíz profunda de nuestro espíritu
es el amor? Un amor especial, un amor que tiene caracteres especiales,
pero siempre el amor.
19
Porque, en verdad, el amor de Jesús tiene todos los matices, todos los
sabores. Es como el maná del desierto que, según dice la Escritura,
contenía todos los sabores, y todo deleite, y toda suavidad; a cada quien, el
maná le sabía conforme a sus deseos, conforme a sus gustos e in-
clinaciones. Así, el amor de Jesús tiene todos los sabores.
Lo podemos ver en los santos: Para Francisco de Asís, el amor es
desprendimiento; para Francisco Javier, el amor es celo y actividad
apostólica; para Teresa de Jesús, el amor es contemplación; para Santa
Teresa de Lisieux, el amor es pequeñez dulcísima, confianza ilimitada...
El amor tiene todos los sabores...
Y más aún, aquí, en el mundo, hay muchos afectos, cada uno con su
matiz especial. De manera que el que quiera llenar su corazón con afectos
del mundo, lo llena con fragmentos: por una parte, siente el amor filial, y
por otra, el amor paternal, y por otra la amistad...; son fragmentos.
Yo siempre he pensado que este mundo está hecho, si se me permite
la expresión familiar, de pedacera4, en todos los órdenes. Vamos,
simplemente repasemos todo lo que tiene que ponerse uno para vestirse...
Y los afectos de aquí abajo fragmentariamente llenan el corazón.
El amor de Jesús no es así; el amor de Jesús tiene todos los matices.
Allí tenemos padre, y madre, y amigo, e hijo..., todo lo que queramos. Es
un puro amor, pero riquísimo: ¡si contiene todos los matices! Y porque es
riquísimo y porque contiene todos los matices, satisface las inclinaciones
de cada corazón y tiene todos los sabores.
***
El que no ama no puede tener el espíritu de la cruz.
Por eso tenemos este motivo especial para buscar el amor de Jesús;
sólo así le podemos dar lo que Él necesita de nosotros, sólo así le podemos
consolar.
En estas páginas examinaremos los distintos caracteres que tiene el
amor en las almas de la cruz.
Y, desde luego, podemos decir que es un amor desinteresado, que se
olvida de sí mismo para pensar en el Amado y consolarle; un amor tierno
como el amor maternal; un amor solícito, que quiere cubrir a Jesús de
ternura y arrancar las espinas que laceran su Corazón; un amor abnegado
que no tiembla ante el sacrificio y ante el dolor...
4
Fragmentos, piezas...
20
Yo pienso que Jesús nos dice lo que decía a la Samaritana en el
brocal del pozo de Jacob: Mujer, dame de beber (Jn 4, 7). Quiere que le
demos de beber consuelo, ternura, amor... Estoy seguro de que Jesús, en
las horas de adoración, nos espera, hablando en nuestro lenguaje humano,
con avidez, con ansia; nos espera porque nos ama, nos espera porque le
venimos a brindar el refrigerio dulcísimo de nuestro amor y de nuestro
consuelo. Si no le amamos, no podemos saciar la sed de Jesús.
¿No es verdad que a toda costa es preciso que perfeccionemos
nuestro amor y le llevemos a esa plenitud que de cada uno de nosotros
quiere?
Esa debe ser nuestra resolución fundamental: es preciso amar a
Jesús, es preciso gozar en lo íntimo del alma la delicia inefable de ser
amados de Jesús; el amor mutuo de Jesús y el alma es el fundamento de
nuestro espíritu y es el secreto de nuestra felicidad. Por consiguiente, es
preciso que llevemos a su plenitud el amor.

21
CAPÍTULO III

AMOR Y FECUNDIDAD

De propósito no toqué en el capítulo anterior otro aspecto, otro matiz


del espíritu de la cruz, porque me pareció oportuno consagrarle un capítulo
completo; tiene singular importancia, y nos presentan un nuevo motivo
para buscar a toda costa el amor de Jesucristo Señor Nuestro. Me refiero al
influjo que por vocación debemos tener en las almas.
Porque no hay alma ni hay estado en el que la caridad, que es el
espíritu del cristianismo, no impela a hacer bien a los demás.
Hay almas que se sienten llamadas de una manera especial a llevar
una vida de actividad constante; otras, por el contrario, sólo gustan del
santo ocio de la contemplación; pero eso no quiere decir que unas tienen
que hacerle bien al prójimo y otras no; todas lo hacen, nada más cambia la
manera de hacerlo; las activas van directamente al prójimo, y por el
prójimo van a Dios; las contemplativas van a Dios, y por su unión con
Dios hacen bien al prójimo.
De manera que todos podemos y debemos tener influjo en los demás;
las almas activas, con su acción; las contemplativas, con sus oraciones. En
particular, las almas de la cruz, con sus sacrificios, con su cruz, con esa
cruz que es una participación de la cruz del Corazón de Cristo, tienen que
hacer bien a las almas, especialmente a las almas sacerdotales.
Y lo que principalmente deben alcanzar para ellas, para las almas de
los sacerdotes y para las almas de los simples fieles, es la pureza, que es
otro de los elementos del espíritu de la cruz.
Desde luego, en todos los estados de la vida se siente la necesidad de
hacer algún bien a los demás, de no llevar una vida inútil y estéril.
Hasta el Dante nos dice en un pasaje de La divina comedia, con una
ficción poética, claro está, pero de una manera elocuente, el desprecio que
merecen los que no hacen ningún bien en este mundo. Cuenta que fuera
del infierno vio una multitud de almas que vagaban tristemente. Le llamó
la atención que no estuvieran en el infierno ni tampoco en el cielo; y le
preguntó a Virgilio, que era su guía: «¿Y éstos quiénes son?» Y Virgilio le
22
contestó: «Estos son los que en el mundo no hicieron ni bien ni mal. La
justicia y la misericordia igualmente los repelen. Míralos, y pasa adelante,
es decir, desprécialos; es lo que merece el que no hace bien alguno.»
De manera que, aun humanamente hablando, todo corazón noble
anhela hacer algún bien a los demás.
A mí me parece que una de las cosas más penosas a la hora de la
muerte ha de ser pensar: «Perdí mi vida, perdí mi tiempo: no hice gran
cosa en el mundo.» Aunque me salve, aunque tenga la seguridad de que
me voy al cielo, la eternidad no la perdí, ¡ay!, pero perdí el tiempo. Y des-
pués de la pérdida de la eternidad no hay cosa tan tremenda como perder la
vida, es decir, no haberla utilizado en algo noble, grande, útil a los demás,
aun humanamente consideradas las cosas.
***
Ahora bien: desde el punto de vista sobrenatural, sin duda que todo
cristiano tiene que ser un apóstol. Con más razón las almas consagradas a
Dios, que están íntimamente unidas con Jesús, que deben llevar en su
corazón una caridad ardiente, tienen que ser apóstoles, tienen que pre-
ocuparse por hacerles bien a los demás.
Pero de una manera especial, las almas de la cruz tienen por vocación
difundir pureza en torno suyo. Ese es uno de los motivos de las obras de la
cruz: como por todas partes la corrupción invade a las almas, Nuestro
Señor quiso que hubiera quienes difundieran pureza.
Como en los lugares malsanos plantan ciertos árboles que, según
dicen, purifican el ambiente y combaten las enfermedades que allí existen,
así me parece que, en medio de la corrupción del mundo moderno, Nuestro
Señor ha querido plantar estos jardines de las casas religiosas para que
difundan pureza.
Esto también consuela a Jesús, porque Él sufre por las almas; los
dolores de su Corazón las almas los producen, y Él quiere que aquellas
almas escogidas que tienen por misión consolarle, no solamente le
consuelen sufriendo con Él y amándole, sino que también compartan con
Él la solicitud de las almas y las embalsamen con los perfumes exquisitos
de su Corazón, que son perfumes de pureza.
Y esta manera de hacer bien a las almas es muy silenciosa, muy
oculta, pero muy eficaz, porque no hay apostolado comparable con el
apostolado del sufrimiento y porque el bien que se hace a las almas es un
bien exquisito, un bien que lleva un destello divino: la pureza.
23
Consideremos con atención qué hermoso es este apostolado.
En primer lugar, es silencioso.
El apostolado exterior tiene sus peligros y sus dificultades. Desde
luego, el gran peligro que tiene todo apostolado es que saque la cabeza el
yo, mientras que el apostolado oculto y silencioso no lo tiene, porque lo
que las almas contemplativas pueden hacer por sus prójimos se vendrá a
saber... hasta el cielo, donde ya no puede levantar el yo la cabeza.
Las contemplativas no saben el bien que han podido hacer ni nadie lo
sabe.
He pensado muchas veces: un sacerdote, un misionero, realiza una
conversión, y todo el mundo piensa, y aun a veces también el mismo
sacerdote: «Esta alma se convirtió por tal sermón que prediqué, por estas
fibras del corazón que logré conmover»..., y muchas veces no tiene tan
grande eficacia lo que uno hizo; quien verdaderamente alcanzó de Dios esa
conversión fue un alma oculta y desconocida que estuvo orando, que
estuvo sufriendo.
De manera que es una ventaja que este apostolado sea oculto y
silencioso.
En segundo lugar, este apostolado se ejerce, diría yo, por medio de
Jesús: a Él se le pide, a Él se le ofrecen los sufrimientos. Por ese santísimo
conducto, las almas contemplativas hacen el bien a los demás.
Y eso, indudablemente, que es más bello.
El apostolado activo tiene sus rasgos prosaicos: hay que tratar con
toda clase de personas... Las almas contemplativas, para ejercer su
apostolado, tratan con Jesús, ¿qué mejor?
Es un apostolado de amor al mismo tiempo que un apostolado de
sacrificio.
Y lo que principalmente alcanzan para las almas es también
bellísimo: la pureza, esa prerrogativa divina de la que tanta necesidad tiene
el mundo, eso que atrae los ojos y el Corazón de Jesucristo, Señor Nuestro.
***
Por su origen, por sus frutos, por sus caracteres, es precioso ese
apostolado.

24
Pero para ejercerlo, como para ejercer todo apostolado, y más que
para todo otro apostolado, se necesita el amor. En general, no se puede
ejercer apostolado alguno sin amor.
El principio del apostolado es la caridad para con el prójimo; pero la
caridad para con el prójimo es una expansión de la caridad para con Dios.
Santo Tomás de Aquino enseña que la vida apostólica, la vida de
apostolado, no es más que un desbordamiento de la vida interior, es decir,
es un desbordamiento del amor de Dios. El apóstol es un hombre que tiene
el corazón tan lleno de Dios, que lo divino se desborda en sus palabras y
en sus acciones.
Y éste es el verdadero apostolado. Porque un apostolado que no tenga
este origen es un apostolado estéril, un apostolado muerto, no tiene vida,
no tiene calor, no tiene fecundidad.
Todo apostolado requiere amor. Pero de una manera especial éste, el
de las almas contemplativas. Porque, ¿cuál es la fuente, o, mejor, cuáles
son las fuentes de este apostolado? Son dos: una, la oración, la intimidad
con Jesús; otra, el sacrificio. Así es como este apostolado se ejerce.
Ahora bien: para una y para otra cosa se necesita amor. Porque aman
a Jesús, porque tienen la dulce obligación de tener con Él horas de
intimidad todos los días, por eso pueden alcanzar muchas gracias para las
almas.
Las horas de oración, los tiempos de adoración y todos los ejercicios
de piedad, son preciosos, no solamente para Jesús, que recibe consuelo,
sino también para las almas, que reciben pureza.
Pero el mérito principal, fundamental, de la oración, ya lo he repetido
muchas veces, es el amor. Cuando estamos con Jesús, cuando Él derrama
su Corazón en el nuestro y nosotros derramamos nuestro corazón en el
suyo, entonces podemos pedir para las almas gracias, especialmente la
pureza. Pero esto, por gracia del amor: si no hay amor no tendrá eficacia ni
fecundidad este apostolado respecto de las alonas.
La otra manera de ejercer este apostolado es por el sacrificio.
Pero el sacrificio tiene valor delante de Dios por el amor. El sacrificio
como puro sacrificio no vale nada. Los condenados sufren, y ¿qué se
ganan? Los mundanos sufren, ¿y de qué les sirve?
Aquí, en el mundo, cuando manda Dios una prueba de esas
dolorosas, la gracia hace que se abran los ojos, que se comprendan las
cosas divinas, que se emprenda un nuevo camino, ciertamente; pero el
25
amor es el que hermosea el sacrificio; el sacrificio, como tal, no es una
cosa ni herniosa ni fecunda; el amor es el que lo hermosea y el que lo fe-
cundiza.
Para que las almas puedan con sus sacrificios hacer bien a los demás,
necesitan amar.
¿No es éste un nuevo motivo, y poderosísimo, para que nos
entreguemos plenamente al amor de Dios? De allí depende el bien de las
almas. No solamente Jesús espera algo de nosotros, sino que las almas
también esperan mucho de nosotros: gracia, y, especialmente, pureza.
Pero para que podamos dar a Dios y a las almas lo que necesitan, lo
que esperan, lo que desean de nosotros, es necesario amar. Allí está el
secreto del espíritu de la cruz.
Meditémoslo atentamente para que formemos la resolución de
entregamos plenamente al amor de Dios.
Tres motivos poderosísimos: nuestra felicidad, el consuelo de Jesús y
el bien de las almas; tres motivos que nos impulsan a amar, a entregarnos
plenamente al amor.
Es lo único necesario de que hablaba Jesucristo Nuestro Señor a
María, en Betania, lo único necesario: que Jesús nos ame y que nosotros le
amemos. Con eso basta. Lo demás es añadidura, o corolario, o
consecuencia, o antecedente de ese amor.
Que Nuestro Señor derrame abundantemente su luz y su gracia en
nuestras almas para que formemos de una manera firmísima esta
resolución, que sea como el cimiento del edificio espiritual, la base de
nuestra propia santificación.

26
CAPÍTULO IV

AMOR Y DESPRENDIMIENTO

¿Por qué deseando el amor a Dios, buscándolo por encima de todo,


no lo conseguimos, o caminamos tan lentamente para llegar a esa meta?
A veces es porque no se tiene la resolución firme y el deseo
vehemente de alcanzarlo. Pero también es, o porque no se conocen bien los
caminos para llegar al amor perfecto, o porque no se tiene la energía
necesaria para recorrerlos sin retardos y sin extravíos.
Por consiguiente, quiero ahora exponer, lo mejor que me sea posible,
los caminos del amor. Quiero decir por qué medios, por qué
procedimientos se llega a la plenitud del amor; para que, conociendo los
senderos y estando firmemente resueltos a alcanzar esa meta sublime,
trabajemos con eficacia y logremos por fin encontrar el secreto de la
verdadera felicidad.
***
¿Cuáles son los caminos del amor?
En un sentido, para todas las almas son los mismos caminos; y en
otro sentido, cada espiritualidad y, en cierta manera, hasta cada alma, tiene
sus caminos propios.
Son unos mismos los caminos, porque, a pesar de los distintos
matices que puede tener la perfección cristiana, en el fondo es siempre la
misma. Claro está que esta perfección toma distinto colorido, según las
condiciones de cada alma y la vocación especial que tiene; de tal manera,
que una es la perfección del sacerdote, y otra la perfección de la religiosa,
y otra la de los simples fieles. Pero en el fondo es la misma perfección,
porque no hay más que una.
Y esa perfección, como lo sabemos, tiene como esencia la caridad, el
amor.
Así como es una misma la perfección, son unos mismos los caminos
que conducen a ella. Pero así como la perfección toma distintos matices,

27
según las distintas almas —porque, como dijo muy bien San Juan de la
Cruz, apenas si hay un alma que en la mitad de su camino se parezca a
otra—, así también esos mismos caminos reciben distintas modalidades,
según la vocación especial de las almas que los recorren.
Los caminos del amor —que son los mismos caminos de la
perfección, porque la perfección es el amor en toda su plenitud—,
Jesucristo nos los marcó de una manera precisa y clara. Conocemos este
pasaje bellísimo del santo Evangelio. Un día, en las riberas del Tiberiades,
un joven se acercó a Jesucristo, y le dijo: Maestro bueno, ¿qué debo hacer
para poseer la vida eterna? Si quieres ir a la vida, guarda los
mandamientos. ¿Cuáles? Y Jesús le enumeró los principales
mandamientos de la ley. El joven le contestó: Todos estos mandamientos
los he guardado desde mi adolescencia. Entonces Jesús le miró con amor,
y le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes, y dalo a
los pobres; y ven, sígueme. Por cierto que el joven, a pesar de la mirada
dulcísima de amor que le dirigió Jesús, no se atrevió a hacer el gran
sacrificio de dejarlo todo: era rico... Y se alejó tristemente de Jesús.
Nuestro Señor nos dijo aquí, de una manera precisa, lo que se
necesita para alcanzar la perfección.
El que busca la perfección se supone que ha guardado los
mandamientos y que tiene la vida cristiana en su forma ordinaria. Pero
para buscar la perfección, eso no basta. El joven aquél había guardado
todos los mandamientos desde su adolescencia; pero Jesús le convida a la
perfección, y le convida, no sólo con su palabra, sino con una mirada de
amor.
Todas las almas llamadas a la perfección reciben esa dulce mirada de
Jesús. Y no es una mirada fugaz, porque los dones de Dios son sin
arrepentimiento; cuando Dios mira a un alma con amor, la sigue mirando
siempre; si el alma quiere, la sigue mirando eternamente...
Pero, además, Jesús nos señala con exactitud los caminos de la
perfección, que son los caminos del amor: Si quieres ser perfecto, anda,
vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres; y ven, sígueme.
Están aquí marcados los tres elementos esenciales de la perfección:
un despojo, una atracción de Jesús que lleva a la unión, una
transformación en Jesús, que hace que las almas sigan haciendo la obra de
Jesús.
El despojo lo expresa Jesús: Anda, vende todo lo que tienes, y dalo a
los pobres.
28
Luego: Ven. Es el acercamiento a Jesús, que se consuma en un abrazo
dulcísimo, en una unión inefable...
Y al fin: Sígueme, que significa ir por los mismos caminos que fue
Jesús, hacer la obra de Jesús; quiere decir la transformación en Jesús, el
convertirse el alma en Jesús para hacer la obra de Jesús.
Claro está que cada una de estas tres cosas tiene horizontes inmensos.
Voy a examinarlas en estas páginas, y al mismo tiempo que me
propongo dar a conocer esos caminos que Jesús nos trazó, y que son los
caminos del amor, deseo ir haciendo notar a cada paso lo que es propio del
espíritu de la cruz, el rumbo especial, las cualidades singulares que esos
caminos de la perfección toman en dicho espíritu.
***
Primero, el despojo.
Es algo fundamental y Utilísimo. Si no nos desprendemos de todas
las criaturas, no podremos seguir a Jesús. Ante todo, hay que
desembarazarnos de todo lo terreno para aproximarnos a Jesús y unirnos
con Él.
Esta primera parte, digamos así, de los caminos espirituales, es la
más larga y la más difícil. La más larga, porque, si bien se mira, abarca dos
de las grandes etapas de la vida espiritual, la que se llama vía purgativa, y
aun la vía iluminativa. La más difícil, porque le cuesta mucho trabajo a
nuestra miseria despojarse de todo.
Y son frecuentísimas en estas etapas de la vida espiritual las
alusiones: ¡cuántas veces creemos que ya hemos consumado el despojo!, y
cuando un rayito de luz penetra en nuestra alma, descubrimos que este
despojo no ha sido completo, que hay algo que nos detiene, que nos
impide ir a Jesús, porque no acabamos todavía de desprendernos de lo
terreno...
Aquí está la clave, por decirlo así, de la vida espiritual. Si llegamos a
despojarnos de todo, encontraremos entonces a Jesucristo.
Recordemos aquella anécdota que cuentan de Taulero, un místico de
la Edad Media. Un día, la voz de Dios le hizo entender que fuera a un
templo, y que allí, en la puerta, encontraría al maestro espiritual que
necesitaba para alcanzar la perfección. Taulero era un hombre erudito y
profundo, un maestro que enseñaba maravillosamente las cosas divinas y
espirituales. Y va a la puerta del templo y encuentra allí un mendigo
29
cubierto de harapos. La voz interior le hace comprender que aquél es el
maestro. Y se entabla entonces un delicioso diálogo entre el maestro y el
mendigo. Le examina Taulero, y descubre en él maravillas espirituales:
aquel mendigo había alcanzado una oración altísima, una estrecha unión
con Dios. Y le preguntó Taulero: «¿En dónde encontraste a Dios?» Y el
mendigo le contestó: «En donde dejé las criaturas.»
En donde se dejan las criaturas se encuentra a Dios. De manera que si
no hemos encontrado a Dios es porque no hemos dejado las criaturas. A
veces, es conscientemente, porque hay algo de lo que no queremos
despojarnos. A veces, es inconscientemente, porque creemos que lo hemos
dejado todo, y, sin embargo, tenemos algo escondido que no queremos
dejar.
Pero el día que sale la última criatura de nuestro corazón, ese día
Dios lo llena perfectamente. Encontramos a Dios en donde dejamos las
criaturas.
Jesucristo Nuestro Señor nos lo explicó también en otro pasaje muy
interesante del Evangelio: ¿Quién es aquel que teniendo que construir una
torre no se pone a reflexionar atentamente si tiene el dinero necesario
para levantarla? Porque si no lo tiene, se expone a dejarla sin concluir, y
todos los que pasen por allí dirán: He aquí un hombre que comenzó a
edificar y que no pudo consumar. O ¿quién es aquel —añade Jesús— que
estando en guerra con otro rey no se detiene a considerar si puede con
diez mil hombres acudir al encuentro del enemigo, que viene con veinte
mil? Porque si se cree incapaz de resistir a su enemigo, le envía más bien
mensajeros de paz.
A primera vista no sabemos adónde va a parar Nuestro Señor y qué
conclusión va a sacar. Y saca esta conclusión inesperada: Así vosotros, si
no renunciáis a todas las cosas que poseéis, no podéis ser mis discípulos.
Verdaderamente es inesperada la conclusión; se piensa: ¿qué tiene que ver
la torre, y el dinero, y la guerra, y los soldados con renunciar a lo que
poseemos?
Pero el sentido de ese pasaje es éste: así como no se puede edificar
sin dinero ni se puede hacer la guerra sin soldados, así no se puede ser
discípulo de Jesús y llegar a la perfección si no se renuncia a todas las
cosas de la tierra; lo que es el dinero para la edificación, lo que son los
soldados para la guerra, eso es el desprendimiento para la santidad. El que
no tenga dinero, que no edifique; se pone en ridículo. El que no tenga
soldados que no haga la guerra; va a la derrota. El que no tenga
30
desprendimiento que no piense alcanzar la perfección, que busque otra em-
presa, porque para alcanzar la perfección es indispensable el
desprendimiento.
Y un desprendimiento total. Así, vosotros, si no renunciáis a todas
las cosas que poseéis, no podéis ser mis discípulos.
Tengo para mí que aquí está el gran escollo de la mayor parte o de
muchísimas almas, por lo menos; aquí está lo que hace que muchas almas
se detengan: aparentemente son muy animosas, tienen vivos deseos de
perfección y de amor, hacen muchas cosas notables, y, sin embargo, no
adelantan, o adelantan con muchísima lentitud... ¿Qué les falta? No les
falta: les sobra. Es que tienen algo a que se apegan, consciente o
inconscientemente. Porque es comunísimo que nosotros mismos nos
engañemos respecto de nuestro propio corazón.
Para alcanzar la perfección se necesita, pues, un despojo absoluto,
una soledad plena en el alma.
En una estrofa de San Juan de la Cruz nos expresa el santo cómo el
amor pone el alma en soledad:
En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía a solas su querido,
también en soledad de amor herido.
Es la primera etapa del amor, poner al alma en soledad, despojarla de
todo. Porque el amor de Dios es exclusivo, increíblemente exclusivo.
Nuestro Señor no quiere sino un corazón vacío.
***
No quiere esto decir que el que ame a Dios no pueda amar otra cosa.
No, al contrario: el que ama a Dios es el que tiene el corazón más rico de
afectos.
Tenemos el ejemplo de San Francisco de Asís: el santo no sólo
amaba a su prójimo, no sólo abrazaba a los leprosos, sino que amaba a
todas las criaturas: a la hermana agua, y al hermano sol, y al hermano
fuego; sentía la fraternidad con todas las criaturas; pudiéramos decir que
en su corazón llevaba todo el universo.

31
Así, el que ama a Dios puede amar todo, pero en Dios y por Dios.
Los afectos de los santos no son sino expansión y prolongación del amor
de Dios; fuera de ese amor no cabe otro en su corazón.
Para exponer esta doctrina puede servir esta comparación: cuando le
ofrecemos a Nuestro Señor nuestro corazón y le decimos: «Señor, ven y
establece en mi corazón tu morada; aun cuando sea pobre, Tú puedes
convertirla en un palacio para que vivas allí»; Nuestro Señor dice: «Sí,
pero déjamelo vacío.» «Señor, pero ¿no podríamos dejar en la buhardilla
algunos inquilinos que no te estorban?» Nuestro Señor no tolera eso: para
que Él pueda entrar, necesitan salir todos. Después, Él introducirá por su
cuenta todos los que quiera. Pero Él, sí; nosotros, no.
Esto es algo verdaderamente fundamental en la vida espiritual.
Tenemos que despojar nuestro corazón de todo afecto que no sea el de
Dios. El amor de Jesús es exclusivo. Increíblemente exclusivo.
Y lo expresa el Evangelio en la fórmula que emplea para hablarnos
del amor de Dios: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas. ¡Qué derroche de
adjetivos! ¡Todo el corazón, toda el alma, toda la mente...! Por tanto, si he-
mos de amarlo con todo el corazón, con toda el alma, y con todas las
fuerzas, ¿qué nos queda para otro afecto?
Eso no quiere decir, vuelvo a repetirlo, que el corazón del justo deba
ser un corazón seco y árido; no, es un corazón henchido de amor, pero
todos sus afectos son una prolongación del amor de Dios. El amor de Dios
santifica, eleva y diviniza todos los afectos.
Pero es indispensable ese despojo completo. Y allí está lo difícil:
despojarnos.
Aun cuando estamos dispuestos a ese despojo, nos cuesta trabajo,
porque no se pierde sin dolor lo que con amor se ha poseído, dice un
Santo Padre.
Tenemos ciertos apegos, consciente o inconscientemente, que nos es
muy difícil destruir.
Recordemos lo que se cuenta de una niña: en un colegio enseñaban a
las niñas a decir una oración muy hermosa: Señor, te entrego todo lo que
tengo y todo lo que soy. Aquella niña era demasiado sincera para decir lo
que no sentía. Y entonces repetía todo lo que decían sus compañeras, pero
con una cortapisa en voz baja: «Señor, te entrego todo lo que tengo y todo
lo que soy..., menos mi conejito»...

32
Por muy dichosa debe tenerse el alma que no tiene algún conejito del
cual no se quiera desprender. Casi siempre tenemos algo. Unas veces lo
conocemos claramente, otras lo vislumbramos nada más, pero tenemos
algo..., y mientras no entreguemos el último conejito no es posible que
encontremos a Nuestro Señor y que hallemos la plenitud del amor.
Por eso decía que este despojo es arduo.
***
En el fondo, todos esos apegos que tenemos a las distintas criaturas
significa un grande apego a nosotros mismos; porque si nos apegamos a
las criaturas es porque nos amamos a nosotros mismos. De tal suerte que
todos los apegos suponen un mal que es el grande, el único enemigo del
amor: el egoísmo.
Amamos a nosotros, buscarnos a nosotros, allí está el gran obstáculo
para el amor.
Y es natural: el egoísmo es todo lo contrario del amor. El egoísmo es,
en cierto sentido, el único enemigo del amor. Porque todos esos factores no
son sino distintas formas de egoísmo. Se aman las comodidades, porque se
ama uno a sí mismo; se ama al buen nombre, el prestigio, el honor, porque
se ama uno a sí mismo; se aman las cosas exteriores, porque nos
proporcionan bienestar, por nosotros mismos.
Por eso dijo bien San Agustín: Dos amores fundaron dos amores: la
ciudad del mundo, que está edificada sobre el amor de nosotros mismos
llevado hasta el desprecio de Dios, y la ciudad de Dios, que está edificada
sobre el amor de Dios llevado hasta el desprecio de nosotros mismos.
Es la tremenda alternativa: amar a Dios o amar a nosotros mismos;
caridad o egoísmo.
Se comprende que no pueda llenar la caridad nuestro corazón y
nuestra vida, sino hasta que desaparezca el egoísmo.
Por eso fray Margil de Jesús, escribiendo a la superiora de las
carmelitas de Guadalajara, le expresaba una doctrina magnífica, en el
estilo propio de aquella época: Para llegar a la unión con Dios es
indispensable matar a Don Yo, que es el peor bandido qué se conoce.
No cabe duda: quien quiera llegar al amor necesita despojarse
totalmente.
***

33
Y puesto que, como decía, esos apegos a veces se esconden, se
disfrazan, son sutiles, se necesita una gran luz de Dios y un examen prolijo
de nosotros mismos para poderlos descubrir. Se disfrazan, porque muchas
veces, cuando sospechamos o vemos algún apego, nos decimos: «Esto es
un apego muy legítimo; tiene esta y aquella razón; tengo este afecto por la
gloria de Dios o por el bien de las almas.» Y muchas veces no es así, se
trata de un disfraz. Para cuidar, para guardar aquel afecto, lo barnizamos,
lo pintamos, lo arreglamos, para que tenga otro aspecto. Pero a los ojos de
Dios es algo que nos impide el amor.
Por eso se necesita examinar cuidadosamente el corazón.
Y conste que no se trata aquí propiamente de quitar afectos que sean
peligrosos o malos—no, eso es evidente—; sino esos afectos que parecen
indiferentes, pero que en realidad son desordenados, porque no se aman
aquellas criaturas pura y debidamente por Dios.
Todo lo que se sale del amor de Dios ya es un desorden; finísimo, si
se quiere, pero es un desorden que impide la perfección.
Y, en verdad, cada afecto desordenado, cada apego, es raíz de un
defecto. Si bien se examinan nuestros defectos, se ve que tienen por raíz
un afecto: que esta persona es muy susceptible; ¿de dónde le vendrá la
susceptibilidad? Del amor que se tiene a sí misma. Que esta persona es
muy quejumbrosa; ¿de dónde le vendrá? Del amor que tiene a las
comodidades. Que esta persona es muy tímida; puede tratarse de un
defecto de carácter, pero también puede venir de que se ama mucho a sí
misma, no quiere decir ni hacer nada para no quedar mal. Que esta otra
persona es desordenada; y lo es, porque busca demasiadamente tal o cual
cosa, y por eso se olvida de ordenar las demás... En fin, todo defecto nace
de un afecto.
De manera que para quitar esos defectos hay que quitar los afectos.
Este es, por consiguiente, un modo práctico de quitar los afectos,
combatir los defectos. Lo mismo da quitar afectos que quitar defectos y
que cultivar virtudes: las virtudes son todo lo contrario de los defectos.
De la virtud dio San Agustín una definición preciosa: «La virtud es el
orden en el amor», el orden en el amor. En cualquier aspecto de nuestra
vida, en cualquier porción de nuestra alma, el orden en el amor es la
virtud.

34
Y el orden en el amor exige el despojo de todo lo que no sea amor
divino; sólo así se logra la plena soberanía del amor de Dios en nuestros
corazones y la subordinación de los demás afectos legítimos.
Sin este despojo no es posible alcanzar la perfección ni llegar a la
plenitud del amor divino.
Para poder ir hacia Jesús necesitamos ir, vender todo lo que tenemos
y darlo a los pobres. Hasta que estemos libres, no podemos ir en pos de Él
y seguirlo.

35
CAPÍTULO V

CONCLUYE EL MISMO ASUNTO

Mara realizar ese despojo —primera etapa en los senderos del amor
— se necesita, desde luego, un grande conocimiento de nosotros mismos
para saber lo que tenemos que arrojar de nuestro corazón.
A veces, la cosa es obvia; sabemos perfectamente que tenemos apego
a tal o cual cosa; no se necesita reflexión ninguna para comprenderlo. Pero
otras veces nuestros afectos están muy escondidos y muy disfrazados; ne-
cesitamos entonces de la luz de Dios y de grande reflexión nuestra para
encontrar en dónde están los obstáculos que se oponen a nuestra
santificación.
Por eso debemos estar siempre vigilantes, debemos examinar
cuidadosamente nuestra alma y entrar dentro de nosotros mismos para
descubrir nuestros apegos y defectos, que, como vimos, están entre sí
íntimamente relacionados.
Pero es necesario tener en cuenta que no siempre es uno sólo el
afecto que nos impide ir a Dios. Frecuentísimamente tenemos muchos
apegos, aun cuando no todos tienen la misma importancia.
De ordinario, hay siempre como un apego fundamental, que es el
gran obstáculo para nuestra santificación. Pero, aparte de ése, hay otros
muchos apegos que tienen distinta importancia. De manera que podemos
tener como una especie de jerarquía de afectos en nuestro corazón, que es
necesario conocerlos bien, y en cuanto es posible, determinar la
importancia de cada uno.
Quizá se me dirá: Pero para todos estos estudios se necesita ser un
psicólogo consumado. Sin duda, un psicólogo puede adelantar muchísimo
en este trabajo; pero, afortunadamente, tenemos la luz de Dios y su gracia,
que suple todas las psicologías.
***

36
Ahora bien: una vez conocidos nuestros apegos y defectos, queda la
segunda parte por determinar: ¿cómo habremos de quitar estos afectos o
estos defectos?
Porque no cabe duda que se necesita método; si queremos quitarlos
todos juntos, fracasamos.
Imaginémonos una persona que tiene una multitud de hierbas inútiles
y nocivas en los distintos lotes del jardín, y que va y arranca una hierba
acá, y allá arranca otra, y por allá otra... No, ese no es el método a propó-
sito; no conseguirá ni pronto ni bien su intento. Lo práctico, lo metódico,
sería tomar un lote, ir quitando allí todo lo que tenga que quitar, dejar
aquel lote concluido, y pasar a otro, y luego a otro.
Lo mismo nos tiene que pasar a nosotros: querer quitar todos los
afectos sería muy bueno, pero todavía no se ha inventado alguna máquina
poderosa para despojarse de los afectos de un momento a otro.
Dijo Nuestro Señor: Anda, y vende todo lo que tienes, y dalo a los
pobres. Ojalá que se pudiera vender a puerta cerrada todo lo que tenemos y
acabar en un momento con todo. No, tiene que venderse parte por parte.
Como también en los almacenes, cuando hay rebaja de perfumes, de joyas,
de telas, poco a poco se van haciendo las ventas, no se hacen todas de una
vez.
Así tiene que ser en nosotros.
El método requiere que se vaya haciendo una cosa después de otra.
El autor de la Imitación de Cristo nos dice muy claramente: Si cada año
nos quitáramos un defecto, pronto llegaríamos a ser santos. Como vemos,
no pone un plazo muy corto: un año por cada defecto.
Pero pudiera pensarse: si cada año me quito un defecto, como tengo
alrededor de veinte, dentro de veinte años lograré la perfección.
No, no se puede calcular esto matemáticamente. Porque con mucha
frecuencia sucede que cuando se han quitado algunos defectos, sobre todo
esos defectos capitales que tienen influjo en los demás, es facilísimo ir
quitando los otros.
Hay defecto» que son como los líderes, si se me permite la palabra,
de todos los demás. De tal manera que cuando logramos destruir ese
defecto, fácilmente podemos destruir los otros.
Si el primer defecto nos cuesta esfuerzos durante un año, los otros
podemos vencerlos en menor tiempo.

37
Además, cada día, con los triunfos que vamos alcanzando sobre
nuestros defectos, la voluntad se va fortificando y debilitando los defectos,
y así podemos más fácilmente destruirlos.
Y no sólo hay que tomar defecto por defecto, sino que muchas veces
hasta un mismo defecto, cuando se manifiesta de muchas maneras, cuando
es algo que vive, por decirlo así, de nuestra vida, conviene todavía
dividirlo, de tal suerte, que no se tome el defecto en globo, sino que
vayamos combatiendo una por una sus distintas manifestaciones.
Ejemplo de estos defectos prolíficos es la soberbia; la soberbia tiene
mil manifestaciones: vanidad, orgullo, susceptibilidad, timidez, etc.
De manera que quien tiene varias de estas manifestaciones, sería
preferible que tomara una por una; eso es más práctico.
***
Después viene este problema: ¿por dónde comenzar?
Cuando tenemos muchas cosas que hacer, nos encontramos
frecuentemente con este problema, y aun solemos decir: «No sé por dónde
empezar.» Es difícil, en efecto.
Y tratándose de este trabajo de que estoy hablando, es más difícil
saber por dónde empezar.
Voy a dar algunas reglas que pueden servir para resolver esa
dificultad.
Desde luego, hay ciertos defectos que pueden ser molestos o
mortificantes para el prójimo. Y, por regla general, 'hay que comenzar por
éstos. Porque no solamente al atacarlos me libro de ellos, sino también
libro de las molestias y de los perjuicios a las personas que me rodean. Y
esto vale, sobre todo, tratándose de personas que viven en comunidad: hay
ciertos defectos que perjudican a los demás. Por éstos hay que comenzar.
Supongamos que no hay esta clase de defectos: entonces, ¿por dónde
se comienza?
Como decía hace poco, por el líder, por aquel defecto que es como
principal, que es como jefe y que corresponde al afecto más hondo y más
intenso que llevamos en nuestro corazón.
La Escritura nos refiere que el rey de Siria, cuando estaba luchando
contra el rey de Israel, les dijo a sus soldados: No peleéis contra el grande
ni contra el pequeño, sino contra el rey de Israel. ¡A la cabeza! Es una de
las reglas de la táctica militar ir a la cabeza.
38
Así hay que buscar cuál de nuestros defectos es el principal, el que es
clave, e ir contra él.
Primero, porque aquel defecto es el grande obstáculo que tenemos
para nuestra santificación.
Segundo, porque ese defecto influye en otros.
Tercero, porque ese defecto con toda seguridad es causa de muchas
faltas.
De manera que si logramos dominarlo, el camino se allanará.
No siempre es fácil conocer el defecto dominante; no carece de
dificultades determinar cuál es el obstáculo principal que cada cual tiene
para su santificación, cuál es el apego que más lo aparta de Dios y que más
impide el dominio de su amor en nuestras almas.
Recuerdo, hace muchos años, que tuve que decirle a un alumno su
defecto dominante, conocido exteriormente; y cuando se lo dije, le leí en el
rostro la sorpresa que le causó, primera noticia que recibía de que tenía
aquel defecto. Y estoy seguro de que cualquiera de sus compañeros
hubiera podido decírselo también.
Pero nos engañamos mucho tratándose de nosotros mismos, y, sobre
todo, tratándose de los defectos.
Decían los paganos que los dioses nos habían puesto unas alforjas al
hombro, y que en la alforja de delante llevábamos nuestras cualidades y en
la de atrás nuestros defectos. Por eso nuestras cualidades las estamos
viendo siempre; no así nuestros defectos, porque los llevamos a la
espalda...
Pero, sin embargo, con la gracia de Dios, hay que ver cuál es nuestro
defecto principal.
Y para lograrlo, para saber cuál es, se pueden dar dos reglas; desde
luego, nuestro defecto dominante frecuentísimamente es causa de muchas
faltas y deficiencias. Y es natural, porque como es un afecto que nos
domina, algo que tenemos clavado en el fondo del alma, impregna, por
decirlo así, toda nuestra vida.
Otro indicio es nuestro criterio.
Alguien hacía esta observación: imaginemos que muchas personas
van a visitar un lugar; cada cual piensa de él según sus gustes y su
profesión. Un artista dirá: «¡Qué cosa tan bella! ¡Es un edificio magnífico!
¡Tiene un panorama hermosísimo!» Un hombre de finanzas no piensa en
panorama ni en bellezas: «Esto, a tantos pesos metro, debe costar tanto
39
más cuanto... Aquí saldría bien una fábrica de tal cosa o un edificio de tal
material...» Un sacerdote dirá: «Aquí estaba bueno para dar una misión,
está muy amplio, muy a propósito.» Y así cada cual, según sus gustos, sus
inclinaciones y su mentalidad, va juzgando de las cosas...
Lo mismo pasa con nuestros defectos: según el defecto dominante,
cambia el criterio.
De tal manera que, por ejemplo, el que tiene por defecto la soberbia,
en todo anda pensando, aunque inconscientemente: «¿Cómo quedaré?
¿Bien o mal? ¿Alabado o censurado?»
Y el que le da por las comodidades, inmediatamente se pone a
calcular: «Esto está muy incómodo.»
Y lo mismo pasa tratándose de cualquier otro defecto.
Por la manera de juzgar, y, sobre todo, por esos juicios espontáneos,
antes de que podamos encauzar nuestra actividad y nuestro pensamiento,
se revela con facilidad nuestro defecto dominante.
Hay otra regla muy segura, y es ésta: aquel defecto que constituye
algo principal en nosotros es de ordinario el que nos cuesta más trabajo
quitar.
Si, por ejemplo, hay un alma que tiene como afecto principal el
afecto a sí misma por la soberbia, puede hacer cualquier otro sacrificio,
menos ése. Que te vas para tal población. A donde Dios quiera. Que
cambiarás de ocupación. Lo que la obediencia ordene. Que tienes que
mortificarte. Con mucho gusto. Que tienes que recibir una pequeña
humillación... ¡Ahí es donde duele! Acepta esa humillación; pero por
dentro le duele mucho. Es un indicio de que ahí está el defecto dominante.
¿No vemos que hasta el médico, cuando está auscultando a un
enfermo, si llega a tocar la parte donde está el mal, el enfermo dice ¡ay!, y
el médico se orienta: ahí le duele, ahí está el mal?
Así nos podemos auscultar: ¿Si me pasara esto?... Con la gracia de
Dios lo sufriré. ¿Si me pasara aquello otro?... Perfectamente ¿Que aquella
otra cosa?... ¡Ahí me duele! Luego ahí está el defecto dominante.
Pero, sobre todo, para descubrirlo se necesita la luz y la gracia de
Dios. Nuestro Señor nunca deja de decirle a un alma lo que de ella pide. Y
es natural, sobre todo cuando se practican con toda buena voluntad los
Ejercicios espirituales, siempre Nuestro Señor da a conocer cuál es la
principal cosa que debemos hacer.

40
Y no importa que este defecto aparezca en sí mismo como muy
pequeño o como muy grande, no; lo que interesa es el influjo que tiene en
nuestra vida.
Es muy frecuente, por ejemplo, que algunas almas, sobre todo un
poco escrupulosas, cuando se presenta una tentación grave, se alarmen
demasiado. Sin duda, que tienen razón, porque se trata de algo repugnante;
pero nada más. En cambio, hay otras cosas que aparentemente son muy
pequeñas, que no llegan muchas veces ni a pecado venial, y que, sin
embargo, tienen un influjo preponderante en la vida y son un obstáculo
para nuestra santificación.
***
Si afortunadamente no encontramos algún apego que nos parezca
dominante, entonces podríamos hacer este trabajo, ejercitando las virtudes
fundamentales de la vida espiritual; por ejemplo, la humildad, que es la
base de todas las virtudes; el espíritu de fe, que influye en todo; el espíritu
de sacrificio, que es la savia de las virtudes... Algo que sea principal. Pero
eso sólo cuando veamos que no tenemos algún apego dominante, al menos
claro y preciso.
Pero hay que hacer siempre este trabajo de purificación.
Y ¿cómo? Debe combatirse por todos los medios.
Cuenta la Historia de un general romano que tenía la obsesión de
destruir a Cartago, y en todas partes, viniera o no a cuento, siempre decía:
Delenda est Cartílago! «¡Hay que destruir a Cartago! Y tanto lo dijo, que
por fin se entabló la guerra entre Roma y Cartago, y Cartago fue derrotada
y destruida.
Nosotros tenemos que decir también: Delenda est Cartílago! Y
Cartago es el defecto contra el cual estamos luchando, de manera que a
todas horas y en todas ocasiones debemos combatir contra él: en la
meditación, en la comunión, en la misa, en el examen, en la lectura, en to-
das partes...
***
Todos sabemos que uno de los medios capitales para arrancar
nuestros apegos y combatir nuestros defectos es el examen particular; el
examen particular, llevado con constancia y con seriedad, puede
verdaderamente acabar con cualquier defecto. Y hay defectos que —como

41
aseguran— solamente con el examen particular desaparecen. Así como no
hay defecto que resista al examen particular bien hecho y con constancia.
Pero no basta el solo examen particular, sino que a cada paso
tenemos que estar combatiendo nuestros defectos y concentrando en este
combate todas las fuerzas y todos los medios de que podemos disponer.
Es muy importante este trabajo.
Pienso que muchas almas por descuidarse en esto se estacionan y no
avanzan en los caminos espirituales. Almas que tienen muy buenas
lecturas, y que hacen muy buenas meditaciones, y que no dejan de
comulgar todos los días; pero que no se preocupan por sus defectos, de tal
manera, que aun cuando estén haciendo cosas muy buenas, sus defectos
están echándoles a perder todas esas obras.
Como en un jardín, donde el jardinero regara con mucho cuidado las
plantas y podara los árboles, pero que no se fijara en los parásitos que lo
echan a perder todo, sus trabajos, sus riegos y sus esfuerzos serán inútiles
si antes no se propone acabar con los parásitos.
Así nuestros defectos; son como los parásitos que llevamos en el
corazón; pueden destruir nuestras obras y nuestras empresas si no los
combatimos de una manera eficaz.
***
Quiero hacer notar en esta primera etapa de la vida espiritual los tres
elementos del espíritu de la cruz: pureza, amor y sacrificio.
Aquí están.
¿Qué consiguen las almas que trabajan en arrancar sus afectos
cuando realizan esta obra de despojo? Pureza. Los afectos son los que
impiden la pureza del corazón. ¿A qué se llama un vino puro? Al que no
tiene ninguna sustancia extraña al vino. Si tiene agua o si tiene vinagre, ya
no es el vino puro. El vino puro es el que es únicamente vino, el que no
tiene ninguna mezcla.
Yodo puro el que no está mezclado con ninguna otra sustancia.
El corazón puro es aquel que no tiene más que un afecto, el de Dios.
Pero si juntamente con el afecto de Dios hay otros afectos, aun cuando sea
en pequeña cantidad, ya no es un corazón enteramente puro.
Quitar esos afectos es ir consiguiendo la pureza del amor, la pureza
del corazón. Y de la pureza del corazón depende la pureza del alma y la
pureza de la vida.
42
De manera que arrancar apegos y combatir afectos es alcanzar
pureza.
Pero para alcanzar esa pureza se necesita el trabajo de quitar los
defectos que, como lo sabemos por experiencia, es algo penosísimo que
cuesta gran sacrificio.
Decía al principio que ese trabajo debe ser metódico; y, ciertamente,
debe serlo. Pero no dije, ni era necesario que lo dijera, puesto que todos lo
sabemos por experiencia, que es un trabajo penoso. Luchar contra nosotros
mismos en aquello que más nos duele, arrancar del corazón lo que con
amor ahí llevamos es cosa penosísima.
El sacrificio produce la pureza.
Y cuanto más el alma se purifica, mientras más el corazón va dejando
todos esos vestigios de lo terreno, el amor va tomando posesión del alma.
De manera que el sacrificio produce pureza. La pureza produce amor. Y, a
su vez, el amor que ha crecido excita al alma pura para que se sacrifique
más y se purifique más.
De tal suerte, que las tres cosas, la pureza, el sacrificio y el amor,
están reaccionando las unas en las otras y haciendo que el alma se vaya
poco a poco elevando en el camino de la virtud y de la santidad.

43
CAPÍTULO VI

AMOR Y HUMILDAD

Expliqué en el capítulo anterior que es indispensable examinar


cuidadosamente el alma y ver cuáles son los afectos que pueden impedir el
pleno desarrollo del amor de Dios.
Para ayudarnos en este trabajo que, en el fondo, es personal, voy a
recorrer varias regiones del alma o varios puntos de la vida espiritual, para
que cada cual vaya viendo lo que le pudiera convenir, o bien, a semejanza
de lo que digo en una materia, pueda discurrir y orientarse en otra.
Y para esto voy a hablar de virtudes.
En el fondo es lo mismo quitar afectos, combatir defectos y cultivar
virtudes. Porque todo está en perfecta armonía: los afectos producen los
defectos. Combatir un defecto es también influir en la raíz de él, que es el
afecto. Quitar el afecto es arrancar la raíz, y cultivar una virtud es combatir
el afecto y el defecto, porque la virtud es contraria al defecto. Y la virtud,
como decía citando a San Agustín, es el orden en el amor; por
consiguiente, quita lo que hay de desordenado en nuestros afectos.
Y me parece más fácil y más atractivo tratar de virtudes que tratar de
defectos; por eso trataré de virtudes, y cuando se presente la oportunidad,
también hablaré del defecto contrario a aquella virtud.
Y voy a comenzar por la humildad, porque es una virtud
fundamental.
***
San Agustín dice: ¿Quieres ser grande? Empieza por
empequeñecerte. ¿Quieres levantar un grande edificio de virtud? Piensa
primero en el cimiento de la humildad. Los edificios, antes de levantarse
hacia arriba, se hunden en el seno de la tierra.
Así acontece en el orden espiritual: para que se levante el edificio de
la perfección, primero hay que echar el cimiento de la humildad. Y cuanto
más grande sea el edificio, más profundo debe ser el cimiento.

44
Pudiéramos pensar que San Agustín, como tenía mucho de orador y
de literato, hubiera exagerado un poco las cosas. Pero Santo Tomás, que es
preciso, exactísimo, se propone el problema: «¿La humildad —pregunta—
es verdaderamente fundamento de la vida espiritual?» Y el santo distingue
dos fundamentos: uno negativo y otro positivo. Y después de muchas
consideraciones muy profundas, resuelve que la humildad es el
fundamento negativo de la vida espiritual y la fe el fundamento positivo.
Y explica por qué es fundamento la humildad; por dos motivos, dice:
el primero, porque va contra la raíz más honda de los pecados;
pudiéramos decir en el lenguaje vulgar: «porque le da en la cabeza a Don
Yo». El gran obstáculo para la vida espiritual es la soberbia: El principio
de todo pecado —dice la Escritura— es la soberbia.
Las otras concupiscencias de que nos habla el apóstol San Juan
tienen también como raíz la soberbia, que influye en ellas.
De manera que lo que destruye, lo que combate a la soberbia,
combate y destruye la raíz más honda de los pecados y de los defectos, y
quita el obstáculo más serio para nuestra santificación.
Segunda razón por la que la humildad es una virtud fundamental:
porque es como la llave de los tesoros de la gracia divina.
Nuestro Señor ha querido en la Santa Escritura revelarnos una de las
leyes que Él observa en la distribución de la gracia. No una, sino muchas
veces, aparece en la Escritura esta ley: Humilibus dat gratiam (Prov 3, 34).
«A los humildes les da la gracia.» En muchas partes de la Escritura aparece
esto. Dice uno de los salmos: Alto es el Señor, excelso es el Señor, y ve
todas las cosas humildes en el cielo y en la tierra.
Y San Agustín, comentando ese pasaje de la Escritura, dice: ¡Cosa
extraña! Dios es altísimo, y, sin embargo, si te elevas, te alejas de Dios; si
te abajas, te acercas a Dios. Una divina paradoja.
La humildad, por tanto, es fundamental, porque es como la llave de
los tesoros de la gracia. Dios da la gracia a los humildes. El gran obstáculo
para las gracias de Dios es la soberbia. La gran disposición para las gracias
de Dios es la humildad.
Si alguno tuviera todas las virtudes y le faltara la humildad —lo que
prácticamente no es posible—, pero si por imposible tuviera todas las
virtudes y le faltara la humildad, cierta y seguramente que todas aquellas
virtudes se vendrían al suelo como un castillo de naipes. En cambio, si uno
tuviera todos los pecados del mundo, pero tuviera humildad, con aquello

45
bastaría para que alcanzara el perdón de sus pecados y para que renovara
su alma.
Es algo verdaderamente fundamental en la vida espiritual la
humildad.
***
Y hasta me atrevo a decir —al parecer irrespetuosamente, pero, en
realidad, para hacer resaltar algo que es muy importante en la vida
espiritual— que el lado flaco de Dios es la humildad. Esto es, que cuando
Nuestro Señor ve un alma humilde cambia, se transforma, como que se
deja dominar por aquella alma.
Ejemplo: tenemos un pecador que ha cometido toda clase de
crímenes, sobre el que se cierne la justicia de Dios de manera terrible. Si
aquel pecador hace un verdadero acto de humildad, se transforma todo: la
justicia se trueca en misericordia, cambia enteramente la situación de ese
pecador. La humildad de un alma hace cambiar a Dios.
No puede Nuestro Señor, por decirlo así —es también una manera
hiperbólica de hablar—, no puede resistir a un alma humilde. Porque la
humildad lo atrae. Casi diría la humildad como que lo engaña.
¿Recordamos lo que nos enseña la Santísima Virgen en su precioso
cántico Magníficat? Dice que la llamarán feliz todas las generaciones,
porque ha hecho cosas grandes y maravillosas el que es Omnipotente y
cuyo nombre es santo; pero al darnos la razón de esto, dice: Porque miró
la humildad de su sierva. Por eso la llamarán feliz todas las generaciones,
porque miró la humildad de su sierva. La Virgen nos descubre el secreto,
nos da a entender que Dios vio en Ella la humildad, y que entonces
derramó toda la opulencia de sus gracias y de sus dones sobre Ella.
Gran cosa es la humildad, verdadero fundamento en la vida
espiritual, atractivo poderosísimo para Nuestro Señor.
Muchas veces pensamos: ¿Cómo atraeré yo a Jesús? ¿Cómo le daré
gusto?
Y hay almas que, en el orden espiritual, les pasa lo que a esas
personas que entienden poco de elegancia y que quieren suplir lo que les
falta con multitud de perifollos, creyendo que la elegancia consiste en
ponerse muchas cosas.
He llamado a ese defecto cursilería espiritual. Y he descubierto que
el patrono de ella es el fariseo aquel del Evangelio, que decía: Señor, yo te
46
doy gracias porque no soy como los demás hombres: yo ayuno dos veces
por semana, yo pago diezmos, yo hago, yo torno... El fariseo quería quedar
bien con Dios, presentándole sus méritos, sin comprender que a Dios no se
le atrae con eso. Este hombre no sabía lo que vale la humildad.
En cambio, el publicano decía: ¡Señor, sé propicio a este pecador! Y
el publicano quedó justificado.
Lo que le atrae a Nuestro Señor es la humildad; esa pequeñez, esa
sencillez propia de la humildad le roba el corazón.
***
El mismo Jesús nos dio con su ejemplo preciosas lecciones de
humildad. Se puede decir que toda su vida es una cadena maravillosa de
actos de esta virtud.
Desde luego, ya el misterio de la Encarnación es un prodigio sublime
de humildad.
San Pablo, para expresar ese anonadamiento del Verbo de Dios al
tomar nuestra carne, dice: Exinanivit semetipsum (Filip 2, 7). «Se anonadó
a sí mismo.»
Nació de la manera más humilde que podía nacer: en un pesebre.
Hasta los más pobres nacen en una cabaña estrecha, pobre, pero morada de
hombres. Nuestro Señor fue a nacer en la morada de las bestias.
De niño lo persigue Herodes, y Él se salva de la persecución como
nos salvamos los débiles: huyendo y escondiéndonos. ¡De cuántas maneras
hubiera podido Él salvarse! Pero quiso hacerlo de la manera más humilde.
Los treinta primeros años de su vida los pasa en un ocultamiento, en
un silencio desconcertante.
Nosotros, cuando tenemos una cualidad o creemos tenerla, ¡qué bien
la lucimos! ¡Quisiéramos que todos se dieran cuenta de ella!
Nuestro Señor, que tenía maravillas que lucir, todo lo escondió. ¡Qué
ejemplo admirable de humildad esos treinta años de vida oculta en
Nazaret!
Y pienso que uno de los motivos principales que tuvo para estar
treinta años escondido en Nazaret fue ése: enseñar al mundo lo que es la
humildad y el ocultamiento, porque es una de las grandes lecciones que el
mundo necesita.

47
Durante su vida pública todo lleva el sello de la humildad. Aunque
tiene que hacer cosas prodigiosas, sobre todo milagros, porque tiene que
revelarse al mundo, Nuestro Señor encuentra la manera de poner un
destello de humildad aun en las cosas más grandiosas: cura a un ciego de
nacimiento, pero lo hace formando lodo con su propia saliva y ungiendo
con aquel lodo los ojos del ciego; ¡qué contraste! Arranca a la muerte su
presa cuando resucita a Lázaro; le dice con todo el poder divino: ¡Lázaro,
sal afuera!; pero antes ha llorado sobre aquella tumba recién abierta; las
lágrimas son símbolo de debilidad y de miseria...
Hasta en la Transfiguración, cuando su rostro se tornó
resplandeciente como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve, y
dieron testimonio de Él Moisés y Elías, y se oyó la voz del Padre, que
decía: Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido; hasta en la
Transfiguración nos dicen los evangelistas que Nuestro Señor estaba
hablando con Moisés y Elías de las ignominias de su Pasión.
La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo fue una serie de inmensas, de
increíbles humillaciones; ser flagelado, tormento propio de esclavos; ser
crucificado, castigo que sólo se les daba a los criminales de la peor ralea;
ser escupido en el rostro, una de las mayores injurias que se pueden hacer
a un hombre...
Y como si no le hubieran bastado los treinta y tres años de su vida
para enseñarnos la humildad, aquí tenemos otra cátedra de humildad, el
Sagrario; allí Jesús nos está enseñando de una manera elocuentísima esa
virtud, porque, como dice la Iglesia en uno de los himnos eucarísticos:
In cruce latebat sola Deitas,
at hic latet simul et Humanitas.
«En la cruz se ocultaba la Divinidad;
pero aquí aun la Humanidad está oculta.»
¿Qué vemos en el Sagrario? Un pedazo de pan. Jesús parece que no
puede obrar, que no puede amar... Pueden venir sus enemigos y profanar
las sagradas especies, y Él calla... ¿No es un ejemplo maravilloso de
humildad el que nos da Jesús? Estar escondido en un Sagrario estrecho, a
veces pobre, a veces sucio, a veces indecoroso...
***

48
Por tanto, si la humildad es algo fundamental, si la humildad es una
virtud predilecta de Jesús, es preciso que trabajemos por cultivarla y por
hacer que florezca y que fructifique en nuestras almas.
La soberbia, el defecto contrario a la humildad, como ya dije, es el
principio de todo pecado y es el grande enemigo del amor.
El amor necesita humildad, se apoya en la humildad.
A veces veo tan estrecha la unión entre la humildad y el amor, que
me parecen como dos aspectos de la misma realidad, como el anverso y el
reverso.
La soberbia es el gran obstáculo, ya lo dije, para nuestra
santificación.
Motivos son éstos que nos deben impulsar a trabajar con todo
empeño en destruir la soberbia y en acrecentar en nuestros corazones la
santa, la divina humildad.
Pero no hay quizá vicio que tome mayor número de formas, que se
disfrace tan perfectamente y que se oculte de manera tan artificiosa como
la soberbia.
Toma todas las formas y hasta formas contradictorias; a veces la
soberbia es jactanciosa, como en el fariseo del Evangelio de que acabo de
hablar; a veces la soberbia es tímida. A veces la soberbia se oculta, a veces
se exhibe. A veces quiere dominar, a veces como que se complace en ser
dominada. La vanidad, ¿no es una manera más bien que de dominar, de ser
dominado? El alma vanidosa quiere agradar a los demás; es una especie de
dominio que sobre ella ejercen los demás: quiere darles gusto, como una
esclava quiere agradar a su señora. Y hay otra forma de soberbia que
consiste en querer dominar a todos, en que ser como Dios... Toma, pues,
todas las formas y se oculta y se disfraza. ¡Cuántas veces hemos oído
decir: Yo no hago esto por orgullo; lo hago por dignidad!...
Tengo una regla para saber hasta dónde llega el orgullo y hasta dónde
llega la dignidad; podemos soportar todas las humillaciones hasta donde
las sufrió Jesucristo; más que Él, no. Y aceptando lo que Él aceptó,
dejamos a salvo nuestra dignidad. Porque Jesucristo no perdió su dignidad.
De manera que hasta donde Él llegó podemos llegar sin que la dignidad
sufra menoscabo...
Otras veces se disfraza la soberbia con el pretexto de la gloria de
Dios o del bien de las almas...

49
Y a veces la soberbia hace al alma impermeable a todas las
sensaciones; poco le importa lo que digan los demás; su único público y su
único juez es ella misma. De manera que bien pueden insultarla y decirle
horrores; se queda impertérrita, no por exceso de humildad, sino por
exceso de soberbia.
De manera que toma todas las formas y a veces se oculta sutilmente;
por eso se necesita andar con ella con muchísimo cuidado.
***
Quiero hacer notar una forma de humildad que es muy importante en
la vida espiritual: consiste en soportar nuestras propias miserias.
La experiencia enseña que muchísimas almas, por no soportar sus
propias miserias, se extravían o se retardan en los caminos de la vida
espiritual; forman propósitos firmísimos de santificarse, se dedican con
todo empeño a trabajar en esa obra meritísima. Pero muy pronto viene una
caída, e inmediatamente se alarman y se desalientan; muchas veces hasta
dejan la empresa comenzada.
¿Por qué se asustan? Es como si alguien se asustara de que una
encina produjera bellotas. ¿Qué ha de producir la encina sino bellotas? ¿Y
qué ha de producir el alma sino miserias y deficiencias? Es la cosa más
natural del mundo.
¿Por qué desconfían? En el fondo, por soberbia. Yo no pude; luego
no hay esperanza... Como si dijera: de mi depende todo; lo que yo no haga,
no lo hace nadie. Si caigo, ya no hay esperanzas. Es darse demasiada
importancia.
Viéndolo bien, todo lo bueno que tenemos viene de Dios. Nosotros lo
único que podemos hacer, eso sí, es estorbar un poco. Pero nada más.
Nuestro bien desciende del cielo.
Que soy un pobre hombre que caigo cada tercer día, ¿voy a
desalentarme? No, porque la confianza no debe apoyarse en mí mismo,
sino que debe apoyarse en Dios. Si viera que Dios tuviera miserias y que
cayera y que se extraviara, entonces sí la cosa era grave. Pero que yo caiga
y que tenga miserias, ¡es cosa que no importa! Porque yo no voy a hacer la
obra de mi santificación.
En el fondo, ese desaliento, y muchas formas de desaliento, son fruto
de la soberbia: nos damos tanta importancia, que cuando tenemos miserias
creemos que todo se acabó.

50
Por eso es una forma de humildad, utilísima en la vida espiritual, el
soportar nuestras propias miserias.
Maestra de esta ciencia fue Santa Teresa del Niño Jesús; le pidió a
Nuestro Señor, o, por lo menos, lo deseó, que nunca se acabaran para ella
las imperfecciones. Todo lo contrario de lo que suelen pedir y desear las
demás almas. Y la razón era que, siendo imperfecta, se mantendría en la
humildad.
Tiene más importancia de lo que a primera vista parece esto de
soportar nuestras propias miserias. Creo que muchísimas almas se
extravían o se estancan en la vida espiritual por no tener humildad.
Santo Tomás pregunta si la desesperación —que es un desaliento en
grande— es el mayor pecado. Dice que no; hay otros pecados más grandes
que la desesperación, como son, por ejemplo, la incredulidad, y, sobre
todo, el odio a Dios, el mayor de todos los pecados. Pero dice que en un
sentido sí puede decirse que es el mayor de los pecados; en el sentido de
que quita los recursos que podría haber para ir a Dios, porque por la
desesperación se aleja el alma de Dios y se le cierran las puertas de la
gracia. Y cita a un Santo Padre, que dice que los demás pecados nos llevan
hasta la orilla del abismo, pero que la desesperación nos arroja en él. Y el
desaliento es de la misma familia; es algo de menor importancia que la
desesperación, pero en el fondo es algo contra la virtud santa de la
esperanza.
Muchas almas se extravían o se estancan por falta de confianza,
porque se dejan dominar por el desaliento.
Un alma humilde no se desalienta jamás; sabe perfectamente que
Dios es todo; sabe que todo su bien viene del cielo; y, por consiguiente,
poco le importa tener o no tener ella por sí misma las cosas, porque sabe
que el amor, la misericordia de Dios, le han de dar todo lo que necesita
para santificarse.
Examinémonos por lo que toca a la humildad. Sondeemos los
profundos senos de nuestro corazón para que no se vaya a esconder la
soberbia en alguno de los rincones de nuestra alma. Y examinemos con
atención nuestros sentimientos y los móviles de nuestras acciones para que
no vaya la soberbia a apartarnos de Dios y a poner un obstáculo a nuestra
santificación.

51
CAPÍTULO VII

AMOR Y POBREZA

Estamos recorriendo las distintas virtudes cristianas para que, en


vista de lo que esas virtudes exigen, podamos examinar nuestro corazón y
ver si hay en él alguno de esos apegos que impiden el pleno desarrollo del
amor.
Consideramos en el capítulo anterior una virtud fundamental: la
humildad. Vamos ahora a considerar las virtudes que constituyen los
consejos evangélicos, medios por excelencia para llegar a la perfección, y,
por consiguiente, al amor: la pobreza, la castidad y la obediencia.
Comencemos por la virtud de la pobreza.
Nuestro Señor Jesucristo nos dio de esa virtud maravillosos
ejemplos.
San Pablo, con una frase profunda y enérgica, como son las suyas,
nos expresó este misterio de la pobreza de Jesús: Por nosotros se hizo
pobre, siendo riquísimo, para que nos enriqueciéramos con su pobreza.
Como Dios, Jesús es riquísimo, dueño del cielo y de la tierra; como
Hombre, su Padre le dio por herencia todas las naciones de la tierra. Y por
nosotros, por nuestro amor, quiso hacerse pobrísimo para enriquecernos
con su pobreza; para que nos enamoráramos de esta virtud, viéndole a Él
tan íntimamente unido con ella; para que aprendiéramos que el carecer de
las cosas de la tierra no es una desgracia, sino una dicha cuando se acepta
por su amor.
Tener el corazón desprendido, no sólo es una disposición perfecta
para la santidad, sino que es también una condición necesaria para la
felicidad.
Desde que nació Jesús, nació en suma pobreza. No podía nacer más
pobremente, pues tuvo por casa una cueva y por cuna un pesebre.
Durante su vida oculta fue un simple obrero de manos encallecidas
en el duro trabajo, un artesano a las órdenes de José. Cuando por primera

52
vez fue a predicar a Nazaret, le veían con admiración sus conterráneos, y
decían: ¿No es éste un obrero, hijo de un obrero? (Mt 13, 55) ¿Dónde ha
aprendido todo lo que nos enseña?»
Y Él mismo, en la montaña, comenzó su predicación acerca de la
felicidad, diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el reino de los cielos.
En su vida apostólica, pobrísimo. Unos discípulos de San Juan se le
acercaron un día, y le preguntaron: Maestro, ¿dónde vives? Y Jesús
contestó: Las aves tienen sus nidos, las raposas tienen sus madrigueras; el
Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. Y, en efecto, nada tenía
Jesús; durante sus viajes apostólicos se alimentaban Él y sus discípulos
con las oblaciones de los fieles. Judas era el que llevaba las limosnas que
les daban para que pudieran sostenerse.
Y para morir nos da en la cruz ejemplo de la pobreza más absoluta:
muere despojado de todo...
Y como si esto no bastara, en la Eucaristía nos sigue predicando y
enseñando esa virtud, no solamente porque el sagrado depósito se guarda
frecuentísimamente en sagrarios pobres, rodeado de descuido y desaseo,
sino también porque en el estado eucarístico no necesita de ninguna de las
cosas de la tierra. En ese estado especial en que está Jesús en el
Sacramento aparece despojado de todo...
***
No sólo los religiosos —que han hecho voto de pobreza—, sino
todos los cristianos, para alcanzar la perfección, necesitan imitar la
pobreza de Jesús, si no de hecho, al menos de afecto: Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos; para alcanzar
la perfección —que es el reino de Dios en las almas— hay que ser pobres
de espíritu.
Los fieles pueden dividirse a este respecto en tres categorías: los
pobres de hecho, que carecen a veces hasta de lo necesario; los ricos, que
tienen bienes superfluos; y entre unos y otros hay condiciones medias, en
que se tiene lo necesario para vivir decorosamente, según la propia con-
dición.
Los pobres de hecho deben también ser pobres de espíritu; para lo
cual no basta que, simplemente, se resignen a su pobreza y hagan de la
necesidad virtud, sino que han de subir más alto y aceptar plenamente y de
todo corazón la pobreza como una mortificación que expía y purifica de
53
los propios pecados, como una humillación que prácticamente nos enseña
a ser humildes, como un medio de asemejarnos y de imitar a Jesús pobre.
La pobreza real es una escuela de humildad, porque es una fuente de
humillaciones; así como para el rico son todos los honores, así para el
pobre son todos los desprecios. Por eso el orgullo es más propio de los
ricos; sin embargo, también hay pobres soberbios, y quizá ésta sea la más
repugnante de las soberbias, porque es la más reconcentrada, la más
rencorosa, la que está saturada de envidias y de odios y suele estallar en
venganzas.
Que el pobre acepte la pobreza con todas sus consecuencias; por
consiguiente, el verse pospuesto, despreciado, en el último lugar...
Pero la pobreza aceptada así es fuente de paz, porque nada le turba a
quien nada desea; es fuente de dicha íntima, porque entonces Jesús se
convierte en el tesoro del pobre...
***
También los ricos pueden y deben practicar la pobreza de espíritu,
para lo cual han de desprender su corazón de los bienes de la tierra y
practicar ampliamente el deber de la limosna, ayudando a sus hermanos
necesitados.
Es un error pensar que la limosna es una obra de supererogación, no;
es un deber estricto, por lo menos en ciertas circunstancias. La Sagrada
Escritura dice: El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano
padecer necesidades y cierra sus entrañas a la compasión, ¿cómo puede
permanecer en él la caridad? (I Jn 3, 17). Y en el día del Juicio, los impíos
serán condenados por no haber hecho limosna (Mt 25, 41-42). Por
consiguiente, la limosna —por lo menos en ciertas circunstancias —tiene
que obligar gravemente, puesto que nadie se condena sino por un pecado
mortal.
Por eso Su Santidad Pío XI enseña (5) que no puede el hombre
disponer con toda libertad de los réditos o ganancias que no son necesarios
para sostener su vida de una manera conveniente y decorosa; antes bien,
tienen los ricos que cumplir con esos bienes el gravísimo precepto de la
limosna y de la beneficencia, como claramente lo enseñan la Sagrada
Escritura y los Santos Padres.

5
Encíclica «Quadragessimo anno», 15 de mayo de 1931
54
Por eso hay moralistas que llegan hasta sostener que hay un grave
precepto de emplear una parte notable de los bienes absolutamente
superfluos en limosnas y obras pías. Sea de ello lo que fuere, sería muy
ruin que los favorecidos por la fortuna anduvieran escatimando a Nuestro
Señor los bienes que con tanta abundancia les da. Porque a Dios es a quien
dan cuando dan a los pobres.
En cuanto a los que no son ni propiamente ricos ni estrictamente
pobres, deben también tener desprendido su corazón de los bienes de este
mundo, y no envidiar a los que tienen más y sí compadecerse de los que
tienen menos, y ayudarlos cuanto su generosidad se lo inspire.
Cuanto mayor sea el sacrificio que hacen para socorrer a los pobres,
tanto más grande será la recompensa con que Dios los premie, no sólo en
la otra vida, sino aun en ésta.
¿Y no es ya demasiada recompensa la satisfacción de hacer —tan a
poca costa— felices a los demás? (6).

6
Este capítulo fue casi completamente refundido para adaptarlo a todos los fieles
(originalmente estaba dirigido a religiosas). La adaptación la hizo la Dirección de la
revista «La Cruz», debidamente autorizada.
55
CAPÍTULO VIII

AMOR Y PUREZA

Trataremos ahora de la virtud angélica y hermosísima de la castidad.


Nuestro Señor la amó de una manera singular, y tenemos pruebas
clarísimas de esta predilección en el santo Evangelio: para Madre, Jesús
eligió a una criatura purísima, más pura que los ángeles del cielo: María,
que es llamada con razón Virgen de las vírgenes, Virgen por excelencia.
Para que fuese su padre putativo, para que hiciera en la tierra veces
de su Padre celestial, eligió a San José. El Evangelio nos dice que era
justo, pero de una manera especial se distinguía en la virtud de la castidad,
tanto que en el lenguaje cristiano se le llama de ordinario el castísimo
Patriarca, castísimo por excelencia. Y es natural que solamente a un
hombre así, castísimo, hubiera podido confiar el Padre a su Hijo y a la
Santísima Virgen.
Entre los apóstoles, el predilecto de Jesús fue San Juan. El mismo
decía con una íntima satisfacción: El discípulo que amaba Jesús. Y le dio
pruebas clarísimas de predilección, porque le hizo presenciar lo que
solamente los íntimos presenciaron: la transfiguración en el Tabor, la
resurrección de la hija de Jairo, a la que Nuestro Señor le dio cierto
carácter de misterio, y la agonía de Getsemaní. Y, sobre todo, la gran
prueba de su predilección fue poner en sus manos a la Santísima Virgen
María.
Y la razón de este amor singular que Jesús tuvo a San Juan nos lo
dice la Iglesia en su liturgia: Porque era el apóstol virgen, porque virgen
ingresó al apostolado y virgen permaneció para siempre.
Se ve claramente la predilección que Jesús tiene por las almas
vírgenes. Sin duda que Él recibía a todos, hasta a los pecadores, y comía
con ellos; era todo misericordia, y venía a salvarnos. Sin embargo, las
predilecciones íntimas de su Corazón son para las almas puras, y,
especialmente, para las almas vírgenes.
Por eso la Santa Iglesia, con el acierto divino que tiene para todas las
cosas espirituales, ha querido que las almas consagradas a Nuestro Señor,
56
las que han de tener con Él mayor intimidad, guarden castidad: los
sacerdotes y las religiosas.
Y en verdad es una virtud bellísima, porque por ella nos asemejamos
a los ángeles, o, más bien dicho, nos asemejamos a Dios. Algo celestial,
algo divino tiene esa virtud; como que nos levanta más allá de nuestra
pobre naturaleza, nos coloca en una región superior y le da a nuestra alma
un esplendor y una belleza singulares.
Los simples mortales, aun los desprovistos de criterio sobrenatural,
estiman y aprecian y como que vislumbran la belleza de la castidad. Le
llaman virtud angélica, y realmente lo es, porque las almas castas viven en
la tierra como en el cielo los ángeles de Dios. Más aún: la castidad nos
hace participar de lo divino y nos pone en armonía con Jesús, que es todo
pureza y que vivió siempre en la tierra rodeado de pureza.
***
Muchas veces hemos afirmado que la pureza es uno de los elementos
del espíritu de la cruz; pero cuando esto afirmamos no nos referimos
exclusivamente a la castidad, aunque sí, sobre todo, a la castidad.
Voy a explicar mi pensamiento: el espíritu de la cruz abarca la pureza
en todas sus formas: la pureza general, negativa y positiva. La pureza
negativa es la carencia de faltas, la ausencia de manchas. Un alma pura es
un alma que no está manchada. La pureza positiva es una participación de
Dios, es algo divino que llevamos en el alma.
Y eso divino no es otra cosa que la gracia —con el cortejo de
virtudes y de dones—, que purifica al alma de las manchas del pecado y la
diviniza.
Notemos muy bien que la pureza hace dos cosas: purifica y diviniza.
No solamente produce un efecto negativo, quitando las manchas del
pecado, sino que también, y, sobre todo, diviniza, es decir, hermosea,
engrandece y pone algo divino en el alma y en todas las facultades.
Esta pureza general es la pureza propia del espíritu de la cruz, es
decir, que estas almas procuran adquirir la pureza en todas sus formas.
Más aún: el espíritu de la cruz busca la pureza hasta dentro de cada
virtud: la pureza en la humildad, la pureza en el sacrificio, la pureza en el
amor, porque cada virtud puede ejercitarse con mayor o menor pureza, es
decir, sin mezcla de ningún otro elemento.

57
La pureza del dolor, por ejemplo, consiste en no buscar consuelo, en
recibir los sufrimientos con gratitud, en todos esos matices finísimos que
indican que el alma verdaderamente ama el sufrimiento e impulsada por el
amor, acepta plenamente el sacrificio.
Y lo mismo puede decirse de las demás virtudes.
De manera que no es únicamente la castidad la pureza que busca el
alma de la cruz.
Pero sí es, sobre todo, la castidad. Digo sobre todo porque la castidad
no sólo es una de tantas formas de la pureza, sino que es una pureza
singular, que ha merecido que se le llame por antonomasia pureza, porque
excluye lo más grosero, lo más repugnante que puede entrar en nuestro
corazón.
Me valdré de una comparación para explicar esto: el agua pura en
todo rigor es la que llaman químicamente pura, de manera que no
solamente le tienen que quitar la tierra y todas las impurezas que puede
tener en suspensión, sino que hay que suprimir todo lo que sea extraño al
agua, hasta que no quede más que el oxígeno y el hidrógeno en la
proporción debida. Pero si es verdad que la pureza perfecta abarca todo
esto, no cabe duda que un agua a la que se le ha quitado todo lo que traía
en suspensión, un agua filtrada ya es un agua pura. Después se le podrá
hacer todas las purificaciones sutiles que realiza la Química; pero ya un
agua que ha sido filtrada y a la que se le ha quitado la tierra y todas las
cosas que antes tenía en suspensión y que la enturbian, ya es un agua pura.
Así también, un alma casta ha excluido lo más burdo, lo más grosero,
lo más repugnante. Ya es un alma pura. Todavía después vienen matices de
pureza en todas las virtudes: pureza en la humildad, y pureza en el
sacrificio, y pureza en el amor, etc.
Por esto se le llama pureza por excelencia y por eso dije que si el
espíritu de la cruz tiene como un elemento propio la pureza,
principalmente tiene esta pureza, que es la castidad.
De manera que las almas de la cruz, no sólo como cualquier alma
cristiana, ni solamente como cualquier alma religiosa, sino por razón de su
espíritu, necesita esta virtud.
Y se ve la razón: ¿no son almas consoladoras de Jesús? Para consolar
se necesita intimidad. Para que se pueda consolar a Jesús se necesita tener
con Él una dulce intimidad. Pero Jesús quiere para sus íntimas a las almas
puras, a las almas castas, a las almas vírgenes.

58
Las almas de la cruz tienen que alcanzar gracias de pureza para los
demás. Pero para alcanzar esas gracias de pureza es preciso que ellas
mismas sean puras.
Por cualquier aspecto que se considere este espíritu nos encontramos
siempre con la pureza, no sólo en el sentido especial de la virtud santa de
la castidad.
Debemos, por consiguiente, tener un cuidado exquisito de conservar
y de acrecentar y hacer cada día más brillante esta virtud angélica.
***
¿Cómo se logra esto?
Desde luego, el específico, digamos así, contra todo lo que puede
manchar la pureza, y el específico que produce la santa pureza es la
Eucaristía.
Y es natural, porque se llama a la castidad virtud angélica, y para
ejercitar una virtud angélica hay que mantenerse, hay que nutrirse con un
manjar angélico.
Se pudiera decir en un sentido: Dime lo que comes y te diré quién
eres. El que come manjares celestiales, manjares angélicos, es natural que
tenga algo de angélico y algo de celestial en sí mismo. Y la Eucaristía es
un manjar angélico, es un manjar divino.
Hasta que la Eucaristía fue establecida por Jesús, fue cuando vino al
mundo la vida de la virginidad. En el Antiguo Testamento son rarísimas las
almas vírgenes, son una verdadera excepción. Desde que vino Nuestro
Señor y estableció la Eucaristía, las almas vírgenes se han multiplicado de
tal manera, que han llenado el mundo.
A ese Sacramento de la Eucaristía se le puede llamar, como, en
efecto, se le ha llamado, el Sacramento de la virginidad, el sacramento de
la pureza.
Para que las almas sean puras deben estar siempre en contacto con
ese divino Sacramento: recibirlo todos los días en comunión y visitarlo con
la mayor frecuencia posible.
En segundo lugar, medio eficacísimo para acrecentar la pureza es el
amor a Jesucristo, Señor Nuestro.
Muchas veces lo que viene a manchar la pureza es el corazón.
Cuando el corazón está lleno del amor de Jesús no puede entrar allí nada
que manche. Cuando se ama verdaderamente a Jesús, se ama la pureza,
59
porque Jesús es la pureza personificada, porque Él ama la pureza, y cuando
se le ama se tienen los mismos sentimientos de su Corazón divino.
Un alma que ama a Nuestro Señor y que tiene el corazón lleno de
Jesús, está hasta donde es posible garantizada contra todos los embates de
la corrupción.
Pero para conservar intacta esta virtud se necesita un cuidado
exquisito para huir de todo lo que pudiera ser peligroso en materia tan
delicada.
Claro está que no hay que caer en el escrúpulo, porque esto sería
tremendo, y más cuando se tienen en esta materia delicada; es algo
espantoso; porque el escrúpulo excita la imaginación y aviva las
tentaciones. Al escrupuloso le pasa lo que a los miedosos, que de noche
por todas partes ven espectros y fantasmas; así, el escrupuloso anda viendo
fantasmas por todas partes.
Hay que evitar cuidadosamente el escrúpulo. Y de una manera
especial conviene hacer esto en ciertas tentaciones que son casi inevitables
en esta vida y que al mismo tiempo son tan penosas y molestas; pero que si
no hay voluntad, lejos de mancharnos, al contrario, sirven para
purificarnos.
La tentación nunca es pecado; aun cuando parezca muy cercana al
pecado, hay, sin embargo, un abismo entre la tentación y el pecado.
Antes bien, la lucha fortifica las virtudes; como los vendavales, que
sacuden a las encinas y a los robles de la montaña, los hacen más robustos
y que arraiguen más hondamente sus raíces.
De manera que no hay que temer demasiado las tentaciones, ni
tampoco hacer que por causa de ellas venga el escrúpulo a desorientar la
conciencia.
Alguna vez que Santa Catalina de Sena tenía tentaciones horribles,
cuando pasó la tempestad le dijo a Nuestro Señor: Pero ¿en dónde
estabas, Señor, cuando pensaba cosas tan abominables? Jesús le contestó:
En tu corazón. Si no hubiera estado ahí, ¿cómo hubieras resistido tantas
tentaciones?
De manera que Nuestro Señor, aun en medio de las tentaciones más
abominables, no se aparta de nosotros. Y esas tentaciones no son
pecaminosas; antes bien, si no tenemos ninguna voluntad de consentirlas,
son útiles y provechosas, porque nos purifican, nos humillan y nos hacen
merecer.
60
Pero si hay que huir del escrúpulo, hay que buscar la delicadeza. En
toda clase de virtudes debemos ser delicados; pero de una manera especial
en esta virtud. De tal manera, que —no por escrúpulo, sino por amor a la
pureza y por amor a Jesús— rechacemos al instante todo lo que, aun de
lejos, pueda opacar un poco de brillo de la virtud espléndida de la castidad
y huyamos de todo lo que pueda oponerse a ella, con gran generosidad y
delicadeza.
Y un auxiliar poderosísimo e indispensable de la castidad, que viene
precisamente a producir en las almas esta delicadeza, es la modestia. Es un
auxiliar de la castidad, pero un auxiliar indispensable.
Así como los castillos de la Edad Media tenían muchos obstáculos
para que no pudiera el enemigo llegar hasta ellos, así también, para
proteger la pureza del alma, Nuestro Señor ha querido poner muchas cosas
que la circunden y la defiendan y no permitan llegar hasta ella al enemigo:
el pudor, la guarda de los sentidos, la mortificación, la modestia...
La modestia de que aquí se trata no es una forma de humildad, como
cuando decimos que una persona es muy modesta, en el sentido de que es
muy humilde, no, sino que la modestia es ese cuidado exquisito que
tenemos con todo lo relativo a nuestro cuerpo, para que no vaya a man-
charse ni a manchar nuestra alma.
Llega la modestia hasta modelar, digamos así, nuestras acciones y
nuestro trato con nosotros mismos, aun estando solos. Y ese respeto y ese
cuidado con que miramos nuestro cuerpo es algo utilísimo para conservar
siempre la limpieza de nuestra alma.
Y aun cuando no fuere absolutamente necesario para conservar la
pureza del alma, es algo que pone un tinte de gravedad y de decoro en la
vida cristiana, y, sobre todo, en la vida religiosa.
Debemos tener, por consiguiente, una modestia exquisita, puesto que
éste es el foso que rodea el castillo. Y para que el enemigo no penetre, es
necesario que con grandísima solicitud, sin escrúpulo, pero sí con
delicadeza, cultivemos siempre la modestia, porque es la garantía de la
castidad. Y la castidad, la pureza, asegura la predilección de Jesús.

61
CAPÍTULO IX

AMOR Y PUREZA DE CORAZÓN

Al hacer esta revista de virtudes quiero, como lo dije en un capítulo


anterior, dar ocasión para que examinemos las distintas regiones de nuestra
alma y veamos si hay por ahí algún apego que impida la soberanía abso-
luta del amor divino.
Y puesto que andamos a caza de apegos, quiero hablar de un terreno
en el que los apegos suelen ser frecuentes y que por tener alguna analogía
con el asunto de que hablé en el capítulo anterior, me parece oportuno
tratarlo aquí.
Me refiero a los afectos a las personas.
Es muy propio del corazón apegarse. Alguien dijo que el corazón
humano es como las trepadoras, que por dondequiera que pasan van
echando raíces. Y, en efecto, es así. Nos apegamos a todo: lugares,
trabajos, cargos, etc.; pero a lo que solemos apegarnos más es a las
personas.
Y es muy natural, es muy humano que así sea.
Y esos apegos son quizá más frecuentes en la mujer, porque es propio
de ella tener un corazón muy afectuoso y muy sensible. Y si siempre hay
que tener mucho cuidado con el corazón, la mujer debe tenerlo de una
manera especial.
Pienso que en los varones hay que tener mucho cuidado con la
cabeza, y en las mujeres hay que tener mucho cuidado con el corazón.
Como la religiosa, no por haberse consagrado a Dios deja de ser
mujer, aun en ella suelen brotar estos afectos en el corazón, que llegan a
ser un poco desordenados, no en el sentido de que sean pecaminosos ( 7),
pero sí en el sentido de que vengan a estorbar el pleno desarrollo del amor
de Dios.

7
Aunque estos afectos en las personas virtuosas no suelen ser pecaminosos sino
imperfectos, claro está que si se dejan desarrollar y crecen, sí pueden llegar a ser
causa de pecados y aun de faltas graves.
62
Para que comprendamos hasta dónde llega este peligro y por qué
brotan estos afectos, voy a hacer algunas consideraciones.
***
El corazón humano no puede vivir sin afectos, y, como dije, de una
manera especial en la mujer.
Cuando llega el amor de Dios a enseñorearse del corazón, entonces el
corazón ya no necesita nada, porque Dios le basta.
Y en Dios y por Dios puede tener afectos mucho más profundos e
incomparablemente más dulces que los afectos humanos.
Santa Teresa del Niño Jesús, cuando sintió en su corazón aquella sed
de almas, dijo: «Ahora comprendo cuánto mejor es tener estos grandes
afectos, que no son otra cosa sino la expansión del amor de Dios, y no
haber atado mi corazón a un afecto egoísta y estéril con algunas personas
de mi familia.»
Tenía mucha razón.
Pero como para llegar a esa cumbre en que el amor de Dios domina
por completo y satisface todas las aspiraciones se necesita tiempo, antes de
llegar allá el corazón se siente vacío...
Por la separación, por la muerte, por las diversas vicisitudes de la
vida nos llegan a faltar los afectos que formaron el encanto de nuestros
primeros años; entonces el pobre corazón empieza a buscar..., y, claro, todo
el que busca encuentra. Y empiezan a nacer afectos que muchas veces
parecen absolutamente inofensivos. Y nos decimos: aquí no hay nada
malo, éste es un afecto enteramente puro, es un afecto que me ayuda a ser
bueno, a buscar a Dios, a caminar por los senderos de la perfección... Y si
se llega el caso, hasta se recuerdan ciertas amistades que ha habido entre
los santos y que no por ellas dejaron de ser santos.
Está muy bien; los afectos pueden ser hasta útiles, pero también
pueden ser peligrosos. No tanto, vuelvo a decir, en el sentido de que
conduzcan siempre al pecado, sino en el sentido de que impidan, por lo
menos, la perfección y la plenitud del amor. Por consiguiente, hay que
tener mucho cuidado con el corazón.
No olvidemos lo que enseña San Juan de la Cruz: que antes de que
Nuestro Señor llene por completo el corazón, pone el alma en soledad. Y
para poner al alma en soledad se necesita que se acaben todos esos afectos.

63
Debemos, por consiguiente, hacer un examen cuidadoso de nuestro
corazón para ver si le pertenece totalmente a Jesús, para ver si no hay por
ahí algún afecto parásito que sea preciso arrancar.
***
Para calificar los afectos pueden darse varias reglas. Una sería
decisiva, pero difícil de aplicar: cuando tenemos un afecto podíamos
preguntamos: ¿A quién busco? ¿Busco a Dios? ¿Busco a esta persona?
¿Me busco a mí mismo? Y según lo que busque, así será el efecto. Si busco
a Dios, perfectamente. Si me busco a mí mismo o a alguna criatura, la cosa
no anda bien.
Digo es un poco difícil, porque se necesita mucha capacidad
psicológica para descubrir en el fondo a quién se busca; tanto más, cuanto
que con mucha facilidad podemos ingeniosamente engañarnos. Yo busco a
Dios, porque lo que pretendo con este afecto es tener un corazón en donde
desahogarme; si no me desahogo, estoy inquieto, y no puedo ir a Dios.
Luego busco a Dios. Quizá sea un poco atrevido el argumento.
Hay otra regla más fácil de aplicar; los afectos santos no producen
inquietud.
Cuando un afecto pone inquietud al corazón, no se puede pasar
mucho tiempo sin hablar con aquella persona, y estamos con frecuencia
pensando en ella, y nos asedia su imagen en la hora de la oración, y en
todo y por todo volvemos nuestros ojos allá: ese afecto es sumamente
sospechoso.
Los afectos que se fundan en Dios son de otra manera, son
tranquilos. A veces hacen sufrir, ¡cómo no! A San Pablo le hacían sufrir las
almas: ¿Quién sufre sin que yo sufra? ¿Quién se escandaliza sin que yo
sienta que arden mis entrañas? (2 Cor 11,29). Luego hacen sufrir, pero no
producen inquietud.
Otro indicio muy claro de que un afecto no es pura y verdaderamente
por Dios son los celos.
El amor de Dios tiene celo, pero no celos. El celo que consiste en
desear que Nuestro Señor sea glorificado, que todas las almas le amen, el
celo de salvarlas a todas... ¡Pero qué distintos son esos celillos, que indican
un apego humano, un afecto puramente sensible!...
Sin duda que en la mujer los celos son como muy naturales; sin
embargo, esos afectos que producen celos, frecuentísimamente son

64
humanos. Porque a veces puede haber celos, por imperfección, hasta en el
amor divino; cuántas veces algunas almas sienten cierta envidia con las
almas santas, porque les parece que Nuestro Señor se ocupa demasiado de
esas almas predilectas y no se ocupa de ellas, que están muy abajo... Esto
es falso, y no tiene razón de ser; tratándose de Dios no debe haber celos,
porque los celos vienen de que dos o más personas se disputan un mismo
corazón. Pero el Corazón divino lo pueden poseer millones de personas,
porque es un Corazón infinito; y de tal manera lo posee una, como si no
tuviera otra que lo poseyera, y, sin embargo, lo pueden poseer millares y
millones...
Conviene muchísimo examinar si un afecto es causa de celos; porque
en tal caso ese afecto no va por buen camino y es un obstáculo al amor de
Dios.
No vayamos a pensar que esos afectos sólo se deben quitar porque
son pecaminosos, no; también deben quitarse cuando estorban la plenitud
del amor de Dios, cuando impiden que se desarrolle plenamente.
En el corazón de un cristiano que busca la perfección no puede caber
más afecto que el amor divino y los afectos que sean una prolongación del
amor de Dios.
El ideal del corazón es éste: que todos los afectos legítimos se
divinicen, que no haya en nuestra alma más que caridad, y que esta caridad
abarque todos los objetos de nuestros afectos y los engrandezca y los
divinice.
Para llegar a esto, claro está que se necesita tiempo y esfuerzos y
gracia de Dios. Pero lo que si podemos hacer, desde luego, es trabajar en ir
eliminando todos los afectos que puedan quitarle a nuestro corazón la
preciosa soledad que se necesita para que Nuestro Señor tome plena
posesión de él.
Examinemos, pues, atentamente nuestros afectos, y sin compasión
arranquemos todo lo que pueda ser un obstáculo al amor de Dios. No vale
la pena que, por conservar un afecto que no puede satisfacernos, que no
puede hacernos felices, que no puede llenar nuestro corazón, vayamos a
perder ese amor de Jesús, que, como lo estudiamos al principio, constituye
nuestra felicidad y nuestra perfección.
***
¿Y cómo se arrancan esos afectos?

65
En primer lugar, para curarse de un afecto desordenado se necesita,
ante todo, querer.
Así como dijo Santo Tomás de Aquino cuando le preguntó su
hermana: «¿Qué se necesita para salvarse?» «Querer.» Así también: ¿Qué
se necesita para quitarse un afecto? Querer. Porque si no se quiere no se
quita.
Si una persona no se resuelve a quitar un afecto y sólo se propone
usar tales o cuales paliativos, tomar estas o aquellas precauciones, se
engaña a sí misma, porque conservando en el fondo el mismo afecto, éste
producirá los mismos malos efectos, es decir, seguirá siendo un estorbo al
amor de Dios.
* **
No; debemos tener una resolución verdadera, sincera y firme de
quitarlo.
Teniendo esa resolución, éstos son los medios:
Primero, no fomentar el afecto. Porque si lo fomentamos no se
acabará nunca; antes crecerá cada vez más.
Imaginémonos a una persona que enciende una hoguera y que le está
constantemente arrojando más y más combustible, y que dijera: «¡Esta
hoguera no se quiere apagar!» ¡Pero cómo se ha de apagar mientras la
estén atizando!
Y así nos pasa muchas veces: «¡No puedo quitarme este afecto!»
¡Pero cómo has de poder, si lo estás fomentando!
Y se fomenta el afecto tratando con esa persona, pensando en ella,
manifestándole afecto, etc.
Quien quiere de veras quitárselo, necesita, de una manera discreta,
dejar que la hoguera se extinga, no echarle más leña.
Y esto hay que hacerlo, decía, de una manera discreta, porque si se
tiene una especie de obsesión: «Me voy a quitar este afecto..., debo
quitarme este afecto...», eso mismo lo está fomentando.
Es muy común en el mundo que cuando una persona lleva un amor
en el corazón, le gusta hablar de ese amor, aun cuando sepa que la persona
con quien conversa se lo va a contrariar; no importa que se lo contraríe y
se lo reproche, con tal de hablar de lo que lleva en el alma.

66
De manera que estar con la idea fija de destruir este afecto, y, por
consiguiente, pensando constantemente en él, produce un efecto
contraproducente. Lo mejor es no pensar, lo mejor es no hacer caso.
En segundo lugar, y, sobre todo, para quitar un afecto, hay que
fomentar otro; para quitar esos afectos que pueden ser desordenados hay
que fomentar y acrecentar en nosotros el amor de Jesús. Si le amamos,
fácilmente despreciaremos todos los afectos que pueden estorbar la marcha
del amor en nuestra alma.
***
He señalado, pues, este terreno muy propio para quien anda a caza de
apegos: el afecto a tal o cual persona.
Tengamos siempre una grande vigilancia sobre nuestro corazón,
porque el corazón es lo que Jesús ama más que todo: Por encima de todo,
nos pide el corazón; lo quiere todo y lo quiere perfectamente. Y es
necesario que nuestro corazón esté siempre puro, siempre limpio, siempre
vacío, porque es la gran ofrenda que le debemos presentar a Jesús.

67
CAPÍTULO X

AMOR Y OBEDIENCIA

De la obediencia nos dio Jesucristo ejemplos tan claros y tan


admirables, que el apóstol San Pablo hace, por decirlo así, el panegírico de
Jesús basándose en esta virtud: Se hizo por nosotros obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le dio un nombre que
está sobre todo nombre, para que al escucharlo toda rodilla se doble en el
cielo, en la tierra y en los infiernos (Filip 2, 8-10).
Y en verdad que durante toda su vida mortal, Nuestro Señor ejercitó
de una manera admirable esta virtud de la obediencia: no solamente
obedeció a su Padre celestial, sino aun a sus criaturas; y no tan sólo a
criaturas tan santas como la Santísima Virgen y San José, sino aun a las
autoridades civiles; cuando le fueron a pedir el tributo, por ejemplo, lo dio
sin objeción alguna.
En especial, la casita de Nazaret es una escuela admirable de
obediencia. Ante el criterio humano, en Nazaret iban las cosas al revés;
porque si a nosotros nos hubieran preguntado: «Aquí en esta casa hay tres
personas: Jesús, el Hijo de Dios; María Santísima, la criatura más santa
después de Jesús; San José, justo, santo, pero inferior a los otros dos,
¿Quién deberá mandar?» Humanamente cualquiera hubiera dicho: «¡Sin
duda alguna, Jesús! Que Jesús mande, que María Santísima y San José
obedezcan. Y entre María Santísima y San José, que mande la Santísima
Virgen; San José que obedezca a los otros dos.» Así juzgamos nosotros a
lo humano. Pero sucedieron las cosas al contrario: el que valía más, que
era Jesús, obedecía a los otros dos y le mandaban. El que valía menos era
el que mandaba a los otros dos: San José. Y la Santísima Virgen, que era
un término medio, mandaba a su superior y obedecía a su inferior...
Esto es algo verdaderamente revelador, porque nos da la clave de la
obediencia: no se obedece al superior porque tenga tales o cuales
cualidades, sino porque representa a Dios.
Claro que para nombrar al superior habrá que tener en cuenta esas
cualidades. Por ejemplo, cuando se nombra al superior por elección, los
68
electores deben tener en cuenta las cualidades de las personas y elegir a la
que, a su juicio, tenga las mejores. Pero no son esas cualidades las que le
dan la autoridad, ni los años, ni la prudencia, ni la santidad. No; manda
porque representa a Dios.
San José mandaba en Nazaret, porque era el representante del Padre
celestial, el que hacía en la tierra veces del divino Padre. Y María
Santísima podía mandar al Niño Jesús, porque era su Madre, y por aquel
título tenía autoridad, era representante de Dios.
¡Qué admirable ejemplo!
Por eso San Bernardo dice: ¡Hombre, aprende a obedecer! ¡Tierra,
aprende a aceptar la subordinación! ¡Polvo, aprende a someterte!
¡Avergüénzate, ceniza orgullosa! ¡Un Dios se abaja y tú te elevas! ¡Un
Dios se somete a los hombres, y tú tratas de dominar a los hombres!
¿Pretendes colocarte sobre tu mismo Creador? (8).
***
Pero continuemos considerando todas las pruebas heroicas de
obediencia que Jesús nos dio.
La voluntad del Padre celestial la cumplió sin cesar: Yo hago siempre
las cosas que agradan a mi Padre celestial (Jn 8, 29).
Y cuando llegó la hora del supremo sacrificio, obedeció al Padre
celestial, y se entregó a los tormentos y a la muerte. Él mismo nos dijo en
alguna ocasión: Yo tengo libertad para dar mi vida o para no darla, pero
Yo he recibido de mi Padre el precepto de hacerlo. Murió por obediencia.
Por eso dice San Pablo que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz.
Y como todas las virtudes, Nuestro Señor, en cierto sentido, sigue
ejercitando la obediencia, o, por lo menos, nos sigue dando ejemplo de ella
en la Eucaristía. Porque ¿no está en la Eucaristía a la disposición de los
sacerdotes? Pronunciamos las palabras sagradas, y nos obedece bajando
del cielo. Está en el Sagrario todo el tiempo que le dejamos allí: si
queremos que salga, sale; si no queremos que salga, permanece encerrado.
Está a nuestra disposición, dándonos ejemplos de obediencia en cuanto nos
la puede dar en el estado sacramental.
Pero no sólo en la Eucaristía, aun en el cielo, en sus relaciones con
las almas, nos da ejemplos de obediencia. Es muy notable que las almas
8
Sermo I. Super «Missus est».
69
santas arrebatadas en éxtasis no salen de él sino por la obediencia; así les
puedan aplicar medicinas que provoquen una reacción en el cuerpo, así les
puedan aplicar reactivos y excitantes poderosos, no vuelve en sí. Pero
desde que la obediencia manda, inmediatamente cesa el éxtasis. Ahora
bien: en este caso, ¿quién es el que obedece? Realmente, no la persona que
está en éxtasis, puesto que no está en condiciones de hacer nada, sino Dios.
Dios es el que en cierta manera se somete a la obediencia, interrumpiendo
su acción extraordinaria en aquella alma.
En una ocasión, si mal no recuerdo, a Santa Teresa de Jesús le decía
una cosa el confesor que ella no encontraba de acuerdo con lo que Dios le
había dicho. Y le preguntó a Nuestro Señor:
«Bueno, ¿a quién obedezco? ¿Al confesor o a Ti? ¿Hago lo que Tú
dices o lo que dice el confesor?» «Lo que dice el confesor. No es mi
voluntad, no es lo que Yo quiero, pero es lo que tú debes hacer; la
obediencia está por encima de todo. Yo ya veré la manera de que realices
mis designios, a pesar de eso; pero tú debes obedecer al confesor.»
Tan celoso así es de la obediencia Nuestro Señor.
Y es natural que así sea, porque como lo dije ya y como lo sabemos
muy bien, la razón de la obediencia es que el superior nos da a conocer la
voluntad de Dios, y, por consiguiente, cuando obedecemos, en el fondo
obedecemos a Dios. El superior no es sino el conducto por donde aquella
voluntad se nos revela.
Monseñor Gay dice con mucha justicia que el superior es el
sacramento de la voluntad de Dios.
La Eucaristía es el sacramento del amor de Dios; ahí encontramos a
Nuestro Señor, pero de ordinario no nos da Dios a conocer su voluntad.
Nos la puede manifestar, comunicándose interiormente con nosotros, sin
ruido de palabras, como dice Santa Teresita; pero de ordinario, la Eu-
caristía no es para conocer la voluntad de Dios: es para unimos con Dios,
es para gozar de su amor, es para fortificar y nutrir nuestra alma. La
voluntad de Dios se nos revela por otros conductos.
El sacramento de la voluntad de Dios es la obediencia, es el superior.
El superior auténticamente nos dice cuál es la voluntad de Dios.
Y aun en los casos en que el superior se equivoca, siempre es
sacramento de la voluntad de Dios, como en el caso que cité de Santa
Teresa: lo que Dios quería no era lo que decía el confesor —que en esto se
apartaba de los designios de Dios —; sin embargo, lo que el confesor decía

70
eso tenía que hacer la santa y eso era lo que Dios quería que hiciera. No
era la voluntad antecedente de Dios, pero sí la consiguiente. Porque
distinguen los teólogos, para acomodarse a nuestra manera de entender
distintas clases de voluntades en Dios. Aun cuando lo que absolutamente
quería era otra cosa, lo que relativamente quería era lo que dijera el con-
fesor.
Siempre Dios quiere lo que dice el superior, aun cuando el superior
se equivocase: en los designios de Dios entra aquella equivocación, y
haciendo aquello, el superior se puede equivocar, pero el inferior no se
equivoca nunca obedeciendo.
Ahora bien: si el superior es el sacramento de la voluntad de Dios, se
ve la importancia que tiene la obediencia. En realidad, hacer la voluntad de
Dios perfectamente es ser santo. La norma de la santidad es la voluntad de
Dios. Y cuando obedecemos, podemos tener la seguridad plena de que
estamos haciendo la voluntad de Dios.
En realidad, es una ventaja inmensa el vivir bajo obediencia, porque
se tiene andada la mitad del camino: para hacer lo que debemos hacer, para
agradar a Dios, para santificamos, necesitamos dos cosas: conocer la
voluntad de Dios y hacerla.
La primera parte, lo que llamo la mitad del camino, es conocer la
voluntad de Dios, que no es tan difícil conocerla, sobre todo en ciertos
asuntos complicados. Hay ocasiones en que es más fácil cumplir la
voluntad de Dios que conocerla.
Pero el que vive bajo obediencia tiene recorrida la mitad del camino:
ya sabe con precisión la voluntad de Dios; no le queda más que hacerla.
Pluguiera a Dios que en todo y por todo estuviéramos sujetos a la
obediencia: viviríamos en la paz y en la seguridad. Por eso dice la
Escritura: El hombre obediente cantará victoria (Prov 21, 28). ¡Claro! Está
seguro de alcanzar la santidad; no hay seguridad comparable con la que da
la obediencia.
***
La obediencia tiene una importancia especial para las almas víctimas.
Pienso que las almas víctimas no son precisamente las que sufren
mucho. Podrán sufrir mucho, podrán sufrir poco. Un alma víctima es un
alma que está dispuesta a que el Sacerdote-Amor la inmole en la forma
que le plazca.

71
Así como los corderitos que se ofrecían en la Antigua Alianza
estaban ahí dispuestos para que, a la hora que el sacerdote quisiera, los
inmolara, así un alma víctima está dispuesta a que la voluntad de Dios la
inmole a cada paso.
Y, por consiguiente, un alma víctima debe tener una devoción
especial por la voluntad divina, debe estar dispuesta a todo lo que Dios
quiera hacer de ella.
Ese es un motivo nuevo, un motivo especial para obedecer.
De ordinario lo que impide la obediencia, o lo que le quita la
perfección, es el Yo, el eterno enemigo.
Sin duda que algunas veces se puede faltar a la obediencia por
comodidad, por pereza o por otros motivos. Pero principalmente el orgullo
es lo que impide obedecer y lo que le quita a la obediencia su perfección.
Y aun en el caso en que el motivo que impulse a la desobediencia sea
un motivo de comodidad o algún otro, siempre hay una soberbia en el
fondo de la desobediencia; porque es tanto como sustituir nuestra voluntad
por la de Dios. ¿Dios quiere esto? Sí, pero yo quiero esto otro. ¡Y voy a
hacerlo...! En las faltas de obediencia, en la imperfección de la obediencia,
hay siempre algún apego al Yo, ordinariamente por el lado de la soberbia.

72
CAPÍTULO XI

CONCLUYE EL MISMO ASUNTO

Si consideramos con atención el sentido profundo de la obediencia


cristiana y de la obediencia religiosa, si ahondamos en esa idea luminosa
de Mons. Gay: que el superior es como el sacramento de la voluntad de
Dios, encontraremos las condiciones que debe tener la obediencia para que
sea perfecta.
Debe ser, desde luego, sobrenatural, de tal manera que el motivo por
el cual se obedece sea porque aquello es la voluntad de Dios, manifestada
por el superior.
Se puede obedecer por motivos naturales: porque el superior manda
con muy buen modo, porque es muy prudente, porque se le ama, etc. Eso
no es obedecer sobrenaturalmente. Sin duda que esas cualidades facilitan
la obediencia; pero no deben ser el motivo de ella.
¿Por qué se obedece? Porque Dios lo quiere, porque lo que dice el
superior es lo que Dios quiere.
***
La obediencia tiene que ser universal, de tal manera que todo lo que
cae bajo la obediencia se tiene que cumplir. No unas cosas sí y otras no.
Porque si a unas cosas se obedece y a otras no, se ve claramente que no se
obedece por un motivo sobrenatural. Se obedece entonces a lo que le
agrada a uno, a lo que le parece a uno bien mandado. Y no tiene que haber
distinción: a todo lo que se manda se tiene que obedecer, porque el motivo
es el mismo: si obedezco porque lo que se manda es la voluntad de Dios,
como todo lo que se manda es la voluntad de Dios, a todo tengo que
obedecer sin distinción, lo que me agrada y lo que no me agrada, lo que es
difícil y lo que es fácil, lo que me parece bien mandado y lo que no me
parece bien mandado. Todo, absolutamente. Debe ser universal la
obediencia.
Y si no debemos fijarnos en las cualidades del superior para
obedecerlo, mucho menos debemos fijarnos en sus defectos.
73
El superior tiene sus defectos como los tenemos todos en este mundo,
porque fuera de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen María,
todos, hasta los santos, han tenido defectos y miserias. Tus solus Sanctus
—dice la Iglesia—, Tú eres el único Santo. En ese sentido de no tener
defectos, el único Santo es Jesús, y la Santísima Virgen, que es la copia
exacta de Nuestro Señor. Fuera de ellos, todos tenemos defectos. Y en
especial Nuestro Señor permite que los superiores los tengan para ejercitar
la obediencia de sus súbditos.
No tienen que ver nada los defectos del superior con la obediencia.
Para poder adorar la Eucaristía, ¿nos hemos puesto alguna vez a fijamos
cómo está la forma, cómo están las especies? Esta Hostia está hecha de un
trigo muy moreno, o éste es un pan muy áspero, muy corriente, o no está
bien hecha la Hostia. ¡Qué importa que sea de un color o de otro, que esté
áspera, que esté tersa, que esté bien hecha o no! Eso no significa nada, ni
quien se fije en eso, porque sólo se trata de las especies que ocultan a
Nuestro Señor, es decir, adoramos las especies pero porque encierran a
Jesucristo.
Las cualidades o defectos del superior son como las especies de este
sacramento de la obediencia: lo que ocultan es la autoridad, es algo divino,
es a Dios, que habla por el superior de una manera auténtica, para
revelarnos su voluntad.
De manera que para la obediencia nada, absolutamente nada tiene
que ver que el superior sea bueno, o malo, o regular, que tenga este defecto
o aquella cualidad; como no tiene que ver el color y la forma de la Hostia
para que adoremos a Nuestro Señor Jesucristo. Lo mismo adoramos a una
Hostia muy blanca que a una trigueña; a una Hostia tersa que a una que no
lo sea; lo mismo adoramos a una Hostia completa que a un fragmento, a
una partícula que tenga una figura cualquiera. Eso no nos importa. Lo que
importa es que allí está Jesús.
Lo mismo tiene que pasar con el superior: no deben importarnos ni
los defectos ni las cualidades: ¿es Jesús? ¿allí está Jesús?, ¿por el superior,
por su conducto, nos comunica Jesús auténticamente su voluntad? —
Entonces debemos obedecer.
Y esto mismo nos lleva a la conclusión de que debemos obedecer a
todos los superiores, cualquiera que sea su rango. De tal manera que hay
que obedecer a los superiores mayores, y a los intermedios, y a los
inmediatos, en aquello que puedan mandar, y aun a los que suplen
temporalmente a los superiores.
74
Hay jerarquía de superiores, pero no debe haber jerarquía en la
obediencia. ¿Si lo manda un superior del último rango, lo voy a cumplir
sin preocuparme de que salga bien?; pero si lo manda un superior de grado
más elevado, ¿lo voy a cumplir mejor? No, hay que cumplir perfectamente
lo que manda uno y lo que manda el otro; naturalmente, cada uno dentro
de su radio de acción.
Y esto lo vemos claramente con el ejemplo de la Eucaristía,
insistiendo en la idea de monseñor Gay: cuando pasa alguien con el
Santísimo en la mano, ¿no adoramos al Santísimo, sea quien fuere el que
lo lleva? Que lo lleva un sacerdote; está bien. Que lo lleva un diácono: ¿no
hay que adorarlo lo mismo? ¡No importa que lo lleve un diácono, que lo
lleve quien lo llevare; Él es! ¡Qué importa que lo lleve un seglar, como en
el tiempo de la persecución!
Que lleve la autoridad un superior o que la lleve un suplente, que la
lleve un superior de mayor o menor categoría, si lleva lo divino de la
autoridad, si nos comunica auténticamente la voluntad de Dios, tenemos
que obedecer.
Debe ser también la obediencia no solamente exterior, sino interior.
De tal manera que no solamente se ponga la obra mandada, sino que
también la voluntad se adhiera a aquello que se hace.
Si exteriormente se hace la obra mandada, pero interiormente se
murmura y no se adhiere uno a la voluntad de Dios manifestada por el
superior, esa obediencia no es perfecta.
Muchas veces —sobre todo cuando se trata de obedecer a
autoridades civiles— se cumple lo mandado a regañadientes, sólo para
evitar la multa o la sanción que tenga; pero interiormente se dicen horrores
contra los que dieron aquella disposición.
No debe el cristiano obedecer así, ni siquiera a las potestades civiles;
cuando legítimamente mandan, debe obedecerlas no solamente en lo
exterior, sino también en lo interior, con el corazón.
Porque tenemos que adherirnos a la voluntad de Dios. La voluntad de
Dios no solamente hay que hacerla para no incurrir en una pena, no: hay
que cumplirla porque es sabia, porque es buena, porque es santa, porque es
amorosa; sobre todo, porque Dios tiene plenísimo derecho a mandarnos,
porque su voluntad es la norma de nuestra vida.
Cuando el superior ordena, nos da a conocer auténticamente la
voluntad de Dios. Tenemos que abrazarla con el corazón.

75
***
Ejemplo de obediencia es San José.
Lo poco que nos dice el Santo Evangelio nos da a conocer la
perfección con que él obedeció. Fue a Belén por obedecer a la autoridad
civil. El César mandó que todos fueran a empadronarse al lugar de su
origen. Lo haría por razones de orden, lo haría quizá por motivos de
soberbia, para saber cuántos eran sus súbditos. ¡No importa! San José
obedece y va a cumplir aquella orden. Si no hubiera obedecido, le hubiera
descompuesto a Dios sus designios: estaba profetizado que había de nacer
Jesús en Belén.
Y creo que entonces, lo mismo que ahora, no faltaban maneras de
eludir las leyes. Pero ¿las dieron? ¡A obedecer!...
Después del nacimiento de Jesús, un ángel va en medio de la noche y
le dice: Toma al Niño y a la Madre y vete a Egipto. Y él tomó al Niño y a
la Madre y se fue a Egipto. Cualquiera otro se hubiera puesto a discutir
con el ángel: «¡Pero, ángel de Dios!, ¿cómo voy a hacer ese camino tan
difícil? ¡Es larguísimo!, ¡y muy penoso!, ¡y no tengo recursos!, ¡y mi
esposa está delicada! ¿Que Dios no podría de alguna otra manera proteger
la vida del Niño?»
Pero no hace la menor objeción, sino que sencillamente va a cumplir
con la voluntad de Dios.
Así se debe obedecer.
Claro, no está prohibido que en alguna ocasión, sobre todo cuando el
superior ignora algún detalle, se lo digamos respetuosamente, pero nada
más: no querer sacudir el yugo, sino solamente darle al superior algún dato
que convenga que conozca.
***
Hay que obedecer no solamente aceptando con el corazón, con la
voluntad, lo que se manda, sino también sujetando su juicio al juicio del
superior.
Esta es una de las cosas más finas y más perfectas de la obediencia,
de lo más difícil que hay: sujetar el juicio.
Porque cuántas veces, aun cuando no se diga así, pero en el fondo
equivale a decir: «Yo obedezco porque el superior me lo manda y lo acepto
todo, pero no estoy de acuerdo con esta disposición; debía haber mandado

76
esto otro. Sujeto lo exterior, sujeto hasta mi voluntad; mi juicio, no.» Es el
último reducto del «yo»...
Ciertamente es difícil sujetar el juicio, es lo más difícil que hay.
Sin embargo, para quien vive de fe, hasta esto se puede realizar.
¿Sujetar el juicio quiere decir que digamos que es blanco lo que
estamos viendo negro? No.
En primer lugar, es mucha jactancia creer que lo que nosotros
pensamos es siempre la verdad. ¿Quién nos ha hecho infalibles?
El único infalible aquí, en la tierra, es el Papa, y eso con tales o
cuales condiciones, no siempre: sólo cuando habla ex cathedra y en
materia de fe y de costumbres. En otras cosas, hasta él se puede equivocar.
Pero cuando no sujetamos el juicio al superior, decimos: «El superior
piensa esto, sí; pero yo pienso esto otro. Y ante el tribunal de mi juicio,
juzgo mal al superior. Si sabemos que todos nos podemos equivocar, si
sabemos que ninguno es infalible, fuera del Papa, si sabemos que muchas
veces nos tenemos que equivocar, ¿por qué hemos de preferir nuestro
juicio al juicio del superior?
Hasta la prudencia exigiría esto: yo pienso así, el superior piensa de
otro modo; yo me puedo equivocar, el superior se puede equivocar;
entonces, ¿qué hacemos? Sencillamente, el superior tiene la autoridad, y,
por consiguiente, lo que él dice ésa es la voluntad de Dios, y yo debo
sujetar mi juicio al suyo.
Es mucha soberbia creer que nuestro juicio es el único verdadero en
todos los asuntos.
Y en caso de duda, claro está que tenemos que ir a donde está la
autoridad. Y aunque no hubiera duda; suponiendo que un ángel viniera a
decirme: «Lo que tú piensas es verdad», yo debo, por obediencia, sujetar
mi juicio al juicio del superior, porque él es el que me revela
auténticamente la voluntad de Dios.
***
Y la obediencia tiene que ser también rápida, pronta, de tal manera
que cuando manda el superior no debemos dejar pasar el tiempo y
obedecer hasta que a bien lo tengamos, sino obedecer luego, según lo que
se nos mande.
Imaginémonos que un día, por ejemplo, quisiera Nuestro Señor
Jesucristo aparecerse visiblemente en nuestra casa y pasar todo el día en
77
ella; si nos pidiera algo, estoy seguro de que habría una diligencia
extraordinaria para llevar inmediatamente lo que deseaba Nuestro Señor.
Nadie se atrevería a decirle: «Si, Señor, ya voy a hacerlo», y dejara pasar
las horas sin hacerlo. ¡No! El gusto de servirle y de hacer su voluntad haría
que todo se hiciera con suma rapidez.
Pues bien: lo mismo da que Nuestro Señor se aparezca y nos pida
una cosa, a que el superior nos la ordene; tan es una como otra la voluntad
de Dios. Y en cierto sentido, prefiero al superior, porque en esas
apariciones todavía me quedaría duda: «¿Será? ¿No será?» Mientras que
del superior no me quedaría duda que es Jesús. De manera que lo que el
superior me diga, eso es auténticamente algo que me pide Jesús. Lo que
me diga una aparición, tal vez sea, pero... tal vez sea una alucinación.
Imaginémonos lo que sería esta vida si todos obedecieran con
perfección. No solamente progresarían todos en la santidad, porque todos
cumplirían la voluntad de Dios, sino que este mundo sería como un
trasunto del cielo.
Nuestro Señor nos revela que cuando se cumple en la tierra la
voluntad de Dios, la tierra se parece al cielo: «Hágase tu voluntad, así en la
tierra como en el cielo.» Allá, en el cielo, se cumple en todo y por todo la
voluntad de Dios; si en la tierra se cumple así la voluntad divina, la tierra
es un cielo, un trasunto del cielo. Y no solamente es un trasunto del cielo,
porque se hace aquí lo que se hace allá, sino porque cumpliendo en todo y
por todo la voluntad de Dios, las almas disfrutan de una paz y de una
tranquilidad que verdaderamente nos hacen pensar en el cielo.

78
CAPÍTULO XII

AMOR Y SACRIFICIO

Hemos estado examinando varias virtudes y los defectos o vicios que


a ellas se oponen, para que este examen nos pueda servir para determinar
bien si hay en nuestro corazón algún apego que arrancar.
Para que esta revista fuera completa, sería necesario que desfilaran
ante nuestros ojos todas las virtudes, porque toda virtud quita un apego o
muchos apegos; cada virtud ordena una región de nuestra alma, una parte
de nuestro corazón, pues dijo muy bien San Agustín: La virtud es el orden
en el amor.
Pero es imposible recorrer todas las virtudes. Por eso me he
concretado a examinar la humildad, que es fundamental; las tres virtudes
correspondientes a los consejos evangélicos, la pobreza, la castidad y la
obediencia, porque tienen singular importancia. Y quiero ahora terminar
esta revista hablando del sacrificio, que más que una virtud especial, es
como la savia de todas las virtudes, y al mismo tiempo un elemento
indispensable en nuestro espíritu, un elemento esencial del espíritu de la
cruz.
El sacrificio se extiende a toda la vida espiritual; en una forma o en
otra, el sacrificio es indispensable mientras estamos en este mundo; pero
en cada una de las etapas de la vida espiritual, el sacrificio tiene como su
función propia.
Voy a hablar ahora del sacrificio en esta primera etapa de la vida
espiritual, en la vía purgativa, de la que he venido hablando y de la que
seguiré hablando todavía.
En esta primera etapa de la vida espiritual, el sacrificio tiene dos
funciones: primera, destruir los apegos, o, en otros términos, fortificar las
virtudes, para que puedan desaparecer todos esos obstáculos que se oponen
a nuestra santificación. Y segunda, ir, por decirlo así, preparando el alma
para las obras más elevadas e importantes que Nuestro Señor desea
realizar en ella.

79
En cuanto a la primera, si bien se mira, no se puede arrancar del
corazón un afecto sin sacrificio. Ya cité esta palabra de un Santo Padre: No
se puede perder sin dolor lo que con gozo se ha poseído.
Ordinariamente, cada uno de los apegos de nuestro corazón nos ha
traído cierto gozo; arrancar aquello es producir una herida, es causar un
dolor. No se pueden arrancar los afectos sin sufrir.
Por consiguiente, el sacrificio es indispensable para esta obra de
purificación que el amor exige y que constituye el trabajo especial de la
vía purgativa.
***
Pero también para practicar virtudes se necesita sacrificio. Pienso que
el sacrificio es como el riego de las virtudes: en un jardín hay plantas de
distintas clases; cada género de plantas tiene su cultivo especial: la
estación propia en la cual deben sembrarse, los cuidados singulares que
deben tenerse con ellas, etc. Y todo esto varía: el tiempo en que se plantan,
el modo, los cultivos, etc., etc.
Pero hay algo que es común a todas las plantas: el riego. Todas las
plantas necesitan regarse, porque el agua es absolutamente indispensable
para la elaboración de la savia, que es la que nutre a las plantas y sostiene
su actividad.
En el orden espiritual se puede comparar el alma con un jardín; y así
es comparada en la Escritura, en el Cantar de los Cantares, la esposa dice
al Esposo: Venga mi Amado a su huerto, y tome los frutos de los árboles y
deléitese con los perfumes exquisitos de las flores. El alma es, por tanto,
como un jardín, y sus plantas son las virtudes. Y cada una de estas virtudes
también tienen su estación propia y su propio cultivo, pero todas necesitan
el riego del sacrificio.
No hay virtud que no cueste trabajo. Vamos a dar una ojeada sobre
esta virtud. La humildad, ¡vaya si es difícil! Y la caridad con el prójimo, y
la obediencia, y el desprendimiento, y todas las virtudes cuestan trabajo.
Indudablemente que hay unas virtudes que cuestan más esfuerzo que otras,
principalmente si se tienen en cuenta las condiciones especiales de cada
persona, porque muchas veces tenemos disposiciones naturales para cierta
virtud y obstáculos especiales para otra. Y cuando hay obstáculos
especiales para una virtud, es lógico que nos cueste más trabajo adquirirla.

80
Hay personas de carácter muy suave, a quienes no cuesta mucho
esfuerzo la mansedumbre; en cambio, hay otras de carácter muy vivo, para
las cuales el gran problema es alcanzar esa virtud.
Y así de lo demás.
De manera que por causas naturales puede ser una virtud más difícil
que la otra. Pero toda virtud es difícil, y aun en aquellas para las que
tenemos como disposiciones especiales nos cuesta trabajo ponernos en el
justo medio de la virtud.
Porque para la naturaleza humana es difícil el medio; siempre nos
andamos pasando a la derecha o a la izquierda, o faltando por carta de más
o por carta de menos. Pero estar en el término justo, tener esa armonía, esa
ponderación que necesita la virtud, es dificilísimo.
Por eso, una vez más, toda virtud requiere sacrificio. Sin sacrificio no
es posible que crezcan y se desarrollen en nosotros las virtudes. Sin
sacrificio no es posible que se acaben los apegos que llevamos en el alma,
y que son un obstáculo para el triunfo del amor en nuestro corazón.
De manera que necesitamos el sacrificio tanto para ir practicando las
virtudes, como para ir fortificando nuestra voluntad, tonificándola,
templándola, para que pueda ser capaz de todo lo que Dios va a exigir de
ella.
Y ésta es la segunda función que tiene el sacrificio.
Es propio de la vida humana el sufrimiento. Ya dijo el santo Job que
la vida del hombre sobre la tierra es una lucha. Y la lucha no se puede
hacer sin sufrir. Queramos o no queramos, tenemos que sufrir.
Pero la vida espiritual es principalmente una vida de sacrificio.
Nuestro Señor mismo nos lo enseñó cuando dijo: Si alguno quiere venir en
pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Jesucristo no nos engañó, nos lo dijo claramente: «Para seguirme,
para vivir mi vida, para venir en pos de Mí, es necesario negarse a sí
mismo», es decir, sacrificarse, tomar su cruz. De tal manera, que todo
cristiano tiene que llevar su cruz.
Así como cada soldado lleva su arma —un soldado sin arma no
puede pelear—, así cada cristiano debe llevar su cruz; un cristiano sin cruz
es algo incompleto, no puede seguir a su Maestro, no puede vivir la vida
de Cristo. De manera que todo cristiano necesita llevar su cruz.
Pero no cabe duda que las almas que pertenecen a las obras de la cruz
tienen motivos especiales para llevar la cruz durante toda su vida. Y su
81
cruz propia —ya lo sabemos— es la cruz del Sagrado Corazón, la que
simboliza los dolores íntimos de Jesús.
Pudiéramos decir: «¡Es una cruz preciosa!» Sí, es, en efecto, una cruz
preciosa; pero las cruces, cuanto más preciosas son más terribles. De
manera que de todas las cruces que se pueden llevar en este mundo, la más
dolorosa es la cruz del Sagrado Corazón, porque ésta simboliza los
sufrimientos más terribles que Jesús durante su vida tuvo que padecer.
A veces, como que se idealiza la cruz del Corazón de Jesús, porque
siendo una cosa tan íntima del Corazón divino, nos parece dulcísimo
participar de ella. Pero, en realidad, es algo verdaderamente tremendo: se
necesita grande abnegación y grande fortaleza espiritual para poder sopor-
tar aun cuando sea una ligera participación de esa cruz divina.
Ahora bien: para llegar a participar de esa cruz es indispensable una
larga preparación. Y esa larga preparación exige que toda la vida suframos
y que cada día seamos capaces de sufrir más.
Imaginemos, por ejemplo, que un hombre tiene que levantar un peso
de muchos kilos. No lo podrá hacer de buenas a primeras, sino que
necesitará ejercitarse, y todos los días levantar un peso e ir aumentándolo
cada día, hasta que se vayan fortificando sus músculos y llegue a levantar
los kilos que se propuso. Así sí lo conseguirá.
Un músico, para ejecutar una pieza dificilísima, tiene que irse
ejercitando con piezas más fáciles, y cada día ir aumentando la dificultad,
hasta que llegue a estar preparado para aquella pieza de grande ejecución.
Y así de todo lo demás.
Así, las almas de la cruz, destinadas nada menos que a participar de
esa cruz, pequeña en su símbolo, pero espantosa en su realidad, necesitan
durante toda su vida irse ejercitando y tomando una cruz cada vez más
grande, hasta que sean capaces de recibir aquella cruz que es participación
de la cruz del Sagrado Corazón.
Pero aun sin llegar a esa altísima misión, en la vida espiritual hay
siempre cruz y cada vez más dolorosa.
A veces, nos hacemos la ilusión de que lo difícil de la vida espiritual
está al principio, cuando hay que combatir con nuestros defectos y que
salir de nuestras costumbres; pero pensemos: va a llegar un día en que,
vencedores de nosotros mismos, nos coronemos de rosas y entonemos el
cántico magnífico de la alegría...

82
Sí, ciertamente, podremos entonar un cántico de alegría; pero el
único que se puede entonar en este mundo es el de la perfecta alegría, que
consiste en padecer mucho por el Cristo bendito que tanto quiso padecer
por nosotros...
En todas las etapas de la vida espiritual hay sufrimiento, y de
ordinario va aumentando; de tal manera, que los pequeños sufrimientos de
la vía purgativa no son más que el principio de una serie de penas cada vez
mayores. Después vendrá otra cruz más grande y otra mayor, hasta que nos
llegue la última que Dios nos tiene preparada...
De manera que el sufrimiento de esta primera etapa sirve de
preparación para las cruces del porvenir.
***
No significa esto que no haya gozos y consuelos íntimos en la vida
espiritual. Sí los hay: la vida espiritual, se puede decir, es una combinación
admirable de penas y alegrías, según aquellas palabras del salmista: En
proporción de los múltiples dolores que he tenido en mi corazón, tus
consuelos han llenado de alegría mi alma (Salmo 93, 19).
Vendrán los consuelos, pero los dolores no se irán. Esos tienen que
venir en una o en otra forma, y, por consiguiente, hay que estar preparados.
Cada cual se prepara para cumplir su misión: los soldados se
ejercitan en soportar marchas y fatigas, en aprender la disciplina, en
conocer el manejo de las armas. De lo contrario, no estarían aptos para
pelear.
Así, el cristiano tiene que ejercitarse en sufrir; si no aprende esto no
es apto para su vocación, no podrá realizar los designios de Dios.
Es, pues, indispensable el sacrificio en todo y siempre y durante toda
la vida espiritual; será en la forma y en la medida en que Dios quiera y sea
conveniente en cada etapa; pero es algo indispensable.
***
¿Cómo podremos ejercitarlo en la vía purgativa, en la primera etapa
de la vida espiritual?
Desde luego, hay un sacrificio que es enteramente indispensable: el
que se necesita para realizar esa obra de purificación de que he estado
hablando en estos capítulos.

83
Porque es muy sencillo decir: «Mi defecto dominante es la vanidad;
voy a hacer examen particular sobre esa materia.» «Este es mi defecto
dominante y lo voy a atacar.» Pero a la hora del ataque es cuando nos
encontramos con que no podemos realizarlo y alcanzar el triunfo sin sufrir.
Y esos sufrimientos persisten, y a veces hasta sentimos tentaciones
de desaliento viendo que, a pesar de nuestros esfuerzos, no logramos la
victoria. Hay que tener mucha fortaleza de espíritu.
El sacrificio es, pues, indispensable para esta obra de purificación.
Después tenemos que sufrir lo que Nuestro Señor nos mande.
Estas penas que Nuestro Señor nos envía, muchas son inherentes a la
vida humana: enfermedades, separación y muerte de personas queridas,
aislamiento, soledad, una multitud de penas que en todas partes se sufren,
que son inherentes a esta vida y que Nuestro Señor dispone para nuestro
bien espiritual. Porque como dijo San Pablo: Todo coopera al bien de los
que aman a Dios (Rom 8, 28).
De manera que estos sufrimientos propios de la vida humana son
dispuestos por la Providencia amorosa de Dios Nuestro Señor para nuestro
bien, y tenemos que sufrirlos.
***
Pero son indispensables también los sufrimientos que nosotros
mismos busquemos, porque aun cuando tengamos muchas cosas que sufrir,
ese sufrimiento espontáneo, voluntario, tiene un mérito especial y sirve
muchísimo para que fortifiquemos nuestra alma.
Desde un punto de vista, es más elegir un sacrificio que simplemente
soportar el que venga, porque la elección misma del sacrificio y el hacerlo
espontáneamente significa que nuestra voluntad ama el sacrificio y lo
abraza generosamente (9).
Por eso siempre se ha considerado como un elemento indispensable
en la vida cristiana el sacrificio voluntario.
En todas las constituciones de Ordenes y Congregaciones religiosas,
en todas las vidas de los santos, siempre encontramos el sacrificio
voluntario. Algunas Ordenes religiosas son más austeras, otras son menos;
9
Desde otro punto de vista, los sacrificios que no buscamos, sino que Dios nos
manda, tienen la ventaja de que se adaptan mejor a las necesidades de nuestra alma
que Dios conoce mejor que nosotros —y que en ellos no puede entrar la voluntad
propia, (NOTA DEL EDITOR.)
84
pero en todas partes y siempre hay ese elemento. Y aun cuando no lo
hubiera en reglas y constituciones, en todas partes acontece que las almas,
aun en medio del mundo, espontáneamente buscan el sacrificio.
Hay unos que se han hecho clásicos ya en la vida espiritual, como los
ayunos, las disciplinas, los cilicios, etc., etc.
No todas las personas, sin embargo, son capaces de hacer esas
mortificaciones; algunas veces se encuentran obstáculos por razón de su
constitución física, por el estado de su salud, etc.
Pero cuando son posibles, sí es laudabilísimo que se hagan algunos
de estos sacrificios voluntarios.
***
Y si no son posibles, quedan, sin embargo, otros sacrificios, que, si
por una parte son pequeños, por otra se pueden repetir y hacer
constantemente; y precisamente por ser constantes, pueden con especial
eficacia fortificar la voluntad y hacerle apta para cualquier sufrimiento.
Por eso Santa Teresa del Niño Jesús ha puesto en boga los pequeños
sacrificios.
Y tienen sus ventajas.
Una es que no perjudican la salud. Otra, que no provocan la vanidad.
Porque somos tan inclinados a buscamos a nosotros mismos, que muchas
veces hasta los actos de virtud, las penitencias y los sacrificios excitan la
vanidad.
Un alma hace disciplina, y cuando ve que brotan cuatro gotas de
sangre, cree que va muy bien...
Y los pequeños sacrificios no tienen este peligro. Absolutamente
hablando, se puede uno envanecer de todo; pero no es muy probable que se
envanezca de estas pequeñeces...
Además, la ventaja que ya había señalado: que pueden hacerse casi
constantemente. Porque se necesitan organismos vigorosos o vocación
especial para estarse sacrificando constantemente en esa forma austera. La
mayoría de las personas no lo soportan. Y entonces viene la necesidad de
descansar de las penitencias, y muchas veces como que hay cierta
voluptuosidad en arrojar lejos el cilicio... — ¡qué descanso! —, o que
perjudica no poco al espíritu de sacrificio.
Mientras que los sacrificios pequeños, ésos sí pueden hacerse
constantemente; no necesitan interrupciones precisamente por pequeños.
85
Por último, esos pequeños sacrificios, si bien se mira, son actos de
virtud.
Porque evitar una curiosidad, por ejemplo, es un acto de prudencia,
de discreción. Soportar una actitud, una posición modesta, es un acto de
mortificación. No decir una palabra que pudiera causar buena impresión es
un acto de humildad, etc.
Verdaderamente son actos pequeños de virtud que, repitiéndose
muchas veces, fortifican la voluntad y hacen adelantar en las virtudes.
Me parece que esto es como la gimnasia: hay una forma de gimnasia
que se hace, no con grandes esfuerzos, sino que consiste sencillamente en
el movimiento natural de los miembros. Pero ejercitando así constante y
frecuentemente los miembros, de una manera paulatina y muy armónica se
van fortificando con mucho éxito.
Así son los pequeños sacrificios: sirven para que se desarrollen todas
las virtudes armoniosamente.
De manera que tienen grandes ventajas.
***
Así, pues, para ejercitarse en el sacrificio durante la primera etapa de
la vida espiritual, primero, hay que sacrificarse en todo lo que sea
necesario para realizar la obra de purificación de que he hablado en estos
capítulos, y que consiste en quitar todos los afectos que nos impiden el
amor de Dios.
Segundo, hay que sacrificarse en todo aquello que Nuestro Señor nos
manda o nos pide de una manera expresa.
Tercero, hay que buscar también por parte nuestra algunos
sacrificios. Bien pueden ser estos sacrificios de cierta importancia cuando
la salud lo permita y la obediencia lo autorice, o bien pueden ser pequeños
sacrificios, como los que enseña Santa Teresa del Niño Jesús, que si se
hacen con esmero y constancia podrán ser utilísimos.
Pero no olvidemos que todo cristiano, y. sobre todo, las almas que
quieren seguir el espíritu de la cruz, han de tener como un punto de capital
importancia en su programa espiritual el sacrificio.

86
CAPÍTULO XIII

AMOR Y ORACIÓN

He acabado de explicar, aunque brevemente, lo que es preciso hacer


para arrancar de nuestro corazón los afectos y para cumplir la palabra de
Jesús: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los
pobres.
Debo advertir que cuando se ha hecho todo lo que dije ya se ha
conseguido la tercera parte de lo que significa esa palabra de Jesús: se ha
vendido algo, pero no totalmente. Después se debe seguir completando la
obra de despojo.
Pero me he propuesto, como lo indiqué ya, ir marcando las distintas
etapas de la vida espiritual, porque creo que es útil que tengamos una idea
general. Aun cuando advierto que no es fácil hacer el diagnóstico de cada
alma, ni menos personalmente.
No vayamos a decir al terminar estos capítulos: «Yo estoy en la
segunda o en la tercera etapa.» Hasta a los directores más expertos se les
dificulta a veces situar perfectamente el alma en el lugar que le
corresponde. Con más razón a la misma persona.
No se trata de eso, sino de que se tenga una idea general de lo que es
la vida espiritual y los caminos que a ella conducen.
Y por lo que ve a la primera etapa de la vida espiritual —la vía
purgativa—, la obra de la santificación consiste, como acabo de decirlo, en
purificar el alma, en vender todo lo que poseemos.
Pero esta etapa no significa únicamente trabajo de purificación; este
trabajo es la característica; pero en la vía purgativa, como en todas las vías
espirituales, juntamente con esta obra de destrucción —que es una obra
negativa— hay una obra de edificación —que es una obra positiva—.
Jesucristo nos dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que
tienes, y dalo a los pobres, y ven, sígueme. En el símbolo, sí; primero se
hace toda la venta y luego se viene en pos de Jesús. Pero en la cosa
simbolizada no es así; no vayamos a pensar que hasta que se haya vendido

87
lo último que tengamos en el corazón es cuando iremos a Jesús. No, sino
que al mismo tiempo que estamos vendiendo, estamos yendo hacia Él.
O más bien la palabra ven puede tener dos sentidos: uno, que expresa
la unión con Nuestro Señor, y en ese sentido la unión no se verifica sino
hasta que se haya hecho la venta completa. Pero más bien la palabra ven
significa: Acércate a Mí para unirte conmigo. De manera que abarca todos
los esfuerzos positivos que hace el alma para encontrar a Jesús hasta llegar
a la unión.
Y entendiendo la palabra ven en este sentido, es propia de todas las
etapas.
En cada etapa hay una venta que hacer y algún paso que dar hacia
Jesús.
Para explicar mi pensamiento, me voy a servir de una comparación
burda, pero exacta: imaginémonos que tenemos un recipiente muy grande
lleno de agua y que lo queremos llenar de aceite. Se podrían seguir los
procedimientos: uno sería vaciarlo completamente y luego verter el aceite
en el recipiente vacío; otro sería poner en la parte inferior una salida al
agua y en la parte superior una entrada al aceite, de tal manera, que
estuviera saliendo el agua y entrando el aceite simultáneamente. Llegará
un momento en que acabará de salir el agua y el aceite llenará todo.
Ese es el procedimiento que se sigue en la vida espiritual; por una
parte, estar destruyendo al hombre viejo con todas sus concupiscencias, y
por otra, estar formando al hombre nuevo, creado según la justicia y la
santidad de la verdad. En una palabra: ir destruyendo el egoísmo y al
mismo tiempo ir fomentando el amor.
¿Cómo se destruye el egoísmo? Lo acabo de decir: es esa obra de
purificación que consiste en arrancar todos los apegos, todos los afectos
desordenados de nuestra alma.
Y ¿cómo se fomenta el amor? ¿Cómo iremos a Jesús? Porque a cada
etapa de la vida espiritual le corresponde también algunos pasos hacia
Jesús.
***
Ya esa obra de destrucción viene, si se quiere indirectamente, a
fomentar el amor, porque cada esfuerzo que hacemos para quitar un
defecto o para arrancar un afecto es un acto de virtud que practicamos. Y
los actos de cualquier virtud, cuando son intensos —es decir, intensos en

88
proporción de la capacidad de quien los hace, cuando se obra conforme a
toda la capacidad de la virtud que se posee— hacen que la virtud se
robustezca y se fortifique.
Es una ley del crecimiento de las virtudes; cuando se hace un acto
intenso de una virtud, se aumenta, crece y se desarrolla esa virtud.
Pero hay todavía más: no puede crecer una virtud sin que crezcan
proporcionalmente todas, especialmente la caridad, el amor, que es como
la raíz, la savia, el alma de ellas. De suerte que por cada acto de virtud
crece en nosotros el amor.
Pudiera explicar esto con otra comparación: cuando en una persona
hay ciertos defectos fisiológicos: que no marcha bien la digestión, que el
hígado no funciona perfectamente, que la presión arterial está muy alta,
etc., cuando se corrigen esos defectos inmediatamente se nota que el
organismo se levanta; se logra que funcione bien el hígado, que se quite la
mala digestión, que la presión baje, e inmediatamente se nota un bienestar
general en todo el organismo.
De la misma manera, cuando se arranca un afecto, inmediatamente se
nota que el alma se eleva, se fortifica, se vigoriza. Y es que crece el amor,
porque creció la virtud, y al crecer una virtud crece todo
proporcionalmente.
***
Pero así como a un buen médico no le basta estar combatiendo las
deficiencias y las lacras que tiene el organismo, sino que también da
tónicos que van directamente a vigorizarlo; así, en el orden espiritual, no
solamente se aumenta el amor por esa lucha constante contra nuestros
defectos, sino que hay también procedimientos positivos, eficaces,
preciosos, para que la virtud crezca.
¿Cómo se fomenta el amor? Se fomenta con la oración y con todas
las prácticas de la vida interior.
Y la razón es sencillísima; hay un adagio que dice: «Del trato nace el
amor.»
Y es lo que vemos todos los días en la vida ordinaria; así es cómo el
amor humano nace, crece y se desarrolla. No es fácil que una persona se
enamore por referencias. No; por referencias se puede tener simpatía, se
puede tener admiración; pero el amor requiere trato.

89
En el orden espiritual sucede lo mismo, porque el amor en el cielo y
en la tierra tiene el mismo nombre, la misma esencia, la misma ley, los
mismos efectos.
También el amor celestial se desarrolla por el trato. Y la oración es el
trato con Dios, como lo ha dicho Santa Teresa: Pienso que la oración no
es otra cosa que el trato con Dios, la conversación amorosa con su divina
Majestad.
Tratando a Nuestro Señor, le amamos, porque todavía en la tierra,
aunque del trato nace el amor, no siempre nace el amor del trato. ¡Cuántas
veces nace la desilusión! ¡Cuántas veces una persona que vista de lejos
simpatizaba, cuando se la trata de cerca nos desilusiona! No es lo que
pensaba, decimos decepcionados. Del trato no nació el amor.
Pero respecto de Nuestro Señor, siempre del trato nace el amor; como
dice la Escritura: No tiene amargura su trato ni su conversación produce
tedio. Quienquiera que trata a Nuestro Señor le ama. Es el medio infalible
para amar a Jesús: tratarle.
Y por todas las prácticas de la vida interior tratamos a Nuestro Señor.
Por consiguiente, éste es el medio de acrecentar de una manera positiva el
amor.
***
Pero, ¿cómo podemos tratar a Dios? Como no se ve, como no se oye,
como no se percibe por los sentidos, parece como que no lo podemos
tratar.
Muchas personas piensan que la oración no es un trato ni es una
conversación con Dios, sino un soliloquio; el alma se pregunta y se
contesta delante de Dios, y nada más.
¿Verdaderamente se puede tratar con Dios? Sin duda alguna; nada
más que el trato con Dios es algo especial, necesitamos aprenderlo.
Y al decir que tratamos con Dios, no vayamos a pensar que es una
figura retórica, que es una manera de decir. No, tenemos realidades divinas
por las cuales podemos ponernos en comunicación con Dios: son las
virtudes teologales o divinas: la fe, la esperanza y la caridad. Por eso se
llaman divina o teologales, porque tienen por objeto a Dios.
Son las únicas virtudes que tocan a Dios. Las demás virtudes, hasta la
religión, no tocan a Dios; la religión toca las cosas que pertenecen al culto

90
divino. Las únicas virtudes que van directamente a Dios son estas tres: la
fe, la esperanza y la caridad.
Por eso estas tres virtudes son las virtudes de la oración y de la vida
interior. No digo que son exclusivas de ella; están en las alturas, y sirven
para todo; pero son las que principalmente se utilizan en la oración y en la
vida interior, porque son las virtudes del trato íntimo con Dios.
***
Y, en verdad, por estas tres virtudes nos ponemos en contacto con
Dios.
La fe nos hace descubrirlo en medio de las sombras, y de manera
certera, infalible, aunque siempre oscura.
La esperanza nos da la seguridad de que podemos un día poseerlo y
de que contamos con todo lo que sea necesario para llegar a esa divina
posesión.
La caridad no solamente nos asegura la posesión divina, como la
esperanza, sino que nos la da; será una posesión imperfecta, como es todo
lo de la tierra, pero de hecho nos une con Dios. Todo el que tiene la
caridad, tiene a Dios en su corazón.
Estas virtudes son altísimas, son los dones más preciosos que hemos
recibido de Dios. Los mismos dones del Espíritu Santo son inferiores a
estas tres virtudes. Es lo más grande que se puede tener en la tierra.
Y por ellas tenemos la sustancia de las cosas que esperamos, según
la bellísima expresión del apóstol San Pablo; nos ponemos en contacto con
Dios y tratamos con Él.
La fe —el fundamento positivo de la vida espiritual, como enseña
Santo Tomás, porque es la que nos pone en contacto con lo divino—, la fe,
por ejemplo, nos da la seguridad de que allí, en el sagrario, está Jesús. Y
nos da una seguridad más grande que si Jesús se nos apareciera, porque las
apariciones tienen sus dificultades — ¿será?, ¿no será? —. Y luego que las
apariciones no son sino imágenes sobrenaturales de la persona que se
aparece, pero no la persona misma. Las apariciones personales, por lo
menos, son rarísimas; la aparición no es más que una imagen hecha
sobrenaturalmente por un ángel, por ejemplo.
Mientras que en la Sagrada Eucaristía no hay dificultades, ni
distinciones, ni discusiones: aquí está Jesús. Podemos tener la plena
seguridad.
91
Y la fe nos dice que lo tenemos en nuestro corazón. Y la fe nos hace
ver a Jesús en nuestros prójimos. Y la fe nos hace ver las cosas de la tierra
como son ante los ojos de Dios. De manera que podemos juzgar de todo
por medio de la fe, con una seguridad, pudiéramos decir, divina.
Por eso dice la Escritura en muchísimos pasajes: Mi justo vive de fe.
Los santos viven de fe.
San Juan de la Cruz, en casi todas sus obras, insiste muchísimo en
que las almas se acostumbren a vivir de fe oscura, dice él. Esa es como la
obsesión del santo: a cada paso nos habla de vivir de fe oscura Y,
realmente, vivir de fe es alcanzar la salvación.
No nos agrada mucho vivir de fe, porque andamos siempre buscando
el consuelo sensible. No, con la fe no basta.
Dice San Pedro que es la lucecita que arde en un lugar tenebroso,
mientras apunta el día y brilla en el firmamento el lucero de la mañana
(Mt 18, 4; Mc 9, 4).
Mientras vivamos en este mundo, la fe es la que nos guía. Y si
aprendiéramos a vivir de fe, nos iríamos rápidamente hacia la cumbre; no
extrañaríamos los consuelos, sino que aprenderíamos a vivir de fe oscura,
y, guiados por esta luz indeficiente, recorreríamos todos los senderos que
nos llevan a Jesús.
***
La esperanza es una virtud un poco abandonada, porque hay
muchísimas almas que no le hacen caso ni saben para qué sirve. Puede ser
que especulativamente sí lo sepan, pero prácticamente no.
Muchas veces más bien se dedican a otras virtudes que les parecen
más prácticas: la humildad, el sacrificio, el desprendimiento... A la
esperanza no le hacen caso.
Y, sin embargo, la esperanza es una virtud importantísima.
San Pablo está constantemente hablando de ella en sus epístolas,
dándole una importancia singular. Allí pinta al cristiano como un hombre
que vive de esperanza.
Porque la esperanza nos hace buscar a Dios, nos hace penetrar en la
región de la eternidad, y en una lejanía hondísima nos hace buscar aquella
divina posesión que será nuestra dicha eterna.
Por la esperanza podemos tener la seguridad de que poseeremos a
Dios, de que seremos inmensamente, eternamente dichosos.
92
Y es de tal manera la esperanza, que Santo Tomás de Aquino da esta
doctrina. Se pregunta: si un ángel se apareciera a una persona y le dijera:
Tú te vas a condenar, ¿qué debería hacer aquella persona? Contesta
sencillamente: No creerle.
La esperanza da la seguridad de que nos hemos de salvar; sin duda,
poniendo todo lo que debemos poner de nuestra parte para conseguirlo.
Y al mismo tiempo que nos da la seguridad de nuestra salvación, nos
da también la seguridad de que tendremos todas las gracias que
necesitamos para conseguirla.
De manera que un alma que tiene la esperanza vive en paz, como
dice el salmo: Yo viviré en paz, porque me has constituido singularmente
en la esperanza.
Un alma que vive de esperanza sabe perfectamente que no le faltará
nada. El alma que no tiene esta virtud se pregunta angustiada: «Si viene
este peligro, si viene esta lucha, ¿qué haré? ¿Saldré bien? ¿Saldré mal?»
Mientras que un alma que está fundada en la esperanza dice: «Yo
tengo la seguridad de que saldré bien; si Dios me pone en una lucha, me
sacará victorioso; con tal de que yo no estorbe, estoy segura de tener todo
lo que necesito para todo lo que Dios pida de mí.»
Me parece que un alma que tiene intensamente la esperanza es como
un alma que se apoya en el brazo de Jesús.
Imaginémonos que tuviéramos el privilegio de que Jesús viviera con
nosotros y que siempre estuviéramos colgados de su brazo... ¡Viviríamos
en el cielo! Nada nos preocuparía. Diríamos con San Pablo: Todo lo puedo
en Aquel que me conforta.
Pues sustancialmente es lo mismo; por la virtud de la esperanza nos
apoyamos en el brazo omnipotente y amoroso de Dios. ¿No hay nada
sensible? ¡Qué importa! Por la esperanza tenemos la seguridad de que
Nuestro Señor nos apoya a cada momento, de que contamos con Él. Y
cuando San Pablo dijo: Todo lo puedo en Aquel que me conforta, no hizo
más que un acto de esperanza.
Y no solamente él tiene el derecho de decirlo; cualquiera de nosotros
puede afirmarlo: Con la ayuda de Dios, todo lo puedo.
Y la esperanza nos da aliento, porque tener la seguridad de poseer la
felicidad y de que nada nos faltará en el camino de la vida para consumar
nuestra dicha, eso fortifica y dilata el corazón.

93
Alguna vez he dicho que la esperanza tiene relaciones muy íntimas
con el dolor, esto es, que cuando se unen el dolor y la esperanza, se puede
utilizar ampliamente el dolor sin que haya ninguna contraindicación, como
dicen los médicos, es decir, sin que el dolor nos deprima, que muchas
veces produce este resultado.
De manera que este par, esperanza y dolor, es algo maravilloso.
Por consiguiente, pienso que la esperanza es una virtud que debe ser
muy propia de las almas de la cruz, supuesto que tienen que vivir siempre
amando el dolor, y ejercitándose en el dolor, necesitan que la esperanza las
fortifique siempre.
El dolor es una gracia escogida; pero a veces asusta a nuestra
debilidad: «Estoy sufriendo mucho... Si esto sigue, ¿podré resistir?» La
esperanza me hace exclamar: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta.»
El dolor me deprime. La esperanza me levanta.
El dolor y la esperanza forman un par maravilloso que nos lleva por
los senderos de la perfección y que nos hace vivir en la paz de Dios...
***
Respecto a la caridad, bastante sabemos que es el amor mismo de
Dios, del cual ya hablé al principio, haciendo ver que es nuestra felicidad.
Es el elemento primario o esencial de la vida cristiana y de la perfección
cristiana.
Por la caridad poseemos ya a Dios; todo el que tiene la caridad tiene
a Jesús en su corazón, como que Él mismo nos lo enseñó, diciendo: Si
alguno me ama, Yo también le amaré, y mi Padre le amará, y vendremos a
él, y estableceremos en él nuestra morada.
El que tiene la caridad tiene a Dios. Y la caridad nos une con Dios,
no, ciertamente, de aquella manera inefable con que viviremos unidos en
el cielo, pero sí de una manera íntima y amorosa.
Por la fe, por la esperanza y por la caridad nos ponemos en contacto
con Dios y le tratamos. Y le tratamos de una manera más íntima que como
podemos tratamos acá en la tierra unos con otros, porque acá nuestro trato
casi no consiste sino en hablarnos. El trato con Dios es mirarlo por la fe,
es apoyarnos en Él por la esperanza, es tenerlo en nuestro corazón por la
caridad.
Trato mucho más íntimo que el trato humano, nada más que no tiene
ese atractivo de lo sensible que tanto nos gusta en este mundo.
94
Por la fe, por la esperanza y por la caridad, tratamos a Dios y vamos
constantemente fomentando en nuestros corazones el amor de Dios.
Estas tres virtudes son las virtudes de la oración, las virtudes de la
vida contemplativa o de la vida interior, en todas las distintas etapas de la
vida espiritual.
De manera que para realizar esta palabra de Jesús: ven, necesitamos
tratar a Dios, ejercitando esas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad,
en la oración o en los otros ejercicios propios de nuestra vida interior.

95
CAPÍTULO XIV

PROSIGUE EL MISMO ASUNTO

En la primera parte de la preciosa fórmula de Nuestro Señor que


expresa lo que es la perfección, para explicar esta palabra ven, comencé a
hablar de la vida interior y de la oración, que es su práctica esencial y fun-
damental.
Dije cómo la oración es el trato con Dios, y cómo este trato lo
podemos realizar por medio de las tres virtudes teologales, que son las
únicas que tocan a Dios, que tienen por objeto a Dios.
En ese trato se encuentran dos elementos esenciales: el conocimiento
y el amor.
Un trato espiritual, ¿en qué ha de basarse o en qué ha de consistir,
sino en conocimiento y en amor?
El influjo que ese trato tiene en nuestra vida práctica no es sino un
elemento secundario. Es natural que cuanto más conocemos a Dios y
cuanto más le amamos, con más empeño trabajemos en la obra de nuestra
santificación. Y en la oración misma, muchas veces vemos claramente que
tenemos que hacer tal cosa, que tenemos que evitar tal otra; Nuestro Señor
nos pide algo, y entonces la oración tiene también un influjo especial en la
vida práctica.
Pero los elementos esenciales de este trato son el conocimiento y el
amor. Estos dos elementos se entrelazan, por decirlo así, uno con otro; a
veces, el conocimiento nos lleva al amor, que es lo ordinario; pero también
el amor nos lleva al conocimiento; conociendo a Dios, le amamos; pero
amándole, le conocemos.
Alguien dijo que el corazón tiene razones que la inteligencia no
comprende. Y es cierto. Las intuiciones del corazón, a veces, son más
luminosas que todos los argumentos de la razón. Cuando se ama, se tiene
un conocimiento íntimo de la persona amada; hasta se llega a adivinar lo
que lleva en su interior.
Lo vemos en una madre; las madres adivinan muchas cosas de sus
hijos pequeñitos. Una persona extraña ve a un niño, oye que emite sonidos
96
inarticulados, le ve hacer ciertos movimientos, y no sabe de qué se trata, ni
lo que el niño quiere, ni lo que necesita. Una madre, sí; su intuición
maternal descubre muchas cosas que están ocultas a los profanos.
Así acontece siempre, y de una manera especial en el amor de
Nuestro Señor: el conocimiento nos lleva al amor; el amor también, y,
sobre todo, nos descubre un nuevo conocimiento del amado.
Pero este conocimiento y este amor que constituyen los elementos de
nuestro trato con Dios, deben tener, por decirlo así, ciertas condiciones.
***
Me parece que esas condiciones las describe muy bien San Francisco
de Sales en un párrafo delicioso que tiene sobre la oración: «Orar —dice—
es acercarnos a Dios con profundo respeto, ciertamente, pero con la
confianza con que un hijo se acerca a la mejor de las madres, y hablarle de
todo: de las cosas del cielo y de las cosas de la tierra; decirle todo lo que
llevamos dentro de nuestro corazón, sin dejar nada ahí, y derramar nuestro
corazón en su Corazón divino, como se derrama el corazón en el corazón
de un amigo.
¡Con qué sencillez, con qué suavidad, con qué encanto describe San
Francisco de Sales lo que es la oración! No hay en ese concepto nada
artificial, nada acartonado; todo es fácil. Pero ahí se notan dos caracteres
que debe tener el trato con Dios: la sinceridad y la confianza. La since-
ridad, para descubrir todo lo que llevamos en el corazón; la confianza,
para derramar nuestro corazón en el Corazón de Nuestro Señor.
Se dirá que con Nuestro Señor deberíamos ser siempre sinceros;
porque, en último término, ¿qué nos ganamos con no ser sinceros, si Él
con sus ojos profundos penetra hasta lo más hondo de nuestro ser? Y, sin
embargo, la experiencia nos enseña que ni con Dios somos sinceros, sino
que muchas veces, como estamos acostumbrados a cuidarnos de los demás
y a no presentarles de nosotros mismos sino lo que nos conviene, eso
mismo queremos hacerlo con Dios.
Un tipo de falta de sinceridad —y Nuestro Señor nos lo puso como
tipo de mala oración— fue el fariseo del Evangelio, que decía: «Señor, yo
te doy gracias porque no soy como los demás hombres, como este
publicano: ayuno dos veces por semana, pago los diezmos...» Seguramente
ha de haber sido cierto todo eso; pero el fariseo no le decía a Nuestro
Señor otras cosas reprobables que también había hecho; le presentaba nada
más el lado bueno.
97
El publicano, ése sí hablaba con sinceridad a Nuestro Señor: «¡Sé
propicio a este pobre pecador!» Le descubría tal como era su corazón,
derramaba su corazón en el Corazón de Dios.
Es muy importante esta sinceridad y manifestarnos a Nuestro Señor
como somos y decirlo todo.
Quizá llame la atención lo que dice San Francisco de Sales:
«Hablarle de cosas del cielo y de cosas de la tierra.» A veces, podía parecer
que en la oración sólo se puede hablar de cosas espirituales y muy altas.
No, también podemos hablar de las cosas de la tierra, de esos pequeños
problemas prácticos que tenemos, de esos deseos humanos que hay en
nuestro corazón, de esos gustos quizá puramente naturales.
***
Y el otro carácter que debe tener nuestra oración, y en el cual hace
hincapié el Santo Doctor, es la confianza.
¡La confianza! Tenemos que acercarnos a Dios, sí, con profundo
respeto — ¡cómo no, si es la majestad infinita! —, pero con inmensa
confianza, con la confianza con que un hijo acude a la mejor de las
madres, ni siquiera como a cualquier madre, sino como a la mejor de
todas.
Así tenemos que ir a la oración, con inmensa confianza, sin que sea
parte para que no tengamos esta confianza, ni nuestras deficiencias, ni
nuestras ingratitudes, ni nuestras faltas. Porque ya lo he dicho: la confianza
no se funda en nosotros, sino se funda en Él; confiemos en Dios, no porque
somos buenos, sino porque Él es bueno, porque Él es misericordioso,
porque su misericordia no tiene límites...
Si nos acercamos a Dios con sinceridad y confianza y derramamos
nuestro corazón en su Corazón y recibimos las efusiones de su Corazón
divino y, en la forma que podemos le conocemos y le amamos, habremos
hecho una oración tal como Dios lo quiere.
***
El fondo de ese trato con Dios, o, mejor dicho, los principios activos
de este trato, son las tres virtudes teologales, como ya vimos. En torno de
ellas vienen a agruparse otras virtudes, que pueden ser útiles a la oración;
por ejemplo, la humildad. Pero las virtudes específicas de la oración y de
la vida interior son las tres virtudes teologales.

98
Por la fe conocemos a Dios; es la manera de conocerle en la tierra.
Por la esperanza tenemos dos seguridades: la de que podemos amar a
Dios y unirnos con Él, y la de que nos dará todo lo necesario para lograrlo.
Cuando una cosa parece imposible o sumamente difícil, ni se piensa
en ella. Supongamos que a una persona se le ocurre: «Ha de ser muy
hermoso ser artista, poder ejecutar en el piano composiciones
maravillosas»; pero si sabe esta persona que no tiene oído ni disposiciones,
agregará: «¡Pero ni pensar en eso!» Para que pueda desear una cosa y
trabajar por alcanzarla, necesito saber que es posible, saber que la puedo
lograr.
Y la esperanza me dice que el amor de Dios no es un amor imposible,
sino es un amor que Él mismo me lo brinda, que me creó para ese amor, y
que me ha dado todo lo que necesito para alcanzarlo.
La fe sin la esperanza sería intolerable, porque pensar: Dios es mi
felicidad, ¡y no poderlo alcanzar! Es como si supiera que en Júpiter o en
Saturno se vive una vida hermosísima... ¿De qué me serviría, si no hay
ninguna facilidad de ir allá?
Pero la esperanza nos da la seguridad de que podemos amar a
Nuestro Señor y unirnos con Él, y de que nos dará todo lo necesario para
conseguirlo. Entonces la perfección y el amor y la unión con Dios nos
parecen cosas no fáciles, pero sí hacederas, posibles. Tenemos la promesa
divina de esas realidades celestiales. Y entonces somos capaces de todo, y
sentimos el anhelo de trabajar y de sacrificarnos por ese ideal.
La caridad es el amor, un amor nobilísimo, divino, una imagen del
Espíritu Santo que Él mismo ha derramado en nuestro corazón, y por el
cual podemos amar a Dios y unirnos con Él.
A grandes rasgos, ésa es la oración.
***
Y en todas las etapas de la vida espiritual, las tres virtudes teologales
son siempre las virtudes de la oración, desde los principios de la vía
purgativa hasta las cumbres de la vía unitiva.
Si reflexionamos, iremos comprendiendo para qué sirven todas esas
realidades sobrenaturales que Nuestro Señor pone en el alma.
Porque muchas veces sucede que oímos decir que en el alma está la
gracia, que hay las tres virtudes teologales, y las virtudes morales infusas,
y los dones del Espíritu Santo... Y no sabemos para qué servirá todo eso.
99
Es como cuando se entra en una farmacia y se ven muchos frascos y
muchas sustancias. Han de ser muy útiles; pero ¿para qué servirá cada
una? ¡Sólo lo sabe el farmacéutico! Así sabemos que hay muchos dones
preciosos que Nuestro Señor ha puesto en nuestra alma; pero muchas
veces no sabemos para qué es todo esto.
Ahora vamos a verlo.
Las virtudes morales infusas sirven para realizar esa obra de
purificación de que hablé antes.
Cada virtud purifica una parte, una porción —por decirlo así— de
nuestra alma. Hablé de las principales; pero hay una multitud de virtudes
que van purificando todo, que van ordenando todo; como en una gran
fábrica hay encargados para poner orden en cada uno de sus departa-
mentos. En este mundo maravilloso que llevamos dentro, cada virtud tiene
su función propia, tiene un campo especial que purificar y que ordenar.
Las virtudes morales sirven para nuestro trato con nosotros mismos y
con los demás. Las virtudes teologales sirven para nuestro trato con Dios;
son las virtudes de la oración. Naturalmente, tienen influjo preponderante
aun en la vida práctica. Todas las virtudes se ayudan mutuamente.
Respecto de los dones del Espíritu Santo, ya vendrá la oportunidad
de explicarlos y de exponer la función que desempeñan en nuestra vida
espiritual.
Pero no olvidemos que en todas las etapas de nuestra vida tenemos
que hacer dos cosas: una obra de transformación de nosotros mismos y una
obra de trato íntimo con Dios: la vida activa y la vida contemplativa, la
vida exterior y la vida interior.
Pero si la oración es de todas las etapas de la vida espiritual, la forma
de la oración va variando en esas distintas etapas.
No todas las almas han de hacer una misma oración ni pueden
meterse en ella como en un molde uniforme.
Las palabras de San Juan de la Cruz: «Apenas hay un alma que en la
mitad de su camino se parezca a otra», pudieran también aplicarse en
cierto sentido a la oración, de manera que apenas hay un alma que se
parezca a otra en la oración.
Y en esta variedad intervienen principalmente las causas
sobrenaturales, pero a veces también hasta ciertas causas naturales.
Porque ¿sería posible que todas las personas conversaran de la misma
manera? Cada cual tiene su manera de conversar, y hasta sería demasiado
100
monótono y desagradable el trato con los demás si todos fueran de la
misma manera; hay personas muy vehementes, otras más ponderadas;
unas, locuaces; otras, taciturnas.
Lo mismo pasa en el orden espiritual; hay almas que difícilmente
discurren; hay otras para las cuales el discurso es lo principal. Hay unas
que viven de afectos; otras que son un poco reacias para ellos. En fin, hay
una grande variedad, aun humanamente consideradas las cosas.
Pero lo interesante es dejar establecido que en las distintas etapas de
la vida espiritual varía la oración; al grado de que un director experto
podría conocer la etapa de un alma por su manera de hacer oración.
Se puede decir parodiando un adagio: «Dime cómo oras, y te diré
quién eres.»
Es un termómetro perfecto la oración, nada más que es un poco
difícil darse uno exacta cuenta de cómo ora un alma, porque ella misma
muchas veces no se da cuenta exacta de cómo es su oración.
Pero especulativamente, y en principio, la forma de oración marca la
etapa.

101
CAPÍTULO XV

CONCLUYE EL MISMO ASUNTO

Vamos ahora a indicar cómo es la oración en la primera etapa de la


vida espiritual, en la vía purgativa.
Naturalmente que sólo señalo lo propio de esa etapa, sin tener en
cuenta las condiciones particulares de cada alma, que harán variar un poco
su oración.
La primera oración es la oración discursiva o meditación. Por medio
del discurso se llega al amor, a los afectos. Y luego, del amor y de los
afectos, pueden venir consecuencias prácticas.
Es la oración de las tres potencias, que enseña San Ignacio de
Loyola.
Cuando está bastante avanzada la vía purgativa, cuando se ha
ejercitado el alma en esta oración discursiva, la oración sufre una
transformación: se hace afectiva. Al principio se necesitaban muchos
discursos y muchas consideraciones para hacer brotar un afecto; como
decía Santa Teresa de Jesús, era necesario darle muchas vueltas a la noria
para que pudiera salir un poco de agua.
Cuando el alma ha ido conociendo mejor a Nuestro Señor y tiene ya
un conocimiento habitual de Él más perfecto, entonces como que le
estorban los discursos una palabra, una frase, el simple hecho de ponerse
delante de Dios, basta muchas veces para que se encienda en su corazón el
fuego del amor.
Y entonces hay poco discurso y muchos afectos: cualquier cosa basta
para que haga explosión el corazón. Y muchas veces espontáneamente
brotan los afectos, de tal manera que basta que el alma se ponga delante de
Dios, y empieza a sentir amor, generosidad, aborrecimiento del pecado,
deseo de sufrir por Él..., afectos de distintas clases, girando todos,
naturalmente, en torno del amor.
Poco a poco se va simplificando la oración afectiva, de tal manera
que ya no son muchos afectos, sino que se van reduciendo al afecto

102
principal, al amor, y se va haciendo la oración más simple: ésta es la
oración de simplicidad o de simple mirada.
Eso se realiza en las cumbres de la vía purgativa.
Tales son las oraciones de la vía purgativa: la oración discursiva o
meditación, la oración afectiva y la oración de simple mirada.
***
Para estas oraciones de la vía purgativa conviene muchísimo tener en
cuenta los caracteres generales que debe tener la oración.
Porque en la oración discursiva, por ejemplo, hay la tendencia a
convertir la oración en estudio, sobre todo. Si se trata de una persona de
letras o que tiene cierta afición a ellas, la oración se convierte en una
disertación muy docta, muy bien hecha. Esas personas van, se acercan a
Dios, le adoran profundamente, le piden su auxilio, y luego se enfrascan en
una disertación..., de manera que ni siquiera se vuelven a acordar de
Nuestro Señor... La disertación que hacen delante del Sagrario podían
hacerla en cualquiera otra parte, en el pulpito, en la cátedra, en el bufete.
Y cuando se acaba el tiempo, entonces se acuerdan de Dios, cierran
el libro e interrumpen la disertación para despedirse cordial y cortésmente
de Nuestro Señor...
Propiamente eso no es oración, o es una oración imperfecta, porque
la oración no es un estudio, es un trato con Dios. Que el alma discurra, que
tenga afectos, que haga propósitos, lo que sea, pero con Dios.
Debe ponerme siempre en contacto con Él. Si discurro, con Él; si
tengo afectos, con Él; si tomo resoluciones, con Él. Debe ser la oración
trato con Dios.
Además, entre los elementos de la oración, el más importante, sin
duda, es el amor El conocimiento tiene grandísima importancia; pero el
amor es lo que aquí, en la tierra nos une más perfectamente con Nuestro
Señor.
Notemos que el amor de la tierra es esencialmente el mismo amor del
cielo, que la caridad del destierro es esencialmente la misma caridad de la
patria. Sin duda, que allá está en toda su plenitud, en toda su perfección;
pero no son específicamente distintas la caridad de aquí y la de allá, el
amor de la tierra y el amor del cielo.
En cambio, entre el conocimiento de aquí y el conocimiento de allá
hay un abismo; la fe es un conocimiento oscuro y la visión beatífica es
103
luminosísima. Hay gran diferencia entre el conocimiento de la tierra y el
del cielo.
Por eso lo más celestial que tenemos en la tierra es el amor, la
caridad; es el elemento esencial de la vida cristiana, de la perfección
cristiana. Debe, por consiguiente, en la oración tener la preponderacia el
amor.
Las resoluciones, como decía, son un elemento secundario en la
oración. Claro está que la oración tiene influjo en la vida exterior; pero no
debemos subordinar la oración a la vida exterior, de tal manera que la
oración no fuera más que un medio para cumplir con nuestros deberes.
Más bien, dice un Santo Padre, «trabajamos en la palestra de la vida activa
para llegar a la ciudadela de la contemplación, y allí encontrar la paz».
La vida activa es más bien preparación para la vida contemplativa y
no la vida contemplativa preparación para la activa, aun cuando la vida
contemplativa tenga un influjo inmenso en la vida práctica.
En buena hora que tomemos resoluciones prácticas y que pensemos
en los problemas de la vida práctica. Pero no debemos olvidar a Nuestro
Señor. Porque si nos ponemos a pensar demasiado en la vida práctica, nos
acordamos de las personas y de los negocios molestos, y, si se me permite
la palabra, se hace prosaica la oración.
Y el tiempo de la oración son momentos de cielo en que vamos a
estar con Nuestro Señor, en que tenemos que tratar negocios, porque
vivimos en este mundo; pero tenemos que ver la manera de que no absorba
la prosa de la vida la poesía de la contemplación.
A cada cosa le tenemos que dar su lugar propio.
***
Los estorbos que suelen encontrarse en la oración, sobre todo en este
primer periodo de la vida espiritual, los voy a indicar brevemente.
El primero de todos es el obstáculo de siempre: don Yo. Estorba en
todas partes.
Muchas veces oímos a alguna alma que dice: «Yo no puedo hacer
oración.» En cierto sentido, esto es falso, porque siempre se puede hacer
oración.
Pero dice que no puede hacer oración, porque no la puede hacer
como le gusta o como está acostumbrada. Esta alma, que hasta en la

104
oración se busca a sí misma y anda a caza de consuelos, si no los tiene,
dice que no puede orar.
Y esta otra afirma lo mismo, porque no puede hacer la oración tal
como aprendió en los principios de su conversión a Dios. Apego al propio
juicio; inconscientemente, pero lo hay.
Para la oración se necesita como cierta amplitud de criterio, cierta
flexibilidad de alma, para hacer la oración como Nuestro Señor quiere y
para adaptarnos a las circunstancias.
¿Que Dios me da consuelos? Los gozo en paz.
¿Que Dios me los quita? Eso es lo que me ha de convenir. Y
entonces, en medio de la desolación, procuro estar delante de Dios.
¿Que no puedo discurrir? Pues no discurro.
¿Que no puedo tener afectos? No los tengo, pero permanezco con
Dios y le digo con el salmista: Estoy hecho un jumento en tu presencia;
pero no importa, con tal de permanecer contigo.
Y esta flexibilidad de alma es utilísima por varios motivos: Primero,
porque hace que podamos utilizar la oración siempre, cualesquiera que
sean las condiciones en que nos encontremos. Mientras que el alma que no
puede hacer oración sino en una forma, el día que no puede hacer ésa, ese
día, o se distrae, o se pone a pensar en otra cosa, o a rezar el rosario, o
pierde el tiempo...
En segundo lugar, y, sobre todo, el alma que tiene esa flexibilidad se
deja guiar por Dios, que es nuestro verdadero director.
Verdadero director de las almas es el Espíritu Santo, no lo olvidemos;
los sacerdotes sólo somos ayudantes, como esos barriletes que tienen los
abogados, como esos practicantes que tienen los médicos. El verdadero
director es el Espíritu Santo. Es el que nos marca el camino y el que nos
señala la manera de hacer oración y todo.
Pero para dejarnos guiar por el Espíritu Santo se necesita que
tengamos cierta flexibilidad. Si el Espíritu de Dios quiere que un alma
haga oración afectiva y ella se aferra en hacerla discursiva porque así la
enseñaron, sufre debatiéndose contra Dios, no aprovecha y pierde el
tiempo.
Se necesita, pues, cierta flexibilidad, no en el sentido de que no haya
disciplina en la oración, sino en el de que pueda el alma adaptarse a las
distintas inspiraciones de la gracia.

105
San Francisco de Sales daba una regla preciosa: No ir más de prisa
que la gracia. Porque hay el peligro de querer saltar las etapas y pretender
subir a una oración superior antes de tiempo. No, no hay que ir más de
prisa que la gracia.
Pero tampoco no debemos retrasarnos a la gracia. Si la gracia me
impulsa, debo seguir sin tardanza su orientación, aunque contraríe mis
gustos.
***
Otro obstáculo que suele encontrarse en todas las etapas de la vida
espiritual —en ésta quizá menos que en otras, pero también— son las
desolaciones.
Porque aun cuando en la vía purgativa no haya esas desolaciones
largas, penosísimas, que tienen origen divino, puede haber otras
desolaciones de origen natural, psicológico y aun físico. No estamos
siempre de la misma manera. Hasta por razones muy humanas, muchas
veces no estamos en condiciones de poder encontrar dulzura y consuelo en
la oración.
De manera que en todas las etapas de la vida espiritual hay días en
que nuestra alma sufre sequedad.
Es indispensable pasar por ella y quitarnos la idea de que la oración
buena es aquella en la que se goza.
Porque muchas almas así lo piensan: si tienen consuelos, ¡qué buena
oración! Pero ¡qué mal hecha! si no los tienen. Y muchas veces esa oración
seca es más buena que la otra.
Como dijo monseñor Gay de la vida cristiana: No es un día de fiesta
ni un día de luto; es un día de trabajo y de amor. Es decir, no venimos a
gozar, no entramos a la vida espiritual a gozar, ni entramos precisamente a
sufrir, sino a amar y a trabajar. Naturalmente, que en la vida encontramos
muchísimos sufrimientos y también algunos consuelos. Pero el consuelo
no es, digamos así, lo que debemos buscar; ése es un aditamento, una
ayuda que Dios nos da para dilatar nuestro corazón, para levantar nuestra
alma, para hacernos correr por los caminos ele la perfección, y nada más.
***
Pero el principal obstáculo que se encuentra en la oración durante la
vía purgatoria son las distracciones. Son comunísimas las distracciones.

106
Hay dos clases de distracciones: unas que vienen de la imaginación y
otras que vienen del corazón.
Las que vienen de la imaginación, cualquiera impresión las hace
venir. Muy sabido es que Santa Teresa llamaba a la imaginación la loca de
la casa. Exacta definición; cualquier cosa la excita, un ruido que se oye, un
insecto que vuela, cualquier cosa nos recuerda una historia y nos lleva a
otro mundo... De manera que cuando nos damos cuenta, ya estamos en otra
parte, y hemos recorrido un largo camino con la sola imaginación...
Y hay otras distracciones que vienen del corazón. Cuando alguna
pasión nos agita, el amor, la tristeza, el dolor, el temor, la esperanza, se
llena el espíritu de preocupaciones que lo distraen. Si sufrimos una pena,
no podemos estar tres minutos sin que venga el pensamiento de lo que nos
aflige.
Y, naturalmente, estas distracciones del corazón son más persistentes.
Las de la imaginación más fácilmente se pueden olvidar.
En general, para las distracciones lo que conviene es, al punto en que
se siente uno distraído, volver a lo que estaba haciendo y no asustarse.
Porque hay unas personas que cuando se han distraído dicen: «¡Estoy
perdiendo el tiempo! ¡Ya eché a perder mi oración! ¡Yo no sirvo para
esto!»
Y pierden más el tiempo en lamentaciones que lo que perdieron en
distraerse. Y muchas veces hasta se desalientan cuando es una cosa tan
natural distraerse. Y si la distracción no es voluntaria, Nuestro Señor no la
toma a mal.
Cuando está uno hablando a un niño, y este niño, porque vio volar
una mariposa, se queda mirando hacia allá o no nos hace caso, ¿nos vamos
a enojar con él? No, es la cosa más natural que se distraiga. Realmente,
hasta cae en gracia la distracción de un niño.
Así le han de caer en gracia a Nuestro Señor nuestras distracciones
cuando no son voluntarias; delante de Dios todos somos pequeños.
Esto lo entendía muy bien Santa Teresa del Niño Jesús. Por eso no se
preocupaba por las distracciones en la oración.
Si mal no recuerdo, Santa Teresa tuvo una época de muchas
distracciones, y luego Nuestro Señor le hizo una gracia especial, y le dijo
que era por aquel tiempo que había tenido de distracciones. De manera que
hasta se puede merecer con las distracciones cuando no son voluntarias,
claro está.
107
Cuando nacen las distracciones del corazón, muchas veces pueden
venir de afectos desordenados; entonces lo importante es arrancar esos
afectos.
En otras ocasiones no es así, sino que vienen de una de esas penas
que llegan hasta el fondo del alma y que la absorben por completo.
Y entonces lo mejor es hacer la oración sobre aquella pena.
Voy a explicar mi pensamiento. ¿No nos hemos fijado que cuando se
va a hacer una visita de pésame tenemos que oír con todos sus pormenores
la enfermedad y muerte de aquel buen señor o aquella buena señora que
murió? Y es natural que así sea; los deudos, que tienen el corazón hecho
pedazos, no pueden hablar más que de su pena; y nadie les toma a mal que
así sea.
Pues bien: cuando tenemos una pena, hay que decirle a Nuestro
Señor: «Mira, Señor, yo no te puedo hablar ahora ni de humildad ni de
confianza ni de ninguna de esas cosas, porque no estoy para eso; te voy a
hablar de lo que embarga mi corazón, porque es lo único que puedo hacer;
tengo esta pena...» Y hablarle a Nuestro Señor de ella. Entonces la misma
pena nos servirá para unirnos con Él y sacar algún provecho.
***
El mismo sueño, que muchas veces también es un obstáculo para la
oración, sobre todo cuando se hace la oración muy temprano, tampoco
debe serlo. Claro está que hay que tomar todas las precauciones para que
no venga. Pero si viene involuntariamente, hay que acordarse de la
doctrina de Santa Teresa del Niño Jesús, que no se preocupaba por
dormirse en la acción de gracias de la comunión, porque pensaba que los
niños lo mismo les agradan a sus padres dormidos que despiertos.
Nuestro Señor, en realidad, lo que quiere es nuestro corazón, que
estemos cerca de Él. ¿Por qué se ha de preocupar si nos dormimos? Verá
con ternura a un alma que con la mejor voluntad ha querido hacer oración
y acompañarlo y consolarlo en el Sagrario, y que, por causas que Él
conoce mejor que nosotros, se duerme.
Tanto le agrada un alma dormida como despierta, cuando viene con
buena voluntad y con verdadero amor a estar con Él. Nuestro Señor lo que
quiere es el corazón. Y yo pienso que se conforma con ver el bulto...
Nosotros nos preocupamos mucho, porque pensamos que le agrada a
Nuestro Señor lo que le decimos y lo que le hacemos... Sí, todo esto le

108
agrada muchísimo, pero a quien ama es a nosotros, no nuestras palabras,
que por elocuentes que parezcan a los ojos de los hombres, delante de
Dios, ¿qué valen? Ni a nuestras obras, que no han de ser gran cosa. Lo que
Él ama es la persona, y está satisfecho con tenerla cerca, como una madre
se complace porque su hijo esté cerca de ella; que esté dormido, que esté
despierto, ¿qué importa?
Así es Nuestro Señor. Porque así es el amor.

109
CAPÍTULO XVI

AMOR Y VIDA DE ORACIÓN

Para fomentar el amor, y, sobre todo, para hacerlo llegar a su


plenitud, no es suficiente dedicar algún tiempo a la oración; quizá ni varias
horas, sino que es necesario vivir, hasta donde sea posible, habitualmente
en oración.
Por eso se refiere de San Vicente de Paúl que cuando una religiosa le
pidió que le hiciera un programa, un horario de vida espiritual, se lo hizo el
santo escribiéndole: Todos los días veinticuatro horas de oración.
Eso es lo que debemos hacer para alcanzar de una manera rápida y
efectiva la plenitud del amor.
Y no solamente porque para poder amar a Nuestro Señor, cuanto más
se le trate, mejor, y cuanto más constantemente estemos con Él, más
crecerá en nosotros el amor, sino también porque el amor así lo pide:
cuando verdaderamente amamos no queremos alejarnos ni un momento de
la persona amada.
En la tierra esto no es posible; hay siempre separaciones e
intermedios en el trato con los que amamos. Pero, respecto de Nuestro
Señor, sí podemos estar constantemente con Él y tratarle tanto cuanto lo
permite nuestra pobre naturaleza. Porque hay interrupciones irremediables;
por ejemplo, tenemos que dormir, que comer, que dedicarnos a ciertas
ocupaciones ineludibles. Pero el ideal es procurar convertir en oración
todo, hasta el sueño, si es posible, y de esta manera realizar el consejo de
San Vicente: «veinticuatro horas de oración».
Realizarlo absolutamente no es posible en la tierra; pero
relativamente sí lo es, por lo menos, en las altas cumbres de la santidad
cuando se ha llegado a la unión con Dios; entonces como que desaparece
esa distinción entre vida activa y vida contemplativa: todo es
contemplación, todo es amor.
Pero si en las etapas primeras de la vida espiritual no se puede llegar
a esa perfección, si es preciso esforzarse por ir poco a poco tendiendo
hacia ella.
110
De manera que esa oración constante, esa oración de todas las horas,
de todos los minutos, eso de convertir en oración todas las obras del día, al
mismo tiempo que es una exigencia del amor, es también un medio
utilísimo para alcanzar rápidamente la perfección.
***
Pero ¿cómo se realiza?
Suelen emplearse distintos medios.
Uno de ellos consiste en sembrar todo el día, por decirlo así, de
jaculatorias, de comuniones espirituales, de actos de amor, etc., como si se
quisieran disputar los momentos a la vida activa.
Naturalmente, esto es muy bueno y muy útil, pero no resuelve
plenamente el problema; se le podrían quitar muchos minutos a la vida
activa, pero no se llegaría a las veinticuatro horas, porque hay cosas que es
imposible quitar. Si le quitáramos todo, ¿qué haríamos, teniendo que hacer
otras muchas cosas, teniendo ciertas ocupaciones y ciertas atenciones
durante las cuales no es posible que estemos precisamente en
contemplación?
Por eso me parece que el medio más eficaz para conseguir este
propósito —sin descartar éste que acabo de decir— es encontrar la manera
de convertir en trato con Dios, en oración, en amor, todas las obras del día.
De ordinario, nuestras obras, nuestras ocupaciones son como un
obstáculo para la contemplación y para la unión con Dios. El día que
lográramos hacer de los obstáculos medios, avanzaríamos rápidamente; el
día que consiguiéramos que las ocupaciones, lejos de estorbar nos ayuda-
ran, pronto llegaríamos al trato constante con Dios.
Naturalmente, que de una manera lenta, poco a poco, se va
consiguiendo eso; pero sí es posible lograr la presencia de Dios, la
atención amorosa a Dios durante la mayor parte del día.
¿Cómo?
Siguiendo tres reglas. Yo las expreso en una fórmula propia para que
se grabe en la memoria. Hay que hacer todas las cosas por él, con él, en él,
es decir, por Jesús, con Jesús y en Jesús. Haciendo las cosas así, las obras
mismas se convierten en oración y en trato con Nuestro Señor.
***

111
Y de esto nos da ejemplo el amor humano: una esposa, por ejemplo,
aun cuando el esposo esté ausente, puede perfectamente estarlo amando y
estar como en íntima comunión con él, si está haciendo las cosas por él y
para él. Una madre que está preparando el alimento a su hijo, a la hora que
lo está preparando está haciendo aquello para el hijo, y esa ocupación
también se convierte en amor.
Para que podamos vivir constantemente con Nuestro Señor y hacer
que nuestra vida sea una oración continuada, hay que hacer todas las cosas
por Él, con Él, en Él.
Hacer todo por Él, es decir, hacerlo por su amor, todo por su amor.
Muchas veces hacemos las cosas tan sólo por hacerlas, sin tener una
intención determinada. Otras veces las hacemos por conveniencia; otras,
por deber. Pero si hacemos todas las cosas por amor, todas las cosas las
convertimos en amor.
Y me parece que así se logra un sueño semejante a aquel que
tuvieron los alquimistas de la Edad Media. Los alquimistas se pasaban la
vida buscando la piedra filosofal, que era una receta, una fórmula para
convertir los metales en oro. Nunca lo lograron. Es sólo en la época
moderna cuando se han podido producir ciertos cuerpos químicos
sintéticamente. Pero ellos no lograron nada.
En el orden espiritual sí se puede convertir todo en oro, porque se
puede convertir todo en amor; lo que se hace por amor es amor. Y se puede
convertir en amor todo, porque todo se puede hacer por amor, hasta las
operaciones más prosaicas de nuestra vida, comer, dormir, descansar, todo
lo podemos hacer por amor, y convertirlo así en amor.
San Pablo nos decía: Ya sea que comáis, ya sea que bebáis, hacedlo
todo por la gloria de Dios. Y hacerlo por la gloria de Dios es hacerlo todo
por amor.
Porque es muy distinto comer por encontrar el placer que se
experimenta en los alimentos, a comer por cumplir con un deber —el
quinto mandamiento me exige que me nutra—, o comer por darle gusto a
Jesús y por poderle amar. Como si dijéramos: yo voy a convertir estos ali-
mentos en amor, porque este alimento se va a convertir en mi propia
sustancia, y esta sustancia la voy a emplear en amor y en sacrificarme por
Jesús.
Y me voy a entregar al descanso por Él, por su amor, no sólo por
cumplir un deber y por seguir una exigencia de mi naturaleza, sino por Él,

112
para que pueda tener la capacidad necesaria para seguirle amando y
trabajando por Él.
Esto de hacer las cosas por amor, lo podemos hacer de una manera
habitual y actualizándolo cuantas veces se ofrezca la ocasión. Y entonces
las ocupaciones se convertirían en amor, y, por consiguiente, en oración.
Un alma que se esmera en hacerlo todo por amor puede decirla
Nuestro Señor, parodiando lo que Él le dijo a la Beata Angela de Foligno:
Mírame, ¿hay en Mí algo que no sea amor? Y se lo dijo en una ocasión en
que se le dio a conocer de una manera clarísima; cuando la vidente estaba
arrobada, contemplando aquella maravilla divina, le dice Nuestro Señor:
Mírame bien. ¿Hay en Mí algo que no sea amor? ¡Qué gozo que
pudiéramos decir también a Nuestro Señor: Mírame bien. ¿Hay en mí algo
que no sea amor?
Porque si logramos convertir todas las ocupaciones en amor, ¿qué
puede haber en nosotros que no sea amor?
***
En segundo lugar, hay que hacer todas las cosas con él.
Imaginemos que Jesús pasara un día con cada uno de nosotros; que
siguiéramos nuestro trabajo y nuestro horario de todos los días, pero que
Jesús estuviera con nosotros. ¿No es verdad que aquel día sería un día de
amor? Trabajaríamos en la oficina, en el comercio, en el taller, en la
fábrica, en los quehaceres domésticos, en el campo...; pero con Jesús,
fascinados con su presencia divina...
Pues bien: esto no es un sueño; es una realidad que nos enseña la fe.
¿Que no lo ven nuestros ojos, que no escuchamos su voz? Lo sensible es
muy secundario. Claro, para nuestra pobre naturaleza tiene mucha
importancia; pero en sí mismo, ¿qué más da verlo o no verlo, oírlo o no
oírlo..., si por la fe sabemos que estamos con Él? Tenemos a la Santísima
Trinidad en nuestro corazón y estamos en íntima relación con Jesús.
Si queremos, podemos vivir con Él y hacer todo con Él. Y estar con
Jesús, dice el autor de la Imitación, es un dulce paraíso. Cualquier
ocupación es preciosa si la hacemos con Jesús.
Y hasta haríamos mejor las cosas, porque las haríamos entre los dos
de tal manera, que le diríamos a Nuestro Señor: «Señor, vamos a hacer
esto, vamos a hacer lo otro, vamos a hacer aquello; pero entre los dos...»
Con tan buena compañía y con tal ayuda se pueden hacer maravillas...

113
Se refiere de un santo sacerdote que de tal manera estaba penetrado
de que todas las cosas las tenía que hacer con Jesús, que una vez se
distrajo, y en la taquilla de billetes de una estación de ferrocarril pidió dos
billetes, porque en todo eran dos... ¡Si nos acostumbráramos a vivir con
Jesús, siempre con Él!
Y notemos que no se trata aquí de una ficción imaginativa; tratándose
de Jesús es una realidad. Porque, como Dios, en Él vivimos y nos movemos
y somos, dice San Pablo. Sí, estamos rodeados de Dios, estamos llenos de
Dios.
Y de una manera especial Dios vive en nuestro corazón como en su
templo; verdadero templo de Dios son nuestras almas...
A veces hay personas que dicen: «¡Yo no encuentro a Dios!»
¡Quién sabe dónde lo andarán buscando, porque entrando dentro de
sí mismas lo encontrarían!
Sino que la fe es oscura... Y eso impide muchas veces darnos cuenta
de lo que poseemos. Pero, ¿qué importa que lo veamos o que no lo
veamos, que lo oigamos o que no lo oigamos, si tenemos la seguridad de
que está con nosotros?
Y la fe nos da esa certeza.
***
En tercer lugar, hay que hacer las cosas en él.
Digamos así, como si viviéramos en Él y viéramos por sus ojos, y
juzgáramos con su criterio, y amáramos con su corazón...
Es un ideal de amor eso de hacerse como una sola cosa con la
persona amada. En la tierra no se puede realizar plenamente; pero
tratándose del amor de Dios, sí podemos unirnos íntimamente con Jesús.
Como lo decía San Pablo: «Yo ya no vivo; vive Cristo en mí.»
Él vive en nosotros y nosotros podemos vivir en Él, y en Él podemos
hacerlo todo, juzgando con su criterio, mirando con sus ojos, teniendo en
nuestros corazones los mismos sentimientos que Él tiene en el suyo.
Unidos íntimamente con Él, que Él haga nuestra obra y nosotros haremos
su obra.
Al mismo tiempo que así logramos vivir constantemente de amor,
constantemente en oración, ¿imaginémonos lo que ganarían nuestras obras
en perfección? Si las hacemos por Él, con Él y en Él, nuestras obras serán
excelentes.
114
***
Pero tenemos en la doctrina de la cruz un medio como propio, como
específico, para realizar este ideal de que toda la vida se convierta en
oración y en amor. Me refiero a esa oblación del Verbo encarnado que
debemos hacer al Padre celestial.
Ya estudiaremos a su tiempo cómo esto viene a constituir una especie
de sacerdocio místico.
Si nos damos cuenta exacta de lo que esto significa y repetimos
nuestros ofrecimientos e impregnamos nuestra vida con el espíritu de estas
oblaciones, podemos convertir en amor y en oración nuestro día e
impregnarnos al mismo tiempo de nuestro propio espíritu.
Realmente, esa oblación es por Jesús, con Jesús, en Jesús. Ofrecemos
por amor a Jesús; lo ofrecemos al Padre y nos ofrecemos con Él, y nos
ofrecemos unidos con Jesús, con el mismo espíritu, con la misma intención
con que Él se ofrecía constantemente al Padre celestial mientras vivió en
este mundo.
Nos dice San Pablo que desde el primer instante de su vida dijo: He
aquí, Señor, que Yo he venido a cumplir tu voluntad. Y se ofreció: Tú ya no
quieres los holocaustos ni las víctimas; pero me has adaptado un cuerpo,
y he aquí que vengo. En el principio del libro está escrito que vendré a
hacer tu voluntad.
Y esa voluntad, dice San Pablo, fue la oblación del Calvario.
De manera que desde el primer momento de su vida, Jesús se ofreció
como víctima, se ofreció para sufrir.
Cuando nosotros lo ofrecemos y nos ofrecemos con Él, entramos en
las miras del Corazón divino.
Esa es la oblación en él, y con él, y por él.
Ya diré cómo esta oblación no solamente significa un medio aptísimo
para fomentar la vida interior y convertir en oración nuestro día, sino que
también sirve para que realicemos los designios amorosos que Dios tiene
respecto de nosotros.
Pero no cabe duda que es un medio eficacísimo para convertir la vida
en oración.
Debemos ponerlo en práctica con mucho empeño; pero también sin
hacernos la ilusión de que vamos, desde luego, a tener una presencia de
Dios constante. Porque muchas veces las almas ingenuamente piensan:
115
«Tan pronto como ponga en práctica estos medios, no voy a perder la
presencia de Dios.» Y la pierden, y cuando la pierden se decepcionan, y se
entristecen, y muchas veces se desalientan.
No, eso de nunca perder la presencia de Dios no es de la tierra, es del
cielo.
En las cumbres de la santidad se tiene una presencia de Dios casi
constante, pero ese casi es bastante grande. Naturalmente, que si en las
cumbres de la santidad casi se tiene presencia constante, cuando todavía no
se llega a aquellas alturas, es natural que no se tenga sino con bastantes
intermitencias.
Pero el demonio es muy hábil, como que al mismo tiempo tiene
inteligencia angélica y tiene mucha experiencia, y con tal de apartarnos de
Dios o de los caminos de Dios, poco le importa sugerirnos que nos
vayamos a la derecha o a la izquierda, con tal de que no vayamos por el
camino.
Y muchas veces el demonio nos tienta en el sentido de que «esto no
tiene nada de particular», ¿que tenemos un afecto? «Este afecto no es malo
ni desordenado; es bastante bueno» —nos dice el diablo—. ¿Pasa esta otra
cosa? «No, eso es un escrúpulo.» En cambio, otras veces se pone el diablo
escrupuloso, pero es también para desalentarnos, y a veces nos murmura al
oído: «¿Desde cuándo no piensas en Dios? ¡Ya tienes tantos minutos o
tantas horas!»... «¡No, nunca lograrás nada!... ¡Estás perdiendo el
tiempo!»... No hay que hacerle caso a él ni cuando dice blanco ni cuando
dice negro, porque siempre es el espíritu de la mentira.
No hay que desalentarnos, ni es posible que de un momento a otro
podamos llegar a ninguna cumbre. Poco a poco es como se llega a las
alturas.
Por consiguiente, sin hacemos ilusiones de que vamos
constantemente a estar en la presencia de Dios, debemos procurar que cada
día vaya aumentando en nosotros esta presencia, que cada día sea más
constante nuestra oración, sin asustamos y sin desalentarnos porque haya
grandes lagunas en nuestra vida; eso es humano. Y si hoy nos acordamos
menos de Dios, esforcémonos en acordarnos mañana más de Él.
Pero es indispensable vivir de oración, vivir de amor, porque sólo así
lograremos de una manera rápida y perfecta la plenitud del amor.

116
CAPÍTULO XVII

AMOR Y ESPÍRITU DE LA CRUZ EN LA VÍA


PURGATIVA

Al mismo tiempo que me propongo terminar en este capítulo lo


relativo a la vía purgativa, quiero enseñar o recordar una doctrina muy
consoladora.
Pudiera pensarse: si para vivir la vida espiritual, primero hay que
despojarse de todo lo terreno, arrancar del corazón todos los afectos;
después hay que ir a Nuestro Señor por caminos misteriosos y largos, y,
por último, seguirle conforme el camino y la vocación de cada quien..., el
asunto es interminable.
Porque eso de acabar con los defectos, acabar con el yo, requiere
muchísimo tiempo, y mucho tiempo también todos los esfuerzos que es
necesario hacer para llegar a la unión con Nuestro Señor... De manera que,
si bien nos va, ya cuando nos estemos muriendo de viejos podremos seguir
a Nuestro Señor y cumplir nuestra misión.
Pero no es así, afortunadamente.
Cuando decimos que la primera etapa de la vida espiritual se
caracteriza por tal cosa, y la segunda por tal otra, y la tercera por la de más
allá, no se quiere decir que exclusivamente tengan aquello; eso es lo que
domina, lo más característico; pero en las tres etapas de la vida espiritual
hay todo.
De manera que la vida espiritual siempre está completa —por
decirlo así— en todos sus elementos; nada más que en las distintas etapas
domina uno u otro.
El pecador acabado de convertir tiene, en cierto sentido, todo lo que
tiene el santo: la gracia, y la caridad, y las virtudes, y los dones. En esa
vida espiritual del que comienza están ya todos los elementos de toda vida
espiritual, aunque en germen, no en su pleno desarrollo. Así como en un
niño recién nacido está toda la naturaleza humana, no bien desarrollada,
pero allí está, toda; así, en las almas que comienzan, está todo, aunque no
en su perfecto desarrollo.
117
Y en cada etapa de la vida espiritual están todos los elementos de esa
vida, nada más que no están todos perfectamente desarrollados, y en cada
etapa domina algo especialmente.
En la vía purgativa claro está que domina la lucha contra nuestros
defectos, ese despojo de todo lo terreno, esa lucha contra el yo para
destruirlo. Pero no quiere decir que en la vía purgativa no haya esfuerzos
para unirse con Dios. Acabo de explicar cómo se hace oración en la vía
purgativa, y cómo en la vía purgativa se puede perfectamente convertir en
oración nuestras ocupaciones e impregnar nuestra vida de oración.
Además, también en la vía purgativa se puede seguir a Jesús. Eso de
seguir a Jesús no se queda ya para los últimos años, no; se le puede seguir
siempre. Sólo que se le sigue más de lejos, más imperfectamente, pero se
le sigue al fin.
Seguirle perfectamente, ser Jesús, transformados en Él y hacer la
obra de Jesús, eso es ya la unión transformante. Es algo altísimo.
Pero seguir a Jesús, si se me permite la expresión, a lo pobre, es
decir, en cuanto es posible a nuestra pequeñez, eso lo podemos hacer
siempre.
Todo discípulo de Jesús le sigue. Naturalmente que le sigue con
muchas imperfecciones, pero le sigue.
Y de la misma manera, el espíritu de la cruz se realizará plenamente
allá en las cumbres; pero no necesitamos llegar a esas alturas para empezar
a adquirirlo, sino que ya desde la vía purgativa podemos tenerlo, y, por
consiguiente, podemos seguir a Jesús, y seguirle según la manera especial
que Él ha determinado que le sigamos.
Verdaderamente es una doctrina consoladora, porque quiere decir que
en cualquiera etapa de la vida espiritual en que nos encontremos, tenemos
la vida espiritual completa. Que domine esto, que domine lo otro, sí, pero
en todas hay amor, y en todas hay sacrificio, y en todas hay pureza, y en
todas hay unión con Dios.
¿Cómo se puede seguir a Jesús conforme al espíritu de la cruz en las
primeras etapas de la vida espiritual?
Tres cosas caracterizan al espíritu de la cruz: la primera es el
consuelo que se le debe proporcionar a Jesús.
Y eso es una joya. ¡Qué vocación más envidiable consolar a Jesús!
¡Si consolar a cualquier hermano nuestro es una cosa tan bella, tan grande,
tan divina..., qué será consolar a Jesús!
118
Pero ese consuelo se puede manifestar, primero, por el amor; pero
después, y, principalmente, por el sacrificio.
Porque hay dos maneras de consolar a una persona: una es
rodeándola de amor y de ternura cuando sufre, como tratando de que el
amor que le manifestamos le haga olvidar un poco o atenúe, al menos, la
pena que experimenta.
Y otra consiste en compartir con quien sufre las penas que le
atormentan.
Y esto es lo segundo que se encuentra en el espíritu de la cruz: querer
sufrir con Jesús. Por eso esas almas se ofrecen con Él al Padre celestial.
Y ofrecerse con Jesús al Padre celestial, no solamente es una cosa
hermosa, delicada, sino efectiva.
Porque ofrecerse a Nuestro Señor no es como esas frases de cortesía
que se tienen en el mundo: Esta es su casa, decimos, y nadie va a tomarlo
al pie de la letra. Soy su servidor, y me tiene a sus órdenes..., frases de
cortesía que algo significan, mas no todo lo que expresan.
Pero en el ofrecimiento que hacemos de nosotros mismos a Jesús, eso
sí es cosa seria, muy seria. Nuestro Señor puede tomarnos la palabra, o
más bien dicho, estoy seguro de que nos la tomará, no en el sentido de que
vaya a dar tal o cual sufrimiento extraordinario; pero sí en el de que
verdaderamente acepta nuestra oblación, ¡y bendito sea Dios!
Esa fórmula: Padre Eterno, yo te ofrezco a tu Verbo, Jesús, y
juntamente con Él me ofrezco yo, ¿qué quiere decir? Quiere decir que
ofrecemos al Padre a Jesús víctima y que nosotros queremos ser víctimas
con Él; que, unidos con Jesús, queremos en la misma oblación ofrecernos
al Padre celestial.
Esto es consolador para Jesús.
La Santa Iglesia, en su liturgia, pone a veces en los labios de Nuestro
Señor las palabras de los salmos: Vinieran sobre Mí los improperios y las
humillaciones, y busqué quien padeciera conmigo y no lo encontré, y
quien me consolara y no le hubo.
Las almas de la cruz quieren padecer con Jesús y quieren consolarle.
Pero la manera de consolarle es precisamente ofrecerse a sufrir con Él. Es
tanto como decirle: «Yo quiero que tus penas sean mis penas, y me ofrezco
a sufrirlas.»
Naturalmente que las penas de Nuestro Señor, si nos las mandara
tales como son, nos aplastarían; no alcanzaríamos a sufrirlas ni un
119
momento sin morir, porque los dolores de Nuestro Señor sólo Él puede
sufrirlos.
Pero Nuestro Señor, que nos ama y que conoce nuestra debilidad, nos
mandará lo que podamos y lo que Él quiera, según sus designios. Pero, de
todos modos, lo que suframos, poco o mucho, lo sufriremos con Jesús, y
eso le servirá de consuelo, porque compartimos, aun cuando sea en una
pequeñez, las penas de Jesús.
***
Todos los días hay un tiempo que está como destinado para consolar
a Jesús: la adoración al Santísimo. Yo así la juzgo; es el momento en que
oficialmente las almas de la cruz, en nombre de todas, están consolando a
Jesús. Pienso que las adoraciones no son propiamente para el provecho
propio, no, sino para el consuelo de Jesús. Claro que consolando a Jesús
sacamos muchísimo provecho; pero no es el fin nuestro provecho propio.
En la oración de la mañana, por ejemplo, sí: es para buscar nuestra
propia santificación, y, al mismo tiempo, consolar a Jesús. Pero las
adoraciones son especialmente para consolarle, para acompañarle, para
rodearle de ternura. Y ésas se pueden hacer y se deben hacer en todas las
etapas de la vida espiritual.
Claro que más tarde, cuando se llegue a una alta perfección, las
adoraciones serán muy perfectas y preciosas. Ahora no serán tanto, pero ya
en parte le damos consuelo al Corazón santísimo de Jesús.
Y más a Él, que sabe apreciar tan bien nuestros pobres esfuerzos. No
es como los hombres, que muchas veces no comprenden; apenas, lo que es
muy probable, lo que es muy perfecto... No, Nuestro Señor sabe
comprender los esfuerzos de los débiles y de los pequeños, y se complace
en ellos.
Por tanto, podemos también seguir a Jesús en la participación de sus
íntimos dolores. Claro que no es, digamos así, lo propio de las primeras
etapas de la vida espiritual; participar de una manera plena de la cruz
íntima del Corazón de Jesús se queda para las cumbres. Y aun en las
cumbres es una gracia especial de Nuestro Señor.
Pero si no se puede tener esa participación inefable de la cruz íntima
de Jesús, sí se puede participar de su sacrificio y de su sacerdocio, por la
oblación constante que de Jesús hagamos al Padre y, con Jesús, de nosotros
mismos.

120
Esa es una manera de participar de su sacrificio. O si se quiere, no
participamos ahora de los sufrimientos de Jesús, pero sí de la oblación de
Jesús: nos ofrecemos para sufrir cuando y como Dios quiera que suframos.
Ofrecerse como víctima no quiere decir que después de unos cuantos
días vaya a venir sobre nosotros algún dolor espantoso, ya sea de alma o
de cuerpo. No; ofrecerse como víctima es decirle a Nuestro Señor que
estamos dispuestos a sufrir lo que Él quiera.
Pudiéramos decir, hablando en el lenguaje humano, que es como
firmarle a Nuestro Señor un cheque en blanco para que ponga allí lo que Él
quiera. Puede poner un gran sacrificio o puede poner los sacrificios
ordinarios de la vida.
Pero es un gran mérito decirle: «Señor, yo estoy para lo que Tú
quieras.»
Y toda alma de la cruz es un alma que se ofrece como víctima,
porque ése es el espíritu de la cruz.
Por consiguiente, podemos y debemos estar constantemente
ofreciéndonos juntamente con Jesús para que nos inmole en la forma que
le plazca.
Lo cual ya es participar de sus sufrimientos y ser un consuelo para el
Corazón de Jesús: saber que hay quien esté dispuesto a compartir con Él
sus penas y que si no las comparte, es porque Él no lo ha determinado;
pero a la hora que quiera puede participarnos un poco de sus sufrimientos.
Claro que ser víctima perfecta y participar perfectamente del
sacrificio de Jesús, es una cosa ya de las alturas, cuando el alma está
transformada en Jesús. Entonces puede hacer la obra de Jesús y participar
propiamente del sacerdocio de Jesús; entonces es cuando, de una manera
eficacísima y perfecta, ofrece al Verbo y se ofrece a sí misma.
Pero si la participación perfecta del sacrificio de Jesús se tiene en las
cumbres, de alguna manera se empieza a tener en todas las etapas de la
vida espiritual.
***
Y también el tercer elemento, que es alcanzar gracias para las almas,
y, especialmente, para los sacerdotes, se puede tener en todas las etapas de
la vida espiritual.
Claro que cuanto más perfecta sea el alma, más podrá alcanzar.
Mientras más elevada esté en la vida espiritual, más podrá conseguir;
121
porque aunque las gracias que alcanzamos las obtenemos por Nuestro
Señor Jesucristo, Él tiene en cuenta también nuestros méritos, el grande
amor que hay en nosotros, para atender a nuestras oraciones y a nuestras
súplicas, y alcanzar gracias más copiosas para las almas.
De tal suerte, que en las cumbres de la vida espiritual, las almas, con
la oración y el sacrificio, pueden obtener muchas gracias para las demás
almas, y, especialmente, para las almas sacerdotales. Pero en todo el
transcurso de la vida espiritual podemos y debemos alcanzar esas gracias
en mayor o menor escala, pero debemos alcanzarlas.
Quizá se podría pensar: «Pero ahora, ¿qué gracias voy a alcanzar?
¡Han de ser unas gracias tan pequeñas, que no logren hacer ningún fruto!»
Pero las gracias no se pueden llamar pequeñas sino relativamente;
cualquiera gracia espiritual es algo precioso, vale más que el oro y que las
piedras preciosas de la tierra.
¡Ah!, yo pienso que una de las cosas más deliciosas que hay en la
tierra y aun en el cielo —en el cielo, naturalmente, después de la felicidad
esencial de aquella morada divina— es cooperar a la felicidad y a la
santidad de los demás.
¿Qué cosa mejor podemos alcanzar con nuestros esfuerzos y con
nuestros sacrificios que llevar a las almas un rayo de luz, una chispa de
amor, un impulso hacia el bien? ¿Qué cosa mejor podríamos comprar con
nuestras oraciones y con nuestros sufrimientos que un destello de felici-
dad, un rayo de consuelo y de luz para los demás? Gracias pequeñas y
gracias grandes, es una felicidad para nosotros poderlos alcanzar para las
almas.
Tengo para mí que después de la felicidad eterna en lo que tiene de
esencial, una de las cosas en las que Nuestro Señor Jesucristo ha de gozar
eternamente ha de ser en la satisfacción divina de que todas las almas
vamos a ser felices por Él. ¡Claro, eso es algo divino, que todos los
bienaventurados van a ser eternamente felices por Jesús, por sus méritos,
por su sacrificio, por sus humillaciones, por su muerte!... ¡Debe ser una
felicidad inefable!...
Y nosotros, muy en pequeño, pero también podemos gozarla; si
logramos cooperar a la salvación de una sola alma, ¡ya es mucho!
¡Qué satisfacción saber, si no ahora, allá en la eternidad, que con
nuestros pobres esfuerzos y nuestras oraciones, hemos podido llevar un

122
rayo de luz, una chispa de amor, un destello de consuelo a un alma
siquiera!

123
CAPÍTULO XVIII

AMOR Y VÍA ILUMINATIVA

Acabé de exponer en los capítulos anteriores los senderos del amor


durante la vía purgativa. Antes de seguir adelante, demos una ojeada
general para darnos cuenta de la situación en que queda el alma que ha
llegado al término de la vía purgativa.
Sus apegos, los que ella conoce, han ido poco a poco desapareciendo.
Los defectos han desaparecido también. El amor, a medida que el alma se
ha purificado, se ha ido posesionando de ella, de tal suerte que de una
manera vivísima siente en su corazón el amor a Nuestro Señor. La oración
se ha ido cada día simplificando más y más. Ha llegado esta alta a una
oración afectiva, pero simplificada, que parece tocar ya las lindes de la
contemplación; le basta acercarse a Nuestro Señor y ponerse en su
presencia para que su espíritu se fije en Dios y para que broten de su
corazón afectos piadosos.
Está llena de luz y de consuelo, porque como todo se ha ido
ordenando en su alma, donde hay orden hay paz, hay gozo. Y, por
consiguiente, el estado de esta alma es de tranquilidad, de gozo y de paz.
En materia de sacrificio, ha aumentado en ella el anhelo de sufrir,
porque ha aumentado el amor.
Es como una primavera de la vida espiritual.
El alma siente que ha alcanzado la victoria sobre sus enemigos y que
ha logrado la paz del corazón.
Y, en efecto, con la gracia de Dios y con los esfuerzos que ha hecho,
ha ido dominando sus pasiones, ha ido arrancando sus afectos
desordenados, ha ido dominando sus defectos, el amor ha crecido en ella y
la paz reina en su corazón.
En aquellos momentos parece un alma sana.
Nada más que aquello no es todavía ni suficientemente sólido ni
suficientemente estable para que podamos decir que ha llegado a la
santidad.

124
Los enemigos —es decir, el hombre viejo con todas sus
concupiscencias— han desaparecido, en efecto, han sido derrotados en el
terreno ordinario de la vida; pero con armas y bagajes emigran y se van a
otra región: a la región espiritual. Y sin que de ordinario el alma se dé
cuenta de ello, en el orden espiritual vuelven otra vez a renacer, en una
forma sutil, los defectos que tenía antes. Y su corazón se vuelve a apegar,
con apegos sutiles también, a cosas espirituales: antes se apegaba a la
comodidad, a la alabanza, a alguna cosa que poseía; ahora los apegos son a
cosas espirituales: se apega a los consuelos, se apega a las luces, se apega a
la paz... De tal suerte, que renace el hombre viejo, pero un hombre viejo
transformado, pudiéramos decir, rejuvenecido, que busca y encuentra todo
lo que anhela en un orden superior.
Por eso San Juan de la Cruz habla de los vicios espirituales. Y él
encuentra los siete pecados capitales en esta etapa o en esta región más
alta: la gula espiritual, la soberbia espiritual, la envidia espiritual, la pereza
espiritual y todos los demás.
No es una ficción, es una realidad.
***
Y es tanto más difícil conocer y remediar este estado, cuanto que el
alma no puede ver con claridad los apegos que tiene. Cree que esos apegos
son algo muy bueno; ¿por qué no apegarse a las cosas espirituales? ¿Por
qué no buscar las cosas espirituales? ¿Por qué no buscar la luz que Dios
me daba en la oración? ¿Por qué no buscar el consuelo que en la oración se
puede experimentar, si es una cosa espiritual, una cosa santa?
Pero el amor de Dios tiene exigencias divinas. Todo amor es exigente
por naturaleza, sobre todo en aquello que constituye, digamos así, su
propia esencia. Pero el amor de Dios, precisamente porque es un amor en
cierto sentido absoluto, excluye todo otro afecto y no tolera que el alma a
quien ama se apegue a otra cosa que no sea Dios.
Apegarse a las gracias de Dios, a los dones espirituales, es contra el
amor de Dios. Quien se apega a los consuelos y a las luces y a las demás
gracias que Nuestro Señor otorga a las almas, le quita algo a Dios, que
quiere ser amado con todo el corazón, y con toda el alma, y con todas las
fuerzas.
Si bien se mira, en esos apegos el alma se busca a sí misma. Ella
puede darse una explicación: «Busco los consuelos no precisamente por
gozar; los busco, porque los consuelos dilatan el corazón, y cuando estoy
125
consolada, ¡hago todas las cosas tan bien hechas y con tanta perfección!»
Y es cierto, cuando hay consuelos se hacen todas las cosas bien y hasta
parece que las pasiones duermen.
Y la explicación es ésta: cuando hay consuelos, sobre todo consuelos
sensibles, como que se desborda algo de la parte superior del alma hasta la
parte inferior y la transforma.
Lo hemos experimentado cuando sentimos consuelos: hasta la parte
sensible tiene su alimento: la imaginación, en las escenas del santo
Evangelio que revive, en las imágenes de Nuestro Señor que contempla,
encuentra descanso, y el apetito sensible experimenta verdadero gozo
sensible que le calma y aquieta. De manera que se sosiega el alma,
precisamente porque todas las facultades encuentran en aquel rocío que
baja del cielo algo que les satisface.
Pero en el fondo, el alma se busca a si misma; le agrada aquella
situación. Exactamente dice lo que decía San Pedro en el Tabor: «Es bueno
permanecer aquí; hagamos aquí tres moradas.» Engolosinado el santo
apóstol con aquel relámpago de gloria que acababan de contemplar sus
ojos, sintiendo en el fondo de su alma gozos celestiales, ¡vamos a
quedarnos aquí!, dice.
Y es lo que decimos todos. Pero no comprendemos, como no lo
comprendía San Pedro, lo que decimos; no comprendemos que estamos
también en un error: no podemos quedarnos allí. Nos falta todavía mucho
camino que recorrer. Es indispensable, para poder llegar a la unión con
Dios, que desaparezca por completo el hombre viejo, que se acaben todos
sus apegos, porque aun cuando sean del orden espiritual, siempre le quitan
parte de nuestro corazón a Dios.
Recordemos esta comparación, muy humana pero muy exacta;
imaginémonos a una prometida a la que su prometido le regalara joyas
riquísimas y vestidos muy elegantes y muchos regalos; y que aquélla se
entusiasmara tanto con los obsequios que ni caso hiciera al prometido, o le
hiciera menos caso. Sin duda que a él no le satisfaría aquello. Menos le
puede satisfacer a Nuestro Señor que nuestras almas se entretengan con
sus gracias —joyas celestiales, vestiduras magníficas—, y que nos
olvidemos de Él. Aquellos regalos son para que vayamos a Él; pero nues-
tro corazón inmediatamente quiere establecer su morada allí...
Cuando se llega a este punto, comienza la vía iluminativa.
***
126
Como lo vemos, en la vía iluminativa hay que hacer una nueva
purificación, una purificación finísima. Ya no es la purificación burda de la
vía purgativa, es algo mucho más delicado.
Pero para hacer esa purificación ya no bastan las virtudes: las
virtudes han realizado la obra que podían realizar. Entonces los únicos que
pueden hacer esa obra finísima son los dones del Espíritu Santo. Comienza
entonces la preponderancia de los dones sobre las virtudes.
Pero esto no quiere decir que los dones aparezcan en el alma cuando
principia la vía iluminativa: los dones se tienen siempre que se tiene la
gracia. El niño que acaba de bautizarse tiene los siete dones del Espíritu
Santo; el pecador que acaba de purificarse los tiene también. En todas las
etapas de la vida hay actos que proceden de los dones. Sólo que en la vía
purgativa la preponderancia la tienen las virtudes; los dones, de cuando en
cuando producen su acto, de cuando en cuando ayudan a las virtudes; pero
las virtudes son las que preponderan.
Al empezar la vía iluminativa, entonces comienzan a preponderar los
dones; las virtudes siguen funcionando, pero bajo el influjo de los dones.
Para esto, recordemos lo que son los dones del Espíritu Santo y las
funciones que desempeñan en el alma.
El verdadero Director de las almas, como ya lo he dicho, es el
Espíritu Santo. Él es el que dirige esa obra maravillosa de nuestra
santificación. Es el Santificador. Pero se vale, como instrumentos para su
obra, no solamente del director exterior que ayuda al alma, sino también
del alma misma.
La razón es la directora inmediata de nuestras obras.
Me imagino que la santificación de un alma es semejante a la
construcción de un edificio; así como en ésta hay un ingeniero, que es el
que dirige toda la construcción, pero tiene un encargado de las obras, un
sobrestante, que es el que ejecuta las órdenes del arquitecto, así también en
el orden espiritual.
El alma, la razón, es la que está ordenando y disponiendo nuestra
vida espiritual; tenemos conciencia de que nos dirigimos a nosotros
mismos, de que hay en nosotros un principio director que está dando
órdenes, examinando cuidadosamente el estado de nuestra alma, viendo la
manera de santificamos; siempre, sin duda, bajo la alta dirección del
Espíritu Santo, siempre según las normas que Él da, invocándole cuando
conviene, etc.

127
Pero llega un momento en que el Espíritu Santo toma la dirección
inmediata, por decirlo así, de nuestra vida espiritual. La toma no solamente
por amor, sino porque para hacer ciertas obras, solamente Él puede dirigir.
Como pasa también en las construcciones, hay cosas que los
subalternos del arquitecto las pueden hacer, hay cosas que necesita
arreglarlas el arquitecto en persona.
El Espíritu Santo toma, en cierta etapa de nuestra vida espiritual
sobre todo, la dirección inmediata del alma. Y necesita entonces de sus
dones, que están hechos precisamente para que podamos recibir las
mociones y las inspiraciones del Espíritu Santo.
Por las virtudes, nuestras facultades se disponen para recibir el
influjo de la razón, iluminada por la fe y con todos los dones
sobrenaturales; la razón es la que maneja las virtudes.
El Espíritu Santo necesita otros instrumentos más finos que las
virtudes, que son los dones, hechos especialmente para captar la moción y
la inspiración del Espíritu Santo.
Recurramos de nuevo a la misma comparación; imaginémonos que se
está construyendo un gran edificio en la ciudad, y que el arquitecto, que es
un genio, está en una ciudad lejana. En el lugar donde se construye el
edificio hay un sobrestante del arquitecto director, que es el que lo está
construyendo bajo la dirección de aquél. El sobrestante, para comunicarse
con todos los operarios y darles sus órdenes, tiene un sistema de teléfonos.
Pero hay momentos en que el arquitecto tiene que ordenar por sí mismo las
cosas, y, como está tan distante, por radio se comunica con los operarios.
Entonces ya no sirven los teléfonos; pero tienen también aparatos
receptores de radio para captar las órdenes del arquitecto.
Es el caso: las virtudes son como teléfonos para que la razón se
comunique con las distintas partes de nuestra alma: con el apetito irascible,
con el concupiscible, con la voluntad, etc. Tales son las virtudes.
Pero para que el Espíritu Santo se comunique con nuestras
facultades, se necesitan los dones; son realidades sobrenaturales que están
en nuestras facultades y que nos sirven para recibir la moción e inspiración
del Espíritu Santo.
Naturalmente, que según es el que obra, así resulta la obra; cuando
dirige un arquitecto mediocre, puede hacer una obra también de poca
importancia; cuando es un gran arquitecto el que dirige, entonces la obra
es perfecta.

128
Las obras que se hacen bajo el influjo de las virtudes son cosas muy
buenas; pero las que se hacen bajo el influjo del Espíritu Santo son algo
perfecto. La norma de las virtudes es la razón iluminada por la luz de la fe.
La norma de los dones es algo divino. La norma es superior, la obra es más
fina y acabada.

129
CAPÍTULO XIX

CONCLUYE EL MISMO ASUNTO

Otro carácter que se necesita comprender para darse cuenta de la


manera como obran los dones del Espíritu Santo es éste: cuando se obra
bajo la moción del Espíritu Santo, es el Espíritu Santo el que mueve al
alma por medio de sus dones. Por consiguiente, el alma obra, pero obra
bajo el influjo del Espíritu Santo; obra movida.
Por esta razón se les llama pasivas a esas obras y a esas etapas de la
vida espiritual en las que preponderan los dones.
Se les llama pasivas, no porque el alma esté ociosa, no; sino porque
obra bajo la moción de otro, que es el Espíritu Santo. Y en un sentido es
pasiva, en cuanto que obra bajo esa moción; pero en otro es activa, y más
activa que cuando obra sin esa moción.
Por eso se habla de purificaciones pasivas, de oraciones pasivas, de
etapas pasivas. No ha de entenderse que el alma en esos casos está ya
ociosa, no; es cuando es más activa. Pero el influjo del Espíritu es el que la
mueve.
Y dice Santo Tomás: Cuando una causa obra por otra que la mueve,
se atribuye el efecto más a la causa que mueve que a la causa movida, por
más que la causa movida verdaderamente obre.
***
Debemos, piles, señalar tres caracteres de los dones:
Primero: por los dones recibimos la moción del Espíritu Santo y
captamos sus inspiraciones.
Segundo: por los dones, el alma obra bajo el influjo del Espíritu
Santo. Y entonces se dice que su estado es pasivo; no porque deje de obrar,
repito, sino porque obra movida por el Espíritu Santo, y la acción se le
atribuye más al Espíritu Santo que a ella.

130
Tercero: la norma, la regla, según la cual obra el alma cuando está
bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo, es una regla altísima, una
regla divina, una regla superior a las reglas de las virtudes.
Y con algunos ejemplos se puede ilustrar esta doctrina. Se cuenta de
Santa Catalina de Sena que se pasaba las Cuaresmas sin otro alimento que
la sagrada Comunión. Si cualquiera se pusiera a hacer esto, sencillamente
cometía un pecado mortal; dejar de comer cuarenta días es pecado mortal,
es contra el quinto mandamiento, No matarás. Y en Santa Catalina fue
virtud. ¿.Por qué?
Sencillamente, porque Santa Catalina obraba bajo el influjo del
Espíritu Santo, y entonces la norma que debe seguirse no es la norma que
sigue la virtud de la templanza. La virtud de la templanza tiene como
norma las necesidades de la vida presente. De tal manera, que para saber lo
que debo de comer, necesito saber qué es lo que necesita mi naturaleza. Y
puedo faltar a esa virtud de la templanza por carta de más o por carta de
menos; si como más de lo debido, es también pecado.
Pero cuando obran los dones, la norma no es la razón humana, sino
los designios de Dios en aquella alma. Entonces sí se pueden pasar
cuarenta días y hasta dos años sin comer, porque cambió la norma.
Otro ejemplo. La prudencia humana es pausada; para obrar con
prudencia se necesita considerar todas las circunstancias que rodean aquel
caso de que se trata y examinarlas cuidadosamente, mirar los antecedentes,
prever las consecuencias, etc.; es una cosa complicada. Sin embargo,
vemos que algunos santos, con una rapidez asombrosa, resuelven los casos
más difíciles. Si uno que no tiene más que la virtud de la prudencia,
quisiera obrar con tanta rapidez, sería un imprudente. ¿Por qué los santos
rápidamente dan sus resoluciones y aciertan? Sencillamente, porque no
obran con la virtud de la prudencia, sino con el don de consejo; el don de
consejo tiene una norma divina, y, tratándose de lo divino, no se necesitan
tantos argumentos ni tantos exámenes ni tantos análisis, sino que el
Espíritu Santo mueve y da la cosa como hecha.
Estos dones del Espíritu Santo realizan en un orden superior —en el
orden divino—, bajo la moción del Espíritu Santo, una obra análoga a la
que realizan las virtudes.
Recordemos que hay cuatro virtudes que se llaman cardinales,
porque en torno de cada una de ellas se agrupa un conjunto de virtudes que
tienen cierta analogía. Hay, pues, cuatro grupos: el grupo de la templanza,
el de la fortaleza, el de la justicia y el de la prudencia.
131
La templanza sirve para moderar el apetito concupiscible; la
fortaleza, para moderar el apetito irascible; la justicia para regular nuestras
relaciones con los demás, y la prudencia, para dirigir todas nuestras
acciones; la prudencia es como un director de orquesta, que lleva la batuta
y dirige a todas las facultades y a todas las virtudes.
Pues bien: en este orden superior de los dones hay cuatro dones que
realizan la obra que llevan a cabo las virtudes, pero con otra medida y de
una manera altísima: el don de temor de Dios, que tiene semejanza con la
templanza, sirve para corregir a lo divino, para moderar a lo divino, el
apetito concupiscible. El don de fortaleza sirve para moderar el apetito
irascible, como la virtud que tiene el mismo nombre. El don de piedad es
para arreglar las relacionas con los demás. Y el don de consejo es la pru-
dencia santa, el don de prudencia.
Quedan otros tres dones intelectuales: el don de ciencia, el don de
entendimiento y el don de sabiduría. Son los dones intelectuales que
vienen, por decirlo así, a corregir las deficiencias de la fe. Digo
deficiencias, en el sentido de que es oscura, y a fortificar nuestro
conocimiento sobrenatural para hacerlo superior.
De manera que estos tres dones están íntimamente relacionados con
la fe.
La esperanza y la caridad, al mismo tiempo que son virtudes, son
también dones, es decir, hacen funciones de dones, precisamente porque
son algo muy alto, muy perfecto, muy fino.
De manera que lo mismo en una etapa de la vida espiritual que en
otra, y hasta en el cielo, amamos con la caridad. La caridad no cambia.
Pues bien: los dones del Espíritu Santo son los que tienen que
realizar en la vía iluminativa la obra de purificación; son los que descubren
los apegos finísimos que en el orden espiritual tiene el alma y son los que
arrancan esos apegos y los que dominan los defectos que de allí se derivan.
Por consiguiente, la obra de purificación de la vía iluminativa la hacen
principalmente los dones.
El don de temor de Dios infunde al alma una nueva humildad, una
humildad divina. El don de piedad, una justicia superior. El don de
fortaleza, una fortaleza nueva.
Pero, sobre todo, los dones intelectuales realizan esta obra
maravillosa de purificación por medio de las desolaciones.

132
Porque hay que tener muy presente que la vía iluminativa comienza
por una terrible desolación. Parece contradictorio que, siendo iluminativa,
se comience por la oscuridad. Pero las desolaciones propiamente no son
oscuridades, sino son claridades superiores a la capacidad de nuestro
espíritu, y por eso nos parecen sombras. Ya lo explicaré después.
Cuando un alma está en desolación, se verifica un fenómeno análogo
a cuando un ave nocturna se expone a mediodía a los rayos del sol, ve
oscuro. Y ve oscuro no porque no haya luz sino porque hay exceso de luz;
los ojos del ave nocturna no están adecuados a esos esplendores del
mediodía; por eso no ve.
Los ojos del alma no están adaptados a los esplendores divinos. No
ve. Con la diferencia de que las aves nocturnas no llegan a habituarse
nunca a los esplendores meridianos, y el alma si, poco a poco, se va
adaptando. Y cuando se ha adaptado a aquella luz, entonces desaparece la
oscuridad y viene un mundo nuevo.
Por medio de los dones, pues, se realiza esta segunda purificación
que destruye los vicios espirituales, que arranca del alma los apegos que
tiene en este orden superior. Intervienen los distintos dones: el don de
temor de Dios, el de fortaleza, el de piedad y el de ciencia y todos los de-
más; pero particularmente, al principio de la vía iluminativa, intervienen
los dones de temor de Dios y de ciencia.
Entonces se inicia una terrible desolación. El alma pierde todos los
consuelos y luces sensibles que antes tenía; y esta pérdida es providencial,
tiene por objeto desprender al alma de ellos para que aprenda a vivir de fe
oscura, como dice San Juan de la Cruz.
Y aquella desolación, ayudada por los dones de la vida activa, va
realizando poco a poco la segunda purificación del alma, por la cual, al
terminar la vía iluminativa, se obtiene, sobre el hombre viejo, una nueva
victoria. Entonces el alma no encuentra ya aquellos apegos que tenía al
terminar la vía purgativa.
Y su oración se ha transformado también, y su amor al sacrificio ha
crecido notablemente.
***
He querido dar esta mirada de conjunto, porque me parece utilísimo,
y también porque es admirable la armonía con que Nuestro Señor ha
dispuesto las cosas en el orden espiritual. Si los cielos cantan la gloria de
Dios y toda la Creación es un himno gigantesco que lo glorifica en el or-
133
den material, el mundo de las almas, el orden espiritual, es todavía más
bello...
Pudiéramos pensar: ¿por qué ahora los dones suplantan, en cierto
sentido, a las virtudes y toman la dirección? Porque el Espíritu Santo ha
tomado la dirección del alma.
Sí; ¿pero esto es algo artificial?
No, los dones han ido creciendo poco a poco. Los dones crecen en
proporción del amor, en proporción de la caridad, de tal suerte que cuando
el amor ha llegado a cierto término, los dones se encuentran en plena
lozanía. Que viene una purificación de la vía purgativa, quitando todos los
apegos y todos los defectos, el amor va creciendo y enseñoreándose del
alma. Cuando la obra de la purificación de esa etapa está terminada, el
amor se perfecciona y los dones se desarrollan y se hacen más robustos.
Precisamente porque los dones se han desarrollado, ya el Espíritu
Santo puede tomar la dirección constante de aquella alma; por
consiguiente, las virtudes tienen que quedar en segundo plano. Todo está
perfectamente dispuesto.
Es natural que con esta exposición breve e imperfecta no sea posible
apreciar toda la armonía y toda la belleza de la obra de Dios. Pero es algo
verdaderamente admirable, algo bellísimo.
La obra de la Creación no es nada en comparación de la obra de la
santificación; no solamente porque ésta es muchísimo más importante que
aquélla, sino también porque es más bella.
Debemos darle gracias a Dios, como dijo San Pablo, porque nos ha
enriquecido con todo género de bendiciones espirituales en Cristo. Y esto
debe aumentar nuestro amor y nuestra confianza, y disponernos para
seguir, con toda docilidad y amor, las inspiraciones del Espíritu Santo, para
que de esta manera realice en nosotros su obra divina.

134
CAPÍTULO XX

AMOR Y ORACIÓN EN LA VÍA ILUMINATIVA

Traté en el capítulo anterior de la obra de purificación que se realiza


en nuestras almas durante la vía iluminativa.
Voy a hablar ahora de la oración durante ese mismo período de la
vida espiritual.
Hasta el fin de la vía purgativa, la oración no tiene otros principios
que influyan habitualmente en ella, sino las virtudes teologales: la fe, la
esperanza y la caridad.
Pero al comenzar la vía unitiva intervienen nuevos factores que
modifican sustancialmente la oración. Son los dones del Espíritu Santo.
Porque, como lo dije en el capítulo anterior, desde el principio de la vía
iluminativa los dones del Espíritu Santo preponderan sobre las virtudes.
El Espíritu Santo toma, por decirlo así, la dirección inmediata del
alma, y por medio de sus dones influye no sólo en la labor purificativa y
transformadora del alma misma, sino, sobre todo, en su oración.
Con el influjo de los dones, la oración se transforma, pierde el modo
humano, va tomando paulatinamente un modo divino. Porque la oración de
la vía purgativa la dirige la razón; mientras que la oración de la vía
iluminativa en adelante la dirige el Espíritu Santo, y pone en ella su sello
divino.
Por eso en la vía iluminativa y en las demás etapas que la siguen, la
oración deja de ser discursiva y aun afectiva, y se hace simplísima: es una
simple mirada, es una intuición. Pero una simple mirada y una intuición
riquísimas, aun cuando el alma no se da cuenta exacta de lo que mira. De
tal manera, que le suelen llamar a la oración de estas etapas contemplación
indistinta.
Hay otra en la cual expresamente el alma percibe tal o cual verdad
determinada relativa al orden divino. Pero, de ordinario, la oración normal,
la habitual, es una oración indistinta; de tal manera, que el alma misma no
se da cuenta de algo preciso; pero esta oración es algo que la recoge, que la

135
fija —por decirlo así— en un punto, y que deja en ella una huella
profunda.
. Aun cuando en todas las oraciones de este género —que se llaman
pasivas, porque el Espíritu Santo mueve el alma para realizarlas—
intervienen los dones —los dones de la contemplación o los dones
intelectuales, que son los dones de ciencia, de entendimiento y de
sabiduría—; pero en cada una de las etapas que hay de la vía iluminativa
en adelante, como que predomina un don, no porque los demás falten, sino
porque uno es el predominante y característico.
Para que comprendamos este predominio, voy a poner algunos
ejemplos. Se puede decir, por ejemplo, de un escritor que se caracteriza
por la viveza de sus imágenes; pero esto no quiere decir que nada más esto
tenga; tienen un estilo propio, solidez en sus razonamientos, corrección en
su lenguaje y las demás cualidades de un escritor; pero lo que le
caracteriza es la manera de presentar las imágenes. Se puede decir de un
pintor que su especialidad y lo que caracteriza sus obras es el colorido; eso
no quiere decir que sea defectuoso en el dibujo ni en todos los demás
elementos de la composición artística, sino que aquello es lo que
predomina y lo que viene a distinguirlo.
De la misma manera, aun cuando siempre intervienen los distintos
dones en las oraciones pasivas, sin embargo, en cada una de las etapas de
este nuevo período espiritual va predominando un don. Y en la vía
iluminativa predomina el don de ciencia.
***
Este don tiene por fin elevarnos del conocimiento de las criaturas al
conocimiento de Dios; como si dijéramos, nos hace ver a Dios a través de
las criaturas. Es un conocimiento sobrenatural y divino de las criaturas que
nos hace ver lo divino que hay en ellas.
Y aun se podían distinguir, en el conocimiento que da este don, dos
aspectos: primeramente, hace sentir al alma la vanidad de toda criatura, la
nada que hay en todo ser creado; pero no como la podemos conocer por
medio de razonamientos. Por muchos que hagamos, casi nunca acertamos
a conocer plenamente la nada de la criatura. Mientras que con esa luz del
Espíritu Santo se ve, se palpa esa nada; y entonces el alma no puede
apegarse a ninguna criatura, porque ve en todas ellas el vacío. Se produce
en el alma como una inmensa decepción de las criaturas, porque ha visto
de una manera distinta la nada de ellas.
136
Más tarde, el don de ciencia nos hace ver lo divino que hay en las
criaturas, y entonces se entra en un mundo nuevo.
Pienso que San Francisco de Asís tenía muy desarrollado el don de
ciencia, porque tenía ese don de ver en todas las criaturas algo divino. Por
eso sentía la fraternidad con, ellas, y las llamaba hermanas, porque veía la
huella divina que Dios, el Creador, puso en sus criaturas. Y por eso se
elevaba fácilmente del conocimiento de ellas al conocimiento de Dios.
Y a otra alma que tenía también muy activo el don de ciencia le
parecía que todas las criaturas le hablaban de Dios, y les decía a las flores:
¡Callad, callad! ¡No me habléis de mi Dios, porque no puedo soportar, su
amor en el alma!
En efecto, las criaturas nos hablan de Dios. Dice la Escritura que los
cielos cantan la gloria de Dios. Nada más que no siempre entendemos su
lenguaje. Pero el don de ciencia nos hace percibir muy claramente el
lenguaje de la Naturaleza y nos descubre lo divino que hay en todas las
criaturas.
***
Pero es preciso saber que cada uno de los dones intelectuales, el don
de ciencia, el don de entendimiento y hasta el don de sabiduría, producen
en el alma dos estados: uno, de desolación, y otro, de consuelo y de
dulzura.
Parece increíble que una misma realidad divina, un mismo principio
activo, produzca dos estados que parecen opuestos; pero así es.
De tal suerte, que las oraciones que proceden de estos dones pueden
tener estos dos aspectos.
¡Quién nos había de decir que estados tan distintos, como la
desolación y esa otra oración consoladora y dulcísima que nos eleva y que
nos absorbe, tuvieran el mismo principio!
Nosotros, a primera vista, creeríamos que tienen principios distintos.
Que la oración dulce la produzcan los dones, no nos cuesta trabajo creerlo.
¿Pero que los dones produzcan también desolaciones? No acabamos de
comprenderlo.
***
En la vía iluminativa, el don de ciencia produce estas dos oraciones:
la desolación, que ordinariamente inicia esta etapa de la vida espiritual, y
137
la oración dulce, luminosa, de esta misma etapa. En ella tiene un influjo
decisivo este don.
A estas oraciones, Santa Teresa las llamaba oración de recogimiento
u oración de quietud. Hay quietud dulce y quietud árida. La quietud árida
es la desolación. Y la quietud dulce es verdaderamente algo dulcísimo.
Algunas veces como que se inicia, antes de la desolación, la quietud
dulce, que levanta al alma y la absorbe.
Pero de ordinario, muy pronto, al comenzar la vía iluminativa, viene
la quietud árida, la desolación, que procede principalmente del don de
ciencia.
Y prácticamente, lo que más interesa estudiar es la desolación. La
oración dulce es más fácil recibirla. Aun en ella se necesita a veces alguna
intervención prudente; hay ciertos períodos de estas etapas en que el alma
de tal manera se absorbe por aquella oración celestial, que le cuesta mucho
trabajo hasta cumplir con sus deberes cotidianos. Y entonces al director le
toca tirar un poco de las riendas para que deje el alma aquella dulzura y se
entregue a cumplir con su deber. Pero eso no es muy difícil.
Lo que tiene una importancia especial y una dificultad propia es la
desolación. Primero, porque no se comprende. Segundo, porque no se sabe
utilizar; no sabe el alma cómo portarse en esta situación tan difícil y tan
rara.
***
Digo que la desolación no se comprende, porque la primera
impresión que siente el alma desolada es que se extravía.
Frecuentísimo es oír a las almas que entran en este túnel oscurísimo
decir que Dios las ha olvidado o que ellas han sido infieles. Pero venga de
parte de Dios o venga de parte del alma, lo cierto es que se creen perdidas.
Y hasta cierto punto tienen excusa, porque en la desolación hay una
imposibilidad absoluta para hacer oración. ¿Discurrir? ¡Imposible! ¿Tener
afectos? ¡Imposible! ¿Qué hacer entonces?...
En los tiempos de consuelo, la oración es dulce, el alma no quiere
salir de ella, las horas parecen minutos... Y en tiempo de desolación,
únicamente está esperando a qué hora terminará aquello, y los minutos
parecen horas... ¡Cuántas veces una pobre alma desolada cree que ya tiene
media hora haciendo oración, y tiene, en realidad, cinco minutos!...

138
Es muy natural; cuando se goza, el tiempo corre rápidamente.
Cuando se sufre, nos parece eterno...
Y no solamente hay esa imposibilidad, sino que a veces se siente
repugnancia para todas las cosas espirituales. En vano se acude, para pasar
el tiempo o para encontrar una salida, a las lecturas que en otras ocasiones
iluminaban al alma y la convencían; parece que el alma, en aquellas
condiciones, lee sin entender, como si leyera en un idioma desconocido.
Nada le satisface, nada le atrae...
Y como tampoco las criaturas le atraen, porque han perdido para ella
su valor y su atractivo, el alma se siente como en el aire. Las criaturas no
la llenan. A Dios no le encuentran... Esa es su situación.
***
Pero hay todavía otra cosa que conviene decirla luego para que se
vea, pudiéramos decir, hablando en lenguaje médico, el cuadro
sintomático de la desolación. Durante las desolaciones,
frecuentísimamente hay tentaciones y luchas. Las pasiones, que parecían
adormecidas, casi extinguidas, despiertan, y vuelven a sentirse de nuevo
inclinaciones que creíamos desaparecidas.
Y esto, al mismo tiempo que hace sufrir al alma, la corrobora en el
pensamiento de que ha sido infiel. Por una parte, siente el alma una
tentación viva, ve una deficiencia en sus obras, y por otra, siente la
desolación, y dice: «Esta desolación me vino por esta infidelidad. Tuve
una tentación, que seguramente no rechacé como debía, y por eso me vino
la desolación.»
Y la realidad es que esas tentaciones y esas deficiencias han sido, no
causa, sino efecto de la desolación.
En alguna otra ocasión, para explicar este fenómeno, me serví de una
comparación; imaginémonos una casa donde hay muchos niños. Es natural
que hagan mucho ruido y que alboroten toda la casa. Pero si se les da
alguna golosina, la casa está quieta como si no hubiera niños. Se les acaba
la golosina y vuelve otra vez el ruido y el alboroto.
Algo semejante pasa en las almas; cada una de nuestras facultades
tiene su objeto. Las facultades inferiores andan buscando siempre el suyo
propio; a la imaginación, la loca de la casa, le gusta recorrer todas las
regiones, no está quieta nunca. Los apetitos, cada uno se inclina a su
objeto. Cuando hay consuelo sensible, del banquete del alma caen migajas
a la parte inferior, y entonces, como las facultades inferiores tienen su
139
golosina, está el alma quieta, como pasa precisamente —lo decía en el
capítulo anterior— al terminar la vía purgativa. Y San Juan de la Cruz lo
hace observar cuando habla de la noche oscura, es decir, del principio de
la vía iluminativa:
Estando ya mi casa sosegada...
La casa está sosegada porque los niños están tomando la golosina.
Se acaba el consuelo, y entonces las potencias inferiores se quedan
sin alimento, ¡y a gritar! La imaginación empieza a mariposear, y los
apetitos a inclinarse a su objeto, y reviven las pasiones y las inclinaciones
y las luchas... Y piensan las almas: «Estoy en desolación, porque he sido
infiel, porque no he rechazado las tentaciones, porque he tenido
deficiencias.» Y la verdad es que ha tenido tentaciones y ha tenido
deficiencias, porque está en desolación.
Por eso conviene muchísimo tener alguna idea de lo que son las
desolaciones, para no alarmarse, para no desconcertarse por ellas.

140
CAPÍTULO XXI

CONCLUYE EL MISMO ASUNTO

Lo peor es que muchas veces hasta los mismos directores se


desconciertan con las desolaciones.
El Padre Garrigou-Lagrange hace observar que uno de los períodos
más difíciles para la dirección espiritual es éste de las desolaciones. Tanto,
que él enseña que hay que modificar un poco, en este período de la vida
espiritual, la regla de Santa Teresa, que decía: Hay que buscar un director
que sea santo y sabio; pero si no se puede encontrar uno que tenga las dos
cualidades, yo prefiero al sabio. Pero dice el Padre Garrigou-Lagrange que
en este período, en el caso de que no sea santo y sabio, hay que preferirlo
santo. Y tiene mucha razón; porque si es santo, ha pasado por las
desolaciones, y las conoce por experiencia propia.
La dificultad está principalmente en que el cuadro sintomático de la
desolación es muy semejante al cuadro sintomático de la tibieza, y es muy
fácil hacer un mal diagnóstico para continuar el mismo lenguaje médico.
El alma en desolación busca por ahí algún libro espiritual en donde
dicen cómo es la tibieza: Aquí estoy retratada, se dice a sí misma.
Y muchas veces los confesores que no tienen experiencia se
equivocan también, y confirman al alma en sus temores, asegurándole que,
en efecto, ha caído en la tibieza.
Y cuántas veces sucede que va una pobre alma afligida con su
desolación, y el director la pone en peor estado, porque le dice: «En efecto,
usted anda muy mal; si no se corrige, va usted a hundirse en la tibieza.»
Sin embargo, aun cuando aparentemente hay mucha semejanza entre
los dos estados, hay una diferencia absoluta entre ellos. Pero se necesita
serenidad, conocimiento claro y luz de Dios para discernir cuándo es
tibieza y cuándo es desolación. Hay señales clarísimas para distinguir una
de otra; pero se necesita conocerlas por propia experiencia.
***

141
De manera que la primera dificultad en las desolaciones está en
conocerlas; no las comprende el alma, y muchas veces no las sabe
discernir el director.
Claro está que también los consuelos son gracias de Dios. Pero
aunque cada uno de ellos tiene su lugar propio y produce un bien en el
alma, no cabe duda que son más eficaces y más necesarias las desolaciones
que los consuelos.
Los consuelos dilatan el corazón, impulsan al alma; en tiempo de
consuelos se pueden hacer ciertos sacrificios que en otras circunstancias no
se harían.
Alguien dice que los consuelos son como el aceite en las máquinas:
sin aceite, las máquinas funcionan, pero no con la misma suavidad; el
aceite quita las fricciones. Así son los consuelos en la vida interior:
facilitan la vida espiritual de las almas.
Pero las desolaciones son absolutamente necesarias. Yo no sé si
podría pasarse un alma sin consuelo; pero lo que sí sé es que no puede
pasarse un alma sin desolaciones, porque las desolaciones no es uno de
tantos caminos que pueden llevar a Dios, no, sino es un camino
indispensable... Será más largo, será más corto, vendrá más pronto, vendrá
más tarde; pero el alma que quiere unirse con Dios necesita pasar por la
desolación.
La desolación es como un túnel: así como el ferrocarril va pasando
por distintas partes, pero tiene que pasar a veces por túneles, y es necesario
que pase por ahí, porque no hay otro camino; de la misma manera, es
indispensable que el alma pase por la desolación para que pueda llegar a la
unión con Dios.
Sería una cosa extraordinaria, si Dios alguna vez lo concede, llegar a
la unión sin desolación. Y es fácil comprenderlo, porque la desolación es la
única que puede purificar al alma de esos vicios espirituales de que hablé
anteriormente. No hay otra manera de quitarlos.
Y sin esa purificación, el alma no es digna de unirse con Nuestro
Señor.
De manera que en una forma o en otra, tarde o temprano, hay que
pasar por la desolación. A veces es muy cruel, a veces un poco más suave;
a veces dura más años, a veces dura menos...
Santa Teresa de Jesús me parece que no tuvo más que quince años de
desolaciones. Santa María Magdalena de Pazzis, veintidós. De quien yo sé
142
que haya durado menos es de San Francisco de Asís, que no duró más que
dos años.
Y varía la duración y el carácter de las desolaciones según los
designios de Dios y la misión de cada alma, y aun puede influir en ello
hasta la diversidad de caracteres, temperamentos, etc.
Pero las desolaciones son indispensables, porque sin ellas no hay esa
purificación intima que solamente el Espíritu Santo puede hacer por medio
de sus dones.
***
Por otra parte, es fácil comprender los beneficios de la desolación.
Desde luego, se unifica el amor; cuando estamos llenos de consuelo,
vamos, ciertamente, a la oración a buscar a Dios, pero también nos
buscamos a nosotros mismos, porque aquellos consuelos son algo
delicioso.
En la cumbre del Tabor, San Pedro se entusiasmó, sin duda, por la
gloria de Jesús, pero también por los gozos celestiales que allí estaba
experimentando. Y eso acontece en el tiempo de consuelos, el alma se
busca un poco a sí misma; mientras que en la desolación, como no
encuentra alimento alguno la sensibilidad, si va el alma a la oración, si se
acerca a la sagrada Comunión, si practica los demás actos de piedad, no
busca más que a Dios, le ama con desinterés, con generosidad; el amor se
afina...
La humildad se hace profunda y fácil, porque en las desolaciones el
alma palpa su nada: no puede hacer oración, casi no puede ni leer, todo se
le dificulta, constantemente deficiencias y luchas... El alma ya sabe que es
nada, y no sabe que es nada por un argumento o por una doctrina; sabe que
es nada porque lo está palpando, por propia experiencia.
Tanto es así, que un alma que ha pasado por todas las purificaciones
pasivas, no hay ya casi peligro de que se ensoberbezca.
***
Recuerdo que la Beata Angela de Foligno iba una vez por un camino,
y una voz celestial se iba comunicando con ella. De repente Angela le dijo
a quien emitía aquella voz: —Tú no eres el Espíritu Santo. — ¿Por qué?
—Porque me alabas. — ¿Y qué? —No me alabarías si fueras el Espíritu
de Dios, porque hay peligro de que me envanezca. —A ver, procura

143
envanecerte. Y por más que la beata quería, le era absolutamente
imposible: ante la luz de Dios que la embargaba, le era imposible
envanecerse.
Pues bien: a las almas que han pasado por las purificaciones pasivas
les queda un recuerdo tan vivo de su nada y de miseria, que no pueden
envanecerse: han palpado su nada.
***
El espíritu de sacrificios se acrecienta.
Un alma que tiene purificaciones pasivas, se ríe de los cilicios y de
las disciplinas; lo que padece en su interior es mucha mayor que todas las
penitencias exteriores.
Y cuando se pasan meses y años en esa situación, el espíritu de
sacrificio se hace más fino.
Y así de todas las virtudes.
De manera que con las purificaciones pasivas hay una perfección,
una pureza más grande en el alma, un amor más puro, un sacrificio más
perfecto.
Y por aquí podemos comprender cuánta necesidad tiene un alma de
la cruz de las desolaciones, porque para que pueda vivir su espíritu en toda
su plenitud necesita pasar por ellas.
El desiderátum, el ideal de un alma de la cruz es participar de la cruz
interna de Nuestro Señor.
¿Y sabemos cómo se participa de la cruz interna del Corazón de
Jesús? Con una desolación espantosa. Las desolaciones del don de ciencia
son juego de niños en comparación de ésta.
Por consiguiente, si ése es el ideal, muy justo y muy natural es que
las almas que están destinadas a realizarlo vayan pasando por todas estas
desolaciones que las preparan y disponen para que si Dios es servido, más
tarde les comunique gracias mayores, y al fin la participación de la cruz
interna.
El amor, ese amor generoso, desinteresado, que es propio del espíritu
de la cruz, ¿cómo se ha de realizar sino así?
El amor es como el oro, que se purifica en el crisol: el amor se
purifica en el sufrimiento, se forja en el crisol de la desolación.

144
¿Y la pureza? Ya sabemos que las desolaciones realizan una pureza
singular, una pureza exquisita.
Por eso son tan frecuentes las desolaciones en las almas de la cruz.
***
Lo primero que hay que comprender, por consiguiente, es que la
desolación es una gracia de Dios, una gracia insigne, una gracia que
encierra una promesa: porque si el alma está en desolación, quiere decir
que Nuestro Señor la está preparando para la unión, quiere decir que va
progresando.
Y cuando el alma comprende lo que es la desolación, entonces no
siente ya el mismo desconcierto ni anda pensando que porque el alma está
desolada, está abandonada de Dios y le es infiel.
Por supuesto, que esto se refiere a las desolaciones divinas, que hay
otras, como sabemos que no son divinas; hay unas desolaciones de origen
patológico, que vienen de algún trastorno: indigestión, neuralgias,
afecciones hepáticas, nerviosas, etc. Esas se curan en la botica.
La razón de que haya esas desolaciones es por la unión estrechísima
que existe entre el alma y el cuerpo; no se pueden ejercer los actos más
excelentes del alma sin la cooperación del cuerpo. Cuando el cuerpo no
está bien dispuesto, entonces aquellas operaciones se dificultan.
Por eso, cuando hay una difícil digestión, cuando hay una
congestión, aunque sea ligera, no se puede pensar, no se puede sentir. Hay
que curarse.
Pero no, a ésas no me refiero ni de ellas se trata aquí.
Hay otras desolaciones de carácter psicológico. Estas las producen
ordinariamente las pasiones. Por ejemplo, el amor propio es especialista
para desolaciones: cuando se nos ha herido en alguna forma, no podemos
hablarle a Nuestro Señor, no podemos hacer nada, porque le estamos
dando vueltas a aquello que nos hirió y como que nos incapacitamos para
todo.
Pero, gracias a Dios, las desolaciones divinas tienen caracteres
especiales, tienen su sello, no es fácil confundirles con otras desolaciones.
Y, sobre todo, aunque algunas veces se pueden confundir, es posible
determinar sus caracteres propios.
***

145
Cuando un alma, por consiguiente, ha recibido de su director la
seguridad de que lo que sufre es una desolación, debe regocijarse: aquello
es una gracia de Dios, entraña una promesa de Nuestro Señor: si va
pasando por el túnel, quiere decir que ya va en ferrocarril; ya llegará al
término. Llegará más tarde o llegará temprano, pero va en el camino.
En segundo lugar, lo que debe hacer un alma desolada es ser
generosa, y hacer, por consiguiente, todo aquello que debe hacer, cumplir
con sus deberes, a pesar de la desolación.
San Ignacio de Loyola nos habla de esta regla cuando dice: En
tiempo de desolación no hay que hacer mudanza.
Porque cuando tenemos desolación, quisiéramos hacer mudanza. Si
hago dos o tres tiempos de oración al día, en tiempo de desolación quisiera
hacer uno o la mitad. Si en tiempos ordinarios me ocupo de tales o cuales
cosas, en tiempo de desolación no quisiera ocuparme de ellas. Quisiera
hacer mudanza. Pero no, en tiempo de desolación no hay que hacerlo, sino
seguir el plan ordinario y cumplir con todos nuestros deberes.
Esto es penoso, porque en tiempo de desolación todo se hace
arrastrándose. Pero aun arrastrándose, hay que hacerlo todo, para ser
generosos y para manifestarle a Nuestro Señor nuestro amor.
***
Pero, sobre todo, hay una regla que es como la regla específica, es
como el específico de las desolaciones; no para que se quiten, sino para
que se utilicen. Y es la manera de hacer oración.
Hay almas activas y valientes que no se cruzan de brazos. Van a la
oración y no pueden hacerla: «¿Cómo que no puedo? —dicen—. ¡Tengo
que poder! ¡Vamos a hacer esfuerzos!» Y por aquí le buscan y por allá le
buscan, y toman este libro, y siguen este método, y hacen este esfuerzo...
Todo es inútil; lo único que consiguen es fatigarse, molestarse, pero no
logran hacer la oración que quieren.
Ni conviene que lo consigan, porque, como acabo de decir, la oración
en las desolaciones viene de los dones, y es sustancialmente la misma
oración dulce que de los mismos dones procede; nada más que aquélla es
árida.
De tal manera que en esta primera desolación de la vía iluminativa, la
oración que corresponde al alma desolada es la quietud árida. Si quiere

146
salir de ahí, en primer lugar no lo consigue, y si lo consiguiera, estorbaría
la acción del Espíritu Santo. No; la quietud árida es su oración adecuada.
Hay que pensar que cuando viene esa desolación, Dios está
enseñando al alma un nuevo modo de conocer y un nuevo modo de amar;
un nuevo modo de hacer oración.
El alma todavía no se adapta a ella, le cuesta trabajo; pero es un
nuevo modo. Y ya que no puede hacer otra cosa, que le ayude un poco a
Nuestro Señor, cumpliendo aquella regla: Harto ayuda el que no estorba.
Querer discurrir, querer multiplicar los afectos es estorbar.
La oración que le es propia es una oración intuitiva, una oración de
simple mirada. Por consiguiente, que haga una oración de simple mirada,
aun cuando sienta que no hace nada.
Y eso es lo propio, lo que recomiendan todos, especialmente San
Juan de la Cruz; el alma desolada tiene que hacer oración de simple
mirada; una oración simple, tranquila, como quien mira a través de las
sombras: le parece que no mira; no importa, pero tiene dirigida la mirada
hacia allá.
Para expresarlo de alguna manera, comparo esta mirada con la de los
apóstoles en el día de la Ascensión, cuando subió Nuestro Señor a los
cielos. Lo estaban viendo subir; de pronto una nube luminosa lo cubrió...,
no le volvieron a ver, pero se quedaron viendo el rumbo; ya no veían nada,
pero estaban viendo por dónde había desaparecido.
Y el alma desolada tiene que ver el rumbo.
Y esto, como decía, es el específico de la desolación, porque estando
así, aun cuando aparentemente crea el alma que está perdiendo el tiempo,
aun cuando le parezca oración de bobería, en realidad no está estorbando:
está ayudándole a Dios, en el sentido de no estorbarle.
***
Para completar el tratamiento de la desolación, conviene, más que
ninguna otra circunstancia, adherirse a la voluntad de Dios y que el alma
esté dispuesta a hacer lo que Dios quiera, o, más bien, a lo que se dice en
esa expresión, que no será muy castiza, pero que es muy exacta: dejarse
hacer, dejar que Nuestro Señor haga al alma como Él quiera.
Desde el momento en que se comprende que aquélla es la voluntad
de Dios, por amor se puede el alma perfectamente dejar. Como aquella

147
pelotita de que hablaba Santa Teresa de Lisieux, que Jesús la podía arrojar
hacia arriba, tirarla al suelo, apretarla entre sus manecitas, etc.
No se debe tampoco olvidar, por último, lo que decía en el capítulo
anterior: que la desolación no es por falta de luz, sino por exceso de luz. Es
una luz muy viva, es una luz nueva, a la cual el alma no está
acostumbrada; sus ojos no están adaptados a esa luz. Le pasa lo que al ave
nocturna cuando la exponen al sol del mediodía: ve oscuro, pero por
exceso de luz.
Poco a poco, el alma se irá adaptando a aquella luz vivísima, y, si es
fiel a la gracia y sabe portarse debidamente en la desolación, un día sus
ojos comenzarán a ver aquella luz nueva, y entonces será feliz...

148
CAPÍTULO XXII

AMOR Y CRUZ EN LA VÍA ILUMINATIVA

Por lo que he dicho, nos habremos dado cuenta de la obra de


purificación que el alma tiene que realizar durante la vía iluminativa, o
más bien de la obra de purificación que realiza en el alma el Espíritu
Santo, naturalmente, con la cooperación de ella, que se deja purificar.
Nos habremos también dado cuenta de cómo es la oración en la vía
iluminativa: oración de simple mirada, de intuición, en la que influyen los
dones, especialmente el don de ciencia, y que puede tener distintos
aspectos: el aspecto dulce y el aspecto desolado.
Quiero ahora hacer notar de una manera especial en este capítulo los
sacrificios, los sufrimientos propios de la vía iluminativa.
Desde luego, el gran sacrificio está en soportar la desolación. Es algo
verdaderamente penoso.
Cuando se tienen consuelos espirituales, se puede fácilmente sufrir
cualquier otra cosa: penitencias, desprecios de los hombres, dificultades de
toda clase, etc., porque se tiene el gran consuelo de la oración, se acude a
Nuestro Señor y se le cuentan las penas, y ahí se olvidan y hasta se truecan
en gozo...
Pero cuando nos acercamos a Dios y no sentimos nada, como si Dios
no existiera; cuando no podemos ponernos en contacto con Él y
comunicarnos..., es algo penosísimo, es un sufrimiento fino, y, cuanto más
fino, más cruel... Es oscuridad, es repugnancia, es impotencia, es hastío,
son muchas cosas a la vez. Varían en la forma, pero siempre hacen sufrir
grandemente al alma.
Pero no es éste el único sufrimiento de la vía iluminativa; siempre, o
casi siempre, acompañan tentaciones a la desolación. Y según sea la
desolación, así son las tentaciones.
No digo cuáles tentaciones son propias de cada desolación, porque
podría ser indiscreto, porque podría sugerirlas; pero cada desolación tiene
sus tentaciones propias. No siempre vienen durante todo el período de la
desolación, pero es frecuentísimo que haya tentaciones.
149
Y allí está la segunda fuente de sacrificios: estar luchando contra las
tentaciones, al parecer desarmados, porque no tenemos ese ardor, esa
fuerza vital que da el consuelo y la comunicación con Dios...
***
Pero no basta todavía eso, sino que también con frecuencia Nuestro
Señor dispone las cosas de tal manera, que vengan causas exteriores a
producir sufrimientos, para que se complete la obra de la desolación. De
tal suerte, que en tiempo de desolación hay dificultades con el prójimo,
hay enfermedades, hay penas de familia..., cosas exteriores que nunca
faltan y que parecen completar la obra.
Y esto no es una simple casualidad. Claro, una enfermedad, una pena
de familia, puede llegar en cualquier tiempo. Pudiéramos pensar que sólo
fue una coincidencia que, estando en desolación, nos hubiera venido esta
pena; pero no, hay enlace, es una disposición de Dios, que quiere hacer la
obra completa.
Hay casos —ésos sí son extraordinarios, pero se han dado— en que
Nuestro Señor, para completar la obra de la purificación, deja que el
demonio obre en aquella persona que se está purificando. De manera que
en algunas ocasiones hasta el demonio interviene en la obra de la purifica-
ción del alma.
Es que Nuestro Señor, tratando de purificar un alma, no omite
recurso alguno.
***
Pero todos estos sufrimientos, todos estos sacrificios de este período
de la vida espiritual, ¿no vemos que es una manera muy adecuada de
consolar a Jesús, si las almas los saben soportar?
He dicho repetidas veces que una de las maneras de consolar a Jesús
es sufrir con Él. Ahora bien: el alma desolada, que comprende lo que sufre
y por qué lo sufre, que acepta aquella pena que Dios le envía, y que la
sufre con amor, acompaña en el sufrimiento a Jesús. Y al mismo tiempo
que lo acompaña en el sufrimiento, se prepara para otros sufrimientos más
intensos que Nuestro Señor le puede enviar para que pueda cumplir con su
misión de consoladora.
Volveremos a encontrarnos con que las desolaciones encajan
perfectamente en el espíritu de la cruz.

150
Pienso que si Nuestro Señor no hubiera dispuesto que todas las almas
que se han de unir con Él pasaran por las desolaciones, a las almas de la
cruz se las daría especialmente, porque el espíritu de la cruz así lo pide.
Y si bien se mira, los demás elementos de ese espíritu se encuentran
también, de una manera muy clara, en el trabajo de la vía iluminativa: el
amor que es propio de esta vía, es un amor que tiene los caracteres de la
cruz: un amor desinteresado, un amor lleno de abnegación. Amar a Jesús
cuando se sienten consuelos, bueno es; pero entonces encontramos ahí una
buena parte para nosotros. Amar a Jesús en la desolación y amarle de
veras, es amarle con desinterés.
Y, digamos entre paréntesis, las almas que están sufriendo la
desolación dirán: «Pero ¿qué yo amo?» Sin duda, lo que pasa es que no
sientes el amor. Y a veces se piensa que lo que uno no siente no existe.
¡Cuántas cosas hay en nosotros que existen y que no sentimos!
¿Quién siente, por ejemplo, la función glicogénica del hígado? Ni sabemos
qué será eso... ¿Quién siente cuando pasa el bolo alimenticio del estómago
al intestino? Y, sin embargo, esas funciones tan importantes de la vida
fisiológica se realizan en nosotros.
Lo mismo pasa, y con mayor razón, en la vida espiritual; la vida
espiritual de suyo no se siente, de tal manera que no sentimos ni la gracia
ni la caridad ni los dones. Por consecuencia, por deducción de las verdades
reveladas sabemos que existen; si a veces sentimos los dones es porque
sentimos sus efectos; pero no sabemos que existen, sino porque nos lo
enseña la doctrina católica.
Aun cuando no se sienta el amor, se tiene. Y si el alma sabe portarse
en la desolación, quiere decir que ama a Nuestro Señor con desinterés y
con abnegación; le ama en el consuelo, le ama en el sufrimiento.
De manera que el amor en las desolaciones tiene todos los caracteres
propios de las obras de la cruz.
En cuanto a la pureza, ya he estado explicando cómo una de las
grandes obras que realiza Dios en las almas durante la vía iluminativa es
hacer esa purificación más fina que realizan los dones. De manera que, por
medio de la desolación, el alma de la cruz va alcanzando esa pureza que
necesita para agradar a Jesús, para consolarle y para alcanzar de Él la
gracia y la pureza para las almas.
***

151
Espero en Dios que estas consideraciones serán útiles para
orientarnos un poco en la vida espiritual, para evitar muchos desconciertos,
para comprender mejor la acción de la gracia y para mirar el enlace íntimo
que tiene el espíritu de la cruz con los caminos de Dios.
Ojalá que en virtud de estas consideraciones desapareciera de nuestro
corazón esa repugnancia muy natural que se siente para las desolaciones;
que de tal manera nos diéramos cuenta de la necesidad de ellas, del bien
que hacen al alma, de que están enteramente en conformidad con los
designios amorosos de Dios, que ya las recibiéramos con los brazos
abiertos, y aun cuando nos hagan sufrir muchísimo, miremos en ellas a las
mensajeras del amor de Dios que nos vienen a traer la promesa de la
unión, de la felicidad y del amor.

152
CAPÍTULO XXIII

AMOR Y VÍA UNITIVA

Después de la desolación por la que se inicia la vía iluminativa, el


alma aparece purificada y luminosa.
Viene entonces para ella como un período celestial y delicioso. Ha
obtenido con la luz y con la fuerza del Espíritu Santo un triunfo espléndido
sobre sus enemigos. Y de su corazón, ya purificado, toma posesión el
amor. O más bien dicho, ya tenía la posesión de su corazón; pero ejerce
más eficazmente su influjo.
Desaparecen aquellos sutiles apegos a los consuelos sensibles. Una
oración nueva —que procede, como lo he dicho, del don de ciencia—
intuitiva, simple, pero al mismo tiempo riquísima, le abre al alma nuevos
horizontes.
Las criaturas aparecen transfiguradas ante los ojos limpios del alma.
Ve el Universo como una lira que canta la gloria de Dios. Por todas partes
encuentra la huella divina. Y las virtudes surgen en su alma con el vigor,
con la vehemencia con que se desarrollan las plantas en las tierras
tropicales.
Quizá sea una de las cosas que caracterizan este período de la vida
espiritual, el ardor, la exuberancia. A veces, necesita el alma hacer un
esfuerzo singular para poder ocuparse de las cosas de la tierra y cumplir
con sus deberes. A veces, las emociones interiores llegan hasta la parte
inferior, y producen, por ejemplo, abundancia de lágrimas...
¿Será ya ésta la victoria decisiva del hombre nuevo sobre el hombre
viejo?...
Todavía no; viene una nueva resurrección del hombre viejo, se va a
una región altísima de nuestro espíritu, enteramente espiritual, y todavía
allá vuelve a ejercer su influjo maléfico; en aquella región excelsa
aparecen los vicios, los defectos de las etapas anteriores, pero descono-
cidos, transformados. Son vicios espirituales, pero perfectamente
espirituales, si cabe decirlo.

153
La purificación de la vía iluminativa tiene como objeto especial
quitar el apego del alma a las cosas espirituales sensibles.
San Juan de la Cruz la llama purificación de los sentidos. Le quita al
alma la afición a lo sensible; pero le queda todavía la afición a lo
espiritual. Son aficiones sutiles, que apenas pueden explicarse.
Aunque en una región enteramente espiritual, todavía el alma tiene la
inclinación a apegarse a las criaturas, a apegarse a la luz que Dios le
comunica en la oración, a la paz que experimenta al acercarse a Dios, etc.
Ya no es a las cosas espirituales que se sienten, es a las cosas espirituales
que se perciben en la parte superior del alma.
Y entonces viene una nueva purificación que se realiza por la
desolación, con la que comienza la vía unitiva.
***
Parece que a estas alturas ya no había de haber purificaciones ni
desolaciones; pero sí las hay. El dolor acompaña al alma en todas las
etapas de la vida espiritual. Por algo le dijo Nuestro Señor: Si alguno
quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Como vemos, sólo van cambiando las cruces, haciéndose más finas y
más crueles.
En esta nueva etapa, en esta etapa altísima de la vida espiritual, el
don del Espíritu Santo que prepondera es el don de entendimiento. Por esto
don, como que se penetra en el fondo de lo divino, se descubre la realidad
a través del símbolo, se descubre la verdad a través de la fórmula, se
descubre de una manera nueva y divina a Jesucristo a través de las
especies eucarísticas. Es el don de penetración.
Seguramente que alguna vez hemos experimentado el influjo de este
don, porque, como decía, aun cuando los dones preponderan en estas altas
etapas de la vida espiritual, durante toda la vida espiritual tenemos los
dones y algunas veces se manifiestan.
Quizá alguna vez hemos observado que una palabra, que una
fórmula, que una idea, que la habíamos considerado muchas veces, que
nos es familiar, como que se amplía, y se abren horizontes insospechados,
como que se penetra en el fondo de lo que aquella idea o de lo que aquella
expresión contienen. Es el don de entendimiento.
Y ese don de entendimiento es el que prepondera en la primera parte
de la vía unitiva.
154
Porque en la vía unitiva podemos considerar distintos períodos. El
primero, de unión, ciertamente, pero de unión imperfecta, de unión simple,
tiene diversos nombres; y después la unión transformante, que es la unión
perfecta y en la cual el don que domina es el don más alto: el don de
sabiduría.
La desolación por la que comienza la vía unitiva es una desolación
del don de entendimiento, una desolación especialmente espiritual; porque
la otra, la del don de ciencia, es todavía una desolación, principalmente de
la parte inferior del alma, como que es la purificación de los sentidos; en
tanto que la desolación del don de entendimiento es en la parte superior
del alma, enteramente en lo espiritual.
También esta desolación va acompañada con especiales tentaciones;
hay tentaciones características de esta desolación. Y también Nuestro
Señor completa frecuentemente la obra interior con algunas cosas
exteriores que hacen sufrir y que completan los designios de Dios.
***
Notemos de paso los tres elementos del espíritu de la cruz en esta
primera parte de la vía unitiva, como se encuentran en todas las distintas
etapas de la vida espiritual.
Esa desolación tiene por objeto mayor pureza.
Recordemos lo que ya hemos expuesto, que la pureza de la cruz no
solamente se refiere a la castidad, ni únicamente se extiende a la falta de
pecados y de imperfecciones, sino que dentro de cada virtud se debe
buscar la pureza, la pureza en el dolor, que consiste en sufrir sin consuelo,
en sufrir con gratitud y con amor; la pureza en la caridad con el prójimo,
por la delicadeza con que se trata a los demás, etc. Dentro de cada virtud
se puede tener mayor o menor pureza, que significa mayor o menor
perfección, que — en el último término—significa mayor o menor des-
prendimiento de las criaturas.
Cuando el alma está desprendida en un orden, pero en otro no, en un
orden tiene perfección, pero en otro no la tiene; por consiguiente, no es su
virtud una virtud perfecta, no es una virtud pura.
A cada victoria del alma sobre el hombre viejo le corresponde una
pureza.
Son más puras las virtudes del alma después de que han salido de la
primera purificación —de la purificación de los sentidos— que antes. Y

155
hay todavía mayor pureza en las virtudes después de la purificación con la
que se comienza la vía unitiva.
Cada purificación produce mayor pureza, y a mayor pureza
corresponde mayor amor.
La desolación es dolor que produce pureza para alcanzar amor, los
tres elementos del espíritu de la cruz.
Los sufrimientos que vienen de esta desolación de la que estoy
hablando son menos sensibles, pero más hondos, y, por consiguiente,
terribles, porque en las partes superiores del alma hay sufrimientos
desconocidos e intensos.
***
Con esta purificación sí se completa la victoria del alma sobre el
hombre viejo. En ella desaparecen sus últimos vestigios. El alma está
perfectamente desprendida, el amor se desborda en su corazón.
Sin embargo, hay algo que todavía llaman purificación; pero que más
bien que purificación, pienso yo, es como la última disposición para la
unión perfecta: le llaman purificación de amor.
Es un deseo vivísimo del alma; cuando ha perdido el contacto con las
criaturas, cuando no hay nada en la tierra —ni aun en las criaturas del
orden espiritual— que la atraiga, entonces el alma se lanza con inmenso
amor hacia Jesús, hacia el Amado.
Y entonces viene un deseo vehementísimo, que acaba de purificar al
alma, que consuma la última purificación y que dispone al alma para la
unión con Dios.
Dice Santo Tomás de Aquino que la mejor disposición que podemos
tener para los dones de Dios es el deseo; tanto que él establece esta regla:
En el cielo, las almas gozan de Dios tanto cuanto lo desearon sobre la
tierra. El deseo es la medida de la bienaventuranza.
Naturalmente que no es ese deseo verbal que muchas veces se dice:
«Yo deseo ver a Dios como lo ve la Santísima Virgen.» Eso no es más que
de palabra. El deseo corresponde al amor: yo deseo ver a Dios tanto cuanto
le amo. La medida de mi deseo es la medida de mi amor, y la medida de
mi deseo es la medida de la bienaventuranza.
Pero lo que quiero indicar ahora es cómo el deseo es una gran
disposición para los dones de Dios.

156
Y es natural que antes de que Nuestro Señor se una plenamente con
un alma le comunique un deseo vehementísimo; que, por otra parte, la
situación del alma exija ese deseo.
Lo que nos impide poseer a Dios plenamente son las criaturas, que
nos entretienen, como a un niño se le entretiene con un juguete, o como
una persona, sobre todo si es joven, que va a cierto lugar y por el camino
encuentra flores y mariposas y pájaros; y en lugar de seguir su camino con
diligencia, se va deteniendo a cortar las flores y a cazar las mariposas y a
escuchar el canto de las aves. Se va demorando, y llegará muy tarde al
término de su viaje.
Así nosotros; las criaturas nos entretienen, no nos dejan ir a Dios,
porque nos están como robando en parte el corazón.
Cuando las criaturas desaparecen por completo, entonces el alma,
con toda la fuerza de su ser, con toda la fuerza de la gracia que ha recibido
de Dios, se lanza hacia el Amado, y viene el deseo vehementísimo de
poseerlo.
San Juan de la Cruz tiene acerca de esto estrofas bellísimas. Hay una
en la que dice la esposa al Esposo:
¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero,
no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero,
que no saben decirme lo que quiero (10).
Ya los mensajeros del amor no le bastan, ya quiere el alma encontrar
al Amado y quiere que se le entregue por completo.
Consumada la purificación del alma por el amor, entonces se realiza
la unión. Nuestro Señor se entrega de veras, se entrega totalmente al alma;
viene esa altísima etapa de la vida espiritual que es la unión transformante,
la santidad. La santidad eso es; la unión perfecta con Dios.

10
«Cántico espiritual», canción VI.
157
CAPÍTULO XXIV

AMOR Y UNIÓN TRANSFORMANTE

Imposible describir la excelencia, la dulzura, la felicidad de esa


cumbre de la perfección cristiana.
Yo dije al comenzar estos capítulos que el amor y la felicidad son en
el fondo una misma cosa, o, más bien, que por el amor poseemos la
felicidad, que es Dios Nuestro Señor.
Pues bien: en la unión transformante el alma posee a Dios y Dios
posee al alma totalmente. Allí se realiza aquella palabra de los Cantares:
Mi Amado para mí, y yo para Él (Cant 2, 16).
El don que en esta etapa domina, como lo dije ya, es el don de
sabiduría.
Por este don, el alma juzga de las cosas creadas por las cosas divinas.
Como que ya he cambiado el orden; antes, por el don de ciencia de las
criaturas el alma se elevaba hasta Dios; ahora, desde la atalaya de lo divino
contempla el panorama de las cosas creadas.
Pudiéramos decir como alguien dijo: Por el don de sabiduría se ve
por los ojos del Amado. Como el alma está unida con Dios, en Él, en
alguna forma —no como los bienaventurados en la visión beatífica—, pero
de alguna manera, en Él y por Él ve las cosas y juzga de todo; por este don
de sabiduría, juzga de todo a lo divino, gracias a la unión estrechísima que
tiene con Dios. De manera que llega el alma a tener como cierta
experiencia de Dios, cierto conocimiento intuitivo de Él.
Voy a valerme de un ejemplo, naturalmente prosaico, porque todos
los ejemplos son prosaicos cuando se trata de explicar las cosas divinas;
pero, sin embargo, nos ayudará a conocerlas.
Imaginémonos que alguien nos describe una fruta desconocida y nos
hace una larga disertación sobre ella; nos dice cuál es su tamaño, su forma,
su color y su perfume; que es dulce, aunque con cierto sabor ácido, que se
parece a esta fruta, que se parece a la otra, etc. Con esa descripción y estas
comparaciones, alguna idea nos formamos de la fruta. Pero, mejor que con
aquella disertación, nos podemos dar cuenta de lo que es esa fruta, si la
158
probamos, si la saboreamos. La experiencia enseña más que todas las
disertaciones.
Así, cuando no hemos llegado a estas alturas, sabemos las cosas
divinas por referencias; que dice esto la Escritura, que enseña esto la
Iglesia, que tal Santo Padre dice estas cosas, que un autor místico dice las
otras..., puras referencias. Pero cuando el alma se ha unido con Dios,
entonces saborea las cosas divinas.
Y precisamente por la unión que tiene con Dios y porque tiene cierta
experiencia de lo divino, juzga de las cosas humanas por las divinas.
***
La oración en este período es altísima, de lo más grande que se puede
tener en la tierra: una contemplación de Dios como nunca se había tenido.
A veces, se tienen luces especiales para conocer los misterios,
principalmente el misterio de la Santísima Trinidad. El alma unida así con
Nuestro Señor, como que entra dentro del misterio de la Trinidad,
digámoslo así, parece que se asoma a aquel abismo, y que en unión con
Jesús participa algo de las divinas comunicaciones de la Trinidad.
Algunas veces tiene esos toques celestiales que a vida eterna saben
—como dice San Juan de la Cruz—, que son verdaderamente como un
trasunto del cielo; es quizá lo que más se asemeja en la tierra a la visión
beatífica, a la bienaventuranza; porque por esos toques celestiales se toca a
Dios, se posee a Dios, aun cuando de una manera imperfecta.
Naturalmente, cuando hablamos de estas cosas, tenemos que hacerlo
con labios balbucientes; porque así como dijo San Pablo del cielo que ni el
ojo vio, ni el oído oyó, ni el espíritu humano es capaz de comprender lo
que Dios tiene preparado a los que le aman, así, en estas alturas se puede
decir que el alma humana y el lenguaje humano son incapaces de expresar
las maravillas que Dios realiza con las almas que han llegado a la unión.
Quizá se me pregunte: ¿Y cuál es la labor del alma en este período?
Antes se dedicaba a purificarse, a quitar defectos. Después, a dejarse
purificar, a estar sufriendo todo lo que por disposición divina es necesario
para purificarse.
Al llegar a estas alturas, cuando el alma está unida con Dios por la
unión transformante, ¿cuál es su función? ¿Cuál es su trabajo?
Únicamente amar:
Mi alma se ha cambiado,
159
y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo amar es mi ejercicio (11).
Dice San Juan de la Cruz. Ya no tiene otro oficio el alma: sólo amar.
***
Y los actos del alma, en esta etapa de la vida espiritual, son divinos,
porque siguen la regla que da Santo Tomás de Aquino: cuando una causa
obra movida por otra, el efecto que producen se atribuye más bien a la
causa que mueve que a la causa movida. Los actos que hace el alma en
este período, como todos son bajo la moción del Espíritu Santo, se le
atribuyen más al Espíritu Santo que al alma. Son divinos.
Y aquí también se realiza, hasta donde es posible en la tierra, el
consejo de San Vicente de Paul: las almas que están unidas con Dios con
unión transformante, ésas sí tienen veinticuatro horas de oración. Porque
en la unión transformante, la presencia de Dios — ¡y qué presencia! — es
casi constante. Casi, porque, como se comprende bien, estando en este
mundo tiene el alma que dormir y que sufrir forzosamente esas
distracciones propias de la naturaleza humana, no por malicia, no por
deficiencia moral, sino por exigencia natural.
El estado de unión transformante es, por consiguiente, como el cielo
en la tierra; es la felicidad en cuanto es posible alcanzarla en este mundo...
***
Y conviene, siquiera de cuando en cuando, mirar hacia estas
cumbres; por lejos que esté nuestra alma de ellas, es algo que alienta, que
conforta, que anima, mirar la meta de nuestros esfuerzos. La esperanza nos
dice que podemos llegar hasta allá.
Y si podemos llegar allá, ¿por qué entretenernos con las cosas de la
tierra? ¿Por qué no trabajar con todos los esfuerzos de nuestra alma?
Desde luego, conviene quitar una objeción que pudiera desvirtuar lo
que estoy diciendo. Me pudiera alguien decir: Yo no tengo la jactancia de
llegar a la unión transformante, ¡yo, no! Pero, ¡si todos estamos llamados a
la perfección! Bueno, a la perfección, sí; pero a la unión transformante,
no...
11
«Cántico espiritual», canción XXVIII.
160
A este propósito, recuerdo a un campesino que fue a ver a un médico
y le dijo: «Señor, yo tengo unos fríos muy fuertes. Vengo a que me recete.»
El médico le examina, y le dice: «En efecto, tiene usted un fuerte
paludismo.» «Señor doctor, cúreme de los fríos; ya después me curará del
paludismo.»
Del mismo modo, hay obligación de tender a la perfección, no a la
unión transformante... ¡Pero si es lo mismo, absolutamente lo mismo!
La unión transformante puede tomar distintas formas, distintos
caracteres; no en todos los santos aparece lo mismo; pero es la santidad, es
la perfección. No hay otra.
Y si todos somos llamados a la perfección; si, en especial, las almas
consagradas tienen el deber de buscar la perfección, todos podemos y
debemos aspirar a la unión transformante, porque ésa y no otra es la
perfección.
***
Por lo demás, considerar las cumbres tiene sus ventajas. Desde luego,
tienen encanto estético. Siempre los valles son un poco prosaicos. Las
cumbres son bellísimas.
Además, considerar las cumbres es un estímulo, porque, mirándolas,
podemos olvidarnos de las cosas terrenas. A las cosas de la tierra les damos
mucha importancia, porque a veces no conocemos otras mejores; y luego,
aun cuando conozcamos las espirituales y divinas, las conocemos de una
manera abstracta y especulativa, y éstas de la tierra las estamos viendo y
palpando.
Cuando tengamos la impresión honda, dulcísima, de lo que son las
cumbres de la perfección cristiana, entonces veremos como cosa de poca
importancia las bagatelas de aquí abajo.
Las almas que han llegado a estas cumbres miran las cosas de la
tierra como nada; conocen la vanidad de ellas.
Cuando éramos niños le dábamos mucha importancia a ciertos
juguetes que ahora los vemos con la simpatía del recuerdo, pero nada más.
Imposible que actualmente vayan a tener en nosotros el influjo que tenían
cuando éramos niños.
Así pienso que en esas cumbres se ven como juegos de niños todas
las cosas de la tierra, aun aquellas que impresionan mucho a los hombres.

161
Una sola cosa es necesaria, como dijo Jesús: el amor a Él, la unión
con Él.
Cuando miramos esas cumbres, sentimos el anhelo de llegar allá y un
gran estímulo que hace que emprendamos con mayor solicitud y con
mayor empeño la carrera que necesitamos para llegar a donde se encuentra
el Amado de nuestro corazón.
Por tanto, diré como la Santa Iglesia: Sursum corda! ¡Elevemos
nuestros corazones! ¡Elevemos nuestras almas! ¡Contemplemos las
alturas! Y que esas alturas sean para nosotros un estímulo poderoso para
combatir al hombre viejo, para trabajar por que pronto surja en nosotros el
hombre nuevo, creado según la voluntad de Dios en la justicia y en la
santidad de la verdad.

162
CAPÍTULO XXV

AMOR Y MISIÓN DEL ALMA TRANSFORMADA

Se pudiera pensar que, al llegar el alma a esa cumbre excelsa de la


unión transformante, había terminado su carrera en este valle de lágrimas;
porque después de la unión transformante parece que solamente queda el
cielo; este estado de unión es un trasunto de la bienaventuranza. O, por lo
menos, se pudiera creer que al llegar a esa cumbre ya no tenía el alma otra
cosa que hacer que vivir de amor en una atmósfera de cielo, esperando que
viniera la muerte a consumar su felicidad.
Pero no es así.
Al alma que ha llegado a la unión transformante le queda todavía
mucho que hacer en este mundo, y aun se puede decir que comienza para
ella una nueva vida y una nueva misión que cumplir.
Recordemos cómo hemos venido estudiando la fórmula preciosa de
Jesucristo, en la cual expresa la perfección cristiana: Sí quieres ser
perfecto, anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y ven,
sígueme.
Como dije en uno de los capítulos, estos tres elementos: el despojo,
el acercamiento a Jesús y la imitación suya, en cierto sentido son de todas
las etapas de la vida espiritual: en cada una de ellas hay que despojarse de
algo, hay que acercarse a Jesús, hay que imitarle.
Y dije también que cada una de las etapas se caracterizan porque
domina en ella alguno de estos tres elementos. Y así, en la vía purgativa,
principalmente se trata de despojo: Anda, vende todo lo que tienes, y dalo
a los pobres. En la vía iluminativa, y, sobre todo, en la unitiva hasta llegar
a la unión transformante, lo que domina es el VEN, el acercarse a Jesús
hasta unirse estrechamente con Él. Después de la unión transformante, lo
que domina es el SÍGUEME, la última parte de esta maravillosa fórmula de
perfección.
***

163
En efecto, por la unión transformante el alma se convierte en cierta
manera en Jesús. Por eso se llama transformante; es una unión que
transforma al alma en Jesús, que la hace semejante a Él.
Y no es una exageración y una temeridad decir que las almas se
convierten en Jesús y se transforman en Él.
San Agustín lo dijo ya: Admiraos y regocijaos: nos hemos convertido
en Cristo. San Pablo, ¿no decía también: Os estoy dando a luz hasta que
se forme Cristo en vosotros? ¿Y él mismo no exclamaba en otra ocasión:
Vivo, pero no yo; Cristo es quien vive en mí?
Esta vida inefable de Cristo en nosotros que hace que nos
transformemos en Él, es lo que realiza la, unión transformante. Después
que el alma se ha unido a Dios por esta unión inefable, poco a poco se va
transformando de tal manera, que llega a ser otro Cristo. Cristo vive en
ella.
Ciertamente que todo cristiano, en cierta manera, es otro Cristo; pero
en un sentido más perfecto es Cristo el alma que ha recibido la gracia
insigne de la unión transformante.
En algunas almas, Nuestro Señor, por decirlo así, hace notar las
distintas etapas, las distintas fases de la transformación; en otras son
menos aparentes, más ocultas.
Pero ese es el término de ese proceso vital y maravilloso, que es la
vida espiritual, y que a grandes rasgos he procurado señalar en estas
páginas. El término es Jesús; es el hombre nuevo, creado según la
voluntad de Dios en la justicia y en la santidad de la verdad.
El hombre viejo ha desaparecido, el hombre nuevo se manifiesta en
todo su esplendor y en toda su plenitud.
Pero así como dice monseñor Gay que para hacer la obra de Jesús
se necesita ser Jesús, se puede también decir quien es Jesús tiene que
hacer la obra de Jesús. De manera que el alma que se ha transformado en
Jesús tiene que reproducir, en una o en otra forma, los misterios de Jesús y
realizar la obra de Jesús.
¿No es verdad que queda muchísimo que hacer después de que el
alma ha recibido la unión transformante? Es como una nueva vida, una
vida sobrenatural y divina. Es Jesús que se reproduce, que renueva sus
misterios en una forma misteriosa y que vuelve a realizar su obra sobre la
tierra.

164
Es lo que Él dijo: Sígueme. Seguir a Jesús es ir por donde Él ha ido;
por consiguiente, reproducir en cuanto es posible, misteriosa pero
realmente, sus misterios y reproducir su obra.
***
Pero debemos hacer notar que en esta última etapa de la vida
espiritual es donde más se acentúan los caracteres de la misión de cada
alma o de cada familia espiritual.
Hasta aquí, sin duda, que los caminos de las almas no son los mismos
absolutamente hablando, aun cuando en el fondo sí sea uno solo el camino
de la santidad. Ya lo dije: no hay más que una perfección, y el camino por
donde se llega a ella es éste: el de la caridad, el del amor.
Pero aun cuando se recorran todas las etapas que he señalado y
sustancialmente sea el mismo camino, sin embargo, en cada alma y en
cada familia espiritual hay diversidad de caracteres, diversidad de
espíritus, al grado que pudo decir San Juan de la Cruz con mucha verdad:
Apenas hay un alma que en la mitad de sus caminos se parezca a otra.
En todas las etapas de la vida espiritual hay caracteres especiales
propios de una familia espiritual o propios de un alma determinada.
He procurado ir señalando los caracteres propios de la espiritualidad
de las obras de la cruz. Pero en las etapas anteriores no están tan marcados
estos caracteres como aparecen en esta última etapa de la vida espiritual.
Todas las almas siguen a Jesús; pero no todas las almas le siguen de
la misma manera, no le siguen en todos los distintos misterios de su vida y
en todos los aspectos de su misión.
Se puede, sin hacer grandes esfuerzos, considerar las grandes
familias espirituales y mirar cómo cada una le sigue, por decirlo así, de
distinta manera. Las almas contemplativas siguen a Jesús en el silencio de
Nazaret; allí es donde establecen su morada. Las almas de vida activa le
siguen en su vida pública, particularmente los sacerdotes. Hay almas que
le siguen en su Pasión. Hay otras que están con Él en Getsemaní. De
manera que cada familia espiritual o cada alma, según su misión propia,
imita a Jesús de distinta manera.
Toda alma bienaventurada es Jesús; pero apenas hay un alma
bienaventurada que en la mitad de sus caracteres se parezca a otra.
Después de la visión beatífica, que es la que nos ha de hacer felices, debe
ser algo bellísimo contemplar en el cielo a los bienaventurados; pero

165
mirarlos, no como los vemos aquí, por las pobres biografías que hacen los
hombres, y que sólo nos presentan algo muy exterior y muy fragmentario,
sino penetrar en las almas de los santos y conocerlas, tales como son: cada
santo como una reproducción de Jesús. Pero ninguno igual a otro. Todos
son Jesús, y cada uno es diferente. Debe ser algo maravilloso.
Francisco de Asís le imita en su pobreza; Francisco Javier, en su celo
apostólico; Ludivina de Schiedan, en su Pasión; Teresa de Jesús, en su
contemplación silenciosa y dulcísima; Teresa de Lisieux, en su sencillez,
en su humildad, en su pequeñez. Y así de los demás...
De tal suerte, que aun cuando todos los que llegan a la perfección
tienen que seguir a Jesús, cada cual habrá de seguirle conforme a la familia
espiritual a la que pertenece y a la vocación especial que tiene.
De manera que en esta última etapa de la vida espiritual como que se
acentúan las diferencias que hay entre las distintas almas por razón de su
misión propia.
***
¿Cómo deben las almas ser Cristo en la espiritualidad de la cruz?
Pero antes de contestar esta pregunta quiero hacer otra observación
que me parece importante.
La misión de un alma o de una familia espiritual se comprende mejor
en la perfección de las obras que tiene que realizar, de tal manera que, al
explicar esta última etapa de la vida espiritual, procuraré hacer entender
mejor el espíritu propio de la cruz. No porque solamente haya de realizarse
este espíritu en esa cumbre; hay que realizarlo durante todo el camino de la
vida espiritual, sino porque se comprende mejor una cosa cuando es
perfecta.
Por ejemplo, ¿qué se conoce mejor, una semilla o un árbol? Sin duda
que un árbol. ¡Las semillas se parecen tanto unas a otras! Sólo un perito
puede discernir si ésta es semilla de trigo o de cebada; si ése, de naranja o
de lima. En cambio, los árboles ya formados y perfectos se pueden
distinguir perfectamente uno de otro, porque ostentan los caracteres
propios de cada especie.
Por eso nunca se conoce mejor el espíritu de una familia religiosa
que cuando se ve en toda su perfección.
Ahora, por consiguiente, es tiempo de que se pueda ver en conjunto,
en todo su esplendor, en toda su plenitud, el espíritu de la cruz.
166
¿En que tienen las almas de la cruz que seguir a Cristo?
Desde luego, su misión hace que, más que los misterios de la vida
exterior de Jesús, deban seguirle en los misterios íntimos de su Corazón. El
Corazón de Jesús es como el objeto especial de su amor, de su adoración,
el centro en torno del cual debe girar su vida.
Pero en el Corazón de Jesús hay muchas moradas, porque su Corazón
es inmenso, su Corazón es riquísimo; de tal manera, que aun cuando hay
muchas familias religiosas que viven en torno de ese Corazón, se
distinguen las unas de las otras, porque cada una tiene una manera especial
de contemplar ese Corazón y de entrar en Él y de aprovecharse de sus
riquezas.
Como lo indica su nombre mismo, lo que en el Corazón de Cristo
cautiva a las almas de la cruz, lo que constituye el centro de su espíritu y
de su vida, es la cruz clavada en ese Corazón divino. De tal suerte, que el
centro de su vida es el Corazón de Jesús, y, en el Corazón de Jesús, es la
cruz interna que lo corona.
Se podría expresar en unas cuentas palabras ese espíritu; puesto que
su centro es el Corazón de Jesús, quiere decir que su centro es el amor;
pero puesto que el amor toma todas las formas, la forma propia de su amor
es el amor que se inmola, el amor que sufre de una manera oculta, íntima;
puesto que los dolores íntimos de Jesús son los que están expresados por la
cruz que corona el Corazón divino.
Y puesto que ese Corazón y esa cruz fulguran y emiten rayos de luz
en torno suyo, ese amor que se inmola se inmola para irradiar, para dar
consuelo a Jesús, para dar pureza a las almas.
El espíritu de la cruz es, por consiguiente, un amor que se inmola, de
una manera silenciosa e íntima, para dar consuelo a Jesús, para dar pureza
a las almas.
Así es como las almas de la cruz tienen que seguir a Jesús. No le han
de seguir precisamente al Tabor ni precisamente al Calvario, considerado
el Calvario como la manifestación exterior y solemne de su dolor. No le
han de seguir en los trabajos de su vida pública. Tienen, sin duda, que
seguirle durante toda la vida, porque durante toda la vida Jesús llevó
dentro de su pecho su amor y su dolor.
Pero si queremos encontrar un lugar como adecuado a este espíritu,
pienso que el más adecuado es Getsemaní. Porque en el Calvario fue, ante
todo y sobre todo, la pasión exterior; en tanto que en Getsemaní fue

167
cuando se desbordó el Corazón de Jesús, y ante sus amigos íntimos dio a
conocer la terrible inmolación que llevaba en su alma.
Sin duda que esa misión la puede cumplir con mayor o menor
perfección toda alma de la cruz, en cualquiera etapa de la vida espiritual en
que se encuentre. Pero, claro está, que el perfecto cumplimiento de ella se
reserva para la cumbre de la perfección; como pasa con todos los espíritus,
y más con el de la cruz, que es un espíritu fino y sutil. En la cumbre de la
unión transformante veremos mejor que en ninguna otra parte en qué
consiste este espíritu.
Pero, desde luego, es preciso que lo realicemos en la etapa de la vida
espiritual por donde vayamos caminando. Más o menos perfectamente, en
todas las etapas podemos realizarlo, en todas podemos seguir a Jesús,
amándole con un amor tal que nos lleve a la inmolación, para consolarle,
para darle pureza a las almas.

168
CAPÍTULO XXVI

AMOR Y CARACTERES DEL ESPÍRITU DE LA CRUZ

Como dije en el capítulo anterior, en esta última etapa de la vida


espiritual de la cual estamos hablando, se ve con toda claridad la misión
que tiene cada familia espiritual y el espíritu que debe animarla. Por
consiguiente, esta es la oportunidad para ver en toda su amplitud y
perfección el espíritu de la cruz.
Porque aunque es verdad, como ya lo dije, que en todas las etapas de
la vida espiritual debemos estar animados de ese espíritu, sin embargo, el
modelo perfecto se encuentra en las cumbres, y hay que mirar ese modelo,
no para reproducirlo tal cual, sino para imitarlo en cuanto es posible, dada
la situación de cada alma.
Definí brevemente ese espíritu en el capítulo anterior diciendo que es
un amor que lleva a la inmolación oculta e íntima, para brindarle a Jesús
consuelo y difundir pureza en las almas.
Vamos ahora a examinar con atención los diversos elementos de este
espíritu.
***
Comencemos por el amor.
El alma se ha convertido en Jesús por la unión transformante, tiene
una unión íntima con el Espíritu Santo. Puede decirse que el Espíritu Santo
es el Espíritu de aquella alma, porque es el Espíritu de Jesús.
Dice Santo Tomás de Aquino que el Espíritu Santo es el don de Dios
y que un don primeramente es de quien lo da, pero después es de quien lo
recibe. De tal manera, que el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, se hace el
Espíritu del alma, cuando ha recibido el don de Dios.
Y por ser el Espíritu del alma el Espíritu Santo, este divino Espíritu
influye de una manera especial en el amor de aquella alma, de tal suerte
que se puede decir que ama por el Espíritu Santo, en el sentido de que el
Espíritu Santo es quien la mueve para amar.

169
En esas cumbres de la vida espiritual, el Espíritu Santo influye de
una manera especialísima en el amor de las almas transformadas y pone en
él su sello.
Ahora bien: el Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo: por el
Espíritu Santo, el Hijo ama al Padre; por el Espíritu Santo, Jesús ama de
una manera singular, apasionada, a su Padre celestial; y por el Espíritu
Santo, el Padre celestial ama de una manera inefable a Jesús.
Ahora bien: este mutuo amor del Padre y del Hijo se reproduce en el
alma transformada, a tal grado que, estando tan unida al Espíritu Santo y
amando por Él, el alma ama a Jesús a la manera como le ama el Padre y
ama al Padre a la manera como le ama Jesús.
***
Voy a explicar más minuciosamente este doble amor que es propio de
las almas transformadas y que es muy característico del espíritu de la cruz.
¿Cómo ama el Padre a Jesús? De una manera inefable. Es un amor
infinito y que jamás podremos nosotros comprender, ni aun en el cielo:
comprender ese amor sería comprender a Dios, y a Dios no se le
comprende jamás plenamente.
Pero sí podemos encontrar ciertos caracteres de ese amor. Es un
amor, como todo lo divino, desinteresado; quiere que su Hijo sea
glorificado. Es un amor tierno, ternísimo, porque es propio del amor
paternal la ternura. Y un amor solícito, de tal suerte que, durante la vida
mortal de Jesús, el Padre procuró glorificarle.
Tres veces, sobre todo, se manifiesta en el santo Evangelio el amor
del Padre celestial a Jesús; tres veces se oye su voz y las tres veces para
glorificar a su Hijo. La primera vez fue en el Jordán: Este es mi Hijo muy
amado, en quien Yo me he complacido. La segunda vez fue en el Tabor, y
el Padre celestial repitió las mismas palabras que en el Jordán, añadiendo
esto: Escuchadle. La tercera vez fue ya próxima la Pasión, cuando iba
Jesucristo con sus discípulos y la multitud que lo seguía a Jerusalén; en-
trando ya a la ciudad, se oye la voz del Padre que dijo: Lo he glorificado y
lo glorificaré.
Así es el amor que deben tener a Cristo las almas de la cruz:
desinteresado.
Desinteresado, no solamente en el sentido de que el alma no se
busque a sí misma, sino en el sentido de que su preocupación única sea

170
Jesús: que Él esté contento y satisfecho, que Él sea glorificado, es lo único
que debe interesarle; lo demás es secundario.
Acá en la tierra un padre y una madre aman a sus hijos con gran
desinterés y no les importan ni sus propias penas ni su propia felicidad:
para ellos la preocupación es el hijo; así debemos amar a Jesús;
desinteresadamente, sin preocuparnos de nosotros, sino de Él.
Sin duda que después de las últimas purificaciones, cuando se llega a
esa cima, este desinterés es cosa facilísima; en el transcurso de la vida
espiritual, especialmente en sus primeras etapas, tiene que costar mucho
trabajo. Pero es un grande estímulo hasta para combatir nuestro egoísmo,
hasta para arrancar de nuestro corazón los efectos a las criaturas, pensar
que tenemos que amar a Jesús como le ama su Padre con desinterés, sin
ocuparnos sino de su gloria y de su honor.
***
El segundo rasgo de nuestro amor debe imitar ese rasgo de amor del
Padre celestial a su Hijo: la ternura.
Y si en el Padre celestial no acertamos a comprender esa ternura,
porque es divina, tenemos un trasunto de ella en la Santísima Virgen
María. ¡Con qué ternura ama a Jesús! ¡Quién pudiera imitar esa ternura...!
Las almas que tienen por misión consolar a Jesús, que deben tener
con Él una dulce intimidad, es indudable que le deben amar así, con esa
ternura que le haga recordar la ternura de María, que le haga pensar en la
ternura del Padre... No porque la pobre ternura nuestra se pueda comparar
con la ternura de la Virgen Santísima y menos aún con la del Padre
celestial; porque, no digamos las almas imperfectas, las mismas almas
transformadas, ¿qué son comparadas con la Virgen Santísima? ¿Qué en
comparación de Dios? Pero, sin embargo, entre las cosas altas y las cosas
pequeñas, cabe alguna analogía.
También en los corazones de las criaturas puede haber destellos
divinos, también en nuestro pobre corazón puede haber algún trasunto de
lo que hay en el Corazón de Dios.
***
El tercer carácter del amor del Padre es la solicitud.
¡Cómo se empeña, durante la vida mortal de Jesús, en glorificarlo!
¡Cómo para Él y por Él, como dice la Escritura, ha hecho el Universo!

171
¡Con qué solicitud ha dispuesto todas las cosas para que Jesús sea
glorificado y para que reine sobre todas las criaturas!
Nuestro amor debe ser así, un amor solícito, un amor que procure
hacer por Jesús todo lo que nos sea posible hacer. No un amor ocioso, no
un amor puramente contemplativo, sino un amor que envuelva a Jesús en
consuelo y que haga por Él todo lo que sea necesario, todo lo que sea
posible.
Y esta solicitud debe impulsar el alma a la abnegación, ha de llevarla
hasta la inmolación, como decía en la definición que di del espíritu de la
cruz.
¿Vislumbramos el amor que deben tenerle a Cristo las almas de la
cruz? Un amor singular, un amor desinteresado, tierno, solícito, un amor
trasunto del amor del Padre...
***
Pero, puesto que el Espíritu Santo se hace el Espíritu del alma
transformada, también esta alma tiene que amar al Padre celestial como le
ama Jesús.
Si es Jesús, tiene que imitar los sentimientos del Corazón divino y,
por consiguiente, su amor al Padre debe ser un destello del amor de Jesús.
El apóstol San Pablo nos lo dice: «Que haya en vosotros los mismos
sentimientos que en Cristo Jesús.»
Y en Cristo Jesús, en su Corazón divino, el sentimiento que domina
es el amor al Padre. ¡Cómo le amaba!
He observado que lo único que hacía perder a Jesús su divina
serenidad era el amor al Padre. Nuestro Señor traía en su Corazón
verdaderos prodigios de amor y de dolor, pero sabía ocultarlos. ¡Qué
serenidad la suya!
Pero hubo momentos en que Jesús se emocionó y perdió su
serenidad.
En una ocasión, dirigiéndose a su Padre, dice la Escritura que se
regocijó en el Espíritu Santo. Cuando, levantando sus ojos al cielo,
hablaba con su Padre celestial, se entusiasmaba, como que salía fuera de
Sí.
En la víspera de su Pasión, cuando después de la Cena dirigió aquella
plegaria tan sentida a su divino Padre, le embargó la emoción.

172
Era un amor singular que se desbordaba del Corazón de Jesús y que
le hacía perder su serenidad.
Y en todas las grandes ocasiones de su vida, Jesús acudía al Padre:
para hacer un milagro, primero levantaba los ojos al cielo y daba las
gracias al Padre celestial. Así lo hizo cuando multiplicó los panes en el
desierto. Lo hizo también cuando realizó el prodigio admirable de la Euca-
ristía.
Él dijo que Él no buscaba su gloria, que buscaba la gloria del Padre
que le envió.
Todas las páginas del Evangelio nos dan a conocer, nos hacen
entrever, por lo menos, el amor inmenso que Jesús tenía a su Padre
celestial.
El amor que nos tiene a nosotros no es más que un trasunto de aquel
amor, porque Él nos dijo: Como mi Padre me ha amado, así os amo a
vosotros.
Pues bien: si debemos reproducir en nuestros corazones los
sentimientos de Jesús, si el alma transformada es otro Jesús y tiene por
espíritu al Espíritu Santo, es natural que en ella arda vivo, poderoso, el
amor al Padre, trasunto del amor de Jesús. Es decir, así como Jesús ama al
Padre, así el alma transformada, el alma que es otro Jesús, el alma que
tiene por espíritu al Espíritu Santo, debe tener esta devoción delicadísima,
ardiente, tierna, hacia el divino Padre; devoción que entraña ansias de
glorificarle, adhesión perfecta a la voluntad divina.
***
En el espíritu de la cruz hay otro rasgo muy propio de este amor, que
consiste en ofrecer al Padre celestial lo que más le glorifica, a su Hijo
divino, al Verbo encarnado.
Esa oblación del Verbo al Padre, propia de nuestro espíritu y que
debemos hacer frecuentemente en nuestra vida, ¿no es un acto de devoción
al Padre celestial?
La mayor glorificación del Padre es el sacrificio de Jesús en el
Calvario.
La mayor gloria de Dios —no relativamente, en el sentido en que
San Ignacio empleaba esta palabra, sino absolutamente—; la mayor gloria
de Dios es el sacrificio que reproducimos en la misa, sacrificio al cual se
refiere la oblación que hacemos al Padre celestial, de Jesús.
173
Es un acto de devoción al Padre, propio, muy propio del espíritu de
la cruz.
Claro está que al ofrecer a Jesús es preciso que nos ofrezcamos a
nosotros mismos; es nuestra oblación unida con la oblación de Jesús,
formando los dos una sola y misma oblación.
Es la reproducción de lo que expresa una ceremonia que se realiza en
la santa misa. ¿La recordamos? Cuando en el Ofertorio se prepara la
sacrosanta oblación, en el vino del cáliz se ponen unas gotas de agua; y a
este rito, la Iglesia le da una gran importancia. Y con razón, porque es un
símbolo: el vino es Jesús, el agua somos nosotros. Por eso del vino es una
gran cantidad y del agua son sólo unas cuantas gotas; ¿qué somos nosotros
en comparación con Jesús? Pero nos unimos a Jesús, pudiera decirse que
nos convertimos en Jesús, como el agua y el vino se convierten en la
Sangre de Nuestro Señor. Y las dos oblaciones, la de Jesús y la nuestra,
están en el mismo cáliz, y constituyen una misma oblación.
Así es la oblación que debemos hacer al Padre celestial; ofrecemos a
Jesús y nos ofrecemos a nosotros mismos; ponemos las gotas de nuestra
oblación en el vino generoso de la oblación de Jesús. Y con esto honramos
al Padre celestial. Este es un acto de devoción al Padre.
***
Así, pues, el amor de las almas transformadas, y singularmente el
amor de las almas de la cruz, es, en virtud de que el Espíritu Santo pone en
él su sello, una reproducción del amor que el Padre le tiene a Jesús y del
amor que Jesús le tiene al Padre.
Claro está que en las almas transformadas este amor se realiza con
perfección, porque en ellas el Espíritu Santo ha tomado posesión plena de
sus corazones. Pero si no es posible alcanzar en las etapas anteriores de la
vida espiritual la perfección de aquella cumbre, por lo menos pueden las
almas, en cuanto les es posible en su pequeñez y en su miseria ir imitando
los caracteres de aquel amor que se encuentra en la cumbre.
Procuremos encauzar la corriente de nuestro amor por esos cauces
para que sigamos a Jesús, para que le sigamos en el amor de su Corazón,
como también debemos seguirle —ya lo explicaré después— en el dolor
finísimo de este mismo Corazón divino.

174
CAPÍTULO XXVII

AMOR Y DOLOR EN LA UNIÓN TRANSFORMANTE

En el último capítulo hablé del amor del alma transformada y expuse


los caracteres singulares que tiene y que cuadran perfectamente con el
espíritu de la cruz.
Ahora voy a hablar del dolor del alma transformada.
A primera vista pudiera pensarse que en esas regiones celestiales ya
no hay dolor; el alma ha alcanzado la plena victoria sobre sus enemigos; el
hombre viejo ha muerto con todas sus concupiscencias. El alma está unida
con Dios de una manera inefable, llena de luz y de dones celestiales.
Pudiéramos pensar: ¿qué lugar hay en esta alma privilegiada para el dolor?
Y, sin embargo, Jesús, que ama apasionadamente el dolor y que hace
de él el gran instrumento de nuestra santificación y de la glorificación de
Dios, ha querido que aun en estas regiones altísimas se encuentre el dolor.
Y más aún: que esté allí en una forma que supera a las formas que ha
tomado en las etapas anteriores de la vida espiritual.
Hay, en efecto, dos grandes dolores en esas cumbres: uno que viene
directamente del amor, otro que viene de la transformación que ha recibido
el alma.
***
El que viene del amor es el martirio del deseo: el alma está unida con
Dios, recibe su influjo y su luz, lo conoce mucho más que en todas las
etapas de la vida espiritual, le ama más ardientemente que nunca. Pero no
lo posee aún.
Y mientras el amor no encuentra la posesión, no descansa, no está
satisfecho.
Y tanto más desea el que ama la posesión cuanto mejor le conoce,
cuanto más le ama, cuanto mejor ha vislumbrado su hermosura y su
bondad.

175
Y éstas son las condiciones en las que se encuentra el alma en la
unión transformante: su amor ha hecho explosión, su conocimiento se ha
engrandecido, ha sentido en lo íntimo de su ser aquellos toques celestiales
que a vida eterna saben; ha tocado a Dios, ha vislumbrado su
hermosura..., y entonces su corazón arde en deseos de poseerle. Y aquellos
ardores se acrecientan y se convierten en martirio.
Este martirio del deseo era el que expresaba Santa Teresa de Jesús en
aquellas conocidísimas estrofas:
Ven, muerte, tan escondida,
que no te sienta venir,
porque el placer de morir
no me tome a dar la vida.
Y también:
Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Muchas veces no tomamos en serio lo que se dice en poesía, porque
nos parece que los poetas, con tal de producir la belleza y de hacer un
poema hermoso, como que exageran sus sentimientos.
Pero aquí no cabe tal cosa; la expresión de Santa Teresa se queda
muy atrás de lo que experimentaba la santa: ese martirio del deseo es una
de las penas más grandes que hay en este mundo.
Santa Teresa de Jesús sufrió muchas enfermedades, persecuciones,
humillaciones, pobrezas y trabajos en la empresa de reformar el Carmelo;
pasó por todas las purificaciones pasivas; quince largos años de
purificaciones tuvo... Y, sin embargo, dice que más que todo eso la hizo
sufrir el martirio del deseo.
Yo pienso que ese martirio es muy semejante al que sufren en el
purgatorio las almas que se purifican: un tormento dolorosísimo, tanto más
grande cuanto más grande es el amor, cuanto mayor es el conocimiento.
***
El segundo dolor de la unión transformante es el que procede, como
decía, de la misma transformación.
Aparentemente, vuelvo a decirlo, en estas alturas parece que ya no
debería haber dolor; sobre todo, no debería haber desolación.
176
La misma Santa Teresa de Avila y también San Juan de la Cruz dicen
que en el estado de matrimonio espiritual, el alma vive en un cielo, y que
apenas unas ligeras nubecillas vienen a turbar el espléndido azul del firma-
mento.
Y Santo Tomás de Aquino da la razón de eso; las desolaciones en el
fondo vienen del desorden que existe en la vida activa del alma. Ya vimos
las razones providenciales de las desolaciones: es precisamente para
destruir al hombre viejo en los distintos refugios que él encuentra en su
lucha.
La primera desolación, la de los sentidos, es para quitar los vicios
espirituales, por los cuales el alma se apega a las cosas espirituales
sensibles.
La otra, la del espíritu, es para arrojar del último reducto al hombre
viejo, para quitar el apego a las cosas perfectamente espirituales, que no
tienen ya nada de sensibles.
Si el alma está perfectamente purificada, ¿por qué o para qué es la
desolación?
El gozo, el consuelo, viene precisamente del orden.
Estudiando Santo Tomás los frutos del Espíritu Santo va viendo
cómo a cada orden que se realiza en alguna porción del alma corresponde
un fruto: es la satisfacción, la paz, el gozo que procede de aquel orden que
se realizó.
Si en las cumbres el alma está perfectamente ordenada, ¿por qué la
desolación?
Y, sin embargo, en las cumbres se encuentran desolaciones, y
desolaciones espantosas.
Tenemos un ejemplo notorio: el de Santa Teresa del Niño Jesús. En
los últimos años de su vida tuvo una desolación tremenda, al grado que
decía que la palabra cielo ya no tenía para ella sentido; que así como una
persona que viviera en un país lluvioso y nublado donde nunca apareciera
el sol no entendería siquiera lo que era el sol de un día espléndido, así,
para ella, el cielo y las cosas divinas como que no tenían sentido. Fue ésta
una desolación en la cumbre.
¿Por qué, en esta última etapa de la vida espiritual, ha de haber
desolaciones? Porque en esta última etapa de la vida espiritual el alma se
transforma en Jesús y le va siguiendo en sus distintos misterios. Y seguir a
Jesús es llegar tarde o temprano a Getsemaní y al Calvario.
177
La desolación o las desolaciones de la unión transformante no son
para purificar el alma, que está ya purificada; son para asemejarse a Jesús,
para seguir a Jesús. El alma sufre porque es Jesús.
¡Bellísimo motivo, por cierto! Es una participación, por consiguiente,
de los dolores de Jesús, de sus dolores íntimos. Es, para decirlo de una vez,
la participación de la cruz interna del Corazón de Jesús.
Cuando se piensa en esa participación sin tener idea de cómo puede
ser, nos imaginamos que ha de ser una cosa bellísima: ¡participar de algo
íntimo de Jesús! Pero verdaderamente es algo terrible, es una desolación
más terrible que las desolaciones anteriores, porque estos dolores como
que tienen un destello divino, son los dolores de Jesús sentidos en su
Corazón; digo mal, no ellos, porque no los podríamos soportar, sino una
participación, un trasunto, un reflejo de aquellos dolores inefables.
***
Quizá tengamos alguna idea —a lo menos teórica— de lo que son
estos dolores: los causaron la gloria de Dios y el bien de las almas.
Los podemos vislumbrar de lejos.
Dice la Escritura que Jesús llevaba en su Corazón nuestros dolores:
Llevó sobre Sí nuestras miserias y tomó sobre Sí nuestros dolores (Is 53;
Mt 8, 17). Jesús llevaba, pues, nuestros dolores en su Corazón.
Imaginémonos lo que será llevar en el corazón los dolores de toda la
Humanidad. Así como una madre lleva en su corazón los dolores de sus
hijos; así como San. Pablo llevaba en su alma las penas de sus hijos
espirituales, puesto que decía: ¿Quién sufre sin que yo sufra? ¿Quién se
escandaliza sin que ardan mis entrañas? (2 Cor 11, 29); Jesús llevaba en
su Corazón los dolores de todo el género humano.
¿Se podrá tener una idea de lo que ha sufrido la Humanidad desde el
principio del mundo hasta hoy y de lo que sufrirá hasta el fin de los siglos?
Jesús llevaba en su Corazón todos esos dolores. ¿Quién podrá medir su
pena?
Pero no es todo; hay algo más terrible que llevar los dolores de la
Humanidad: es llevar los pecados de todos los hombres.
Y Jesús los llevaba también en su Corazón: Puso Dios en Él la
iniquidad de todos nosotros (Is 53, 6).
¿Quién podrá contar los pecados que se han cometido desde el
principio del mundo hasta hoy y los que se cometerán hasta el fin de los
178
tiempos? ¿Y quién podrá aquilatar todo la malicia, la espantosa malicia de
todos esos crímenes?
Pues bien: Dios puso en Jesús los pecados de todos nosotros.
Monseñor Gay tiene para explicar esto una espantosa comparación.
Dice: «Imaginémonos un lugar a donde fueran a concentrarse todas las
cloacas y todos los alcantarillas del mundo, a donde fueran a acumularse
todas las inmundicias de la tierra; aquel lugar sería un lugar espantoso.»
Así es el Corazón de Jesús; a ese Corazón han ido a parar todas las
inmundicias, todas... Dios puso en Él las iniquidades de todos nosotros.
¿Qué sentiría Jesús al verse responsable de nuestras iniquidades y
como cubierto con ellas? ¡Él, que es la pureza divina!
¿Qué sentiría una persona pulcrísima a quien sumergieran en una
cloaca? ¿Qué sentiría Jesús, la pureza misma, sintiéndose cubierto con
todos los pecados de la Humanidad?
Y después, ¡cómo le harían sufrir los estragos que el pecado produce
en las almas!
Pero, sobre todo, ¿qué sentiría Jesús al saber que muchas almas se
iban a condenar, a pesar de su Pasión y de su muerte? Pienso que éste fue
uno de los dolores más espantosos que sufrió Jesús.
Y, en efecto, imaginémonos que uno de nosotros supiera que una
persona queridísima: su padre, su madre, su hermano, estuviera
condenada; ¿qué sentiría? Si tuviera una revelación de que, ciertamente, se
había condenado, ¿podemos imaginarnos su pena?
¿Qué sentiría Jesús al saber que muchas almas se habían de condenar,
amándolas como las ama, con un amor inmenso?
¡Me figuro que se arrancó como pedazos de su Corazón para poder
tolerar que aquellas almas se condenaran!
Alguien ha dicho que la petición que hizo en Getsemaní se refería
precisamente a eso: ¡Padre, si es posible, pase de Mí este cáliz! No tanto
se refería a los sufrimientos corporales de su Pasión ni a las humillaciones
que iba a experimentar durante ella, sino que, ante todo y sobre todo,
quería decir: Padre, si es posible que ninguna alma se condene, que todas
aprovechen los méritos de mi Pasión y de mi muerte; si es posible, pase de
Mí este cáliz. Y luego, con una heroica adhesión a la voluntad divina: ¡Sin
embargo, no se haga mi voluntad, sino la tuya! (Lc 22, 42)
***

179
Y sentía también Jesús en su Corazón la gloria que le arrebataría a su
Padre el pecado. Y veía cómo en todas las épocas los hombres le quitarían
al Padre celestial su gloria y cómo le ofenderían a ese Padre que Jesús
amaba apasionadamente.
El dolor que le causaban las ofensas que se hacen al Padre fue quizá
la parte más tremenda de sus dolores íntimos.
Pero había otra, también relacionada con el Padre: fue el abandono
que Jesús sufrió en los últimos momentos de su vida.
No recordamos que, ya próximo a morir, abrió sus labios para
pronunciar la única queja de su Pasión: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abaldonado? ¡Abandono misterioso del Padre!...
Me lo explico de esta manera, hablando a lo humano: como que
Jesús levantó los ojos al cielo para encontrar fuerza y consuelo en su
Padre, y vio que la justicia de Dios, airada, se cernía sobre Él, porque Él
era el responsable de todos los pecados del mundo. Sintió Jesús lo que es
la justicia de Dios para los pecadores; pero no para un pecador o para otro,
sino para todos los pecadores de la tierra. Y entonces no pudo más..., y Él,
que había subido al Calvario sin exhalar una queja, prorrumpe así en esta
queja desolada: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?
***
Eso nosotros lo vemos por discurso; pero es muy distinto discurrir
acerca de un dolor sin sentirlo.
Las almas transformadas participan de este dolor que Jesús sintió en
su Corazón. No lo conocen especulativamente, lo experimentan. ¿Sabemos
cómo? Por el don de sabiduría.
Decía en alguno de los capítulos anteriores que a cada don intelectual
le corresponden dos estados, uno dulce y otro árido. Por consiguiente, que
cada don tiene su desolación propia.
La desolación que purifica los sentidos es desolación del don de
ciencia.
La purificación del espíritu es desolación del don de entendimiento.
Esta terrible desolación de la unión transformante, que es
participación de los dolores de Jesús, es la desolación del don de sabiduría.
Y esto se confirma, porque, realmente, lo que produjo en Jesús los
dolores íntimos fue el don de sabiduría.

180
Para que haya dolor se necesita que haya luz y conocimiento. Cuando
estamos sufriendo cualquiera enfermedad dolorosa en alguno de nuestros
miembros, si nos dan anestesia dejamos de sufrir, porque ya no hay
conocimiento, ya no se siente.
En otro orden, cuando no nos damos cuenta de una desgracia, de un
mal que nos ha sobrevenido, no sufrimos, y hasta dice un adagio vulgar:
Ojos que no ven, corazón que no siente.
Para sufrir se necesita conocer, se necesita ver.
Para que Jesús sufriera estos dolores íntimos necesitaba conocer esa
montaña de dolor y de iniquidad que llevaba sobre su Corazón. ¿Cómo la
conocía? ¿Por la visión beatífica? No, porque la visión beatífica no hace
sufrir. Y no hace sufrir, entre otras razones, porque se ve el conjunto.
En el cielo, ni nuestros pecados cometidos en la tierra han de estorbar
nuestra felicidad. Cuando en el cielo los recordemos, nos hemos de quedar
tranquilos... ¿Por qué? Porque nuestros pecados entran ya en el conjunto
de los designios de Dios, y cómo esos pecados son como las sombras de
un cuadro magnífico...
Imaginémonos un gran cuadro, enorme, pintado en un gran
acantilado; un cuadro que vemos desde lejos; las sombras; y las luces se
combinan, y se ve bellísimo. Si se acerca uno y ve nada más las sombras,
aquello es feo, no ve uno más que sombras. Pero a cierta distancia, la som-
bra y la luz se combinan y se ve todo armonioso y bellísimo.
En el cielo así se ve todo con la visión beatífica; de manera que
herejías, persecuciones, pecados, no son más que sombras de un cuadro
grandioso... La historia humana, que tiene tan grandes aberraciones y tan
terribles catástrofes, se ha de ver preciosa a la luz de la gloria.
Y por la visión beatífica así vio Jesús todo.
Pero cuando la luz con la que se miran esas cosas no es la visión
beatífica, sino la luz del don de sabiduría; cuando enfocaba el Espíritu
Santo ese don a los pecados y a los colores de la Humanidad, Nuestro
Señor sólo veía las sombras, y, por consiguiente, sufría inmensamente en
su Corazón. El don de sabiduría es el que les muestra a las almas todos
esos matices divinos de dolor que hicieron sufrir a Jesús. Y, por
consiguiente, las almas participan de aquellos tremendos dolores.
***
Pero tiene todavía otro aspecto este dolor de las almas transformadas.
181
Sarta Teresa del Niño Jesús lo vio muy claramente y lo expresó en su
autobiografía. Si la leemos con atención, encontraremos allí lo que estoy
diciendo. Dice la santa, al describir la terrible desolación final de su vida,
que Dios la hizo sentarse a la mesa de los pecadores y de los impíos, quiso
que sintiera lo que deberían sentir los incrédulos, para que con aquel dolor
que experimentaba en su alma pudiera alcanzar gracias para los pecadores
y para los incrédulos.
Esta es aquella desolación. Tiene un carácter, si se me permite la
osadía de la palabra, corredentor. No en el sentido en que es corredentora
la Santísima Virgen, que es algo suyo, único, especial, sino en pequeño.
También las almas santas, como que cooperan con Jesucristo para alcanzar
gracias y dones para las otras almas.
Y estos sufrimientos que experimentan las almas transformadas
tienen este fin: expiar las faltas de los pecadores y alcanzar para ellos
gracias y dones especiales.
De manera que estas desolaciones de la unión transformante no son
para purificar a las almas, que están ya bien purificadas, sino para
participar de los sufrimientos de Jesús; son para participar de ese privilegio
divino de Cristo de alcanzar gracias para las almas, no como Él las alcan-
zó, por sus propios méritos, sino como nosotros podemos, únicamente por
nuestra unión con Jesús y por la participación de sus dolores.
¿Y no vemos que estas desolaciones, con este doble fin, son propias,
propísimas del espíritu de la cruz? ¡Si precisamente la meta, el ideal
supremo de un alma de la cruz, es éste: participar de la cruz interna de
Cristo y alcanzar para las almas gracias y dones!
Esta es la verdadera, la perfecta participación de la cruz interna. Y
éste es el medio superior y eficacísimo para alcanzar gracias para los
demás.
Claro está que no todas las almas podrán llegar a esas alturas; y
quienes no lleguen tan alto, deben participar de la manera que puedan de
los dolores de Jesús, y venerarlos y utilizarlos. Pero lo supremo es esto.
¿No es verdad que en las cumbres se ve con más precisión y con más
claridad lo que constituye el verdadero espíritu de la cruz?
¡Pluguiera a Dios que nos concediera a todos llegar a esa inefable
participación de la cruz interna de Jesús!
Pero si Nuestro Señor no es servido de llevarnos tan alto, por lo
menos, el haber vislumbrado esas cumbres excelsas será para nosotros un
182
estímulo que nos haga trabajar en la tarea de nuestra santificación y que
nos impulse a participar de los dolores de Jesús, si no en esa forma al-
tísima e inefable, por lo menos, en la forma que sea posible a las
condiciones en que nos encontramos.

183
CAPÍTULO XXVIII

AMOR Y FECUNDIDAD DEL ALMA TRANSFORMADA

En los capítulos anteriores afirmé que el alma transformada en Jesús


tiene un amor singular, un dolor divino y una santa fecundidad.
Expliqué los dos primeros puntos: el amor y el dolor del alma
transformada, que cuadran perfectamente —como lo he repetido— con el
espíritu de la cruz.
Quiero hablar ahora de la santa fecundidad que tiene esta alma que se
ha transformado misteriosamente en Jesús.
Todos sabemos que el cristiano tiene que ser apóstol.
La Santidad de Pío XI dijo que el apostolado es un elemento esencial
de la vida cristiana.
Y así tiene que ser, porque estando íntimamente unidos el amor de
Dios y el amor del prójimo, o, más bien dicho, siendo una misma caridad
con la que amamos a Dios y con la que amamos a prójimo, es
indispensable en tono el que llega a la plenitud del amor que se derrame y
se desborde, haciéndole bien al prójimo.
Por eso dijo con mucha razón el Padre Lacordaire, dirigiéndose a un
joven del mundo —no se dirigía a ningún sacerdote ni religiosa: a un joven
del mundo—: No digas: quiero salvarme. Di: quiero salvar al mundo. Es
el único horizonte digno de un cristiano, porque es el horizonte de la
caridad.
Un cristiano no puede quedar satisfecho con su propia santificación.
Necesita pensar en los demás, pensar en el mundo.
Con mayor razón un alma transformada en Jesús.
El hecho de que algunas almas sean contemplativas no quita que
tengan esta fecundidad apostólica. Al contrario, quizá puedan competir y
hasta superar a las que se dedican a la vida activa.
***

184
Hay un pasaje de la santa Escritura que me parece a mí que simboliza
lo que son la vida activa y la vida contemplativa en el mundo. En una
ocasión, Josué, con los ejércitos de Israel, combatía en un valle contra los
amalecitas. Y en una colina estaba Moisés orando con los brazos
levantados al cielo. Duró mucho tiempo la batalla, y cuando Moisés,
cansado, bajaba los brazos, Israel cedía y empezaba a ser derrotado;
cuando levantaba los brazos para orar, Israel triunfaba. Cuando observaron
esto, enviaron algunos que le detuvieran los brazos para que los
mantuviera siempre levantados al cielo hasta que Israel alcanzó la
completa victoria.
Yo me pregunto: ¿A quién se le debe atribuir la victoria, a Josué o a
Moisés? A los dos, sin duda; pero en cierto sentido más a Moisés que a
Josué; porque Josué, combatiendo, perdía cuando Moisés no oraba, y
Moisés, orando, hacía que Israel alcanzara la victoria.
Lo mismo acontece en el mundo: es una lucha gigantesca la vida
humana. Las fuerzas de Dios luchan contra las fuerzas de sus enemigos. Y
en esa lucha gigantesca las almas activas pelean como Josué y los ejércitos
de Israel; las almas contemplativas oran sobre la colina con las manos
levantadas al cielo.
Y pienso que si es verdad que influyen eficazmente en el triunfo los
que trabajan y luchan en la vida activa, en último término depende de la
oración el éxito de la batalla.
Cuántas veces ha de acontecer que un alma convertida a Dios de una
manera extraordinaria, al parecer por la palabra y por los esfuerzos de un
misionero, en realidad se convierte y vuelve a Dios por la oración y por el
sacrificio de almas desconocidas, que solamente en el cielo sabrán lo que
alcanzaron con sus oraciones; y solamente en el cielo también, los que
recibieron el fruto de sus oraciones sabrán de dónde les ha venido la gracia
de su conversión, |
Para mostrar cómo depende más de Dios que de nosotros el hecho de
que las almas vuelvan a Dios, refieren esta anécdota:
Una vez estaba un sacerdote predicando una misión. En eso, ya para
terminar, se le acercó uno de los que habían escuchado todas las pláticas.
Al sacerdote le llamaba la atención que se convirtiera aquel hombre,
porque tenía que restituir, que quitar ocasiones próximas, que hacer mu-
chos sacrificios, y a todo estaba dispuesto... Era una conversión perfecta.
Entonces el sacerdote le preguntó: «¿A qué se debe esta conversión? ¿Por
qué cambió de una manera radical de vida? ¿Qué fue lo que le movió?» El
185
penitente le dice: «Padre, el sermón que vuestra reverencia predicó tal
día.» Entonces, el Padre le preguntó: «Bueno, ¿y qué lo que en ese sermón
le movió más?» Seguramente lo quería saber para que le sirviera de
experiencia en el porvenir. «Todo, Padre, todo lo que usted dijo me sirvió
mucho; pero cuando ya no pude soportar más fue cuando dijo vuestra
reverencia: “¡Pasemos a la segunda parte!”» En esto se encierra una gran
verdad; no es precisamente lo que decimos y lo que predicamos lo que trae
las bendiciones de Dios; muy bien puede suceder que aquella conversión,
más que al sermón del sacerdote, se debiera a la gracia que Dios le dio a
ese predicador, porque alguna alma estaba ofreciendo por él sus oraciones
y sufrimientos.
El hecho de ser contemplativas no quita a las almas la obligación que
tienen de ejercer el apostolado, sino que su apostolado se ejerce de otra
manera.
Y para las almas de la cruz está clarísimamente marcada la forma de
apostolado: el apostolado de la cruz, el apostolado del sacrificio, el
apostolado del dolor.
***
En las almas que han llegado a la transformación se ve, digamos así,
como en su plenitud, este precioso apostolado.
El alma transformada tiene que seguir a Jesús. Y el coronamiento de
la obra de Jesús es su sacerdocio. Lo supremo de Jesús en su sacrificio en
el Calvario.
Dijo muy bien Bossuet: No hay en el Universo nada más grande que
Jesucristo; no hay en Jesucristo nada más grande que su sacrificio.
Habiendo hecho Jesús tantas cosas maravillosas, la más prodigiosa de
todas es su sacrificio.
Y tanto amó Jesús su sacrificio, que quiso perpetuarlo; así como
cuando tenemos algo que nos satisface plenamente, cuando nos parece que
gustamos la dicha verdadera, quisiéramos que no pasara el tiempo, y
pretendemos, como Josué, detener el sol, aunque sin conseguirlo.
Nuestro Señor Jesucristo sintió el anhelo de que su hora no pasara.
Su hora fue la hora de su sacrificio. Cuando el apóstol San Juan va a
empezar a describir los misterios de la institución de la Eucaristía y de la
Pasión, dice: Sabiendo Jesús que había llegado su hora... La hora del
sacrificio es la hora de Jesús.

186
Y Jesús quiso que aquella hora se detuviera, que aquella hora sonara
siempre; y sin detener el tiempo perpetuó su sacrificio.
Monseñor Gay dice que Jesús de dos maneras perpetuó su sacrificio:
en la Eucaristía y en las almas. Por eso dice: Nunca faltará en la tierra ni
la Eucaristía ni el martirio.
En la Eucaristía se perpetúa el sacrificio, porque el sacrificio de la
Eucaristía es el sacrificio místico del Cuerpo real. En las almas se perpetúa
el sacrificio de Jesús, porque es el sacrificio real del Cuerpo místico.
San Pablo nos reveló este misterio cuando dijo con la audacia que le
caracteriza: Completo lo que falta a la Pasión de Cristo.
A primera vista causa extrañeza. ¿Qué podía faltar a la Pasión de
Cristo? ¡Si era una obra completa; más todavía, era una sobreabundante! Y
suponiendo que le hubiera faltado, ¿quién eres tú, Pablo, y qué somos
cualquiera de nosotros para completar a Jesús su Pasión, para completar su
obra? Y, sin embargo, San Pablo dijo una gran verdad. San Agustín lo
explica: «¿Qué le faltó a la Pasión de Cristo? Que después de haber sufrido
la cabeza, sufrieran los miembros; que después de haberse inmolado el
Cuerpo real, se inmolara el Cuerpo místico.»
Cada vez que sufrimos completamos el sacrificio de Jesús. El
sacrificio de las almas es la prolongación del sacrificio de Jesús. Y cuando
sufren con Él, y cuando sufren por Él, y cuando sufren en Él, el sacrificio
de Jesús es el que se prolonga y tiene, sin duda alguna, singular eficacia;
en cierto modo tiene la eficacia misma del sacrificio de Jesús.
Por eso el alma que sufre con Él, que se inmola con El, que se ofrece
con Él, ejerce un maravilloso y fecundísimo apostolado y continúa el
sacrificio de Jesús.
Por eso se le ha podido llamar a este apostolado SACERDOCIO
MÍSTICO, porque, en realidad, es propio del sacerdote ofrecer el sacrificio.
Y si nosotros, los que hemos recibido el carácter sacerdotal por medio de
la ordenación, ofrecemos el sacrificio místico del Cuerpo real de Jesús en
el altar, todas las almas que están unidas con Jesús y que se inmolan con Él
y que prolongan así el sacrificio del Calvario, ofrecen el sacrificio real del
Cuerpo místico de Jesús y —aunque de otra manera que los sacerdotes—
participan también del sacerdocio de Jesús.
Ofrecernos, y ofrecemos en unión con Jesús y ofrecernos por la
gloria de Dios y por el bien de las almas, es prolongar el sacrificio del
Calvario, es ejercer, en cierta manera, un acto sacerdotal.

187
***
Esto lo hacen admirablemente las almas transformadas: como son
Jesús, al ofrecerse a sí mismas ofrecen a Jesús; al ofrecer a Jesús se
ofrecen también ellas mismas. Y se ofrecen por las mismas intenciones de
Jesús: por la gloria de su Padre celestial, por el bien de las almas. Es el
sacrificio del Calvario que se prolonga en el Cuerpo místico de Cristo.
Quizá cuando no se reflexiona mucho en esto se pensará que esa
oblación de Jesús al Padre celestial, que repetimos muchas veces, es como
una devoción cualquiera, como cualquiera otra oración que se nos enseña a
rezar. No; este ofrecimiento del Verbo tiene un gran fondo: allí palpita el
espíritu de la cruz; es algo muy característico de él. Las almas de la cruz
deben ofrecer al Verbo —y con Él— ofrecerse a sí mismas al Padre
celestial.
Reflexionemos en toda la amplitud y en toda la profundidad qué
tiene esa oblación; significa una unión muy íntima con Jesús, porque si nos
ofreciéramos solos, nuestra oblación no tendría importancia; la única
víctima agradable al Padre celestial por sí misma es Jesús. Nosotros
podemos ser víctimas y podemos ser agradables al Padre, pero sólo en
unión con Jesús.
Para hacer debidamente ese acto de oblación de Jesús al Padre es
preciso que el alma esté unida con Jesús; más aún, que esté transformada
en Jesús.
Y ese ofrecimiento es un ofrecimiento formal, serio; como decía en
alguno de los capítulos anteriores, no es como esas frases de cortesía:
«Estoy a las órdenes de usted. Esta es su casa...» No, ésta es una oblación
seria; al hacerla le decimos a Nuestro Señor que estamos dispuestos a ser
inmolados. Nuestro Señor puede tomarnos la palabra.
Y más cuando, por razón de nuestra vocación, estamos destinados a
la inmolación, al sacrificio. No es una palabra vana, es una oblación
sincera que agrada a Nuestro Señor y que puede realizarla.
Cuando ofrecemos al Verbo y con Él nos ofrecemos nosotros
mismos, le decimos al Padre celestial: Señor, yo me ofrezco para que, en
unión con Jesús, tu Sacerdote y tu Víctima, se prolongue en mí el
sacrificio del Calvario.
Esa oblación viene del amor, es virtualmente dolor, porque es
aceptación de sacrificio, y tiene como fruto la pureza.

188
Puede alcanzar toda clase de gracias, pero singularmente gracias de
pureza, en unión con Jesús, para las otras almas, pero especialmente para
las almas sacerdotales.
¿Vislumbramos toda la grandeza, la hondura y la fecundidad del
espíritu de la cruz?
Sin duda que se puede tener muchos géneros de apostolado: la
catequesis, la preparación de los niños a la primera comunión, los retiros y
Ejercicios espirituales, la difusión de este espíritu en las demás almas para
que se santifiquen y se unan a Dios. Pero el apostolado específico de las
almas de la cruz es participar, en esta forma inefable que acabo de decir,
del sacrificio de Jesús; es perpetuar en nuestro cuerpo y en nuestra alma,
sobre todo, el sacrificio del Calvario; es completar lo que faltó a la Pasión
de Jesús.
Lo supremo en las almas transformadas es casi siempre alguna
participación del sacerdocio de Jesús, porque, como decía, el sacerdocio de
Jesús y su sacrificio son como el coronamiento de su vida. La
participación de ese gran misterio es casi siempre el complemento de la
perfección de las almas.
Un alma transformada llega a recibir su coronamiento cuando, en una
o en otra forma, participa del sacrificio y del sacerdocio de Jesús.
¿No vemos que este espíritu se realiza de una manera admirable y
perfecta en las almas transformadas? ¿No vemos sobre esa cumbre en todo
su esplendor y en toda su plenitud el espíritu de la cruz?
Pues bien: obremos conforme al modelo que hemos visto en la
montaña, conforme al modelo que hemos contemplado en la cumbre.
Procuremos restaurar, perfeccionar, engrandecer nuestro espíritu. Vivamos
conforme a él para que seamos lo que Dios quiere de nosotros, para que
realicemos los designios de Jesús, para que de veras podamos ofrecerle
algún consuelo, y Él pueda decir de nosotros lo que dijo San Pablo de sus
hijos: que somos su gozo y su corona.

189
CAPÍTULO XXIX

EPÍLOGO

Ya terminé de exponer todo lo que me había propuesto.


He señalado las distintas etapas de la vida espiritual, el camino por
donde se llega a la plenitud del amor, que constituye la santidad y la dicha
de nuestras almas.
Espero en Dios que, con las luces y las gracias que he tratado de
derramar en las almas, de todo lo que hemos considerado a lo largo de
estos numerosos capítulos, sacaremos tres cosas:
La primera es un estímulo para trabajar con mayor ahínco en nuestra
santificación. Mirar los caminos de Dios, contemplar, sobre todo, las
cumbres en las que el alma encuentra a Dios y se enriquece con las cosas
divinas, es un estímulo poderosísimo que nos comunica fortaleza y
entusiasmo.
La segunda es un conocimiento más profundo del espíritu de la cruz,
de manera que nos demos cuenta de qué excelente, qué ideal, qué
adecuado es ese espíritu para alcanzar la perfección y llegar a la cumbre de
la santidad. Y apreciándolo más, procuraremos conservarlo como un rico
tesoro y trataremos de que influya constantemente en nuestra vida.
La tercera y última es un gran anhelo de trabajar, porque nos
habremos dado cuenta de lo largo que es el camino de la perfección y de
las dificultades que tiene.
No es cosa de estar perdiendo el tiempo; cuando vamos de viaje y
tenemos que hacer un camino muy corto, de unas cuantas horas, podemos
permitimos el lujo de perder algún tiempo; al fin y al cabo, no tenemos que
hacer más que una jornada pequeñísima. Pero cuando sabemos que el viaje
es largo y el camino es difícil, entonces no podemos perder el tiempo. ¡A
trabajar, desde luego, y constantemente!
Espero que habremos visto a grandes rasgos, por lo menos, el camino
que lleva a Dios, «el camino regio del amor»; es un camino largo, un
camino difícil, en que se necesita trabajar mucho, y, por consiguiente, no

190
podemos perder el tiempo, sino que necesitamos andar de prisa, porque es
mucho lo que nos falta por andar.
***
Pero pudiera suceder que, al pensar en lo largo y en lo difícil del
camino, viniera el desaliento. Porque pensar: «Hasta ahora no he hecho
gran cosa; me falta muchísimo que hacer, difícilmente lo haré», podemos
desalentarnos.
¡No! Para no desalentamos, quiero proponer en este último capítulo
tres cosas que nos han de consolar y fortificar.
Para recorrer este camino tenemos una fuerza, un modelo y un guía.
Refiere la Escritura que Elías caminaba hacia el monte Horeb, y que
se sintió verdaderamente agotado por el cansancio, y se acostó debajo de
un árbol, y dijo: Moriré como han muerto mis padres. Le pareció
imposible llegar hasta la cumbre del monte santo. Entonces se recostó para
dormir, desalentado. Y al hacerlo, vio cerca de él, entre las cenizas, un
panecito misterioso, y comió de él. Aquel pan le comunicó tal fortaleza,
que pudo llegar, sin volver a probar bocado, hasta la cumbre del monte
santo.
Ese pan misterioso del profeta es un símbolo de la Eucaristía.
Tenemos, pues, un pan para fortalecernos: la Eucaristía; fortalecidos
con ese Pan divino, podemos llegar hasta la cumbre de la perfección.
Si no contáramos con ese alimento divino, tendríamos razón para
desalentarnos. Pero, no; en nuestra mano está alimentamos con ese Pan
que produce en nosotros mayor fortaleza que el pan del profeta, y llegar así
hasta la cumbre de la perfección, vivificados por la santa Eucaristía.
Y démonos cuenta cómo Nuestro Señor, que nos ha señalado ese
camino, largo y difícil, ciertamente, por donde debemos llegar a la meta de
nuestras aspiraciones y a la realización del espíritu de la cruz, ha querido
que estemos íntimamente unidos con la sagrada Eucaristía; todos los días
recibimos este divino manjar; constantemente tenemos expuesto a nuestras
adoraciones al Santísimo Sacramento; todos los días pasamos ante Él los
tiempos de adoración. Se comprende que nuestra vida esté impregnada,
por decirlo así, de Eucaristía, para que podamos realizar la empresa
gigantesca que supone el espíritu de la cruz.

191
Poco importa, por consiguiente, que el camino sea largo, áspero y
difícil; fortificados con el Pan de los cielos, podemos llegar tranquila y
victoriosamente hasta la cumbre del monte santo.
***
Tenemos también un modelo, un modelo acabado y dulcísimo: la
Santísima Virgen María.
Pienso que fue la primera alma que realizó el espíritu de la cruz. La
consoladora de Jesús fue María.
Al pie de la cruz estaba acompañando a Jesús, y estaba haciendo al
Padre la oblación de su Hijo divino.
María, no solamente estaba en el Calvario como una madre que
presencia los últimos momentos de su hijo y que recoge las últimas
palabras que caen de sus labios, no; María estaba allí para ofrecer a Jesús
al Padre, para sacrificarlo.
La primera oblación de Jesús la hizo Él mismo. La segunda la hizo
María. Después, en el curso de los siglos, ha habido muchas almas a las
que Nuestro Señor ha asociado a su sacrificio. Y ahora ha querido, por las
obras de la cruz, que haya una familia espiritual que tenga como misión
propia unirse a Él en la oblación de su sacrificio divino.
María es la que mejor ha conocido en el mundo los dolores íntimos
del Corazón de Jesús y la que ha participado con mayor opulencia de ellos.
Si es Corredentora del género humano, es, principalmente, porque
participó de los dolores íntimos del Corazón de Jesús.
La pasión de María no fue en su cuerpo; la pasión de María fue en su
alma y en su corazón.
Pienso que Jesús le dejó a la Virgen Santísima como herencia la cruz
íntima que Él llevó en su Corazón; porque después de que Jesús murió,
después de que resucitó y que era imposible, ya no podía sufrir sino de una
manera misteriosa, es decir, no quedaban en Él sino de una manera mística
como las huellas gloriosas de sufrimiento. Pero María Santísima recogió
aquella cruz bendita, y durante los largos años de su soledad llevó en su
alma la participación de los dolores íntimos de Jesús.
Ella alcanza con su poderosa intercesión gracias para todos los
hombres. Es la Corredentora del género humano, es la distribuidora de
todas las gracias. No hay gracia que no pase por su corazón y por sus
manos: es la Mediadora de todas las gracias.
192
De una manera sublime y grandiosa, la Santísima Virgen realiza el
ideal de la cruz, el espíritu de la cruz. Es nuestro Modelo.
También es nuestra Madre. A ella podemos acudir cuantas veces
tengamos necesidad de aliento; cuando sea preciso, ella nos llevará de la
mano por los senderos de la perfección; cuando sea necesario, nos tomará
en sus brazos, como una madre toma a su hijo pequeñito para ahorrarle
trabajo y dolor.
Confiemos en Ella.
***
Finalmente, tenemos un guía: el Espíritu Santo.
Él es el Director de todas las almas, porque es el Santificador.
Pero, además, tiene una íntima relación con las almas de la cruz por
razón de su espíritu propio.
Expliqué antes que el amor que es propio de las almas de la cruz es
como un reflejo, como una imagen del Espíritu Santo; es un amor dirigido
especialmente por Él.
Para consolar a Jesús y para ofrecerlo al Padre y para ejercer ese
sacerdocio místico de que he hablado; en una palabra: para cumplir con lo
que exige nuestro espíritu, necesitamos una unión íntima y estrechísima
con el Espíritu Santo. Él es el Amor, y solamente el Amor puede guiarnos
por los senderos del amor...
En estas páginas, aun cuando sea a grandes rasgos y de una manera
imperfecta, hemos contemplado y recorrido los senderos regios del amor.
Para caminar por ellos necesitamos del Amor, del Amor sustancial, del
Amor personal, que es el Espíritu Santo.
Él es el que guía por estos senderos ásperos y difíciles, pero dulces y
gloriosos, porque nos llevan a Jesús, porque nos conducen a la felicidad.
***
Con la fuerza de la Eucaristía, con el modelo de nuestra Madre
santísima, y teniendo por guía al Espíritu Santo, no temamos, no
desmayemos, no vacilemos nunca. Caminemos por los senderos del amor.
Todo lo podemos en Aquel que nos conforta.
Miremos hacia las cumbres; allá nos espera Nuestro Señor; allá nos
espera, no solamente la dicha de poseerlo, sino también la dicha de

193
consolarlo y la dicha de derramar por todo el mundo la pureza, que encanta
al Corazón divino de Jesús...

194

También podría gustarte