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La moral y el Estado de derecho

Por: Carlos Gaviria Díaz


El Espectador agosto 9 de 2001

Una decisión es arbitraria cuando no obedece a reglas. Sólo al capricho de quien la observa. Por
ejemplo, la del monarca absoluto, porque él mismo es la ley. Los súbditos no saben hoy cuál es el
comportamiento censurable, expuesto al castigo, porque puede ser diferente del de ayer. Someter a
reglas la actuación del gobernante, como lo está la del súbdito, es lo que el Estado de derecho se
propone. Esa erradicación de la arbitrariedad en la relación de poder implica, entonces, la
protección de la libertad de la persona, que sabrá en adelante qué implicaciones hay en el ejercicio
de sus opciones. A esa certidumbre sobre la licitud o ilicitud de un hecho, se la ha llamado libertad
seguridad. Y para precaver que cualquier comportamiento no vaya a ser tenido como ilícito, sino
sólo el que resulte atentatorio de la convivencia, se les posibilita a todos los ciudadanos participar
en la formación de la voluntad general. A eso se le llama libertad participación. Ambas libertades,
que parecen exigirse mutuamente, se articulan en el Estado de derecho. La primera es el símbolo del
liberalismo político y la segunda el de la democracia. Por eso al sistema que las armoniza se le
conoce como demo-liberal.

Ahora bien: Si lo que está comprometido en tal empresa es la protección de la libertad de la


persona, es claro que el propósito del Estado de derecho es altamente ético. Exquisitamente moral,
si hacemos intercambiables esos conceptos. Pero el logro de esa finalidad está supeditado,
precisamente, a la vigencia del derecho como sistema de normas objetivo, cuyo contenido puede ser
evaluado por cada persona desde la perspectiva de lo que ella juzga acorde con la idea que tenga de
lo bueno, sin que de ese juicio dependa la validez ni la capacidad de obligar inherente a las normas
jurídicas. Por eso el derecho positivo condensa la moralidad prescrita para una sociedad liberal y
democrática.

Esta tesis la expresó el expresidente Eduardo Santos a modo de respuesta a la afirmación hecha por
el doctor Laureano Gómez en su discurso de posesión como presidente de la República, en el
sentido de que gobernaría teniendo como pauta la moral. La pregunta obvia dentro de una sociedad
pluralista es ésta: ¿con la moral vista desde cuál perspectiva? Porque es evidente que el enjuiciar
una conducta como lícita o ilícita desde un punto de vista moral puede dar lugar a controversia y
¿quién puede establecer con autoridad de parte de quién está la razón? ¿El gobernante? Entonces
regresamos a la arbitrariedad que el Estado de derecho se ha propuesto erradicar. ¿Cada uno según
su propio criterio? Entonces estamos en la anarquía.

Lo anterior no significa, en modo alguno, que en una sociedad liberal y democrática la moral
individual tenga un valor subalterno. Yo puedo dar testimonio de ella, cuando la encuentro en
conflicto con las normas jurídicas, exponiéndome a las consecuencias que éstas establecen para
quienes no las acatan. Y si tengo en alta estima la moral que profeso, afrontaré con dignidad el
contratiempo, sin argüir que mi “verdad” está por encima de cualquier juicio ajeno. Ni, mucho
menos, que soy la encarnación misma de la moral social, porque para saber ésta en qué consiste,
carecemos de un criterio de identificación objetivo como el que nos permite saber cuál es el derecho
vigente. Por esa razón en un Estado de derecho, laico y pluralista, nadie está habilitado para
proclamarse depositario de “verdades morales eternas”. Puede, desde luego, observarlas y vivirlas a
plenitud, pero no prescribirlas para quienes no las comparten.

Tomado de: http://gecipap.blogspot.com/2015/04/dos-escritos-de-carlos-gaviria-diaz-y_19.html

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