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EL TRANQUILIZANTE

Camila Pérez Failach

En medio de esta crisis me han surgido múltiples interrogantes frente a los sucesos que

todos los días estamos viviendo como nuevos. Sin duda, la rapidez con la que hemos vivido

tantas coyunturas en medio de esta crisis por la pandemia del COVID-19, ha generado que

las reflexiones tengan que estar actualizándose a diario respecto a la velocidad con la que

las decisiones se están tomando y las cosas ocurriendo.

No sin más, la cuestión por lo que entendemos por estado volvió a tomar un lugar

preponderante en la opinión pública como en los círculos académicos, después de todo,

ante la incertidumbre por la que hemos deambulado por estos meses, lo que llamamos

estado, ha estado ahí como unificador tomando decisiones que la misma crisis ha

“legitimado”. Sin embargo, esta imagen del estado como ese ente fuerte, hegemónico y

patriarcal, se ha visto contrastada por la misma configuración de los tiempos en los que

vivimos. La globalización y la eminente deslocalización de poderes que controlan las

relaciones geopolíticas en el mundo, en definitiva, han mostrado como superan el poder de

los estados como agentes individualizados. Aunque lo último nos lanzó a la vista el declive

de poder de los estados frente a los poderes económicos, tecnológicos y financieros, ante el

miedo generalizado que ha causado una pandemia y todas las implicaciones en la vida

cotidiana que esta ha tenido, al estado lo hemos visto como eso donde vamos a

reconocernos y a esperar que pase la crisis.


Sin dudarlo, hubiera considerado la definición de la categoría estado para comenzar a

hablar de ella, pero la definición de lo que entendemos por estado no puede atribuírsele a

una categoría como cualquier otra, esta en especifico se reviste de complejidades no solo

teóricas sino hasta emotivas, por lo que comenzaría por pensar que el estado como esta

institución omnipotente y centralizadora no es un fenómeno que precede a lo que lo que se

considera como ciudadanía, sino que hay una relación de correspondencia entre lo que las

individualidades desean que sea el estado y la manera como este se manifiesta.

Nuestro deseo no es solo por el estado, sino por un tipo de estado con unas particularidades,

las cuales son fáciles de visualizar ante los constantes reclamos frente a sus formas. La

rabia que vemos visto entre finales del año pasado y el trascurso de este 2020 es muestra de

ello, Constato esto con lo que afirma Buchely (2012) cuando expresa que: “la necesidad del

estado parece ser entonces una depresión colectiva absolutamente fértil para la base política

(Eng 2000), que influye de manera directa en la relación que los ciudadanos construyen con

el estado mismo” (Pág. 143).

Con la crisis por el virus la cual estamos atravesando, sin duda, estos deseos se han

exacerbado, la sensación de la necesidad absoluta del estado en sus manifestaciones más

paternalistas y autoritarias se han ubicado a la orden del día. Si bien es evidente que la

crisis mundial que vivimos por la pandemia del COVID-19 ha pedido la urgencia de

medidas para gestionar el aumento de contagios ante una reducida capacidad hospitalaria,

lo que no parece tan evidente son las maneras en que los mismos ciudadanos han asumido

al estado y su papel individual ante este fenómeno.

Para acercarme a esto, quise tomar la experiencia de Buchely (2012) analizando el texto

“Cartas de Batalla” de Valencia Villa desde el punto de vista del psicoanálisis aplicado. Si
bien su ejercicio fue ambicioso en la medida de contar con todos los conocimientos

específicos para hacerlo, al leerlo me surgieron pensamientos relacionados con lo que esta

sucediendo en medio de esta pandemia. En este sentido, Buchely (2012) con su texto lo que

intenta mostrar es como en mucha literatura académica colombiana se han dedicado letras y

letras a hablar de la “ausencia del estado”, lo cual denomina como una estructura patológica

que sitúa el fenómeno de la melancolía a la hora de abordar la pregunta por el estado en

Colombia.

Con esto en mente, contrasté lo que estamos viviendo con lo que ella denomina como la

estructura básica de la patología del estado en sus tres características: 1) se identifica algo

ausente; 2) se lamenta y critica de manera excesiva esa ausencia; y 3) se califica esa

ausencia como una culpa propia, derivada de una incapacidad latente o de una falta de

suficiencia (Butler 1997). (Buchely., 2012., Pág. 138). En ese sentido, viendo lo que esta

sucediendo con la pandemia en el país, al imaginar esta primera característica mis

pensamientos se dirigieron a la percepción que he tenido de los ciudadanos. Hay una

sensación generalizada de que falta algo en el país, que falta “autoridad” que falta un estado

autoritario capaz de controlar el comportamiento de todos los ciudadanos, un estado que a

través de solo la declaración de Estado de Emergencia y con ello el decreto de los llamados

aislamientos preventivos obligatorios sea capaz de unificar el comportamiento de la gente y

direccionarlo de una determinada forma para “gestionar” los contagios.

Sin embargo, basto una semana de aislamiento preventivo obligatorio (o menos) para que

“la ausencia del estado” volviera a nuestras conversaciones cotidianas y a la academia de

una manera contundente. Con la realidad económica de la mayoría de la población en el

país, era imposible sostener una cuarentena prolongada y a pesar de las directrices del
estado, muchas personas tuvieron que volver a salir a las calles mientras aumentaban los

contagios y las muertes. Posteriormente, el mismo estado fue flexibilizando el aislamiento

preventivo obligatorio para posibilitar la activación de algunos sectores económicos ante la

eminente recesión económica que nos está cayendo encima, ahí surgieron otros fenómenos.

El virus existía y las muertes seguían aumentando, pero el miedo primario parecía

disiparse, el estado había restringido nuestras libertades para evitar los contagios, pero abría

las puertas para que se siguiera trabajando, así que la impresión de ver mas personas en la

calle fue un sinónimo visual de buscar hacer cosas que se hacían antes del virus, pero

obviamente sin que el estado se enterara de ello. Así todos los días sonaban y sonaban

noticias de las innumerables fiestas intervenidas por la policía en todo el país, las fincas

repletas de gente, las fotos con tapabocas en todos lados, a la par de las noticias de las UCIs

cada vez con menos capacidad. Con esto se exacerbaron las suplicas de la gente, las

suplicas por represión y autoritarismo, había algo que faltaba en el país, quizás la “mano

dura” de las autoridades para contener el flujo de las personas en la calle después de

restringir libertades constitucionales, y así fueron aplaudidas y elogiadas las medidas de

gobiernos regionales y locales de toques de queda, ley seca, militarización de algunas zonas

y hasta cercos en los barrios.

Algo estaba ausente, nuestro objeto pedido en esta crisis es un tipo de estado autoritario,

hegemónico y unitario, un estado patriarcal muy lejos de ser un estado de bienestar como

podríamos pensar a simple vista por la súplica de garantías a los derechos. Con esto viene

la segunda característica de esta patología, el lamento y la critica ante esa ausencia. Por

supuesto, ante el caos, la incertidumbre de todo lo que sucedía y las imágenes de des-

control, llegaron las críticas a las maneras del estado para afrontar la crisis, incluso las
críticas a las formas en lo los ciudadanos podían o querían llevar el aislamiento. Lo que me

pareció más evidente fue la pugna entre el estado y los poderes locales, estos últimos ante

las medidas de flexibilización que estaba tomando el estado “central” respondieron en una

especie de intento por llenar el “vacío de poder” así se concentraron en dictar medidas

altamente restrictivas en sus lugares de competencia, generando por parte del estado central

múltiples reafirmaciones en un intento de demostrar que la toma de decisiones en el país

venia solo desde arriba.

Por otro lado, también me pareció bastante particular que en la dinámica de este lamento y

autocritica, la ciudadanía asumiera que el aumento de los contagios era responsabilidad

exclusiva de las personas, individualizando el problema y desplazando la responsabilidad al

“mal comportamiento” de algunas personas, incluso hasta a la “desobediencia” como si la

gestión de la pandemia debía girar en torno a la obediencia, el sometimiento y el control.

Con esto sucedieron varias imágenes, altos funcionarios del gobernó violando la cuarentena

estricta y disfrutando de las libertades, cosa de la que percibí bastante reproche social, pero

incluso, cuando se trataba de la misma violación de la cuarentena de parte de otros

ciudadanos, percibí que no solo existía ese reproche social, sino incluso hasta rabia. Así

parecía que el vecino miraba con sospecha cualquier movimiento de puertas para fuera de

la soberanía que representaba su casa. Parecía que nos estábamos inclinando a pensar que

los contagiados de alguna manera se lo buscaron por irresponsables y por supuesto llego

una especie de moralidad de parte de los que si podían estar cumpliendo la cuarentena

como lo ordenaba el gobierno, una especie de envidia encubierta de moralidad por no poder

estar haciendo lo mismo, tomando de excusa el “mal comportamiento” de los otros para
sacar hasta el resentimiento de clase que muchos intentamos ocultar pero que está ahí en

nuestro inconsciente social.

Con esto relaciono la última característica, calificar esa ausencia como una culpa propia,

derivada de una incapacidad latente o de una falta de suficiencia. Ante el des-orden, el

aumento de contagios y muertes, la “ausencia del estado” la empezamos a atribuirla a

nuestra misma condición de ciudadanos, no éramos capaces de cumplir con las ordenes

dictadas por este, mucho menos “hacer estado”, percibí un sentimiento entre la crítica

común y la moralidad vacía, resumida en el tuit de Daniel Mendoza Leal a propósito de la

conmemoración de la independencia de Colombia de la Corona Española el 20 de julio de

este año:

DELATOR (@ElQueLosDELATA): “Amo a mi patria. Es un concepto sagrado. La amo así

me agreda cada día. Así me agarre a patadas y revuelque en sus miserias. La amo a pesar de

su esquizofrenia. La amo como se ama a una mujer maltratadora. Sigo teniendo fe en que

esta relación enfermiza habrá de cambiar algún día”. 20 de julio de 2020, 11:30 a.m., [Tuit]

https://twitter.com/ElQueLosDELATA/status/1285250733819002882

¿Qué es lo que amamos realmente?, ¿Qué hemos construido como “patria” los

colombianos? y ¿Por qué le atribuimos la ausencia, la crueldad y hasta la feminidad a lo

que no percibimos del estado? o realmente esto no es ningún “amor” en los términos del

creador de la controversial serie Matarife, sino más bien un lugar común en los que tanto la

academia como en la práctica nos hemos plantado, un lugar común que no dice nada más

allá de sus propias palabras y que no nos deja entender lo que efectivamente si es el estado

colombiano, su manera de configurarse y reconfigurarse todo el tiempo.


Con esto último, le doy razón a Buchely (2012) y fue imposible no relacionar lo que esta

analizaba en su texto con todo lo que esta sucediendo con la pandemia. Es indudable que ni

la economía del país ni el sistema de salud y seguridad social estaban preparados para una

crisis de esta magnitud, al igual que todos los países del mundo, sin embargo, enlazando

esto con el análisis de lo que entendemos por estado, esta crisis exacerbo lugares comunes y

repetitivos de describir el estado colombiano

Es en esa dinámica donde la patología del estado se ama a sí misma y se vuelve indulgente

y poco crítica frente a sus propias contradicciones. Es el narcisismo lo que impide a las

intelligentsias ser conscientes del nocivo capricho de la ausencia del estado, de lo que puede

producir, de lo que puede implicar insistir tercamente en que algo no está. (Pág. 143.)

Aquí encuentro el enlace con el fenómeno de la construcción del estado como un

imaginario, a partir de la dualidad entre el deseo y ausencia los ciudadanos configuramos la

forma del estado, así la historia del termino vive en constante reconfigurarse en torno a los

mismos sucesos que atraviesan el país, de los cuales se deprende el deseo por la forma de

estado en el momento especifico. Por estos días, el miedo, la incertidumbre y el no-futuro

han determinado nuestros deseos frente al estado, su presencia omnipresente y salvadora ha

sido nuestra exigencia ante la ausencia que aun no entendemos pero que pregonamos. Las

preguntas ¿Por qué necesitamos ese lugar común?, ¿Por qué necesitamos esa imagen de

estado que hemos configurado? Quizás tendrán que ser respondidas desde la misma

necesidad primitiva de seguridad la cual hemos recibido inconscientemente a través de la

misma edad del hombre en este mundo, quizás en ese sentido el estado no sea mas que un

tranquilizante. El temor es que este estado de necesidad “farmacológico” por seguridad se

prolongue en el tiempo, exacerbando nuestros deseos más inhumanos y en sacrificio de


nuestras libertades ganadas con sangre y letra, configurando un estado a la medida de

nuestras autoritarias exigencias.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS:

Buchely, L., (2012)., La melancolía y el estado. Reflexiones desde el psicoanálisis

aplicado. Revista de Estudios Sociales No. 46 • Pp. 216. ISSN 0123-885X • Bogotá,

mayo - agosto de 2013 • Pp. 134-144.

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