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Pedro Sanz Lallana


© PEDRO SANZ LALLANA
2ª EDICIÓN
ISBN: 84-88944-49-7
D.L.: B-17896-99

Queda prohibida toda reproducción parcial o total de la obra


sin permiso expreso del autor.
A todos mis exalumnos
Habría que inventar un juego en el que nadie ganara.

Jorge Luis Borges


1 - ¿Por qué a mí?

Me llamo Mario, “Mac” para los amigos; tengo quince


años, estatura mediana, ojos castaños, pelo pincho, algo de
acné, ni guapo ni feo: lo que se dice un tipo normal. Estudio en
un instituto y tengo por compañera de mesa a una chavala
que… bueno, quiero decir que es muy especial, guapa e
inteligente, y la considero algo más que mi mejor amiga.
Dedico algunos ratos a navegar por internet; hace un
mes que conseguí el ADSL después de mucho llorar a mi
padre y pienso que es el mayor triunfo de mi vida: puedo
bajarme juegos, pelis, música para el mp3, chatear con los
colegas y todo eso.
Mi padre se compró al comienzo de curso “un
cacharro” —como dice mi madre— que es una virguería.
Lógicamente, yo lo utilizo mucho más que él, tanto que los
primeros días me daba unos atracones de ordenador que hasta
soñaba que me perseguía uno por la casa... Ahora ya no. Es
cierto que me engancho con juegos de rol y chateo con los
colegas después de clase, pero sin darme las palizas del
principio, que me pasaba las horas muertas delante de la
pantalla.
Dentro de lo que cabe, soy un chico normal, aunque mi
madre dice que más raro que un perro verde, pero bueno, las
madres, ya se sabe... Y me fastidia tener que darle la razón,
pero es que últimamente me pasan unas cosas que si te las
cuento vas a alucinar.

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Esta historia empezó hace cuatro meses, exactamente el
ocho de enero, lo recuerdo muy bien porque era el día de mi
cumpleaños, y todavía no sé ni cómo explicármelo. Y fue de la
forma más tonta: me conecté, como siempre, para buscar la
dirección de un juego de rol y de repente me vino la idea de
echar una ojeada al buzón del correo para ver si me había
llegado la felicitación del Rícar, un amigo, que también se
enrolla con estas cosas y esa misma mañana en clase me había
prometido mandarme «algo espectacular».
Pero ahí está lo bueno, que en lugar de una felicitación
me encontré un mensaje rarísimo, un anónimo, que cuando lo
leí me quedé alucinando:

Hola, Playrol
Has sido elegido para un VIAJE y no puedes
renunciar. Si eres inteligente y descubres
el MISTERIO serás inmensamente RICO.

¡QUE TENGAS SUERTE!

El Gran Guía

Mensajes raros por internet los hay a montones —sin


contar los “spam” que te llenan el buzón de basura cuando no
te cuelan el último virus de moda— pero éste, además de ser
raro, venía firmado por El Gran Guía, un personaje que no
conocía de nada y además no traía ni una triste dirección para

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poder contestarle.
«¡Qué gracia: me llama Playrol! Qué tontería».
Lo releí un par de veces más y como me sonaba a
propaganda lo mandé directamente a la papelera para, acto
seguido, olvidarme de él.

Yo solía dedicar las tardes de los viernes para navegar


y así me relajaba un poco de la paliza de los libros, me ponía al
día en los últimos juegos “on line” y daba un toque a los que
tenía ya vistos. Rícar, algunos chavales de mi clase y yo, a
veces quedábamos para echar unas partiditas, aunque
últimamente lo teníamos un poco abandonado. De todas
formas, nos lo pasábamos bien cuando jugábamos “on line”.
Pero sucedió que a la semana siguiente de haber
recibido el primer mensaje, volví a mirar el correo y... ¡zas!, me
encontré con otro muy parecido al anterior:

Hola, Peregrino.
Vas a emprender un largo VIAJE a JERUSALÉN.
En tu saco encontrarás las recomendaciones para el
COMENDADOR del TEMPLO.
Estoy a tu lado, no lo olvides.

El Gran Guía

«¡Ostras! otra vez el plasta de El Gran Guía. Ahora me

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llama “peregrino” y dice que está a mi lado..., pues podía irse
a la porra y dejarme en paz », pensé.
Después de releerlo unas cuantas veces, creí adivinar lo
que me quería decir el mensaje aquel: «El Gran Guía debe de
ser una agencia de viajes o algo por el estilo, que me está
vendiendo una vueltecita por Jerusalén. Bueno, vendiendo no,
porque dice que lo tengo todo preparado en un saco, o sea:
que es una invitación, gratis. Pero la palabra “saco” es la que
no acabo de entender, porque el único que yo tengo es uno de
dormir que me echaron los Reyes para ir de camping con los
colegas, y que yo sepa dentro de él sólo puede haber olvidado
algún calcetín sudado, pero nada de billetes de avión o cosas
por el estilo. Y encima pone que en él van las recomendaciones
para el Comendador del Templo... ¿A qué saco se referirá? A
lo mejor quiere decir “paquete” y me lo mandan por correo...
Y el Comendador tiene que ser el guía de la agencia que está
en Jerusalén y nos espera en un templo antiguo, o vete tú a
saber...»
Más o menos convencido de que “eso” no era para mí,
apagué el ordenador y traté de olvidarme del viaje; pero por la
noche, cuando me fui a dormir, me vino a la cabeza el mensaje
de marras y empecé a reflexionar: «¡Ostras, si me regalaran un
viajecito a Jerusalén sería alucinante! ¿Será en barco o en
avión?—pero la alegría se me esfumó de repente cuando caí en
la cuenta de que eso no podía ser—: ¿y cómo se lo digo a mis
padres?—Al cabo de unos segundos di con una explicación
razonable—: tiene que tratarse de una promoción para el viaje
de fin de curso, las agencias madrugan mucho, pero me
resulta un poco raro porque del viaje ni siquiera hemos

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hablado en clase».
A medida que reflexionaba sobre el tema, mis ilusiones
se iban esfumando. «No puede ser: hoy nadie regala nada; así
que lo más probable es que se trate de una broma de algún
colega y no voy a perder ni un minuto más de mi sueño por su
culpa. Agur». Apagué la luz y me dormí como un tronco.

Pasó otra semana más y tanto el primer mensaje como


el de la agencia de viajes reposaban tranquilamente en la
papelera del ordenador. No les había dado mayor importancia
porque, sencillamente, me habían parecido una solemne
tontería y cada vez que me acordaba de ellos incluso me
hacían reír: «¡Qué ocurrencias tiene la gente: decir que te ha
tocado un viaje a Jerusalén con lo caro que debe ser eso y lo
lejos que está!»
En realidad, no andaba muy equivocado, pero pronto
—el veintidós de enero, para ser exactos— recibí otro que me
dejó de una pieza:

Tu PASAJE está listo.


Tu destino ya lo conoces.
Aquí empieza tu singladura hacia el MISTERIO.
¿Llevas las CREDENCIALES?

El Gran Guía

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La sorpresa fue mayúscula. No podía creer lo que
estaba viendo. Esto hizo que recordara de golpe todo lo
anterior, y en ese instante apareció en mi mente una palabra
que hasta ahora había querido disimular: la palabra miedo.
Cuando aquella fatídica tarde conecté mi ordenador, lo
hice como siempre; hasta recuerdo que coloqué un CD con el
volumen muy bajito para no molestar, porque mi madre me
había dicho miles de veces «¡baja la música!», pues la tenía al
máximo.
«Seguro que es un maldito error —pensé—. O un
hacker que ha dado con mi dirección y se divierte
mandándome mensajes raros; o un colega que me ha metido
un “troyano” y me piratea el correo para tomarme el pelo y
luego decirme: «Eres un primo que te lo crees todo».
Podía ser cualquiera de las tres posibilidades; y aunque
quería aparentar tranquilidad, la cosa empezaba a
preocuparme seriamente. No era muy normal lo que me
estaba ocurriendo. «Tengo que actualizar el antivirus porque
el que me regalaron debe de estar más caducado que el moño
de la Piqué»; esto fue lo primero que se me ocurrió. Pero algo
no encajaba porque el ordenador apenas si tenía dos meses,
era prácticamente nuevo… Permanecí clavado en la pantalla
durante un buen rato repasando el maldito mensaje aquel y no
daba con una solución.
«¿Qué tontería será esa de las credenciales? —me
dije—. Además, habla de mi destino como si yo fuera un viejo.
Según mi padre, mi destino es estudiar y después ya
veremos... A lo mejor me hago “okupa” como decía el Juli, uno
de mi clase que no daba golpe y creía que sus padres lo iban a

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echar de casa el día menos pensado, y andaba buscando techo
por si las moscas. Qué sé yo cuál será mi destino».
Las preguntas se me amontonaban en la cabeza, y el
miedo también: «¿Si no es una agencia de viajes, quién diablos
puede ser El Gran Guía? ¿Alguno de mi clase que me quiere
tomar el pelo y firma así para que no le reconozca? ¿O un
pirata que se me cuela con el correo?, ¿o será cosa de espías y
quieren que haga de mensajero?, o narcotraficantes que buscan
un camello inocente... ¿Me estarán vigilando? ¡Dios, qué
canguelo!»
Estaba muy mosqueado, la verdad. Dejé el ordenador
por un momento, me asomé cautelosamente por la ventana
para ver si detectaba algo sospechoso en la calle, alguien que
se escondiera de repente al verme aparecer tras los cristales.
Miré bien a un lado y a otro, pero nada. En la acera de enfrente
sólo había una chica rubia con un chucho marrón que
olisqueaba el tronco de un árbol dispuesto a echarle una buena
meada. Por lo demás, tranquilidad absoluta.
Me quedé mirando al cielo con cara de pasmado para
ver si me llovía una idea; y después de un rato de ver nubes
altas y un azul que hacía daño a los ojos, parece como que me
vino una luz a la mente: «¡Claro —dije en un arrebato de
lucidez—, esto tiene que ser cosa de algún colega, alguien a
quien yo le haya dicho la dirección de mi correo electrónico y
ahora aprovecha para asustarme como si yo fuera un imbécil!
¡Tiene que ser un chaval de mi clase!»
Apenas creía haber resuelto el caso, cuando me
sobrevino una duda muy razonable:
«¿Y quién de los treinta?»

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Esta duda hizo que la moral se me viniera por los
suelos; la bombilla que brillaba sobre mi cabeza se fundió
estrepitosamente y ahora no veía nada. Absolutamente nada.
No obstante, una cosa tenía clara en medio de tanta oscuridad:
«¡Como dé con el tío que trata de asustarme, me lo como!»

Cerré el ordenador y salí a la calle para despejarme un


poco. Me fui al parque que hay delante del instituto. Era un
sitio tranquilo y en ese momento estaba solitario. Me senté en
el banco que hay justo debajo de un sauce y me puse a pensar
serenamente: «Tengo que trazarme un plan, organizar las
ideas para solucionar el problema de los mensajes. No puedo
seguir así, como un tonto. Aparte de poner un buen antivirus,
he de investigar. Si alguien quiere reírse de mí lo va a tener
claro; y si es algo más gordo, que no me pille por sorpresa...»
Mientras pensaba, iba haciendo dibujos en el suelo con
una ramita. Pasaron dos chavales que me saludaron: «Adiós,
tío», dijeron. Yo ni les había visto: «Adiós». Estaba
absolutamente concentrado en lo mío.
«Tengo que trazarme un plan. Un plan de ataque.
Veamos:
Primero: Observar a los colegas en clase y en el
patio.
Segundo: Leer libros de espías y detectives para
aprender a investigar.
Tercero: Pedir ayuda por internet a ver si alguien
conoce algún caso parecido y me echa una mano».
Me repetí mentalmente los tres puntos para que no se
me olvidaran: «Empezaré por el primero. Estoy convencido de

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que el graciosillo de los mensajes es uno de mi clase y voy a ir
a por él. Por cierto, cuando lo pille, se va a enterar de lo que
vale un peine».

Pasó una semana. Parecía que se había declarado una


tregua: el último viernes de enero no recibí ningún mensaje, lo
que me extrañó bastante. Casi lo agradecía, porque me
permitió relajarme para dedicarme a estudiar, que andaba
desconcentrado por culpa de esta maldita movida y lo iba a
pagar caro en la segunda evaluación. Pero la alegría no me
duró mucho tiempo, porque al viernes siguiente, día cinco de
febrero, estábamos como al principio.
«¿Tendré una sorpresa?», me pregunté un pelín
inquieto cuando conecté el ordenador y abrí el correo.
Enseguida se confirmó lo que me temía: en la bandeja de
entrada estaba el aviso de un nuevo mensaje. «¡Maldita sea!»,
y me quedé unos instantes como paralizado: «¿Lo abro, o no lo
abro?», pero no me quedaba más remedio que ir a por él, fuera
lo que fuese. Pulsé con el ratón y...

Tienes que llegar a MALTA.


Allí tus HERMANOS te ayudarán para que
puedas proseguir el VIAJE sin contratiempo.
¿Cómo está tu CORAZÓN?

El Gran Guía

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«¡Glub! —tragué saliva—. Y sigue la coña del viaje... El
tío este se está pasando conmigo. Malta, ¿dónde andará esa
Malta de las narices? ¡¡Ufff, me lo comería!!», levanté los puños
como amenazando al techo. Busqué en el Google y mientras
salían cientos de direcciones pensé: «¿Mi corazón?, el imbécil
este ahora se preocupa por mi salud».
Malta es una isla que está al sur de Italia. Muy
pequeña, por cierto, absolutamente turística, con muchos
restos de antiguas fortalezas templarias; y según dice el
mensaje están allí mis hermanos... «¿Mis hermanos? Además
de imbécil, el de los mensajes es tonto —me dije con una
sonrisa—, porque resulta que soy hijo único y debería saber
que no tengo hermanos...» Entonces me vino como una
iluminación: «¡Ostras, acabo de dar con la primera pista
verdadera: el individuo de los mensajes no conoce a mi
familia, eso refuerza la teoría de que tiene que ser un colega de
clase y ninguno de mis amigos!»
Me sentía satisfecho al ver lo fácil que había sido llegar
a la primera deducción lógica, tal como lo haría un buen
detective. «¡Genial!, ¡este tío no va a poder conmigo!»
Ahora sí que estaba completamente decidido a llevar a
cabo mi plan. En principio parecía sencillo, como todas las
cosas importantes, y el éxito lo tenía casi asegurado si lo hacía
con discreción. Para empezar, iba a dibujar un croquis de mi
clase para situar a cada chaval o chavala en su mesa y
observarlos hasta los últimos detalles. Una vez puesto cada
uno en su sitio, trabajaría de forma ordenada, por eliminación,
descartando a los inocentes e investigando a los posibles
enemigos uno a uno. El primer grupo que iba a dejar fuera de

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toda sospecha era al de “los lilas”, llamémoslo así, los que no
tienen ni pajolera idea de lo que es un ordenador, porque ésos
son del todo inofensivos y, claro está, no pueden mandar
mensajes…
Después confeccionaré una batería de preguntas con su
truco para hacer caer al Guía en su propia trampa con palabras
que él mismo haya empleado, preguntándole por ejemplo:
«¿Tú sabes dónde está Malta? ¿Conoces una singladura?
¿Viajas por la red?» Los habrá que piensen que les estoy
tomando el pelo y que me contesten: «Oye chaval, ¿y tú no
eres un poco gili...?» Pero eso no me molesta, porque es un
riesgo que he de correr para detectar a los sospechosos y
descartar a los inocentes.
La segunda fase será más sutil; estará destinada a los
que tengan alguna idea de informática. Sí, creo que será muy
fácil descubrirlos, de forma que los “malos” quedarán
reducidos a 3 ó 4 individuos que serán objeto de la tercera fase
o de “guerra total”.
«Bien —me dije más sereno—, emplearé tácticas de
detective científico, como hacía Sherlock Holmes en un libro
que leí el curso pasado, del que me gustó ver cómo utilizaba la
lógica para encontrar las soluciones más sorprendentes:
«Elemental, querido Watson», y resolver todos los casos por
difíciles que parecieran. Lo malo es que yo no tengo ningún
Watson con quien consultar... —me quedé con la mirada
clavada en la pantalla que seguía encendida con el último
mensaje brillando justo en el centro—, aunque, si lo miro bien,
mi ordenador bien pudiera serlo. Sí, señor: él será mi
confidente, amigo y secretario; te voy a llamar Watson» —le

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dije—. Y así, sencillamente, lo bauticé sin dar tantos rodeos
como hizo Don Quijote cuando quiso poner un nombre a su
caballo Rocinante.

«A la primera persona que voy a descartar de la lista


de sospechosos es a la chica que se sienta a mi lado en clase:
Teresa; ella no sería capaz de hacerme una faena como ésta.
Creo que me quiere, aunque no me ha dicho nada; yo también
la quiero; lo cierto es que la condenada sabe un montón de
informática pero ella es totalmente inocente, cándida paloma.
La pena es que no me hace ni caso; la quiero de verdad, como
un trovador medieval, que nos dijo el profe de Literatura que
estos poetas eran capaces de dejarse morir aunque su amada
no les correspondiera; sí, la quiero como un trovador, así soy
yo...»

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2 – El cebo

Empezaré por “los lilas”, a ésos que les da pánico


enfrentarse a «ese cacharro», como dice mi madre. Los voy a
buscar uno a uno y, cuando los tenga fichados, haré una base
de datos con sus nombres para ir descartando gente. Emplearé
como cebo una revista, a ver si pican; se la enseñaré y sólo
tengo que esperar a que vayan viniendo a mis manos e ir
tomando nota de sus reacciones. Una revista de informática,
barata, que todo el mundo la haya visto alguna vez. Que traiga
juegos, alguna página atrevida… Yo me limitaré a escuchar
sus comentarios y, limpiamente, clasificarlos según lo que
vayan diciendo. La revista Ordenator que vale 3 euros es la
ideal. Desde este momento me propongo como objetivo
prioritario conseguir el dinero sin que mis padres sospechen.

Era lunes. Pensé que si al día siguiente me compraba la


revista, para el próximo viernes tendría los grupos más o
menos definidos, la base de datos ya en marcha y podría pasar
a la segunda fase: la de trabajarme a “los cibernéticos”,
nombre que daría al segundo grupo, el de los enterados.

El primer palo en los morros lo recibí aquel martes,


nueve de febrero, a las 7:20 de la mañana, por creerme muy
listo. Me levanté con decisión, abordé a mi padre y le dije:
—Papá, ¿podrías darme cinco euros?
Mi padre, como es fácil imaginar, se quedó de escayola

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cuando me oyó, y esto por tres errores que cometí ingenua y
simultáneamente. Veamos: el primero, porque las 7:20 es la
peor hora de la mañana para pedir dinero a nadie. Segundo,
porque fui al grano directamente, sin rodeos. Y el tercero,
porque me estaba meando. Así que mi padre cuando pudo
reaccionar me preguntó:
—Y ¿bara gué guieres ese dinero, si buede saberse?
—se estaba afeitando en ese momento y hablaba un poco
gangoso al forzar la mandíbula.
—Es el profe de Lite que nos ha mandado comprar un
libro —mentí—, y...
Él seguía como quien oye llover arreglándose el bigote.
Cuando acabó de acicalarse, se volvió hacia mí y me dio un
repaso de arriba abajo con la mirada. Empezaba a sospechar;
aquello, tan de repente, a esas horas...
Yo estaba como violento porque todavía no había ido
al servicio y tenía unas ganas incontenibles. Además, me
sentía espeso; no me venía a la memoria el título de ningún
libro para soltarlo rápidamente si me preguntaba, ni si era de
poesía, novela o teatro: nada de nada.
—Así que el profe de Literatura ¿eh?, —enlazó mi
padre con la frase que yo había dejado colgando, en un tono
burlón que casi me desarma.
—Pues sí, el de Literatura, es un libro para... —yo
seguía en blanco.
Mi padre volvió a la carga irónico:
—Para leerlo, supongo... —con una coña increíble.
—Sí.
—Anda, niño, dime la verdad y no vengas a tocarme

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las narices a las siete de la mañana, que es muy temprano.
Me puse rojo como un tomate, herido en mi orgullo
profesional. Había pecado de pardillo. Al final confesé:
—Es que me quiero comprar una revista de informática
que necesito para...
—¿De informática? ¿Y por qué no me lo dices sin
rodeos, bobo, y no me andas mintiendo como una alcahueta?
Hubo una pausa densa como de gelatina. Me dio otros
dos repasos mientras se lo pensaba y al cabo de unos minutos
eternos me dijo:
—Mira, chaval, es tu día de suerte. Toma.
Se echó mano al bolsillo, sacó unas monedas y me las
dio mientras yo digería, acobardado, eso que consideraba un
gran insulto hacia mi persona: la palabra “alcahueta”.
Aquellas monedas redonditas y tibias que pasaban del
bolsillo de mi padre al mío, eran como un bálsamo que curaba
con creces la herida abierta en mi honor tras la metedura de
pata. Que me llamara “alcahueta” bien valía cinco euros con
treinta céntimos que me había dado… Y con el dinero sobrante
me compraría unas chuches; ahora que el money estaba en mi
poder, ya podía ir volando al retrete para aliviar mis
necesidades...

A la hora del recreo salí al patio y me fui corriendo al


quiosco que hay cerca del instituto donde venden chicles,
cigarrillos sueltos, periódicos y revistas en general. Pregunté
por Ordenator y me dijo que sí, que la tenía.
—¿Cuánto vale?
—Tres euros.

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Saqué las monedas, pagué a la abuela del garito y, más
chulo que un ocho me fui con aquella joya de revista, todavía
envuelta en celofán, camino del instituto... Tenía la tersura, el
olor y color de la miel, y pronto vendrían a libar en ella las
laboriosas abejitas de mis colegas para caer en la trampa.
Justamente no había hecho más que cruzar la puerta
del patio, cuando cuatro chavales que me habían visto venir
del garito me abordaron de golpe:
—¿Qué te has comprado, tío?
—Nada. Una revista —y se la mostré.
—¿Una revista? ¿De qué? —mientras trataban de
quitármela por la fuerza.
—Quietos, locos, ¿qué hacéis?... ¡me la vais a romper!,
¡que es de informática!
A empujones me los pude quitar de encima y salvarla
íntegra. Cuando les dije que era de informática me miraron
con un desprecio proporcional a su ignorancia:
—¿De informática? ¿Habéis oído? ¡Vaya tontería! ¿En
esto te gastas las pelas, tío? ¡Qué primo! —me escupió el
Cachas mientras se reía con risotadas de imbécil.
—¡Y a ti qué te importa! —le grité con ganas de
insultarle aunque era bastante más fuerte que yo—. ¿Acaso me
has dado tú el dinero?
—Déjalo —dijo uno de ellos, Raúl—: está chalao.
Y se fueron los cuatro entre risas haciéndome gestos
obscenos. Yo, en el fondo, me alegré un montón del encuentro.
Había tomado nota mentalmente: Raúl, Tomás, el Orejas y el
Cachas, cuatro “lilas totales”, los primeros de la serie.
«¡Funciona!», me dije y me sentí satisfecho de haber

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comprado la revista. Era mejor y más rápido que lo de la
encuesta, ¡ya lo creo! La explotaría a fondo.
Ya casi a la hora de entrar, me tropecé con tres chicas:
Sara “la Ninfa”, una chavala que me caía muy bien; Amaya y
Aurora “la Pastelín” que se sentaban detrás de mí, y no hacían
más que incordiarme y pedir que les pasara los soluciones en
los exámenes de Mates, porque eran negadas para los
números. Ellas me consideraban como un Einstein o poco
menos, aunque, la verdad, no fuera para tanto. “La Ninfa” era
una chavala muy maja, suave y cariñosa. Cuando me vio,
apoyó su mano sobre mi hombro y me dijo con voz
acaramelada:
—¿Qué lees empollón?
Yo la miré y me dejé medio abrazar por ella.
—Nada, una revista —le respondí.
Y ella haciéndose la graciosa ante las otras dos:
—¿Porno? Ji, ji, ji. Que tú mucho estudiar pero luego...
Amaya y Aurora le apoyaban con una risa tonta que a
mí maldita la gracia que me hacía. Me separé bruscamente de
ella:
—Pues no. No es porno, que estáis más salidas que el
pico de la mesa, tías...
—¡Ay chico, cómo te pones! No se te puede hacer ni
una broma...
—Depende de la broma, guapa.
A pesar de todo, Sara me parecía una buena chica;
conmigo a veces se pasaba de cariñosa: me abrazaba y me
estampaba un beso así, sin más ni más. Yo no estaba por ella,
pero me dejaba querer siempre que Teresa no estuviera

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delante. Le habían puesto el mote de Ninfa porque decían que
era demasiado lanzada para su edad recordando una anécdota
que nos había contado el profe de Lite sobre unas chicas —las
ninfas— que corrían desnudas por los bosques... Yo le contesté
en buen tono acercándome a ella:
—Es que a veces os pasáis de graciosas; ésta es una
revista de informática y, de todas formas, no sé si realmente os
interesa el tema...
—No, para nada —dijeron las tres atropelladamente—.
Nos gustan otras cosas más excitantes, ji, ji, ji... —y vuelta con
la risita tonta.
—Bueno, a mí un poco —añadió la “Pastelín”, que la
llamábamos así porque era pequeñita, rubita, y apetecía
comérsela de un bocado como si fuera un pastelito de crema; a
ella no le molestaba el mote, le hacía gracia—, porque como
estoy haciendo un crédito de Informática...
Mentalmente tomé nota de las tres —“lilas”—, y tuve
como una revelación al oír lo de: «crédito de Informática».
—¡Claro, pero qué tonto soy! —exclamé, y ellas se
miraron como diciendo: «Este tío está como una cabra...»
No había caído en la cuenta de que en el instituto se
daban clases de informática y muchos de mis colegas sabían
manejar perfectamente un ordenador con el agravante de que
todos ellos estaban conectados a internet... Mientras nos
sentábamos, quise aclarar este punto con Aurora.
—¿Oye, cuántos vais a informática?
—De esta clase somos diez, me parece. ¿Por qué? —me
preguntó ella.
—No, nada, cosas mías.

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Anoté rápidamente 10 en la esquina de un folio.
—¿Y qué estáis viendo ahora?
La “Pastelín” me respondió de mala gana:
—Poca cosa: estamos con el rollo ese de los
Procesadores de Texto y las Hojas de Cálculo..., ya sabes:
escribir, gráficas y todo eso... —mientras hacía un gesto vago
con las manos y una mueca como de fastidio—. Eso es más
aburrido que matar un cerdo a besos.
—Sí, claro, lo comprendo. Aburridísimo. Vale. Gracias.
El profe estaba entrando. Me había prohibido a mí
mismo que este asunto no me distrajera durante las horas de
clase, así que corté el rollo porque iba a comenzar la de Inglés.

La lista de los “lilas” iba creciendo. Ya eran siete y tenía


otros nueve a la vista. Mi próximo objetivo era investigar para
hacerme con los que iban al crédito de informática. No le
quería pedir los nombres a Aurora para que no levantara la
liebre. Estaba seguro de que ninguno de ellos era peligroso,
pero tenía que comprobarlo.
«Vamos a ver —me dije—, cómo me haría yo con la
lista de los informáticos... Muy fácil. Voy a ir al conserje y le
diré que el profe necesita los nombres para ponerles la nota, y
como allí siempre tienen las listas, pues seguro que hará una
fotocopia, me la dará y ya está. Facilísimo. Esta tarde al entrar
lo intentaré, a ver qué pasa».
Cuando volvimos a las tres y media para las clases de
Lite y Geo, me acerqué a conserjería resuelto a llevar a cabo mi
plan.
—Hola, buenas, que me ha dicho el profe de

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informática que si le podía dar una copia de los alumnos de mi
clase que hacen el crédito...
El conserje, un señor de unos cuarenta y pico años,
fuerte y con bigote, me miró despacio con un aire cansino y al
cabo de unos segundos me dijo entre dientes:
—¿Y de qué clase eres tú?
Le respondí atropelladamente sin dejarle que
terminara la pregunta: estaba un pelín nervioso. El conserje se
tomó su tiempo antes de contestarme:
—¿Y cómo es que vienes tú, y no viene el profesor a
buscarla?
El conserje se sentía un poco contrariado porque le
estaba pidiendo algo fuera de lo habitual, algo que iba contra
las normas: dar listas, teléfonos o direcciones de alumnos.
Busqué la excusa más convincente que pude:
—Es que quiere poner unas notas y no encuentra su
cuaderno, y como le urge, pues me ha encargado a mí...
Mi maldita manía de hacer discursos largos me iba a
perder, porque me enrollaba como una persiana y sin querer
iba a meter la pata. Yo creo que el conserje ni me escuchó.
Hizo un gesto de fastidio con la boca, dio un golpecito con la
mano en el mostrador de la ventanilla y se fue lentamente al
armario donde guardaban las carpetas con las listas para
buscar una copia. El tiempo me apremiaba. «Mira que si
aparece ahora el profe de Tecnología...» Deseché rápidamente
esta idea para que no se me notara que estaba a punto de
ponerme nervioso del todo. El conserje seguía buscando entre
un montón de carpetas. Después de mirar un ratito en el fondo
del armario, parece que al fin encontró lo que andaba

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buscando; con un gesto rápido sacó el folio, vino hacia la
ventanilla y mirándome a los ojos me dijo:
—Toma, y dile a tu profesor que a ver si..., bueno —se
corrigió—, mejor no le digas nada. Pero no me gusta que
vengáis a pedir las listas vosotros, los alumnos, porque me
metéis en un compromiso...; eso es cosa de los profesores.
Me entregó el folio y con una alegría contenida le dije:
—¡A sus órdenes, jefe! —iba a añadir: «que Dios se lo
pague», pero me reprimí a tiempo.
Mientras me daba media vuelta, vi con el rabillo del ojo
que el conserje sonreía pícaramente, no sé si por mi cara de
satisfacción o por adivinar que yo era un farsante.
Mi corazón daba saltos de alegría. Coros celestiales
cantaban aleluyas en mis oídos. Doblé el folio con mimo, lo
guardé en el libro de Geo y como alma que lleva el diablo corrí
hacia la clase que estaba a punto de comenzar.
«¡Guau! ¡Me ha salido de maravilla! Soy un crack», me
dije.
La tarde empezó con su rutina diaria: Literatura. El
profe me miraba como notándome algo raro. Mostró el libro
para que todo el mundo lo tomara pero yo seguía con la
escena de la conserjería y saqué el de Geo, sin darme cuenta.
Estaba con la imaginación a muchos kilómetros de allí,
volando por esos mundos maravillosos que se sitúan en los
cerros de Úbeda...

Tenía cinco minutos hasta que comenzara la siguiente


clase y no pude reprimir las ansias de echar un vistazo a
aquella lista mágica que me ardía entre las manos. Me refugié

29
en un lavabo y allí desplegué ante mi vista la más deseada
lista del universo: la de los informáticos. Rápidamente anoté
los nombres en un papel que llevaba en el bolsillo y la hoja
original la rompí en mil pedazos lanzándola aguas abajo.
Cuando terminé la operación estaba tan relajado, tan contento,
que nunca me había sentido mejor dentro de un retrete sin
darme cuenta de que el tiempo pasaba... y, claro, volví a llegar
tarde a la clase de Geo.

De vuelta a casa, después de saludar a mi madre y


recoger la merienda, fui directamente a ver a mi querido
amigo Watson. Al conectarlo me asaltó una duda: «¿Tendré
algún mensaje chungo?» Pero no lo toqué porque tenía
prohibido entrar en internet durante la semana laboral: había
hecho un pacto con mi padre y sólo podía hacerlo los viernes
por la tarde. Hoy era martes y no me quedaba más remedio
que cumplir lo prometido. Eso no incluía los trabajos de clase,
claro está, si tenía que hacer alguna consulta “técnica”.
Calculé las columnas de la base de datos e introduje los
nombres que traía anotados en el block. En total había
catalogado a 16; si, además, descontaba a Nieves “la Guapa”,
que era una buena amiga de mi chica, ella y a mí mismo,
quedaban 13 colegas sospechosos y uno de ellos, seguramente,
era un traidor.

Miércoles. Iba camino del instituto con mi revista


debajo del brazo y la mochila a la espalda. La mañana era
fresquita pero soleada. A medida que nos acercábamos, la
masa de estudiantes se iba haciendo más compacta y era

30
inevitable que te encontraras con colegas de la misma clase.
Eso me ocurrió con mi amigo Rícar que nada más verme echó
el ojo a la revista y me dijo dándome un golpe en la espalda:
—¡Hola cibernético!
Me volví como movido por un resorte: primero por el
golpe que me habían atizado, y segundo por el nuevo apodo:
cibernético.
—¡Ah, hola Rícar! No te había visto. ¡Vaya leche que
me has dado tío, a ver si no eres tan bestia, que casi me rompes
el esternón!
Rícar se echó a reír:
—Querrás decir el omóplato, ¿no? —me aclaró,
mientras repetía el golpe.
—El nombre es lo de menos: lo cierto es que me vas a
dejar reumático para el resto de mi vida...
Rícar era un chaval fuertote, majo, buen colega. Nos
considerábamos amigos aunque no saliéramos con asiduidad
porque él tenía chavala, Lola, de Dolores.
Que dominaba la informática era evidente porque
muchas veces hablábamos de ordenadores, programas,
novedades y cosas por el estilo. Y me parece que también
andaba por internet, así que..., tenía que examinarlo
discretamente aunque fuera mi amigo y conociera mi familia.
—Prefiero que me llames Mac o internauta, porque eso
de cibernético suena como a robótico... —le dije mientras le
ofrecía la revista.
—Vaya, ya está el listillo...; te lo he dicho por la
portada: El mundo cibernético. Por eso se me ha ocurrido
llamarte así.

31
—Es que a los que andamos por internet se nos llama
internautas, porque somos como unos navegantes: “nautas”,
¿no te acuerdas que lo vimos en la clase de latín?
—Además de listillo, rarito ―me dijo.
—¡Que te den! —le respondí.
Rícar cogió la revista con verdadero interés. Para
abreviarle la lectura le fui informando de su contenido.
—¿Te has fijado en los equipos que venden ahora?:
pantallas TFT, sistema dual, Wi-Fi y las impresoras-escáner
están tiradas de precio... —insistí dándole un codazo en las
costillas—. Son perfectos.
A Rícar se le iluminaron los ojos:
—Jo, las impresoras-escáner son una pasada. Con un
cacharro así podrías hacer virguerías, sobre todo falsificar el
boletín de notas porque hasta la firma del profe sale en color...
Ja, Ja, Ja, —y se puso a reír mientras me devolvía el codazo y
guiñaba un ojo en señal de complicidad.
Cuando yo presentía una ocasión de peligro, un
semáforo rojo enorme se encendía delante de mis ojos como
señal de alarma y ahora se estaba agrandando por momentos.
Rícar había ido demasiado lejos: acababa de tocar un punto
sensible en mis secretos más íntimos, la falsificación de notas.
Porque yo, sí yo, había falsificado las notas de la primera
evaluación con el escáner que compró mi padre, exactamente
tal y como Rícar lo había dicho. «Y me parece que sabe algo
—me dije—, lo ha confesado indirectamente». Pero él seguía
mirando la revista, ajeno por completo a la negrura de mis
pensamientos: «Hay que ser mal amigo para decírmelo a la
cara y quedarse tan ancho —pensé—. ¡Dios Santo, como se

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corra la voz de que soy un falsificador estoy perdido! Seguro
que llegará a oídos de mi tutor y lo que es peor: a los de mi
padre... ¡Por su culpa tengo la sensación de ser un malvado y
sucio tramposo!»
El golpe moral que me había dado Rícar era mucho
peor del que había recibido mi espalda y yo lo había
multiplicado por diez entre especulaciones y sospechas.
—Dame la revista —le dije bruscamente—. Si quieres,
luego en el recreo te la dejo...
—Vale, chico, pero no te enfades por eso... Tómala ¡Jo,
qué tío más raro!
Me di cuenta de que había estado un poco violento con
él y quise suavizar la cosa:
—No, es que..., es que tengo un poco de prisa.
—Bueno, nos vemos en el recreo.
Mientras entrábamos en clase traté de ordenar las ideas
sobre este asunto:
1º.- Rícar creo que sabe algo sobre la falsificación de
mis notas.
2º.- Si realmente lo sabe, ¿cómo lo ha conseguido?
3º.- ¿No será el pirata que ando buscando y me sabotea
el ordenador?
Esta última duda me dejó muy mosqueado porque por
ahí me venían los mensajes misteriosos. Pero no era posible
que mi amigo Rícar fuera capaz de...
Llegó el profe y empezó la clase; yo seguía dándole
vueltas al tema. Hice un poco de memoria sobre los pasos
dados el día de la falsificación y llegué a la siguiente
conclusión: «Cuando cerré el programa, estoy seguro de que

33
borré el archivo del escáner donde copié las notas falsificadas
para imprimirlo. Segurísimo. ¿Pero vacié la papelera? No lo sé.
Sí recuerdo que fue un jueves y no me conecté a internet. Y yo
este tema no lo he comentado con nadie, ¡estaría bueno! Eso
significa que Rícar no puede saber ni castaña de mi operación
aunque sea un maldito pirata. Creo, más bien, que todo ha
sido una puñetera coincidencia: Rícar lo ha dicho porque se le
ha ocurrido, porque es un bromista, nada más. Este secreto se
irá conmigo a la tumba, y no al revés, que me lleve él a mí...»
Estaba claro: mi amigo no tenía nada que ver en este
asunto. «¡Uf, qué peso me he quitado de encima!» Empecé a
mirar a Rícar con otros ojos. «En el recreo este tema quedará
zanjado definitivamente». No obstante tenía una ligera duda:
«¿Sería capaz de hacerme una faena como la de los mensajes
aunque sólo fuera por divertirse? Creo que no. De todas
formas se lo preguntaré».
En el patio me hice el encontradizo con su grupo y sin
mediar palabra ya le estaba largando la revista.
—Eres más raro, tío —me dijo nada más verme
repitiendo su frase favorita—. Antes me has dado un corte que
vamos...
—Sí, «más que un perro verde», ya me lo dice mi
madre. —Le entregué la revista—: ¡Toma y calla!
—Pobrecito, no le dejas ni respirar... —protestó Lola, su
novia formal.
—Venga, no me rayéis —les respondí de mala manera.
Él no nos hizo ni caso. Una chica del grupo protestó:
—Oye, chaval, con nosotras no te metas, que te
sacamos los ojos —era Elena, que hasta ahora se había

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mantenido al margen, pegada a su “novio” José, con gesto de
gatita furiosa.
—Tú también tienes novia... —puntualizó Lola.
—¿Yo? —me ruboricé—, no, no es cierto.
—Sí, tú —respondió ella—, tienes una.
—Calla —dijo Elena—, que hay una chica de clase
que..., que se la come con los ojos el pobrecito: ¡Ñam, ñam,
ñam!, vaya que si se la come.
José asistía con gesto aburrido a este juego de
indirectas, mientras yo controlaba de reojo a Rícar que miraba
con pasión los artículos de la revista.
—Oye, guapa, yo no como a nadie... —le dije un tanto
avergonzado.
—¡Tú sí comes! Y venga, cuenta, cuenta: no seas tímido
—me pidió Elena, que tenía unos ojos grandes, bonitos,
verduscos y cálidos, que por eso alguna vez le había dicho:
«Elena, tienes una mirada guapa como la de las vacas, ¿nadie
te lo ha dicho?» Y ella se enfadaba porque pensaba que le
estaba insultando: «¡No me llames vaca, chaval!»
Fui directamente al grano:
—Y vosotros de informática ¿qué?, ni castaña, ¿no?
—Pues sí, chico, —respondieron ellas— lo que tú dices:
ni castaña.
—Pero éste sabe bastante —intervino José señalando a
Rícar—: le gusta la informática más que a un tonto una boina,
je, je, je.
—Te pasas de gracioso, guapito —protestó Lola—:
pues has de saber que últimamente ni toca el ordenador,
bocazas, que eres más chistoso...

35
—Jo, cómo te pones... —le respondió.
—¿Es cierto eso? —pregunté a Rícar.
El aludido levantó la mirada de la revista:
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Le puse al corriente:
—Que si andas con el ordenata...
—No, no. Nada —dijo negando con la cabeza—. Me lo
han prohibido mis padres hasta que no mejore las notas.
Nada, ni tocarlo, salvo los trabajos del instituto. ¿Internet? Ya
casi ni sé lo que es eso...
—¡Ostras qué faena! —exclamé como apenado, pero en
el fondo rebosante de alegría.
—¡Desde luego!
«¡Bien!» Respiré aliviado. Ésta era la confirmación que
yo andaba buscando. Y anoté mentalmente a cuatro inocentes
más: tres “lilas” y un “cibernético” llamado Rícar.

Jueves. Hoy pensaba completar el grupo de los que yo


consideraba peligrosos: Óscar, Toni, Montse y Luis “el
Collejas”.
Montse me puso al corriente de los conocimientos que
tenía este grupo porque sabía que iban a una academia de
informática.
—¿Y lo de internet, cómo lo lleváis?
—Sólo lo vemos teóricamente. Dicen que cuesta mucho
dinero y además tienen un router que es de la edad de piedra.
Son unos roñas.
—Vaya rollo, ¿no?
—Ya te digo.

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—Pues nada, chica, te lo preguntaba por saber si teníais
correo electrónico para mandarnos mensajes...
—¡Tú alucinas, tío! —me respondió.
Se me debió quedar cara de lelo con una vaga sonrisa.
—Pues vale, ¿sabes que me has hecho un gran favor?
—¡No me digas! —me dijo ella sin entender nada.
—Sí, hasta luego, guapa.
Montse se quedó mirándome con cara de pasmada. Yo
me alejé haciéndome la siguiente reflexión: «Otros cuatro
nombres más en la lista de los lilas-cibernéticos».
Estaba claro, por aquí no había nada que arrascar. En
mi clase no estaba el traidor, sería un alumno de otro grupo.
Cuando repasé la nómina completa en el ordenador, me dije
para mí mismo: «Qué ironías de la vida: del único que he
sospechado en serio ha sido de mi mejor colega, Rícar. ¿Qué te
parece, Watson?»
Pero El Gran Guía andaba suelto y yo estaba pagando
sus consecuencias; había pegado un bajón en los estudios
bastante serio. Tenía que resolver el asunto de los mensajes
cuanto antes pues de lo contrario iba a ocurrir una catástrofe.
Por eso estaba nervioso esperando que llegara el viernes para
poder salir de dudas.

Y llegó la tarde del viernes. Fui al ordenador; antes de


abrirlo tuve un presentimiento, suponía que me esperaban
varios mensajes, y uno de ellos no traería remitente...

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Tu primera etapa está a punto de concluir.
Sé que estás sorprendido,
pero no te desanimes: YO TE GUíO.

¿Prefieres DINERO o AMOR?

El Gran Guía

Tuve la amarga sensación de que algo se me


derrumbaba por dentro. Con lágrimas de rabia y sin ganas de
releerlo cerré el correo, desconecté a Watson y cabizbajo me fui
a cenar porque mi madre me estaba llamando.
—Hijo ¿te pasa algo? —me dijo al verme tan derrotado.
—No mamá, nada; no te preocupes, son cosas mías,
pero ya se me pasará... —me sequé con el dorso de la mano
una lágrima que empezaba a rodar...
Mi madre me miraba con una ternura infinita, sin
entender lo que me ocurría, mientras me acariciaba el pelo con
su mano cálida y blanda:
—No te preocupes, hijo. Verás como todo se arregla...
—Sí, mamá; supongo que sí.

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3 – Fracaso total

No tenía sueño. El mensaje que había visto antes de


cenar me había dejado el ánimo hecho añicos. Ya en la mesa,
mi madre intentó levantarme la moral pensando que se trataba
de un desengaño amoroso: «No te preocupes hijo, que aún
eres muy joven para esas cosas; ya encontrarás alguna chica
que te quiera...», me dijo. Yo no le contesté porque estaba muy
desmoralizado, y en cuanto pude me disculpé con que me
dolía la cabeza y me fui a la cama.
No tenía fuerzas ni para leer; me recosté contra la
almohada y con la luz apagada me puse a pensar: «¿Se tratará
de una broma o será algo más serio? ¿Por qué me preguntarán
si prefiero el dinero o el amor? A lo mejor quieren hacerme
chantaje. Pero... ¿por qué a mí?» Estuve reflexionando con el
corazón arrugado durante un buen rato y deduje que no tenía
que dejarme llevar por el desánimo, como irónicamente me
decía El Gran Guía; al contrario, debía extender la observación
a todos los compañeros del instituto para detectar a los que me
pudieran parecer sospechosos. Además, lo iba a completar
leyendo libros de temas policiacos para aprender de los
maestros y aplicar sus métodos a mi caso.
Cuando me cansé de darle vueltas, me dormí soñando
con que tenía que escalar las murallas de un torreón altísimo, y
en lo alto de la fortaleza se veía la cara borrosa de una chica
que se parecía un poco a Teresa...

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Aproveché la tarde del sábado para investigar en la
biblioteca de mi padre para ver si daba con alguna novela
negra, que el profe me había dicho se llamaban así a las de
policías y ladrones. En cuanto me puse a curiosear por las
estanterías, enseguida me di cuenta de que había un montón
de libros a los que antes no había prestado ni la más mínima
atención, salvo unos pocos, poquísimos, que había tenido que
desempolvar para hacer algún trabajito de clase como aquel de
Los conjuros de la Celestina, por ejemplo.
En un rincón, con aspecto de no haber sido tocados
durante años, vi unos libros de bolsillo que picaron mi
curiosidad. Saqué un par de ellos al azar y... «¡Ostras! ¡pero si
esto es lo que yo andaba buscando!» Allí arrumbados, con
manchas de humedad y las páginas amarillas por el paso del
tiempo, había unos libritos, todos de igual tamaño, que
llevaban en la parte superior de la portada un triángulo en rojo
que decía: Colección Novela Negra. Rápidamente identifiqué
el primero: Estudio en escarlata, porque lo habíamos leído en
clase, y lo devolví a su sitio. La otra novela era de Agatha
Christi: Muerte en el Nilo. Me quedé con ella. «Para aprender a
investigar, ésta misma me vale, voy a probar», me dije.
Eché a un lado el teclado de mi amigo Watson, coloqué
los pies sobre la mesa del ordenador como había visto hacer a
los detectives de las películas americanas, y bien repantigado
en mi silla giratoria me puse a leer...
La novela resulta un poco rollo al principio porque
empieza a decir cómo era el detective Poirot y las rarezas de
este hombre, pero a raíz del robo del diamante y del primer
asesinato que narra la autora se pone interesantísima, te

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engancha y no la puedes dejar de las manos. Mi madre me
riñó porque aquella noche me quedé leyendo hasta las tantas:
—¡Quieres apagar la luz! ¡Mañana no habrá quien te
levante!
Yo pensé: «Pero si mañana es domingo..., esta mujer
habla por hablar, ¡hay que ver cómo son las madres!» No
obstante obedecí, puse una señal en la página, me fui directo a
la cama, me hice un ovillo y... ¡qué noche de pesadillas! Me
pasé todo el tiempo soñando que estaba en medio del río Nilo
rodeado por una docena de cocodrilos que no hacían más que
dar vueltas y vueltas con unos ojos fosforescentes de querer
tragarme de un bocado. Y es que la novela transcurre en un
barco y claro…, se entiende que me levantara empapado de
sudor.

Estaba decidido: el lunes empezaría la operación “ojo


avizor” para investigar a todos los chavales del cole. Lo haría
en el patio durante el recreo.
El patio de mi instituto es totalmente diferente a los de
otros colegios que puedas conocer. En principio, está dividido
en tres zonas separadas entre sí que resultan muy poco
prácticas. La del medio coincide con la entrada y es, más que
nada, lugar de paso y escalinata majestuosa que, cuando hace
sol, se transforma en solárium improvisado para ponerse
morenas ellas. Es de trazado amplio y medio caracol, lugar
ideal para mi investigación porque por allí tiene que pasar,
obligatoriamente, todo el mundo.
Agarré el bocadillo y me coloqué arriba, en un punto
estratégico, con los ojos bien abiertos. La gente subía y bajaba

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sin prestarme la más mínima atención. Yo trataba de observar
la cara de los que se ponían a tiro para ver si les notaba alguna
reacción sospechosa, el menor gesto, una sonrisa, una
palabra... Nada. Pasaron como unos veinte minutos cuando
tres chavales de un curso superior al mío se acercaron
lentamente hacia la escalinata. Los dos que venían delante
hablaban de fútbol. El tercero me llamó la atención porque
parecía que me miraba fijamente y sonreía con una risita
maliciosa.
Esto hizo que me pusiera alerta. Los primeros subían
cansinamente y el otro seguía sin apartar sus ojos de mí. Yo
estaba tenso, como un gato acorralado, dispuesto a saltar a la
más mínima. Cuando llegó a mi altura, el chaval aquel me dio
un repaso con la mirada y sin decir ni “mu” se fue dos
peldaños más allá y se abrazó a una chica que le estaba
esperando... La verdad es que me quedé más cortado que una
mona mientras ellos se comían a besos. «¡Pero seré bobo —me
dije—, era a ella a quien miraba!» El chaval al verme allí con
cara de pasmado me preguntó:
—¿Pasa algo, tío?
—No, nada... —dije tímidamente—, ya me iba...
—Pues corta y navega, que tienes cara de buque —me
dijo la chica, mordaz.
—Vale, vale, ya me voy.
No quería líos. Abandoné el observatorio de las
escaleras avergonzado del todo. Menos mal que en ese
momento sonó el timbre de entrada y por inercia me encaminé
hacia la clase. La verdad es que me había llevado un buen
planchazo en la primera intentona detectivesca. No sé cómo se

42
lo montaba el Poirot de la novela, pero a mí me resultaba
insufrible eso de tener que andar observando a la gente
aunque no me quedara más remedio que hacerlo.

Los días pasaban sin pena ni gloria. «Me daré un plazo


hasta el viernes para completar el “ojo avizor” y si no
encuentro nada más interesante pasaré a otra cosa, mariposa».
Entre tanto seguía devorando novelas negras. Lo cierto
es que nunca me había interesado por ellas, pero ahora me
estaba convirtiendo en un ferviente admirador de detectives
como Plinio o el comisario Flores; para mí era todo un
descubrimiento y empezaba a encantarme este tipo de
literatura. Mi momento preferido para leer era al acostarme,
como ya he dicho. A veces, después de cenar veía un poco la
tele, pero como habitualmente era un mal rollo, cogía el
camino de la cama y me ponía a leer durante un buen rato.
Luego hacía ¡clic! y caía en los brazos de Morfeo antes de que
se desataran las iras de mi madre.

Para conocer gente rara no hay como meterse en los


“chats” de internet. La última vez que entré en uno, al azar, lo
hice pensando que sería muy interesante porque trataba sobre
el amor adolescente —no revelo ningún secreto si digo que a
estas alturas estaba completamente enamorado de Teresa—,
pero reconozco que, a veces, soy un poco ingenuo.
Bien, pues me metí en el “chat del amor” y la
experiencia fue desoladora porque la gente que había allí se
dedicaba a decirse todo tipo de guarradas. Al entrar te piden
un seudónimo, nick name, para saber quién es el participante y

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yo me inscribí como: El de la Triste Figura —andábamos
leyendo el Quijote y se me ocurrió copiarle el nombre al
caballero andante—; curiosa y rápidamente conectó conmigo
una tal Dulcinella que, ¡vaya tía!, me dijo: «Hola, Quijotín...», y
a continuación una sarta de guarrerías que me quedé
cortadísimo:
«Oye, Dulcinella, ¿no sabes hablar de otra cosa?», le
puse en el bocadillo que aparecía sobre cada uno de los que
estábamos en el corro supuestamente dialogando.
Y ella:
«Vaya, he tenido que dar con un rancio…»
«Mira, Sor Amarguras, —le escribí para fastidiarla—,
rancio será tu padre».
«¡Que te den!», me respondió.
Y corté el rollo porque veía que aquello iba a terminar
fatal. Yo creía que la cosa sería más seria, más formal, sobre
enamorados y así, pero nada de eso: casi todo se reducía a
insultos y palabras guarras, así que salí de allí
superconvencido de que era una solemne pérdida de tiempo.
En mi instituto también había “chats”, aunque de otro
tipo, corrillos. Además de los que se hacían habitualmente en
las escaleras de la entrada, estaban los de la cantina, que era el
lugar oficial de citas y punto de encuentro —incluidas las
campanas—, si el profe de guardia no hacía la ronda habitual
recogiendo a los perdidos. Lo regentaba el señor López al que
llamábamos “el Sus”, por su empeño en decir: «No sus
amontonéis, que hay para todos», y es que era de un pueblo
de Teruel y se le notaba a un kilómetro el deje aragonés. “El
Sus” era bueno y generoso. ¡Cuántas veces nos había fiado!

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—«mañana me pagas, majo»— cuando te pillaba más pelado
que un huevo.
Pues pensé que el bar sería mejor observatorio que la
escalera, donde tan estrepitosamente había fracasado. Me fui
donde “el Sus” y allí, en un rincón de la barra, me preparé
para captar conversaciones mientras daba buena cuenta del
bocata. Era fácil pasar desapercibido porque siempre había un
pequeño barullo en la barra. Aquel día, en el extremo opuesto,
observé a dos chavales enfrascados en una animada
conversación sobre algo que todavía no lograba entender por
el ruido ambiente. Me picó la curiosidad y disimuladamente
me fui acercando hacia ellos de manera que llegué a captar el
tema del que estaban hablando y era, ¡oh, cielos!, sobre juegos
de ordenador: algo que me interesaba espiar.
—Ahora lo que mola son los juegos en 3D —decía uno
que era un poco bajito, con gafas y cara de empollón—, la
realidad virtual, que parece que estás dentro de la pantalla.
—¿Y cómo dices que se llama ese último que te has
comprado?
—Doom4, es un juego de estrategia con sonido digital y
toda la pesca. También conozco el Mission Critical y el Rise of
the Triad que se juega “on line”, o sea, por internet; tú eliges
personaje, armas, poderes..., ya te digo, es una pasada.
—Sí, me lo imagino...
—No veas, tío, los mapas en relieve: ¡de alucine!
Cuando vuelas, lo ves todo como si fueras un pájaro.
—¿Con quién juegas?
—Con un grupo que nos juntamos en el Aula de
Cultura.

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—¿No lo hacéis desde casa?
—No. Necesitas ADSL con más de diez megas, tío.
—¡Qué pasada!
Enseguida me di cuenta de que estaba ante dos
expertos en cuestión de juegos; me arrimé un poco más hacia
ellos a ver si decían algo sobre mensajes raros, citaban al Gran
Guía o cosas por el estilo, pero este último gesto mío de
acercamiento fue un grave error, pues se dieron cuenta de mi
presencia y de que les estaba espiando. Ellos,
disimuladamente, aguantaron un ratito más hasta que yo tuve
bien arrimada la antena; de golpe, va y dice uno de ellos:
—¿Sabes qué juego me instalé el otro día? —le
preguntó haciendo un guiño de complicidad señalando mi
oreja indiscreta.
—¿Uno nuevo? ¡Cuenta, cuenta! —contestó el otro con
unos gestos exagerados.
—Pues es un juego que tiene como protagonista a un
payaso que se dedica a escuchar las conversaciones de los
demás y se titula: El chafardero del Sus.
—¿Ah, sí? ¡Qué interesante! ¿No se tratará del pavo ese
que nos está escuchando, verdad? —se volvieron los dos y
comenzaron a partirse de risa.
Al oír aquello se me atragantó un trozo del bocadillo y
con el sofoco y mis toses escandalosas se armó un guirigay
tremendo en el bar. Me asfixiaba como un besugo en medio
del desierto. Me saltaron las lágrimas y todo. Menos mal que
se acercó “el Sus” y me dijo, dándome unos golpes en la
espalda:
—¿Te ahogas, majo?

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Le respondí que sí con la cabeza mientras trataba de
secarme las lágrimas que me rodaban por las mejillas; cuando
pude hablar añadí con un hilo de voz:
—Creo que voy a vomitar..., me están dando arcadas...
Y salí tambaleándome en dirección del lavabo. Entré en
el primero que encontré libre y con cuidado me senté sobre la
tapa de la taza hasta que se me pasó el ahogo. Tiré el resto del
bocadillo, maldije mi mala estrella y maldije a la gente que se
ríe de las desgracias ajenas. Cuando me tranquilicé un poco y
todo volvió a su sitio, llegué a la conclusión de que para evitar
lo que me estaba pasando tenía que olvidarme de la paranoia
de los mensajes y dedicarme a lo mío que era estudiar. «Ni
aquí está El Gran Guía, ni yo importo un pepino a nadie de este
instituto», me dije.
Volví al bar para pedir agua al señor López y aclarar la
garganta.
—¿Ya te encuentras bien, majo? —me dijo.
Allí seguían apoyados en la barra los dos graciosos que
casi me hacen vomitar. Decidí ir hacia ellos para decirles que
no era mi intención escuchar su conversación, que la culpa era
suya por hablar tan alto.
—Ya sé que pensáis que os estaba escuchando, pero os
equivocáis, tíos.
—¿Qué pasa? —me cortó el más bajito, que tenía más
granos en la cara que una paella—, ¿te gusta comer el jamón
sin masticar? Ja, ja, ja.
Yo le contesté más seco que un espárrago:
—Perdona tío, a mí el jamón me gusta comerlo como a
todo el mundo, pero con menos cachondeo...

47
El otro chaval, que parecía más razonable, me dijo:
—¿Por qué nos espiabas, chaval? A ti no te importa lo
que nosotros...
—Yo no espiaba a nadie —le corté—. Vosotros
hablabais a gritos y yo estaba ahí. Lo único que como era de
juegos y tal pues me quedé escuchando, pero...
—¿Tú también te enrollas con los juegos? —me dijo el
bajito de las gafas y los granos tratando de reconciliarse
conmigo.
—Pues sí, sobre todo los juegos de rol...
—¡Ostras! —dijo el otro—, ¡como nosotros!
—No es que sea un experto, pero me muevo bien.
—¡Juegos de rol: la ilusión de mi vida! —me
interrumpió el serio no creyendo mis palabras—. ¿Cuántas
megas?
—Diez, creo.
—¡Qué suerte tienes! Yo porque voy a una biblioteca,
que si no... Oye, ¿dónde encuentras los juegos esos?
—Si quieres te doy un par de direcciones —le dije—.
Hay montones de ellos.
—Bah, déjalo, es que...
Cuando ya empezaba la cosa a degenerar sonó la hora
de entrar a clase. El más alto me dijo:
—Bueno, chaval, perdona por la broma, pero es que no
creíamos que fueras a ponerte a parir en medio del bar...
Los dos me dieron unas palmaditas en la espalda como
diciendo: «Vale tío, que te sea leve»; yo me di media vuelta
con la convicción de que allí no había nada que investigar y
que mi espionaje había llegado a su fin.

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4 – Atrapado en la red

Me encontraba como al principio. Los planchazos que


me había llevado en el instituto me demostraron que estaba
completamente equivocado y que era una tontería seguir
jugando a policías y ladrones. Eso lo tenía claro. Pero como los
mensajes estaban ahí, me decían bien a las claras que debía
investigar por otro lado.
Como todos los viernes, aproveché la tarde para ver a
mi amigo:
—Hola, Watson —le dije mientras le quitaba la funda y
lo ponía en marcha—, te veo muy silencioso, ¿qué susto me
vas a dar hoy?
A veces hablaba con mi ordenador como si fuera un
amigo de verdad, o le insultaba cuando se bloqueaba y me
dejaba colgado con un trabajo a medio hacer; era una forma de
desahogarme; pero mi madre, una vez que me pilló
hablándole, me preguntó:
—¿Decías algo?
—¿Yo? Nada… —contesté.
—¿Entonces, se puede saber con quién hablabas?
—Pues con el ordenador, ¿con quién va a ser? —le
respondí con toda naturalidad.
Ella me dijo entre sorprendida e incrédula:
—¿Con el ordenador? ¡Lo que me faltaba por oír:
hablar con un cacharro! ¿Por cierto, no habrás dejado los libros
por jugar con ese trasto?

49
Aquel interrogatorio me resultaba penoso, pero a mi
madre le perdono todo porque muchas veces no me
comprende.
Me conecté a internet y fui directamente al correo.
¡Clanc!, los ojos se me quedaron como platos. Lo que me
temía, había un mensaje nuevo sin remitente. «Ya está aquí
otra vez».

Cuando llegues a JERUSALÉN preséntate


al COMENDADOR.
En la SALA SECRETA se os
revelará la razón de este VIAJE.

¡Lo vas a conseguir, mi HÉROE!

El Gran Guía

No sabía qué hacer: si reír o llorar. Estaba perplejo:


«¿Lo vas a conseguir, mi héroe? ¿Yo soy el héroe?», me
pregunté. Era mi primera noticia. Pero en lugar de mandar el
mensaje a la porra, me puse a reflexionar lo más serenamente
que pude. Recuperé los otros que había tirado a la papelera y
empecé a repasarlos despacito, uno por uno. Al cabo de un
rato me dio la impresión de ver algo claro. Había en todos
ellos una serie de palabras que, mirándolas detenidamente,
parecían tener una cierta relación entre sí: «Viaje – peregrino –
singladura – Malta – murallas – Jerusalén - Comendador...»
Quedaban dentro del vocabulario de una agencia de viajes tal

50
como lo había intuido al principio de esta historia, como si me
invitaran a hacer un crucero hacia Jerusalén pasando por la
isla de Malta siguiendo la ruta de los antiguos cruzados o
peregrinos. Y, además, había una sorpresa final que se nos
revelaría en la Sala Secreta por boca del Comendador (?).
Francamente, parecía un verdadero galimatías, un misterio.
Para salir de dudas, fui a preguntarle a mi padre si
había pedido información a alguna agencia para hacer un viaje
fuera de España últimamente, a Israel por ejemplo. Él me
contestó:
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que he recibido propaganda de una agencia de
viajes en el correo electrónico.
Se sorprendió de que me llegaran a mí esas cosas.
Luego me dijo:
—¡Cómo madruga la gente! Ya sabes que hasta el
verano, nada de viajes. Y de ir al extranjero, menos: están los
tiempos como para tirar el dinero, así que olvídate del tema.
—¡Por supuesto! —le contesté dando a entender que yo
no tenía nada que ver con esa cuestión.
—¿Y quién te manda la propaganda?
—No lo sé, un chiflado. Será un “spam”…
—Pues dile al gracioso que nos mande los billetes del
viaje gratis.
—Ya, eso pensaba yo.
Mi padre tan bromista como siempre. Pero llevaba
razón: «Debería pedirle tres billetes a ver qué pasa», pensé.
Aunque enseguida llegué a la conclusión de otras veces: «¿Y a
quién se lo pido si no me manda su dirección? ¡Que se vaya a

51
la porra!»

Si El Gran Guía no era ninguno de mis colegas, y lo de


la agencia de viajes no estaba del todo claro, sólo me quedaba
una alternativa: «Este lío tiene que ser cosa de algún pirata que
ande por la red con ganas de incordiar; tampoco me extrañaría
que se me hubiera metido un “gusano” y estuviera dándome
la lata como aquel famoso “Buendía” que me infectó el
ordenador viejo: «Hola, Marc, hoy hace un buen día,
¿verdad?», me decía cada vez que lo arrancaba; un virus tonto
que se me coló con un juego de carreras de coches que me dejó
el Rícar; me saludaba con ese mensaje absurdo, bloqueaba el
aparato y me hacía perder tiempo hasta que desaparecía de la
pantalla. Me costó borrarlo, pero pude con él. De todas formas,
tengo que investigar, seguro que encontraré alguna
respuesta».
Decidido como estaba, aprovecharía el puente de la
última semana de febrero —que ya tenía marcado en rojo
desde comienzo del curso— para dedicarme a husmear por la
red. Como mis padres no habían previsto ninguna salida, me
quedaba perfecto; tenía un tiempo magnífico para viajar sin
moverme de casa y poner en práctica el tercer punto de mi
plan: pedir ayuda por internet.
Lo primero que debía hacer era actualizar el antivirus.
Después, limpieza general; me puse manos a la obra y en
veinte minutos tenía todo en orden; mientras Watson trabajaba
como un loco revisando archivos y buscando “gusanos”,
empecé a diseñar en un papel mi propia página web, la misma
que pensaba colgar en la red. Pensaba hacer una cosa guapa,

52
directa, que me sirviera para lanzar un SOS al mundo y, de
paso, convencer al Guía de las Narices de que me dejara en paz
de una puñetera vez.
Confeccionar una página web es pan comido. Hoy día
no tienes más que meterte en uno de los muchos “portales” y
enseguida te facilitan la forma de montar un “blog” sin
esfuerzo, gratis —eso sí, tienes que aguantar la propaganda
que te quieran colgar los patrocinadores— y sin límite de
tiempo.
Yo cuando me conectaba lo hacía por medio de BABEL,
una página web que me gustaba mucho porque tenía de todo:
juegos, noticias, ofertas, libros que te podías bajar gratis,
música para mi mp3, vídeos, cosas de informática, cómics,
carátulas…; el núcleo principal de BABEL era La Ciudad
Virtual: una ciudad imaginaria de “ciudadanos virtuales”
donde había cines para ver pelis, “chats”, discotecas,
bibliotecas, bares, calles, plazas y ¡hasta podías quedarte a
“vivir” en ella!
Pulsé el icono de la famosa Torre de Babel y apareció
en pantalla la puerta de un castillo —la ciudad estaba
amurallada y sólo tenía esta puerta de entrada— con una
enorme aldaba en el centro. Situé el puntero del ratón sobre la
aldaba, pulsé dos veces y al momento se abrió dejando paso a
un hombrecillo de cabeza grande y cuerpo pequeño vestido
como un general que va y me dice con voz de extraterrestre:
«Sea usted muy bienvenido a la Ciudad Virtual. Pase, por
favor...»; por cierto, la primera vez que entré en ella me llevé
un susto tremendo, porque como tenía los altavoces a todo
volumen y mi madre me reñía: «¡que bajes el volumen!»,

53
aquello sonó como si alguien realmente me hablara desde el
otro mundo, de forma tan escandalosa que hasta mi madre
vino toda alborotada:
—¿Qué ha sido eso?
—Nada, un extraterrestre que me ha venido a visitar —
le dije.
—Tú sí que eres un extraterrestre —me respondió—.
Baja el volumen, haz el favor, deja ese cacharro y ven
ayudarme.
«¡Mi madre siempre tan oportuna!»
—Espera, que ahora no puedo.
—No tardes.
Mientras hablaba con ella, había ido apareciendo la
ciudad en todo su esplendor: una avenida preciosa con árboles
exóticos, edificios raros, jardines con flores vistosas... Era una
pasada. La cosa tomó animación y empezó a moverse
automáticamente como si yo avanzara por sus calles siguiendo
a una especie de guía que apareció en el extremo superior de
la imagen mientras se oían comentarios de lo que se veía al
paso. Todo era muy bonito, bien hecho. Al cabo de un minuto,
el portero mágico desplegó un formulario y oigo que me dice
con su voz de lata: «Debes empadronarte como ciudadano. En
este pliego encontrarás la forma de hacerlo». Y desapareció de
la pantalla. Le eché un vistazo y enseguida comprendí que
todo se reducía a rellenar el recuadro aquel:

54
Nombre: Mac.
Contraseña:
Correo electrónico: internauta@zulumar.res
Oficio y/o aficiones: Estudiante, informática,
leer novelas, oír música.
¿Por qué quiere hacerse ciudadano?:
Necesito ayuda.

Cuando terminé de redactar aquello, apareció otra vez


el portero misterioso de la cabeza gorda y con una sonrisa me
dijo: «Acompáñame Mac, ahora tienes que elegir dónde fijar tu
residencia. Escoge una calle». Y apareció un listado donde
había calles para todos los gustos: De los Enamorados, Del Ocio,
Locos por la música, El Byte, Futboleros, Jugadores, Los Solitarios...;
en total serían como una docena, pero la que más me atraía de
todas era la última, la de Los Solitarios, porque se acomodaba
perfectamente a mi estado de ánimo en este momento.
Después de elegir la calle me dijo: «Mira, Mac: tu casa es ésta
—y señaló en el plano de la ciudad una casita aislada,
preciosa, que destacaba sobre las otras porque en esos
instantes palpitaba como si fuera un corazón—, en ella está tu
“blog”».
Aproveché para relajarme un poco porque estaba
sudando como un pollo. Ahora empezaba lo bueno. Bien, en
primer lugar un letrero grande donde se lea el Título: «Mac el

55
Solitario». Me gusta.

“MAC” el SOLITARIO

Pulsando el icono que va debajo se abrirá este saludo:

! "

Después pondré un mensaje con mi dirección de correo


para que me escriban todos aquellos que me quieran ayudar.
Que sea impactante, como un grito:

56
Y al pulsar el icono, aparecerá esta CARTA:

Querido amigo:
Si te pido ayuda es porque la necesito, de verdad.
Déjame que te lo explique. Me he visto metido en un lío sin
saber exactamente cómo ni por qué. Bueno, llamo lío al hecho de
recibir mensajes en mi correo que me dicen cosas tan raras como que
soy un peregrino, que he de ir a Jerusalén y presentarme a un
Comendador, que cuánto dinero tengo y tonterías por el estilo.
Al principio pensé que se trataba de una broma de algún
compañero, pero después de investigar seriamente he llegado a la
conclusión de que alguien me piratea el correo.
Yo, la verdad, estoy muy preocupado porque no sé qué hacer
para quitarme ese virus o lo que sea de encima. Si tú conoces algún
método para hacerlo, dímelo. Te estaré muy agradecido.
Y si leyera, por casualidad, esta carta el que se dice El Gran
Guía, sepa que le puedo denunciar por piratear mi ordenador.
Escríbeme a : solitarius@zulumar.com

Mac

57
Lo repasé todo y me pareció que quedaba bien. Volví a
la calle de Los Solitarios para dejarlo tal como lo había previsto
al comienzo. Fui colocando cada fichero en su sitio dentro de
una carpeta que llamé Solitario y ya sólo me faltaba pulsar el
botón de Finalizar para acabar el trabajo. Lo hice, y el
ordenador empezó a enviar archivos por correo como un
condenado. Todo parecía ir perfectamente cuando apareció
este letrero:

Mac, estamos confeccionando tu BLOG.


Tardaremos unos minutos en complacerte.
Espera y pronto serás CIUDADANO VIRTUAL.
En la calle de LOS SOLITARIOS
encontrarás una agradable sorpresa.

El Alcalde de la C. V.

Me sentí satisfecho, eufórico diría yo. En este momento


no podía dejarme llevar por el desaliento aunque lo viera todo
negro. Pronto sería Ciudadano Virtual y eso suponía poder
recibir ayuda desde cualquier rincón del mundo.
Me quedé un ratito pensativo... «¡Voy a ir a por ellos»,
me dije en alta voz, y creo que Watson, desde la pantalla, me
sonrió.

58
5 – ¡Funciona!

Desde que ocupé mi casita en el barrio de Los Solitarios,


parecía que había recobrado algo perdido: la tranquilidad; no
me habían llegado mensajes raros el fin de semana anterior, lo
que hizo que la semana siguiente se me pasara en un vuelo.
Estábamos a jueves y ya tenía unas ganas locas por mirar el
correo, pero no me quedaba más remedio que esperar para
cumplir mi palabra de no tocarlo más que los fines de semana.
De un tiempo a esta parte, tal vez quince días antes,
empecé a notar que Watson andaba cada vez más lento, que
tardaba un poquito más en hacer aparecer la página principal
de BABEL cuando me conectaba a internet pese a mi ADSL.
Era un tiempo insignificante al principio, pero me daba la
impresión de que la cosa iba en aumento. «Se está haciendo
lentorro este cacharro» diría mi madre, y no sabía bien por
qué. Yo lo atribuía a la línea telefónica o a los hados... Así que
una mañana se lo comenté a Rícar cuando nos vimos en el
patio. Su respuesta me dejó todavía más perplejo:
—Si va más lento es porque carga más archivos y
lógicamente se ralentiza; o porque se te ha colado un virus...,
ya sabes que los hay a montones.
—¿Un virus? No digas tonterías —le corté—: el otro
día lo miré y estaba más limpio que tu cartera.
—¿Más que mi cartera?, entonces puedes estar
tranquilo, porque nunca llevo un chavo.
A la hora de cenar aproveché para comentárselo a mi

59
padre, a ver si me daba otra pista:
—Imaginaciones tuyas. El ordenador hace su trabajo
siempre igual, es una máquina, a no ser que le metas cosas
nuevas... Si dices que tarda más será porque tiene que procesar
nuevos datos, archivos, músicas, vídeos... ¿Has instalado uno
de esos juegos que ocupan tropecientas megas?
—Nooo —dije con toda seguridad. Y era cierto porque
en todo este tiempo no había instalado un juego, sino dos.
—De todas formas, si quieres, el próximo fin de
semana le echamos un vistazo, a lo mejor hay que ampliar la
memoria. Si va más lento es por alguna razón. Tal vez tenga
que leer ficheros ocultos, o una protección especial del
antivirus...
Sí, en lo esencial coincidía con Rícar, y era lo que yo me
imaginaba, pero me resistía a aceptar: «Tiene que leer archivos
ocultos».
Cuando me puse, por fin, la tarde del viernes al
ordenador y vi que en la bandeja del correo tenía el aviso de
un mensaje nuevo con remitente, no pude evitar una
exclamación de alivio: «¡Menos mal!» Y cuando lo leí, casi me
sale el corazón por la boca: «¡Claire!, una chica francesa, ¡guau!
Vamos a ver qué me dice».

Mon très cher ami Mac:


Antes de todo te pido perdón si no escribo correcto, porque yo
soy una estudiante de español en la Facultad de Letras de Nîmes y
me gusta viajar en internet por practicar el idioma.
Yo también estoy en Babel. ¡Estamos vecinos! He leído tu
carta y resulta que a mí pasó algo parecido. A veces participo en

60
chats y una vez un chico quiso enrollarse (creo que se dice así en
español) conmigo, cosa que yo rechacé porque no quería líos, pero le
había dado mi dirección y pronto comencé a recibir mensajes
molestos.
Consulté con un amigo abogado y me dijo que guardase
copia de los mensajes recibidos y acusara ante la administración de
mi servidor para que ellos cogieran al acosador con las manos en la
mesa porque el contrato prohíbe molestar a otros usuarios.
Cambia tu dirección para desvío de anónimos y capturar al
pirata.
No te desanimes Mac, ¡somos a tu lado! Espero que tengas
suerte.
Je t'embrasse.
Claire (Clr.dpt @30X00.fr).

«¡Una chica francesa! ¡Ostras, ostras, ostras!, —me froté


los ojos: no me lo podía creer—. Cuando lo cuente en clase me
van a decir que miento más que hablo. ¡Qué éxito! Hacía sólo
unos días que había lanzado mi página al mundo y ¡oh
maravillas de la técnica! ya había recibido la primera
respuesta. ¿Será otra Solitaria?»
Cada vez que releía el mensaje de Claire me hacía el
mismo efecto que beber un vaso de agua fría en pleno mes de
agosto: me refrescaba por dentro. Sus incorrecciones en la
redacción —«estamos vecinos»— me resultaban graciosas y
sus «manos en la mesa / en la masa» me parecía el mejor chiste
que había leído en mucho tiempo. De todas formas, Claire, me
merecía el mayor respeto del mundo porque había tenido la
delicadeza de ocuparse de mi problema, además del esfuerzo

61
que había tenido que hacer para responderme en castellano.
¡Qué pena que no yo supiera francés para poder contestarle en
su idioma!

Pasaría otra semana más hasta que volviera a conectar


el ordenador; tenía mucho que estudiar; además, estaba tan
satisfecho con la ayuda recibida de Claire que veía casi
resuelto mi caso. Esto me daba un optimismo infinito. Yo era
otra persona. En clase todo me salía bien, incluso los
problemas de Mates.
Mi madre me lo notó:
—¿Qué te pasa que estás tan contento? —me dijo—:
¿Te han dado alguna buena nota en el instituto?
—Sí; bueno, quiero decir no. Es que últimamente me
salen bien las cosas —le respondí como queriendo quitar
importancia al asunto.
—Huy! Ya sé: eso significa que te has echado novia. Ya
te he dicho que...
Mi madre como adivina es que no daba una.
—Mira, mamá: cuando tenga novia, serás tú la última
persona a quien se lo diga.
—Muchas gracias por la confianza, hijo. ¿Y eso, por
qué?
—Pues porque eres una cotilla.
—¿Cotilla yo? Niño, un respeto, que soy tu madre.
—Perdona, pero sí. A todas las madres os encanta
cotillear sobre las novias de sus hijos, los amores y todo eso.
—No te entiendo, guapo. Simplemente te digo que
pareces más contento que otros días. No sé. Estás más alegre y

62
cariñoso. Esta mañana me has dado un beso...
—Ya, pero no tengo novia, mamá. ¿Qué le vamos a
hacer? Así que, tranquila. —Y le tuve que confesar la verdad
para que no me diera la paliza—. Estoy contento porque he
recibido una carta de una chica francesa, pero nada más. Una
carta de amigos, que tú enseguida te imaginas cosas raras.
—Ya, ya...
Mi madre se quedó mirándome pensativa, como
diciendo: «este niño se cree que me chupo el dedo, ¡ay!, estos
hijos...»

El viernes, día doce de marzo, por la tarde, me conecté


como de costumbre, y lo primero que hice fue mirar el correo
para ver si había novedades. Y las había, además, por partida
doble: sí, señor, dos hermosos mensajes brillaban en la bandeja
de entrada. Me consideraba muy afortunado porque pensé
que la gente venía en mi ayuda tal como había pedido en mi
blog de La Ciudad Virtual. Sin dudarlo, abrí el primero. Sentía
buenas vibraciones y me imaginaba que iba a ser tan guapo
como el de Claire, a la que había respondido rápidamente
dándole las gracias y declarando mi eterna amistad. Este
mensaje nuevo me venía como llovido del cielo: nada menos
que de un abogado:

63
Bufete de Abogados REX
BARCELONA
Muy señor mío:
Soy de profesión abogado, como puede ver en el membrete, y
he tenido algunos asuntos relacionados con el uso o, mejor dicho, por
el abuso de las comunicaciones en internet. Yo también pertenezco a
La Ciudad Virtual; he leído su carta y me he permitido ponerme en
contacto con Vd. para ofrecerle mis servicios.
Para poder actuar contra un hacker, que parece ser el caso,
debemos tener en cuenta:
1º. Que los mensajes sean difamatorios.
2º. Que la difamación sea personal y no genérica.
3º. Que si se trata de una sociedad, grupo o Cía., puede
querellarse si esto le supone un quebranto económico o moral.
4º. Caso de identificarlo, se le podría denunciar por acoso.
Se lo ilustraré con un caso real que sucedió hace poco en
Estados Unidos y que nos sirve de ejemplo. Un empleado del Travel
Bank envió varios mensajes falsos para desprestigiar a su entidad y lo
hizo desde la dirección de otra persona ajena por completo al asunto.
Como no se pudo probar que el culpable era el dueño de la dirección,
el banco se querelló contra la red que favoreció la difusión del mismo
y ganó el pleito, aunque nunca se supo quién fuera el autor material
de los mensajes. Se culpó al medio de difusión por no prevenir el
delito o, si se quiere, por favorecerlo indirectamente.
Si necesita asesoramiento, poseo un catálogo de sentencias
que podría serle útil. Quedo a su disposición y le envío mi email por
si desea ponerse en contacto conmigo: Antonq123@servired.es.

Antonio Quijada

64
«¡Esto funciona!» Me alegré infinitamente de haberme
metido en La Ciudad Virtual porque ahora veía las enormes
ventajas de pertenecer a un grupo organizado dentro de la red
y no andar por la vida como un llanero solitario.
Así estaba reflexionando, cuando recordé que había
dejado otro mensaje por leer y con las prisas no me había
fijado si traía remitente o no. Cuando lo abrí, me quedé
paralizado: no lo traía, tan sólo un fichero adjunto. La euforia
de antes se me vino abajo y el regusto amargo de otras veces
me llenó la boca. «¡Ya está aquí otra vez ese imbécil, maldita
sea! —me dije—. No sé cómo tiene valor para seguir
molestándome si ha leído mi carta, porque estoy seguro de
que la ha leído».
Esto me cabreó muchísimo, y en lugar de abatirme más
como en ocasiones anteriores, lo que hizo fue que me creciera
y pensara que, teniendo amigos como tenía, pronto le iba a dar
una lección que no olvidaría en su puñetera vida. Se lo estaba
buscando el muy cretino. Su tiempo de bromas se le había
acabado. «Alea iacta est», como decía mi profe de Latín
cuando nos repartía las hojas de los exámenes. Estaba
cabreado y se iba a enterar.
Pero mi sorpresa no tuvo límites cuando vi lo que
apareció ante mis ojos:

65
«¿Y esto qué es?», me dije. Allí me quedé mirando la
pantalla como un pasmarote, sin creérmelo del todo. A simple
vista parecía un jeroglífico. Un puzzle cuyos dibujos debían
encajar como en un rompecabezas para entender su
significado: «¿Qué podría ser ese sol, esa luna, esa
interrogación y esos signos raros? ¿Y las letras O, V, A, tan
floridas, tan bonitas, qué querían decir: OVA, VOA, AVO?»
«Bien —tratando de controlar la situación—, que no
cunda el pánico: voy a ir por partes. Alguien me ha mandado
este jeroglífico para probarme. OK., quieren medir mi
inteligencia, eso está claro. Pero creo que se han pasado
porque: ¿cómo voy a adivinar esto sin ninguna pista? Parece
que El Guía de las Narices quiere jugar a las adivinanzas; vale,
yo también me sé algunas; le mandaré ésta:

66
«A ver si adivinas de qué hay que llenar un
caldero para que pese menos, tío listo»

Je, je. Se lo voy a mandar. Seguro que no lo sabe. Y la


respuesta es muy sencilla: hay que llenarlo de agujeros».
Veremos con qué me sale.
Según estaba observando los dibujos, sonó el ¡ding,
dong! con que me avisaba el ordenador cuando me llegaba un
mensaje nuevo. Cerré el anterior y fui a ver el nuevo: «Mensaje
sin remitente». (¡...!)

¿Sorprendido, Mac?
Busca el significado de la
FÓRMULA MÁGICA
que tienes en tu pantalla
y te haré inmensamente rico.

El Gran Guía.

«¡Mierda, me está controlando! El tío me vigila. Entra


en mi ordenador cuando le da la gana. ¡Es un pirata! Ahora lo
veo claro. Debería llamar al abogado. Además tiene la cara de
preguntarme si estoy sorprendido, el muy imbécil: pues claro
que lo estoy, capullo».
Dejé unos minutos para que se me pasara el enfado y
ya más en frío pensé que, efectivamente, alguien tenía acceso a
mi ordenador porque sabía lo que yo estaba haciendo cada vez

67
que me conectaba a internet. «Fórmula Mágica —me dice—.
¿Mágica, de qué? ¿Para ganar dinero? ¡Cómo me huele a
estafa! Esto no puede ser legal: nadie da dinero a cambio de
nada; sería de idiotas; el típico tocomocho; ¡que se vaya a la
porra!» Y mandé el mensaje directamente a la papelera.
Desconecté a Watson y salí de mi habitación con el
corazón encogido: quería olvidarme de este maldito embrollo.
Mi madre estaba viendo el capítulo doce mil y pico de una
telenovela.
—¿Qué tal? —me preguntó.
—Mal.
—¿Te encuentras mal?
—No. Que todo está mal. Esto es un asco. Y no me
preguntes, que estoy cabreado. No seas pesada.
—Chico, cada vez estás más cardo con tu madre. No te
costaría nada ser un poco más amable. Caray.
—Es que no tengo ganas de hablar. Déjame.
—Vale, vale, ya te dejo. ¡Jesús, qué crío!
Me senté a su lado. Era una telenovela más cursi y más
vieja que Matusalén la que estaba viendo. Me aburría como
una ostra.
—¿Hay algo para merendar? —le pregunté.
—Mira en la nevera. ¿No dices que te deje en paz?
Mi madre, a pesar de todo, tenía más razón que una
santa: yo me estaba comportando como un chiquillo. Fui a la
cocina, y pensé que cuando terminara de hacerme el bocadillo
iría a ver a Watson para tratar de poner en orden mis ideas y
dejar de estar histérico. A lo mejor encontraba una solución.
Me hice un bocadillo de jamón y queso. Puse en marcha a mi

68
amigo —«Venga, tío, que vas más lento que el caballo del
malo»— y nada más conectarme: «¡ding, dong!», mensaje
nuevo. Hoy me llovían los mensajes. ¿Traerá remitente? La
verdad es que casi me daba igual. Lo abrí sin mirar.

Fueron los ESENIOS quienes idearon esta


FÓRMULA MÁGICA para curar los males.
Adivínala, Peregrino: ORO y PLATA
son sus principales elementos.
Tienes que descubrirla
porque en ello va TU SALUD y la MÍA.

El Señor

«¡Ostras!», exclamé. Seguía sin entender nada, pero


este mensaje me aclaraba dos cosas importantes: la primera,
que se trataba de una fórmula para curar; la segunda, que me
jugaba el pescuezo si no la adivinaba; las dos informaciones
meridianamente claras.
«Vamos a ver —me dije—: concéntrate, sin nervios,
Mac». Comencé a darle vueltas al asunto y siempre llegaba al
mismo punto: plata y oro... «O sea: dinero. Que sería
inmensamente rico me decía el mensaje anterior». Observé que
venía firmado por otro personaje diferente al Guía, ahora se
hacía llamar El Señor; esto me llevó a pensar que había
cambiado de protagonista, pero no de tema. ¿Quién diablos

69
será este nuevo Señor? ¿A qué se deberá el cambio? ¿Será que
pone otro seudónimo para que no le identifique la policía? Y
entonces recordé aquella idea que tuve al principio de esta
historia: «Aquí puede haber un lío gordo. Si hay oro y plata de
por medio, tal vez se trate de una banda de traficantes de
metales preciosos, joyas robadas..., es decir: delincuentes».
Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Noté que
empezaba a sentirme mal. No quería saber más. Apagué
bruscamente el ordenador como si él fuera el culpable de todo.
Estaba harto. Bajé las escaleras de cuatro en cuatro y le dije a
mi madre: «Me voy a dar una vuelta. Adiós».
Y salí dando un portazo. Estaba tan aturdido que me
puse a andar por el parque del instituto como un autómata,
volviendo la cabeza cada dos por tres buscando a alguien que
me siguiera los pasos. Me sentía amenazado. Cuando me
cansé de caminar, me senté bajo el sauce de otras veces y me
tapé la cara con las manos: quería llorar de rabia y olvidarme
de todo: «¿Pero por qué me tiene que pasar esto a mí?»
Era casi de noche cuando decidí volver a casa. Mi
madre me preguntó:
—¿Puede saberse qué te pasa que andas entrando,
saliendo y dando portazos?
Me di cuenta de que estaba histérico perdido y debía
tranquilizarme, así no iba a conseguir nada.
—Perdona, mamá, es que iba con un poco deprisa…
—mentí.
—¿Vas a estar con el cacharro otra vez?
—Sí, ¿por qué?
—No te entretengas porque en cuanto venga tu padre

70
nos ponemos a cenar.
—De acuerdo. Me llamas.
Con el ánimo más calmado me puse a repasar el último
mensaje. En la soledad del parque había pensado que era casi
imposible que se tratara de una banda de delincuentes porque
estos individuos actúan de otra forma, con más clase. De todos
modos, había un par de palabras que me estaban dando
vueltas por la cabeza todo el rato. Cuando dice los elementos
está claro que se está refiriendo a los componentes de la
fórmula, tal vez se trate de una fórmula química a la que llama
“mágica” porque lo cura todo. Como el “Agua mágica”, “H2O
milagrosa” de Lourdes; ¿y los esenios?, era la primera vez que
oía esta palabra en mi vida; porque las otras como peregrino,
etcétera, intuía que se referían al prometido viaje a Jerusalén,
pero ¿esenios?
«¿Quiénes serán estos individuos? —me dije—, ¿se
tratará de una banda de asesinos que se llaman así?» Fui
disparado a buscar el diccionario.

Esenios: secta religiosa judía que aparece en el siglo II a. de


J.C. Se extendieron por toda Palestina, pero la comunidad principal
estaba en En-gedi a orillas del Mar Muerto. Hacían juramento de
guardar secreto sobre sus doctrinas, por esto se les atribuyen
principios esotéricos y mágicos. Se llamaban “hijos de la luz” y se
creían únicos poseedores de la “kabala” judía. Se han descubierto (en
1947) escritos muy importantes sobre sus teorías en las cuevas de
Qunrâm.

«¡Ostras! De asesinos, nada; dice que practicaban la

71
magia... —me quedé durante unos segundos pensando—.
¡Claro: ahora lo entiendo! Los dibujitos no son un test de
inteligencia como yo creía, sino que el tío de los mensajes me
ha mandado una fórmula en forma de signos para que trate de
adivinar lo que significa y me da como pista dos elementos: el
oro y la plata; si lo adivino, me llevo un premio, tal vez el
famoso viaje a Jerusalén, que es donde vivían los esenios…
Mac —me dije—, ¿lo ves?, eres un genio».
Miré la Tabla Periódica de los Elementos que tenía en el
libro de Química y vi que el elemento oro estaba representado
por las letras Au; y la plata por Ag. Ninguna de las dos
coincidía con las letras del jeroglífico: OVA. Seguramente
tendrían algo que ver con alguno de los dibujitos misteriosos.
Me hizo gracia imaginar que tal vez la fórmula mágica era una
pócima antigua como las que hacían los brujos para volar o
hacerse invisibles: si la consiguiera sería el rey de la magia
moderna. Aunque en realidad dice que sirve para curar las
enfermedades: ¡mejor!, con una fórmula así me forro, por eso
dice que sería inmensamente rico».
Las cosas iban encajando. Recuperé el mensaje que
había tirado a la papelera y lo guardé; mientras miraba
aquellos extraños dibujos, mi cabeza seguía funcionando con
una actividad febril. Intentaba encontrar algo concreto que me
pudieran sugerir los signos de la fórmula: un nombre, una
ciudad, un título... Volví a leer el final del mensaje: en ello va tu
salud y la mía. «¡Está clarísimo que es una amenaza! Amenaza
mi salud, mi vida. En otro anterior me preguntaban por el
corazón y ahora es mi vida la que corre peligro, ¡ostras!»
Me estaba llamando mi madre para cenar. Tuve una

72
idea que me pareció estupenda: «Sea lo que fuere, no creo que
lo pueda adivinar yo solo. Tengo que pedir ayuda. Eso es. Lo
preguntaré por medio de mi blog o en el instituto, a ver si
algún profe me echa una mano, porque estoy más perdido que
un pulpo en un garaje. Seguro que el de Lite, que se enrolla en
cosas raras, sabe algo de estos símbolos. Le preguntaré a él». Y
puse en marcha la impresora.
Mi madre me volvió a llamar. Mientras imprimía el
jeroglífico, me dije: «Si su salud peligra, también peligra la
mía, es decir: que si él se va al otro barrio, yo me voy con él...
¡Ostras! Como mi vida dependa de descifrar la formulita, lo
tengo claro». La impresora me devolvió el folio con el mensaje,
lo recogí, apagué la luz y me fui a cenar.

Me volvieron las pesadillas y los insomnios. Aquella


paz que había logrado días atrás se me había esfumado como
el humo. Ahora sentía una tenaza en el corazón que me
arrugaba el ánimo tanto que no me dejaba dormir. Quise alejar
las pesadillas con otras preocupaciones, con los exámenes que
tenía encima..., pero ni por ésas.
La madrugada del lunes la pasé fatal porque fui de
desvelo en desvelo. Cuando a las siete de la mañana sonó, por
fin, el despertador, me arrastré como un sonámbulo hasta el
lavabo. Abrí el grifo y el agua fresca en la cara me recordó que
debía ir a visitar aquella misma mañana al profe de Lite a ver
si me podía ayudar con lo de los símbolos. «Como no me eche
una mano no sé qué va a pasar». Pero me juré a mí mismo ser
valiente, no dejarme achantar por este mensaje ni por ningún
otro, y echarle un par de riñones al asunto.

73
La mañana pasó con el horario previsto: Ética, Latín y
Mates. Después de estas tres horas de trabajos forzados
llegaba el recreo. Cuando sonó la chicharra me puse en
marcha. Le abordé en el pasillo justo cuando salía de la clase
de al lado:
—Profe, quisiera hablar un momento con usted.
El profesor me miró un tanto extrañado. Él no era mi
tutor.
—Hola Mario, ¿algún problema?
—Quisiera pedirle un favor.
—De acuerdo, vamos al despacho y allí lo hablamos.
Mientras íbamos camino del Departamento de Letras
me dijo:
—¿Cómo te va el curso?
—Bien... —le dije pensando que me lo preguntaba
porque había suspendido su asignatura en la primera
evaluación y era, justamente, la nota que había falsificado con
el escáner. Todavía me duraba el canguelo. Y todo fue porque
me llevé un suspenso que yo consideraba totalmente injusto,
un caso de verdadera mala suerte: en el examen fue a
preguntar las dos cuestiones que peor llevaba preparadas;
todo lo demás me lo sabía al pie de la letra... Y claro, suspendí.
Me pareció injusto, por eso falsifiqué la nota, pero estaba
arrepentido.
—Bueno...; seguro que ese suspenso lo vas a recuperar
en la segunda ¿no?
—Desde luego, profe.
Con la cháchara, llegamos a la puerta del
departamento. Entramos. No había nadie. Allí el ambiente era

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más acogedor que en el pasillo.
—Bien, pues tú dirás —me dijo invitándome a tomar
asiento.
—Es que no sé cómo empezar... Bueno, tenga, a ver si...
—y le largué el folio donde estaban los signos que había
imprimido la noche anterior.
—¿Qué es esto tan raro? —me dijo arqueando las cejas.
Cuando desdobló el folio, el profe se quedó bastante
sorprendido al ver el jeroglífico. Mientras lo estaba mirando, le
solté un rollo que me había preparado durante la clase de
Mates sobre un juego de rol en el que estaba metido y tal... La
idea la tomé de un juego de verdad que había visto no hacía
mucho tiempo en una tienda de informática:
—Es que mi padre me regaló un juego las pasadas
Navidades —empecé con el cuento—. Es un juego didáctico y
me ha salido un personaje que es como una especie de monje
vestido de blanco que está en un laboratorio muy antiguo,
medieval, con sus frascos, un fogón, sus pócimas..., y tiene
unos carteles colgados de la pared del laboratorio. En uno de
ellos aparecen estos símbolos que traigo dibujados en el folio y
me pide que los descifre, pero no encuentro la manera de
hacerlo... Ya sé que sólo es un juego, pero me intriga saber esas
cosas...
El profe apenas si me había escuchado porque desde el
mismo momento en que le di el papel se quedó perplejo
mirándolo como si quisiera adivinar algo. Movía la cabeza
haciendo gestos afirmativos:
—¿Sabes qué pienso?, que debe ser un juego muy
interesante, pero un poco difícil para ti, porque te voy a decir

75
algo que te sorprenderá: algunos de estos símbolos los usaban
los alquimistas medievales, es decir: que tienen muchos más
años de los que tú te puedes imaginar. Mira, hay dos que son
evidentes: el sol que simboliza el oro, y la luna, la plata. ¿Ves
los dibujos? —señalándome el folio—. Sol = Oro, Luna = Plata.
Esto es pura alquimia, joven.
Una luz vivísima, como un relámpago en las tinieblas,
brilló en mi mente:
—¡Es verdad, profe! El juego me decía que entre ellos
estaban el oro y la plata.
El profesor sonrió.
—¿Lo ves? Entonces estoy en lo cierto. ¿Y en el juego
no te dan pistas para adivinar el resto de los otros símbolos?
—No, ninguna.
—¡Qué raro! Bueno, pues me tienes que dejar el folio a
ver qué descubro. Ven mañana y te daré una respuesta ¿de
acuerdo? Intentaré aclarártelo. ¿Quieres preguntarme alguna
cosa más?
—No, profe, muchas gracias. Es usted muy amable…
—Venga, no seas pelota, Mac —me dijo, haciendo una
broma—; adiós.
Salí zumbando del departamento con el corazón en la
boca: ¡me había prometido una solución para mañana! ¿No era
mucho más de lo que podía esperar? ¿Y hoy, no era un día
maravilloso?
Me senté en las escaleras del patio e inmediatamente
eché a faltar el bocata que me había olvidado en casa por las
prisas. Pensé en ir donde “el Sus”, pero tampoco tenía dinero...
«Mejor: hoy no me importa quedarme sin comer, porque el

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alegrón que me he llevado ya me vale de alimento», me dije
para resignarme.
Sonó el timbre. Al ir hacia clase me encontré con
Teresa, la chica preciosa que se sienta a mi lado, Rícar y su
cuadrilla: Lola, Elena y José.
—¿Qué, ya has matado al gusano, Mac? —me dijo
haciendo reír a todos excepto a Teresa.
—¿Qué gusano?, ¿el gusanillo del hambre? —pregunté
siguiendo la broma— Pues hoy no he traído ni el bocata...
—¡Qué gracioso! El virus del que me hablaste el otro
día, chaval... —me espetó Rícar dándome uno de sus típicos
golpes en la espalda.
—Ah, bueno, no me acordaba. ¡Para, que me rompes el
cúbito! Estaba pensando en...
—¿En Teresa? —me dijo Lola maliciosa mirando de
reojo a mi amor. La pobre, al sentirse aludida, agachó la
cabeza y se apartó un poco avergonzada. La miré con lástima
y sentí un odio profundo hacia la imbécil de Dolores por
dejarme en evidencia delante de todos, y juré que me vengaría
en cuanto pudiera. «Ahora le va a pasar las chuletas de Mates
su tía, la cabrita». Luego traté de justificarme ante los otros:
—Es que he estado haciendo una consulta con el profe
de Lite sobre unos símbolos de alquimia y eso me tiene
comido el tarro.
Cuando oyeron la palabra “alquimia”, los cuatro
pusieron cara de tontos:
—¿Unos jeroglíficos de qué? —me preguntaron
quedándose como aturdidos.
—¡De alquimia, burros!

77
—Anda majo, que te zurzan... —me gruñó Elena, la de
los ojos bonitos, haciendo un corte de mangas.
—Es que no entendéis nada —me justifiqué—, seguro
que Teresa lo sabe...
Mientras se alejaban decepcionados por su ignorancia,
observé disimuladamente a Teresa que parecía estar buscando
algo afanosamente en su mochila. Era guapísima, de verdad, y
yo la que quería sinceramente, pero no le había dicho nada
todavía, es que soy bastante tímido.
A pesar de todo, seguía dándole vueltas a lo que me
había dicho el profe: todo se reducía a esperar hasta mañana.
De momento los asesinos y traficantes de metales preciosos ya
me los he quitado de la cabeza. ¡Uf, qué alivio!»
Lo primero que hice nada más entrar en clase fue
apuntar en la última hoja del bloc:

LISTA DE SÍMBOLOS

(ORO) (PLATA)

y dejé en blanco el resto de la página para ir anotando


los otros que el profe me fuera dando hasta completar el
mensaje.
De vuelta a casa, al ir a mi habitación, miré a Watson.
El pobre estaba silencioso y cubierto de polvo, como el arpa de
Bécquer. «Hola, colega», le dije. Y mi madre que me oyó me
preguntó:
—¿Mario, ya estás hablando otra vez con el ordenador?

78
¡Pero qué niño este!
Conecté al culpable de las iras de mi madre y, aunque
no era viernes, sino lunes, no podía esperar más después de lo
que me había dicho el profe. «Te estás haciendo viejo amigo
Watson, cada día vas más lento...», le dije mientras se cargaba.
Me picaba la curiosidad. Cuando abrí el correo, rápidamente
me di cuenta de que había novedades: un mensaje enviado el
quince de marzo por un tal Manolo, de Madrid.
«¡Bingo! —exclamé—. Mensaje guapo a la vista»

Hola colega:

Soy Manolo y como tú un colgado en la red. He visto tu blog


y me he dicho: este chaval está más perdido que un piojo en la cabeza
de un calvo. Y aquí estoy para echarte una mano.
A lo que iba. Lo primero es que no llores tanto ni vengas con
rollos de los piratas. Mira chaval, los “piras” no vamos haciendo
chorradas por la red como las que tú dices. Lo que te está pasando no
creo que venga por ahí. Esas adivinanzas y esos viajes que te ponen
son parte de juegos que se montan los “roleros”.
¿Sabes qué te digo?, que estás metido en un juego de rol y
alguien participa por ti sin tú saberlo con algún troyano que te han
cargado por el correo.
¿No has notado que va un poco más lento tu ordenata
cuando entras en internet? Pues mira a ver si das con ese troyano y
deja de llorar porque vas a ablandar el disco duro.

Manolo

79
«¡¡Mi..., mi madre!!» fue lo único que pude exclamar, y
me quedé con la boca abierta sin darme cuenta de que se me
caía la baba.
—¿Quieres bajar a cenar? ¡Es la cuarta vez que te lo
digo! —mi madre gritando desde la cocina.
Eso me sacó del pasmo:
—¿La cuarta? Pues no he oído nada —me disculpé.
—Deja ese trasto y ven inmediatamente a cenar.
Esta orden fulminante me devolvió a la realidad.
Camino del comedor, me dije: «Desde luego, la vida es tope
complicada, colega». Y me llevé la mano a la boca porque tenía
la mandíbula resentida de tanto tenerla abierta.

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6 – Por fin, una luz

La carta de Manolo me había dejado perplejo, pero al


mismo tiempo encendía una luz en mis tinieblas: empezaba a
ver algo claro.
Cuando llegué al comedor, mi madre me preguntó
extrañada:
—¿Cómo es que tardabas tanto en venir?
Yo traté de disculparme:
—Bueno, es que estaba leyendo una carta...
Ella insistió:
—¿Otra vez la chica francesa?
—No, no, esta vez es de un chico.
Mi madre puso mala cara:
—No sabes mentir. Pero lo que no me gusta es que
estés tanto tiempo con ese cacharro.
—No digo ninguna mentira, mamá, y Watson no es un
cacharro, ¡ostras!, que eres una pesada.
Ya en la mesa, mi padre me preguntó por los estudios.
Le dije que estábamos de exámenes y que de momento me
iban bien. Que en esta evaluación pensaba aprobarlas todas,
como en la otra —evidentemente no sabía nada de la
falsificación—, y que no se preocuparan porque lo tenía todo
controlado.
—Más te vale —añadió mi madre.
La cena transcurrió sin pena ni gloria. Estaba tan
cansado que decidí irme directamente a la cama sin ver la tele

81
ni nada. Me despedí de mis padres:
—Bueno, me voy a acostar que estoy que no me tengo.
—Muy bien, hijo —me contestó mi madre mientras me
daba un beso sonoro—. Que descanses y no te quedes hasta las
tantas leyendo, que luego ya sabes lo que ocurre por la
mañana, no puedes ni con las zapatillas...
—Hasta mañana.
Troyano. Suponía que se trataba de un virus, pero no
podía irme a dormir sin saber qué me quería decir Manolo con
eso de que tenía un troyano en casa. Como siempre, me fui a
buscar el diccionario de mi padre:

Troya: también llamada Ilión, ciudad del Asia Menor


situada sobre una colina, que fue destruida por el fuego hacia el año
2000 a. J.C. Fue famosa por la guerra que cuenta Homero en la
Iliada, provocada por Paris, hijo del rey troyano que raptó a la
hermosa Helena, esposa de Menelao, rey de Grecia. Después de un
largo asedio, Ulises se valió de una astucia para conquistar la ciudad
que resultaba inexpugnable. Regaló a los troyanos un enorme caballo
de madera en cuyo vientre se escondían guerreros helenos, los cuales
salieron por la noche y se adueñaron de la ciudad destruyendo todo lo
que encontraron a su paso.
Por esta razón, en informática reciben el nombre de
troyanos los programas que se instalan en un ordenador ajeno con
idea de sabotearlo, de forma que cuando se conectan a internet
pueden ser manipulados desde el exterior por el inoculador del virus.

«¡Ostras!, o sea que, aparte de la bonita historia del


caballo de madera, los troyanos y los hackers son lo mismo»,

82
me dije. Claro, como Manolo declaraba ser un pirata los debe
conocer muy bien, el muy cabrito. En resumidas cuentas: que
tenía un maldito caballo de Troya metido en los megahercios
de Watson y alguien lo podía manipular cuando le diera la
gana. Y mi antivirus sin enterarse. Eso me indicaba que
tendría que ingeniármelas para destruir al caballo traidor, el
troyano.
Gracias a Manolo sabía ahora por dónde me venían los
tiros y explicaba la lentitud de mi ordenador: esto sí que era
un paso en la buena dirección. Dejé el diccionario, traté de
tranquilizarme y aunque tenía la costumbre de leer algún
capítulo de novela negra antes de dormir, hoy estaba tan
cansado que apagué la luz, me hice un ovillo y...
Pero no encontraba la forma de conciliar el sueño: tenía
los ojos más abiertos que un búho. En la oscuridad, entre
vuelta y vuelta me dediqué a hilar los cabos sueltos de esta ya
larga historia que iba a ser más famosa que la de Homero:
«Primero la agencia de viajes; luego la fórmula, los metales
preciosos, ahora Manolo…: va a tener razón, todo esto se
parece mucho a un juego de rol».
Mis padres también se fueron a dormir. Todo quedó en
silencio. La noche se me venía encima. Después de estar un
buen rato en la oscuridad mirando a la nada, inconsciente y
suavemente me fui deslizando hacia el mundo mágico de los
sueños. Al fin me debí dormir y seguro que comencé a soñar.
Y lo que recuerdo del sueño es que me encontraba
como en un monasterio medieval, tal como me lo había
imaginado en la historia que le conté al profe de Lite. Delante
de mí apareció un monje vestido con unos hábitos muy

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blancos, cubierta la cabeza con una capucha que le tapaba
hasta las barbas y que, sin decir palabra, me hizo un gesto para
que le siguiera por los claustros solitarios del convento.
Bajamos por unas estrechas escaleras excavadas en la roca y
llegamos a un subterráneo donde había una sala abovedada
con una chimenea, como aparecen en algunas historias
antiguas que yo recordaba haber visto en películas como El
nombre de la Rosa. Era una especie de laboratorio donde ardían
fogones con morteros, redomas y alambiques de cobre, un sin
fin de botes, vasos, cerámicas y demás utensilios que servían
para los experimentos del sabio que allí investigaba.
El personaje que dirigía este cotarro andaba tan
sumido en la lectura de un viejo pergamino que no prestó
atención a nuestra llegada. El monje que me guiaba se
despidió con una reverencia y desapareció. Yo me quedé solo
con aquel venerable anciano de largas barbas blancas, que al
levantar la cabeza y percatarse de mi presencia me dirigió una
sonrisa angelical...
«¡Ostras!» exclamé, aquella cara era la de mi profe de
Literatura. «¿Pero qué diablos hace él aquí?», me pregunté.
Jamás me hubiera podido imaginar que manejara los trastos
de un laboratorio.
Yo le reconocí enseguida, y el hecho de encontrar un
rostro amigo en aquellos andurriales me dio la confianza
suficiente como para preguntarle por unos signos raros que
aparecían dibujados en unos cartelones clavados en el muro,
que llamaron mi atención nada más entrar. Eran figuras que
coincidían, más o menos, con las de la fórmula mágica.
—Profesor ¿qué son esos signos tan raros?

84
—Eso que tú llamas signos raros —me dijo él en un
tono suave pero persuasivo—, son elementos de fórmulas
escritas por sabios antepasados, monjes que dedicaron su vida
a estudiar los metales, sus aleaciones; aceites y extractos de
plantas, hacer ungüentos y bálsamos que curaban males,
filtros mágicos... Esos signos son fórmulas muy valiosas.
Y se puso a leer en voz alta el pergamino que tenía en
las manos, que debía estar escrito en latín o una lengua
extranjera porque no entendí nada.
—¿Y qué significan? —me atreví a interrumpir su
lectura.
Él me miró con ojos extraños:
—Eso es muy complicado, joven... Vuelve mañana y te
daré una respuesta..
«¡Qué raro: es lo mismo que me había dicho el profe en
su despacho!». Luego, el buen monje me hizo un gesto con la
mano como despedida, y en ese instante una redoma llena de
un líquido viscoso que estaba al fuego estalló formando una
nube amarillo-verdosa, que me hizo despertar sobresaltado
dándome un susto tremendo: «¡Aaahhh!», exclamé; abrí los
ojos y me dije: «¡Vaya pesadilla que he tenido!» Miré al reloj.
Las 4:10 de la madrugada. «Todavía me quedan tres horas de
cama»; di media vuelta y me volví a dormir esta vez sin soñar
cosas tremendas.
Me despertó definitivamente la musiquilla del reloj: era
la hora de levantarse. De camino hacia el lavabo bostecé cuatro
o cinco veces. Y fue justamente allí cuando empecé a recordar
el sueño de la noche pasada, pues había algo en el olor del
retrete que me recordaba el laboratorio del monasterio de mis

85
sueños. «¡Ostras, vaya pesadilla! Y qué curioso, juraría que era
la cara del profe de Lite la del monje que estaba allí. Claro: he
soñado la misma historia que me inventé sobre el juego de rol.
Me parece que me estoy volviendo majara...»
En la ducha, el agua casi fría me hizo sentir un
repeluzno que me dejó tieso. «Tengo que recoger la carta de
Manolo y leerla despacio».
Me vestí rápidamente y sin hacer ruido conecté el
ordenador para que mi madre no se alarmara. Busqué el
correo y no pude evitar el exclamar: «¡Agüita, tengo un
mensaje nuevo!» Me había llegado un aviso en el peor
momento, porque no me podía estar a mirarlo: sólo quería
imprimir rápidamente la carta de mi colega para leerla cuando
pudiera, en la clase de Geo por ejemplo, y nada más.
La impresora me devolvió el folio y rápidamente lo
guardé en la cartera. Salí zumbando hacia el insti con el
desayuno en la boca: se me hacía tarde. Cuando llevaba
andado un buen rato caí en la cuenta: «¡Ostras, se me ha
olvidado otra vez el bocadillo!»

—Tío, ¿vas ciego o qué? —alguien me gritó a la


espalda.
Me giré como un rayo.
—Perdona Rícar, no te había visto. Es que he pasado
una noche fatal y voy medio dormido.
—¿Qué te ha ocurrido? —y me dio dos de sus
acostumbrados golpes en la espalda que me dejaban sin
aliento: ¡Plas, plas!
—¡Para tío, que me desencuadernas!

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—¿Ya has arreglado aquello que me dijiste del
ordenador?
—¡Ah, sí!, creo que llevabas razón. Debo de tener un
troyano que me conecta a un juego...
—¿A un juego? Desde luego, te pasan unas cosas más
raras…
—Me lo ha dicho un hacker madrileño.
—¿Y cómo lo has hecho?
—Por internet. He creado mi propio blog.
—Tío, eres el mejor.
—No digas tonterías. Te decía que alguien me ha
metido un troyano por el correo y funciona a su aire: me pone
mensajes y me ha mandado unos dibujos raros que, según el
profe de Lite, son signos que utilizaban los alquimistas
medievales, y cosas así.
—¿Un troyano?
—Sí, como el de la guerra de Troya. ¿No has visto la
peli?
—No. De verdad, Mac: eres el tío más listo de la clase
—me dijo con admiración.
—No te le crees ni tú.
Y así, entre risas y golpes en la espalda llegamos a las
puertas del instituto. Rícar siempre lograba que me olvidara
de mis paranoias y volviera a ser el chaval de siempre.
Entramos en clase y la mañana empezó lentamente a tomar su
rumbo cotidiano. Teresa seguía allí, en la mesa de al lado, pero
a mil kilómetros de distancia. «Un día de éstos tendría que
decirle algo...», pensé.
Me comía la ansiedad por saber la respuesta que me

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había prometido el profe. Por eso los minutos me parecían
horas y las horas siglos. Encima, la clase y los problemas de
Mates eran aburridísimos. La salvación, como tantas veces, me
vino por la campana, o sea: la chicharra que había encima de la
puerta.
Recogí en un voleo los libros, lápices, bolis..., y en unos
segundos ya estaba corriendo escaleras abajo como una
exhalación camino del Departamento de Literatura.
—Eh, tío ¿por qué no miras por dónde vas?
Como iba como un loco, me tropecé con un chaval
grandote de la clase de al lado que salía en ese momento, y me
hizo girar en redondo. Se apellidaba Ortega. Chocar con él era
como hacerlo contra un armario. Casi me rompo la crisma.
—Perdona Ortega, es que me esperan y voy como una
bala.
—¡La leche, qué tío más pirao...! —me dijo a voces.
Pero yo ya no le oía, lanzado como iba a tumba abierta
escaleras abajo, aunque con un poco más de cuidado para no
tropezarme con otros ortegas, si no quería aterrizar en el
hospital. Llegué jadeando a la puerta del departamento. Llamé
con los nudillos. Contuve el aliento.
—Pase —dijo una voz desde dentro.
Entré y saludé como un niño bien educado:
—Hola, profe. Buenos días. Soy yo.
—¡Caramba! El joven alquimista. Siéntate. He estado
mirando lo tuyo y, sí señor, he descubierto que se trata de
alquimia pura —me iba diciendo mientras sacaba unos folios
de su cartera—. Interesante. Muy interesante. Te voy a decir
que hemos tenido mucha suerte, a pesar de que sólo he podido

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descifrarlos en parte.
—Vaya. ¡Cuánto lo siento! —le dije.
—No, no lo sientas. Verás. Conozco al director de la
Biblioteca Central de la Universidad, que fue profesor mío, y
me ha facilitado unos libros que sólo unos pocos privilegiados
pueden manejar...
—Claro, en la Universidad habrá de todo...
—Hombre, en cierto modo sí. Pues como te digo,
gracias al director de la Biblioteca he dado con algunos signos.
Yo ardía en deseos por conocerlos. Cada segundo que
pasaba sin enseñarme lo que había conseguido me parecía una
eternidad. El profesor continuó:
—Te voy a explicar el proceso de búsqueda y el
significado de los símbolos. Pero no te pongas nervioso y no
hace falta que te comas las uñas —en efecto: me las estaba
mordiendo—. No creo que sea para tanto. Vamos a ver. —Me
mostró el folio con los dibujos de la fórmula que le había dado
el día anterior—. Es esto, ¿no?
Yo respondí que sí con la cabeza. Entonces él,
apuntando con un lápiz, me dijo:
—Bueno, como te hablé el otro día, los viejos
alquimistas daban al SOL el valor equivalente al ORO, y a la
LUNA, el de la PLATA. Esto lo he confirmado y estaba en lo
cierto. Así pues ya tenemos dos símbolos descifrados, ¿de
acuerdo?
Y el tercero, éste que está situado entre el sol y
la luna es relativamente frecuente verlo en las
fórmulas cabalísticas medievales. De hecho es
uno de los primeros que me he encontrado en

89
unos viejos facsímiles del siglo XIII que hay en la biblioteca, en
los que se describe la fórmula para la obtención del sublimado o
azogue que era una mezcla que se hacía por aquellas fechas con
ácido clorhídrico y mercurio para la fabricación de los espejos.
De manera que en la fórmula tiene que significar «mezcla o
amalgama de dos metales», ¿comprendes?
No respondí. Él se quedó pensativo un momento y
luego añadió:
—He consultado otro libro que se titula El Arte de la
Alquimia de un tal Fulcanelli, un autor que se ha dedicado a
recopilar fórmulas de alquimistas antiguos, y explica cómo
obtenían los elementos químicos en la Edad Media, así como
las fórmulas que empleaba un sabio alquimista árabe del siglo
VIII llamado Al Geber. Y este sabio pone unos símbolos que,
según Fulcanelli, los tomaba de otros que ya usaron los
griegos y los egipcios muchos siglos antes aplicándolos a los
astros como son los famosos signos de Zodiaco, ¿me sigues?
—Vaya... —le dije como resignado.
—No te preocupes. Poco a poco lo irás comprendiendo.
En resumen: que ese oro y esa plata que te decía al principio
deben ser mezclados en forma de polvo. Pero no mezclados de
cualquier manera, sino en la proporción de dos a una, porque
en las fórmulas de alquimia el metal que iba dibujado sobre
otro indicaba que debía tomarse doble cantidad del primero
con respecto al segundo. Mira, te lo he puesto aquí bien claro:

MEZCLAR DOS PARTES DE ORO EN POLVO


CON UNA DE PLATA

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—¿Lo ves?
Hizo una pausa. Mientras descansaba, me vino un
grato pensamiento: «Este profe mola. Cuando le diga al Señor,
o al Guía lo que he descubierto, se van a quedar de piedra».
Las cosas se me aclaraban, ciertamente.
—Ya lo voy pillando, profe —le dije con un hilo de voz.
—Muy bien. Bueno, pero tengo que
decirte que hemos tropezado con un hueso; y
es que los signos que faltan no los he
encontrado ni bien ni mal, salvo la
interrogación que, lógicamente, quiere decir: ADIVÍNALO.
Y respecto al significado de las letras floridas no te
preocupes, porque los otros signos nos señalarán lo que
quieren decir, ¿comprendes? Seguramente se tratará de las
iniciales de alguna frase lapidaria que resuma el acertijo. A
propósito, se lo comenté a un amigo mío, profesor de Filosofía,
que sabe un montón de estas cosas y me ha prometido
echarnos una mano... Tiene una gran biblioteca y seguro que
conoce algún libro sobre signos medievales y esoterismo.
Puede que dé con la clave para descifrar ese hueso que te decía
y, de paso, completar la fórmula mágica.
Nada, dentro de unos días sabremos el resto. Cuando
esté completo, ya te pediré que me dejes el juego para
instalarlo en mi ordenador a ver si soy capaz de resolverlo...
Me empieza a interesar; te avisaré en cuanto mi amigo me
responda, ¿de acuerdo?
—Vale. Muy bien, profe. Muchas gracias... —no sabía
qué fórmula emplear para despedirme. Al fin le dije: «Adiós»
y me fui.

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Cuando salí al patio era casi la hora de entrar en clase.
Maldije mi suerte porque me había vuelto a olvidar el
bocadillo y ahora las tripas me crujían como unas
desesperadas: «el gusanillo del Rícar», pensé. En lugar de
comer me puse a filosofar para matarlo: «La cosa parece que se
aclara, pero... ¿por qué será todo tan complicado? Nada más
subir a clase añadiré a la lista los dos símbolos nuevos:

El primero: “mezclar”, y el segundo: adivínalo.


¡Ostras!, que se olvide de pedirme el juego, porque entonces
estoy perdido; ¿cómo le voy a dar algo que no existe, y encima
el otro ni sé de donde viene? Francamente, estamos metidos en
un buen berenjenal Watson y yo... Por cierto, ¿qué querrá decir
con eso de frase lapidaria?»
Sonó el timbre de entrada. Un río de cabezas se puso
en marcha con sus meandros y bifurcaciones. Subimos a clase.
—Hola, Teresa —la saludé cuando nos encontramos en
la puerta.
—Hola —me miró con un poco de vergüenza, tal vez
se acordaba de que Lola nos había puesto en evidencia y eso le
cortaba un poco— ¿Cómo te encuentras? —añadió.
—Bien, ¿por qué me lo preguntas?
—No sé. Haces cara de preocupado...
—No me extraña, tengo un problemón encima...
—¿Problemón para un chico tan listo como tú?
—No te burles, Teresa. No soy listo…
—Un poquito, sí.
—Más que listo yo diría que soy bastante imbécil.

92
—Tío, tampoco es para que te pongas así…
Ella se sentía un poco violenta y nos fuimos cada uno a
nuestro sitio. Había que prepararse estoicamente para soportar
una soporífera clase de geografía. Me vino a la memoria la
misiva del madrileño que quería releer. Sacamos los papeles
de Geo y yo con ellos, la carta. La coloqué disimuladamente
sobre el mapa que estábamos estudiando, y cuando la volví a
leer, no pude evitar imaginarme al loco del Manolo haciendo
compañía a los orangutanes allá por las montañas africanas
que tenía a la vista. Él me había dicho que yo estaba más
perdido que un piojo en la cabeza de un calvo; vale, pero él era
un chimpancé africano. Se lo iba a decir.
Anoté su dirección de correo en el dorso del mapa con
la intención de contestarle y pedirle algún juego de los que
hubiera visto últimamente para que me lo mandara. Releí su
carta otra vez. «Dice que todo es cosa de los roleros... Parece
saber de qué habla. Ablandar el disco duro con mis lágrimas..., un
pelín exagerado el gachó».
A todo esto, la clase hacía rato que había empezado. Yo
estaba muy ocupado con mis cosas. La profesora iba hablando
de fronteras, montes, ríos y demás..., pero a mí todo eso me
sonaba a música de tam-tam. Estaba en otro mundo. Así que,
cuando acabé de releerla por tercera vez, me dije a mí mismo:
«Lógicamente Watson va cada vez más lento porque el
troyano le retiene en algún punto mientras se carga; se tendrá
que actualizar antes de arrancar el juego. Eso es. Miraré a ver
en el historial a qué dirección se conecta».
La profesora se dio cuenta de que estaba en las nubes y
con un grito me cortó el vuelo:

93
—¿Marc, se puede saber qué tienes ahí sobre el mapa?
—me dijo—. Llevas un cuarto de hora con los ojos colgados
del techo como si hubiera monos en el cielo...
—No, nada..., yo... Es que... me estaba imaginando que
en la selva...
Mentí como pude para salir del atolladero y salvar la
carta de Manolo. Media clase estalló en una carcajada por la
cara de idiota que debí poner. La profe me miraba indignada.
Yo no sabía dónde meterme. Al fin me dijo:
—Muy bien, pues deja de volar por la selva y vuelve a
clase, anda. Luego veré tu mapa a ver si has anotado todo lo
que he ido explicando.
Me sentí ridículo. Doblé disimuladamente la carta
—«¡Santo Dios si me la llega a pillar, la que se lía. Tengo que
ser más prudente!»— y la deslicé dentro de la cartera. Yo
sonreía con cara de bobo mientras un sudor repentino me
empapaba el pescuezo. Pero la sonrisa se me heló con sólo
pensar que el mapa me lo iba a recoger para ver si había
trazado bien los ríos, fronteras y demás, me imagino, porque
no había atendido en absoluto.
La clase siguió su curso normal, es decir, aburrida. Se
estaba rifando un cate en Geografía y yo llevaba todos los
números. En un momento en que la profe parecía ocupada
leyendo no sé qué historia, lancé un SOS a Teresa que me
miraba de reojo con un poquito de compasión. Ese detalle
suyo me alivió enormemente el bochorno. Le hice un gesto
juntando las manos como pidiendo ayuda y ella, maravillosa
como siempre, lo captó a la primera y puso su mapa de
manera que lo pudiera ver desde mi sitio. Yo creo que en ese

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instante era mucho más bello su mapa que su rostro, que ya es
decir. Supongo que me había mirado con pena porque todos
se habían reído de mí y eso parecía que le afectaba. «¡Dios, la
quiero más que un trovador!» recordé lo del profe de Lite y le
copié los detalles del mapa punto por punto. Me había salvado
el pellejo. Cuando acabé le dije con los ojos: «¡Teresa, te quiero
un montón!» aunque ella debió entender: «¡Gracias!» Y me
correspondió con una sonrisa de carita de cielo...

Esta tarde volvería a violar la ley del viernes. Me fui


disparado al ordenador en cuanto llegué a casa. Mi objetivo
era el mensaje que había dejado pendiente por la mañana y
que con las prisas ni me había parado a ver si era amigo o
enemigo. Fui al buzón, lo abrí y, en efecto, era un mensaje
enemigo:

Vosotros tres ya conocéis la


FÓRMULA MÁGICA y su poder.
Yo la necesito también y no quiero que os ocurra
como al PEREGRINO EXTRANJERO,
que murió por negarse.
Si haces lo que te digo alcanzarás
un PREMIO mayor que el ORO y la PLATA.

El Señor

«¡Ostras, estoy que flipo!», me dije rascándome el

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cogote. Yo que estaba tan eufórico porque conocía parte de la
fórmula, ahora volvía a no entender nada. Andaba
absolutamente perdido, porque con este mensaje la cosa
cambiaba completamente.
Pensé: «A lo mejor es que yo lo interpreto mal. Voy a ir
por partes a ver si me aclaro, puesto que si es un juego como
dice Manolo, la cosa tiene que tener su explicación». Tuve una
idea: imprimí el mensaje en un folio y con un boli rojo fui
subrayando las palabras que yo creía eran las claves del texto
para tratar de desentrañarlo. Luego me puse a resumir las
ideas para ver si mis deducciones eran correctas:
1ª.– Vosotros tres ya conocéis la fórmula...
Primera revelación: somos tres los que estamos en el lío
más el acusador, es decir: cuatro individuos alrededor de la
fórmula mágica.
2ª.– Yo la necesito también.
Será que está enfermo y necesita esta fórmula para
curarse.
3ª.– El peregrino extranjero murió por negarse.
Ésta es la frase que menos entiendo del mensaje. Antes
hablaba de tres peregrinos y ahora aparece otro que, o mucho
me equivoco, o dice que está muerto; vamos, que se lo han
cepillado por negarse..., ¿a decírsela? No sé de qué va el juego,
pero la verdad es que no me hace ninguna gracia que me
amenacen aunque sea jugando.
4ª.– Un premio mayor que el oro y la plata.
¿A qué premio se estará refiriendo? ¿La lotería, una
matrícula de honor, un beso? Voy a pasar un poco de todo esto
porque en lugar de ser un “juego de rol” me parece que es un

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“juego de locos”.
Desconecté a Watson y pregunté a mi madre a gritos:
—¿Mamá, ¿está la merienda?
Mi madre hacía rato que me estaba llamando, pero
como andaba tan absorto en mis problemas pues
prácticamente no le había hecho ni caso.
—Sí, ven —me contestó ella—. Hace media hora que la
tengo preparada. No he querido insistir mucho por si estabas
trabajando...
Bajé a la cocina y cuando llegué, mi madre me
preguntó:
—¿Qué haces ahí arriba toda la tarde con el cacharro
ese que se te van a poner los ojos cuadrados de tanto mirar la
pantalla?
—Tú sí que eres un cacharro —le respondí en tono de
broma, aunque ella se quedó mosqueada; pero rápidamente
rectifiqué—: perdona que se me ha escapado. Tengo un trabajo
muy complicado y lo estoy poniendo en el ordenador, ¿sabes?
—¿Vas a salir?
—Sí. Me daré un voltio para despejarme y ponerme los
ojos redondos. ¿Vale?
—Toma.
Y me dio un hermoso bocadillo de queso con aceite, de
ése que tanto me gusta.
—Gracias mamá. Me voy.
Cuando pasé a su lado, me arreó un azote en las
posaderas al tiempo que me decía:
—Hasta luego, gamberro.
Y salí de casa. Como no sabía a dónde ir, decidí tirar

97
hacia el parque para merendar tranquilamente, y por allí
podría encontrarme con algún colega.
Cuando llegué al lugar me llevé una agradable
sorpresa. Sentadas en el banco bajo el sauce de mis horas
tristes, en animada conversación, estaban nada menos que las
tres marías: Teresa —mi amor oculto, he de confesarlo
abiertamente—, y dos de sus mejores amigas: Nieves y la
Ninfa. Me acerqué como haciéndome el encontradizo.
—Hola chavalas. ¿No me digáis que habéis estado
trabajando hasta ahora en el insti? —les pregunté no sabiendo
cómo abordarlas.
—Claro, preparando el examen de Mates —dijo la
Ninfa—, que hay una función que no nos sale ni a tiros...
—¡Imposible! Pero si Nieves y Teresa saben más que
Pitágoras...
—Sí, encima tú de cachondeo ¿no? —añadió Nieves,
que le llamaban “la Guapa”.
—Pues si a vosotras no os sale, yo lo tengo claro...
—reconocí humildemente.
Hubo una pequeña pausa. Teresa me dijo con cara
divertida para romper el hielo:
—¿Qué te pasó en la clase de Geo?
Yo cada vez que la oía me quedaba como extasiado
porque su voz me sonaba a música celestial. Le respondí:
—Bah, nada —como quitando importancia al asunto—.
La profe que me pilló en bragas..., y si no llega a ser por ti...
—¡Huy, ha dicho bragas el muy cochino! Tío, pues nos
hiciste reír un rato —la Ninfa sacándome los colores.
—Sí, ya lo sé. Es que me quedé en blanco... Por cierto,

98
Teresa, te tengo que dar las gracias. Estuviste genial...
A Teresa también le salieron los colores cuando le dije
el piropo. Las otras dos se miraron con una sonrisa burlona. La
Ninfa se limpiaba la barbilla como si se le cayeran las babas al
vernos tan sonrientes. Yo estaba más rígido que una escarpia y
no sabía qué hacer con las manos y el medio bocadillo que
todavía me quedaba. El sofoco lo solucionó Nieves diciendo:
—Venga, no os vayáis a poner ahora sentimentales.
—¡Vale, tíos! —cortó la Ninfa—, dejaos de piropos que
yo he quedado con alguien y se me hace tarde. ¿Me
acompañáis?
Se levantaron las chicas y nos despedimos con un:
«Hasta mañana». Yo las fui siguiendo con la mirada mientras
oía sus risas cantarinas perderse calle abajo. Teresa volvió
fugazmente la cabeza y aproveché para hacerle un tímido
gesto de despedida. He de confesar que cada vez que la veía se
me iban los ojos tras ella y un trocito de corazón, también. Sí,
era cierto, me la comía con los ojos: «Ñam, ñam, ñam...»

Regresé dando un rodeo. Quería despejarme y regustar


la imagen de Teresa que me duraba en la retina. «Si ella
quisiera echarme una mano, sería estupendo», pensé.
Cuando llegué a casa —«Hola mamá, me voy a poner
cinco minutos con el cacharro» le dije, y ella se rió: «¡qué chico
este!»—, lo primero que hice fue ir a dejar un mensaje en la
bandeja de salida del correo con el significado de los signos
que me había dado el profe. Lo había pensado bien, y se los
iba a mandar al Gran Guía, o al Señor... o a quien fuera, para
demostrarles que yo era mucho mejor y más rápido que todos

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ellos; y al mismo tiempo, que me dieran una pista para saber
con quién me estaba jugando los cuartos, porque ellos lo
estaban haciendo con ventaja, y eso es de tramposos:

MENSAJE al Señor X

Tengo parte de la FÓRMULA,


pero sólo te diré esto:
MEZCLA DOS PARTES DE POLVO
DE ORO CON UNA DE PLATA.
Si quieres saber el resto, dime quién eres.

Mac el Solitario

«¿Qué tal suena? —me pregunté—. Bien. Eso es: que


ponga las cartas sobre la mesa si es que quiere jugar. A ver
cómo reacciona».
Lo envié por e-mail como respuesta al último mensaje:
«Espero que funcione: si el tío tiene una dirección supongo
que le llegará lo mismo que me llegan los suyos».
Y ahora sólo era cuestión de esperar a que me dijera el
resto de la fórmula que estaba investigando el profe...

100
7 – Ella

Era sábado y tenía todo el día libre. Para empezar con


buen pie, dediqué la mañana entera a dormir. Tenía unas
ganas enormes de pillar la cama y dedicarme a sobar horas
enteras sin estar pendiente del maldito despertador. Cuando
me levanté, allá a las doce y pico, andaba como un zombi.
Cosa curiosa: no recordaba haber soñado.
Aparecí arrastrando las zapatillas y me dio la
impresión de que mi madre estaba atareadísima.
—Buenasss... —dije, con la boca pastosa.
—Y tan buenas —me contestó irónica, sin prestarme
mucha atención—. ¿Sabes qué hora es?
Yo hice como que no me daba por enterado.
—¿Está el desayuno?
—Pero niño, si es la hora de comer...
—¿De comer? —dije abriendo definitivamente los ojos.
—De comer, sí. Y espabila porque tu padre y yo nos
vamos fuera, que tenemos que ir a ver a unos amigos.
—¡Ah! —estaba tan espeso que no tenía ni capacidad
para reaccionar—. De todas formas podías haberme avisado.
—Pero si te he llamado cinco veces y tú decías: «Voy»,
te dabas media vuelta y seguías roncando... Tu problema es
que como no escuchas... De todas formas, te he dejado la
comida hecha en la nevera.
—O sea, que yo no voy.
—No. Porque te vas a aburrir y es mejor no estar a tu

101
lado cuando te pones pesado.
—Vale, vale. Vaya bronca nada más levantarme... —y
me fui al lavabo.
Mis padres habían quedado en ir a ver a unos amigos y
comer con ellos. Me dijeron que volverían tarde. Yo les
tranquilicé:
—No os preocupéis, ya me apañaré solo.
Me metí en la ducha y puse a funcionar las neuronas:
«Tengo toda la casa y el día entero para mí solito: voy a llamar
a Teresa, porque hoy puede ser el día clave. La voy a llamar y
decirle que en fin..., yo..., bueno, que si quiere salir conmigo y,
de paso, aprovecharé para contarle el lío en que estoy metido,
a ver qué opina».
Desayuné unas tostadas con un vaso de leche. Mientras
mis padres trajinaban cogiendo paquetes, botellas y puñetas,
me fui a ver a Watson para hacer algo que me urgía: contestar
a Manolo, así me quitaba de en medio y evitaba broncas como
la que ya me había ganado. Sin pensármelo dos veces me puse
al ordenador. Estuve dándole vueltas al asunto para ver cómo
empezaba y le escribí esta carta:

Hola, Manolo:
Gracias por tu mensaje, que es el más guapo que he recibido
hasta ahora. Creo que llevas razón en eso de que los mensajes deben
ser parte de un juego. Cada día lo veo más claro y empieza a
gustarme la idea. Vamos, que hasta a un profesor le he complicado la
vida con ello, porque me están saliendo unas cosas alucinantes.
De momento, se trata de adivinar el significado de una
fórmula mágica hecha con dibujos y letras, como si fuera un

102
rompecabezas. Y tiene que ver con un viaje a Jerusalén en el que
salen unos peregrinos. Es una fórmula de alquimia, según mi
profesor, que la inventaron los esenios. Y ha aparecido a última hora
un personaje que se llama El Señor que debe de estar enfermo y la
busca desesperadamente. ¿Te suena?
Me queda una segunda parte por traducir. Cuando lo sepa
me meteré en el juego a ver cómo acaba, porque esto de los
alquimistas me interesa. Te lo digo para que mires a ver si lo
encuentras.
Bueno, Manolo, te estoy dando la brasa con mis problemas y
no quiero aburrirte, pero me gustaría que siguiéramos en contacto.
Espero tus noticias como agua de mayo. Saludos.
Mac

Al releer la carta me sentí mucho mejor, como cuando


cuentas las penas a un amigo que parece se te reducen a la
mitad. Manolo podría ser mi solución.

Se habían puesto de punta en blanco y estaban listos


para salir. Mi padre me dijo cuando me vio con el ordenador:
—Adiós chavalote, no trabajes demasiado. ¿Saldrás con
los amigos?
—Psssch. No sé. A lo mejor por la tarde.
También mi madre se asomó al quicio de la puerta:
—Adiós cariño. Tienes la comida en la nevera, no lo
olvides...
Yo les dije de broma:
—Portaos bien, que ya sois mayorcitos...
Oí cómo bajaban riéndose por las escaleras, cerraban la

103
puerta, sacaban el coche del garaje y marchaban... El corazón
se me aceleró de repente y pensé: «Ahora o nunca: voy a
llamar a Teresa para decirle un par de cosas».
«¡Rinnnggg! ¡Rinnnggg! ¡Rinnnggg!»
—Dígame. —Era la voz de la madre al aparato—:
Dígame, ¿quién es?
Cuando se me desató el nudo que tenía en la garganta
y pude hablar, le dije con un hilo de voz:
—Sí, perdone, ¿está Teresa?
—¿De parte de quién?
—De un compañero de clase.
Oí cómo la llamaba su madre: «Tere, un chico de tu
instituto». Y yo, mientras esperaba: «¡Ostras qué nervios!» Al
fin se puso ella:
—Dime...
—Hola Teresa, soy yo.
—¡Hombre, vaya sorpresa!
—¿Pero sabes quién soy?
—Claro, Mario.
—Ya me imagino que para ti será una sorpresa, pero...
—¿Y cómo sabes mi teléfono?
—¿Tu teléfono? Hace mucho tiempo que me lo sé de
memoria, guapa.
—¡Ahora si me que has dejado de piedra!
—Pues mira, te llamaba porque necesito hablar
contigo...
—¿Hablar conmigo?
—Hablar, sí; es que tengo que decirte un par de
cosas..., cosas personales.

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—Huy, qué misterioso. Venga, dímelas.
—No, por teléfono no puede ser.
—¿Por qué? ¿Están tus padres delante?
—No, han salido. Mira, te invito a comer, te invito a lo
que quieras. Ven a mi casa.
—¿A comer? ¿Desde cuándo sabes tú cocinar?
—Sí, claro; no sé cocinar, pero puedo comprar comida
hecha. Eso no es problema. Venga, Tere, no seas mala. Díselo a
tu madre, anda. Le puedes decir que vas a casa de una amiga a
estudiar, así colará mejor...
—Espera un poco.
¡Qué nervios! Pasaron un par de minutos que me
parecieron una eternidad —«¡cuánto tarda, leches!»—. Al fin,
ella otra vez:
—Estooo... —pausa terrible—, dice mi madre que
después de comer, ¿vale?
—¡Guauuu! Vale, después de comer. No tardes. Te
espero... Adiós.
Y colgó. El corazón me daba saltos de alegría. Pronto
estaría aquí, me lo decían las palpitaciones que sentía en las
orejas porque debía estar rojo como un tomate maduro.
Rápidamente me fui al lavabo: me miré largamente en el
espejo. Agarré el fijador de mi madre y me arreglé el tupé con
mimo. Me puse medio litro de colonia Andros que tenía mi
padre por ahí; con la maquinilla de afeitar me segué los cuatro
pelos que me sombreaban el labio superior y quedé como un
cromo.
Me miré y remiré en la luna del armario haciendo
poses: de frente, de lado, paseando con la mano en el

105
bolsillo..., qué sé yo. Me estaba entrenando para lo que yo
creía iba a ser el momento más importante de mi vida: cuando
ella entrara por la puerta; quería, sencillamente, estar
arrebatador.
Fui a la nevera. Miré lo que había dejado hecho mi
madre y, la verdad, casi ni me apetecía comer. Me hice un
bocata de atún y me olvidé de sacar platos y cubiertos. Quería
disponerme cuanto antes para la llegada de Teresa. Enchufé la
tele...
De repente sonó el timbre de la entrada. Me desperté
sobresaltado porque me había quedado dormido. El corazón
me dio un vuelco terrible. Fui como una exhalación a abrir la
puerta y: «ella-estaba-allí». Venía radiante como una princesa.
Se había maquillado suavemente los pómulos y hacía que
resaltasen más las almendras de sus ojos castaños, grandes y
esbeltos. Cuando me vio, un rubor suave le matizó el color de
la piel, y unos puntitos de sudor le brotaron en el labio
superior.
—Hola... Teresa —dije todavía aturdido.
—Hola —me contestó con timidez—, es que..., no sabía
si de verdad...
Hubo unos instantes de silencio densos como de metal:
no sabíamos qué decirnos porque bastaba con mirarnos a los
ojos, tal como lo estábamos haciendo. Con idea de romper el
hielo dije una tontería:
—Pase usted, señorita —haciendo al mismo tiempo un
gesto como los antiguos caballeros hacían cuando se quitaban
el sombrero ante una dama.
Teresa se rió; quería mostrarse como distante, formal.

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Yo le acosaba revoloteando a su lado mientras le indicaba el
camino para llegar al salón donde seguía encendida la tele.
—Oye, tienes una casa preciosa —dijo, muy femenina.
Y luego, cambiando de tono, algo más sentida— he llegado un
poco tarde porque he tenido que ayudar a mi madre a recoger
la mesa y, fíjate —con un mohín de coquetería—, casi no he
podido ni arreglarme...
—Pues estás guapísima... —le susurré ruborizado, y se
produjo otro paréntesis de silencio roto tan sólo por las voces
que venían del televisor. Teresa sonrió avergonzada:
—Me parece que exageras un poco, ¿no? —y me miró
con cierta superioridad como dándome a entender que bueno,
no era para tanto—.¿Y cuál es el secreto extraordinario que
tenías que contarme? —preguntó al fin.
—Secretos —contesté rápidamente—, porque son dos.
—¡Ah!
Llegamos al salón.
—Pues verás, es que..., yo..., no sé por dónde
empezar... No creas que es fácil..., quería explicarte... Pero
siéntate —le dije—, porque a lo mejor te caes de espaldas.
Teresa se sentó en el borde de uno de los sofás
esperando a que yo abriera el fuego. Sonreía con una mueca
casi imperceptible. Al ver que ella no reaccionaba, volví a
repetirme de una forma lastimosa:
—Pues mira..., es que no sé por donde empezar..., pero
tenía dos cosas importantes que decirte...
—¿No será sobre el juego del que me hablaste el otro
día? —me preguntó dándome una pista.
—Ah, claro, eso es. Lo del juego. Je, je, je, qué tonto

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soy. Sí, te quería hacer una pregunta sobre... —me paré en
seco; lo estaba haciendo fatal—, pero es que antes tengo que
preguntarte algo mucho más importante. Esto... —me quedé
cortado y no sabía cómo salir del embrollo—: espera, ¿quieres
una coca-cola?, —le sugerí.
—Vale, gracias.
Me levanté y salí del salón; sudaba; en el trayecto hacia
la nevera me armé de valor y me dije: «¡Pero qué pedazo de
imbécil soy. Se lo voy a decir ahora mismo, sin rodeos».
—Oye, Teresa —me planté delante de ella con la
botella en la mano.
—Dime —se quedó expectante.
—No, nada: la coca-cola. Toma.
—Ah, gracias.
Se la entregué y nos quedamos callados como tumbas.
«¡Venga, díselo, capullo!», pensé dándome ánimos.
—Bueno, Teresa, si no te lo digo reviento, ya está —me
temblaba ligeramente el labio inferior y no sabía qué hacer con
las manos—: es que había pensado que tú y yo podríamos
empezar a...
Era como para salir corriendo: estaba lastimosamente
torpe y ridículo. En cambio, ella parecía mantener la serenidad
de una persona más madura. Como me había quedado
colgado, ella completó la frase:
—A llevar juntos lo del juego, ¿no?
—Pues sí... —me sentí infinitamente aliviado cuando
me dio la solución, ¡uf!—. Si quisieras podrías echarme una
mano..., porque tú sabes un montón de todo, especialmente
informática ¿no?... —hice una pausa táctica—, una manita,

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claro...; pero no es, exactamente, eso en lo que estoy pensando.
Es que quería decirte... —me retorcía los dedos—, bueno,
déjalo..., estoy que me asfixio de calor.
Teresa se quedó cortadísima por la excusa tan torpe
que había buscado, pero disimuló el planchazo:
—Sí, es verdad, hace bastante calor... —luego, con
resignación—: pues como quieras, ya sabes que puedes contar
conmigo. Yo te tengo por un buen amigo..., así que tú dirás...
Noté que se le apagaba el brillo de los ojos. Se puso a
beber en silencio. La decepción que se le adivinaba en la
mirada era culpa de mi timidez, de mi imbecilidad. «¡Lánzate,
chaval!», pensé, pero le dije:
—Llevas razón, ¡aquí hace un calor que te mueres! Voy
a por otra coca-cola. Ponte algo de música mientras tanto...
En lugar de ir a la nevera me fui al lavabo. Cuando me
vi en el espejo, noté que tenía la cara roja y los pelillos de la
sien empapados de sudor. «¡Lo estoy estropeando todo. Tan
valiente que me creía, y resulta que a la ahora de la verdad me
corto como un chiquillo!»
Del salón venían las notas del Morning has broken, una
vieja balada de un disco que tenía mi padre por ahí olvidado;
Teresa la debía conocer porque la estaba tarareando al tiempo
que bailaba sola... Al verme aparecer se detuvo.
—¿Te gustan las baladas? —le pregunté en un tono
afectado.
—Me encantan. En realidad, me gusta toda la música
romántica —me respondió ella con un cierto aire de
indiferencia.
Entendí que era una andanada a mi torpeza, mis

109
miedos y mi vergüenza. Quería demostrarme que no era tan
tímida como yo la suponía, y que me llevaba muchos años
ventaja en esto de las relaciones chico-chica. Por eso apagó la
música y me dijo cortante, como cambiando de tema:
—¿Qué, chavalín, vemos lo del juego?
He de confesar que me sentí un poco humillado
aunque, la verdad, con esto me quité un gran peso de encima:
—Ah, sí. Ven, que te voy a enseñar a Watson.
—¿Watson? ¿Quién es ése?
—No, no es ningún tío: es el nombre que le he puesto a
mi ordenador.
Subimos a mi estudio. Lo conecté y, mientras se
cargaba, le confesé todo lo que sabía sobre el juego. Teresa me
escuchaba observando mis movimientos. Me volví hacia ella y
le pregunté directamente:
—Oye, Teresa, ¿tú sabes manejar un ordenador,
verdad?
—Claro. Como todo el mundo.
—¿Y navegas por internet?
—Sí, pero poca cosa, lo que me dejan mis padres...
—Entonces quiero que leas esta carta...
Abrí el correo —no había aviso de mensaje nuevo— y
busqué el de Manolo. Teresa empezó a leerlo riendo a cada
frase por las ocurrencias del chaval:
—¿Pero quién es este tío?
—Ya ves, un colega de la red.
—Sí, ya veo. Pero, ¿todo esto que dice tú te lo crees?
—Claro. Prepárate porque vas a alucinar. Te voy a
enseñar los mensajes que he ido recibiendo.

110
—¿Mensajes? ¿Y quién puede molestarse en mandarte
estos mensajes tan raros?
—¡Eso quisiera saber yo para partirle le cara!
Teresa sonrió con picardía:
—¡Que valiente eres!
Puse la dirección de mi blog y enseguida apareció la
portada de la Ciudad Virtual. Cuando vio en la pantalla la
entrada tan impresionante que tiene, no pudo disimular su
admiración: «¡Qué pasada!» Los ojos le hacían chiribitas. La
ciudad se desplegó con todas sus calles, fuentes, etcétera:
—¿Ves las calles? La mía es ésta: la de Los Solitarios.
—¿Los Solitarios? Esta página no la conocía...
Le aclaré qué la había escogido porque me sentía muy
solo cuando empecé a recibir los mensajes; además pensaba
que yo a nadie le interesaba un pimiento, salvo al Gran Guía de
las Narices. Teresa volvió a sonreír; luego me dijo:
—Pero qué tonto eres. Eso no es cierto: tú a mí me
interesas, y mucho. Además, los dos estamos un poco solos,
¿no crees?
Me echó un brazo al hombro y al sentir su aliento, noté
como un ligero temblor en las piernas. De buena gana le
hubiera dado un mordisco, pero me contuve y nos quedamos
así, contemplando la pantalla:
—Una fórmula mágica... Qué cosa más rara, ¿verdad? ¿Y
dices que sirve para curar el «mal de amor»? —comentó
Teresa.
—¿Yo he dicho eso? —le pregunté sorprendido.
—No sé, me parece que sí.
—Bueno, en un mensaje pone algo «del corazón», pero

111
me imagino que querrá decir «enfermedades del corazón: el
infarto y todo eso». ¿Tú crees que se refiere al amor?
—Yo, no. Pero... ¿no dices que es un juego?, pues
entonces todo es como de ficción, hombre.
—Es que el profe me dijo que existían unos filtros
amorosos que si los bebías te enamorabas sin remedio...
Teresa se quedó muy sorprendida por esta revelación.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, que a mí me vendría muy bien una docena de
filtros porque soy un poco tímido, ¿no crees?
Ella debió pensar: «¡desde luego!», pero se sonrió
mientras me miraba con unos ojos de miel; luego me preguntó:
—Eso se cura. Oye, ¿y el profe te ha resuelto los
signos?
—Todos no; cuatro. El resto lo estoy esperando para el
lunes...
—Ah.
Teresa cambió de conversación como si el tema
empezara a aburrirle:
—Por cierto, ya sabes que tenemos una prueba de
Mates para mañana, ¿cómo lo llevas?
—¡Ostras! Se me había olvidado por completo... Oye,
llama a tu madre y dile que me estás ayudando con unos
problemas para que no piense que...
—No, no hace falta; ya le he dicho que venía a
estudiar...
—Es verdad. Las madres siempre se preocupan
demasiado ¿no crees?
—La mía, desde luego. Escucha: ¿de verdad que no has

112
preparado el examen? —me preguntó un poco autoritaria.
—Te lo juro que no.
—¿Quieres que te ayude?
—Sí, por favor. Gracias, Tere. Si no es por ti, me pasa
como el día del mapa. Eres genial.
Sentir a Teresa a mi lado era un placer. Cierto que no
había tenido la valentía de declararme, pero pensaba buscar
una ocasión más propicia, con menos nervios, para hacerlo. El
miedo al ridículo era lo que me impedía el lanzarme: «¿Y si me
dice que no? —pensaba—, se reirá de mí». A lo mejor no siente
lo mismo que yo siento por ella... Porque unas veces me mira
con ojos de querer comerme a bocados, y otras de querer
asesinarme: eso es lo que me desconcierta. «Te quiero, no te
quiero», como si estuviera deshojando una margarita. De
todas formas la próxima vez tengo que ser más directo, sin
titubeos, con más clase, porque hasta ahora todo lo he hecho
fatal, como un lerdo. Creo que es la falta de costumbre. La
próxima vez será distinto.

Se nos hizo de noche entre ecuación y ecuación.


Cuando quisimos darnos cuenta, en la calle ya lucía una
hermosa luna llena. Nos asomamos a la terraza. Adiviné que el
coche de mis padres venía por el fondo de la calle. Pitó un par
de veces. Entonces le dije a Teresa:
—Me parece que vienen mis padres.
—Huy qué vergüenza, me voy.
—No, no, —la retuve un poco—, quédate. Que no pasa
nada. ¿No hemos estado estudiando Mates?
—Sí, pero pueden pensar que tú y yo...

113
—¡Que piensen lo que quieran! Ya no somos unos críos
¿vale?
—Je, yo no diría tanto...
Bajamos a la entrada. Teresa se despidió de mí con un
«¡Hasta mañana!» y un beso lanzado al aire. Cuando se alejó,
sentí un vacío enorme en el corazón: «Adiós», y me llevé
instintivamente la mano a la boca. «Adiós», repetí mientras
ella se perdía calle abajo. «Necesito un filtro amoroso, pero ya
mismo —pensé—, o un filtro que me cure la idiotez».
En ese instante el coche de mis padres llegaba a la
puerta del garaje. Enseguida la voz de mi madre:
—¿Qué tal ha ido todo?
—Muy bien, mamá. Perfecto.
—Y la chica esa...
—Pues nada, una chica, ya ves. Es mi mejor amiga.
Hemos estado estudiando Mates, porque el lunes tenemos un
examen.
—Y qué... ¿solitos los dos?
—Pues claro: para estudiar hay que estar solos..., pero
si es con Teresa todavía mejor.
—Ah, claro: o sea, Teresa...
—Sí, Teresa... ¿qué pasa? —me empezaba a mosquear
por tanta ironía—. Es que mamá, a veces te pones de un
pesado, que...
—Y, además, sabe muchas Matemáticas...
—Pues sí. Bastante más que yo, e informática.
Mi padre se limitó a sonreír. En cambio, mi madre
seguía hablando con un cierto retintín: el tono burlón de la que
calla mucho más de lo que sospecha.

114
Luego me acordé: «¡Ostras! Tenía que haberle pedido
su dirección para enviarle un mensaje por el correo. Ésa es una
buena idea: le mandaré una declaración de amor por internet
ya que no he sido capaz de hacerlo en directo».

115
116
8 – Los lunes son geniales

Me levanté con la idea fija de que era lunes y tenía un


montón de cosas importantes que hacer; por ejemplo: buscar a
Teresa y preguntarle que qué tal había pasado la noche...; ir a
ver al profe de Lite para recoger el resto de la fórmula y hacer
un último repaso de Mates antes del examen.
Acabé de ponerme guapo y bajé como una exhalación a
desayunar porque mi madre me estaba llamando, como
siempre.
—Come despacio. ¿Has cogido todos los libros? Si te
levantaras antes... Todos los días te tengo que repetir lo
mismo. Y no te olvides el bocadillo.

Camino del instituto me encontré con los colegas y los


típicos comentarios de cada lunes: que si vi a fulano con una
trompa de campeonato, que si salí con tal chavala y fuimos a
una disco, etcétera. Eran cosas que, en estas circunstancias, me
pillaban un poco lejos. Ya en la puerta, los encontronazos, los
empujones, los chismorreos del último ligue..., nada nuevo.
Teresa apareció al fondo, corriendo, un poco sofocada:
—Casi no me puedo despegar de las sábanas —me dijo
al llegar a mi lado—. Mi madre venga a llamarme y yo que no
podía ni abrir los ojos...
La escuchaba como embobado, observando su pecho
jadeante y el hablar entrecortado por el sofoco.

117
—¿Te fuiste tarde a la cama? —le pregunté.
—No. Qué va. Es que he tenido unas pesadillas...
—¡Yo también! ¿No habrás soñado conmigo?, porque
soy un poco gafe —Teresa se rió con ganas.
—No, gracias.
—¡Qué pena!
Entramos y empezó la clase de Ética. Al cabo de media
hora miré al reloj y me pareció ver que apenas si avanzaban
las agujas. «Tengo que cambiarle la pila», pensé. Pero no era
culpa de la pila, sino mis prisas las que me hacían calcular el
tiempo de una forma distinta.
Entre la primera y la segunda hora el profesor de Latín
se retrasó y pudimos salir unos minutos al pasillo. Allí nos
juntamos con Nieves y otros chavales de clase. Hablamos de
cosas intrascendentes. Nos apartamos un poco Teresa y yo, y
le dije casi al oído:
—Oye Teresa, durante el recreo he quedado en ir a ver
al profe de Lite para “eso” que tú sabes. Si quieres, me esperas
fuera, ¿vale? Después nos vemos.
Nieves, que nos vio cuchichear tan en secreto, sonrió
disimuladamente y empezó a mirarnos como si intuyera que
entre nosotros había algo más que una simple amistad.
—¿Qué pasa, tortolitos —nos dijo irónica—, que andáis
todo el día hablando a escondidas? —y nos sonrojamos como
dos amapolas.
—Nada, ¿qué va a pasar? —respondí tratando de
disimular mi sofoco.
Nieves evitó evidenciar nuestro apuro tomando a
Teresa por las manos y poniéndose a hablar con ella de sus

118
cosas.

Segunda clase de la mañana: Latín. Traducción de


frases hechas como: «Tanquam tabula rasa»: fácil... «Dura lex,
sed lex»: algunos pusieron que “el duralex es muy duro” y
hubo carcajada general. «O témpora, o mores»: y el Orejas dijo:
“O tiemblas o mueres”; el profe casi se desmaya de la burrada.
Y vino la perla: «Mater tua, mala burra est». El escándalo fue
de aúpa cuando el pobre Agustín, con todo el aplomo del
mundo tradujo: “Tu madre es una mala burra”. Hasta el profe
se tapaba la cara para disimular la risa. El Rubio y su grupo se
desternillaban y daban patadas en el suelo mientras al Agustín
casi se le saltaban las lágrimas. El profe puso un poco de orden
y nos aclaró que eso significaba: «Tu madre come manzanas
podridas, porque mala quiere decir “las manzanas”, etcétera».
Y todos protestamos creyendo que nos estaba tomando el
pelo, aunque decía la verdad.

Tercera hora: Mates y examen de ecuaciones. Nos


preparamos estoicamente para el martirio. El de Mates
siempre se pasaba en los exámenes porque los hacía
larguísimos y difíciles, y eso provocaba que luego hubiera una
cateada de alivio. Repartió los folios. Se hizo un silencio
sepulcral y empezó el examen. Al cabo de un cuarto de hora
ya estaba la Ninfa dándome pataditas para que le pasara la
gráfica de la primera ecuación, que era bastante fácil. Hice lo
que pude, aunque el profe no nos quitaba el ojo de encima.
Había prometido no hacerles caso, pero se me ablandó el
corazón y les dejé copiar lo que quisieron; sinceramente no se

119
me hizo difícil el examen gracias al repaso con Teresa del
domingo anterior.
«¡Raaaa!» La bendita chicharra que anunciaba el recreo.
Entregué el folio, recogí los trastos y como alma que lleva el
diablo, volé hacia el Departamento de Literatura. Al salir le
dije a Teresa casi a voces:
—Espérame en la puerta —y le señalé que salía
zumbando hacia el despacho.
Estaba cerrado. Llamé suavemente con los nudillos y
alguien me respondió:
—Pase. Pase.
Allí estaba el profe esperándome mientras ordenaba
unos papeles.
—Ah, Mario, eres tú. Ahora mismo estaba pensando en
tu juego.
Guardó los papeles en un sobre grande; tomó una
carpeta roja, la abrió y mientras sacaba unos folios me dijo:
—Bueno, mira: parece que ha habido suerte con estos
últimos signos... Ya te dije que tenía un amigo profesor de
Filosofía que está muy impuesto en esto de lo cabalístico y la
filosofía oriental. Bien, pues ya nos ha resuelto el misterio. Me
ha mandado estos papeles y me dice que, mirando El Libro de
los Signos, ha encontrado unos símbolos y bibliografía que le
ha ayudado a resolver los que faltaban... No ha sido fácil, pero
aquí está.
Mientras hablaba extendió sobre la mesa tres folios
impresos por ordenador con los mismos dibujos que yo le
diera, pero hechos de mayor tamaño y con unos comentarios
al lado. «¡Qué pasada!», me dije.

120
—¿Ves? —continuó el profesor—: aquí tienes lo que ha
investigado mi amigo Luis. Te entrego las copias tal como él
me las ha mandado. Yo las he leído y encuentro que hay algún
término un poco difícil de comprender pero de todas formas si
algo no entiendes, me lo preguntas. ¿Estamos?
Yo le dije que sí con la cabeza, porque estaba mirando
de reojo los folios y no le prestaba mucha atención. El profe los
metió de nuevo en la carpeta y me dijo:
—Venga, llévatela y a ver si resuelves lo del juego,
campeón. No te olvides de que me lo tienes que prestar…
Me entregó aquella joya que contenía los papeles
impresos, y sólo pude decirle:
—Gra... gracias, profe, por todo.
—De nada. Adiós. Cierra la puerta al salir.
Cogí aquella maravillosa carpeta, la apreté contra mi
pecho y justo al cerrar la puerta del departamento me tropecé
con Teresa que me estaba esperando; al verme tan radiante me
espetó a bocajarro:
—¿Qué te han dado ahí dentro que se te ha cambiado
la cara?
Yo no la oía. Iba como un autómata: en una mano la
carpeta y en la otra el bocadillo como si fuera una antorcha.
Echamos a andar.
—¿Qué es eso, los próximos exámenes de Literatura?
—insistió tratando de ser simpática. Yo seguía sordo.
Llegamos al patio. Buscamos un hueco en las mismas
escaleras que fueran testigo de mis anteriores pesquisas y allí,
como otra parejita más, nos acurrucamos para darle fieros
mordiscos al bocata y ojear el tesoro que escondía la carpeta de

121
mis sueños. Eran unos folios pulcramente presentados que fui
pasando a Teresa y decían:

Este símbolo aparece citado en la Botánica del


Falso Paracelso, autor al que se le atribuían
cualidades de nigromante y adivinaciones
proféticas. En realidad era un charlatán que
decía hacer milagros y horóscopos como ocurre hoy día con
muchos que se llaman adivinos. El Falso Paracelso habla de
este símbolo citando al sabio árabe Al Kotan, que dice lo
utilizaba para el llamado aceite esencial. Esta sustancia se
obtenía de la destilación de una serie de elementos como: hojas
de verbena, raíces de mandrágora, bolas de muérdago, hojas
de biércol y retoños de genciana. Y señala que se le puede
perfumar con hojas de retama, espliego, hierbabuena y
toronjil. De la destilación de todo ello se obtenía un aceite
espeso, negruzco, y perfumado que servía de base para hacer
ungüentos y pócimas que se aplicaban sobre el cuerpo del
enfermo. El autor señala que lo utilizó con eficacia para curar a
un rico hombre que padecía la lepra, y que le rejuvenecieron
los dedos de la mano izquierda como si se tratara de un
verdadero milagro.

Este símbolo es bastante común en botánica


medieval y significa redoma o recipiente de
vidrio. Se encuentra claramente descrito entre
los objetos de la botica del siglo XII que se
conserva en el monasterio de Santo Domingo de Silos.
En el Liber Mutuus lo citan junto con otras herramientas

122
que utilizaban los alquimistas del siglo XI, y señala que estaba
tomado de los maestros griegos Anaxágoras y Demócrito.

Éste no es propiamente un símbolo, sino las iniciales de


una frase que en su tiempo hizo furor: OVA. Fue Virgilio, el
famoso poeta romano quien la puso en boca de otro poeta en
sus no menos famosas Églogas : Omnia Vincit Amor. Ésta es la
frase oculta: El amor todo lo puede. Galo, el poeta enamorado,
equipara el amor a la vida. Si estás enamorado, vives, y si estás
vivo es que gozas de buena salud. Este silogismo tan popular
se representaba con estas tres letras enigmáticas: O, V, A. Si
amas, gozarás de buena salud, así se podría resumir.
Y si ponemos en claro todos los signos, yo creo que éste
podría ser el significado del jeroglífico:

HACER UNA AMALGAMA DE POLVO DE ORO Y


PLATA (2/1) MACERADA EN ACEITE ESENCIAL EN VASIJA
DE CRISTAL. SI ES APLICADA A UN ENFERMO LE DARÁ
LA SALUD PORQUE EL AMOR TODO LO PUEDE.

Guardé los folios en la carpeta y, sin decir palabra, me


puse a comer lentamente el bocadillo, la mirada fija en un
punto indeterminado, tratando de asimilar aquella fórmula

123
extraña. Teresa me miraba algo asustada:
—¿Qué te pasa? —me dijo mientras me sacudía los
hombros.
Yo le miré como si regresara del otro mundo:
—No, es que estaba pensando. —Parpadeé lentamente
y añadí—: Oye, el otro día te enseñé unos mensajes que había
recibido por correo ¿recuerdas?
—Sí, los recuerdo perfectamente.
—¿Tú eres mi mejor amiga, verdad?
—No sé, creo que sí, ¿ocurre algo?
—Ocurre que quiero que me ayudes a resolver esta
historia, pero antes prométeme que no se lo vas a decir a
nadie.
—¿Qué historia?
—La mía, ésta que te estoy contando. Tú escucha y, por
favor, no me hagas preguntas hasta que acabe.
—Vale, te lo prometo. ¡Jesús, eres más misterioso que el
Spilberg!
—Te lo voy a explicar todo...
...y empecé a decirle con detalle todo lo que me había
ocurrido a lo largo de estos tres últimos meses: los primeros
mensajes, las investigaciones en el insti, el planchazo que me
llevé justamente allí, en la escalera —Teresa casi se cae de
espaldas de la risa que le entró cuando se lo conté—. Las
lecturas de novela negra. Mi amigo Watson. Mis paranoias
persecutorias. Lo de la página web. Las respuestas de Claire
—con sorpresa mayúscula al saber que había habido «otra» en
mi vida—, del abogado y la de Manolo que tanta gracia le
hizo. Después, la fórmula mágica y mis trapicheos con el profe

124
de Lite para desvelar su contenido...
—Pues sí que te ha dado fuerte esto del juego... —me
dijo ella cortando mi relato.
Yo le respondí un poco alterado:
—Oye, si te hubieran amenazado como a mí, ¿tú que
hubieras hecho?
Teresa se quedó pensativa sin responder. Entonces le
aclaré:
—Y estamos en este preciso instante —le enseñé la
carpeta roja—: el profe me ha entregado unos folios que
resuelven el enigma de la fórmula y lo de los mensajes, que
son la clave del juego en el que me ha metido alguien con un
troyano. Te tengo que decir que pasé miedo, de verdad, pero
ahora ya no, y le he pedido a Manolo que me lo busque por
ahí, a ver si da con él, porque quiero jugar en serio a ver qué
pasa, pero no a base de sustos. Tú no digas ni una palabra a
nadie, que como se enteren mis padres... Prométemelo.
—Vale, pesado. Ya te lo he prometido veinte veces, no
me insistas más. De todas formas me alegro de que se te haya
pasado el susto, pobrecito...
—Gracias, Tere. Eres una tía legal.
—Y tú un poco tontito, ¿verdad, Mac?
Sonó el timbre de entrada. Nos pusimos en marcha.
Bien, ya tenía la fórmula; a partir de ahora y con la
ayuda de Teresa todo iba a cambiar; me sentía dueño de la
situación: mi optimismo empezaba a ascender enteros aunque
quedase mucho camino por recorrer...
En clase tomé la decisión: «Esta tarde nada más llegar a
casa mandaré por correo la fórmula completa a ver qué pasa.

125
Ya sé que he quedado en no tocar a Watson durante la
semana, pero esto es una emergencia, una excepción. Sólo
pondré la fórmula y nada más».
Cuando volví, saludé a mi madre con un beso fugaz y
le dije:
—Voy un momento a ver una cosa en el ordenador y
enseguida me pongo a estudiar.
—Vale. Te voy preparando la merienda. No te
entretengas —me contestó.
Subí a mi habitación y conecté a Watson. Para mi
sorpresa, apareció el aviso de que había un mensaje nuevo con
un remitente extraño en la bandeja de los mensajes recibidos.
«¡Agüita! Ha llegado otro..., —tuve el impulso de mirarlo, pero
no lo hice—. Voy a ir a lo mío. Lo veré después. Seguramente
será alguien que me escribe dándome consejos y eso puede
esperar». Me puse a escribir:

Al Señor X

Te mando LA FÓRMULA completa para que veas


que soy mucho más listo que tú.

HAZ UNA AMALGAMA DE ORO Y PLATA.


MÉZCLALA CON ACEITE ESENCIAL y SI
ESTÁS ENFERMO SANARÁS.

Mac

126
Releí un par de veces el escrito y me parecía increíble
que hubiera llegado hasta aquí; un mes antes ni me lo podía
imaginar. Me acordé del profe de Lite: «Es un tío genial». Y
entonces, me volvió a picar la tentación de mirar el mensaje
que había dejado aparcado; esta vez no pude resistirme. «Sólo
un minuto —me dije—. Lo miraré mientras espero a que me
llame mi madre. Eso es. No voy a ser tan exigente conmigo
mismo. Además ya hemos acabado los exámenes... Una
ojeadita corta». Volví sobre el mensaje misterioso y apareció
esto:

! " # $ "

#%

Cuando lo vi, se me pusieron los ojos redondos de


verdad, como los de un besugo. «¡Ostras, no me podía esperar
un mensaje tan corto y tan sorprendente al mismo tiempo!» Lo
releí y no conseguía salir de mi asombro: Del Señor de Montfort
a Dom Baudelio.
«¿Esta es la respuesta que yo esperaba? ¿Un mensaje
de cuatro palabras? Seguramente es el encabezado de uno más
largo que se habrá interrumpido. De todas formas, no puede
ser que vaya dirigido a mí: yo no me llamo Baudelio. Debe de
ser otro error. Aunque..., claro, si se trata de un juego... ¿pero

127
yo, Baudelio?: no, por favor..., mejor lo dejo como está y el
sábado lo miro con más calma porque me va a dar un ataque
cardiaco».
Apagué el ordenador y bajé a merendar. Me dio mi
madre el bocadillo y me puse a comer mecánicamente
pensando en ese nombre: Baudelio, que era la primera vez que
lo oía en mi vida. Como estaba tan callado y pensativo, a mi
madre le sorprendió.
—¿Te ocurre algo?
—No. Nada, ¿por qué?
—Porque estás muy silencioso y últimamente te veo
como preocupado.
—Los exámenes... —mentí para zanjar la cuestión—,
que me tenían agobiado.
—Ah, bueno. Pues nada. ¿Ya has acabado, no?
—Sí, pronto nos darán las notas: justo antes de
vacaciones.
—¿Y serán buenas?
—¡Por favor, mamá!
No aguantaba más: con el bocadillo en la mano me fui
rápidamente a consultar en el diccionario para ver qué diablos
significaba la palabra “Dom” y quién puñetas podía ser ese
“Baudelio”, nombre raro donde los haya. Saqué el libro de la
estantería y encontré lo siguiente:

Dom: Abreviatura del latín Dominus: dueño, señor.


Tratamiento medieval que se daba a monjes y caballeros. En Portugal
este tratamiento todavía es dado a los nobles y, por extensión, se
considera como un título de honor para cualquier persona.

128
«¡Ostras: un título de honor que daban a los caballeros
y a los monjes! O sea: que si éste es mi nombre en el juego, yo
debo ser un señor importante... A ver si resulta que soy
portugués... ¡Jopé, como se enteren los de mi clase que me
llaman así y soy portugués, se parten de risa!»
El nombre de Señor de Montfort parecía más normal,
sonaba como más noble; en cambio, Baudelio sonaba como un
tiro. Pero, claro, si me lo había adjudicado el Master del juego
pues no me quedaba más remedio que apechugar y
acostumbrarme a él. Puede que con el tiempo me vaya
cayendo mejor, pero lo que es ahora, ¡qué palo! Volví al
diccionario:

Baudelio o Baudilio: Santo martirizado en Nîmes


(Francia) en las primeras persecuciones cristianas (siglo I). Se
desconoce su biografía, aunque se sospecha que se trata de algún
personaje importante de la Provenza romana. Su nombre era muy
común entre los cristianos occitanos. En España lo introdujeron los
primeros monjes franceses. Con este nombre se encuentran
topónimos famosos en Cataluña y Soria, entre otros.

«¡Nîmes! —exclamé—, donde vive Claire. ¡Qué


casualidad! Desde luego, hoy me vienen las cosas rodadas.
¿Cuál será la próxima sorpresa?»
Mi madre me llamó:
—Ven, que tienes que ir a hacerme un recado...
Dejé todo porque por hoy ya tenía la dosis suficiente
de emociones y exclamé: «¡Vaya lunes que llevo! ¡Un lunes
genial! Y luego dirán que son aburridos...»

129
—Voy mamá.
Bajé a la cocina y le declaré de golpe:
—Mamá: desde hoy me voy a llamar Dom Baudelio “el
Solitario”, ¿qué te parece?
Mi madre me miró con cara de incrédula:
—¿Pero qué tonterías dices?
Yo le respondí con todo el aplomo del mundo:
—Nada de tonterías. Es mi nombre de guerra, ¿no te
gusta?
—¿Nombre de guerra? ¿De qué guerra hablas?
Iba demasiado deprisa para ella. Le aclaré:
—No es ninguna guerra, mujer. Es un juego.
—Y dices que te llamas ¿Don qué?
—Dom. Con “m” le corregí. Dom, es el tratamiento que
daban a los señores importantes en la Edad Media. ¡Dom
Baudelio! —le insistí.
Mi madre me escuchaba como si oyese llover:
—Anda, anota lo que me tienes que traer de la tienda y
deja de decir sandeces.
—Sí, señora de Montfort —le dije haciendo una
reverencia—, dígame su señoría.
Mi madre me miraba con ojos divertidos como
pensando para sí misma: «Pero qué hijo más payaso tengo».
—A ver, me vas a traer...

130
9 – Yo, Dom Baudelio

Estaba pendiente de recibir un mensaje de Manolo y


tenía la vaga impresión de que iba a revelarme la clave del
misterio. La verdad es que en él tenía puestas todas mis
esperanzas. No obstante, yo seguía trabajando por mi cuenta.
Pensé que a estas alturas debía decirle algo a mi padre
antes de que fuera demasiado tarde, porque si descubría el
pastel, o sea: que andaba jugando en horas fuera de las
permitidas, el final podría ser trágico. Tenía que informarle de
una forma imprecisa, poco interesada, como si se tratara de
propaganda nueva que me había llegado por el correo
electrónico. Aprovecharía la hora de la cena para tantearle.
—¿Recuerdas, papá, que te dije que había recibido una
invitación de una agencia de viajes para ir a Jerusalén?
—Sí. ¿Siguen ofreciéndote los billetes gratis? —Mi
padre el bromista—. Esa gente no se cansa.
—No. Aquello pasó a la historia. —Estábamos a la
mesa y comenzábamos a cenar—. Ahora es distinto. Me ha
llegado un mensaje chulísimo con un archivo que es como una
demo sobre un juego..., uno de esos que llaman de rol..., por si
quiero recibir más información o participar en él... —al
explicarme lo iba diciendo sin mucho entusiasmo, como
dejando caer las palabras para no demostrar un interés
excesivo.
Mi madre enseguida nos preguntó:
—¿Y qué es eso de una demo?

131
—Es la abreviatura de “demostración”, mamá; es una
muestra para que veas si te gusta lo que te mandan.
—¡Cada día inventáis palabras más raras!
Mi padre se quedó con la copla:
—¿Un juego de rol has dicho? —me preguntó muy
mosqueado—. A ver: explícate porque no entiendo... —pero
cambió rápidamente de opinión―, o mejor dicho, olvídate del
juego ese porque prefiero que juegues con las Matemáticas, la
Química, o el Inglés antes que con tonterías de internet.
¿Estamos?
La cosa se ponía chunga. Tenía que improvisar sobre la
marcha.
—No, mira papá —yo sin perder los nervios, enfriando
la situación—. Es sólo información. Yo no me comprometo a
nada... Además, es por curiosidad, entraría sólo las tardes de
los viernes para romper un poco la… —hice un gesto de
desánimo—: ¡Bah, déjalo, no lo vais a entender! Desde luego
ya sabía yo que me ibas a salir con eso de las Mates o el
Inglés..., mis iniciativas no cuentan en esta casa. Para una cosa
que me gusta… Pero si no queréis, lo dejo y ya está, aunque, al
menos, podríais concederme la oportunidad de explicaros de
qué va, ¿no?
Mi padre puso cara de hombre paciente.
—Vale, perdona. Explícate.
Esto hizo que me envalentonara:
—Es una demostración sobre un juego que está basado
en hechos de la historia medieval, viajes de los peregrinos, o
sea: Geografía, fórmulas de Química y un montón de cosas
interesantes...

132
Cuando dije: «fórmulas de Química» mi padre
exclamó: «¡Ah, eso está mejor!», y es que si digo «fórmulas
mágicas» o «fórmulas de alquimia», pues ya tengo el lío
montado, porque suena a esoterismo y cosas raras que para
ellos equivalen a pérdida de tiempo. Era una mentira piadosa.
—Vamos a ver. Yo creo que no eres del todo sincero...
—me dijo inesperadamente mi padre.
—¿Cómo? —respondí yo más pálido que la pálida
luna—. No te entiendo.
—Creo que no eres sincero, porque tal como nos lo
estás diciendo, tú ya debes de estar metido en ese juego hasta
el cuello, ¿me equivoco?
«¡Ufff qué susto! por un momento pensé que iba a ser
algo peor», me dije.
—¡Pues claro que te equivocas! Déjame que termine de
explicártelo y lo comprenderás perfectamente. Esto que te
estoy diciendo es lo que viene en la propaganda de la demo. No
es que yo esté metido en ello —otra mentira piadosa—, como
dices tú. Sólo es propaganda y, además, dicen que es muy
apropiado para los estudiantes porque es muy cultural, un
repaso de historia, de geografía, de química y todo eso... ¿Ves
lo mal pensado que eres?
Mi padre reconoció que había estado un poco duro
conmigo, aunque había acertado de pleno al pensar mal,
porque yo estaba metiéndome hasta el cogote en el juego del
que decía no saber nada...
—Perdona, chico, pero como lo has dicho con tanto
aplomo he imaginado que ya estabas...
—Qué va, qué va.

133
Mi madre nos miraba alternativamente a uno y otro
según se desarrollaba el combate. Al fin terció:
—Pues parece más bien cosa de cultura que un juego,
¿no?
—¡Exacto! Mamá ha dado en el clavo —dije para
disipar los restos de dudas que le hubieran podido quedar a
mi padre y ganármela con un poco de jabón.
—Sí, —añadió él—. No parece un juego de rol
propiamente dicho. Bueno, te voy a dar un voto de confianza.
Te dejo que pidas más información y que luego nos la
comentes a tu madre y a mí. Después ya decidiremos qué
hacer. Pero sobre todo no me pierdas tiempo de estudio
dedicándote a esas tonterías.
No pude contener un grito de alegría: «¡Bien!», me dije.
—¡Papá, pues aún no has oído lo mejor —le dije
agarrándole del brazo para que me prestara toda su atención.
Mi padre empezaba a impacientarse porque no le
dejaba cenar en paz.
—¿El qué? A ver. Termina de una vez, que estás un
poco pesadito.
—Pues una sorpresa muy gorda. Verás: me decían en
el mensaje que si quería pedir más información debía poner
como contraseña el nombre en clave que me daban:
“Baudelio”.
Mi padre se quedó de escayola cuando oyó el nombre.
Al ver su cara insistí:
—Sí, sí, Baudelio, una contraseña.
Mi madre le aclaró que ella ya lo sabía:
—Sí, las tonterías esas que me decías ayer, ¿no?

134
—Vaya —quise matizar—, tú a todo llamas tonterías...
Y en ese instante mi padre, que se había puesto a beber
agua, soltó una sonora carcajada bañando todo lo que se
encontraba a dos metros a la redonda. Empezamos a reírnos
los tres a mandíbula batiente. A mi madre se le saltaban las
lágrimas.
—Haz lo que quieras —dijo mi padre entre hipos—,
pero no me provoques otro ataque de risa que casi me ahogo.
—Desde luego, hijo mío, eres la monda —comentó mi
madre cuando pudo hablar.
Con tanto jolgorio mi casa parecía una fiesta. Yo estaba
contentísimo para mis adentros; puse cara de niño bueno y
dije humildemente:
—Sí, ya sé que Baudelio suena a chiste, pero como se
trata de una historia medieval, en aquella época los nombres
eran así de raros, como doña Urraca, don Pero, o
Chindasvinto...
—Sí, señor Berilio —dijo mi padre—, lo que usted diga.
—Baudelio —le corregí—. ¡Bau-de-lio! —silabeando.
Terminamos la cena de muy buen humor. Mi padre
aún tuvo un par de amagos de risa floja cada vez que se
acordaba del nombre, pero se supo contener. Ya en los postres
les dije:
—¿Puedo ir un momentito al ordenador a ver una
cosa?
—Está bien. No te entretengas que mañana tienes que
madrugar —dijo mi madre.
—Me estaré un ratito con mi amigo Watson —le
contesté.

135
—¿Watson? ¿Quién es Watson? —preguntó mi padre.
—El ordenador.
—Ah, ¿pero le has puesto nombre a tu ordenador? —y
volvió a reír con risa floja.
—Claro. Creía que ya te lo había dicho. Se llama
Watson en honor del famoso detective..., mi compañero del
alma.
—Vaya —hizo ademán de ponerse serio.
—Y hasta habla con él y todo —apuntó mi madre como
algo insólito.
—Uno no gana para sorpresas —remató.
Fui a mi habitación, lo conecté y... ¡ostras! había un
mensaje nuevo. Lo cierto es que no me pillaba por sorpresa,
casi lo esperaba. A estas alturas me intrigaba saber qué es lo
que me pudiera decir un personaje como el Señor de Montfort,
al que consideraba un adversario en el juego, pero nada de
mafias, ni espías, ni cosas raras.

A Dom BAUDELIO, en San Juan de Otero:

ISHAQ y MUHAMMED vienen del Este y Sur de


Hispania. Yo acudo del Finis Terrae: tres puntos
equidistantes. Al peregrino extranjero no lo
esperéis, perdió la vida en el camino.
Pronto nos veremos y sanaré con vuestra fórmula.

El Señor de Montfort

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«Vaya, el Señor de Montfort ataca de nuevo». La
verdad es que no me puse nervioso. Controlaba la situación.
Para estudiarlo con mayor detenimiento imprimí el mensaje y
enseguida llegué a las siguientes conclusiones:
Dom Baudelio vive en San Juan de Otero que
no sé dónde diablos estará.
Vienen a su encuentro dos tíos con nombres
raros más el de Montfort, total somos cuatro en el
juego.
De lugares distintos y equidistantes.
El peregrino extranjero está muerto. Ya lo sabía.
Y el jefe sigue enfermo.
Así, de golpe, ya podía comprender bastantes cosas de
las que me decía el mensaje atando cabos y retomando ideas
de los anteriores: «Tiene que tratarse de una historia de
caballeros medievales. Si me mandaba a Jerusalén y decía que
en Malta encontraría a “mis hermanos” eso es porque tiene
que ver con las antiguas cruzadas. Aunque me repite que soy
un peregrino, por lo tanto, tendría más bien que tratarse de
algún monje de los que iban a Tierra Santa…, ¡ostras! —me
dije cayendo en la cuenta de algo importantísimo—: la tierra
de los esenios, los que inventaron la fórmula! ¡Claro! —y tuve
como una iluminación—, allí encontraré la fórmula mágica
que pueda curar al Señor de Montfort, que viene a donde yo
vivo y que me hará millonario, ¡guau!»
Todo encajaba perfectamente. A veces en un minuto
era capaz de resolver problemas que no había sabido encarar
durante un par de meses. Nadie se puede imaginar lo que me
tranquilizó llegar a semejante conclusión. Sí, estaba en el buen

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camino y más eufórico que el burro flautista.
—Watson, estás ante el mayor genio de la investigación
policial de todos los tiempos; mejor que el señor Holmes; que a
mi lado no dejaría de ser un pobre aprendiz; vaya que sí…
Ya podía irme a dormir porque esta vez tenía los
deberes bien hechos. «¡Buenas noches, familia!», les dije a
voces.
Me respondió mi madre:
—Hasta mañana, cielo.

Caí dormido de golpe, como fulminado por un rayo.


Esta noche iba a soñar, además, por partida doble, porque se
me iba a repetir algo ya visto en sueños anteriores. A veces me
ocurre que un mismo sueño me vuelve durante varias noches
seguidas como queriendo indicarme algo: a lo mejor es que
soy un poco obsesivo. En este caso coincidía que era el mismo
monasterio, los mismos claustros, la misma escalera excavada
en la roca, la bodega y el laboratorio donde trajinaba el
venerable anciano de las barbas y hábitos blancos.
Recuerdo que me vi buscando la botica de la vez
anterior por aquellos vericuetos. En mi trasiego por los
claustros y pasillos abovedados me crucé con monjes que,
curiosamente, me miraban con caras conocidas. Allí andaban
el Toni, el Collejas, Agustín…, chicos de mi clase vestidos con
hábitos de monje. Esto me sorprendió muchísimo y me hice la
siguiente reflexión: «Como dejen sueltos a estos individuos
por el monasterio son capaces de arrasarlo, porque son unas
bestias pardas. No comprendo cómo pueden haber llegado
hasta aquí». Evidentemente era una simple alucinación del

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sueño.
Y allí estaba el viejo alquimista —con la cara de mi
profe de Lite— que me miró y con un gesto amable me dijo
que pasara. Sus ojos parecían más alegres y apicarados que la
vez anterior. Él seguía rodeado de sus eternos fogones,
alambiques, redomas y morteros. No había cambiado nada:
incluso los carteles de la pared eran los mismos.
—Entra, joven, entra. —Su voz era suave e insinuante,
como de terciopelo.
—Soy Baudelio —le dije tímidamente—, vengo del
monasterio de San Juan de Otero...
Mientras yo hablaba, el anciano movía la cabeza
afirmando como si ya lo supiera todo de antemano. Yo estaba
vestido con una espada al cinto y una cruz roja en el pecho, tal
como había visto en un libro de Historia que iban uniformados
los caballeros templarios. Él alargó su mano huesuda, casi
transparente, la posó sobre mi hombro y me dijo:
—Lo sé. También sé que has sido peregrino y que estás
confuso porque ignoras quiénes son tus compañeros... No te
desanimes que pronto lo comprenderás del todo. Y ahora vete,
que suenan las campanas llamándome a Maitines y debo
acudir a la oración, ¿no las oyes?
«¡Rinnnggg, rannnggg, rinnnggg!» sonaba insistente la
escandalosa alarma de mi despertador. «Eso deben de ser las
campanas del convento», me dije flotando en esa dulzura tibia
del sueño. Me di media vuelta y seguí roncando.
«¡Rinnnggg, rannnggg, rinnnggg!» En la lejanía
apreciaba el alegre sonido de las campanas... «Que suenen lo
que quieran —me tranquilicé—, yo no pienso levantarme para

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ir a rezar...»
«¡Rinnnggg, rannnggg, rinnnggg!» De golpe, algo se
agitó en mi subconsciente aletargado: «¡Leches, que es el
despertador y llego tarde!»
Di un salto en la cama. Me enredé con las sábanas, caí
al suelo y me tragué un metro cuadrado de baldosa. Casi me
rompo la cabeza. A trompicones llegué al lavabo y el agua
fresca del grifo me abrió definitivamente los ojos y la memoria.
Fue entonces cuando empecé a recordar los detalles del sueño.
«He vuelto a soñar con el mismo tema. Qué neura estoy
cogiendo...»
Lo tenía todo confuso, como en una nebulosa.
Recordaba fragmentos del mensaje que había impreso la noche
anterior, especialmente lo de San Juan de Otero y los otros
peregrinos que tenían unos nombres rarísimos.
La voz de mi madre desde la cocina:
—¡Baja a desayunar que llegarás tarde, como siempre!
—¡Voy, voy! —respondí desde mi habitación—. ¡Qué
prisas!
Bajé echando mixtos. En tres zancadas me recorría la
escalera. Alguna vez había sido al revés y la escalera me había
recorrido a mí cuando tropezaba y bajaba rodando. Desayuné
en un santiamén. Salí de casa con la cartera, el folio del último
mensaje bien guardado en el fondo y con unas ganas enormes
de encontrarme con Teresa para contárselo todo.
Teníamos concertado un punto de encuentro: el sauce
del parque frente al instituto para los días que íbamos con
tiempo suficiente, que eran los menos, porque normalmente
andábamos con el agua al cuello y cada uno zumbaba por su

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lado, encontrándonos en la puerta de clase.
Aquel día Teresa ya me esperaba al pie del árbol
cuando llegué.
—Hola Tere, ¿llevas mucho rato esperando? —le dije
casi sin aliento mientras me ajustaba la cartera.
—No. Acabo de llegar. ¿Qué tal?—me dijo con un
cierto tono distante.
—Tenía ganas de verte porque quiero contarte un
montón de cosas.
—¿Ah, sí? Tú dirás...
Enseguida me di cuenta de que Teresa se comportaba
de una forma extraña.
—¿Qué te pasa? Te encuentro un poco rara. ¿Estás
molesta por algo?
—No, déjalo. Son cosas mías.
—Pues mira... —le dije mientras le invitaba a caminar
hacia el instituto— vamos andando, que te lo contaré por el
camino.
Mientras avanzábamos, empecé a confesarle mis
agobios con los últimos sueños:
—Pues nada, que tengo un sueño que se me repite y...
—Supongo que no entraré yo en ellos...
—De momento, no.
—Claro —añadió con sorna.
Parecía que no me tomaba en serio:
—Me refiero a otra cosa. Creo que ya te conté la otra
vez que soñé con un monasterio en el que salía un monje
trabajando en una especie de laboratorio medieval, que tenía
unos carteles con signos raros colgados de la pared, que me

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conocía y hasta sabía lo que pensaba porque, curiosamente,
repetía los mensajes que me ha mandado el Señor de
Montfort... Una cosa rarísima, vamos. Y lo más chocante del
caso es que hay unos tíos de nuestra clase que andan sueltos
por el monasterio vestidos de frailes...; se me mezcla todo,
parece como cosa de magia.
Teresa me miró con cara de preocupación:
—Oye, si el juego ese te está afectando tanto, lo mejor
sería que lo dejaras, ¿no?, no sea que te vuelvas majara...
—Tere, por favor... Estás muy dura conmigo, ¿qué te
he hecho?
Se dio cuenta de que había tomado una actitud un poco
violenta desde el comienzo.
—Perdona, no lo tomes a mal. Yo lo que quiero es
ayudarte.
—Ya lo veo...
—De verdad.
—Pues con amigas como tú, no me hacen falta
enemigos.
—No te pases. Venga, sigue, guapito.
Disimulé el golpe moral que me había llevado por su
indiferencia, su frialdad. Hice un gesto de resignación y seguí
explicándome:
—Bueno, pues el fraile en cuestión, que se parece al
profe de Lite, va y me dice que no me preocupe porque todo
saldrá bien... ¿Tú entiendes algo de sueños, Tere?
—Nada, pero los sueños casi nunca tienen que ver con
la realidad; son como alucinaciones nuestras, y si ahora estás
con el rollo del juego, pues es natural que sueñes con él, con

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los colegas...
—En fin..., antes de que se me olvide, aquí traigo
impreso el último mensaje que he recibido... —escarbé en la
cartera hasta dar con el folio—, a ver si me echas una mano y
me lo aclaras.
—¿Y qué te dice el mensaje? —me preguntó mientras
lo desdoblaba.
—¡Ah, sí! Pues nada que yo vivo en una fortaleza que
se llama San Juan de Otero...
—¿Un fortaleza templaria? —preguntó Teresa como
reafirmando—. Bueno, pues está clarísimo: te están dando
pistas.
—¿Y como sabes que es templaria? —le pregunté
intrigado.
—Me lo imagino. Eso indica que estás jugando en un
periodo de la historia medieval del siglo XIII, más o menos.
Di por buena la información de Teresa.
—Además —dije entusiasmado—, este San Juan de
Otero tiene que ser un sitio real, porque si no, no tendría
sentido el mensaje. Y yo, Dom Baudelio, tengo que ser un
caballero templario, ¿no te parece? Ah, y el Señor de Montfort
dice que les espere allí, que él viene de Finisterre. Esta pista
nos servirá para deducir la situación de los otros peregrinos...
—Evidente. ¿Has dicho Baudelio?
—Sí, es el nombre que me han dado en el juego…
—Teresa sonrió.
—¡Qué bonito! —dijo irónicamente, sin más
comentarios—. Entonces ya sabes que se trata de un
monasterio perdido por las tierras de la España medieval.

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Tendrás que investigar.
—Eso creo.
Charlando habíamos llegado a las puertas del instituto.
Sonó el timbre puntualmente y una riada de chavales se fue
encaminando hacia sus respectivas aulas. Teresa me dijo ya
llegando a la puerta de clase:
—En el recreo lo comentamos, ¿de acuerdo? —y me
devolvió el folio.
—De acuerdo.
—¿Se te ha pasado el enfado? —le pregunté
preocupado.
Ella sonrió. Entramos en el aula y cada uno fue a su
sitio. Me quedé observándola sin que ella se diera cuenta:
«¿Por qué no le dije el otro día que me muero por sus huesos?
A veces soy idiota».

La profe nos venía insistiendo desde hacía una semana


que para la nota de la tercera evaluación teníamos que
presentar un trabajo de investigación sobre la sociedad en la
Edad Media.
—Os voy a dar un listado de títulos y vosotros
escogeréis el que más os guste. No obstante, si hay alguno que
esté interesado en otro, pues me lo dice y le daré mi opinión.
Tomad nota.
Y se puso a escribir en la pizarra los títulos de los
temas. Luego añadió:
—Se admiten preguntas.
Yo levanté la mano y lancé la mía:
—¿El trabajo se puede hacer en equipo o tiene que ser

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individual?
—Sí, claro —me dijo la profe—, podéis hacerlo en
equipo pero la extensión tiene que ser el doble. Máximo dos
alumnos por trabajo, porque de lo contrario siempre hay
alguno que vive a la sombra de los otros. Dos como máximo.
Cuando oyó mi pregunta, Teresa giró la cabeza y me
dedicó una sonrisa discreta. Había captado el mensaje. Sabía
que estaba pensando en ella: juntos haríamos un buen equipo
y mejor trabajo.
Me dediqué a buscar el tema que más se acomodase a
lo que me preocupaba en este momento mientras la profe
repartía unos mapas. «Vamos a ver —me dije—, podría
aprovechar la ocasión para tocar el tema de los templarios y
así matar dos pájaros de un tiro: hacer el trabajo e investigar la
historia de estos monjes-guerreros para buscar respuestas a las
preguntas que, seguramente, me saldrán en el juego». Se lo
comenté cuando pasó a mi lado:
—¿Puedo hacer un trabajo sobre los templarios?
—¡Hombre! —me miró ella con extrañeza—, ¿y eso?
—Es que participo en un juego que trata sobre historias
de peregrinos y me gustaría profundizar un poco para saber
su origen y cosas por el estilo...
—No sabía que eras tan curioso de estas cosas…
—Ya ve… Lo que quiero es saber exactamente quiénes
eran estos tíos.
—¿Lo dices porquen tenían muchos sobrinos, verdad?
—me cortó con ironía.
—No entiendo lo que me quiere decir... —respondí un
poco desconcertado.

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—Si son tíos, es que tendrán sobrinos, digo yo.
Yo sonreí un poco forzado por el mal chiste de la profe.
Ella siguió después de un breve silencio:
—¿Qué sabes exactamente de estos caballeros?
Estaba claro que quería tantearme.
—Pues apenas nada —le respondí—. Yo quisiera
investigar sobre sus monasterios en España. Me gustaría
localizar uno que se llama, o llamaba, porque a lo mejor ya no
existe, San Juan de Otero.
La profesora quedó pensativa.
—¿San Juan de Otero has dicho? —Me preguntó
sumamente interesada.
—Sí. San Juan... es que me sale en el juego y quisiera
saber dónde está.
Mis colegas de las mesas próximas escuchaban
expectantes. Incluso vi cómo uno le decía a otro con gestos:
«Este tío se enrolla más que una persiana». Teresa disimulaba
escuchando sin perder detalle esperando a ver en qué quedaba
la cosa. La profe al fin me dijo:
—Lo cierto es que ese nombre me dice algo, pero ahora
mismo no caigo dónde se encuentra. Consúltalo en algún libro
de historia del Arte en la Biblioteca Central. Busca monasterios
románicos, ahí vendrá. Yo diría que estaba en el antiguo reino
de Castilla, pero no me hagas mucho caso, tú investiga. ¿De
acuerdo?
—De acuerdo. Por eso lo decía. Otra pregunta...
—Dime.
—¿Y a usted le suena de algo el nombre de Baudelio?
—¿Baudelio? ¡Pues claro que me suena! Lo que pasa es

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que yo lo conozco como Baudilio, San Baudilio de Berlanga. Es
el nombre de una ermita preciosa del siglo XII que hay en ese
pueblo de la provincia de Soria. Es una maravilla de
construcción mozárabe. ¿La conoces?
—¡No! Es que yo creía…
—¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, que me sale en el juego...
—Ah, ya. ¡Qué curioso!

Nos acomodamos en un peldaño de las famosas


escaleras del instituto como hacían otras parejitas, al tibio sol
de finales de marzo. Desde luego, era un lugar especial. Hoy
compartíamos el bocadillo porque Teresa se había olvidado el
suyo y de paso comentábamos el último mensaje.
—Mira a ver si entiendes algo, anda.
Teresa comenzó a leerlo como si lo viera todo claro.
Cuando acabó, me miró con un poco de sorna y me dijo:
—¿Tú lo has leído con atención? Porque hay cosas que
se comprenden fácilmente...
—Anoche me hice un resumen y algunas cosas me
parecían bastante claras.
—Vamos a ver. Aquí cuando dice al final: «Sanaré con
vuestra fórmula», ¿te das cuenta de que confiesa lo que
habíamos sospechado desde el principio?
Yo respondí que sí con la cabeza. Ella continuó:
—Está enfermo, y la fórmula mágica es el único
remedio para su mal, aunque no nos dice cuál es, porque
puede ser el “mal de amor”, como decían los trovadores
medievales, o la lepra, o la peste…

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—¿Y tú cómo sabes lo de las enfermedades de ese
señor? —salté yo como si me hubieran pinchado.
—Yo no sé nada, chaval —respondió muy
sorprendida—; ¿no me lo dijiste el otro día en tu casa?, te estás
volviendo muy quisquilloso conmigo, tío.
—Es que me parece increíble que lo hayas podido
recordar, así de golpe... A mí me costó tiempo llegar a deducir
eso del amor... Claro que tú eres mucho más lista que yo.
Tenía cogida su mano con la mía y se soltó
bruscamente.
—Déjame.
—No te pongas así, Tere… —quise hacerle una
carantoña que ella rechazó violentamente.
—Ni Tere, ni nada. No sé por qué sospechas de mí.
—¿Yooo? Perdona si…
Mi actitud sumisa hizo que se ablandara un poquito a
pesar de que siguiera tratándome como a un crío. Retomó su
discurso:
—¡Estate quieto y no me interrumpas! Pues eso, como
él no sabe componer la fórmula, tiene que venir hacia donde
tú estás para que le des las instrucciones y pueda hacerla.
¿Comprendes, tontito? —medio burlándose.
Me dolió que fuera tan rencorosa:
—Oye, ya vale, ¿no?
Teresa parecía estar jugando conmigo: a veces tierna, a
veces dura.
—Perdona, ¿pero lo entiendes o no? —me dijo.
—Sí, mi sargento —le respondí y conseguí arrancarle
una sonrisa—. Lo que no comprendo es esa mezcla de

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enfermedades que dices: la lepra, el corazón, la peste. Es
bastante raro. Porque digo yo, ¿qué tendrá que ver la lepra con
el amor y con que tengan que venir otros personajes?
Teresa quiso tranquilizarme:
—Es lógico: supongo que todo lo sabrás más adelante,
porque a lo mejor se trata de eso, de buscar un remedio que
sirva para curar los males de las personas incluido el Señor de
Montfort, sea el mal que fuere.
—No entiendo nada, chica.
—Ya te irán dando pistas. Por ejemplo: te pregunta si
han llegado Ishaq y Muhammed, que no hace falta ser un
águila para imaginar que serán médicos o alquimistas, porque
entre los tres tenéis que preparar la fórmula ¿no lo ves?
—O sea, que esto me confirma en la idea de que yo soy
un alquimista, ¿no? La verdad es que ya no sé con qué papel
quedarme, porque unas veces me dicen que soy un peregrino,
otras un caballero, un médico...
Teresa me miró con cierta complacencia:
—O todos juntos. Ya te dirán cuál es tu rol en cada
momento.
—Llevas razón. Ishaq y Muhammed no tengo ni idea
de quiénes pueden ser; suenan como si fueran árabes ¿verdad?
—Por lo menos Muhammed está clarísimo. El otro no.
El otro tiene que ser judío, ¿no ves, cabezón, que se apellida
Judá?
—¡Ostras, es cierto! No había caído en la cuenta.
Teresa se quedó unos segundos como meditando. Que
era muy inteligente ya lo sabía. Ahora su cerebro estaba
funcionando a mil por hora buscando explicaciones. Yo me

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quedé mirando su carita preciosa. Al fin me dijo como
volviendo de un sueño:
—Y claro: el árabe viene del Sur, porque debe de ser un
médico del reino de Granada, como dice el mensaje; y el otro
viene del Este, del Levante, que podría ser Valencia o Cataluña
porque por allí hubo muchos judíos en la Edad Media.
Yo seguía pasmado al ver con qué facilidad Teresa
asociaba las cosas y cómo era capaz de llegar a conclusiones
sencillas e interesantes:
—Del Sur y del Este de Hispania decía el mensaje, o
sea, de Granada y Valencia. ¡Eres genial! —exclamé. Y ¡zas!, no
me pude contener, me abalancé sobre ella y le estampé un
beso en la mejilla dejándole un cerco rojo en el carrillo. Teresa
se quedó alucinando:
—¿Pero qué haces, idiota?
—Besarte… —le dije con toda naturalidad.
—¡Qué burro eres, casi me rompes la mandíbula y,
además, me cortas el hilo de lo que estoy pensando...! —Teresa
miró inquieta hacia los lados para comprobar que no había
testigos.
—Perdona, pero no le he podido evitar...
—Vete al cuerno —y me apartó bruscamente—. Tengo
una idea. Escucha: el Señor de Montfort dice que acude a tu
monasterio, pero no sabemos dónde está. Los datos que
tenemos son que los tres van hacia el mismo lugar. Acuden de
puntos más o menos localizados: el árabe, el judío y el
gallego. Bien. Y añade que son puntos equidistantes ¿te das
cuenta? Es como un rompecabezas de tres patas: A, B, C...
En efecto, todo iba encajando, pero había cosas que yo

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no llegaba a entender del todo porque Teresa iba mucho más
deprisa que yo en sus razonamientos. Le pregunté:
—¿Al gallego? ¿A qué gallego te refieres?
—Pues al Señor de Montfort, bobo. ¿No ves que viene
de Galicia? ¿Del Finisterre?
—Ah, claro, La Coruña...
—Fíjate bien en lo que te voy decir porque acabo de
tener una idea brillante: el de Montfort viene del Finis Terrae.
El otro viene de Granada: el árabe. Y el otro del Levante, el
judío. Tenemos tres puntos que forzosamente se encuentran
dentro del mapa de la Hispania Medieval. Bien, pues tiene
que haber un punto equidistante de los tres que nos dará las
coordenadas de tu monasterio, ¿comprendes? Y ¿cómo
hallarías este punto sobre un mapa, eh, listo?
Teresa quería ponerme a prueba como si yo fuera un
Pitágoras o un Einstein. Ya se notaba que en dibujo y geografía
sacaba mejores notas que yo. Bueno, en dibujo, geografía y en
todas las demás, para qué voy a engañar a nadie.
—¡Y yo qué sé! —le respondí mientras hacía que me
ponía a pensar.
Ella me miraba con cara burlona. Eso me escoció, la
verdad. Entonces tuve una idea genial:
—Ya lo tengo.
—A ver... —dijo ella como retándome.
—Pues midiendo las distancias que hay entre los tres
puntos sobre un mapa de España y uniéndolos con una línea.
—¿Y luego?
Estaba un poco subidita la chica y le quería cortar las
alas. Yo me esforzaba al máximo por demostrarle que tampoco

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era tonto del todo:
—Pues trazamos las mediatrices de las rectas que unen
los puntos “A-B” y “B-C”. Buscamos donde se corten —dije
dejándola con la boca abierta, porque había tenido una
iluminación con lo poco que recordaba de las clases de dibujo
lineal que habíamos visto en primero—, y ahí está el punto
central, equidistante...
—¡Caramba! ¿De dónde lo has sacado?
—Listo que es uno... —le dije mientras me miraba las
uñas.
—Pues sí señor. Ése es el centro de la circunferencia
que pasa por los tres puntos equidistantes —aquí hizo una
pausa para recalcar las palabras—, que es donde se halla tu
monasterio. De paso, la misma circunferencia nos señalará
cuál es la ciudad levantina de donde viene el judío. ¿De
acuerdo?
Chocamos las manos en el aire en señal de triunfo y
volví a quedarme acomplejado ante la inteligencia de mi...
¿novia? Cuando pude reaccionar le dije:
—Vale, tía. Eres genial. Vamos donde “el Sus”, que te
invito.
Nos estábamos limpiando la culera de los pantalones
cuando sonó el timbre de entrada. Entonces Teresa me dijo:
—Ya te haré un dibujo aproximado sobre esto que
tengo ahora mismo en la cabeza para que te quede
perfectamente claro, ¿sabes? —y trazó unas líneas imaginarias
en el aire— a ver si aciertas con el mapa.
Mientras subíamos a clase le comenté:
—Desde luego, me has dejado KO, Teresa. Ya no sé

152
qué adjetivo ponerte. —Ella soltó una sonora carcajada
mientras la estrechaba apasionadamente. Cuando pudo
deshacerse de mis brazos exclamó:
—¡Quita, pesado, que tampoco es para tanto! —Luego,
más serena—: ya te pasaré el dibujo bien hecho. Esta tarde nos
vemos un momento y te lo entrego a limpio.
—Hasta luego “diosa de la sabiduría” —le dije
haciéndole un guiño.
—¡Qué tonto eres! —me respondió en voz baja, y luego
añadió en un susurro—: me ha gustado mucho tu beso...
Me quedé viendo visiones y pensé: «Desde luego, qué
raras son las tías».

Quedamos a las seis. La llamé por teléfono y nos


citamos en el banco que había bajo el sauce al que habíamos
bautizado como nuestro árbol.
Cuando vi aparecer a Teresa, noté que traía una
carpeta bajo el brazo. Nos saludamos desde lejos. Yo, por mi
parte, había apuntado en un papel un tema para que no se me
olvidase, porque quería comentarlo con ella a ver si sacábamos
algo en claro. Era lo del extranjero desaparecido que decía el
mensaje.
Estaba superconvencido de que traería un dibujo
perfecto, como si fuera el mapa de un tesoro escondido en una
isla misteriosa. Teresa era capaz de todo eso y más.
Cuando llegó por la tarde nos saludamos con un beso
fugaz.
—Hola, chavala, ¿qué tal?
—Hola, Dom Viruelio, muy bien.

153
—Sí, encima recochineo... ¿Sabes cómo me llamó mi
padre el otro día?
—No. ¿Cómo? —Tere ya se estaba riendo sin que
hubiera empezado a decirlo.
—¡Don Berilio!
«Ja, ja, ja». Se tronchaba de risa.
—Tu padre es un genio. Tendría que ir a la tele...
Yo le miré con cara de quien aguanta un chaparrón.
Ella se dio cuenta y cortó la risa:
—Perdona, pero es que parece un nombre de broma.
¿Quién te lo habrá puesto?
—¿No te he dicho que me vino en un mensaje?
Supongo que el Master. Pero te voy a decir una cosa: la profe
de Historia me ha dicho que es un nombre muy importante,
porque hay una ermita por Soria...
—¿Soria, dices? ¡Ése es el camino! —Teresa con un
poco de sorna—, te vas acercando...
—Olvídate del nombre y vamos a lo nuestro —le dije
cortando el mal rollo que traíamos—. Por cierto, insisto en que
no comentes con nadie lo del nombre, ni lo de los sueños, ni
nada... ¿te imaginas el cachondeo que se montaría en clase si
alguno lo supiera? Lo de Berilio o Viruelio, como dices tú,
sería sólo el comienzo...
—Sí, claro, don Ciruelio. Soy una tumba. Te lo
prometo.
Moví la cabeza como diciendo: «Contigo es imposible,
tía», pero disimule y me limité a preguntar:
—¿Qué traes ahí? —le señalé la carpeta.
—Ah, es el plano que he hecho con los lugares que

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decía el mensaje. He puesto los puntos de origen de cada
personaje y luego he trazado las líneas como decías tú. ¿Ves?
—y me mostró el folio donde venía dibujado el mapa—:
Finisterre (punto A), la ciudad de Granada (B) y he visto que
hay la misma distancia entre esta ciudad y Gerona (C), que
está en el Levante. Aproximadamente unos 555 Kms. de radio:
curioso, ¿no crees? Aquí lo tienes —y me entregó el folio—: el
centro es Soria. Así que, o mucho me equivoco, o la fortaleza
de San Juan de Otero tiene que estar en tierras sorianas. Por
eso te decía que era una coincidencia con lo de la ermita de
San Baudelio: todo va encajando. Ahora te toca investigar los
monasterios sorianos que había en el siglo XIII. Búscalos en
algún libro de historia. Seguro que das con él, porque tuvo que
ser muy importante. Además, nos servirá para el trabajo de la
profe. Algo quedará de él: leyendas, escudos, ruinas...

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Yo seguía absorto contemplando el mapa y ese punto
central que brillaba como una estrella destacando el nombre
de la ciudad de Soria. La oía en la distancia y veía cómo se
iban enlazando las piezas de este rompecabezas maravilloso
que ella manejaba como una experta.
—¿Sabes qué pienso de todo esto? Que si te hubiera
tenido de compañera desde el principio, ahora seríamos los
amos del juego y me hubiera evitado los miedos que pasé al
comienzo.
Teresa sonrió con ojos brillantes:
—¡Venga, ya! No exageres. ¿Tanto miedo tuviste? Oye,
y yo me pregunto: ¿por qué te escogerían a ti?
—Eso mismo me he dicho yo miles de veces y cada vez
lo tengo más claro: ha sido por pura casualidad... Pero ahora
me gusta.
Nos quedamos un ratito pensativos, mirándonos con
una sonrisa de complicidad:
—Tere, escucha —le dije cogiéndole de la mano—: he
apuntado aquí una cosa para comentarla contigo porque estoy
seguro de que me vas a dar la respuesta. Se trata de lo del
peregrino extranjero muerto...
—Ah, —dijo ella—: lo del extranjero muerto. Sí, ya
había pensado en ello. Pues para mí, que ese peregrino
extranjero era un francés de los muchos que venían a Santiago
de Compostela, y que el de Montfort se lo cepilló por alguna
razón que ahora no sabemos. Pero si el tema va de alquimistas
y fórmulas, pues seguro que fue por robarle algo que el
peregrino llevara encima. Las cosas en la Edad Media
funcionaban así entre los señores feudales: te mataban por que

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se creían dueños de todo, de la vida y de las cosas.
Yo me quedé pensativo:
—Es cierto. Eso hace suponer que él ya tenía la fórmula
en sus manos y seguramente se la robó al pasar por sus tierras
gallegas y entonces lo mató.
—Lo que yo te decía. Parece una historia de detectives
—dijo ella—. Esto se está poniendo interesante...
Le pregunté a Teresa:
—¿De dónde sacaría la fórmula el extranjero ese?
—Pues supongo que le llegaría por el mismo camino
que a ti, con un mensaje. En este juego están apareciendo
muchas cosas raras...
—Por cierto, desde hoy el juego y el trabajo de clase lo
llevamos a medias, ¿qué te parece? —le pregunté.
—Bien, pero es que el juego… —se quedó indecisa—.
De acuerdo, yo prefiero investigar la historia de los
templarios. Tú haz lo mismo sobre las tierras de Soria, a ver
qué encuentras.
Empezaba a oscurecer. El tiempo se nos había pasado
en un suspiro. Miré al reloj y vi que se me hacía tarde: había
prometido a mi madre acompañarla porque me quería
comprar no sé qué puñetas de calzoncillos y camisetas. Teresa
se quedó un poco contrariada porque esperaba que
estuviéramos un ratito más juntos.
—¿Ya te vas? —me dijo—. ¡Qué pena!
—Es que me espera mi madre... Por cierto, oí lo que me
dijiste del beso.
Teresa enrojeció.
—Es cierto, me gustó, para qué te voy a mentir.

157
—Tengo más.
—Ya, pero en otro momento. Ahora llévate el mapa,
que te espera tu madre.
—Gracias, preciosa. De verdad, contigo todo es tan
fácil... —Tuve un momento de indecisión, pero al fin se lo dije
casi sin pensarlo—: Venga, dame un beso, porfa, aunque sea
pequeño.
Teresa enrojeció hasta los calcetines.
—¿Aquí? —quiso oponer una débil resistencia.
—Sí, aquí.
—Bueno, si quieres...
La situación hubiera podido parecer cómica si no fuera
porque los dos nos moríamos de vergüenza a pesar de
encontrarnos solos, discretamente ocultos, al pie del sauce. Fue
un beso breve, intenso. «¡Al fin!», pensé. Luego le dije:
—Gracias. También me ha gustado mucho, Teresa. En
realidad es que me gustas mucho en todo…
Rió juguetona, y mientras echábamos a andar le dije:
—Ya tengo materia para mandarle a Manolo. El viernes
que viene, sin falta, le diré lo que hemos descubierto sobre el
juego, a ver si él ha encontrado algo nuevo. Por cierto, le
hablaré de ti.
—A ver qué le cuentas... —me respondió coqueta.
—Pues la verdad: que eres genial. También voy a
mandar un mensaje al de Montfort diciéndole lo que
sospechamos de él, y que se explique a ver qué le hizo al
extranjero. Cuando se sienta descubierto igual nos monta un
cirio...
—Pronto sabremos la verdad.

158
Tocaba separarse. Nos tomamos la mano un instante.
—Adiós —me dijo al tiempo que pasaba su dedo índice
suavemente por mi mejilla. Yo no tuve palabras, simplemente
me quedé quieto viendo cómo al alejarse Teresa dejaba una
estela misteriosa tras ella. Se volvió fugazmente y me hizo una
señal con la mano. Yo le respondí enviándole un beso.
«¡Dios, qué tía más guapa!»
Cuando estaba a punto de llegar a casa, me acordé:
«¡Ostras!, se me ha vuelto a olvidar el pedirle la dirección de
su correo. De mañana no pasa». Pero quedó una frase suya
bailando en mis oídos: «Pronto sabremos la verdad», ¿qué
querría decir con eso?

159
160
10 – Por tierras sorianas

Nos repartimos el trabajo como buenos amigos: Teresa


iba a investigar sobre la historia de los templarios en general, y
yo me dedicaría a buscar sus huellas por las tierras de Soria a
ver si descubría, de paso, algo sobre San Juan de Otero. Nos
habíamos propuesto un doble objetivo: hacer el trabajo de
Historia y buscar información para el juego.
Teníamos que investigar. Para ello me iba a convertir
en una rata de biblioteca. Antes de nada, necesitaba tener un
mapa de la provincia de Soria para familiarizarme con los
nombres de esta zona, sus pueblos, sus montes, a ver si
encontraba algún San Juan; luego, en la Biblioteca Central,
según me dijo la profe, buscaría datos sobre el de Otero.

161
El problema del mapa enseguida lo pude resolver sin
moverme de casa: me conecté internet y en la página web
soria-goig.com encontré, además de muchísimas otras cosas,
este plano que me servía de maravilla.
Era justamente lo que andaba buscando. La dirección
de la página soriana la puse entre mis favoritas porque la iba a
utilizar muchas veces ya que en ella encontraba todo lo que
podía necesitar: nombres, leyendas, rutas históricas,
fotografías, paisajes... Para un investigador novel como yo,
resultaba ser una mina.
El segundo problema, el del monasterio templario,
exigía una investigación más a fondo; para ello fui a
informarme a las oficinas de la biblioteca. Me dijeron que tenía
que sacarme el carné de socio si quería entrar y pedir libros
prestados. Me dediqué a ello la tarde de aquel jueves, último
de marzo. En una media hora de papeleo y fotomatón
conseguí el carné; por cierto, ni yo mismo me reconocía en la
foto que me hice en una de esas máquinas automáticas que
siempre te sacan con cara de susto.

La Biblioteca Central parece un templo, un lugar


sagrado. El aspecto externo es el de un sólido edificio antiguo
de piedra labrada con ventanas góticas. Una puerta maciza de
madera daba acceso a una especie de claustro como el de mis
sueños monacales, con un letrero que decía: BIBLIOTECA; fui
donde me indicaba una flecha, me asomé por un ojo de buey
que había en la puerta del fondo y vi, al otro lado, un montón
de gente que estaba leyendo o estudiando en una gran sala,
cada uno en su pupitre iluminado por una luz azul dando al

162
conjunto un aspecto de cripta. Era un lugar que imponía
respeto.
En unos ordenadores que había en una salita lateral, se
buscaba el libro que deseabas consultar para pedirlo. Era muy
sencillo. Tecleé la palabra «templarios». Esperé unos segundos
y me salió toda una selección de libros, revistas, artículos, etc.
que aludían al tema. Escogí el apartado libros y, de la nueva
lista que me ofreció, volví a escoger uno de ellos, el que más
me llamó la atención porque trataba de Historia y monasterios
del Temple. Tomé nota de la signatura del libro en una de las
cartulinas que había al efecto, y con la ficha rellena y el carné
en la boca, atravesé la puerta de ojo de buey que daba acceso a
la sala de lectura que había visto antes. Entré, eché una mirada
en derredor y enseguida localicé la mesa del bibliotecario que
quedaba semioculta en un rincón, borrosa en la penumbra
azul. Formando parte de un mueble con agujeros de carcoma,
un hombrecillo pálido, iluminado tan sólo por una lamparita
minúscula protegida por una tulipa verde, leía las esquelas del
periódico: era el bibliotecario.
Cuando le entregué la nota que llevaba escrita me miró
con cara de palo de arriba abajo, me pidió el carné y, acto
seguido, me sometió a un interrogatorio inquisitorial:
—¿Éste es el libro que quiere usted, hein?
—Sí..., sí señor —dije tímidamente.
—¿Está seguro, hein?
—Claro.
Tenía el bibliotecario la maldita manía de añadir una
coletilla —¿hein?— a cada pregunta que me encrespaba los
nervios. El personaje, el olor a rancio, su mirada acuosa,

163
hacían más siniestro, si cabe, el interrogatorio que se
desarrollaba allí, en la penumbra de la sala de lectura.
—¿Sabe usted que este libro no se puede prestar, hein?
—¿Ah, sí? —le respondí un tanto irónico—. Pero al
menos lo podré consultar, ¿hein?
—Sastamente —me dijo cortante, con dos labios como
dos cuchillas de afeitar.
Mi funesta impresión sobre el bibliotecario se debía a
que yo ignoraba muchas cosas de este individuo. Por ejemplo,
que le llamaban “el Vinagres”. También ignoraba que yo había
ido a pedir un libro muy especial: un libro que estaba
protegido por su calidad y su rareza, y de aquí que el
bibliotecario tomase tantas precauciones. Miré el resguardo de
la ficha que había sacado del ordenador y releí el título:
Historia de los templarios en Castilla. Principales monumentos.
Seguramente le había molestado que pidiera este libro porque
pensaba que un chaval como yo lo iba a destrozar o poco
menos.
El bibliotecario entregó mi tarjeta a un conserje y me
dispuse a esperar. Mientras tanto, me dediqué a observar las
hileras interminables de volúmenes de todos los tipos y
tamaños que se alineaban en las paredes de la sala:
enciclopedias, diccionarios, revistas, periódicos de países e
idiomas distintos... Lo que más me impresionó cuando entré
en la sala de lectura fue el silencio absoluto que lo invadía
todo. No se oía ni una mosca. Allí había unas doscientas
personas trabajando cada una a lo suyo, consultando o
leyendo, pero parecía que la sala estuviese vacía.
Al cabo de un rato de vagar con la mirada por estantes

164
y anaqueles, vi cómo un conserje, que llevaba un traje con
botones dorados, traía un libro grande dentro de una especie
de carrito como los que se utilizan en los supermercados. El
libro era enorme, quiero decir grandísimo, de un tamaño muy
superior al de los libros de texto. Tenía las tapas de cuero rojo;
era grueso como un ladrillo y bello como un regalo de
Navidad. No me atrevía ni a tocarlo cuando el conserje lo dejó
frente a mis narices.
—¿Esto es para mí? —le pregunté con extrañeza.
Ahora comprendía los temores del bibliotecario.
—Joven —me dijo él apuntándome con su dedo
huesudo―: tenga usted muchísimo cuidado. No lo ensucie.
No escriba sobre el libro. No se chupe el dedo al pasar página.
Es una joya. ¡Cuídelo, por Dios!
—Sí, sí, descuide... No lo chuparé —dije bajito, casi con
un hilo de voz.
—Ah, y no se vaya de mi lado... Le quiero ver aquí.
«Pues ni que fuera a robarle el libro, ¡vaya tío
desconfiado!», pensé.
Palpé el libro con un respeto infinito. Cuando lo abrí
por la mitad sonó como un chasquido de madera. Miré hacia
él para ver por su cara si éste era un ruido normal. No me dijo
nada. Parecía como si nadie lo hubiera tocado en muchos años.
De sus entrañas se desprendió un vaho de alcanfor y polvo
viejo que me subió hasta las narices y me hizo estornudar.
«¡Jesús!», exclamó el bibliotecario que me controlaba de reojo.
«¡Gracias!», le respondí con un gesto amable. Parecía que
habíamos hecho las paces.
Me dispuse a trabajar. Preparé el boli, la libreta... Pasé

165
las primeras páginas con un poco de temor. El libro estaba
bellamente ilustrado con dibujos hechos a plumilla sobre
castillos, fortalezas y monasterios. Los títulos los traía en letras
góticas pulcramente iluminadas. De verdad, era una maravilla.
Busqué en el Índice el capítulo correspondiente a Soria y
empecé a tomar nota: Los templarios en Soria. Copié con
cuidado todo lo que decía sobre los monumentos sorianos; por
cierto, había un montón: la Iglesia de San Polo, San Juan de
Duero, la ermita y cueva de San Saturio, la ermita de San
Bartolomé de Ucero... Al llegar a este punto, algo me decía que
me encontraba cerca de lo que andaba buscando. Escribí:

Ermita protogótica, resto de un gran monasterio-fortaleza


construida por los caballeros templarios. Se le conoce popularmente
con el nombre de ermita de San Bartolomé de Ucero (santo de gran
advocación entre estos caballeros) desde el siglo XIV, restos de lo que
en el siglo XII debió ser un gran monasterio llamado de San Juan de
Otero...

Cuando leí este nombre, casi se me cae el boli de la


mano por la impresión que tuve: ¡San Juan de Otero era mi
monasterio!, el lugar con el que venía soñando desde hacía
tiempo. «¡Al fin lo había encontrado! La profe de Historia ya
me había dicho que le sonaba por tierras castellanas y no se
equivocaba». Seguí copiando:

Este lugar escogido está situado al fondo de un cañón


natural formado por el río Lobos, cerrado por unos farallones, una
gran cueva y un profundo pozo del que manan abundantes aguas. Es

166
un sitio privilegiado por su protección natural, inaccesible y oculto.
Según la leyenda era un lugar secreto donde los templarios
castellanos ocultaban sus tesoros. También se consideraba un lugar
seguro para el reposo de los guerreros y peregrinos que pasaban
camino de Santiago, ya que se halla a mitad de trayecto entre los
Pirineos y El Finis Terrae, según consta en la Cartografía oculta del
Temple Hispano.

«¡Justo lo que Tere había calculado y, además, señala


su lugar exacto!» Seguí copiando:

San Juan de Otero (o de Ucero) está en la diócesis de Osma;


era una de las más importantes fortalezas templarias de su época, que
incluso tenía bula especial del Papa Alejandro II (1159) otorgándole
poderes y dependencia exclusiva del papado, cosa excepcional para
este tipo de monasterios. Según la Chrónica de las tres Órdenes y
Cavallerías, Toledo, año de 1572, cuando los templarios fueron
disueltos por el rey, las posesiones de este monasterio pasaron a la
Orden de Calatrava hasta su abandono posterior. El monasterio fue
demolido, excepto la ermita dedicada a San Bartolomé que se
conserva como lugar de romería.
Este lugar, según una piadosa leyenda medieval, fue visitado
por el Apóstol Santiago que vino en ayuda de sus fieles para
defenderlos de un ataque sarraceno; el caballo del Apóstol al saltar el
gran valle que forma el río Lobos dejó marcadas las herraduras sobre
la roca de la cueva que formaba parte del antiguo cenobio, como
todavía puede verse hoy día.

¡Guau: había descubierto mi monasterio! Era mucho

167
más de lo que esperaba en aquella primera visita a la
biblioteca. ¡Se lo tenía que decir rápidamente a Teresa y a
Manolo, menuda sorpresa se iban a llevar!
Cerré el libro. Dejé de tomar apuntes. Respiré
profundamente y me relajé perdiendo la vista por la bóveda
de la biblioteca mientras pensaba que aquel libro prohibido
me había dado la vida. Realmente era una joya: no se
equivocaba el Vinagres. Fui a su mesa y le devolví el libro.
Pesaba un montón. Cuando lo puse a la altura de sus ojos, el
hombrecillo me miró con recelo; yo le hice una especie de
reverencia como despedida porque no sabía qué decirle. El
hombre me sonrió con una mueca forzada y éste fue el único
gesto simpático que le vi hacer en toda la tarde.
Salí de la biblioteca. Con los apuntes bien guardados,
me volví a casa mientras iba haciendo mis reflexiones por el
camino: «Seguro que el juego se basa en un hecho real, porque
San Juan de Otero lo es y muy importante; tal vez entonces
fuera una zona de frontera. Y dice que se encuentra en la hoz
del río Lobos: este dato es muy interesante para buscarlo
rápidamente en el mapa. El Señor de Montfort lo sabía.
Conoce el lugar; le debió robar el suyo al peregrino extranjero,
además de la fórmula y por eso lo mató. ¡Es un cerdo! Allí
estaría escrito el nombre del monasterio, la dirección, el de los
otros peregrinos y los signos de la fórmula, todo, pero no sabe
su significado, ¡que se fastidie! Por eso me ha estado
incordiando, para que se lo diga. ¡Está claro que es un mal
bicho! Pues por mi parte se va a llevar una buena sorpresa en
cuanto le eche el guante».
Se me estaba desatando, otra vez, la vena detectivesca

168
como cuando recibí los primeros mensajes, pero ahora con un
poco más de conocimiento. Iba a ser mi pequeña venganza.

Lo primero que hice al llegar a casa, tras saludar a mi


madre, fue coger el bocadillo e ir al teléfono. Estaba ansioso
por decirle a Teresa todo lo que había descubierto.
Le llamé, primero se puso su madre, como la vez
anterior —«¿Eres el “amigo” de Tere?», me preguntó; yo le
dije «sí», más cortado que una mona—; cuando se puso ella le
conté el maravilloso hallazgo que había hecho en la biblioteca
y, después de una relativa sorpresa que me pareció fingida
—«¡No me digas!», fue su comentario—, me advirtió de dos
cosas: la primera, que había encontrado una orden muy
importante de un rey llamado Balduino de Jerusalén “el
Leproso” del tiempo de las Cruzadas, que podía ser una buena
pista; y segunda, que teníamos otro comentario de texto de
Lite para mañana, viernes. «¡Ostras, Tere, gracias por avisar;
me vuelves a salvar el pellejo, tía, porque se me había olvidado
por completo; me voy a poner ahora mismo a estudiar: chao!»,
le dije. Y colgué: tenía que trabajar...
Me puse delante del libro, pero no podía concentrarme.
Estaba con la mente a muchos kilómetros de allí, por las tierras
de Soria, nada menos. Me dije: «Vamos a ser prácticos. Voy a
mandar un mensaje al Señor de Montfort, me relajo y luego
me pongo a estudiar. Si no lo hago reviento». Y empecé a
redactar:

169
Al Señor de Montfort

Si quieres la FÓRMULA, necesito saber tu


enfermedad y qué le hiciste al
PEREGRINO EXTRANJERO.
De lo contrario, cuando vengas a San Juan te
espera una SORPRESA.

Dom Baudelio

Firmé con mi seudónimo de guerra, o sea, del juego.


Después de escribir el mensaje me sentí mucho mejor. El
siguiente paso era esperar a ver qué pasaba. Ahora que estaba
más relajado, podía concentrarme y ponerme a estudiar.

El comentario de texto trataba sobre La vida es sueño de


Calderón de la Barca y el examen me fue relativamente bien.
El profe al salir de clase se enrolló un poco conmigo:
—¿Qué tal, Mario?
Supuse que me preguntaba por el juego, no por el
comentario.
—Ah, muy bien, profe. Ya he encontrado muchas
pistas; resulta que soy un médico templario de un monasterio
soriano. Ahora tengo que confeccionar aquella fórmula famosa
con otros alquimistas para un personaje que está enfermo.
—¡Caramba! O sea: alquimista y templario... Eso es una
mezcla explosiva.

170
—¿Por qué?
—Pues porque los templarios eran los caballeros más
poderosos de su época, y los alquimistas los más respetados
por su saber y su ciencia. Es decir: que tú debes de ser un
superhombre.
Me sentí orgulloso. El profe me miraba con curiosidad.
Me estaba temiendo que insistiera en que le dejara el juego,
pero no me dijo nada en este sentido, parecía haberlo
olvidado.
—De todas formas, te preguntaba por el comentario de
texto, pero bueno, a ver cómo resuelves el juego.
—Creo que ganaré —añadí humildemente—, gracias
por la ayuda, profe.
Y se fue sonriendo. A partir de este momento, mi
personaje empezó a gustarme mucho más y su nombre
también: Dom Baudelio.

Aproveché la tarde para escribir una carta a Manolo


que, el muy sinvergüenza, ni siquiera se había molestado en
contestarme a la anterior.

A MANOLO:
Te escribí hace quince días y no he tenido noticias tuyas.
Venga, no seas rancio y dime algo. Mientras espero, te voy a decir las
cosas que he descubierto. Esquemáticamente es esto:
Somos cuatro peregrinos: Muhammed, Ishaq, otro y
yo que hemos ido a Jerusalén a buscar una fórmula mágica.
A la vuelta nos tenemos que reunir en San Juan de
Otero (Soria) para dársela a un tal Señor de Montfort, que debe de

171
ser un asesino porque se ha cepillado a uno de los nuestros.
Personajes que intervienen:
El Señor de Montfort: que está enfermo, o
enamorado, vete tú a saber, y viene de Galicia.
Muhammed: supongo es un alquimista o médico
árabe que acude del reino de Granada.
Ishaq Judá: viene de Gerona. Es judío y,
probablemente, también alquimista.
Dom BAUDELIO: que soy yo; un supermán, o algo
parecido, según me ha dicho mi profe, aunque sólo en el juego.
Del peregrino extranjero sospechamos que era
francés y que fue asesinado en Galicia por el de Montfort.
Una amiga (Teresa) ha encontrado una pista muy
importante: la Real Orden del rey Balduino IV de Jerusalén, año
1182, por la que pide que vengan médicos al Hospital del Templo
para curarle la lepra.
Yo creo que ésta es la razón por la que se nos mandaba a
Jerusalén al principio del juego. O sea, que la cosa puede ir así:
Jerusalén, peregrinos, lepra, fórmulas, Montfort... Espero que tú me
lo aclares.
Venga, tío, búscalo y dame una sorpresa, que me tienes sobre
ascuas.
Baudelio (mi nombre de guerra)

Le envié la carta y me dispuse a esperar su respuesta.


«¡Que sea pronto, por favor! —me dije— o moriré en el
intento».

172
11 – ¡Por fin!

Pasaban los días y seguía sin noticias de Manolo. Lo


había aparcado en el baúl de los recuerdos por aquello de que
ya escribirá si quiere, además, siendo un tipo tan raro, no
podía esperar de él mucha formalidad en cuanto a las fechas.
Lo más probable es que me hubiera mandado a hacer puñetas.
Estábamos casi a mediados de abril y nada, Manolo sin
mandarme ni una triste letra.
Este paréntesis de silencio coincidió con las vacaciones
de Semana Santa y me vino muy bien, porque dejé a un lado la
tensión que me había estado comiendo durante estos últimos
meses y me pude dedicar a poner un poco de orden las cosas
que tenía pendientes, como el trabajo de Historia, por ejemplo.

Los días de vacaciones pasaron veloces como flechas.


Cuando volvimos a clase, la profe nos pidió que entregáramos
el trabajo. Teresa y yo fuimos de los primeros en dárselo;
habíamos cuidado la presentación hasta el más mínimo
detalle: bien encuadernado, con títulos hechos a todo color con
mi ordenador —por cierto, Teresa vino por segunda vez a mi
casa y mi madre la trató como si fuera mi novia de verdad: le
hablaba con mucha confianza, le hizo sentarse a la mesa para
merendar, le regaló un frasquito de perfume que ella no usaba
y un montón de pequeños detalles que a cualquier chica
hubieran desarmado. He de decir que Teresa se sentía
halagada, feliz: «Tienes una madre maravillosa», me dijo, y yo

173
le aclaré: «Sí, es cierto, aunque un poco pesada»—, y en la
portada del trabajo puse la figura de un templario con su
espada en alto que había escaneado de un libro que saqué de
la biblioteca. Cuando la profe vio el taco de folios y lo bonito
que estaba todo, nos miró sorprendida:
—¡Caramba, ya se ve que habéis trabajado duro! —y al
cabo de unos segundos—, ah, claro, vosotros sois los que
estabais investigando sobre los templarios, ¿verdad? Por
cierto, ¿dónde se encuentra el monasterio de San Juan del
Cerro?
Casi suelto la carcajada:
—De Otero, profe —le corregí.
—Ay, sí. Eso, perdón: de Otero.
—El monasterio —le dije— ya no existe, pero queda
una ermita muy maja que llaman de San Bartolomé y está en la
provincia de Soria, en la diócesis de Osma.
—¿La has visto?
—Sí, por internet.
—Ah, claro. Se nota que habéis investigado...
—Además fui a la Biblioteca Central —añadí dándome
un poco de importancia— y estuve consultando un libro sobre
los monasterios templarios... Ahora ya soy socio y amigo del
Vinagres.
—¿De quién?
—Del bibliotecario.
—Vaya, “el Vinagres”, bonito nombre —dijo irónica—.
Desde luego, si habéis trabajado tanto, tendré que daros una
buena nota... Voy a leerlo para recordar detalles que
seguramente tengo un poco olvidados. Por cierto, la

174
presentación es muy bella, ¿os lo había dicho?
—Gracias, profe.
Teresa, que había estado todo el tiempo callada, me
miró con una sonrisa cómplice. Habíamos hecho un pleno,
como en las quinielas. Con Teresa de compañera todo era muy
fácil, salvo lo del amor.

Llegó el viernes por la tarde y conecté a Watson. La


verdad es que pensaba que Manolo ya se había olvidado
completamente de mí; estábamos a dieciséis de abril y había
perdido toda esperanza de saber algo de él. Pero por poco me
da un patatús cuando abrí el correo: ¡una carta suya, al fin, el
muy malvado!

A Dom Baudelio:

Tranqui, que ya sé que ha pasado más de un mes, pero no


pienses mal que te equivocas, chaval. Si no te he escrito antes es
porque he estado ocupado buscando tu jueguecito y podértelo ofrecer
en bandeja.
Te voy a contar la película. Los primeros días me dediqué a
recorrer tiendas del ramo informático de media ciudad para ver si
tenían alguna idea sobre el juego que tú decías o algo parecido...
Resultado: cero. Ni les sonaba. Como me diste unos datos tan poco
claros, pues la mayoría me dijeron que esos juegos eran más viejos
que la pana, que ya no existían...
Segunda semana: conexiones por internet pidiendo datos
entre los “roleros”. Resultado: recibo algunos correos diciéndome que
alguno lo había oído, pero que ahora estaba fuera de circulación por

175
ser de la primera generación de RPGs como el Warhammer, y juegos
por el estilo; incluso un tío de Sevilla me llegó a decir que le sonaba
porque fue uno de los primeros que aparecieron combinando texto e
historias gráficas en castellano, ya que la mayoría venían en inglés,
como te puedes imaginar. Que era bastante difícil porque tenías que
saber un montón de historia, geografía..., y que la gente que
participaba en él era algo especial: estudiantillos y sabihondos, que no
valía cualquiera para meterse en el juego, vaya. Y que el Master tenía
que ser un genio o poco menos. Incluso me dijo que había habido
mosqueos entre los jugadores por eso de las amenazas... Algo de lo
que te pasó a ti.
Tercera semana: sábado por la mañana, me doy una vuelta
por el Rastro. Un tío, que luego me entero que es de un pueblo de
Soria, vende cosas de informática de segunda mano en un tugurio
que tiene al lado de Cascorro. Voy, le pregunto y me dice: «Yo no
entiendo nada. Habla con mi hija». Sale una chica rubia: «Ah, sí. Me
suena. Trataba sobre una historia del pueblo de mi padre, Ucero; que
eran un montón de disquetes. Salían cosas de los templarios y así...
Como mi padre es tan desordenado, los debe de tener por algún
rincón tirados. Precisamente me llamaron la atención por eso, porque
salían cosas de Soria, del Río Lobos. Pero no me preguntes dónde
están. Ya te los buscaré».
Le dije que para el martes siguiente me los trajera y se los
compraría. Precio de amigos, claro, porque yo también era de Soria,
etcétera, y le metí un rollo patatero aunque ya sabes que no es cierto,
que soy de aquí, pero todo sea por la causa. Total: que la chica y yo
nos hicimos amigos.
Volví el martes según quedamos, y me los tenía ataditos y
limpitos. No te digo el precio porque es simbólico y además me los

176
quiero quedar como un recuerdo de ella, porque ahora salimos juntos,
ya sabes, cosas personales...
¡¡TENGO EL JUEGO!!
Los disquetes están perfectos. Me he instalado una “demo” y
funciona. He intentado entrar en serio pero no he podido, porque hay
que distribuir los papeles y hacer una cantidad de cosas que no
entiendo. De todas formas he sacado una idea general del asunto.
Además, como también me ha dado el Libro del Guía, pues no hay
pérdida posible.
Te lo voy a resumir en dos palabras:
El juego está dividido en tres viajes que te llevan a sitios tan
raros como: Malta, Jerusalén... Luego hay un personaje que va a
Galicia, después a Soria, que por eso la rubia —se llama Pili— me
decía lo de la tierra de su padre. Bueno, pero no voy a enrollarme
porque no quiero quitarte el gustillo de que lo descubras por ti
mismo.
Para que veas que soy buen chico, te mando en el archivo
Manolo1 una copia del juego, y en Manolo2 un resumen del Libro
del Master —que aquí se llama Guía— para que puedas hacerte una
idea de cómo funciona por dentro. Te tendrás que instalar un
auto.exe.
Abur, y que disfrutes como un enano salvaje.

Manolo

Fue un regalo para los ojos. El tío volvía a


sorprenderme una vez más. Al fin iba a desvelarme el enigma
que me había traído de cabeza durante cuatro meses y
conocería el misterio más misterioso de todos los misterios: el

177
juego. Y, ¡oh cielos!, estaba al alcance de un ¡clic! de mi ratón,
no tenía más que abrir Manolo1 y verle las tripas.
Estaba nervioso. Quería saber todo sobre el juego y
saberlo ya. Guardé el archivo que venía con el mensaje y me
dispuse a instalarlo inmediatamente. Era la primera vez que
me alegraba, de verdad, de que me hubieran metido en este
juego “por pura casualidad”.
Seleccioné el programa, lo pulsé y ¡hala!, Watson se
lanzó a tragar archivos a punta pala. Era “auto.exe”. Se
instalaba solo. Apareció una línea azul en la pantalla
indicándome cómo iba el proceso y me señalaba que en este
instante habíamos llegado al 45%. «No está mal —pensé—,
esto rula». De golpe, la línea cesó de crecer: se quedó clavada
parpadeando en un maldito 55%. «¿Pero qué diablos pasa
ahora?» Y... ¡zas! un mensaje de ERROR que aparece en la
pantalla: «No se encuentra el ARCHIVO: TEMPLE.EXE».
«¡Lo que me faltaba: el tonto de Manolo me ha
mandado el programa incompleto!» ¡Qué desesperación! Ya
me extrañaba a mí que todo saliera bien a la primera.
Inexorablemente se tenía que cumplir la “ley de Murphy”: si
algo puede salir mal, te saldrá mal sin remedio. Tenía que
cortar. No podía seguir instalando el juego.
Maldije mi mala suerte. Me quedé con dos palmos de
narices mirando la pantalla como un idiota. Volví al correo y
vi el segundo archivo que venía con el mensaje: Manolo2. Recé
para que éste funcionara, si no me lo iba a comer a bocados. Lo
abrí sin problema. Menos mal. Venía en formato “txt” lo que
me permitía leerlo con cualquier procesador. Era el resumen
del argumento y las diferentes etapas del juego.

178
Esto me alivió el disgusto porque al menos podría
tener una idea del asunto. Me arrepentí de haber insultado a
Manolo. «Perdona majo por haberte llamado tonto», dije al
techo como si estuviera pegado allí arriba, al fin y al cabo él
había hecho lo que había podido y tal vez no fuera suya la
culpa. Cuando acabó de cargarse el archivo, leí el título que
apareció en la pantalla:

RESUMEN DEL JUEGO

A pesar de la contrariedad anterior, en este preciso


instante sentí una intensa alegría y un ahogo en la garganta.
Lo primero que me vino a la cabeza fue Teresa: «¡Teresa!
—dije como si ella pudiera oírme—, ¡lo tengo, lo tengo!»
Y fui como un loco al teléfono. No podía esperar un
segundo más... Me ardían las manos. De golpe no recordaba
bien su número... Traté de serenarme. Cuando descolgó y oí su
voz —«Diga»—, lo cierto es que no sabía qué decirle. Sólo se
me ocurrió gritar: «¡Lo tengo!»
Esperaba escuchar un grito de alegría, una felicitación,
algo que manifestara sorpresa al otro extremo del teléfono,
pero no, la sorpresa fue mía porque sólo sentí un profundo
silencio y luego como un suspiro o una risa apagada.
—¿Estás ahí? —pregunté extrañado.
Nada. Silencio; después, el “clic” de que habían
colgado. Yo pensé: «¿Me habré equivocado?, tal vez fuera su
madre y he metido la pata, ¿o son alucinaciones mías?»; me
volví hecho un lío al ordenador que había dejado encendido:

179
RESUMEN DEL JUEGO

Título: ¿A qué juegas? o La fórmula esenia.


Época: Año de 1182.
Lugares donde se desarrolla el juego:
1ª Etapa: En el Mediterráneo por donde viajan
los peregrinos hacia Jerusalén.
2ª Etapa: La ciudad de Jerusalén: sus calles y
edificios principales: el Hospital templario, el castillo del rey
Balduino, el Muro de las Lamentaciones, etc.
3ª Etapa: La España medieval: El Camino de
Santiago desde Le Puy (Francia) a O Cebreiro (Galicia). Y las
rutas que llevaban desde Finisterre, Gerona y Granada a San
Juan de Otero (Soria).
Personajes:
Pierre d'Auvernia: francés, emisario del Papa a Tierra
Santa.
Ishaq Judá, el Ciego: cabalista judío, peregrino tras las
huellas de los esenios.
Dom Baudelio de Ucero: comendador y peregrino en
Jerusalén por encargo del Maestre de Castilla.
Muhammed ben Yusuf: médico-alquimista árabe de
Granada. Quiere visitar los lugares sagrados del Islam.
Señor de Montfort dueño del señorío de Montforte de
Lemos, en tierras gallegas, que busca remedio para curar su
lepra.

180
Otros personajes:
Balduino IV de Jerusalén, el Leproso, que reinó entre
1174 y 1185.
Benjamín: hijo menor y lazarillo de Ishaq.
El Gran Maestre del Temple en Castilla.
El Gran Maestre del Temple en Jerusalén.
El Mariscal de Jerusalén.
El Comendador de Jerusalén.

DESARROLLO DEL JUEGO:

PRESENTACIÓN: En la pantalla aparece una ciudad


en todo su esplendor: es Jerusalén con sus murallas cuajadas
de almenas, calles empedradas y el imponente castillo del rey
Balduino IV en lo más alto de la colina que ocupó el antiguo
templo de Salomón, una enorme mole de piedra con foso,
doble cerco y puente levadizo...
Sobre las murallas sobresalen las torres de los templos
de las tres religiones. Cambia de plano y aparece el Hospital
de Peregrinos, edificio adosado a las paredes del castillo en
cuyo patio de armas hay caballeros descansando. Frente al
rastrillo de la puerta fortificada, otra gruesa puerta de madera
cierra la Sala Secreta; en ella hay clavado un Edicto Real que
dice:

181
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Este pregón, que será publicado en todo el orbe


cristiano, hará que muchos peregrinos vengan a Jerusalén a
interesarse por fórmulas y remedios milagrosos que puedan
curar la lepra y ganar el título prometido.
Acaba la presentación. La pantalla hace un fundido en
negro para dar paso a un mapa del Mar Mediterráneo, siglo
XII.

182
1.– PRIMERA ETAPA: La peregrinación.

Pierre d’Auvernia: En el año 1180 fue nombrado


delegado del Papa en Tierra Santa y enviado a Jerusalén para
conocer en qué condiciones llegan los peregrinos para visitar
el Santo Sepulcro. Pero su verdadero objetivo es el hospital
templario: conocer los adelantos de la medicina en lo tocante a
la lepra.
Pierre lleva una Bula Papal que le autoriza para visitar
los santos lugares. Su peregrinaje será muy accidentado: desde
el puerto francés de Aigües-Mortes navegará haciendo escalas
en Cerdeña, Sicilia, hasta el puerto de Acre. Luego seguirá a
pie hasta Jerusalén.
Ishaq “el Ciego de Gerona”: peregrina a Jerusalén
para cumplir dos deseos; el primero es besar las piedras
milenarias del Muro de las Lamentaciones, último resto de lo
que fue el templo de Salomón; el segundo es tratar de
averiguar el poder curativo que tenían las fórmulas de los
sabios esenios en enfermedades como la ceguera y la lepra...
Embarcará en el puerto de Ampurias hasta Mallorca,
cuya comunidad judía es importante y rica. De allí seguirá la
ruta por Chipre hasta San Juan de Acre; después, Jerusalén. Se
hace acompañar de su hijo menor Benjamín.
Muhammed ben Yusuf: ha venido, como fiel
musulmán, a visitar la mezquita de Al-Aksa, lugar donde la
tradición dice que el Profeta subió a los cielos.
Sale de su tierra granadina y viaja por los puertos
musulmanes del Mediterráneo hasta Alejandría; desde allí le
será fácil llegar a Jerusalén. Por su condición de médico que

183
acredita con el sello que lleva, no ha tenido ninguna dificultad
para viajar.
Baudelio de Ucero: viene de las tierras del Reino de
Castilla, en el alto Duero. Es Comendador ―encargado de
atender a los peregrinos― y esto le permite ser tratado de una
forma distinguida por sus hermanos templarios. Conoce el
pregón del rey Balduino y tiene como misión traer un médico
que cure la lepra del Maestre de Castilla.
Salió del puerto de Valencia y tras hacer escalas en
Mallorca, Rodas y Chipre es albergado en el Krak de los
Caballeros. Después llega a Jerusalén en cuyas puertas se va a
encontrar con un grupo extraordinario: un judío y un árabe
hispanos, y un peregrino francés que les servirá de intérprete
cuando necesiten traducir del hebreo.

2.– SEGUNDA ETAPA: La fórmula mágica

Entran los peregrinos en el recinto de la ciudad


llevados por el Guía. En la pantalla aparece otro mapa de
Jerusalén en el que destacan cinco edificios: una mezquita, una
sinagoga, una iglesia cristina, el Hospital del Temple y el
castillo.
A las puertas del Hospital les recibe el Mariscal que
responsable de la seguridad del recinto. En esta etapa cada
personaje desarrolla su rol: Muhammed se dedica a investigar
en la sala de los enfermos; Baudelio y Pierre se entretienen
buscando en la botica del lugar fórmulas y signos; Ishaq charla
con todos para informarse sobre los restos que quedan del
antiguo templo.

184
Aparece en pantalla la fortaleza, con su patio de armas,
varias dependencias y una sala especial: aquella sobre cuya
puerta está colocado el pregón real, la Sala Secreta. Se sientan
y empiezan a hablar. El francés lo hace en latín, que todos
conocen; los hispanos utilizan una lengua romance que les es
común: el castellano.
Ishaq revela un misterio que ha guardado celosamente
hasta ahora y quiere compartir con sus amigos peregrinos,
pues puede ser de utilidad para todos: «Los sabios esenios
fundaron monasterios y se extendieron por los alrededores del
Mar Muerto unos siglos antes de esta era, dejando escritos
cabalísticos de muy diverso tipo: unos aludían a la venida del
Mesías; otros hablaban de signos y estrellas; también había
algunos en los que se daban recetas que aplicaban los
maestros y profetas para curar todo tipo de dolencias
consiguiendo resultados milagrosos.
Pues bien, estos escritos hechos sobre rollos de cuero
los solían guardar en ánforas que ellos mismos fabricaban para
evitar que se perdieran. Luego, estas ánforas las sellaban con
resina de cedro y un ejemplar de todo lo que escribían se
escondía al pie del muro de la sinagoga más importante, justo
debajo del nicho donde se exponía La Tora, de forma que
quedaran como testimonio para generaciones futuras.
Lo que propongo es que recuperemos estos escritos
para ver si existe alguna antigua fórmula que hubiera sido
experimentada por los esenios para curar enfermedades».
Todos admiran al sabio ciego. Rápidamente se ponen
de acuerdo. Hay un lugar excepcional para comenzar la
búsqueda: el Muro de las Lamentaciones, punto al que acuden

185
los viejos hebreos a hacer sus oraciones.
Ishaq se emociona al tocar aquellas piedras milenarias
sobre las que rezaron sus antepasados. En la parte superior del
muro aún queda la huella del hueco donde se colocaban los
libros sagrados: El Talmud, La Tora..., para que los fieles
pudieran venerarlos. Hoy está lleno de zarzas. Ishaq insiste en
que, según la costumbre judía, justo al pie de la muralla
debería existir otro agujero disimulado con piedras y barro: el
hueco de la tradición. Allí se guardaban los textos que eran de
utilidad para la comunidad.
Baudelio, de acuerdo con el consejo y la intuición de
Ishaq, pide a los hombres que excaven para buscar algún
resquicio en los cimientos del muro. Al cabo de varias
tentativas se descubre un nicho muy bien disimulado
recubierto con arcilla y losas de mármol. Lo perforan con
cuidado y aparecen dos ánforas de barro perfectamente
selladas: «¡Es el tesoro esenio!», exclaman todos a una
quedando sobrecogidos por el descubrimiento. Se ha
cumplido su sueño.
Baudelio se responsabiliza del hallazgo. Manda sacar
las ánforas que han permanecido escondidas durante siglos.
Las llevan a la fortaleza templaria y las depositan en la Sala
Secreta. Pide guardas para que vigilen las entradas. Todos
están expectantes. Empiezan a abrirlas con un cuidado
extremo. Dos rollos de piel bien pulida extraen de la primera;
de la segunda, un único rollo, pero muy extraño... Examinan
los escritos. Pierre e Ishaq conocen el arameo. Uno lee y el otro
traduce. Baudelio va tomando nota de todo. Uno de los rollos
trae algo que parece no tener sentido: primero unas

186
invocaciones a Yahvé; después unos signos raros que parecen
como símbolos egipcios: un sol, la luna, unas letras; luego, el
texto que sigue es como una acción de gracias. Pierre le pide a
Ishaq que lo interprete: «Al Señor Yahvé-Elohim, que todo lo
puede y cuida de sus criaturas invocamos, y en su Nombre
curamos con las fórmulas que Su Sabiduría nos dicta. Estos
signos son los que enseñan la forma de hacer la...» Y se
interrumpe.

«Está claro —dice Ishaq—: en la primera parte invocan


el poder de Yahvé y le dan gracias por la fórmula que viene a
continuación, que es esa serie de signos y letras; es, sin duda,
la fórmula de los esenios que andábamos buscando».
Baudelio se hace depositario del hallazgo y añade:
«Hay que descifrarla para conocer su contenido. Que cada uno
187
guarde una copia de la fórmula. No la enseñéis a nadie.
Volvamos a nuestras tierras y estudiémosla con atención.
Habrá sabios que nos ayuden a interpretarla. Y el 24 de junio
del próximo año nos encontraremos en San Juan de Otero para
que cada uno muestre el fruto de su investigación. Guardad
los planos que os doy. Nadie debe conocerlos. Si os veis en
peligro, destruidlos. Cuando nos hayamos encontrado,
aplicaremos la fórmula con el mayor sigilo en el cuerpo del
Maestre Mayor de Castilla, que padece la misma enfermedad
que nuestro señor el rey Balduino y, si tenemos éxito, lo
pregonaremos al mundo entero. Que sea un pacto de sangre
entre caballeros».
Y como conclusión de esta etapa, cada personaje
vuelve a su tierra con un plano de cómo llegar a San Juan de
Otero, un pergamino con la fórmula enigmática que deben
estudiar y un pacto de no revelar el secreto a nadie.

3.– TERCERA ETAPA: San Juan de Otero

Pierre quiere cumplir la promesa que le hiciera a


Baudelio en Jerusalén. Irá primero a Santiago para besar al
Apóstol y luego vendrá a tierras sorianas por la fiesta de San
Juan. Para ello, emprende el camino desde Le Puy con otros
peregrinos.
Lleva consigo el sobre lacrado que guarda la fórmula
secreta y el mapa del lugar de encuentro. También lleva
algunos comentarios que ha escrito sobre la lepra y
observaciones hechas sobre pacientes del hospital de Le Puy
que piensa presentar a sus amigos hispanos cuando se

188
encuentren.
El recorrido lo hará siguiendo la ruta tradicional por
Roncesvalles, Puente la Reina y Estella. En esta ciudad hay
una leprosería y en ella quiere investigar sobre esta
enfermedad para confirmar sus teorías.
Después seguirá camino hacia Burgos albergándose en
los claustros de la catedral que ya empieza a levantarse.
Largas jornadas otoñales por tierras de León hasta Ponferrada
en cuyo castillo templario encontrará abrigo, y de allí a
Santiago.
A la vuelta, bajará por «el camino del Cid» hacia el
Duero por tierras de Uxama. Luego buscará el valle del río
Lobos donde está su destino.
En este punto entra en juego un nuevo rol: el Señor de
Montfort. Por sus comunicados sabemos que es poderoso y
malvado.
En la pantalla aparece el Señorío de Montfort, un vasto
territorio que incluye desde las fronteras de León todas las
tierras de Lugo con capital en Montforte de Lemos. Se ven
ciudades, caminos y peregrinos convergiendo hacia Santiago.
Uno de ellos es Pierre. Por ellas tenían el paso los peregrinos
que iban a Compostela con una condición: pagar tributos al
Señor.
Cuando Pierre llega a O Cebreiro, es vigilado de cerca
por sus lacayos. Alguien le vio un sobre que guardaba
celosamente y corrió la voz de que ocultaba planes secretos o
dineros en abundancia. Aunque Pierre disimuló, mintió y
peleó, fue apresado; cargado de cadenas le condujeron a la
presencia del temible Montfort. Le robaron sus pobres

189
pertenencias, le preguntaron sobre la carta y el mapa, pero
nada dijo. Sólo le confesó que si le dejaba libre y le devolvía
sus papeles, «tal vez le podría curar la lepra que le afeaba las
manos y el rostro». El Señor de Montfort trataba con especial
crueldad a los extranjeros. La promesa de curación le hizo
enfurecer porque se sentía burlado y mandó darle tortura y
arrojarlo a una mazmorra... Creía que le estaba mintiendo.
Se quedó con sus papeles y una extraña receta, pero no
sabía qué hacer con ella. Cuando pudo reflexionar, pensó que
la fórmula aquella podría ser eficaz para curar la lepra, como
lo declaraba el peregrino veladamente en alguno de sus
escritos, y debía acudir a buscarla a San Juan de Otero el 24 de
junio suplantando al francés.
Desde este momento, la obsesión del Señor de
Montfort es atemorizar a los que suponía conocían la fórmula
para que le descubrieran su significado misterioso. Envió
espías a los lugares que Pierre llevaba anotados (Ucero,
Granada y Gerona) para identificar a estos hombres, y en el
juego comienzan a recibir mensajes amenazantes exigiendo
que le digan lo que todavía no saben: el significado de los
símbolos que componen la fórmula de los esenios. Primero les
amenaza y luego les promete riquezas...

Se produce un cambio de paisaje. Ahora, sobre el mapa


de Hispania, aparecen destacados en colores tres caminos
equidistantes que partiendo de Finisterre, Granada y Gerona
se dirigen hacia un punto central: San Juan de Otero, en tierras

190
de Soria. Por estos caminos se mueven los tres protagonistas
que ya conocemos: Montfort, Muhammed e Ishaq más sus
acompañantes.
Estamos en el mes de junio del año 1183. Hace meses
que los tres peregrinos se han puesto en marcha hacia el
monasterio templario. El Señor de Montfort lleva una pequeña
tropa con él para protegerse por el camino. El rey de Castilla le
permite el paso cuando le enseña la carta lacrada con el sello
del Temple. Lo mismo le ocurre a Ishaq que es acompañado de
algunos fieles peregrinos judíos: el rey de Aragón le permite el
camino franco y algunos caballeros les protegen y dan cobijo
cuando muestra la carta que les diera Baudelio. Por su parte,
Muhammed sube desde Granada. Pasa la frontera sin peligro
porque la paz se mantiene en una larga tregua entre
granadinos y castellanos. Los caballeros templarios le
acompañan al comprender la importancia del mensaje que
lleva. Todos sus acompañantes árabes son bien tratados.

Víspera de San Juan: 23 de junio. Fiesta grande en


Uxama y Ucero. La pantalla presenta los magníficos parajes y
la muralla de una fortaleza. Al anochecer se encienden
hogueras y se multiplican las danzas y festejos. Suenan
dulzainas y tamboriles. El Señor de Montfort está hospedado
en el Burgo de Uxama, en aposentos que el obispo le ha cedido
a tan gran señor. Ishaq y Muhammed han sido alojados en
Ucero en posadas de peregrinos ricamente preparadas. Pronto
vendrá a buscarlos Baudelio con un séquito de caballeros

191
templarios.
Se ve una fortaleza incrustada en la roca al fondo del
cañón del río Lobos. La construcción es imponente, sólida e
inaccesible. Una doble muralla protege el perímetro. Baudelio
es el responsable de su seguridad. Dentro hay alquimistas que
experimentan con metales y hierbas tratando de buscar
ungüentos con amalgamas de oro y plata... Es el lugar ideal para
investigar: protegido y solitario.
Muhammed e Ishaq son llevados a San Juan de Otero.
Tras los saludos, les conduce Baudelio a sus aposentos. Luego
se reúnen en el scriptórium que queda próximo al laboratorio
y al hospital del monasterio. Hablan de los días vividos en
Jerusalén. Falta Pierre y en su lugar hay un extraño personaje
que les ha mandado una embajada: «Soy el Señor de Montfort.
Estoy enfermo. Traigo oro y plata en abundancia. Espero
vuestra llamada».
Baudelio les pone al corriente de sus sospechas: «Si
sabe la dirección secreta y conoce la fórmula es porque se la ha
robado a Pierre d'Auvernia. Y si se la ha arrebatado, es porque
le ha ido la vida en ello».
Hablan y, atando cabos, recuerdan haber recibido
extraños mensajes después de su estancia en Jerusalén,
enviados por un tal El Señor... Todos coinciden en las
amenazas y sobre todo había uno en especial que aludía a la
muerte del peregrino extranjero, que había pagado su osadía
con la vida... Estaba claro: El Señor de Montfort era el asesino
de su hermano. Llegan a la conclusión de que deben darle un
plazo para pensar qué hacer con él. Tienen que ganar tiempo.
Les comunican a los embajadores: «Dentro de una semana

192
tendremos la solución. Si eres paciente tú serás el primero en
probar la eficacia de nuestra fórmula, Señor de Montfort».
Él les responde enviándoles como regalo un arca llena
de oro y plata, que ellos rechazan: no quieren ese dinero
manchado de sangre.
Se ponen a trabajar. Muhammed dirigirá el equipo de
alquimistas. Se aplican a hacer una amalgama de oro y plata
en proporción de 2 a 1. Necesitan aceite esencial, cosa que los
herboristas de San Juan ya conocen. Todo se desarrolla según
lo previsto. Han pasado seis días y la fórmula está a punto.
Surge entre ellos una pregunta: «¿Merece ser curado el
de Montfort?» Baudelio se opone. Muhammed hace alusión a
su condición de médico y señala que juró ayudar a todos los
enfermos sin tener en cuenta sus circunstancias. Ishaq duda;
su conciencia le dice que hay que perdonar, pero su ley le pide
que se cumpla la justicia del “ojo por ojo”.
La solución es votar por el método tradicional de las
dagas ocultas. En un saco de trigo clavan hasta los gavilanes
tres dagas de igual empuñadura: dos cortas y una larga; quien
saque la larga, ése decide la suerte del traidor.
Ishaq saca el primero y extrae una daga corta; él, en el
fondo, se alegra por no tener que decidir en esta ocasión.
Quedan dos empuñaduras idénticas. Es el turno de Baudelio.
Duda, y al fin se decide por la que le queda a la derecha; tira
con decisión y... la suerte le ha señalado: saca la daga larga, él
es quien tiene la última palabra sobre el destino de Montfort.
¡Lo estaba deseando!
Mandan un emisario con este recado: «La fórmula está
preparada, ven».

193
Vuelve acompañado de una pequeña tropa a la cabeza
de la cual va un hombre alto al que sólo se le ven los ojos pues
lleva el rostro cubierto con un velo blanco; las manos las tiene
forradas con guantes de terciopelo rojo. Es el Señor de
Montfort. Su presencia impone.
Se llegan a las puertas de la muralla donde le esperan
Baudelio, Ishaq, Muhammed y el Maestre de San Juan. El de
Montfort saluda inclinando la cabeza sin bajarse del caballo ni
descubrir la cara: la tiene horriblemente desfigurada. Un
lacayo recoge una redoma llena de un aceite espeso con
irisaciones doradas y plateadas que tiene Baudelio entre las
manos. Piensa el de Montfort que es el gran momento, porque
está a punto de conseguir la fórmula esenia por la que tanto
había peleado y recobrará la salud. Baudelio se la entrega
mientras sonríe siniestramente. El criado la guarda en un
cofrecillo forrado de terciopelo y algodones que tenía
preparado y se lo ofrece a su señor. El de Montfort lo toma con
avaricia. Sin mediar palabra, da media vuelta al caballo y
emprenden el camino de regreso hacia sus lejanas tierras en el
Finis Terrae. Todos están impresionados por la sequedad del
encuentro, excepto Baudelio que sigue sonriendo...
El Maestre de San Juan de Otero le pide que, puesto
que ya es una realidad la fórmula esenia, se le aplique en su
cuerpo pues quiere experimentar el milagro de ver nacer carne
nueva en sus dedos mutilados. Baudelio le responde: «Esperad
que se aleje el traidor. Para vos tenemos preparada la
verdadera. El otro ya tiene su suerte echada: Alea iacta est...»

Fin del resumen

194
La lectura del resumen del juego hizo que me olvidara
por completo del corte que me había llevado al llamar por
teléfono a Teresa, y que hubiera gozado como un enano
salvaje según palabras de Manolo. Si la historia que estaba
leyendo era tan interesante, suponía que el juego lo sería diez
veces más, y ya soñaba con poder instalarlo al completo para
jugar con personajes reales: Rícar, José, Teresa, Nieves... «Por
cierto, ¿cuál sería el papel de Teresa en el juego si la pobrecilla
es tan…», pensé.
Justo al llegar al final del resumen, noté que no podía
pasar a la pantalla siguiente, que no me obedecía el ratón; el
ordenador estaba como bloqueado y el cursor parpadeaba
solitario en un rincón esperando órdenes. Tenía la extraña
sensación de que alguien, tal vez el maldito pirata de siempre,
desde otro punto del planeta estaba manipulando a Watson.
«Es el pirata, estoy seguro. Y ahora ¿qué hago? —me
quedé pensativo durante un instante y me dije—: a ver si
puedo registrar su IP y descubrir desde dónde me ataca el
muy canalla para denunciarlo por acoso».
Aproveché la interrupción para ir al lavabo. Supuse
que a la vuelta Watson ya estaría desbloqueado y podía
continuar con mis cosas. Pero estaba muy equivocado: la
sorpresa que me llevé fue mayúscula. En lugar del texto que
había dejado en la pantalla, apareció este aviso de:

MENSAJE PARA MAC…

195
«¡Ostras, ¿quién diablos será?» Cerré los ojos y me dije:
«Que sea lo que Dios quiera», y abrí el mensaje:

Querido Mac:

Éste es mi último MENSAJE.


Yo soy EL SEÑOR DE MONTFORT
y EL GRAN GUÍA...

¿Quieres saber realmente QUIÉN SOY?

Acude a las 18:00 al pie del árbol que tú


conoces y allí encontrarás la RESPUESTA.

«¡Glub! ¡Tierra trágame!»

Eran las cinco y diez de la tarde del dieciséis de abril:


no lo olvidaré jamás. Me quedaba menos de una hora para
acudir a una cita que creía ser la más importante de mi vida:
nada menos que conocer al hacker, al anónimo mensajero de
mis sueños y de mis pesadillas. Al traidor.
La pregunta era lógica: «¿Quién diablos puede ser este
individuo?»; y para darle más morbo al asunto decía que el
lugar del encuentro sería ¡mi árbol!: «Está claro que conoce mis
movimientos y hasta mis secretos más íntimos..., esto me huele

196
mal».
Cerré el ordenador mientras le confesaba a Watson:
«Colega, this is the end».

—Mamá, tengo que salir.


—¿Quieres la merienda?
—No, gracias. Voy a la calle un momento...; si te digo
la verdad, no me cabe ni una aceituna: tengo el estómago
encogido.
La pobre se debió asustar al verme la cara:
—¿Te ocurre algo?
—No. Son los nervios...
—¿Qué pasa? ¿Una cita importante?
—Pues sí; esta vez has acertado, aunque...
Mi madre rió pícaramente:
—Ah, claro. Ahora lo entiendo..., una chica.
—No te rías porque me parece que te equivocas,
mamá…
—Verás como no.

Cinco y media. «Iré dando un rodeo para dejar que


pase el tiempo». Empezaba a atardecer. Hacía una
temperatura ideal. En el parque, mazos de flores de todos los
colores perfumaban y decoraban los bordes del sendero. La
primavera estallaba en cada pétalo de rosa. En el aire
revoloteaban gorriones y mirlos buscando acomodo para
pasar la noche entre las ramas altas de los árboles que
sombreaban los bancos, incluido el nuestro, el de Teresa y mío,
lugar ideal para una cita secreta: frondoso, discreto,

197
ligeramente resguardado por un recodo que hacía el seto,
“árbol de los enamorados” a juzgar por los corazones y las
fechas que lucía en la corteza, testigo mudo de mis penas y de
un beso furtivo, ya casi olvidado, que di a mi chica en aquel
banco cubierto por las ramas que se desplomaban desde lo
alto como una cascada verde. Hoy le tocaba ser, una vez más,
testigo de un gran acontecimiento en mi vida: descubrir al
enigmático mensajero que se decía El Señor o El Gran Guía...
Un maldito hacker, en fin.
Oí seis campanadas en el reloj de la torre del
ayuntamiento. El mío marcaba las 18:00. Era la hora “H”. Me
acerqué lentamente hacia el sauce llorón que citaba el mensaje.
Desde lejos se entreveía el banco ocupado por alguien. Me
acerqué un poco más y me pareció advertir que ese alguien era
una chica por su hermosa cabellera y una blusa azul celeste
que me recordaba a una compañera de clase... De repente giró
la cabeza y exclamé:
—¡No! ¡No puede ser!
Me quedé paralizado, temblón, con la boca abierta, sin
fuerzas en las piernas para llegar donde ella.
—¿Qué haces tú aquí? —le dije.
—Ya ves.
—Yo venía buscando al...
Ella me miró con una dulzura infinita y la carita de no
haber roto un plato en su vida, la misma que solía poner
cuando se declaraba inocente:
—¿Al Gran Guía, tal vez? —me preguntó.
—Sí, al Guía, al Señor… ¿Cómo lo sabes?
Se rió con todas sus ganas:

198
—Yo lo sé todo, guapo. ¿No me llamaste un día “diosa
de la sabiduría”? Siéntate, anda, para que no te caigas cuando
oigas lo que te voy a decir. —Obedecí—. ¿Estás preparado?
—Sí —dije con un hilo de voz.
—¡Pues El Gran Guía soy yo!
Si me pinchan, no me sale ni una gota de sangre.
Gracias a que estaba sentado... Me quedé confuso, petrificado.
No me lo podía creer.
—Tú..., tú..., me..., me... —fue lo único que pude
balbucir desconcertado.
—¡Huy, qué gracioso! —dijo ella suavizando el susto
que tenía en el cuerpo mientras me tomaba una mano—: «Tú-
tú-me-me». ¿Recuerdas cuándo empezó toda esta movida?
Traté de hacer memoria en medio del desconcierto:
—Sí cla…, claro, me parece que fue el día de mi
cumpleaños.
—¡Exacto! ¿Y tú no le diste la dirección del correo a
Rícar para que te mandara una felicitación?
—Es cierto.
—Bien, pues yo tomé buena nota porque también
quería mandarte algo..., digamos, especial. Entonces pensé:
«¿Por qué no le envío una felicitación a este capullito de alhelí
como si fuera parte de un juego de rol, como aquél que dirigí
el verano pasado en La Casa de los Juegos, a ver si se entera de
que los demás también existimos y pierde la timidez?» Bueno,
pues fue entonces cuando me vino la idea de mandarte los
mensajes de la fórmula esenia un poco modificados con
indirectas, claro, como “el mal del corazón” y todo eso, a ver si
picabas... Y las letras O,V,A que te tradujo el profe lo decían

199
claramente., ¿no recuerdas que nos salió un día en clase de
latín: “Omnia Vincit Amor”?
—No...
—Chico, es que eres medio bobo y todavía no estabas
enamorado, como yo.
—Ah —fue todo lo que pude decir.
Todo había sido minuciosamente preparado por Teresa
para tratar de vencer mi timidez, o la suya. Una declaración en
toda regla. Así que cuando pude reaccionar le dije:
—Pero si me costó un triunfo darte un beso…
—Claro, porque cuando una cosa se quiere de verdad
hay que ganársela, chaval. Yo no soy una chica fácil.
—Dese luego, nada fácil. Menudo susto me metiste en
el cuerpo con eso de los mensajes.
—Venga, ya.
—¡Ostras!, tuve hasta diarreas. Tenías que haberme
dicho que era una broma, tía. Eres una malvada. Las chicas
sois un poco retorcidas, ¿verdad?
—Es que no te enteras. Tú a mí me gustas. Siempre me
has gustado, desde la escuela. Y lo de los mensajes hasta un
ciego hubiera visto que era una broma, un juego. Manolo lo
descubrió nada más darle dos detalles. Lo que pasa es que los
chicos, en general, os creéis muy listos y resulta que sois
bastante torpes. Parece que os vais a comer el mundo y luego
somos nosotras las que tenemos que organizar el cotarro. ¿A lo
mejor querías que fuera poniendo letreros por las esquinas
diciendo: “Mac, te quiero”? Nieves lo vio a la primera y
Dolores, no digamos...
—¡Cómo sois! —fue lo único que se ocurrió añadir.

200
Todo lo que me decía resultaba absolutamente
coherente. Yo estaba fuera de combate. Sonreí tímidamente y
me empezó a volver el color a la cara. Ella seguía allí
mirándome con unos ojos inmensos.
—Entonces, ¿he conseguido el GRAN PREMIO? —le
pregunté con mi característica ingenuidad.
—¡Por supuesto! —me respondió autosuficiente—.
¡Aquí lo tengo!
Se inclinó hacia mí y en el abrazo más dulce que jamás
haya podido soñar un chaval me regaló un beso largo...,
amoroso..., tanto que le tuve que decir:
—¡¡Tere, por favor, que me asfixias!!
Y ella, sin dejar de mirarme me dijo:
—Además, esta sorpresa es para ti.
Entonces sacó un paquetito envuelto en papel de
celofán dorado con una pegatina que decía: FELICIDADES, y
me lo entregó:
—Toma, Dom Burrelio.
La miré con ojos de resignación.
—¿Burrelio?
—Sí, es tu nuevo nombre de guerra.
Abrí el paquete todo nervioso como un chiquillo en la
noche de Reyes y... ¿qué había dentro? Los ojos me hacían
chiribitas: un maravilloso CD en cuya carátula se leía: ¿A qué
juegas? o La Fórmula Esenia 3 (nuevo juego de rol). Me quedé
embobado mirándolo. Entonces ella me dijo muy despacito:
—Yo también te quiero, tonto. Y cuando quieras lo
probamos.
—¿El juego?

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—¡Claro! Pero tú, ¿a qué juegas? —me dijo.
Y esbozó una sonrisa acompañada de una mirada
ardiente que me desarmó por completo.
—Yo juego a ser un trovador, o sea, al juego del amor,
muchacha.

La verdad es que estuve a punto de llorar, pero


entonces cayó la tarde.

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