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Disposiciones políticas de las artes visuales venezolanas

contemporáneas: archivos de la violencia


Sandra Pinardi

Resumen: Este ensayo tiene como objetivo analizar dos estrategias con las que las artes
visuales contemporáneas venezolanas pretenden convertirse en ‘dispositivos políticos’.
Primero, la re-interpretación sostenida de la tradición abstracto-geométrica dominante
desde mediados del siglo pasado, que se afirma históricamente como el ingreso a la
modernidad de la plástica nacional. Y segundo, la construcción de un archivo testimonial
de los modos de ejercerse la violencia en el entorno socio-político, así como de los
efectos que ella tiene en las formas de vida.

En la Venezuela contemporánea, especialmente en la última década,


las artes visuales se han caracterizado por el hecho de que la mayor
parte de sus producciones han hecho efectiva y explícita su dimensión
política, centrando su atención y sus preocupaciones en la compleja
trama ‘desde y en’ la que se instituye política, social y
discursivamente la comunidad —el ‘entre-todos’- en la que se existe.
Esta dimensión política no sólo recupera los significativos cambios
que en la cultura venezolana ha provocado la Revolución bolivariana
tanto fáctica como discursivamente, sino que también reflexiona
acerca de los distintos vectores y factores que conforman —y han
constituido históricamente— la cultura nacional, sus transformaciones
y derivaciones.
En este sentido, la producción visual contemporánea pone en
evidencia una dimensión política que se inscribe como un régimen
particular1: un ‘régimen político’ del arte que vendría a establecer
distancias tanto con el ‘régimen estético’ predominante en el arte
moderno, como con el arte de denuncia o de crítica social. Lo
distintivo de este ‘régimen político’ es que en él la dimensión política
del arte se comprende como un problema estético, temático,
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intelectual o reflexivo, como un asunto de ideas o de voluntad crítica,


y simultáneamente como una ‘praxis’, un ‘modo de existencia’ (un
estar siendo, siempre en gerundio, activo) en el que las producciones,
las obras, son puntos de inflexión —acontecimientos o
enunciaciones— que ponen en comunidad y que vinculan
contextualmente diversas prácticas simbólicas, discursivas y
representacionales, pertenecientes a múltiples —y disímiles—
territorios de la trama cultural.

Arte y política

Jacques Rancière, uno de los filósofos contemporáneos más


destacados en el área de la filosofía política y en los estudios sobre
cine, ha tratado con detalle y de un modo especial las múltiples
conexiones existentes entre arte y política, re-elaborando para ello las
ideas de estética y política propias de la Modernidad —especialmente
del Romanticismo— y estructurando una comprensión particular del
devenir del arte, de las producciones artísticas y del lugar que ocupan
en el tejido de la cultura. A decir de Rancière, la noción moderna de
política es fundamentalmente ontológica, es decir, en el mundo
moderno la política es pensada más como el consolidarse de un
‘principio de comunidad’ que se erige como el ‘ser’ propio de una
comunidad, de ámbitos o problemas, que como un ejercicio, un actuar,
un hacer o una potencia básicamente controversial e irresuelta. Tiene
como finalidad reconfigurar y redistribuir lo real.
La política es una comprensión ontológica en tanto que la
acción política es concebida ‘en y desde’ la Modernidad, en términos
de la concreción de ciertas enunciaciones subjetivas y racionales, o de
la realización de determinadas relaciones ideológicas. Por ello el
orden político deja de ser una ‘ficción’, un suplemento gracias al que
lo real se constituye y se distribuye de determinada manera, y pasa a
concebirse como ‘lo real’ mismo. En definitiva, la comprensión
moderna de la política implica siempre la conversión de ‘una’ ficción
—de un suplemento—, cualquiera que ésta sea, en lo propiamente
real. Oponiéndose a esta ontologización, Rancière propone que la
política no es la realización —la concreción— de un ‘principio de
comunidad’ o el establecimiento de un ‘consenso’ (entendido como
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‘comunidad del sentir’2), sino que es, por el contrario, un ejercicio


heterogenético, la incorporación en ‘un estado de cosas’ de una
heterogeneidad polémica que re-organiza las ficciones unívocas que se
concretan como realidades, los ‘principios de comunidad’ o el
‘consenso’, abriéndolos a su propia transformación. Por ello, toda
comprensión ontológica de la política, es decir, fundada en un
‘principio de comunidad’ unívoco (en ‘una’ ficción dada como ‘lo
real’) es una falsificación racional:

Lo real es siempre una materia de construcción, una materia de ‘ficción’, en el


sentido que lo definí anteriormente. Lo que caracteriza la corriente dominante
de la ficción del orden político es que se propone a sí mismo como lo real, que
simula delinear una línea de corte entre lo que pertenece a las auto-evidencias
de lo real y lo que pertenece al campo de las apariencias, representaciones,
opiniones y utopías. (Rancière 2010: 148)

Como decíamos, para Rancière la política es únicamente una potencia,


una operación, una práctica, que ‘da lugar’ a la heterogénesis, a saber,
a “un tipo de pensamiento y actividad que produce shocks entre
mundos, pero shocks entre mundos en el mismo mundo:
redistribuciones, recomposiciones y reconfiguraciones de elementos”
(Rancière 2010: 212).
Tanto la acción política como el orden político son, entonces,
debido a su condición de potencias, suplementos de la trama social, a
saber, fuerzas de cambio la primera o estructuras polémicas la
segunda que ponen en evidencia la paradoja, la escisión o el vacío que
se da, invariablemente, entre representación política y experiencia
concreta del mundo, entre ficción —suplemento— y realidad —orden
de lo sensible. El hacerse cargo de esta escisión genera una idea
dinámica de política —acción u orden— en la que lo político implica
transformación, cambio, advenimiento a la visibilidad de aquello que
era excluido o anulado. En efecto, gracias a ese suplemento potencial:
la política entendida como heterogénesis, la realidad no está
condenada a subsistir bajo un orden o una composición única,
homogénea y permanente, sino que es siempre susceptible de cambio,
en virtud de que la acción política es la inscripción de una
“multiplicidad de pliegues en la fábrica sensible de lo común, pliegues
en los que el afuera y el adentro adquieren una pluralidad de formas
cambiantes, en los que la topografía de lo que está ‘incluido’ o
‘excluido’ está continuamente entrecruzándose y desplazándose […]”
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(Rancière 2010: 148). No hay cosas, ámbitos o hechos que sean


políticos en sí mismos, todo hecho y toda práctica, al inscribirse en la
‘partición de lo sensible’ como un espacio o un momento de
disentimiento, como heterogeneidad y como quiebre, se hace político.
Esta re-elaboración polémica de la idea de política es posible
porque Rancière hace una interesante distinción entre lo que denomina
‘política’ y lo que llama ‘policía’:

La esencia de la policía consiste en ser en sí misma una división de lo sensible


caracterizada por la ausencia de vacío y de suplemento: en ella la sociedad
consiste en grupos dedicados a modos de hacer específicos, en lugares donde
estas ocupaciones se ejercen, en modos de ser correspondientes a estas
ocupaciones y a estos lugares. En esta adecuación de las funciones, de los
lugares y de las maneras de ser, no hay lugar para ningún litigio sobre los
datos. La esencia de la política consiste en perturbar este acuerdo mediante
operaciones disensuales, montaje de consignas o acciones que vuelven visible
lo que no se veía, muestran como objetos comunes cosas que eran vistas como
del dominio privado, hacen que prestemos atención a sujetos habitualmente
tratados como simples objetos al servicio de los gobernantes. (Rancière 2005:
52)

Mientras que la acción política es polémica y reconfigura la partición


de lo sensible, la acción policial busca la permanencia de una
determinada partición y de las oposiciones que ésta involucra,
persiguiendo autoritariamente la continuidad de un orden. Como
podemos ver Rancière nos propone una comprensión eminentemente
práctica de lo político, en la que lo político es concebido como la
aparición de formas desplazadas y controversiales que den lugar a
modos heterogéneos de partición de lo sensible: formas polémicas de
enunciación y comprensión, formas desplazadas de visibilidad, modos
divergentes que puedan abrir nuevos territorios para lo visible, lo
decible y lo realizable. En efecto, la práctica política es, entonces, la
inscripción de un disenso, de un desacuerdo, y nunca la construcción
de una unidad homogénea o la imposición de un proyecto o un
programa autoritario, unívoco.
Al igual que afirma que el orden político es siempre un
suplemento, una configuración ficticia y por tanto modificable,
Rancière propone que hay ciertas configuraciones definitivas, tales
como los objetos de nuestra percepción y los campos de nuestra
intervención, que conforman ‘lo sensible, lo común’, y que es sobre
esas configuraciones que los ordenamientos suplementarios se instalan
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como modos de partición, de distribución, como espacios de


posibilidad para el decir y la acción. En efecto, lo sensible es lo
común, todo aquello de lo que se puede tener una experiencia
significante, aquello que es decible, pensable, visible, audible. Más
allá de la forma inicial, bruta, de lo sensible en tanto que objeto de
percepción o espacio de acción, se da siempre un ámbito de
significatividad adherido a ello —la comprensión e interpretación que
de los hechos tenemos. Es justamente este añadido lo que se distribuye
de acuerdo a diversas formas, las cuales constituyen la dimensión
política ‘desde y en’ la que algo puede ser experimentado, es decir,
posee una cierta estructura (una partición) que en virtud de lo común
se comparte entre todos los participantes de un mundo público. Estas
formas de experimentación no son únicas, fijas, ni necesarias, sino que
se realizan cultural, epocal o históricamente: la forma de tener
experiencias varía de acuerdo a los modos de ser de la cultura, por ello
en diversos lugares o tiempos ‘lo común’ se comparte de acuerdo a
divisiones y estructuraciones distintas.
Este suplemento, la ficción política o policial, que determina y
delimita el reparto de partes y lugares, divide los espacios, los tiempos
y las formas de actividad, determina con esa partición los modos cómo
lo común se da, y los modos como distintos tipos de actores participan
de ese común: demarca, acota, encuadra las subjetividades en la
medida en que en la partición de lo sensible se decide quién puede
tomar parte en lo común, y cómo puede hacerlo en función de su
actividad. Igualmente muestra cómo las diversas actividades (por
ejemplo, conocimiento, arte, juego) toman parte en lo común y define
el lugar que ocupan, el tiempo que poseen y el espacio que les es
apropiado.
Por otra parte, para Rancière la estética es una noción compleja,
que excede el ámbito de la producción o la recepción artísticas. De
modo general, este término da cuenta de las formas posibles por
medio de las cuales algo puede ser experimentado, de la
significatividad que acontece en la experiencia de lo sensible, de lo
común. Por la otra, es una noción histórica, originada en la
modernidad —específicamente en el Romanticismo— que da cuenta
de un cierto tipo de ‘praxis’ productiva: la de la elaboración de objetos
que, al menos en términos de intenciones, pertenecen a una partición
de lo sensible —de lo común— distinta de la dominación y se oponen
a ella, pretenden subvertirla. Esta idea histórica de estética, que
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alcanza su máxima expresión en el pensamiento de Schiller3, implica


de alguna manera la suspensión del poder de la forma sobre la
materia, de la razón sobre la sensibilidad, y se propone como un lugar,
un espacio, de emancipación, de ‘juego’4, de concreción de lo
propiamente humano. Lo estético sería, entonces, aquella práctica
productiva en que se proponen objetos y experiencias que ponen en
crisis, conmocionan y alteran las estructuras de dominación —una
partición específica de lo sensible— con la finalidad de fundar una
‘comunidad nueva’ más humana y más libre.
Entendiendo lo estético como una ‘praxis’ particular, Rancière
propone que en historia de la cultura occidental el espacio del arte —
de las prácticas artísticas— no siempre ha sido estético, sino que ha
operado, en diversos momentos históricos, de acuerdo a tres
regímenes distintos: ‘El régimen ético de las imágenes’, ‘el régimen
representativo del arte’ y ‘el régimen estético del arte’. Cada uno de
éstos se distingue en virtud de cómo comprende la representación y
del lugar que le otorga a las prácticas artísticas en la ‘partición de lo
sensible’. En el ‘régimen ético’, las representaciones se entienden
propiamente como re-presentaciones, copias, por ello, el ámbito de las
imágenes está dividido de acuerdo a la relación que mantienen con su
modelo —su origen—, así como de acuerdo a los usos y efectos que
producen en la partición de lo sensible. Este ‘régimen ético’ tiene
como principio de ordenamiento —de partición— la Verdad. En él se
distingue entre imágenes verdaderas —artes verdaderas— y
simulacros y el valor de una obra se instala en su capacidad técnica y
mimética.
En el ‘régimen representativo o poético’, las representaciones se
consideran informaciones subjetivas, ideales y se elaboran atendiendo
a estructuras racionales y se reconocen como ficciones orgánicas cuya
relación con la verdad es únicamente en términos de verosimilitud. En
esté régimen las artes se liberan de criterios morales, religiosos o
sociales, se hacen autónomas. Aparece la categoría de ‘bellas artes’
gracias a la que se distinguen las producciones representativas en
función de la capacidad poética que poseen, es decir, en función de la
disposición que poseen las obras o imágenes para generar desde sí
acciones expresivas y productivas. Al interior del ‘régimen
representativo’ las imágenes artísticas son ficticias y verosímiles, se
privilegia la idea por sobre la concreción —y la palabra por sobre lo
visual— y se establece una rigurosa jerarquía entre los distintos
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modos de representación. El fundamento aquí es la estructura ideal, y


el arte es pensado como una representación activa (poética), como
mimesis y ‘poiesis’.
Finalmente, en el ‘régimen estético’ —propio de los Siglos XIX
y XX— se desarma la idea de representación y la obra artística se
propone como una apariencia libre, una forma sensible heterogénea
que se confronta a las formas ordinarias de la experiencia sensible, y
que da lugar a experiencias autónomas y críticas en las que se exponen
posibles formas de vida distintas de las actuales, de las autorizadas o
legitimadas en tanto que prácticas de uso de una sociedad o cultura
específica. El ‘régimen estético’ tiene como principio de
ordenamiento su carácter revolucionario, es decir, la pretensión de
provocar actitudes críticas que permitan el diseño de un espacio
común diferente (libre, emancipado) y la promesa de acceder a una
“humanidad plena del hombre y la promesa de una humanidad futura
finalmente asociada a la plenitud de su esencia” (Rancière 2005: 24).
En efecto, el ‘régimen estético’ da lugar a un arte utópico, que no se
concibe ya como un modo de representación sino como un modo de
ser; estéticas —artísticas— son aquellas cosas que son ‘libres’, que se
han emancipado de los ordenamientos dominantes, y que funcionan
como una fuerza de heterogeneidad que pone en crisis el orden
cultural en el que ingresan.
Entendiendo, por una parte, que la política es una práctica de
disentimiento y que la estética es un modo de comprensión del arte, es
evidente que la conexión fundamental que se da entre política y
estética es de inter-dependencia, en dos sentidos. Primero, si la
política es un suplemento, una ficción, que se cumple como
recomposición de la partición de lo sensible, entonces, ella es siempre
también estética, en la medida en que opera ‘en’ las formas posibles
por medio de las que algo puede ser experimentado. Segundo, si la
estética es un modo de experimentar lo sensible, lo común, entonces,
ella es siempre política en la medida en que implica la incorporación
de determinados ámbitos de significatividad a las configuraciones
definitivas. En efecto, Rancière afirma que a la base de todo orden
político o de toda acción política hay una estética. Igualmente, en el
darse de toda estética hay un ejercicio o una delimitación política,

La política consiste en reconfigurar la división de lo sensible, en introducir


sujetos y objetos nuevos, en hacer visible lo que no lo era, en escuchar como a
seres dotados de palabra a aquellos que no eran considerados más que como
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animales ruidosos. Este proceso de creación de disensos constituye una


estética de la política […]
La relación entre estética y política es entontes, más concretamente, la
relación entre este estética de la política y la ‘política de la estética’, es decir,
la manera en que las prácticas y las formas de visibilidad del arte intervienen
en la división de lo sensible y en su configuración, en el que recortan espacios
y tiempos, sujetos y objetos, lo común y lo particular. (Rancière 2005: 15)

A partir de esta conexión fundadora, se dan entre el arte y la política


diversas relaciones contextualmente situadas, que responden a
intenciones y principios de ordenamiento diversos entre sí y que dan
cuenta del lugar que ocupa el arte en la trama cultural general, en la
distribución misma de lo sensible.

El régimen político

Con respecto al arte contemporáneo, Rancière describe la actualidad


artística como enlazada sustancialmente al ‘régimen estético’ de los
siglos XIX y XX, la ve como un devenir de esos específicos
ordenamientos e intenciones. Los dos modos —las dos políticas— en
que el arte moderno elaboró su condición utópica y concretó los
ordenamientos e intenciones del ‘régimen estético’ han sido: la
política del devenir-vida del arte y la política de la forma rebelde:

La primera identifica las formas de la experiencia estética con las formas de


una vida diferente. Reconoce como telos del arte la construcción de nuevas
formas de vida común, y por tanto su autosupresión como realidad aparte. La
otra encierra, por el contrario, la promesa política de la experiencia estética en
la desagregación misma del arte, en la resistencia de su forma a cualquier
transformación en forma de vida. (Rancière 2005: 33)

La primera comprende todas aquellas producciones artísticas que


buscan reelaborar y comprender de modo divergente el mundo común
—la partición de lo sensible—, la realidad y sus ordenamientos, a
partir de la re-contextualización y re-disposición de algunos elementos
que constituyen significativamente el entorno colectivo: un arte de los
comportamientos y relaciones. La segunda comprende todas aquellas
producciones artísticas que se proponen hacer estallar la experiencia
común abriéndola a constataciones, evidencias y comprensiones
inéditas en las que se inscriben —y que inscriben— posibilidades
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diversas de instauración de un mundo y de un ser-en-común originario


y plenamente humano, emancipado: el arte sublime.
La gran diferencia que podemos establecer entre el arte
moderno y el contemporáneo no tiene que ver tanto con los modos
cómo se realiza sino más bien con su lucidez, a saber, lo que el arte
contemporáneo adquiere es una desilusión, una desazón, con respecto
al carácter utópico de lo estético. En efecto, el arte contemporáneo es
un arte ‘post-utópico’, un devenir del arte moderno, en sus dos
vertientes principales, en el que el arte se hace consciente de sus
limitaciones y fracasos, se hace más modesto en sus pretensiones y
más lúcido en sus ejercicios significantes. Se propone, entonces, no
como la inauguración de un mundo distinto sino como un arte crítico
de su actualidad, de su presente y de las posibilidades de su propia
praxis. Su condición crítica está inscrita en el hecho de que el ‘telos’
del arte contemporáneo esta siempre vinculado, por una parte, al
imperativo de esbozar, sugerir y proyectar los modos de la
dominación y sus múltiples efectos —materiales, significantes y
simbólicos— en lo común y, por la otra, a hacer evidentes las aporías,
paradojas y quiebres del estar siendo del mundo en el que habita y
desde el que opera.
El arte contemporáneo es ‘crítico’ en la medida en que es un
arte de tensiones y heterogeneidades en el que, a la manera del collage
o de las producciones fílmicas, es el ‘montaje’ —la partición y
repartición— de elementos lo que define la significatividad de la obra
y sus efectos. Estos operan en virtud de la aproximación —
acercamiento— de instancias heterogéneas, gracias a lo que se
evidencian tanto sus incompatibilidades —inconmensurabilidades—
como sus enlaces —correspondencias. Por ello mismo se destaca la
provisionalidad y la condición ficticia de los suplementos
significantes,

[…] un arte ‘posutópico’. A la utopía denunciada […] opone las formas


modestas de la micro-política … le opone una fuerza del arte ligada a su
distancia con relación a la experiencia ordinaria. Una y otra, sin embargo,
reafirman a su modo una misma función ‘comunitaria’ del arte: la de construir
un espacio específico, una forma inédita de reparto del mundo común. La
estética de lo sublime pone el arte bajo el signo de la deuda inmemorial
contraída con un Otro absoluto. Pero le reconoce todavía una misión, confiada
a un sujeto denominado vanguardia: la de construir un tejido de inscripciones
sensibles totalmente alejadas del mundo de la equivalencia mercantil de los
productos. La estética relacional rechaza las pretensiones de autosuficiencia
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del arte como si fueran sueños de transformación de la vida por el arte.


(Rancière 2005: 12)

Dos devenires: uno que se hace cargo de la condición sublime, del


requerimiento de dar cuenta de lo irrepresentable; otro que se hace
cargo de evidenciar potenciales reconfiguraciones del mundo, de lo
común. Estos devenires se han realizado a través de diversas derivas
—movimientos sin finalidad específica, meros recorridos— gracias a
las que las radicalizaciones modernas se han moderado y apaciguado,
y se han hecho a la vez más sagaces y más frágiles, porque se han
vinculado con la trama cultural de un modo afirmativo.
El carácter político que asumen conscientemente las obras del
arte contemporáneo no acontece temáticamente, sino que ocurre como
urgencia de vínculo, de reconfiguración tanto de los entramados del
mundo como de los suyos. Se da, entonces, una suspensión del
carácter ideal o conceptual, de las tematizaciones prefiguradas, para
dar paso a una indeterminación, una imprecisión o una irresolución,
que permite a la obra generar sentidos tanto a partir de sus tensiones
internas (entre los heterogéneos montados) como de la relación que
establecen con los contextos específicos de exhibición. Justamente por
ello, las obras de arte contemporáneas poseen en sí tantos elementos y
potencias heterogéneas que pueden llegar a ser extrañas o exteriores a
sí mismas, a saber, están constantemente rozando —y traspasando—
las fronteras, los límites, que las distinguirían del ‘no-arte’: de las
mercancías o de los discursos autorizados —policiales. En este
sentido, su fundamento es la ‘potencialidad’ y lo artístico es
básicamente un estado, no una cosa, en el que las cosas son pura
suspensión, y por ello mismo multiplicidad impredecible de
experiencias y significaciones.
Al inicio proponíamos que el arte contemporáneo no es, como
diría Rancière, una deriva del ‘régimen estético’ propio del arte
moderno sino que, por el contrario, se inscribe en un régimen
particular: un ‘régimen político’ en el que las obras conciben lo
político como su ‘modo de existencia’. Este ‘régimen político’ se
inscribe como una vacilación del ordenamiento que determina y
define el ‘régimen estético’, y podría ser delimitado en ese sentido
como aquellas producciones artísticas en las que las que la obra es
siempre un suplemento, el advenimiento de una significatividad en su
tejido con el mundo y los objetos, las cosas, son instancias potenciales
para la aparición de ese entramado. En este régimen los objetos del
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arte se exponen como presencias brutas tensadas hacia la significación


y no como la concreción de alguna estructura ideal —crítica o
subversiva— ni como un encadenamiento de argumentaciones. En
este sentido, es un régimen de ‘indeterminación’ y convivencia de
heterogeneidades, en el que se da una suerte de valorización de lo
insignificante, de lo pequeño, pero también de lo que no posee un
significado en sí. Las obras acontecen, entonces, como ‘co-presencia
de heterogeneidades’ en la que los sujetos son seres anónimos que, en
la confusión de sus rostros, pueden ser cualquiera y los síntomas de
una época, una sociedad o una cultura, se trazan en detalles ínfimos,
cotidianos, corrientes; una ‘co-presencia de heterogeneidades’ que es
en sí misma una ‘partición de lo sensible’, una posibilidad de
experiencia que puede por igual afirmar o re-componer la realidad y
sus suplementos.
La co-presencia de heterogeneidades es siempre un entramado
de vestigios y desechos del mundo, de los discursos históricos o
teóricos, del archivo de fórmulas culturales. Sin establecer estructuras
de oposiciones, las obras se comportan como superficies que dejan
traslucir sus capas subterráneas cuyo poder subversivo es justamente
su peculiar construcción de lo común, así como el hecho de que esas
construcciones involucran la supresión, anulación o al menos
corrección de las diferencias fronteras entre práctica y crítica, entre
estética y política.
Podemos decir, entonces, que una de las determinantes del
‘régimen político’ es que las obras, más que objetos expresivos,
representaciones o presencias, son ‘eventos’ potencialmente
significantes que tienen la particularidad de proceder apropiándose de
un espacio y un tiempo hasta constituirlo como un lugar, como una
peculiar partición de lo sensible. Se da, entonces, la sustitución de una
estructura (de una composición delimitada y cerrada) por un conjunto
de tensiones significantes, discursivas, un conjunto de fuerzas que
consolidan sus proposiciones y significaciones en el encuentro —
siempre provisional e imprevisto— de algún discurso exterior,
cotidiano, circunstancial. Estas tensiones se despliegan en pluralidades
de sentidos, se diversifican, porque están entregadas al concurso de
una gran cantidad de elementos exteriores y heterogéneos. En este
sentido, estos eventos son el efecto de unos objetos que son,
propiamente, estructuras potenciales, hechos de tendencias y tensiones
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y en los que acontece una partición de lo sensible particular e


irreductible.
Esta capacidad de hacer-se sitio y situación, de ser partición y
repartición significante, convierte las obras en una suerte de ‘entidades
volitivas’ —que requieren y exigen, que desean y necesitan— cuyo
dinamismo puede ser comprendido como un impulso de des-
alejamiento, es decir, cada elemento opera como una instancia que se
des-aleja tanto de las demás como de su entorno o contexto, como una
seña, una dirección, una potencia y una capacidad de recuperación, de
apropiación de algo exterior, extranjero, inconmensurable,
radicalmente heterogéneo, en virtud de lo que son eventos
perteneciente al mundo, al lugar en que se exponen, la historia en la
que se encuentran, las condiciones culturales y sociales en las que
suceden. Es en este des-alejamiento —que no es nunca proximidad o
cercanía— que la contextura política se inscribe haciendo de la obra
una entidad volitiva que estructura sus solicitudes en el hiato, en la
distancia insalvable que es, que explora, que dona.

Archivos de la violencia: tematizar los emblemas modernos

El arte no es político en primer lugar por los mensajes y los


sentimientos que trasmite sobre el orden del mundo. No es político
tampoco por la forma en que representa las estructuras de la
sociedad, los conflictos o las identidades de los grupos sociales. Es
político por la distancia misma que guarda en relación con estas
funciones, por el tipo de tiempo y de espacio que establece, por la
manera en que divide ese tiempo y puebla ese espacio.
Jacques Rancière

Las artes visuales contemporáneas venezolanas muestran una


declarada tendencia a establecerse como ‘dispositivos políticos’ que
pretenden poner en crisis las formas establecidas de dominio
económico, político o ideológico. Son una suerte de ‘archivos de la
violencia’, ya que la ‘co-presencia de heterogeneidades’ se realiza
fundamentalmente a través de dos estrategias distintas y, en cierto
sentido, contrapuestas. Primero, a partir de la re-interpretación
sostenida de la tradición abstracto-geométrica dominante desde
mediados del siglo pasado, ––y que se afirma históricamente como el
ingreso de la cultura nacional a la modernidad–– con un proyecto de
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civilidad que propone la transformación de lo común hacia particiones


más racionalizadas e institucionales. Y segundo, construyendo un
fragmentario archivo testimonial de los modos de ejercerse la
violencia en nuestro entorno socio-político, así como de los efectos
que ella tiene en las formas de vida ordinarias. En el primer caso, se
trata de una recuperación crítica del proyecto moderno al interior de
un contexto socio-político que tiene una tendencia francamente pre-
moderna y, en cierto sentido, ruralizante. Esta recuperación de la
tensión utópica y proyectiva de la modernidad, a través de la
reinterpretación del sueño racionalista y geométrico, opera como un
momento de crítica —de puesta en crisis— de la función
representativa y simbólica tanto de los discursos políticos como
estéticos. En el segundo caso, en el archivo fragmentario que da
cuenta de los devenires de nuestra cotidianidad violenta, las obras
funcionan como testigos y testimonios de una realidad que se muestra
siempre excesiva, excedente y exterior. En este sentido, ponen en
crisis o hacen crítica de las estructuras socio-políticas actuales en las
que convivimos así como de las condiciones mismas de posibilidad
que en ellas se dan para el ejercicio de la ciudadanía y la convivencia.
Con respecto a las obras que re-interpretan la difícil modernidad
que ha marcado, como deseo, la cultura venezolana, tenemos
fundamentalmente dos vertientes: por una parte, obras que haciendo
énfasis en lo visual, en lo eminentemente plástico, recuperan los
elementos geométricos y cromáticos propios de esta tradición
proponiendo reelaboraciones en las que lo abstracto se modula, se
naturaliza, se flexibiliza y se hace leve, frágil, inesperadamente
poético. Por la otra, obras que retoman básicamente los productos
arquitectónicos —cívicos— con los que el proyecto moderno pobló
las ciudades —especialmente la capital, Caracas, para mostrar ‘desde
y en’ ellos los efectos y los fracasos que lo acompañan, las deudas que
allí se generaron. En la primera vertiente tenemos artistas como
Magdalena Fernández5 y Jaime Gili6, quienes desde modos de hacer
diversos tratan la tradición abstracto-geométrica en términos de la
imagen misma que esa tradición nos propone, reconfigurándola.
La tradición abstracto-geométrica fue propositiva, lleva de
afirmaciones a partir de las que indagó en la pureza de las formas y en
cómo éstas actuaban sobre nuestra comprensión del mundo, cómo
estás podían producir transformaciones espirituales. Las obras
contemporáneas que reconfiguran esta tradición lo hacen desplazando
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el carácter propositivo del arte abstracto-geométrico, por lo que se


instalan como problemas y preguntas, lugares de experiencia en los
que se pone en crisis la identidad misma de esos objetos —cosas,
imágenes, ideas–– desde la que se define la producción plástica
racionalista. En este sentido, estas obras son una suerte de puntos de
inflexión, unas tramas dinámicas de conexiones potenciales. No hay
afirmaciones sino solicitudes, no hay cosas sino estructuras
comunicacionales y significantes, que sólo pueden ser cumplidas a
través del establecimiento de vínculos ––materiales y físicos, teóricos,
históricos e intelectuales–– con el contexto. Estas obras relacionales se
realizan en los límites de los objetos que las constituyen: operan
inscribiendo una inquietud o una tensión en la condición ideal, la
rigurosidad, la fuerza utópica y conceptual de lo que es básicamente
racional; se concretan como una inquietud o tensión interna que se
cumple reificando y naturalizando la firmeza geométrica y su
idealidad. La nitidez y la claridad abstractas adquieren densidad
representativa, convirtiéndose en íconos de una forma de vida,
perdiendo su universalidad e instalándose como discursos
históricamente delimitados.
Magdalena Fernández ejercita, en sus obras, la construcción de
situaciones para la experiencia haciendo de la geometría y la
abstracción que ella involucra, un decir sensual, una naturaleza para
los sentidos y la exploración corporal. Sus obras, fundamentalmente
instalaciones, están firmemente ligadas al espacio y a sus
determinaciones y desde esos vínculos dan lugar a un modo de lo
común que, como diría G. Agamben7, es apropiable por cualquier
sujeto en el sentido en que todos pueden sentirse incluidos,
participantes. Fernández crea unos artificios que son más bien
acontecimientos que requieren ser experimentados en la deriva, como
recorridos emotivos o, una exploración más o menos azarosa, en la
que es el cuerpo viviente y vivido el que recupera las ambigüedades y
discontinuidades de la existencia, se pone en movimiento y atiende.
Tan es así que el cuerpo que somos no se enfrenta a la obra sino que
se extiende, se constituye, se hace en ella esparciéndose y dilatándose
hasta convertirse en apertura perceptiva.
Por su parte, Jaime Gili, se hace cargo de la imagen abstracta en
el modo como establece sus operaciones representativas para
reflexionar acerca de un complejo y antiguo problema teórico: el de la
representación y sus sistemas y cómo en esos sistemas anidan
Sandra Pinardi

estructuras de saber, prácticas culturales, epistemológicas y políticas.


Propone con ello una modificación radical de las pautas de lectura de
la imagen abstracta obligándolas a convertirse en cosas, en
recubrimientos de objetos, en contenedores, y anulando la posibilidad
de una experiencia contemplativa, de un puro mirar, para hacerse
lugar de presentación de una representación diseminada, de una
diáspora representativa. Se establece un discurso que versa sobre las
posibilidades del discurso de la imagen —de la visualidad— y en el
que la imagen —la figura— se impone como un núcleo de
concentración, gracias al que adviene —sin presentarse
visiblemente— sus ámbitos y contextos excedentes.
En la segunda vertiente tenemos artistas como Alexander
Apostol8, Alessandro Balteo9 y Luis Molina Pantín10, quienes
recuperan los vestigios, los ‘desechos simbólicos’11 diría Balteo, que
conforman el legado de los distintos proyectos modernos que
intervinieron la realidad venezolana durante buena parte del siglo XX.
Las obras de estos artistas, muy distintos entre sí, tienen una cierta
condición documental en tanto que constituyen miradas
escenográficas en las que esos diversos restos se registran y muestran
a la vez su condición actual, así como su dimensión puramente ideal y
mítica. A través de estos archivos de vestigios en los que la
modernidad aparece en su destino y en su contextura de proyecto
histórico, Apostol, Balteo y Molina Pantín tratan los problemas de
poder, de exclusión, de abandono, de ausencia cívica, que han
determinado la cultura venezolana y que se manifiestan
negativamente, es decir, como pérdida y ausencia, como lo no-dado,
en esos distintos montajes racionales y programáticos con los que
intentamos ingresar en el contexto nacional de una Modernidad de
apariencia clásica.
Estos artistas están interesados fundamentalmente en hacer
patente tanto la condición de deseo y de expectativa de esos proyectos,
como el modo in-apropiable en que acontecieron. Alexander Apostol
y Luis Molina Pantín trabajan con videos y fotografías en los que
confrontan los sueños modernos —su contextura ideal— con el
deterioro, el olvido y la obliteración en que se ha convertido su
presente y desde ello enfrentan los proyectos y discursos socio-
políticos con la vida cotidiana de las personas que los habitan, pero
que también los han olvidado. Para ello, ponen en conjunción una
multiplicidad de representaciones heterogéneas con las que la
Disposiciones políticas de las artes visuales

dinámica histórica ha ido transformando esas edificaciones y a sus


habitantes, produciendo divergencias significativas y simbólicas que
hacen evidente los vacíos y las contradicciones del enfrentamiento de
dos particiones de lo sensible: la ideal de una Modernidad imposible,
y la ruralizante de una realidad cívica que excede los proyectos y los
oblitera. Lo que acontece a partir del registro de esas presencias
irrefutables, de esos vestigios, es la manifestación del momento
contaminado e inestable de una Modernidad que ha terminado por ser
el habitáculo de aquello que creyó haber desterrado en beneficio de un
racionalismo secularizador y homogeneizante.
Alessandro Balteo, desde un tono más teórico, usa las obras
modernas, sean arquitectónicas o plásticas, como lugares de
exploración de las dinámicas de poder y de los ejercicios que en ellas
se generan y por tanto, da cuenta de las derivas de esos vestigios,
reflexionando acerca de los discursos que implementan y también de
las visiones a las que condenan. Sus obras se inscriben a la manera de
narrativas en las que Balteo explora las intersecciones entre esos
distintos discursos y sus derivas, desnudando la condición épica de la
historia nacional, sus prácticas y condicionamientos simbólicos y sus
ejercicios de dominio.
Este trabajo ‘en y desde’ esa Modernidad residual, inadecuada,
que resta en Venezuela, así como los artistas mencionados, quienes
utilizan fórmulas de expresión heterogéneas y hacen uso de la cita y
del registro como medios de elaboración, tratan diversos problemas.
Primero, se hacen cargo de la condición monstruosa —a la vez,
excesiva en su dimensión y aplastante en su ejercicio— de esa
modernidad autoritaria en la que lo inhumano aparece como el destino
irremediable de unos programas que se dedicaron fundamentalmente a
la elaboración de infraestructuras y escenarios, la construcción de
fachadas y modelos y la ideación de planes sin otro contenido ni
consistencia que sus propios presupuestos ideológicos. Segundo,
problematizan los restos simbólicos y materiales del modernismo con
el fin de analizar problemas socioeconómicos, políticos y culturales
propios del presente. Tercero, producen unos dispositivos plásticos en
los que el decir se inscribe inevitablemente como una operación
relacional, como una trama que actualiza la potencialidad significante
de los diversos elementos co-existentes. Algunos artistas apuntan a
esta violencia de la racionalidad excesiva espacializando sus imágenes
o sensibilizando sus estructuras, otros se hacen cargo de su anhelo
Sandra Pinardi

arquitectónico o ingenieril para reflexionar acerca de su destino, de


cómo se han convertido en excrecencias, se han desarticulado y
descompuesto hasta el punto de perder tanto su identidad como los
logros que pretendían obtener. Justamente, este peculiar ‘archivo de la
violencia’ se hace cargo de la formalidad excesiva y deformante que
se realiza como un abuso de regularidad e idealidad, de uniformidad
abstracta que se impone autoritariamente frente —o de espaldas— a
los individuos y sujetos colectivos los que es siempre ajena. La
violencia que implica esta modernidad se inscribe, justamente, en el
hecho de que no tiene cuerpo ni experiencia, ni se hace desde los
cuerpos y experiencias que la habitarían: la violencia habita en este
espacio como un fenómeno límite, el punto de derrumbe de su propia
ley, de su norma y sus intenciones.
Violenta, entonces, porque siendo puramente ideológica y
realizándose como mero discurso constituye una especie de escenario
en el que los transeúntes no son habitantes o ciudadanos, sino meros
seres errantes, huéspedes. Por ello, estos artistas se han dado a la tarea
de hacer cotidianas y circunstanciales sus fórmulas, estableciendo
lugares de experiencia y espacios de comprensión sensible. Como
ejemplo están los ‘documentos’ que muestran cómo al interior de estas
‘estructuras’ emblemáticas lo que resta es una experiencia sin forma ni
destino, sin enunciación ni enunciados, una experiencia fragmentada e
imposible, una violación de la experiencia. Por ello, estas obras
muestran el ‘devenir-otro’ de la modernidad y las imágenes asumidas
de la tradición plástica o arquitectónica se inscriben como citas, como
presentaciones de esos proyectos modernos.
Disposiciones políticas de las artes visuales

Archivos de la violencia: anulando el olvido

La segunda vertiente del arte contemporáneo en Venezuela, aquella


que se hace cargo de los diversos modos como se ejerce efectivamente
la violencia en el entorno socio-político venezolano, pretende
construir ‘en y con’ sus obras un fragmentario archivo testimonial que
haga patente los diversos modos en que la nación venezolana convive
cotidianamente con la violencia, así como de los efectos que ella tiene
en las formas de vida nacionales. Muchos artistas se inscriben en esta
vertiente y se proponen no permitir el olvido ni el silencio,
convirtiendo su práctica artística en un ejercicio de memoria y
testimonio mediante el cual proponen reflexionar acerca de este
territorio a la vez amenazado y temeroso, de ciudades y pueblos
imposibles e invivibles en los que la existencia se contiene y se retiene
en la muerte y la violación. La violencia ‘con y desde’ la que trabajan
no es únicamente la violencia física que culmina en la muerte o el
asalto, sino también la violencia simbólica que mantiene a la sociedad
escindida y polarizada y que hace de la agresión un modo de vida. La
trama social venezolana está sitiada, concentrada alrededor de sus
propias representaciones, presa de los desechos de su imaginario, de
los restos y vestigios en que se han convertido sus deseos.
La violencia cotidiana, como decíamos, no se materializa
únicamente en términos físicos (muertes, asaltos o secuestros) sino
que acontece especialmente en términos de significación narrativos,
en discursos que son meras promesas vacías y que no hacen sino
sentar continuamente un inicio que no tiene concreción ni conclusión,
discursos a los que no corresponden hechos ni acciones, que
funcionan a partir del desconocimiento y la agresividad y que minan
la existencia, inscribiendo e instaurando en ella anulaciones y rupturas
constantes. Se hacen cargo, entonces, de la ‘naturalización de la
violencia’, esa fórmula en virtud de la que, más allá de sus efectos
fácticos, no es sino un conjunto de representaciones auto-contenidas
que rompen sus propios espacios de funcionamiento, deshaciéndolos y
desterrándolos.
Acerca de estos modos múltiples de ejercer la violencia trabajan
sutilmente artistas como Juan José Olavarría, Teresa Mulet, Juan
Carlos Rodríguez, Iván Amaya y Argelia Bravo12, quienes han
asumido la práctica artística como un modo de hacer visible lo que
Sandra Pinardi

permanece oculto a las grandes discusiones políticas. Dichos artistas


hacen visible la condición humana de las víctimas, elaborando una
suerte de archivos —de apuntes y anotaciones— en los que se
concretan, ya no los actos de violencia en sí mismos, sino el terrible
silencio que los naturaliza, el modo trágico con el que parecen
desaparecer convirtiéndose en olvido. En estas obras se exponen las
condiciones de existencia de personas confinadas al silencio y al
olvido: víctimas que se han convertido en fantasmas, desechos,
números, estadísticas. Gracias a la ‘naturalización de la violencia’, la
exterioridad —la realidad o el Otro, el mundo y lo público— se hace
inaprehensible o invivible, imposible de atender y comprender. Las
producciones plásticas de estos artistas son, en la mayor parte de los
casos, instalaciones —una suerte de ‘dispositivos curatoriales’—
producidas cuidadosamente a partir de la recuperación de pequeños
detalles, de señales mínimas y marcas desplazadas, en los que
alegóricamente se tematiza el problema de la visibilidad y la voz.
Justamente porque en estas instalaciones las víctimas, los
hechos mismos de violencia, no aparecen como figuras ni presencias,
sino como residuos, como marcas forenses, como frases sueltas, el
efecto de estos ‘dispositivos curatoriales’ narra, tenue y
perspicazmente, cómo el Otro y la realidad han perdido su ‘existencia’
y su consistencia: se han transformado en un aglomerado de objetos
escurridizos e incomprensibles que remiten a una falta, a un vacío, un
hiato poblado de residuos, de remanentes, de despojos. Como en una
alegoría ‘benjaminiana’, estas marcas forenses no son más que retazos
de la existencia que se instalan y ponen en escena un ejercicio extremo
de sobrevivencia.
Algunos ejemplos alrededor de esta segunda vertiente: Iván
Amaya, en su instalación Ciudades de Arriba, se hace cargo de los
territorios urbanos populares poblados de viviendas informales, en los
que la vida cotidiana es un ejercicio difícil y amenazado. Amaya los
registra en diversas imágenes en las que la mirada se enfoca en los
problemas y preguntas concernientes a la posibilidad de visualización
de este tipo de asentamientos. El rancho es el germen de la vivienda
popular y esa construcción espontánea y no planificada le sirve a
Amaya para reflexionar acerca de los espacios marginales de la
partición de lo sensible. Este gesto problematiza ‘desde y en’ la
imagen fotográfica, los discursos culturales de la dialéctica centro-
periferia para mostrar formas de vida paralelas, distintas y
Disposiciones políticas de las artes visuales

alternativas, en las que se da una constante resemantización práctica y


simbólica de los discursos hegemónicos que determinan policialmente
la partición de lo sensible propia de la comunidad venezolana.
Teresa Mulet, por su parte, realiza una instalación gráfica
titulada Cada-ver-es, Cada-vez-más, en la que tematiza acerca del
anonimato al que se condenan las víctimas de la violencia. A través de
una matriz ––la silueta blanca que delinea el levantamiento de un
cadáver en las investigaciones forenses–– dispuesta a lo largo de la
instalación, hace patente la condición puramente estadística y
numérica en la que se convierten estos hechos, tematizando en este
sentido tanto la ausencia de corporalidad a la que se destinan, como su
conversión en esquema, en meros trazos. Juan José Olavarría propone,
en su obra Mata que Dios perdona, una reflexión acerca de la
violencia ejercida en los territorios fronterizos contra unas poblaciones
que viven en la indeterminación y que, por ello mismo, son siempre
los no-pertenecientes, lo no-participantes. A partir de la noción de
‘contramuerte’ Olavarría trata la imaginería del horror que habita en
estos sectores olvidados, la impunidad y la ceguera que dominan y
ocupan la existencia de estos individuos, construyendo su vida como
un puro aplazamiento de la muerte. Juan Carlos Rodríguez, por su
parte, es una suerte de artista antropólogo que trabaja el imaginario,
las texturas simbólicas, que definen en diversos espacios y contextos
la estructura de lo real y los lugares que diversos grupos ocupan en esa
estructura. Argelia Bravo trata el tema de la identidad normativizada y
la violencia que en ella se inscribe, reflexionando acerca de las
complejidades que circundan el problema de la identidad y sus
efectos. Denuncia y rechaza la fractura moral que trasluce una
sociedad que rechaza y criminaliza la diferencia, a través de la
construcción de un exhaustivo archivo de huellas, de detalles, de
marcas, en las que se muestra justamente la ausencia de presencia a la
que son destinados aquellos que se desplazan, que se distancian de la
norma.

Ficciones documentales

Estas ‘obras’, en cualquiera de sus vertientes, pueden ser pensadas


como ejemplos de eso que, al inicio, denominamos ‘régimen político’
Sandra Pinardi

y que se caracteriza porque las producciones se inscriben en la


realidad más como eventos que como objetos, imágenes u obras de
arte ––en el sentido tradicional del término––. En tanto que eventos, el
problema que los define y delimita, que propiamente ‘son’, es originar
exploraciones —entendidas como experiencias concretas— sea de
significación y comprensión, de conexión o interpretación, de ‘lo
común’ desde protocolos desplazados, divergentes. Eventos que,
además, se inscriben en el mundo como ‘lugares’, espacializándose,
localizaciones provisionales en las que el encuentro y la co-existencia
de heterogéneos se impone como reconfiguraciones y
reestructuraciones concreta de la partición de lo sensible, re-
elaborando desde la trama que instauran con su contexto las ideas
autorizadas y tradicionales de identidad, de los posibles campos y
modos de la experiencia, de los modos legitimados de partición de lo
sensible. En esta espacialización se da una desfiguración de las
fronteras disciplinarias y discursivas, así como una continua
afirmación de la incertidumbre, de lo inaprehensible; se constituyen
unos acontecimientos en los que lo artístico y lo no artístico, lo
cotidiano y lo formalmente elaborado, lo ideal y la crudeza del existir
co-existen en sus tensiones y en sus hiatos.
Entendidas como eventos las obras propias del ‘régimen
político’ son ‘ficciones documentales’, una contradicción o una
paradoja, en las que las formas estéticas operan como concreciones, y
en las que adquiere nombre —y voz y sentido— aquello que
permanecía oculto. En efecto, en estos acontecimientos no hay nada
inventado, nada creado. Lo que en ellos se da es el desplazamiento de
las relaciones entre las funciones significante, imaginativa y narrativa
que se concreta en la aparición de una experiencia distanciada cuyo
operar es, justamente, un ‘devenir-común’, un ser para cualquiera.
Son, en este sentido, ‘formulaciones segundas’, vicarias y
testimoniales, en las que el devenir de lo común —pasado o actual—
adquiere rostro, voz, cuerpo, y con ello se instala como subjetivación
política, como potencia de enunciación. Rancière nos dice:

Una subjetivación política es el proceso mediante el cual aquellos que no


tienen nombre se otorgan un nombre colectivo que les sirve para re-nombrar y
re-calificar una situación dada […] Estos nombres designan, estrictamente
hablando, a aquellos que no tienen nombre […] Un sujeto político no es un
cuerpo colectivo. Es un colectivo de enunciación y de manifestación que
Disposiciones políticas de las artes visuales

identifica su causa y su voz con las de cualquiera, con las de todos aquellos y
todas aquellas que no tienen ‘derecho’ a hablar. (Ranciére 2005: 77-78)

El ‘régimen político’ es, justamente, el que caracteriza aquellas


elaboraciones artísticas que se inscriben en la realidad como
colectivos de enunciación, dando visibilidad y corporalidad, presencia
y posibilidad de actuación a los habitantes comunes, a los seres
anónimos. Estas elaboraciones artísticas no tienen la intención de
convertirse en representaciones colectivas, en conformar el cuerpo de
los acuerdos, las identidades y los reconocimientos, sino que por el
contrario lo que persiguen es la diseminación de la identidad —los
acuerdos y los reconocimientos- en las multiplicidades heterogéneas
que los conforman, dándole nombre a la experiencia concreta, a la
participación y a la comprensión de cada sujeto.

Notas
1
Lo que distingue fundamentalmente a un “régimen” es que es una “visión de
mundo”, por ello, con “régimen político” queremos significar un modo de elaboración
artística que se inscribe en modo de comprensión politizada de la realidad, en la que
lo político no es una característica sino un principio, un fundamento.
2
“El consenso significa la comunidad del ‘sentir’. Significa, más
concretamente, que incluso los datos a partir de los cuales se deciden acuerdos y
desacuerdos se consideran objetivos e incuestionables. Acuerdos y desacuerdos
significan, entonces, elecciones entre diferentes maneras de gestionar las posibilidades
ofrecidas por ese estado de los lugares, que se impone de forma parecida a todos.
Ahora bien, esto es precisamente la negación de la política. Hay política mientras
haya conflicto sobre las configuración misma de los datos, conflicto interpuesto por
los sujetos excluidos en relación a la suma de las partes de la población” (Rancière
54).
3
Para Rancière en la obras Cartas para la educación estética y Cartas Kallias Leonora Simonovis-Brown 3/2/13 13:56
de Fiedrich Schiller se encuentra la versión más realizada de la idea moderna de
Comment [1]: ¿Esta cita es de la edición del
estética. En este sentido, él analiza, en diversos textos, con detalle las características e
2005 o la del 2010?
implicaciones que adquiere esa noción en la conceptualización romántica de Schiller.
4
El elemento fundamental sobre el que F. Schiller elabora su noción de
estética es el de “libre juego”, a saber, aquella actividad, absolutamente humana y
propia del hombre, en la que se interconectan el “impulso racional” y el “impulso
sensual” en la construcción, en la creación, del mundo.
5
Ver: http://www.magdalenafernandez.com.
6
Ver: http://www.jaimegili.org.
7
Ver Agamben (2005). Agamben en muchos de sus textos trata el problema
de “lo común”, que comprende como el elemento político fundamental. Lo común lo
define como aquello a lo que todos los participantes de un mundo pueden acceder sin
que pueda pertenecerle a ninguno, en este sentido, “lo común” es lo público en un
sentido radical.
Sandra Pinardi

8
Ver: http://www.alexanderapostol.com.
9
Ver: http://www.henriquefaria.com.
10
Ver: http://www.luismolinapantin.com.
11
Alessandro Balteo propuso en los años 90 una obra en la que exponía que
los vestigios del proyecto moderno, en sus diversos modos, podían ser pensados como
“desechos simbólicos”, una suerte de excresencias que a pesar de su condición de
restos conformaban el acervo simbólico de Venezuela, especialmente de sus ciudades.
12
Ver: http://elanexogaleria.blogspot.com.

Bibliografía

Agamben, Giorgio. 2005. Profanaciones. Barcelona: Anagrama.


– – –. 2005. El hombre sin contenidos. Barcelona: Altera.
Rancière, Jaques. 1996. El Desacuerdo. Política y filosofía. Buenos
Aires: Nueva Visión.
– – –. 2005. El inconsciente estético. Buenos Aires: Del estante.
– – –. 2010. Dissensus. On politics and aesthetics. Londres:
Continuum.
– – –. 2011. El tiempo de la igualdad. Dialógos sobre política y
estética. Barcelona: Herder.
– – –. 2005. Sobre políticas estéticas. Barcelona: Universidad
autónoma.
Schiller, Friedrich. 1990. Cartas Kallias, Cartas para la educación
estética del hombre. Barcelona: Anthropos.

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