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DEL RELIEVE MORAL DE LA INVESTIGACIÓN

BIOMÉDICA. EL RETO DEL SUR


Marina Gascón Abellán

Sumario: 1. Planteamiento. 2. Ética de la investigación y experimentación con


humanos: lo que no debe hacerse. 2.1. Nüremberg; 2.2. El Sur. 3. Los vínculos
negativos (…) ¿Y positivos? 3.1. Los límites negativos: cosas sobre las que no se debe
investigar. 3.2. Los vínculos positivos: cosas sobre las que se debe investigar.

1. Planteamiento
Lo que en un sentido muy amplio podemos denominar “ética de la investigación”
está directamente vinculada a la investigación experimental en la que participan seres
humanos. Este tipo de investigación no se cuestiona, pero sugiere peligros que deben ser
controlados. El final de la Segunda Gran Guerra, con la condena en Nüremberg de algunos
médicos nazis por las tropelías cometidas en los campos de exterminio, marca un hito
civilizador. Desde entonces hasta ahora se ha avanzado ya mucho. Se han asentado y
aceptado sólidos principios normativos llamados a disciplinar este tipo de investigaciones.
Se han institucionalizado comités éticos con el objetivo específico de controlar el
escrupuloso cumplimiento de tales principios en los ensayos. Y se ha generado en la
población en general y en la comunidad científica en particular una cultura de la moralidad
de la investigación clínica enclavada sobre la idea de que hay límites éticos que ninguna
investigación con seres humanos, por importante que sean sus objetivos, puede rebasar.
Ahora bien, todo esto es válido en el Norte, en los territorios “dueños” de esa
investigación. Pero no ha ocurrido lo mismo en el Sur, donde muchos de los principios y
reglas éticas mencionados son infringidos con demasiada frecuencia e inquietante
impunidad; con la agravante, además, de que la investigación que se desarrolla en estos
territorios suele estar patrocinada y dirigida por agencias externas y no suele ser en
beneficio de su población, sino –directamente- de los patrocinadores de la investigación e –
indirectamente- de la población de los países desarrollados.

Esto último entronca con otra importante deficiencia ética en la investigación


biomédica que tiene que ver con el Sur, y que pone de relieve que la gran brecha existente
entre el mundo rico y el pobre se acentúa también por la aparentemente pura, neutral y
desideologizada vía de la investigación. Me refiero a la agenda de la investigación, y en
particular a si el objeto que ésta persigue responde a los intereses de la comunidad y,
además, está en su agenda de prioridades.

El presente trabajo versa sobre estos dos aspectos de la investigación y pretende


resaltar que los principios éticos son universales y no conocen de diferencias territoriales.
Que a la hora de llevarlos a la práctica no caben –porque son inmorales- las
interpretaciones de los mismos en clave restrictiva de derechos de los sujetos de la
investigación. Que cuando las investigaciones se ejecutan sobre poblaciones cuyas
legislaciones sobre la materia aún no están suficientemente desarrolladas no es aceptable
arrinconar esos principios. Que utilizar a las poblaciones empobrecidas –y por ello
extremadamente vulnerables- como sujetos de una investigación sin poner después a su
alcance los eventuales beneficios de esa investigación es –dígase lo que se diga- una forma
de explotación. Pero se pretende resaltar, además, que hacer que el debate ético sobre la
investigación biomédica se centre principal y casi exclusivamente en determinar sobre qué
cosas no se debe investigar; que poner de relieve –como se hace con frecuencia- la
tremenda inmoralidad de, por ejemplo, la clonación terapéutica, o de la investigación sobre
terapias génicas, etc.; que vetar ciertas investigaciones por el riesgo de hacer un mal uso de
los conocimientos obtenidos; en definitiva, que insistir en todo eso sin preguntarse al
propio tiempo cómo anda de moralidad una agenda investigadora que no se pregunta sobre
qué cosas se debe investigar y que de hecho no centra sus preocupaciones en las patologías
que asolan a la mayor parte de la población del planeta, es simplemente escandaloso.

2. Ética de la investigación con humanos: lo que no debe hacerse en la


investigación con humanos.

2.1. Nüremberg.

En 1945, al terminar la Segunda Guerra Mundial, 23 médicos alemanes se sentaron


en el banquillo de los acusados del Tribunal internacional de Nüremberg. 16 de ellos
fueron declarados culpables y 7 condenados a muerte. Los crímenes de los que se les
acusaba son sobradamente conocidos y escriben algunas de las páginas más amargas de la
historia universal de la infamia: ablación de músculos, castración y esterilización,
inoculación de enfermedades, formación de llagas infectadas, quemaduras por aplicación
de fósforo, observación directa de la muerte del corazón; introducción de las personas en
una bañera llena de hielo para controlar los efectos fisiológicos del frío, o en una cámara
de baja presión para determinar los límites de la resistencia humana en alturas extremas,
etc., son algunas de las derivaciones del horror del Tercer Reich. Buena prueba del nivel de
ignominia alcanzado son los siguientes fragmentos de la correspondencia mantenida entre
una compañía farmacéutica y el Campo de concentración de Auschwitz: “Para llevar a
cabo unos experimentos con una nueva droga soporífera agradeceríamos nos
proporcionaran una cierta cantidad de mujeres... Hemos recibido su respuesta, pero
consideramos excesivo el precio de 200 marcos por mujer. Proponemos no pagar más de
170 marcos por cabeza. Si llegamos a un acuerdo, tomaremos posesión de las mujeres.
Necesitamos más o menos unas 150... Recibido el pedido de 150 mujeres. A pesar de su
delgadez y su debilidad, se las encontró satisfactorias... Se les aplicaron los tests. Murieron
todos los sujetos. En breve entraremos en contacto con ustedes sobre un nuevo
cargamento”1.

Pero desgraciadamente estas experiencias son las únicas. Los horrores nazis no son
más que la parte visible del iceberg, pues la lista de atrocidades y tropelías es larga y lo
peor es que se han seguido cometiendo después de Auschwitz. Se ha sabido, por ejemplo,
que en Estados Unidos y en Manchuria se han realizado experimentos con prisioneros para
medir la resistencia humana a infecciones mortales, a gases tóxicos, a rayos X, etc. Que
entre 1950 y 1952, en la Universidad de Chicago se experimentó el dietilestrilbestrol como
protección del aborto espontáneo en mil mujeres y que veinte años después sus hijos
presentaban tasas muy altas de cáncer. Que en 1958 se usó talidomida sin investigación
suficiente con graves efectos en ocho mil niños. Que en 1954, también en Estados Unidos,
en la Willowbrook State School, se inoculaba el virus de la hepatitis en niños con retraso
mental. Que en 1956, en el Jewish Chronic Disease Hospital de Brooklyn, se inyectaban
células cancerosas en judíos sin consentimiento informado. Que en Tuskegee, Alabama, en

1
Bruno Bettelheim, The Informed Heart: the Human Condition in Mass Society, Londres, 1970, pp. 224-
225 (citado por Jonathan Glover, Humanity. A Moral History of the Twentieth Century, Yale University
Press, 2000, p. 463, de donde se toma la referencia).
el curso de una investigación sobre la sífilis que se desarrolló entre los años 1932 y 1972, a
más de cuatrocientos hombres negros no se les dio el tratamiento, ya disponible desde
1941, para así poder estudiar mejor la historia natural de la enfermedad2.

Precisamente con el fin de prevenir posibles atentados contra la dignidad de las


personas y abusos como los descritos, la comunidad internacional y los distintos países han
ido configurando principios y elaborando códigos éticos sobre la investigación con
humanos. El primer intento lo constituyó justamente el llamado Código de Nüremberg,
elaborado en 1947, al final de la Segunda Guerra Mundial, en respuesta a los crímenes
cometidos en los campos de concentración nazis bajo la apariencia de investigación
clínica. La importancia de este Código radica en que establece por primera vez la
obligatoriedad del consentimiento informado para participar en una investigación. Aunque
el gran puntal en este campo lo constituye la denominada Declaración de Helsinki de la
Asociación Médica Mundial de 1964, revisada por última vez en Edimburgo en 2000. El
principio básico que inspira la Declaración es que el interés de las personas debe primar
sobre el de la ciencia y la sociedad, y para garantizar que esto es así se establecen varias
exigencias: a) Para cada investigación proyectada es obligatorio formular un protocolo
experimental que deberá ser conocido y eventualmente aprobado por un Comité Ético
independiente; b) Todo proyecto de investigación debe incorporar un balance de los
riesgos calculados y los beneficios previstos y la investigación sólo debe realizarse cuando
los beneficios previstos sean mayores que los riesgos; c) Es necesario obtener el
consentimiento previo, libre e informado de los sujetos que toman parte en la
investigación; d) Debe prestarse una particular protección a las personas especialmente
vulnerables que participen en los experimentos, a los que tienen desventajas económicas y
médicas, a los que no pueden otorgar o rechazar el consentimiento por sí mismos, a los que
pueden otorgar el consentimiento bajo presión, a los que no se beneficiarán personalmente

2
Cfr. esta historia de violaciones en la investigación en seres humanos en el capítulo 2 de Fernando Lolas,
Alvaro Quezada, Eduardo Rodríguez (eds.), Investigación en salud. Dimensión ética, Santiago, CIEB,
Universidad de Chile, 2006. Durante los años 60 fueron varios los estudios que llamaron la atención sobre las
taras éticas de muchas investigaciones clínicas que se desarrollaron en Estados Unidos. El eminente
anestesista Henry K. Beecher, por ejemplo, daba cuenta de un buen número de trabajos de investigación
clínica publicados en prestigiosas revistas en los que era flagrante la falta de consentimiento informado de los
individuos utilizados como cobayas. Su análisis fue, en ese sentido, muy influyente para lo que vendría
después. Véase “Ethics and Clinical Research”, The New England Journal of Medicine, Vol. 274, nº24, June
16, 1966, pp. 1354-1360. Véase también en esta misma línea de denuncias D.J. Rothman, “Ethics and Human
Experimentation. Henry Beecher Revisited”, New England Journal of Medicine, vol.317, 1987, pp.1195-
1199
con la investigación y a los que tienen la investigación combinada con la atención médica;
e) En relación con esto último, debe asegurarse que los pacientes, incluidos los de los
grupos control, si los hay, reciban los mejores métodos diagnósticos y terapéuticos
comprobados, pudiendo usarse placebo únicamente cuando no exista un método
diagnóstico o terapéutico de eficacia comprobada. f) Por último, la investigación médica
sólo se justifica si existen posibilidades razonables de que la población sobre la que se
realiza podrá beneficiarse de sus resultados.

La Declaración de Helsinki ha sido y sigue siendo el documento maestro, el


proveedor de principios guía en la investigación biomédica que involucra seres humanos.
Es más, aunque la Declaración no es un documento jurídico, su incuestionable fuerza
moral ha llenado durante mucho tiempo el vacío legal existente en la materia, y hoy
incluso podría decirse que constituye derecho vigente, en la medida en que muchas normas
estatales y transnacionales se inspiran en sus principios y a veces remiten directamente a
ella. De todos modos, la necesidad de extremar las cautelas en un campo en el que los
derechos de las personas se perciben tan quebradizos se refleja en el constante esfuerzo por
desarrollar reglas éticas cada vez más exigentes y precisas. Este es el caso de las normas de
Buena Práctica Clínica (BPC), que es el nombre que recibe el conjunto de normas éticas y
de calidad científica que deben regir el diseño, realización, registro de datos y
comunicación de los ensayos clínicos. Actualmente las normas BPC más relevantes –al
menos por la extensión territorial de su ámbito de aplicación- son las contenidas en la Note
of Guidance on Good Clinical Practice (CPMP/ICH/135/95) de 1996, elaborada a partir de
la ICH (Internacional Conference on Harmonisation of technical requirements for
registration of pharmaceuticals for human use)3 e inspirada en los principios de la
Declaración del Helsinki. Pero este es también el caso de las Pautas Éticas Internacionales
para la Investigación y Experimentación Biomédica con Seres Humanos de la CIOMS4,
que están también inspiradas en la Declaración de Helsinki y hacen hincapié en la

3
Se trata de una conferencia internacional promovida en 1990 por las autoridades reguladoras y las
asociaciones de la industria farmacéutica de la Unión Europea, Estados Unidos y Japón con el objetivo de
consensuar en los tres territorios exigencias técnicas y de procedimiento para la autorización y registro de
nuevos productos farmacéuticos.
4
Se trata de las Internacional Ethical Guidelines for Biomedical Research Involving Human Subjects,
elaboradas por primera vez en 1982 por el Council for International Organizations of Medical Sciences
(CIOMS), un organismo no gubernamental que trabaja en colaboración con la Organización Mundial de la
Salud (OMS), y reformuladas después en 1993 y en 2002.
necesidad de proteger a las personas de los países del Tercer mundo, por ser éste un
colectivo especialmente vulnerable y desfavorecido.

Sin duda la importancia de todos estos documentos reside, de un lado, en haber


incorporado a nuestro acervo moral y cultural directrices y principios éticos en la
investigación con seres humanos y, de otro, en haber impulsado e inspirado una regulación
jurídica conforme con ellos. De hecho, en los países más desarrollados la investigación
clínica con seres humanos goza en general de una regulación legal especialmente intensa e
intervencionista que ha incorporado los principios y pautas éticas comentadas5. Pero en
estas cuestiones no es prudente ni realista la autocomplacencia. Hay en la actualidad
nuevos fenómenos que indican la necesidad de fortalecer a escala mundial los grandes
principios que deben regir la investigación clínica. Destaca entre ellos el de la
“colonización científica”, o -como también se le ha denominado- las investigaciones
“safari”, que alude a las investigaciones biomédicas diseñadas en países desarrollados pero
ejecutadas en países pobres6.

2.2. El Sur

Precisamente porque la empresa investigadora está básicamente en manos de


actores privados, los elevados costes y la tremenda competencia industrial para desarrollar
nuevos productos obligan a mejorar la eficiencia de todos los aspectos de la investigación.

5
En Europa, la investigación biomédica con seres humanos se disciplina, aparte de por el Convenio de
Bioética del Consejo de Europa, que dedica a ella el capítulo V, mediante una serie de directivas que regulan
el régimen de los medicamentos y específicamente la investigación y la protección de los sujetos
participantes, la más importante de las cuales es la Directiva 2001/20 del Parlamento Europeo y del Consejo
sobre la aplicación de buenas prácticas clínicas en la realización de ensayos clínicos con medicamentos de
uso humano. En España, por su parte, este tipo de investigación se regula en la Ley 29/2006 de Garantías y
Uso Racional del Medicamento, y con más detalle en el Real Decreto 223/2004 que regula los ensayos
clínicos con medicamentos, que es el que incorpora al ordenamiento español la directiva mencionada.
Además esta normativa se completa con la Ley 14/2007 de Investigación Biomédica, que pretende ofrecer un
marco de garantías para que la investigación más avanzada sea respetuosa con los derechos de los
ciudadanos. Todas estas normas incorporan los principios éticos elaborados en las declaraciones
internacionales y en las normas BPC a que se ha hecho referencia; y en especial, toman como base la
Declaración de Helsinki y las Normas de Buena Práctica Clínica de la ICH.
6
Así de irónicamente define Fernando Lolas Stepke la investigación “safari”: “consiste en recolección de
datos y retorno a las oficinas <<más>> para redactar <<papers>> sin dejar tras de sí más que cierta
perplejidad y depredación de recursos [y es practicada] a veces sin querer por quienes tienen entre sus metas
<<ayudar>> a los <<menos>> para que sean <<más>>, pero no tan totalmente como para que se conviertan
en competidores” (“Investigación que involucra sujetos humanos: dimensiones técnicas y éticas”, Acta
Bioética, vol. 10, nº 1, Santiago, 2004).
Esto ha supuesto que las agencias promotoras (generalmente grandes farmacéuticas)
trasladen buena parte de sus ensayos a países del Tercer mundo. A veces –es verdad-
porque ello permite ampliar y hacer más variada la base de sujetos participantes, o porque
los problemas de salud investigados son endémicos o muy propios de la región en la que se
realiza el ensayo. Pero en muchos casos por razones de menor “nobleza” científica.
Sencillamente porque en estos países las investigaciones resultan más baratas, existe
menos tradición de respeto por los principios éticos que deben regir la investigación, la
población está más necesitada de atención médica, con lo cual el reclutamiento de los
pacientes suele ser mucho más sencillo, y las regulaciones estatales sobre la materia son
poco rigurosas o incluso inexistentes, frente a las condiciones y requisitos demasiado
complicados que debe reunir la investigación en los países de origen de los investigadores;
amén de la amplia esfera de influencia que la industria farmacéutica puede tener sobre las
políticas gubernamentales de esos países, sobre los organismos reguladores, los comités de
ética, los centros de investigación y los propios investigadores7. Es evidente que el
mercado es refractario a las reglas éticas que los investigadores deben tener con los sujetos
de investigación, y la externalización no hace sino debilitar el compromiso con los
fundamentos éticos que deben regir los ensayos. El resultado es que personas de los países
pobres son sometidas a experimentaciones que no podrían ser autorizadas en los países
ricos. Son, en definitiva, utilizadas como cobayas humanas.

El Jardinero Fiel (2005), la película de Fernando Meirelles sobre una adaptación de


la novela homónima de John Le Carré, constituye una contundente denuncia de este tipo de
hechos. La historia se inspiró en lo sucedido en Nigeria durante la epidemia de meningitis
de 1996, cuando un equipo de investigadores de Pfizer acudió a este país con un
medicamento experimental, el Trovan, que había dado buenos resultados en las fases 1 y 2
de la investigación. El fármaco se administró a menores de 14 años en los mejores
hospitales del país, donde se puso como condición para ser ingresado la aceptación a
participar en el experimento. Se prescindía del consentimiento informado –se arguyó- por
problemas lingüísticos. La molécula experimental se comparó con el antibiótico de
referencia empleado en EEUU. Varios niños del grupo experimental murieron, y el estado

7
Véase una denuncia de este fenómeno en K. De Young y D. Nelson, “Latin America is Ripe for Trials, and
Fraud; Frantic Pace Could Overwhelm Controls”, Washington Post Staff Writters, 2000, A01; Víctor B.
Penchaszadeh, “Aspectos éticos de las colaboraciones internacionales en investigación biomédica”, en J.R.
Acosta (ed.), Bioética para la sustentabilidad, La Habana, Centro Félix Varela, 2003, pp.439-453; Fernando
Lolas, Ibídem. Eduardo Rodríguez Yuntas, “Cultura ética e investigación en salud”, Acta Bioethica, vol. 11,
nº 1 (2005).
de muchos otros se deterioró. Ante esa situación, Pfizer interrumpió el experimento y
abandonó el lugar.

El caso citado plantea algunas preguntas derivadas del hecho de que la


investigación se realizara en un país extremadamente pobre, donde el tratamiento estándar
existente en los países desarrollados no estaba disponible. ¿Es aceptable experimentar en
épocas de epidemia habiendo un tratamiento disponible, aunque sea en otras partes del
mundo? ¿Es lícito prescindir del consentimiento y exigir la participación en el
experimento a cambio de atención médica? ¿No tienen las agencias promotoras ninguna
obligación hacia los sujetos de la investigación una vez concluida ésta? ¿Pueden estas
agencias marcharse, sin más, dejándolos privados de atención médica? Y más aún ¿no
tienen ninguna obligación incluso para la comunidad en la que se ha ejecutado la
investigación, o sea para el país anfitrión? ¿Es moralmente aceptable que las regiones
pobres del planeta carguen con los riesgos de una investigación de cuyos resultados sólo
van a poder beneficiarse masivamente las poblaciones de los países ricos? Estas y otras
preguntas surgen en general cuando se evalúan las investigaciones en seres humanos que
se realizan en el mundo más desfavorecido.

Son varios los aspectos éticos involucrados en la experimentación con humanos que
quiebran con demasiada frecuencia cuando la investigación, aun auspiciada por los países
desarrollados, se realiza en los países en vías de desarrollo. Merece la pena recordar
sumariamente algunos de ellos aunque sólo sea para poner de relieve que, pese a los
potentes códigos éticos y a las sofisticadas regulaciones jurídicas que nos hemos dado, el
ajuste de la investigación clínica a la ética sigue reclamando en la práctica una constante
vigilancia a escala global.

Probablemente la principal quiebra ética tiene lugar con la (ausencia de) prestación
del consentimiento informado. El consentimiento del sujeto que participa en un ensayo
marca el minimun ético que ha de reunir éste, pues es justamente el consentimiento lo que
redime a ese sujeto de la condición de “objeto” a la que queda sometido en la
experimentación. La expresión misma “experimentación humana” parece indicar la
utilización del hombre como medio: sólo el consentimiento evita su instrumentalización8.

8
Como afirma Hans Jonas, sólo la auténtica y libre voluntad del sujeto, plenamente motivada y consciente,
decidida a participar en el ensayo, es lo que puede legitimar la experimentación humana (Técnica, medicina y
ética. Sobre la práctica del principio de responsabilidad, trad. cast. de C.Fortea, Barcelona, Paidós, 1997).
Y el propio Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 refleja esta
caracterización del consentimiento como condición mínima de un trato digno a las
personas: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o
degradantes. En particular, nadie será sometido sin su libre consentimiento a experimentos
médicos o científicos” (artículo 7). Por eso, y aunque resulte una obviedad, no está de más
subrayar que el consentimiento no se funda en el principio de no maleficencia/beneficencia
sino en el de autonomía. No es en primera instancia un mecanismo de protección del sujeto
frente a posibles daños derivados de la investigación sino que implica ante todo la
prohibición de que éste sea usado como un medio para algo que no conoce o a lo que no
consiente, con independencia del carácter más o menos arriesgado de la práctica o de su
conveniencia objetiva9. Si tiene sentido subrayar esto es porque a veces se sostiene que
cuando los riesgos de la investigación no sean graves y los beneficios esperados sean
importantes es posible prescindir del consentimiento en aras del interés social que implica
la investigación médica. Este planteamiento debe ser completamente desechado.

Huelga decir que el consentimiento sólo será válido si quien lo presta lo hace
libremente y está plenamente informado del objetivo de la investigación y de los riesgos
que comporta. Que el consentimiento se presta libremente significa que no existe ningún
tipo de coerción ni de persuasión o manipulación; pero significa también que quien lo
presta es una persona independiente, y en este sentido libre de prestarlo o no prestarlo. La
necesidad priva de libertad: si una persona está desesperadamente necesitada de atención
médica o no tiene cubiertas sus más elementales necesidades vitales, su libertad de
decisión, o si se quiere su autonomía, estará severamente restringida. Y esto es justamente
lo que ocurre con muchas de las personas que participan en los ensayos en las zonas más
deprimidas del planeta. Por eso, en países marcados por la marginalidad, la pobreza y la
desigualdad, donde gran parte de la población, si no la mayoría de ella, no tiene acceso a
los servicios básicos de salud, no es estrafalario suponer que en muchos casos el
consentimiento se presta “a la desesperada”10, por lo que hay que ser especialmente

9
Angel Pelayo, Bioética y experimentación con seres humanos, Granada, Comares, 2002, p.74.
10
Como sucede, por ejemplo, con las terapias experimentales en enfermos terminales, que se llevan a cabo
cuando ninguna otra terapia conocida es eficaz. También en estos casos hay que poner un especial cuidado en
el cumplimiento de los principios éticos, cfr. L.F. Niño, “La experimentación sobre seres humanos”, Revista
Jurídica de la Universidad de Palermo, Año 3, nº 1, 1998, pp.19 ss.
escrupulosos con este punto11. El penalista argentino Eugenio R. Zaffaroni denunciaba
hace ya casi veinticinco años, cuando la externalización de los ensayos clínicos comenzó
su apogeo, la contratación en América Latina de personas para participar en experimentos
con humanos y la puesta en circulación masiva en ese mismo continente de medicamentos
aún no suficientemente ensayados en laboratorio12. Estas prácticas suponen que los sujetos
participan en los ensayos con una voluntad torcida (en el primer caso) o directamente sin
su voluntad (en el segundo). Por eso hay quien sostiene incluso que allí donde existen
grandes bolsas de población empobrecida que no tiene sus necesidades más básicas
cubiertas y que además no está adecuadamente protegida por el Estado porque las
legislaciones sobre la materia o son inexistentes o son aún insuficientes, hay una seria
limitación para poder realizar investigaciones con seres humanos, pues resulta difícil
reputar su consentimiento como libre. Lo que se sostiene, en definitiva, es que la
autonomía y, en general, el resto de los principios que han de regir la investigación con
humanos parecen concebidos para ser puestos en práctica en países desarrollados o en las
zonas más urbanizadas de los países en desarrollo13.

Con todo, no es la libertad el único elemento de la prestación del consentimiento


que quiebra. También la información previa y necesaria para que el consentimiento tenga
sentido se ve comprometida. Para que la decisión de tomar parte en el experimento sea
válida, en efecto, no sólo debe ser libre sino también consciente, y para ello se ha de tener
el suficiente conocimiento y comprensión del asunto. La información que deben recibir los
sujetos de la investigación debe comprender los objetivos de la investigación, los
procedimientos que se van a emplear, los riesgos esperados y la posibilidad de hacer
preguntas y de retirarse de la investigación en cualquier momento. Pero sobre todo debe
ser comprensible para el sujeto, es decir, clara, concisa y adaptada a su capacidad de
comprensión. Por eso es evidente que la forma de facilitarla es tan importante como la

11
Consciente de este problema, la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de 2005, en
su artículo 15.2, tras hacer un llamamiento reiterado a los países desarrollados para que, haciendo realidad el
principio de solidaridad, compartan los beneficios de sus investigaciones con los países en desarrollo (acceso
a los conocimientos científicos y tecnológicos, suministro de nuevas modalidades terapéuticas, etc), apostilla
que “los beneficios no deberían constituir incentivos indebidos para participar en actividades de
investigación”.
12
Cfr. Eugenio R. Zaffaroni, Sistemas Penales y derechos Humanos en América Latina, Buenos Aires,
Depalma, 1986, p. 308.
13
Diana Serrano y Ana María Linares, “Ethical Principles of Biomedical Research on Human Subjects: Their
Application and Limitations in Latin America and the Caribbean”, en Bulletin of PAO 24 (4), 1990, pp. 473-
475.
información misma. Por muy profusa y exhaustiva que sea la información ofrecida, si se
presenta mediante tecnicismos o mediante un lenguaje en cualquier caso inasequible para
los sujetos del experimento, la capacidad de éstos para tomar una decisión informada
desaparece. Y es claro que cuando los sujetos tienen un bajo nivel de formación son presas
más fáciles de una información intencionadamente compleja e incomprensible para ellos.
Por eso los altos índices de analfabetismo aún existentes en muchos países en desarrollo
dificultan, cuando no impiden, considerar que el consentimiento se ha prestado libremente
y con conocimiento de causa.

Pero ni siquiera la obtención del consentimiento en las mejores condiciones es


suficiente, pues la experimentación plantea otros requerimientos éticos que también
fracasan con harta frecuencia. Seguramente el más importante es el que tiene que ver con
el especial cuidado requerido por los pacientes que toman parte en la investigación, sujetos
especialmente vulnerables porque a su condición de participantes en el ensayo, con los
riesgos que ello comporta, suman su condición de enfermos, necesitados por eso mismo de
un tratamiento. Los problemas más frecuentes con estos sujetos aparecen a propósito del
suministro de placebo cuando forman parte de un grupo control.

Se denomina “placebo” a cada tratamiento o componente del mismo que se emplea


deliberadamente por sus efectos específicos psicológicos o psicofisiológicos y que es
adoptado por su presunto efecto sobre un paciente, síntoma o enfermedad, pero sabiendo
que está en realidad privado de actividad específica frente a la enfermedad o condición
tratada. El sistema de experimentación randomizada, de doble ciego y con placebo
constituye el método estándar para la valoración de los efectos de un fármaco, eficacia,
toxicidad, reacciones adversas, etc. Y es que empleando placebo se plantea el estudio
comparativo en las mejores condiciones de igualdad, también psicológica, entre el grupo
tratado y el grupo control. Ahora bien, al suministrar placebo a los pacientes del grupo
control se les está privando de tratamiento para su enfermedad. Por eso, a excepción de los
casos en que pueda dejarse transitoriamente el tratamiento sin que ello produzca una
influencia negativa en el curso de la enfermedad, sólo cuando no se conoce un tratamiento
efectivo es ético comparar un nuevo tratamiento potencial frente a un placebo 14. Por el

14
El artículo 29 de la Declaración de Helsinki, en su redacción tras la reforma de Edimburgo 2000, establece
claramente que el uso del placebo o del no tratamiento en los estudios destinados a controlar la eficacia de un
nuevo método diagnóstico o terapéutico, sólo es lícito cuando “no exista un método diagnóstico o terapéutico
demostrado”. Sobre la ética del uso de placebo en los ensayos clínicos y las exigencias que impone al
contrario, suministrar placebo a los pacientes cuando existe un tratamiento efectivo,
incluso aunque hayan prestado su consentimiento a ello, equivale a convertirlos en meros
instrumentos de la investigación, despreciando el principio -consagrado en todas las
declaraciones éticas a las que más arriba se ha hecho referencia, empezando por la de
Helsinki- de que las metas de la investigación son siempre secundarias respecto al
bienestar de los participantes.

En países del Tercer mundo resulta relativamente fácil realizar experimentaciones


con humanos que rebasan las líneas señaladas: porque a los sujetos participantes no se les
solicita el consentimiento informado (o se les solicita sin una información adecuada o
comprensible para ellos) y/o porque se les niega el mejor tratamiento conocido para
aumentar la eficiencia de la investigación. Y como muestra un botón. Se ha sabido que en
la década de los 90 se realizaron en África y en Tailandia varios estudios patrocinados por
el Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos para prevenir la transmisión
vertical de la infección por el virus de inmunodeficiencia. En esos momentos se disponía
ya de un antirretroviral, la zidovudina, que administrada en altas dosis durante el embarazo
reducía significativamente la proporción de la transmisión del virus al niño; de hecho en el
Primer mundo éste era el estándar de atención recomendado para todas las embarazadas
infectadas de VIH. Los ensayos fueron diseñados para probar el efecto de una dosis de
droga mucho menor. Sin embargo, en lugar de comparar el efecto de la zidovudina a
menor dosis con el estándar de atención (la droga en altas dosis), a las pacientes del grupo
control se les suministró placebo, exponiéndolas así a un alto riesgo de transmisión
materno-fetal. La justificación aportada por los grupos investigadores se resume en dos
ideas: el placebo es el modo más rápido y eficiente de obtener información que será muy
útil para el Tercer mundo [y para el Primero, suponemos nosotros]; además –se añadía-
estas mujeres no hubieran recibido en su país tratamiento con antirretrovirales, por lo que
su participación en el ensayo no ha empeorado su situación. Si el ejemplo es relevante no
es sólo porque el caso que reproduce es paradigmático (el empleo de placebo en pacientes
de los grupos control) sino porque también es paradigmática la justificación que se ofrece
(se aumentará así la eficiencia de la investigación y de todas formas se está proporcionado
a las pacientes el tratamiento local que hubieran recibido; es decir, ninguno). Este tipo de

respecto la Declaración de Helsinki, véase F.X.Carné Cladellas, “Uso de placebo en los ensayos clínicos”, en
HUMANITAS. Humanidades médicas. Tema del mes on-line, núm 7, septiembre 2006, y la amplia
bibliografía allí citada.
experimentos y de justificaciones no sólo son abusivos y moralmente mezquinos sino
también peligrosos, pues “la aceptación de ese relativismo ético puede resultar en una
masiva explotación de poblaciones vulnerables del tercer mundo para programas de
investigación que no podrían llevarse a cabo en los países que los auspician”15.

Esta inmoralidad se conecta con otra que tiene que ver con la selección de los
grupos participantes en los ensayos. El principio de justicia o equidad, que proclama la
distribución equitativa de las cargas y riesgos de la investigación, exige que esa selección
se realice sin utilizar criterios discriminatorios, lo cual implica básicamente dos cosas. En
primer lugar, que los ensayos sin beneficio terapéutico (o sea, los que sólo son riesgosos)
no pueden realizarse a costa de la población más desfavorecida dejando a salvo a los
demás; en segundo término, que los ensayos con beneficio terapéutico (o sea, los que
también pueden ser beneficiosos) no pueden excluir a la población más desfavorecida. La
primera exigencia tiene como trasfondo el carácter arriesgado de la investigación y siempre
ha resultado clara; precisamente por eso se ha vigilado especialmente la prestación del
consentimiento de los sujetos participantes, a fin de evitar que fuesen “tentados” a tomar
parte en los ensayos con informaciones sesgadas o insuficientes o con promesas de
cualquier tipo. La segunda exigencia, sin embargo, se ha hecho sentir más recientemente,
cuando, ante la perspectiva de investigaciones terapéuticas con posibilidades de éxito para
ensayar fármacos para enfermedades penosas, fatales y carentes de tratamientos eficaces,
son muchos los enfermos que desean participar en ellas. Esto es lo que ha ocurrido
singularmente con los ensayos iniciales para descubrir fármacos eficaces para el SIDA,
pues la participación en la investigación representaba para los enfermos casi la única
esperanza de luchar contra la enfermedad. Se ha constatado, sin embargo, que en estos
ensayos en particular y en la investigación terapéutica de vanguardia en general los grupos
sociales más desfavorecidos han estado estadísticamente infrarrepresentados16. Y si esto es
así en relación con los sujetos que habitan en los países desarrollados aún lo es más en
relación con las poblaciones de los países en desarrollo. Con la paradoja añadida de que
estas poblaciones, además, pueden ser fácilmente “animadas” a participar en ensayos sin

15
Marcia Angell, “The Ethics of Clinical Research in the Third World”, The New Engand Journal of
Medicine., núm.337, 1997, p.848. Para una evaluación ética detenida de este tipo de experimentos, véase P.
Lurie, y S.M. Wolfe, “Unethical trials of interventions to reduce perinatal transmission of the human
immunodeficiency virus in developing countries”, en The New England Journal of Medicine, núm.337, 1997,
pp. 853-856.
16
Cfr. A.Pelayo, Bioética y experimentación con seres humanos, cit., pp.78-84.
beneficio terapéutico, con lo cual quiebra también la primera exigencia ética comentada.
Todo esto pone de manifiesto que por vía de investigación, lamentablemente, se confirma
una vez más que –remedando a Orwell- “todos los hombres son iguales, pero algunos son
más iguales que otros”17.

Por otra parte, puesto que el principio de justicia impone la distribución equitativa
no sólo de las cargas de la investigación sino también de los beneficios de la misma, se
viola este principio cuando los grupos humanos que soportan las cargas y riesgos de la
investigación no perciben los beneficios que se derivan de la misma. Se incurre en esta
violación, por ejemplo, cuando en una determinada sociedad la investigación se realiza
sobre grupos de gente empobrecida que después no tendrá acceso al remedio desarrollado.
Y desde luego, en una mirada global, el paradigma de la violación comentada lo
constituyen las investigaciones que, patrocinadas por un país rico, se desarrollan en el
mundo pobre y de cuyos resultados sólo se beneficiarán las poblaciones del mundo rico. El
principio de justicia exige que las investigaciones no se lleven a cabo sobre poblaciones
que, muy probablemente, no se beneficiarán de las aplicaciones resultantes de las
mismas18. O la otra cara de la moneda: hay una obligación por parte de los patrocinadores
de la investigación de proveer beneficios (particularmente medicinas) a la población del
país sobre la que se ejecuta la investigación.

Pero ¿beneficios para quién? ¿Para los sujetos de la investigación? ¿O también para
toda la comunidad? La primera cuestión no puede plantear demasiadas dudas. Una
elemental atención al principio de justicia como reciprocidad, o como compensación,
exige que aquellos que han soportado los riesgos de la investigación y que después, por
obvios motivos económicos, no van a poder beneficiarse de sus resultados, reciban la
atención médica necesaria. La Declaración de Helsinki, en su última revisión, levanta acta
de esta obligación19, y no cumplirla legitima el deshonroso título de “investigaciones

17
Nos referimos naturalmente a la magistral sátira del totalitarismo soviético que realiza G.Orwell en su
Animal Farm, de 1946: “All the animals are equal but some animals are more equal than others".
18
Destaca también esta exigencia J.M. Maya, “Ética en Investigación Biomédica y del Comportamiento”,
CES Medicina, vol 15, nº 2 (2001), p. 17.
19
Reza así el párrafo 30: “Al final de la investigación todos los pacientes que participan en el estudio deben
tener la certeza de que contarán con los mejores métodos preventivos, diagnósticos y terapéuticos probados y
existentes identificados por el estudio”. Lamentablemente en este punto las cosas no siempre son así, y
muchas veces la Declaración va por un lado y la realidad por otro. Así lo denuncia María de la Luz Casas
safari” que con frecuencia reciben estos ensayos. La segunda cuestión es –
comprensiblemente- mucho más debatida: la prestación de beneficios al país anfitrión
supone siempre un coste económico mucho más elevado que la atención médica a los
sujetos de la investigación, y por consiguiente es acogida con menos entusiasmo por parte
de las agencias patrocinadoras. Sin embargo –también en este caso- una elemental atención
al principio de justicia distributiva exige procurar que el fármaco investigado pueda llegar
a la población del país donde se realiza la investigación: si al final de la investigación la
mayoría de la población del país anfitrión no tiene acceso al fármaco pero la mayoría de la
población en los países ricos sí lo tiene, se estará violando el principio de justicia
distributiva20. Sostener lo contrario es sencillamente aprovecharse de una población que en
su conjunto y en su contexto es extremadamente vulnerable, y se llama explotación21.

Desde perspectivas multiculturalistas o de un cierto relativismo cultural hay quien


entiende que lo que sucede en todos estos casos es que la bioética de cuño occidental tal
vez no sea aplicable a la investigación biomédica llevada a cabo en los países en
desarrollo22. Se dice por ejemplo, en relación con la exigencia del consentimiento, que “en
algunas regiones de América Latina y el Caribe (…) la vida de cada persona tiene sentido
en relación con la función que desempeña en la comunidad; por tanto se espera que
participe en los proyectos de interés comunitario (…). En esta clase de sociedades resulta

Martínez, “La consideración del sujeto de investigación como parte activa en la empresa farmacéutica”, en
Acta Bioethica, vol. 11, nº 2 (2005), pp. 183 ss.
20
Ruth Macklin, “Ética de la Investigación Internacional: el problema de la justicia hacia los países menos
desarrollados”, en Acta Bioethica, vol 10, nº 1, 2004.
21
Así de clara y contundentemente argumenta Ruth Macklin (Ibídem): “Ocurre explotación cuando las
personas –o las agencias ricas o poderosas- obtienen ventaja de la pobreza, debilidad o dependencia de los
otros, usándolos para servir sus propias metas (las de los ricos o poderosos), sin beneficios adecuados para
compensar a los individuos o a los grupos que son dependientes o menos poderosos (…) Por tanto surge la
pregunta: ¿se trata de explotación cuando el poder entre los grupos es desigual y el grupo más fuerte recibe
beneficios mientras que el partido más débil recibe nada?”. Porque esto es justamente lo que sucede en las
“investigaciones safari”.
Es de resaltar que, aunque la Declaración de Helsinki no contiene ninguna previsión sobre este punto, las
Pautas CIOMS sí, y repetidamente. Singularmente afirma este compromiso la Pauta 10 (Investigación en
Poblaciones y Comunidades con Recursos Limitados), al establecer que cuando la investigación se realice en
poblaciones o comunidades con recursos limitados, “el patrocinador y el investigador deben hacer todos los
esfuerzos para garantizar que (…) cualquier intervención o producto desarrollado, o conocimiento generado,
estará disponible razonablemente para beneficio de aquella población o comunidad”.
22
Así, Diana Serrano y Ana María Linares, “Ethical Principles of Biomedical Research on Human Subjects”,
cit., que siguen en esto (vid. n. 19) a Robert J. Levine, “Validity of Consent Procedures in Technollogically
Developing Countries”, en Z. Bankowski y N. Howard-Junes (eds.), Human Experimentation and Medical
Ethics, XV th CIOMS Round Table Conference, CIOMS Round Table Proceedings Nº 15, Ginebra, 1982, pp.
16 ss. En el mismo sentido se pronuncia William J. Curran, “Subject consent requirements in clinical
research: an international perspective for industrial and developing countries”, en esas mismas Actas.
difícil imaginarse cómo pueden entrar en conflicto los intereses del sujeto con los de su
comunidad. Puesto que las necesidades de ésta son generalmente apremiantes, los derechos
del sujeto de investigación y la ética del proyecto mismo han de encajar en el marco de las
metas que dicha sociedad se ha trazado”23. En suma, lo que se sostiene es que en algunas
sociedades y en algunas circunstancias, singularmente cuando hay necesidad de investigar,
puede resultar inapropiada una aplicación rígida del consentimiento con conocimiento de
causa, y resulta mucho más apropiado aplicarlo en concordancia con su realidad cultural. Y
el mismo tipo de consideraciones cabe hacer en relación con los principios de beneficencia
y de justicia.

Sin embargo no me parece aceptable esta posición. Ciertas concesiones al


relativismo moral y cultural tal vez sean necesarias, pero desde luego no en materia de
investigación y experimentación con seres humanos. Los valores de la autonomía, la
dignidad y la igualdad pertenecen a ese mínimo ético a partir del cual habría que tejer toda
discusión bioética y por consiguiente no pueden ser relativizados24. Menos aún cuando está
en juego la vida y la salud. Y menos aún –cabría seguir añadiendo- cuando la relativización
de esos valores sólo sirve a los intereses de quienes, paradójicamente, han hecho de su
defensa una bandera. Por eso, mientras las cosas sigan siendo así, habremos de concluir
que sólo nos tomamos esos principios en serio cuando los protagonistas somos nosotros,
los amos del mundo, mientras que tales principios se esfuman cuando afectan a los otros,
los habitantes del Sur.

3. Los vínculos negativos … ¿Y positivos?

3.1. ¿Poner puertas al campo? Cosas sobre las que no se puede investigar

“Si el hombre ha llegado a ser lo que es -único ser vivo que se sabe consciente de sí
mismo y de su entorno: el homo sapiens sapiens- es gracias a los conocimientos exactos
que ha sabido adquirir poco a poco y ha transmitido de generación en generación. Por tanto
no cabe en ningún caso plantearse el parar o aminorar en nada este impulso instintivo hacia

23
Ibídem.
24
Junto con Pablo de Lora, he argumentado a favor de una bioética (principialista) de mínimos en nuestro
Bioética. Principios, desafíos y debates, Madrid, Alianza Editorial, 2008.
el conocimiento que constituye el honor del hombre. Todo conocimiento es una liberación
de numerosas servidumbres. Toda ignorancia es una limitación”.
Con estas palabras defendía Jean Dausset en el año 1991 la libertad de
investigación25. En ellas se resumen dos ideas. La primera, que la libertad de investigación
es fundamental para el progreso del saber y se justifica por el derecho de la humanidad a
conocer. La segunda, que la libertad de investigación científica, y muy especialmente la
que tiene lugar en la biología y la medicina, se justifica también por las beneficiosas
repercusiones que sus resultados pueden tener para las personas en términos de salud y
bienestar. Si hemos conocido un espectacular progreso en nuestras vidas ha sido gracias a
los avances científicos y tecnológicos, y si estos se han producido ha sido gracias a
investigaciones audaces que no han sido impedidas. Ciencia, libertad y progreso se
presentan, pues, como conceptos inescindibles. De hecho la libertad de investigación
científica es un valor que en una sociedad mínimamente ilustrada muy pocos se atreven a
cuestionar26.

¿Qué ha sucedido entonces para que en los últimos tiempos cada vez más voces
cuestionen la libertad de investigación? ¿Cómo se explica que hoy muchos se pregunten
hasta dónde debe llegar esa libertad o si debemos poder conocer todo lo que se puede
conocer? ¿Qué ha pasado para que, paradójicamente, esto ocurra en el mismo momento en
que el conocimiento hace progresos extraordinarios? ¿Por qué ese cuestionamiento se
vincula sobre todo a las ciencias biológicas y biomédicas? ¿Qué hay de malo en el avance
ilimitado de ese ámbito del saber? ¿Qué hay de malo en el dominio de la vida?

La respuesta a estas preguntas parece evidente. Lo que ha pasado es que los


avances son tan espectaculares que producen vértigo, y hay sobrados motivos para pensar
que serán aún más notables en un futuro inmediato. Que en el horizonte del inaudito
potencial científico se atisban serios riesgos y amenazas para los equilibrios de la biosfera

25
Jean Dausset, Premio Nobel, Presidente del Movimiento Universal de la Responsabilidad Científica: “Los
derechos del hombre frente al progreso del conocimiento. Propuesta de una adición a la Declaración
Universal de los Derechos Humanos” (Journal International de Bioethique, Mar.91, nº1, vol.2. Traducción
del original: Mario Clavell Blanch, publicado en Cuadernos de Bioética, 8, 4º, 1991, pp. 49 ss.).
26
Tan es así que la Declaración Universal de Bioética y Derechos Humanos de octubre de 2005 se abre
reconociendo entre otras cosas que “gracias a la libertad de la ciencia y la investigación, los adelantos
científicos y tecnológicos han reportado, y pueden seguir reportando, grandes beneficios a la especie humana,
por ejemplo aumentando la esperanza de vida y mejorando la calidad de vida”.
y para el porvenir de la especie humana. Que se tiene el temor de que los potenciales
daños, que en el pasado también existían pero se percibían menores y más localizados,
tengan ahora un alcance grave y un impacto global. Y ese vértigo, además, resulta
especialmente acusado en el campo de la genética, cuyos avances permiten realizar cosas
hasta hace poco impensables.

En términos generales, pues, los recelos que despiertan este tipo de conocimientos
tienen mucho que ver con los peligros que se visualizan. Si se plantea la utilización de esos
conocimientos para seleccionar los “caracteres” de las personas aparecen enseguida los
clásicos problemas de la eugenesia. Si se considera la posibilidad de realizar a partir de
ellos test genéticos capaces de detectar anomalías presentes o futuras, por ejemplo nuestra
propensión a padecer ciertas enfermedades, se atisba el peligro de convertir a los
individuos en seres “transparentes”, casi sin secretos, y por ello tremendamente
vulnerables, por ejemplo a los intereses de las compañías mercantiles: en el ámbito de la
contratación y de los seguros de vida y sanitarios, sin ir más lejos, muchas empresas
estarían encantadas de conocer nuestros datos genéticos, pero es evidente que ello podría
dar lugar a discriminaciones. El análisis del genoma humano permite controlar al individuo
a través de la “huella genética”, pero ¿en manos de quién estará esa información?; ¿del
Estado?; ¿no caeremos así en el universo orwelliano del Big Brother que todo lo
controla?27 Los conocimientos genéticos, además, se pueden usar para la mejora de las
cosechas y de la producción animal o para la obtención de medicamentos, pero sus
condiciones de patentabilidad no hacen sino aumentar las diferencias entre el próspero
Norte y el subdesarrollado Sur; es decir acentúan la injusticia.

Los anteriores ejemplos sugieren que las objeciones a la investigación no son


generales sino selectivas, y se focalizan sólo sobre aquellas investigaciones cuyas posibles
consecuencias se atisban como riesgos o potenciales peligros. Obedecen, pues, a la

27
Temores de este tipo se han hecho realidad ante medidas legislativas concretas. En España, por ejemplo, se
ha aprobado la Ley Orgánica 10/2007, de 8 de octubre, reguladora de la base de datos policial sobre
identificadores obtenidos a partir del ADN. Se trata de la creación de una única base de datos policial en la
que se inscribirán los datos de ADN obtenidos en el marco de una investigación criminal. La confesada
finalidad de la ley –que por lo demás secunda la regulación ya existente en otros países- es optimizar la
investigación criminal, así como facilitar la identificación de restos cadavéricos y la averiguación de personas
desaparecidas. Es verdad que la ley fija periodos máximos de conservación de esos datos, pero eso no ha
mitigado los temores de algunos ante la posibilidad –también contemplada por la ley- no sólo de usar los
datos en las investigaciones internas sino también de cederlos a las Autoridades Judiciales, Fiscales o
Policiales de terceros países y al Centro Nacional de Inteligencia.
sensación de los peligros en las “sociedades del riesgo”, en la elocuente alusión de Ulrich
Beck a las sociedades tecnológicamente avanzadas28. Esto es particularmente visible si se
considera la radical condena que reciben en muchos sectores algunas de las acciones
vinculadas también al campo de la genética, como las intervenciones o manipulaciones
genéticas y la clonación de seres humanos. Entre los argumentos esgrimidos frente a las
primeras hay desde luego uno que destaca por su contundencia y cuya formulación además
es muy simple: “estaríamos jugando a ser Dios”, algo considerado como malo en sí mismo
y que nos precipita “en una especie de caída moral libre”29. Ahora bien, dejando de lado
este argumento, los mayores reparos tienen que ver –de nuevo- con los riesgos. Y téngase
en cuenta que no sólo se visualizan y temen los efectos colaterales que puedan derivar para
la salud, sino también otros peligros que tienen un alcance social. El miedo mayor es el
riesgo de que resulte modificado el genoma humano y desde luego la posibilidad de
deslizamiento hacia modificaciones no ya terapéuticas sino puramente eugenésicas30. ¿No
se empezará –cabe pensar- por usar las manipulaciones genéticas para curar una
enfermedad y se terminará diseñando un “hombre a la carta”? ¿No se utilizarán para
seleccionar o perfeccionar interesadamente determinados caracteres del ser humano que se
consideran “deseables”? ¿No correremos el riesgo de poner estas técnicas no al servicio del
hombre sino de un poder o de una ideología31.

Las objeciones que acabamos de comentar están presentes aún con más fuerza en el
caso de la clonación de seres humanos, que en el imaginario social ha tenido siempre una
imagen casi demoníaca. Aunque la literatura de ciencia ficción ya había fantaseado con
28
Ulrich Beck, La sociedad del riesgo (1986), trad. cast. de J.Navarro, D.Jiménez y M.R.Borrás, Barcelona,
Paidós, 1998.
29
Véase Ronald Dworkin, “Jugar a ser Dios. Genes, clones y suerte”, en Claves de la Razón Práctica, nº135,
septiembre 2003, pp.4-12.
30
Precisamente por eso el Convenio de Bioética del Consejo de Europa establece en su artículo 13 que
“únicamente podrá efectuarse una intervención que tenga por objeto modificar el genoma humano por
razones preventivas, diagnósticas o terapéuticas y sólo cuando no tenga por finalidad la introducción de una
modificación en el genoma de la descendencia”. Y en España, el RD 223/2004 de 6 de febrero que regula los
ensayos clínicos con medicamentos prohíbe incluso (art.1.3) los ensayos clínicos con medicamentos de
terapia génica que produzcan modificaciones en la identidad génica de la línea germinal.
31
Con estas elocuentes palabras expresa Hans Jonas la preocupación comentada: “es imperceptible el paso
que lleva de aliviar al paciente -una meta perfectamente acorde con la tradición médica- a aliviar a la
sociedad de la incomodidad provocada por comportamientos individuales difíciles entre sus miembros
(…) Se abre así un campo indefinido de potencialidades preocupantes. Los rebeldes problemas del
dominio y de la anomia en la moderna sociedad de masas hacen extremadamente seductor el extender
tales métodos de control a categorías extramédicas con vistas a la manipulación social”, Hans Jonas, El
principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, trad. de J.M. Fernández
Retenaga, Barcelona, Ed. Herder, 1995, capítulo VII, 2: “El control de la conducta”.
ello, hasta hace poco la posibilidad de clonar un ser humano parecía estar bastante lejana.
Desde 1997, sin embargo, cuando se anunció la primera clonación de un mamífero (Dolly,
la oveja escocesa), las elucubraciones sobre la posibilidad de clonar seres humanos se han
disparado y las noticias sobre las investigaciones en marcha y sobre sus fallidos intentos se
suceden sin parar32. Es evidente que la clonación de seres humanos, en caso de que fuera
técnicamente viable, sugiere posibilidades sencillamente fabulosas y que hasta hace bien
poco hubieran parecido puras fantasías. Por ejemplo posibilitaría la paternidad de aquellas
parejas a las que hoy les resulta imposible a menos que acudan a la donación de gametos;
pero también haría factible la paternidad de un hombre sólo; como también sería posible –
considerando el uso de la transferencia nuclear- que un niño tenga tres madres: una
(genética) que aporta el núcleo celular y con ello el ADN nuclear, otra (genética también)
que aporta el óvulo enucleado y por tanto el ADN mitocondrial y otra tercera (biológica)
que gesta aportando el útero33. Incluso la madre legal podría ser distinta de las anteriores:
en los casos de gestación subrogada en los que, además, ni el núcleo celular ni el óvulo
enucleado con los que se ha realizado la transferencia nuclear pertenezcan a ella.

Los reparos ante tan espectaculares e inéditas perspectivas son perfectamente


comprensibles. Y no sólo porque las posibilidades reproductivas señaladas resulten para
muchos desconcertantes, o porque representen una manifestación más –quizás la más
grandiosa- de ese “jugar a ser Dios” del que antes hablábamos y que resulta tan
inquietante, o porque –como sucede en la clonación terapéutica- la obtención de líneas de
células troncales supone la creación ad hoc y posterior destrucción del embrión, sino
también porque se perciben riesgos de muy diverso tipo. Se temen, por ejemplo, los
impredecibles resultados para la salud física y psíquica de los individuos creados de este
modo, así como los peligros para el propio genoma y la supervivencia de la especie, pues
en la medida en que la clonación, frente a la reproducción sexual que es un generador de
diversidad, produce seres genéticamente idénticos, frenaría la evolución biológica y

32
Fallidos y a veces objeto de fraude. Uno de los más notables tuvo lugar cuando en febrero de 2003 se
difundió a bombo y platillo la noticia (falsa, como después se supo) de que científicos de la Universidad de
Seul, encabezados por los profesores Woo Suk Hwang y Shing Yong Moon, consiguieron clonar, mediante la
técnica de transferencia de núcleos, 30 embriones humanos y obtuvieron a partir de uno de ellos una línea de
células madre embrionarias.
33
En realidad, según afirmó su creador, el profesor Ian Wilmut del Roslin Institute de Edimburgo, este fue,
de hecho, el caso de Dolly.
nuestra capacidad de adaptación al medio34. Pero se atisba también –como en el caso de las
manipulaciones genéticas- el riesgo de terminar creando seres humanos “a la carta”, al
servicio de fines ideológicos o mercantiles o en cualquier caso espurios e inconfesables.

Como puede verse, las objeciones que se esgrimen tanto frente a las
manipulaciones genéticas como frente a la clonación son de diverso calado y fortaleza. No
es el propósito de este trabajo desarrollarlas o refutarlas35, pero sí creo conveniente
destacar que la eventualidad de los riesgos y peligros no autoriza a cancelar el debate por
la vía de eludirlo y a prohibir las investigaciones sin más, sin considerar siquiera los
beneficios que tales conocimientos pueden reportar y las posibilidades reales de conjurar
los riesgos. La necesidad de ponderar los posibles beneficios es clara en el caso de las
manipulaciones genéticas, que podrían contribuir a evitar muchas enfermedades. Pero
también es clara en el caso de la clonación. Más aún cuando hoy en día, a raíz del
descubrimiento de otros importantes hechos biológicos, la clonación es contemplada en las
investigaciones más audaces como una técnica que podría posibilitar el trasplante de
tejidos y órganos. No en vano se habla de clonación terapéutica para designar a la que se
realiza con esta finalidad. Y es que aunque el miedo mayor es el posible deslizamiento
hacia la clonación reproductiva, no se puede perder de vista que en el horizonte de estas
investigaciones se dibujan posibilidades terapéuticas para muchas enfermedades graves
hoy por hoy incurables. Cierto que seguramente aún falta mucho para que ese horizonte se
alcance, o al menos en el nivel de expectativas que se han generado. Pero cortar de raíz
esas posibilidades sólo porque podría hacerse un mal uso de ellas equivale a despreciar por
completo las esperanzas de curación que reportan para millones de seres humanos. Y ello
por no hablar de la incoherencia que supone hacer valer el argumento de la pendiente
resbaladiza sólo cuando se estima conveniente: ¿acaso las investigaciones en energía
nuclear no pueden dar lugar (han dado, desgraciadamente) a abusos?; ¿acaso muchas
investigaciones bioquímicas o la propia ingeniería genética no pueden ponerse (se ponen,
desgraciadamente) al servicio de la destrucción masiva? Cualquier conocimiento, o casi

34
Aunque, como afirma con elocuencia Jesús Mosterín, “esto sería un peligro si la clonación reemplazase por
completo a la reproducción sexual, cosa totalmente improbable, dado que la segunda es mucho más segura,
barata y divertida que la primera”.Jesús Mosterín, “Dilemas éticos en la investigación biomédica”,
Humanitas.Humanidades médicas. Tema del mes online, nº 25, marzo de 2008, p.13. (www. Humanitas.es).
Para una relación de las objeciones contra la clonación terapéutica así como de las respuestas a las mismas,
puede consultarse RodolfoVásquez, “La Clonación reproductiva en seres humanos”, ahora en Del Aborto a la
Clonación. Principios de una Bioética Liberal, México, FCE, 2004, pp.109 ss.
35
Están desarrolladas en Pablo de Lora y Marina Gascón, Bioética, cit., capítulo 6.
cualquier conocimiento, lleva in germen un potencial de abuso. El mal no está en el
conocimiento en sí, sino en el uso que de él hagamos.

El problema, por consiguiente, como en tantos asuntos humanos, es de deslinde:


entre aquello que puede y debe hacerse porque no daña a nadie ni pone en peligro bienes
que estimamos valiosos y en cambio redunda en importantes beneficios para algunos, y
aquello que pese a poder hacerse no debe ser hecho porque daña a algunos o pone en serio
riesgo bienes o valores que consideramos dignos de protección. Sostener una posición
radicalmente objetora de estas técnicas y de la actividad investigadora que las sustenta,
destacando sólo sus peligros y sin considerar siquiera los efectos positivos que pueden
reportar, aparte de representar la enésima manifestación del argumento de la pendiente
resbaladiza36, es demasiado simplista; tan simplista como mantener una posición
radicalmente abierta hacia las mismas, destacando sólo sus ventajas y sin considerar
siquiera los posibles riesgos y efectos negativos que de ellas pueden derivar. Estos últimos,
además, movidos muchas veces por las expectativas económicas que derivan del desarrollo
científico, parecen regidos –como afirma Fernando Lolas- “por lo que algunos llaman
irónicamente <<el principio de Mateo>>, aludiendo a la frase evangélica que dice: a los
que tienen se les dará”. El valor cultural de la ciencia se daña tanto por unos como por
otros37. Ambas posturas producen insatisfacción.

En los últimos tiempos se ha ido consolidando una saludable posición que,


proclamando la libertad de investigación, reclama al propio tiempo un ejercicio
responsable de la misma y un uso prudente de los conocimientos que con ella se alcancen.
Los principios de responsabilidad y de precaución, estrechamente relacionados,
constituyen una buena expresión de esta llamada a la cautela y a la prudencia ante la
conciencia del riesgo. El primero ha sido formulado por Hans Jonas siguiendo la forma del
imperativo categórico kantiano: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean
compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”38. Y el
segundo da igualmente alcance no sólo ético sino también político y jurídico a la idea de

36
Un argumento que, interpretado en sentido estricto, en este contexto constituye una falacia, dado que da
por sentado que se producirán consecuencias que no son seguras y a veces ni siquiera probables. Se funda, de
hecho, en una deliberada exageración.
37
Fernando Lolas Stepke, “Investigación que involucra sujetos humanos: dimensiones técnicas y éticas”, en
Acta Bioética, v.10, nº1, Santiago 2004, p.4.
38
Hans Jonas, El principio de responsabilidad, cit., capítulo IV, “Viejos y nuevos imperativos”.
responsabilidad en la anticipación de los riesgos y hoy figura en diferentes convenios
internacionales39. Ahora bien, que la conciencia de los riesgos sea saludable no significa
que haya que paralizar la investigación; y mucho menos la investigación biomédica que
tiene como horizonte corregir ciertas “desventajas” naturales relevantes, pues ello no deja
de ser una manifestación de insolidaridad y de no-aprecio por el otro, al que pretende
consolársele con el mensaje de que eso es lo que le ha “tocado” en la lotería genética de la
vida40. Y desde luego no deja de ser un modo consciente de perpetuar las desigualdades
usando, eso sí, un argumento (el de los riesgos) que nos hace sentir más cómodos en el
pequeño o grande espacio de fortuna que nos ha “tocado”. Si la asociación humana posee
las técnicas para corregir esas desventajas de algunas personas y no lo hace, o tiene la
posibilidad de no interferir en las investigaciones que pudieran conducir a su obtención e
interviene, hay al menos algún motivo para la reflexión.

Pero no es este el único motivo para la reflexión. Ni mucho menos. Merece la pena
hacer otra consideración relacionada también con la ética de la investigación biomédica y
el desarrollo del mundo más desfavorecido.

3.2. Los vínculos positivos: Cosas sobre las que se debe investigar

La consideración referida tiene que ver con la otra faz de los vínculos a la
investigación: la de los vínculos positivos. No deja de ser paradójico que el intento
creciente de establecer vínculos negativos a la investigación (cosas sobre las que no se
debe investigar) conviva con una ausencia clamorosa de esfuerzos por establecer también
vínculos positivos (cosas sobre las que se debe investigar). Esto es particularmente
llamativo si se considera que la investigación biológica y biomédica, que por sus
elevadísimos costes suele estar respaldada en la mayoría de los casos por financiación
privada y que por su altísimo interés político ha propiciado una especie de carrera entre los
Estados por “llegar a tiempo” o al menos por no ser los últimos, tiende a apartar de su

39
Sobre el principio de precaución, cfr., entre otros, Jorge Riechmann y Joel Tickner (coords.), El principio
de precaución, Barcelona, Icaria, 2001, y Carlos María Romeo Casabona (coord.), Principio de precaución,
Biotecnología y Derecho, Granada, Comares-Fundación BBVA, 2004.
40
Repárese en que incluso la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos, en
su artículo 17, y apelando justamente a la “solidaridad”, animaba a los Estados a fomentar “las
investigaciones encaminadas a identificar, prevenir y tratar las enfermedades genéticas o aquellas en las que
interviene la genética, sobre todo (…) las enfermedades endémicas que afectan a una parte considerable de la
población mundial”.
campo de interés aquellas investigaciones que constituyen en cambio una prioridad
absoluta para las zonas más desfavorecidas del planeta. De hecho, la Organización
Mundial de la Salud (OMS) ha constatado que sólo un 10% del gasto en I+D en salud se
dirige a los problemas de salud que afectan al 90% de la población mundial41.

El problema que presentan los medicamentos huérfanos (productos que no han sido
desarrollados porque afectan, por ejemplo, a enfermedades raras con escasa incidencia en
la población, o a enfermedades con mercados muy importantes pero insolventes, en
definitiva porque no son rentables) constituye el paradigma de lo que se acaba de decir.
Tomemos el ejemplo de la anemia de células falciformes o anemia drepanocítica, una
enfermedad genética hereditaria mortal que se desarrolla cuando se heredan dos copias del
gen defectuoso, una de cada progenitor. La enfermedad es considerada como “rara”, pese a
que los datos no sugieren precisamente esta calificación: 50 millones de personas son
transmisoras del gen responsable de la patología, está presente en más de la mitad de los
195 países del planeta y hay 380.000 nuevos nacimientos anuales de niños afectados a
nivel mundial. En concreto, las zonas del Planeta más afectadas son África, Suramérica,
Centroamérica y el Caribe, India, Arabia saudí y algunas zonas de la franja mediterránea.
Y entre los países occidentales se calcula que en USA, por ejemplo, la enfermedad afecta a
unas 100.000 personas, en su mayoría afroamericanos. De hecho, el 8% de los
afroamericanos son portadores del rasgo de la célula falciforme: en total unos 2 millones.
Por eso, a la vista de estos datos, no es extraño que emerjan algunas preguntas: la
calificación de la enfermedad como “rara” ¿no obedecerá acaso a su distribución en la
población? ¿No tendrá nada que ver el hecho de que el 80% de los afectados sean niños
africanos? El Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, en una declaración oficial con
ocasión del primer Día Mundial de la Anemia Falciforme (19.06.2009), reconoció este
problema como una prioridad mundial de salud pública y apeló a los líderes del mundo
para que ayuden a conocer mejor esta enfermedad. Ahora bien, mientras la enfermedad
siga siendo considerada como “rara” resultará realmente difícil que se adopten las medidas
adecuadas para luchar contra ella. En contraste con esto llama la atención que entre 2009 y

41
PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano 2003. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio: un pacto entre
las naciones para eliminar la pobreza, Madrid, Mundi-Prensa, 2003, p.158 (tomo la información de Felipe
Gómez Isa, “Biotecnología y derecho al desarrollo”, en Biotecnología, desarrollo y justicia (C.M.Romeo
Casabona ed.), Bilbao-Granada, Comares-Fundación BBVA, 2008, pp.71-72, donde pueden consultarse más
datos que ponen de relieve que la brecha tecnológica existente entre el Norte y el Sur se está convirtiendo en
un factor más de exclusión).
2010 los países occidentales hayan gastado miles de millones de euros en vacunas contra la
gripe A H1N1, que ha causado (sólo) alrededor de 20.000 muertes en todo el mundo.

La explicación de estas situaciones es bien fácil de entender. Puesto que la mayor


parte de la investigación biomédica está en manos de actores privados, el desarrollo de un
nuevo fármaco está orientado por perspectivas comerciales, con el dramático resultado de
que mientras en el Primer mundo se invierten ingentes cantidades de dinero y esfuerzo en
muchas investigaciones poco o nada relevantes para la salud humana pero muy rentables,
en el Tercero millones de personas mueren cada año, por ejemplo de malaria o en general
de enfermedades “de pobres”, porque las investigaciones para desarrollar vacunas o
medicamentos para hacerles frente constituye para las compañías farmacéuticas una
aventura precaria.

Esto significa que los habitantes de los países en desarrollo sólo se benefician de la
investigación en salud cuando padecen enfermedades que afectan también a los países
desarrollados; y sólo en principio, pues los altos precios de los tratamientos, por los
derechos de propiedad intelectual, les impiden en la práctica el acceso a ellos 42. Pero
significa también que la empresa investigadora, que en el imaginario colectivo suele
aparecer como un espacio de libertad movido por el puro afán de saber, es una compleja y
potente maquinaria animada muchas veces (sólo o principalmente, y este es el problema)
por intereses económicos y políticos, y sirve así para ahondar la ya profunda brecha
existente entre el mundo rico y el pobre, entre la prosperidad y la miseria.

Algunas declaraciones internacionales que contienen implícitamente una denuncia


del diferente aprovechamiento de los progresos de la ciencia en el mundo rico y en el pobre
hacen un llamamiento a los Estados para que fomenten el acceso a ellos de toda la
población mundial, sin distinciones. Pero no sólo para que difundan la información

42
Entre los muchos ejemplos posibles de esta situación cabe destacar, por su actualidad y controversia, el
supuesto de la vacuna para combatir el cáncer de cuello de útero mediante la evitación de la transmisión del
VPH (virus del papiloma humano), responsable del 70% de esos tumores (en España murieron 594 mujeres
por este cáncer en 2005). En un reportaje reciente, el nada sospechoso New York Times daba cuenta del eficaz
marketing y lobbismo que han desarrollado multinacionales farmacéuticas como Merck (la vacuna es el
Gardasil) o Glaxo (Cervarix) para lograr la vacunación obligatoria en adolescentes de 14 y 15 años en
Estados Unidos. Con ello se evitarán escasísimos casos en una cáncer ya de por sí de muy escasa incidencia
en el Primer Mundo (no así, en cambio, en el Tercero, donde no se acometerán procesos de vacunación;
véase Elisabeth Rosenthal, “The Evidence Gap: Drug Makers’ Push Leads to Cancer Vaccines’ Fast Rise”,
The New York Times, 19-8-2008).
científica a nivel internacional, o para que compartan los beneficios resultantes de la
investigación y sus aplicaciones con los países en desarrollo (a través, por ejemplo, del
suministro de nuevas modalidades o productos de diagnóstico y terapia), sino también, y
muy principalmente, para que reconozcan “que es importante que la investigación
contribuya a la paliación de los problemas urgentes de salud a escala mundial” y que las
“actividades de investigación transnacionales en materia de salud deberían responder a las
necesidades de los países anfitriones”. Con estas justas pero insuficientes palabras se
pronuncia la Declaración Universal de Bioética y Derechos Humanos de 2005 en su
artículo 21.3. Justas porque es evidente que si hoy se concibe la salud como un bien
fundamental de las personas, al punto de que en las sociedades del bienestar se configura
como un auténtico derecho, entonces es un bien fundamental de todas las personas,
también de las que habitan las zonas más desfavorecidas, y los Estados más desarrollados
tienen alguna responsabilidad moral al respecto. Pero insuficientes porque no basta con
apelar a los sentimientos de solidaridad de los Estados. Es además necesario emprender
acciones encaminadas no sólo a transferir a los países en desarrollo los conocimientos
alcanzados sino también a fomentar en ellos la investigación, sobre todo la investigación
más vinculada a sus prioridades, y a que –al menos mientras eso no se consiga- los
investigadores del Primer mundo dirijan también sus esfuerzos a los problemas que afectan
a la mayor parte de la población mundial: la erradicación de epidemias que asolan a los
países pobres y dificultan, cuando no impiden, su desarrollo social y económico43. Hay una
responsabilidad social global en este sentido44.

Precisamente en el afán de sortear el problema de la inaccesibilidad de las


poblaciones más pobres a los medicamentos se ha planteado una importante cuestión: la de
si debe estimularse una investigación en salud “contextualizada” o “localista”, apta para
buscar terapias tal vez menos eficaces que las conocidas pero en todo caso más factibles

43
Sobre la relación entre la salud y el desarrollo económico, pueden consultarse varios de los trabajos
contenidos en Guillem López Casanovas (dir.), “El valor de la salud”, Humanitas.Humanidades Médicas,
vol.1, nº 3, julio-septiembre 2003.
44
Se han iniciado al respecto algunos movimientos para ejecutar una política común en medicamentos
huérfanos (pero no sólo para las enfermedades raras con incidencia en los países desarrollados sino) para
todo el mundo. En abril de 2001 se celebró en Oslo una reunión, promovida por la OMS y la OMC, en la que
se apuntaron como estrategias posibles a seguir para el desarrollo de estos medicamentos el establecimiento
de precios diferenciados entre los países en vías de desarrollo y los desarrollados y una adecuada política de
medicamentos genéricos capaz de satisfacer a la vez su asequibilidad y los derechos de propiedad intelectual
de las compañías promotoras de la investigación y desarrollo de moléculas nuevas.
por ser menos costosas, o si por el contrario es un imperativo moral extender a las
poblaciones pobres el estándar de tratamiento aplicado en las ricas. La cuestión es
altamente polémica porque, por un lado, un mínimo compromiso con la igualdad en un
asunto tan sensible como el cuidado de la salud obliga a universalizar el estándar de
tratamiento más eficaz. Universalización que por lo demás no sería demasiado costosa,
porque con una ayuda de menos del 1 % del PIB de los países desarrollados se “salvarían
millones de vidas y se haría innecesaria la investigación para evaluar métodos para
combatir estas enfermedades con estándares inferiores a los de países desarrollados”.
Ahora bien, mientras esto no sucede, los planteamientos posibilistas en materia de salud no
parecen rechazables de plano porque, pese al “riesgo de reducir las presiones sobre las
compañías farmacéuticas para bajar los precios y sobre los gobiernos para reformar sus
sistemas de atención en salud”45, no puede ignorarse que representan una esperanza para
millones de personas enfermas.

Algunas de las investigaciones que se realizan en las comunidades y países menos


favorecidos promovidas por agencias externas son justamente de este tipo. Pero no siempre
es así. Y de hecho a veces se desarrollan allí investigaciones que sólo interesan aquí, lo
cual resulta paradójico si se considera la escasa atención que por lo general reciben las
enfermedades mortales que asolan al mundo menos favorecido. Dos cuestiones polémicas
afloran en estos casos. La primera ya fue destacada en el epígrafe anterior y apunta a la
necesidad de que la investigación se ajuste a las necesidades de salud de la comunidad, lo
que ya se ha convertido en un imperativo ético de la investigación biomédica. La segunda
subraya, además, la necesidad de que la comunidad participe en la investigación antes
incluso de que ésta se realice, decidiendo cuáles son sus prioridades en materia de
investigación en salud46. En otras palabras, no basta con que la investigación responda a
una necesidad de salud de la comunidad sobre la que se ejecuta, sino que es también
preciso que esa investigación sea una de las prioridades de salud de la misma. Desatender

45
Chantal Aristizábal, “Experimentación biomédica en seres humanos en países menos desarrollados”, en
Revista Colombiana de Bioética, vol. 1, nº 1, enero-julio 2006, p. 109.
46
“Antes de realizar una investigación en una población o comunidad con recursos limitados, el patrocinador
y el investigador deben hacer todos los esfuerzos para garantizar que: la investigación responde a las
necesidades de salud y prioridades de la población o comunidad en que se realizará” (CIOMS, Pauta 10).
esa exigencia es signo de un paternalismo inaceptable que, por otra parte, puede ser usado
para encubrir intereses espurios.
Las consideraciones que acaban de hacerse ponen de relieve que la cuestión
verdaderamente relevante al abordar el discutido asunto de la libertad de investigación no
es tanto (o no sólo) la de sobre qué cosas se puede o debe investigar, sino sobre todo (o
también) la de quiénes deciden, en su caso, sobre qué cosas se puede o debe investigar.
Esta es la pregunta decisiva. Esto naturalmente no significa desconocer -no importa
reiterarlo- que ciertas investigaciones comportan riesgos y que es importante reflexionar
sobre ellos. Ahora bien, intentar conjurar esos riesgos poniendo puertas al campo de la
investigación, o sea trazando una línea de deslinde entre aquello sobre lo que se puede y
sobre lo que no se puede investigar, es seguramente una tarea ineficaz, pues de nada sirve
marcar límites que en la práctica no seremos capaces de controlar; máxime si se considera
que en la investigación están implicados intereses económicos y políticos cuyo peso no
puede desconocerse ni relativizarse. Pero es sobre todo un modo de desviar la atención de
aquello que de verdad importa. Y es que la cuestión relevante, la que es prioritaria por las
implicaciones económicas, políticas y éticas que comporta a escala global, no es tanto la de
la legitimidad o ilegitimidad, moralidad o inmoralidad, justicia o injusticia de ciertas áreas
de investigación, sino más bien la de quién marca la agenda de la investigación, una
agenda que en ningún caso debería quedar al albur de las empresas e intereses privados o
públicos y tal vez tampoco de la ciencia. Este es el verdadero reto que deberíamos plantear,
sobre todo en lo concerniente a las investigaciones relacionadas con el campo de la
genética. Desde luego no es un reto fácil, pues parece evidente que cualquier esfuerzo en
ese sentido debería tener un alcance global. Pero que no sea fácil no significa que no
merezca la pena. Perderse, por el contrario, en disquisiciones y vericuetos dialécticos sobre
los campos legítimos o ilegítimos de investigación, aparte de constituir un empeño inútil,
puede conducirnos a descuidar los espurios intereses que están detrás de muchas
investigaciones y a dejar todas las decisiones en este campo en manos de poderes opacos a
cualquier control.

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