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ACTAS DE LOS MARTIRES

Acta de Martirio de Santas Felicidad y Perpetua (año 203 d.C.) Cartago, 7 de marzo de 203

Las actas del martirio de las santas Felicidad y Perpetua (7 de marzo del 203) constituyen un relato
altamente significativo para darnos una idea, al menos aproximada, de las exigencias que el cristianismo
comportaba en la vida pública, social y familiar. El ejemplo que protagoniza Perpetua es una muestra
patente de anteponer los dictados de la fe a los lazos de la sangre y de la familia:

“Fueron detenidos los adolescentes catecúmenos Revocato y Felicidad, ésta compañera suya de
servidumbre; Saturnino y Secúndulo, y entre ellos también Vibia Perpetua, de noble nacimiento,
instruida en las artes liberales, legítimamente casada, que tenía padre, madre y dos hermanos, uno de
éstos catecúmeno como ella, y un niño pequeñito al que alimentaba ella misma. Contaba unos veintidós
años.

A partir de aquí, ella misma narró punto por punto todo el orden de su martirio (y yo lo reproduzco, tal
como lo dejó escrito de su mano y propio sentimiento).

“Cuando todavía -dice- nos hallábamos entre nuestros perseguidores, como mi padre deseara
ardientemente hacerme apostatar con sus palabras y, llevado de su cariño, no cejara en su empeño de
derribarme:

– Padre –le dije-, ¿ves, por ejemplo, ese utensilio que está ahí en el suelo, una orza o cualquier otro?

– Lo veo –me respondió.

– ¿Acaso puede dársele otro nombre que el que tiene?

– No.

– Pues tampoco yo puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy: cristiana.

De allí a unos días, se corrió el rumor de que íbamos a ser interrogados. Vino también de la ciudad mi
padre, consumido de pena, se acercó a mí con la intención de derribarme y me dijo:

– Compadécete, hija mía, de mis canas; compadécete de tu padre, si es que merezco ser llamado por ti
con el nombre de padre. Si con estas manos te he llevado hasta esa flor de tu edad, si te he preferido a
todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los hombres. Mira a tus hermanos; mira a tu madre
y a tu tía materna; mira a tu hijito, que no ha de poder sobrevivir. Depón tus ánimos, no nos aniquiles
a todos, pues ninguno de nosotros podrá hablar libremente, si a ti te pasa algo.

Así hablaba como padre, llevado de su piedad, a par que me besaba las manos, se arrojaba a mis pies y
me llamaba, entre lágrimas, no ya su hija, sino su señora. Y yo estaba transida de dolor por el caso de
mi padre, pues era el único de toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio. Y traté de
animarlo, diciéndole:

– Allá en el estrado sucederá lo que Dios quisiere; pues has de saber que no estamos puestos en nuestro
poder sino en el de Dios.

Y se retiró de mi lado, sumido en la tristeza.

Otro día, mientras estábamos comiendo, se nos arrebató súbitamente para ser interrogados, y llegamos
al foro o plaza pública. Inmediatamente se corrió la voz por los alrededores de la plaza, y se congregó
una muchedumbre inmensa. Subimos al estrado. Interrogados todos los demás, confesaron su fe. Por
fin me llegó a mí también el turno. Y de pronto apareció mi padre con mi hijito en los brazos, y me
arrancó del estrado, suplicándome:

– Compadécete del niño chiquito.

Y el procurador Hilariano, que había recibido a la sazón el ius gladii o poder de vida y muerte, en lugar
del difunto procónsul Minucio Timiniano:

– Ten consideración –dijo- a las canas de tu padre; ten consideración a la tierna edad del niño. Sacrifica
por la salud de los emperadores.

Y yo respondí:

– No sacrifico.

– Luego ¿eres cristiana?

– Sí, soy cristiana.

Y como mi padre se mantenía firme en su intento de derribarme, Hilariano dio orden de que se lo echara
de allí, y aun le golpearon. Yo sentí los golpes de mi padre como si a mí misma me hubieran apaleado.
Así me dolí también por su infortunada vejez. […]

Luego, al cabo de unos días, Pudente, soldado lugarteniente, oficial de la cárcel, empezó a tenernos
gran consideración, por entender que había en nosotros una gran virtud. Y así, admitía a muchos que
venían a vernos con el fin de aliviarnos los unos a los otros.

Mas cuando se aproximó el día del espectáculo, entró mi padre a verme, consumido de pena, y empezó
a mesarse su barba, a arrojarse por tierra, pegar su faz en el polvo, maldecir de sus años y decir palabras
tales, que podían conmover la creación entera. Yo me dolía de su infortunada vejez.

En cuanto a Felicidad, también a ella le fue otorgada gracia del Señor, del modo que vamos a decir:
Como se hallaba en el octavo mes de su embarazo (pues fue detenida encinta), estando inminente el
día del espectáculo, se hallaba sumida en gran tristeza, temiendo se había de diferir su suplicio por
razón de su embarazo (pues la ley veda ejecutar a las mujeres embarazadas), y tuviera que verter luego
su sangre, santa e inocente, entre los demás criminales. Lo mismo que ella, sus compañeros de martirio
estaban profundamente afligidos de pensar que habían de dejar atrás a tan excelente compañera,
como caminante solitaria por el camino de la común esperanza. Juntando, pues, en uno los gemidos de
todos, hicieron oración al Señor tres días antes del espectáculo. Terminada la oración, sobrecogieron
inmediatamente a Felicidad los dolores del parto. Y como ella sintiera el dolor, según puede suponerse,
de la dificultad de un parto trabajoso de octavo mes, díjole uno de los oficiales de la prisión:

– Tú que así te quejas ahora, ¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras, que despreciaste cuando no
quisiste sacrificar?

Y ella respondió:

– Ahora soy yo la que padezco lo que padezco; más allí habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues
también yo he de padecer por Él.

Y así dio a luz una niña, que una de las hermanas crió como hija. […]

Como el tribuno los tratara con demasiada dureza, pues temía, por insinuaciones de hombres vanos,
no se le fugaran de la cárcel por arte de no sabemos qué mágicos encantamientos, se encaró con él
Perpetua y le dijo:

– ¿Cómo es que no nos permites alivio alguno, siendo como somos reos nobilísimos, es decir, nada
menos que del César, que hemos de combatir en su natalicio? ¿O no es gloria tuya que nos presentemos
ante él con mejores carnes?

El tribuno sintió miedo y vergüenza, y así dio orden de que se los tratara más humanamente, de suerte
que se autorizó a entrar en la cárcel a los hermanos de ella y a los demás, y que se aliviaran
mutuamente; más que más, ya que el mismo Pudente había abrazado la fe.

Más contra las mujeres preparó el diablo una vaca bravísima, comprada expresamente contra la
costumbre. Así, pues, despojadas de sus ropas y envueltas en redes, eran llevadas al espectáculo. El
pueblo sintió horror al contemplar a la una, joven delicada, y a la otra, que acababa de dar a luz. Las
retiraron, pues y las vistieron con unas túnicas.

La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua, y cayó de espaldas; pero apenas se incorporó sentada,
recogiendo la túnica desgarrada, se cubrió la pierna, acordándose antes del pudor que del dolor. Luego,
requerida una aguja, se ató los dispersos cabellos, pues no era decente que una mártir sufriera con la
cabellera esparcida, para no dar apariencia de luto en el momento de su gloria.

Así compuesta, se levantó, y como viera a Felicidad tendida en el suelo, se acercó, le dio la mano y la
levantó. Ambas juntas se sostuvieron en pie, y, vencida la dureza del pueblo, fueron llevadas a la puerta
Sanavivaria. Allí, recibida por cierto Rústico, a la sazón catecúmeno, íntimo suyo, como si despertara de
un sueño (tan absorta en el Espíritu había estado), empezó a mirar en torno suyo, y con estupor de
todos, dijo:

– ¿Cuándo nos echan esa vaca que dicen?

Y como le dijeran que ya se la habían echado, no quiso creerlo hasta que reconoció en su cuerpo y
vestido las señales de la acometida. Luego mandó llamar a su hermano, también catecúmeno, y le
dirigió estas palabras:

– Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros y no os escandalicéis de nuestros sufrimientos.

Mas como el pueblo reclamó que salieran al medio del anfiteatro para juntar sus ojos, compañeros del
homicidio, con la espada que había de atravesar sus cuerpos, ellos espontáneamente se levantaron y
se trasladaron donde el pueblo quería. Antes se besaron unos a otros, a fin de consumar el martirio con
el rito solemne de la paz.

Todos, inmóviles y en silencio, se dejaron atravesar por el hierro; pero señaladamente Sáturo (que era
quien los había introducido en la fe y que se había entregado voluntariamente al conocer su
encarcelamiento para compartir así su suerte), como fue el primero en subir la escalera y en su cúspide
estuvo esperando a Perpetua, fue también el primero en rendir su espíritu.

En cuanto a ésta, para que gustara algo de dolor, dio un grito al sentirse punzada entre los huesos.
Entonces ella misma llevó a su garganta la diestra errante del gladiador novicio. Tal vez mujer tan
excelsa no hubiera podido ser muerta de otro modo, como quien era temida del espíritu inmundo, si
ella no hubiera querido.

¡Oh fortísimos y beatísimos mártires! ¡Oh de verdad llamados y escogidos para gloria de nuestro Señor
Jesucristo! El que esta gloria engrandece, honra y adora, debe ciertamente leer también estos ejemplos,
que no ceden a los antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que también las nuevas virtudes
atestigüen que es uno solo y siempre el mismo Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y a Dios Padre
omnipotente y a su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, a quien es claridad y potestad sin medida por los
siglos de los siglos. Amén.”

(BAC, D. RUIZ BUENO, ACTAS DE LOS MÁRTIRES, 419-440)


Acta de los protomártires romanos. ROMA

En el año 64, la cristiandad romana va a pasar literalmente por la prueba del fuego. Una clara noche de
julio de dicho año, sentado en el trono imperial Nerón, un terrible incendio, propagado con inusitada
violencia, destruyó durante seis días los principales barrios de la vieja Roma.

La descripción que del siniestro nos ha dejado Tácito en sus Anales, escritos unos cincuenta años
después del suceso, pertenece a las páginas justamente más célebres de la literatura universal;
celebridad enormemente acrecida por ser en esa página donde por primera vez una pluma pagana (y
nada menos que la del historiador romano más importante) deja constancia del hecho más grande de
la historia universal: el cristianismo y la muerte violenta de su fundador, Cristo.

El incendio de Roma y los mártires el Vaticano


(Tácito, Ann., XV, 38-44)

“Siguióse un desastre, no se sabe si por obra del azar o por maquinación del emperador (pues unas y
otras versiones tuvieron autoridad), pero sí más grave y espantoso de cuantos acontecieron a esta
ciudad por violencia del fuego.

Añadióse a todo esto los gritos de las mujeres despavoridas, los ancianos y los niños; unos arrastraban
a los enfermos, otros los aguardaban; gentes que se detenían, otras que se apresuraban, todo se
tornaba impedimento. Y a menudo sucedía que, volviendo la vista atrás, se hallaban atacados por el
fuego de lado o de frente; o que, al escapar a los barrios vecinos, alcanzados también estos por el
siniestro, daban con la misma calamidad aun en parajes que creyeran alejados.

Por otra parte, nadie se atrevía a tajar el incendio, pues había fuertes grupos de hombres que, con
repetidas amenazas, prohibían apagarlo, a lo que se añadían que otros, a cara descubierta, lanzaban
tizones, y a gritos proclamaban estar autorizados para ello, fuera para llevar a cabo más libremente sus
rapiñas, fuera que, efectivamente, se les hubiera dado semejante orden.

Nerón, que a la sazón tenía su residencia en Ancio, no volvió a la ciudad hasta que el fuego se fue
acercando a su casa, por la que había unido el Palatino y los jardines de Mecenas.

Todo ello, si bien encaminado al favor popular, caía en el vacío, pues se había esparcido el rumor de
que, en el momento mismo en que se abrasaba la ciudad, había él subido a la escena de su palacio y
había recitado la ruina de Troya, buscando semejanza a las calamidades presentes en los desastres
antiguos.

Por fin, a los seis días, se logró poner término al incendio al pie mismo del Esquilino, derribando en un
vasto espacio los edificios, a fin de oponer a su continua violencia un campo raso y, por así decir, el
vacío del cielo.

Aun no se había ido el miedo y vuelto la esperanza al pueblo, cuando de nuevo estalló el incendio, si
bien en lugares más deshabitados de la ciudad, por lo que fueron menos las víctimas humanas,
derruyéndose, en cambio, más ampliamente templos de dioses y galerías dedicadas a esparcimiento y
recreo. Sobre este nuevo incendio corrieron aún peores voces, por haber estallado en los campos
aurelianos de Tigelino y creerse que, por lo visto, Nerón buscaba la gloria de fundar una nueva ciudad
y llamarla con su nombre.

Sea de ello lo que fuere, Nerón se aprovechó de la ruina de su ciudad y se construyó un palacio, en que
no eran tanto de admirar las piedras preciosas y el oro, cosas gastadas de antiguo y hechas vulgares
por el lujo, cuanto de campos y estanques, y, al modo de los desiertos, acá unos bosques, allá espacios
descubiertos y panoramas.

Tales fueron las medidas aconsejadas por la humana prudencia. Seguidamente se celebraron
expiaciones a los dioses y se consultaron los libros sibilinos. Siguiendo sus indicaciones, se hicieron
públicas rogativas a Vulcano, a Ceres y a Proserpina; se ofreció por las matronas un sacrificio de
propiciación a Juno, primero en el Capitolio, luego junto al próximo mar, de donde se sacó agua para
rociar el templo e imagen de la diosa.

Sin embargo, ni por industria humana, ni por larguezas del emperador, ni por sacrificios a los dioses, se
lograba alejar la mala fama de que el incendio había sido mandado. Así pues, con el fin de extirpar el
rumor, Nerón se inventó unos culpables, y ejecutó con refinadísimos tormentos a los que, aborrecidos
por sus infamias, llamaba el vulgo cristianos. El autor de este nombre, Cristo, fue mandado ejecutar con
el último suplicio por el procurador Poncio Pilatos durante el Imperio de Tiberio y, reprimida, por de
pronto, la perniciosa superstición, irrumpió de nuevo no sólo por Judea, origen de este mal, sino por la
urbe misma, a donde confluye y se celebra cuanto de atroz y vergonzoso hay por dondequiera.

Así pues, se empezó por detener a los que confesaban su fe; luego, por las indicaciones que éstos
dieron, toda una ingente muchedumbre quedó convicta, no tanto del crimen del incendio, cuanto de
odio al género humano. Su ejecución fue acompañada de escarnios, y así unos, cubiertos de pieles de
animales, eran desgarrados por los dientes de los perros; otros, clavados en cruces, eran quemados al
caer el día, a guisa de luminarias nocturnas.

Para este espectáculo, Nerón había cedido sus propios jardines y celebró unos juegos en el circo,
mezclado en atuendo de auriga entre la plebe o guiando él mismo su coche. De ahí que, aun castigando
a culpables y merecedores de los últimos suplicios, se les tenía lástima, pues se tenía la impresión de
que no se los eliminaba por motivo de pública autoridad, sino por satisfacer la crueldad de uno solo.”

El incendio de Roma, según Suetonio


(Nero, XXXVIII)

“Mas ni a su pueblo ni a las murallas de su patria perdonó Nerón. En efecto, con achaque de serle
molesta la deformidad de los viejos edificios y la estrechez y tortuosidad de las calles, prendió fuego a
la ciudad tan al descubierto que varios consulares que sorprendieron a camareros suyos con estopa y
teas en sus propias fincas, no se atrevieron ni a tocarlos, y algunos graneros, situados en el solar de la
Casa de Oro, qué él codiciaba sobre toda ponderación, fueron derribados con máquinas de guerra y
abrasados, por estar hechos con piedra de sillería. Durante seis días con sus noches duró en todo su
furor el estrago, obligando a la muchedumbre a buscar cobijo en los públicos monumentos y sepulcros.
Entonces, aparte un número inmenso de casas particulares, se quemaron los palacios de los antiguos
generales, adornados todavía con los trofeos e los enemigos; los templos de los dioses, que se
remontaban a la época de los reyes, y otros consagrados en las guerras gálicas y púnicas, y, en fin,
cuanto de precioso y memorable había sobrevivido al tiempo.

Nerón contempló el incendio desde la torre de Mecenas, y arrebatado “por la belleza”, como él decía,
“de las llamas”, recitó, vestido de su famoso traje de teatro, la “Toma de Ilión”. Y para que no se le
escapara tampoco esta ocasión de coger la mayor presa y botín posible, prometió retirar por su cuenta
los escombros y cadáveres, con cuyo pretexto no permitió a nadie acercarse a los restos de sus bienes;
y con las tributaciones, no ya sólo voluntarias, sino exigidas, dejó casi exhaustas a las provincias y a los
particulares.”

(BAC, D. RUIZ BUENO, ACTAS DE LOS MÁRTIRES, 212-225)


Acta del Martirio de los santos escilitanos (año 180 d.C.)

En Scillium, pequeña localidad de Africa, año 180 Siendo cónsules Presente, por segunda vez, y
Claudiano, dieciséis días antes de las calendas de agosto, en Cartago, llevados al despacho oficial,
Esperato, Nartzalo y Citino, Donata, Segunda y Vestia, el procónsul Saturnino les dijo:

– Podéis alcanzar el perdón de nuestro señor, el emperador, con solo que volváis a buen discurso.

Esperato dijo:

– Jamás hemos hecho mal a nadie; jamás hemos cometido una iniquidad, jamás hablamos mal de nadie,
sino que hemos dado gracias del mal recibido; por lo cual obedecemos a nuestro Emperador.

El procónsul Saturnino dijo:

– También nosotros somos religiosos y nuestra religión es sencilla. Juramos por el genio de nuestro
señor, el emperador, y hacemos oración por su salud, cosas que también debéis hacer vosotros.

Esperato dijo:

– Si quisieras prestarme tranquilamente oído, yo te explicaría el misterio de la sencillez.

Saturnino dijo:

– En esa iniciación que consiste en vilipendiar nuestra religión, yo no te puedo prestar oídos; más bien,
jurad por el genio de nuestro señor, el emperador.

Esperato dijo:

– Yo no conozco el Imperio de este mundo, sino que sirvo a aquel Dios a quien ningún hombre vio ni
puede ver con estos ojos de carne. Por lo demás, yo no he hurtado jamás: si algún comercio ejercito,
pago puntualmente los impuestos, pues conozco a mi Señor, Rey de reyes y Emperador de todas las
naciones.

El procónsul Saturnino dijo a los demás:

– Dejaos de semejante persuasión.

Esperato dijo:

– Mala persuasión es la de cometer un homicidio y la de levantar un falso testimonio.

El procónsul Saturnino dijo:

– No queráis tener parte en esta locura.


Citino dijo:

– Nosotros no tenemos a quien temer, sino a nuestro Señor que está en los cielos.

Donata dijo:

– Nosotros tributamos honor al César como a César; mas temer, sólo tememos a Dios.

Vestia dijo:

– Soy cristiana.

Segunda dijo:

– Lo que soy, eso quiero ser.

Saturnino procónsul dijo a Esperato:

– ¿Sigues siendo cristiano?

Esperato dijo:

– Soy cristiano.

Y todos lo repitieron a una con él.

El procónsul Saturnino dijo:

– ¿No queréis un plazo para deliberar?

Esperato dijo:

– En cosa tan justa, huelga toda deliberación.

El procónsul Saturnino dijo:

– ¿Qué lleváis en esa caja?

Esperato dijo:

– Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo.

El procónsul Saturnino dijo:


– Os concedo un plazo de treinta días, para que reflexionéis.

Esperato dijo de nuevo:

– Soy cristiano.

Y todos asintieron con él.

El procónsul Saturnino leyó de la tablilla la sentencia:


Esperato, Nartzalo, Citino, Donata, Vestia, Segunda y los demás que han declarado vivir conforme a la
religión cristiana, puesto que habiéndoseles ofrecido facilidad de volver a la costumbre romana se han
negado obstinadamente, sentencio que sean pasados a espada.

Esperato dijo:

– Damos gracias a Dios.

Nartzalo dijo:

– Hoy estaremos como mártires en el cielo. ¡Gracias a Dios!

El procónsul Saturnino dio orden al heraldo que pregonara:

– Esperato, Nartzalo, Citino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Jenaro, Generosa, Vestia, Donata,
Segunda, están condenados al último suplico.

Todos, a una voz, dijeron:

– ¡Gracias a Dios!

Y en seguida fueron degollados por el nombre de Cristo.

(BAC 75, 352-355)


Acta del Martirio de Santa Crispina (año 304 d.C.)

En Theveste, África, hacia fines del 304 siendo cónsules Diocleciano por novena vez y Maximiano por
octava, el día de las nonas de diciembre (5 de diciembre), en la colonia de Theveste, sentado dentro de
su despacho en el tribunal el procónsul Anulino, el secretario de la audiencia dijo:

– Si das sobre ello orden, Crispina, natural de Tagura, por haber despreciado la ley de nuestros señores
los emperadores, pasará a ser oída.

Santa Crispina

El procónsul Anulino dijo:

– Que pase.

Entrado, pues, que hubo Crispina, Anulino dijo:

– ¿Conoces, Crispina, el tenor del mandato sagrado?

CRISPINA – Ignoro de qué mandato se trate.

ANULINO – Que tienes que sacrificar a todos los dioses por la salud de los príncipes, conforme a ley
dada por nuestros señores Diocleciano y Maximiano, píos augustos, y Constancio y Máximo, nobilísimos
césares.

CRISPINA – Yo no he sacrificado jamás ni sacrifico, sino al solo y verdadero Dios y a nuestro Señor
Jesucristo, Hijo suyo, que nació y padeció.

ANULINO – Corta esa superstición y dobla tu cabeza al culto de los dioses de Roma.

CRISPINA – Todos los días adoro a mi Dios omnipotente; fuera de Él, a ningún otro Dios conozco.

ANULINO – Eres mujer dura y desdeñosa; pero pronto vas a sentir, bien contra tu gusto, la fuerza de las
leyes.

CRISPINA – Cuanto pudiere sucederme lo he de sufrir con gusto por mantener la fe que profeso.

ANULINO – Tan grande es tu vanidad, que ya no quieres abandonar tu superstición y venerar alos
dioses.

CRISPINA – Diariamente venero, pero al Dios vivo y verdadero, que es mi Señor, fuera del cual ningún
otro conozco.

ANULINO – Mi deber es presentarte el sagrado mandato para que lo observes.


CRISPINA – Un sagrado mandato he de observar, pero es el de mi Señor Jesucristo.

ANULINO – Voy a dar sentencia de que se te corte la cabeza si no obedeces a los mandatos de los
emperadores, nuestros señores, a quienes se te forzará a servir, obligándote a doblar el cuello bajo el
yugo de la ley. Toda el África ha sacrificado, como de ello no te cabe a ti misma duda.

CRISPINA – Jamás se ufanarán ellos de hacerme sacrificar a los demonios; sino que sacrifico al Señor
que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos.

ANULINO – ¿Luego no son para ti aceptados estos dioses, a quienes se te obliga que rindas servicio, a
fin de llegar sana y salva a la devoción?

CRISPINA – No hay devoción alguna donde interviene fuerza que violenta.

ANULINO – Mas lo que nosotros buscamos es que tú seas ya voluntariamente devota, y en los sagrados
templos, doblada tu cabeza, ofrezcas incienso a los dioses de los romanos.

CRISPINA – Eso yo no lo he hecho jamás desde que nací, ni sé lo que es, ni pienso hacerlo mientras
viviere.

ANULINO – Pues tienes que hacerlo, si quieres escapar a la severidad de las leyes.

CRISPINA – No me dan miedo tus palabras; esas leyes nada son. Mas si consintiera en ser sacrílega, el
Dios que está en los cielos me perdería, y yo no aparecería en el día venidero.

ANULINO – Sacrílega no puedes ser cuando, en realidad, vas a obedecer sagradas órdenes.

CRISPINA – ¡Perezcan los dioses que no han hecho el cielo y la tierra! Yo sacrifico al Dios eterno que
permanece por los siglos de los siglos, que es Dios verdadero y temible, que hizo el mar, la verde hierba
y la tierra seca. Mas los hombres que Él mismo hizo ¿que pueden darme?

ANULINO – Practica la religión romana, que observan nuestros señores los césares invictos y nosotros
mismos guardamos.

CRISPINA – Ya te he dicho varias veces que estoy dispuesta a sufrir los tormentos a que quieras
someterme, antes que manchar mi alma en esos ídolos, que son pura piedra, obras de mano de
hombre.

ANULINO – Estás blasfemando y no haces lo que conviene a tu salud.

Y añadió Anulino a los oficiales del tribunal:

– Hay que dejar a esta mujer totalmente fea, y así empezad por raerle a navaja la cabeza, para que la
fealdad comienze por la cara.
CRISPINA – Que hablen los dioses mismos, y creo. Si yo no buscara mi propia salud, no estaría ahora
delante de tu tribunal.

ANULINO – ¿Deseas prolongar tu vida o morir entre tormentos, como tus otras compañeras?

CRISPINA – Si quisiera morir y entregar mi alma a la perdición en el fuego eterno, ya hubiera rendido
mi voluntad a tus demonios.

ANULINO – Mandaré que se te corte la cabeza si te niegas a adorar a los dioses venerables.

CRISPINA – Si tanta dicha lograre, yo daré gracias a mi Dios. Lo que yo deseo es perder mi cabeza por
mi Dios, pues a tus vanísimos ídolos, mudos y sordos, yo no sacrifico.

ANULINO – ¿Conque te obstinas de todo punto en ese necio propósito?

CRISPINA – Mi Dios, que es y permanece para siempre, Él me mandó nacer, Él me dio la salud por el
agua saludable del bautismo, Él está en mí, ayudándome y confortando a su esclava, a fin de que no
corneta yo el sacrilegio de adorar a los ídolos.

ANULINO – ¿A qué aguantar por más tiempo a esta impía cristiana? Léanse las actas del códice con
todo el interrogatorio.

Leídas que fueron, el procónsul Anulino, leyó de la tablilla la sentencia:

– Crispina, que se obstina en una indigna superstición, que no ha querido sacrificar a nuestros dioses,
conforme a los celestiales mandatos de la ley de los augustos, he mandado sea pasada a filo de espada.

Crispina respondió:

– Bendigo a Dios que así se ha dignado librarme de tus manos. ¡Gracias a Dios!

Y, signándose la frente, fue degollada por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea honor y
gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(BAC 75, 1142-1146)


Martirio de San Fructuoso, obispo, y de Augurio y Eulogio, diáconos (año 259 d.C.)

En Tarragona, año 259


Siendo emperadores Valeriano y Galieno, y Emiliano y Baso cónsules, el diecisiete de las calendas de
febrero (el 16 de ene-ro), un domingo, fueron prendidos Fructuoso, obispo, Augurio y Eulogio,
diáconos.

Cuando el obispo Fructuoso estaba ya acostado, se dirigieron a su casa un pelotón de soldados de los
llamados beneficiarios, cuyos nombres son: Aurelio, Festucio, Elio, Polencio, Donato y Máximo. Cuando
el obispo oyó sus pisadas, se levantó apresuradamente y salió a su encuentro en chinelas. Los soldados
le dijeron:

– Ven con nosotros, pues el presidente te manda llamar junto con tus diáconos.

Respondióles el obispo Fructuoso:

– Vamos, pues; o si me lo permitís, me calzaré antes. Replicaron los soldados:

– Cálzate tranquilamente.

Apenas llegaron, los metieron en la cárcel. Allí, Fructuoso, cierto y alegre de la corona del Señor a que
era llamado, oraba sin interrupción.La comunidad de hermanos estaba también con él, asistiéndole y
rogándole que se acordara de ellos.

Otro día bautizó en la cárcel a un hermano nuestro, por nombre Rogaciano.

En la cárcel pasaron seis días, y el viernes, el doce de las calendas de febrero (21 de enero), fueron
llevados ante el tribunal y se celebró el juicio.

El presidente Emiliano dijo:

– Que pasen Fructuoso, obispo, Augurio y Eulogio. Los oficiales del tribunal contestaron:

– Aquí están.

El presidente Emiliano dijo al obispo Fructuoso:

– ¿Te has enterado de lo que han mandado los emperadores?

FRUCTUOSO — Ignoro qué hayan mandado; pero, en todo caso, yo soy cristiano.

EMILIANO — Han mandado que se adore a los dioses.

FRUCTUOSO— Yo adoro a un solo Dios, el que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos se
contiene.
EMILIANO — ¿Es que no sabes que hay dioses?

FRUCTUOSO — No lo sé.

EMILIANO — Pues pronto lo vas a saber.

El obispo Fructuoso recogió su mirada en el Señor y se puso a orar dentro de sí.

El presidente Emiliano concluyó:

— ¿Quiénes son obedecidos, ¿quiénes temidos, quiénes adorados, si no se da culto a los dioses ni se
adoran las estatuas de los emperadores?

El presidente Emiliano se volvió al diácono Augurio y le dijo: – No hagas caso de las palabras de
Fructuoso.

Augurio, diácono repuso:

– Yo doy culto al Dios omnipotente.

El presidente Emiliano dijo al diácono Eulogio:

– ¿También tú adoras a Fructuoso?

Eulogio, diácono, dijo:

– Yo no adoro a Fructuoso, sino que adoro al mismo a quien adora Fructuoso.

El presidente Emiliano dijo al obispo Fructuoso:

– ¿Eres obispo?

FRUCTUOSO — Lo soy.

EMILIANO — Pues has terminado de serlo.

Y dio sentencia de que fueran quemados vivos.

Cuando el obispo Fructuoso, acompañado de sus diáconos, era conducido al anfiteatro, el pueblo se
condolía del obispo Fructuoso, pues se había captado el cariño, no sólo de parte de los hermanos, sino
hasta de los gentiles. En efecto, él era tal como el Espíritu Santo declaró debe ser el obispo por boca de
aquel vaso de elección, el bienaventurado Pablo, doctor de las naciones. De ahí que los hermanos que
sabían caminaba su obispo a tan grande gloria, más bien se alegraban que se dolían.
De camino, muchos, movidos de fraterna caridad, ofrecían a los mártires que tomaran un vaso de una
mixtura expresamente preparada; mas el obispo lo rechazó, diciendo:

– Todavía no es hora de romper el ayuno. Era, en efecto, la hora cuarta del día; es decir, las diez de la
mañana. Por cierto que ya el miércoles, en la cárcel, habían solemnemente celebrado la estación. Y
ahora, el viernes, se apresuraba, alegre y seguro, a romper el ayuno con los mártires y profetas en el
paraíso, que el Señor tiene preparado para los que le aman.

Llegados que fueron al anfiteatro, acercósele al obispo un lector suyo, por nombre Augustal, y, entre
lágrimas, le suplicó le permitiera descalzarle. El bienaventurado mártir contestó:

– Déjalo, hijo; yo me descalzaré por mí mismo, pues me siento fuerte y me inunda la alegría por la
certeza de la promesa del Señor.

Apenas se hubo descalzado, un camarada de milicia, hermano nuestro, por nombre Félix, se le acercó
también y, tomándole la mano derecha, le rogó que se acordara de él. El santo varón Fructuoso, con
clara voz que todos oyeron, le contestó:

– Yo tengo que acordarme de la Iglesia católica, extendida de Oriente a Occidente.

Puesto, pues, en el centro del anfiteatro, como se llegara ya el momento, digamos más bien de alcanzar
la corona inmarcesible que de sufrir la pena, a pesar de que le estaban observando los soldados
beneficiarios de la guardia del pretorio, cuyos nombres antes recordamos, el obispo Fructuoso, por
aviso juntamente e inspiración del Espíritu Santo, dijo de manera que lo pudieron oír nuestros
hermanos:

– No os ha de faltar pastor ni es posible falte la caridad y promesa del Señor, aquí lo mismo que en lo
por venir. Esto que estáis viendo, no es sino sufrimiento de un momento.

Habiendo así consolado a los hermanos, entraron en su salvación, dignos y dichosos en su mismo
martirio, pues merecieron sentir, según la promesa, el fruto de las Santas Escrituras. Y, en efecto, fueron
semejantes a Ananías, Azarías y Misael, a fin de que también en ellos se pudiera contemplar una imagen
de la Trinidad divina. Y fue así que, puestos los tres en medio de la hoguera, no les faltó la asistencia
del Padre ni la ayuda del Hijo ni la compañía del Espíritu Santo, que andaba en medio del fuego.

Apenas las llamas quemaron los lazos con que les habían atado las manos, acordándose ellos de la
oración divina y de su ordinaria costumbre, llenos de gozo, dobladas las rodillas, seguros de la
resurrección, puestos en la figura del trofeo del Señor, estuvieron suplicando al Señor hasta el momento
en que juntos exhalaron sus almas.

Después de esto, no faltaron los acostumbrados prodigios del Señor, y dos de nuestros hermanos,
Babilán y Migdonio, que pertenecían a la casa del presidente Emiliano, vieron cómo se abría el cielo y
mostraron a la propia hija de Emiliano cómo subían coronados al cielo Fructuoso y sus diáconos, cuando
aún estaban clavadas en tierra las estacas a que los habían atado. Llamaron también a Emiliano
diciéndole:
—Ven y ve a los que hoy condenaste, cómo son restituidos a su cielo y a su esperanza.
Acudió, efectivamente, Emiliano, pero no fue digno de verlos.

Los hermanos, por su parte, abandonados como ovejas sin pastor, se sentían angustiados, no porque
hicieran duelo de Fructuoso, sino porque le echaban de menos, recordando la fe y combate de cada
uno de los mártires.

Venida la noche, se apresuraron a volver al anfiteatro, llevando vino consigo para apagar los huesos
medio encendidos. Después de esto, reuniendo las cenizas de los mártires, cada cual tomaba para sí lo
que podía haber a las manos […]

¡Oh bienaventurados mártires, que fueron probados por el fuego, como oro precioso, vestidos de la
loriga de la fe y del yelmo de la salvación; que fueron coronados con diadema y corona inmarcesible,
porque pisotearon la cabeza del diablo! ¡Oh bienaventurados mártires, que merecieron morada digna
en el cielo, de pie a la derecha de Cristo, bendiciendo a Dios Padre omnipotente y a nuestro Señor
Jesucristo, hijo suyo!

Recibió el Señor a sus mártires en paz por su buena confesión, a quien es honor y gloria por los siglos
de los siglos. Amén.

(BAC 75, 788-794)


Acta de los mártires de la nobleza romana – Año 95

Martirio de los Flavios y de Glabrión, bajo Domiciano

1. Relato de Dión Casio (Historia Romana, 67, 14)

“En este tiempo se empedró el camino que va de Sinuesa a Puzzoli. En el mismo año (95), Domiciano
hizo degollar, entre otros, a Flavio Clemente, en su mismo consulado, a pesar de ser primo suyo, y a la
mujer de éste, también pariente suyo.

A los dos se los acusaba de ateísmo, crimen por el que fueron también condenados otros muchos que
se habían pasado a las costumbres judaicas.

De ellos, unos murieron; a otros se les confiscaron sus bienes; en cuanto a la sobrina de Clemente,
llamada también Domitila, fue desterrada a la isla Poncia.

A Glabrión, que había ejercido la magistratura junto a Trajano, le mandó matar, acusado, entre otras
cosas, de lo mismo que el resto de las víctimas, y particularmente de que combatía con las fieras. A
propósito de lo cual, una de las causas por las que estaba Domiciano más irritado por envidia contra él
fue que, llamándole a Albano, durante su consulado, a las Juvenales, le forzó el emperador a que matara
un gran león. Y Glabrión no sólo no recibió daño alguno de la fiera, sino que con certerísimos golpes dio
cuenta de ella.”

2. Relato de Suetonio (Vitae Caesarum, Dom., 10, 2 y 15, 1)

“Domiciano mandó matar a muchos senadores, entre los que había algunos consulares. De ellos, a
Cívica Cereal, procónsul del Asia, a Salvidieno Orfito y a Acilio Glabrión, que estaba desterrado, los acusó
de supuestas conjuras contra el régimen; a los otros los ejecutó por la más ligera causa. Por fin, de
repente y por levísima sospecha, poco menos que en su mismo consulado, hizo matar a Flavio
Clemente, primo suyo, cuyos hijos, a la sazón pequeños, estaban públicamente destinados para
sucederle en el Imperio, y a quienes, cambiando su antiguo nombre, había llamado al uno Vespasiano
y al otro Domiciano. Este crimen fue el que más aceleró su ruina.”

3. Relato de Eusebio (HE, III, 18, 4)

“Por este tiempo, la doctrina de nuestra fe despedía tan gran resplandor, que aun escritores alejados
de nuestra palabra no vacilaron en relatar en sus historias la persecución de Domiciano y los martirios
a que dio lugar.

Y hasta indicaron con toda precisión el tiempo de ella, contando cómo en el año decimoquinto de su
imperio, Flavia Domitila, hija de una hermana de Flavio Clemente, uno de los cónsules entonces de
Roma, fue relegada con otros muchísimos a la isla de Poncia, por su testimonio de Cristo.”

4. Relato de Eusebio (Chron. ad. Ol. 218)


“Escribe Brutio que muchísimos cristianos sufrieron el martirio bajo Domiciano; entre ellos Flavia
Domitila, sobrina, por parte de hermana, de Flavio Clemente, por haber atestiguado ser cristiana.”

5. San Jerónimo (Epist. 108, ad Eustochium, 7)

“Pasó (santa Paula, camino de Roma a Belén) por la isla Poncia, a la que en otro tiempo hizo famosa el
destierro, bajo el emperador Domiciano, de la más noble de las mujeres, Flavia Domitila, relegada allí
por la confesión del nombre de Cristo, y viendo las celdillas en que aquélla había sufrido un largo
martirio, sentía nacerle alas de fe, y deseaba ya ver Jerusalén y los santos lugares.”

(BAC, D. RUIZ BUENO, ACTAS DE LOS MÁRTIRES)

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