Está en la página 1de 6

La ciencia posmoderna

Publicado el 16. dic, 2012 por Cuadrivio en Academia


El nuevo bestiario antropológico de la epistemología

No hay ciencia sin interés, ni saber sin moral. En este ensayo, Javier Domínguez reflexiona sobre
los bestiarios que el hombre ha construido en sus modelos de conocimiento; la ciencia moderna se
revela teología secularizada, y su verdad, dogma ético de poder; hoy, la nueva epistemología
señala a los autores del discurso mítico. Quizá es tiempo de contar otra historia y hacer otra
ciencia desde los márgenes del desastre en que culminó la modernidad occidental.

Javier Domínguez Moros

Miraba yo en mi visión de noche, y he aquí que los cuatro vientos del cielo combatían en el gran
mar. Y cuatro bestias grandes, diferentes la una de la otra, subían del mar.
Libro de Daniel, Cap. VII, vv. 2 y 3
Los bestiarios son colecciones librescas dedicadas a temas mitológicos; tratan sobre bestias,
seres fantásticos, dioses y demonios. Fueron muy populares durante la edad oscura (Edad Media),
antes de que apareciera la ciencia moderna, y quizás ello se deba a que el hombre siempre
ha monstrificado la otredad, es decir, lo desconocido, creando sus propios dioses y demonios mucho
antes de poder atisbar una respuesta racional en el mundo físico-natural.

Sin embargo, los bestiarios estaban destinados a desaparecer. El sociólogo alemán Max Weber ha
señalado en alguno de sus escritos que la ciencia moderna ha desmitificado el mundo para los
hombres. La ciencia, que aparece incipientemente en el Renacimiento y que se perfecciona a partir
del siglo dieciocho bajo la sombra del proyecto pretendidamente progresista de la Ilustración, trajo
consigo la consigna inequívoca de que la diosa Razón era la única que garantizaba la posibilidad
segura del conocimiento.

No obstante, luego de la Segunda Guerra Mundial, que significó en gran medida la destrucción de
Europa, el Holocausto genocida, el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, el
pretendido proyecto moderno-ilustrado, el camino espiritual que supuestamente conducía al
hombre hacia su perfeccionamiento, cae en la más horrible fosa existencial. No hay nada que pueda
salvar semejante ideal civilizatorio que en la misma historia se ha evidenciado como utopía.

Los primeros científicos en hacer un estudio crítico de la racionalidad moderna, los teóricos judío-
alemanes de la Escuela de Fráncfort, llegaban a la conclusión de que la Razón occidental había sido
sólo una herramienta para el exterminio y el usufructo del poder con fines ilegítimos; la definieron
como «razón instrumental». Después aparecerán teóricos como Lyotard, Foucault, Feyerabend,
entre otros, que encuentran inclusive, antes de que se llegara a tal catástrofe, un antecedente
primordial de la crisis de la Razón occidental en Nietzsche, quien tan duramente criticara y
descalificara toda pretensión hegemónica de una ciencia universal a fines del siglo XIX. Siguiendo al
filósofo de Así hablaba Zaratustra, Foucault no sólo se atreve a criticar dicho absolutismo de la
ciencia, sino que apunta a que la ciencia está confiscada y monopolizada por el ejercicio del poder
desde el Estado (surge así la categoría foucaultiana del «poder-saber»). Feyerabend no dudaría
asimismo en denominar toda ciencia como etnosaber, puesto que cada comunidad científica está
subsumida en una comunidad mayor a sí misma, con unos valores civilizatorios que no pueden ser
soslayados del todo.

Ahora bien, para tener una idea más exacta de este proceso de decadencia de la epistemología
occidental, se precisa definir previamente dos modelos de ciencia en cierto detalle, el de la ciencia
moderna y el de la ciencia posmoderna. Mientras la religión establecía a Dios como origen del
conocimiento y de la verdad absoluta, la ciencia moderna, que desde un principio se proponía
derribar el edificio teórico metafísico que había erigido el escolasticismo medieval, no obstante que
tomara de sus adversarios clericales las categorías básicas de sus postulados, aunque desprovistas
de sentido teológico, sustituyó el concepto de Dios por el de Razón y el de la verdad absoluta
teológica por el de la verdad absoluta de la ciencia. Así pues, las categorías han de ser
necesariamente las mismas, aunque valoradas ahora desde una perspectiva humanista, secular y
laica.

El ego cogito cartesiano reemplazó la idea de Dios como punto de partida del conocimiento para
fundarlo en el principio «pienso, luego existo». Así, la racionalidad estuvo asociada desde el
principio a la potencialidad del pensamiento humano en sí mismo. Más adelante esta idea llegaría al
absurdo de confundir en un mismo plano razón y realidad cuando el filósofo alemán Hegel concluía
que «lo real es racional y lo racional es lo real», queriendo con ello significar que la realidad es el
producto inmediato del pensamiento abstracto. Ahora la idea de Libertad se objetivaba
diacrónicamente en cada etapa de la Historia: la realidad en un momento dado era así, para Hegel,
la manifestación de cada estadio del Espíritu Absoluto coincidiendo en el tiempo contemporáneo.
En el devenir hegeliano de la Historia, el Espíritu Absoluto se proyectaba a sí y para sí en el mundo
real, se transformaba en la realidad misma.

Estos dos teóricos, Descartes y Hegel, cada uno por su parte, fueron la máxima representación del
racionalismo francés y el idealismo alemán. El problema, sin embargo, no radicaba en lo inverosímil
de sus afirmaciones –como la hegeliana arriba expuesta–, sino en la obstinada pretensión de verdad
absoluta, objetividad, perfección, progreso, civilización que penetró toda la epistemología ilustrada
e incluso decimonónica. A través de una lógica deductiva se pretendió conocer el mundo en su
totalidad. Conceptos como tiempo, espacio, masa se aceptaron como inmutables, absolutos, y como
valores constantes, en fin, axiomas indemostrables pero necesarios desde una retórica del poder-
saber eurocéntrico. En esa pretendida capacidad de certeza, de fixismo (determinismo inherente a
las categorías científicas), se construyó el edifico de la ciencia sobre las ruinas del edificio de la fe.
Una especie de dialéctica se presenta en el proceso: se eliminaba aparentemente a la teología, pero
se pretendían sus mismos fines a partir de la ciencia moderna.

Bajo la hipnótica era de la Ilustración y en medio de un rechazo decisivo a todo lo viejo, se deduce
que la ciencia ilustrada por sí sola puede llevar al hombre a una era mesiánica jamás lograda por la
religión y la metafísica. Orden y progreso se definieron entonces como los pilares de un nuevo
orden secular que duraría para siempre.

La ciencia física irrumpió en la persona de Newton como la primera y más certera de todas las
ciencias. Desde entonces, todo lo medible y cuantificable sería digno objeto de estudio de la ciencia.
Todo cuanto es propio de las matemáticas y la estadística tendría paso seguro al ámbito científico,
ya que era considerado objetivo y verificable dentro de los parámetros de la existencia.

El concepto de hombre que se desprende de esta episteme moderna había de ser necesariamente
excluyente. Han sido los europeos y no otros pueblos los que han logrado este nivel positivo de
desarrollo científico-tecnológico. Los otros, las alteridades, es decir, el incivilizado, el salvaje, el
indígena, el afrocaribeño, quedaban relegados a los lugares sociales más bajos según los designios
del iusnaturalismo dieciochesco.

El hombre de raza aria, europeo, blanco, heterosexual, cristiano y burgués era el único autorizado
por la Razón a edificar la complicada estructura del mundo del conocimiento científico. La ciencia
moderna apuntaba claramente, según sus forjadores, hacia una cultura universal única, una
geocultura (con división del trabajo de acuerdo a calidades raciales) de la dominación del hombre
blanco sobre el orbe, de la subyugación a través de sofisticados tejidos teóricos que la justificaban: la
gubernamentalidad ejercida como multiculturalismo, donde todas las subjetividades y etnosaberes
locales del espacio poscolonial eran invisibilizadas en esa manía por «blanquear» todas las
otredades; al eliminarse la cosmovisión del no-europeo, las culturas se daban por entendidas, pero
no sin ser tachadas de paso de arcaicas. Occidente ocupaba, desde luego, el estadio positivo como
máximo exponente de la realización civilizatoria planetaria.

Si la física newtoniana logró medir y pesar el mundo físico, la biología, la sociología y la historia
lograron clasificar al hombre de acuerdo a los estadios evolutivos definidos por Augusto Comte:
estadio teológico, estadio metafísico y estadio positivo. La biología definía por primera vez en la
historia al hombre como un animal que había evolucionado biológicamente desde organismos
menos complejos, pasando por el desarrollo de varios tipos de homos primitivos, hasta llegar al
actual homo sapiens sapiens. El positivismo histórico argumentaba que unas razas habrían tenido
mejores condiciones evolutivas que otras, de las cuales, la raza aria era indiscutiblemente la más
apta y superior a todas las demás.

El problema comienza precisamente en el hecho de que la ciencia moderna siguió siendo una
doctrina del poder y para el poder. Si durante la Edad Media los clérigos habían creado todo un
mundo de monstruos y demonios para someter a los feligreses, la ciencia moderna, pretendiendo
ahora la certeza absoluta de sus postulados basados en una sofisticada armazón teórica, caía aún
más bajo con argumentos tales que indudablemente la convertían en la nueva religión del Estado: la
ciencia como teología secularizada.

Los crímenes horribles basados en las verdades dogmáticas de la ciencia moderna hicieron
exactamente todo lo contrario a lo que se había predicado desde la Ilustración; si la visión bíblica
del profeta Daniel es la de bestias destruyendo a los judíos de la Antigüedad, los monstruos de la
ciencia moderna le hubiesen parecido más feroces al verlos exterminar a sus compatriotas judíos en
nombre de la ciencia y la razón.

A los que una vez definieran a la otredad como bestial, salvaje, monstruosa, les tocó beber de su
propia copa de la ira. Así, en cierto modo, se inicia la ciencia posmoderna. El europeo se reconocía a
sí mismo como una máquina monstruosa de la razón técnica e instrumental, aquella que utilizó para
la destrucción de la otredad. El tiempo y el espacio ya no se veían autocomplacientemente en vías
hacia ningún destino providencial del progreso humano.

Las sensibilidades tomaron mayor relevancia, el homo sentimentalis sustituía así al homo
rationalis en vista de una razón deshumanizada. La subjetividad cobró valor frente a la objetividad.
Proliferaron los cultos, las sectas y las ansias por el saber esotérico, ahora en boga. La verdad quedó
reducida a relatividades más o menos ciertas según se las adopte o no. La intersubjetividad se volvió
la norma del quehacer científico. En cuanto a la epistemología, aparece la célebre frase «todo vale»
del epistemólogo austríaco Feyerabend.

Así, en el nuevo bestiario antropológico quedó evidenciado que quienes detentan el poder y la
ciencia, en vez de ser los ejecutores de un plan civilizador y progresista, podrían esconder detrás de
sus discursos ilustrados, filosóficos y civilizatorios las más atroces intenciones y propósitos.

El pionero del nihilismo, Nietzsche, para quien ya no existe ninguna verdad, ni dios, ni religión, ni
ciencia, señalaba que el mundo cultural en su totalidad fue el producto del quehacer humano y, por
lo tanto, el reflejo de sus intenciones. El humano ha creado un mundo a su imagen y semejanza, y
no a imagen y semejanza del mundo mismo. Los mitos que crearon los antiguos griegos y romanos,
así como las leyendas medievales, en nada se diferenciaban de los mitos de la ciencia moderna.

El concepto antropológico del bestiario ha cambiado desde entonces al ritmo de una nueva
epistemología, pasando del de la modernidad conservadora y burguesa hasta el de la
posmodernidad esquiva y diversa, donde las bestias son ahora los que una vez fueron los
victimarios.
Un acercamiento antropológico y ontológico desde el sentir y el pensar latinoamericano evidencia
que la ciencia no es del todo absoluta y que los saberes más útiles a las ciencias sociales no se
edifican sobre un punto cero, sino sobre el propio ethos del hombre dentro de los límites y múltiples
interrelaciones de su ser con la realidad concreta que lo invade y circunscribe.

Es por ello que este nuevo bestiario, editado desde nuestramericanidad, puede proveernos de una
nueva alternativa hermenéutica; al interpretar a Occidente, no desde sus logros materiales, sino a
partir de sus intenciones de poder soslayadas en sus discursos científicos, podemos observar en
esencia, no el idílico mensaje soteriológico que nos ofrece para salvarnos, sino por el contrario,
históricamente, para dominarnos. Es decir, quienes van a decidir quién o quiénes son
las bestias, los enemigos, los villanos de esta historia no serán otros sino nosotros mismos.

Asimismo, debería quedar lo bastante claro para nosotros que este nuevo bestiario antropológico de
la epistemología nos invita a ser ahora, a nosotros los latinoamericanos, la nueva humanidad, el
nuevo hombre que vence bestias y dragones, el nuevo David que lapida al oso y al león. La
subjetividad que éste se propone forjar es la de repensar lo humano desde un nosotros que
asertivamente hará posibles nuevos horizontes no explorados que antes, en la exclusión perenne de
la episteme moderna eurocéntrica, eran inconcebibles.

_______________
Javier Domínguez (1977) es profesor en la especialidad de Geografía e Historia (UPEL-IPB,
2004). Es maestro en Historia con mención Summa cum laude (UCLA, 2012). Es docente en la
UPEL-IPB en los cursos «Geografía económica de Venezuela», «Lectura e interpretación de mapas»
y «Ética y docencia». Su teoría del fin del mundo forma parte del mosaico que aparece en el
presente número de Cuadrivio.
Revista Cuadrivio. Disponible en: http://cuadrivio.net/2012/12/la-ciencia-posmoderna/
Postales del fin del mundo
Publicado el 16. dic, 2012 por Cuadrivio en Dossier

«El mejor amigo», © Liliana Martínez

Idiotizada la población mundial con ese temita de la paz kantiana universal en una coalición de
naciones unidas bajo una sola ciudadanía planetaria con sede en las principales potencias,
soslayadas bajo la figura de «entes de garantías mutuas», aparecerá el Anticristo, firmará un tratado
de paz entre israelíes y palestinos, se creará el Tercer Templo y todo el mundo parecerá feliz…
Izquierda y Derecha internacionales habrán logrado una simbiosis fabulosa, equilibrio entre
acumulación de capital y gasto público. Lo que nadie espera es que este nuevo líder mundial
pertenezca a una red de sociedades secretas que, desde mediados del siglo XVIII, tratan de gobernar
el mundo y ponerlo a los pies de Lucifer, el Arcángel caído de los libros de Ezequiel e Isaías. Así, el
fin del mundo será la humanidad bajo todo el poder del mal y del caos. ¡La ira de las Tinieblas sobre
los justos! ¡Corred! [1]

_______
Javier Domínguez (1977) es maestro en historia y catedrático en la UPEL-IPB de Venezuela.
Disponible en: http://cuadrivio.net/2012/12/postales-del-fin-del-mundo/

1
En un mosaico de opiniones y bromas alusivas al fin del mundo ‒por aquello de las profecías mayas del
2012‒, para esta edición de la revista Cuadrivio, ésta solicitó a sus colaboradores un par de palabras al
respecto. Este es el texto de la postal enviada por Javier Domínguez.

También podría gustarte