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Capítulo

4 El proceso terapeútico en
Terapia Sistémica Breve

Parte 1. Cómo iniciar una terapia: los primeros pasos


en la construcción de un proceso terapéutico
Felipe E. García

l propósito del presente capítulo es presentar en forma estructurada el


E proceso terapéutico, que se inicia en el primer contacto entre el sistema
consultante y el terapeuta, y finaliza, si las condiciones son favorables, cuando
los objetivos acordados entre las partes finalmente se cumplen.
Antes de presentar este proceso es necesario consignar varios aspectos inte-
resantes. Primero, que abogamos por una terapia breve, lo que no significa que
actuamos precipitadamente o que todo el trabajo se realiza en unas cuantas
sesiones prefijadas. Breve significa optimizar el trabajo terapéutico, de modo
que lo que ahí se trabaja efectivamente contribuya a resolver los problemas de
nuestros clientes. Por tal motivo, probablemente no promovamos conversa-
ciones que profundicen en las heridas causadas por los problemas, ni en los
antepasados remotos de los problemas actuales, ni en la estructura profunda
que explica el comportamiento de las personas; tampoco ocuparemos largas e
interminables sesiones en procesos psicodiagnósticos aplicando una prueba
tras otra sin un sentido aparente o tratando de encajar al cliente en una catego-
ría nosológica, tipo DSM, aunque esto último sí lo haremos si pertenecemos a
una institución que nos exige la categorización para fines estadísticos.
En segundo lugar, no podemos pretender realizar una terapia breve si no
la fundamentamos en una relación terapéutica que posibilite un trabajo con-
junto, en equipo, de todo el sistema terapéutico, orientado a objetivos claros.

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Nos referimos a los dos componentes principales de una relación terapéutica,
el rapport o vínculo afectivo, y la alianza o acuerdo en tareas y objetivos. Sin
un rapport adecuado, puede que nuestros clientes no vuelvan aunque hayamos
realizado una primera entrevista impecable desde el punto de vista técnico.
Si el cliente no se siente escuchado, entendido, aceptado, y no percibe al tera-
peuta como un interlocutor válido, acogedor y competente, entonces puede
que no se comprometa y termine desertando o realizando acciones que los
terapeutas se apresuran en calificar como “resistencia”. La alianza, por su parte,
requiere enfatizar el siguiente aspecto.
En tercer lugar, no podemos pretender realizar una terapia breve si no te-
nemos objetivos claros hacia los cuales dirigir nuestras acciones. Si a un taxista
no le decimos adónde debe llevarnos, lo más probable es que no se mueva o, si
lo hace, nos haga un recorrido circular, de modo que visitaremos las mismas
partes una y otra vez mientras se acumula la cuenta en el taxímetro. Nosotros
somos los choferes de ese taxi y nuestros clientes los pasajeros, y como es co-
mún que el cliente no tenga claro hacia dónde quiere dirigir la terapia, debe-
mos maniobrar activamente para definir una meta clara, haciendo preguntas
clarificadoras. Es relevante también mencionar que el compromiso del cliente
con los objetivos aumenta cuando los percibe como suyos y no como impues-
tos por el terapeuta. Es como si al taxista le dijeran que quieren conocer la torre
Eiffel y este los lleve a la torre Montparnasse porque tiene mejor vista. O que
un comensal pida un filete y el garzón le lleve una merluza en salsa margarita
porque la considera más deliciosa o sana.
En cuarto lugar, no podemos pretender realizar una terapia breve si no
tomamos en cuenta las herramientas que el cliente ya posee y que constitu-
yen su arsenal primario para enfrentar los desafíos que ha tenido en su vida.
Usando el símil de la guerra, no podemos ir a una batalla sin conocer con qué
armas contamos o qué habilidades hemos desarrollado previamente. Si bien
la psicoterapia no es una guerra o una batalla, sí hay algo que debemos afron-
tar y eventualmente vencer, que es el problema que llevamos para trabajar. La
perspectiva desde los recursos del cliente ahorra trechos largos, pues presupo-
ne que las personas no llegan desvalidas, sino con una serie de recursos que
han desarrollado durante su vida para enfrentar un sinfín de problemas, y que
podrían ser útiles para el problema actual. Sin embargo, muchas veces a los
consultantes, ensimismados en su problema, saturados por sus consecuencias,
no les resulta fácil visualizar aquellas ocasiones en las que fueron más fuertes
que el problema que enfrentaron, por lo que parte importante del trabajo del
terapeuta es hacer visibles estos recursos.

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CAPÍTULO 4

A continuación presentaremos una estructura de proceso terapéutico des-


de una perspectiva sistémica breve. Debemos advertir que la presentación de
una estructura no implica que quien ejerza como terapeuta no pueda variar en
sus acciones. Mal podría un modelo terapéutico que se caracteriza por su fle-
xibilidad y creatividad imponer pautas de entrevista a la manera de un receta-
rio, con entrevistas estructuradas y protocolos inmodificables de intervención.
Para esos fines ya existen suficientes modelos psicoterapéuticos.

SESIONES INICIALES
Para desarrollar un proceso terapéutico se necesita información, que se res-
cata durante la conversación terapéutica. Para programar el trabajo posterior,
en las primeras entrevistas se deben cumplir tres objetivos centrales: conocer
a la persona, conocer el problema y establecer una relación (García y Schaefer,
2015).
Compartimos el supuesto narrativo de que la persona no es el problema,
sino que el problema es el problema (White, 1994), por lo que una conversa-
ción no puede solo centrarse en la historia de aquello que la aqueja, sino tam-
bién en la historia de la misma persona: qué hace, cuáles son sus habilidades,
intereses, preocupaciones, experiencias.
Lo anterior permite dividir la primera sesión en dos partes, la “fase social”
y la “fase de exploración del problema”. La primera se ocupa de conocer a la
persona y la segunda de profundizar en el problema que la trae a la consulta.
La fase social además cumple otras funciones, como contribuir a una relación
terapéutica cálida y bajar los niveles de ansiedad del consultante. Es esencial
que no sea estructurada ni que se ocupe en explorar acerca de la familia, la
actividad a la que se dedica, sus intereses, etc., para llenar un formulario pre-
diseñado. También es posible que esta fase social inicial se reduzca por la pre-
mura del cliente por abordar de inmediato su problema (muy corriente en las
asesorías pagadas por los clientes) o se extienda debido a que el consultante es
derivado y no sabe por qué está ahí o no quiere permanecer en ese lugar, como
es el caso de las conversaciones con niños y adolescentes. Aquí recomendamos
seguir el ritmo del cliente y, nuevamente, ser flexibles.
La exploración del problema consiste en profundizar en el motivo de con-
sulta del cliente. Por lo general, y siguiendo a Tomm (1987a, 1987b) y a García
y Schaefer (2015), para eso utilizamos algunas preguntas lineales característi-
cas, del tipo cuándo comenzó su problema, qué lo intensifica, por qué eso es
un problema para usted, qué piensa antes, durante y después de que se presen-

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ta el problema, qué siente, qué hace, etc. También podemos emplear preguntas
circulares, orientadas a establecer pautas relacionales en el mantenimiento de
los problemas: quién está presente cuando aparece el problema, qué hace él/
ella cuando lo ve con el problema, cómo reacciona usted frente a lo que él/
ella hace, etc. Un tercer tipo de preguntas, menos utilizado en una entrevista
inicial, son las estratégicas, que incluyen aquellas que deslizan prescripciones
(¿qué cambiaría si usted, al llegar a su casa, en lugar de irse directamente a su
dormitorio saludara a todos en la casa, uno por uno?), aquellas que sugieren
encuadres (¿y si la razón por la que ella discute tanto con usted es porque
aún le interesa lo que usted piense u opine?) o la ilusión de alternativas (usted
me ha dicho que tendría que hablar directamente con su padre para que esto
se solucione, ¿prefiere hacer esto antes de la próxima sesión o prefiere espe-
rar una semana más?). Como se observa, las preguntas estratégicas tienden
a guiar al cliente hacia una dirección a través de un diálogo diseñado para
ese fin (Nardone, 2006). Finalmente, otro tipo de preguntas son las reflexivas,
orientadas a que el cliente explore desde su propio marco de referencia nuevas
formas de comprender, visualizar o actuar respecto de sus problemas.
Una de las tareas centrales en las entrevistas iniciales, y que permite dar por
finalizada esta etapa del proceso, es la co-construcción de los objetivos terapéu-
ticos. Si no existen objetivos que guíen la terapia, esta se perderá en los laberin-
tos de la exploración infinita del día a día del consultante. En algún momento
de la conversación inicial habrá que preguntar, por lo tanto, qué es lo que desea
conseguir el cliente con la terapia: ¿cuáles son sus expectativas con la terapia?,
¿cómo se dará cuenta de que no necesitará seguir viniendo?, ¿qué espera lograr
cuando esta finalice? En ocasiones, con estas preguntas basta para formarse una
imagen de las expectativas del cliente; sin embargo, las más de las veces el clien-
te no tiene claro lo que espera o sus respuestas son tan vagas que al terapeuta le
resulta difícil visualizar hacia dónde quiere dirigirse. En esas ocasiones hay que
ayudarse con otras preguntas, algunas de ellas propuestas por la terapia centra-
da en soluciones (de Shazer et al., 1986; García y Schaefer, 2015):
La vitrina: Si yo te viera a través de un vidrio, ¿cómo me daría cuenta de que
ya no necesitas venir a terapia?
La bola de cristal: Si te vieras en un futuro con el problema ya resuelto,
¿cómo te darías cuenta de que ya superaste tu problema?
La pregunta del milagro: Imagina que cuando duermes ocurre un milagro
mediante el cual el problema por el cual llegaste a terapia se resuelve, mági-
camente, sin que te dieras cuenta. Al despertar en la mañana, ¿qué señales te
permitirían percatarte de que se produjo el milagro?, ¿quién más y cómo se

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CAPÍTULO 4

daría cuenta de que el problema ya no existe?, ¿qué cosas serían distintas en tu


vida sin la presencia del problema?
Una de las finalidades de las primeras sesiones en terapia breve sistémica
consiste en visualizar recursos de los consultantes y definir posibles cursos de
acción, de modo que las preguntas anteriores pueden complementarse con la
siguientes:
A través de un vidrio: Si yo te preguntara qué hiciste para lograr esos cam-
bios que visualizo a través del vidrio, ¿qué me contestarías?
La bola de cristal: Si tú mismo del futuro, aquel que ya resolvió el problema,
te pudiera aconsejar sobre qué debes hacer ahora para llegar a esa meta, ¿qué
te diría?
La pregunta del milagro: De todas las cosas distintas que ocurrirían si se
produce un milagro, ¿cuáles ya están ocurriendo aunque sea en una pequeña
medida?, ¿cuáles de ellas sería más fácil de poner en práctica ahora?
Queremos dedicar un espacio a la pregunta de escala (de Shazer, 1999), ya
que ofrece múltiples posibilidades tanto para fijar objetivos, como para iden-
tificar recursos y proponer soluciones. Además, es una herramienta que nos
permite evaluar cada sesión, los avances entre sesiones y la decisión de finali-
zar la terapia.
La pregunta de escala se puede formular de la siguiente manera: Imagine
una escala del 1 a 10 en la que el 10 es el problema ya resuelto (o el milagro
que me acaba de describir) y el 1 es el peor momento en que se ha sentido con
el problema:
“¿En qué lugar de esta escala se encuentra en este minuto/en esta semana/
en este último tiempo?”. Ahora imaginemos que dice “tres”, aunque cualquier
número que enuncie puede ser utilizado para acceder a las posibilidades que
esta práctica clínica ofrece:
“¿Por qué un tres y no menos que tres?”. De ese modo, proponemos una
conversación acerca de lo que la persona lleva haciendo bien o sobre excepcio-
nes en relación con el problema.
“¿Cómo lo hizo para subir de un uno a un tres?”, lo que lo obliga a hablar de
las soluciones efectivas que ha utilizado para enfrentar su problema.
“¿Qué dice de usted que haya podido avanzar de un uno a un tres?” o “¿Qué
cualidad suya le permitió avanzar de un uno a un tres?”. Esta pregunta permite
visualizar los recursos de la persona.

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“Considerando que el 10 es un milagro, ¿con qué número usted se sentiría
que ya no necesita seguir viniendo a terapia?”. Permite construir metas realis-
tas. Imaginemos ahora que contesta un ocho.
“¿Qué diferencia ese 8 del 10 que es el milagro?”. Esta pregunta permite
concretizar esa meta realista.
“¿Cómo se dará cuenta de que ya está en un 8?”. Entrega una descripción
más rica y detallada de lo que el cliente espera lograr en la psicoterapia.
“Considerando que entre un 3 y un 8 hay varios peldaños y la terapia avan-
zará paso a paso, ¿cuál sería una señal de que ha avanzado un pequeño paso,
es decir, de que ya está en un 4?”. Esta pregunta permite establecer cambios
mínimos, objetivos alcanzables en un corto plazo y que se pueden lograr con
un menor esfuerzo por parte del sistema terapéutico.
“De todas las cosas que hemos hablado, ¿cuál de ellas le permitirá avanzar
ese pequeño paso, es decir, subir del 3 al 4?”. Esta pregunta permite vincular las
soluciones que ya se han conversado previamente, por ejemplo, a través de la
pregunta del milagro o la exploración de excepciones por parte del cliente, con
los avances de la terapia, en este caso, un cambio mínimo.
No es excepcional que ante la primera pregunta señalada en esta serie de
propuestas el cliente responda “estoy en un 1”, es decir, en el peor momento
posible. Entonces, ya no será posible preguntar cómo lo ha hecho para subir
u otra de las señaladas en a), b) o c). Quizás es mejor preguntar: “¿Y cómo lo
hace para soportar estar en un nivel 1?” o “¿en qué o en quién se apoya para
lograr permanecer en un 1 y no desfallecer?”.
Una vez establecidos los objetivos, se cierra la primera fase del proceso de
psicoterapia. Ya probablemente hemos ocupado una o más sesiones en llegar
hasta aquí y el cliente espera que se le diga algo con lo cual satisfacer sus de-
seos de explicación, orientación o consejo. Es poco recomendable terminar la
sesión y citar al cliente a una próxima consulta sin decirle algo que le permita
comprender su situación o visualizar las posibilidades de acción. Sugerimos
ofrecerle al cliente un mensaje final, el que según García y Schaefer (2015) de-
biese contener al menos las tres “R”: un resumen, un reencuadre y los recursos
observados en el cliente.
El resumen debe centrarse en retroalimentar al cliente respecto de lo que
el clínico entendió de su problema. Debe contener lo que el clínico considera
relevante para proceder a la acción y posiblemente omitir aquellos detalles que
le parezcan innecesarios o que contribuyen más bien a empeorar el problema

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CAPÍTULO 4

que a resolverlo. Como la idea es que se constituya en una retroalimentación


efectiva, es necesario preguntar al cliente si lo que se entendió corresponde a lo
que quiso transmitir y si no se han excluido detalles que le parecen importan-
tes. El resumen es la oportunidad para incluir los recursos visualizados o los
reencuadres que el clínico ofrece a su cliente, aunque por razones didácticas
los mencionaremos por separado.
Es relevante subrayar los recursos del cliente observados a lo largo de la
sesión, pues son los fundamentos iniciales en los cuales se basará cualquier
acción frente al problema. Es recomendable mencionar los recursos efectiva-
mente observados y no inventar adulaciones sobre la marcha, que solo cau-
sarán extrañeza al cliente y probablemente la sensación de que se le quiere
tranquilizar o animar en forma inauténtica. Por eso, si los recursos observados
no fueron explícitamente señalados durante las conversaciones previas, es ne-
cesario ejemplificar cada uno de ellos para que el cliente los acepte como suyos.
La dificultad surge cuando el clínico ha sido entrenado más bien en establecer
qué funciona mal, la patología, los problemas, que en visualizar lo que está
funcionando o lo que el cliente ha hecho bien. Cuando eso ocurre se llega al
final de la sesión sin una idea precisa respecto de qué recursos comunicar al
cliente. En esos casos se pueden señalar algunas sugerencias que resultan “ver-
dades obvias”, como resaltar el haber dado el paso de pedir ayuda o el contar
con inteligencia/educación/redes de apoyo familiar, etc., que facilitarán las ac-
ciones que se emprenderán en las siguientes sesiones.
Puede que otorgar un reencuadre o una explicación alternativa respecto de
lo que afecta el cliente no sea recomendable para algunos modelos que enfa-
tizan la no directividad; sin embargo, muchas veces el cliente precisa irse con
algo que le permita entender lo que le está ocurriendo o las distintas opciones
que existen para abordar la situación. Es probable que algunas orientaciones
terapéuticas que enfatizan el rol de experto del clínico propongan una psico-
educación que, por ejemplo, defina y explique el funcionamiento del estrés
de un desorden de pánico o una depresión. Desde una mirada más sistémica
breve, en que el cliente y el terapeuta se igualan en experticia, probablemente
se enfatice el uso de redefiniciones o metáforas. Las redefiniciones son reen-
cuadres ofrecidos por el clínico e implican normalizar el problema: “lo que
le ocurre es esperable dada su situación”; el reetiquetado: “más que falta de
confianza yo diría que lo suyo es un comportamiento precavido”; la valida-
ción: “usted tiene derecho a llorar/enojarse/sentirse culpable, pues lo que le
ha ocurrido lo ha perturbado”; la connotación positiva: “gracias a dios le vino
esa crisis pues de otro modo no se habría dado cuenta de que ese trabajo no

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era para usted”, y el argumento estratégico: “sus pensamientos repetitivos son
mensajes de su mente, pues necesita que le preste atención a lo que sucedió y
no que lo olvide fácilmente sin haber aprendido antes algo de ello”. Las metá-
foras, en cambio, sin reencuadres indirectos, alientan a que el cliente haga el
esfuerzo por encontrar las asociaciones que le sean útiles para avanzar en su
proceso: “su problema me hace recordar el cuento del escorpión y la rana, ¿lo
ha escuchado anteriormente...?”.
Al cerrar esta primera etapa tendemos a establecer ciertas reglas necesarias
para sostener la relación en el tiempo, lo que implica aclarar algunos precep-
tos, como la asistencia, la puntualidad, la confidencialidad, el medio de contac-
to y sus limitaciones (teléfono, mail, etc.), entre otros aspectos.
En el intertanto, mientras esperamos las siguientes sesiones, en las que se-
remos más activos y directos en colaborar con el cliente para que consiga sus
fines, probablemente reflexionemos sobre qué es lo que está ocurriendo con
nuestro consultante. Quizás surjan algunas hipótesis que guiarán la explora-
ción y la intervención en las siguientes sesiones (ver Capítulo 3. El diagnóstico
y la hipótesis en terapia sistémica) y estudiaremos los caminos que otros tera-
peutas o consultantes han utilizado para resolver problemas similares, consul-
tando la literatura especializada.

Parte 2. Mar adentro. Técnicas centrales


Rodrigo Mardones

Las sesiones iniciales nos permiten levar anclas para alejarnos de las costas
del problema y navegar en busca de tierras de paz. Ya nos hemos cerciorado
de las reservas de recursos personales del cliente para sostener el rumbo y
hemos definido un norte y carta de navegación, así que debemos enfilar mar
adentro, con la claridad de que el capitán de esta nave es el cliente y el tera-
peuta su segundo de a bordo.
Como se dijo en el capítulo anterior, la terapia breve logra su fluidez en
la medida en que se desarrolla desde los recursos del cliente, ya sea que se
los evoque a través de sus propias experiencias o que se los haga visibles me-
diante un diálogo intencionado por el terapeuta en términos estratégicos. Este
proceso que se inicia en las primeras sesiones, adquiere vigor en las sesiones

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CAPÍTULO 4

intermedias, y será las velas de nuestro barco, que permitirán usar las circuns-
tancias de la vida como si fueran el viento que empuja nuestra nave.
En términos generales, el objetivo de la terapia breve es colaborar en proce-
sos de cambio en aquellos que consultan. Este cambio, que comenzó a ocurrir
desde que se tomó la decisión de asistir terapia, debe darse en tres ámbitos de
la persona: en lo emocional, en la dimensión más cognitiva y en el transcurrir
práctico de la vida del cliente. Podríamos decir que esa es la nave completa y
que con ella debemos llegar a buen puerto.
De este modo, en las sesiones intermedias es importante no perder de
vista estas tres dimensiones o ámbitos de la persona, como tampoco nuestro
rumbo de navegación, de forma tal que la terapia colabore en los procesos
de cambio y que el cliente pueda usar todos los recursos de la nave para
realizar un viaje directo, sin desvíos. Es decir, la terapia busca consolidarse
como una experiencia significativa completa y no quedar en conversaciones
interesantes o en el encuentro con una especie de amigo, en otras palabras,
evita quedar a la deriva.

DIÁLOGO CON ORIENTACIÓN AL FUTURO: NUESTRA BRÚJULA


Para que la navegación sea eficiente, en la terapia breve el foco debe ponerse
en el futuro: el cliente debe visualizar las costas a las que desea arribar y fijar
el rumbo de navegación.
Una de las razones por las que se dilatan los procesos de terapia son las con-
versaciones que buscan escudriñar en el pasado causas que expliquen la situa-
ción actual del cliente y que a partir de su comprensión lo que se experimenta
como problema se resuelva. En esos casos se usan diálogos centrados el pasa-
do, valiéndose de la memoria como instrumento. Lamentablemente, pregun-
tas como “… hábleme de su niñez”, “… podría contarme cómo fue la relación
con sus padres”; “… ¿recuerda algo grave que haya ocurrido en el pasado?”,
son conversaciones que se centran en aspectos de la vida del cliente en donde
ya nada se puede hacer y elicitan un relato monológico en el que es muy difícil
abrir otras significaciones. Siguiendo con nuestra metáfora de la navegación,
estos diálogos se constituyen en “cantos de sirenas” que, como tales, fabrican
ilusiones de cambio y confunden la dirección del viaje.
Nuestro norte de navegación se ha dibujado paulatinamente a través de
las preguntas estratégicas, que se realizaron en las sesiones iniciales y que nos
permiten poner la mano en el timón para direccionarlo al futuro.

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CAMBIOS ENTRE SESIONES. APROVECHANDO EL VIENTO
La navegación exige no solo la atención de la nave, sino también del clima, los
cambios de viento y de marea.
Los diálogos terapéuticos de las sesiones iniciales probablemente han cam-
biado en el cliente la forma como ve el problema y, con ello, actitudes, con-
ductas, estilos relacionales, etc. Incluso, es posible que haga pequeños ensayos
o experimentos de cambio. Esto que ocurre en lo cotidiano no puede quedar
invisible a los ojos de la terapia. En la metáfora del barco, el cliente está pro-
bando poco a poco aquellas partes de la nave que aceleran la navegación, así
que es necesario conocer los resultados de estas pruebas.
De esta forma, preguntar por cómo ha estado la semana (o el periodo que
ha transcurrido entre sesiones) no es solo un ritual de deseabilidad social. Se
debe consultar qué ha pasado y el terapeuta ha de estar sensible a pesquisar
en el discurso del cliente los cambios que reporta, por sutiles y discretos que
parezcan, para indagar la consistencia de esas excepciones, hacerlas visibles y
significativas para el cliente, resaltar su novedad y destacar sus recursos.
Es decir, se debe generar en la narrativa de las personas la validación de un
relato que, probablemente por el malestar que genera el problema, permanece
invisible o insignificante para el cliente. Durante la conversación terapéutica
se debe dar un espacio en la sesión para que el cliente comprenda cómo hizo
para realizar un cambio, qué pensó en ese momento, quiénes estaban en aque-
lla circunstancia, cómo actuó, si alguien más notó aquello distinto, cómo se
sintió en el momento. Se trata de un breve reporte de las maniobras de prueba
realizadas en la nave.
La ausencia de este espacio dialogal es contrapuesta a la idea de Lambert
(1992) cuando afirma que el 40% del cambio en terapia se debe a factores ex-
traterapéuticos, es decir, que ocurre al margen de las sesiones de terapia. En
nuestro concepto, Lambert se refiere a los cambios de viento, de clima y de
marea que determinan la navegación.
En las sesiones iniciales se reportó mucha información, incluso en la “pre-
gunta escala” se asignaron valores relativos a la intensidad del problema, así
como valores a las excepciones. Pues bien, es importante usar esa información
para evaluar qué ha pasado entre sesiones y cómo aborda la vida el cliente.
En los diálogos que se realizaron con la pregunta milagro, el consultante se-
ñaló cómo sería la vida sin el problema. Habrá que consultar, si es el caso, en qué
medida este tiempo entre sesiones se acerca a la vida sin el problema. Cualquier

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CAPÍTULO 4

cambio positivo puede considerarse una nueva excepción que merece ser enfati-
zada y explorada, además de posibilitar el elogio terapéutico. Es similar a la figu-
ra de reportar al capitán que vamos por buen camino y que lo está haciendo bien.
De este modo, es altamente recomendable consultar por los cambios que se
van presentando y llevar un registro que nos permita observar cómo el con-
sultante va evaluando el proceso de terapia y este va impactando en su vida
cotidiana. Podría ser nuestro “diario de ruta”.

DIÁLOGO ESTRATÉGICO: EL MÁSTIL MAYOR


Reencuadre y redefiniciones. Sostener y corregir el rumbo
Las técnicas centrales buscan directamente modificar el problema cambiando
en las personas la forma de verlo y de relacionarse con él. Es decir, permiten
realizar la navegación con balance y seguridad. En el encuentro dialógico en-
tre terapeuta y consultante deben generarse construcciones de significados
que se espera sean novedosos y se orienten a los objetivos co-construidos en
las sesiones iniciales, es decir, nuestro norte.
Los reencuadres permanentes son la forma de ir ubicando las velas de nues-
tro barco de la manera más eficiente para aprovechar el viento. Reencuadrar
es una estrategia que permite monitorear permanentemente el avance y, por lo
tanto, adaptar los esfuerzos a los cambios observados, para sostener y corregir
el rumbo. Por ejemplo, a un cliente que manifiesta una preocupación constan-
te por todo lo que puede ocurrir en situaciones cotidianas y simples de la vida,
se le puede reencuadrar de manera directa señalando que actitudes como esas
pueden ser un indicador de cambio en la vida que le está invitando a reorga-
nizar las actividades que realiza a diario y así movilizar a cambios que parecen
difíciles de realizar por el malestar de la preocupación, es decir, que debe dejar
de pre-ocuparse y más bien ocuparse de las cosas.
Por otro lado, reencuadrar permite evidenciar de manera indirecta aquellos
cambios que parecen sutiles, pero que han ocurrido durante el tiempo que el
consultante ha permanecido en terapia. Uno de los principios fundamentales
de la teoría del cambio es que el cambio necesita ser percibido para potenciar
sus efectos y sostener su influencia en el tiempo (Weakland, Fisch y Segal,
1984). Es decir, es bueno avanzar en la navegación, pero mejor es darnos cuen-
ta de que vamos avanzando.
García y Schaefer (2015) consideran que la redefinición es la forma como
se modifica la percepción que se tiene del problema y que suele detener el

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cambio. En este sentido, el terapeuta, como segundo de a bordo, busca que el
capitán considere los obstáculos que se encuentran en el curso de la navega-
ción desde otra perspectiva.
Por ejemplo, para el tratamiento del trastorno de pánico Nardone (2007)
propone redefinir las manifestaciones sintomatológicas de la ansiedad como
un don, especialmente aquellas molestias propias de anticiparse a los sucesos.
Él le decía a sus clientes si no era esa una capacidad para adelantarse al futuro.
Aunque no de manera textual, la preguntaba al cliente: ¿No ha pensado que
esto puede ser un don?
A los clientes que consultaban por trastorno de pánico, García y Mardones
(2013) los invitaban a redefinir el miedo a sufrir una nueva crisis como: “El
monstruo que se alimenta de miedo”.
Las redefiniciones las propone el terapeuta de manera directa. Esta nueva
visión será aceptada por el cliente en la medida en que está en sintonía con su
lenguaje y marco de referencia. Cuando la persona acepta la redefinición le
produce asombro, que se expresa de forma verbal o gestual. “No lo había visto
de esta forma…”, “la verdad jamás había pensado las cosas de esa manera”…
son expresiones que indican que la redefinición ha sido aceptada (García y
Schaefer, 2015).
Estos autores señalan cinco formas de redefinición: reetiquetado, connota-
ción positiva, normalización, validación y argumento estratégico. En general,
el objetivo de estas maniobras es ofrecer un significado alternativo de lo que
ocurre, evidenciando aquella cara de la moneda que no es visible al cliente
debido a la forma como se relaciona con el problema. La base de esta técnica es
que toda experiencia en la vida puede tener otro punto de vista más eficiente y
positivo para colaborar en el proceso de cambio. El levantamiento de una ola
enorme en altamar puede parecer siniestra y amenazante, pero también puede
servire de impulso para llegar a buenas costas.

La metáfora: aclarar el rumbo


Como recurso literario y discursivo, la metáfora permite comparar entida-
des diferentes para abrir e iluminar significados cerrados debido a formas
específicas y acotadas de lenguaje, a través de categorías discursivas cercanas,
cotidianas y cargadas de experiencias significativas.
Preguntar al cliente atrapado por una forma de ver y experimentar su pro-
blema: “Si pudiéramos comparar con algo de lo cotidiano o doméstico esto que
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CAPÍTULO 4

te ocurre, a qué se parecería…”, o bien, “Si esto fuera un partido de fútbol…


Lo que te pasa, a qué situación futbolística se parecería…”, y así, usar el marco
de referencias del cliente o su idea de mundo para formular una comparación
puede contribuir a definir el rumbo en la navegación.
La metáfora también la utilizan espontáneamente los clientes. “Siento una
mochila muy pesada en la espalda cuando pienso en este problema…”; “mi
situación personal en el trabajo es una batalla constante…”; “este problema con
mi hijo es como conducir en la neblina…”. En esos casos el lenguaje metafórico
está estableciendo formas de referirse al problema que poseen un potencial
enorme para el trabajo terapéutico. Abre posibilidades que probablemente en
otras comunidades de lenguaje están cerradas o muy limitadas.
Un ejemplo es el trabajo con pacientes afectados por trastorno de pánico.
En la comunidad de lenguaje biomédica nos encontrábamos con metáforas
que declaraban este problema como “crónico”, “de origen genético”, “endóge-
no”. La propuesta metafórica que se ofrece se refiere a “un monstruo que se
alimenta de miedo”, “un don poco conocido”, “un sistema que ataca misterio-
samente a la persona, pero que no logra vencer al sistema del consultante”.
La diferencia entre las metáforas radica en que las utilizadas en el modelo de
tratamiento de Nardone (2007), así como las de García y Mardones (2013),
ofrecen posibilidades de trabajo, mientras que las metáforas biomédicas con-
denan a la perpetuidad del problema.
Por eso, al preguntar a los clientes ¿qué era posible hacer con un “mons-
truo” que se alimenta de miedo?, señalaron que se podía dejar de alimentarlo,
enfrentarlo, conocerlo, atraparlo, etc. Lo mismo respecto del “don”; decían que
había que conocerle, aprender a manejarlo, quererlo. Gracias a estas ideas que
surgían de una forma alternativa de lenguaje se podía, por ejemplo, prescribir
al cliente provocar crisis de pánico, justamente aquello que se quería evitar,
pero que bajo la idea de enfrentar, conocer, dejar de alimentar el “monstruo”
tenía mucho sentido.
Las metáforas que mencionan los clientes ofrecen posibilidades de trabajo,
por lo que no se las debe dejar pasar sin considerarlas. El terapeuta las debe va-
lidar enfatizándolas, para luego abrirlas a las posibilidades de cambio (García
y Schaefer 2015). Por ejemplo, si una persona habla del “peso” de su problema,
es posible señalar lo interesante que resulta la forma en que se refiere a la expe-
riencia del problema y cabe preguntar, por ejemplo: “¿Quién te ayuda a cargar
ese peso por ahora?... ¿Cuándo logras sacar ese peso de encima para seguir
caminando?... ¿Buscas deshacerte de ese peso para siempre?”. O bien, “Si estás
en una batalla, ¿cuáles están siendo tus estrategias?... ¿Puedes buscar aliados?...

El proceso terapeútico en Terapia Sistémica Breve 97


¿Vale la pena seguir en una batalla que ya parece perdida?”. Las posibilidades
de diálogo y alternativas de solución que se abren son considerables.
En este sentido, las anécdotas, relatos, cuentos y otros tantos recursos li-
terarios ofrecen muchas posibilidades de trabajo en la sesión y fuera de ella:
son cautivantes, se recuerdan con facilidad y con la redefinición que ofrecen
permiten nuevos reencuadres (García y Schaefer, 2015). Por esta razón, Milton
Erickson y otros tantos exponentes de la terapia breve señalan que la metáfora
es una técnica de terapia que permite iluminar esos momentos oscuros en que
los significados cierran las posibilidades de trabajo. En otras palabras, la metá-
fora aclara la niebla en el rumbo de navegación.

LA TAREA EN TERAPIA: EL TRABAJO DEL CAPITÁN


La prescripción de tareas en la terapia tiene un objetivo. Es cierto que como
casi la totalidad de los profesionales de la psicoterapia la usan, la tarea es
conocida por la mayoría de las personas, debido a lo cual muchas veces los
consultantes esperan que se les prescriba algo que hacer entre sesión y sesión.
Sin embargo, en la terapia breve la tarea es una estrategia y, como tal, lo que
busca es alcanzar objetivos. En este sentido, la tarea se prescribe como aque-
llo que cubre una necesidad: el capitán necesita saber siempre que vamos en
el rumbo correcto, así se abre el espacio para lo que llamamos “la siembra o
venta de una tarea” (García y Schaefer, 2015).
En términos generales, el objetivo de la tarea es romper la pauta de persis-
tencia del problema. Apunta a desvanecer los intentos fallidos por resolver el
problema y potenciar los recursos del consultante. La peor tarea es la que se
prescribe por razón de la costumbre. La tarea exige una venta, es decir, que este
pequeño trabajo tenga sentido en la idea de mundo del cliente, puesto que no
se compra lo que no se necesita; por lo tanto, la tarea debe poseer el atractivo
de algo que es necesario y cuya realización proporcionará una ganancia. Debe
tenerse el cuidado de que lo que se pida al cliente sea algo que esté dispuesto a
hacer, de forma tal de no someterlo a la disyuntiva de hacer la tarea por cum-
plir o simplemente de renunciar a la terapia debido al incumplimiento de un
acuerdo.
Por ejemplo, en la terapia con niños, ante la queja de la madre por la in-
quietud de su hijo, se le puede pedir que describa la rutina de su hijo en un día
que incluya la escuela y la rutina de un día festivo o fin de semana. En muchas
ocasiones las madres que trabajan no conocen del todo cómo es la vida del hijo
en lo que respecta a las rutinas. Por lo tanto, se puede sembrar la tarea desde la

98 Breve Historia de la Terapia Sistémica Breve


CAPÍTULO 4

necesidad de que ella indague en la rutina de su hijo. Luego de la indagación es


posible solicitarle un juicio acerca de lo que halló, una evaluación, para luego
consultarle (prescribiendo indirectamente) qué cambios se podrían hacer, qué
se podría mejorar o enriquecer, para observar si el niño presenta cambios. Es
una forma que se puede aplicar con adultos. Para eso sirven las pautas de auto-
rregistro, porque movilizan al cambio en la práctica, no porque la información
recabada sea vital.
La tarea mal formulada o que está totalmente en contra de lo que el cliente
puede o quiere realizar, es parte del origen de lo que se consideró “resistencia”
del cliente a cambiar. El ego del terapeuta no soporta reconocer que ha errado
el camino y desplaza la razón del fracaso al cliente, atribuyéndole arbitraria-
mente el negarse a sanar.
En este sentido, la tarea se va construyendo en el curso de la sesión utili-
zando para ello un lenguaje sugestivo, en donde se provoca curiosidad acerca
de acciones aún no realizadas, o indagar pareceres de quienes forman parte
de su círculo social, o realizar un experimento conductual que entregue más
información del problema.
Pero el objetivo más importante de la tarea, como señalan García y Schaefer
(2015), “radica en la posibilidad de disminuir el número de sesiones, y por lo
tanto, abreviar la terapia al aprovechar el tiempo entre sesiones” (p. 120). Los
autores afirman que proponer una tarea al final de una sesión satisface tres ob-
jetivos. El primero apunta a dar un cierre a la sesión y generar la posibilidad de
que el consultante se lleve algo a casa de lo que se ha trabajado en la sesión. De
alguna forma, busca prolongar su efecto y llevarlo al espacio donde ocurre la
vida. El segundo objetivo es producir cambios entre sesiones, movilizar al clien-
te a aquellas descripciones que formuló en respuestas a preguntas estratégicas
como las que señalamos al principio del capítulo. Finalmente, el tercer objetivo
es generalizar los cambios fuera de la terapi al contexto natural del cliente, allí
donde la vida ocurre. En este sentido, lo que se reviste de tarea busca potenciar
los recursos del consultante; la tarea bien formulada tiene el potencial de em-
poderar al cliente y prevenir al terapeuta de caer en la tentación de sentirse el
protagonista de la terapia. Así, es el cliente quien capitanea el barco, realizando
acciones concretas que permiten que la navegación sea más eficiente y segura.
Para conocer un elenco prominente de tareas terapéuticas, se sugiere revi-
sar 200 tareas en terapia breve (Beyebach y Herrero de Vega, 2010), Si quieres
ver, aprende a actuar (Ceberio y Watzlawick, 2010) y Manual de técnicas de
psicoterapia breve (García y Shaefer, 2015), entre otros muchos textos que han
desarrollado estos temas y otros.

El proceso terapeútico en Terapia Sistémica Breve 99


LLEGAR A NUEVAS COSTAS. LA CREACIÓN DE UN SITZ IM LEBEN
En la literatura hay muchos manuales específicos de terapia psicológica y de
diversos enfoques. Si bien los terapeutas breves no son muy asiduos a los
tratamientos de manual, considerar y valorar técnicas que han resultado efec-
tivas para algunos problemas específicos puede ser una buena alternativa para
economizar en el trabajo con personas. No queremos apegarnos a manuales
que invisibilizan la particularidad de cada cliente, pero tampoco queremos
descubrir la pólvora en cada terapia. De este modo, hay técnicas que tienen
un reconocido potencial en el trabajo de algunos problemas, y creemos que se
constituyen en posibilidades de agilizar el proceso de cambio. Es decir, pue-
den ser recursos de propulsión de nuestro barco para cuando fallen las velas
o los remos no sean suficientes, pero no hay que olvidar que no son el barco.
La terapia breve busca ser una experiencia significativa en la que el cliente
mismo es activo. Por lo tanto, se construye con él un nuevo contexto para que
la vida siga su curso, para que emerja una nueva narrativa que le identifique, es
decir, un nuevo sitz im leben.
El concepto de “sitz im leben”, que surge en la crítica bíblica, puede tradu-
cirse desde el alemán como “posición en la vida”, o bien, “situación en la vida”.
A comienzos del siglo xx, el teólogo protestante alemán Hermann Gunkel
señaló la diversidad de géneros en los textos bíblicos, y que estos se habrían
originado en una situación vital, que su sentido emerge desde la “situación en
la vida”. Es decir, que cada texto tiene su contexto de origen y una finalidad, y
que su comprensión compromete el conocimiento del contexto en el que nace
(Simian-Yofre, 1998; Bultman, 2000).
Salvando las diferencias, cuando el terapeuta recibe a un cliente en sesión,
acoge con él un relato, una narrativa. Desde la primera sesión el cliente ha selec-
cionado qué decir en terapia, ha buscado dar una lógica a su queja, de forma tal
que pueda ser ayudado. Estas narrativas tienen un origen en la vida. Por lo ge-
neral refieren acontecimientos dolorosos o de incomodidad, que han generado
malestar o dolencias importantes en el transcurrir de los días. Podríamos decir
que estas narrativas personales poseen un sitz im lebem. Tienen un origen y están
cumpliendo un “para qué”. No se trata de asignar al síntoma una función, sino de
atisbar que muchas veces esta narrativa de lo que al cliente le pasa es coherente
con los hechos que ocurren en la vida, con la idea de mundo del consultante.
Y generalmente, estos relatos, cargados de significados, sentidos y creencias, se
traducen en emociones, sensaciones, sentimientos que provocan un actuar, que
movilizan a opciones, incluso la actitud de no hacer nada con lo que le ocurre.

100 Breve Historia de la Terapia Sistémica Breve


CAPÍTULO 4

En la vida de las personas la terapia psicológica no siempre es la primera


opción en el abanico de alternativas para resolver un problema. La razón para
asistir a terapia es el cúmulo de intentos fracasados por resolver esa situación.
Se ha ido poco a poco gestando un sitz im leben que origina un relato personal
cargado de frustraciones, malestar e incluso dolor. Esta situación en la vida
está constituida por hechos concretos, específicos, que se dieron el diario vivir.
La constatación de que la dificultad no logra resolverse despierta emociones a
las que Maturana (2001) se refiere como “disposiciones corporales dinámicas
que definen los distintos dominios de acción en que nos movemos” (p. 8), y eso
incluye los pensamientos de la persona.
De esta forma, algo que ocurre en la vida no solo permanece un mal recuer-
do, sino que también instala un relato, y lo que decimos de nosotros mismos
suele establecerse como principio de identidad. De esta forma, la indagación
y las acciones terapéuticas relativas al quehacer en lo cotidiano permiten la
deconstrucción de estos relatos y, por supuesto, la posibilidad de construir un
nuevo sitz im leben. Probablemente ese es el fin de toda terapia.
En la medida en que la terapia avanza y se divisan las nuevas costas, es im-
portante invitar al cliente a que se refiera a la distancia recorrida, que perciba el
avance. Preguntas como “¿qué siente ahora que el problema está bajo control?”,
“¿revisemos qué has hecho para avanzar hasta este momento?”, “¿qué ideas tie-
nes ahora que ya has superado gran parte del problema?”, “¿qué logras hacer
ahora que te sientes distinto?”, “¿qué dicen los demás acerca de tu cambio?”,
“¿qué has aprendido de las nuevas personas que has conocido?”, etc., permiten
afianzar la experiencia de cambio.
Otra maniobra es evaluar los objetivos que se han ido cumpliendo, en qué
medida se han logrado, cuáles han debido cambiar y cuáles tal vez ya no es
necesario considerar.
Estas preguntas deben realizarse para que el cliente perciba y sienta el avan-
ce, y para que logre identificar aquello que hace de forma diferente. Es como
llegamos a nuevas costas y se funda un nuevo sitz im leben.

TIERRA A LA VISTA
Para llegar a la costa hay que hacer maniobras nos acerquen a tierra, anclarse
de nuevo y bajar del barco que nos ha albergado durante toda la travesía.
Dejar la nave y pisar tierra en territorios nuevos puede producir miedo, incer-
tidumbre y llevarnos al error de creer que necesitaremos el barco aún en tierra

El proceso terapeútico en Terapia Sistémica Breve 101


firme. Por esta razón, el término de la terapia es todo un arte, requiere una
mirada sensible y el uso de técnicas que empoderen al cliente como el capitán
que debe ser quien baje primero del barco y pise tierra e instale una bandera
de conquista, mientras el segundo de a bordo permanece en la nave para poco
a poco alejarse en busca de un nuevo capitán.

Parte 3. Cerrar para abrir: el cierre de la terapia breve


Marcelo R. Ceberio

a culminación del trabajo terapéutico es el fin de un proceso en el que el


L terapeuta breve comunica a su cliente que debido a que ha cumplido con
la propuesta inicial, las sesiones se terminan. Por supuesto, no se trata de un
notición disruptivo e imprevisto, menos en un brevista que, si hay algo que lo
caracteriza, es la estrategia. Seguramente, en la medida en que en los avances
y retrocesos del tratamiento aparecen las mejoras, el terapeuta habrá espacia-
do las sesiones, de semana a semana a quincenal, hasta llegar a una frecuencia
de una vez al mes.
Este proceso paulatino permite que el consultante se haga a la idea de la
finitud del trabajo psicológico, aunque igualmente genera diversas reacciones
que muchas veces lindan con el desconcierto. Por lo general, los consultantes
tienen la imagen de una psicoterapia longeva que se extiende por años, a veces
tantos, que no se sabe a ciencia cierta si el cliente cambió por el tratamiento
en sí mismo o por la simple evolución de su natural crecimiento. Entonces, no
deja de causar sorpresa que el trabajo terapéutico culmine después de apenas
doce sesiones.
Sí, parece paradojal, pues mientras otras terapias intentan retener al clien-
te intentando una y otra vez sacar más y más material de los más recónditos
lugares de la mente (siempre hay más y más, puesto que la mente es incon-
mensurable), la terapia breve es más expulsiva (rogamos que este término sea
bien interpretado) que retentiva del cliente. Es decir, luego de cumplir con sus
objetivos lo invita a utilizar por sí mismo, sin la muleta terapéutica, las herra-
mientas de vida aprendidas durante las sesiones.
Cuando los clientes comienzan el tratamiento, en la mayoría de los casos se
debe a que padecen alguna dolencia que puede afectarlos a ellos mismos (“me

102 Breve Historia de la Terapia Sistémica Breve


CAPÍTULO 4

siento terriblemente ansioso en situaciones sociales”) o a alguna otra persona


(“mi hijo no quiere ir al colegio”). En la terapia breve el objetivo del tratamien-
to suele ser eliminar o reducir en un grado suficiente dicha dolencia, de modo
que el cliente crea que ya no es necesario someterse al tratamiento, al menos
en lo que respecta a la dolencia original, y la terminación constituye el paso
que lógicamente hay que dar una vez alcanzada la solución (Weakland, Fisch
y Segal, 1984).
Esta claridad del trabajo mediante objetivos prefijados le da sentido a la
culminación del proceso terapéutico, a diferencia de otros modelos cuyos ob-
jetivos no se hallan bien delimitados, o bien, trabajan a través de los emergen-
tes de cada sesión, razones que vuelven arbitrario y con ello dificultoso expre-
sar la finitud del tratamiento, generando desenlaces conflictivos, sorpresivos,
angustiantes, confusos, que requieren una explicación exhaustiva del terapeuta
a causa de los comportamientos reactivos del cliente.
En su texto icónico La táctica del cambio, Weakland et al. (1984) esbozan
una serie de ejemplos de resistencias a terminar con las sesiones de terapia.
Una de las formas en que una terapia breve se acaba se produce cuando las
sesiones se van agotando y cada vez se está más cerca del cumplimiento total
de los objetivos. Es decir, cuando el consultante dice que el problema principal
que lo motivó a concurrir al tratamiento se ha modificado notablemente y en
gran medida está satisfecho, el terapeuta puede dar por concluidas las sesiones.
Pero esta sugerencia no se formula de un modo definitivo, puesto que el
terapeuta debe evaluar que el cambio se haya producido en tres instancias
de la vida de la persona: emocional, cognitiva y pragmática (Linares, 1996),
y no haya quedado anclado en una reestructuración cognitiva (Ceberio y
Watzlawick, 2008) sin resultados en las acciones, o haya concluido en un efecto
catárticamente emocional, por ejemplo.
También explorará cómo es la reacción del cliente frente a la noticia de la
suspensión de las sesiones. Se observa en el cierre de la terapia que algunos
consultantes se muestran de acuerdo con que es el momento adecuado para
darla por concluida y no manifestarán ninguna preocupación por hacer un
cierre. Pero no son pocos los que afirman que el tratamiento ha respondido
como ellos esperaban, pero que la idea de quedarse sin el respaldo terapéutico
les intranquiliza. Sienten o creen que los logros se producen por la presencia y
cercanía del terapeuta, y no por la producción de ellos mismos. Otros se filia-
lizan y ven en el terapeuta a una gran mamá o papá protector y otros ¡hasta a
un acompañante contrafóbico!

El proceso terapeútico en Terapia Sistémica Breve 103


Se expresen o no dudas al respecto, es frecuente que la mayoría de los clien-
tes experimenten cierta incertidumbre e intranquilidad acerca de la persisten-
cia de la mejoría una vez que el tratamiento haya terminado. En ese momento
el riesgo se encuentra en las profecías que se autocumplen: cuanta más preo-
cupación muestre el cliente por mantener los buenos resultados, se esforzará
demasiado por continuar que las cosas vayan bien, entonces debido a los nive-
les de sobreexigencia y ansiedad presentes es factible que empeoren la mejora.
Por tal razón, cuando finaliza la sesión, el terapeuta desea evitar esa posi-
bilidad y ayuda al cliente a no sentirse inquieto ni ansioso por la perspectiva
de que el problema empeore. Sin embargo, es probable que una garantía me-
ramente verbal no ayude a que se tranquilice el cliente desconfiado, reticente
a dejar la terapia o con cierto grado de inseguridad. Al contrario, es posible
que interprete las manifestaciones tranquilizadoras como un mero intento de
ahuyentarle temores, o quizás piense que el terapeuta no es consciente de sus
debilidades o de que sus éxitos son frágiles, o de que sus expresiones de tran-
quilidad son sencillamente para conformarlo. Además, siempre hay amigos o
conocidos que entienden que las terapias llamadas profundas son terapias de
larga data, y siembran una cuota de desconfianza en la efectividad de los resul-
tados cortoplacistas de la terapia breve.
A pesar que no esté presente este grado de influenciabilidad, también hay
clientes psicólogo-dependientes, como señalamos, que les cuesta mucho salir
del trabajo terapéutico, hacer una especie de destete de la seguridad que impli-
ca tener el aval de sus acciones mediante el control de la psicoterapia. También
hay clientes que entienden el espacio terapéutico como uno que necesitan para
hablar, para expresar lo que sienten. Es entonces cuando el terapeuta breve
acepta el reto y trata de que esa modalidad funcional y saludable se repita fuera
del consultorio y con otras personas.
En estas eventualidades, el cliente se vuelve aún más reticente con respecto
a la terminación. En consecuencia, el terapeuta debe dejar de lado sus intentos
por conseguir que el consultante se tranquilice (lógica del más de lo mismo)
y, por el contrario, debe definir —de manera paradojal— el empeoramiento
como un acontecimiento esperado, casi lógico y por consiguiente normal, o
incluso llegar a redefinirlo como acontecimiento positivo. Es una forma de
otorgarle tranquilidad saber que el síntoma-problema debe aparecer. Aunque
también da más tranquilidad el hecho de que el consultante sepa que nos pue-
de llamar cuando quiera o realizar alguna consulta sobre un tema específico.
En estos clientes, saber que el terapeuta está, es el mejor ansiolítico, una espe-
cie de Ravotril humano.

104 Breve Historia de la Terapia Sistémica Breve


CAPÍTULO 4

Entonces, el cliente que acaba el tratamiento puede aceptar con menos


tensiones un hipotético empeoramiento y no aterrorizarse ante él. Las pres-
cripciones de recaída permiten que el cliente entienda que si reaparecen los
síntomas estos son bienvenidos. También se suele utilizar la metáfora “pasitos
de bebé”, es decir, no apresurarse, ir poco a poco, porque por lo visto ha cam-
biado demasiado rápido. El terapeuta comienza por reconocer que ha habido
una mejora, pero a continuación intercala el comentario de que, por deseable
que haya sido el cambio, ha ocurrido con excesiva rapidez: las mejoras que
aparecen lentamente, paso a paso —explica el terapeuta— son las que proba-
blemente se transformen en cambios más consolidados, cambios que permiten
asimismo una adaptación gradual a la nueva salud.
En una doble llave, se le dice al cliente —paradojalmente, de nuevo—
que de momento no haga más mejoras, aunque el tratamiento esté finali-
zado. Con los clientes que se manifiesten claramente aprensivos acerca de
la terminación, el terapeuta puede agregar que hasta resultaría beneficioso
que hallase algún modo de provocar un agravamiento del problema, al me-
nos temporalmente. Aunque esto parezca negativo y pesimista, hay varias
características que lo convierten en un mensaje implícitamente optimista.
En primer lugar, al cliente se le está comunicando implícitamente que ha
obtenido avances muy considerables durante el tratamiento (y esto es una
excelente connotación positiva), tan considerables que no tiene que lograr
otras mejoras, por lo menos de inmediato. Y en segundo lugar, puesto que se
le ha pedido que provoque un empeoramiento, si este se presenta, el cliente
pensará que era lo esperable y que se trata de algo que está sometido a su
control (Weakland et al., 1984).
Obsérvese que cualquiera de estos resultados es alentador. El objetivo evi-
dente de es reducir al mínimo la reaparición del problema y ayudar a que los
clientes se sientan menos preocupados por la terminación del tratamiento,
puesto que a mayor preocupación mayor riesgo de reaparición. Pero si los sín-
tomas empeoran significativamente y el cliente no los puede controlar y —en
un espacio que ha cerrado, pero que siempre estará disponible para sus consul-
tas— pide someterse a tratamiento nuevamente, la credibilidad del terapeuta
se mantiene incólume.
La posibilidad de que reaparezca el síntoma en un cliente preocupado radi-
ca en la representación cognitiva que la preocupación mantiene persistente en
su cerebro. Cuanto mayor persistencia se ejerce, mayor resistencia al cambio y,
con ello, la aparición de una profecía que se autocumple (Watzlawick, 1988), es
decir, se pasa de la representación cognitiva a la acción concreta: se construyen

El proceso terapeútico en Terapia Sistémica Breve 105


realidades. En este sentido, el consultante no padece el síntoma, sino que lo
construye y, de esta manera, la asimetría con el síntoma está a su favor: es él
quien domina la aparición.
Un terapeuta no debe dejarse llevar por el halago narcisista que implica
el cambio del cliente y la valoración que este hace de él. Debe evitar cerrar el
tratamiento con una alocución del tenor: ¡Excelente logro! Hemos llegado a la
meta en tiempo y forma… sabía que podía hacerlo usted, y quédese tranquilo,
que todo estará funcionando perfecto.
Se requiere un notable autocontrol para no sumarse a la valoración adu-
lante del cliente y, por el contrario, asumir una actitud dubitativa y cautelosa.
Sin embargo, en tales casos eso resulta de la mayor importancia, puesto que el
cliente complacido sentirá terror ante un hipotético empeoramiento que po-
dría disgustar a su terapeuta. El hecho de advertirle que no haga más progre-
sos, e incluso que provoque un empeoramiento, sirve para aliviar su preocu-
pación (Weakland et al., 1984).
Otra forma de resistir a culminar el tratamiento sucede cuando un consul-
tante está por finalizar las sesiones y, dado el nivel de satisfacción por sus logros,
afirma explícitamente que cree que las cosas se deteriorarán si no continúa bajo
la guía del terapeuta. Su grado de aprensión puede inducirlo a buscar la más
pequeña prueba de que las cosas se van efectivamente deteriorando. Se evita-
rá esta eventualidad si el terapeuta insiste en realizar al menos otra entrevista,
preferiblemente dentro de dos o tres semanas, pero con la condición de que el
cliente acuda aun en el caso de que piense que, en realidad, no necesita volver.
En el periodo que transcurre entre la última entrevista y la realmente última
es poco probable que el cliente busque la confirmación de que el problema ha
vuelto a aparecer. Por el contrario, luchará contra la idea de tener que presentar-
se a una entrevista que no considera necesaria (Weakland et al., 1984).
Otra actitud más pragmática por parte del cliente se da cuando muestra
su decisión de terminar el trabajo terapéutico a pesar de no haber llegado a la
solución completa del problema. Un cliente puede manifestar satisfacción por
los resultados de la terapia, pero habla de una mejora cuantitativa y no de un
cambio cualitativo. Este tipo de cliente dice que las cosas van mejor y que, a di-
ferencia de cuando consultó por primera vez, se siente mejor y que le gustaría
probar sin terapia para ver cómo funciona solo.
En este caso, si el terapeuta evalúa que la decisión del consultante es correc-
ta y se halla lo suficientemente preparado para funcionar sin la ayuda profesio-
nal, lo despedirá, siempre con la salvaguarda de que si lo necesita, el espacio de

106 Breve Historia de la Terapia Sistémica Breve


CAPÍTULO 4

terapia está abierto a sus consultas. Pero en el caso contrario, cuando la evalua-
ción del terapeuta no es favorable, se debe evitar presionar para que continúe
el tratamiento, ya que puede producirse el efecto opuesto: el enojo por parte
del cliente por la descalificación de su logro y que termine la terapia, pero con
bronca y otras actitudes del mismo tenor.
Otros consultantes tienen razones personales para dar por terminado el
tratamiento, motivos que prefieren mantener en silencio, y apelan en cambio
a fórmulas corteses (hablan de las bondades del tratamiento, por ejemplo).
Insistir en que continúe las sesiones es cuanto menos una pretensión inútil. Si
el terapeuta acepta el deseo del cliente de dar por terminado el tratamiento, es
importante que la despedida se realice en un clima de afabilidad, ya que facilita
la posibilidad de reanudar el tratamiento en el caso de que descubra que probar
por su cuenta no funciona. Por el contrario, si el terapeuta disuade al cliente
de suspender la terapia, esta continuará sobre la base implícita de que el cliente
acude a requerimiento del terapeuta y no porque lo necesite verdaderamente.
Si el terapeuta cree que el problema se ha solucionado parcialmente y esta
solución a medias puede desencadenar otros problemas a futuro (y el tiempo y
los acontecimientos se lo demostrarán al cliente), puede aceptar el petitorio de
terminar pero redefiniéndolo como una suspensión temporal: “estoy de acuer-
do en que este es el momento para finalizar el tratamiento, pero tomémoslo
como vacaciones transitorias”.
Unos padres que vinieron a buscar ayuda para su hijo afirmaban que las
cosas habían mejorado bastante y que las sesiones podían espaciarse más.
Propusieron que las entrevistas se realizaran cada dos semanas. El terapeu-
ta sospechó que intentaban abandonar cortésmente el tratamiento. En vez de
presionarlos para que acudieran a la semana siguiente, les ofreció un intervalo
aun más prolongado: cuatro o seis semanas. Muchas veces el resultado es la re-
acción paradojal: en lugar de considerarlo conveniente, más tiempo de espacio
intersesión les pareció demasiado; entonces reforzaron la posición de no dejar
el tratamiento y de verse en quince días.
A veces los clientes dicen que el problema por el que iniciaron el trata-
miento ha sido resuelto a plena satisfacción, pero añaden que ahora les gus-
taría trabajar sobre otro problema. Creemos que se ganará muy poco si uno
se precipita hacerlo. Eso no significa que los clientes solo tengan derecho a
solucionar un único problema, pero sí que convendría dejar pasar un lapso de
tiempo entre dos esfuerzos terapéuticos distintos (Weakland et al., 1984). De
todas maneras, hay que analizar cada situación en particular, puesto que una
repactación de los objetivos de la terapia bajo el paradigma de otros problemas

El proceso terapeútico en Terapia Sistémica Breve 107


bien delimitado puede llevarse adelante perfectamente, aunque no es extraño
considerar que sea una forma encubierta del cliente para no desprenderse del
vínculo con el profesional.
Una advertencia final sobre la terminación del tratamiento en los casos
en que el problema se halle parcial o completamente solucionado: los clientes
complacidos con los resultados del tratamiento a menudo atribuyen la me-
joría a la sabiduría, formación, capacidad o inteligencia del terapeuta. Estos
halagos colocan al terapeuta en una posición de superioridad, y dejan de lado
el esfuerzo del cliente para colocáarlo en una asimetría por debajo, lo cual lo
desincentiva a finalizar la terapia. Si bien el terapeuta no puede evitar que los
consultantes lo elogien, puede reformular los logros del tratamiento de manera
que él mismo no quede en posición de superioridad.
Quizás la forma más sencilla de conseguirlo sea aceptando la valoración,
pero señalando la contribución del cliente para el éxito del tratamiento y dejar
sentado fundamentalmente que es un trabajo en equipo. Al mismo tiempo, el
terapeuta puede rebajar la importancia de su propia contribución: “No se trata
de que yo sea más inteligente, sino de que me hallo en la ventajosa posición de
estar fuera del bosque y puedo ver con mayor nitidez. Esto me permite tener
más claridad”.
Cerrar un proceso terapéutico implica que de la boca del terapeuta se ex-
prese un discurso claro, pero claramente estratégico. Si la relación con el con-
sultante ha sido limpia comunicacionalmente y afectivamente sólida (toda co-
municación implica una vertiente afectiva), el cierre debe ser consecuente con
la relación establecida. No obstante, como hemos revisado, no estamos exentos
como terapeutas de recibir las más sorpresivas reacciones, al fin y al cabo es-
tamos trabajando con seres humanos y aunque en numerosas ocasiones pode-
mos pronosticar conductas, en su mayoría se nos vuelven imprevisibles.
Sea como fuere el comportamiento reactivo, el consultante debe sentir que
el terapeuta siempre lo estará acompañando, tanto concretamente porque po-
drá pedir una consulta cuando lo desee, como metafóricamente, porque la voz
del terapeuta mediante sus mensajes y reflexiones ya forma parte de su univer-
so de significados.
Un terapeuta no debe hacer una despedida rimbombante en función de lo
emocional. No es un teleteatro, sino una simple interrupción en la seguidilla
de sesiones. Siempre debe dar la sensación del trabajo en equipo, es decir, el
cliente siempre será el jugador, el gran protagonista de su vida. El D.T., encar-
nado en el terapeuta, dirigió las acciones mientras duró el proceso, pero es el

108 Breve Historia de la Terapia Sistémica Breve


CAPÍTULO 4

cliente quien se lo lleva dentro. Cada aprendizaje, cada palabra, cada guía u
orientación, si fue bien instruida, quedará grabada como un sello que se capi-
talizará en otras situaciones.
El cierre, de la misma manera que todo el tratamiento, debe desarrollarse
bajo la forma de la técnica verbal del hablar el lenguaje del cliente. De esa
manera, la llegada de significados y las maniobras para el cierre aminoran el
franco resistencial que puede aparecer. Parece paradojal que los pioneros de la
terapia breve describieran resistencias de las personas al cierre del tratamiento,
mientras que en otros modelos, los clientes quieren dejar por la inversión en
años (y en dinero) que implica el trabajo terapéutico.
En el mismo orden de la paradoja, el cierre de la terapia es un cerrar para
abrir, es decir, un terapeuta breve no “da el alta” al cliente, término heredado
de la lógica médica. No otorga el alta porque no cree en un paciente enfermo,
sino que cree en un cliente con problemas. Entonces, se cierra una etapa en la
que se acertó o se acercó al objetivo propuesto, pero se dejará abierta a futuras
consultas. Un cliente cerró su trabajo terapéutico acerca de un problema deter-
minado y eso no implica que en un futuro, próximo o lejano, reconsulte con el
profesional por otros temas.
Nada es ortodoxo ni rígido en la terapia breve. Cada terapeuta posee un
estilo particular —brief style— de ejercicio del modelo. Ese modelo pasa por
el tamiz de su personalidad y por las variables del contexto en el que se aplica.
Tomando en cuenta todas las variables personales del terapeuta, indefectible-
mente el modelo muta de acuerdo con el estilo del profesional, pero no pierde
por eso su esencia epistemológica. Muchos brevistas utilizan el tronco central
y sus pasos (focalización del problema, intentos de solución, objetivos, e inter-
venciones y prescripciones), y son más plásticos con la cantidad de sesiones:
o no las programan en cantidad, o se hallan muy por arriba de las doce. Otros
aplican más algunas intervenciones verbales y usan pocas prescripciones, o
viceversa, y así en múltiples combinaciones. El estilo permite darle preeminen-
cia a ciertas intervenciones, prescripciones o cerrar las sesiones en un tiempo
específico o no. Nadie es más breve que nadie, son solo diferentes estilos den-
tro del modelo (Ceberio y Linares, 2005).
Variables como la historia, las características personales y relacionales del
terapeuta, el ciclo vital, la cultura, los mitos y valores del terapeuta, junto a va-
riables contextuales, como el lugar de atención (público o privado), la proble-
mática, las características personales y relacionales del consultante, la historia,
el tipo de terapia que se desarrolle, la clase social, son todos elementos que
hacen variar el modelo.

El proceso terapeútico en Terapia Sistémica Breve 109


Podemos asegurar que ni Watzlawick ni Weakland ni Fisch, los creadores
del modelo breve, lo aplicaron de misma manera.
John Weakland, ingeniero y antropólogo, se caracterizó por ejercer el mo-
delo breve con su parsimonia, su voz suave, su sonrisa lateral, su humor refi-
nado, por la creación de silencios que producían expectación y sorpresa. Dick
Fisch, médico neoyorkino, desarrolló el modelo breve con un humor sutil y
alevoso al mismo tiempo, con una gestualidad pícara, intervenciones provo-
cadoras mediante la ironía, con seriedad pétrea y una sonrisa plena con ojos
achinados. Por último, Paul Watzlawick, lingüista austriaco, cuyas interven-
ciones parecían disertaciones teóricas, destacaba por su correcta rigidez, su
inevitable corbata, sus colores gris y azul, su circunspección humorística y su
prolija consecución del paso a paso del modelo. Entonces, cabe preguntarse
quién es más brevista que quién.

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110 Breve Historia de la Terapia Sistémica Breve


CAPÍTULO 4

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El proceso terapeútico en Terapia Sistémica Breve 111

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