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Sinfonía metálica

Noche, rudeza de la vida se agolpa cruelmente en mi cabeza. Luego de otro día más de ser
vapuleado por la dura existencia que me ha sido impuesta, me recuesto en la cama envuelto en
penumbra. La única luz que se ve es el ascua del cigarro en mi boca. El humo se dispersa
perfumando la atmósfera. Cómo duele la soledad que yo no pedí. Nadie, absolutamente nadie a
quien pueda decirle la tristeza que me embarga.

La atmósfera se carga de olor a tabaco consumido. Estoy demasiado triste para verter lágrimas, y
nada lograría haciéndolo. «Sabio consejo de mamá». Mi mirada, antes que humedecerse, se
oscurece. Salgo del cuarto con la cajetilla en la mano y el reproductor de música en el bolsillo;
los audífonos pendiendo de los oídos.

Afuera la calle no me da nada. A la gente no le importa lo que pienso. Creo que no se importan
ellos mismos. Cada uno con su propio mundo inacabado. Tristes, deseosos de que los demás se
mueran, para entonces quedarse con los despojos. Me dan asco, ni siquiera quiero cobrarles; sería
una pérdida de tiempo eliminarlos antes de que me eliminen, igual van a morir.

Mi mirada sigue torva, pero no es por ellos. Es por mí. No sólo por la soledad, es algo más,
inasible, insondable. Busco cómo tranquilizarme, algo que me dé paz, o lo más cercano a ello. Yo
soy también como ellos, encerrado en mi mente, en los acordes y las voces que escucho a diario y
que me permiten abandonarme, no escucharlos en sus vidas tan sinsentido.

Música, acordes, claves marcadas por tambores y platillos. Rasgueo de guitarra resonando en
las bocinas del reproductor.

Camino sólo. Llego a un bar. Tengo que escucharlos. Pido una cerveza. Lo bueno de este lugar es
la música. Suena bien, fuerte, “pesada”. Atmósfera que ya no sólo huele a tabaco, huele a alcohol
y sudor y gente agolpada. Huele a baños sucios y a piel humana, huele a ropa de cuero y
mezclilla, huele a metal y a mujeres y hombres reunidos. Dejo de sentir mi propio aroma, me
pierdo en la regularidad de las secuencias de cada olor de este lugar mientras bebo mi cerveza.
Ella se acerca entonces, vestida de negro, delgada, cabello teñido de rojo, piercing en la lengua y
otro en el labio inferior, del lado izquierdo. Me mira mientras bebo y ella pide un cigarro en la
barra. Me sonríe mientras lo enciende, luego se aleja. Me gusta, la sigo con la mirada. Tres
cervezas más en mi cuenta mientras espero que se acerque de nuevo, pero ella platica con otros,
ni siquiera se da cuenta de que la veo.

Un tipo se le acerca. Enorme, cabello largo, lacio. Estoy a punto de mirar de nuevo a la nada y
perderme entre el olor y el sabor de todo aquí, pero ella lo rechaza en tres palabras y se encamina
a la salida, me mira antes de cruzar la puerta, o al menos eso creo. No puedo evitar seguirla,
tirarme de nuevo a ese exterior que tanto detesto. La alcanzo.

— Es increíble cómo te deshiciste del tipo, pensé que lo tendrías toda la noche alrededor tuyo.

— Gracias. —dice. Su voz es suave, pero baja en tonos; melodiosa, como las notas graves de una
zanfoña. — Con permiso.

— Sí claro, oye, ¿cómo te llamas?

— Anna — mientras dice su nombre detiene un taxi. De nuevo un “con permiso”. La veo subirse
al taxi, ya me daba la vuelta.

— Oye, ¿no te vas a subir! — me grita desde el carro. Vuelve a mirarme. No lo dudo un segundo.

Entro. Nos besamos en el asiento de atrás mientras el chofer se regodea viéndonos por el
retrovisor. No me importa.

— ¿A dónde vamos? — dice el conductor. Le indico la dirección, mi casa ―se me hace lo mejor.
Ella no dice nada, sólo se limita a besarme, a acariciarme, a asentir lúbricamente con cada beso.

Resuena una canción en mi cabeza. Rítmico golpeteo de notas casi imperceptibles. Metales que
marcan la regularidad de los latidos.

Bajamos del taxi. Siento su respiración agitada presionando sus senos contra mi pecho. Entramos
a mi departamento, oscuro, como de costumbre. Parece recibirnos, entender qué va a pasar.

2
En el trastabillar de nuestros pasos logramos llegar al sofá. Deslizo mis manos bajo su playera, se
disuelven los guardianes espantosos grabados en la tela. Siento la suavidad de su piel blanca,
llego al encaje de su sostén y me detengo.

— ¿Quieres que ponga música?

— Sí, pon algo no tan fuerte.

A riesgo de perder el momento me levanto, rápido enciendo el reproductor. Un leve mareo me


asalta cuando comienzan a sonar las cuerdas eléctricas, como siempre. Volteo a verla. La luz que
entra por la ventana me deja ver su rostro lascivo sonriéndome en una mueca teñida de plata que
resalta en la oscuridad, que se pierde por un momento y luego aparece acompañada de un torso
semidesnudo. Me acerco a besarla. Mis manos se ven oscuras apoyadas contra su piel clara.
Libera sus pechos de la presión de la tela y mis labios envuelven los montes de seda que nacen
del valle de su vientre.

Cada acorde de la música me lleva en ritmo cada vez más acelerado por su cuerpo. Ella se deja
hacer y tocar y yo reclamo en cada caricia más territorio. Le doy vuelta y beso su espalda
mientras acaricio su cuerpo. La música cobra fuerza, violencia. Le quito rápido los pantalones, la
dejo desnuda frente a mí. La música sigue sonando mientras ella se gira y me desnuda, siempre al
compás.

Me empuja y se posa sobre mí. De un momento a otro nos movemos en un solo ritmo música,
ella y yo. La batería acompasa las arremetidas de mi pelvis contra la suya; suda y sudo en un
baile eléctrico, espasmódico. Mientras las escalas van en aumento hasta el éxtasis supremo de la
melodía, en una sucesión de notas y gritos agudos, nuestros cuerpos acoplados danzan al son de
guitarras, gemidos y arañazos. Su cadera me posee. Su piel refulge contra la mía, ilumina el
espacio. Tira la cabeza hacia atrás, su cabello golpea violento mis manos en su espalda mientras
lanza un grito ahogado que se confunde con el arpegio agudo que cierra la pieza y abre el
silencio. Se dobla sobre sí misma y me abraza. Se retuerce aún sobre mi cuerpo tendido.

Al terminar el orgasmo está ya erguida. Me observa desde la atalaya en que posee el control de la
habitación, el control de la situación, el control sobre mí. Se viste rápido.

3
— No tienes porqué irte. Quédate la noche

— Sí tengo. Este lugar, este ambiente... me ahoga. Cuídate.

Se ciñe las botas en la esquina del sofá sobre el que sigo tendido. Mientras se acerca a la puerta
vuelve a mirarme. Un no sé qué de soledad vuelve a invadirme. Cierra la puerta.

Una voz de guerra en la cabeza. Gritos que invitan a la unión, al lance mortal. Soledad del que
aguarda la muerte.

Siento un mareo. Esta vez me agrada. Quiero prolongarlo, hacerme dueño de él. Coloco un nuevo
disco. De inmediato me aturde la música, siento un escalofrío terrible. Curvo la espalda. Los ojos
abiertos no reconocen luz alguna en el cuarto cerrado, la respiración es dificultosa. Trato de
permanecer de pie, pero la sensación es incontenible, el vértigo es absoluto. Me derriba. Mi
cuerpo tiembla. Mi mirada es toda oscuridad. La ventana es completamente imperceptible. Trato
de levantarme, pero el suelo me reclama. El doble golpe que emiten las bocinas me ensordece,
pero me gusta. De nuevo solo, ella y todos me han dejado y yo yago tirado, retorciéndome,
escuchando la sucesión de notas aceleradas que incrementan el mareo. Trato de ver mi mano,
pero todo es penumbra. Mi respiración se agita. Tengo la espalda clavada al suelo, mis piernas
inmóviles. Estoy atado, prisionero del sonido que sale de algún lado y rebota en mí, en estas
cuatro paredes. Pienso que el día está cerca, que remediará algo, pero cada vez es más difícil para
mí moverme, y no hay luz que señale que el sol está cerca del horizonte. La canción está llegando
a su fin. Grito. Esta voz no es mía. Es la rasgadura de una garganta extraña, ajena a mi persona,
más próxima a un aullido. La canción acaba. Reina de nuevo el silencio, la soledad, hay
extrañeza en el ambiente. La nada.

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